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CAPITULO 2

El momento afectivo
del acto médico

Llamo «momento afectivo» del acto médico al sentimiento por el cual, de


manera más o menos consciente, entre sí se hallan vinculados el enfermo y el
médico que le atiende; sentimiento que sólo por convención metódica puede
ser deslindado del conocimiento y la acción que, como en toda actividad huma-
na acontece, ineludiblemente le acompañan. En él tiene su contenido principal,
como vimos, el vínculo propio de dicho acto.
Requerido o buscado, un médico se encuentra con el enfermo a que ha de
atender: éste franquea la puerta del consultorio privado o del ambulatorio don-
de aquél actúa, o bien, yacente en su lecho, le ve acercarse a él. El enfermo,
con el sentimiento de su enfermedad, con su inicial reacción ante el hecho de
padecerla y, por supuesto, con su personalidad individual. El médico, por su
parte, también con su individual personalidad y con su particular modo de vi-
vir y ejercer su profesión. Realizada en el primero de sus actos, la relación mé-
dica comienza. La percepción del uno por el otro, la acción de saludarse entre
sí y el afecto de ellas resultante -un incipiente vínculo afectivo, el que sea- se
integran en la iniciación de ese su primer acto. ¿Qué suerte correrá tal relación
médica? ¿Cómo se configurará, cuando definitivamente se establezca? En la
prosecución del acto médico que ese encuentro ha iniciado y en el curso de to-
dos los que le subsigan, ¿de qué modo cobrará consistencia, bien manteniéndo-
se igual a sí mismo, bien modificado por lo que más tarde acontezca, el vínculo
afectivo que así ha comenzado a existir?
Varias veces he dicho, obvia verdad, que la cualidad vivencial de este últi-
mo puede ser muy diversa, desde la instantánea sintonía entre el secreto me-
nester del enfermo y la expresa voluntad de ayuda del médico, hasta el mutuo
recelo larvado de ambos o de uno de ellos. Dos líneas cardinales es posible dis-
cernir en la evolución de ese primer germen afectivo de la relación médica:
que termine en el afecto correspondiente a uno de los modos típicos y correc-

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364 El acto médico y sus horizontes

tos de la correcta vinculación médico-enfermo o que conduzca a una modali-


dad atípica e incorrecta de ella. Comencemos, pues, estudiando estas dos posi-
bilidades.

I. MODOS TÍPICOS Y MODOS ATIPICOS


Desde los hipocráticos hasta la actualidad, la correcta relación entre el mé-
dico y el enfermo ha adoptado dos modos típicos, la amistad médica y la cama-
radería médica; a los cuales la práctica psicoanalítica ha añadido otro, más o
menos fundido con ellos: la transferencia no viciosa.

1. La amistad médica
Dándole uno u otro nombre, entendiendo como pura naturaleza o como
auténtica persona la realidad del enfermo, como amistad médica han visto la
vinculación afectiva entre el médico y el enfermo los mejores clínicos de Occi-
dente. Muy claramente lo expresan los textos antes transcritos. Pero acaso sea
uno de Séneca, que no renuncio a copiar, el que mejor ha expresado el carácter
amistoso, médicamente amistoso, de la afección correspondiente a la relación
médica, cuando ésta es de veras correcta: «¿Por qué al médico y al preceptor
les soy deudor de algo más, por qué no cumplo con ellos con el simple salario?
Porque el médico y el preceptor se convierten en amigos nuestros, y no nos
obligan por el oficio que venden, sino por su benigna y familiar buena volun-
tad. Así, al médico que no pasa de tocarme la mano y me pone entre aquellos a
quienes apresuradamente visita, prescribiéndoles sin el menor afecto lo que
deben hacer y lo que deben evitar, nada más le debo, porque no ve en mí al
amigo, sino al cliente... ¿Por qué, pues, debemos mucho a estos hombres? No
porque lo que nos vendieran valga más de lo que les pagamos, sino porque hi-
cieron algo por nosotros mismos. Aquél dio más de lo necesario en un médico:
temió por mí, no por el prestigio de su arte; no se contentó con indicarme los
remedios, sino que me los administró; se sentó entre los más solícitos para
conmigo y acudió a mí en los momentos de peligro; ningún quehacer le fue
oneroso, ninguno enojoso; le conmovían mis gemidos; entre la multitud de
quienes como enfermos le requerían, fui para él primerísima preocupación;
atendió a los otros en cuanto mi salud se lo permitió. Para con ése estoy obli-
gado, no tanto porque es mi médico, como porque es mi amigo» (de beneficiïs.
VI, 18). Cualquiera que fuese la eficacia real de los remedios que el médico ro-
mano empleaba, y teniendo muy en cuenta que esa impresión debe darla el te-
rapeuta a todos los pacientes a, no sólo a Séneca o a quien, leyendo ese texto,
por Séneca se sienta hoy representado, apenas es posible describir de mejor
modo el ideal de la relación médica.
Pero la vinculación entre el médico y el enfermo, ¿es real y verdaderamen-
te amistad? ¿Es en rigor amistosa la cuasi-díada de la asistencia médica, cuan-
El momento afectivo del acto médico 365

do ésta es correcta? Más aún: la vinculación que la asistencia médica por sí


misma pide, ¿es en verdad la cuasi-díada que anteriormente describí: una rela-
ción interhumana de algún modo equiparable a las que establecen el consejo y
la educación? En mi opinión, sí.
Cinco son las actividades en que esencialmente se realiza y manifiesta la
amistad: la benevolencia, querer el bien del amigo; la benedicencia, decir bien
de él; la beneficencia, hacer el bien con él y para él; la benefidencia -si se me
admite este vocablo-, hacerle partícipe de alguna confidencia, comunicándole
confiadamente algo de uno mismo mediante palabras o acciones, de modo que
sólo para él sea; la cooperación, procurar el logro de un bien objetivo, un bien
para todos o para muchos. Y por añadidura, ejecutar estas actividades, no sólo
la cuarta, por el amigo mismo, no porque genéricamente sea hombre, como, se-
gún lo que de ella nos dice el Evangelio, en la relación de projimidad acontece.
Yo soy prójimo de mi prójimo en cuanto que éste es un hombre que necesita
algo de otro. Yo soy amigo de mi amigo por ser éste quien para mí es. De lo
cual se desprende que la amistad en acto es y tiene que ser genuinamente diá-
dica, sólo entre una persona y otra persona puede realizarse, aunque una y
otra tengan varios amigos (1).
Pues bien: médicamente, desde luego, todas esas actividades son ejecutadas
en la relación entre el sanador y el paciente, cuando de veras es correcta.
El médico quiere el bien del enfermo, en este caso su salud; habla bien de él,
porque al secreto profesional debe pertenecer, en principio, lo malo que de
él pueda decir; procura su bien, porque hacia la salud de él se ordenan sus ac-
tos; coopera en el logro de un bien general; y si no le hace confidencias perso-
nales, porque esto es formalmente ajeno a la buena relación médica, más aún,
inconveniente para ella, coejecuta en su intimidad las confidencias que a él,
precisamente a él, no meramente «al médico», alguna vez le hará el enfermo.
Y si el médico llega a conseguir, como es deseable, que el enfermo le llame
«mi médico», es seguro que, sin haber leído a Platón y a Séneca, por amigo
suyo le tendrá y amigo suyo se sentirá; médicamente amigo suyo, si quiere ha-
blarse con entera precisión: querrá su bien, especialmente en tanto que médi-
co; hablará bien de él; procurará su bien -tal es el sentido de los regalos
navideños que hacen a los médicos españoles muchos de sus clientes-, tendrán
en él confianza y le hará gustoso las confidencias personales que el diagnósti-
co y el tratamiento requieran.
A mi juicio, en suma, la relación médica correcta es en su realidad misma
amistosa, médicamente amistosa: amistosa, porque de ella son componentes
esenciales la benevolencia, la benedicencia, la beneficencia, la benefidencia, en
su doble dimensión de confidencia y confianza, y la cooperación, y porque en-
tre «tal» hombre y «tal» hombre se establece; médicamente, porque sólo con
las limitaciones en el contenido y en la forma antes señaladas es admisible la
amistad entre el médico y el enfermo. Por ello es cuasi-díada el sujeto de
tal amistad, no la diada en que se actualiza la amistad a secas.

(1) Véase mi libro Sobre ¡a amistad.


366 El acto médico y sus horizontes

«Ciencia de las cosas pertinentes al amor al cuerpo», llamó Platón a la me-


dicina. Pero esa «ciencia», esa episíémé, tiene como presupuesto la posesión
del arte de curar, la tékhnè del médico; y ese «cuerpo» no sería rectamente en-
tendido sin tener muy en cuenta la psique que en unidad con él constituye la
realidad de cada hombre. Nada más platónico que este modo de leer el texto
de Platón. Ciencia, técnica y amor -amor al hombre ¡n genere, amor al conjunto
que forman el cuerpo y la psique de «este hombre»- se articulan en la activi-
dad del médico cabal. Pero tal amor, ¿es érós, amor de aspiración hacia lo
perfecto, agápé, amor de efusión hacia lo menesteroso, o phiiía, relación de
amistad con otro hombre?
En un brillante ensayo, Amor y psicoíerapia, C. A. Seguin refirió la vincula-
ción entre el psicoterapeuta y su paciente a un modo específico del amor inter-
humano, el «eros psicoterapéutico», cualitativamente distinto, a su juicio, de la
amistad in genere. Puesto que la psicoterapia no es sino una de las formas en
que se diversifica la actividad terapéutica del médico -no hay somatoterapia
sin psicoterapia, véalo o no lo vea el terapeuta, ni hay psicoterapia sin somato-
terapia-, yo diría, completando y perfilando la hermosa descripción de Seguin,
que la asistencia médica debe ser siempre y a la vez eros, agápé y phiiía. Como
toda acción humana basada en la vocación, la acción del terapeuta por voca-
ción es érós en acto: amor a la propia perfección y a la perfección del mundo
que resulte de ella. No sería difícil referir a la faena del médico la doctrina de
Platón en las páginas finales del Banquete. Pero, a la vez, la acción terapéutica
lleva consigo la conversión del érós en agápé, en amor de efusión hacia lo defi-
ciente y menesteroso, en este caso la realidad del enfermo, para que así pueda
pasar de la deficiencia y el menester hacia la gozosa plenitud de la salud; lo
cual conduce en definitiva a que ese amor, a un tiempo erótico y agapético, se
realice en actos creadores de phiiía, de amistad entre el dador y el receptor de
la donación. Por eso dije antes que la acción terapéutica, y por tanto la relación
médica, es siempre y a la vez érós, agápé y phiiía.
Algo debe ser añadido a la precedente exposición de las notas por las cua-
les es específicamente médica la relación médico-enfermo. Porque en ella -a
diferencia de lo que en la amistad a secas acontece: que, como ya indicó Aris-
tóteles, los actos en que se actualiza llevan consigo la igualdad entre los dos
amigos- debe existir cierta «preeminencia funcional» del terapeuta sobre el
paciente. En tanto que enfermo, el paciente es un desvalido, y el médico el
hombre que puede sacarle de su desvalimiento. Poco importa que ese «poder»
sea interpretado por el enfermo con criterio racional (el médico como poseedor
de saberes científicos, como técnico sabio), desde una actitud anímica básica-
mente vital (el médico como realizador de una función diatrófica, en el sentido
de Spitz; en definitiva, como padre-madre), con mentalidad mágica (el médico
como representante o sucedáneo de un poder sobrehumano, como cuasi-Dios),
o que esas tres líneas de la interpretación se combinen en su alma. Lo decisivo
es que el médico, por su simple condición de tal, debe estar en preeminencia
respecto del enfermo. De otro modo su relación técnica con éste será defectuo-
sa y difícil. Mas también lo será, por otra parte, si olvida que el enfermo,
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además de enfermo, es persona, y que en cuanto persona no es inferior a él,


aunque de él necesite.

2. La camaradería médica
Convencidos, cada uno a su modo, de que la plena realización social de la
justicia iba a hacer inútil el modo de la relación interhumana tradicionalmente
llamada amor, Hegel y Marx entendieron la amistad como la relación coopera-
tiva que se establece entre dos hombres para el mejor logro de un bien objeti-
vo; por tanto, como «camaradería». La vieja concepción homérica de la amistad
-«dos marchando juntos»- adquiría así nueva forma.
La camaradería médica será en consecuencia la vinculación entre el tera-
peuta y el paciente, en tanto que uno y otro persiguen juntos la salud de este
último, y en tanto que la salud, desde fuera de ambos, sea de algún modo un
bien objetivo. A este respecto, dos posibilidades pueden darse.
Para ilustrar la primera de ellas, supongamos que un representante típico
del modo de ser hombre por Riesman llamado «hombre intradirigido» padece
una enfermedad cualquiera. El enfermo quiere ser -en alguna medida, e s - un
hombre consciente de sí mismo y seguro de su propia persona: conoce perfec-
tamente sus fines, se siente dueño de los recursos que le permitirán alcanzar-
los, gobierna con lucidez y firmeza su conducta, no comparte íntegramente con
nadie el secreto de su intimidad personal. ¿Qué será para ese hombre la salud?
Evidentemente, la libre y cómoda disposición de su propio cuerpo para alcan-
zar las metas que él se ha propuesto en su vida; por consiguiente, un bien
instrumental y objetivo, no muy distinto de lo que para el automovilista es la
integridad funcional del automóvil que conduce. ¿Qué será en consecuencia
la enfermedad? Antes que cualquier otra cosa, un desorden del más central y
más indispensable de los instrumentos que exige el logro de sus fines vitales:
su propio cuerpo. Pues bien: si así siente y hace su vida y si esto es para él la
enfermedad, el médico será en principio un técnico en la reparación de los de-
sórdenes del cuerpo; y la relación con el médico, una leal cooperación para el
rápido logro de la salud perdida. Si el terapeuta es lo que de él espera, nuestro
hombre quedará, sin duda, afectivamente vinculado a su persona; pero tal vin-
culación -la propia de la camaradería médica- no pasará ordinariamente de
ser la afectuosidad externa y conmutable que nos une con quien está prestán-
donos un servicio eficaz y oportuno.
Por otra parte, la camaradería médica puede también ser un ideal político y
social. Imaginemos una sociedad en cuyo seno el individuo debe ajustar ínte-
gramente su vida a los fines que le propone el Estado. Dentro de ella, la salud
será tan sólo un bien y una capacidad al servicio de esos fines, el médico, el
funcionario encargado de cuidarla, y la relación entre el terapeuta y el enfer-
mo, la que existe entre quienes deben atenerse a los imperativos ideales de la
sociedad y el Estado a que uno y otro pertenecen. Ambos habrán de vincularse
entre sí como colaboradores en la tarea de reconquistar una salud que por
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igual interesa al individuo y a la colectividad; en definitiva, como puros cama-


radas. No creo que se aparte mucho de este esquema la doctrina médico-social
de cualquier partido político totalitario. La Alemania nazi, por ejemplo, mostró
con terrible claridad hasta dónde puede llegar un Estado para el cual la salud
y la pureza racial de sus miembros no son otra cosa que bienes públicos. Pero,
por extraño que parezca, no difiere gran cosa de tal esquema el pensamiento
de los sociólogos liberales, cuando ante la práctica médica se deciden a pensar
como «sociólogos puros»: un Talcott Parsons, con su postulado -correcto, sin
duda, pero necesitado de modulación- de la «neutralidad afectiva» del médico;
un Schelsky, en su crítica del tradicional modo de concebir -«idílico e irrealis-
ta», a sus ojos- la relación entre el médico y el enfermo.
En cuanto tipos abstractos y puros, la camaradería médica y la amistad mé-
dica son modos de la relación médico-enfermo netamente distintos entre sí;
tipos ideales de ella, diría Max Weber. Pero el caso real, empírico y no abs-
tracto, ¿puede ser simple realización individual de un tipo puro? En términos
generales, no parece imposible la existencia de una camaradería pura. No otra
cosa es la mutua relación de buena voluntad entre dos miembros fanáticos de
un partido totalitario. A esos hombres sólo les vincula algo que para ellos es
un deber y un bien, la conquista de los fines políticos de su partido; por tanto,
la cooperación para el logro de una meta estrictamente objetiva. Igualmente
posible será, apurando las cosas, la existencia de una pura camaradería médi-
ca. Si el médico y el enfermo son, como en el ejemplo precedente, miembros
fanáticos de un partido político totalitario, la relación diagnóstica y terapéutica
quedará en principio informada por la idea que de la salud humana posea la
doctrina de ese partido, y ambos se verán a sí mismos como cooperadores en
el empeño de realizarla.
Pero si todo esto es posible, ¿puede ser frecuente? No lo creo. Algo hay en
la realidad del hombre que relega esa posibilidad al dominio de la excepción.
Cuando el fin de la cooperación sea estrictamente político, la camaradería pura
entre los miembros de un partido totalitario podrá darse con alguna frecuen-
cia, porque el bien objetivo a que esa cooperación tiende es en sí mismo -o
pretende ser- un bien para todos. La salud individual, en cambio, es ante todo
un bien para un hombre, la persona que como suya la disfruta y usa, y sólo una
aberración mental y ética llevará a pensar que ese «ante todo» puede aplicarse
a las exigencias de la sociedad o del Estado. Recaudador de contribuciones
puedo y debo serlo «ante todo» para la sociedad y el Estado; hombre sano lo
soy y debo serlo «ante todo» -sin mengua, por supuesto de las obligaciones so-
ciales y políticas que mi salud me imponga- para mí mismo. Y si la salud es
ante todo un bien para la persona del enfermo, ¿podrá no verlo así quien prac-
tique la medicina sin someterse a un invencible fanatismo político? No lo creo,
y así lo ratifica la realidad de la asistencia médica en los países socialistas.
He aquí, pues, la conclusión: aunque doctrinariamente piense el médico que su
vinculación con el paciente puede y debe ser camaradería pura, la realidad
misma del hombre -su inalienable condición de persona- hará que esa rela-
ción sea más o menos amistosa: el médico ejecutará su actividad técnica ante
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todo para el paciente y éste confiará en la persona que para él está poniendo
en práctica sus saberes técnicos y su buena voluntad. Cuando el médico, en
suma, es lo que debe ser, su relación con el enfermo siempre será en mayor
medida amistad médica.

3. La transferencia
La creciente vigencia del psicoanálisis ha conducido a bautizar con un nom-
bre nuevo -Ueberfragung, transferencia- y a entender de manera inédita la ín-
dole del nexo que vincula entre sí al terapeuta y al enfermo. He aquí el texto
de Freud en que por vez primera {Síudien iiber Hysterie, 1895) se alude a ella:
«En los enfermos que se deciden a entregarse al médico y a poner en él su
confianza, por supuesto que voluntariamente y sin ser requeridos a ello, no
puede evitarse que por lo menos durante algún tiempo aparezca inconvenien-
temente en primer plano una relación personal con el médico, y hasta parece
que tal influjo del médico sea condición indispensable para la resolución del
problema». La confianza del enfermo en el médico es ahora concebida como
una transferencia de carácter últimamente erótico, a la vez inevitable, conve-
niente y perturbadora; y la voluntad de ayuda del médico, como la respuesta
técnica a la relación transferencial que con él, sin quererlo uno ni otro, ha en-
tablado el paciente.
Tanto Breuer, cuyo rapport sugestivo era muy acusado, como Freud, obser-
varon ese hecho. Perturbado por él, el honrado y pacato Breuer cortó sus trata-
mientos psicoterápicos y abandonó para siempre el camino hacia el psicoanáli-
sis. Freud, en cambio, supo aliar el decoro moral con la curiosidad científica,
advirtió la importancia del fenómeno y logró hacer de él uno de los más im-
portantes sillares de la terapéutica y la doctrina psicoanalíticas.
A cuatro puntos principales pueden ser reducidas las primitivas expresio-
nes de Freud acerca de la transferencia:

1.° La relación analítica determina en las pacientes la aparición de senti-


mientos de carácter erótico, orientados hacia la persona del médico y vividos
unas veces bajo forma de atracción y otras bajo forma de hostilidad. En ocasio-
nes, la enferma «es presa del temor a quedar ligada con exceso a la persona
del médico, perder su independencia con respecto a él o incluso llegar a de-
pender sexualmente de él»; y en otros casos «se atemoriza al ver que transfie-
re a la persona del médico representaciones desplacientes emergidas durante
el análisis».
2.° La transferencia presupone en el enfermo honda confianza en el médico,
y el buen observador logrará descubrirla «en toda actividad médica que exija
una estrecha colaboración con el enfermo y tienda a una modificación de su
estado psíquico».
3.° La aparición de la transferencia depende en gran medida del interés del
médico por el enfermo, de la simpatía que el caso le inspire y de su autoridad
respecto del paciente. Operando sobre la situación que el análisis por sí mismo
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crea, la acción conjunta de esas tres instancias da lugar al fenómeno de la


transferencia. El médico en tal caso debe ser «esclarecedor» de la conciencia
del paciente («cuando la ignorancia ha engendrado en éste un error»), «maes-
tro» de su vida («representante de una conciencia universal más libre y refle-
xiva») y «confesor» de sus problemas íntimos (porque «con la perduración de
su interés y su respeto después de la confesión del enfermo, ofrece a éste algo
semejante a una absolución»),
4.° La significación y el mecanismo de los fenómenos de transferencia de-
ben entenderse según la siguiente pauta: a) Esos fenómenos son para el pacien-
te una «compensación»: la colaboración con el analista exige confidencias ínti-
mas y de ordinario «se convierte en un sacrificio personal, que ha de ser com-
pensado con un sustitutivo cualquiera de carácter personal». Y Freud, cauta-
mente, añade: «el interés terapéutico y la paciente amabilidad del médico
bastan como tal sustitutivo». b) Psicológicamente, la transferencia consiste en
la proyección de antiguas y más o menos olvidadas experiencias eróticas, casi
siempre infantiles, sobre la persona del médico, cj La transferencia comienza
siendo perturbadora y -si el terapeuta se conduce adecuadamente-acaba sien-
do favorable.

La ulterior obra de Freud ampliará, confirmará e interpretará más acabada-


mente sus iniciales hallazgos. No puedo seguir aquí el desarrollo del pensa-
miento freudiano. Diré tan sólo que la transferencia ha llegado a convertirse
en la pieza central del tratamiento psicoanalítico, y que junto a ella ha sido
descrito el fenómeno complementario de la «contratransferencia» o «transfe-
rencia recíproca» (Gegenübertragung), la reviviscencia de situaciones transfe-
renciales en el alma del terapeuta, como consecuencia de la cura analítica y la
ulterior proyección de ella sobre la persona del paciente. «No debe creerse
-escribirá Freud- que el análisis crea la transferencia y que ésta sólo aparece
en él. El análisis se limita a revelar la transferencia y a aislarla. Trátase de un
fenómeno genéricamente humano, que decide el éxito de toda influencia médi-
ca y que rige, en general, las relaciones de la persona con las que le rodean».
Como era de esperar, la bibliografía sobre el tema de la transferencia se ha
hecho sobremanera copiosa y, con básica fidelidad a su interpretación erótica,
entre los psicoanalistas ortodoxos, las ideas de Freud han sido elaboradas o
modificadas en varios sentidos (2). Algo, sin embargo, parece indudable: la per-
tenencia de la relación transferencia! al nervio mismo de la relación médica.
Como la camaradería médica, la transferencia no viciosa es sin duda una de
las formas correctas de la vinculación afectiva entre el médico y el enfermo.

4. Modos viciosos de la vinculación afectiva


Me he referido hasta ahora al modo ideal y a los modos correctos de la vin-
culación afectiva entre el médico y el enfermo. No se trata de metas difíciles
(2) De nuevo remito a mi libro La relación médico-enfermo.
El momento afectivo del acto médico 371

de alcanzar, si en el médico coinciden la suficiente formación técnica y una es-


timable dosis de buena voluntad. Pero es preciso reconocer que en la realidad
de la asistencia médica distan mucho de ser infrecuentes sus formas viciosas o
incorrectas, con el consiguiente detrimento en el acierto diagnóstico y en la
eficacia terapéutica. No será inoportuno, pues, enunciar y describir de manera
concisa las que, desde el punto de vista de la vinculación afectiva, parecen ser
más notorias en el ejercicio actual de la medicina.

a. Por exceso o por defecto


La relación médica puede ser incorrecta por exceso o por defecto en la afec-
tividad propia de la vinculación amistosa. He aquí los tipos principales de este
contrapuesto descarrío:

1." Intensificación de la transferencia. La intensificación abusiva de los fe-


nómenos de transferencia y contratransferencia, y con ella la incapacidad téc-
nica o la incapacidad moral del médico para hacerlos pasar del dominio del
ello al dominio de la libertad. No es preciso que la relación con el enfermo sea
formalmente una cura psicoterápica para que se produzca esta viciosa y per-
turbadora alteración de su dinámica.
2.° Frialdad del médico. La excesiva frialdad sentimental o el ocasional des-
temple del humor del médico cuando el enfermo exige consciente o incons-
cientemente ser algo más que mero objeto de una operación técnica. Esa frial-
dad será en unos casos temperamental (la de los médicos «de cartón piedra»),
en otros funcionarial (la del médico voluntariamente limitado a ser mero fun-
cionario de la asistencia al enfermo) y en otros científica (la del investigador
para quien el paciente sea simple objeto de conocimiento). Todos los grados
son posibles con los tres casos.
3.° La «función apostólica». La tentación de transformar la preeminencia
funcional que, como vimos, lleva consigo el ejercicio técnico de la medicina, en
el tipo de conducta que Bálint ha llamado «función apostólica»: la idea de que
la medicina no puede alcanzar suficiente perfección si el médico no procura
imbuir en el paciente la visión del mundo que como médico y como hombre él
considera óptima.
4.° La mutua seducción. La seducción mutua, no necesariamente sexual, en
que a veces caen el médico y el enfermo (Bálint); aquél aceptando con creduli-
dad excesiva lo que acerca de su dolencia le dice un paciente lisonjero, éste
halagando más o menos abiertamente el amor propio o la vanidad del médico.

b. Vinculación no amistosa
Puede viciarse o corromperse también la relación médica cuando ei afecto
que vincula ai sanador y al enfermo no es módicamente amistoso, o no lo es en
medida suficiente. Las posibilidades más frecuentes son:
372 El acto médico y sus horizontes

1.a El apetito de lucro. Un excesivo apetito de lucro en el alma del médico.


El arte de curar y la profesión en que se realiza han venido a ser para no pocos
médicos mera técnica lucrativa; con lo cual la amistad hacia el enfermo se
trueca en simple amabilidad táctica, en amabilidad de vendedor.
2." El derecho del enfermo. Una desmedida o viciosa conciencia de derecho
en el alma del enfermo, bien respecto del médico mismo, en el que sólo ve una
persona expendedora de técnicas, bien respecto de la sociedad obligada a pro-
porcionar asistencia médica, técnicamente representada a sus ojos por la per-
sona del terapeuta.
3.a Prisa del médico. El excesivo número de los enfermos a que por una ra-
zón o por otra deba el médico asistir, con la consiguiente y también excesiva
reducción del tiempo dedicado a cada uno. En tres o cinco minutos puede ini-
ciarse una amistad médica, mas no constituirse.

Con su conocimiento de la realidad en torno, el lector, sea o no sea médico,


hállese o no se halle enfermo, con facilidad llenará de contenido vivo y palpi-
tante este sumario esquema.

II. AMISTAD MEDICA Y TRANSFERENCIA


La considerable importancia que el tema de la transferencia ha adquirido
en la práctica y en la literatura médicas, hace oportuno un examen mínima-
mente detenido y suficientemente riguroso de la relación entre ella y la amis-
tad médica, entendida ésta como queda dicho.
Debo consignar en primer término que los disidentes de la ortodoxia freu-
diana han interpretado el fenómeno de la transferencia al margen de la con-
cepción erótica propuesta por Freud. Adler y los adlerianos, desde el punto de
vista del instinto de poderío. Jung y los yunguianos, conforme a su idea del in-
consciente colectivo y las expresiones mítico-simbólicas de éste; por ejemplo,
la coniunctio de los alquimistas. Especial importancia tiene la tesis de quienes
ven el origen de la transferencia en la «infantilización artificial» que el diván
del psicoanalista produce en el paciente, y por tanto en el regreso del enfermo
a etapas de la vida previas a la constitución de «relaciones objetuales» (Ida
Macalpine, P. Greenacre, R. A. Spitz). Pero lo más importante en esta varia y
prolija elaboración de los conceptos de transferencia y contratransferencia ha
sido, a mi modo de ver, la extensión de ambos a la interpretación de todas las
formas de la relación médica, e incluso de toda relación amistosa.
Es preciso volver a los textos del propio Freud. La transferencia fue para él
un fenómeno genéricamente humano, que decide el éxito de toda influencia te-
rapéutica y que, en general, rige las relaciones interpersonales. Entre ellas, por
supuesto, la amistad. Ya en su incipiente senectud (Das Unbehagen in der Ku¡-
íur, 1930), escribirá: «El amor genital conduce a la formación de nuevas fami-
lias; el amor inhibido en su objeto lleva a la creación de amisíades, que son
culturalmente valiosas porque no tienen las limitaciones del amor genital; por
El momento afectivo del acto médico 373

ejemplo, su exclusividad». A la luz de estos textos pongamos una junto a otra


la relación transferencial entre un neurótico y su analista y la amistad médica
entre un cardiópata o un ulceroso y el clínico que les trata. ¿Qué relación hay
entre una y otra? La amistad médica, ¿es acaso la sublimación de la mínima
transferencia que se estableció entre el enfermo y el médico tan pronto como
aquél, además de ser un corazón o un estómago lesionados, fue visto como un
hombre menesteroso y doliente? ¿O bien la transferencia es la «conmoción ins-
tintiva» que en su realidad psicoorgánica experimenta el individuo humano
cuando la amistad alcanza intensidad suficiente? ¿No dijo Platón que cuando la
philía se hace vehemente se convierte en érós, y Aristóteles que el érós es una
hipérbole de la phiJía?
Expondré mi respuesta en cuatro sucintas tesis:

1.a Conceptualmente consideradas, la relación transferencial y la relación


amistosa stricío sensu son dos modos de la vinculación interhumana cualitati-
vamente distintos entre sí. La transferencia es un fenómeno instintivo que tie-
ne su objeto en una realidad genérica: el agua, en el caso de la sed; la hembra,
en el del instinto erótico del varón; el hijo o quien haga sus veces, en el del im-
pulso diatrófico. La amistad, en cambio, es un fenómeno personal, cuyo térmi-
no no puede ser un objeto, una realidad genérica, porque tiene que ser una
persona, más aún, «tal» persona.
Lo mismo cabe decir de la relación médica. En tanto que transferencia, su
realidad se halla constituida por «un» psicoterapeuta, para el paciente, y por
«un» paciente, para el psicoterapeuta. El paciente -tal es la tesis del propio
Freud- transfiere su tensión instintiva más al médico como «personaje» (el psi-
coterapeuta en cuanto que individualización de un modo típico de ser hombre:
ser a un tiempo médico y psicoterapeuta) que no como «persona» (el psicotera-
peuta como «tal» persona y no como «tal otra»). Por el contrario, la amistad
médica stricto sensu tiene como término «un» médico y «tal» médico, para el
paciente, y «un» paciente y «tal» paciente para el médico. El «personaje» típico
(el médico en tanto que médico, el paciente en tanto que paciente) es asumido
ahora por la singular e intransferible «persona» en que cada uno tiene su su-
puesto real.
2.a Distintas conceptualmente entre sí, la relación transferencial y la rela-
ción amistosa se funden unitariamente, con preponderancia mayor de una o de
otra, en la concreta realidad de la vinculación interhumana, en lo que efectiva-
mente es cada una de las relaciones entre un hombre y los demás. Como la in-
teligencia humana es «inteligencia sentiente», la voluntad del hombre, enseña
Zubiri, es «voluntad tendente», actividad volitiva unitariamente fundida con
las tendencias en que se manifiesta la condición orgánica e instintiva del suje-
to que quiere y ama. De lo cual resulta que la vinculación dilectiva entre hom-
bre y hombre será en unos casos preponderantemente amistosa (interpersonal)
y preponderantemente transferencial (instintiva) en otros.
3.a Cuando una relación preponderantemente interpersonal se intensifica,
se intensifica también la actividad de lo que en la realidad psicoorgánica de la
374 El acto médico y sus horizontes

persona es instinto; con lo cual los fenómenos transferenciales ganan fuerza y


visibilidad. Así acontece en la relación terapéutica, y tal es la razón de la cau-
tela de ciertas escuelas de la ascética cristiana ante la intensificación de «amis-
tades particulares».
4.a Cuando una relación preponderantemente transferencial se depura y
personaliza -cuando la «formación de ello» se convierte en «formación de yo»,
diría von Weizsacker-, su término pasa de ser objeto a ser sujeto; más exacta-
mente, persona. No otra cosa es el tránsito del stendhaliano amour-passion al
verdadero amor personal, y esto es lo que sucede cuando, en su relación con el
paciente, el psicoterapeuta sabe utilizar adecuadamente, sublimándolos, los fe-
nómenos de transferencia y contratransferencia. Como diría Freud, cuando el
interés terapéutico y la paciente amabilidad del médico aciertan a compensar
el sacrificio que exige la cura psicoanalítica; o, más técnicamente, cuando el te-
rapeuta deja de emplear el diván y recurre al coloquio cara a cara.

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