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Teodoro Cytajaca-Axentowicz,
Mujer leyendo
No se equivoca Germán Gullón cuando, en su obra Una venus mutilada. La crítica literaria
en la España actual, advierte cómo en la interpretación de los hechos literarios siempre ha
dominado la polarización o focalización en torno a un material literario particular, y cómo
del encumbramiento de la figura del autor, endiosado y celebrado, que reducía el papel del
lector a un mero consumidor, hemos pasado, por reacción masiva, a hacer lo mismo con la
idea y concepto de lector, quien pasó de ser un “paria” a ser la nueva divinidad de la
interpretación literaria:
Sin embargo, desde fines del pasado siglo XX, la figura del lector, quien interpreta para sí,
ha sido reemplazada a todos los efectos, salvo los relativos al mero consumo mercantil, por
la figura, mucho más poderosa y efectiva, del crítico o transductor, quien interpreta para
los demás. Pero de esta figura, del intérprete como transductor, me ocuparé
inmediatamente después de referirme al lector, desde el momento en que aquel presupone
siempre la presencia de este último. El lector constituye el campo de operaciones del
transductor.
En su pensamiento literario, Hans-Robert Jauss expone una idea por completo psicologista
del lector de obras literarias, explicitada fenomenológicamente, esto es, en M2, en la
experiencia estética de la recepción, propia de todo ser humano, dotado de unas mínimas
competencias, y un concepto formalista, estructuralista y teoreticista de “lector ideal”,
objetivado en la figura de un “lector trascendental”, al que su teoría literaria concibe como
una propiedad y una exigencia inmanentes del texto literario.
…en la concepción del Ego trascendental como un Ego incorpóreo o, al menos, tal que
puede «poner entre paréntesis» a la misma corporeidad subjetiva (Ideas,§54). A partir de
semejante Idea del Ego trascendental, no será posible pensar los procesos
de constitución más que como procesos operatorios «mentales», como operaciones
similares a aquéllas que los aristotélicos atribuían al entendimiento agente, o los kantianos
a la subjetividad pura, es decir, como operaciones de un sujeto meta-físico. Ahora bien, las
operaciones del sujeto gnoseológico, tal como las entiende la teoría del cierre categorial, son
operaciones corpóreas, eminentemente «manuales», operaciones
«quirúrgicas», manipulaciones, en su sentido literal y no metafórico […]. La «puesta entre
paréntesis» del sujeto corpóreo pretendida por la «reducción fenomenológica» podría
acaso dejar intactos todos los componentes materiales de este sujeto, menos uno: la
practicidad efectiva de las operaciones manuales. Pero el sentido de una operación es su
propio ejercicio y una «puesta entre paréntesis» de este ejercicio (de esta praxis) corroe su
misma significación (Bueno, 1984: 12-13).
Una teoría que aumenta los entes sin necesidad, es decir, sin contrapartida empírica, sin
correlatos referenciales efectivamente existentes, no es que sea falsa, es que simplemente
no es teoría de nada. Es retórica. Es un discurso formalista que evita encontrarse con la
realidad y para ello multiplica idealmente los entes sin necesidad alguna. Entia non sunt
multiplicanda praeter necessitatem. Una teoría que no se basa en referentes materiales es
lo mismo que una falsa partitura musical: la escritura de los signos musicales no se
corresponde con ninguna realidad instrumental que haga factible su interpretación. Acaso
un “músico ideal”, o un “músico implícito”, podría ejecutar la escritura musical plasmada
en un pentagrama de esta naturaleza, pero también un “geómetra ideal”, y sin duda
también “modélico”, podría trazar una circunferencia cuyo radio es infinito. Es lo mismo
que si un médico diseñara un recetario impracticable, repleto de medicinas inexistentes o
imposibles. De hecho, el lector de Jauss, que ha servido de referencia a todos los prototipos
de lectores planteados por las poéticas de la recepción, es una suerte de comensal
imposible, porque, como lector, es de un idealismo tan absoluto que no tiene ninguna
posibilidad de existencia, corporeidad y operatoriedad. El lector de Jauss es una ficción
pura.
Por todas estas razones el Materialismo Filosófico delimita conceptualmente la figura del
lector literario en los términos reales de un ser humano o sujeto operatorio que, corpóreo y
efectivamente existente, interpreta para sí mismo ―no para los demás― las Ideas
objetivadas formalmente en los materiales literarios. Cuando interpreta para los demás el
lector se convierte en un transductor. Pero para interpretar para los demás, como se
explicará en su momento, hay que disponer de determinados medios, instrumentos,
autorizaciones, recursos, poderes institucionales y políticos... El concepto de lector que
sostiene el Materialismo Filosófico como Teoría de la Literatura exige además la existencia
de un espacio estético, realidad al margen de la cual no cabe hablar de obra de arte ni de
posibilidad alguna de interpretación (Maestro, 2007b). Porque si el lector no interpreta
Ideas, objetivadas formalmente en los materiales literarios, entonces no actuará como
lector de literatura, sino como un simple registrador de experiencias, sensaciones,
ilusiones, sensorialidades, inquietudes, imaginaciones arbitrarias, impulsos, estímulos,
figuraciones libérrimas, “cosas” en general, podríamos decir, que emanan o brotan, según el
día, la temperatura o la lista de la compra, de su relación, por completo fenomenológica,
psicológica, e incluso meramente animal o etológica, con la literatura, desde el momento en
que renuncia a usar la razón para abordar la interpretación de Ideas, interpretación que
exigirá una formación, una educación, sin duda científica, crítica y dialéctica, es decir,
una paideía.
El lector al que se refiere Jauss en su pensamiento literario es un lector muy poco exigente.
Es, en su virtualidad, un receptor o registrador de experiencias estéticas, pero no
necesariamente de Ideas críticas. Esta exigencia no está en la Rezeptionsästhetik construida
por Hans Robert Jauss. ¿Por qué? Porque Jauss reduce la interpretación a la lectura, y la
lectura a la recepción, y la recepción a una experiencia fenomenológica, esto es, a lo que
Iser (1976) denominará “el acto de leer”, y que debería haber estudiado como es debido, es
decir, como el acto de interpretar ideas objetivadas formalmente en los materiales
literarios. De este modo, maestro y discípulo habrían superado los límites del idealismo
fenomenológico en que incurrieron de forma tan constante como definitiva, y que les
impidió distinguir de un modo efectivo y gnoseológico la diferencia operatoria entre lector,
quien interpreta para sí, y transductor o intérprete, quien interpreta para los demás. El
lector de Jauss y de Iser es un lector que ni siquiera interpreta para sí, desde el momento en
que actúa como un simple fenomenólogo, o registrador de experiencias estéticas. En su
mente virtual los fenómenos persisten como fenómenos, sin llegar a convertirse en
conceptos, de modo que la experiencia literaria se mantiene en un umbral profundamente
psicologista y sociologista (M2), que no alcanza, ni siquiera lo pretende, formulaciones
conceptuales o lógicas dadas en un tercer género de materialidad científica (M3). Frente al
lector de Jauss y de Iser, el intérprete es un lector con criterios, y con poder y autoridad
para hacerlos valer contra otros intérpretes. Interpretar es interpretar contra alguien
(Bueno, 1992; Ongay, 2012). La interpretación es siempre dialéctica, o en caso contrario
solo será una rapsodia descriptiva o una mera doxografía. Por otro lado, la lectura que no se
convierte en interpretación, es decir, que no se hace pública, frente a otras interpretaciones,
y en relación de analogía, paralelismo o dialéctica, no deja de ser un autologismo, esto es, la
propuesta solipsista que alguien se hace para sí mismo. A su vez, la interpretación o
transducción, por su naturaleza, es siempre dialógica y dialéctica, porque se enfrenta a
otras interpretaciones y porque siempre nace en oposición a una proposición que trata de
discutirse o negarse, la cual ostenta un carácter normativo, es decir, legible, transmisible y
transformable, conforme a un sistema de normas, desde el momento en que no se puede
articular una interpretación a partir de un conjunto nulo de premisas o conceptos.