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Artículo
Aimé Bonpland
El yerbatero platanizado que murió dos veces
Por Guillermo Angulo
Existe una idea según la cual los naturalistas de antaño, lejos de tener una vida apacible, dedicada a la
contemplación y a la ciencia, se embarcaban en hazañas de la más sorprendente naturaleza. Con
episodios de secuestro, cárcel, desamores y progenie, el paso de este célebre francés por la América del
siglo XIX confirma la teoría.

Bonpland en su vejez
 
“Después de la muerte del orgulloso Bolívar”, según palabras del Supremo, ya no soporta que sus propios
compatriotas quieran tanto a Bonpland y decide –luego de nueve años, un mes y once días– expulsar al
que él llamaba despectivamente “el franchute”, dándole apenas cinco días paraliquidar sus bienes e irse;
le prohíbe terminantemente regresar a Paraguay y, además, le impide llevarse a su nueva mujer y a sus
dos hijos, porque son paraguayos. Definitivamente platanizado, don Amado sigue viviendo en cercanías
del lugar de su prisión dorada, apenas al otro lado del fronterizo río Paraná, desde donde mira con
nostalgia en las tardes la que fuera su tierra, tratando de distinguir desde lejos a sus seres queridos. Y
cuentan que antes de abandonar Paraguay le dice con nostalgia a unamigo: “Me trajeron a la fuerza. A la
fuerza me voy”.
Por un tiempo se va a vivir a Brasil, donde le habían dado una finca a cambio de parte de sus bienes en

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Paraguay; luego pasa al Uruguay y de nuevo regresa a Misiones. Más tarde se radica en Santa Ana (Paso
de los Libres), y puede comprar tierras y ganado gracias a que, de un golpe, recibe 17 años de pensiones
atrasadas que su país le adeudaba.
Bonpland sigue incansablemente recolectando y clasificando plantas. En uno de sus viajes descubre la
que hoy se llama Victoria cruziana, hermana de la amazonica pero más resistente al frío, a la que los
indios llaman maíz de agua, y que él pensó bautizar como Nenufar lotus. Aunque en un principio iba al
atardecer a mirar hacia el otro lado del río Paraná con la esperanza de ver a María y a sus hijos, no tarda
en encontrar otra mujer, Victoriana Cristaldo, con quien tiene dos hijos, uno naturalmente llamado
Amadito y la otra, Carmen, que lo acompañaría hasta su muerte.
Muerte en la que empieza a pensar recurrentemente. Piensa que, cuando muera, de Francia reclamarán
su cadáver, al cual, al llegar a París, se le rendirán los honores especiales que en vida miraba con
desprecio A un amigo médico le va transmitiendo precisas instrucciones sobre cómo se le debe
embalsamar. Hay que sacar corazón, pulmones, hígado, riñones; en suma, todos los entresijos que se
pudren rápidamente; inyectar mucho formol y luego llenar el cuerpo vacío con paja previamente
desinfectada. También le enseña el uso de una serie de plantas para que con ellas le haga un sahumerio
al cadáver, después de haberlo expuesto al sol durante tres días, para su mejor secado y conservación.
Bonpland ya no tiene la fortaleza de antes. Si a los 60 años sólo demostraba 40, ahora, a los 85, los
representa y le pesan. Un día, mientras va a caballo, se siente cansado. Detiene la cabalgadura y, más que
bajarse de ella, se cae, boca arriba, mirando las ramas de uno de sus árboles preferidos, el jacarandá, que
deja filtrar los rayos del sol a través de sus muchas flores moradas y empieza a ver, con el fuera de foco de
la muerte, cómo sus ramas se llenan de una enorme cantidad de orquídeas y bromelias que empiezan a
aparecer y florecer, todas al mismo tiempo. Y se va quedando dulcemente dormido, con los ojos
entrecerrados, recitando en latín, con voz decreciente, cada uno de los nombres científicos de todas
aquellas fantasmagóricas especies, con una plácida sonrisa en los labios lívidos que poco a poco se van
inmovilizando y cerrando para siempre. Así, tendido en la hierba, ya muerto, lo encuentra más tarde su
hija Carmen. Lo abraza y lo llora en silencio.
El médico amigo sigue al pie de la letra las instrucciones de su colega muerto. Y al acabar su trabajo lo
mira con admiración y piensa, con impúdica modestia, que ha terminado una obra maestra. Bonpland se
ve inmóvil pero impresionantemente vivo. Recuerda, entonces, una lectura de juventud, según la cual
Michelangelo, luego de terminar su escultura de Moisés, le arroja con fuerza cincel y martillo mientras le
increpa con rabia: “¿Por qué no hablas?”.
Coloca el cadáver de Bonpland, sentado en una silla en la puerta de su casa, a pleno sol. Ya casi al
atardecer el cura, su amigo a pesar de saber que Bonpland era un descreído impenitente, lo lleva en
guando con el sacristán hasta la iglesia y lo ponen adentro, cerca de la entrada. Dejan las puertas
abiertas, para que se airee, y le hacen sahumerios con varias plantas que el mismo botánico había
recomendado.
Ya al atardecer un gaucho borracho pasa frente a la iglesia, mira hacia el interior y ve en la penumbra a
suamigo Bonpland. Como le cae bien, decide entrar, con todo y caballo, a saludarlo. El eco repite y
multiplica escandalosamente el ruido de las herraduras al chocar contra los ladrillos del piso de la iglesia,
pero don Aimé no se inmuta. El campesino suelta las riendas del caballo y, mientras conla derecha le
ofrece amistosamente la botella de cachaça, con la izquierda se quita respetuosamente el sombrero:
–Buenas noches, Karaí Arandú.
Don Amado ni se mueve ni lo mira. Se queda quieto como si estuviera –y estaba– embalsamado. Pero el
trabajo ha quedado tan bien hecho que “estaba que hablaba”. El gaucho insiste, y subiendo el tono de
voz, repite el saludo:
–Don Amado, muy buenas noches.
El gaucho sigue insistiendo en que el francés le conteste el saludo, levantando cada vez más la voz en
previsión de una comprensible sordera senil y, después de probar tres o cuatro veces más, decide que el
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francés, como todos los blancos, lo está despreciando por ser nativo. Saca su larga faca tipo machete y le
asesta cuchillada tras cuchillada con toda la fuerza de la rabia. Pero Bonpland ni emite un sonido ni se
inmuta. Permanece impávido y, en lugar de sangre, de su cuerpo empieza a brotar paja al ritmo de las
cuchilladas. El gaucho, mirando con asombro el fenómeno antinatural, suelta el arma, lanza un grito de
horror, espolea el caballo y, golpeándolo furiosamente con el rebenque, se aleja mientras da gritos. Se
pierde en la selva y nunca más se volvería a saber de él.
El cuerpo de Bonpland queda tan maltrecho que no hay posibilidad de volverlo a embalsamar. Lo
entierran como estaba (un notario hubiera dicho “como cuerpo cierto”) en el cementerio de Paso de los
Libres, y a su funeral laico apenas si asisten su hija Carmen, el cura y unos pocos amigos.
Desde ese día (14 de mayo de 1858) han pasado 150 años, y el gobierno francés ni siquiera ha preguntado
dónde están sus restos.

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