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Antología Del Crimen

Iñaki Santamaría
© 2009 Iñaki Santamaría.

© Del texto: Iñaki Santamaría

© Imagen de portada: highdefinitionsurveys.com

© Imagen de contraportada: Natilla de Vainilla

La difusión de esta obra será permitida, excepto con


fines lucrativos, siempre que se acredite a su autor
original. Esta obra no podrá ser reproducida, ni par-
cial ni totalmente, sin el permiso escrito del autor.
Todos los derechos reservados.
El Caso Del Asesino Entre Calles
Iñaki Santamaría

Capítulo 1:

Sangre en las calles

C
IUDAD DE Londres, Inglaterra. 11 de julio
de 1995. Domingo. 10:30 de la noche. La
noche cubría con su oscuro velo la ciudad
entera. Junto con la oscuridad absoluta, la lluvia, que
había sacudido la ciudad de manera constante duran-
te la última semana, provocando que las calles estu-
viesen desiertas.

Pero no del todo.

De uno de los callejones circundantes a Cranbourn


St. salió una joven de no más de 28 años de edad,
l72 centímetros de altura, con ojos grises, y una lar-
ga melena morena. Tras mirar a ambos lados de la a-
cera para asegurarse de que no había nadie, la atrac-
tiva chica, que llevaba un largo vestido negro y unos
zapatos de tacón de igual color, continuó su camino
a través de las desiertas y tenebrosas calles de la ciu-
dad.

Al cabo de unos minutos, la chica se paró. Creía ha-


ber oído un ruido, un ruido sordo y continuo; un pa-
recido a pasos que la estaban siguiendo. Resuelta a
descubrir de qué se trataba, la joven giró a la dere-
cha, y caminó hasta el fondo del callejón, donde, su-
puestamente, los pasos habían empezado a seguirla.
Abrió su bolso negro y, tras sacar una pequeña lin-
terna, alumbró con ella la pared que marcaba el final

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Antología Del Crimen

del callejón.

Llevaba un cuarto de hora investigando el lugar cu-


ando, detrás suyo, se oyeron unos pasos. La chica se
giró rápidamente, pero no vio nada. Pasaron unos
temibles e interminables segundos en silencio, pasa-
dos los cuales la chica continuó sus investigaciones.
Seguía vigilando el lugar, cuando, de repente, y
asustado por la luz de la linterna, un gato salió de
enfrente suyo, lanzando un escalofriante maullido
que helaba la sangre.

El animal, tras lanzar otro maullido, se alejó del lu-


gar. Mientras, la cara de la joven estaba pálida y su
respiración era entrecortada, en cuanto los latidos de
su corazón eran cada vez más fuertes y rápidos. Tras
unos segundos, la chica se recuperó, y siguió investi-
gando el lugar.

Pasaron unos minutos, y la chica se paró de nuevo.


Esta vez estaba segura de haber oído pasos. Y ahora
sonaban con más fuerza. Presa de su propio miedo,
la joven dio media vuelta, y comenzó a correr hacia
la salida del callejón. Estaba a pocos metros de salir,
cuando, debido a un mal paso, se resbaló, y fue a dar
con sus frágiles huesos en el frío y húmedo suelo del
callejón.

Unos segundos después, los pasos cesaron. La chica


seguía en el suelo. De repente, una mano apareció
delante suyo. La joven la asió y, con su ayuda, se
pudo levantar del suelo. La mano estaba recubierta

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Iñaki Santamaría

por un guante negro, y pertenecía a una silueta cuya


cara estaba cubierta por la oscuridad que cubría el
sombrío callejón, así como toda la ciudad.

- No debería andar sola por estas calles tan de noche,


señorita - dijo la silueta.

- Generalmente, no suelo andar a estas horas por ahí


de juerga - replicó la chica -. Sólo que hoy estaba in-
vestigando un caso muy entretenido.

La silueta frunció el ceño.

- No me diga que es usted detective - dijo.

- Pues sí; lo soy. Lina Carey, para servirle.

- Yo también era detective, pero tuve que dejarlo por


razones personales.

-¿Y a qué se dedica ahora?- preguntó la joven.

La silueta sacó un cacho largo de alambre de espinos


de su bolsillo.

-¿Pone alambres?

La silueta sonrió.

- Sí; alrededor del cuello de detectives curiosas co-


mo usted.

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Antología Del Crimen

Acto seguido, puso el alambre en el cuello de la chi-


ca, y comenzó a apretarlo. Los espinos se clavaban
lenta y dolorosamente en el cuello, haciendo que la
carne sangrara. La chica intentaba librarse del alam-
bre, pero la fuerza con que la silueta lo apretaba era
mayor. Al final, después de unos minutos de intensa
lucha, los espinos desgarraron la carne y atravesaron
la faringe como si de mantequilla se tratara; provo-
cando que la chica muriera en el acto. El cuerpo in-
erte se desplomó contra el frío suelo. La silueta se
acercó a él.

- Te dije que no me dijeras que eras detective - dijo,


tras lo cual, y amparándose en la densa niebla que
cubría el callejón entero, abandonó el lugar del cri-
men; y se desvaneció entre las calles que circunda-
ban la calle central.

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Iñaki Santamaría

Capítulo 2:

Una pregunta que da que pensar

A
LA mañana siguiente, los cálidos rayos del
sol atravesaron la ventana, e iluminaron el
interior de la habitación, despertando a Ian
Collins, que se encontraba tumbado en la cama. El
joven bostezó varias veces, y estiró los brazos, des-
pués de lo cual se levantó.

Pese a haberse levantado a las 11:55 de la mañana,


bostezaba repetidamente, síntoma inequívoco de que
se había acostado bastante tarde.

El joven estaba vestido, lo que daba indicios de que,


fuese lo que fuese lo que hubiera estado haciendo la
noche anterior, lo había dejado lo suficientemente
cansado como para que sólo pensase en meterse en
la cama y descansar.

Llevaba una sudadera gris con el símbolo de Nike en


rojo, unos pantalones vaqueros, y unas zapatillas de-
portivas negras.

Entró en la cocina, se sirvió café en una taza, se sen-


tó enfrente de una vieja y destartalada mesa de ma-
dera, y empezó a leer el periódico que había encima.
Justo en ese momento, sonó el teléfono. Descolgó, y
contestó.

-¿Sí?

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Antología Del Crimen

-¿Detective Ian Collins?- preguntó una voz.

- Sólo para los amigos - contestó Ian -. ¿Quién es?

- Soy el agente Carusso.

Se oyó un maullido en la cocina.

- Hola, cielo- dijo Ian.

- Yo también me alegro de verte - dijo Carusso.

- Se lo decía al gato, imbécil.

- Seguro que sí. Por cierto, ¿has leído el periódico de


hoy?

- Iba a hacerlo justo antes de que me llamaras. ¿Por


qué?

- Parece que anda suelto una especie de psicópata


asesino que hace que nuestro peor enemigo parezca
un corderito degollado- dijo Carusso.

-¿Pues?

Hubo unos segundos en silencio.

- El muy cerdo se ha cargado a Lina.

-¿Dónde ha sido?

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Iñaki Santamaría

- Cerca de Cranbourn St.

- Dame diez minutos y estoy allí- dijo Ian, y colgó.

El detective se acabó el vaso de café de un trago, se


limpió la boca con la manga de la sudadera y salió
corriendo de la cocina. Cruzó el pasillo como una
exhalación, cogió unas llaves que estaban encima de
una mesilla y unas gafas de sol que descansaban a su
lado y salió de la casa.

Tras salir de la casa, se puso las gafas de sol y andu-


vo hasta donde estaba su coche: un precioso Audi de
color rojo. Subió al vehículo, arrancó y condujo en
dirección al lugar donde había tenido lugar el ma-
cabro asesinato.

La calle estaba cortada y llena de policías y periodis-


tas. Ian pisó el freno, y el coche avanzó varios me-
tros antes de detenerse por completo con un chirrido
de neumáticos.

El joven detective salió del coche y, tras comprobar


que la marca de los neumáticos había quedado gra-
bada en la carretera, se dirigió hacia el callejón don-
de había tenido lugar el asesinato. Una vez allí, Ca-
russo le puso en antecedentes.

- Ha sido bestial. Quien lo haya hecho es un animal.

-¿Qué le han hecho?- preguntó Ian.

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Antología Del Crimen

- Le han estrangulado.

- Eso no es tan bestia.

- Con un alambre.

- Sigue sin serlo.

- Con un alambre de espinos.

Collins puso cara de dolor.

- Eso ya es más bestia. ¿Dónde está el cuerpo?

- Por aquí. Sígueme.

Carusso empezó a andar hacia el fondo del callejón,


seguido de Ian. Al cabo de un rato llegaron a una ca-
lle desierta, en cuyo centro había una gran bolsa ne-
gra. Ian se puso unos guantes de goma y abrió la
bolsa.

- Tenías razón- dijo -. Quien lo haya hecho, es un


animal.

La chica tenía el cuello agujereado; agujeros que ha-


bían sido provocados por los espinos del alambre. El
arma homicida estaba junto a la bolsa.

-¿Puedo?- preguntó Ian, extendiendo el brazo y co-


giendo el alambre, con cuidado de no pincharse, y lo
estuvo observando detenidamente.

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Iñaki Santamaría

- Es inútil - dijo una voz detrás de él -. No hay nada.

“Tú sí que eres inútil”, pensó Ian. El detective se


incorporó y suspiró.

- Hola, Jimmy. No me alegra nada verte. Pero nada,


nada.

James Brenan era uno de los compañeros de Ian. De


35 años de edad, metro setenta y tres de altura, mo-
reno y con ojos marrones, James había sido el eterno
rival de Ian desde que éste último ingresó en el cuer-
po.

Además de lo dicho, tenía una fastidiosa y desagra-


dable costumbre…

- Llegas tarde, Jimmy - dijo Carusso -. Siempre lle-


gas elegantemente tarde.

- Es una de mis cualidades - dijo James -. ¿Qué tene-


mos aquí?

- Cincuenta y siete kilos de carne picada- dijo Ian -.


¿A ti qué parece, so melón?

Carusso le mandó que se calmara con un ademán.


Mientras, Brenan se acercó y miró el alambre, des-
pués de lo cual se alejó de allí.

-¿Cuál es tu teoría, Jimmy?- preguntó Ian.

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Antología Del Crimen

- Tengo dos teorías: un crimen pasional, o un ajuste


de cuentas.

Ian le miró perplejo.

- Se te ha olvidado decir que pudo haber ocurrido


por azar, y así seguro que aciertas - dijo, con un
acentuado tono de sarcasmo -. ¿Alguna idea que
pueda explicar tus teorías? ¿Algún sospechoso por el
que empezar?

- Algún preso que haya sido encarcelado por ella.

- Todos murieron en la cárcel o en el corredor de la


muerte.

- Algún antiguo novio.

- No se le conocía ninguno - dijo Collins -. Ade-


más…

En ese momento, sonó el teléfono móvil del moreno


detective. Ian contestó.

-¿Detective Collins?- preguntó una voz siniestra.

- Sí. ¿Quién es?

- Pregunta de examen, listillo: qué relación hay entre


Holmes y Moriarty?- preguntó la voz, y colgó.

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Iñaki Santamaría

- Me ha colgado - dijo Ian.

-¿Quién era?- preguntó Carusso.

- Nadie. Sólo un payaso, pero sin gracia. Como tú –


contestó Ian -. ¿Dónde me había quedado?

- Estabas aprobando mis teorías.

Collins se rió a carcajadas.

- Buen intento, Jimmy. Pero no lo suficiente. Aléjate


de este caso. Es mío. Te lo digo muy en serio - dijo,
mirándole a los ojos, serio -. Carusso, coge el alam-
bre. Vamos a ver si hay huellas.

Carusso se puso los guantes de goma, cogió el alam-


bre, lo guardó en una bolsa, y salió del callejón.

- Aléjate de este caso - repitió Ian -. Lo digo en se-


rio.

El detective abandonó el callejón, montó en su co-


che y se dirigió a su casa. Después de entrar y dejar
las llaves en la mesilla, el detective fue a la cocina y,
tras sentarse, continuó leyendo el periódico. Mien-
tras lo leía, le daba vueltas a la pregunta que le había
hecho la persona que le había llamado.

-¿Qué relación puede haber entre Sherlock Holmes y


el Profesor Moriarty?- dijo Ian en voz alta.

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Antología Del Crimen

Estuvo unos minutos pensando en silencio. De re-


pente, chasqueó los dedos, y cogió el teléfono.

-¿Sí?- preguntó una voz.

-¿Mark? Soy Ian. ¿Sabes dónde puede estar Andy?

- Hola, Ian. No; no tengo ni idea de dónde puede es-


tar. Lo siento. No tengo ninguna noticia de él desde
lo del accidente; ya sabes.

- Sí; ya sé - suspiró Ian.

El accidente al que hacía referencia Mark había teni-


do lugar un año atrás. Andy Scott llevaba varios me-
ses investigando a un peligroso traficante de drogas
yugoslavo llamado Karzac. Era 13 de agosto. Aque-
lla noche, Andy tenía preparado un plan para atrapar
a Karzac. A las 11:36 de la noche salió de la comisa-
ría, y se fue al muelle de la ciudad, donde su infor-
mador le había dicho que se encontraba Karzac.

Llegó al muelle a las doce menos cinco. Todo estaba


oscuro. De repente, una sombra salió de detrás de un
cobertizo. Era Karzac. Andy empuñó su pistola, y
empezó a andar hacia el traficante.

-¡Detente, Karzac! - gritó el detective -. No tienes


posibilidades de escapar.

Karzac se giró. Andy se quedó helado: estaba usan-

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Iñaki Santamaría

do a una chica de escudo humano.

-¡Retrocede o la mato! - gritó Karzac.

Andy retrocedió varios pasos y tiró su pistola al río.

-¡Eso está mejor! - dijo la chica.

Andy se quedó estupefacto: la chica no era un rehén;


era su colaboradora. La sorpresa se hizo mayor cu-
ando descubrió que se trataba de una agente de la
comisaría.

-¿Te has encargado del vigilante? - preguntó Karzac.

La chica sonrió.

- Sí. Sólo hay que esperar para libramos de Andy pa-


ra siempre.

Después de decir esto, dos chicas más se les unieron.


También eran de la comisaría de Andy.

-¡Te mataré, Karzac! ¡Juro por Dios que te mataré!

- Será después de que salgas de prisión - dijo Kar-


zac, tras lo cual él y las tres chicas desaparecieron
entre la niebla que cubría todo el muelle.

Andy corrió hacia donde había dicho a un compañe-


ro que esperase a Karzac. Estaba muerto. Andy a-
bandonó el lugar lo más rápido que sus piernas se lo

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Antología Del Crimen

permitieron.

Al día siguiente, Andy fue detenido bajo el cargo de


asesinato en primer grado, y, tras un juicio en el que
los testigos y las pruebas presentadas eran más fal-
sos que un político en época de elecciones, el rubio
detective fue sentenciado a cumplir condena en una
cárcel de baja seguridad. Desde entonces, nadie ha
sabido más de él.

- Pero igual tú me puedes ayudar- continuó Ian -.


¿Qué relación puede haber entre Sherlock Holmes y
el profesor Moriarty?

Mark estuvo unos minutos en silencio.

-¿Que los dos son los mejores en su profesión?


¿Que los dos son ingleses? No se me ocurre nada
más.

Collins suspiró.

- Es igual. Gracias de todas formas- dijo, y colgó.

Se levantó de la silla, tiró el periódico encima de la


mesa, y se fue al dormitorio, donde estuvo pensando
lo que le había dicho Mark.

- No tiene sentido- dijo, y se tumbó en la cama a la


espera de que se le ocurriera algo.

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Iñaki Santamaría

Capítulo 3:

Telaraña enredada

E RA 12 de julio de 1995. Lunes. 10:30 de la


noche. La noche cubría con su frío y oscuro
velo la ciudad entera. De una de las calles
de la ciudad salió una joven de poco más de 27 años
de edad, 1.70 de altura, con ojos azules y una larga
melena rubia.

Al cabo de unos minutos, la chica se paró. Creía ha-


ber oído un ruido, un ruido sordo y continuo; un rui-
do parecido a pasos que la estaban siguiendo. La jo-
ven giró a la derecha. Llevaba un cuarto de hora an-
dando cuando, detrás suyo, se oyeron unos pasos. La
chica se giró rápidamente, pero no vio nada. Pasaron
unos temibles e interminables segundos en silencio,
pasados los cuales la chica continuó su camino.

Pasaron unos minutos, y la chica se paró de nuevo.


Esta vez estaba segura de haber oído pasos. Y ahora
sonaban con más fuerza. Presa de su propio miedo,
la joven dio media vuelta y comenzó a correr hacia
la salida de aquel siniestro y escalofriante callejón,
cuando, debido a un mal paso, se resbaló y fue a dar
con sus frágiles huesos en el frío y húmedo suelo del
callejón.

Unos segundos después, los pasos cesaron. La chica


seguía en el suelo. De repente, una mano apareció
delante suyo. La joven la asió y, con su ayuda, se

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Antología Del Crimen

pudo levantar del suelo. La mano estaba cubierta por


un guante negro.

- No debería andar sola por estas calles tan de noche,


señorita- dijo el extraño.

- Generalmente, no suelo andar a estas horas por ahí


de juerga - replicó la chica -. Sólo que hoy estaba in-
vestigando un caso muy entretenido.

La silueta frunció el ceño.

- No me diga que es usted detective

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos.


Ian bajó de él y se reunió con Carusso.

- No me digas que ha sido nuestro querido amigo.

- Me temo que sí. Sigue su modus operandi.

-¿Quién es el nuevo fiambre?

- Kate Dern.

Al poco rato, apareció James Brenan.

-¿Qué, listo? ¿Esto ha sido un suicidio? - preguntó


Ian, mirándole por encima de las gafas de sol.

- Sigo pensando en el ajuste de cuentas - dijo James.

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Iñaki Santamaría

El móvil de Collins sonó. El detective contestó.

- Cero en el examen- dijo una voz -. Te quedarás sin


saber la respuesta.

-¿Qué quieres ahora?- preguntó, enfadado, Ian.

- Yo soy quien hace las preguntas aquí, listillo. Con-


testa a ésta: ¿qué tienen en común la hermana del
Rey Arturo y la enemiga más poderosa de Merlín? –
dijo, y colgó.

- Era el asesino - dijo Ian.

-¿Qué quería? - preguntó Carusso.

- Reírse un rato a nuestra costa. Este caso va a ser


una pesadilla.

-¿Tan seguro estás? Si acaba de empezar.

- Estoy segurísimo. Hazme un favor: saca todo lo


que puedas de esta escena, y llévalo a analizar. Yo
voy a ver si encuentro algo en comisaría.

Ian salió del callejón corriendo, montó en su coche y


se detuvo en la comisaría. Entró en el edificio y, tras
estar registrando durante media hora lo archivos de
la policía, llamó a Carusso.

- Llamas pronto – dijo éste.

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Antología Del Crimen

-¿Has sacado algo potable de ese sitio de mala muer-


te?

- Tengo a los forenses trabajando en ello. ¿Qué tal


tú?

- Poca cosa. Ninguno de los detenidos por las dos


mozas tenía por afición usar alambres de espinos.

- Eso descarta la teoría de Brenan.

- Al menos, de momento.

-¿Qué te han dicho en la llamada de hoy?

-¿Qué tienen en común la hermana del Rey Arturo y


la enemiga más poderosa de Merlín?

- Fácil: que las dos definiciones son de la misma


persona.

- Explícate.

- Las dos pertenecen a la misma persona: Morgana.

Ian empezó a rebuscar en los archivos.

- No encuentro a ninguna Morgana por aquí- dijo -.


Sólo faltaría eso. Lo más parecido que he visto es a
Samantha Morgan.

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Iñaki Santamaría

- Pues mandaré que la anden vigilando todo el tiem-


po, por si acaso - dijo Carusso -. Ah, en el alambre
no había ni una huella.

- Me lo imaginaba. Gracias de todos modos, aunque


sólo sea por las molestias - dijo el detective, colgan-
do el móvil

El joven salió de la comisaría, y se fue a su casa, a


esperar que acabase el día lo más pronto posible. Pe-
ro, como quedaba todavía toda la tarde para eso, de-
cidió salir a refrescarse las ideas.

Miró su reloj: las cinco y media. Buena hora para


cualquier cosa, así que nuestro protagonista decidió
ir a la morgue, para investigar los cadáveres de sus
compañeras.

En el macabro edificio, el Dr. Damon Young le per-


mitió inspeccionar los cuerpos. Tan sacó una lupa y
los observó detenidamente.

-¿Me puede pasar unas pinzas?

El doctor le pasó las pinzas y el detective cogió con


ella un pequeño cabello rubio. Después de estar ins-
peccionándolo a través de la lupa, llamó a Carusso
para que se reuniera con él.

Una vez que hubo llegado, le dijo lo que había en-


contrado y le dio el pelo para que lo analizase; tras
lo cual siguió inspeccionando los cuerpos. Al no en-

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Antología Del Crimen

contrar nada más en ellos, se fue a su casa. Una vez


allí, Carusso le llamó y le dijo que sólo había descu-
bierto que el color del pelo era natural, que no era te-
ñido, y que era de hombre; cosa que no ayudó al de-
tective en el caso.

-¿Sabes qué relación puede haber entre Kate y Li-


na?- preguntó.

- Sí; ambas testificaron en contra de Andy en el jui-


cio - contestó Carusso.

-¿Crees que alguien se puede estar vengando por


eso?

- Si es así, no le culpo. Lo que le hicieron a Andy


fue una cerdada.

- Pero, ¿quién se está vengando?

-¿Quizá el propio Andy, que se ha fugado de la cár-


cel?

- Imposible. No han dicho nada en ningún sitio de


que se haya fugado.

-¿Quizá algún amigo suyo?

- Sí; pero... ¿Cuál de todos?

- Qué telaraña más enredada estamos tejiendo...

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Iñaki Santamaría

- Sí. Avísame si descubres algo- dijo Ian, y colgó.

El detective fue a su dormitorio, se tumbó en la ca-


ma y se quedó dormido en el acto.

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Antología Del Crimen

Capítulo 4:

La verdad saldrá a la luz…

L OS primeros rayos del Sol que anunciaba un


nuevo día en la ciudad de Los Ángeles ape-
nas habían comenzado a asomarse por el ho-
rizonte, cuando el teléfono sonó, despertó brusca-
mente a Ian Collins; quien se había quedado profun-
damente dormido.

-¿Sí?

-¿A que no adivinas a quién acabo de ver husmean-


do por la morgue?- preguntó Carusso.

- Si lo adivino, ¿me darás un caramelo?

- No.

- Entonces no lo adivino.

- A Jimmy.

-¡Ese maldito cerdo…! ¡Le dije que se apartara de


este caso!

Mientras, en la morgue, James Brenan intentaba des-


cubrir algo que a Ian se le hubiera pasado por alto.
De repente, el móvil del detective sonó.

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Iñaki Santamaría

-¿Quién?

-¿Detective James Brenan?- preguntó una voz.

- Sí. ¿Quién es?

- Pregunta de examen, listillo: ¿qué tiene que ver un


detective entrometido con un detective encarcelado
injustamente? - preguntó la voz, después de lo cual
colgó.

Brenan colgó el teléfono.

Entretanto, Ian se había levantado ya de la cama. De


pronto, el teléfono sonó. El detective lo cogió.

-¿Qué, listillo? ¿Ya sabes la respuesta a la pregunta?

- Sí. La respuesta está en el nombre. Las dos defini-


ciones tienen que ver con Morgana - contestó Ian.

- Diez en el examen - dijo la voz -. Has salvado a tu


amiga. Ahora, responde a ésta: ¿qué tiene que ver un
detective entrometido con un detective encarcelado
injustamente?

Esta pregunta desconcertó al detective, por lo que


decidió llamar a Mark. Como éste no le pudo ayu-
dar, Ian llamó a Carusso. El resultado fue idéntico.

En vista de que estaba desesperado, sólo tenía una

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Antología Del Crimen

salida viable: llamar a James.

Éste le dijo que había recibido esa misma llamada,


pero que tampoco sabía nada. Como no había conse-
guido sacar nada en claro de todo esto, se fue a dar
una vuelta para aclarar las ideas.

Llevaba andando más de una hora, cuando, al volver


a su casa, vio una extraña silueta que caminaba entre
calles. Ian se puso a perseguirla, pero no pudo atra-
parla. Así que, en vista de que había sido un día mo-
vidito para él, que la persecución lo había agotado, y
que eran más de las once de la noche, se fue a su ca-
sa.

Mientras, la extraña y escalofriante silueta se refugió


en una antigua casa abandonada que estaba casi en la
otra punta de la ciudad.

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Iñaki Santamaría

Capítulo 5:

... y el asesino pasará a la sombra

E RA 13 de julio de 1995. Martes. Mal día pa-


ra las personas supersticiosas. La ciudad de
Londres amanecía lloviendo, y cubierta de
niebla; algo ya natural en la ultima semana. El ruido
sordo y constante que hacía la lluvia al caer despertó
a Ian, quien, tras estirarse varias veces, se levantó y
fue a la cocina.

Tras desayunar, se fue a la comisaría para ver si ha-


bía ocurrido algo en el caso que estaba investigando.

Una vez allí, Carusso se le acercó.

-¿Qué pasa?- preguntó Ian.

- Se trata de Samantha Morgan.

- No me digas que también se la han cargado.

- Ahí está lo raro: no le ha pasado nada.

Collins suspiró, aliviado. Entonces recordó la pro-


mesa que le había hecho el asesino.

-¿Qué te pasa?- preguntó Carusso.

- Nada. Estoy bien- dijo Ian.

33
Antología Del Crimen

-¿Tan bien como para seguir con el caso?

-¿Qué has averiguado?

- Nada, sólo dónde se esconde nuestro amigo.

- Llévame allí.

Carusso e Ian salieron de la comisaría, y se dirigie-


ron hacia la otra punta de la ciudad. Allí vieron una
vieja casa abandonada que se caía con la mirada.

- Me sorprende que no se haya caído ya – dijo Caru-


sso.

Los detectives entraron en la casa, y la investigaron.


Después de estar diez minutos registrando el lugar y
encontrar gran cantidad de alambre de espinos, gu-
antes y demás prendas que relacionaban al asesino, y
en vista de que no había indicios de que fuera a re-
gresar, los detectives salieron del lugar; dirigiéndose
después de regreso a la comisaría.

Los agentes entraron en la comisaría, y empezaron a


buscar datos y demás cosas en los ordenadores.

-¿Qué crees que pasará hoy?- preguntó Carusso.

- Francamente, no lo sé- dijo Ian -. Pero espero que


podamos acabar de una maldita vez con este caso de
mil demonios. ¡Me está volviendo loco!

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Iñaki Santamaría

Al cabo de unos minutos, James Brenan entró en la


oficina.

- Hablando de cosas que vuelven loco...

Carusso sonrió.

-¿Qué habéis descubierto, chicos?- preguntó James.

- Nada nuevo- dijo Carusso.

- Ah, Ian; esta noche date un vuelta por el muelle.


Hay algo que te puede interesar.

-¿El qué?- preguntó Ian.

- Tú sólo pásate por allí; ¿de acuerdo? Nos veremos


esta noche- dijo Brenan, saliendo por la puerta de la
comisaría.

-¿Qué crees que pretende?- preguntó Ian.

- Sea lo que sea, no es bueno. Ándate con ojo- dijo


Carusso.

Al cabo de dos horas, Ian se levantó de la silla, y


apagó su ordenador.

- Me voy a casa. Si tengo que ir a la noche al


muelle, prefiero estar despejado.

- Ve con cuidado- advirtió Carusso.

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Antología Del Crimen

- Descuida- dijo Collins, abriendo la puerta de la


comisaría y saliendo a la calle.

Una vez fuera, el detective se fue a un bar cercano,


se bebió un par de cervezas y fue a su casa, donde,
tras una larga siesta, esperó a que llegara la noche.

Una vez que la ciudad estuvo abierta por el oscuro


manto de la noche, Ian montó en el coche y se
dirigió a los muelles de la ciudad, donde esperaba
James Brenan.

- Veo que te has acordado de venir- dijo.

- Menos pitorreo. ¿Para que querías que viniera?-


preguntó Ian.

Disimuladamente, James se fue acercando al


detective por detrás sin que éste se diera cuenta.
Cuando estaba detrás de él, empuñó una barra de
hierro y le pegó con ella; quien cayó desmayado por
el golpe recibido.

- Para esto- dijo Brenan.

Acto seguido, en algún lugar detrás de él, se oyó un


disparo. El agente dejó caer la barra al suelo. Se giró
lentamente y vio una silueta detrás de él.

- Pregunta de examen, listillo: ¿qué tiene que ver un


detective entrometido con un detective encarcelado

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Iñaki Santamaría

injustamente?- preguntó.

- Así que tú eres el maldito cerdo que hemos estado


siguiendo- dijo James.

- Soy más que eso- dijo la silueta, dejando al descu-


bierto su rostro.

James palideció.

-¡No puedes ser tú!

-¿Quieres apostar?- preguntó la silueta.

El rostro de la silueta era el de un joven rubio y con


ojos grises.

- Adivina: me han soltado antes de tiempo Tecnicis-


mos legales. Y ahora estoy aquí para consumar mi
venganza contra los que me encarcelaron. Y sólo me
faltas tú - dijo la silueta, avanzando hacia James.

-¿Cómo sabes que fue idea mía?- preguntó James,


todavía pálido después de ver que la silueta misterio-
sa era, en realidad, Andy Scott, el detective al que
había tendido una trampa.

- Morgan me lo dijo. Por eso no la he matado.

Scott metió la mano en el bolsillo interior de su cha-


queta y, tras sacar una pistola, apuntó con ella al otro
hombre.

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Antología Del Crimen

- Hasta nunca, James. Ha sido un placer vengarme


contigo- dijo, tras lo cual disparó hasta vaciar el car-
gador.

Cinco disparos limpios llegaron hasta la región del


tórax, los cuales, al impactar en el cuerpo de James,
hicieron reventar el corazón y los pulmones.

El cuerpo inerte se desplomó en el suelo, donde un


gran charco de sangre lo rodeó. Andy Scott se hacer-
có al cuerpo.

- Cero en el examen. La respuesta es: ahora, nada-


dijo, tras lo cual abandonó el muelle amparándose en
la densa niebla que cubría toda la ciudad, y se desva-
neció entre calles.

Al cabo de unos minutos, llegó la policía. Ian se


había recuperado ya del golpe recibido. Tras contar-
les a los agente todo lo que había pasado, el detecti-
ve montó en su coche y se dirigió hacia su casa.

38
Iñaki Santamaría

Epílogo:

Rumbo a Bahía Añasco

D OS MESES después de aquel caso, Ian se


encontraba ahora trabajando en la comisaría
con Carusso. De pronto, la puerta de la co-
misaría se abrió, y entró Mark. Inmediatamente des-
pués de él entró Andy Scott, con su atuendo habi-
tual. Toda la comisaría siguió con la mirada los pa-
sos que los dos daban.

Tras un largo recorrido por el polvoriento pasillo de


la comisaría, los dos detectives se detuvieron enfren-
te de la mesa de Ian. Éste se quedó extrañado al ver-
los.

- Nos han pedido que vayamos a Bahía Añasco, en


Costa Rica, para resolver unos misteriosos aconteci-
mientos que allí estaban teniendo lugar - dijo Mark.

- Sí; y hemos pensado que ésta es una buena oportu-


nidad para reunir al equipo - dijo Andy.

El rubio detective clavó la mirada en la mesa de det-


rás de Ian, donde estaba sentada una atractiva chica,
con ojos marrones y una larga y rizada melena more-
na.

- Gracias por la información, Sam - dijo -. Me ha si-


do muy útil.

39
Antología Del Crimen

La chica no dijo nada. Simplemente le sonrió am-


pliamente, enseñando los dientes.

- Bueno, a lo que íbamos... ¿Quieres venirte con no-


sotros, sí o no? preguntó Mark.

- Esperad que me lo piense- dijo Ian, dubitativo.

Al cabo de unos segundos en silencio, Ian sonrió, se


levantó de la silla y apagó el ordenador.

-¡Chicos, el equipo vuelve a estar de nuevo junto! –


gritó, a lo que todos respondieron con gritos de ale-
gría y una gran ovación.

Los detectives salieron de la comisaría, montaron en


un taxi, y fueron al aeropuerto, donde cogieron su
avión con destino a Costa Rica.

Fin

40
Índice:

Capítulo 1: Sangre en las calles……………………9

Capítulo 2: Una pregunta que da que pensar…..…13

Capítulo 3: Telaraña enredada……………………23

Capítulo 4: La verdad saldrá a la luz…………..…30

Capítulo 5: ... y el asesino pasará a la sombra…....33

Epílogo: Rumbo a Bahía Añasco…………………39


El Último Acto
Antología Del Crimen

Prólogo:

Muerte bajo el telón

F ALTABAN APENAS treinta minutos para


que sonasen las ocho de la noche en la ciudad
de Londres. Era 15 de abril de 1996, y sobre
la ciudad del Támesis caía una extraordinaria tromba
de agua. Los relámpagos destellaban en el cielo, se-
guidos por el fuerte retumbar de atronadores truenos.
Las temperaturas en todo Londres eran muy bajas, y
las condiciones meteorológicas pésimas.

Todo ello no impedía, sin embargo, que aquella no-


che los exteriores del Royal Albert Hall registrasen
una gran cola. La gente aguardaba, nerviosa y ex-
pectante, enfrente de la puerta cerrada del gran tea-
tro, entrar y poder presenciar el último estreno que
llegaba al teatro londinense: El Fantasma De La ópe-
ra.

Cuando las agujas del Big Ben marcaban las ocho


menos veinticinco de la noche, las puertas del Royal
Albert Hall se abrieron, y la gente comenzó a entrar
y ocupar sus asientos, ante los amables saludos del
portero, que saludaba a los asistentes según éstos
iban entrando.

Faltando escasos cinco minutos para las ocho, se le-


vantó el telón. Un denso velo de niebla cubría todo
el escenario, ante la mirada expectante de los asis-
tentes, que abarrotaban el interior del local.

46
Iñaki Santamaría

Pasaron unos segundos, y un hombre apareció sobre


el escenario. Iba completamente vestido de negro, y
una máscara blanca cubría su rostro. Sus ojos grises
miraron a todo el auditorio.

- Damas y caballeros - dijo, abriendo ampliamente


los brazos -. Les damos la bienvenida al Royal Al-
bert Hall. Esta noche tenemos el inmenso placer de
presentar ante ustedes la genial obra de Gaston Le-
roux “El Fantasma De La Ópera”. Les rogamos que
permanezcan en sus asientos hasta la conclusión de
la obra. A la mitad de la representación, habrá un pe-
queño receso de quince minutos, durante los cuales
podrán abandonar su sitio si así lo desean. Les dese-
amos que disfruten de la obra.

El telón se bajó, y se volvió a subir. La niebla y el


hombre ya habían desaparecido, y sobre el escenario
comenzaron los actores su representación.

La campana del Big Ben sonó, dando las diez de la


noche. Habían transcurrido ya casi dos horas desde
el comienzo de la representación.

En el interior, se habían consumido ya los quince


minutos del receso, y los espectadores estaban de
nuevo en sus asientos disfrutando de la obra.

El telón se bajó. Se subió, y el escenario volvía a es-


tar cubierto de niebla. El hombre vestido de negro, y

47
Antología Del Crimen

con la máscara blanca que le cubría el rostro, volvió


a aparecer en el escenario. Miró a los asistentes con
sus ojos grises, y abrió ampliamente los brazos.

- Damas y caballeros. Les emplazamos a permanecer


en sus asientos durante la representación del último
acto de nuestra obra. Recuerden que la función no ha
acabado.

El telón bajó, y volvió a subir. La niebla seguía so-


bre el escenario, y el hombre vestido de negro había
desaparecido. En su lugar, había un hombre sobre el
escenario. El hombre era uno de los actores que par-
ticipaban en la obra. Tenía un cuchillo clavado en el
abdomen, y un enorme charco de sangre rodeaba su
cuerpo.

Los asistentes se miraban unos a otros, y murmura-


ban nerviosos. El hombre vestido de negro volvió a
aparecer. Su máscara blanca estaba salpicada de san-
gre.

- Me encanta esta obra. ¿A ustedes no? Abandonen


sus asientos. La función ha acabado. Este hombre
está muerto.

El telón se bajó, y los asistentes se levantaron y co-


rrieron histéricos hacía la salida.

48
Iñaki Santamaría

Capítulo 1:

Regreso a Londres

N
OS ENCONTRAMOS AHORA en la ma-
ñana siguiente al asesinato ocurrido en el
Royal Albert Hall. Los rayos el claro sol que
iluminaba la entera ciudad de Nueva Cork entraron
a través de las pequeñas rendijas de la persiana, e
iluminaron el interior de la habitación, despertando a
Tom Dern; quien hasta ese entonces se encontraba
durmiendo plácidamente.

Dern estaba tumbado, encima de la cama y vestido,


de lo que se deduce que, lo que quiera que había es-
tado haciendo la noche anterior, lo había dejado lo
suficiente cansado como para que sólo pensara en
tumbarse en la cama y descansar.

Tom Dern era un detective inglés, que se encontraba


disfrutando de unas vacaciones en América. Llevaba
ya dos semanas en Nueva York.

Dern se desperezó. Se sentó en la cama y se rascó la


cabeza, después de lo cual se levantó y fue al lavabo,
de donde, tras mojarse la cara con agua, se quedó
mirando el espejo que había enfrente de él.

- Tienes un aspecto horrible - dijo en voz alta mien-


tras se rascaba la desaliñada barba de cuatro días que
tenía.

49
Antología Del Crimen

Salió del lavabo y fue a la cocina. Allí se echó una


taza de café y se sentó en una silla. Tom bostezaba
repetidamente, pese a haberse levantado a las 11:35
de la mañana. Se bebió la taza de café de un trago
largo, y se secó con la servilleta de papel que había
al lado de la taza.

Tras salir de la cocina, recorrió el largo pasillo que


conducía a la puerta principal. Tras detenerse un mo-
mento para coger y ponerse una cazadora de cuero
negra, cogió unas gafas de sol que estaban encima
de una mesilla y unas llaves que descansaban a su
lado, y salió de la casa.

Una vez fuera, anduvo durante unos minutos a lo


largo de la E. Houston Street. Al llegar al cruce de
ésta con Lafayette Street, se paró enfrente de un pre-
cioso BMW Z3 M Roadster, de color negro y desca-
potable.

- Vamos allá.

Tom montó en el coche y, tras ponerlo en marcha,


puso dirección hacia el World Trade Center, en el
distrito sudoeste de la ciudad. Después de estar con-
duciendo durante 15 minutos, Tom llegó. Frenó en
seco, lo que hizo que el coche dejase en la carretera
las marcas de los neumáticos antes de detenerse por
completo. Tom bajó, se puso sus gafas de sol y miró
a las Dos Torres, que se erguían orgullosas delante
de él.

50
Iñaki Santamaría

- En Inglaterra porque no queremos.

En ese momento, sonó su teléfono móvil.

- Tom Dern al habla.

- Dern, le habla el Comisario Jefe de New Scotland


Yard, John Lestrade. ¿Sigue en ese maldito terruño
llamado América?

- La verdad es que sí, Comisario Jefe. Pero algo me


dice que las vacaciones se me acaban de acabar.

- No es tan tonto como yo creía, Dern. Quiero verle


en Kensington Road antes de mañana al mediodía.

-¿Kensington Road? Pero eso está en Londres.

- Matricula en Geografía. Ahora mueva el culo, coja


un avión y llámeme cuando llegue.

Lestrade colgó el teléfono. Tom guardó su móvil, y


puso dirección a la casa en la que se había alojado
las últimas dos semanas; a donde llegó en un cuarto
de hora. Tom bajó del coche.

Una vez dentro de la casa, Dern, tras dejar las llaves


encima de la mesilla del pasillo, entró en su cuarto y
se puso a hacer las maletas. Después de media hora,
Tom salió con una bolsa de deporte negra en su ma-
no derecha. Tras recoger las llaves de encima de la
mesilla, salió de la casa y, después de cerrar la puer-

51
Antología Del Crimen

ta, fue hacia su coche. Por el camino, cogió su telé-


fono móvil y llamó al aeropuerto. Una suave voz fe-
menina contestó.

- Aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. ¿Qué desea?

- Hola. Soy Tom Dern. Me gustaría reservar un bi-


llete para el primer vuelo que salga con destino a
Londres. ¿A qué hora saldría el vuelo?

- Un momento, por favor - la chica tecleó en su or-


denador -. El vuelo saldrá dentro de cinco horas.

- Vale, gracias - dijo Tom, y guardó el teléfono mó-


vil.

Montó en el coche, lo arrancó y puso dirección al ae-


ropuerto. Llegó allí al cabo de dos horas y media.
Aparcó el coche y entró en el aeropuerto. Una vez
dentro, fue al recibidor.

- Soy Tom Dern. He llamado hace poco para confir-


mar la reserva de un billete con destino a Londres.

La chica abrió un cajón, cogió un billete y lo puso


encima del mostrador.

- Aquí tiene. Que disfrute del vuelo.

Tom cogió el billete.

- Gracias. Lo intentaré.

52
Iñaki Santamaría

Dern guardó el billete, y se dirigió a la sala de espe-


ra, donde se sentó a esperar la llegada del avión.
Después de un cuarto de hora, los altavoces anuncia-
ban la llegada del avión. Tom se levantó y, tras pasar
por la puerta de embarque, subió al avión; donde se
sentó en su asiento favorito: al lado de la ventana.

La voz del piloto dando las instrucciones pertinentes


para el vuelo fue el preludio a que todo el pasaje se
abrochara el cinturón del asiento.

- Allá vamos – suspiró Tom, mirando por la venta-


nilla.

El avión fue tomando velocidad, hasta que despegó.


La aeronave llegó a su destino en el tiempo estipu-
lado. Tom bajó del avión y, tras recoger su bolsa de
deporte, salió del aeropuerto. Una vez fuera, llamó a
su jefe.

-¿Sí?

-¿Jefe? Dern. Ya he llegado a Londres.

-¿Está loco, Dern? ¿Sabe qué hora es?

- La verdad es que no.

- Son las cuatro de la mañana, por todos los santos.


Vaya a su casa, deshaga las maletas y duerma un
poco. Mañana quiero verle a primera hora de la ma-

53
Antología Del Crimen

ñana en Kensington Road. ¿Ha entendido?

- Gracias, jefe.

Tom guardó su móvil, y montó en un taxi.

-¿Adónde le llevo? - preguntó el taxista.

- A St. James Street, por favor.

El taxista puso en marcha el taxímetro, y el coche se


puso en marcha. Tom Dern abrió la puerta principal
del 58 de St. James Street. Entró, y dejó caer la bolsa
de deporte de color negro. Miró a su alrededor, y
respiró profundamente.

- Hogar, dulce hogar. A veces.

Dern dio media vuelta, cerró la puerta y, después de


recoger la bolsa de deporte del suelo, subió a la plan-
ta superior, donde estaba su dormitorio.

Un fuerte olor a cerrado hizo que Dern apartara unos


segundos la cara cuando abrió la puerta del dormito-
rio. Las persianas estaban bajadas al máximo, y las
ventanas completamente cerradas.

Los ojos verdes de Tom Dern buscaron por toda la


habitación, hasta que se detuvieron en el despertador
digital que descansaba bajo una gran montaña de
polvo encima de la mesilla al lado de la cama.

54
Iñaki Santamaría

Tom entró, dejó la bolsa de deporte sobre el suelo y


se dejó caer encima de la cama.

55
Antología Del Crimen

Capítulo 2:

Escenario del crimen

C
UANDO TOM DERN llegó a Kensington
Road, lo primero que llamó la atención de
sus ojos verdes fue ver la puerta del Royal
Albert Hall rodeada de periodistas, mientras un
agente intentaba mantener a los curiosos alejados de
allí.

Dern caminó hacia donde el policía cortaba el paso a


los periodistas, y le presentó la placa. El agente se
hizo a un lado, y pudo pasar.

Una vez dentro, oyó unos pasos que se acercaban


hacia él. Tom se echó el largo pelo moreno hacia
atrás, y resopló.

- Buenos días, Inspector Lestrade - dijo Dern -.


¿Podría decirme de qué va este embrollo?

-¡No me toques las narices, Dern! - gritó Lestrade -.


¿Te crees que porque acabes de llegar de ese terruño
miserable llamado América te voy a tratar con un
mínimo de respeto?

- No, pero le aviso de que tengo un sueño impresio-


nante, así que, si no me dice de qué va esto, me doy
media vuelta, y me voy.

- No te daré el gusto de verme suplicarte que te que-

56
Iñaki Santamaría

des. Pero esta vez no puedes escabullirte del caso,


Dern. Te implica de pleno.

-¿Y eso por qué?

- Ve al auditorio, y lo verás.

Dern entró en el auditorio, y sus verdes ojos miraron


automáticamente hacia el escenario, donde un hom-
bre yacía muerto boca arriba, con un cuchillo clava-
do en su abdomen y rodeado por un enorme charco
de sangre.

Un agente se acercó a Tom.

-¿Es usted el detective Dern?

- Me gustaría que no fuera así, pero lo soy. ¿Qué pu-


ede contarme del cadáver?

- Tim Shepard. Varón, de raza blanca, treinta y cinco


años. Era actor de teatro. Muerto por herida de arma
blanca en el abdomen.

-¿Alguien vio al asesino?

- Sí, y no.

- Supongo que me explicará eso.

- Vera, detective Dern. Sucedió lo siguiente: se le-


vantó el telón, y todos los asistentes vieron el cuerpo

57
Antología Del Crimen

de Shepard tal y como lo ve usted ahora. Pero pensa-


ron que formaba parte de la obra. Luego salió al es-
cenario un hombre vestido de negro, con una másca-
ra que le cubría la cara, y dijo que la función había
acabado, que este hombre estaba muerto. Luego se
bajó el telón. Y nadie vio nada más. Todos se levan-
taron y corrieron enloquecidos hacia la salida más
cercana.

-¿Había mucha gente aquella noche?

- Estaban todos los asientos ocupados.

- Así que alguien sale al escenario, y tiene libertad


de movimientos para matar a quien quiera.

- Pensarían que era el narrador.

-¿Qué hay de esa máscara que le cubría el rostro?

- Está sobre el escenario, junto al cadáver. Ah, se me


olvidaba. En la mano derecha del cadáver encontra-
mos esta nota.

El agente de policía le dio a Dern un plástico, donde


estaba guardada una nota. En ella estaba escrito lo
siguiente:

¡Apágate, apágate fugaz candela! La vida sólo es una


sombra que camina, un pobre actor / que se contonea y
consume su turno en el escenario, / y luego no se le
oye más. Es un cuento / contado por un idiota, lleno de

58
Iñaki Santamaría

sonido y furia, / que no significa nada.

- Macbeth, de William Shakespeare - dijo Dern, ter-


minando de leer la nota -. Muy ocurrente. ¿Alguien
me explica por qué este caso me involucra a mí de
alguna manera?

- A lo mejor es por la nota que encontrarnos en la


mano izquierda de Tim Shepard. Aquí la tiene.

El policía le dio a Dern otro plástico, con una segun-


da nota guardada.

Detective Tom Dern, si no quiere que su cuento acabe


antes de tiempo, le sugiero que resuelva este caso antes
de un mes. De lo contrario, su turno en el escenario
puede terminar prematuramente.

Tom asintió con la cabeza.

-¡Qué majo! Se preocupa por mí. Le veré arder en el


infierno.

-¿Alguna pista sobre quién puede ser?

-¡Yo qué sé! - exclamó Dern, encogiéndose de hom-


bros -. Algún lunático. Pero hay algo que sí sé: antes
de un mes tendré el caso resuelto. O, al menos, aca-
bado, que ya es bastante. ¿Alguien ha tocado algo de
lo de encima del escenario?

- No, señor. Todo está según se encontró.

59
Antología Del Crimen

- Perfecto. Gracias, agente.

Tom caminó por el pasillo central hasta el escenario,


y subió a él. Visto de cerca, el aspecto del cadáver
de Tim Shepard era mucho peor: le habían sacado
los ojos. Dern se puso unos guantes de goma, y co-
menzó a examinar el cadáver.

La causa de la muerte había sido una herida única en


el abdomen, y la consiguiente pérdida de sangre. El
cuchillo se encontraba todavía clavado en el cuerpo,
hasta la empuñadura. Los ojos le habían sido saca-
dos una vez muerto, y le habían cortado la lengua.

La máscara blanca se encontraba boca arriba al lado


del cadáver. Tom se fijó en las manchas rojas que
salpicaban la parte anterior de la máscara.

- Fijo que es sangre del muerto.

Tom cogió la máscara y la examinó. Sobre el fondo


blanco, destacó un pequeño y estrecho objeto amari-
llo. El detective lo cogió con mucho cuidado.

- Un pelo. Es un pelo rubio. Si tuviéramos algo con


lo que comprar su ADN, tendríamos a ese asesino.

Dern dejó el pelo de nuevo en la máscara, sacó una


bolsa, guardó en ella la máscara y salió del Royal
Albert Hall. Al salir, se quedó observando el cartel
de la obra que se había estrenado la noche del asesi-

60
Iñaki Santamaría

nato. Luego se quedó mirando la máscara, sin decir


nada.

61
Antología Del Crimen

Capítulo 3:

La Muerte, a escena

L OS RAYOS de sol entraban tímidamente a


través de la densa vela de niebla que cubría
la entera ciudad de Londres. Entraron a du-
ras penas por la estrechas rendijas de la persiana, e
iluminaron parcialmente la habitación, aunque lo su-
ficiente para despertar a Eva Devoise. La atractiva
joven francesa, que hasta ese entonces dormía placi-
damente, se levantó de la cama, bostezó varias ve-
ces y estiró los brazos.

Eva Devoise era una atractiva joven francesa, con


una larga y morena melena riza, y con ojos de color
marrón oscuro.

La joven miró el calendario: era 30 de abril de 1996.


Luego dirigió su atención hacia el reloj que tenía en
su mesilla de al lado de la cama: eran las once de la
mañana.

- Madrugar me sienta mal.

Devoise entró en el cuarto de baño, y se dio una bue-


na ducha, para despertarse. De vuelta en su dormito-
rio, se vistió, y bajó a la cocina.

En la cocina se llenó una taza de café, y se sentó en-


frente de la mesa de madera que había justo delante
de la nevera. Eva dejó la taza de café sobre la mesa,

62
Iñaki Santamaría

y comenzó a hojear el ejemplar del TIMES que ha-


bía sobre la mesa.

Cuando se hubo terminado de beber la taza de café,


alguien llamó a la puerta principal. La joven se le-
vantó de la silla, y se dirigió hacia la puerta.

-¿Quién es? - preguntó.

- El crítico de teatro - dijo una voz de hombre al otro


lado de la puerta -. ¿Me vas a abrir, Eva, o me voy a
tener que pasar todo el día aquí fuera?

Eva abrió la puerta. Enfrente suyo estaba Jack Twa-


in, un joven inglés, rubio, con ojos grises, con peri-
lla, y novio de Eva Devoise desde hacía ya tres años.
Devoise le dio un fuerte abrazo, y un largo beso. El
joven rubio entró, y cerró la puerta.

- Hacía dos semanas que no sabía de ti - dijo Eva -.


Creía que te había pasado algo.

- Pues después de esta noche, no volverás a verme


hasta dentro de otras dos semanas - dijo Jack; notan-
do que Eva estaba entristecida por la noticia, añadió
. Pero luego no volverás a perderme de vista.

- Voy a terminar celosa de ese detective Tom Dern.


Pasas más tiempos con él que conmigo.

- Lo dudo. Dern ni sabe quién soy yo. Sólo tiene una


máscara blanca salpicada de sangre, y un par de pe-

63
Antología Del Crimen

los rubios. Pero no tiene ni una huella, ni ADN mío


para compararlo con el del pelo. No tiene nada.

-¿A qué estreno tienes pensado acudir?

- Al que tiene lugar esta noche en la Royal Opera


House - respondió Twain, mostrándole a Eva un re-
corte que tenía del periódico de esa mañana -. Todo
un clásico.

- Me sigue preocupando ese detective Dern.

- Olvídate de Dern. Por no saber, no sabe ni dónde


voy a actuar esta noche. Ahora lo siento en el alma,
pero me tengo que ir. Hasta dentro de dos semanas.

Jack le dio un beso a Eva, y salió. La joven suspiró


compungida

- Ten cuidado, Jack.

Los nervios de los dueños de los teatros estaban a


flor de piel. Las noticias del asesinato en el Royal
Albert Hall se habían extendido por los demás tea-
tros, y las grandes compañías temían que la gente no
fuese a sus espectáculos temiendo ver alguna muerte
inesperada.

Pese a ello, en los exteriores de la Royal Opera Hou-


se había una gran cola de gente que aguardaba entrar
y presenciar el último estreno que llegaba al teatro

64
Iñaki Santamaría

londinense: La Mue rte En Venecia.

Cuando las agujas del Big Ben marcaban las ocho en


punto, las puertas de la Royal Opera House se abrie-
ron, y la gente comenzó a entrar y ocupar sus asien-
tos, ante los amables saludos del portero, que saluda-
ba a los asistentes según éstos iban entrando.

Faltando escasos cinco minutos para las ocho y me-


dia, se levantó el telón. Un denso velo de niebla cu-
bría todo el escenario, ante la mirada expectante de
los asistentes, que abarrotaban el interior de la Royal
Opera House.

Pasaron unos segundos, y un hombre apareció sobre


el escenario. Iba completamente vestido de negro, y
una máscara blanca en forma de calavera cubría su
rostro. Sus ojos grises miraron a todo el auditorio.

- Damas y caballeros - dijo, abriendo ampliamente


los brazos -. Les damos la bienvenida a la Royal
Opera House. Esta noche tenemos el inmenso placer
de presentar ante ustedes la genial obra de Thomas
Mann La Muerte En Venecia. Les rogamos que per-
manezcan en sus asientos hasta la conclusión de la
obra. A la mitad de la representación, habrá un pe-
queño receso de veinte minutos, durante los cuales
podrán abandonar su sitio si así lo desean. Les dese-
amos que disfruten de la obra.

El telón se bajó, y se volvió a subir. La niebla y el


hombre ya habían desaparecido, y sobre el escenario

65
Antología Del Crimen

comenzaron los actores su representación.

La campana del Big Ben sonó, dando las once de la


noche. Habían transcurrido ya dos horas y media
desde el comienzo de la representación. En el interi-
or, se habían consumido ya los veinte minutos del
receso, y los espectadores estaban de nuevo en sus
asientos disfrutando de la obra.

El telón se bajó. Se subió, y el escenario volvía a es-


tar cubierto de niebla. El hombre vestido de negro, y
con la máscara blanca en forma de calavera que le
cubría el rostro, volvió a aparecer en el escenario.
Miró a los asistentes con sus ojos grises, y abrió am-
pliamente los brazos.

- Damas y caballeros. Les emplazamos a permanecer


en sus asientos durante la representación del último
acto de nuestra obra. Les recordamos que la función
no ha acabado.

El telón bajó, y volvió a subir. La niebla seguía so-


bre el escenario, y el hombre vestido de negro había
desaparecido. En su lugar, había un hombre so-bre el
escenario. El hombre era uno de los actores que par-
ticipaban en la obra. Tenía la cabeza separada unos
metros del cuerpo, y un enorme charco de sangre ro-
deaba su cuerpo.

Los asistentes se miraban unos a otros, y murmura-


ban nerviosos. El hombre vestido de negro volvió a
aparecer. Su máscara blanca estaba salpicada de san-

66
Iñaki Santamaría

gre.

- Me encanta esta obra. ¿A ustedes no? Abandonen


sus asientos. La función ha acabado. Este hombre
está muerto.

El telón se bajó, y los asistentes se levantaron y co-


rrieron enloquecidos hacia la salida más próxima.

67
Antología Del Crimen

Capítulo 4:

Demasiados riesgos

T OM DERN se agachó, con su nariz a esca-


sos centímetros de distancia del cuerpo sin
vida de Ethan Hackmann. Su cabeza estaba
separada del cuerpo, la sangre lo rodeaba todo, y
junto al cuerpo había una máscara en forma de ca-
lavera, y una espada afilada.

Tom resopló: llevaba dos semanas con ese caso, y


no tenía nada. Sólo un pelo rubio.

Dern se incorporó y resopló hastiado: era consciente


de que sólo le quedaban dos semanas para detener al
asesino. Y sólo tenía un pelo. Ni un nombre, ni una
pista, ni tan siquiera una huella.

Sólo ese maldito pelo rubio.

- Dos muertos en dos estrenos en dos grandes tea-


tros. Esto es fantástico. Llevaos este fiambre a la
morgue, chicos. Que el forense se encargue de él.

Dern bajó del escenario, y salió del teatro.

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos.


La puerta del conductor se abrió, y Tom Dern bajó
del vehículo. Sus ojos miraron al edificio de la comi-
saría, que se alzaba en Queen Victoria Street. Dern
cerró con llave el coche, cruzó la calle y entró en la

68
Iñaki Santamaría

comisaría. Miró a su alrededor: sólo había una doce-


na de agentes, ya que el resto estaba en Long Acre.
Era mediodía cuando Dern abrió la puerta de su des-
pacho, entró y conectó su ordenador.

Pasaron unos minutos, hasta que la pantalla por fin


se encendió. Dern clavó sus ojos en el mapa de Lon-
dres que tenía ante sí, en el monitor del ordenador.

-¿Qué tiene los dos en común, aparte de que están


muertos, fueron asesinados en la noche de un estre-
no en un gran teatro de Londres, y son actores que
participaban en la obra? - suspiró Dern, reclinándose
sobre la silla -. Las dos obras implicaban que el ase-
sino, que se hacía pasar por narrador, llevase una
máscara puesta.

Pasaron dos horas, y los ojos de Tom seguían fijos


en la pantalla del ordenador. En la bandeja de salida
de papel de la impresora había un montón muy gran-
de de hojas impresas.

Dern cogió la hamburguesa con las dos manos, y le


dio un mordisco. La dejó sobre la mesa y bebió un
trago de la botella de cerveza que había al lado del
monitor del ordenador. Se limpió la grasa de las ma-
nos con una servilleta de papel, y cogió las diez ho-
jas de papel que había sacado la impresora.

- Los teatros con más nombre de Londres son: el Ro-


yal Albert Hall, donde se encontró el primer cadá-
ver; el Royal Opera House, donde se cometió el se-

69
Antología Del Crimen

gundo asesinato; y el Royal National Theatre, donde


se cometerá un tercero asesinato, y nosotros cazare-
mos al asesino enmascarado. Pero... ¿Cuándo será?
¿El estreno de qué obra será la excusa para asesinar
una tercera vez?

Dern dejó las hojas sobre la mesa, y se inclinó hacia


el monitor del ordenador.

Eva Devoise estaba sentada en el sofá, y miraba ner-


viosa una y otra al reloj que había sobre la mesa de
cristal del salón, enfrente de la televisión.

Transcurrieron varios minutos, en los que Eva miró


incontables veces al reloj. Por fin, la puerta principal
se abrió, y Eva respiró aliviada.

- Pensé que te había pasado algo - dijo la atractiva


joven francesa, mientras la puerta se cerraba.

Jack Twain entró en el salón, y miró a Eva.

- Mal día habría sido éste para haberme pasado algo


- dijo el joven inglés -. Hoy es el gran estreno.

- Y el último, supongo.

-¿Te pasa algo, querida? Te noto preocupada por al-


go.

- Me preocupo por ti. Matas a alguien en el teatro,

70
Iñaki Santamaría

rodeado de miles de personas, y estoy dos semanas


sin saber de ti. Algún día de éstos veré la noticia de
tu muerte.

- Será cuando llegue ese día cuando me preocupe –


dijo Twain, abrazando a la joven -. Es más: es en ese
día cuando hay que preocuparse, Eva. Le das dema-
siadas vueltas a esa linda cabecita tuya. Te perocu-
pas por demasiadas cosas.

- Sólo por una, pero que me preocupa por encima de


todas. Además, Dern ya habrá descubierto dónde vas
a actuar, y puedes apostar a que estará allí. Creo que
tomas demasiados riesgos simplemente por algo tan
tonto como tu orgullo.

- Los riesgos acaban esta noche, querida Eva. Pue-


des estar segura. Pero, hasta que esta noche pase,
procura no preocuparte por mí.

- Será difícil. Ya sabes lo que te quiero.

- Precisamente, por eso te pido que no te preocupes


tanto por mí.

- No prometo nada. Tan sólo te deseo que esta noche


te rompas una pierna.

- Gracias, querida. Esta noche tiene lugar el último


acto de mi obra, y es el más importante de todos.

Tom cogió su teléfono móvil, y marcó un número.

71
Antología Del Crimen

Sobre la mesa tenía el periódico abierto por la secci-


ón de los estrenos de teatro de esa noche.

-¿Inspector Lestrade? Al habla Tom Dern. Mande a


todos sus hombres al Royal National Theatre. Esta
noche atraparemos al asesino.

72
Iñaki Santamaría

Capítulo 5:

El último acto de la obra

E RA EL DÍA 15 de marzo de 1996. Las bajas


temperaturas y las fuertes lluvias azotaban la
ciudad de Londres. Los policías rodeaban
por completo el Royal National Theatre. Todos es-
peraban que aquella noche se atrapase al asesino en-
mascarado de los teatros.

Las bajas temperaturas, las fuertes lluvias y la gran


cantidad de policías no impedían, sin embargo, que
aquella noche los exteriores del Royal National The-
atre registrasen una gran cola. La gente aguardaba,
nerviosa y expectante, enfrente de la puerta cerrada
del gran teatro para entrar, y poder presenciar el últi-
mo estreno que llegaba al teatro londinense: El Últi-
mo Acto.

Cuando las agujas del Big Ben marcaban las ocho


menos veinticinco de la noche, las puertas del Royal
National Theatre se abrieron, y la gente comenzó a
entrar y ocupar sus asientos, ante los amables salu-
dos del portero, que saludaba a los asistentes según
éstos iban entrando.

Faltando escasos cinco minutos para las ocho, se le-


vantó el telón. Un denso velo de niebla cubría todo
el escenario, ante la mirada expectante de los asis-
tentes, que abarrotaban el interior del Royal National
Theatre.

73
Antología Del Crimen

Pasaron unos segundos, y un hombre apareció sobre


el escenario. Iba completamente vestido de negro, y
una máscara blanca cubría su rostro. Sus ojos grises
miraron a todo el auditorio, y se detuvieron en Tom
Dern, quien le miraba fijamente desde su asiento.

- Damas y caballeros - dijo, abriendo ampliamente


los brazos -. Les damos la bienvenida al Royal Nati-
onal Theatre. Esta noche tenemos el inmenso placer
de presentar ante ustedes una adaptación de la genial
película de George Wilhelm Pabst El Último Acto.
Les rogamos que permanezcan en sus asientos hasta
la conclusión de la obra. A la mitad de la representa-
ción, habrá un pequeño receso de diez mi- nutos, du-
rante los cuales podrán abandonar su sitio si así lo
desean. Les deseamos que disfruten de la obra.

Tom Dern clavó sus ojos en la figura del escenario.

- Es ése, el que está en el escenario - susurró a los


policías que le acompañaban -. Avisen a los demás
agentes. Que estén preparados.

El telón se bajó, y se volvió a subir. La niebla y el


hombre ya habían desaparecido, y sobre el escenario
comenzaron los actores su representación.

La campana del Big Ben sonó, dando las diez de la


noche. Habían transcurrido ya casi dos horas desde
el comienzo de la representación.

74
Iñaki Santamaría

En el interior, se habían consumido ya los diez mi-


nutos del receso, y los espectadores estaban de nue-
vo en sus asientos disfrutando de la obra.

El telón se bajó. Se subió, y el escenario volvía a es-


tar cubierto de niebla. El hombre vestido de negro, y
con la máscara blanca que le cubría el rostro, volvió
a aparecer en el escenario. Miró a los asistentes con
sus ojos grises, fijó su mirada en Dern de nuevo y
abrió ampliamente los brazos.

- Damas y caballeros. Les emplazamos a permanecer


en sus asientos durante la representación del último
acto de nuestra obra. Recuerden que la función no ha
acabado.

Tom abandonó el auditorio, y dio orden por el co-


municador a todos los policías.

- A todos los agentes. Orden de estar preparados. Va


a actuar ya. Cubran todas las salidas, y todos los ac-
cesos. Sobre todo, las salidas del escenario. Que no
escape.

El telón bajó, y volvió a subir. La niebla seguía so-


bre el escenario, y el hombre vestido de negro había
desaparecido. En su lugar, había un hombre sobre el
escenario. El hombre era uno de los actores que par-
ticipaban en la obra. Tenía un cuchillo clavado en el
abdomen, y un enorme charco de sangre rodeaba su
cuerpo.

75
Antología Del Crimen

Los asistentes se miraban unos a otros, y murmura-


ban, nerviosos. El hombre vestido de negro volvió a
aparecer. Su máscara blanca estaba salpicada de san-
gre.

- Me encanta esta obra. ¿A ustedes no? Abandonen


sus asientos. La función ha acabado. Este hombre
está muerto.

El telón se bajó, y los asistentes se levantaron y co-


rrieron enloquecidos hacia la salida más próxima.

Una ola de personas se dirigió corriendo hacia las


salidas del teatro, todas cerradas y vigiladas por los
policías. Desde lo alto, Tom miró hacia abajo, a la
tromba de personas agolpadas a las salidas.

- Préstenme un momento de atención, por favor – di-


jo Dern. La atención de todos se volvió hacia el de-
tective -. Un asesino anda suelto en este teatro. Pero
conserven la calma. Ninguno de ustedes corre peli-
gro. Para dar con él, salgan ordenadamente, y den su
nombre al agente que se encuentra en la salida co-
rrespondiente. Tendrán que darle su pase de teatro, y
dar una huella dactilar. Es por su seguridad. Por fa-
vor, colaboren. Cada uno recibirá su pase en el plazo
de una semana.

Las puertas se abrieron, y todos los que salían iban


dando su pase de teatro y una huella dactilar.

-¿Tenemos alguna pista por ahí? - preguntó Tom por

76
Iñaki Santamaría

el comunicador.

- Nada. Aquí detrás no está. Tiene que estar en la sa-


lida.

- En ese caso, tendrá que dejar su pase, y una huella


dactilar. Entonces le tendremos.

Transcurridas varias horas, el teatro estaba vacío, y


los policías habían llevado ya el pase de teatro de to-
dos los asistentes a la obra, incluidos los actores, y el
forense se encontraba comparando el ADN de cada
pase de teatro con el del pelo rubio encontrado en la
máscara.

La noche se encontraba ya muy avanzada, y Tom


Dern dormía en el sofá del salón de su casa, cuando
su teléfono sonó con un gran estruendo. Dern buscó
el teléfono a tientas, y lo descolgó al cabo de varios
segundos.

-¿Diga? Ah, sí. Hola, doctor. ¿Qué? No, no dormía.


¿Ha encontrado alguna coincidencia entre el ADN
de algún pase de teatro y el pelo rubio? ¿Qué? Creo
que no le entendido bien. Repítamelo, por favor.
¿Que pertenecen a quién? ¿Está seguro? ¿Y ésa es la
dirección? Bien, si usted lo dice me lo creo. Dígale
al Inspector Lestrade que tenemos un problema.
Pues despiértele. A mí me ha despertado sin compa-
sión alguna. Pues le dice que se lo he dicho yo – col-
gó el teléfono con un fuerte golpe, salió de casa.

77
Antología Del Crimen

Epílogo:

La función ha acabado

J
OHN LESTRADE mascaba, furioso, un ciga-
rro, mientras se protegía del frío como podía,
y esperaba la llegada de Tom Dern, quien le
había citado en Oxford Street. Pasaron varios mi-
nutos, y Lestrade alcanzó a ver entre la oscuridad de
la noche el resplandor de dos faros que se acercaban
hacia él. El coche se detuvo, y el Inspector arrojó su
cigarro al suelo.

- Espero que haya tenido una buena razón para ha-


berme hecho venir hasta aquí a esta hora, Dern - se
quejó, mientras el detective salía de su coche, y ca-
minaba hacia él -. Sobre todo, con el tiempo que ha-
ce.

- La culpa la tiene el forense, por hacer bien su tra-


bajo- replicó Dern -. Grítele a él.

-¿Qué se nos ha perdido aquí, Dern? Espero que ten-


ga que ver algo con el caso.

- El forense ha encontrado coincidencia con el ADN


de un pase de teatro y el pelo rubio de la máscara. El
asesino vive en esta calle.

-¿Cuál es el problema? Entramos en su casa, le dete-


nemos y caso cerrado.

78
Iñaki Santamaría

- Sólo estoy de acuerdo con usted en lo último: el ca-


so está cerrado.

- Explíquese.

- El asesino al que buscamos es Jack Twain. Y lleva


diez años muerto. Su casa se incendió con él dentro
cuando le teníamos rodeado. Su casa era el número
658. Ahora sólo es un montón de escombros y ceni-
za.

-¿Está seguro de eso, Dern? ¿No es una broma de las


suyas?

- Me gustaría que así fuera, pero me temo que no


hay suerte.

- En ese caso, le veré mañana en la comisaría. Quie-


ro que me presente un informe de este caso.

- Como quiera.

Lestrade dio media vuelta, subió a su coche, y salió


de allí,

Dern se quedó unos minutos pensando bajo la lluvia.


Allí había algo que no terminaba por cuadrarle. Pero
no sabía qué.

De pronto, sintió que algo frío se apoyaba en su ca-


beza.

79
Antología Del Crimen

- Ha pasado el mes, detective - dijo una voz de hom-


bre detrás de él - . Tu turno sobre el escenario ha ter-
minado.

-¿Quién narices eres?

Pasaron unos minutos en silencio. Algo sonó sobre


el suelo. Dern bajó la vista, y vio una máscara blan-
ca en el suelo. El detective se giró lentamente, y su
rostro palideció al ver que quien le apuntaba a la ca-
beza con una pistola era Jack Twain.

-¿Qué pasa, detective? Parece que hayas visto un


fantasma.

- Estás... estás... estabas...

-¿Qué? ¿Tengo la corbata torcida? ¿Una mancha en


el abrigo?

- Estás… muerto. No puedes estar aquí.

- Encontrasteis un cadáver chamuscado, y las identi-


ficaciones os dijeron que era yo. Craso error. No sé
quién era aquel pobre hombre. Pero, desde luego, yo
no. Ahora, detective, despídase. El telón ha bajado.
La función acaba para usted.

Twain quitó el seguro del arma, y disparó. La bala


hizo reventar la cabeza de Tom Dern, salpicando de
sangre el suelo y a Jack Twain. El joven inglés dejó
su arma al lado del cadáver de Dern, y salió de Ox-

80
Iñaki Santamaría

ford Street.

Eva Devoise ojeaba tranquilamente el TIMES en el


desayuno, mientras Jack Twain tomaba una taza de
café.

- Esta noche hay un estreno en un teatro de la ciudad


- dijo Eva -. Podríamos ir los dos, para variar.

- No tengo ninguna máscara - dijo Jack -. No puedo


ir.

-¿Qué tal si, por una vez, sólo asistes al teatro para
ver la obra?

Jack frunció el ceño, y sonrió.

- Puede ser divertido - dijo Jack, dejando la taza va-


cía sobre la mesa -. Siempre hay que probar cosas
nuevas en esta vida. ¿A qué hora es el estreno?

Eva sonrió, y le pasó el periódico. Mientras, fuera


había comenzado a llover.

Fin

81
Índice:

Prólogo: Muerte bajo el telón…………………….46

Capítulo 1: Regreso a Londres……………………49

Capítulo 2: Escenario del crimen………………....56

Capítulo 3: La Muerte, a escena………………….62

Capítulo 4: Demasiados riesgos…………………..68

Capítulo 5: El último acto de la obra…………..…73

Epílogo: La función ha acabado………………….78


El Extraño Caso Raro
Iñaki Santamaría

Capítulo 1:

¡Por fin! ¡Un caso!

E N LA ciudad había hecho un tiempo de pe-


rros. Dos semanas seguidas lloviendo a ma-
res, y todavía no había habido ninguna inun-
dación. ¡Qué injusto es el destino! Pero ese día, no
se sabe por qué, no llovía. Hacía sol. No sólo eso:
hacía un calor agobiante. ¡Que vuelvan las lluvias!

Había sido un día bastante aburrido: asesinatos, per-


secuciones, robos, tiroteos… Todo lo normal. Pero,
antes de seguir, me presentaré: mi nombre es De-
cker, y soy detective; detective privado. Mi madre
quería que yo fuese médico, pero, en fin, no pudo
ser. Me quedé a medio camino entre auxiliar de clí-
nica y ATS.

Como iba diciendo, era una noche corriente. Pero,


esa noche, los mosquitos parecían más grandes de…
bueno, de lo que suele ser el tamaño normal de los
mosquitos. Era una pegajosa noche de agosto, lo que
explicaría el calor asfixiante que hacía.

Estaba en mi oficina de la calle de al lado. No era la


Quinta Avenida; pueden creerme. Estaba pasando
por un mal momento: mi novia me había dejado ha-
cía poco, aunque la verdad era que yo le había deja-
do a ella. Pero eso no era lo peor: hacía varios meses
que no tenía un solo caso. Y mi casero tenía una
gran cualidad: la impaciencia. Así que, o tenía un ca-

87
Antología Del Crimen

so pronto, o tendría que huir del país.

En estas circunstancias tan buenas, parecía algo im-


posible que mi situación pudiera mejorar algo. Pero
cambié de idea en cuanto oí que llamaban a la puer-
ta.

- Ya tengo seguro. Y no me interesan más enciclope-


dias.

-¿Señor Decker?

- Si no lo soy, tendré que matar al que ha puesto mi


nombre en la puerta.

- Necesito sus servicios.

Esa frase olía a dinero más que la comida del puerto


a vómito.

- Adelante. Pase.

La puerta se abrió, y por ella entró una atractiva chi-


ca morena, y con ojos verdes. Un ajustado vestido
negro le hacía resaltar todas las curvas. Tanta curva
estuvo a punto de marearme. El vestido tenía una
apertura en uno de los lados, gracias a la cual se le
podía ver la pierna derecha. De inmediato deduje
que la otra sería igual. De ser así, las piernas serian
tan largas que llegarían hasta el suelo. Sin esperar mi
permiso, la chica se sentó en la silla que tenía delan-
te de la mesa. ¡Si es que ya no queda educación!

88
Iñaki Santamaría

- Necesito sus servicios.

- Eso ya me lo ha dicho antes. ¿Qué tripa se le ha ro-


to? Digo… ¿Qué quiere? ¿Tiene dinero? Conteste
primero a la segunda pregunta.

- Es una larga historia.

Abrí uno de los cajones de la mesa, y, tras quitar va-


rias revistas deportivas, un balón de rugby deshin-
chado y una gorra de béisbol llena de polvo, por fin
lo encontré: mi bolsa de palomitas con mantequilla.
Tras sacarlas, me recliné en la silla, y puse los pies
encima de la mesa. ¿Qué pasa? Es mi despacho, y
hago en él lo que quiero. Sólo faltaría que tuviera
que pedir permiso.

- Cobro por horas. Comience cuando quiera.

La chica comenzó a contarme el rollo. Esto… la his-


toria.

- Me llamo Laura Linder. Soy la directora del Museo


de Historia de la ciudad. Esta semana va a haber una
gran exposición de objetos de la Edad Media. La pi-
eza central de esa exposición es el Nokradom.

Le miré como sólo las vacas saben mirar al tren cu-


ando pasa.

- Es el báculo de Merlín. Pero, por desgracia, esa pi-

89
Antología Del Crimen

eza nos ha sido robada. Ayer a la noche, cuando es-


taba a punto de salir, oí un ruido en la sala de la ex-
posición. Me dirigí allí para ver qué pasaba. Pero to-
do estaba en orden, por lo que me fui a casa. Pero,
esta mañana, el Nokradom había desaparecido.

- Es terrible.

-¿De verdad se lo parece?

- Sí. Me he quedado sin palomitas. En cuanto al No-


krabdbadom, o como se diga, no se preocupe. Mejor:
sí se preocupe. Preocúpese en decir una cifra de di-
nero lo suficientemente alta como para que me inte-
rese su caso.

- No se preocupe por el dinero, señor Decker. Si re-


suelve el caso, le pagaré un millón de dólares. Lo
principal es recuperar la pieza.

Nada más oír tantos dólares juntos y de golpe, se me


patinó la silla, y me di el costalazo padre. Después
de aterrizar en el suelo, me levanté rápidamente. Pa-
ra un cliente que tenía, no podía dejar que se mar-
chara. Si no, ¿qué clase de detective sería?

- Tendré que pensármelo – dije, para hacerme el in-


teresante.

- Si no le interesa el caso…

- Que sí me interesa, concho. ¿No se lo he dicho ya?

90
Iñaki Santamaría

Nos vemos mañana en el museo.

La chica se levantó, y me tendió la mano. Al princi-


pio no se la cogí porque yo ya tenía dos. Pero al final
cedí, más que nada para quedar bien, y continuar con
el caso.

- Hasta mañana – se despidió, y salió de la oficina.

De nuevo solo. ¡Qué bien se está, me cago en diez!

Me quedé reflexionando sobre el único asunto de la


noche, y quizás por ello el más importante: ¿Cómo
me había podido quedar sin palomitas?

En vista de que en este Mundo hay asuntos que el


hombre es incapaz de responder aunque viva ¡yo!
para siempre, como, por ejemplo, por qué las muje-
res siempre van de dos en dos al baño, decidí irme a
lo que llamaba casa.

Salí de la oficina, y me dirigí hacia uno de los apar-


tamentos más cutres y cochambrosos de la ciudad.

Por el camino, algo me pasó zumbando por la cabe-


za. ¡Malditas moscas! Por fin llegué a “casa”. Que
nadie se haga ilusiones. Era peor que la oficina, pero
me servia para no dormir en las frías y asquerosas
calles de la ciudad.

Estaba agotado. Y preocupado. Pero no recordaba


por qué. Entré en la cocina y me bebí un café para

91
Antología Del Crimen

poder dormir bien aquella noche.

No sabía por qué, pero aquella noche tenía la espe-


ranza de que mañana podía ser un gran día. No, no
lo creo. Habrá sido efecto del bocata de garbanzos
con chorizo del desayuno. Pero, igual, si se compa-
raba con los días que había vivido últimamente…
No, mañana, definitivamente, sería un día más en mi
vida.

Miré por la ventana de la cocina, para asegurarme de


que la ciudad todavía estuviera allí, después de lo
cual volví adentro; entre otras cosas, porque fuera
hacía un frío del copón.

Tras ponerme cómodo y todas esas cosas, me metí


en la cama; con la esperanza de que mañana fuese
un día más que hoy, pero menos que pasado.

92
Iñaki Santamaría

Capítulo 2:

Cuando los monumentos andan

E L MALDITO despertador sonó, y logró


despertarme de un fabuloso sueño. Cogí el
revolver, y de un tiro lo empotré contra la
pared. El ruido habría despertado a barrio y medio.
Me era igual: alegaría defensa propia. Al fin y al ca-
bo, era su palabra contra la mía.

¡Y él ya estaba muerto!

Liquidado ese asunto, que me traería problemas con


la justicia, me levanté de la cama, ese lugar donde
cualquier hombre mejor está, y, después de despejar-
me un poco con el agua fresca que salía del grifo del
lavabo, me fui a la cocina.

Allí, enfrente de una taza de café que tenía más años


que el Sol, o que mi antigua profesora de ciencias
económicas quánticas, quien sabe, estaba una silla
vieja, potrosa, e invadida por la polilla. Pero no me
habría podido deshacer de ella. Tenía valor senti-
mental. Creo que venía incluida ya con la casa. Eso,
y que nadie tenía el valor suficiente como para tocar
“eso”. Pero yo… tampoco.

Después de mal desayunar, y en vista de que lo más


interesante que ocurría en ese momento era que la
OTAN, otra vez, estaba bombardeando algo por al-
gún sitio, por lo que se pueden imaginar qué será lo

93
Antología Del Crimen

más aburrido, decidí salir a la calle. Así que cogí mi


cazadora de cuero y mis gafas de sol, y salí a la ca-
lle.

Lo dicho: salí a la calle. Ya estaba fuera. Una vez en


esa parte del Mundo, crucé la carretera, y fui a ver
qué había en el quiosco de la esquina.

-¿Qué hay hoy, Johnny?

- Nada interesante, la verdad. Casi lo de siempre.

Eché un ojo a los periódicos. Menos mal que tenía


otro. Aquella mañana, todos los periódicos del país,
o al menos los del quiosco, hablaban de lo mismo.

THE NEW YORK TIMES

ROBADA PIEZA IMPORTANTE DE LA


EXPOSICIÓN

THE HERALD

ROBO PONE EN PELIGRO EXPOSICIÓN


EN EL MUSEO

The Sun

Gol en fuera de juego

94
Iñaki Santamaría

¡Eh! Pero ¿Quién ha sido el imbécil que ha puesto


esto aquí?

Recuperado de esta horrible visión, decidí irme al


museo, a ver si lo habían cambiado de sitio. Al lle-
gar, me llevé una gran decepción: estaba donde sien-
pre. Bajé del coche, y entré, siendo recibido por Lin-
der.

- Veo que al final ha venido.

Estas palabras hicieron que me pensara muy seria-


mente marcharme de allí. Pero, aunque hubiera que-
rido, no hubiera podido. La puerta estaba cerrada.

-¿Por qué se ha cerrado la puerta?

- Habrá sido el viento.

De pronto, mis ojos se clavaron en una estatua muy


bien esculpida, y bastante realista, de una chica.
Aunque me aterré un poco cuando vi que empezaba
a andar. Tardé un segundo en darme cuenta de que
no era una estatua. ¡Madre, qué menudomento!

-¿Cuál es ese monumento de ahí enfrente?

Linder miró, haciéndose la distraída. No sé si me lo


parecía a mí, o era que todavía estaba dormido, pero,
aquella mañana, noté a la directora del museo más
guapa que la noche anterior. Al final, lo tuve claro:

95
Antología Del Crimen

todavía estaba dormido.

- Se trata de El Pensador.

“Pues yo hubiera jurado que era una chica con un


nombre menos extraño”, pensé. Luego caí, y qué da-
ño me hice, en que se refería a la estatua toda cutre y
sucia que había cerca de la chica.

- No - repliqué, muy molesto por que me quisieran


dar caimán por elefante -. Yo me refería a la chica.

-Ah, ¿se refiere a Carol Lane, la encargada de la ex-


posición?

No, me refiero al Papa. ¡No te…!

- Sí, a ella misma.

- Carol. ¡Carol! – llamó Linder -. ¿Puedes venir un


momento?

Carol paró de mirar las vitrinas, y se giró. Era preci-


osa. Tenía el pelo moreno, rizado, y, lo más impor-
tante, largo. Además, tenía dos ojazos de color ma-
rrón oscuro que…

-¿Sí? – preguntó.

- Carol, te presento al detective Decker. Está investi-


gando el robo del Nokradom.

96
Iñaki Santamaría

Me sonrió, y me extendió la mano. ¿Por qué todo el


mundo, en vez de un cheque, me extiende la mano?

- Es un placer, detective.

Ante esa sonrisa, unida a su mirada, no había quién


se resistiera. Le estreché la suave mano con fuerza.

- El placer es mío – dije, quitándome las gafas de sol


para poder verla bien, y, de paso, intimidarla con
mis ojos grises.

- Bueno, si no les importa, tengo bastante trabajo; así


que volveré con él. Una vez más, ha sido un placer,
detective – dijo, volviendo al trabajo.

- Puede creerme: el placer ha sido todo mío.

Menos mal que volví a ponerme las gafas de sol,


porque, si no, todavía estaría buscando los ojos. Re-
cuperado de esta visión, le dije a la directora cuál era
la sala de la exposición. Me debió entender mal, por-
que me llevó directamente a ella. Y yo sólo quería
saber cuál era. En fin: ella era la que iba a pagar, por
lo que no discutí.

-¿Le importa dejarme a solas para que pueda investi-


gar la sala?

Siempre había odiado trabajar con espectadores. Si


quieren ver, que paguen.

97
Antología Del Crimen

Una vez solo, investigué la sala de punta a punta. Y


sólo encontré que Carol había hecho un excelente
trabajo en la exposición. Por lo demás, ni mota de
polvo. Así pasaron los segundos, los minutos, las ho-
ras… y mi paciencia. Pero no encontré ni una sola
pista.

-¿Ha encontrado algo? - preguntó una voz detrás de


mí.

Me giré rápidamente: era Carol.

- No, no he encontrado nada. Bueno, sí. Es usted ex-


celente como organizadora de exposiciones. Si algún
día tengo alguna, le llamaré.

La chica sonrió.

- Gracias – dijo, y se fue.

Estaba desconcertado: ¿estaría dispuesta a ayudarme


a organizar mi casa y mi oficina después del caso?
Esperaba que sí. De repente, mi móvil sonó. ¡Mier-
da! Pensaba que lo había dejado en casa. Miré de
quién era la llamada: Jack. Ni me molesté en con-
testar. Di media vuelta, y salí de la sala de la exposi-
ción.

-¿Ha encontrado algo? – preguntó Laura Linder.

Si me dieran un dólar por cada vez que me hacen esa


pregunta…

98
Iñaki Santamaría

- No, no he encontrado nada. Aún – dije, después de


lo cual miré el reloj -. Tengo que hacer unas llama-
das. Ya le avisaré si averiguo algo.

Di media vuelta, y caminé hacia la salida, esperando


que se creyera lo que le acababa de contar. Salí del
museo y monté en el coche. Allí me acordé de que sí
que tenía que hacer varias llamadas, de verdad. Así
que pisé el acelerador a fondo, y fui a mi piso.

De vuelta a casa, saqué mi agenda, y, tras buscar va-


rios teléfonos, por fin encontré una pizzería que me
regalaba una pizza por la compra de una familiar.
Con esa apetitosa cena pensaba dar por concluido el
día. Pero hay gente en la ciudad que no tiene mejor
cosa que hacer que molestar a los detectives priva-
dos como yo llamándoles por teléfono después de
cenar.

-¿Sí?

-¿Decker? ¿Eres tú?

- No; soy el presidente.

- Soy Jack. Te llamaba para saber qué tal vas con el


caso del Nokradom.

Tío asqueroso. Encima de que me incordia la cena,


lo pronuncia bien a la primera.

99
Antología Del Crimen

- Voy bien. Gracias por llamar. Adiós.

- Ya sabes que, si necesitas cualquier cosa….

- Sí, estás tú para averiguarlas antes que yo, y resol-


ver el caso. Ahora, tengo cosas que hacer. Si me dis-
culpas, o si no, me da lo mismo, me gustaría termi-
narlas.

- Te dejo, entonces – dijo Jack, y colgó.

No, me dejas en paz. Después de aliviar una terrible


necesidad de limpiarme la oreja, me metí en la cama,
y esperé a que llegara mañana para comenzar las in-
vestigaciones.

100
Iñaki Santamaría

Capítulo 3:

Lo mío es suerte

L A VIDA de algunas personas se caracteriza


por tener desgracia tras desgracia. Ése es mi
caso, que no mi casa, ni mi queso. Ahora que
me había librado del despertador, lo que me des-
pertó aquella mañana fue el teléfono. ¿Es que nadie
me quería dejar descansar tranquilo? En vista de que
la hora que era, era la que era, y no otra, decidí co-
gerlo.

-¿Decker?

¡Maldito seas, Jack! ¡Tú tenias que ser!

-¿Qué quieres ahora, Jack?

- Saber si te puedo ayudar de alguna manera con el


caso.

Sí, puedes morirte, por ejemplo.

- No, tranquilo. Si me puedes ayudar en algo, serás


el último en saberlo. Hasta luego.

Libre de ése, me levanté y volví al museo, donde te-


nía un crimen que resolver. Ejem… Volví a sala de
la exposición. La volví a investigar. Volví a encon-
trar nada. ¿He dicho nada? Miento. Eso ya os lo ha-
bía dicho antes. ¿O no? Es igual.

101
Antología Del Crimen

Estaba yo investigando la sala, cuando algo me lla-


mó la atención. Era el guardia, diciéndome que no
hiciera tanto ruido con el chicle. Decidí echar un úl-
timo vistazo por la sala. De repente, descubrí algo en
el suelo. Me agaché como si fuera yo, y descubrí que
era ¡un pelo! ¡Dos horas investigando la maldita sa-
la, y sólo había encontrado un maldito pelo! Que en-
cima no era mío.

Hasta ahí, nada interesante. Pero lo encontré en la


vitrina donde, teóricamente, debería estar el Nokra-
amnvndob ese de las narices. Lo cual me daba una
pista: el ladrón no era clavo. Tenía por dónde empe-
zar.

Salí del museo por la puerta y regresé a casa. No sé


para qué, la verdad, pero algo tenía que hacer. Me
encontraba yo mismo como persona inmerso en un
profundo meditar de los intríngulis intrínsecos de la
humanidad, o traducido: durmiendo como un tronco,
cuando algo, o alguien, llamaba a mi puerta.

- No quiero más enciclopedias.

- Soy yo… Carol.

Otro leñazo contra el suelo. Tenía que dejar este tra-


bajo. Era malo para la salud.

- Un momento – dije, tratando de levantarme lo más


rápido que pude.

102
Iñaki Santamaría

Recuperado del golpe, volví a poner los pies encima


de la mesa.

- Adelante.

La puerta se abrió, y por ella entró Carol. Era una


chica decidida y valiente, porque se sentó en la silla
que había enfrente de la mesa.

- Dígame, señorita. ¿Tiene novio? Digo… ¿Que le


ha traído a esta parte del Mundo, aparte de un taxi?

- No. Esto… Quería hablar con usted sobre el caso


del robo.

- Bien.

¿Cómo?

- Que bien….que quiera usted hablar conmigo.

Sí, porque lo otro es mejor.

- Y ¿Qué quería comentarme del caso del Nogygof?

Dichoso nombre. Acabará el caso, y no me lo habré


aprendido.

- Le quería preguntar si había descubierto ya algo.

- Sí; la verdad es que sí.

103
Antología Del Crimen

- Me refiero del caso.

- Ah. También. Esta mañana he encontrado un pelo


en la vitrina del… objeto a encontrar.

-¿Y?

- Y llegado a la conclusión de que el ladrón no es


calvo. Por lo menos, no cuando lo robó. Estoy algo
desconcertado en este caso, la verdad.

¡Lo realmente sorprendente era que estuviera en el


caso!

-¿Pues?

- Esta exposición significa mucho para la directora


del museo. Lo sé porque me lo ha dicho ella varios
miles de veces. Así que lo más seguro es que alguien
lo haya robado para vengarse de ella.

- No entiendo.

- Digo que alguien ha robado lo que ha robado para


vengarse de la señorita Linder. Pero, lo que no enti-
endo, es quién ha podido ser. Parece simpática, y bu-
ena persona.

Después de toda esta parrafada, después de la cual


casi me convenzo a mí mismo de algo, Carol y yo
pasamos la noche hablando y hablando de no me

104
Iñaki Santamaría

acuerdo qué. A eso de las tantas, más o menos, Carol


se levantó.

- Ha sido un placer, señor Decker - dijo -. Por favor,


si averigua algo, dígamelo.

- Tranquila. Será la segunda persona la que le diré


“Melo”.

Le acompañé a la puerta, y, tras un largo beso de bu-


enas noches, se fue. No me lo podía creer: por fin te-
nía suerte. Tenía un caso, había conocido a la chica
de mis sueños, iba a poder pagar mis dudas, había
conocido a la chica de mis sueños, estaba hecho un
lío, ¿he mencionado ya que había conocido a la chi-
ca de mis sueños?

Después de una agotadora jornada de trabajo, tenía


tanto sueño que hasta me fui a la cama y todo.

105
Antología Del Crimen

Capítulo 4:

¡Madre, qué lío!

A
LA MAÑANA siguiente, me desperté. Era
miércoles. No sólo eso. Era un día más que
ayer, pero menos que mañana. Llevaba ya
unos días con el asunto del robo en el museo, y sólo
había sacado dos cosas en claro: que el como se lla-
me había sido robado, y que la encargada de la expo-
sición era preciosa. Y no por ese orden.

Después de aclararme un poco las ideas, volví a la


oficina. Sólo por hacer algo. Una vez allí, me senté
en la silla, y me puse a pensar un poco. Pero sólo un
poco. De repente, algo en la silla de enfrente llamó
mi atención. No era sólo que no se hubiera roto, sino
que me había parecido ver algo sospechoso.

Me acerqué con sigilo, para que no se escapase. Por


fin lo descubrí: ¡era un pelo! Tengo la suerte del pri-
mo Cirilo, que se sienta en un pajar, y se pincha con
la aguja. Bien pensado, eso no es tener mala suerte;
eso es ser imbécil.

El pelo de la narices, o de la cabeza, era largo, more-


no, y rizado. ¡Quietos todos! ¿Dónde he visto yo ese
pelo? Ése no, más bien, uno igual. En la cabeza de
media ciudad. Eso reducía el número de sospechosos
a muchos cientos. Y también lo había visto en el mu-
seo. Rebuscando entre mis cosas de valor, encontré
el otro pelo. A simple vista, parecía un pelo. Lo

106
Iñaki Santamaría

comparé con el otro. Me quedé peor que al principio,


por lo que decidí llamar a mi amigo del Bar Baro,
ese antro donde se servia la peor comida del puerto.

-¿Sí?

-¿James? Soy Decker. Necesito que analices un par


de pelos que he encontrado por ahí tirados. Como
los que hay en la sopa de tu bar.

-¿Tienes algo que hacer esta tarde?

- Hombre, tenía que salvar al Mundo, pero no corre


mucha prisa.

- Estupendo. Pásate por aquí con lo que tienes que


traer.

- Con una condición: que no me invites a nada de lo


que sirves en el bar.

- Tú siempre tan gracioso. Te veo esta tarde – dijo, y


colgó.

No sé qué parte de la conversación le había parecido


graciosa. Con esta duda en mi mente, y con los pies,
salí de nuevo a la calle. No sabía nada nuevo, y no
me apetecía volver al museo. Aunque el ver a Carol
de nuevo me podía inspirar un poco. Pero no pude
evitar una tentación mayor: el puesto de perritos ca-
lientes de la esquina. Tras consultar con la cartera si
podía comprarme uno, ella me dijo que sí; por lo que

107
Antología Del Crimen

fui allí. Me cobraron cuatro dólares, pero mereció la


pena: ¡qué bueno estaba!

Después de recuperarme del sabor a chili del perrito,


caminé un poco para bajar la comida. Durante el pa-
seo, una intrigante pregunta cruzó mi mente: ¿Cómo
me podían haber cobrado cuatro dólares por un pe-
rrito caliente? ¡Si llega a ser un doberman quemado,
lo hubiera tenido que paga a plazos!

Sin darme cuenta de ello, estaba andando con los pi-


es. Llegué de nuevo a mi oficina. Bueno, a “eso”.
Era demasiado pronto para hacer que trabajaba, por
lo que fui a la comisaría. Allí hurgué entre los archi-
vos, para ver si habían robado alguno. Después de
horas de buscar y rebuscar, encontré un archivo sos-
pechoso; más que nada, porque era el único que es-
taba en su cajón correspondiente.

Me puse a leerlo: era la de Carol. Corrección: era la


de Carol, pero el de otra Carol. Me explico: la foto-
grafía era la de Carol, pero la otra. En concreto, la de
su madre. ¿Todo claro? ¿Sí? Me alegro.

Mi sorpresa fue mayor al observar que había estado


trabajando en el museo, con Laura Linder. ¿Cómo se
me podía haber saltado? Muy fácilmente. Ahora era
todo cuestión de intentar encontrar alguna pista. Y
sólo había una persona que me podía ayudar.

Pero, para poder encontrarla, tuve que salir de la co-


misaría, coger el tren y aterrizar en la otra punta de

108
Iñaki Santamaría

la ciudad. Cuando hube llegado, y tras encontrarme,


a la casa de una antigua conocida. Una vez allí, tenía
dos opciones: pararme delante de la puerta y llamar
al timbre, o seguir y partirme las narices. Opté por lo
primero. Sabia decisión.

- No me interesa hacerme ningún seguro - dijo una


voz desde dentro.

¡Esa frase es mía! Ya te cobraré los derechos de au-


tor, ya.

-¿Andrea? Soy yo, Decker.

Se oyeron unos pasos, y la puerta se abrió. Por ella


salió una antigua novia: un poco más alta que yo,
con el pelo largo y castaño, y con ojos verdes.

-¿Tienes la desvergüenza de venir a verme, después


de dejarme?

¡Mentira cochina! Me dejó ella. Lo juro.

- Yo también me alegro de volver a verte, Andrea.


¿Puedo pasar?

-¿Qué quieres?

¿Estás sorda, o qué? Que quiero entrar.

- Necesito que me ayudes. Estoy en medio, como si-


empre, de un caso muy complicado.

109
Antología Del Crimen

Andrea sonrió muy levemente.

- Pasa -dijo, entrando de nuevo en la casa.

Iba a pasar, me dejara o no. Una vez dentro, que no


fuera, Andrea y yo empezamos a hablar sobre Carol.
Después de hablar de ella dos horas y media, o más,
ya no me acordaba de Carol ni para atrás, así miré el
reloj. Decidí que ya era hora de irse de allí.

- Bueno, yo ya me voy -dije -. Gracias por todo.

- Vuelve cuando quieras – dijo Andrea, abriéndome


la puerta.

No supe si estaba siendo amable conmigo, o quería


perderme de vista. Por no discutir, salí fuera. Ya era
de noche. Juraría que era de día cuando entré. En fin,
recapitulando: me encontraba solo, era de noche, y
estaba a varios kilómetros de casa. ¿Qué hacer?
¡Una solución quiero!

Ya está: volvería a casa. Durante el viaje, estuve


pensando en lo que Andrea me había dicho. ¿Cómo
tenía la poca vergüenza de decir que yo le había de-
jado a ella?

De nuevo en casa. Ojo con esta frase. Allí reflexioné


un poco, pero sólo uno, sobre todo lo que Andrea me
había contado sobre la madre de Carol.

110
Iñaki Santamaría

¿Y si Carol hubiera usado su nuevo puesto para ven-


garse de Laura Linder? No, no creía. ¡Quieto ahí!
¿Quién había dicho eso? ¿Estaba tonto, o qué? Hace
menos de una semana la hubiera acusado de tenencia
ilegal de aceitunas con anchoa, y hoy no la creía cul-
pable de robar el… trasto ese.

Definitivamente, me estaba haciendo viejo. Necesi-


taba unas vacaciones.

111
Antología Del Crimen

Capítulo 5:

¡Por fin resuelvo el caso!

H ABÍA DE admitirlo: estaba hecho un lío.


Llevaba menos de una semana con este ca-
so, y sólo había sacado en claro que el la-
drón del cosu ese, no era yo. ¿O puede que sí? Dios
mío, esto era un nierfo. No sentía las nierpas. No sa-
bía qué pensar. Este caso casi se me estaba yendo de
las manos. Pero sólo casi.

Hasta ahora, ¿Qué tenía? Un dolor de cabeza de im-


presión, la encargada de la exposición, y la directora
del museo. Sólo había una forma de solucionar esto:
recurrir a los archivos. Rebuscando entre los archi-
vos, noté algo sospechoso: estaban ordenados. Lo
que quería decir que Jack había estado aquí después
de irme yo.¡Qué listo soy! Pero eso quería decir que
sabía que iba por Carol. Quiero decir, a por Carol.
Espero que no. Al fin y al cabo, yo estaba antes.

Me costó, pero encontré el archivo de Carol. Justo lo


que sospechaba: era ella la de la foto. ¿Qué ponía
aquí? Su madre fue despedida del museo por ¡sor-
presa! Laura Linder. ¿Linder, directora del museo?
Ahora me enteraba.

Esto me aclaraba las cosas. Ya todos sabemos quién


se quería vengar de Laura Linder. ¿Cómo que tú no?
¿Eres tonto? ¿Has estado durmiendo durante el ca-
so,o qué? Te daré una pista: empieza por Carol, y

112
Iñaki Santamaría

acaba por Lane. ¿Cómo que a ti qué te importa? Es


igual; el que va a cobrar un millón de dólares aquí
soy yo.

¡Eh! ¡Maleducado! ¡Sigue leyendo! ¡Que te breo!

Con esta información en mi poder, lo único que me


quedaba era la comprobación oficial. ¡James!

Ya en el “laboratorio”, James me lo confirmó: el


plato especial de la casa era el mismo que el que sir-
ven en el restaurante de la esquina, sólo que con más
salsa tártara. Aparte de eso, que yo ya lo sabía, me
dijo que los dos pelos encontrados por Mí, cosa im-
portante ésta, eran iguales.

Una vez en casa, y por curiosidad, miré el contesta-


dor. ¡Qué asqueroso estaba! Me di cuenta de que ha-
bía un mensaje. Sería del casero, así que lo puse, pa-
ra saber qué me decía esta vez.

- Decker? Soy Laura Linder. Por favor, reúnase con-


migo en el puerto a las once y media de la noche.

Dos cosas: o el casero se estaba quedando conmigo,


o Linder quería verme en el puerto. Para despejar es-
ta duda, bajé al bar de enfrente, a beberme una cer-
veza bien fresca. Después de refrescar el gaznate,
subí a casa, ya que debería estar despejado a la no-
che.

Al entrar, noté el apartamento un pelín más desorde-

113
Antología Del Crimen

nado de lo que acostumbraba a estar. Y no lo decía


sólo porque el contestador estuviera tirado en el sue-
lo, y la cinta hubiera desaparecido. No, qué va. Aho-
ra estaba seguro: ese cerdo quería mi caso. Pues lo
tenía más que claro. Pero, antes, se imponía la nece-
sidad de una siesta.

La hora señalada. Bueno, era más pronto. Pero era el


tiempo preciso para darle una lección a ese Jack.

-¿James?

-¿Sí?

- Soy Decker. Oye, ¿has visto a Jack por ahí?

- No, no ha venido.

- Es igual. Verás: es que hemos hecho una apuesta, y


la he perdido. Así que, cuando le veas por ahí, le in-
vitar a tu mejor plato. Ya te lo pagaré cuando acabe
el caso.

- Vale.

- Gracias.

Esperé cosa de media hora, y llamé de nuevo. Tras


asegurarme que ya se había comido el portuariaris
manjaris vomitivus, con los consiguientes tres meses
de diarrea, salí de casa, monté en mi peazo coche, y
fui al puerto. Llegué un poco más tarde que cuando

114
Iñaki Santamaría

salí. Aquello estaba más vacío que un mitin de los


republicanos. Aunque eso no podía ser, porque ya
había una persona allí. Era Laura Linder.

- Bien, aquí estoy – dije -. ¿Qué quería?

- Eso le pregunto yo a usted.

¡Ésta es tonta! Pero lo que dijo me hizo reflexionar.

-¿No me había llamado diciendo que viniera aquí?

- No. Me telefoneó usted.

Un momento. Si yo no había sido, y ella tampoco,


entonces estaba claro: había sido otra persona. Pero,
¿Quién?

- ¿Quién ha podido ser?

Eso ya lo había dicho yo. Aquello apestaba a podri-


do. No; era la comida del puerto, cuya esencia se
aproximaba amenazadoramente.

- No tengo ni idea.

Al de poco, sonó mi móvil.

-¿Sí?

- Te apuesto lo que quieras a que no consigues llegar


al museo en menos de veinte minutos – dijo una voz,

115
Antología Del Crimen

y colgó.

Apuesta es igual a dinero.

- Vamos al museo a la de ya.

-¿Pues? – preguntó Laura Linder -. ¿Por qué? ¿Qué


pasa?

¿Qué pasa? ¿Por qué siempre tengo que dar explica-


ciones a todo el Mundo?

- Ya se lo contaré.

Lo peor es que lo creyó. Después de un cuarto de


hora, llegamos al museo. Había ganado la apuesta.
Je, je. Estaba en racha. Entré para ver si el apostante
anónimo estaba dentro. Pero no había nadie. Pero sí
algo. Una nota anónima pegada en la vitrina del No-
kra. Aunque me pareció de lo más curioso que un
anónimo estuviese firmado.

- Démela – dijo Laura Linder.

No me da la gana.

- Es para mí.

-¿Y qué dice?

¿Ya ti qué te importa, petarda?

116
Iñaki Santamaría

Querido Decker:

Cuando estés leyendo esta nota, yo ya me encontraré muy le-


jos de allí. Conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado. Sólo
por eso ya habría merecido robar el Nokradom. No te mo-
lestes: no lo encontrarás. Que descanses bien.

Te quiere:

Carol Lane.

- Nada interesante.

- Mañana es la exposición. ¿Sabe ya dónde encontrar


el Nokradom?

La clave del caso estaba en las palabras “Que des-


canses bien”. Piensa, Decker, melón. ¿En qué si-
tio se duerme mejor? En casa, como ningún sitio.
Pero sólo hay un sitio donde se duerme de miedo.

- Al cementerio.

-¿Pues?

-¿Quiere recuperar el Nokraleshes?

- Sí.

117
Antología Del Crimen

- Pues no me discuta.

Salimos del museo, y fuimos al cementerio. La san-


gre se me heló. Pero se me pasó rápido. Dentro ya
del cementerio, estuvimos investigando las tumbas.
Curioso: todas estaban bajo tierra.

-¿Ha estado aquí una chica morena, con pelo rizado,


ojos marrones, y que roza la perfección de la belle-
za? – le pregunté al vigilante del lugar.

- Sí. Me llamó la atención que viniera a poner flores


sobre la tumba de su madre.

- Eso es normal.

- Ya, pero vino a las doce y media de la noche.

Sospechoso, sin duda. Con esta información en mi


poder, guardada en el bolsillo, encontramos la tumba
de la madre de Carol. Estaba allí. Al cabo de cavar
un poco, descubrí yo solito que allí era donde estaba
el Nokra… dom. ¡Toma! ¡Por fin me lo he aprendi-
do! ¡Chup this one! Encontrado el Nokradom, ¡y ya
van dos!, devuelto a su dueña y cobrado el dinero,
me volví a casa. De nuevo en casa, me metí en la ca-
ma; con la vaga esperanza de que mañana fuese un
día más que hoy, pero menos que pasado.

Fin
Que no, que esto sigue. Mira debajo.

118
Iñaki Santamaría

Como ya he dicho antes, esto no ha acabado. Pasa-


ron los días. Tal que tres, exactamente. Con el che-
que ya ingresado en Suiza, me podía dar la vida pa-
dre. Estaba haciendo la maleta para irme una larga
temporada a París. De repente, llamaron al timbre de
la puerta

- No quiero más enciclopedias.

-¿Y una chica que le organice alguna exposición? –


preguntó una suave voz femenina.

Esa voz me sonaba en los oídos. Era la de Carol.


Menos mal que no estaba reclinado en la silla.

- Para ti está abierto, Carol – dije.

La puerta se abrió con un chirrido del copón. Carol


entró en la oficina. Aquella mañana estaba radiante,
aparte de preciosa.

- Muy ocurrente lo del cementerio. Me puse de tierra


y huesos hasta los orejas.

- Me preguntaba si te importaría mucho que fuese a


París contigo. Es tan romántico….

Decisión difícil donde las haya. Se imponía una seria


reflexión al respecto.

- Déjame pensármelo. Eh… Sí. Vente conmigo.

119
Antología Del Crimen

Después de un largo beso, cogí a la atractiva chica


por la cintura, montamos en el coche, y pusimos
rumbo al aeropuerto; desde donde partimos hacia
París.

Ahora sí que sí:

Fin

Ya era hora, ¿no?

120
Índice:

Capítulo 1: ¡Por fin! ¡Un caso!...............................87

Capítulo 2: Cuando los monumentos andan……...93

Capítulo 3: Lo mío es suerte…………………….103

Capítulo 4: ¡Madre, qué lío!..................................106

Capítulo 5: ¡Por fin resuelvo el caso!...................112


Le Chatte Noir
Antología Del Crimen

Prólogo:

Un hábil robo

D ESDE LO alto de un oscuro cielo, la Luna


llena que brillaba aquella noche, la del 15 de
marzo de 1998, iluminaba a la entera ciu-
dad de París. La Ciudad de la Luz dormía bajo un
velo de niebla que velaba su profundo sueño. No ha-
bía ni un alma en las calles parisinas.

La única actividad en la ciudad aquella noche prove-


nía de lo alto del rascacielos de la Rue De Rivoll.
Una silueta se movía en la azotea del edificio. Iba to-
talmente vestida de negro, tenía su rostro cubierto, y
llevaba puestas unas gafas de infrarrojos. Se agachó,
sacó una polea automática de la mochila negra que
descansaba sobre el suelo a su lado, se ató una cuer-
da resistente alrededor de la cintura, y se dejó caer.

La silueta cayó a plomo durante varios metros, hasta


que la cuerda se tensó, y la paró. Acto seguido, la
polea comenzó a subir la cuerda, hasta que se detuvo
a la altura del piso veintidós. La persona a la que su-
jetaba miró toda la habitación a través de la ventana.

No había nadie a la vista.

Sacó un diamante, y cortó un trozo de cristal. Metió


la mano, y abrió la ventana. A continuación, pisó en
la cornisa, se desató la cuerda, y entró. Con rápidos
movimientos, avanzó por la sala, hasta que se detuvo

126
Iñaki Santamaría

enfrente de una pared de la que colgaba un cuadro:


Melocotones y peras, de Paul Cézanne; una de sus
famosas naturalezas muertas, en las que se apartaba
de la pintura realista, y utilizaba la perspectiva plana
y las pequeñas zonas de color que luego serían pre-
cursoras del cubismo a principios del Siglo XX.

Sacó una daga, cortó alrededor de la pintura, extrajo


el cuadro, lo enrolló, lo guardó, y regresó a la venta-
na. Se ató la cuerda alrededor de la cintura, y saltó.

La polea subió la cuerda hasta arriba del todo. El la-


drón del cuadro estaba ahora de pie sobre el suelo de
la azotea. Una vez que se hubo librado de la cuerda,
guardó la polea automática en la mochilla, y puso el
cuadro en un lugar seguro. Se quitó el pasamontañas
y las gafas de infrarrojos: era una atractiva joven
morena, de unos veinticinco años de edad, morena,
con ojos de color marrón oscuro y con una larga me-
lena rizada.

Enfrente de ella, surgiendo de las sombras de la azo-


tea, apareció un gato negro. La chica lo miró con
una sonrisa. El animal maulló, y fue hacia ella. La
joven lo cogió entre sus brazos, y abandonó la azo-
tea.

127
Antología Del Crimen

Capítulo 1:

Una segunda oportunidad

P ARÍS ANUNCIABA la llegada de un nuevo


día con la salida de los primeros rayos de sol.
Su tenue brillo atravesó las pequeñas rendijas
de la persiana del número 57 de la Rue Bonaparte,
iluminando la habitación, y despertando a Paul Pla-
mondon; quien hasta ese momento dormía placida-
mente.

El sargento Paul Plamondon era un antiguo miembro


de la Policía Metropolitana Francesa. Contaba cua-
renta y tres años de edad, su pelo negro era ya cano-
so, y sus ojos marrones aparecían cansados detrás de
las gafas.

Plamondon bostezó repetidas veces antes de levan-


tarse de la cama. Luego, salió de su dormitorio para
dirigirse a la cocina. Allí siempre desayunaba una ta-
za de café mientras leía el periódico LE P A RI -
SI EN .

Terminado su desayuno, Plamondon regresó a su


dormitorio. Detrás de la puerta colgaba su uniforme
de la Policía Metropolitana.

Plamondon llevaba tres años apartado del cuerpo. Su


último caso había sido investigar unos hábiles robos
cometidos en la ciudad. El ladrón se hacía llamar
“La Gata Negra”, de quien nunca se supo quién era.

128
Iñaki Santamaría

De pronto, el teléfono sonó. Plamondon contestó.

-¿Sí?

-¿Sargento Plamondon? – preguntó una voz de hom-


bre.

- Hace mucho tiempo que no – contestó Plamondon,


con cierto aire de nostalgia -. ¿Quién es?

- Soy el teniente Jean Pierre Lebihan, de la Policía


Metropolitana Francesa.

- Como ya he dicho, hace mucho tiempo que me


echaron, señor. ¿Qué quiere la Policía Metropolitana
de un viejo como yo?

- Requerimos de su experiencia, Plamondon.

- Con todos los respetos, señor, la podrían haber va-


lorado antes.

- Necesitamos de su experiencia para investigar ro-


bos, Plamondon. Ha ocurrido un robo que necesita
que lo investigue usted.

- Señor, en París se cometen muchos robos al día.


¿Por qué iba a ser este caso diferente?

- Porque el ladrón es diferente.

129
Antología Del Crimen

Hubo un momento de silencio.

-¿Es quien yo creo que es? – preguntó Plamondon.

- Exacto. “La Gata Negra” vuelve a pasearse por los


tejados de París una vez más. Y necesitamos de su
experiencia en el anterior caso de “La Gata” para sa-
ber cómo podemos detenerla. Le espero en comisa-
ría dentro de media hora.

Plamondon miró el reloj que colgaba de la pared de


la cocina: eran las diez y media de la mañana.

- En cuarenta minutos estaré allí.

Colgó el teléfono, y regresó al dormitorio. Tras des-


pejarse con agua fresca, miró fijamente el uniforme
que colgaba detrás de la puerta.

Un coche se detuvo con un chirrido de neumáticos.


El vehículo, un Audi A4 plateado, se encontraba es-
tacionado justo enfrente de la Comisaría, a escasos
cien metros del Ayuntamiento. La puerta del con-
ductor se abrió, y Plamondon bajó del vehículo. Mi-
ró la puerta del edificio con cierta nostalgia en sus
cansados ojos.

Tras cerrar la puerta, comenzó a andar hacia la Co-


misaría. Se detuvo enfrente de la puerta principal, y,
tras abrirla, entró. Un largo y polvoriento pasillo de
madera conducía hasta una hilera de mesas. Los ven-

130
Iñaki Santamaría

tiladores del techo giraban lentamente, ya que, antes


de ser conectados debido al excesivo calor conden-
sado en el interior de la comisaría, habían permane-
cido desconectados durante años. La vieja madera
del pasillo crujía cada paso que se daba.

Después de estar andando un par de minutos, llegó


hasta la puerta que se encontraba al fondo del pasi-
llo. Llamó varias veces.

- Adelante – dijo una voz desde dentro de la oficina.

Plamondon cogió el pomo de la puerta, y, con un le-


ve giro de muñeca, la abrió. Enfrente de él había
una gran mesa de madera, y, detrás de la mesa, un
hombre con el pelo cano y un poblado bigote.

- Pase y cierre la puerta, por favor – dijo.

El sargento entró y cerró la puerta.

- Usted dirá, teniente Lebihan – dijo, sentándose en


la silla que estaba enfrente de la mesa.

- No hay mucho que explicar – dijo Lebihan, encogi-


éndose de hombros -. “La Gata Negra” ha vuelto a
las andadas, y necesitamos que la atrape.

- Sabe que hace tres años no conseguí detenerla. ¿Se


acuerda? ¿Por qué esta vez va a ser diferente?

- Porque esta vez usted sabe cómo actúa, y podría a-

131
Antología Del Crimen

delantarse a sus movimientos. Además, será usted


quien dirigirá el caso.

- No tengo opción, ¿verdad?

Lebihan negó con la cabeza.

- Me temo que no. Esta orden viene de arriba. De


muy arriba, concretamente. A mí no me gusta, y a
usted no le gusta. Por desgracia, lo que nos guste o
nos deje de gustar les importa un rábano. Tenemos
que obedecer, y punto.

- Bien. En ese caso, quiero todos los informes relati-


vos al caso de “La Gata Negra”, tanto de los últimos
días como de hace tres años. Y los quiero ya. Y van
tardando. Ah, y otra cosa: quiero examinar in situ el
lugar del robo. Sólo aceptaré este caso si realmente
se trata de “La Gata Negra”. Si ha sido cualquier
otro ratero, olvídese de mí para este caso. ¿Me he
explicado?

- Perfectamente.

- Eso me parecía. Buenos días.

Plamondon se levantó de la silla, y salió de la oficina


de Lebihan.

-¿Adónde se cree que va, amigo?

132
Iñaki Santamaría

Paul Plamondon había ido hasta el piso 22 del rasca-


cielos de la Rue De Rivoll, donde había tenido lugar
el robo la noche anterior. De no ser por el agente que
le cerraba el paso, ya estaría dentro del piso.

El sargento sacó la placa, y se la plantó al agente en


las narices.

- A trabajar, muchacho. ¿Y tú?

- Lo siento mucho, señor. Por favor, pase.

El agente se apartó, y Plamondon pudo entrar.

El interior del piso aparecía lleno de policías, los cu-


ales no paraban de entrar y salir. El veterano policía
se acercó a un agente.

- Sargento Paul Plamondon – se presentó, enseñando


su placa -. ¿Dónde está el marco del cuadro robado?

- Por allí –dijo el agente, señalando con el dedo.

Plamondon cruzó el espacioso despacho, y se detuvo


enfrente de una ventana. Observó cómo faltaba un
trozo de cristal, cortado con forma de círculo. Los
ojos del sargento miraron al marco que había enfren-
te. El cuadro había sido quitado con total limpieza.

Se acercó hasta el marco, para examinarlo con más


detenmiento. El corte era muy limpio, y la hoja ape-
nas había sido apretada contra el lienzo.

133
Antología Del Crimen

- La hoja de la daga estaba muy afilada. El corte es


demasiado limpio – hizo una pausa -. Nos volvemos
a ver, “Gata Negra”.

Sacó su móvil, y marcó un número.

- Teniente Jean Pierre Lebihan. ¿Quién es?

- Soy Plamondon.

-¿Ha decidido aceptar el caso, sargento? Lo digo


porque ya tengo los informes que me pidió.

- Sólo una cosa: tendré libertad absoluta de movimi-


entos, no tendré que dar informes a nadie, nadie me
supervisará, y no tendré que pedir permiso a nadie
para nada. ¿Entendido?

- El caso es suyo, Plamondon. Haga de esto algo


personal, si quiere.

- Este caso lleva tres años siendo algo personal.

Colgó el móvil, y salió del rascacielos.

134
Iñaki Santamaría

Capítulo 2:

El Halcón Alemán

U
N AVIÓN DE British Airways tomó tierra
en el Aeropuerto Internacional de París. Cu-
ando el aparato se hubo detenido, se le aco-
pló la escalera, y la puerta se abrió. De pronto, cinco
coches de policía entraron a toda velocidad en la pis-
ta de aterrizaje, y rodearon el avión. De uno de los
vehículos salió el jefe de policía Maurice Farmer,
quien empuñó su pistola, y subió al avión.

Entre los ciento cuarenta y tres pasajeros se armó un


gran revuelo al ver a Farmer subir con el arma en la
mano. Salvo en uno, cuyos ojos miraban tranquila-
mente por la ventanilla desde detrás de las gafas de
sol. Era un hombre joven, rubio, con perilla y vesti-
do completamente de negro. En la solapa del largo
abrigo negro que le cubría el traje llevaba una insig-
nia con forma de águila.

La puerta de la cabina de abrió, y Laurent Lozahic,


el piloto, salió.

-¿Qué ocurre aquí?

- Jefe de policía Maurice Farmer – se presentó el


agente, enseñándole la placa a Lozahic -. Lamento
irrumpir así en su avión, pero tenemos indicios de
que en este avión pudiera haber viajado un peligroso
asesino. Así que, por favor, haga salir a los pasajeros

135
Antología Del Crimen

de uno en uno. Si el asesino está aquí, le encontrare-


mos.

- Vale. Como usted diga.

Farmer salió del avión, y esperó a los pies de la es-


calera. Transcurridos unos segundos, el primero de
los pasajeros salió. Era el hombre rubio. Bajó por la
escalera, hasta llegar al escalón donde le esperaba el
policía. Una veintena de agentes franceses rodearon
la escalera.

- Buenos días, agente – saludó el joven -. ¿Puedo


ayudarle en algo?

- Buenos días. ¿Podría enseñarme su pasaporte, por


favor?

- Por supuesto. Aquí tiene - el joven rubio sacó del


bolsillo derecho del abrigo el pasaporte, y se lo dio
al agente -. ¿Hay algún problema?

- Ninguno que sea de su interés – respondió Farmer,


mientras examinaba el pasaporte.

- Por supuesto. Perdone la indiscreción.

-¿Podría quitarse las gafas de sol?

- No faltaba más.

El hombre rubio se quitó las gafas de sol. Sus ojos

136
Iñaki Santamaría

grises miraban a Farmer. El agente miró el pasaporte


una vez más, y se lo devolvió.

- Disculpe las molestias. Que disfrute de su estancia


en París.

- Gracias. Le prometo que lo haré. Que tengan suer-


te.

-¡Que baje el siguiente!

Mientras, el joven se puso las gafas de sol, guardó su


pasaporte, y continuó su camino hacia la recogida de
equipajes, donde recogió su maleta, y esbozó una
sonrisa al observar cómo iban bajando los demás pa-
sajeros del avión.

Una vez que tuvo la maleta en su poder, sacó su telé-


fono móvil, y marcó un número.

- Inmobiliaria Caribaux. ¿En qué puedo ayudarle?

- Buenos días. Estaba interesado en adquirir una ca-


sa.

- Muy bien. ¿Le interesa alguna en concreto?

- Sí; estaba interesado en adquirir la del número tre-


ce de la Av. De l´Opéra. ¿Me podría decir su precio?

- Está valorada en tres millones de francos.

137
Antología Del Crimen

- Perfecto. Luego me paso por allí para cerrar el tra-


to. Muchas gracias.

- A usted, señor.

El joven cortó la comunicación, guardó el móvil, y


salió del aeropuerto.

-¡Taxi! – llamó, alzando el brazo derecho.

Sus dos manos estaban cubiertas por guantes negros,


a pesar del sol que brillaba en París.

Un taxi se detuvo enfrente de él. El taxista salió, y


guardó la maleta en el maletero. Luego, regresó al
vehículo, y bajó la bandera del taxímetro.

-¿Adónde quiere ir, señor?

- Al número 65 les Grands Boulevards, por favor.

El taxista arrancó el vehículo, y puso rumbo a la di-


rección que le habían dado. Al cabo de media hora,
se detuvo enfrente de la Inmobiliaria Caribaux.

- Aquí es. Son quinientos francos.

El pasajero sacó un fajo de billetes, y le entregó dos


mil francos al taxista.

- Supongo que no le importará esperar.

138
Iñaki Santamaría

- No me moveré de aquí.

- Eso me imaginaba.

El hombre rubio bajó del taxi, y entró en la inmobili-


aria. Una chica con un vestido azul claro salió a re-
cibirle.

- Mónica Caribaux – dijo -. ¿En qué puedo ayudar-


le?

- Friederich Khan – se presentó el desconocido, es-


trechándole la mano a la chica -. He llamado antes.
Vengo a cerrar la compra del número trece de la Av.
De l´Opéra – Khan sacó un talonario de cheques -
. ¿Lo pongo al portador?

- Como usted quiera.

Khan puso el cheque al portador, escribió el importe


total de la compra, añadiendo un diez por ciento a la
comisión, y firmó.

- Aquí tiene. Todo para usted.

Mónica cogió el cheque, y le entregó unas llaves.

- Muchas gracias. La casa es toda suya; disfrútela.

El joven germano cogió las llaves, salió y montó en


el taxi.

139
Antología Del Crimen

-¿Adónde quiere ir ahora, amigo? – preguntó el ta-


xista.

- Al número trece de la Av. De l´Opéra. Y rápido. Y


baje la bandera del taxímetro, por favor. El dinero
que le he dado antes es para usted, y cubre de sobra
el trayecto.

- A la orden. El cliente es el que manda.

Después de unos escasos diez minutos de transitar


por las calles de París, el taxi se paró justo delante
del número 13 de la Av. De l´Opéra. Khan bajó del
vehículo, cogió su maleta, y entró en su nueva casa.

La casa no estaba muy amueblada por dentro. Tenía


unos cuantos armarios llenos de perchas, un escrito-
rio de madera amplio, un sofá, y varias mesas peque-
ñas de madera,

Khan entró en el dormitorio, y dejó la maleta sobre


la cama. La abrió, y sacó varias perchas con trajes
negros, que fue colgando en el armario. Por último,
sacó un ordenador portátil, y la batería. En el otro
lado de la maleta abrió el compartimiento que estaba
cerrado con una cremallera, y sacó una bolsa negra.
La dejó sobre la cama, y la abrió: contenía una daga
dorada con una empuñadura dorada en forma de
águila.

Cogió la daga, y fue a la habitación contigua, donde


dejó el ordenador portátil encima del escritorio, y

140
Iñaki Santamaría

conectó la batería al enchufe.

Regresó al dormitorio, tiró la maleta y la bolsa en la


que había guardado la daga al suelo, y se dejó caer
sobre la cama.

Un cielo oscuro reinaba ahora sobre París. La Luna


llena brillaba majestuosa en su trono de estrellas, y
la Rue de Rivoll estaba completamente desierta; de
no ser por un hombre que andaba por ella a paso li-
gero. De pronto, se detuvo, justo donde la calle se
cortaba con la Rue du Louvre. Estaba nervioso. Le
había parecido oír unos pasos. Se giró, pero no vio a
nadie. Oscuridad tan sólo, y nada más.

Cuando se volvió a girar, se topó con un hombre al-


to, y vestido de negro. Las sombras de la calle le ta-
paban el rostro.

-¿Paul Rabaté? – preguntó el desconocido.

- Sí – contestó el primer hombre, nervioso.

Sin mediar palabra, el hombre vestido de negro sacó


una daga con una empuñadura dorada, en forma de
águila, y se la clavó en el corazón. Un guante negro
cogió el arma por la empuñadura, y comenzó a subir.

La sangre había salpicado todo, y el cuerpo inerte


del atacado se desplomó sobre un enorme charco de
sangre. El atacante sacó la daga, limpió la sangre de

141
Antología Del Crimen

la hoja, y se la guardó; para, luego, abandonar la es-


cena del asesinato protegido por las sombras de la
noche.

A la mañana siguiente, los policías habían acordona-


do la Rue de Rivoll. El jefe de policía Maurice Far-
mer llegó a la escena del crimen, y sus ojos ensegui-
da se clavaron, con horror, en el animal grabado por
la hoja afilada de la daga en el cuerpo de Paul Raba-
té: tenía forma de ave, puede que de águila, o, tal
vez, de halcón.

- Está aquí – dijo, secándose las gotas de sudor que


corrían por su frente -. Que avisen a todas las comi-
sarías de policía de París: “El halcón Alemán” ha
llegado a París. Quiero que todos los agentes de la
ciudad vengan aquí. No importa en qué estén traba-
jando. Esto tiene prioridad sobre todo. Hay que atra-
par a ese loco.

142
Iñaki Santamaría

Capítulo 3:

Robos y asesinatos

M AURICE FARMER tenía los ojos fuera


de las órbitas, clavados en el halcón que
había sido grabado en el cuerpo de Paul
Rabaté. Grandes gotas de sudor recorrían su rostro,
mientras los policías iban y venían. Un agente se le
acercó, y le puso la mano sobre el hombro. Maurice
parpadeó, y se giró.

-¿Eh? ¿Qué…? – preguntó Farmer, aturdido.

-¿Se encuentra bien, señor? – preguntó el agente.

- Sí. Sí. Por supuesto. ¿Han enviado ya los avisos a


todas las comisarías?

- Sí, señor.

- Bien. ¿Han descubierto algo de la víctima?

- Al parecer, se llama Paul Rabaté. Vivía en aquel


rascacielos de allí – el agente señaló al final de la ca-
lle -. Parece ser que había sufrido el robo de un vali-
oso cuadro mientras había estado fuera de la ciudad.
No le puedo decir más.

- Perfecto. Gracias. Ah, una cosa más: ¿Sabe quién


lleva el caso del robo de Paul Rabaté?

143
Antología Del Crimen

- Un tal Paul Plamondon, de la Policía Metropolitana


Francesa. Vive en la Rue Bonaparte.

- Hay que hablar con ese Plamondon. Quizá pueda


ayudarnos con el caso de “El Halcón Alemán”. Va-
mos.

Farmer abandonó la calle, seguido del agente.

Plamondon entró en su despacho, se sentó, y comen-


zó a leer todos los expedientes que tenía encima de
la mesa. Al cabo de un cuarto de hora, alguien llamó
a la puerta.

- Está abierto.

La puerta se abrió. Maurice Farmer entró en el des-


pacho del sargento, y cerró la puerta a sus espaldas.

-¿Sargento Paul Plamondon? Soy el jefe de policía


Maurice Farmer. Estoy investigando la muerte de
Paul Rabaté, ocurrida esta noche.

- Encantado, señor Farmer – dijo Plamondon, levan-


tándose de la silla y estrechándole la mano -. Por fa-
vor, siéntese.

- Gracias – dijo Farmer, sentándose en la silla que


estaba enfrente de la mesa de Plamondon -. Verá,
como le he dicho, yo y mis agentes nos encontramos
investigando la muerte de Paul Rabaté.

144
Iñaki Santamaría

- Lo siento, pero no sé en qué le podemos ayudar por


aquí, señor Farmer.

- Paul Rabaté había sido víctima de un robo hacía


apenas dos días. Viva en el rascacielos que hay al fi-
nal de la Rue de Rivoll. Tengo entendido que está
usted investigando el caso. Quiero que me diga qué
relación puede haber entre el ladrón y el asesino.

- Para empezar, tendría que saber quién es el asesino


de Paul Rabaté, ¿no cree?

- El asesino es un hombre conocido como “El Hal-


cón Alemán”. Mata a sus víctimas clavándoles una
daga en el corazón, y luego graba con ella la figura
de un halcón en su cuerpo. Llevamos tres años tras
su pista, pero no tenemos ni la más mínima pista de
quién puede ser.

- Pues nuestro ladrón es “La Gata Negra”, llevába-


mos tres años sin saber de ella, hasta que apareció el
otro día. Y, antes de que me lo pregunte, tampoco te-
nemos la menor idea de quién puede ser.

- Este caso es siniestro. ¿Le importaría hacerme un


favor?

- Depende del favor.

- Cuando su ladrona felina cometa otro robo, por fa-


vor, avíseme. Tengo la sensación de que sus robos y

145
Antología Del Crimen

los asesinatos del “Halcón” van contra las mismas


personas.

- En cuanto tengamos noticias de un robo, le avisare-


mos.

- Gracias por su tiempo, sargento. Ahora, si me dis-


culpa...

Farmer se levantó, se despidió, y salió del despacho


de Plamondon; quien siguió mirando los expedientes
del caso.

Una red de rayos infrarrojos protegía el cuadro Ba-


ñistas, una de las tres versiones que Cézanne pintó
sobre este tema entre 1899 y 1906, y que muestra la
progresiva abstracción de su obra mediante la utili-
zación de planos geométricos de color.

Los ojos de color marrón oscuro de “La Gata Negra”


miraban el cuadro desde una distancia prudente, ob-
servando todo el entramado. Se apartó un mechón de
pelo rizado de la cara, y dio tres pasos hacia delante.
La joven se paró. Se quitó la cuerda que llevaba ata-
da alrededor de la cintura, y la cogió con fuerza con
la mano derecha.

“La Gata” resopló. Sacó un látigo, y lo enrolló alre-


dedor del cuadro. Tiró con fuerza del látigo, y trajo
hacia sí la pintura. Cogió el cuadro, lo guardó en la
mochilla que llevaba en la espalda, y corrió hacia la

146
Iñaki Santamaría

ventana; justo cuando el sensor de peso del cuadro


disparó la alarma.

Saltó por la ventana con la cuerda fuertemente asida


con la mano, en el mismo momento en que unas
planchas de acero sellaron todas las ventanas del
edificio. La chica se quedó colgando por fuera. La
polea automática fue recogiendo la cuerda, hasta que
pisó la azota, y pudo resoplar aliviada.

Enfrente de ella, surgiendo de las sombras de la azo-


tea, apareció un gato negro. La joven lo miró con
una sonrisa. El animal maulló, y se fue hacia ella. La
chica lo cogió entre sus brazos, y abandonó la azo-
tea.

El coche de Plamondon se detuvo al llegar a la Rue


Montmadre. Esperando en la puerta de un edificio
estaba Farmer. El sargento bajó de su coche, y se
acercó a Farmer.

-¿Qué demonios hace aquí, Farmer? Esto es cosa de


“La Gata Negra”.

- Me temo que también de “El Halcón Alemán”, sar-


gento Plamondon.

-¿Cómo dice?

- Venga conmigo, por favor.

147
Antología Del Crimen

Farmer y Plamondon entraron en el edificio, y mon-


taron en el ascensor. Se bajaron en la planta quinta.

-¡Santo Dios!

Plamondon no pudo resistir la visión del cuerpo de


Pascal Cassel, y vomitó. Se secó la boca con el dor-
so de la mano, sintió el gusto amargo de la bilis, y se
acercó al cadáver. Cassel estaba tendido boca arriba,
empapado en su sangre, con un gran agujero en la
zona del corazón, y con un halcón dibujado con un
la hoja de un arma afilada sobre su torso.

-¿Se encuentra bien? – preguntó Farmer.

- Sí – dijo Plamondon -. Más o menos. Venga, in-


vestiguemos esto.

Nhoa Jeunnet entró en su casa por la ventana del


dormitorio. Dejó la mochila sobre la cama, y sacó un
cuadro.

- Felicidades – dijo una voz de hombre, que sonó en


la penumbra -. Muy impresionante.

Nhoa se giró: de pie, al lado de la puerta del dormi-


torio, había un joven rubio vestido por completo de
negro, y con su rostro y la ropa llenos de sangre.

-¿Quién demonios es usted? – preguntó Nhoa.

148
Iñaki Santamaría

El hombre rubio tiró un periódico encima de la me-


sa. Jeunnet leyó el titular.

- Usted es ese sádico de “El Halcón Alemán”. ¿Qué


se le ha perdido en París?

El desconocido indicó silencio llevándose un dedo a


la boca. La sangre que goteaba en el guante negro
que cubría su mano le manchó los labios.

- Tranquila, Nhoa. No querrás que te lo diga todo en


nuestra primera noche.

-¿Como sabe usted mi nombre?

- Yo sé muchas cosas, mi bella Nhoa, pero no pre-


tenderás que te diga cómo las sé. Al menos, no aho-
ra. Además, “sé mucho, pero aspiro a saberlo todo”.
A su debido tiempo. Buenas noches, Nhoa.

El extraño le lanzó un beso, y dio media vuelta. Jeu-


nnet corrió tras de él, pero ya había desaparecido.
La chica francesa vio a través de la ventana cómo se
perdía de vista en la oscuridad.

- Las ventanas están selladas, la puerta cerrada, y los


infrarrojos conectados – señaló Plamondon, quien
observaba toda la habitación con sumo cuidado.

- Por eso se llevó el cuadro entero – dijo Farmer -.


Es imposible acercarse lo suficiente como para po-

149
Antología Del Crimen

der cortarlo del lienzo. No hay tiempo para hacer na-


da más. Cogerlo, y echar a correr.

- Sí, pero… ¿por dónde?

- Por la ventana.

- Están todas selladas. Es imposible salir.

- No, si se está fuera cuando se sellan. Cogió el cua-


dro, sonó la alarma del sensor de peso, echó a correr,
saltó por la ventana, y se quedó colgando fuera cu-
ando las planchas cayeron. No es tan difícil.

- Tiene sentido – Plamondon miró su reloj -. ¿Qué


tal si lo dejamos para mañana? Ya es tarde.

- Buena idea.

Plamondon y Farmer salieron del piso de Cassel.


Plamondon montó en el ascensor, mientras que Far-
mer se dirigió hacia las escaleras.

-¿No baja en el ascensor?

- No. Después de ver un asesinato, prefiero hacer


ejercicio. Buenas noches.

Farmer comenzó a bajar las escaleras. Las puertas


del ascensor se cerraron, y Plamondon bajó.

El policía caminó hasta su coche, abrió la puerta, y

150
Iñaki Santamaría

se disponía a entrar en el vehículo, cuando oyó un


silbido detrás de él. El sargento se giró, y vio a un
hombre rubio, vestido de negro, y con el rostro salpi-
cado de sangre fresca. El hombre rubio le saludó, y
se fue. Plamondon palideció al ver a Farmer clavado
con una daga a la pared del ascensor.

El sargento sacó su revólver, y corrió tras el hombre


rubio, pero éste ya había desaparecido. Plamondon
guardó su arma, y miró desconsolado el cuerpo sin
vida de Farmer, empapado en su sangre, y con una
daga atravesándole el pecho hasta clavarlo en la pa-
red del ascensor.

- Os cogeré los dos. Aunque sea lo último que haga.


“La Gata Negra” y “El halcón Alemán” pasaréis el
resto de vuestros días en la cárcel. Palabra.

151
Antología Del Crimen

Capítulo 4:

La Gata y El Halcón

L A VENTANA se abrió, y por ella entró


Nhoa Jeunnet. La atractiva joven regresaba a
su casa después de su último robo: El monte
Sainte –Victorie visto desde el suroeste con árboles
y una casa, una de las muchas obras que Paul Cézan-
ne realizó sobre este tema cuando su contacto con el
impresionismo le llevó a pintar al aire libre. La defi-
nición de la forma mediante espacios y colores pla-
nos es característica de su estilo.

Nhoa dejó la mochila negra en la que guardaba el


óleo sobre el sofá del salón, y entró en la cocina. Un
gato negro salió a recibirle. La joven le acarició la
cabeza.

-¿Tú también me has echado de menos?

Nhoa se quitó los guantes, y los dejó sobre la mesa


de la cocina.

-¿Así que ya has acabado con ese estúpido de Paul


Cézanne? – preguntó una voz de hombre.

Jeunnet se giró: apoyado sobre el marco de la puerta,


estaba el hombre con el que se había encontrado ha-
cía dos noches. Sus penetrantes ojos grises miraban
fijamente a las pupilas de Nhoa.

152
Iñaki Santamaría

-¿Usted otra vez? – preguntó la chica, indignada -.


¿Qué se le ha perdido por aquí?

- Pues, ahora que ya has terminado de robar cuadros


de ese estúpido de Paul Cézanne, venía a hacerte una
oferta.

- Dudo mucho que tenga algo que pueda interesarme.

-¿Ah, sí? ¿En serio? ¿Y qué me dices del Louvre?

- Una pesadilla para cualquier ladrón. Ni siquiera yo


podría robar allí. Además, nunca haría tratos con un
asesino.

-¿Estás segura? ¿Ya me has olvidado, petite?

La expresión en el rostro de Nhoa cambió por com-


pleto.

-¿Friederich? ¿Eres tú? ¿Friederich Khan?

- Resulta gratificante saber que no soy el único que


se acuerda de lo que una vez tuvimos. Nhoa, te he
echado mucho de menos.

Con lágrimas de alegría en sus ojos marrones, Nhoa


corrió hasta donde estaba Friederich, y le dio un fu-
erte abrazo.

-¿Qué era eso que decías del Louvre? – preguntó


Nhoa, con una amplia sonrisa.

153
Antología Del Crimen

-¿Qué te parece si te invito a cenar, y te lo explico?

- Perfecto. Espera, que me cambio.

Nhoa salió de la cocina, y subió a su habitación.


Transcurridos no más de diez minutos, la chica bajó
de nuevo por la escalera.

- Estás preciosa – dijo Khan, sin dejar de mirarla bo-


quiabierto mientras bajaba -. Me encantas cuando te
pones este vestido.

- Gracias. Era el que llevaba la última vez que estuve


contigo.

Nhoa llevaba un vestido totalmente blanco, y unos


zapatos de tacón negros, a juego con el bolso. Khan,
por su parte, llevada su traje negro, una camisa gra-
nate, una corbata y unos zapatos negros, al igual que
los guantes que cubrían sus manos y el largo abrigo
que le cubría el traje.

- Cuando quieras – dijo Khan.

Nhoa le cogió de la mano, y ambos salieron de la ca-


sa.

Un Mercedes negro se detuvo enfrente de la puerta


del NE PARTEZ PAS SANS MOI, uno de los restau-
rantes más prestigiosos de París; ubicado en el Bd.

154
Iñaki Santamaría

Sebastopol. La puerta del coche se abrió, y Friede-


rich Khan bajó, rodeó rápidamente el vehículo, abrió
la otra puerta, y Nhoa Jeunnet salió.

- Merci - dijo la chica, con una sonrisa.

Khan cerró la puerta, y conectó la alarma del coche.


Después, él y Nhoa entraron en el restaurante. Se
sentaron en una mesa, y el camarero trajo una bote-
lla fría de champagne, tras lo cual tomó nota de lo
que la pareja iba a tomar.

- Estupenda elección, señor – señaló el camarero.

- Ya lo sé – dijo Khan, mirando a Nhoa, y sonriendo.

El camarero se fue. Friederich llenó las dos copas


con el champagne, y levantó la suya.

-¿Un brindis? – preguntó Nhoa, extrañada -. ¿Desde


cuándo?

- Después de dos años sin verte, París bien merece


una misa – respondió Khan.

Nhoa levantó su copa.

- Por la ladrona más bella de Francia – dijo Khan -.


Por que nunca nos volvamos a separar.

- Por el asesino más caballeroso y elegante de Ale-


mania – dijo Nhoa -. Por que no nos volvamos a se-

155
Antología Del Crimen

parar.

- Brindo por ello.

Las dos copas chocaron. El camarero les trajo la ce-


na, y volvió a retirarse.

- Bien, ¿Qué era ese asunto del Louvre que me que-


rías mencionar? – preguntó la chica.

- Ah. Directa al grano. No has cambiado mucho,


Nhoa. Sólo estás más bella.

- El Louvre, por favor.

- Sí; por supuesto. Verás: hace unos cuantos años, en


Estados Unidos fue encontrada la tumba de un le-
gendario jinete de mi país, conocido como “El Ger-
mano”.

-¿El famoso y sanguinario mercenario?

- El mismo. La intención era que fuese repatriado,


para que se cadáver pudiera ser enterrado en su tierra
natal, mientras que sus objetos personales serían ex-
puestos en un museo.

- Bien, hasta ahí te sigo.

- El problema es que un ciudadano de Alemania es


descendiente de ese jinete, y ha reclamado para sí
uno de esos objetos: la espada. Como en Alemania

156
Iñaki Santamaría

no estaría segura, decidieron sacarla del país.

-¿Por qué me da la sensación que tú tienes algo que


ver con todo eso?

- Exacto. La espada fue donada al Museo del Lou-


vre, lo que me ha obligado a venir a Francia hace un
mes escaso.

- Me parece que ahora me he perdido. ¿Qué interés


tienes tú en esa espada?

-¿Te acuerdas del uniforma de las SS que te enseñé


en mi casa?

- Sí. Era de un abuelo tuyo.

- Exacto. Pues también me interesa tener esa espada


en mi colección.

- A ver si lo adivino: tú eres el descendiente de “El


Germano”, y quieres que robe esa espada para ti.

- Sólo tú puedes ayudarme, Nhoa. Esa espada perte-


nece a mi familia, y los gabachos nos la han robado.

- Friederich, sabes que haría cualquier cosa por ti.


Pero el Louvre es demasiado, hasta para mí.

-¿”La Gata Negra” tiene miedo? ¿En qué clase de


Mundo vivimos?

157
Antología Del Crimen

- Es ese estúpido Plamondon. Me vuelve a seguir la


pista.

Friederich cogió las dos manos de Nhoa.

- Ayúdame con la espada, y no volverás a ver a Pla-


mondon.

-¿Lo prometes?

- Te doy mi palabra.

- Bien. Pero antes quiero ver la espada, y dónde está.

- Dentro de una vitrina, en una sala rodeada de rayos


infrarrojos. Algo que para ti es pan comido.

- Necesito ver la sala in situ.

- Mañana a primer ahora iremos al Museo.

- Perfecto.

Día 25 de marzo de 1997. Friederich Khan y Nhoa


Jeunnet entraron en el Museo del Louvre.

- Bien – dijo Nhoa, encogiéndose de hombros -. Tú


dirás.

- Por aquí, por favor.

158
Iñaki Santamaría

Nhoa y Friederich caminaron por un largo pasillo,


hasta que llegaron a una sala en cuya entrada había
apostados dos guardias, y en cuyo centro estaba una
vitrina que guardaba una espada.

El arma en sí misma era impresionante: una doble


hoja bien afilada, con manchas de sangre reseca, y
dos garras en la empuñadura, acabada en un mango
con la forma de una cabeza de águila, que tenía un
rubí rojo a modo de ojo.

- Señor Khan – dijo Nhoa, sin dejar de mirar boquia-


bierta la espada.

-¿Sí, señorita Jeunnet?

- Acaba usted de hacer un trato.

- Celebro oír eso. Ahora, vayamos a casa. Hay que


planificarlo.

- Me parece bien. Vamos.

Friederich y Nhoa salieron del museo, montaron en


el Mercedes negro, y se dirigieron hacia la casa de la
chica. Entraron, y se sentaron en el sofá del salón.

- Ese maldito museo está muy bien vigiado – dijo


Nhoa -. Va a ser muy complicado.

Khan extendió un plano en todo lo ancho de la me-


sa de madera enfrente de la cual estaban. Sacó un

159
Antología Del Crimen

cuchillo, y clavó el plano a la mesa. Luego se sentó.

- Bien. Esto es un plano de todo el museo. Siéntate,


por favor – invitó el joven alemán con un gesto.

-¿Qué tienes pensado? – preguntó Nhoa.

- Si no tienes inconveniente, yo dirigiré el robo. Ya


sabes que los alemanes tenemos la estrategia graba-
da en nuestras almas.

Nhoa se sentó, y miró atentamente el plano.

- Soy toda oídos. Te escucho.

160
Iñaki Santamaría

Capítulo 5:

El robo

E RA UNA noche cerrada, la del 25 de marzo


de 1997. La lluvia caía fuertemente sobre la
entera ciudad de París, las temperaturas eran
muy bajas, y las calles estaban oscuras. En el interior
del número 32 de la Rue du Louvre, sin embargo, el
calor del fuego que ardía en la chimenea iluminaba
toda la habitación, en cuyo interior Nhoa Jeunnet y
Friederich Khan daban los últimos retoques a su
plan. Sus ojos estaban pegados a un plano del Museo
de Louvre, extendido sobre una mesa.

- Va a ser difícil – dijo Khan -. Tendrás que ser muy


rápida. Menos de cinco minutos sería de agradecer.

- Bien. Yo estaré dentro. ¿Dónde estarás tú?

- Fuera, esperándote en el coche. Desde mi ordena-


dor portátil accederé al sistema, desactivaré los in-
frarrojos del suelo y los que rodean la vitrina, y ten-
drás vía libre.

-¿Y los guardias?

- Habrá dos, pero estarán cubriendo la entrada y sali-


da de la sala. Si no metes ruido, no tendrás por qué
preocuparte. De todas formas, tendrás a tu disposici-
ón un potente somnífero.

161
Antología Del Crimen

-¿Qué? – preguntó Nhoa, indignada -. ¿Extras en el


trabajo? No, gracias. Yo no utilizo pijadas de ésas.

- Como tú quieras. Recuerda que habrá dos guardias


más en la entrada del museo, y otros dos trazando un
perímetro alrededor del edificio. Hagas lo que hagas,
hazlo rápido. Y con sigilo.

- Descuida. No habrá problemas.

- De todas formas, si la cosa se pone fea, sal de ahí


perdiendo el culo. Me ha costado cinco años volver
a encontrarte, y no me hace especial ilusión volver a
perderte.

Nhoa le dio un beso a Khan, y le miró sonriente.

- Tranquilo. No me perderás.

- Bien. Mañana hay que descansar. Nos espera una


larga noche.

Las once y media de la noche del 26 de marzo de


1997. Toda la ciudad de París dormía en medio de
un silencio sepulcral. En el Museo del Louvre, todo
estaba tranquilo, bajo la atenta mirada de los guardi-
as que lo custodiaban.

Un Mercedes negro pasó por delante de la pirámide


de cristal del museo. El vehículo rodeó el museo, y
se detuvo a varios metros de la parte trasera del edi-

162
Iñaki Santamaría

ficio. La puerta delantera derecha se abrió. Una chi-


ca totalmente vestida de negra salió del interior vehí-
culo.

- Suerte, Nhoa – dijo Khan.

Nhoa le miró, y sonrió.

- Yo haré mi trabajo. Tú haz el tuyo, y dejemos la


suerte para otro día que la necesitemos más.

- Como tú digas. Pero ten cuidado.

Nhoa se despidió, y cerró la puerta. Khan encendió


su ordenador portátil.

- Vamos allá.

Los dos guardias que trazaban el perímetro alrededor


del museo se cruzaron, y cada uno siguió su camino.
Cuando se hubieron alejado varios metros, Nhoa sa-
lió de su escondite, y lanzó un arpeo, el cual se aga-
rró con fuerza al techo. Tensó la cuerda, y comenzó
a subir. En unos pocos minutos, ya estaba arriba. Re-
cogió la cuerda, dejó la mochila que llevaba a su es-
palda sobre el techo, y miró a través del techo de
cristal, pudiendo ver la vitrina con la espada en su
interior.

- La tengo justo debajo – dijo la chica, mirando a


través del techo al interior de la sala.

163
Antología Del Crimen

- Avísame cuando estés preparada, y quito los infla-


rrojos.

- Cuenta dos minutos.

La chica sacó su polea automática de la mochila, se


ató la cuerda con fuerza, y programó la distancia que
debía bajar. Sacó un diamante, puso una ventosa so-
bre el cristal, y cortó un trozo por el que poder pasar.
Cogió el cristal con la ventosa, y lo dejó sobre el te-
cho.

- Adelante – dijo, poniéndose unas gafas que detec-


taban los rayos infrarrojos.

Khan tecleó sobre el teclado de su ordenador unos


segundos, y, luego, miró su reloj tras pulsar la tecla
ENTER.

- Cinco minutos a partir de ya.

Jeunnet encendió las gafas de infrarrojos, y se dejó


caer por el agujero que había cortado en el cristal. La
polea automática fue bajándola hasta que se encon-
tró justo encima de la vitrina.

Con mucho sigilo, puso la ventosa en la parte superi-


or de la vitrina, cortó el cristal con el diamante, y lo
retiró.

164
Iñaki Santamaría

Mientras, a unos pocos metros de distancia, los dos


guardias que estaban apostados a la entrada de la sa-
la charlaban entre ellos.

Khan miró su reloj, y resopló.

- Dos minutos y medio.

Nhoa cogió la espada por la empuñadura, y la des-


lizó hacia arriba, con toda su atención puesta en que
ninguna parte del arma rozase el cristal. Cuando la
tuvo en su poder. Volvió a colocar el espejo de la
parte superior de la vitrina en su lugar. La polea co-
menzó a subir la cuerda.

-¡Mierda! ¡Nhoa! ¡Sal de ahí! ¡Ya!

El ordenador portátil se había apagado, y Khan mira-


ba con el rostro pálido hacia el techo del museo. El
sistema de rayos infrarrojos que rodeaba la sala se
conectaría en unos segundos, y Nhoa aún estaba
dentro.

La chica francesa estaba a pocos metros del techo,


cuando vio con horror cómo los rayos que rodeaban
la vitrina volvían.

- Mierda – dijo, entre dientes.

La cuerda siguió subiendo, y entró por el agujero del

165
Antología Del Crimen

techo justo cuando los rayos infrarrojos eran


activados por competo. Nhoa respiró aliviada, y
miró a través del agujero la vitrina vacía.

- Estoy fuera.

Khan resopló aliviado, y se reclinó en el respaldo del


asiento.

- Perfecto. Ven cuanto antes.

Nhoa se secó el sudor que corría por su rostro, y se


incorporó. Recogió la polea, guardó la espada, Ase-
guró con fuerza el arpeo, y miró una última vez por
el agujero del techo; satisfecha por un trabajo tan
bien hecho.

De pronto, todo su cuerpo se puso en tensión. Sus


ojos estaban clavados en la punta de su respingona
nariz, donde había una gota de sudor. La chica se gi-
ró rápidamente, y comenzó a correr hacia el arpeo,
mientras la gota de sudor se sostenía en el aire unos
dramáticos segundos; para caer, luego, por el aguje-
ro en un precipitado e imparable descenso vertigino-
so.

Jeunnet se agarró a la cuerda, justo cuando la gota


entraba en contacto con los rayos infrarrojos, y las
alarmas de todo el museo se dispararon.

Khan levantó la cabeza, sobresaltado. Las alarmas

166
Iñaki Santamaría

del Louvre se podían oír desde el otro extremo de


París. En unos pocos minutos, aquello estaría lleno
de policías.

Un golpe en la ventanilla del coche hizo que mirase


hacia su derecha. Las pupilas marrones de Nhoa le
miraban a través de la ventanilla. El joven alemán
sonrió, y abrió la puerta. La atractiva chica entró
presurosa en el coche.

-¿Estáis bien? – preguntó Khan.

-¿Qué demonios ha pasado? – preguntó Nhoa, tra-


tando de recobrar el aliento.

- La mierda de ordenador, que se me ha apagado.


Maldito Windows. ¿Qué ha pasado luego?

- Una gota de sudor, que ha caído por donde no de-


bía. ¡Menuda noche!

- ¿Tienes la espada?

La bella ladrona abrió su mochilla, y sacó el arma.

- Buen trabajo. Eres la mejor.

-¿Qué tal si nos vamos?

- Como tú digas.

El coche arrancó, rodeó el museo, y pasó por enfren-

167
Antología Del Crimen

te de la pirámide del museo; hacia donde venían ya


una gran multitud de coches de policía.

168
Iñaki Santamaría

Capítulo 6:

Demasiado cerca

T ODA LA policía metropolitana francesa de


París, con Paul Plamondon a la cabeza,
irrumpió, bajo el oscuro manto de la noche,
en el Museo del Louvre; mientras, el Mercedes ne-
gro que transportaba a Nhoa Jeunnet y a Friederich
Khan pasaba por enfrente de las decenas de coches
de policía que se agolpaban enfrente de la pirámide
de cristal del Museo.

Paul Plamondon, seguido de una treintena de poli-


cías, entró en la sala donde había tenido lugar el ro-
bo de la espada.

- Bien, quiero un informe detallado de lo que haya


pasado aquí.

Uno de los agentes que vigilaban a la entrada de la


sala se acercó a Plamondon.

- Verá, señor – comenzó a explicar el agente -. No


sabemos cómo, pero alguien ha robado la espada.

- Muy bien – dijo Plamondon, aplaudiendo -. Eso lo


he sabido yo en cuanto he visto la vitrina vacía. Lo
que quiero saber es cómo y quién, y no estoy muy
seguro de que sea en ese orden.

El agente se acercó a la vitrina vacía. La estuvo exa-

169
Antología Del Crimen

minando durante unos minutos. Con la mano cubier-


ta por un guante, cogió la parte superior de la vitrina,
tiró hacia arriba, y se quedó con ella en la mano. Lu-
ego, miró al techo de cristal: el enorme agujero lla-
mó toda la atención de sus marrones ojos.

- Ya lo tengo – afirmó, chasqueando los dedos -. Sa-


biendo el cómo, se obtiene el quién: ha sido “La Ga-
ta Negra”. Trepó hasta el tejado, abrió un agujero en
el cristal con un diamante, se descolgó por él, cortó
la parte superior de la vitrina, cogió la espada, y su-
bió. Sin embargo, cuando hizo todo eso, los rayos
infrarrojos estaban ya desconectados. Por lo que tu-
vo que tener ayuda de alguien. Pero, ¿de quién?

Un segundo agente se le acercó.

-¿Quiere que lo investiguemos, señor?

Plamondon miró de nuevo al techo, y resopló.

- No. Qué más da. Este caso ha acabado. Nunca la


pillaremos. Nos vamos.

El sargento salió del Museo, y montó en su coche;


poniendo rumbo a la comisaría.

El vehículo se detuvo con un chirrido de neumáticos,


y Plamondon entró a toda velocidad en la comisaría,
se dirigió hacia su despacho, se abalanzó sobre la
montaña de carpetas que había en su mesa, y las tiró
al suelo. Luego, miró a los demás agentes, quienes le

170
Iñaki Santamaría

miraban atónitos.

-¿Qué miráis? Este caso está acabado. Iros a comer.


Este caso está acabado – repetía, mientras seguía ti-
rando al suelo todas las carpetas del caso -. Este caso
está acabado. ¿Queréis ir a comer? Este caso está
acabado.

Los agentes salieron de la comisaría. Solo ahora,


Plamondon centró toda su atención en el enorme
mapa que había en el tablón de anuncios; donde es-
taban marcadas las calles donde “La Gata Negra”
había cometido sus robos. El agente se abalanzó so-
bre el mapa con el propósito de hacerlo trizas, pero
algo le hizo detenerse.

Plamondon fue a su mesa, donde había extendido un


enorme mapa con los robos de la “La Gata Negra”.
Luego, miró el otro mapa.

El segundo mapa no hacía referencia a los robos.


Aunque las calles marcadas eran las mismas, hacía
referencia a una serie de asesinatos que habían teni-
do lugar en París en los últimos días; pertenecientes
al asesino conocido cono “El Halcón Alemán”.

El perímetro trazado en el mapa era relativamente li-


mitado. Comprendía la Av. De l´Opéra; las rues Du
Louvre, de Turbigo, du Temple, Montmadre, Bona-
parte, de Rivoll, y Saint – Antoine; los Grands Bou-
levards; los Bd. Sebastopol y Magenta; el Quai du
Louvre, y el Pount Neuf.

171
Antología Del Crimen

- Sólo están sin marcar la Av. De l´Opéra, y las rues


du Louvre y Bonaparte. Si en la Rue Bonaparte vivo
yo, en la Rue du Louvre debe vivir “La Gata Negra”,
y en la Av. De l´Opéra tiene que estar “El Halcón
Alemán” – dijo, mirando los dos mapas -. Eso es.
¡Ya los tenemos!

Plamondon marcó a toda velocidad un número de te-


léfono.

- Inmobiliaria Caribaux. ¿En qué puedo ayudarle?

- Soy el sargento Paul Plamondon, de la Policía Me-


tropolitana Francesa. ¿Podría decirme si han vendido
alguna casa en la Av. De l´Opéra en los últimos dí-
as?

- Sí, el número trece.

-¿A nombre de quién la han vendido?

Veinte coches de policía irrumpieron a toda veloci-


dad en la calle, y se detuvieron enfrente del número
13 de la Av. De l´Opéra. Plamondon entró en la casa
seguido de los demás agentes.

-¿Está seguro de que aquí encontraremos a ese asesi-


no, señor?

- Completamente – afirmó Plamondon -. Los alema-

172
Iñaki Santamaría

nes tienen una afición casi enfermiza con la ópera.


De él es de quien ha conseguido ayuda “La Gata”.
Aunque… ¿y si fuera al revés?

- No le sigo.

- Es tan simple que no se tiene en cuenta. Debí ha-


berlo visto antes. “La Gata Negra” no ha obtenido
ayuda de “El Halcón Alemán”. Ha sido al revés: ella
le ha ayudado a él.

- La espada.

- Exacto. Esa espada procedía de Alemania. ¿Cómo


se puede estar tan ciego? Quiero que reviséis hasta la
más pequeña grieta.

Los agentes se dividieron, y registraron toda la casa.


Transcurrida cerca de una hora, se reunieron de nue-
vo con el sargento.

- Sólo hemos encontrado esto – dijo un agente, en-


tregándole una baraja -. Estaba sobre una mesa.

-¿Qué nos querrá decir? ¿Qué está jugando al póquer


en algún lugar de París? Esto no tiene sentido.

Plamondon miró la baraja: la primera carta era el di-


ez de corazones. La apartó, y apareció el nueve. La
volvió a apartar. El ocho. Otra carta fuera. El siete.
El sargento frunció el ceño, y apartó la carta. El seis.
Otra carta. El cinco.

173
Antología Del Crimen

-¡Es una bomba! Todo el mundo fuera.

Plamondon arrojó la baraja al suelo, y corrió lo más


rápido que pudo hacia la puerta, seguido de unos cu-
antos agentes, a unos metros de distancia. El sargen-
to salió de la casa el primero.

La puerta se cerró de golpe detrás de él. Todos los


agentes quedaron atrapados en la casa. Transcurridos
unos breves segundos, una fuerte explosión se oyó
en la casa. Las llamas del fuego cubrieron todo el
edificio, mientras Plamondon fue lanzado a varios
metros de distancia.

Todavía tumbado sobre la carretera, miró la casa cu-


bierta por entero por el fuego. Estaba aturdido, y la
sangre le manchaba parcialmente el rostro. A su al-
rededor, sobre el suelo, había varios cristales. Los
gritos de los agentes habían cesado hacía rato.

Varios camiones de bomberos aparecieron en la ca-


lle. Plamondon se levantó, con sus ojos fijos todavía
en el llameante número 13 de la Av. De l´Opéra. Los
bomberos se pusieron a apagar el fuego de la casa.

Transcurridos unos minutos, cuando el fuego ya ha-


bía sido extinguido, pero con la casa todavía hume-
ando, una ambulancia se detuvo en la entrada de la
calle. La puerta lateral se abrió, y cinco médicos ba-
jaron del vehículo. El que iba en cabeza se acercó al
sargento.

174
Iñaki Santamaría

-¿Algún herido, sargento Plamondon?

- Sólo yo. Pero sobreviviré.

- Señor.

-¿Sí?

-¿No hay más heridos?

- No. El resto de los agentes que me acompañaban


estaban dentro de la casa. Ahora, si me disculpa….

El médico se hizo a un lado, y Plamondon siguió su


camino. Cuando paso al lado de la ambulancia, algo
hizo que se detuviera. Sus ojos miraban el espejo re-
trovisor del lado derecho del vehículo.

Un hombre rubio, con gafas de sol, y vestido com-


pletamente de negro se encontraba allí, en la calle,
mirándole fijamente. El policía sacó su pistola, y se
giró.

Pero ya no había nadie.

Miró hacia arriba, parpadeando varas veces bajo la


luz del sol. Se puso las gafas de sol, y se secó la
frente con el brazo.

- No es posible – dijo, negando con la cabeza.

175
Antología Del Crimen

A los pocos segundos, una gente se le acercó.

-¿Sargento Paul Plamondon?

- La última vez que me miré en el espejo, lo era.


¿Qué quiere, agente?

El policía le entregó un sobre.

- Un hombre me ha dado esto para usted.

Plamondon miró el sobre. Su nombre estaba escrito


en la parte de atrás a mano.

- Muy bien, agente. Muchas gracias.

El policía dio media vuelta, y se alejó. Plamondon


abrió el sobre, sacó la hoja que había en su interior,
y comenzó a leerla. Cuando hubo terminado, estrujó
furioso el papel.

- Muy bien. ¿Eso es lo que quieres? Por mí, perfecto.

Guardó el papel, y abandonó la Av. De l´Opéra.

Si está leyendo esto, sargento Paul Plamondon, es que sus


hombres no son tan inútiles como aparentan ser. Estaba conven-
cido de que este caso se podría acabar de una forma conveni-
ente para todos los involucrados en él. Pero su intrusión en
mis asuntos ha hecho que varíe los planes que tenía preparados
para usted. Por ello, me veo obligado a pedirle que acuda, us-

176
Iñaki Santamaría

ted solo, a la Catedral de St. – Germain – des Prés, a las


once de la noche de mañana. Confío en que se presente, así que
me despido de usted hasta ese entonces.
El Audi A4 plateado del sargento Paul Plamondon
se detuvo con un chirrido de neumáticos delante de
la puerta del número 32 de la Rue du Louvre. El sar-
gento bajó del vehículo, empuñó con fuerza su pisto-
la, e irrumpió en la casa.

En el interior, lo primero que se veía al cruzar la pu-


erta principal era la sala. Unos metros hacia la dere-
cha de la puerta, una escalera conducía a la planta
superior, donde estaban el dormitorio y el cuarto de
baño. En el piso inferior, una puerta comunicaba la
sala con la cocina.

Plamondon cruzó la sala, y entró en la cocina.


Encima de la mesa había un periódico abierto, y, a
su lado, una taza de café. Se acercó a la mesa, y ob-
servó la taza: tenía una mancha de carmín en la parte
superior, y estaba medio vacía. Tocó la taza: el café
estaba caliente.

- Todavía está aquí.

Salió de la cocina, cruzó de nuevo la sala, y subió a


la planta superior.

Enfrente de la escalera, una enorme pared. A la dere-


cha, el dormitorio. A la izquierda, el cuarto de baño.
Entró en el dormitorio. La cama estaba deshecha, y

177
Antología Del Crimen

todos los cajones abiertos y vacíos, al igual que el


enorme armario ropero. Miró la ventana: estaba ce-
rrada. El sargento se agachó, y miró debajo de la ca-
ma: no encontró ni una mota de polvo.

Se incorporó de nuevo, salió del dormitorio, y entró


corriendo en el cuarto de baño. Las cortinas de la du-
cha estaban descorridas, y todas las puertas y cajo-
nes del lavabo abiertos. En una de las puertas de es-
pejo había algo escrito con carmín.

No creería que iba ser tan fácil, ¿verdad?

En ese momento, se oyó un ruido fuera. Plamondon


salió del cuarto de baño. Vio una puerta oculta que
salía de la enorme pared, y, a unos metros, una som-
bra que provenía del dormitorio.

El sargento se apresuró a entrar en el cuarto. No vio


a nadie. Sus ojos se clavaron en la ventana: ahora
estaba abierta. Se asomó por ella, y vio a una atracti-
va chica morena, con pelo rizado, y ojos marrones se
despedía de él mientras daba media vuelta, y desapa-
recía.

Una enorme explosión se oyó en la calle. Plamondon


salió del dormitorio, y bajó las escaleras lo más rápi-
do que pudo. Al llegar abajo vio la puerta de madera
tumbada en el suelo. Miró fuera, y vio, con horror,
cómo su coche estaba rodeado por fuego.

178
Iñaki Santamaría

- Esto es fantástico. Sencillamente fantástico.

Los últimos rayos del 27 de marzo de 1997 estaban


casi escondidos, y los pocos que brillaban lo hacían
timidamente en un cielo rojizo.

Friederich Khan envainó la espada que dos días an-


tes había robado Nhoa Jeunnet del Louvre. La joven
francesa le miraba fijamente desde la puerta con ojos
llorosos.

- Tenéis suerte, los alemanes – dijo la chica -. Pase


lo que pase, nunca perdéis la compostura.

Khan se giró, y se acercó a Nhoa.

- No te preocupes por mí, petite. Volveré entero. Y


con la cabeza de Plamondon.

-¿Lo prometes?

Khan le dio un beso, y, luego, le entregó una insig-


nia con forma de águila.

- Me la tienes que devolver. ¿Entendido?

- Está bien – asintió Jeunnet -. Vete.

El joven alemán abrió la puerta, y salió.

179
Antología Del Crimen

Plamondon se detuvo enfrente de la puerta de la Ca-


tedral de St. – Germain - des - Prés, y miró su reloj:
faltaban cinco minutos para las once de la noche.

- Si crees que te voy a esperar, vas fresco.

Abrió la puerta del edificio religioso, y entró.

En el interior, la única luz provenía de las velas que


iluminaban el púlpito, y que se encontraban ambos
lados del edificio religioso. El único ruido que se oía
era el de los pasos del sargento, que caminaba con el
revólver fuertemente empuñado.

Detrás de él, se oyó un ruido. El sargento se giró, y


disparó. Pero no había nadie. La bala fue directa a la
pared.

-¿Nervioso, hombrecillo? – preguntó una voz de


hombre que sonó por cada rincón.

Plamondon se volvió, y disparó. La bala impactó en


una columna. El sargento se detuvo. Oyó unos pasos
que resonaban por toda la catedral.

El pelo rubio de Khan asomó desde detrás de una


columna de espaldas a Plamondon.

-¡Aquí!

Otro disparo. La bala silbó, hasta llegar al púlpito.

180
Iñaki Santamaría

Una ventana de la catedral se abrió. El fuerte viento


que soplaba en el exterior apagó las velas del lado
izquierdo.

Otro ruido en el lado de la derecha. Otro disparo.


Otra bala perdida.

- Tenga cuidado, estúpido gabacho. Va a destrozar


esto.

Plamondon se giró hacia la derecha, de donde prove-


nía la voz. Friederich Khan estaba allí, de pie, mi-
rándole fijamente: tenía sus grises ojos clavados en
sus pupilas. El sargento se apresuró a disparar, pero
Khan se tiró al suelo, y esquivó la bala.

El joven alemán se encontraba de rodillas, cuando


sintió el revólver del policía sobre su sien. Se incor-
poró muy despacio, se giró, y vio cómo el arma aho-
ra le apuntaba a la frente.

-¿Unas últimas palabras antes de morir? – preguntó


Plamondon.

Khan le miró, con el rostro serio.

- Sí. Nunca mire a los ojos a su víctima. Le persegui-


rán por siempre.

El sargento apretó el gatillo. El tambor del arma pa-


reció girar a cámara lenta, mientras Khan se abalan-
zaba con la espada empuñada con las dos manos.

181
Antología Del Crimen

El fuerte viento que soplaba fuera abrió las ventanas


de la catedral. Las velas se apagaron, y todo quedó
en oscuridad.

182
Iñaki Santamaría

Epílogo:

Caso cerrado

N
HOA JEUNNET levantó la cabeza, sobre-
saltada. Miró el reloj: la una y media de la
madrugada. Habían pasado ya cuatro horas
desde que Friederich había salido, y, desde entonces,
no había tenido ninguna noticia de él. Suspiró, y mi-
ró por la ventana: la noche era despejada, y se podía
ver todo perfectamente. Estuvo mirando durante al-
gunos minutos, pero no vio a Khan. Se giró, y se
volvió a sentar en el sillón.

En el otro extremo de la habitación, un fuerte ruido


hizo que Nhoa se sobresaltase. Escuchó en silencio
unos segundos: alguien estaba llamando a la puerta.
La chica se levantó como un resorte, corrió hasta la
puerta principal, y miró por la mirilla.

No había nadie.

En ese instante, varias decenas de coches de policía


cruzaron la calle. Los vehículos iban a toda veloci-
dad, con las luces dadas, y las sirenas sonando a to-
do volumen.

Jeunnet se alejó de la puerta. Estaba asustada, tensa,


y nerviosa. Pasaron unos eternos minutos, antes de
que toda la calle volviera a quedar en silencio. Silen-
cio que no duró mucho, porque, apenas hubo cesado
el ruido de las sirenas de los coches, sonó el teléfono

183
Antología Del Crimen

móvil de la chica morena. Ésta lo cogió, y vio en la


pantalla el nombre de Khan.

-¿Eres tú, Friederich?- preguntó, nerviosa.

No obtuvo ninguna respuesta; sólo silencio, y el rui-


do del otro teléfono colgándose.

Nhoa miró a su alrededor: estaba aterrada. No sabía


qué hacer. No sabía quién le había llamado, ni lo que
iba a pasar.

Volvieron a llamar a la puerta. La chica miró por la


mirilla. Esta vez había una caja enfrente de la puerta.
Abrió la puerta, salió a coger la caja, y volvió a en-
trar.

La parte superior de la caja tenía unas pequeñas


manchas de sangre, todavía fresca. Nhoa suspiró, y
abrió la caja. Todo su cuerpo se relajó al ver la cabe-
za de Paul Plamondon empapada de sangre.

El exterior de la catedral de St. – Germain – des-


Prés estaba totalmente lleno de coches de policía.
Los agentes entraban y salían del edificio, en cuyo
interior yacía el cuerpo sin cabeza de Plamondon,
rodeado de un enorme charco de sangre, y empuñan-
do en su mano izquierda su revólver; en cuyo tam-
bor cabían cinco balas.

184
Iñaki Santamaría

-¿Te gusta?

Nhoa giró la cabeza con tanta rapidez que se mareó:


de pie, al lado de la ventana, vestido de negro, y con
el rostro cubierto de sangre, estaba Friederich Khan.
La joven dejó caer la caja, corrió hacia él, y le dio un
fuerte abrazo.

- Estaba preocupada. ¿Por qué me has hecho sufrir


tanto?

- Siempre me ha gustado el suspense – dijo Khan,


con una sonrisa burlona en su rostro.

-¿Se acabó? ¿Se acabó para siempre?

- Sí. A no ser que Plamondon resucite, y venga a


buscar su cabeza.

Nhoa sonrió, y le dio un largo beso a Khan.

-¿Qué tal si dormimos un poco? – preguntó la chica


-. Ha sido una noche muy tensa para todos. Sobre to-
do para Plamondon, que ha perdido la cabeza

- Lo que tú digas. Como siempre.

Friedrich y Nhoa se cogieron de la mano, y subieron


al piso de arriba. Mientras, en el exterior, había co-
menzado a llover.

Fin
185
Índice:

Prólogo: Un hábil robo…………………………..126

Capítulo 1: Una segunda oportunidad………...…128

Capítulo 2: El Halcón Alemán…………………..135

Capítulo 3: Robos y asesinatos……………….…143

Capítulo 4: La Gata y El Halcón………………...152

Capítulo 5: El robo………………………………161

Capítulo 6: Demasiado cerca…………………....169

Epílogo: Caso cerrado…………………………...183


Pareja De Asesinos
Iñaki Santamaría

Prólogo:

Sangre y lluvia

A
QUELLA NOCHE, la del 30 de enero de
1999, las temperaturas en las calles de Lon-
dres rondaban los 0° centígrados. La niebla
cubría toda la City, y una fuerte lluvia caía sobre to-
do el caudal del Tamesis. Las calles estaban comple-
tamente vacías. No había un alma andando por Lon-
dres aquella noche.

La enorme campana del Big Ben sonó, dando las on-


ce y media.

De repente, se oyó el ruido de unos pasos, que iban


corriendo desde Russell Square, y se detuvieron al
final de Montague P1. Un hombre moreno y de com-
plexión fuerte trataba de recuperar el aliento, y mira-
ba, nervioso, a su alrededor.

De pronto, levantó, nervioso, la cabeza. En alguna


parte detrás de él había oído cómo se acercaban unos
pasos. Permaneció escuchando unos segundos.

Los pasos se iban acercando cada vez más.

Los pasos cesaron. El hombre se giró rápidamente:


no vio a nadie, y suspiró aliviado. Dio media vuelta
para proseguir su camino.

Un hombre alto, rubio y con ojos grises se hallaba

191
Antología Del Crimen

frente a él, cortándole el paso. Sus manos estaban


cubiertas con guantes negros.

- Gute Nacht. Warum laufen Sie? – preguntó el des-


conocido.

El hombre moreno dio media vuelta y comenzó a co-


rrer de nuevo hacia Russell Square, pero una atracti-
va joven morena, con una larga melena rizada y con
ojos de color marrón oscuro le cerró el paso.

- Bonne nuit. Pourquoi courez- vous? – preguntó la


joven.

El joven rubio y la joven morena fueron acercándose


hacia el hombre de complexión fuerte, hasta que en-
tre los dos le rodearon. El chico sacó un puñal, y la
chica una daga. Ambos se miraron, y comenzaron a
apuñalar al hombre; quien gritaba mientras su sangre
salpicaba la húmeda acera.

Pasados unos minutos, los gritos cesaron, y los agre-


sores guardaron sus arenas.

- Pensaba que te había dicho que no hablaras en


francés. - dijo el joven rubio.

- ¿Sabes? Es curioso. Yo pensaba que te había dicho


que no hablaras en alemán. - replicó la joven.

- Está bien. Yo no hablaré en alemán si tú no hablas


en francés. ¿Conforme, Dirdre?

192
Iñaki Santamaría

- Je suis d'accord avec vous, Franz. - dijo la chica,


con una sonrisa burlona en su bello rostro.

- Und mich mit Ihnen.

Franz y Dirdre se cogieron de la mano, y salieron de


allí.

193
Antología Del Crimen

Capítulo 1:

Escena del crimen

L OS RAYOS DEL SOL de la mañana cruza-


ban a duras penas la impenetrable cortina
gris de las nubes que cubrían el cielo londi-
nense, hasta colarse tímidamente a través de las pe-
queñas rendijas, e iluminar muy tenuemente el inte-
rior de la habitación, aunque lo suficiente para des-
pertar a Jack Packard; quien hasta ese momento dor-
mía placidamente tumbado de mala manera sobre la
cama, que aún estaba hecha.

Jack Packard era teniente de Policía, y trabajaba en


la Comisaría de Theobalds Road desde hacía ya de-
masiados años. Contaba cuarenta y cinco años, y su
pelo rubio estaba enredado sobre su cabeza en un re-
molino interminable, mientras que sus ojos azules,
adornados por ojeras de seria consideración, sufrían
una invasión de legañas.

Packard estiró los brazos varias veces, se colocó to-


das las vértebras de la espalda en su sitio, y se levan-
tó. Sus ojos miraron divagantes al vacío unos segun-
dos, hasta que los cerró al bostezar. Sacudió la cabe-
za, y fue al lavabo.

La noche anterior, cuando llegó a casa bien avanza-


da la madrugada, cerró la puerta, y se dejó caer so-
bre la cama; durmiéndose casi al instante.

194
Iñaki Santamaría

Una vez en el lavabo, se miró al espejo que colgaba


en la pared, y se rascó la descuidada barba de cuatro
días que poblaba su cara.

- Estás hecho un asco - dijo, mientras se echaba agua


en la cara.

Una vez despejado, abandonó el dormitorio, y entró


en la cocina.

Una montaña de cacharros sin fregar se amontonaba


en el fregadero, desde donde caía una gota de agua
cada poco tiempo. En el centro de la cocina, una me-
sa de madera soportaba un ejemplar del TIMES,
una taza de café y una cafetera.

Packard entró en la cocina y, sorteando los trozos de


pizza que se habían pegado al suelo como una parte
más de la decoración, se sentó en la silla que había
enfrente de la mesa. La polvorienta silla crujió bajo
su peso, y cerró los ojos y aguantó la respiración, re-
zando para que no se viniese abajo.

Una vez seguro de que la silla aguantaría un día más,


cogió la cafetera y se echó café en la taza. Bebió un
trago largo y respiró profundamente.

- Esto resucita a un muerto. ¿O es que mata a un vi-


vo? Es igual. Veamos qué tal va la sistemática extin-
ción de la raza humana. Esperemos que tenga que
seguir trabajando para que sea ordenada.

195
Antología Del Crimen

Packard cogió el TIMES, y lo abrió por la página de


sucesos. Justo en ese momento, alguien llamó al te-
léfono.

-¡Mierda! - exclamó, furioso -. ¿Y ahora dónde está


el teléfono?

Se levantó, y rebuscó por la cocina como un loco,


mientras el teléfono no paraba de sonar. Transcurri-
dos unos segundos, por fin lo encontró, y contestó.

- Jack Packard al habla. ¿Con quién tengo el disgus-


to de hablar?

- Soy Ethan Glenn. ¿Estás despierto?

- Sí, pero como si no. ¿Qué tripa se te ha roto,


Ethan? ¿Sabes que hoy es día laboral? ¿Qué es eso
de llamarme a estas horas?

- Tengo un sentimiento de culpa que me está matan-


do. ¿Has visto el periódico de hoy?

- No, porque justo me has llamado tú. Más vale que


se haya muerto alguien.

- Así es.

- Sí. Aquí está - dijo Packard, mirando el periódico -.


¡Dios! ¡Es asqueroso!

- Seguro que mejor que tu piso ya es.

196
Iñaki Santamaría

- Muy gracioso. ¿Se sabe quién es?

- Tendremos que recurrir a los documentos de su


cartera. Tiene la cara destrozada.

-¿Por qué tengo la sensación de que, si esto habría


ocurrido en la otra punta de Londres, no estaríamos
hablando?

- Esa carnicería que ves ocurrió en Montague Pl. Eso


está dentro de nuestra jurisdicción, así que nos toca a
nosotros investigarlo - un enorme ruido sonó al otro
lado del teléfono -. ¿Qué demonios ha sido eso?
¿Jack?

- Estoy aquí. La mierda de la silla se ha suicidado.


Lo peor es que estaba yo encima. ¿En Montague Pl.
dices? Eso está casi al lado de mi casa. En menos de
veinte minutos estoy ahí. Que nadie toque nada. Y a
nadie, si es posible.

- Entendido. No tardes.

Jack colgó, y salió de la cocina. Se detuvo en la pu-


erta, y miró a las astillas de la silla.

- Que sepas que has optado por el camino fácil.

Packard dio media vuelta y cruzó el pasillo que con-


ducía hasta la puerta principal; deteniéndose enfren-
te de una mesilla de madera para coger las llaves de

197
Antología Del Crimen

su coche. Guardó las llaves en el bolsillo de su cha-


queta, y salió.

Una vez en la calle, caminó hasta un BMW de color


negro que había aparcado enfrente de la casa. Abrió
la puerta del conductor, y subió al vehículo. Puso la
llave en el contacto, y el coche arrancó.

La casa de Jack Packard estaba en Eversholt Street,


y para llegar a Montague Pl. había que cruzar la ca-
lle, atravesar Buston Rd. Woburn Pl., girar hacia la
izquierda para entrar en Gower Street y girar otra
vez a la izquierda, donde estaba Montague Pl.

A través del parabrisas de su coche, pudo observar la


calle cortada y llena de policías, periodistas y curio-
sos; resultando mayor el número de los últimos que
el de los primeros.

El BMW negro se detuvo, y Packard bajó del vehí-


culo. De donde se concentraba el mayor número de
curiosos, una mano moviéndose a ambos lados
sobresalió entre tanta cabeza. Packard suspiró y ca-
minó bajo la lluvia hasta donde estaba Ethan Glenn.

El sargento de Policía Ethan Glenn. De origen irlan-


dés, pelirrojo, ojos verdes, de complexión fuerte y
buen amigo de las cervezas y del teniente Packard,
tenía cuarenta y cinco años. Sus manos estaban cubi-
ertas por guantes.

Packard clavó sus ojos azules en la bolsa negra de en

198
Iñaki Santamaría

medio de la calle sobre la que caía la lluvia con gran


fuerza. Señaló con el dedo índice a la bolsa.

- El fiambre - dijo Glenn -. ¿Quiere verlo?

- Para eso me pagan. No sé quién, pero alguien me


paga.

Packard cubrió sus manos con guantes, mientras


Glenn apartaba la bolsa negra que cubría el cadáver.

- Precioso - dijo Packard, al ver el cadáver ensan-


grentado -. ¿Sabemos quién es?

- Creemos que se trata de Anthony Norton. Lo sabe-


mos por su permiso de conducir. Estamos compro-
bando las huellas.

-¿Qué tal si nos presentas como es debido?

- El señor Norton es un prospero negociante, que ti-


ene su negocio en Russell Square. Es anticuario.

- Mala gente. Por lo menos, rara. Eso te lo aseguro.


¿Cómo murió? ¿De un susto? Cuéntame algo, Ethan.

- Tiene diversas puñaladas por todo el cuerpo. Envi-


aremos el cuerpo al forense Grissom para un análisis
más detallado. Si te quieres pasar esta tarde por la
morgue, tú mismo.

- Sí. ¿Por qué no? Me vendrá de perlas para digerir

199
Antología Del Crimen

la hamburguesa del almuerzo. Por cierto, ¿ya era así


de feo, o le han desfigurado la cara?

- Le destrozaron la cara a puñaladas.

- Últimamente hay mucho loco por aquí suelto. Será


cosa de la Luna. ¿Sus objetos personales han sido
robados?

- No. Serán enviados a Grissom junto con el cadá-


ver.

-¿Qué cuentan las gentes del lugar? ¿Alguien vio al-


go, oyó algo?

- La mayoría de los testigos de esta calle oyeron a


Norton gritar. Los de Russell Square aseguran haber
oído pasos, al igual que los de Guaye Inn Road.

- Céntrate en los de Russell Square. Aparte de los


pasos, ¿oyeron algo más?

- Casi todos coinciden en haber oído a dos personas


de idioma extranjero. La primera era un acento rudo,
basto, intimidatorio. Por el contrario, la segunda ha-
blaba con un acento elegante, distinguido. Más que
el inglés.

- Si es un acento más distinguido que el inglés será


francés, y si es un acento francés elegante, entonces
será una mujer. Los franceses hablan sin gracia. Sin
embargo, da gusto oír hablar a las francesas. Y más

200
Iñaki Santamaría

gusto da verlas.

-¿Alguna idea sobre el primer acento?

-¿Un acento rudo, basto e intimidatorio? Desde 1939


hasta nuestros días, no ha habido un acento en Euro-
pa que intimide tanto como el de un alemán. Así que
buscamos a una chica francesa y a un chico alemán.
Esto es interesante. ¿Algo más que quieras contar-
me?

- De momento, eso es todo.

- En ese caso, me voy. Quiero tener algo en el esto-


mago cuando vaya a la morgue. Por cierto, ¿Cuándo
le mandarás en fiambre al “omnisciente” Grissom?

- Dentro de hora y media ya estará sobre su mesa de


operaciones.

Packard miró su reloj de pulsera, y estuvo pensando


varios segundos.

- Perfecto. Voy a comerme una hamburguesa, y den-


tro de una hora me pasaré por la morgue. Ya nos ve-
remos, Ethan.

Packard se despidió de su compañero, abandonó la


calle, montó en su BMW, y salió de allí.

201
Antología Del Crimen

Capítulo 2:

La morgue de Grissom

S
ENTADO EN la mesa de la hamburguesería
que Joseph McMillan tenía en Caledonian Ro-
ad, Jack Packard degustaba una hamburguesa
especial sin cebolla. Los botes de ketchup y mosta-
za estaban apartados a un lado de la mesa, junto con
el cenicero, y enfrente del plato había un servilletero
y un vaso lleno hasta arriba de agua fría.

Entre mordisco y trago, Packard miraba a su adrede-


dor: en el comedor de Hamburguesas McMillan
apenas había diez personas contadas. Fuera, en la
barra, la actividad tampoco era algo exagerado. Un
máximo de ocho personas bebían tranquilamente su
Pinta, mientras leían el periódico, veían la televisión
o jugaban a los dardos.

Packard terminó de comer su hamburguesa, y miró


su reloj de pulsera: las doce y media. Se terminó el
vaso de agua con tranquilidad, se limpió las manos
con una servilleta, y fue a la barra.

Joseph McMillan dejó apartado sobre la nevera el


ejemplar del TIMES que estaba leyendo, y se diri-
gió hacia donde estaba Packard.

-¿Qué te tengo que dar, Joseph? - preguntó el agente.

-¿Qué ha sido?

202
Iñaki Santamaría

- Lo de siempre: hamburguesa especial sin cebolla, y


un vaso hasta arriba de agua fría

- Cinco libras y diez peniques. Lo de siempre, Jack.

- Toma siete libras, y quédate el cambio – dijo Pac-


kard, entregándole el dinero.

-¿Te has vuelto millonario de repente? - preguntó


McMillan, guardando el billete y las dos monedas en
la caja registradora.

- Si así ha sido, yo no me enterado. Ten buen día, Jo-


seph.

Jack salió de Hamburguesas McMillan, subió al co-


che, y condujo hacia Theobalds Road, donde se en-
contraba la Comisarla y, justo al lado, la morgue del
forense Grissom.

Llovía a cántaros sobre la ciudad de Londres. Pero,


en el interior de la Morgue, dos ventiladores giraban
siempre en el techo. Construido con piedra caliza,
conservaba bien tanto el frío como el calor. Varias
camillas se encontraban pegadas a la pared. A la de-
recha, un arco de piedra conducía a la cámara frigo-
rífica donde se guardaban los cadáveres, y a la mesa
de operaciones.

La puerta de la morgue se abrió, y por ella entró

203
Antología Del Crimen

Jack Packard. El teniente de Policía miró automáti-


camente hacia la zona de las camillas en la pared: to-
das estaban vacías.

- Enseguida estoy con usted, teniente Packard – vo-


ceó alguien desde el interior de la habitación de la
cámara frigorífica.

-¿Hay algo que no sepa, Grissom? - preguntó Jack.

- Si lo hubiera, usted no estaría aquí ahora - dijo Gri-


ssom, cerrando la puerta de la cámara frigorífica, y
saliendo a recibir a Packard.

Grissom era el forense. De complexión fuerte, tenía


el pelo moreno, con canas por la zona de las sienes,
y ojos de color marrón oscuro. Era el encargado de
realizar la autopsia a los cadáveres que llegaban a la
morgue. El conocimiento enciclopédico que poseía
convertía su información en oro.

En el momento de salir a recibir a Packard, Grissom


llevaba guantes en las manos, y un delantal blanco;
ambos ensangrentados.

- Supongo que el sargento Glenn le habrá traído ya


el cadáver encontrado en Montague Pl. - dijo Jack.

- Lo acabo de poner en la mesa de operaciones - dijo


Grissom -. ¿Quiere acompañarme?

- Usted dirá.

204
Iñaki Santamaría

Packard acompaño a Grissom a través del arco. La


mesa de operaciones estaba en el centro de la habita-
ción, y a su derecha se encontraba la cámara frigorí-
fica. La mesa de operaciones estaba cubierta por una
tela blanca, con algunas manchas de sangre.

Jack y Grissom se detuvieron enfrente de la mesa de


operaciones.

-¿Preparado? - preguntó Grissom.

El teniente respiró hondo.

- Cuando usted quiera - respondió.

Grissom apartó la tela blanca, y Packard tuvo que


apartar unos instantes la vista de la mesa.

-¿Se encuentra bien? - preguntó Grissom.

- Estoy bien - respondió Packard -. Sólo un poco ma-


reado. Por favor, proceda con su análisis.

Grissom cogió el cadáver y lo tendió boca abajo so-


bre la mesa, señalando las heridas en su espalda.

- Le apuñalaron por todo el cuerpo - dijo Grissom -.


¿Ve estas heridas de aquí?

- Sí.

205
Antología Del Crimen

- Son más profundas que estas otras de aquí - dijo


Grissom, señalando una segunda fila de heridas -.
Fueron dos atacantes, uno de ellos con menor consti-
tución física. Además, el desgarro de éstas - volvió a
la primera fila de heridas - va en dirección de dere-
cha a izquierda. El primer asesino, el más fuerte, es
diestro. Por el contrario, el desgarro de estas otras –
regresó a la segunda fila de heridas - va en dirección
contraria. Se extiende de izquierda a derecha. El ata-
cante más débil es zurdo - puso el cuerpo boca arriba
-. ¿Nota algo extraño en la cara?

- Está desfigurada por cortes.

- Aparte de eso. ¿Echa algo de menos?

Los ojos de Packard analizaron meticulosamente el


rostro del cadáver. Transcurridos unos minutos, en-
tendió la pregunta de Grissom.

- Le han cortado la nariz - respondió.

- Premio. Concretamente, por el ángulo del corte en


el inicio del tabique nasal podemos decir que ha sido
el agresor diestro. Con ese mismo ángulo podemos
decir que tenía un tabique nasal bastante considera-
ble. Ahora, piense en alguien que tenga una nariz
muy pronunciada.

- Hay miles de personas. Ese dato no es específico.

- Reduzcamos el círculo donde buscar. Piense en un

206
Iñaki Santamaría

colectivo de personas con una nariz muy pronuncia-


da.

El teniente Packard estuvo pensando varios segun-


dos.

- Los judíos - respondió,

- Exacto. Anthony Norton era de origen judío. De


momento, el análisis no indica nada más destacable.

- Gracias, Grissom. Ha sido de gran ayuda. Volveré


a pasarme por aquí pronto, por si ha descubierto
algo.

- No creo que Anthony Norton vaya a alguna parte.


Vuelva cuando quiera.

Packard se despidió, salió de la Morgue y respiró el


aire frío que envolvía la ciudad. Tosió un par de ve-
ces, y entró en la Comisaría.

Un largo y polvoriento pasillo central de madera


conducía hacia el despacho de Jack Packard. A am-
bos lados del pasillo estaban las mesas donde traba-
jaban los agentes de policía.

Packard abrió la puerta de su despacho, y entró. Se


sentó detrás de su mesa de madera y encendió su or-
denador, introdujo su nombre de usuario y su contra-
seña, y obtuvo acceso a la base de datos del ordena-
dor. El teléfono del despacho sonó con gran ruido.

207
Antología Del Crimen

- Packard al habla. ¿Quién es?

- Aquí Grissom. Tengo algunos detalles interesantes


sobre nuestro querido amigo Anthony Norton.

-¿Ha encontrado alguna huella en el cuerpo? – pre-


guntó Jack, cogiendo una libreta y un bolígrafo para
escribir.

- Ni una. He encontrado muchas fibras, pero son to-


das de su ropa.

-¿Y qué es eso tan interesante que ha descubierto?

- Las heridas tiene diferente profundidad, pero ésta


está causada por un factor completamente ajeno a la
complexión de los atacantes.

- Le escucho - dijo Jack, preparándose para escribir.

- Las heridas del atacante diestro están causadas por


un arma afilada y fabricada para hacer cortes profun-
dos. Un puñal es bastante más que probable.

- Entiendo. ¿Y el atacante zurdo?

- Las heridas causadas por el atacante zurdo, las me-


nos profundas, son producidas por un arma no pre-
parada específicamente para causar grandes daños
con su hoja. Una daga es la candidata perfecta.

208
Iñaki Santamaría

- Así que el diestro usó un puñal, y el zurdo usó una


daga - dijo Jack, anotándolo en la libreta -. Perfecto.
Gracias, Grissom. Avísame si encuentras algo más.

- Descuide. Lo haré.

Packard colgó el teléfono, y buscó en su ordenador


la ficha de Anthony Norton. Transcurridos unos se-
gundos, apareció en la pantalla una foto de Norton,
junto con todos sus datos. Las pupilas azules de Pac-
kard recorrieron toda la pantalla,

- Maldito sea, Grissom. ¿Se equivocará alguna vez?

En la ficha de Anthony Norton se especificaban di-


ferentes detalles sobre sus familiares. Los ojos del
teniente miraban fijamente los datos de su abuelo,
quien era de origen judío. La lectura de la ficha de
Norton se fue extendiendo durante varias horas.

El Big Ben dio las once de la noche. Sentado en la


silla de su despacho, Jack Packard resopló, miró al
techo y apagó su ordenador. Se levantó, caminó has-
ta la puerta de su despacho y salió de la Comisaría.

209
Antología Del Crimen

Capítulo 3:

Mensajes, dudas y muerte

U
N RUIDO SORDO y continuo resonaba y
se extendía por toda la casa, proveniente del
dormitorio, donde Jack Packard roncaba casi
con tanta tranquilidad como dormía. El joven inglés
dormía tumbado boca arriba sobre su cama, con la
misma ropa que había llevado el día anterior, y, por
extensión, el anterior.

El resonar armonioso de los ronquidos de Jack se vio


interrumpido por el timbrazo que pegó el teléfono.
Una mano salió de la cama, y comenzó a buscar a ti-
entas, hasta que cogió el despertador y lo tiró al sue-
lo. El timbre del teléfono seguía sonando, así que la
mano siguió la búsqueda, hasta que lo cogió.

-¿Quién es? - preguntó Packard, todavía dormido.

- Sal de la cama, y mueve tu culo hasta Woburn Pl.


- mandó Glenn.

- Está faltando al respeto a un superior, sargento


Glenn.

- Tengo un sufrimiento encima que no te puedes ni


hacer una idea. Ahora, levántate de la cama y ponte
en camino. Antes de media hora tienes que estar
aquí.

210
Iñaki Santamaría

Packard colgó el teléfono, hizo un esfuerzo sobrehu-


mano para levantarse de la cama y salió del dormito-
rio.

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos.


La puerta del conductor se abrió, y Packard bajó del
vehículo. Su atención se dirigió hacia el grupo de
policías que describían un círculo alrededor del sar-
gento Glenn.

-¿Quién es esta vez? - preguntó, mirando la bolsa


negra a sus pies.

- Thomas Kilcher. Varón, de raza negra y de treinta


años. Trabajaba en un estanco.

-¿Identificación?

- De nuevo por el permiso de conducir.

-¿Alguien ha oído o visto algo?

- Lo mismo que con Anthony Norton. Pasos, pala-


bras en alemán y en francés, y un grito escalofriante.
Las heridas son las mismas.

-¿Alguna mutilación digna de mención?

- Le han cercenado la cabeza. Ha aparecido separada


varios metros del cuerpo.

211
Antología Del Crimen

- Esto se pone cada vez mejor, Envíele el fiambre a


Grissom, y que lo tenga preparado para dentro de
una hora. Y consiga a alguien que sepa lo que dicen
esas palabras en francés y en alemán, a ver si encon-
tramos algún sentido a todo esto.

El teniente dio media vuelta y subió a su vehículo.

En el Bar St. James, una pareja de jóvenes disfruta-


ba de un poco de paz tomando una Pinta bien fría, y
leyendo el periódico.

-¿Has visto esto, Franz? - preguntó la chica, ense-


ñándole al joven la primera página -. Sale en la pri-
mera página del periódico.

- Aún hay reporteros ingleses que no hablan de la


obra de nuestro asesino - replicó el joven -. Pero ya
veremos qué sucede con los próximos crímenes.

-¿Piensas que los próximos asesinatos serán más co-


mentados?

- No hablaban mucho de nuestro primer crimen. El


segundo está en la primera página. Los siguientes
asesinatos estarán en el periódico entero.

- Levanto mi copa por ello, mi querido Franz.

- Y yo levanto la mía para que así sea, mi bella Dir-


dre.

212
Iñaki Santamaría

Franz y Dirdre levantaron sus copas y brindaron.

La puerta de la morgue se abrió, y Jack Packard en-


tró. Grissom salió a recibirle.

- Veo que nuestros asesinos se van superando - dijo


Grissom.

-¿Tiene al fiambre listo para ser operado? - preguntó


Packard.

- Le estábamos esperando a usted. Por cierto, no de-


bería trabajar hasta tan tarde. ¿Cuándo fue la última
que se cambió de ropa?

- No lo recuerdo, pero fue hace mucho. Eso se lo pu-


edo asegurar.

Grissom y Packard cruzaron por debajo del arco. So-


bre la mesa de operaciones se encontraba el cadáver
de Thomas Kilcher. Un poco más separada se encon-
traba la cabeza.

- El modo de actuar es el mismo - dijo Grissom -.


Pero eso ya lo sabía. Parece que se trata de un asesi-
no en serie.

- Dígame algo que yo no sepa, Grissom. Pero le pido


que esté relacionado con este caso, o con esta muer-
te.

213
Antología Del Crimen

- Muy bien. ¿Por qué le han cercenado la cabeza?

- Si lo supiera... ¿cree que estaría aquí?

- La gente normal, los asesinos normales al menos,


cuando cortan la cabeza a alguien, lo hacen para que
los policías no le reconozcamos. Pero esta cabeza en
concreto estaba tan sólo separada unos metros del
cuerpo, y a plena vista de cualquiera con dos ojos en
la cara.

-¿Nos quiere dejar algún tipo de mensaje?

- Exacto. Y lo mismo con el judío sin nariz. Un judío


y un negro. ¿Hay algo sobre los atacantes que no me
haya dicho?

- Me temo que sí. El atacante diestro es de origen


alemán. El atacante zurdo, el de complexión más dé-
bil, es una mujer francesa.

- Un alemán y una francesa. Y luego dicen que es la


política la que crea extraños compañeros de cama.
Bien, Packard; ayúdeme con esto, ¿quiere? ¿Qué le
parece como mensaje: “Estoy haciendo una limpieza
étnica en Londres”?

-¿No le parece que eso suena excesivamente catas-


trofista?

- Un judío y un negro asesinados por un alemán y

214
Iñaki Santamaría

por su novia francesa. ¿Qué parte de la ecuación no


comprende, Packard?

- No cuenta usted con las mutilaciones. ¿Por qué no


puede ser otro mensaje el que quiere transmitirnos?
¿Qué mensaje transmite cortándole la nariz a un ju-
dío? ¿O cortándole la cabeza a un negro?

-¿”Mirad lo que les pasa a los que tienen una nariz


grande”? Por favor, Packard. Escúchese mientras ha-
bla.

-¿Qué le parece “tienen una nariz más grande que


nosotros, pero no les sirve de nada”?

- No está mal. Con la cabeza cortada puede querer


decir “tienen cabeza, como nosotros, pero es como si
no la tuvieran”. Son dos mensajes racistas, que nos
devuelven al punto de partida: limpieza étnica. Ocu-
rrió con un austriaco chiflado y homosexual, y vuel-
ve ahora con un alemán cuerdo y al que le gustan las
chicas. Se repite la historia, pero como debería; al
menos, como él cree que debería haber sido desde
un principio.

-¿Algo más sobre el moreno descabezado?

- Entre sus uñas he encontrado tabaco. Pero es un ta-


baco exótico. Como el que venden el Russell Squ-
are, en ese estanco. ¿Lo conoce?

- Si. Era allí donde trabajaba Kilcher. Recuerdo ha-

215
Antología Del Crimen

ber hablado con él algunas veces que he pasado por


el estanco.

- Montague Pl. y Woburn Pl. El centro de esta ola de


crímenes parece estar en Russell Square. Plante unos
cuantos agentes cubriendo el perímetro, y verá cómo
caza a esa pareja de asesinos.

Dirdre Dipount entró en su casa de Portland Pl. y en-


tró en la cocina, donde su novio, Franz Encke, leía
tranquilamente el periódico.

-¿Qué noticias sobre la policía me traes, Dirdre? –


preguntó Encke.

- Jack Packard ha rodeado Russell Square de poli-


cías - respondió Dirdre -. No creo que puedas hacer-
lo. Es demasiado peligroso.

Franz dejó el periódico sobre la mesa, se levantó y


abrazó a Dirdre. La joven estaba nerviosa, y su cuer-
po temblaba levemente.

- No temas, Dirdre. Sólo quiere que nos pongamos


nerviosos. Pero no se lo permitiremos. ¿Estás conmi-
go?

Dirdre le miró seria.

- Hasta la muerte.

216
Iñaki Santamaría

- Bien. Ahora tenemos que preparar la muerte para


esta noche - dijo Encke, dirigiendo se hacia la puerta
de la cocina.

- Franz - llamó Dirdre. El joven alemán se detuvo y


se giró -. Perdona mis dudas.

- No importa. Es algo normal. Ahora, calma tu men-


te, y trata de ayudarme. Es mejor tener dudas ahora
que tenerlas esta noche.

Dirdre sonrió y se tranquilizó.

-¿Cuál es tu plan?

Por la noche, cuando las agujas del Big Ben marca-


ban las once menos diez de la noche, se oyó el ruido
de una persiana que se bajaba. Otro negocio había
cesado su actividad durante aquel día. El ruido pro-
venía de Russell Square, donde Liam Hawcke aca-
baba de cerrar su tienda se ropa.

Hawcke termino de asegurar la persiana ya bajada,


y miró a su alrededor: estaba todo rodeado por poli-
cías. Se incorporó y salió de Russell Square. Acaba-
ba de entrar en Southampton Bow, cuando oyó unos
pasos detrás de él. Se giró muy despacio, y vio cómo
una silueta surgió de las sombras y le cortó el paso.

- Gute Nacht. Warum laufen Sie? - preguntó una voz


de hombre.

217
Antología Del Crimen

Liam comenzó a correr hacia la otra salida, pero una


segunda silueta le cortó el paso.

- Bonne nuit. Pourquoi courez- vous? – preguntó una


voz de mujer.

Los dos extraños comenzaron a aproximarse a él,


hasta que le rodearon. Hawcke estaba tembloroso, y
grandes gotas de sudor le recorrían el rostro. Una de
las siluetas sacó un puñal y se abalanzó sobre él,
mientras la segunda sacaba una daga y repitió el ata-
que.

Transcurridos un par de minutos, el cuerpo ensan-


grentado y sin vida de Liam Hawcke se desplomó
sobre el frío suelo de Londres. Los dos atacantes gu-
ardaron las armas, y desaparecieron envueltos por el
denso velo de niebla que cubría la ciudad.

218
Iñaki Santamaría

Capítulo 4:

Accesos bloqueados

J
ACK PACKARD SUSPIRÓ, y miró al osco-
ro cielo estrellado. Sintió las pesadas gotas de
lluvia golpeándole la cara durante unos instan-
tes, antes de bajar la vista y ver el cuerpo ensan-
grentado de Liam Hawcke sobre la fría acera, mien-
tras era rodeado por policías que iban y venían.

Jack se echó el rubio cabello hacia atrás, y resopló.


El sargento Glenn se le acercó, y le puso la mano so-
bre el hombro. Packard le miró con expresión apesa-
dumbrada en el rostro.

- Teníamos Russell Square completamente rodeada,


pero descuidamos el perímetro - dijo Jack; el tono de
su voz reflejaba que estaba afligido -. Mándaselo a
Grissom cuando puedas, y dile que me llame ma-
ñana. Ahora sólo quiero dormir un rato.

- No ha sido culpa tuya - dijo Glenn -. ¿Lo sabes,


verdad?

- Sí, pero saberlo no hace que me sienta mejor, y


tampoco va a devolver a nadie a la vida. Hazme un
favor: que me informen de todo por la mañana. Ne-
cesito descansar.

El teniente montó en su vehículo, y condujo hacia su


casa, en Eversholt Street. Cuando hubo llegado, bajó

219
Antología Del Crimen

del vehículo, cerró y entró en casa. Cruzó con andar


cansino el largo pasillo de madera que le llevó hasta
la cocina, donde abrió su mueble bar y cogió una bo-
tella de whisky. Agarró la botella con fuerza, como
si tuviera miedo de que alguien se la fuese a quitar,
salió de la cocina y fue a su dormitorio.

Pasaron varias horas. La botella de whisky descansa-


ba tumbada vacía, mientras sus últimas gotas se des-
lizaban por el largo cuello hasta caer sobre el suelo;
formando un pequeño charco.

El teléfono sonó, despertando de un sobresalto a


Jack Packard. Sus ojos estaban rojos, y toda la habi-
tación le daba vueltas. Se humedeció los labios, y
notó un sabor reseco. La garganta le ardía, y un do-
lor lacerante se extendía desde las sienes por toda la
frente, aumentando conforme el teléfono seguía so-
nando.

Packard alargó el brazo, y palpó el aire. Lo fue diri-


giendo hacia la mesilla, hasta que cogió el teléfono.

-¿Ya ha dormido la mona? - preguntó Grissom al


otro lado del teléfono.

- No grite - dijo el teniente, con una voz de ultratum-


ba -. Tengo una resaca de campeonato.

- Pues esto se la va espantar de golpe y porrazo. Li-


am Hawcke, el fiambre que me ha mandado hace
unas horas, era homosexual.

220
Iñaki Santamaría

-¿Le importa repetir eso? Todavía estoy un poco


dormido. Y la resaca no permite que tenga mis fa-
cultades al cien por cien.

- Nunca ha tenido facultades, y lo sabe. Pero ése es


otro tema aparte. Le digo que Liam Hawcke, el fi-
ambre encontrado en Southampton Bow, era homo-
sexual. Un mariquita de mierda, si así lo entiendo
mejor.

- Ahora mismo no entendería ni la A, pero no es cul-


pa suya. El whisky me emborrachó, ¿Tiene mutilaci-
ón?

- Voy a dejar que adivine que le han cortado. Le va


una pista: ¿a qué parte de su cuerpo dan mal uso los
homosexuales?

- No será...

- Eso mismo, ¿A que le he espantado la resaca?

- Enseguida estoy ahí.

Packard colgó el teléfono y se levantó de la cama. Se


pegó una buena ducha para despejarse, se vistió y
salió de su casa.

Al salir, un hombre se cruzó con él.

- Perdone, amigo. ¿Podría decirme qué hora es? Es

221
Antología Del Crimen

que he quedado, y creo que llego tarde.

El teniente miró su reloj de pulsera.

- Por supuesto. Son las diez y media de la mañana.

- Na ja. Dank. Auf Wiedersehen

El extraño siguió su camino. Packard sacó la llave


de su coche, y se quedó pensando varios minutos.
Giró la cabeza, y vio cómo el hombre que le había
preguntado la hora doblaba la esquina. Corrió hasta
el final de la calle, pero ya lo había perdido de vista
entre la multitud. Resopló y miró al suelo.

-¡Era él! ¡Lo tenía ante mí y lo he dejado escapar!

Packard se encontraba ahora en la morgue, con Gris-


som.

- Vamos, no es culpa suya. Estaba medio resacoso.


La culpa es del whisky, que le emborrachó, como bi-
en dijo usted. De todas formas, estamos reduciendo
su radio de acción. Ha actuado ya en las dos salidas
de Russell Square, y un acceso está ya cerrado. Sólo
tienen que vigilar dos calles: Gower St. y Bloomsbu-
ry St. Son los dos únicos accesos a Russell Square
donde no ha actuado todavía.

-¿Y pretende que mis agentes vigilen día y noche


esos dos accesos, durante no se sabe cuánto tiempo?

222
Iñaki Santamaría

¡Eso es imposible!

- No se necesita un dispositivo especial. Con poner


un agente en cada entrada y otro en cada salida, ten-
drá cubiertos los dos accesos.

-¿Y dónde exactamente pretende que plante a esos


agentes?

- Un agente estará en la intersección entre Buston Rd


y Gower Street; un segundo agente cubrirá el cruce
entre Montague Pl., Gower Street y Bloomsbury St.;
y un tercero vigilará la entrada a Bloomsbury Street
desde New Oxford Street. Si quieren cometer un
nuevo asesino, tendrán que pasar por alguno de estos
tres puntos, y les atraparemos.

-¿Hay algún otro modo de acceder a esas dos calles?

- Sí, pero, a no ser que alguno de ellos domine el te-


letransportarse, no debemos preocuparnos.

- Así les cogeremos, ¿verdad? Tengo su palabra de


que si hago eso, les podrémos coger.

- Si las cosas salen como han de salir, no hay de qué


preocuparse.

-¿Y si las cosas no salen como han de salir?

- Las cosas nunca salen como han de salir. En respu-


esta a su pregunta, mañana estaremos aquí, hablando

223
Antología Del Crimen

sobre un cadáver mutilado y mensajes de limpieza


étnica. Poco más o menos, lo que hasta ahora.

- Usted siempre tan gracioso.

-¿Cuál es el problema? ¿Por qué lloras?

Franz Encke se encontraba en el salón de su casa


con Dirdre Dipount. La joven estaba llorando amar-
gamente.

-¡Va a haber tres policías vigilando las calles que


nos quedan.No nos vamos a poder acercar a él. Es el
fin. ¡El fin!

Encke se levantó del sofá, se acercó hasta su novia,


la estrechó con fuerza entre sus brazos, y Dirdre se
fue relajando.

- ¿Y eso es todo por lo que estás llorando? Limpia


tus lágrimas de tus preciosos ojos. Esta noche no va
a pasar nada. Nada puede pararnos.

-¿Me lo prometes?

- Te lo prometo.

- No dudo de ti, pero, esta vez, el trabajo no es fácil.


Es más peligroso que la última muerte.

- Estoy de acuerdo contigo: el último asesinato es el

224
Iñaki Santamaría

más difícil de hacer. Pero podemos hacerlo. Y lo ha-


remos.

- Si estás seguro de ello, yo tengo toda mi confianza


en ti, y también mi amor.

Cumpliendo las órdenes del teniente Jack Packard,


tres agentes de policía vigilaban todos los accesos a
Gower Street y a Bloomsbury Street; siendo su vigi-
lancia por turnos.

El día había transcurrido sin novedad, y la noche lle-


gó de forma inevitable a la ciudad de Londres. El
Big Ben sonó al marcar sus agujas las once de la no-
che. Los tres agentes de policía cubrían los puntos
que se les había ordenado.

El McMurphy´s cerró sus puertas hasta el día sigui-


ente. Ralph McMurphy, el dueño del local, bajó la
persiana y la aseguró con un candado.

Un Mercedes plateado se detuvo en el callejón trase-


ro de Tottenham Court Road. La puerta de al lado
del conductor se abrió, y Franz Encke bajó del vehí-
culo sujetando un maletín negro con su mano dere-
cha.

- Recuerda lo que tienes que hacer. No podemos te-


ner ningún fallo.

225
Antología Del Crimen

Al volante del Mercedes, Dirdre asintió con la cabe-


za.

- No te preocupes. No habrá errores.

Dirdre arrancó el coche y se fue. Encke, por su parte,


se cubrió cada mano con un guante negro, y se diri-
gió hacia una escalera que conducía a la azotea de
uno de edificios.

McMurphy cruzó Montague PI. y fue hacia Gower


Street. Un haz de luz apareció desde uno de los edi-
ficios de la calle de enfrente, apuntando a la cabeza
de McMurphy. Los policías se percataron de ello, y
corrieron a ponerle a salvo.

-¿Qué pasa? - preguntó McMurphy, desconcertado -.


¿Qué hacen ustedes?

- Somos agentes de policía, y le estamos salvando el


culo. Quédese aquí agachado, y sin hacer nada, y
todo irá bien.

Los agentes desenfundaron sus pistolas y corrieron


al edificio del que provenía el haz de luz rojo.

En ese momento, un Mercedes plateado se detuvo al


lado de McMurphy. La puerta del conductor se
abrió, y Dirdre Dipount bajó empuñando una daga, y
caminó hacia McMurphy.

226
Iñaki Santamaría

- Bonne nuit. Pourquoi courez- vous? – preguntó la


joven, empuñando con fuerza la daga, y atacando a
McMurphy.

Los agentes llegaron a la azotea del edificio, donde


vieron un rifle de francotirador con mira láser. Mira-
ron a su alrededor, pero sólo vieron el arma. Justo
entonces, unos pasos sonaron abajo en la calle, y vi-
eron como un hombre rubio y con un maletín en la
mano montaba en un Mercedes plateado. La puerta
se cerró, y el vehículo arrancó. Fue sólo cuando se
hubo ido el coche que los agentes pudieron ver el
cuerpo ensangrentado de McMurphy sobre el suelo
de Gower Street.

El Mercedes plateado estaba ahora parado en Port-


land Road. Sus dos ocupantes se miraban sonrientes.

- Ha sido un buen plan - dijo Dirdre.

- No podría haber hecho nada sin ti – dijo Encke -.


Te estoy muy agradecido.

-¿Qué es lo que tienes pensado para la última muer-


te?

- ¿Qué te parece si vamos a casa, y te lo cuento todo


allí?

- Estoy completamente de acuerdo contigo.

227
Antología Del Crimen

Las dos puertas delanteras del vehículo se abrieron,


y ambos bajaron. Las puertas se cerraron, y la pareja
de novios entró en casa.

228
Iñaki Santamaría

Capítulo 5:

La muerte más difícil

G
RISSOM SE APROXIMÓ al máximo, y
parpadeó varias veces mientras examinaba
las heridas en el cadáver de Ralph McMur-
phy. Alargó su mano para coger unas tijeras, y cortó
con ellas un mechón. Se dirigió al microscopio a
examinarlo, bajo la atenta mirada de Jack Packard.

-¿Qué ha fallado esta vez? - preguntó Grissom, ajus-


tando la lente de su microscopio.

- Nada - dijo Packard, encogiéndose de hombros -.


Estaba todo bajo control.

- Cuando alguien muere, no está todo bajo control.

- Mis agentes encontraron un rifle de francotirador


con mira láser en la azotea de un edificio de Totten-
ham Court Road justo enfrente de Gower Street.

- Buenas noticias, si no fuera porque las heridas de


McMurphy son todas de la hoja de una daga. No hay
ni una bala, ni siquiera hay olor a pólvora..

- En la azotea del edificio sólo estaba el rifle. No ha-


bía nadie.

- Pero, por lo menos, tienen el modelo del coche. Só-


lo t ienen que centrar su búsqueda en un perímetro

229
Antología Del Crimen

determinado, y los encontraran.

-¿Qué analiza ahora, Grissom?

- Un mechón de pelo que he cortado de la cabeza de


nuestro amigo Ralph,

-¿Ha encontrado alguna mutilación en este último


cadáver?

- No; y eso es lo que me extraña. Este es el único ca-


dáver de los cuatro que no tiene ninguna mutilación
visible.

-¿Por qué está examinado el pelo de McMurphy?

- Me ha parecido ver algo extraño. Y este análisis


me lo confirma. Tenemos ante nosotros un joven de
pelo rubio; sin embargo, la raíz de este pelo es de
color negro. Además, en el pelo hay rastros de san-
gre.

-¿Me está usted diciendo que le han cortado el pelo,


y después se lo han puesto?

- No. Le estoy diciendo que han un rubio teñido le


han arrancado la cabellera

-¿Mensaje?

- Cualquiera contra los rubios teñidos, y, por estén-


sión, a favor de los rubios naturales. ¿Se sabe algo

230
Iñaki Santamaría

de las palabras en francés y en alemán?

- Si. Esta vez, las gentes del lugar sólo oyeron pala-
bras en francés. “Bomne nuit. Pourquoi est-ce que
toi courez?”

- Significa “Buenas noches. ¿Por qué corres?”. En


alemán se dice: “Gute Nacht. Warum laufen Sie?”.

-¿Alguna idea de lo que pueden decir?

- Hay que partir del hecho de que el primero que las


dice es el alemán. Al menos, hasta este caso. En la
cultura de los nibelungos, había un dicho entre los
guerreros que partían a la batalla: “Corre a buscar la
muerte, antes de que alguien te quite el sitio”. Teni-
endo en cuenta este dicho, que a las víctimas se les
pregunte por qué corren, indica que ya han encontra-
do la muerte. O que la muerte les ha encontrado a
ellos.

- Pero esta noche sólo hay un sitio donde pueda vol-


ver a oírse esa frase: Bloomsbury Street. Diez de mis
hombres y yo mismo cubriremos esa calle. Si algún
asesino nibelungo actúa esta noche allí, le atrapare-
mos. Y si su novia francesa le acompaña, también la
cogeremos.

Dirdre Dipount leía tranquilamente el periódico mi-


entras tomaba una taza de café en la cocina. Franz
Encke, por su parte, bebía un vaso de agua.

231
Antología Del Crimen

- Ya sólo tenemos un sitio donde actuar - dijo Dir-


dre, sin apartar los ojos del periódico.

-¿Tienes algún problema con eso? – preguntó Franz,


dejando el vaso vacío sobre la mesa.

- Ninguno. Tengo plena confianza en ti. Nada puede


fallar.

- Sabes que pueden fallar un millón de cosas. El éxi-


to es sa-berlo, y evitarlo.

-¿Y, ¿tendremos éxito nosotros esta noche?

- Por supuesto. ¿O acaso me notas nervioso?

- Tú nunca te pones nervioso. Eres alemán.

- Tienes razón. Ahora, déjame decirte lo que hare-


mos esta no-che.

Comenzaba a anochecer en Londres. Jack Packard


miró su reloj: las doce y media. Suspiró, y cerró el
segundo cajón de su mesa. Las ventanas de la comi-
saría estaban abiertas, por lo que entraba una fresca
brisa suave.

- Sólo les queda uno - dijo, sosteniendo nervioso el


periódico de la mañana -. Tan sólo hay que estar
atentos.

232
Iñaki Santamaría

Unos pasos rompieron el silencio que había en Gra-


ye In Road. Franz Encke se paró a la salida del calle-
jón. Observó a lo lejos cómo la policía poblaba Blo-
omsbury Street. Dio un par de pasos hacia atrás, has-
ta que quedó oculto por las sombras del callejón, se
agachó y destapó una alcantarilla.

El hedor le golpeó en la nariz, y tuvo que girar la ca-


beza.

Del bolsillo interior de su cazadora de cuero sacó un


papel doblado. Lo desdobló y, una vez superado el
hedor inicial, entró en la alcantarilla. Observó el pa-
pel: era un plano de las alcantarillas de la zona.

Encke comenzó a andar por los oscuros túneles sub-


terráneos de la red de alcantarillas.

Packard llegó a Bloomsbury Street.

-¿Tenemos algo sobre ese Mercedes plateado?

- No hay ninguno en calles de nuestra jurisdicción,


señor.

-¡Mierda! - exclamó Packard -. O se han deshecho


de él, o lo han pintado.

El teniente se calló de repente. Un ruido había sona-

233
Antología Del Crimen

do debajo de sus pies.

-¿Qué ha sido eso?- preguntó Packard.

- Yo no he oído nada, señor.

- Yo sí. Algo ha sonado hay debajo.

- Ah, habrá sido alguna rata. En las alcantarillas las


hay por miles.

- Sí. Habrá sido eso.

- Dumme Ratten.

El ruido provenía, en efecto, de una rata. Más en


concreto, de un cuchillo con el que Encke la había
clavado al suelo.

Franz miró hacia arriba: supo que se encontraba


exactamente debajo de Packard y sus compañeros.
Abrió una bolsa negra, cogió un pequeño y plano
objeto plateado y lo pegó a la tapa de la alcantarilla.
Cogió un pequeño objeto alargado y negro, parecido
a un control remoto.

- Perfekt.

Cogió una palanca y, tras meterse en las frías y apes-


tosas aguas de las alcantarillas, la tiró con fuerza
contra la pared de enfrente.

234
Iñaki Santamaría

- Eso no ha sido una rata.

Se oía un pequeño tictac. Packard miró a sus compa-


ñeros.

- Atrás.

Franz sonrió y accionó el control remoto.

- Boom.

Una explosión hizo que la tapa de la alcantarilla sali-


era volando por los aires, seguida de una ola de fue-
go que se extendió por todo lo largo del túnel, la cu-
al no causó ningún daño a Encke, ya que se encon-
traba sumergido en el agua.

Packard se encontraba tendido en el suelo.

-¡Maldito cerdo!- gritó, levantándose -.¿Qué alcanta-


rilla es la más próxima a ésta?

- La que se encuentra en Graye Inn Road.

Packard corrió hacia allí, y cuando llegó, vio la al-


cantarilla destapada

-¡Maldito cerdo!

235
Antología Del Crimen

En ese momento, un negocio cerró sus puertas en


Russell Square. La Lavandería RS dio por concluida
su actividad por ese día, y John Rush cruzó Monta-
gue Pl., para girar luego hacia Bloomsbury Street.

Al otro extremo de la calle, una chica morena dobló


la esquina y caminó hacia Rush. Cuando se encon-
traron a la misma altura, le cortó el paso.

- Bonne nuit. Pourquoi courez- vous?

Packard se metió en la alcantarilla, seguido de algu-


nos de sus compañeros. Anduvo hacia donde había
tenido lugar la explosión, sin percatarse, debido a la
oscuridad, de que Encke pasaba por su lado bucean-
do. Después de un largo rato de andar, Jack llegó al
final del túnel.

- Había sido una rata, al fin y al cabo - dijo, al ver al


roedor clavado en el suelo.

- Señor, mire esto.

La luz de la linterna estaba apuntando a la pared de


la derecha. Una palanca yacía en el suelo.

- Maldito - dijo Packard, dando media vuelta, y co-


rriendo hacia donde había entrado -. El muy cerdo
quería que viniéramos. A menos que lleguemos a ti-
empo, ya no nos queda ninguno.

236
Iñaki Santamaría

Los policías salieron de la alcantarilla. Tras una rápi-


da carrera, llegaron a Bloomsbury Street.

- Tarde- suspiró Packard, negando con la cabeza -.


Demasiado tarde.

En el centro de la calle vieron el cadáver ensangren-


tado de John Rush, a quien le hablan amputado la
boca.

- Ya no queda ninguno – suspiró Packard, apesa-


dumbrado -. Todos a su casa. El caso ya ha acabado.

Los agentes salieron de la calle. Packard dirigió su


atención hacia un sobre que había al lado del cuerpo.
Se agachó, lo cogió y lo abrió.

-¿Qué sabemos de éste? - preguntó Grissom, exami-


nando las heridas del cadáver de Rush.

- Se llama John Rush, nacido en Inglaterra, pero de


madre inmigrante - dijo Packard -. Concretamente,
de origen argelino.

- Eso explicaría por qué le han amputado la boca. Y


también la lengua y los dientes.

-¿Qué mensaje nos transmite esta vez?

- El mensaje no está sólo en la mutilación, sino tam-


bién en el sobre que le dejó. ¿Qué contenía?

237
Antología Del Crimen

- Un papel en blanco.

- Esta vez le han dejado dos mensajes. El primero


está en la mutilación. El asesino ya no tiene nada
más que decir. El segundo, en el papel en blanco.
¿Sabe lo que le quiere decir?

Packard resopló, con su rostro serio en un grado ex-


tremo, y negó con la cabeza.

- Sí; que no tengo nada.

238
Iñaki Santamaría

Epílogo:

Descanso merecido

E L CIELO LONDINENSE amanecía la ma-


ñana del 20 de febrero de 1996 libre de las
grandes nubes grises que lo habían cubierto
durante las últimas y sangrientas semanas. El sol bri-
llaba en lo alto de un cielo color azul claro, y sus ra-
yos atravesaban las rendijas de la persiana del dor-
mitorio de Jack Packard; iluminando el interior de la
habitación.

Jack Packard suspiró, y miró a través de la ventana:


tenía sus ojos de color azul fijos en la recta que con-
ducía desde su casa hasta Woburn Pl.

De pronto, cogió su teléfono móvil, y marcó un nú-


mero.

- Grissom al habla - dijo una voz al otro lado del te-


léfono -. ¿Quién es?

- Soy Jack Packard.

- Ah, teniente. ¿Qué quiere ahora?

-¿El caso ha acabado? ¿Realmente ha acabado?

- Eso debe decirlo usted, Packard. Me temo que yo


no puedo ayudarle.

239
Antología Del Crimen

-¿Usted cree que realmente ha acabado, Grissom?

- Sinceramente, yo creo que sí.

-¿Y por qué mi alma todavía no está tranquila?

- Porque los asesinos se han salido con la suya. Aho-


ra no puede entenderlo, pero trate de asimilarlo, o
acabará mal. Descanse un poco. Se lo merece.

Packard se guardó el móvil, y salió de su casa.

Ahora era mediodía, y Jack Packard andaba por Ru-


ssell Square con la cabeza baja, mirando al suelo,
buscando algo. No sabía qué, pero tenía que encon-
trar algo.

Un hombre rubio entró en Russell Square desde


Gullford Street, y sonrió al ver al teniente allí. Cami-
nó hasta él, y se paró a sus espaldas.

- Guten Tag. Warum laufen Sie?

Jack Packard se giró, y le apuntó con su pistola.

-¡Quieto! No dé ni un paso más, o disparo. Levante


los brazos.

El otro hombre se giró y levantó los brazos.

- Encantado de conocerle, teniente Packard. Mi


nombre es Franz Encke, y yo soy el hombre que an-

240
Iñaki Santamaría

da buscando.

- Así que Franz Encke. Tú eres el miserable al que


he estado buscando, y que tantas horas de sueño me
ha quitado.

- Yo no tengo la culpa de sus insomnios, Packard.


La culpa es suya, por ser tan obsesivo con estos ase-
sinos.

-¡Maldito chiflado! ¡Cállate o te disparo!

-¿Le ha gustado la obra? Londres es ahora un lugar


un poco más limpio, sin esa basura con dos patas.

Packard quitó el seguro de su pistola.

- Te lo digo por última vez: ¡cállate!

Franz sonrió.

- Ciertamente. Ésta es la última vez que me dice al-


go, Packard.

El teniente oyó un ruido detrás de él. Alguien le ha-


bía quitado el seguro a su arma. Packard se giró con
lentitud, y vio cómo Dirdre Dipount le apuntaba a la
cabeza con una pistola.

- Bonne nuit. Pourquoi courez- vous? – pre-guntó la


joven.

241
Antología Del Crimen

Packard intentó empuñar su arma para disparar, pero


el dedo de Dirdre apretó el gatillo, y la bala que salió
del cañón de la pistola hizo que la cabeza del policía
reventara; salpicando todo de sangre. Su cuerpo sin
vida se desplomó sobre el suelo, entre Encke y Dir-
dre, que se miraban sonrientes.

La chica guardó la pistola y se acercó hasta el joven


alemán. Ambos se dieron un largo beso.

-¿Ha acabado? ¿Ha acabado de verdad?

- Sí ; ya ha acabado.

- Vamos a casa, a descansar. Nos lo merecemos.

Encke asintió con la cabeza, cogió a Dirdre por la


cintura, y ambos abandonaron de Russell Square.

Fin

242
Índice:

Prólogo: Sangre y lluvia………………………....190

Capítulo 1: Escena del crimen…………………..193

Capítulo 2: La morgue de Grissom……………...201

Capítulo 3: Mensajes, dudas y muerte…………..209

Capítulo 4: Accesos bloqueados………………...219

Capítulo 5: La muerte más difícil………...……..229

Epílogo: Descanso merecido…………………….239

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