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Rebeldía para dummies: adiós a uno de los mitos de la industria cultural

Montserrat Álvarez
montserrat.alvarez@abc.com.py

Charles Manson nació el 12 de noviembre de 1934 en Cincinnati. De adolescente cometió


delitos menores, entró a los catorce años en el reformatorio, salió a los veinticuatro, recibió
otros diez de cárcel y en 1967, con libertad condicional, se fue a San Francisco. Allí reunió
un grupo de seguidores, la Familia. Después se fueron todos juntos a Los Ángeles. Manson
quería dedicarse a la música pese a su poca fortuna con las discográficas –tiene dos discos,
de hecho, Lie y Helter Skelter–. Mezclaba letras de los Beatles y esoterismo para profetizar
una guerra apocalíptica de negros y blancos que los negros ganarían. Tras su victoria, como
no eran aptos para dirigir la sociedad, la Familia tomaría el poder. Contra «la hipocresía de
la moral burguesa», para utilizar los términos de la época, Manson impuso el amor libre en
el Rancho Spahn, donde pasaron el verano del 69 treinta y dos adultos y siete niños y donde
los miembros de La Familia se dedicaban a bailar y tocar música, drogarse y tener sexo en
grupo.
Y Manson descubrió que podía conseguir que otros mataran por él. El 26 de julio de ese
año, 1969, Bobby Beausoleil apuñaló al profesor de música Gary Hinman en su casa. Dejó
en la pared la marca de una garra, símbolo de las Panteras Negras. Inculparlas adelantaría el
inicio de la esperada guerra. Luego, la noche del 8 al 9 de agosto, mientras el director de
cine Roman Polanski estaba de viaje, la actriz Sharon Tate, su esposa, de veintiséis años,
embarazada, tenía visitas en su casa de Beverly Hills: Abigail Folger, Voytek Frykowski y
Jay Sebring. Afuera, en su auto, estaba Steven Paren, un chico de dieciocho años al que los
jóvenes de la Familia, como testigo accidental, asesinaron también. Mataron a Sharon Tate
con dieciseis puñaladas, a Folger con veintiocho, a Frykowski con cincuenta y una y dos
balas, a Sebring con siete y un tiro, y a la noche siguiente pararon en una casa de las afueras
de Los Ángeles y mataron a puñaladas al matrimonio LaBianca.
Manson fue sentenciado a pena de muerte, que se conmutó por cadena perpetua. Reciclado
para el consumo por la industria cultural, se volvió uno de los personajes más famosos del
pasado siglo. Un tipo seguido por varios loquitos fugados de típicas familias disfuncionales
y por un harén de chicas con el cerebro lavado, que superaban a los hombres en número y
en su mayoría ya tenían niños o estaban preñadas de Manson, que en medio de todo se veía
–creo que sinceramente– a sí mismo como una especie de reencarnación de Jesucristo con
un mensaje de amor, libertad y respeto por todos los seres de la naturaleza –«El amor te
hace más fuerte. Eso no te lo pueden quitar. Si un hombre renuncia a todo, ¿qué le pueden
quitar?», decía Manson a un reportero de Rolling Stone en 1970– y como un auténtico
músico con talento digno de mejor suerte. La tragedia de Polanski, Tate, sus amigos y los
LaBianca se disolvió, como todo, en el rating y la furia del gran carnaval de morbo para las
audiencias masivas de un país agitado por disturbios sociales y políticos de toda índole.
Escritas con sangre de las víctimas en los lugares de las muertes quedaron frasecitas de aire
antisistema –«Healter [sic] Skelter», «Political Piggy»– con más pretensiones que sentido.
Charles Manson es un tipo de personaje histriónico que, por extraño que esto suene, creo
haber vislumbrado, salvando las distancias, alguna vez en alguna persona, y al que por eso
siempre sospeché un asesino bastante «poser», que, pese a su estudiada mirada fija y a sus
muequitas raras, ni estaba tan loco como lograba hacer creer a los demás que estaba, ni era
tan listo como lograba hacerse creer a sí mismo que era. Apena decirlo ahora que ha muerto
–al cabo, todos tenemos hambre de mitos, angelicales o diabólicos–, pero la realidad puede
ser desabrida y también puede serlo gente como Manson, pese a sus ambiciones musicales
y al contacto con Dennis Wilson, baterista de los Beach Boys que acogió a la Familia en su
casa en 1968, famoso y rico pero traumado por una infancia de abusos que Manson, buen
manipulador de personas confundidas, supo aprovechar para intentar, sin lograrlo, hacerse
un lugar en el mundo de la música, como fue siempre su deseo –deseo frustrado y alimento
(otro más), por ende, de su ideal de sí mismo como ser superior e incomprendido–. Detrás
de las masacres no había sino un pobre guiso de cienciología, Biblia y autoayuda: rebeldía
para dummies. Como Manson, detrás de su aparato histriónico de muecas, miradas y frases
misteriosas, no era sino un tipo de mediana inteligencia convencido, como tantos, de ser
mucho más que eso. Y capaz de convencer a otros –no es raro: hay miles de gurús con esa
capacidad en la política, el arte, los negocios... Su táctica de asustar al tribunal con gestitos
de mofa y risitas de supuesto loco para a continuación proclamarse perseguido fue imitada
por varias chicas Manson que, llorosas, lo acusaban de haberlas golpeado, vejado, reducido
a objetos sexuales y usado como criadas. Manson y la Familia han sido comercialmente
explotados desde la década de 1970 por la industria cultural sin –hasta donde yo sé– logros
notables, pese a tratarse de una historia real y bien documentada. Sí han inspirado un par de
libros sólidos: The Family (1971), del poeta y cantante Ed Sanders, y Helter Skelter (1974),
del fiscal Vincent Bugliosi. Este domingo 19 de noviembre del 2017, a los ochenta y tres
años, ha muerto de causas naturales Charles Manson, y al preguntar en torno si a alguien le
suena su nombre solo una persona, después de varios minutos de búsqueda interna, me dice
que sí, que recuerda que tiene algo que ver con el cine, con Polanski, con Hollywood, con
un crimen antiguo, un asunto de los años sesenta. De los años sesenta, de cuando el dorado
sol de California, de cuando las good vibrations y las peleas policiacas, de cuando los
dulces sueños lisérgicos y los malos viajes. Ese paisaje congelado en el que se quedó
estacionada para siempre, reliquia obscena de la era hippie, fetiche y fósil, con su bolsa de
dormir y sus diez quinceañeras, la moto de Charles Manson.

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