Professional Documents
Culture Documents
No todos los intelectuales están en la izquierda. Como ocurre con otros grupos, sus
opiniones se extienden a lo largo de una curva. Pero en su caso, la curva se desvía y
se tuerce hacia la izquierda política. La proporción exacta de lo que denominamos
anticapitalista depende de cómo se fijen los límites: de cómo se interprete la postura
anticapitalista o de izquierdas y de cómo se distinga al grupo de los intelectuales. Las
proporciones pueden haber cambiado algo en los últimos tiempos, pero por término
medio los intelectuales se sitúan más a la izquierda que los que tienen su mismo
estatus socioeconómico. ¿Por qué?
No entiendo por intelectuales a todas las personas inteligentes con cierto nivel de
educación, sino a aquellos que, por vocación, tratan con las ideas, según se expresan
en palabras, moldeando el flujo de palabras que otros reciben. Estos forjadores de
palabras incluyen a los poetas, novelistas, cánticos literarios, periodistas de diarios y
revistas y numerosos profesores. No incluyen a aquellos que primordialmente crean y
transmiten información formulada cuantitativa o matemáticamente (los forjadores de
números) o los que trabajan con medios visuales, pintores, escultores, cámaras.
Contrariamente a los forjadores de palabras, la gente que se dedica a estas
profesiones no se opone al capitalismo de un modo desproporcionado. Los forjadores
de palabras se concentran en ciertos ámbitos ocupacionales: las instituciones
académicas, los medios de comunicación de masas, la administración.
¿Debemos realmente buscar una explicación específica del porqué los forjadores de
palabras se oponen de forma desproporcionada al capitalismo? Consideremos la
respuesta directa que sigue: el capitalismo es malo, injusto, inmoral o inferior y los
intelectuales, al ser inteligentes, se dan cuenta de esto y por tanto se oponen a ello.
Esta sencilla explicación no tiene validez para aquellos que, como yo mismo, no
piensan que el capitalismo, el sistema de la propiedad privada y del libre mercado, sea
malo, injusto, malvado o inmoral. Los lectores que discrepan deben observar que
incluso una creencia verdadera puede no tener una explicación directa: se podría creer
en ella debido a algunos factores distintos de su veracidad, tales como la socialización
y la integración cultural.
Hay algo en el modelo de oposición de muchos intelectuales que indica, pienso yo, que
no se trata sólo de que se percaten de la verdad sobre el capitalismo. Porque cuando
se refuta una u otra de las quejas concretas acerca del capitalismo (quizás la de que
conduce al monopolio, o a la contaminación, o a demasiadas desigualdades, o la de
que implica la explotación de los trabajadores, o deteriora el entorno, o conduce al
imperialismo, o causa guerras, o impide el trabajo responsable, o trata por todos los
medios de satisfacer los deseos de la gente, o estimula la falta de honradez en el
mercado, o produce en función de los beneficios y no de la utilidad, o frena el progreso
para aumentar los beneficios, o desbarata los modelos tradicionales para aumentar los
beneficios, o conduce a la sobreproducción, o a la infraproducción), cuando se
demuestra y se acepta que la queja tiene una lógica imperfecta, o supuestos
imperfectos en tomo a hechos, la historia o la economía, el que se queja no cambia
entonces de opinión. Abandona el tema y rápidamente se lanza a otro. ("Pero, y el
trabajo infantil, o el racismo que incorpora, o la opresión de las mujeres, o los barrios
bajos de las ciudades, o que en épocas menos complicadas podíamos arreglamos sin
planificar, pero ahora todo es tan complejo que..., o el anunciar seduciendo a la gente
para que compre cosas o.. ) En el debate se abandona un punto tras otro. Lo que no
se abandona sin embargo es la oposición al capitalismo. Porque la oposición no se hace
sobre la base de esos puntos o quejas, y de ese modo no desaparece cuando ellos lo
hacen. Hay una animadversión oculta contra el capitalismo. Esta animadversión suscita
las quejas. Las quejas racionalizan la animadversión. Después de alguna resistencia,
puede que se abandone una queja concreta y, sin volver la vista, se presentarán otras
muchas con el fin de desempeñar la misma función: racionalizar y justificar el odio del
intelectual al capitalismo. Si el intelectual estuviese sencillamente reconociendo los
fallos o los errores del capitalismo, no encontraríamos esa animadversión. La
explicación de esta oposición necesitará ser una explicación no sencilla que también
tenga en cuenta la animadversión.
Teorías previas
El economista F. A Hayek ha identificado otra razón por la que los intelectuales podrían
estar a favor de una sociedad socialista. Se piensa de esa sociedad que está
organizada siguiendo un plan consciente, es decir, una idea. Las ideas son la materia
prima de los forjadores de palabras, y de este modo una sociedad planificada convierte
en primordial aquello que constituye su labor profesional. Es una sociedad que encarna
ideas. ¿Cómo podrían los intelectuales dejar de considerar a una sociedad tal como
seductora y valiosa? Sin duda, podemos exponer las ideas que representa una
sociedad capitalista, la libertad y los derechos individuales, pero estas ideas definen un
proceso de libertad, no el modelo final resultante. Una ideología que desea estampar
un modelo en una sociedad hará por tanto que una idea sea más fundamental para la
sociedad y (a menos que la idea sea repugnante) resultará por tanto atractiva para los
gustos especiales de los intelectuales, que son profesionales de las ideas.
¿Por qué entonces los intelectuales contemporáneos se sienten con derecho a las más
altas recompensas que su sociedad puede ofrecer, y molestos cuando no las reciben?
Los intelectuales piensan que son las personas más valiosas, las de mayor mérito, y
que la sociedad debería premiar a la gente en función de su valía y mérito. Pero una
sociedad capitalista no cumple el principio distributivo "a cada uno según sus méritos o
valía". Aparte de los regalos, las herencias y las ganancias del juego que se dan en una
sociedad libre, el mercado distribuye a aquellos que satisfacen las demandas de los
demás expresadas a través del mercado, y lo que distribuya de este modo depende de
lo que se demande y del volumen del suministro alternativo. Los empresarios
fracasados y los trabajadores no sienten la misma animadversión al sistema capitalista
que los intelectuales forjadores de palabras. Solamente la conciencia de una
superioridad no reconocida, o de unos derechos traicionados, produce esa
animadversión.
¿Por qué piensan los intelectuales forjadores de palabras que son valiosísimos, y por
qué piensan que la distribución debe hacerse de acuerdo con su valía? Obsérvese que
esto último no es un principio necesario. Se han propuesto otros modelos de
distribución, incluyendo la distribución paritaria, la distribución según el mérito moral,
la distribución según la necesidad. De hecho, no es necesario que haya modelo alguno
de distribución que la sociedad esté tratando de alcanzar, incluso una sociedad
preocupada con la justicia. La ecuanimidad de una distribución puede residir en su
planteamiento desde un proceso justo de intercambio voluntario de propiedades y
servicios justamente adquiridos. Cualquier resultado que se produzca en ese proceso
será justo entonces, pero no existe un modelo concreto al que deba ajustarse el
resultado. ¿Por qué entonces los forjadores de palabras se consideran valiosísimos, y
aceptan el principio de distribución según la valía?
Desde los comienzos del pensamiento documentado, los intelectuales nos han dicho
que su actividad es valiosísima. Platón valoraba la facultad racional por encima del
valor y de las apetencias y consideraba que los filósofos deberían gobernar; Aristóteles
sostenía que la contemplación intelectual era la actividad suprema. No es sorprendente
que los textos que nos han llegado registren esta alta valoración de la actividad
intelectual. Las personas que formularon valoraciones, que las escribieron con razones
para respaldarlas, eran intelectuales, después de todo. Se ensalzaban a sí mismos. Los
que valoraban más otras cosas que el meditar sobre las cosas usando palabras, ya
fuese la caza o el poder o el placer sensual ininterrumpido, no se preocupaban por
dejar informes escritos duraderos. Sólo los intelectuales elaboraron una teoría acerca
de quién era mejor.
¿Qué factor provocó la sensación, por parte de los intelectuales, de que tenían un valor
superior? Voy a centrarme en una institución concreta: las escuelas. A medida que el
conocimiento libresco se hizo cada vez más importante, se extendió la escolarización -
enseñar a los jóvenes a leer y familiarizarse con los libros. Las escuelas se convirtieron
en la principal institución al margen de la familia para forjar las actitudes de los
jóvenes, y casi todos los que más tarde se convirtieron en intelectuales pasaron por la
escuela. Allí triunfaron. Se les juzgaba frente a otros y se les consideraba superiores.
Se les ensalzaba y premiaba, eran los favoritos de los profesores. ¿Cómo podrían dejar
de sentirse superiores? Diariamente experimentaban diferencias en la facilidad para las
ideas, en el ingenio. Las escuelas les decían, y les demostraban, que eran los mejores.
La más amplia sociedad de mercado, sin embargo, enseñaba una lección distinta. Ahí
las principales recompensas no eran para los más brillantes verbalmente. Allí a las
habilidades intelectuales no se les concedía el mayor valor. Instruidos en la lección de
que ellos eran los más valiosos, los que más merecían la recompensa, los que mayores
derechos tenían a la recompensa, ¿cómo podían los intelectuales, por lo general, dejar
de estar resentidos con la sociedad capitalista que les privaba de las justas
retribuciones a que les "daba derecho" su superioridad? ¿Es sorprendente que lo que
sentían los intelectuales instruidos, hacia la sociedad capitalista, fuera una profunda y
sombría animadversión que, aunque revestida de diversas razones públicamente
apropiadas, continuaba incluso cuando se demostraba que esas razones particulares
eran inadecuadas?
Al decir que los intelectuales se consideran con derecho a las más altas recompensas
que la sociedad en su conjunto puede ofrecer (riqueza, estatus, etc.), no quiero decir
que los intelectuales consideren esas recompensas como los bienes más preciados.
Quizás valoren más las recompensas intrínsecas de la actividad intelectual o el pasar a
la historia. Sin embargo, también se sienten con derecho a la más alta apreciación por
parte de la sociedad en general, a lo máximo y mejor que pueda ofrecer, por
insignificante que resulte. No pretendo conceder relevancia especial a las recompensas
que se abren camino hasta los bolsillos de los intelectuales o que afectan a sus propias
personas. Al identificarse a sí mismos como intelectuales, pueden sentirse molestos
por el hecho de que la actividad intelectual no sea la más altamente valorada y
recompensada.
Hay que añadir un aspecto más. Los (futuros) intelectuales forjadores de palabras
triunfan por lo que atañe a la forma oficial del sistema social escolar, en el que las
recompensas importantes se distribuyen por parte de la autoridad central del profesor.
Las escuelas incluyen otro sistema social de cariz informal en las aulas, los pasillos y
los patios, en el que las recompensas se distribuyen no por parte de la autoridad
central sino de manera espontánea, a placer y capricho de los compañeros. Aquí a los
intelectuales les va peor.
No sorprende, por tanto, que la distribución de los bienes y recompensas por medio de
un mecanismo distributivo centralizado sea más tarde considerada por los intelectuales
como más apropiada que la "anarquía y el caos del mercado". Porque la distribución en
una sociedad socialista planificada centralmente es a la distribución en una sociedad
capitalista como la distribución por parte del profesor es a la distribución por parte del
patios. Nuestra explicación no postula que los (futuros) intelectuales constituyan una
mayoría incluso entre las clases académicamente superiores de la escuela. Este grupo
puede estar formado sobre todo por los que tienen destrezas librescas considerables
(pero no abrumadoras) junto con algo de gracia social, fuerte deseo de complacer,
cordialidad, encanto personal y habilidad para respetar las reglas del juego (y
parecerlo). Tales alumnos, también, serán muy bien considerados y recompensados
por el profesor, e igualmente les irá estupendamente bien en la sociedad más amplia.
Y se desenvuelven bien dentro del sistema social informal de la escuela. De modo que
no aceptarán de un modo especial las normas del sistema formal de la escuela.
Nuestra explicación plantea la hipótesis de que los (futuros) intelectuales están
representados de un modo desproporcionado en esa parte de la clase alta (oficial) de
la escuela que experimentará un relativo movimiento de descenso. O, más bien, en el
grupo que predice para sí mismo un futuro en declive. La animadversión
surgirá antes del desplazamiento hacia el interior de un mundo más amplio y de
experimentar un descenso real de estatus, en el momento en que el alumno listo se da
cuenta de que (probablemente) se desenvolverá peor en la sociedad más amplia que
en su situación escolar actual. Esta consecuencia no buscada del sistema escolar, el
espíritu anticapitalista de los intelectuales, se ve, por supuesto, reforzada cuando los
alumnos leen o reciben las enseñanzas de intelectuales que presentan esas mismas
actitudes anticapitalistas.
Planteado como fenómeno global, apenas se puede negar que las normas internas de
las escuelas estén llamadas a afectar a las creencias normativas de las personas tras
su paso por las escuelas. Las escuelas, al fin y al cabo, son la principal sociedad ajena
a la familia en que los niños aprenden a comportarse, y de ahí que la escolarización
constituya su preparación para la más amplia sociedad no familiar. No sorprende que
los que triunfan al calor de las normas de un sistema escolar se quejen de una
sociedad que se atiene a normas diferentes y que no les garantiza el mismo éxito.
Tampoco es sorprendente, cuando esos son los mismos que proceden a dar forma a la
propia imagen de la sociedad, al juicio sobre sí misma, si la sección de la sociedad que
es sensible a las palabras se vuelve contra ella. Si uno estuviese diseñando una
sociedad, no intentaría diseñarla de modo que los forjadores de palabras, con toda su
influencia, estuviesen instruidos en la animadversión contra las normas de la
sociedad.
Obsérvese que ésta no es una ley determinista. No todos los que experimentan una
movilidad social hacia abajo se volverán en contra del sistema. Tal movilidad hacia
abajo, no obstante, es un factor que tiende a producir efectos de ese tenor, y por ello
se manifestará en proporciones diversas con respecto al conjunto. Podríamos distinguir
formas en las que la clase alta puede desplazarse hacia abajo: puede obtener menos
que otro grupo o (cuando ningún grupo se desplaza por encima de ella) puede
empatar, sin conseguir más que los que previamente se había previsto serían
inferiores. Es el primer tipo de desplazamiento hacia abajo el que más indigna y
humilla; el segundo tipo es bastante más tolerable. Muchos intelectuales (dicen ellos)
están a favor de la igualdad mientras que sólo un número reducido exige una
aristocracia de intelectuales. Nuestra hipótesis se refiere al primer tipo de
desplazamiento hacia abajo como especialmente generador de resentimiento y
animadversión.
El sistema escolar imparte y premia solamente algunas de las destrezas válidas para el
éxito posterior (es, al fin y al cabo, una institución especializada), por lo que su
sistema de recompensas será diferente del propio de la sociedad en general. Esto
garantiza que algunos, al pasar a la más amplia sociedad, experimentarán un
desplazamiento social descendente junto con las consecuencias que lo acompañan. He
afirmado antes que los intelectuales quieren que la sociedad sea una extensión de las
escuelas. Ahora vemos cómo el resentimiento debido a un sentido del derecho
frustrado procede del hecho de que las escuelas (en calidad de sistema social
extrafamiliar) no constituyen una condensación de la sociedad.
Otro factor, creo, tiene un determinado papel. Las escuelas tenderán a crear tales
actitudes anticapitalistas cuanto mayor sea la diversidad de quienes asistan a ellas.
Cuando casi todos los que van a tener éxito financiero asistan a escuelas distintas, los
intelectuales no habrán adquirido esa actitud de ser superiores a ellos. Pero incluso si
muchos niños de clase alta van a escuelas distintas, una sociedad abierta tendrá otras
escuelas que incluyan también a muchos que van a triunfar económicamente como
empresarios, y los intelectuales van a recordar con resentimiento, más tarde, lo
superiores que eran académicamente a los de su edad que lograron mayor riqueza y
poder. La transparencia de la sociedad tiene otra consecuencia, además. Los alumnos,
tanto los futuros forjadores de palabras como los demás, no saben cómo les va a ir en
el futuro. Pueden esperar cualquier cosa. Una sociedad cerrada al progreso destruye
pronto esas esperanzas. En una sociedad capitalista abierta, los alumnos no se
resignan pronto a que se limite su progreso y su movilidad social; la sociedad parece
anunciar que los más capacitados y valiosos llegarán a lo más alto, sus escuelas ya
han transmitido a los que tienen más talento el mensaje de que son valiosísimos y que
merecen las mayores recompensas, y después estos mismos alumnos con el más alto
estímulo y las mayores expectativas ven a otros compañeros suyos, de quienes saben
que son y a quienes consideraron menos meritorios, subir más alto que ellos mismos,
recibiendo las mejores recompensas a las que ellos mismos se consideraban con
derecho. ¿Es extraño que sientan animadversión por esa sociedad?
En primer lugar se podría predecir que cuanto más meritocrático es el sistema escolar
de un país, más posibilidades hay de que sus intelectuales sean. de izquierdas.
(Piénsese en el caso de Francia).
En segundo lugar, los intelectuales que fueron "frutos tardíos" en la escuela no habrían
desarrollado el mismo sentido de derecho a las recompensas más elevadas; por lo
tanto, el porcentaje de los intelectuales de tipo "fruto tardío" que serán anticapitalistas
será menor que el de los de tipo "fruto temprano".
Algunos lectores pueden albergar dudas sobre esta explicación del anticapitalismo de
los intelectuales. Sea como sea, creo que se ha identificado un fenómeno importante.
La generalización sociológica que hemos enunciado es intuitivamente convincente. Algo
así tiene que ser cierto. Por lo tanto, algún tipo de efecto tiene que producirse en ese
sector de la clase alta escolar que experimenta un desplazamiento social descendente,
tiene que generarse algún tipo de antagonismo contra la sociedad en general. Si ese
efecto no es la oposición desproporcionada de los intelectuales, entonces ¿qué es?
Comenzamos con un fenómeno intrigante que precisaba explicación. Hemos
encontrado, creo yo, un factor aclaratorio que (una vez establecido) es tan evidente
que tenemos que creer que explica algún fenómeno real.
¿Hay solución?
Quienes piensan que la sociedad capitalista debería ser fuertemente contestada -pero,
¿por qué piensan así?- se alegrarán de este efecto inintencionado del sistema escolar.
Sin embargo, como hemos observado, el problema de la falta de armonía entre la
intelectualidad y las normas de la sociedad global es un problema de alcance más
general. Se enfrentará a él cualquier sociedad, sea cual sea su carácter, cuyo sistema
escolar se especialice y no sea una condensación de la sociedad. Cuanto más
importantes e influyentes sean sus intelectuales forjadores de palabras (como en las
"sociedades post-industriales"), mayor será este problema. De este modo, todos los
lectores pueden preguntarse conmigo cómo se podría evitar esta oposición a la
sociedad de los intelectuales -aunque algunos lectores podrían preferir hacerse esta
pregunta con respecto a alguna sociedad no capitalista.
Cuando las escuelas y la sociedad global no están bien articuladas, las dos soluciones
obvias son reestructurar cualquiera de ellas para alinearla con la otra. En primer lugar,
se podría intentar que la sociedad se ajustase a las normas de la escuela, bien
mediante una estructuración socialista que sitúe a los intelectuales en lo más alto o
mediante una meritocracia que surja de forma natural. Sin embargo, por muy
importante que llegue a ser el conocimiento en la sociedad, ninguna sociedad
relativamente libre premiará o podrá premiar del modo más destacado a las destrezas
escolares más altas. Las escuelas, con grandes esfuerzos, se centran solamente en
algunas cualidades; éstas, al tiempo que desempeñan un papel significativo en el éxito
económico en ciertos casos, nunca explicarán del todo la posición social resultante. Los
consumidores no son profesores que califican resultados de pruebas e intervenciones
en clase.
¿Cómo podría entonces impartirse esta lección de modestia? Decir simplemente que la
economía premia adecuadamente otros atributos no será suficiente. Los niños
aprenderán de los hechos de la escuela, no de las palabras, y los internalizarán. Sin
duda, el sistema social global del medio escolar valora muchas cosas: destreza atlética
en el patio, hacerse respetar por los compañeros, talento para cantar en el auditorio,
una buena impresión en todas partes. Pero la escuela sólo reconoce oficialmente las
destrezas intelectuales y el rendimiento. Dado que, después de todo, eso es para lo
que está, le sería difícil dar paridad o un reconocimiento muy significativo a otros
atributos. (Doy por sentado que los premios a la actitud y a la conducta son una
bobada en todas partes).
Otra posibilidad es reducir la jerarquía académica dentro del sistema escolar. Las
escuelas podrían enseñar sin jerarquizar a los estudiantes, sin calificarles en función
del éxito de su aprendizaje. Los reformadores apelan de vez en cuando a la abolición
de los exámenes y las calificaciones. Paul Goodman argumentaba que éstos tienen una
función extrínseca a la de la propia educación, al atender únicamente a las necesidades
de los futuros patronos o de las comisiones de admisión de otros centros docentes, a
quienes se puede dejar hacer sus propias pruebas informativas. (Está claro, no
obstante, que los exámenes y los certificados también amplían la elección discrecional
de los estudiantes. Los patronos aceptan la declaración de una facultad de que un
estudiante ha cumplido con los requisitos para una licenciatura sin profundizar
demasiado en cuáles son esos requisitos o qué utilidad tienen los cursos en relación
con los objetivos del empleo).
Reestructurar las escuelas para dar menos importancia a las destrezas y logros
intelectuales suscita cuestiones problemáticas, al margen de la muy clara relativa al
coste resultante en cuanto a eficacia social (a corto plazo). El cultivo de las
capacidades intelectuales y del talento es, pensamos, un valor importante en sí mismo.
Sin embargo, los sistemas escolares que sabemos que lo cultivan, también generan,
involuntariamente, una animadversión contra el sistema social entre algunos de los
intelectualmente más dotados. Si la estabilidad a largo plazo del sistema social
deseable se ve mejor atendida frenando el cultivo de algunos rasgos valiosos y
enormemente admirables de los individuos, entonces nos enfrentamos a un serio
conflicto de valores.