You are on page 1of 7

LA PRESENCIA O LA CARNE

Así pues, Bacon persigue un proyecto muy especial

en cuanto retratista: deshacer el rostro, encontrar

o hacer que surja la cabeza bajo el rostro

Gilles Deleuze

Para empezar a desarrollar este texto sobre el oficio del coleccionista, debo admitir, de
entrada, algo: no tengo un espíritu coleccionista. Claro está que gracias a la libertad del
pensamiento y al cambio semántico que pueden sufrir las palabras, de alguna manera puedo
traicionar esta afirmación. A lo mejor con un solo objeto al que le tenga un valor más allá
del práctico, con un solo objeto con el que establezca ese tipo especial de vínculo al que se
refería Baudrillard en su obra «Sistema de los objetos», ya esté desarrollándose en mí un
poco ese espíritu del coleccionista. Sin embargo, quiero atenerme a la acepción corriente. A
la conocida. Por eso, sin ánimos de filosofar o poetizar quiero partir diciendo que,
entendiendo la colección como un conjunto de objetos que uno busca adquirir y conservar,
y que tienen algo en común (que algo los une y de allí surge la armonía de la colección o el
ser colección y no un conjunto de otras cosas), nunca he querido realizar o tener una.

Pero el ejercicio exige elegir una colección. Sin importar de qué, de si es posible realizarla
o no, hay que elegir alguna cosa. Obedeciendo a mi instinto me decanté finalmente por las
obras plásticas de Francis Bacon. Digo obedeciendo a mi instinto porque a pesar de que no
quería elegir estos objetos (los cuadros), por más que busqué y busqué, sinceramente, algo
que de pronto pudiera llegar a querer coleccionar, no di con nada. Esos cuadros son lo que
más me atrae. Son lo único que puedo llegar a querer «poseer» en tanto colección.

Lo curioso es que yo siempre he afirmado que jamás me gustaría tener en mi casa un


Bacon. El Arte verdaderamente poderoso, me digo a mí mismo, jamás podría estar ubicado
en la cotidianeidad. Uno puede tener un Pollock o un Mondrian en la sala o el comedor,
pues esas pequeñeces nacieron para adornar estos espacios, pasillos y oficinas, ¿pero un
Bacon? Tener un Bacon en casa debe ser insoportable. Siempre me lo figuro como tener
encadenada a la pared a una criatura que se mueve. Si eso es demasiado, tal vez como tener
en cadenas un espectro. En suma: estar ante una presencia que es. Que es y como que
habita. Una cosa semejante, en definitiva, no puede estar a la vista tan frecuentemente. Le
corresponde a estos prodigios un espacio aparte en el que uno pueda presenciarlos en
contadas ocasiones, casi como si habláramos de templos. Uno se prepara (uno ritualiza los
preparativos para una visita) y cuando se va, se está un corto tiempo ante las figuras: la
presencia continua puede fulminarnos como la luz de Zeus en su forma auténtica ante los
mortales. Podría decirse: una colección no implica insertar los objetos en la cotidianeidad;
perfectamente se puede establecer un lugar que permita ese distanciamiento necesario.
Pero yo estaría en desacuerdo. Creo que un elemento esencial de las colecciones personales
es la intimidad que guarda la colección con su dueño, la cercanía permanente entre ambos.
Si no fuera así, sería una colección pública como cualquier otra, es decir, realmente no sería
de nadie. En estos casos puede que el supuesto dueño pueda hacer con sus objetos lo que
sea, y visitarlos cuando le plazca, pero ese distanciamiento más allá del hogar y de la
continua presencia de sus piezas cambia completamente el sentido de una colección para sí
mismo. Si yo coloco mis supuestos cuadros de Bacon en, qué podría decir, un edificio a dos
kilómetros del lugar en el que permanezco más que en cualquier otro, el hogar en todo el
sentido de la palabra, soy más como un visitante de mi propia colección, un espectador
cualquiera con un pase especial. Por ello, para mí tomar el ejercicio de pensarme
coleccionando, de elegir poseer piezas bajo una misma luz o razón rectora, implica tener la
colección tan cerca como sea posible. Implica una intimidad matrimonial.

Entonces, teniendo en cuenta las consideraciones que tengo con respecto a la colección
personal y a los objetos que tienen valor en el Arte, ¿cómo es que quiero realizar una
colección de objetos que determino que por su valor son precisamente incoleccionables? Si
lo más digno de ser una colección se resiste a ser una colección, entonces tenemos una
contradicción que reza que la colección que pretendo está constituida por objetos que no se
coleccionan. Sin embargo, esta contradicción es lo único que tengo. Es lo que me toca.
Adentrarme en esta paradoja será lo que determine si el primer acercamiento a las piezas
elegidas (los cuadros de Bacon) y la finalidad de la colección son realmente incompatibles,
o si debo aceptar la compatibilidad paradójica que se establece, o por el contrario, si el
análisis resuelve dicho conflicto y puedo coleccionar tranquilamente estos cuadros, que
resultaron siendo coleccionables como cualquier otra cosa.

II

Nos preguntamos ahora si las piezas de Bacon son tan estremecedoras para ser dignas de
querer ser poseídas, aunque se resistan a ser poseídas, o si tan solo hemos juzgado mal en
un principio, y podemos reducirlas a objetos lo suficientemente inexpresivos como para
hacer una feliz colección sin problemas, que habite nuestra delicada cotidianeidad.

Partiría diciendo que los cuadros de Francis Bacon son lo único que ha captado toda mi
atención de las Artes Plásticas. Paso sin detenerme por encima de Velázquez, Pollock, Da
Vinci, Picasso… De hecho, de este último, el Guernica me parece una cosa impresentable.
Una ridiculización de un acontecimiento trágico, grave y poderoso. Recuerdo que una vez
escuché a un líder paramilitar hablando de las explosiones. Hablaba con total tranquilidad
de la gente asesinada aquí, la gente asesinada allá, de balas, metrallas, pueblos reducidos,
drogas… Pero cuando el interlocutor le preguntó, a lo mejor esperando una muestra de
arrepentimiento, sobre lo que consideraba de ponerle una bomba a un edificio habitado, el
paramilitar se quedó callado y con los ojos abiertos. Lejos de mostrar arrepentimiento o dar
excusas predecibles, dijo algo como: «Una explosión… Una explosión es algo… grande. Es
tremendo». Por un instante se olvidó del mundo y habló de lo que es presenciar una
explosión, de la abrumadora experiencia sensible de la explosión, independientemente de
las consideraciones morales, de las cuales se abstrajo totalmente: su rostro y su vacilación
fue algo hermoso, algo que daba a conocer, de una manera ínfima, lo que es esa poderosa
presencia/sensación de la bomba. Y si vemos el Guernica de Picasso, que habla sobre una
explosión, independientemente desde que ángulo, la presencia de lo que es ese fenómeno
sensible no se capta en nada. Lo de Picasso es una caricatura tonta digna de ilustrador de
periódicos, que ni siquiera nos suscita respeto por el acontecimiento; ni siquiera es buena
moralina. Si Matador algún día hace una viñeta sobre una explosión, hará un Guernica.
Todo esto tiene que ver con Bacon porque él es un pintor precisamente de esta presencia de
los fenómenos, de estas sensaciones (específicamente del cuerpo, al que prefiere denominar
carne). El primer acercamiento a Bacon siempre es no-intelectual. Algo en sus cuadros
parece estar muy presente, algo se bate con fuerza en sus figuras, pero tras eso, no sabe uno
qué más pensar: no se puede verbalizar. Como dice Gilles Deleuze: «Actúa directamente
sobre el sistema nervioso, no sobre el cerebro». Esto es una tragedia para los amantes del
«Arte Contemporáneo», a los que les encanta defender con el filo de sus lenguas todo, con
sus dos palabras favoritas: esto es una reflexión, esto es una crítica. Pero lo de Bacon es
otra cosa: impacta con la poderosa presencia de sus cuerpos y capta la tención; después,
uno calla; después, la verborrea nace ante la presencia que se retira.

Recuerdo que una vez se me pidió en una materia universitaria hacer un autorretrato,
guiado por las exigencias de «contemporaneidad» de Patricia Cervantes, la maestra.
Algunos, los hábiles, cogieron lo primero que tenían a la mano y se inventaron algo
inteligentísimo que decir. Otro, sin embargo, hizo algo con fuego y en medio de la
presentación de trabajos se quemó más rápido de lo esperado, y terminó con una fogata
pequeña. Había cualquier tipo de objetos y cualquier tipo de justificaciones, pero el fuego
es el fuego: todo el mundo estaba centrado en eso (que no era realmente un trabajo porque
el fin no era un objeto completamente consumido por la llamas). Con su ya re-conocida
forma, sin nada que decir, invadiendo el espacio de los artificios, el fuego atrapa y atrapará
siempre. Está presente y no hay objeto que le robe la atención. Está, con fuerza inagotable,
siempre muy presente. Después no quedaron sino las palabras del «realizador», que no
valían nada. Pudo haber sido el erudito de eruditos cuando de hablar del fuego se trata, pero
si nos habla parado al lado de semejante fenómeno, este se traga todas sus palabras, así
como en la vieja historia sobre Pirrón, de la escuela escéptica griega, y el filósofo indio que
le presentó Alejandro: no hay palabras de Platón ni de Aristóteles que puedan compararse
al actuar del fuego en un cuerpo que grita y arde. Ante eso, el mutismo. Por eso es que
hablar de Bacon es tan complicado, por eso decir que para mi colección elijo este cuadro y
este otro no, o estos diez, o estos trípticos, no tiene sentido. Si se elige a Bacon se elige
todo Bacon, como en Kafka. Uno no elige la «Metamorfosis» o tal vez «El proceso»; no, se
elige a Kafka. Así mismo, uno no explica a Kafka diciendo que habla del tal idea o de tal
imposibilidad o de tal valor metahistórico: sus relatos son, de una forma tal vez sin
parangón, indisociables de lo que representan (sus relatos en el sentido denotativo de la
palabra; no el símbolo, sino lo explícito, el relato en sí), y además lo que pretende no es
nutrir nuestro intelecto con nuevas reflexiones o críticas, o mostrar que ha descubierto algo
nuevo bajo el sol; todo es, como en Bacon, el intento por capturar la fuerza de su relación
con determinado fenómeno real. Hacer sentir el peso y no diseminar y entender el peso. Por
ello, los dos, son deliberadamente repetitivos. Todo lo que hicieron trata de lo mismo. Que
acontezca la verdad, como diría Heidegger, el desocultamiento/presentación del ser, es lo
que pretende cada escrito y cada cuadro. Pero más allá de esto, ¿qué decir? Quizás por esta
dificultad de comprenderlos más allá del terreno de las sensaciones, es por lo que Milan
Kundera, al hablar de Bacon en un ensayo titulado «El gesto brutal del pintor», prefiere
contarnos otro relato, que a lo mejor tenga algo que ver con él:

«Era en 1972. Había quedado con una joven en un suburbio de Praga, en un apartamento
que nos habían prestado. Dos días antes, durante todo un día, la habían interrogado sobre
mí. De modo que ella quería verme a escondidas (temía que la siguieran en todo momento),
para decirme qué preguntas le habían hecho y lo que ella había respondido. Si por
casualidad me interrogaban, mis respuestas debían ser idénticas a las suyas. Era todavía una
jovencita que apenas sabía del mundo. El interrogatorio la había trastornado y el miedo,
desde hacía tres días, le removía sin cesar las entrañas. Estaba muy pálida y salía
constantemente, durante nuestra conversación, para ir al baño —hasta el punto de que el
ruido del agua que llenaba la cisterna fue acompañando nuestro encuentro. La conocía
desde hacía tiempo. Era inteligente, aguda, sabía perfectamente controlar sus emociones e
iba siempre tan impecablemente vestida que su traje, al igual que su comportamiento, no
permitía entrever la mínima parcela de desnudez. Pero, de pronto, el miedo, como un gran
cuchillo, lo había rasgado. Estaba allí ante mí, abierta, como el tronco escindido de una
ternera, colgado de un gancho de carnicería. El ruido del agua llenando la cisterna en el
baño prácticamente no paraba y yo, de repente, tuve ganas de violarla. Sé lo que digo: de
violarla, no de hacer el amor con ella. No quería su ternura. Quería ponerle brutalmente la
mano en la cara y, en un solo instante, tomarla entera, con todas sus contradicciones tan
intolerablemente excitantes: con su traje impecable y con sus entrañas en rebelión, con su
sensatez y con su miedo, con su orgullo y con su desdicha».
No sabríamos determinar qué tanto revela el relato sobre Bacon, pero nos figuramos que
esa voluptuosidad casi escatológica del ruido que produce un cuerpo femenino que ha
perdido el control de sus tripas por el miedo, tiene algo que ver. En ese placer muy corporal
se manifiesta eso que Bacon dice de sus intenciones: «Lo que intento es pintar el grito antes
que el horror, la cabeza antes que el rostro». Eso, y el grado de inefabilidad, de hermetismo
de estos acontecimientos, pues la voluptuosidad que se desprende del cuerpo y el baño se
manifiesta mientras, en cierto grado, ese espacio permanezca sellado, oculto a nosotros,
privado. En el momento en que la mujer regresa recupera su humanidad y se disuelve el
morboso encanto, así como el grito se desvanece al vincularse a una causa, a una razón por
la qué gritar. El grito debe presentarse retirándose al espacio sellado, para ser grito en sí
mismo.

III

Pero nos corresponde racionalizar más a Francis Bacon. Aunque es preciso mencionar ese
carácter inexpresable de la sensación de sus cuerpos, de sus carnes, debemos ir por más y
comprender qué otros conocimientos rodean su obra y nos pueden, con suerte, esclarecer un
poco más nuestra relación con ellos.

Gilles Deleuze es uno de los pensadores que con mayor detenimiento quiso abordar las
pinturas del pintor irlandés. Este nos dice que la propuesta pictórica de Bacon va por un
camino muy poco transitado (para mí, antes de su lectura, completamente insospechado): lo
«figuracional». Ante un desencanto por lo figurativo y lo abstracto, se nos presenta lo
figuracional. En el texto de Deleuze titulado «Francis Bacon: la lógica de la sensación», se
desconoce por qué el filósofo mira con recelo lo figurativo y lo abstracto. Tilda a ambos
caminos de ser «cerebrales», en un sentido peyorativo, y cada vez que sospecha que en una
de las figuras de carne de Bacon se empieza a visualizar la composición de un cuerpo
humano, un rostro, una pose, una escenificación, un relato, una alegória, desconfía.
Abandona el pedazo de carne. Yo considero que ese rechazo se debe también en parte a que
la Pintura, comparada con otras grandes disciplinas como la Literatura y el Cine, en
términos de representación e intelecto es una disciplina muy menor. Una disciplina coja. Su
falta de movimiento, el estatismo del «fotograma», no puede compararse con los símbolos
y las disertaciones puestos en juego en la gran amplitud de estos otros géneros artísticos. En
ellos los temas sí circulan. Por otro lado, con respecto a la Pintura Abstracta, puede que su
rechazo se deba a otra cosa, a pesar de que a ambos los llama cerebrales. Tal vez en la
figura de Pollock se aclare este rechazo, pues, en el fondo, este pintor buscaba lo mismo
que Bacon, es un Bacon que erró. ¿De qué manera? Creyendo que la violencia de la
sensación podía prescindir incluso del cuerpo, que podía manifestarse en la depurada forma
de la mancha y la emancipación total del color, antaño encadenada al objeto. Para Deleuze,
nada de eso. En el fondo, la búsqueda figuracional sigue siendo, así sea minúsculamente,
figurativa. A esto él lo llama una figuración de segunda categoría, porque, en efecto, en los
cuadros hay sillas, habitaciones, camas, personas y demás cosas reconocibles, pero no están
allí para construir un relato. Por lo menos no el relato al que estamos acostumbrados,
porque cuando Deluze empieza a explicar cómo se manifiesta la sensación, como es su
lógica dentro de los cuadros, por más extraño que pueda parecer en el fondo es una especie
de relato. Por ejemplo, para los cuadros en los que solo aparece una figura, Deleuze
distingue tres elementos: el fondo plano, el redondel (que es donde la figura se posa, donde
está como contenida) y la figura. Dice que el fondo plano rodea el redondel (que también
suele ser a veces un paralelepípedo) y el color empieza a oprimir a la figura; a su vez, la
figura reacciona a la opresión y busca, por medio de aberturas mínimas, como puede ser un
sifón o una boca (incluso menos que boca, una escisión en la figura que hace como de boca,
pero que también podría funcionar de ano), liberarse de la presión y disolverse en el color
plano. A este segundo movimiento lo llama la abyección, y la asemeja a un hombre que,
con toda la fuerza de la desesperación, busca escapar por un hueco de ratón. Toda esta
especie de relato lo que busca explicar son los niveles de la sensación. Estos niveles son los
que permiten la profundidad de la sensación. Por eso cuando le preguntaban a Bacon sobre
sus intenciones, y contestaba que él lo que quería era plasmar un Sahara, a lo que se refería
era a esos distintos niveles de la sensación. No la arena ni el sol. Ni siquiera el calor: la
tridimensionalidad del espacio, la profundidad. Si las secuencias fotográficas de Muybridge
buscaban narrar una acción, un movimiento en el plano X, horizontal, los grados de la
sensación se mueven en un plano Z, un movimiento en el reposo de las figuras.

Deleuze más tarde nos cuenta también cuál es la lógica de lo que él llama las figuras
acopladas (y aquí el asunto se empieza a enredar) y luego la de los trípticos (que ya es un
enredo total), donde hay de todo: movimientos de eyección, de contrición, de contrariedad,
una figura, dos figuras, una acoplada, dos acopladas, un testigo figurativo, un testigo-ritmo,
una constante de sentido horizontal, etcétera. En este punto uno siente que las palabras del
filósofo empiezan a apagar la llama que se desprende de los cuerpos. Si a Bacon le parecía
que Beckett ahogaba el valor de sus obras con su inteligencia, aunque esencialmente
tuvieran las mismas intenciones, a mí me lo empieza a parecer al ver la terriblemente
cerebral estructura que Deleuze arma de los trípticos. En últimas, me quedo con la sencillez
literaria de Kundera que con el afán lógico-filosófico de Deleuze. No es que no se pueda
admirar la gracia de la estructura que se arma, el valor de lo conceptual, pero ya parece que
se deja lo pictórico a un lado. Que al cuadro se le puede dejar atrás. Llegados a este punto
es más un arte de la palabra que un arte del pigmento, que es lo que realmente importa si
vamos a reflexionar sobre las posibilidades del pigmento.

Así, llegados a este punto, me pregunto si toda la información que rodea las obras de Bacon
es, de alguna manera, parte de ese fuego que se desprende de sus cuadros; pues a lo mejor
lo que me motivó a escribir que sus obras eran como «seres encadenados», o a
considerarlas como presencias que resultaban intolerables como la luz de Zeus, fue todo el
intelecto que se desprendió de ellas y no ellas mismas. Bueno, en cierta medida sí sé que
algo se desprende de ellas mismas, pero la duda es qué tanto. ¿Son presencias-fuego u
objetos-carne (quiero usar el término «carne» ahora despectivamente)? Algo se presenta, se
hace percibir, parte dejando una huella de su anterior estar, no queda más que el objeto-
carne. El objeto-carne es un cadáver, un despojo. ¿Qué hacer con un despojo? Cuando
alguien muere no quedan más que los muy forzados intentos de traer hacia sí, de
materializar lo perdido: la anécdota del muerto, la biografía del muerto (ahora es más
importante precisar con exactitud quién fue).

Vuelvo ahora sobre los cuadros de Bacon y no encuentro nada: efectivamente, como lo
había sospechado, los cuerpos crucificados ya se habían descompuesto y no me había dado
cuenta. El objeto-carne sí puede ser coleccionable.

¿Y qué decir de la fuerza de la Literatura baconiana? Soplos a las ascuas. Calor de mayor
duración que la del pigmento pero que de igual forma va a cesar.

Andrés M. Valdés M.

You might also like