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Sexo Fantástico

Juan Sebastián Mora

Sonó el citófono y mi rolex marcaba las 5 y media. La señora había llegado muy puntual para ve-
nir de La Candelaria. Me sentí un poco culpable por no ofrecerme a ir a recogerla, pero para lim-
piar mi conciencia pensé en el mal rato que nos había ahorrado a los dos; es bien sabido que los
viajes en carro con desconocidos tienden a generar más incomodidad que la que se sentiría en
otro espacio. Contesté rápido y del otro lado una voz suave, como de seda, me dijo, “¿Juan? Soy
Celia.” “Ya mismo te abro,” atiné a responderle. Preso de un impulso inexplicable bajé corriendo
las escaleras y sólo pude reducir mi marcha unos metros antes de la entrada del edificio. Sabía
que ella ya me había oído bajar con la velocidad con que un niño pequeño corre a abrir los rega-
los la noche de navidad, pero aún así, como para guardar la compostura, me tomé mi tiempo para
caminar hacia la puerta y poder abrirla con elegancia. Empujé la puerta pesada y del otro lado me
esperaba una revelación; Celia, con sus largos años, parecía un ángel esbelto de pelos blancos y
largos. A su lado de reposaba la maleta de las cartas. Me quedé mirando fijamente la maleta y
después a ella. Me sonreía algo incómoda, esperando a que la invitara a entrar, pero yo estaba
petrificado. No podía dejar de pensar en lo hermosa que me parecía Celia, ni en lo extraño del
mismo pensamiento, ni en el pretexto extraño con el que se había invitado a mi casa. ¿Por qué
tenía que venir a entregarme una maleta? ¿Qué carajos significaba ese objeto? ¿Por qué a mí?
¿Cómo me iba a parecer hermosa una amiga de mi abuela? Y no hermosa como una obra de
arte, porque ya había visto viejas lindas en varios lienzos en museos y catedrales de Europa, sino
deseable, sexual, erótica. Di un paso atrás y la invite con mi brazo derecho a entrar.
- Gracias guapo, me dijo, mientras agarraba su maleta con ambas manos y entraba al edificio. 

“Aún no es tuya”, me dijo cuando intenté ayudarla con la maleta para subir las escaleras. Entró a
mi apartamento con su carga, que parecía pesada, y la dejó al lado de la puerta. - Déjala ahí, más
tarde te la muestro, me dijo, mientras paseaba su mirada por todos los rincones de mi sala. Muy
callada, parecía constatar algo que ya sabía. ¿Qué sería? Yo sabía que ella vivía en La Candela-
ria, así que muy probablemente estaba terminando de hacerse la idea de quién era yo a partir de
cómo tenía organizado mis espacios. ¿Pero qué me iba a importar lo que pensaba esta señora de
mí? Sin embargo, sentí un miedo extraño a su juicio que nunca antes había sentido.
- Está muy lindo el lugar. Lo tienes mejor cuidado que tu abuela.
- ¿Tú si habías venido acá?
- Sí, antes de conocer a Jairo en La Patagonia la Tere me había invitado a quedarme un tiempo
de vacaciones acá en Bogotá, en este apartamento. Me acuerdo que me quedé en el cuarto de
allá al fondo.
- Ese fue mi cuarto hasta que les compré el apartamento a mis padres.
Celia se sentó en mi Eames de cuero negro que estaba justo al lado del ventanal que daba la me-
jor vista de Bogotá desde los cerros. Desde ahí la ciudad sí se veía linda, aunque todos supiéra-
mos que era un efecto de la perspectiva. El sol caía a su hora mágica de la tarde y alrededor de
ella se formaba una gran nube de luz blanca que la hacía parecer etérea. Siguió contando sobre
su estadía en el apartamento hace años, de cómo le había servido como un polo a tierra en esas
épocas tan enloquecidas en las que se pasaba de país en país. Recordaba las fiestas con mis
abuelos, los paseos por el barrio, los restaurantes, las emociones. Yo, atontado y extrañado por su
belleza, sólo pude ofrecerle algo de tomar. Aceptó un whisky. Mientras fui al bar que quedaba a la
izquierda de Celia, saqué dos vasos, serví generosamente de mi Macallan 1946, y le entregué un
vaso a ella y me senté a su lado, Celia continuó con sus historias con mis abuelos y su esposo
muerto. Toda anécdota la remataba con axiomas de vida, pequeñas moralejas del tipo “Cuando
alguien desea algo debe saber que corre riesgos y por eso la vida vale la pena.”, o “Las personas
cambian cuando se dan cuenta del potencial que tienen para cambiar las cosas.”. No podía creer-
lo, ¿además de hermosa era una mujer cultivada y sabia? Ella contaba sus increíbles anécdotas
mirándome fijamente a los ojos, sonriendo ampliamente, un poco pícara. Mi cabeza estaba hecha
un solo rollo. Esta señora que había sido amiga de mi abuela no se atrevería a echarme los pe-
rros. ¿O sí? Yo le sonreía de vuelta, como por pura cortesía, pero bien adentro sabía que le esta-
ba correspondiendo la coquetería. ¿De verdad lo estaba haciendo? Por momentos, en ráfagas,
me traspasaron los pensamientos más impúdicos con esta señora. ¿En serio me estaba excitando
con esta mujer mayor de pelo blanco, huesuda, de mirada penetrante? Debí haber estado horas
así, con la expresión de un total imbécil, la boca un poco abierta, la mirada perdida en ella, hasta
que me dijo.
- ¿Te acuerdas que en la primera carta te conté sobre los muslos de la maleta?
- No, dije, para rescatarme un poco. Aún no podía creer toda esa sarta de mentiras sobre la male-
ta.
- Cuando acaricias un muslo, todas tus fantasías sensuales se cumplen en menos de una sema-
na.
Se quedó callada y me miró fijamente. ¿De verdad me estaba diciendo eso esta señora? ¿De
verdad estaba dispuesto a tirarme como un toro a la mejor amiga de mi abuela? En medio de este
tumulto de pensamientos cruzados, Celia se paró, con calma tomó su vaso de la mesa, me sacó
el mío de la mano, y fue al bar a servir más.
- ¿No quieres poner algo de música?, me dijo mientras servía el segundo vaso.
- Bueno.
Cerró la botella y se quedó viéndome.
- ¿Qué quieres escuchar?
- Lo que tú quieras.
- ¿Tienes cómo poner desde el iPhone?
- Sí, ahí, le dije mientras le apuntaba al cable de mini-plug que descansaba sobre el mueble en-
marcado por mis bebés, los dos parlantes Focal Grande Utopia. Encendí el mixer el control que
estaba sobre la mesa de centro, al lado de mi Marta Minujín original.
Contonéandose me dio el segundo vaso de whisky de la velada en la mano, dejó el suyo en la
mesa de centro, se dio media vuelta suavemente y fue a conectar su iPhone al sistema de músi-
ca.
- Yo también prefiero los cables. Todo lo inalámbrico me da desconfianza.
Sonó “La vida no vale nada” de Pablo Milanés, y yo no podía salir de estupor. ¿En serio tenía tan-
tas ganas de cogerme a eso? ¿Esa anciana mamerta era capaz de despertarme tan malos pen-
samientos? Se sentó a mi lado, rozándome con su pierna y me hizo tomar un trago de mi vaso
mientras ella bebía del suyo.
- No creas que esto es fácil para mí, me dijo, mientras tomaba mi vaso y lo dejaba reposar al
lado del de ella, sobre la mesa. Acercó su cara, y me comenzó a abrazar, mirándome fijamente,
acercando sus labios a los míos. Parecía que el viento del panteón me acariciara los labios, era
el mejor beso que me habían dado en toda mi vida. No lo podía creer. Abrí los ojos una eterni-
dad después de que separó sus labios de los míos y me encontré con su mirada penetrante,
como queriendo adivinar mis pensamientos. Sentí un cosquilleo en el pene y en segundos tuve
una erección, fuerte, poderosa. Como adivinando su arco, ella me sonrió con ternura y con sua-
vidad me tocó por encima del pantalón en el momento en el que la erección llegaba a su cul-
men.
- ¿Quieres que vayamos a tu cuarto?
Hipnotizado me llevó caminando a mi cuarto y me empujó con suavidad sobre mi Monarch Vi-
spring cubierta por sábanas de algodón egipcio de 1500 hilos. La mejor amiga de mi abuela ahora
me sacaba mis Stefano Bemer como la más cara fina de las escorts francesas. Y yo, totalmente
subyugado, no podía hacer más que dejarme hacer.
Debo admitir que hacerle el amor, o dejar que Celia me hiciera el amor, fue una experiencia fan-
tástica. Estar ahí echados en la cama, apenas tapados por las sábanas, y charlando sobre su
vida, la mía, los recuerdos en común, historias de mi abuela y ella, historias con su difunto marido,
fue una experiencia hermosa. La primera vez ella maniobró la situación cabalgándome con des-
treza y suavidad. La segunda vez me le tiré yo encima, como un león a su presa. La tercera vez
tuvimos que hacer una pausa porque a ella le faltaba el aire; me dijo que hace unos meses tenía
que andar con una bala de oxígeno y que por eso quería matarse. Le tocó pedirme que parara de
penetrarla y reaccioné como el mejor de los caballeros; me quité de encima y le pregunté si quería
agua o si podíamos llamar para que le trajeran su oxígeno.
-¿Ves? Por eso es que me quiero morir ya. Ya ni siquiera puedo echarme un polvo sin que me
haga falta el aire, me dijo, haciendo grandes pausas entre palabra y palabra. Yo asentí con la ca-
beza, tímidamente; era la primera vez que una mujer me hablaba de estos temas, ni qué decir del
hecho de que estábamos desnudos y habíamos interrumpido el tercer polvo.
- Pero no te preocupes, más bien tráeme la maleta, me dijo mientras cerraba los ojos y se con-
centraba en su respiración.
Me sorprendió lo pesada que era la maleta, no podía creer cómo una señora tan delicada había
podido cargarla por las escaleras. La acosté sobre el piso de mi cuarto y al abrirla vi que no había
más que una bala de oxígeno. Se la acerqué y ella se lo conectó. Volvió la vida a su rostro.
-¿Quieres seguir?, me preguntó con el oxigeno en su nariz.
Le dimos toda la noche. A pesar de la restricción de la longitud de la cánula, los polvos con bala
de oxígeno fueron superiores a los otros. Alternábamos entre uno y uno, y tratábamos de descan-
sar lo más que se pudiera entre cada revolcón. En algún momento perdí la cuenta y caí dormido.

Me desperté a la mañana y ella ya se había ido. No dejó ni carta ni nada por el estilo. La maleta
ahora era mía, pero todo había sigo un engaño. No había super poderes detrás, todas sus cartas
habían sido una mentira. Lo único real había sido su encanto, su seducción. Nunca pude ser el
mismo.

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