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26/12/2017 Periodización Literaria y Contexto Histórico. Aproximación preliminar. – Critica.

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R E V I S TA L AT I N O A M E R I C A N A D E E N S AY O F U N D A D A P O R A D O L F O PA R D O E N S A N T I A G O D E C H I L E E N 1 9 9 7 | A Ñ O X X
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Periodización Literaria y Contexto


Histórico. Aproximación preliminar.
por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 28/08/2005

Este ensayo es la Introducción a un proyecto de periodización de la novela chilena


del siglo XX, derivado de la tesis doctoral del autor.

El concepto de período es de uso universal y aparece para denominar algo


semejante, un lapso temporal, en quehaceres aparentemente tan alejados
entre ellos como la moda y la astronomía, la biología o la literatura, y como
toda medida de orden temporal, requiere del soporte de un fenómeno
probable para manifestarse: el cumplimiento de los equinoccios, el
nacimiento y muerte de un organismo, la publicación de novelas o
poemarios. El período es por excelencia el modo de aprehender el tiempo en
los objetos, de recortar el tiempo para que la conciencia pueda separar,
clasificar y jerarquizar los fenómenos: para que se produzca el conocimiento
positivo. Dicho en oposición, sin períodos el tiempo es una secuencia
continua, sin hitos ni plazos, literalmente imposible de ser aprehendido por la
conciencia.

El hecho de que sin recorte periódico no hay posibilidad de conocimiento


positivo hace de la periodización un problema de doble cara: por una parte
tiene que ver con el registro/archivo de fenómenos de acuerdo a la
regularidad de su manifestación, y por otra con las condiciones necesarias -
durante un tiempo determinado- para la producción de conocimiento. El
período puede entenderse como un coto temporal, en el cual se puede
reconocer un archivo de fenómenos (objetos de conocimiento) e identificar
ciertos modos de producción de conocimiento.

Ahora bien, ambos factores (objeto y modo de conocimiento) parecen


comportarse de manera distinta: mientras los objetos valorables estética e
ideológicamente -el texto impreso, el edificio, la novela- deben mantener su
condición original para ser reconocidos, el modo de conocer está abierto al
desarrollo de la ciencia y la aparición en la escena cultural de nuevas
posibilidades de lectura e interpretación. Digamos que no es lo mismo haber
leído Madame Bovary en el momento de su publicación que hacerlo hoy a
fines del siglo XX y lo distinto no es el texto de Flaubert, obviamente, sino el
modo de conocer.

Por su parte, la relación entre registro de fenómenos y modos de conocer es


más estable en algunos campos del saber, la astronomía por ejemplo, que en
otros como la biología o los estudios literarios. Los resultados de la
observación del movimiento astral que derivaron en la creación del
calendario gregoriano en 1582 -treinta y nueve años después de la
publicación de Sobre el movimiento de las esferas celestes de Copérnico- son
vigentes hasta hoy mismo, mientras que en la biología los resultados de la
relación que nos interesa son particularmente inestables por el desarrollo de
sus métodos de investigación, estrechamente relacionados con el avance
tecnológico, que han hecho posible en poco más de un siglo pasar de la
producción de conocimiento resultante de la observación de la vida orgánica
a la dislocación de los períodos elementales de la misma mediante la
manipulación genética.

La situaciónde los períodos literarios -en el sentido de estabilidad o


inestabilidad-, responde a la relación que existe entre los estudios literarios y
dos disciplinas que no han dejado de transformarse y hacerse más complejas
desde fines del siglo XVIII: las ciencias sociales y la historia.

Historia y ciencias sociales


La historia es más antigua que las ciencias sociales, pero si seguimos su
trayectoria desde Herodoto hasta Toynbee, comprobamos que como
disciplina académica cobra status con Gibbon a fines del XVIII en Inglaterra
y, ya en el XIX, con Ranke en Alemania. Es decir, se institucionaliza en el
momento en que el pensamiento filosófico y científico occidental entra en la

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inestabilidad crónica de la modernidad (Foucault 1968) o modernidad tardía
(Lyotard 1989; Vattimo 1994), que saca al conocimiento positivo de las
certezas ideales del Iluminismo para dispersarlo en innumerables preguntas
y especialidades. Es más, la historia se institucionaliza como disciplina
prácticamente al mismo tiempo que la sociología, y basta repasar un manual
como el de H. E. Barnes (1948) u otro más reciente como el de Haralambos
(1985), para ver cómo los modelos de interpretación sociológica tanto en
Europa como en las Américas, desde Comte y Spencer hasta `la sociología
del conocimiento” o `la sociología de la salud y la medicina” suponen todos
una mirada que transforma el pasado histórico, lo relee y rehace de acuerdo
a sus necesidades. Y no sólo la sociología -la ciencia social por excelencia- ha
venido a re-formular la mirada contemporánea sobre el pasado: también lo
hacen disciplinas más recientes como la antropología cultural, la sicología
social, el feminismo, los estudios latinoamericanos. En décadas recientes,
Hayden White -siguiendo a Foucault- se ha esforzado por terminar con las
últimas reservas de credibilidad de los discursos históricos clásicos, al
discutir la posibilidad de que la historia sea la combinación de una ciencia
social y un arte. De haber en ella algo artístico, señala White, se trata del
arte narrativo decimonónico, y si se la quiere ver como ciencia, su
metodología no ha avanzado un paso desde `la objetividad para explicar el
progreso” de Leopold von Ranke. Arte o ciencia o combinación de ambos, se
trataría para White de una disciplina que no ha seguido el desarrollo
moderno de la ciencia y el arte y permanece cristalizada en su propio origen
(White 1978).

La historia, desde sus inicios como disciplina, se ve asediada por la pregunta


acerca de lo histórico de ella, es decir la peculiaridad de esos
acontecimientos que son separados, en cualquier campo del saber, de la
masa innumerable de acontecimientos para convertirlos en relato ejemplar.

En su discusión en torno a esta pregunta por lo histórico de la historia


(general y literaria), Fokkkema e Ibsch señalan `el riesgo hermenéutico” de
la historia (las traducciones del holandés al castellano son mías):

Un hecho histórico es aquél que según un determinado concepto teórico es


un hecho histórico. Lo que un hecho es está determinado por una teoría y las
teorías deben su prestigio a su relación con los hechos. ¿Estamos aquí ante
un círculo vicioso? (1992: 80)

El rol que otorgan Fokkema e Ibsch a «la comunidad de investigadores» (80)


para romper este `círculo vicioso” mediante la discusión y respuesta,
siempre eventual, acerca de cuáles son los hechos que pueden aceptarse
como históricos, merece por los menos las siguientes observaciones:
¿quiénes forman esa comunidad? ¿cómo se legitima su poder? Dado que son
los mismos expertos los que niegan u otorgan credibilidad a las novedades
que proponen otros expertos, lo que se produce aquí, antes que una ruptura,
es una ampliación del círculo, ya que ahora no solamente alcanza a la teoría
y sus mecanismos sino además a quienes operan con ella. Por su parte,
otros tipos de legitimación de los discursos históricos, como la `ley divina”
dictada por los teólogos de alguna religión o `la razón de estado” canalizada
a través de algún Ministerio, no consiguen tampoco romper la imagen
circular que encierra al hecho histórico y su justificación teórica.

A pesar de la incomodidad que produce la pregunta por lo histórico de la


historia -amenazada por el bloqueo de la tautología y/o la subjetividad del
historiador-, es evidente que sin relato histórico la masa de acontecimientos
queda a la deriva, desprovista de sentido para la conciencia. No hay forma
de escapar a la historia: semejante a la biografía de cualquier sujeto, existe
en sí misma más allá o a pesar de la forma en que esté escrita -o tachada-,
por el solo hecho de la existencia de una colectividad humana.

Periodización histórico-cultural en Latinoamérica (2)


Hasta fines del siglo XV, lo histórico de Occidente sucedía en Europa. Con la
apertura, en 1492, de las rutas marítimas hacia el continente que luego se
llamaría América, el espacio occidental se ensancha de manera radical y
comienza una nueva era, en la cual los territorios americanos son primero
anexados a las metrópolis en régimen colonial y más tarde, desde fines del
siglo XVIII, se convierten en un conglomerado de repúblicas que, con mayor
o menor fortuna, postulan una historicidad propia.

Este proceso de formación cultural está marcado desde el comienzo por la


división del continente americano en dos zonas de proyección de lo europeo,
norte y sur, lo que supone para Latinoamérica un modo de entrar en la
historia de Occidente muy distinto al de América del Norte. Ejemplar en este
sentido es comparar las obras de europeos prominentes que viajaron por el
continente durante el siglo XIX o poco antes: la de Tocqueville (sobre
Estados Unidos) es una obra eminentemente política e historiográfica en
términos modernos, las de Humboldt o Darwin (sobre el sur de América), son
obras de importancia para la botánica, la metereología, la etnografía, pero en
ellas las sociedades nacionales latinoamericanas no son mucho más que

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paisaje y sus ciudadanos quedan reducidos a mano de obra barata. Una
publicación de Humboldt en sus años parisinos, Ensayo político sobre el
Reino de Nueva España (Kellner 1992), en el que describía la situación
geológica, geográfica y política de México hacia 1804, motivó un notable
aumento de inversiones europeas en las minas de plata de aquel país, pero
sus denuncias sobre las condiciones inhumanas de trabajo en las mismas no
motivaron reacción alguna.

La historiografía en Latinoamérica ha generado por su parte -ya en los siglos


XIX y XX-, un esquema de periodización del desarrollo social, económico y
político que manifiesta, en la organización de su discurso, la anexión del
subcontinente a Europa. 1492 marca el comienzo del ciclo histórico, dividido
en los períodos de Descubrimiento, Conquista, Colonia, Independencia y
República, mientras que todas las culturas existentes al momento de la
llegada de los españoles, tanto civilizaciones completas como la maya,
azteca e incaica, así como otros pueblos de las zonas caribeña y amazónica y
el extremo sur del continente, aparecen reunidos sin mayor diferenciación en
el período `Precolombino”. Semánticamente, este modelo de periodización
remite todo el proceso de formación cultural desarrollado en el subcontinente
hasta 1492 a una pre-historia que sólo adquiere significado por la aparición
del europeo que lo `descubre” e incorpora a la historicidad occidental.

Lejos de lo que podría esperarse, al cumplirse en 1992 el V centenario del


primer desembarco de Colón, la discusión acerca del significado del
`Descubrimiento” para Latinoamérica no ha concluido en la necesaria re-
denominación de ese hecho: mientras que en los círculos literarios se oía
hablar de `Invención de América”, el estado mexicano prohibía oficialmente
el uso del término para reemplazarlo por el de `Encuentro de Dos Mundos”.
Por su parte, personajes en apariencia tan alejados entre ellos como el
norteamericano Noam Chomsky y la boliviana aymará Domitila Chungara
preferían hablar de `Invasión” (Benedetti et al. 1990) y en un manual de
historia de reciente publicación, redactado por profesores de la Pontificia
Universidad Católica de Chile, el capítulo dedicado al tema volvía a aparecer
como `Descubrimiento de América” (De Ramón et al. 1991). Más allá de las
implicaciones políticas o literarias del eventual concepto, lo que me parece
evidente es que la tachadura semántico-discursiva es tan fuerte que se
carece de lenguaje para hablar del mundo anterior a 1492 en otros términos
que no sean los de pre-hispanidad, pre-colombino, pre-historia. El problema
es que, confrontado con lo efectivo del proceso de formación cultural en el
subcontinente, este esquema de periodización donde lo histórico se inaugura
en 1492, se demuestra empíricamente inválido, porque lo precolombino no
ha desaparecido ni pertenece al pretérito de la cultura.

En Latinoamérica hoy mismo la población de razas autóctonas, en condición


de campesinado pobre, llega en algunas áreas al 70% o más del total (p.ej.
quechuas y aymarás en la región andina, mayas en Guatemala) dando forma
a sociedades paralelas a la criolla, con sus propias formas y ritmos de
formación cultural (Gallardo 1993; Beverley 1993). Movimientos políticos
como Sendero Luminoso se afirmaron ideológicamente en una larga tradición
de resistencia quechua ante el orden colonial español o criollo republicano en
el Perú, y la actual rebelión campesina en Chiapas, al sur de México, es
también de origen indígena. Y si bien en el resto del subcontinente las
culturas pre-hispánicas son sectores minoritarios de la población o están
incorporadas en el mestizaje criollo (misquitos en Nicaragua, guaymíes y
kunas en Panamá, mapuches en Chile, etc.), su presencia en el proceso de
formación cultural es de enorme relevancia. Gran parte o quizás toda la
literatura que podemos llamar latinoamericana está permeada de presencia
precolombina, desde la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de
Bartolomé de las Casas (1552) hasta la obra de Miguel Angel Asturias, o una
narración borgeana como «El evangelio según San Marcos».

Como consecuencia de la tachadura semántica, el latinoamericano carece de


conocimiento efectivo y actualizado, incorporado a su cotidianeidad, de las
antiguas civilizaciones. Esto produce, a lo largo del período de formación
cultural que se inicia en 1492, una ruptura, una tensión generalizada entre la
experiencia cotidiana individual y colectiva (res gestae) y los documentos
que se ofrecen como la representación discursiva de esa experiencia (historia
rerum gestarum). Tradición de evidencias que no se nombran, de ignorancia
que se traduce, ante la imposibilidad del olvido, en negación o desprecio de
la parte aborigen, no hispánica-europea, de la formación cultural. En
compensación, como recurso `culto” para resolver esta semi-amnesia, el
latinoamericano anexa su saber al legado cultural europeo, que también le
pertenece, y tiende a hacer de esa parte el todo de su pasado.

Esta aproximación al tema es marcadamente sociológica (ver por ejemplo


Gallardo 1993), pero me parece importante plantearla aquí dado que la
periodización literaria, salvo en contadas ocasiones, acude al mismo punto
de ruptura entre historia y pre-historia, el año 1492, en su esquema de
recortes temporales. No obstante, en la literatura latinoamericana,
especialmente en aquellos géneros de relación más directa con los códigos
de lo cotidiano -narrativa, ensayo y dramaturgia-, se puede advertir

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justamente una puesta en escena de lo que he llamado tachadura semántica
y tradición de evidencias que no se nombran.

Se produce así un deslinde interesante. Los esquemas de periodización


repiten para la literatura la conflictiva fecha inicial de 1492, propia del
proceso de formación político económico, pero las consecuencias son
distintas: la historia general deja atrás, cancela por tachadura el pasado
anterior a 1492. En la literatura, por el contrario, los problemas derivados de
`estos inicios” son materia de crítica y rearticulación imaginaria.

Lo latino de Latinoamérica: el problema del nombre.


Lo que está en discusión aquí es la comprensión de `las literaturas
nacionales” en el concepto mayor de `literatura latinoamericana”, pero como
señala Ana Pizarro:

Sucede que la acepción de `literatura latinoamericana”, desde que Torres


Caicedo usara la expresión en la segunda mitad del siglo XIX ha respondido a
un concepto de dinámica específica. No fuimos latinoamericanos desde el
comienzo, del mismo modo como el nombre y la idea de América […] fueron
entidades separadas y tardaron en constituirse en esta unidad que también
progresivamente ha ido incorporando nuevos territorios. (1987: 23)

Pizarro agrega cómo recién en este siglo Pedro Henríquez Ureña, en su


Historia de la cultura en la América hispánica, publicado en 1947, incorpora
al Brasil en un estudio de alcance subcontinental. Del mismo modo, es en
este siglo cuando la zona francófona del Caribe (Haití) comienza a ser
considerada parte de Latinoamérica. ¿Y qué hacer con otras zonas nacional-
lingüísticas del Caribe: las de lengua inglesa, holandesa, pidgin english o
papiamento? Pizarro responde a esta pregunta recordándonos primero un
hecho de la historia general:

El concepto de literatura latinoamericana tiene que ver directamente con el


de Latinoamérica, recién oficializado por organismos internacionales a
mediados de nuestro siglo -la regionalización de Naciones Unidas es posterior
a la Segunda Guerra Mundial y da lugar a la creación de organismos como
CEPAL en 1948, luego ILPE, CELADE, CLACSO, etc.- (25)

Considerado este dato esencial, que evidencia el origen político-económico


del concepto Latinoamérica, Ana Pizarro propone la «posibilidad de
incorporación del Caribe al concepto de América Latina por las relaciones
históricas comunes con importantes regiones del continente» (24-25), así
como por la concordancia que en su opinión existe entre los temas,
problemas y modos de articularse de las literaturas caribeña y continental.

La propuesta de Ana Pizarro (ver también Pizarro 1985) supondría integrar al


corpus latinoamericano literaturas nacionales como la surinamesa, arubana o
jamaicana, lo que sin duda desafiaría `lo latino” de la denominación que nos
ocupa. Pero también en las regiones donde domina un idioma de origen
latino ocurre que esta latinidad es puesta en entredicho, no solamente por la
tradición oral de los pueblos autóctonos sino también por escrituras como la
náhuatl en México, la guaraní en Paraguay o la mapuche en Chile, que en
estos últimos años ha comenzado a manifestarse con una fuerza inesperada
con poetas como Elicura Chihuailaf y Lorenzo Aillapán, este último ganador
del premio cubano Casa de las Américas en 1994.

La precariedad semántica del afijo `latino” para denominar el subcontinente


ha llevado -entre los intentos más recientes de renombrarlo- a Carlos
Fuentes a sugerir uno como «Indo-Afro-Ibero-América» (1990: 12), que si
bien más incómodo, parece más certero. Es probable, no obstante, que el
concepto de Latinoamérica resista los asedios a su validez como nombre
propio, tanto por su importancia en los códigos de lenguaje cotidiano,
literario y científico, como por el hecho que son dos idiomas de origen latino
-el castellano y el portugués- los dominantes en el área.

Para el caso de este estudio, aun cuando la literatura tratada -la narrativa
chilena-, pertenece a una región lingüística del subcontinente donde el
idioma castellano es dominante, me decido a hablar de literatura
`latinoamericana”, en lugar de `ibero” o `hispano” americana. Hablar de la
narrativa chilena como un caso de `literatura hispanoamericana”, sólo sería
correcto si asumiera que la única literatura que cuenta como tal, en Chile, es
la escrita en castellano. No lo creo así. Si bien el idioma mapuche (3) no
tiene todavía presencia en la narrativa nacional, sí la tiene ya en la poesía, lo
que pone en entredicho el carácter `hispano” de la literatura chilena. Pero, a
la vez, esta poesía escrita en mapuche (o náhuatl o guaraní) pone en
evidencia la precariedad del afijo `latino”.

En esta encrucijada semántica, cuyos orígenes están por una parte en la


tachadura histórico-semántica que encierra el concepto de `lo precolombino”
y por otra en la falta de límites político-culturales precisos de la
territorialidad del subcontinente, el uso de una denominación u otra

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(`hispana” o `latina”) para hablar de, por ejemplo, la literatura chilena,
estará determinado por el proyecto de quien habla. En mi caso, al asumir
que la literatura es un fenómeno lingüístico de resonancia directa en los
problemas de la identidad cultural y, por tanto, es igualmente que lingüístico
un fenómeno socio-cultural, me parece correcto ubicar la literatura chilena -y
su narrativa del siglo XX como caso particular de su desarrollo- en el
contexto del proceso de formación cultural del subcontinente que estamos
llamando Latinoamérica, que incluye (o tiende a incluir) tanto a las regiones
de habla hispana, portuguesa, `de idiomas autóctonos” como el mapuche, o
`idiomas nuevos” como el papiamento. La literatura chilena, en este
contexto discursivo, es literatura latinoamericana.

Creo que la literatura latinoamericana, en tanto objeto de estudio, deberá


asumirse por ahora como un concepto todavía en formación, que en caso de
alcanzar legitimación definitiva -y la tendencia en el proceso de formación
cultural indica que así va a suceder- incluirá las Américas hispana, lusitana y
de idiomas autóctonos, más el Caribe como `zona de contacto” -donde el
mestizaje ha producido ya una lengua enteramente nueva como el
papiamento- con idiomas de origen no latinos.

Para encarar los problemas de historización y periodización literarias en el


subcontinente, es necesario entonces delimitar cuidadosamente el área de
trabajo, a riesgo de caer en la fácil confusión de la parte discernible (una
literatura nacional o regional) con el todo todavía no configurado (la
literatura latinoamericana). Este último concepto sólo podrá ser comprendido
como un horizonte geo-cultural -semejante al de `literatura europea” o
`literatura africana”-, en ningún caso como un objeto cuyo estudio pueda
asumirse como unidad con un mínimo de rigor empírico. El único modo
productivo de tratar el compuesto que es la literatura latinoamericana es el
comparativo (Martínez 1995; Pizarro 1985; Rama 1985), donde los
resultados de investigaciones particulares -sobre alguno de sus idiomas o
regiones, desde algún punto de vista teórico- pueden entrar en relación,
confrontarse, en busca de respuestas de alcance general.

Tendencias recientes en la historia literaria.


El desarrollo de propuestas de historización literaria en Latinoamérica forma
ya un archivo bastante amplio. Cada país cuenta con su propia historia
literaria nacional, a menudo reescrita más de una vez en el curso de los
años, y las historias de alcance general, a partir de la Literary History of
Spanish America de Alfred Coester en 1916, se publican con inusitada
frecuencia, ya sea como registro cronológico y comentado de obras y autores
o elaboración de un concepto o filosofía de la historia.

Los manuales que recogen y comentan series de obras y autores,


amenazados en cada nueva `edición corregida y aumentada” por el
sobrepeso o la repentina desaparición de nombres, me parecen aquí
irrelevantes. Pero entre las obras que ofrecen una interpretación sistemática
de la literatura mediante el estudio de obras, autores y períodos, creo que es
interesante diferenciar dos tendencias.

Una es la que aborda la literatura como fenómeno integrado en un concepto


de cultura. El trabajo inicial de esta tendencia es Las corrientes literarias en
la América hispánica (1949) de Pedro Henríquez Ureña. Una serie importante
de intelectuales y académicos -Angel Rama, Rafael Gutiérrez Girardot, Ana
Pizarro, António Cândido, Antonio Cornejo Polar- han seguido los pasos de
Henríquez Ureña. Los estudios de Alejandro Losada, orientados hacia una
`historia social de la literatura latinoamericana” pueden ser comprendidos
también en esta tendencia, al igual que el Esquema generacional de las
letras hispanoamericanas (1963), de José Juan Arrom, que es un repaso de
la historia de la cultura subcontinental redactada según las pautas del
método generacional.

La otra tendencia, cuyo propósito es abordar la historia y periodización


literarias desde una perspectiva que se desentiende del contexto cultural, en
busca de una historia literaria que pudiera operar independientemente de
fenómenos político-económicos o de formación social, está representada,
prácticamente en solitario, por la obra de Cedomil Goic. El modelo de historia
y periodización de Goic está construido según los postulados del método
histórico de las generaciones, tal como lo desarrollaron en España Ortega y
Gasset y su discípulo Julián Marías. Los estudios de Cedomil Goic,
presentados como esquema de organización de los distintos géneros
literarios a través del tiempo histórico, han sido acogidos en algunos círculos
académicos latinoamericanos, especialmente en Chile:4 coinciden para esta
aceptación la sencillez teórica del modelo, que no requiere reelaboración
alguna por parte de quien lo aplica, así como las condiciones políticas
imperantes en el subcontinente durante las décadas del setenta y ochenta,
cuando toda relación de la literatura (o cualquier arte) con otros fenómenos
culturales, especialmente políticos, económicos o de formación social, estaba
bajo sospecha o franca proscripción.

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Las críticas mutuas entre quienes practican uno u otro modo de abordar la
literatura y su historización son marcadamente excluyentes. Valga como
ejemplo lo que dice del modelo generacional Rafael Gutiérrez Girardot:

Su mecánica de quince o de treinta años y su punto de partida, esto es, la


fecha de nacimiento de los autores, excluyen de por sí cualquier
consideración históricosocial (sic) o simplemente histórica. […] La fecha de
nacimiento de un autor, la figura directiva de la generación, la experiencia
común y el aprendizaje semejante, son datos accidentales y en todo caso
ajenos a la curva de precios, a la progresión demográfica, a la producción y a
todos los demás factores. (1985: 128-29)

Para Gutiérrez Girardot, el concepto de generación es instrumento adecuado


para la sociología empírica, en la investigación de fenómenos de `corta
duración”, como las relaciones entre jóvenes y adultos:

Pero esta aplicación tiene un reducido alcance histórico, es decir, el que tiene
la sociología empírica como ciencia fundamentalmente del presente y opera
con instrumentos precisos, muy diferentes de los especulativos y bizantinos
con los que se entretiene la teoría hispánica de las generaciones. (129)

Por su parte, José Promis, que sigue explícitamente a Goic en su


aproximación al tema, en la introducción a su Testimonios y documentos de
la literatura chilena (1842-1975), afirma

la existencia de un ritmo histórico sobre el cual, por afinidad o contraste, se


inscribe la literatura; esto no quiere decir que sea independiente de aquél;
por el contrario, es uno de sus productos. La única manera de verla, por lo
tanto, es haciéndola resaltar de la secuencia en que está integrada.

Este ritmo histórico, como afirma Ortega y Gasset, es el producto de la


sensibilidad vital de las distintas generaciones humanas que, sucediéndose,
constituyen los goznes que articulan la historia. La producción literaria se
configura interior y exteriormente de acuerdo a la naturaleza de las
sensibilidades generacionales. La manera como se va modificando el objeto
depende de la forma en que lo entiende cada generación histórica. (1977a:
8-9)

Para Cedomil Goic la historia literaria requiere de dos maneras de


aproximación paralela: una `externa”, que observa a la literatura «en sus
modalidades de producción, comunicación y consumo, es decir como historia
social o institucional de la literatura» (1975 en Goic 1992: 292) y otra
`interna”, ordenada de acuerdo al método histórico de las generaciones:

Esto quiere decir que pretendemos movernos en los términos de la obra


misma y no establecer vinculaciones entre ella y su género y el entorno
histórico cultural. Que esta forma de historia o estudio pueda o deba hacerse
parece fuera de toda duda. Sin embargo, no es difícil observar la resistencia
que despierta tal estudio y la tendencia tan cansada que existe a considerar
como único acceso posible a la realidad literaria, el camino deparado por el
autor o por las circunstancias histórico-sociales. (1969 en Goic 1992: 253)

A su vez, Grínor Rojo, en su ensayo «En torno a la llamada generación de


dramaturgos hispanoamericanos de 1927 más unas pocas observaciones
sobre el teatro argentino moderno. (Elementos de autocrítica)», declara
haber seguido a Cedomil Goic en un estudio anterior sobre teatro
latinoamericano, pero se muestra ahora más interesado en los estudios
literarios de contexto histórico cultural y declara enfáticamente:

No hay, no puede haber, ni ha habido jamás, una historia interna del arte.
Para ser históricos, los objetos estéticos tienen que existir en el tiempo que
está tanto en ellos como fuera de ellos; que no por ser «su» tiempo es
menos el tiempo de otras prácticas, y que se encarna así en condiciones que
son internas y externas, intrínsecas y extrínsecas. (1982: 70)

Cabe agregar que para Cedomil Goic, aun cuando él mismo estudie sólo la
dimensión `interna” de la historia literaria, se trata, junto a la que llama
`externa”, de quehaceres autónomos y complementarios que habrán de
desarrollarse paralelamente en dirección a

una historia integral de la literatura. Esta a su vez desembocará con el orbe


de su conocimiento específico en las correlaciones de hechos y con la historia
en general. Hay entretanto un largo camino que andar. (1975 en Goic 1992:
293)

Pero si bien estas palabras aluden a un proyecto que, de realizarse, reuniría


las dimensiones interna y externa en una `historia integral de la literatura”,
en los hechos Cedomil Goic ha dedicado sus esfuerzos de manera exclusiva a
la `historia interna”, dejando la `externa” como un concepto apenas

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esbozado. Debemos aceptar, por tanto, que el proyecto de Cedomil Goic está
por ahora inconcluso.

En cualquier caso, los trabajos de periodización de Cedomil Goic que se


conocen hasta ahora (Goig 1992, 1991) presentan falencias metodológicas
serias (ver Cuadros 1996), debidas a su intención de operar sobre la
literatura como si esta fuera un fenómeno desligado de los procesos sociales,
y no menos por acudir, para su ordenamiento, a una rémora teórica como el
método generacional.

Problemas de la periodización literaria en el siglo XX


Para abordar los problemas de la periodización me parece fundamental
detenerse en un hecho inicial, que favorece la comprensión y el tratamiento
de la literatura como un fenómeno histórico cultural, trabado desde el
comienzo con todas las otras series de fenómenos que dan forma a lo que
estamos llamando Latinoamérica: aun cuando se funden en principios teóri
cos distintos y las imágenes de lo histórico que postulen difieran entre ellas,
las propuestas de historia literaria -Henríquez Ureña, Anderson Imbert, Jean
Franco, Fernando Alegría, Cedomil Goic, etc.- coinciden en que ésta
comienza en 1492. (5)

Este es el año que da inicio a las series periódicas y, a la vez, marca el límite
con las culturas precolombinas para aquellos como Eguiara y Eguren, quien
en pleno siglo XVIII escribió su Biblioteca mexicana en la que habla de «las
antigüedades mexicanas» (Portuondo 1958: 232), o el venezolano Domingo
Miliani, quien entre otros, en su «Historiografía literaria; ¿períodos históricos
o códigos culturales?», propone considerar una «[é]poca prehispánica,
precolombina o anterior al descubrimiento» (1983: 103) en la periodización
literaria del subcontinente.

Iniciado así el recuento, los historiadores han acordado situar entre 1492 y
fines del XVIII, cuando comienzan los movimientos independentistas, el gran
ciclo de la literatura colonial, desarrollada principalmente en los virreinatos
mexicano y limeño o en España misma, si consideramos americana la obra
del Inca Garcilaso de la Vega o Juan Ruiz de Alarcón.

Durante el siglo XIX, los historiadores igualmente coinciden en reconocer —


aun cuando fijando para ellas límites temporales distintos (6—– una
evolución de corrientes o estilos literarios: el neoclasicismo, el romanticismo,
el realismo, el naturalismo y el modernismo. Pero esta sencilla reducción del
proceso literario a sus módulos macro-históricos, merece algunos
comentarios. El XIX es el siglo de formación del sustrato básico de la cultura
latinoamericana moderna: se comienzan a escribir y publicar novelas, las
preguntas por la identidad cultural generan un pensamiento crítico, la poesía
finisecular se transforma y expande su poder de novedad hasta España, a
través del modernismo, invirtiendo el flujo de influencia cultural propio de la
época colonial. A partir del momento modernista, y en correspondencia con
el desarrollo social, político y económico que vive Latinoamérica, la
periodización de la literatura -y los estudios literarios en su conjunto-
enfrentan una situación novedosa y compleja, que me gustaría resumir en
los siguientes puntos:

a) Las literaturas nacionales y/o regionales se van desarrollando


diversificadas, generando movimientos y tipos de escritura que responden a
sus propias circunstancias. Tres ejemplos: el indigenismo sólo se desarrolla
—y valga la obviedad— en países con gran población indígena como Perú o
Guatemala; la novela citadina-moderna surge primero en Buenos Aires,
Ciudad de México, Santiago de Chile; el barroco de Lezama Lima, Carpentier
y Sarduy es cubano y caribeño. Tal como apunté al hablar de la literatura
latinoamericana como objeto de estudio, estos hechos, a la hora de
periodizar o hacer historia, imponen una explícita delimitación geográfica y
temática.

b) Cada género literario afianza su tradición particular, de manera que es


necesario atender de manera separada al desarrollo de la poesía, la
narrativa, el teatro, el ensayo.

c) Si en el momento modernista las figuras de alcance continental eran


solamente tres o cuatro, las personalidades de significación general se
multiplican a partir de las primeras décadas de este siglo. Autores como
Macedonio Fernández, César Vallejo, João Guimarães Rosa, Juan Carlos
Onetti, Salvador Elizondo —y la lista, cualquiera lo sabe, podría ser bastante
más larga— representan cada uno de ellos un modo particular de asumir la
escritura y la condición de intelectual: podrán ser ubicados históricamente en
un país, adscritos a una generación o movimiento, ser abordados según el
caso —y a menudo en más de una categoría— como poetas, narradores,
dramaturgos o ensayistas, pero en rigor, cada uno de ellos es una teoría y
una práctica de la literatura y sus obras desconciertan las categorías propias
de la mirada histórica, que siempre requiere de antecedentes y tendencias
de alcance general.

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26/12/2017 Periodización Literaria y Contexto Histórico. Aproximación preliminar. – Critica.cl
d) Alrededor del fenómeno literario-económico del Boom en los años
sesenta, la internacionalización del mercado editorial incide directamente
sobre dos módulos básicos de la historia literaria: `literatura nacional” y
`literatura latinoamericana”. Por una parte tienden a quedar en condición de
`nacionales” aquellas obras editadas en pequeña escala en uno u otro país,
por otra en condición de `latinoamericanas” aquellas que circulan por todos
los mercados de Occidente —y el mundo—, traducidas a varios idiomas y en
tiradas de muchos miles de ejemplares.

El paso de una obra desde el módulo nacional al subcontinental se daba,


hasta el Boom, a través de los circuitos de lectores, los partidos políticos, las
universidades, los viajes de los autores. A partir de entonces, para que una
obra sea considerada `latinoamericana”, no es indispensable su
reconocimiento como tal por parte de lectores acuciosos y o expertos en el
tema, tampoco por su importancia en una literatura nacional: ahora puede
alcanzar tal condición `desde afuera”, a través de un éxito de ventas. El caso
de una autora como Isabel Allende —o más recientemente el de Luis
Sepúlveda— es aquí paradigmático.

En el orden de los estudios literarios, lo importante es cómo acoger en un


modelo de periodización esta influencia del mercado editorial en la creación y
recepción literarias desde el momento del Boom en adelante.

e) La aparición en la escena cultural de `nuevos” tipos de escritura y


discursos teóricos, correspondientes a sujetos sociales no consignados, hasta
hace poco, en la historia literaria: literatura feminista, chicana, indígena,
homosexual, de testimonio, crónica urbana, etc. Cuando se pretende dar
cuenta de la literatura que se produce y recibe en una sociedad que
multiplica sus sujetos sociales, ya no es posible historizar de acuerdo a una
sola corriente dominante. La figura de la pirámide, con su cúspide de
`grandes literatos” y su base de incontables figuras menores, tiende a ser
reemplazada por la figura de la constelación: en un espacio compartido
circulan, discuten, se organizan y desorganizan todos los sujetos que
producen literatura. La historia literaria no sería entonces sino un discurso —
ordenamiento periódico desde algún supuesto teórico— sobre los rastros, las
obras, que va dejando este proceso.

f) Acontecimientos político-sociales de alcance global como la revolución


bolchevique de 1917, las dos guerras mundiales, las intervenciones
norteamericanas en distintos países del subcontinente, la guerra civil
española, la guerra fría, la revolución cubana, el mayo del 68 en París y
Praga, el gobierno chileno de Salvador Allende, las dictaduras militares, la
caída del muro de Berlín, han tenido efectos decisivos en la literatura
latinoamericana del siglo. Los compromisos y distanciamientos ideológicos de
los escritores e intelectuales, así como de críticos e historiadores, han sido
determinantes tanto en la producción y recepción de obras como su
periodización.

g) Quisiera mencionar por último la discusión abierta en los años ochenta


sobre `modernidad” y `posmodernidad”, capítulo más reciente del proceso
de reflexión teórica que lleva a cabo Occidente desde el siglo XVIII.
Latinoamérica ha estado presente en esta discusión desde el comienzo, ya
sea a través de algunos autores (Borges, García Márquez, Cortázar,
Fuentes), que en círculos académicos europeos y norteamericanos han sido
considerados posmodernos y estudiados en condición de tales, como de
intelectuales y académicos latinoamericanos (Rincón, Yúdice, García Canclini,
Richard) —a menudo presentes también, como profesores permanentes o
invitados, en centros de estudio europeos y/o norteamericanos— que han
asumido prontamente la cuestión desde un punto de vista latinoamericano,
tanto para poner en evidencia las estrategias del pensamiento posmoderno
europeo y norteamericano frente a la literatura y cultura latinoamericanas,
como para seguir adelante con su propia reflexión.

Este es el entramado de problemas y desafíos que opera como telón de


fondo de este estudio. Algunos de los temas mencionados —la delimitación
geográfica y de género literario, la presencia de `nuevos sujetos” en la
escena literaria, la gravitación de `los compromisos ideológicos” en el
proceso literario, la discusión modernidad-posmodernidad— son asumidos en
la práctica de periodización de la novela chilena, en los próximos capítulos.
Uno de importancia mayor —la influencia de la internacionalización del
mercado editorial en la formación del canon literario— queda prácticamente
sin tratamiento. Esto se debe a la necesaria reducción del campo de trabajo
a una literatura nacional, y no menos a la carencia de datos sobre recepción
literaria que todavía pesa sobre los estudios literarios latinoamericanos.
Dejar apuntado el tema, no obstante, me parece necesario, tanto porque
señala una carencia que debe ser superada, como por su influencia —aun
cuando no cuantificada— en el proceso de formación de las literaturas
nacionales y subcontinental a partir de la década del sesenta.

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26/12/2017 Periodización Literaria y Contexto Histórico. Aproximación preliminar. – Critica.cl
Quisiera agregar que cuando se trabaja a posteriori —con objetos de estudio
que pudiéramos considerar `cerrados”—, los fenómenos propios de un
período son abordados con presupuestos teóricos de otro, en un esfuerzo de
reactualización del pasado. Situado en un momento distinto del proceso de
formación cultural, sujeto a sus propios compromisos ideológicos y teóricos
—que forman parte de una Weltanschauung, imago mundi, espíritu de la
época o como se le prefiera llamar—, el operante articula una respuesta
desde otro momento de proceso, desde otro período. Ahora bien, dado que
la discusión modernidad-posmodernidad sigue vigente en Latinoamérica (ver
por ejemplo Beverley et al. 1995), la `comodidad” que otorga la distancia
temporal me está vedada. En otras palabras: este trabajo se desarrolla en la
inmediatez y apertura que me impone el momento actual, correspondiente a
un período de la cultura occidental en plena formación, cuyos síntomas más
generales están cifrados en la discusión modernidad-posmodernidad.

La literatura en el proceso de formación cultural.


¿Cómo plantearse un modelo de periodización literaria, en circunstancias
como las actuales? Esta pregunta se dirige tanto al posible objeto de estudio,
`la novela chilena del siglo XX” como al modo de encarar de manera
sistemática su ordenamiento.

En cuanto al objeto, una delitimación primera obliga a preguntarse por


aquello que vamos a llamar `novela”. Cuestión en apariencia fácil, pero de
límites más que inciertos. Si atendemos a un estudio reciente (Cánovas
1997) —que consideró ciento veinte obras publicadas entre 1977 y 1996—,
nos encontramos con una gran diversidad de temas, tipos, estilos. Se leen
aquí como novelas a El padre mío de Diamela Eltit (cercano al documento
antropológico), el relato realista-maravilloso de Luis Sepúlveda Un viejo que
leía historias de amor, un relato de exiliados como Cobro revertido de José
Leandro Urbina, un relato policial como Nadie sabe más que los muertos de
Ramón Díaz Eterovic. El objeto `novela” se ofrece polimorfo y abierto. Por
tanto, la pregunta debe sostenerse: ¿qué texto vamos a reconocer y aceptar
como novela? Un camino es regresar a una distinción elemental, que por su
obviedad podría escapar a nuestro interés: la novela no es teatro ni es lírica,
y podría entenderse como `la animación, mediante un relato escrito, de un
mundo ficticio”. No avanzamos mucho, al definir así el objeto de estudio,
pero sí iniciamos un recorrido sustentado en la tradición literaria. Bastará, en
principio, la lectura de la obra para decidir su condición de novela, es decir
no lírica ni teatro. Pero nuevamente desembocamos en el mare magnum de
la producción novelesca chilena de los últimos decenios y nos encontramos
con la necesidad de los adjetivos: novela policial, sicológica, histórica, de
socio-ficción, realista-social, meta-narrativa, femenina, barroca, etc.

Esta mirada desplaza el interés desde la novela misma a su adjetivo. No


existiría `la novela” sino, siempre, la novela adjetivada. El objeto novela, por
tanto, podría identificarse a través del adjetivo que la relaciona con un modo
de ser narrativo. Un procedimiento como este nos dejaría ante una cantidad
de series de obras reunidas por su relación con un adjetivo, lo que facilitaría
el trabajo de investigación ya fuera de una obra en particular, de un grupo
semejante, de grupos distintos y las relaciones que pudieran existir entre (a
lo menos) estos tres factores.

El trabajo de identificación del objeto de estudio es fundamental, y se le ha


prestado poca atención. Toda praxis de periodización se sostiene en
fenómenos probables, por lo que me parece muy difícil llegar a discernir
`qué ha pasado” y `qué está pasando” con la novela en Chile antes de
sancionar de manera explícita lo que entendemos por novela.

Lo productivo de identificar a la novela por su adjetivo, es que ello no implica


una jerarquización de los modos de ser narrativos —no es “mejor” la novela
barroca que la histórica o la sicológica—, ni un progreso temporal de los
mismos: se pueden encontrar rasgos criollistas (dominante en la escena
literaria de los años veinte) en obras publicadas hoy mismo (Rivera Letelier),
y la meta-ficción puede manifestarse al mismo tiempo que el realismo social
(Juan Emar y Alberto Romero). Una identificación de este tipo posibilita
recorridos múltiples —no sólo verticales y progresivos— a través de los
distintos modos de ser narrativos y de los momentos en que las novelas se
publicaron, criticaron y leyeron.

Ahora bien: ¿de qué debería dar cuenta un modelo de periodización literaria?
En una primera aproximación, la respuesta sería: `de las transformaciones
de la literatura a través del tiempo”. Tiempo que no puede ser otro que el de
su escritura, publicación, lectura, comentario: tiempo histórico. Este
acercamiento al `tiempo histórico” marca una segunda aproximación, más
compleja. Ahora se trataría de distinguir transformaciones de un quehacer
específico —la literatura— en un contexto propio, la historia de la literatura,
historia de sus géneros y tradiciones, de sus períodos inscritos en la misma
historia literaria. Pero los períodos de la literatura se desarrollan siempre
imbricados con los períodos de la historia general —económica, socio-
política, militar, religiosa—. La literatura es un factor de formación cultural
que bien puede generar un sistema periódico propio, pero éste sólo se hace

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26/12/2017 Periodización Literaria y Contexto Histórico. Aproximación preliminar. – Critica.cl
inteligible en su relación con la historia general. Es decir, la literatura debe
su historicidad a la historia general de la sociedad en la cual se manifiesta. Y
esta historia general, valga la obviedad no es literaria.

De esta situación se deduce la necesidad de estudiar los períodos literarios


en un recorrido comparado con los períodos de la historia general. Para el
caso chileno de la novela del siglo XX, la necesidad de establecer las
relaciones de coincidencia y discontinuidad entre los períodos literarios y
socio-históricos. Un caso de coincidencia es el que se produce a fines de la
década del treinta, cuando la `Generación del 38″ se compromete con el
gobierno del Frente Popular y se gesta un modo de narrar y un programa
estético ideológico: un caso de discontinuidad es el que provoca el golpe
militar de 1973, que motiva la dislocación de todo el proceso de formación
literaria que venía articulándose desde los años veinte. Las características de
la renovación del quehacer literario en Chile, a comienzos de los años
ochenta, a casi un decenio del golpe militar y en plena dictadura, sólo van a
cobrar sentido histórico si se logra rehacer el tejido cultural de coincidencias
y discontinuidades entre período literario y período socio-histórico. En los
próximos capítulos de este estudio se hacen algunas propuestas en tal
dirección.

__Ricardo Cuadros, Marzo de 1999

___________ NOTAS
2) Mi preferencia por la denominación `Latinoamérica” -en lugar de otras
como `Hispanoamérica” o `Iberoamérica”- está explicada más adelante en
este ensayo.

3) Y poco o nada sabemos todavía, en el ámbito de los estudios literarios, de


los aportes de la otra lengua chilena por anexión política, la de Isla de Pascua.

4) Recientemente Rodrigo Cánovas ha publicado un estudio sobre narrativa


chilena acudiendo al modelo goiceano para su ordenamiento (Cánovas 1997).
Para una crítica del trabajo de Cánovas ver (Cuadros 1998).

5) Salvo para José Juan Arrom, para quien las `series generacionales”
comienzan dieciocho años antes, en 1474.

6) El romanticismo, por ejemplo, en el modelo periódico de Cedomil Goic


(1992) tiene lugar entre 1845 y 1890. Por su parte Pedro Henríquez Ureña
(1949) y Enrique Anderson Imbert (1954) lo sitúan entre 1830 y 1860.
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Ver también: ” Ideología de la obra única y generación del 87″ de Omar


Pérez

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