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Filosofía de la mente

Autor: Juan José Sanguineti

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La filosofía de la mente es un ámbito de reflexión filosófica que se ocupa de cuestiones relativas a los
procesos mentales y su relación con el cuerpo humano (en especial el cerebro). Aunque este objeto parece
solaparse algo con la psicología filosófica de tradición escolástica, hoy transformada en antropología
filosófica, de hecho la filosofía de la mente, nacida en una peculiar ambientación anglosajona, se detiene
con más intensidad en los temas que ahora veremos, y que una antropología filosófica sólo podría tratar
muy sucintamente.

ÍNDICE

1. Encuadramiento disciplinar
2. Posiciones históricas
A) Dualismo
B) Paralelismo
C) Monismo espiritualista
D) Conductismo E) Monismo neurologista (―teoría de la identidad‖, fisicalismo)
F) Emergentismo
G) Funcionalismo computacional
H) Otros funcionalismos
3. Temas de la filosofía de la mente
4. Metodología de la filosofía de la mente
5. Filosofía de la ―mente sensitiva‖
6. Inteligencia humana
7. Causalidad y correlaciones
8. Moralidad y religión
9. Patologías
10. Persona, espíritu, alma, yo, conciencia
11. Inteligencia animal
12. Inteligencia artificial o computacional
13. Bibliografía
A) Filosofía de la mente, antropología, psicología cognitiva y filosofía, filosofía de la neurociencia,
neuroética
B) Filosofía de la inteligencia artificial y de los sistemas inteligentes. Conexionismo
C) Filosofía de la mente animal

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1. ENCUADRAMIENTO DISCIPLINAR

La filosofía de la mente surge en el contexto de las ciencias cognitivas y hoy podría considerarse como
el sector de estas ciencias que reflexiona filosóficamente sobre los problemas que ellas plantean. Al
inicio, en la primera mitad del siglo XX, la Philosophy of Mind aparece como una denominación propia
de estudios perfilados con los métodos de la filosofía analítica y que trata de dar un contenido a temas
―mentalistas‖ —percepción, intenciones, representaciones— sin zozobrar ante el reduccionismo
fisicalista del empirismo lógico del Círculo de Viena. El tema de la mente aparece, entonces, como algo
propio del lenguaje ordinario, no simplemente traducible a un lenguaje fisicalista. Así sucede, por
ejemplo, en Wittgenstein y Ryle, en quienes las temáticas sobre lo mental parecen unirse a cierto
―behaviorismo‖ filosófico [Ryle 2005; Wittgenstein 1999].
La problemática de la filosofía de la mente deviene más aguda desde mediados del siglo XX en adelante
a causa del auge de las ciencias de la computación, por un lado, de la psicología cognitiva por otro —con
su nuevo ―modelo‖ informático de mente o inteligencia—, y también con relación a los avances de las
neurociencias. Puede añadirse a esto el desarrollo de los estudios etológicos que, en combinación con la
psicología y neurociencia animal, plantea el tema de la ―mente animal‖. De ese modo, la mente, término
vago y necesitado de una definición precisa, aparece como modulada variadamente entre la ―mente
humana‖ (personal), la ―mente animal‖ y la ―mente computacional‖ (ligada a la tecnología de la
inteligencia artificial).
En conjunto, la psicología cognitiva, escuela psicológica superadora del antiguo conductismo
psicológico, la neurociencia con sus diversas ramas, la computer science (informática), la psicolingüística
[Chomsky 1974], las ciencias de los animales y la filosofía de la mente constituyen lo que hoy suelen
llamarse ciencias cognitivas. Además, se distingue entre una etapa ―clásica‖ del cognitivismo, más
estrechamente relacionada con el predominio de los modelos computacionales de la mente, en las décadas
de los años 50 a los 80 del siglo XX, y una etapa ―postclásica‖, posterior a los años 80, en la que se
acentúa más la relevancia de la neurociencia y, por consiguiente, el planteamiento biológico, mientras
las arquitecturas de computación, con las redes neurales, y la implementación de los sistemas inteligentes
renuevan los planteamientos cognitivos y proporcionan nuevos estímulos para la filosofía de la mente.
Obviamente el ámbito de las ciencias cognitivas es profundamente interdisciplinar: unos planteamientos
influyen en otros y es imposible, por eso, hacer filosofía de la mente sin tener en cuenta en su conjunto
el dinamismo de esta riquísima área epistemológica.
Dada la importancia de las neurociencias, recientemente se está hablando cada vez más de neurofilosofía
o de filosofía de las neurociencias, incluso con sectores ―especializados‖ como la neuroética, que trata
de problemas éticos que surgen de las posibilidades de intervención médica o computacional en las
capacidades mentales ligadas al cerebro o al sistema nervioso. Por un motivo análogo, podría hablarse
también de filosofía de la inteligencia artificial. Aunque el panorama que hemos presentado pueda
parecer algo complejo y difícil de seguir, en su conjunto no lo es tanto. Los ―temas‖ cognitivos son
siempre los mismos: operaciones mentales, sensaciones, percepciones, emociones, procesos
conceptuales, decisiones, conciencia, libertad. Temas que tradicionalmente se adscriben a la psicología
y que ahora se ven de modo novedoso desde el ángulo neurocientífico y computacional. Además, al
comparar nuestra mente con la de los animales y al tener en cuenta la biología evolutiva, el estudio de la
mente entronca con la biología. Y como cada vez más podemos intervenir en la ―mente‖ de modo
tecnológico y biotecnológico, la cuestión no es sólo especulativa sino que se vuelve práctica, y así la
filosofía de la mente se relaciona también con la filosofía de la técnica y con la ética.

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2. POSICIONES HISTÓRICAS

En los párrafos anteriores hemos dado un esquema de la trayectoria histórica de la filosofía de la mente
como disciplina filosófica. Pero más que hacer historia, parece aquí más oportuno detenernos brevemente
en las principales posiciones históricas. Basta concentrarse en la cuestión mente/cuerpo, heredera de la
dualidad tradicional ―alma/cuerpo‖, que está en la raíz de los demás problemas. De modo más preciso,
la cuestión consiste en averiguar si las operaciones, actos o estados mentales o psíquicos (ver, imaginarse,
emocionarse, pensar) son o no distintos de los procesos físicos (concretamente, nerviosos o cerebrales),
y qué relación mantienen entre sí. Veamos las posturas al respecto.

A) Dualismo

En general, el dualismo sostiene la distinción real entre alma y cuerpo. El alma humana a veces es llamada
espíritu, o es mencionada por sus potencias, como la razón o la inteligencia. Como lo más obvio es que
nuestras ideas, juicios, intenciones no son algo corpóreo, tangible o visible, el dualismo forma parte del
conocimiento común, al margen de las teorías filosóficas, y en cierto modo nadie puede prescindir de él.
Las religiones suelen sostener igualmente la dualidad espíritu/cuerpo. Esta dualidad puede concebirse
como una yuxtaposición de dos substancias, capaces de interactuar entre sí (un dolor físico provoca
tristeza; un propósito promueve la actividad del cuerpo), o bien como una unidad más profunda y
esencial. El dualismo en sentido estricto es la posición filosófica (puede ser también religiosa) que
concibe el alma y el cuerpo en relación de yuxtaposición extrínseca —así es en Platón o Descartes—, y
en casos más extremos se llega a identificar al hombre mismo con el alma, y aún a considerar que el
cuerpo es algo negativo (maniqueísmo). En Aristóteles y Tomás de Aquino el alma es considerada la
forma o acto substancial que da al cuerpo orgánico su especificidad, aunque se reconoce
que el alma humana tiene una dimensión que trasciende al cuerpo (inteligencia, voluntad libre), sin que
por eso sea extrínseca a él . La posición aristotélico-tomista no puede considerarse propiamente
dualista, aunque sí lo es para el materialismo, que asume de modo indiscriminado como dualista cualquier
postura filosófica que admita la existencia de algo distinto de las realidades materiales.
En la filosofía moderna, al haberse perdido con Descartes la noción de alma como forma del cuerpo, se
comienza a hablar sólo de ―mente‖ . Ésta se ve sobre todo en sus aspectos fenomenológicos —como —
conciencia, tanto sensitiva como racional , así como el cuerpo es tomado en una versión restringida a
la descripción de las ciencias naturales (física). El problema moderno, entonces, cristaliza en torno a las
relaciones entre ―mente‖ y ―cerebro‖, o entre operaciones y propiedades ―mentales‖ y procesos y
propiedades estrictamente físicas. Con la expresión qualia, en la filosofía de la mente suelen entenderse
las sensaciones, en cuanto aparecen irreductibles a lo puramente físico. Otro modo frecuente de referirse
a las operaciones mentales en cuanto subjetivas y conscientes es la expresión de ―conocimiento en
primera persona‖ o ―privado‖, mientras que los conocimientos que no implican sensaciones subjetivas
suelen llamarse ―de tercera persona‖ o ―públicos‖, sobre todo si son empíricos u observables desde
fuera.
En la visión tomista, el yo o la persona normalmente es el conjunto de alma/cuerpo o mente/cuerpo,
aunque se reconoce que no tendría sentido hablar de un yo o de una persona si no hubiera una subjetividad
racional y sentiente. Por eso no tiene sentido decir que una piedra tiene un yo. De ahí que en los
materialismos las nociones de yo y persona entren en crisis.
En el ambiente característico de la filosofía de la mente contemporánea, la dualidad alma/cuerpo o
mente/cuerpo suele ser rechazada, pero más bien se piensa sólo en el dualismo cartesiano, el único
conocido. Sin embargo, Popper y Eccles sostienen posiciones dualistas en parte semejantes a la cartesiana
[Popper 1997; Popper-Eccles 1985]. Tal actitud suele relacionarse con la idea de que sólo las ciencias
naturales proporcionarían un conocimiento serio, con lo que faltan categorías ontológicas para reconocer
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aspectos no materiales de la realidad de los que esas ciencias no pueden dar cuenta, incluso de las
sensaciones, que son materiales, mas no en el sentido de las explicaciones físicas ―en tercera persona‖.

B) Paralelismo

El paralelismo ―psicofísico‖ suele reconocer alguna distinción entre lo mental y lo físico, pero prescinde
o no admite su mutua interacción. El paralelismo ontológico es como un dualismo no interaccionista (por
ej., la concepción monádica de Leibniz). Aunque no se emplee esta terminología, más frecuente en la
filosofía moderna es una forma de paralelismo epistemológico, según el cual la distinción entre procesos
mentales y psíquicos sería sólo una manera de hablar o un enfoque epistémico diverso de lo que en el
fondo sería una misma realidad. Las descripciones mentales (psicológicas) y cerebrales (neurológicas)
estarían ―correlacionadas‖ o serían simplemente ―correspondientes‖. El paralelismo epistemológico se
aproxima al monismo (por ejemplo, Spinoza).

C) Monismo espiritualista

Niega legitimidad a la noción de cuerpo como algo realmente distinto del espíritu o del conocimiento. La
realidad sería enteramente psíquica (panpsiquismo), o ideal, como sucede en general en el idealismo
(Berkeley), de un modo complejo que aquí no podemos abordar. Algunas posiciones, cuando admiten la
atribución de mente, inteligencia, psiquismo, conciencia, a las cosas materiales, al universo, a los robots
con inteligencia artificial, son formas monistas pseudo-espiritualistas (en realidad son materialistas).

D) Conductismo

El conductismo psicológico intenta resolver ciertas actitudes ―interiores‖, por ejemplo las sensaciones
o las emociones, en esquemas de estímulo-respuesta de tipo neurofisiológico, susceptibles de una
descripción física externa sometida al rigor de las leyes naturales. El conductismo psicológico puede
tomarse como un método de atenerse sólo a lo externo, o como una negación estricta de la interioridad.
El conductismo filosófico [Ryle 2005], por su parte, resuelve los procesos interiores (actos inteligentes,
recuerdos, propiedades psíquicas) en conductas externas o públicas. Por ejemplo, el agradecimiento se
resolvería en una serie de actos externos (sonrisas, actos de servicio, frases amables), o al menos en la
disposición a realizarlos. Sin embargo, esos actos externos poco sentido tendrían si no fueran la expresión
de algo interior, si bien lo interior y lo exterior (por ejemplo, una sonrisa) pueden integrar un único acto
constituido por dos dimensiones, y no siempre tienen por qué estar separados como dos actos distintos
(no es lo mismo matar intencionalmente que hacerlo sin intención, si bien la intención puede estar
expresada y fundida en la acción externa intencional).

E) Monismo neurologista (―teoría de la identidad‖, fisicalismo)

Reduce el acto psíquico y sus contenidos intencionales a la actividad neuronal. La mente —el
pensamiento, el amor, las creencias, la intencionalidad, los significados— no sería más que el conjunto
de las actividades complejas del cerebro entendido como órgano físico-químico. La tesis es afirmada,
aunque parezca contra-intuitiva, en virtud del principio a priori de que sólo las leyes físicas de la
naturaleza serían principios explicativos. En consecuencia, la aparente evidencia de los actos mentales
debería concebirse, según algunos, como una suerte de fenómeno subjetivo, así como el aspecto
fenoménico del cielo astronómico es explicado a fondo por la astrofísica: lo mental sería un epifenómeno.
Para otros, los conceptos mentales —representaciones, deseos, juicios— serían construcciones teóricas
o sociales útiles para referirse a lo que en el fondo es sólo neurológico, quizá inevitables o cómodas
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(―psicología popular‖) para entenderse con facilidad en la vida práctica. Pero aquí se cae en la
incoherencia de que esas construcciones teóricas, igual que la misma ―teoría‖ neurologista y que la
―ciencia‖ neurológica, son auto-negadas por esta postura, pues no serían sino actividad neuronal. Otros,
como Paul y Patricia Churchland, sostienen que la psicología popular debería ser poco a poco eliminada
y sustituida, en sus conceptos y terminologías, por conceptos y terminologías neurocientíficas
(eliminativismo) [Churchland 1986]. Aunque los avances de las neurociencias en los últimos tiempos
son extraordinarios, no puede pretenderse que esta postura sea ―la actual‖ o que esté ―ya‖ demostrada
por la ciencia. Es una posición filosófica materialista que debe argumentarse en términos filosóficos.
Pretender que la ciencia ―la ha demostrado‖ es una actitud ideológica, pues la ideología es filosofía
encubierta y no probada.
Los autores que de alguna manera sostienen la validez de los conceptos ―mentalistas‖, al menos como
útiles o imprescindibles para dar cuenta de las operaciones o estados psíquicos, aunque en el fondo se
reduzcan a procesos neurales, admiten cierta eventual autonomía de la psicología respecto a la
neurociencia. Estos autores son reductivistas ontológicos, pero no reductivistas epistemológicos. A veces
los libros de filosofía de la mente los llaman ―fisicalistas no reductivistas‖, aunque en realidad son
materialistas y, por tanto, también son ―reductivistas‖ en el sentido de que para ellos el mundo del
espíritu (artes, ciencias, moral, religión, amor) se reduce a actividad material, explicable por la física de
hoy o del futuro. Los propugnadores del materialismo en la filosofía de la mente a veces llaman a su
postura naturalismo, en cuanto se basa exclusivamente en las ciencias naturales, contrapuesto al
mentalismo, que sería la posición dualista.
Como la existencia real de sensaciones, pensamientos, creencias, libertad, cae bajo el conocimiento
ordinario y en cierto modo es imposible negarlas seriamente en la práctica, con independencia de
cualquier posición filosófica sofisticada, resulta artificioso mencionar esas dimensiones con el rótulo de
―teorías‖ (―teoría de la mente‖), lo mismo que no hablamos de una ―teoría de la verdad‖ o ―teoría de
la realidad‖, si bien pueden elaborarse teorías filosóficas acerca de ellas. Algunos autores materialistas,
en cambio, suelen tratar a la mente y sus operaciones como si se tratara de una teoría entre otras, o como
si las convicciones más elementales de la gente, en su conocimiento común, fueran simplemente teorías.
Algunos neurocientíficos de prestigio —Changeux, Damasio, Gazzaniga— han publicado obras de alta
divulgación en las que, sin adherirse a las teorías filosóficas reductivistas elaboradas, en realidad dan
explicaciones de dimensiones no materiales de la vida humana (conceptos, sentimientos, lenguaje, yo)
de tipo sólo neural [Changeux 1986; Damasio 2001, Damasio 2005; Gazzaniga 2005]. Estos autores
sostienen, así, un naturalismo biologicista para explicar al hombre, que puede encuadrarse en el
materialismo monista, aunque con matices con respecto al ―no reductivismo epistemológico‖
mencionado arriba. Esto no disminuye el valor de las explicaciones neurales de los fenómenos humanos
más altos (conciencia, libertad, emociones) ofrecidas por los científicos, en tanto son explicaciones
parciales, pues obviamente todas las actividades humanas se ejercen siempre contando con una base o
soporte neural.

F) Emergentismo

La posición emergentista se opone al reductivismo neural. Una base material suficientemente compleja
puede hacer aparecer propiedades y relaciones nuevas, propias de la totalidad (propiedades holísticas),
que son indeducibles de las partes tomadas aisladamente. Puede decirse entonces que esas propiedades
emergen de la organización compleja, así como una molécula hace emerger propiedades no contenidas
en los átomos. Este fenómeno puede incorporarse a la interpretación de la evolución biológica, ya que la
evolución haría emerger nuevas propiedades de las cosas. Las operaciones mentales serían, en este
sentido, emergentes respecto a la organización cerebral. El emergentismo en sentido estricto es
materialista, por ejemplo, Bunge y Searle, y no suele admitir que las propiedades emergentes tengan
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poderes causales respecto de la base material [Bunge 1980; Searle 2004] . Si el emergentismo significa
que la organización de la materia ―suscita‖ la aparición de una realidad verdaderamente nueva, como es
el caso de Popper, entonces es compatible con una postura no materialista, pues también en Aristóteles
las formas emergen de la disposición de la materia, o incluso dualista en sentido amplio. Para Popper, el
mundo 2 (el psiquismo) no puede ser reducido al mundo 1 (las realidades materiales) [Popper 1997].

G) Funcionalismo computacional

Con ocasión del surgimiento de la computación, fue propuesta una nueva explicación materialista de los
actos y estados mentales, contraria al conductismo y al neurologismo. Una función o una estructura es
independiente de su realización material: una silla puede ser de madera, hierro, etc. Además, puede
pensarse en abstracto y sin materia: el concepto de silla no es una silla. Las operaciones mentales podrían
ser funciones computacionales (elaboración de información) capaces de realizarse de modo múltiple
(realizabilidad múltiple) en diversos soportes materiales, como se ve en los programas computacionales
(el software admite realizarse en diversos tipos de hardware, en teoría incluso cuánticos). Esta tesis fue
propugnada en un primer momento por H. Putnam, aunque luego él la abandonó [Putnam 1990]. El
funcionalismo computacional es una forma de materialismo epistemológicamente no reductivista: un tipo
de estado mental (por ej., el miedo) no corresponde sin más a un tipo de activación neural (el miedo
podría realizarse en estructuras físicas de otro tipo), aunque este estado mental concreto sí sería idéntico
a este proceso neural concreto, dado que en él se realizaría (se habla, entonces, de identidad del type,
pero no de la ocurrencia concreta o token). Estamos ante un reductivismo neural mitigado. Sin embargo,
aquí se ha producido una nueva forma de reductivismo, pues no se reconoce la realidad de los actos
mentales como tales, que son reducidos a funciones, concretamente a funciones computacionales.
En este sentido, el funcionalismo computacional no permite distinguir claramente, salvo según la base
material, la psique humana o animal del software de un ordenador. Esta tesis suele unirse a la llamada
teoría de lainteligencia artificial fuerte [Minsky 1985; Boden 1984], según la cual no habría una
verdadera distinción de fondo entre nuestra mente y una eventual inteligencia artificial que exteriormente
podría hacer todo y más de lo que hace la mente humana. El matemático Turing, uno de los creadores de
la moderna computación, fue el primero en proponer la posibilidad de la equiparación entre la inteligencia
humana y la ―inteligencia‖ de un ordenador [Turing 1950].
El funcionalismo computacional en el fondo inaugura una nueva forma de dualismo extremo, porque las
funciones mentales, siendo independientes de la estructura material, podrían realizarse
computacionalmente en cualquier tipo de estructura material (una idea que recuerda a la ―trasmigración
de las almas‖). Algunos llegaron a pensar que nuestra personalidad (―yo narrativo‖) podría extraerse de
nuestro cuerpo y ―resucitarse‖ o conservarse perennemente para ser realizado en soportes físicos de
otras etapas de la evolución cósmica. Las críticas a este funcionalismo, ligado a veces al cognitivismo
clásico al que nos referimos al principio, sostuvieron que esta visión suponía relegar al cuerpo a un papel
secundario. Por eso en las últimas décadas la concepción biologista se ha impuesto con más fuerza que
el computacionalismo de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.
Son famosas algunas críticas a la negación de los qualia del funcionalismo computacional [Putnam 2001;
Searle 2004], en el sentido de hacer ver que, aunque un robot hiciera en lo exterior, físicamente, lo mismo
que hace un hombre, y aunque pudiera resolver computacionalmente todos los problemas y guiar así su
conducta (visión computacional, oído computacional, etc.), en realidad nada sentiría y carecería de
operaciones vitales, sentientes y personales. Sería siempre una máquina, aunque pudiera resolver
problemas matemáticos, logísticos, simular emociones o elaborar algunas obras de arte. Searle, en
especial, ha realizado una potente crítica de la teoría de la inteligencia artificial fuerte. Las máquinas
informáticas, para Searle, tienen una intencionalidad derivada, no intrínseca. Sus significados surgen sólo
con relación a usuarios dotados de intencionalidad intrínseca: las personas humanas.
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H) Otros funcionalismos

Algunos autores, siempre materialistas, asumen el funcionalismo sin el cariz fuertemente computacional
de la postura anterior. En el funcionalismo causal, los procesos mentales podrían conceptualizarse en
tanto que implican cierta causalidad funcional, por tanto de valor explicativo, respecto de otros procesos
mentales. Por ejemplo, una percepción, unida a una creencia, puede suscitar un deseo, el cual, asociado
a una serie de razonamientos, podría constituir una ―razón‖ para actuar de un determinado modo: ―veo
un dulce, deseo comerlo, estudio cómo hacerlo, actúo y me lo como‖. Un dolor podría entenderse como
un ―estado funcional‖ que lleva a tratar de apartar algo que daña al organismo. Estas explicaciones,
aunque no impliquen leyes estrictas y aunque se vinculen de modo contingente con bases neurales, no
según leyes rigurosas, tendrían un sentido inteligible, para que así podamos ―comprender‖ las conductas
humanas o animales. No se admite, sin embargo, la presencia de auténticos actos distintos de los
materiales. Estamos ante un anti-reduccionismo epistemológico, pero no ontológico. Davidson, por
ejemplo, sigue esta posición, que llama ―monismo anómalo‖, en el sentido de que la causalidad
verdadera y profunda —concebida según el patrón de Hume, como vínculo necesario lawlike o
nomológico— sería la neurológica, y por tanto no puede admitirse que un ―evento mental‖ cause
realmente un ―evento neural‖: admitir esto sería caer en el dualismo, aunque sea necesario hablar de
procesos mentales en términos funcionales causales [Davidson 1992].
En el ámbito del funcionalismo se ha propuesto la célebre relación de superveniencia, que sin embargo
es interpretada diversamente por los distintos autores [Chalmers 1999; Davidson 1992; Kim 1996]. La
superveniencia es una correlación (pensada teóricamente) en virtud de la cual a cualquier estado o evento
mental le corresponde unívocamente un estado o evento neural. Dada una alteración neural específica,
entonces, se daría una alteración mental que sobreviene sobre ella, pero lo neural causa o determina la
aparición de lo mental y no viceversa. La noción de superveniencia, menos fuerte que la de emergencia,
es cercana a la de epifenómeno. En el fondo es un modo de hablar que permite la supervivencia de la
dualidad mental/físico, aunque en verdad se crea en el monismo materialista. El funcionalismo
representacional [Fodor 1985] concibe los estados mentales como representaciones con valor
―sintáctico‖ entre ellas (según ―reglas gramaticales‖) en el contexto de un ―lenguaje del pensamiento‖
preverbal (el ―mentalés‖), propuesto con cierta analogía con la computación, pero sin llegar propiamente
al reductivismo informático. Esta teoría de Fodor depende de la concepción del lenguaje de Chomsky.
El mentalés sería una estructura mental innata en el hombre. El funcionalismo de Fodor, si se añadieran
algunas precisaciones, en el fondo no está lejos del reconocimiento del pensamiento como algo propio,
diverso de la causación física.
Tanto este funcionalismo como el anterior suelen plantear, con variantes, el problema de la
intencionalidad, que surge inmediatamente si los estados mentales se conciben en términos
proposicionales, como suelen hacer muchos funcionalistas: ―creo que hay un refresco en el frigorífico,
deseo beber, por tanto abro el frigorífico‖ (creencia → deseo → conducta). Los ―estados representativos‖
suponen una relación intencional o semántica con el mundo y por tanto no pueden entenderse como
entidades aisladas o puramente inmanentes. Se plantea así una problemática propiamente gnoseológica
que vuelve a suscitar perplejidades con respecto al puro reduccionismo neural, porque un simple
fenómeno orgánico no es intencional, con discusiones sobre el ―externalismo‖ o ―internalismo‖ en las
representaciones, llevadas adelante especialmente por Putnam. Esta temática recuerda las tradicionales
discusiones sobre el realismo o inmanentismo cognitivo [Moya 2006]. En definitiva, las posiciones
reductivistas que hemos examinado se han enfrentado ante tres aspectos de los que es difícil dar razón si
se quiere mantener con coherencia un estricto reductivismo materialista: 1) el yo, lasubjetividad (o la
conciencia, o el problema de los qualia), que en los reduccionismos neural y computacional acaban por
ser disueltos, aunque de él puedan quedar construcciones artificiosas; 2) la intencionalidad, relación que
tiene sentido sólo si reconoce la realidad del conocimiento; 3) la racionalidad, tomada como explicación

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no físico-causal ni físico-nomológica de la conducta humana intencional: ―obrar por razones‖ y no
simplemente en base a algún determinismo neural de tercera persona. Si se admite la racionalidad y el
yo, implícitamente se está reconociendo también la libertad, que en el neurologismo o en el
computacionalismo queda disuelta, o bien es reducida a simple comportamiento indeterminado.

3. TEMAS DE LA FILOSOFÍA DE LA MENTE

En las páginas anteriores hemos podido ver algunas de las temáticas tratadas por la filosofía de la mente.
Muchos manuales de esta disciplina se limitan a examinar las cuestiones desde el punto de vista histórico
o dividen los capítulos en torno a las diversas posiciones que acabamos de ver. Los temas sistemáticos
que surgen de ellas, con frecuencia relacionados con la psicología o ciertos sectores de la neurociencia,
son: la categorización de los actos mentales y su relación con los neurales, las sensaciones o percepciones
(los qualia) y la cuestión de la conciencia, la inteligencia y las emociones, la intencionalidad, el yo y la
libertad, la causalidad mental, el conocimiento de las ―otras mentes‖, la racionalidad. Obviamente sería
deseable que la filosofía de la mente, aunque estudie temas algo sectoriales, entronque con una
antropología o visión más completa del hombre, enraizada en las nociones de persona humana y de
relaciones sociales personales recíprocas.
El estudio del valor de la inteligencia artificial merece un capítulo aparte o una disciplina propia vinculada
a las ciencia computacional, y puede relacionarse también con el sentido y alcance de las redes neurales,
nueva ―arquitectura cognitiva‖ computacional no basada en símbolos y programas sino en asociaciones
sistémicas de mutuo refuerzo e inhibición.
En el futuro la filosofía de la mente debería incluir cuestiones de neurofilosofía, con estudios sobre el
sentido de las localizaciones o la estructura y dinamismo de conjunto del cerebro (jerarquía, niveles,
módulos, codificaciones, asociaciones), y sobre temas como la memoria y el lenguaje, la toma de
decisiones, la conciencia de la propia corporeidad y la situación en el entorno físico y social. Podrían
también estudiarse el sentido de la salud y enfermedad mental, el valor de los métodos psiquiátricos y las
diversas terapias, el alcance de las intervenciones físicas (quirúrgicas, eléctricas, farmacológicas) en el
cerebro y en las funciones superiores de la persona, con fines tanto terapéuticos como de potenciamiento
(enhacement), y las consecuencias en las actividades mentales y en la personalidad de la interfaz entre
computación y cerebro.
Además, la filosofía de la mente debería incluir un sector dedicado al estudio del psiquismo animal, con
el objeto de situarlo en sus distintas manifestaciones, incluyendo temas como la inteligencia y el lenguaje
de los animales, para así distinguirlo de la vida mental o psicosomática de la persona humana y sus
relaciones sociales.
En lo que sigue nos detendremos sólo en algunas cuestiones centrales, tomando como perspectiva de base
un planteamiento aristotélico y tomista hilemórfico y personalista, en el que la actividad ―mental‖ —en
realidad,psicosomática— se ve como una forma de vida inmanente cognitiva y afectiva esencialmente
unida al cuerpo, aunque a la vez trascendiéndolo en lo que toca a las operaciones intelectuales y
voluntarias.

4. METODOLOGÍA DE LA FILOSOFÍA DE LA MENTE

Las tesis históricas examinadas, así como todo lo que veremos, donde incluiremos una serie de juicios
concernientes a las relaciones entre las actividades intelectuales y el cerebro, evidentemente no pueden
basarse sin más en experiencias neurológicas. Éstas se tienen en cuenta, sin duda, pero en unión con lo
que indica nuestra experiencia fenomenológica de la actividad del pensamiento y de la voluntad,
experiencia imprescindible y nunca sustituible por experimentos orgánicos. Al reflexionar sobre nuestras
experiencias y los datos de la neurociencia, la neuropsicología, la psiquiatría, etc., daremos, como hacen
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todos los autores, una interpretación filosófica de estos conocimientos: una interpretación que pretende
ser verdadera, pues éste es precisamente el objetivo de la filosofía de la mente. La existencia de la
inteligencia, la voluntad, los sentimientos, el yo, no se postulan a priori, sino que se conocen como fruto
de una experiencia intelectual que puede elaborarse racionalmente, acudiendo para esto a la metodología
filosófica y también al auxilio de las ciencias.

5. FILOSOFÍA DE LA “MENTE SENSITIVA”

El dualismo suele plantear una distinción tajante entre actos de conciencia (sentir, pensar) y actos físicos
(mover los ojos o los brazos, activaciones neuronales), mezclando sin más los actos sensitivos y los
intelectivos y separando por pura abstracción la noción de evento físico de la noción de evento mental.
Este modo ―brutal‖ de comenzar la filosofía de la mente lleva a confusiones inacabables. Conviene
comenzar, por el contrario, por la estructura hilemórfica de todos los cuerpos, que es la primera
―dualidad‖ que nos presenta la naturaleza. Cualquier cuerpo o grupo de cuerpos tiene siempre una
dimensiónmaterial: las partes sensibles que lo constituyen, muchas veces separables realmente. Y una
dimensión formal: el ―acto‖, en algunas ocasiones ―estructura‖ y nunca cosa, que constituye algo en su
especificidad, separable de las cosas sólo mentalmente o por abstracción. Un vaso es juntamente su forma
y el cristal o el material de que está hecho. Una misma materialidad puede contener varias formalidades
y una misma formalidad puede realizarse en diversas materialidades. Lo formal y lo material deben
entenderse juntamente y no por separado. Ni de la idea de silla podemos deducir su materialidad, ni de
la idea de madera o metal podemos deducir sus posibles formalizaciones.
En los vivientes o cuerpos orgánicos, la corporalidad (materia) está organizada no sólo para exhibir cierta
armonía matemática, sino para permitir la ―afirmación‖ de una individualidad que se pone en cierto
modo como fin para sí misma, y que por eso, una vez nacida, tiende a sobrevivir y se defiende de los
peligros que amenazan con destruirla, aunque al final envejezca y muera. En el crecimiento, el cuerpo se
auto-construye (auto-poiesis) siguiendo un ―programa‖ contenido en el código genético. A
continuación, el organismo tiene que estar auto-organizándose a sí mismo para mantenerse en vida,
administrando ―sabiamente‖ (homeostasis) la energía que recibe del ambiente y que podría destruirlo.
En la reproducción, el organismo transmite su formalidad autoconstructiva generando un organismo
nuevo. Todo esto lo hace el organismo viviente distribuyendo en su interior, de modo diferenciado y
según tiempos y lugares oportunos, la ―información‖ que recibe del ambiente, y no sólo recibiendo
energía. Es decir, el viviente de alguna manera auto-controla su propio cuerpo. Esto significa que su
formalidad central o global no es como la de un ser inanimado. Tal formalidad posee un dinamismo
especial que se entiende sólo en unidad con el organismo y no como una ―cosa‖ o como algo separado.
Todo lo que acabamos de indicar no son meras ―características‖ del viviente, sino que son, en su
conjunto, precisamente lo que ―define‖ al viviente. La vida es un modo novedoso de ser-cuerpo,
indeducible desde la corporalidad inerte.
Los animales son vivientes sensitivos. No sólo tienen vida, sino que la sienten en alguna medida. No sólo
tienen manos eficaces, o se alimentan, sino que ejercen algunos actos o funciones corpóreas sintiéndolo.
La sensibilidad implica una especialización en la recepción y elaboración de información que, a
diferencia de lo que acontece en toda célula, se une al hecho de sentirla (recibir información luminosa
sintiéndolo, cosa que llamamos ―ver‖). Por eso es propio de los animales tener sistema nervioso, y en
los animales más evolucionados ese sistema nervioso está centralizado y unifica más y más las
canalizaciones sensoriales en la estructura encefálica. El animal se auto-gobierna de modo no sólo
vegetativo, sino sensitivo, ―desde‖ su encéfalo. La información que es elaborada e integrada en el
cerebro animal (y humano) puede dar lugar a operaciones vegetativo-sensitivas, o bien sensitivo-
transorgánicas.

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Las operaciones vegetativo-sensitivas están destinadas a la realización ―sentida‖ de funciones orgánicas,
que perfeccionan, preservan, producen, etc., algo del cuerpo (comer, beber, actividad sexual). No basta
definirlas por sus funciones, pues una alimentación más eficaz mas no sentida, aunque sea posible, no
está a la altura de lo específico de la vida animal. Las operaciones sensitivotransorgánicas, por su parte,
son orgánicas (las realizan partes especializadas del cuerpo), pero no están destinadas ya a la preservación
de un órgano, sino que se abren a un mundo intencional animal más amplio: por ejemplo, relaciones
sociales con otros animales (compañía, afecto, subordinación, cooperación, etc.), actividades agresivas
(caza, defensa), constructivas (―arquitecturas‖ animales), comunicativas (―lenguajes animales‖), y
otras de este orden. El sistema nervioso y más centralmente el cerebro es el órgano propio de todas estas
operaciones animales. Sin embargo, salvo la estructura de los órganos de los sentidos periféricos (ojos,
oídos, etc.), el cerebro no es un órgano acabado, sino que cada animal debe de alguna manera
―estructurarlo‖ en base a innumerables conexiones sinápticas, en la medida en que sus actividades
sensitivas, tanto vegetativas como transorgánicas, aunque procedan inicialmente de un primer impulso
instintivo innato (genético), deben formarse progresivamente según la experiencia, el aprendizaje y la
memoria.
En definitiva, el animal se abre a un mundo intencional (cognición sensorial) cada vez más rico, con
acompañamientos afectivos, perfectamente integrado con su sistema nervioso, con el que dirige su cuerpo
en lo que se refiere a sus aspectos motores intencionales [Sanguineti 2007]. No lo hace aislado, sino en
unión intencional (muchas veces comunitaria) con otros animales. Aunque posee también vida
vegetativa, capta intencionalmente su ambiente y su propio cuerpo y así se auto-controla no ya como un
vegetal, sino con sensibilidad y emoción. Entre sus percepciones y reconocimientos y sus activaciones
emotivas que desembocan en una conducta intencional, se forma una suerte de ciclo o circuito que
constituye propiamente, ―por definición‖, la vida animal. Aunque los animales tengan actos ―internos‖
(percepciones, sensaciones, etc.), normalmente estos actos se manifiestan de modo externo y ―público‖
para otros animales que sepan leerla (gestos, expresiones del cuerpo y faciales). Las ―señales‖
informativas sin conocimiento típicas de la vida vegetal se transforman en los animales en signos
sensibles que pueden aprenderse, recordarse y perfeccionarse por asociaciones y redes asociativas, dando
así lugar a cierto ―lenguaje‖ animal concreto y práctico, incorporado en sus mecanismos perceptivos
(por ej., en base a los condicionamientos conductuales: la campanilla que indica la hora de comer) y en
su comunicación con los demás animales (―lenguajes animales‖, con componentes instintivas y
aprendidas). La captación de las cosas del entorno con significados prácticos (la piedra que puede servir
para arrojarla contra alguien) y su asociación con cierta conducta (agarrar la piedra y servirse de ella para
defenderse, y cosas de este tipo) suponen el surgimiento de lo que puede llamarse ―inteligencia animal‖.
Esta caracterización de la vida animal —expresión más adecuada que la de ―mente animal‖— pertenece
también al hombre, sólo que en nosotros está incorporada a niveles cognitivos, afectivos y conductuales
más altos. El acto o la operación sensitiva, en definitiva, no es ni puramente físico o neural, ni puramente
psíquico, sino que contiene una serie de dimensiones, en la unidad de un único acto. A saber:

a) Dimensión neuronal: ver, oír, imaginar, recordar, percibir, etc., se realizan materialmente según
un preciso dinamismo nervioso que vamos descubriendo con la neurociencia. La parte neural del
acto psíquico es su causa material, no su constitutivo absoluto o exclusivo. La neurociencia se
concentra sobre esta causalidad, pero presupone las otras dimensiones, que dan al acto su sentido
completo. Pensar en la operación visiva sólo en términos neurológicos es una abstracción, pues
de este modo se deja de lado su parte cualitativa, como cuando sabemos que los murciélagos
captan ultrasonidos porque lo descubrimos neurológicamente, pero sin tener la experiencia de lo
que supone oír ultrasonidos.
b) Dimensión psíquica o subjetiva: el acto sensorial contiene una cualidad propia, la ―sensación de
placer‖, ―la emoción de la furia‖, etc. Esta dimensión es la causa formal del acto sensitivo, la que

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le da su pleno sentido. Algunas veces la operación psíquica puede captarse sin que comparezca
el cuerpo (por ejemplo, en un acto imaginativo), o éste puede hacerse notar sólo de un modo muy
parcial (al ver, advertimos que lo hacemos con los ojos, pero las activaciones cerebrales de la
vista quedan ocultas). La dimensión psíquica se capta como un acontecimiento de la propia
subjetividad: cuando un animal está triste o contento, no está triste o contenta una parte de su
cuerpo, ni siquiera ―todo‖ su cuerpo, sino el individuo como un todo que siente. A esto lo
llamamos ―subjetividad‖ o ―sujeto‖, que en el caso del hombre es ―persona‖.
c) Dimensión objetiva o propiamente intencional: algunos actos psíquicos cognitivos (ver, oír,
recordar) no se notan tanto en su acontecer operacional, sino más bien en sus objetos intencionales
externos, por ejemplo el ―ver‖ en ―lo que se ve‖: paisajes, flores, etc.. De algún modo la
subjetividad se esconde en este tipo de actos intencionales que comportan una trascendencia
intencional o apertura cognitiva al ambiente. En cambio, los actos sensitivos destinados a la
captación del propio cuerpo (sensaciones interoceptivas) suponen la auto-advertencia sensitiva
del cuerpo propio: en cuanto se mueve, tiene cierta temperatura, se esfuerza, etc.
d) Dimensión conductual: las operaciones sensitivas suelen estar relacionadas de maneras diversas
con actos corpóreos significativos, como el ver conlleva movimientos de los ojos y de la cabeza,
o ciertas emociones tienen expresiones faciales propias.
e) Dimensión metafísica: los actos sensitivos comportan una dimensión que sólo puede captar el
sujeto inteligente, aunque ella se une intrínsecamente al acto sensitivo. Así, el ver humano se abre
a la realidad, que como ―realidad‖ es reconocida por la inteligencia, o implica también un
―sujeto que ve‖, igualmente reconocido por el intelecto. Una versión empirista del conocimiento
sensible tiene dificultades para admitir estos aspectos tan obvios. De ahí la problematicidad del
conocimiento del yo en las filosofías de la mente que aceptan presupuestos empiristas.

Estas dimensiones suelen estar implícitas en el lenguaje y conocimiento ordinarios, que por este motivo
resulta analógico y debe precisarse cuando se hace filosofía de la mente. Así, el ver en frases como ―veo
una persona‖, ―el animal ve una persona‖, ―el robot ve una persona‖, no significa lo mismo (el animal
ve personas materialmente, sin reconocerlas como tales; un robot ve personas sin tener ni siquiera un
acto visual propio). El cuerpohumano (o animal) puede tomarse como cuerpo personal, o cuerpo
intencional (conteniendo sus aspectos significativos ―altos‖), o bien puede tomarse en un sentido
abstracto reducido, como suele ser conceptualizado por las ciencias naturales. La expresión ―me duele
la mano‖ no tiene sentido según la noción abstracta de cuerpo utilizada por la física, en la que no hay
lugar ni para un ―yo‖ dolorido, ni para un ―sentir dolor‖ de un cuerpo.

6. INTELIGENCIA HUMANA

Las operaciones inteligentes del hombre no son iguales a las de los animales. No comprenden sólo
situaciones significativas prácticas en relación con la conducta típica, sino que [Sanguineti 2007]:

1) Separan de modo abstracto todo tipo de relaciones, propiedades y objetos (incluso el mismo
universo), para considerarlo, si se desea, al margen de intenciones o situaciones concretas
(universalidad absoluta: apertura a todo tipo de posibilidades o al ser como tal).
2) Captan contenidos por puro interés especulativo, sin tener necesariamente una finalidad práctica
fuera de la actitud contemplativa.
3) Iluminan, a veces por puro deseo especulativo, situaciones concretas a la luz de razones
universales. Por ejemplo, el hombre, si quiere y puede, es capaz de estudiar el arte y la cultura
fenicia, con todo un bagaje de universales, sin ningún interés práctico, sencillamente para conocer
la verdad.
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4) Crean de modo abstracto todo tipo de relaciones nuevas, estableciendo normas universales: por
ejemplo, crea sin límites nuevas gramáticas o nuevos lenguajes, y es capaz de inventar todo tipo
de instrumentos técnicos, condicionado por las disponibilidades materiales, pero sin límites
formales.
5) Captan las estructuras ontológicas de la realidad como tales: no sólo comprende materialmente la
realidad, la causalidad, las personas, etc., sino que capta como tal lo que supone ser real, ser
posible, ser imposible, ser irreal, ser poco útil, ser idéntico, ser significativo, ser amable, ser
interesante, etc.

Naturalmente, el hombre no conoce todo esto de modo automático, sino contando con el tiempo, la
experiencia, la reflexión, el esfuerzo racional, el aprendizaje, pero puede llegar a todo lo mencionado, de
modo muy variado, tanto como persona individual como a lo largo de la historia, de modo colectivo o
social. Así lo demuestran la creación y evolución de las ciencias, el despliegue de la tecnología, la
cristalización de los lenguajes, la historia de la filosofía y del arte, la actividad religiosa, etc., en una
palabra, el entero perfeccionamiento cultural.
Todo lo indicado presupone una capacidad comprensiva peculiar, que llamamos inteligencia. Para
distinguirla de la inteligencia práctica animal, puede denominarse también
racionalidad universal, inteligencia universal opersonal. Los tests de inteligencia, como es obvio, no
pueden medir globalmente la inteligencia vista de este modo. Se centran sólo en la realización de
algunas operaciones concretas, que en ciertos casos podrían ser también habilidades prácticas
superiores (percepción de estructuras espaciales, numéricas, etc.).
La inteligencia humana se acompaña, coherentemente, con la capacidad (implícita) de desear o poder
―amar‖ todas las cosas (actos, objetos, personas, obras culturales) por sí mismas, en su valor o
amabilidad intrínseca y no sólo en función de intereses instintivos o de la vida material concreta. Esa
capacidad tendencial se llama voluntad: poder querer cualquier cosa en cuanto es, y en cuanto es amable
se califica como buena. Los animales pueden apetecer comer, jugar, estar acompañados, pasear, dentro
de un ámbito intencional limitado. El hombre puede querer o apetecerlo todo, porque con su inteligencia
puede comprenderlo todo, aunque no se trate de una comprensión exhaustiva. Por eso el hombre puede
amar la naturaleza, la contemplación del universo, el trabajo técnico sea cual sea, las artes, la cultura, etc.
y sobre todo puede amar a las personas como algo valioso en sí mismo semejante a su propia persona, de
la cual es autoconsciente, pues se autocomprende como existente y como abierto a la infinitud del ser,
aunque a la vez limitado y dependiente. Éste es el fundamento de su tensión de amor a Dios.
Por su racionalidad universal y capacidad de amor basada en la inteligencia, el hombre puede arbitrar
todo tipo de medios y escoger todo tipo de acciones con el objeto de alcanzar los bienes amados, dentro
de las posibilidades físicas disponibles en sus circunstancias. Esta capacidad es la libertad. Por libertad,
entonces, puede entenderse tanto el amor mismo personal e inteligente, como la capacidad electiva o
decisoria que orienta la conducta intencional. Tal libertad no se opone a vínculos, ya que el hombre puede
entender que para conseguir algunas cosas debe (normatividad) escoger y realizar otras. Tampoco
significa la libertad que pueda ―hacerlo‖ todo, pues está limitado por las disponibilidades físicas y por
sus deberes: puede usar mal de su libertad.
A la vista de lo dicho, cabe interrogarse por la relación entre las capacidades intelectuales y voluntarias
y las activaciones neurales, cuya importancia se ha visto en el apartado anterior. El dualismo riguroso
introduce drásticamente estas dimensiones espirituales ―junto‖ al cuerpo humano. En cambio, con la
visión intencional según la cual el cerebro animal está ya informado por capacidades superiores, que se
realizan de modo propio en la estructura funcional cerebral, resulta más fácil comprender cómo las
potencialidades racionales del hombre, por una parte, trascienden de modo absoluto lo corpóreo animal,
aunque al mismo tiempo están fuertemente enraizadas en el cerebro, órgano, entre otras cosas, de la
sensibilidad superior del hombre.

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La inteligencia humana no puede ejercerse sin estar unida a la base sensorial (imaginación, memoria,
experiencias concretas), a la que ilumina y de la que se sirve como plataforma. De un modo análogo, la
voluntad humana encuentra una continuidad ―sistémica‖ con la afectividad (pasiones, sentimientos) en
sus diversos niveles. Esta conexión intrínseca de la razón con la sensibilidad superior exige una continua
actividad cerebral. Por este motivo, sin el cerebro, sede propia de la actividad sensitiva humana, cognitiva
y afectiva, la inteligencia y la voluntad no pueden operar. El cerebro, en consecuencia, no es un mero
―instrumento extrínseco‖ de la inteligencia. Más bien es un órgano — término que significa
―instrumento funcional‖— esencial pero a la vez ―no proporcionado‖ de la inteligencia. Pensamos con
el cerebro, pero trascendiéndolo.
Se comprende, entonces, que nuestra inteligencia en su actuación concreta esté condicionada por las
características y las actuaciones específicas del cerebro, que interviene como causa material
desproporcionada. Por otra parte, el hombre necesita no sólo del cerebro para pensar, sino además de
instrumentos culturales externos gracias a los cuales su inteligencia ―cerebralizada‖ puede operar bien,
con continuidad, con amplitud, con grandes asociaciones, con memoria, unida a los sentidos, etc.
Entre estos ―instrumentos‖, en primer lugar está el lenguaje, sistema de signos sensibles ligados según
reglas racionales que la misma inteligencia crea y comprende. Las obras de la cultura, por tanto (lenguaje,
escritura, ciencias, ordenadores, sistemas inteligentes, etc.), así como los estímulos y motivaciones que
proceden de las relaciones sociales (educación, familia, ambiente) condicionan el ejercicio de la
inteligencia de las personas.
Por último, la inteligencia y la voluntad humana operan gracias a un ―bagaje‖ constituido por hábitos
que la conforman y potencian, permitiéndole un crecimiento estable (hábitos lingüísticos, científicos,
artísticos, comunicativos, virtudes, etc.). Algunos de estos hábitos se reciben gracias a la educación e
inculturación. Los que tienen que ver con habilidades perceptivas o motoras, y todos en la medida en que
exigen memoria de trabajo y memoria narrativa, la puesta en marcha de mecanismos atencionales, etc.,
exigen configuraciones neurales específicas, por ejemplo, hábitos musicales, lenguaje, hábitos de dibujo,
dominio espacial, etc.. Las diversas inteligencias de que habla Gardner (musical, cinética, analítica, etc.)
pueden entenderse como hábitos intelectuales [Gardner 2005].

7. CAUSALIDAD Y CORRELACIONES

Es un error plantear el tema de las correlaciones y causalidad ―mente-cuerpo‖ como si se tratara de dos
entidades que se ponen en relación, como hace el dualismo drástico, que por reacción suscita el monismo
materialista. Según la visión ―hilemórfica‖ y estratificada expuesta, un sector psicosomático del animal
o de la persona humana puede influir causalmente sobre otros, y con frecuencia hay influjos y reflujos
recíprocos de naturaleza sistémica, tanto endógenos como exógenos: los sujetos psicosomáticos se
influyen entre sí, por ejemplo al comunicarse ideas, mensajes, emociones. La neurociencia se fija
exclusivamente en los aspectos materiales de estas causalidades, que por fuerza son parciales. Cuando se
habla de ―correlaciones‖, por ejemplo, la comprensión del significado de una frase se pone en
―correspondencia‖ o se ―localiza‖ en un sector preciso de las áreas corticales lingüísticas, el
planteamiento suele ser analítico-abstracto: pensamos por separado en dos o más aspectos, y luego los
ponemos en relación. Sin embargo, en la realidad se da una causalidad compleja y unitaria que muchas
veces se nos escapa. Tenemos una experiencia fenomenológica de la causalidad psicosomática, suficiente
para nuestra vida intencional, aunque igualmente parcial. Por ejemplo, ―quiero‖ mover un brazo y ―lo
muevo‖: en esta experiencia se nos ocultan las innumerables y complejísimas activaciones corpóreas que
posibilitan la secuencia del acto ―mover un brazo voluntariamente‖; sin embargo, somos conscientes de
que este acto es libre e intencional, y esto nos basta.
En este sentido, cuando un animal reconoce a otro que manifiesta algún gesto significativo (de amenaza,
temor, etc.), su percepción sensible (visiva, acústica, olfativa, senso-motora) puede actualizar esquemas
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perceptivos psicosomáticos, incardinados en su memoria, merced a los cuales el individuo reconocerá a
otro de una especie dada y, además, lo captará con algún significado añadido, lo que conlleva la actuación
de una serie de reacciones emocionales. Un perro ladrando a alguien le provoca temor, ligado al
reconocimiento de la estructura acústica significativa ―ladrido‖. Esto puede desencadenar comandos
motores, conectados con la base neuronal de las emociones, de los que derivará una conducta específica
(huída, ataque).
Esta descripción de la conducta animal supone la activación de una serie de circuitos neuronales. Aquí la
causalidad es siempre psicosomática, en unidad compleja y no como si lo psíquico y lo neural fueran
procesos separados, ―paralelos‖, ―interactivos‖, etc. Tampoco es una explicación estrictamente
―determinista‖, pues es compleja, variable y flexible. Un determinismo fuerte quizá se dé en los niveles
infrabiológicos, aunque el tema es discutible. En cualquier caso, un ―puro determinismo físico‖ parece
más bien un a priori abstracto e idealizado que una realidad comprobada por la experiencia. Los
dualismos extremos suelen surgir fácilmente con relación a los determinismos rígidos, como un modo
drástico de superarlos, ligados a una filosofía de la naturaleza calcada de una ciencia física supuestamente
determinista.
En el caso del hombre, sobre los circuitos psicosomáticos mencionados se asientan las operaciones
intelectuales y afectivo-voluntarias de un modo que escapa a nuestra conciencia fenomenológica, pero
que podemos concluir en base a la experiencia:

1) Un reconocimiento perceptivo, unido por asociación aprendida y recordada a una denominación


lingüística, permite que tal experiencia suscite o posibilite el acto de la comprensión intelectual. Por
ejemplo, al ver un perro, se produce el reconocimiento de un individuo específico de un modo no sólo
concreto y experiencial, cosa que puede hacer un animal, sino con relación al eventual concepto
universal ―perro‖, que puede estar más o menos elaborado y objetivizado según los conocimientos
culturales o científicos de una persona. El simbolismo, sobre todo lingüístico, permite el fluir del
pensamiento intelectual en acto, y este último, a su vez, cuando cuenta con el instrumento verbal, lo
domina de modo creativo. La inteligencia, entonces, dispone del lenguaje, con sus activaciones
neurales, no desde fuera, sino en cuanto lo informa. Por eso, ordinariamente no puede actuar sin él.
Normalmente no ―pensamos‖ algo para luego expresarlo en una frase, sino que pensamos en la
misma elaboración del lenguaje. A su vez, un evento lingüístico, al presentarse al intelecto, le permite
operar de un determinado modo: cuando escuchamos una frase de una persona, el pensamiento que
ésta tiene se nos comunica a través del acto comunicativo que se ha establecido entre ella y nosotros.

2) En el acto voluntario electivo, la razón considera la conveniencia de poner un acto conductual preciso
en un momento futuro, aunque para eso se ve estimulada por la parte tanto tendencial afectiva
(sentimientos, pasiones), como estrictamente voluntaria (amor, simpatía, adhesión), contando con los
conocimientos disponibles en acto. La voluntad de la persona, motivada por sus bienes amados y por
la conveniencia racionalmente captada de hacer algo en ese sentido, suscita el deseo eficaz u operativo
de hacerlo, deseo cerebralmente enraizado —y así la voluntad ―se hace‖ sentimiento sensible—, lo
cual activa de modo natural (no consciente) los comandos motores correspondientes: sólo somos
conscientes de que dominamos algo de nuestro cuerpo, pero no de lo que sucede en nuestro cerebro
al respecto.

Por ejemplo, si nos habla una persona o nos hace una pregunta, decidimos voluntariamente darle una
respuesta, y así activamos los comandos motores lingüísticos, siguiendo los circuitos psicosomáticos que
acabamos de mencionar, en cuanto están dominados por la inteligencia y la voluntad. Queremos
responder porque apreciamos a esa persona, o por otros motivos más o menos profundos, y así escogemos
una respuesta motivada, razonada, elaborada, con el consiguiente deseo práctico, expresión de una
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voluntad concreta, de darle en tal momento la respuesta solicitada, movilizando para ello a nuestro cuerpo
en la medida en que podemos controlarlo voluntariamente. Por algún otro motivo, podríamos decidir no
responder, o dilatar la respuesta, o responderle de otro modo.

8. MORALIDAD Y RELIGIÓN

Nuestros actos intelectuales y voluntarios y su base habitual (virtudes, hábitos intelectuales como la
prudencia, la ciencia, la sabiduría) tienen un sustrato natural ―innato‖ en el sentido de que, suponiendo
la maduración psicosomática oportuna, dan lugar a ciertos conocimientos y tendencias apetitivas
naturales, comunes a todos los hombres. Esto es lo que los clásicos han llamado hábitos de los primeros
principios. Por ejemplo, al conocer, comprendemos necesariamente la realidad, la distinción entre cosas
y personas, o naturalmente tendemos a amar a los demás de modo amistoso. Otros hábitos, en cambio, o
estos mismos en sus concreciones variadas, se adquieren gracias a los influjos culturales y al ejercicio
personal.
Los hábitos relacionados con habilidades sensitivas superiores, como el lenguaje, tienen una estricta
localización encefálica, como son, por ejemplo, las áreas lingüísticas cerebrales. En cambio, los hábitos
de los primeros principios y todos los hábitos y virtudes intelectuales y morales adquiridos, con sus
correspondientes actos, por ejemplo, la química o física que uno sabe, las virtudes éticas y religiosas de
una persona, no tienen una base neural específica, como creía falsamente Gall en el siglo XIX, aunque sí
tienen una base ―indirecta‖ en las zonas cerebrales necesariamente relacionadas con esas capacidades
(área lingüística, emotiva, atencional, proyectual, etc.). Por otra parte, a cierto nivel los hábitos pueden
cristalizar parcialmente en circuitos y redes cerebrales que se hayan formado en un individuo, dando así
lugar a asociaciones afianzadas entre pensamientos, palabras y reacciones emotivas, expresivas o
motoras.
No tiene ningún sentido, por eso, hablar de sectores del cerebro, ni de predisposiciones genéticas de la
moralidad, la religión, la filosofía, la política. En cambio, sí podría haber predisposiciones genéticas para
la música, el lenguaje, etc., pues son tareas sensitivas. Sin embargo, es evidente que cuando una persona
reza, toma decisiones morales, piensa, estudia metafísica, se le activan algunos circuitos cerebrales
empíricamente observables, en base a lo que acabamos de decir. Esos circuitos corresponden a sus
respectivas emociones, frases, recuerdos, ritmos imaginativos, etc. Pero es un auténtico contrasentido
pretender que las observaciones de las actividades cerebrales, por ejemplo, mediante técnicas de
neuroimágenes ―demuestren‖ que todo hombre es religioso o tiene moralidad, o que la moral y la
religión sean un producto de ciertas regiones cerebrales.
Por otra parte, deducir en base a exploraciones en el cerebro lo que una persona está pensando, sintiendo,
proyectando, etc., es un problema hermenéutico, como lo es interpretar en qué está pensando alguien en
base a sus expresiones faciales. Normalmente así podríamos saber de modo genérico, y seguramente por
conjetura, algo de lo que un individuo está haciendo mentalmente, por ejemplo, si está mintiendo, si tiene
miedo, pero no mucho más, salvo que tengamos otros datos sobre el modo de ser de esa persona.
¿Existe una base biológica de la moralidad de la persona humana, radicada por ejemplo en el cerebro?
No directamente. Podría hablarse de cierta base biológica en el sentido de que el cerebro es órgano de la
sensibilidad superior, en cuyo dinamismo están inscritos impulsos más o menos instintivos, que son
materia de regulación moral (por ej., impulsos sexuales, altruistas, etc.), regulación que es obra de la
razón y la libertad. En cambio, las conductas emotivas e instintivas de los animales (agresividad,
colaboración, obediencia a jefes, celos, venganzas, etc.) tienen una radicación cerebral propia,
reconocible si tomamos al cerebro como órgano intencional, no meramente fisiológico.

9. PATOLOGÍAS

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El hombre no siempre actúa según los niveles más altos de la persona (inteligencia y voluntad), a causa
de los condicionamientos y causalidades ―menos altas‖ que pueden influir en la conducta. Obviamente
un embrión, una persona dormida o en coma, no pueden actuar con conciencia y libertad. Lesiones
cerebrales, drogas, enfermedades, pueden impedir la plenitud del ejercicio de nuestros actos inteligentes
y libres, al perturbar los estados de la conciencia, el uso de la memoria de trabajo y los procesos
atencionales, la activación espontánea de ciertas emociones, las captaciones perceptivas, etc. La
conciencia de sí, la memoria, las habilidades, las experiencias y percepciones, pueden parcialmente
desintegrarse, a veces de modo gravemente patológico, aunque no siempre podamos saber el grado de
voluntariedad y conciencia del que pueda disponer una persona concreta afectada por esas disfunciones.
Por eso, las ―duplicaciones de personalidad‖, las alucinaciones, las agnosias, los autoengaños, las
sugestiones, las amnesias, la fuerza irracional de ciertas emociones no controladas, etc., pueden
menoscabar o impedir el uso de hábitos previamente adquiridos o incluso de los hábitos de los primeros
principios (morales, intelectuales), o disminuir la responsabilidad de la persona en sus actos. Estas
anomalías no son una objeción para la existencia de la autoconciencia y la libertad. Sólo significan que
la persona no siempre tiene la disponibilidad del uso de su libertad e inteligencia.

10. PERSONA, ESPÍRITU, ALMA, YO, CONCIENCIA

Abordar estos temas antropológicos ―constitutivos‖ requiere de modo especial contar con una ontología
metafísica. Con la sola ―ontología de las ciencias‖ no es posible hablar coherentemente de yo, sujeto,
espíritu, etc., a menos que estos conceptos sean usados presuponiendo el conocimiento metafísico, así
como un neurocientífico puede decir que ―esta persona está consciente‖, si bien con la neurociencia no
es posible justificar el empleo del concepto de persona. Si desde la neurociencia o la informática se niega
el yo, el alma, el espíritu, etc., tal negación no es científica, sino filosófica.
El sujeto perteneciente a la especie humana, a causa de su altura ontológica (inteligencia, racionalidad,
libertad) se llama persona. Lo es constitutivamente en tanto está vivo, sin que sea necesario que ejerza
sus operaciones intelectuales y voluntarias: un embrión, uno que duerme, etc., si pertenecen a la especie
humana y no han muerto, son personas. Aunque se pueda hablar en abstracto del ―yo‖ en general, y por
atribución semántica se puede decir de otra persona que ―es un yo‖, muchas veces se entiende por yo la
persona humana que es consciente de sí misma y que se refiere a sí misma, y todo lo que pertenece a tal
sujeto será dicho por el mismo sujeto como mío (―mi cuerpo‖, ―mis padres‖, etc.). Un ―yo no
consciente‖, como es natural, no por eso deja de ser persona. La persona tiene muchas partes y
dimensiones (partes orgánicas, actos intelectuales, capacidades, etc.), pero ella como tal no es ninguna
de esas partes en especial, ni su mera suma, ni una nueva parte superañadida, sino que es todo ese
conjunto en tanto es un individuo humano que subsiste en su existencia o en su ser.
La persona puede perder partes de su cuerpo, o modificarlas, o sustituirlas, sin por eso perder su identidad
personal y la de su cuerpo propio: los dos aspectos son inseparables, salvo por la muerte. Su encéfalo
como un todo, sin embargo, es la raíz orgánica de la identidad dinámica de su propio cuerpo y en este
sentido ―acompaña‖ insustituiblemente a la persona en vida. Eventuales transplantes de partes
encefálicas no eliminan la identidad del propio encéfalo, aun cuando pudieran alterar la conciencia de la
identidad personal, porque la persona no es la conciencia de ser persona. Aunque este ejemplo pueda ser
de ciencia-ficción, un hipotético transplante de todo un encéfalo en el resto del cuerpo sería más bien el
transplante de un tronco/extremidades en un encéfalo, es decir, si no se produjera la muerte, la persona
estaría allí donde está el cuerpo propio, cuya identidad procede del encéfalo. Los niños anencefálicos, en
realidad, conservan algo del encéfalo, como la parte denominada ―tronco‖ y algunos sectores del
diencéfalo; suelen haber perdido, en cambio, los hemisferios cerebrales. Por este motivo, una mano
mantenida en vida no es una persona, y en cambio un encéfalo hipotéticamente mantenido en vida (otro
ejemplo puramente imaginario) seguiría siendo una persona.
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En un sentido fenomenológico ―popular‖ (conocimiento ordinario), plenamente válido, suele entenderse
por alma o espíritu la interioridad humana, objeto de experiencia psíquica, en la que se contienen y
advierten nuestros pensamientos, afectos, propósitos voluntarios y sobre todo la autoexperiencia de la
propia persona o yo. En este sentido el alma se contrapone al cuerpo, entendido éste como el organismo
humano observable por los sentidos externos, semejante en este sentido a los demás cuerpos materiales.
En la filosofía aristotélica el alma es vista como un principio o acto substancial que informa el cuerpo
viviente y así lo constituye precisamente como viviente según una especie determinada. Por eso en el
aristotelismo se habla también de un ―alma vegetativa‖ y de un ―alma sensitiva‖. En Tomás de Aquino
el alma humana, siendo racional, se ve como ―alma espiritual‖ o simplemente ―espíritu‖, aunque este
último término suele connotar la dimensión intelectual y voluntaria que trasciende lo orgánico, mientras
―alma‖ connota la función informante del organismo. En la tradición clásica la mente se refiere al
pensamiento o al intelecto, así como en los autores de filosofía de la mente, como vimos, más bien se
refiere a todo lo psíquico.
Siendo el alma la forma constitutiva del cuerpo viviente, la muerte o cesación de la vida conlleva la
desaparición del principio anímico. Pero ante la muerte de una persona (destrucción de su cuerpo), a la
vista de la trascendencia del alma espiritual sobre el cuerpo puede argumentarse filosóficamente que el
alma humana, y por ende la persona, sigue subsistiendo en el ser (inmortalidad del alma humana). Para
profundizar este tema se requiere, empero, el paso al plano antropológico. La conciencia puede significar:

1) el estado sensitivo de vigilia en que se advierten o ―sienten‖ los propios actos sensibles, por
oposición al sueño, coma, desvanecimiento;
2) la conciencia intelectual en que el sujeto capta o ―advierte‖ sus propios actos, con sus contenidos,
y sabe que los capta (por ejemplo, ―me doy cuenta de que estoy escribiendo‖);
3) la autoconciencia o advertencia de mí mismo como sujeto personal existente, lo que se produce
sólo si el sujeto actúa conscientemente según los dos sentidos anteriores.

A estos tres niveles corresponden estructuras neuronales que permiten la realización de actos sensitivos,
perceptivos, intelectuales, volitivos, los cuales una vez puestos hacen emerger algún nivel de conciencia.
Como es obvio, la conciencia sensitiva tiene una realización neuronal propia y adecuada. En cambio, la
conciencia intelectual no tiene propiamente una ―localización‖, pero sí exige la actualización de la
conciencia sensitiva y el ejercicio de la actividad sensitiva superior alta, con sus activaciones neurales
propias. La conciencia en todos sus niveles puede oscurecerse de modo patológico y no sólo perderse,
sin que por eso el sujeto afectado cese de ser una persona.
Algunos de los contenidos de la conciencia (por ejemplo, sensaciones, pensamientos, emociones,
recuerdos) pueden producirse de modo inconsciente —no ser advertidos— o semiconsciente, si bien la
persona domina sus actos con plena libertad sólo en el estado de conciencia intelectual y si esos actos
son conscientes. Hay dimensiones del psiquismo que de suyo no son conscientes directamente, es decir,
no son experimentables como tales, aunque sean reales. Así son los hábitos, las virtudes, las
inclinaciones, las capacidades, las potencias: por ejemplo, podemos ―saber‖ que sabemos inglés
(―somos conscientes de que sabemos inglés‖), pero no lo advertimos ni ―experimentamos‖, así como
en cambio experimentamos que amamos, pensamos o existimos.

11. INTELIGENCIA ANIMAL

Tradicionalmente los animales han sido estudiados por la zoología, con un planteamiento exclusivamente
biológico. Sin embargo, desde los tiempos de Darwin, la conducta animal comenzó a ser vista en un
plano intencional, más propio de la psicología. El conductismo, al centrarse sólo en las respuestas
externas a los estímulos, oscureció esta perspectiva, que en cambio fue inmensamente ampliada por la
17
etología (Lorenz, Tinbergen, von Frisch) [Gould 1994]. Así descubrimos que las diversas especies
animales tienen una vida intencional muy rica, tanto cognitiva como afectiva, de la que nace su conducta,
y que está perfectamente correlacionada con la evolución y funciones de su sistema nervioso, tal como
sucede en el hombre por lo que se refiere a su actividad sensitiva. Los animales, en consecuencia, no
pueden entenderse ni como meras máquinas ―instintivas‖ o preprogramadas, ni desde una visión
puramente neurológica. Sus niveles psicosomáticos ―altos‖ (sensaciones, percepciones, memoria,
inteligencia práctica, emociones, socialidad, conducta intencional teleológica) se comprenden sólo si
tenemos en cuenta lo que vimos en el apartado 5, dedicado a la ―mente sensitiva‖.
El descubrimiento de que mucho de nuestro comportamiento psicosomático sensitivo se parece al de los
animales más evolucionados, y que, al revés, los animales —no sólo los mamíferos superiores, sino los
insectos y las aves— demuestran un comportamiento ―inteligente‖ y ―social‖ sorprendente, ha acercado
en los últimos años la psicología de los animales a la del hombre, a veces dando pie a reductivismos
naturalistas, por ejemplo, en la ―sociobiología‖ del entomólogo E. O. Wilson [Wilson 1980]. Parece
importante, entonces, promover una reflexión filosófica que lleve a comprender la distinción profunda
existente entre el hombre, ―animal racional‖, y los animales ―irracionales‖, que sin embargo tienen una
forma particular de ―racionalidad‖ práctica concreta. Para distinguir al hombre del animal no
necesitamos acudir al dualismo cartesiano, ni deprimir la ontología de la vida animal.
Concretamente, los animales, cada uno en la medida de su especie, manifiestan capacidades cognitivas,
afectivas y conductuales no meramente instintivas o ―automáticas‖, sino también aprendidas con cierta
labor experiencial, flexibles ante ambientes variables, y dotadas de potencialidades creativas, si bien con
ciertos límites. Pueden, por ejemplo, ―resolver problemas‖ creativamente, en caso de necesidad, como
el chimpancé de Köhler descubre que para agarrar un alimento puede unir dos palos o superponer cajas
para trepar encima. Los campos conductuales en los que se manifiesta una peculiar ―inteligencia
práctica‖ animal son:

1) en la búsqueda activa de alimentos (estrategias de búsqueda, “decisiones”, “solución de


problemas”);
2) en la predación (también con comportamientos sociales cooperativos);
3) en el uso y preparación de algunos utensilios o instrumentos (a veces el hombre puede enseñar a
algunos monos, por ejemplo, a usar una llave);
4) en obras “arquitectónicas” (hormigueros, colmenas, guaridas, “diques”).

Respecto a la cognición, los animales manifiestan habilidades especiales:

1) captan configuraciones invariantes específicas o individuales (reconocimiento de tipos de cosas,


de individuos de una especie), sin que eso suponga que posean un concepto universal abstracto.
Dicho de otro modo, reconocen ―tipos‖, pero no como tales, reflexivamente, sino de modo
concreto (un perro distingue gatos de hombres).
2) reconocen relaciones significativas, por ejemplo, “jefes” a quienes se debe obediencia,
subordinados a quienes se puede “mandar”, individuos peligrosos o incluso “merecedores” de
venganza, individuos benéficos de quienes se esperan utilidades o clemencia;
3) conciencia animal‖, en el sentido de que algunos pueden llegar a identificar, por ejemplo, su rostro
en un espejo, incluso para explorarlo o para limpiarse;
4) sistemas simbólicos asociativos para comunicarse con otros individuos “lenguajes animales”, más
ricos de los que podemos imaginarnos. En algunos casos el hombre puede inventar y enseñar a
determinados animales ciertos “lenguajes artificiales” que llegan a aprender y a utilizar
correctamente.

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Con relación a la afectividad, los animales despliegan una ―vida pasional‖ compleja, con un mixto de
instinto y espontaneidad flexible y cierto uso de una ―inteligencia práctica emocional‖. Los animales
tienen, según sus especies, celos, rencores, envidias, amor sensible, ―altruismo‖, sentido cooperativo y
―sacrificado‖, odio, depresión, y tantos otros afectos que mueven su conducta.
Cuando estudiamos la vida intencional de los animales, inevitablemente usamos un lenguaje
antropomórfico, al carecer de una terminología propia para ellos, y así corremos el peligro de atribuirles
más de lo que realmente tienen. Por ejemplo, al ver que relacionan aspectos causales, podemos creer que
“silogizan‖”, o al notar que distinguen categorías, creer que tienen ―conceptos‖ o que comprenden
“principios metafísicos”.
La distinción esencial entre los animales y el hombre puede establecerse de modo equilibrado si
atendemos a la diferencia entre la sensibilidad ―alta‖ y el radio absolutamente universal de la inteligencia
y la voluntad. Ya los clásicos (algunos pensadores árabes, como Averroes, o filósofos como Alberto
Magno y Tomás de Aquino) atribuían a los animales una capacidad ―prudencial‖
(metafóricamente hablando) práctica que llamaban “estimativa”, la cual les permitía apreciar aspectos
intencionales de la realidad relacionados con sus “intereses” animales y realizar en consecuencia ciertas
“discriminaciones” cognitivas para alcanzar sus objetivos dictados por el instinto.
Las obras sorprendentes de la “inteligencia animal”, aunque posean cierta creatividad y admitan
márgenes de aprendizaje, están siempre cerradas en los ciclos propios de la vida sensitiva de los animales.
Estos ciclos no son meramente fisiológicos u orgánicos, y por eso podemos llamarlos ―intencionales‖.
Pero los animales nunca universalizan, ni se separan de sus contextos vitales específicos, aunque puedan
cambiar de contexto, con límites, por adaptación. Por eso el lenguaje animal nunca se transforma en una
gramática abstracta, y por un motivo análogo los animales no son capaces de desarrollar todo tipo de
técnicas, mientras el hombre, en cambio, nunca se queda encerrado en sus especializaciones. De algún
modo, los animales pueden ―contar‖ cierto número de cosas o tiempos, pero no elaboran el concepto
abstracto de número o de tiempo. Nunca conocen, como el hombre, por afán especulativo o por pura
admiración. Por eso el hombre es el único animal que se interesa por todos los posibles lenguajes de los
animales, con universalidad total y por puro interés de conocer la verdad.

12. INTELIGENCIA ARTIFICIAL O COMPUTACIONAL

La “información”, en un sentido amplio y analógico, equivale a orden y en cierto modo existe en todas
las cosas del universo. En la vida la información, adquiriendo un sentido más específico y propio, es
comunicada y administrada en el contexto de un organismo complejo y funcional que debe desarrollarse
y adaptarse a un ambiente variable. En la vida sensitiva la información se comunica y elabora a través de
canales sensitivos del sistema nervioso, y se ―centraliza‖ y unifica en el ―sistema nervioso central‖,
específico de los animales. El cerebro es, en este sentido, un órgano elaborador de información. La
recepción psiconeural de estímulos y su transducción a lo largo de las vías nerviosas, hasta dar lugar a
los eventos psicosomáticos, que guían la conducta animal, es el modo en que la información es ―tratada‖
en un contexto estrictamente cognitivo y apetitivo. La ―lógica‖ del tratamiento biológico de la
información, si bien sigue módulos precisos (los órganos específicos o especializados), es
prevalentemente asociativa, consistiendo en la formación de conexiones o redes sinápticas que reciben y
elaboran información, dando lugar así a respuestas específicas (perceptivas, emotivas, motoras).
El hombre en la dimensión lingüístico-racional de su vida elabora la información de otro modo, adecuado
al conocimiento sensible-intelectual. Se guía por un código lingüístico, basado en reglas (gramática) que
regulan la producción de secuencias de signos sensibles dotados de un significado. La producción
secuencial de frases responde al ―fluir‖ de sus procesos racionales, tanto proposicionales como
inferenciales. La razón humana y el lenguaje están al servicio de la comprensión intelectual. En términos
de la tradición tomista: la ratio está al servicio del intellectus, pues de él nace y a él se ordena. Las
19
estructuras lingüístico-conceptuales elaboradas por el hombre son una forma de objetivación abstracta
intencional de sus operaciones racionales: intencional porque remiten a lo que ellas significan. Pero el
hombre es un ser tecnológico, pues para vivir necesita producir técnica y cultura. Ha inventado una serie
de modos de objetivar externamente la información, separándola por una suerte de abstracción de la vida
intelectual personal en que él la comprende:

a) La primera objetivación es la escritura: los signos quedan impresos en textos, libros, cuyo sentido
es ser leídos e interpretados.
b) Una segunda forma de objetivación, surgida en la segunda mitad del siglo XX, es la computación
simbólica, que se concreta en máquinas llamadas ordenadores. El ordenador recibe información
y la trata según una codificación (sistemas de símbolos) reglada por las instrucciones de un
programa (―gramática‖), lo que permite elaborar secuencias de símbolos. El paso ―sintáctico‖
de una serie de símbolos a otros, según reglas, se llamacómputo o cálculo, pues en el fondo es
como una operación matemática que relaciona signos. El procedimiento para resolver un
problema mediante un cálculo constituido por un número finito de pasos se llama algoritmo(una
suma, una resta, un silogismo, etc., son algoritmos). La computadora u ordenador es una máquina
informática, es decir, realiza automáticamente y de modo algorítmico el ―trabajo‖ de computar,
diverso de las máquinas tradicionales, cuyo trabajo es la transformación de energía. Este modo
simbólico de computar suele denominarse ―arquitectura de Turing‖ (o de von Neumann).
c) Una forma artificial de computar, subsimbólica y menos conocida, y en cierto modo de
―objetivar‖, se inspira en la ―lógica asociativa‖ propia de ciertos aspectos de la vida capaces de
acumular información. Suele llamarse ―arquitectura conexionista‖ (Hebb, McCulloch,
McClelland, Rumelhardt), y está basada en el establecimiento de unidades (―nodos‖, como si
fueran ―neuronas‖) que reciben información (algún input físico) y pueden inhibirla o trasmitirla
a otros nodos, en base a ciertos valores cuantitativos o ―pesos‖, que surgen de la relación entre
sus entradas y sus valores de umbral. Así una red, según las relaciones recíprocas entre sus nodos
en base al procedimiento indicado, se va poco a poco configurando de un modo típico (―adquiere
experiencia‖, ―aprende‖) y alcanza a dar una serie de respuestas características. Este entramado
dinámico se llamared neuronal, en el que la información se propaga en toda la red, no serialmente
o de modo secuencial sino ―en paralelo‖, como sucede en cambio en la computación simbólica.

Puesta en cierto contexto teleológico y guiada por el hombre, la red neuronal, que es implementable
también en un ordenador tradicional, puede realizar computaciones útiles. Se llama ―neuronal‖ porque
se supone que así es como trabaja el cerebro para elaborar la información. La ―lógica‖ de las redes
neuronales es asociativa y pertenece más ampliamente, como dijimos, a muchos aspectos de la vida, la
evolución, las relaciones sociales, etc., ámbitos en los cuales se van constituyendo tramas, sin
simbolismo, que aumentan la información y la ponen al servicio de fines o ellas mismas constituyen
ciertos ―fines‖. Por ejemplo, nuestros recuerdos se pueden relacionar asociativamente, formando redes
específicas, y esto permite comunicar fácilmente unos recuerdos con otros [Bechtel-Abrahamsem 2002].
La computación simbólica, y en un grado menor, pero útil también, las redes neuronales artificiales,
pueden así realizar ―trabajos‖ que aparentemente exigen inteligencia, como deducciones, pruebas de
teoremas, traducciones, resolución de problemas, realización de trabajos físicos ―inteligentes‖ (mediante
robots), e incluso creación de ―obras de arte‖ (crear un cuento, una canción, una pintura). De ahí que, a
cierto nivel, la computación dio lugar a lo que se ha llamado inteligencia artificial, o sistemas inteligentes,
normalmente realizados según la computación de Turing: McCarthy, Newell, Simon, Minsky son los
iniciadores de esta tecnología.
Como vimos al hablar de las posiciones históricas, el funcionalismo computacional pretendió establecer
una equivalencia entre la inteligencia artificial y la inteligencia humana. Cabe decir al respecto que las
20
―máquinas informáticas‖ (computadoras, redes) no realizan actos inmanentes de conocimiento, ni
vitales. Por tanto, no piensan, no conocen, no sienten, no se emocionan, no tienen conciencia, ni un yo,
ni son personas, aunque:

1) Gracias al carácter ―separado‖ o abstracto del tratamiento de la información, las máquinas


informáticas pueden imitar en lo externo la vida tanto vegetal como animal, así como todas las
operaciones humanas, lo mismo, si vale la analogía, que en un libro se puede representar cualquier
evento vital, sin que sea realmente vida, y lo mismo puede hacer una película o una realidad
virtual. Como ha señalado Searle, la intencionalidad de un ordenador es derivada, y está en
función de la intencionalidad inherente, propia del hombre, que inventa la máquina y la interpreta
[Searle 2002].
2) Merced a la increíble potencia de la computación, las máquinas informáticas pueden realizar
cálculos e inferencias muchísimo más allá de lo que puede hacer un individuo personalmente, y
los resultados así conseguidos son reales y no simulaciones. Por eso un ordenador muy poderoso
puede vencer a los mejores ajedrecistas del mundo. Esta capacidad se refiere a la cantidad,
complejidad y rapidez de las combinaciones, es decir, supera al hombre en un sentido sólo
cuantitativo o ―extensional‖.

Es posible ―incorporar‖ en el programa de una máquina informática (o en un robot) una apariencia de


valores, fines, convicciones metafísicas que guíen sus outputs (por ejemplo, un robot podría operar
sometiéndose a la regla de ―respetar la vida de los hombres‖), pero eso es una pura simulación. Por otra
parte, la eventual ―visión del mundo‖ que pueda introducirse en una inteligencia artificial será la que le
han dado los programadores, y normalmente será una visión reducida, incapaz de hacerse cargo de todos
los contextos (su ―visión‖ es técnica, no prudencial).
La computación es un instrumento tecnológico que amplía inmensamente la potencia de cálculo de la
mente humana. En ámbitos como la medicina, la ingeniería, la economía, la física, etc., ―supera‖ al
hombre en todo lo que se refiera directamente a la razón ―calculadora‖, por ejemplo, en aspectos
matemáticos, logísticos, organizativos, técnicos, factuales, descriptivos. Toda tarea humana tiene siempre
aspectos ―computacionales‖, en los que la prestación de los ordenadores es indudable. Sin embargo, con
la computación no pueden resolverse los ―problemas de sentido‖, que la computación usada por el
hombre presupone, y a los que sí puede prestar sus servicios en algunos casos (problemas morales,
religiosos, filosóficos, de relaciones humanas, políticos, educativos, familiares, existenciales). La
―razón computacional‖, para ser realmente útil, debe ponerse al servicio de la razón humana: para eso
fue inventada. Ésta se ordena, a su vez, a la comprensión intelectual: la ratio se ordena al intellectus. En
definitiva, se ordena a los fines de la persona humana y la sociedad.
Hoy va siendo posible una combinación de tecnología informática e intervención en el sistema nervioso,
por ejemplo, implantando chips en los sentidos o en áreas cerebrales, con fines terapéuticos, para mejorar
defectos visivos, acústicos, motores, e incluso para potenciar las habilidades humanas (enhancement),
como dijimos más arriba. Estas intervenciones crean problemas éticos importantes. La neuroingeniería
informática, lo mismo que la neurocirugía o el uso de psicofármacos, deben conformarse a valores
morales, respetando a la persona y el bien inestimable de la plenitud de sus estados de conciencia, tanto
cognitivos como afectivos. El potenciamiento artificial de ciertas habilidades psicosomáticas (visión,
atención, memoria) puede ser equilibrado y positivo, aunque entraña riesgos, sobre todo cuando entramos
en los niveles ―altos‖ de la personalidad. En cambio, una intervención artificial en la dimensión afectiva
de la persona, o en ciertos aspectos de su conciencia, es mucho más delicada, pues se presta a
manipulaciones antinaturales que podrían impedir la formación de la persona y su actividad
completamente humana, reduciéndola a niveles y a prestaciones poco compatibles con la dignidad
personal.
21
En conclusión, la tecnología computacional, con todas sus aplicaciones (sistemas inteligentes, robótica,
neuroingeniería computacional), es un instrumento de la razón y no una producción de nuevas
―mentes‖. Ver en las máquinas informáticas la posibilidad de construir un nuevo ―yo‖, una nueva
―conciencia‖, un ―nuevo hombre‖ (un ser transhumano), es una especie de ―platonismo‖ que da
consistencia ontológica a algo inexistente. Pero la tecnología de la inteligencia es una realización poiética
del hombre que, subordinada a la sabiduría y a la prudencia, puede brindarle inmensos servicios en
muchas de sus actividades.

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