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Introducción a la Teología

1.a) ¿Qué es la teología?

Teología (del griego θεος [theos], ‘Dios’, y λογος [logos], ‘estudio’, ‘razonamiento’, por lo
que significaría ‘el estudio de Dios’ y, por ende, ‘el estudio de las cosas o hechos
relacionados con Dios; es el estudio y conjunto de conocimientos acerca de la divinidad.

1.b) Saber teológico: Objeto, fuentes y lugar.

- Objeto: Dios, el mundo y el hombre a la luz de Dios.

- Fuentes: sus criterios de verdad son la razón humana y la Revelación divina, que es la
Palabra de Dios1, transmitida e interpretada por la Iglesia (comunidad de creyentes) bajo
la autoridad del Magisterio2 y acogida por la Fe.

- Lugar: La Iglesia como comunidad de fe.

1.c) Razón y Fe.

La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano
se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el
deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y
amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27
[26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).

1.d) Dimensión antropológica: ¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo? 1.e) El ser humano es
un sujeto personal. Deseo de Infinito. La cuestión del sentido.

Para hablar de Dios hoy tenemos que partir de nuestra propia experiencia de ser
hombres. Para adentrarnos en este tema de la introducción, les propongo leer del libro,

1 Ver archivo sobre la Palabra de Dios.


2 Ver archivo sobre el Magisterio de la Iglesia.

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Creer de B. Sesboue, el capítulo I3.
Donde realiza una reflexión sobre ¿Qué es el
hombre? Para llegar a la experiencia que cada uno de nosotros tenemos de un
dinamismo interior de una «trascendencia» que nos traspasa y supera siempre.

1.f) El hombre capaz de Dios. 1.g) El hombre como ser religioso.

Después de ver la experiencia trascendental de todo hombre como experiencia universal.


Para el ser humano es natural buscar a Dios. Todo su afán por la verdad y la felicidad es
en definitiva una búsqueda de aquello que lo sostiene absolutamente, lo satisface
absolutamente y lo reclama absolutamente. El hombre sólo es plenamente él mismo
cuando ha encontrado a Dios. “Quien busca la verdad busca a Dios, sea o no consciente
de ello” (Santa Edith Stein)

El Catecismo de la Iglesia Católica (CEC 27- 30) afirma que: El Hombre es por naturaleza
y por vocación un ser religioso. El deseo de Dios está inscripto en el corazón del hombre,
porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no deja de atraer al hombre
hacía sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:

La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la


comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues
no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no
vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su
creador. (Gaudium et spes, 19,1)

De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado
su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos
(oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que
pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se pueden llamar al
hombre un ser religioso.

Pero esta “unión íntima y vital con Dios” puede ser olvidada, desconocida e incluso
rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy
diversos:

- la rebelión contra el mal en el mundo

- la ignorancia o la indiferencia religiosas

3 Ver archivo adjunto: Capítulo I del libro Creer (B. Sesboue).

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- los afanes del mundo y las riquezas

- el mal ejemplo de los creyentes

- las corrientes de pensamiento hostiles a la religión

- la actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (ver Gen 3, 8- 10) y
huye ante su llamada (ver Jon 1, 3).

Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a
buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el
esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, un corazón recto, y también el
testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Nos has hecho para ti Señor y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti
(San Agustín).

1.g) La religión y Las religiones

La palabra “religión” viene del latín “re-ligio”, y tiene que ver con “ligar”, “ligamento”.
Significa entonces el hecho y el modo en que Dios y el hombre se “ligan”, se relacionan y
se comunican.

Es un hecho de que existen religiones, desde que hay seres humanos sobre la tierra. La
historia muestra que ni las persecuciones más crueles pudieron acabar con ellas. Un
ejemplo es la fe que, a pesar del adoctrinamiento ateo y las amenazas y torturas,
sobrevivió en los países de la ex Unión Soviética, o también en China.

Ya el antiguo escritor romano Cicerón afirmó que no existe una nación sin religión. El
hombre no se puede entender a sí mismo sin Dios. En el fondo, nadie puede vivir sin
Dios. Toda la vida del hombre es una búsqueda de Dios. Esta relación con Dios puede ser
ignorada, pero jamás puede ser eliminada. Hasta los abversarios que combaten la
religión, hacen ver, justamente con su agresividad, que, interiormente, no han terminado
el capítulo que trata de Dios. A ellos también les inquieta el tema de Dios.

La pregunta que surge es: Si Dios es el mismo, y todos los que tienen fe creen en el
mismo Dios ¿Por qué entonces hay tantas religiones distintas?

Ciertamente, Dios es el mismo para todos. La conciencia de la existencia de Dios fue y es


general en toda la humanidad. Pero las maneras en que el hombre se imagina a Dios, y

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los modos de adorarlo, son muy diversos. Dios es el mismo, pero las ideas que se hace el
hombre de él, son muy diferentes. Las religiones son tan distintas como distintos los seres
humanos, su nivel de conocimientos, sus particularidades de pueblo y de su cultura.

Mas allá de las divergencias, todas la religiones tienen en común el hecho que son un
intento de buscar a Dios, de adorarlo yde orientar la vida según su voluntad. Por eso
todas las religiones merecen respeto. La Iglesia “no rechaza nada de todo lo que hay de
verdadero y sagrado en esas religiones” (Concilio Vaticano II).

Las religiones no son un problema sino la solución. Con facilidad nos damos cuenta de
que hoy es urgente que todas las religiones unan sus esfuerzos para favorecer la justicia,
la solidaridad y la paz en el mundo. Esto exige el compromiso común por el desarrollo
integral de todos los pueblos.

Igualmente supone la disponibilidad al diálogo sincero. Las diferencias religiosas no


pueden y no deben constituir causa de conflicto: la búsqueda común de la paz por parte
de todos es un decisivo factor para la unidad de todos los pueblos del mundo.

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Las cinco vías para afirmar la existencia de Dios

Santo Tomás de Aquino (teólogo del S. XIII) en el artículo I q 2 art III de su Suma
Teológica, argumenta la existencia de Dios como Creador, con un razonamiento que parte
de la forma de ser y actuar de las cosas y personas creadas. Las criaturas no son sólo
huella del Creador, sino que lo reflejan, nos dicen cómo es Dios. Por la razón podemos
entonces conocer a Dios como Creador. Como el conocimiento está limitado por una
naturaleza dañada por el pecado puede caer en el error. Por ello será necesaria la
revelación divina para conocer sin error lo que el hombre de por sí puede conocer de Dios.
También será necesaria la revelación para penetrar en el misterio de Dios en sí.

En este artículo plantea cinco vías para llegar al conocimiento de Dios por un razonamiento
que va de lo más conocido a lo más desconocido.

No resulta fácil encontrar sinónimos para reemplazar “de lo más conocido y a lo más
desconocido” sin un conocimiento básico de filosofía. Se advierte a los alumnos que NO
usen sustitutivos. Solo para la reflexión les indico algunas comparaciones aceptables: de lo
más particular a lo más esencial, de lo visible a lo invisible, de lo más complejo a lo más
simple, de lo múltiple a lo uno. No sería admisible reemplazar con expresiones como de lo
concreto a lo abstracto o de lo particular a lo general, ya que Dios no es una idea abstracta
o general.

El Santo responde a dos objeciones sobre la existencia de Dios:

“Parecería que no hay Dios, porque:

1º Si de dos contrarios uno fuese infinito, el otro se destruye todo. Pero bajo el nombre de
Dios se entiende un Bien infinito. Por consiguiente, si Dios existe, el mal no puede existir;
más, como el mal existe en el mundo, Dios no existe.

2º Lo que puede explicarse con pocos principios, no debe explicarse por muchos. Pero
parece que cuanto vemos en el mundo puede ser explicado por otros principios, supuesto
que Dios no exista; porque las cosas naturales se reducen a un principio, que es la natura;
y las morales se reducen a un principio, que es la razón o la voluntad humana. Luego, no
es necesario admitir la existencia de Dios.

Contra esto en la Escritura Sagrada dice Dios (Ex. 3,14): Yo soy el que ES.

Respondo diciendo que la existencia de Dios puede demostrarse por cinco vías:

La primera y más evidente vía es la del motor, porque es cierto y es visible que en el
mundo algo se mueve, es decir, cambia. Todo lo que se mueve, se mueve por otro. Nada
en efecto se mueve si no está en potencia a aquello para donde se mueve. Y nadie mueve
sino en cuanto está en acto. Pues mover no es otra cosa sino educir de potencia en acto,
como lo actualmente cálido, por ejemplo, el fuego, hace que lo potencialmente cálido,
como la leña, se vuelva cálido en acto; y esto haciendo la mueve, es decir, la altera. Mas
no es posible que el mismo ser esté a la vez en acto y en potencia, a no ser en planos
diferentes; porque lo que es cálido en acto, no puede serlo al mismo tiempo en potencia,
pero es frío en potencia. Por consiguiente, es imposible que el mismo ser mueva y sea
movido en el mismo concepto y del mismo modo, o sea que se mueva a sí mismo; y por lo
tanto es necesario que todo lo que se mueve sea movido por otro. Si pues el que mueve él
mismo es movido, es preciso que lo sea de otro, y éste de otro. Mas no es posible ir así al
infinito; porque en este caso no habría primer motor, y por consecuencia tampoco habría
moto; porque los segundos motores no mueven, sino en cuanto son movidos por un
primero. Así un bastón no se mueve, sino cuando le mueve la mano que se sirve de él. Por
consiguiente, es preciso remontarse a un primer motor, que no sea movido por otro, y este
primer motor es el que todo el mundo llama Dios.

La segunda vía se deduce de la natura de la causa eficiente.

En efecto: en las cosas sensibles hallamos cierto encadenamiento de causas eficientes.


No se encuentra, sin embargo, ni es posible, que una cosa sea causa eficiente de sí
misma; porque entonces sería anterior a sí misma, lo que repugna: 12

ni es posible que para las causas eficientes se remonte uno de causa en causa en serie
infinita; puesto que en todas las causas eficientes ordenadas la primera es causa de la
media, y ésta de la última; ya sea que las causas medias sean muchas, o que solamente
haya una. Pero quitada la causa, se quita también el efecto: luego, si en las eficientes no
se admite una primera causa, no hay ni puede haber última ni media. Ahora bien: si por
medio de las eficientes se remonta uno de causa en causa hasta el infinito, no habría
causa eficiente primera, y por consecuencia no habría ni último efecto, ni causas eficientes
medias: lo que evidentemente es falso. Luego es necesario admitir una primera causa
eficiente, y ésta es la que todo el mundo llama Dios.

La tercera vía está sacada de lo posible y de lo necesario, y se expone de este


modo: En la natura hallamos cosas, que pueden ser y no ser, toda vez que hay quien nace
y quien muere, y que puede por consecuencia ser y no ser. Pero es imposible que todo lo
que es sea contingente; porque lo que es posible que no exista, alguna vez no existe. De
consiguiente, si todos los seres han podido no existir, ha habido un tiempo, en que nada
existía. Si así hubiera sido, nada existiría ahora; porque lo que no es no puede recibir el
ser, sino de lo que es. Por consiguiente, si no hubiese existido ningún ser, hubiera sido
imposible que ninguna cosa empezase a existir; y por lo mismo nada existiría ahora: lo que
es falso. Por lo tanto, no todos los seres son meros posibles, sino que es preciso que en la
natura haya un Necesario. Pero todo ser necesario o tiene la causa de su necesidad en
otro, o en sí: y, como no es posible que se proceda al infinito en las cosas necesarias, que
no tienen en sí la causa de su necesidad, como tampoco en las causas eficientes, según lo
dicho, se deduce que es preciso admitir un ser, que sea necesario por sí mismo, que no
tome de otra parte la causa de su necesidad, sino al contrario que él sea la causa
necesitante respecto de los demás; y este ser es el que todo el mundo llama Dios.
La cuarta prueba está tomada de los diversos grados, que se notan en los seres. En
efecto: se observa en la naturaleza algo más o menos bueno, verdadero, noble, y así en
todo lo demás. El más y el menos se dice de los objetos diferentes, según que se
aproximan de diversa manera a algo que es máximo; así un objeto es más caliente, a
medida que participa más de lo cálido por excelencia. De consiguiente hay algo, que es lo
Verdadero, lo Bueno, lo Noble por excelencia, y por tanto el ser por excelencia: porque lo
que es verdadero por excelencia, es ente por excelencia, como lo dice Aristóteles(Met. 1.
2., text. 4). Ahora bien: lo que es máximamente tal en un género, es causa de todo lo que
contiene este género: así el fuego, que es lo más caliente, es causa de todo lo cálido,
como lo dice el mismo filósofo (ibíd.); hay pues algo, que es causa de lo que hay de ser, de
bondad y de perfección en todos los seres: y esto es lo que llamamos Dios. 13

La quinta vía está tomada del gobierno del mundo. En efecto: vemos que seres
desprovistos de inteligencia, como los cuerpos naturales, obran de un modo conforme a un
fin; pues se les ve siempre, o regularmente, obrar del mismo modo, hacia lo mejor: de
donde se ve que no por casualidad, sino por intención llegan a su propio fin. Los seres
desprovistos de conocimiento no tienden a un fin, sino en tanto que son dirigidos por un ser
inteligente, que lo conoce; como la flecha es dirigida por el arquero. Luego, hay un ser
inteligente, que conduce todas las cosas naturales a su fin; y éste llamamos Dios.

Conclusión:

A la objeción 1ª diremos, que como dice San Agustín ( In Enchirid. c. 11), siendo Dios
soberanamente bueno, no permitiría que hubiese nada malo en sus obras, si no tuviese
suficiente poder y bondad para sacar del mal el bien. A su bondad infinita pertenece, pues,
permitir que exista el mal, y obtener el bien.

A la objeción 2ª, que , obrando la natura por un fin determinado bajo la dirección de un
agente superior, es necesario que se refieran a Dios, como a su causa primordial, todas las
cosas hechas por la naturaleza. Del mismo modo, todo cuanto se hace deliberadamente,
debe estar en relación con una causa más elevada que la razón y la voluntad humana;
porque éstas son mudables y defectibles, y todo lo que es movible y defectible debe
reducirse a un primer principio inmóvil y necesario por sí, como lo hemos demostrado.”
CAPÍTULO 1
¿Qué es el hombre? ¿Quién soy yo?

Partir del hombre y de los hombres


Es costumbre, cuando se abordan cuestiones de fe y de religión, hablar inmediatamente de Dios, probar su existencia,
etc. Hoy ya no podemos seguir así, porque la palabra «Dios» no es evidente por sí misma. Estamos todos penetrados
por una mentalidad ambiente que supone un ateísmo práctico. Ciertos ateísmos pretenden justificarse por medio de la
razón o de una ideología; pero en muchos casos, se trata de una actitud concreta que se reduce a esto: «De Dios no
puedo decir nada, no puedo saber nada, se discute sobre su existencia desde hace siglos; hay personas muy inteligentes
que han creído en él y que siguen creyendo; y hay otras, no menos inteligentes, que no creen. ¿Cómo puedo yo, que no
tengo su inteligencia, meterme a juez de ellos? De todas formas, si Dios existe, ¿puede interesarse por el mundo, por
nosotros, por mí? Si Dios existe, ¿cómo puede tolerar la inmensidad del mal y del sufrimiento que se abate sobre la
humanidad? ¿Sería acaso un Dios "neroniano", al estilo del emperador Nerón, del que se dice que prendió fuego a
Roma y miraba fascinado, desde el observatorio de su palacio, cómo ardía la ciudad?».
La respuesta será entonces, bien un rechazo formal y decidido, bien una confesión de ignorancia que no busca ir
más allá. Esta confesión de ignorancia se llama «agnosticismo», y puede encontrarse en personalidades eminentes que
tienen el sentido de la dimensión espiritual del hombre. Por no poner más que un ejemplo, André Malraux, marcado
interiormente por la cuestión religiosa, capaz de comentar el Evangelio de san Juan de manera maravillosa, se
confesaba agnóstico, es decir, incapaz de pronunciarse acerca de la existencia o inexistencia de Dios.
Por respeto al nombre de Dios, no lo pronunciemos demasiado deprisa. Sobre todo, no lo manchemos.
Preguntémonos más bien por nosotros mismos. Es en nosotros donde tenemos que buscar la huella de Dios. Si no la
encontráramos en nosotros, nada nos permitiría hablar de él.

El ser humano es un sujeto personal


Tenemos que entrar pues en un análisis un poco más preciso del «fenómeno» paradójico y del curioso animal que
somos.1 En lo que sigue, el lector es invitado a no contentarse con leer, sino a volverse a la experiencia corriente que
tiene de sí mismo y verificar, por comparación, si lo que se le propone corresponde o no con esa experiencia.
Nosotros pertenecemos al mundo físico y biológico del universo es una evidencia. Estamos hechos de los mismos
átomos que todos los demás seres, del mismo tipo de componentes biológicos y de células que todos los demás
animales.
Sin embargo, nos diferenciamos de ellos por la conciencia de nuestra propia existencia, de nuestro YO, por nuestras
posibilidades de razonamiento, por nuestra capacidad para proyectarnos hacia el futuro, y por otros muchos aspectos
Por otra parte, los animales pueden sentir que van a morir, pero no piensan en la muerte en cuanto tal. Nosotros en
cambio sabemos «desde siempre» que tenemos que morir, y eso lo cambia todo. Porque la muerte nos plantea la
cuestión de nuestro destino y del sentido de nuestra vida. «El hombre no es más que una caña —escribe Blaise
Pascal—, la más débil de la naturaleza, pero una caña pensante»2. Esa caña pensante es también un «monstruo de
inquietud». No solo pensamos, sino que nos sentimos también responsables de nosotros mismos y angustiados por el
tremendo problema de acertar en nuestra vida.
Somos también los únicos que podemos construir un lenguaje elaborado y «abstracto» a partir de las cosas que
vemos y oímos, dejemos de lado aquí las investigaciones, muy interesantes por lo demás, sobre el lenguaje de las
abejas o de otros animales, ya que no se trata de la misma cosa 3.
Podemos, en fin, actuar sobre la naturaleza para transformarla. Colectivamente, somos portadores de un progreso
científico y técnico cuyo ritmo se acelera siglo tras siglo. Sabemos también que este progreso puede conducirnos tanto
a lo peor como a lo mejor4. Ocurre lo mismo en el terreno político nuestras sociedades están organizadas para
establecer los derechos y los deberes de todos, y mantener la paz y la justicia. Pero pueden fracasar en la realización
del «bien común» o dejarse arrastrar tanto a la anarquía como a los excesos de diferentes formas de dictadura.
Nuestra conciencia psicológica va acompañada de una conciencia moral, vinculada al sentido de la
responsabilidad. Porque tenemos el sentido del bien y del mal En definitiva, pensamos, conocemos, entramos en
relación con nuestros semejantes y pretendemos controlar el desenvolvimiento de nuestra existencia. Cada uno de
nosotros es un sujeto «personal», del mismo modo que es «sujeto de derechos» ante la ley, y reaccionamos
enérgicamente cuando se violan los derechos de una persona humana.

Escuchar las objeciones


A esta rápida descripción se le pueden hacer, y se le han hecho, múltiples objeciones. Que pretensión la del hombre de
autoproclamarse obra maestra del mundo, superior a todos los demás seres. ¿No está refutada hoy esta superioridad,
cuando se desarrollan tantas ciencias, las «ciencias humanas» como se llaman, que tratan de dar cuenta de la manera
más objetiva posible de la realidad del hombre? La biología y la ciencia del cerebro describen de manera cada vez más
detallada los vínculos entre la circulación de las corrientes eléctricas de nuestra corteza cerebral y las funciones del
pensamiento, la afectividad, la decisión, la acción, etc. ¿Que queda con todo esto de una acción libre? Todos
conocemos el psicoanálisis, que no es solo un método de curación, sino también una disciplina teórica que pretende
dar cuenta del ser humano. Antes que él, por lo demás, otras formas de psicología habían hecho ya el inventario de
todos los determinismos que pesan sobre el individuo humano y habían cuestionado incluso su libertad. Igualmente, la
sociología, cuyos métodos progresan rápidamente, describe todos los determinismos vinculados a la vida en sociedad.
La historia pone de manifiesto también buen numero de mecanismos subyacentes a los comportamientos humanos. La
economía, en fin, lugar de tantos intercambios entre los hombres, obedece a leyes ineludibles.
En resumen ¿En qué queda el hombre considerado hasta aquí como una persona libre? ¿Sigue existiendo como tal?
¿No queda más bien reducido a una maquina compleja? Si el mensaje de la muerte de Dios estaba en boca de muchos
hace unos treinta años, pronto lo ha seguido el de la «muerte del hombre» Pero, ¿acaso no hay una correlación entre
estas dos «muertes» en el clima de nuestra cultura? El hombre no es más que una «estructura» particular en el
conjunto de las estructuras de todo orden que componen el mundo. Nada más. Es decir, es una cosa entre otras,
sometida al azar general y sin ninguna significación particular.
Estamos rodeados, en efecto, por todas partes por una multitud de ciencias que nos dicen que en muchas
circunstancias no somos más que marionetas movidas por unos hilos que se nos escapan. La ciencia hoy es capaz de
descomponernos, de separar todas nuestras piezas lo mismo que se desmonta un motor. Puede también reconstruirnos
desde diversas perspectivas, y no faltan quienes lo hacen. Pues, aunque el punto de partida científico es parcial, la
intención interpretativa es global.
Por supuesto, estas diversas ciencias son perfectamente legítimas, cada una en su terreno, y nos enseñan mucho
sobre nosotros mismos. Patinan sin embargo cuando pretenden decirlo todo sobre el hombre. Porque hay un punto que
ignoran sistemáticamente, en cierto modo por hipótesis: el sujeto cognoscente que se dedica a la investigación en cada
disciplina y que lleva a cabo estas descomposiciones y recomposiciones. Desde el momento en que el investigador
mismo se considera producto de sus análisis, se olvida de sí mismo, olvida la estructura de su propia conciencia, que
lo empuja a investigar sin cesar pero que no entra nunca en el contenido de su investigación. Porque él es también
quien tiene conciencia de estar allí y de plantearse la cuestión del porqué ha hecho eso y del sentido exacto de sus
hallazgos. Lejos de estar encerrado en sus resultados, se encuentra siempre más allá de ellos y no deja de interrogarse
en ningún momento sobre sí mismo.
Eso es ser una PERSONA. Una experiencia irreductible que no puede sofocarse, que continuamente brota de
nuevo. Pero es también una experiencia a cuyo lado podemos pasar casi sin darnos cuenta. Porque estamos hasta tal
punto polarizados hacia el exterior que no logramos volvernos sobre nosotros mismos. Por eso conviene seguir
avanzando un poco en la descripción de esta experiencia.

Diálogo interior y subjetividad


He aquí sin duda una trivialidad: vivimos en una presencia ante nosotros mismos que pasa por un diálogo interior
en el que nos desdoblamos. ¿Quién no se ha reído alguna vez de las personas que hablan solas y en voz alta por la
calle, diciéndose «tú» a sí mismas? Pero no hacen sino olvidarse un poco, expresando en voz alta el diálogo interior
que cada uno de nosotros mantenemos en voz baja con nosotros mismos.
Eso es lo que se llama tener conciencia de sí Salvo durante el sueño, el aturdimiento o la somnolencia, nunca
dejamos de seguir el movimiento de nuestras asociaciones de ideas, en el que siempre nos desdoblamos en alguien que
habla y alguien a quien se habla Ese desdoblamiento —que no tiene nada que ver con el desdoblamiento de la
personalidad— es un fenómeno enormemente interesante. Expresa un ir y venir entre nosotros y nosotros mismos. Por
un lado, hay un surgimiento ininterrumpido de pensamientos y cuestiones, por otro, hay frases que se forman y
engendran un discurso dirigido a aquel que es su origen. Es imposible reducir esta dualidad. Es fundante de nuestra
conciencia humana. A eso es a lo que llamamos una subjetividad personal.

Dos polos en nosotros


Puede considerarse pues nuestro mundo mental como una elipse con dos polos hay en nosotros un polo subjetivo y
otro objetivo. El polo objetivo es muy fácil de definir pasa en efecto por las palabras y frases que nos dirigimos a
nosotros mismos y que dirigimos a los demás, que escribimos también. Es importante, por otra parte, notar que
usamos con nosotros mismos el mismo lenguaje que utilizamos con los otros. En cierto modo, yo soy otro para mí
mismo.
El polo subjetivo es mucho más difícil de captar y de definir, simplemente porque no podemos mirarlo cara a cara
Actúa siempre por detrás de nosotros, proyectándonos hacia adelante. Nos ocurre a este respecto como al ojo con su
propia retina. La retina le permite a mi ojo ver el exterior, pero yo no puedo, directamente, ver mi propia retina,
porque mi ojo no puede volverse sobre si mismo Igualmente, tampoco puedo verme la espalda sin un espejo. Si me
vuelvo para vermela, mi cuerpo se vuelve conmigo y no consigo nada no tengo ojos detrás de la cabeza.
No obstante, el polo subjetivo esta siempre ahí, anida en mí y me acompaña, incluso cuando estoy como fuera de
mi mismo, apasionado por lo que hago o por lo que veo. Pero, dado que es imposible captarlo directamente, veamos
unos ejemplos.
El del niño que juega en su parque. Está tranquilo, su atención está como embebida por los juguetes que le han
dado. Sabe también que su madre está allí, a su lado. Supongamos que su madre sale de la habitación sin decirle nada;
él se da cuenta enseguida y manifiesta con llanto su descontento. Había por tanto en él una curiosa conciencia, latente
o implícita — ¡casi inconsciente!— que le aseguraba que su madre estaba allí y que todo iba bien.
Otro ejemplo: cuando trabajo, estoy ocupado por el objeto de mi trabajo y no pienso en absoluto en mí. Sin
embargo, en ningún momento dejo de ser consciente de que soy yo quien está en este momento aquí trabajando, por
ejemplo tecleando en el ordenador, ya se trate de cuadrar unas cifras, de buscar la solución a un problema de
matemáticas o de escribir un artículo5.
He aquí pruebas, «experimentales» podría decirse, de esa tensión entre los dos polos de nosotros mismos. El
primero, el subjetivo, es infinitamente más fuerte y profundo que el segundo, porque es el motor. Rara vez se siente
satisfecho de lo que ha realizado el otro polo. Lo supera y lo empuja hacia delante sin cesar. Es el que hace que a toda
respuesta siga una nueva pregunta.
¿Hay que hablar de «conciencia» en relación con este polo? Su originalidad estriba precisamente en estar a caballo
entre lo consciente y lo inconsciente. Es como un iceberg, cuya parte sumergida es mucho más importante que la parte
emergente.
Se puede hablar aquí de conciencia de concomitancia, es decir, que al mismo tiempo que estoy pensando o
actuando, algo me acompaña en este pensamiento y en esta acción. Este polo emerge efectivamente en nosotros
periódicamente, pero no podríamos expresar toda su riqueza. Es el lugar de nuestros deseos, de nuestras pasiones, de
nuestras creaciones artísticas o profesionales, de nuestras decisiones, en definitiva, del compromiso de nuestra
libertad.
Pero este polo nunca vive enteramente solo, porque continuamente esta en intercambio con el polo del lenguaje y
con el exterior por medio de nuestras relaciones y nuestros actos. Es la dualidad de estos polos la que nos permite
reflexionar, del mismo modo que un espejo refleja, o «reflexiona», nuestra imagen. Toda «reflexión» supone este
movimiento de ida y vuelta entre ambos polos, el subjetivo y el objetivo.

Un polo abierto al infinito


Lo que ocurre en el corazón de ese polo misterioso de nuestra conciencia —ya lo hemos presentido— es que está
habitado por un deseo, nunca satisfecho, de ir más allá, de poseer más, de querer ser mas. Se habla mucho hoy de la
«calidad de vida». Nuestro deseo profundo es evidentemente vivir, vivir lo mejor posible, es decir, no solo en el
bienestar material, sino más aun en la riqueza cultural del arte, en todas sus formas, de la literatura y del ocio. Y todo
esto se quedaría en nada si no pudiéramos vivir en armonía afectiva, en el amor que se prodigan esposo y esposa, en el
amor de los hijos ¿No es eso acaso lo que da valor a nuestros domingos y días libres? Un tiempo de descanso, en el
que uno se toma tiempo para vivir, para saborear el presente con la familia y los amigos. Nuestro deseo es también
poder vivir «siempre» así, y experimentamos como una limitación los signos de la edad que avanza, de la siguiente
generación que nos empuja y nos recuerda que todo tiene un fin.
Este deseo contiene un dinamismo que nos hace aspirar siempre a mas. Nunca estamos satisfechos de lo que
tenemos, siempre quisiéramos tener algo mas, en relación con la vivienda, con el salario, con los estudios, con el
tiempo libre, y también con la afectividad.
Tomemos como ejemplo una parábola muy simple. Uno de los sueños del adolescente es poder motorizarse.
Empezara encontrando en algún lugar una vieja motocicleta, que algún compañero le regala o que compra por poco
dinero, y que adecentará lo mejor que pueda. Luego, un día, con ocasión de algún cumpleaños o de algún título que
haya conseguido, sus padres le regalaran una motocicleta nueva. Luego empezará a mirar de reojo motos de gran
cilindrada. Convertido ya en todo un mozo, pero todavía sin dinero, quiere a toda costa conseguir un coche. Comprara
entonces, a bajo precio una vez más, un viejo coche de ocasión en el que pondrá en práctica sus mejores habilidades.
Su deseo de autonomía en los desplazamientos, de realizar el gesto adulto de la conducción, se verá satisfecho durante
muy poco tiempo, porque pronto sentirá vergüenza de desplazarse en una tartana de otra época. Desde el momento en
que empiece a tener algunos recursos, ahorrará para tener por fin un coche nuevo. Lo comprará pequeño, lo justo, sin
accesorios ni equipamientos opcionales. Pero a medida que su carrera vaya avanzando su coche irá teniendo mayor
cilindrada y un mejor equipamiento. El movimiento no se detendrá nunca Se aficionará luego a los salones del
automóvil, soñará con nuevos modelos, etc. Ejemplo muy exterior, se dirá, pero en cuyo fondo late un deseo
infinitamente más radical.
En esta dinámica, distingamos bien lo que corresponde a la necesidad y lo que corresponde al deseo. Al principio
hay sin duda una necesidad real del adolescente, la de poder desplazarse fácilmente, quizá sólo para ir al instituto.
Pero interviene algo mas, que supera infinitamente la simple necesidad. Porque la satisfacción de la necesidad no
resuelve la cuestión del deseo. Si no el proceso se detendría una vez satisfecha la necesidad de desplazarse
cómodamente. Queda claro que hay algo distinto también en este movimiento del siempre más el deseo de una cierta
calidad de vida (rapidez, confort, reputación, etc.) y el deseo de felicidad. Este deseo puede parecer en un primer
momento cuantitativo, pero en realidad es cualitativo.
El mismo movimiento está presente en todos nuestros actos y con frecuencia por causas más nobles las del
explorador, el alpinista o el marinero nunca satisfechos con las aventuras ya vividas, la del director de empresa que
quiere ampliar cada vez más su negocio, la del investigador científico que quiere descifrar cada vez más la realidad,
para cuidar, curar o dominar la naturaleza, la del pensador y el filosofo también, nunca satisfecho con sus hallazgos y
planteándose siempre nuevos problemas.
¿Que significa esta pequeña parábola sin fin? En un terreno muy práctico y exterior, expresa el carácter infinito del
deseo que anida en nosotros. Todos nosotros somos seres de deseos, no solo del deseo de tener más, sino también del
de ser mas. Realizar nuestros deseos, y ahondar en el deseo fundamental que anida en nosotros, nos hace crecer en la
felicidad. Es el deseo de vivir, de conocer y de amar el que nos empuja hacia el porvenir y nos hace plantearnos
incesantemente nuevas cuestiones.
Plantearse cuestiones.
Eso es lo propio del hombre. Son los «porqués» ingenuos, pero a menudo muy profundos, del niño en su edad
«metafísica». Son las cuestiones del adolescente que se rebela contra el orden establecido en su familia y en la
sociedad y sueña con rehacer el mundo. Son las cuestiones del adulto, hombre o mujer, que, llegado a una cierta edad, se
vuelve hacia su pasado y se pregunta cuál es el sentido de su vida.
Porque el hombre nunca se detiene en una respuesta. Se aprecia muy bien en las tertulias de las conferencias. El
orador puede hablar del tema con la mayor competencia y con la máxima claridad, el auditorio siempre tendrá
preguntas que hacer para ir más allá. Hasta tal punto que se ha podido definir al hombre como el que se hace preguntas,
y más preguntas y, finalmente, preguntas sobre las preguntas ¿Por que estoy yo aquí en este momento haciéndome tantas
preguntas?

¿Deseo infinito o deseo del infinito, del absoluto?


Estamos inmersos pues en una paradoja Somos finitos y estamos rodeados de limites por todas partes limites de
nuestro nacimiento, de nuestro ambiente familiar, de nuestro país y de nuestro tiempo, de nuestras dotes y
capacidades, de la duración de nuestra existencia. Y sin embargo hay en nosotros un deseo infinito. La prueba es que
sufrimos por nuestra finitud y por nuestra incapacidad para superar los límites.
¿Se puede fundar sobre este deseo infinito, objeto de nuestra experiencia, la afirmación de la existencia en nosotros
del deseo de lo infinito y lo absoluto? Hay evidentemente una separación entre ambas cosas lo uno no es lo otro.
Señalemos en primer lugar que hay dos tipos de infinitos. Por una parte, lo indefinido, es decir, lo que no tiene fin,
como la serie de los números, que no se detiene nunca. Pero este indefinido es el mal infinito, un itinerario que pierde
todo sentido porque no conduce a nada. No puede por tanto satisfacernos. El otro infinito, que es efectivamente objeto
de nuestro deseo, esta siempre polarizado, lo queramos o no, por la idea de absoluto. Pero sé que hay muchas maneras
de concebir este absoluto, y que no hay que precipitarse bautizándolo con el nombre de Dios.
La coherencia del deseo infinito exige que se trate del deseo del Infinito o del Absoluto. Un deseo simplemente
indefinido acabaría por no tener sentido. Pero, ¿se puede deducir la realidad de esta simple coherencia? Veremos que
no es posible sin un acto de libertad.
Ya Pascal dijo en una de esas formulas para las que era tan genial. «El hombre supera al hombre, el hombre supera
infinitamente al hombre»6. Si, el hombre supera al hombre lleva en sí más que un hombre.

Una experiencia ineludible


Esta experiencia se nos impone de manera necesaria. Estamos hechos así «por constitución», me atrevería a decir.
Estamos construidos de este modo y no está en nuestra mano cambiar este dato originario. Podemos rebelarnos
diciendo que no lo hemos pedido. He conocido a una joven que no podía aceptar este tipo de imposición. Podemos
intentarlo todo por ignorar nuestra situación constitutiva, limitándonos a realizar nuestras tareas cotidianas. Podemos
llamar a nuestra casa «Villa con esto me basta». Podemos ser escépticos e incluso decir que todo eso no es más que
ilusión y que no tiene ningún sentido. Todas esas hipótesis son evidentemente posibles. Sin embargo, nuestra situación
en el mundo sigue siendo una especie de «figura obligatoria», que permanece como una interpelación dirigida a
nuestra libertad. A nosotros nos corresponde darle sentido.
Libertad y responsabilidad
En el punto al que hemos llegado en nuestro itinerario vemos emerger la realidad de nuestra libertad y su corolario: la
responsabilidad. La filosofía debate hasta el infinito acerca de la libertad del hombre, y ciertas posturas científicas
tienden a negarla. Hemos visto ya cómo muchas ciencias tratan de descomponer al hombre y de reducirlo a puro
objeto. Hay que constatar sin embargo que la vida personal y social es imposible si no se presupone que el hombre es
un ser libre. ¿Cómo serían posibles todos los contratos que unen a los hombres entre sí, si no estuvieran fundados en
un acuerdo verdaderamente libre? ¿Para qué el ejercicio de la justicia si los delincuentes están todos predeterminados
al delito o al crimen? Todos nosotros reivindicamos nuestra propia libertad como el bien más preciado. No admitimos
la coerción sino en los terrenos en los que el respeto a la libertad de los otros pone freno a nuestra propia libertad. Se
habla así de «libertad política». «Libertad» es la primera palabra del lema de la República francesa: «Libertad,
igualdad, fraternidad». Se habla también de «libertad religiosa», es decir, de la ausencia de cualquier coerción,
positiva o negativa, en la materia.
Pero, ¿somos libres en el sentido filosófico o psicoanalítico del término? ¿No es nuestra libertad una mera ilusión
de nuestra subjetividad, determinada de hecho por todo un conjunto de factores desconocidos para nosotros? Hay
algunas filosofías que lo afirman, aunque la mayor parte respetan este santuario que constituye a la persona humana.
Porque la libertad no es una cosa que se pueda identificar con el escalpelo de nuestros análisis objetivos. La libertad
habita en nosotros. No podemos aislarla y decir «¡Ahí esta!», como tampoco podemos ver nuestra retina. Nuestra
libertad es original, o mejor originaria, o no es nada.
Estamos aquí en el núcleo mismo del problema del hombre, es lo que hace de nosotros un cierto enigma para
nosotros mismos. En definitiva, el reconocimiento de nuestra propia libertad es en sí mismo un acto libre. No podemos
ser libres sin tener en cuenta la postura que tomemos respecto de nuestra propia libertad. Podemos negarla, pero lo
haremos libremente.
Reconozcamos en nosotros, por lo demás, dos niveles de libertad. Esta en primer lugar lo que se conoce como el
libre albedrío, es decir, la facultad de elegir esto o lo otro, que empleamos lucidamente en nuestras decisiones
cotidianas, pequeñas o grandes. Pero a partir de estas decisiones sucesivas se va estableciendo una línea general de
conducta que da a nuestra vida su orientación original. Progresivamente, a partir de la elección de esto o aquello,
acabamos eligiéndonos a nosotros mismos. Se trata entonces de un nivel muy superior de libertad. Esta consiste en
hacernos progresivamente a nosotros mismos, en moldearnos, en decidir acerca de nosotros para lo bueno o para lo
malo. Por supuesto, estos dos niveles no son independientes el uno del otro. Nuestras decisiones concretas se inscriben
en la línea de nuestra existencia, en un eje general que traza una orientación general. Es lo que se llama la «opción
fundamental» de una vida. Por supuesto, tal opción no es irreversible, y podemos cambiar de orientación así como
cambiar el sentido que queremos darle a nuestra vida.
Por eso se puede decir que, en cierto modo, a partir de determinada edad, todo hombre es responsable de su rostro.
Porque este ha registrado la serie de nuestras decisiones y nos muestra ante el espejo una recapitulación de lo que
hemos querido ser.
Nuestra libertad se encuentra así a caballo en cierto modo entre los dos polos de la elipse de la que he hablado. Por
un lado, todos los días tomamos decisiones concretas y muy conscientes, lo mismo que hablamos y actuamos, por
otro, en el polo subjetivo, que no podemos considerar directamente, opera una cierta opción que nunca conocemos
enteramente, que se nos escapa «por detrás» en cierto modo.
Si somos libres, somos igualmente responsables y, en primer lugar, responsables de nosotros mismos. La vida se nos
da como un gran proyecto aún sin determinar. La vida de cada uno de nosotros es una página en blanco que tenemos
que escribir. Todos queremos que nuestra vida sea un «éxito»; no tenemos más que una preocupación: la de
desperdiciar nuestra vida en una serie de fracasos, la de que sea inútil para nosotros y para los demás. Toda vida
humana está expuesta al riesgo de lo peor y de lo mejor. Raymond Aron, al término de sus Memorias7, cuando hace el
balance global de su existencia, dice: «Me acuerdo de una expresión que utilizaba a veces cuando tenía veinte años, en
conversaciones con compañeros y conmigo mismo: "Salvarse laicamente". Con o sin Dios, nadie sabe, al final de su
vida, si se ha salvado o se ha perdido». Pensamiento profundo que expresa tomando un término del vocabulario
religioso: «salvarse». Con o sin Dios, en efecto, todo hombre se enfrenta a este deseo, que es una exigencia: salvarse.

Una experiencia «fundamental»


Esta experiencia es fundamental en varios sentidos. Hemos visto que ninguno de nosotros puede escapar a ella. Más
radicalmente aún, esta experiencia es irreductible a cualquier otra. No puede deducirse de ninguna otra cosa. Se puede
descomponer la cuestión del hombre «en tantas parcelas como sea posible», como decía Descartes. Puede
recomponerse luego según las diferentes ciencias humanas que se interrogan legítimamente sobre él. Pero nunca se
podrá dar cuenta del hecho primordial de que yo estoy ahí haciendo esas operaciones científicas o técnicas y de que
me interrogo sobre la razón de todo lo que existe. El jefe de empresa se pregunta algunos días qué sentido puede tener
el avance productivo que está viviendo en una situación de dura competencia. El sentido definitivo de su actividad ha
de buscarse fuera de ella misma. Un filósofo dijo hace poco que el estudio de la termodinámica no calienta. Estamos
en un caso análogo.

Una respuesta necesaria: sí o no


Estamos aquí en un terreno particularmente desconcertante, porque no cabe operar en él por medio de un saber que
pudiera dominarlo. Es nuestra misma situación la que es misteriosa. Nosotros no podemos reaccionar ante ella sino
por un acto de libertad. O bien estimamos que nuestra vida tiene un sentido. Juzgamos que debe desembocar en algo
ese gran dinamismo interior que para nosotros no tiene ni principio ni fin. Porque no vemos ni de dónde viene ni
adónde va, puesto que se origina como por detrás de nosotros y apunta más allá de nosotros. Como anhelamos
encontrar y dar un sentido a nuestra vida, le otorgaremos entonces nuestra confianza.
O bien le negamos todo sentido último a nuestra existencia, considerando que el deseo que anida en nosotros es
una pura ilusión y que nos basta «cultivar nuestro jardín», como decía el Cándido de Voltaire. Tratamos entonces de
crear algunos pequeños islotes de sentido en el marco de la existencia que se nos impone, sabiendo desesperadamente
que más allá de lo que depende de nosotros nada tiene sentido.
Pero, de alguna manera, todos nosotros somos «instados» a tomar partido. Sartre decía a este respecto que estamos
«condenados» a ser libres. Pero tal elección no se toma necesariamente por medio de una respuesta lúcida y puntual,
claramente expresada en un momento del tiempo. La respuesta la damos a lo largo de toda nuestra vida, a través del
entramado de nuestras actividades y nuestras relaciones, por medio de nuestra manera de vivir. Puede darse una
contradicción «existencial» en la misma persona, que por un lado profesa el sinsentido absoluto de todo y por otro
lado actúa en función de valores que representan para ella un absoluto.
Un lector que tuviera la intención de responder NO a la cuestión del sentido de nuestra experiencia, podría tener la
tentación de dejar este libro. Porque no puedo ocultar que la continuación de esta obra se apoyará en la opción del SÍ.
Pero ese mismo lector, ¿está seguro de su opción y no respeta de manera absoluta cierto número de valores,
considerándolos por encima de él? En cualquier caso, inmediatamente verá si las páginas que siguen le conciernen o
no.
¿Por qué esta distancia entre la experiencia explícita y consciente de nosotros mismos y ese juego oscuro de lo
implícito que nos habita secretamente, que no sentimos pero que, sin embargo, ejerce sobre nosotros una influencia
decisiva? Porque nuestra libertad está a caballo entre lo inconsciente y lo consciente, y puede por consiguiente haber
contradicción entre la opción de fondo y la opción declarada.

La opción por el sentido


Todo lo que se acaba de decir puede parecer muy filosófico y no tener relación con una invitación a creer. ¿No me
estaré yendo demasiado lejos? En realidad este análisis supone una apuesta capital. Yo soy de los que consideran,
como Karl Rahner, teólogo cuyo pensamiento resumo aquí, que la nada no puede fundar nada y que, por consiguiente,
esta experiencia de superación que anida en nosotros no puede estar fundada en la nada. Tal es mi primer acto de fe.
Tomo pues deliberadamente la opción por el sentido. ¿Es arbitraria una elección de este tipo? No se trata de jugar
aquí a doble o mitad, ni de proponer de nuevo la apuesta de Pascal 8. Lo hago porque considero esta elección fundada
en la razón, y la hipótesis del absurdo total de la existencia de este mundo y de nosotros mismos me parece
impensable. Lo hago porque no puedo vivir en contradicción radical con el fundamento sobre el que estoy construido
y que, quiera o no, moldea todos mis deseos y mi deseo fundamental. Sólo considerando la aventura humana a lo
largo de las épocas, se ven tantos signos de su sentido que no se puede desesperar de ella.
Los signos de sentido son más fuertes que los signos de sin-sentido, a pesar de ser estos inmensos. Nuestra historia
está hecha sin duda de guerras, de genocidios y de violencias de todo tipo. Pero está hecha también de gestos de amor
y de generosidad admirables. Por ejemplo, el testimonio dado por los monjes de Tibhinne es más fuerte que todas las
matanzas argelinas. Esta opción, ciertamente fundada en la razón, manifiesta más aun su verdad por la fecundidad de
sus consecuencias. Ha sido la de las figuras más egregias de la humanidad.
La opción del si no se reduce pues a su dimensión racional. Es una opción de toda mi existencia, de toda la historia
que viva hasta mi muerte. Frente a la misteriosa cuestión de mi origen —«¿dónde estaba cuando todavía no había
nacido?», dicen los niños—, frente a la dramática cuestión de la muerte, frente a la cuestión de los valores en mi vida
(L De-latour), opto de todo corazón por que el amor y el sentido del mundo tengan la última palabra.
Pero sé también que no puedo probar tal opción en el sentido filosófico o científico del termino, como tampoco
podrá probar la suya quien elija la contraria. Unos y otros estamos «condenados» a elegir ¿Por qué? ¿Se tratara acaso
de una debilidad congénita de estas cuestiones, que se dejan generosamente a juicio de cada uno («Si eso es lo que
piensas ») porque no hay certidumbre en la materia? Tal es sin duda la opinión corriente.
Pero la cosa no es tan segura ¿Acaso no estamos aquí simplemente en otro orden, mucho más profundo que el del
simple conocimiento? Si el ámbito mas fundamental de lo humano es objeto de un acto de libertad, ¿no será porque en
caso contrario no seriamos ya hombres, sino hormigas inteligentes y laboriosas? Nuestra existencia no tendría ya
ningún misterio todo entraría dentro del buen orden de los ordenadores. Por lo demás, en toda ciencia hay
fundamentos que no se pueden probar porque constituyen aquello por lo que se probara todo lo que sigue. La prueba
se hace entonces a posteriori, por la fecundidad misma de los fundamentos.
Estamos aquí en presencia de un dato «fundamental», que no podemos controlar. Podemos siempre negarlo. Pero
ese dato fundamental no puede reducirse a ningún otro, y nos constituye. Podemos contradecirlo con actos y con
palabras, pero entonces estamos basando nuestra vida en una grave contradicción. Porque tal opción se sitúa
precisamente en un punto que supera el orden de los conocimientos ciertos, dado que es ella la que los funda.
Pongamos una vez más un ejemplo: el joven que va a firmar un contrato laboral importante, capaz de condicionar
quizá su vida, debe haber reflexionado antes; debe tener buenas razones para firmar: un conocimiento suficiente de la
correspondencia entre sus deseos y su capacidad, por un lado, y el trabajo exigido, por otro; la conciencia de los
riesgos que corre y de las limitaciones que se impone por ello. Si se compromete, es porque, a fin de cuentas,
considera la cosa provechosa para él. Aunque no tiene una prueba cierta. Corre el riesgo. Sin embargo, si se niega a
comprometerse porque no está completamente seguro de su futuro, se está negando a sí mismo una experiencia
humana fundamental, la de la decisión de su libertad.

El momento de nombrar a Dios


Si aceptamos reconocerle un sentido a esta experiencia y, por consiguiente, darle un sentido, podemos decir entonces
que nuestra mísera existencia está en contacto con un «misterio absoluto» que nos supera radicalmente, pero que
palpamos de manera no menos misteriosa. Nuestro polo originario encierra la cuestión de Dios, es decir, la idea de
Dios, pero es todavía una idea que se ignora. Rahner habla a este respecto de un «saber anónimo de Dios».
Henri de Lubac lo ha analizado bien al hablar de nuestra «constitución inestable», que hace del hombre una
criatura «a la vez más grande y más pequeña que ella misma». «De ahí esa especie de dislocación, esa misteriosa
claudicación, que no es sólo la del pecado, sino ante todo y más radicalmente la de una criatura hecha de la nada, que,
extrañamente, toca a Dios»9.
Pero la cuestión puede volver a planteársenos de nuevo esa misteriosa idea de Dios que innegablemente anida en
nosotros, ¿no puede deducirse de otra cosa, por ejemplo de no ser más que la proyección de un sueño o de cualquier
otro mecanismo de raíces sobradamente humanas? El mismo padre De Lubac formula claramente la cuestión «¿Es
Moisés quien tiene razón?, ¿es Jenofanes? ¿Ha hecho Dios al hombre a su imagen, o no es más bien el hombre el que
ha hecho a Dios a la suya? Todo parece darle la razón a Jenofanes y, sin embargo, es Moisés quien dice la verdad».10
¿Por qué es Moisés quien dice la verdad? Porque no se puede asignar ninguna génesis o «genealogía» a la idea de
Dios en nosotros. Esta no puede deducirse de ninguna otra cosa, como tampoco podía deducirse la experiencia que
hemos analizado. Todo esto va junto Henri de Lubac lo dice en términos iluminadores: «El hombre, se dice por
ejemplo, ha divinizado el cielo. De acuerdo. Pero, ¿de dónde ha tomado la idea de lo divino para aplicarla
precisamente al cielo ¿Por qué ese movimiento espontáneo de nuestra especie, observable en todas partes ¿Por qué esa
empresa de divinización, ya sea del cielo o de cualquier otra cosa. La misma palabra "dios", se dice también (…), no
significa más que "el cielo luminoso del día". De acuerdo también. Pero, ¿por qué precisamente ese "cielo luminoso
del día" se ha convertido para los hombres en un dios. Muchos no ven ni siquiera donde está aquí la cuestión».11
Lo queramos o no, late en nosotros la cuestión del absoluto, o del misterio absoluto de nuestra existencia. Esta
cuestión ha tomado en la historia de la humanidad el nombre de Dios. Por eso esta palabra misteriosa, que de alguna
manera nos viene dada y está presente en todas nuestras lenguas, tiene sentido, y un sentido inagotable. La cuestión de
Dios no nos viene del exterior, porque si tal fuera el caso no podría interesarnos mucho tiempo. El filosofo Hegel dijo a
comienzos del siglo XIX «El absoluto esta junto a nosotros desde el principio».
El mismo ateísmo da testimonio de esta cuestión, a la que quiere responder negativamente. El ateo
(etimológicamente, «sin Dios») es el que está obligado a hablar de Dios para negarlo. Lo que supone que este nombre
tiene todavía algún sentido para él. Es incluso digno de notar el que la denominación de «ateo» no haya sido sustituida
todavía por otra que no mencione el nombre de Dios. Entre los más ateos sigue estando presente aun la cuestión de
Dios.
Esta toma de conciencia es la matriz originaria de todas las pruebas posibles de la existencia de Dios. Esas pruebas
no son más que razonamientos que tratan de traducir o de explicar de una manera u otra esta experiencia. Por lo
demás, no puede ser de otro modo. Nuestros razonamientos nunca podrán atrapar a Dios como una mariposa en una
red. Por eso es inútil exponer aquí ese tipo de pruebas. Nosotros hemos ido al fundamento.
Recojamos para terminar las palabras, llenas a un tiempo de angustia y confianza, con las que san Agustín da
comienzo a sus celebres Confesiones «Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras
no descanse en ti»12.
Esta experiencia es universal
¿Estamos ya aquí en una reflexión propiamente cristiana? Sí y no. Sí, porque la interpretación de nuestra experiencia
fundamental la hemos hecho aquí con un espíritu cristiano y con términos procedentes del cristianismo. No, porque el
deseo de absoluto que hemos descrito vale para todos los hombres, cualquiera que sea su cultura. Las otras
expresiones religiosas están fundadas sobre la misma experiencia, aun cuando la expliciten con una idea de Dios
totalmente distinta, por ejemplo un Dios no personal, como en ciertas religiones orientales. Sería por tanto un abuso
«acaparar» de manera exclusiva en el sentido de la fe cristiana la experiencia descrita. Lo que sigue mostrara solo
cómo la fe cristiana interpreta este deseo y que sentido le da. Pero, remontándonos por esta corriente que es la fe, nos
hemos encontrado con la dimensión religiosa del hombre.13

1
Quisiera traducir aquí en términos lo más claros posible lo que el teólogo alemán Karl Rahner (1904 1984) ha llamado «la
experiencia trascendental» del hombre es decir la experiencia que cada uno de nosotros tenemos de un dinamismo interior de una
«trascendencia» que nos traspasa y supera sien pre Cf su libro Curso fundamental sobre la fe Herder Barcelona 1989.
2
B PASCAL Pensees 200 (Lafuma) o 347 (Brunschvicg).
3
No es una afirmación gratuita puesto que existe en este punto un consenso muy amplio en los medios científicos Haría falta
todo un libro para explicar estas cosas y no es el objetivo de este.
4
Hoy la angustia ecológica anida en todos nosotros El hombre se enfrenta a su responsabilidad y a su libertad en el uso de los
descubrimientos y de la naturaleza Pero, ¿no nos olvidamos de que en los países llamados desarrolla dos estamos en presencia de
una naturaleza casi completamente domesticada y «humanizada» por muchos milenios de trabajo humano7 Basta ir a ciertos
lugares de África o Asia para tomar contacto con la naturaleza llamada «virgen» Su carácter salvaje causa a veces miedo Pero hoy
estamos descubriendo que los mejores progresos científicos y técnicos chocan con la limitación de los recursos naturales,
reservándonos para un próximo futuro decisiones difíciles.
5
Pongamos todavía otro ejemplo de la manifestación de este polo subjetivo (podría decirse originario, puesto que es el origen
de todos nuestros estados de conciencia) y de este desdoblamiento del yo Supongamos un novio que está escribiendo a su novia
Quiere expresarle los sentimientos profundos que ella le inspira Pero esos sentimientos son muy difíciles de expresar Al cabo de
algunas frases, el joven siente la tentación de romper la carta pensando no es esto lo que yo quería decir, lo que he escrito es
ridículo, ¿qué va a pensar de mi? Quizá intente hacerse poeta no, es peor aún Algo en el le advierte de la distancia que hay entre
sus sentimientos y la expresión de los mismos Ocurre lo mismo con el pintor decepcionado con su cuadro, con el científico
insatisfecho con su experimento, con el escritor descontento con el comienzo de su novela La conciencia de la inadecuación entre
la realización y la intención pone de manifiesto la existencia en nosotros de ese polo indefinible, que se nos escapa y que al mismo
tiempo nos sirve de medida para juzgar lo que hacemos.
6
B PASCAL, Pensees 131 (Lafuma) o 434 (Brunschvicg).
7
R. ARON, Mémoires, Julliard, París 1983, 751 (trad. esp., Memorias, Alianza, Madrid 1985).
8
Quien decía en síntesis no arriesgo nada optando por Dios y la vida eterna si existen, he seguido la opción adecuada, si no
existen, en nada salgo perjudicado.
9
H. DE LUBAC, Le mystere du surnaturel, DDB, París 1965, 149 (trad. esp., Misterio de lo sobrenatural, Encuentro, Madrid
1991).
10
ID Sur les chemms de Dieu Cerf París 1983 11 (trad esp Por los caminos de Dios Encuentro Madrid 1993).
11
Ib 19 20.
12
SAN AGUSTÍN, Confesiones I, 1 1, San Pablo, Madrid 1998.
13
El análisis propuesto se ha dirigido ante todo al individuo, pero es claro que vale igualmente para las sociedades humanas
Así, mismo podría haberse hecho partiendo de la dinámica de nuestra acción como hiciera ya Maurice Blondeí a finales del siglo
XIX.
________________________________________________________________________________________________________
Introducción a la Revelación Divina

Dios al encuentro del hombre: La Revelación

I- La revelación de Dios.

Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de
sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún
modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación Divina.

Por una decisión enteramente libre, Dios se “Revela” y se da a conocer al hombre.


El sentido del término “Revelación” es el de desvelamiento, en ese mismo tenor
semántico se sitúan los términos griegos y latinos a los que traduce. Que Dios se revela
significa, que se desvela, que se da a conocer. El término encierra la imagen de un velo
que se corre y permite ver lo que tapaba.

II- Dios revela su designio amoroso. (CEC 51- 53)

“Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el


misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo
Encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen participes de la
Naturaleza Divina”1.

Analicemos un poquito este texto del Concilio Vaticano II:

¿Por qué Dios se revela?

1
Concilio Vaticano II, Dei Verbum,2.

Instituto del Profesorado CONSUDEC


Campus: http://iec.campusterciario.com.ar/
p. 2
Porque el “quiso”, por su “bondad y sabiduría”, es decir por su gran amor.

¿Qué es lo que revela, lo que permite ver?

“A sí mismo”.

“El misterio de su voluntad”.

¿Cual es esté misterio de su voluntad?

Consiste en hacer participes de la “Vida Divina a todos los hombres”, mediante


la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito. “El
nos predestino a ser sus hijos adoptivos conforme al beneplácito de su voluntad”.(Ef 1,5)

Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle,


de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.

En consecuencia, por esta revelación Dios invisible, habla a los hombres como
amigos, movido por su gran amor, y mora con ellos, para invitarlos a su comunicación y
recibirlos en su compañía.

“Este plan de la revelación se realiza con obras y palabras intrínsecamente


conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación
manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las
palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas”2.

¿Cómo se realiza este plan o designio de la Revelación?

El designio Divino de la Revelación se realiza a la vez mediante “obras y


palabras” íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente.

2
Concilio Vaticano II, Dei Verbum,2.

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p. 3

Este plan comporta una “pedagogía Divina” particular: Dios se comunica


gradualmente al hombre, lo prepara por etapas para acoger la revelación sobrenatural
que hace de sí mismo y que culminará en la persona y la misión del Verbo Encarnado,
Jesucristo.

III- Etapas de la Revelación. (CEC 54- 64)

Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les
invita a una intima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su
revelación, y les promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio,
establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes.

Dios escogió a Abraham llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él “el padre
de una multitud de naciones” (Gn 17, 5), y prometiéndole bendecir en él a “todas las
naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de
las promesas divinas hechas a los patriarcas.

Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto,


establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés.

Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera


de una alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres, y que será gravada en los
corazones3. Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la
purificación de todas sus infidelidades4, una salvación que incluirá a todas las naciones5
en una alianza nueva y eterna.

3
Cf Jr 31, 31-34; Hb 10, 16.
4
Cf Ez 36.
5
Cf Is 49, 5- 6; 53, 11.

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p. 4

Del pueblo de Israel, de la estirpe de David, nacerá el Mesías: Jesús.

IV- Jesucristo plenitud de toda la Revelación. (65- 67)

“Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los


Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios
nos habló por medio de su Hijo (…)”6. La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios
es la que Él mismo llevó a cabo en su Verbo Encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud
de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la Palabra
perfecta y definitiva del Padre.

“La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva nunca cesará y no hay que
esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro
Señor Jesucristo”7. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la Revelación ya se ha
cumplido plenamente, aunque no está completamente explicitada, la fe de la Iglesia
deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos.

A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las


cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no
pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de “mejorar” o “completar” la
Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta
época de la historia.

La fe cristiana no puede aceptar “revelaciones” que pretenden superar o corregir la


Revelación de la que Cristo es plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y
también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes “revelaciones”.

6
Hb 1,1- 2.
7
Concilio Vaticano II, Dei Verbum,4 b.

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p. 5

V- Transmisión de la Revelación Divina.

Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”
(1 Tim 2, 4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús. Es preciso, pues, que Cristo sea
anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: “Vayan, entonces, y hagan que
todos los pueblos sean mis discípulos …” (Mt 28, 19). Esto se lleva a cabo mediante la
Tradición Apostólica.

“Dispuso Dios benignamente que lo que había revelado para la salvación de los
hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las
generaciones. Por eso Cristo nuestro Señor (…) mandó a los apóstoles que
predicaran a todos los hombres (Mt 28, 19- 20; Mc 16, 15) el Evangelio,
comunicándoles los dones divinos. Este Evangelio, prometido antes por los profetas, lo
completó El y lo promulgo con su propia boca, como fuente de toda verdad salvadora y de
la ordenación de las costumbres. Lo cual fue realizado fielmente, tanto por los
apóstoles, que en la predicación oral comunicaron con ejemplos e instituciones lo
que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o
habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo (…)8.

“Mas, para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la


Iglesia, los apóstoles establecieron como sucesores suyos a los obispos,
“entregándoles su propio cargo del magisterio”. Por consiguiente, esta Sagrada
Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en el que la
Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea
concedido el verlo cara a cara, tal como es”9.

8
Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 7 a.
9
Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 7 b.

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p. 6
VI- La Tradición Apostólica y la Sagrada Escritura. (CEC 75- 79)

La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo,


desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el
culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y,
a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían
recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.

La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la


Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y con la Sagrada Escritura,
que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito.

VII- Relación entre la Tradición y la Sagrada Escritura. (CEC 80- 83)

• “Surgen de una misma fuente” y “constituyen un solo sagrado depósito de la


fe”

La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas


entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo, y
surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del
cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas.

• Son “dos modos distintos de transmisión del depósito de la fe”

La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del


Espíritu Santo.

La Tradición Apostólica recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el


Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos,

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p. 7
iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente
en su predicación.

De ahí resulta que la Iglesia a la cual está confiada la transmisión y la interpretación


de la Revelación, no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y
así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción.

• Hay que distinguir entre Tradición Apostólica y tradiciones eclesiales.

La Tradición de que hablamos aquí es la que viene de los apóstoles y transmite lo que
éstos recibieron de las enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el
Espíritu Santo.

Es preciso distinguir de ella las “tradiciones” teológicas, disciplinares, litúrgicas o


devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en las Iglesias locales. Estas
constituyen formas particulares en las que la gran Tradición recibe expresiones adaptadas
a los diversos lugares y a las diversas épocas.

VIII- La interpretación del depósito de la fe.

El depósito de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la


Sagrada Escritura, ha sido confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia. Todo el Pueblo de
Dios, con el sentido sobrenatural de la fe, sostenido por el Espíritu Santo y guiado por el
Magisterio de la Iglesia, acoge la Revelación Divina, la comprende cada vez mejor, y la
aplica a la vida.

La interpretación auténtica del depósito de la fe corresponde sólo al Magisterio


vivo de la Iglesia, es decir, al Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en

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comunión con él. El Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios, sino a su
servicio, para enseñar solamente lo transmitido.

El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo


cuando define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo
cristiano a una adhesión irrevocable de fe, verdes contenidas en la Revelación divina. Los
dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro. De modo
inverso, si nuestra vida es recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos
para acoger la luz de los dogmas de la fe.

Escritura, Tradición y Magisterio están estrechamente unidos entre sí, que ninguno
de ellos existe sin los otros. Juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen
eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres.

• La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia.

Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios es su autor: por eso
decimos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra
salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada
Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos. La fe cristiana,
sin embargo, no es una religión del libro, sino de la Palabra de Dios, que no es una
palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo.

¿Cómo se debe leer la Sagrada Escritura?

La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo y
bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, según tres criterios: 1) atención al contenido y a la
unidad de toda la Escritura; 2) lectura de la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia; 3)
respecto a la cohesión entre las verdades de la fe.

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¿Qué es el canon de la Escritura?

Es el elenco completo de todos los escritos que la Tradición Apostólica ha hecho


discernir a la Iglesia como sagrados. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del
Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo.

¿Qué importancia tiene el Antiguo Testamento para los cristianos?

Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios: todos
sus libros están divinamente inspirados y conservan un valor permanente, dan testimonio
de la pedagogía divina del amor salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para
preparar la venida de Cristo Salvador del mundo.

¿Qué importancia tiene el Nuevo Testamento para los cristianos?

Nos transmite la verdad definitiva de la Revelación Divina, su centro es Jesucristo. En


él, los cuatro Evangelios, siendo el principal testimonio de la vida y doctrina de Jesús,
constituyen el corazón de todas las Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.

¿Qué unidad existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento?

La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único el proyecto salvífico de


Dios y única la inspiración divina de ambos testamentos. El Antiguo Testamento prepara
al Nuevo, mientras que éste da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan
recíprocamente.

¿Qué función tiene la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia?

La Sagrada Escritura proporciona apoyo y vigor a la vida de la Iglesia. Para sus hijos,
firmeza de la fe, alimento y manantial de la vida espiritual. Es el alma de la teología y de la
predicación pastoral. Por eso la Iglesia exhorta a la lectura frecuente de la Sagrada
Escritura, pues “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (San Jeronimo)

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CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
DEI VERBUM
SOBRE LA DIVINA REVELACIÓN

PROEMIO

1. El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace cuya la
frase de San Juan, cuando dice: "Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta
comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn., 1,2-3). Por tanto siguiendo las huellas de los
Concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su
transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame.

CAPÍTULO I

LA REVELACIÓN EN SÍ MISMA

Naturaleza y objeto de la revelación

2. Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los
hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la
naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por
su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la
revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por
Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las
palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de
Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitud de toda la revelación

Preparación de la revelación evangélica

3. Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas,
y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros
padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación, con la promesa de la
redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación
con la perseverancia en las buenas obras. En su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo, al que
luego instruyó por los Patriarcas, por Moisés y por los Profetas para que lo reconocieran Dios único, vivo y verdadero,
Padre providente y justo juez, y para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los siglos, fue
preparando el camino del Evangelio.

En Cristo culmina la revelación

4. Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, "últimamente, en estos días, nos
habló por su Hijo". Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera
entre ellos y les manifestara los secretos de Dios; Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, "hombre enviado, a los
hombres", "habla palabras de Dios" y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -
ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros,
y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de
verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las
tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.
La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6,14; Tit., 2,13).

La revelación hay que recibirla con fe

5. Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a
Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la
revelación hecha por El. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios
internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la
suavidad en el aceptar y creer la verdad". Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo
Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.

Las verdades reveladas

6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la
salvación de los hombres, "para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la
inteligencia humana".

Confiesa el Santo Concilio "que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz
natural de la razón humana, partiendo de las criaturas"; pero enseña que hay que atribuir a Su revelación "el que todo
lo divino que por su naturaleza no sea inaccesible a la razón humana lo pueden conocer todos fácilmente, con certeza
y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano.

CAPITULO II

TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

Los Apóstoles y sus sucesores, heraldos del Evangelio

7. Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro
para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones. Por ello Cristo Señor, en quien se consuma la
revelación total del Dios sumo, mandó a los Apóstoles que predicaran a todos los hombres el Evangelio,
comunicándoles los dones divinos. Este Evangelio, prometido antes por los Profetas, lo completó El y lo promulgó
con su propia boca, como fuente de toda la verdad salvadora y de la ordenación de las costumbres. Lo cual fue
realizado fielmente, tanto por los Apóstoles, que en la predicación oral comunicaron con ejemplos e instituciones lo
que habían recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración
del Espíritu Santo, como por aquellos Apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu,
escribieron el mensaje de la salvación.

Mas para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como
sucesores suyos a los Obispos, "entregándoles su propio cargo del magisterio". Por consiguiente, esta sagrada
tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra
contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verbo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3,2).

La Sagrada Tradición

8. Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía
conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que de
ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido o de palabra o por
escrito, y que sigan combatiendo por la fe que se les ha dado una vez para siempre. Ahora bien, lo que enseñaron los
Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la
Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo
lo que cree.

Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va
creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los
creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya
por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la
Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se
cumplan las palabras de Dios.

Las enseñanzas de los Santos Padres testifican la presencia viva de esta tradición, cuyos tesoros se comunican a la
práctica y a la vida de la Iglesia creyente y orante. Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros
sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operativa, y de
esta forma, Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo,
por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la
verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col., 3,16).

Mutua relación entre la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura

9. Así, pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo
ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es
la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición
transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el
Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su
predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas
las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de piedad.

Relación de una y otra con toda la Iglesia y con el Magisterio

10. La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios,
confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y
en la comunión, persevera constantemente en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 8,42), de suerte que prelados
y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida.

Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al
Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no
está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y
con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este
único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.

Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio
sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que,
juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.

CAPÍTULO III

INSPIRACIÓN DIVINA DE LA SAGRADA ESCRITURA


Y SU INTERPRETACIÓN

Se establece el hecho de la inspiración


y de la verdad de la Sagrada Escritura

11. Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por
inspiración del Espíritu Santo. la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros
enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo,
tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia. Pero en la redacción de los libros
sagrados, Dios eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando El en
ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería.

Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu
Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que
Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación. Así, pues, "toda la Escritura es divinamente
inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea
perfecto y equipado para toda obra buena" (2 Tim., 3,16-17).
Cómo hay que interpretar la Sagrada Escritura

12. Habiendo, pues, hablando dios en la Sagrada Escritura por hombres y a la manera humana, para que el intérprete
de la Sagrada Escritura comprenda lo que El quiso comunicarnos, debe investigar con atención lo que pretendieron
expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos.

Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a "los géneros literarios". Puesto que
la verdad se propone y se expresa de maneras diversas en los textos de diverso género: histórico, profético, poético o
en otros géneros literarios. Conviene, además, que el intérprete investigue el sentido que intentó expresar y expresó el
hagiógrafo en cada circunstancia según la condición de su tiempo y de su cultura, según los géneros literarios usados
en su época. Pues para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender
cuidadosamente tanto a las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los tiempos del
hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el trato mutuo de los hombres.

Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el
sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la
Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Es deber de los
exegetas trabajar según estas reglas para entender y exponer totalmente el sentido de la Sagrada Escritura, para que,
como en un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Por que todo lo que se refiere a la interpretación de
la Sagrada Escritura, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de
conservar y de interpretar la palabra de Dios.

Condescendencia de Dios

13. En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad y la santidad de Dios, la admirable
"condescendencia" de la sabiduría eterna, "para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta
adaptación de palabra ha uso teniendo providencia y cuidado de nuestra naturaleza". Porque las palabras de Dios
expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre
Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres.

CAPÍTULO IV

EL ANTIGUO TESTAMENTO

La historia de la salvación consignada


en los libros del Antiguo Testamento

14. Dios amantísimo, buscando y preparando solícitamente la salvación de todo el género humano, con singular favor
se eligió un pueblo, a quien confió sus promesas. Hecho, pues, el pacto con Abraham y con el pueblo de Israel por
medio de Moisés, de tal forma se reveló con palabras y con obras a su pueblo elegido como el único Dios verdadero y
vivo, que Israel experimentó cuáles eran los caminos de Dios con los hombres, y, hablando el mismo Dios por los
Profetas, los entendió más hondamente y con más claridad de día en día, y los difundió ampliamente entre las gentes.

La economía, pues, de la salvación preanunciada, narrada y explicada por los autores sagrados, se conserva como
verdadera palabra de Dios en los libros del Antiguo Testamento; por lo cual estos libros inspirados por Dios conservan
un valor perenne: "Pues todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza, fue escrito, a fin de que por la paciencia y
por la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza" (Rom. 15,4).

Importancia del Antiguo Testamento para los cristianos

15. La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, para preparar, anunciar proféticamente y
significar con diversas figuras la venida de Cristo redentor universal y la del Reino Mesiánico. mas los libros del
Antiguo Testamento manifiestan a todos el conocimiento de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y
misericordioso con los hombres, según la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación
establecida por Cristo. Estos libros, aunque contengan también algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos,
demuestran, sin embargo, la verdadera pedagogía divina. Por tanto, los cristianos han de recibir devotamente estos
libros, que expresan el sentimiento vivo de Dios, y en los que se encierran sublimes doctrinas acerca de Dios y una
sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros admirables de oración, y en los que, por fin, está latente el
misterio de nuestra salvación.

Unidad de ambos Testamentos

16. Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento
está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque Cristo fundó el Nuevo Testamento en
su sangre, no obstante los libros del Antiguo Testamento recibidos íntegramente en la proclamación evangélica,
adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo.

CAPÍTULO V

EL NUEVO TESTAMENTO

Excelencia del Nuevo Testamento

17. La palabra divina que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree, se presenta y manifiesta su vigor de
manera especial en los escritos del Nuevo Testamento. Pues al llegar la plenitud de los tiempos el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Cristo instauró el Reino de Dios en la tierra, manifestó a su Padre
y a Sí mismo con obras y palabras y completó su obra con la muerte, resurrección y gloriosa ascensión, y con la
misión del Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos a Sí mismo, El, el único que tiene palabras de vida
eterna. pero este misterio no fue descubierto a otras generaciones, como es revelado ahora a sus santos Apóstoles y
Profetas en el Espíritu Santo, para que predicaran el Evangelio, suscitaran la fe en Jesús, Cristo y Señor, y congregaran
la Iglesia. De todo lo cual los escritos del Nuevo Testamento son un testimonio perenne y divino.

Origen apostólico de los Evangelios

18. Nadie ignora que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios ocupan, con razón, el
lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro
Salvador.

La Iglesia siempre ha defendido y defiende que los cuatro Evangelios tienen origen apostólico. Pues lo que los
Apóstoles predicaron por mandato de Cristo, luego, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ellos y los varones
apostólicos nos lo transmitieron por escrito, fundamento de la fe, es decir, el Evangelio en cuatro redacciones, según
Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Carácter histórico de los Evangelios

19. La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya
historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo. Los Apóstoles, ciertamente,
después de la ascensión del Señor, predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella crecida
inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de
verdad. Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se
trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias,
reteniendo por fin la forma de proclamación de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de
Jesús. Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de quienes "desde el principio
fueron testigos oculares y ministros de la palabra" para que conozcamos "la verdad" de las palabras que nos enseñan
(cf. Lc., 1,2-4).

Los restantes escritos del Nuevo Testamento

20. El Canon del Nuevo Testamento, además de los cuatro Evangelios, contiene también las cartas de San Pablo y
otros libros apostólicos escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, con los cuales, según la sabia disposición de
Dios, se confirma todo lo que se refiere a Cristo Señor, se declara más y más su genuina doctrina, se manifiesta el
poder salvador de la obra divina de Cristo, y se cuentan los principios de la Iglesia y su admirable difusión, y se
anuncia su gloriosa consumación.

El Señor Jesús, pues, estuvo con los Apóstoles como había prometido y les envió el Espíritu Consolador, para que los
introdujera en la verdad completa (cf. Jn., 16,13).

CAPÍTULO VI

LA SAGRADA ESCRITURA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

La Iglesia venera las Sagradas Escrituras

21. la Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de
tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo,
sobre todo en la Sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como
la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican
inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y
de los Apóstoles.

Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la
Sagrada Escritura, y se rija por ella. Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos se dirige con amor a
sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de
la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Muy a
propósito se aplican a la Sagrada Escritura estas palabras: "Pues la palabra de Dios es viva y eficaz", "que puede
edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados".

Se recomiendan las traducciones bien cuidadas

22. Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso ala Sagrada Escritura. Por ello la Iglesia ya desde sus
principios, tomó como suya la antiquísima versión griega del Antiguo Testamento, llamada de los Setenta, y conserva
siempre con honor otras traducciones orientales y latinas, sobre todo la que llaman Vulgata. Pero como la palabra de
Dios debe estar siempre disponible, la Iglesia procura, con solicitud materna, que se redacten traducciones aptas y
fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos primitivos de los sagrados libros. Y si estas traducciones,
oportunamente y con el beneplácito de la Autoridad de la Iglesia, se llevan a cabo incluso con la colaboración de los
hermanos separados, podrán usarse por todos los cristianos.

Deber de los católicos doctos

23. La esposa del Verbo Encarnado, es decir, la Iglesia, enseñada por el Espíritu Santo, se esfuerza en acercarse, de
día en día, a la más profunda inteligencia de las Sagradas Escrituras, para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos
con la divina enseñanzas; por lo cual fomenta también convenientemente el estudio de los Santos Padres, tanto del
Oriente como del Occidente, y de las Sagradas Liturgias.

Los exegetas católicos, y demás teólogos deben trabajar, aunando diligentemente sus fuerzas, para investigar y
proponer las Letras divinas, bajo la vigilancia del Sagrado Magisterio, con los instrumentos oportunos, de forma que
el mayor número posible de ministros de la palabra puedan repartir fructuosamente al Pueblo de Dios el alimento de
las Escrituras, que ilumine la mente, robustezca las voluntades y encienda los corazones de los hombres en el amor de
Dios.

El Sagrado Concilio anima a los hijos de la Iglesia dedicados a los estudios bíblicos, para que la obra felizmente
comenzada, renovando constantemente las fuerzas, la sigan realizando con todo celo, según el sentir de la Iglesia.

Importancia de la Sagrada Escritura para la Teología

24. La Sagrada Teología se apoya, como en cimientos perpetuos en la palabra escrita de Dios, al mismo tiempo que en
la Sagrada Tradición, y con ella se robustece firmemente y se rejuvenece de continuo, investigando a la luz de la fe
toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. Las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser
inspiradas, son en verdad la palabra de Dios; por consiguiente, el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el
alma de la Sagrada Teología. También el ministerio de la palabra, esto es, la predicación pastoral, la catequesis y toda
instrucción cristiana, en que es preciso que ocupe un lugar importante la homilía litúrgica, se nutre saludablemente y
se vigoriza santamente con la misma palabra de la Escritura.

Se recomienda la lectura asidua de la Sagrada Escritura

25. Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que como los diáconos y
catequistas se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con
estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte "predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la
escucha en su interior", puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada
Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina.

De igual forma el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que
aprendan "el sublime conocimiento de Jesucristo", con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. "Porque el
desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo". Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado
texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para
ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora
laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura
para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque "a El hablamos cuando oramos, y a El oímos cuando
leemos las palabras divinas.

Incumbe a los prelados, "en quienes está la doctrina apostólica, instruir oportunamente a los fieles a ellos confiados,
para que usen rectamente los libros sagrados, sobre todo el Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios por
medio de traducciones de los sagrados textos, que estén provistas de las explicaciones necesarias y suficientes para
que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y provechosamente con las Sagradas Escrituras y se penetren de
su espíritu.

Háganse, además, ediciones de la Sagrada Escritura, provistas de notas convenientes, para uso también de los no
cristianos, y acomodadas a sus condiciones, y procuren los pastores de las almas y los cristianos de cualquier estado
divulgarlas como puedan con toda habilidad.

Epílogo

26. Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados "la palabra de Dios se difunda y resplandezca" y el
tesoro de la revelación, confiado a la Iglesia, llene más y más los corazones de los hombres. Como la vida de la Iglesia
recibe su incremento de la renovación constante del misterio Eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida
espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que "permanece para siempre" (Is., 40,8; cf. 1 Pe., 1,23-25).

Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución Dogmática han obtenido el beneplácito de los Padres
del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables
Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido
conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, 18 de noviembre de 1965.


Breve Historia de Israel

Adaptada de José Luis SICRE, Introducción al Antiguo Testamento (Verbo Divino, 1993)

En pocas páginas pretendo ofrecerles una visión de conjunto de la historia de Israel. Casi nada. El tema es
delicado, porque hay períodos de los que sabemos mucho y otros que desconocemos casi por completo.
Desgraciadamente, cuando tenemos muchos datos, como ocurre en los orígenes y primeros siglos, son
muy poco de fiar desde el punto de vista histórico.

Para que tengan una idea clara desde el comienzo, les trazo el siguiente esquema:

1- Época Patriarcal ( de los siglos XVIII a XIII)


2- Salida de Egipto y marcha hacia la tierra prometida (mediados del siglo XIII)
3- Asentamiento en Palestina (finales siglo XIII)
4- Época de los Jueces (siglos XII-XI)
5- La monarquía unida: Saúl, David, Salomón (1030- 931 aprox.)
6- Los dos reinos: Israel – Norte y Judá – Sur(del 931 al 586)
7- El exilio(586-538)
8- La época de dominio persa (538-333)
9- La época griega (332-63)
10- La época romana (63-135 dC)

Una distinción que deben tener muy clara es la de los períodos “preexilico”,” exilico” y “postexilico”.
Como pueden imaginarse el punto de referencia son los 48 años del exilio, a mediados del s.VI, que
cambiaron por completo el curso de la historia de Israel, su cultura, su teología. Lo anterior (las seis
primeras etapas reseñadas más arriba), lo conocemos como período preexilico (aunque generalmente se
piensa en la época monárquica, etapas 5 y 6). Todo lo posterior (etapas 8 y 9) es período postexilico.

Otra cuestión capital es la terminológica. Generalmente se habla del “pueblo de Israel”, reflejando la
unidad de todas las tribus. Sin embargo, deben tener presente que, desde el punto de vista político,
durante los siglos X- VIII, “Israel” era el Reino Norte, mientras el Reino Sur recibe el nombre de “Judá”. Es
decir, el término “Israel” puede usarse en dos sentidos: religioso (entonces se refiere a todo el pueblo de
Dios) y político (se aplica a las tribus del norte ò al Reino Norte).

1- Los orígenes de Israel (etapas 1-3)

La Biblia ofrece una cantidad ingente de datos sobre esta época, contenidos especialmente en los Libros
del Génesis (patriarcas), Éxodo, Números, Deuteronomio(salida de Egipto y marcha hacia la tierra
prometida), Josué (conquista de Canaán y reparto del territorio entre las tribus) y, jueces. Sin embargo,
estos libros están escritos desde una perspectiva más teológica que histórica, y no podemos aceptar sus
datos a la ligera.

Israel tiene su origen en unas emigraciones arameas que, hacia el siglo XVIII aC, descendieron del norte
para establecerse en Palestina. El Génesis nos habla concretamente de Abraham, primer patriarca, que
viene con su familia desde Ur pasando por Haran. Con él comienza el período patriarcal, que abarca desde
los siglos XVIII al XIII aproximadamente. En esta época no podemos hablar todavía de un “pueblo” de
Israel, mucho menos de nación. Se trata de grupos seminómadas, que se trasladan con sus rebaños de
ganado menor (ovejas, carneros, etc.), buscan pastos apropiados y mantienen relativo contacto con las
ciudades por las que pasan, aunque sin llegar a establecerse en ellas.

Algunos de estos grupos se volvieron sedentarios y comenzaron a practicar la agricultura, especialmente


los que se habían establecido en el norte, cerca del lago de Galilea. Otros establecidos en el centro y en el
sur, debieron de seguir dedicados básicamente al pastoreo, con una vida movida. Así se explica que, en un
período de hambre, muchos de ellos bajasen a Egipto en busca de mejores pastos junto al delta del Nilo. Es
lo que nos dice la historia de Jacob y de sus hijos, y no existe motivo para dudar de la historicidad de este
dato.

Según el relato bíblico, las cosas fueron bien al comienzo. Al cabo de los años cambiaron. Quizás fueron los
faraones Seti I y Ramses II los que obligaron a los israelitas a trabajos forzados para llevar a cabo la
construcción de grandes palacios y graneros. En este momento de opresión surge un personaje
fundamental, Moisés, a quien Dios encarga liberar a su pueblo.

Después de la marcha por el desierto (donde el acontecimiento capital es la alianza del Sinaí), se llega a la
estepa de Moab, frente a la tierra prometida. Allí muere Moisés, y Josué toma el relevo. Tras cruzar el
Jordán y conquistar Jericó, en tres rápidas campañas se apodera del centro, sur y norte de Palestina,
repartiendo luego la tierra entre las tribus.

Esta presentación esquemática sigue los datos bíblicos, pero hay que matizar algunas cosas. La idea de que
todos los futuros israelitas proceden de Abraham carece de fundamento histórico. A Palestina bajaron
grupos muy distintos, en épocas diversas. Remontar el origen de todos ellos a Abraham es un recurso para
expresar la unidad de todas las tribus.

Como consecuencia de lo anterior, podemos decir que no todos los antepasados de Israel bajaron a Egipto.
Muchos se hallaban instalados en el norte (Galilea) y en Transjordania y no se movieron de allí. Algunos
historiadores piensan incluso que estos grupos fueron los más numerosos.

El asentamiento en Palestina de los grupos procedentes de Egipto se produjo más bien en forma pacífica,
estableciéndose en territorios desocupados o estableciendo alianzas con los habitantes cananeos. Aunque
debieron de darse conflictos locales, no se trató de una gran campaña militar, como dice el libro de Josué.
La biblia ha dado un tinte épico a este momento.

2- La época de los jueces (hacia 1200-1020)

Tres rasgos caracterizan este período. Primero, la falta de cohesión política, ya que cada tribu se organiza
independientemente y resuelve como puede sus problemas. Segundo, un profundo cambio en la forma de
vida, al menos en los grupos procedentes de Egipto, ya que se sedentarizan y se convierten en agricultores;
este cambio tendrá graves repercusiones sociales, económicas (posesión y reparto de la tierra cultivable) y
religiosas (difusión del culto cananeo a Baal, dios que garantiza la fecundidad de la tierra). Tercero, la
continua amenaza de los pueblos vecinos; unas veces se trata de bandas medianitas que arrasan el
territorio, destrozan los sembrados, y roban cuanto encuentran; otras de conflictos con Edom o Moab, que
les imponen fuertes tributos. Pero la principal amenaza la constituye un pueblo joven, que se ha
establecido en la costa poco antes, los filisteos.

Aunque pequeños en número y con un territorio muy reducido, su perfecta organización política y militar,
junto con su elevado grado de industrialización para aquella época, le permite atacar y dominar
continuamente a Israel. Esta amenaza filistea culmina, el año 1050, con la derrota de los israelitas en Afec y
la destrucción del santuario de Silo.

Por una reacción típica, es precisamente esta derrota la que marcará el futuro de Israel. Las tribus caen en
la cuenta de que es imposible defenderse de este poderoso enemigo si no se unen y organizan de forma
nueva. En el espacio de pocos años se va a producir un cambio fundamental, la instauración de la
monarquía.

3- La monarquía unida (hacia 1020-931)

Los comienzos de la monarquía son difíciles, porque muchas personas, defensores a ultranza de la
tradición, piensan que esta institución significa un atentado contra Dios, único rey de Israel, y se oponen
decididamente a ella. A pesar de las oposiciones, Saúl es elegido rey y libra al pueblo de la amenaza filistea,
al menos temporalmente. Más tarde obsesionado con la idea de perseguir a David para que no le usurpe el
trono, descuida los auténticos problemas de gobierno, permite que los filisteos se refuercen, y terminará
derrotado por ellos en la batalla de Gelboé, suicidándose ante la derrota inevitable.

A Saúl le sucede David. Su nombramiento como rey revela un hecho interesante. Primero es elegido rey del
sur; solo al cabo de siete años, le piden las tribus del norte que reine también sobre ellas. Esto demuestra
que la unión conseguida en tiempos de Saúl era bastante superficial y no había eliminado las tensiones
entre estos dos grandes bloques.

De cualquier modo la amenaza filistea pudo más que los antagonismos, y las tribus volvieron a unirse. La
primera decisión de David refleja gran inteligencia política. Necesita un capital para gobernar. Si escoge
una ciudad del sur, los del norte se ofenderán; y si elige la del norte, molestará a los del sur. Decide
conquistar una ciudad cananea, que no pertenece a ninguna tribu, Jebus, conocida después como
Jerusalén. A partir de este momento, será la capital del reino unido y la ciudad personal de David.

Su obra posterior podemos sintetizarla en dos puntos. Primero, termina de conquistar todas las ciudades
cananeas existentes en territorio de Israel y las anexiones a su reino. Segundo, lleva a cabo una política
expansionista, conquistando y, sometiendo a una serie de pueblos vecinos. Así consiguió formar el imperio
más poderoso de Siria- Palestina durante el siglo X aC.

La sucesión de David está marcada por una serie de intrigas y derramamiento de sangre entre sus propios
hijos. Le sucede Salomón, que reina cuarenta años (971-931). Este reinado es uno de los momentos más
gloriosos de la historia de Israel. Abandonando las guerras exteriores, se dedica casi por completo a
construir grandes edificios, como el templo de Jerusalén y su palacio; asegura la defensa nacional mediante
la construcción y restauración de fortalezas; organiza el ejército y aumenta notablemente el número de
carros de combate y la caballería. Pero, sobre todo, fomenta el comercio, controla el paso de las caravanas
árabes, construye una flota para traer de África productos exóticos. La riqueza alimenta de forma
inesperada, las ciudades crecen, y se produce un fuerte fenómeno de inmigración.

Pero, sin darse cuenta, Salomón está poniendo piedra a piedra el fundamento de la división y la catástrofe.

Sus grandes empresas constructoras le obligan a utilizar abundante mano de obra y exigen mucho dinero.
Los primeros en tener que trabajar son los cananeos; luego obliga también a treinta mil israelitas a trabajos
forzados. Y los impuestos crecen día a día. El pueblo comienza a cansarse de esta prosperidad conseguida a
base de los más pobres; se harta de trabajar para mantener una burocracia absurda y al montón de
parásitos que pululan por la corte.

Las tribus del sur que ven en Salomón un rey de su propia sangre, no protestan demasiado. Pero las del
norte no están dispuestas a soportar esta situación. Estalla la revuelta, capitaneada por Jeroboam, jefe de
las brigadas de trabajadores del norte (algo así como un enlace sindical en nuestros días). Salomón tiene
fuerza suficiente para dominar la rebelión, y Jeroboam debe refugiarse en Egipto.

Pero, a la muerte de Salomón, la situación no ha cambiado. Cuando su hijo Roboam acude a Siquem para
ser aceptado por las tribus del norte como nuevo rey, están plantean claramente el problema:

“Tu padre nos impuso un yugo pesado. Aligera tú ahora la dura servidumbre a que nos sujetó tu padre y el
pesado yugo que nos echo encima, y te serviremos”.

Roboam, dando muestra de soberana estupidez e ineptitud política, les responde:

“Si mi padre les impuso un yugo pesado, yo les aumentaré la carga, si mi padre los castigo con azotes, yo
los castigaré con latigazos”.

La respuesta de las tribus del norte no se hace esperar “¡A tus tiendas Israel!” Que el descendiente de
David se las arregle como pueda. En este momento del año 931 se rompe la obra comenzada por Saúl. La
monarquía unida ha durado menos de un siglo. A partir de ahora, existirán dos reinos, el del norte Israel, y
el del sur Judá.

4- Los dos reinos (931-586)

Es imposible sintetizar estos años, que recuerdan en parte a la historia de la reconquista española, con sus
reinos paralelos de Castilla, León, Navarra, etc. Son años difíciles, con escasos momentos de esplendor en
ambos reinos y con frecuentes épocas de decadencia y de grandes conflictos internos y externos.

En estos siglos es cuando alcanza su cumbre el movimiento profético.

La suerte de ambos reinos no corre paralela. El del norte, Israel desaparece de la historia el año 722,
cuando Salmanasar V de Asiria lo conquista. En sus 209 años de existencia, Israel tuvo nueve dinastías
distintas y 19 reyes, de los cuales 7 eran fueron asesinados y uno se suicidó. Algo así como la época de los
godos en España. Un desastre.

En cambio, Judá que consiguió sobrevivir hasta el 586, en sus 345 años de existencia solo tuvo una dinastía
(la de David) y 21 monarcas. Esta estabilidad se debe a un hecho importantísimo. En el sur la dinastía
davídica cuenta con el respaldo ideológico de la religión oficial, formulado en la promesa de Natán a David
de que su dinastía duraría eternamente. Por otra parte los Judíos siempre parecen más estables- también
menos creativos- que los israelitas.

La información bíblica sobre este período se encuentra en los dos libros de los Reyes. Son una fuente muy
especial, ya que omiten intencionalmente, los datos de tipo político, económico y social, para centrarse en
una visión teológica. De todos modos son esenciales para conocer la época.

5- El destierro (586-538)
Sin embargo los judíos también sucumbirán a la tentación de rebelarse contra la gran potencia militar de
finales del siglo VII, Babilonia. El año 597 tiene lugar la primera deportación. Pero los acontecimientos más
graves ocurrirán en el 586, cuando Nabucodonosor conquista Jerusalén, la incendia y deporta a numerosos
judíos a la Mesopotamia. Entonces comienza el período del exilio, el momento más triste, semejante al de
la opresión en Egipto.

El pueblo queda dividido en tres grandes grupos: los que han quedado en Palestina, campesinos pobres;
los que han marchado a Babilonia; los que han huido a Egipto.

El más importante por formar la elite intelectual y religiosa es el de Babilonia. El Salmo 137 nos recuerda
los sentimientos de los deportados, emigrantes forzosos en tierra extraña: “Junto a los canales de
Babilonia nos sentamos a llorar, acordándonos con nostalgia de Sion”.

Pero es una época también de gran creatividad desde el punto de vista literario.

6- El periodo persa (538- 333)

La pesadilla del destierro termina en el año 538, cuando Ciro, rey de Persia, conquista Babilonia y promulga
un decreto liberando a los cautivos y permitiéndoles volver a Palestina.

Un grupo de judíos se pone en marcha hacia Jerusalén. Cuando llegan a la tierra prometida el panorama no
puede ser más desalentador. Ciudades en ruinas, campos abandonados, murallas derruidas, el templo
incendiado. El pueblo sigue sin libertad política, dominado por los nuevos señores del mundo antiguo, los
persas. Pero Judá va cobrando poco a poco nueva vida, y el año 515 se termina de construir el templo de
Jerusalén. Los años siguientes, casi un siglo, son muy oscuros y no tenemos casi ninguna noticia de ellos.

Solo podemos añadir que hacia 445 llega a Jerusalén Nehemias, que termina de construir las murallas y
lleva a cabo una reforma social, corroborada más tarde por la reforma religiosa de Esdras en el 428.

Después de estos dos grandes personajes, pasa otro siglo del que tampoco tenemos datos, hasta que el
año 333 Alejandro Magno conquista Palestina.

7- Época griega (333-63)

Este período abarca desde la conquista de Palestina por Alejandro Magno hasta la conquista de Jerusalén
por Pompeyo. Los datos que sobre él tenemos están repartidos en forma muy desigual; son escasos los
referentes al siglo III y muy abundantes los del II (gracias a los Libros de los Macabeos y a Flavio Josefo).

Aunque hablamos de la época griega, recuérdese que el imperio de Alejandro se dividió a su muerte en
cuatro partes. Las que afectan a los judíos son Egipto (gobernado por los tolomeos) y Siria (dominada por
los seléucidas). Palestina, dada su excelente posición estratégica y comercial, será victima de las envidias y
luchas entre estas familias por poseerla. Durante el siglo III dominan los tolomeos; durante el II los
seléucitas.

Precisamente contra estos últimos tendrá lugar el gran levantamiento de los macabeos. Aunque al
principio las relaciones con los sirios fueron buenas, la situación cambió por completo el año 175, cuando
subió al trono Antíoco IV Epifanes. Este rey, gran entusiasta de la cultura griega, se propondrá como meta
la helenización de su reino. Este hecho, y el despojo continuo de los tesoros para subvencionar sus deudas,
harán que los judíos se les enfrenten enérgicamente. Ya el año 169, volviendo de una campaña contra
Egipto, saqueó el templo de Jerusalén, apoderándose de los utensilios y vasos sagrados arrancando incluso
las láminas de oro de su fachada. Pero la gran crisis comenzará el 167, cuando decida llevar a cabo la
helenización de Jerusalén.

Como primer paso, su general Apolonio atacó al pueblo, degollando a muchos y esclavizando a otros; la
ciudad fue saqueada y parcialmente destruida al igual que las murallas. Luego, viendo que la resistencia de
los judíos se basaba sobre todo en sus convicciones religiosas, prohibió la práctica de esta religión en todas
sus manifestaciones. Fueron suspendidos los sacrificios regulares, la observancia del sábado y de las
fiestas, mandó a destruir las copias de la ley, y prohibió circuncidar a los niños. Cualquier transgresión de
estas normas era castigada con la muerte. No contento con estas medidas represivas, Anticono IV levantó
al sur del templo una ciudadela llamada el Acra, colonia de paganos helenizantes y de judíos renegados,
con construcción propia; la nueva Jerusalén era considerada probablemente como territorio de esta
“polis”. Además se erigieron santuarios paganos por todo el país y se ofrecieron animales impuros, los
judíos fueron obligados a comer carne de cerdo bajo pena de muerte y a participar de ritos idolátricos.
Como coronamiento de todo, en diciembre del 167 fue introducido dentro del templo el culto a Zeus
Olímpico.

Los judíos piadosos no podían soportar estas ofensas continuas a su religión y se negaron a obedecer estas
normas. Anticono respondió con una cruel persecución.

Entonces es cuando estalla la rebelión de los macabeos. La pone en marcha el anciano Matatías, apoyado
por los jasidim (los “piadosos” de los que descienden los fariseos y los esenios). Cuando muere al cabo de
pocos meses, le sucede su hijo Judas (166-160), y más tarde los hermanos de éste, Jonatán (160-143) y
Simón (143-134). La dinastía asmonea se completa con Juan Hircano (134-104), Alejandro Janeo (103-76),
Salomé Alejandra (76-67) y Aristóbulo II (67-63).

La presentación anterior sigue el informe de Mac 1,10-64. Pero conviene dejar en claro que la visión de
2Mac 3-6 resulta mucho más interesante y menos simplista. La culpa inicial no es de los sirios, sino de las
profundas tensiones existentes dentro de la sociedad judía, especialmente por motivos económicos y por
las ambiciones de ciertos personajes (Jasón, Menelao, Lisímaco).

Los datos que poseemos de esta rebelión de los macabeos son tan abundantes que resulta difícil
sintetizarlo. Además están profundamente relacionados con la política interna de Siria. Esto hace que se
acumulen fechas, acontecimientos y nombres que difícilmente se puedan retener. Por eso me limito a
recordar algunos detalles importantes:

- La revuelta de los macabeos significa una lucha dentro del pueblo judío, un enfrentamiento entre
dos grupos claramente delimitados: el de los partidarios de la tradición y el de los defensores del
helenismo. En principio, la revuelta no se dirige contra Siria. Solo más tarde, cuando los sirios
ayuden a los helenistas, terminará convirtiéndose en una guerra contra la potencia invasora.
- Lo que comenzó como una lucha por la libertad religiosa, terminó en una batalla por el poder
político. Quizás era inevitable, porque resulta imposible garantizar la observancia de la ley y de las
tradiciones mientras no se tuviese plena independencia. Pero conviene recordar que no todos los
contemporáneos de los macabeos pensaban del mismo modo. Algunos se sintieron insatisfechos
del matiz político que iba tomando la rebelión y dejaron de prestar su apoyo. Surgen entonces las
profundas tensiones internas que podemos constatar todavía años más tarde, en tiempos de Jesús.
- La rebelión macabea, capitaneada inicialmente por hombres de profunda valía, terminará llevando
al poder a gente inepta, ambiciosa, vengativa. Las luchas dinásticas y las tensiones internas
terminarán provocando la intervención de Roma, señora del mundo antiguo. El año 63 aC,
Pompeyo conquista Jerusalén y anexiona Palestina a la provincia romana de Siria.

8- Época Romana (63-135 dC)

En este período no faltan la corruptela ni las intrigas palaciegas, tendientes a asegurarse el favor de los
nuevos dueños de la situación. En el año 40 Ac Herodes logra- por amistades hechas en Roma- ser
nombrado “Rey de Judea”.

Tres años después entrará en Jerusalén ayudado por las tropas romanas. En su largo reinado (37- 4 AC)
demostró gran astucia política, capacidad de gobierno, inteligencia militar y crueldad, todo junto. Fue sin
duda el mejor rey que tuvo Israel en siglos, pero no era judío, sino edumeo (lo que hoy llamaríamos un
árabe), y por ello nunca fue mirado con buenos ojos. Reconstruyó el templo de Jerusalén, adornándolo
magníficamente.

Aún hoy se admiran los restos de sus soberbias fortificaciones en los puntos clave de Israel, especialmente
en Maqueronte y Massada. Tuvo diez esposas y terminó medio loco, asesinando a sus propios hijos por el
temor de que conspiraran contra él. Cuando muere tres sobrevivientes se repartirán el reino: Arquelao
(que heredará la mejor parte, Judea y Samaria), Herodes Antipas (Galilea) y Filipo (regiones al norte y al
este del mar de Tiberiades).

- Arquelao era tan malo que en el año 6 DC los mismos romanos lo destituyeron (como sería) y
pusieron la región de Judea y Samaria directamente bajo el gobierno de un procurador romano. El
más conocido por nosotros es el 4, Poncio Pilatos (26-36)
- Filipo fue un buen gobernante (construyó las ciudades de Betsaida y Cesaria de Filipo, mencionadas
en los evangelios) y al morir sin herederos en el año 34, los romanos anexaron su territorio a la
provincia romana de Siria.
- Herodes Antipas es el Herodes ante quién compadece Jesús el Viernes Santo. Fue desterrado por
los romanos en el año 39, y lo sucedió su sobrino Herodes Agripa I, quien apoyó el partido de los
fariseos. No es de extrañar que persiguiera a la iglesia naciente: mandó a decapitar a Santiago y a
apresar a Pedro. Muerto repentinamente en el 44, lo sucede su hijo Marco Julio Agripa II, ante
quién compadecerá San Pablo prisionero. Agripa II no reinará en Jerusalén, sino en el norte (Galilea
y Perea). Después de la revuelta judía se mudó a Roma, donde terminó sus días sin pena ni gloria.

El último de los procuradores romanos fue Gesio Floro (64-66), comparado con el cual todos los anteriores
resultaron un dechado de virtudes. La paciencia de los judíos llegó a su límite y estalló la sublevación
abierta en el año 66. Gesio Floro se retiró de Jerusalén a Cesarea, y Nerón envió a su mejor general,
Vespasiano al mando de tres legiones. La represión fue brutal. A mediados del 68 a las puertas de
Jerusalén, llegó la noticia de que Nerón había sido asesinado, y Vespasiano esperó los acontecimientos.
Tres emperadores sucedieron a Nerón en el lapso de un año (Galba, Otón y Vitelio). Finalmente el 1º de
julio del 69 las tropas aclamaron a Vespasiano como imperator, y éste se dirigió inmediatamente a Roma,
dejando la conquista de Jerusalén en manos de su hijo Tito. La ciudad santa fue tomada en septiembre del
70: el templo fue destruido por el fuego, las murallas arrasadas y la ciudad saqueada. El último bastión
judío Massada (al oeste del Mar Muerto), resistirá cuatro años el asedio romano, cayendo en el 74. Sus
defensores prefirieron suicidarse antes de caer prisioneros de los romanos.

Una segunda revuelta (132-135) también fracasó y los romanos decidieron poner punto final al problema.
Jerusalén fue arrasada y sobre sus ruinas se edificó un templo pagano. Desde entonces los judíos tuvieron
prohibido por decreto no solo habitar Jerusalén, sino incluso “acercarse a todo distrito alrededor de la
ciudad, de modo que ni a la distancia puedan ver su antigua patria”. Más de dieciocho siglos debieron
pasar antes de que volviera a existir una nación Judía en Palestina.

9- Bibliografía.

En el volumen 5 del comentario Bíblico San Jerónimo encontrarán una buena síntesis de la historia de
Israel (p. 445-523).

Entre las diversas historias de Israel publicadas en castellano, la que más me gusta es la de J. Bright,
editada por Desclèe, ya que presta atención no solo a los problemas políticos, sino también a los religiosos
y culturales. Si es posible consulten la tercera edición, ya que en ella Bright cambia un poco su postura con
respecto a los orígenes de Israel. La reciente obra de González Echegaray, El creciente fértil y la Biblia
(Verbo Divino, Estella 1991), puede ser también muy útil e interesante.
Introducción módulo 3: La fe, respuesta del hombre a la revelación

Por su revelación: “Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor
y mora con ellos, para invitarlos a su comunicación y recibirlos en su compañía.” 1 La respuesta
adecuada a esta invitación es la fe.

Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con


todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela. La sagrada Escritura llama
obediencia de la fe a esta respuesta del hombre a Dios que revela.2

Son muchos los modelos de obediencia en la fe en la Sagrada Escritura, pero destacan dos
particularmente: Abraham, que, sometido aprueba, creyó en Dios y siempre obedeció a su
llamada; por eso se convirtió en el “padre de los creyentes” (Rom 4, 11. 8). Y la Virgen María,
quien ha realizado del modo mas perfecto, durante toda su vida, la obediencia en la fe, “hágase en
mi según tu palabra” (Lc 1, 38).

¿Qué significa para el hombre creer en Dios?

Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente
en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la
Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que Él ha enviado, “su
Hijo amado”. Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: “A Dios nadie lo
ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, El lo ha contado.” (Jn 1, 18)

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien
revela quien es Jesús. Porque “nadie puede decir: Jesús es el Señor sino bajo la acción del
Espíritu Santo”. (1Cor 12, 13)

¿Cuáles son las características de la Fe?

La fe es un don gratuito de Dios, accesible a cuantos la piden humildemente, es la virtud


sobrenatural necesaria para salvarse. “Para dar esta respuesta de fe es necesaria la gracia de
Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el

1
Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2.
2
Rm 1, 5; 16, 26.

Instituto del Profesorado CONSUDEC


Campus: http://iec.campusterciario.com.ar/
corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la
verdad”.

El acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual, bajo
el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad divina. Sólo es posible
creer por la gracia y los auxilios del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto
auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la
confianza en Dios y adherirse a las verdades reveladas por El.

¿Por qué la fe es un acto personal y al mismo tiempo eclesial?

La fe es un acto personal en cuanto es respuesta libre del hombre a Dios que se revela. Pero
al mismo tiempo, es un acto eclesial, que se manifiesta en la expresión creemos, porque,
efectivamente, es la Iglesia quien cree, de tal modo que Ella, con la gracia del Espíritu Santo,
precede, engendra y alimenta la fe de cada uno: por esto la Iglesia es Madre y Maestra. Dice San
Cipriano: “Nadie puede tener a Dios como Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”.

La Iglesia, aunque formada por personas diversas por razón de lengua, cultura y ritos, profesa
con voz unánime la única fe, recibida de un solo Señor y transmitida por la única Tradición
Apostólica. Profesa un solo Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) e indica un solo camino de
salvación, por tanto creemos con un solo corazón y una sola alma, todo aquello que se contiene
en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es propuesto por la Iglesia para ser creído como
divinamente revelado.

LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA (Catecismo nros. 185 – 197)

LOS SÍMBOLOS DE LA FE (Ver anexo I)

185 Quien dice "Yo creo", dice "Yo me adhiero a lo que nosotros creemos". La comunión en la fe
necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión
de fe.

186 Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y
normativas para todos (cf. Rom 10,9; 1 Cor 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también
recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados obre todo a los
candidatos al bautismo:

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Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la
Escritura ha s ido recogido lo que hay en ella de más importante, para dar en su integridad la
única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran
número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el
conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento (S. Cirilo de
Jerusalén, catech. ill. 5,12).

187 Se llama a estas síntesis de la fe "profesiones de fe" porque resumen la fe que profesan los
cristianos. Se les llama "Credo" por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente :
"Creo". Se les denomina igualmente "símbolos de la fe".

188 La palabra griego "symbolon" significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello)
que se presentaban como una señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para
verificar la identidad del portador. El "símbolo de la fe" es, pues, un signo de identificación y de
comunión entre los creyentes. "Symbolon" significa también recopilación, colección o sumario. El
"símbolo de la fe" es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que
sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis.

189 La primera "profesión de fe" se hace en el Bautismo. El "símbolo de la fe" es ante todo el
símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado "en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo" (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su
referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.

190 El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: "primero habla de la primera Persona divina y
de la obra admirable de la creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio
de la Redención de los hombres; finalmente, de la tercera Persona divina, fuente y principio de
nuestra santificación" (Catech. R. 1,1,3). Son "los tres capítulos de nuestro sello (bautismal)" (S.
Ireneo, dem. 100).

191 "Estas tres partes son distintas aunque están ligadas entre sí. Según una comparación
empleada con frecuencia por los Padres, las llamamos artículos. De igual modo, en efecto, que en
nuestros miembros hay ciertas articulaciones que los distinguen y los separan, así también, en
esta profesión de fe, se ha dado con propiedad y razón el nombre de artículos a las verdades que
debemos creer en particular y de una manera distinta" (Catch.R. 1,1,4). Según una antigua
tradición, atestiguada ya por S. Ambrosio, se acostumbra a enumerar doce artículos del Credo,
simbolizando con el número de los doce apóstoles el conjunto de la fe apostólica (cf.symb. 8).

192 A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido
numerosas las profesiones o símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas
y antiguas (cf. DS 1-64), el Símbolo "Quicumque", llamado de S. Atanasio (cf. DS 75-76), las
profesiones de fe de ciertos Concilios (Toledo: DS 525-541; Letrán: DS 800-802; Lyon: DS 851-
861; Trento: DS 1862-1870) o de ciertos Papas, como la "fides Damasi" (cf. DS 71-72) o el "Credo
del Pueblo de Dios" (SPF) de Pablo VI (1968).

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193 Ninguno de los símbolos de las diferentes etapas de la vida de la Iglesia puede ser
considerado como superado e inútil. Nos ayudan a captar y profundizar hoy la fe de siempre a
través de los diversos resúmenes que de ella se han hecho.

Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:

194 El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen
fiel de la fe de los apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran
autoridad le viene de este hecho: "Es el símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de
Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina común" (S. Ambrosio, symb. 7).

195 El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto
de los dos primeros Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo
común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.

196 Nuestra exposición de la fe seguirá el Símbolo de los Apóstoles, que constituye, por así
decirlo, "el más antiguo catecismo romano". No obstante, la exposición será completada con
referencias constantes al Símbolo de Nicea-Constantinopla, que con frecuencia es más explícito y
más detallado.

197 Como en el día de nuestro Bautismo, cuando toda nuestra vida fue confiada "a la regla de
doctrina" (Rom 6,17), acogemos el Símbolo de esta fe nuestra que da la vida. Recitar con fe el
Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es entrar también en
comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos:

Este Símbolo es el sello espiritual, es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre


presente, es, con toda certeza, el tesoro de nuestra alma (S. Ambrosio, symb. 1).

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Anexo I: Credo

Símbolo de los Apóstoles Credo de Nicea-Constantinopla


Creo en Dios, Creo en un solo Dios,
Padre Todopoderoso, Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra. Creador del cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, Creo en un solo Señor, Jesucristo,
Nuestro Señor, Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los
siglos: Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y
por nuestra salvación bajó del cielo,
que fue concebido por obra y y por obra del Espíritu Santo se
gracia del Espíritu Santo, encarnó de María, la Virgen, y se
nació de Santa María Virgen, hizo hombre;
padeció bajo el poder de Poncio y por nuestra causa fue crucificado
Pilato en tiempos de Poncio Pilato;
fue crucificado, padeció
muerto y sepultado, y fue sepultado,
descendió a los infiernos, y resucitó al tercer día, según las
al tercer día resucitó de entre Escrituras,
los muertos,
subió a los cielos y subió al cielo,
y está sentado a la derecha y está sentado a la derecha del Padre;
de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a y de nuevo vendrá con gloria para
juzgar a vivos y muertos. juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo Creo en el Espíritu Santo,


Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe
una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.

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La santa Iglesia católica, Creo en la Iglesia, que es una,
la comunión de los santos, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo
el perdón de los pecados, para el perdón de los pecados.
la resurrección de la carne Espero la resurrección de los muertos
y la vida eterna. y la vida del mundo futuro.
Amén. Amén.

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