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Mi amigo Yak

Lo encontré sin short, semidesnudo y algo más que orinado. Estaba asustado y, desde la puerta del
único salón escolar del caserío Jericó, me miró receloso, mientras buscaba a su mamá con el temor
dándole vueltas en la blancura de sus grandes ojos. No se atrevía a entrar. Intuía, tal vez, lo que
podría hacerle su madre si ingresaba así, en esa facha, al taller en el que ella participaba y en el
que él también había participado pero que por esos desórdenes de su estómago infantil estaba
afuera, afuera y algo más que orinado. Entonces me acerqué y, para vencer su desconfianza le
entregué una galleta que sigilosamente había hurtado de uno de los tantos paquetes que iba a
repartir Alan, el organizador del taller. Estaba empezando a preguntarle por su nombre cuando
apareció su mamá, una señora trigueña, llenita, de fácil sonrisa que se lo llevó casi a rastras hasta
el final del salón, cerca de un pozo y allí, mientras le recriminaba, lo aseó, lo vistió y luego dejó. El
niño, quien no llegaría a los cuatro años, se sentó en una carpeta vieja, desvencijada que estaba
tan abandonada y triste como él. Y se puso a mirar sin mirar a la nada. Entonces me acerqué, había
hurtado otra galleta del bueno de Alan y se lo ofrecí. “Yak” me dijo su nombre recordando que
hace unos minutos se lo había preguntado. Y agregó, mirándome de frente: “Me hice kakú”, lo dijo
como si dijera algo divertido, con la sinceridad e inocencia con la que los amigos, los grandes,
inseparables e inolvidables amigos, se confiesan este tipo de hechos, sin un ápice de vergüenza.

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