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China sueña con su nueva Ruta de la Seda

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Jesús A. Núñez Villaverde

Vistas del distrito de Pudong en Shanghai. Foto: Juan Carlos Madrigal / Flickr (CC BY-NC 2.0).

Dadas sus dimensiones, todo lo que promueve el Imperio del Centro (China) es grande,
por definición, cuando no inmenso. Y así cabe calificar la iniciativa anunciada por Xi
Jinping en 2013 de una Nueva Ruta de la Seda (también conocida como OBOR “One
belt, one road” en el mundo anglosajón). Su cuidadosa puesta de largo ha desembocado
finalmente en el encuentro celebrado en Pekín los pasados días 14 y 15 de mayo, con
asistencia de 29 jefes de Estado y de gobierno y representantes de 130 países y
organizaciones internacionales. Grandes son las expectativas que genera (aunque eso
no haya animado a Merkel, May y el recién llegado Macron a sumarse al grupo de Putin,
Erdoğan, Rajoy y algunos otros) e inmensos los recursos que previsiblemente se van a
dedicar a su materialización (a los 900.000 millones de dólares que manejan algunas
fuentes se acaba de añadir el anuncio de otros 113.000 en pleno encuentro). Queda por
ver si las inquietudes, reticencias y obstáculos que se oponen a su desarrollo no serán
asimismo tan considerables que logren desbaratar el gigantesco sueño que unos han
calificado ya como un ejemplo de neocolonialismo y otros como simplemente
megalómano.

China tiene conciencia de su grandeza y aunque ya ha alcanzado una posición


preminente en el escenario internacional, sabe mejor que nadie que la consolidación de
ese estatus depende de un cambio sustancial de las bases que le han servido para
llegar hasta aquí. En los inicios de una crisis demográfica que ya empieza a hacerse
visible, entiende que el modelo de desarrollo de estas últimas dos décadas –basado en
la producción de bienes de consumo masivo, con bajos salarios y orientada hacia la
exportación– ha llegado a su fin. Para remontar y seguir aspirando a ocupar un lugar de
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primera fila en el concierto internacional precisa definir un nuevo rumbo, apostando por
el incremento de la demanda interna, la producción de bienes de alto valor añadido y
una mayor presencia en el sector servicios a escala planetaria.

La Nueva Ruta de la Seda es una pieza central en ese giro estratégico. Por un lado,
pretende desarrollar las zonas del interior, hoy todavía descolgadas del febril proceso
que caracteriza a las costeras. De ahí que, de las 23 provincias chinas, sean 15 las que
están directamente implicadas en este macroproyecto, elaborando sus propios planes
de desarrollo incardinados en el OBOR global. Se trata tanto de evitar que los
desequilibrios internos puedan ser el caldo de cultivo para revueltas que pongan en
cuestión la estabilidad del país, como de aumentar el poder adquisitivo de sus
habitantes para que se conviertan en consumidores más activos (lo que supone también
impulsar cambios psicológicos en mentes educadas en la austeridad y el ahorro).

Por otro lado, busca abrir nuevos mercados, implicando hasta un total de 64 países de
diferentes regiones de Asia, Europa y hasta África, con proyectos de infraestructuras de
transporte, energía y comercio. De ese modo, y con la base financiera que le
proporciona el Fondo de la Ruta de la Seda y el Banco Asiático de Inversión en
Infraestructuras, China aspira a abrir camino a algunos de sus sectores productivos más
castigados por la crisis internacional –como los del acero y el cemento–, pero también a
sus empresas (fuertemente apalancadas desde el gobierno) ferroviarias de alta
velocidad, del sector nuclear o de las telecomunicaciones, para liderar los ambiciosos
planes de construcción que empiezan a perfilarse. En resumen, y a la espera de otros
que se añadan, hablamos de la creación de seis corredores económicos que
atravesarán 25 países, con carreteras, vías de ferrocarril, oleoductos, gasoductos,
instalaciones portuarias y zonas comerciales.

Además, calcula que esa apuesta es la mejor vía para consolidar alianzas políticas y
económicas con diferentes socios. Si lo consigue no solo le servirá para amortiguar el
notorio peso que Washington tiene en su vecindad, sino también para mejorar su
posición negociadora en los distintos contenciosos soberanistas que mantiene con
algunos vecinos, tanto en el mar del Este de China como en el mar Meridional de China.

En última instancia, China es consciente de que su vulnerabilidad ante el dominio naval


estadounidense –con capacidad para cortocircuitar sus vitales vías marítimas de
suministro y comercio exterior– le obliga a buscar salidas alternativas. Pero para
culminar ese anhelo aún debe neutralizar las posiciones de quienes, como la Unión
Europea, critican la falta de transparencia o el previsible impacto medioambiental, al
tiempo que dudan de la viabilidad económica de muchos de los planes anunciados. Lo
mismo cabe decir de países como Rusia –en relación con su pretendida zona de
influencia directa en la Europa Oriental–, India –temerosa de verse encapsulada en el
Índico– o algunos miembros de ASEAN –reacios a verse subordinados al dictado chino
en sus disputas marítimas a cambio de sustanciosas ofertas de inversiones y comercio.

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Todos ellos y muchos más (incluyendo a minorías maltratadas por sus gobiernos, como
los baluchis en Pakistán) procurarán, a buen seguro, hacerse notar, bien para corregir a
su favor el rumbo que pretende marcar Pekín o para arruinar sus planes si no son
escuchadas sus demandas. Uno de los efectos previsibles de esa necesidad por
garantizar la buena marcha de tantos proyectos, sometidos a tensiones internas
imposibles de obviar, es que China puede acabar modificando su tradicional resistencia
a la injerencia en los asuntos internos. El tiempo lo dirá.

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