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Antología del cuento maravilloso

Pero él sabía soñar de Marina Colasanti

Era un ogro parecido a todos los ogros. Pero, diferente a todos los ogros, sólo se
alimentaba de sueños. Nada más le apetecía. Llegaba a devorar cinco, seis sueños en
cada comida. Y más habría devorado si los tuviera.

No se plantan sueños en los huertos, no crecen en el bosque, no cuelgan de los


árboles. Sueños ocurren a millares, de noche y de día, en todo el mundo. Pero para
comerlos, es necesario cazarlos.

Y entre tantos posibles lugares de caza, el preferido del ogro era una pequeña aldea de
pescadores, a la orilla de un río. Quizá porque fueran dormilones, quizá porque el
murmullo del agua llenara sus sueños de bellas imágenes, lo cierto es que no pasaba
una noche sin que el ogro acudiera a la aldea a darse un banquete.

Al principio, sus visitas pasaron desapercibidas. Un sueño que desaparecía en mitad de


la noche era olvidado antes del amanecer. Y si por acaso el soñador despertaba con
una especie de nostalgia, una sensación de ausencia, buscaba la razón en cosas más
palpables. No obstante, a medida que las desapariciones se hacían más y más
frecuentes, una gran desconfianza surgió en la aldea, los soñadores compararon entre
sí sus noches defraudadas, se invitó a los deudos a vigilar junto a la cabecera de los
lechos, y la verdad se tornó evidente.

A partir de la certeza, hondas ojeras empezaron a marcarse bajo los ojos de los
aldeanos. Quien siempre había soñado, ya no quería hacerlo. Jóvenes y viejos se
rehusaron a entregar tan delicado tesoro a un hambre ajena. Y para no soñar, el único
medio seguro era no dormir, o dormir tan brevemente que ningún sueño tuviera
tiempo de concretarse.

Exhaustos, los aldeanos cabeceaban en mitad de sus labores. Algunos se adormilaron


durante la pesca y cayeron al río. Otros resbalaron de los árboles, por ceder al sueño
mientras recogían frutas. Y uno se durmió tan profundamente, de pie en la espesura
de la floresta, que cuando el tigre lo devoró soñaba tal vez que era su propio sueño,
devorado por el ogro.

Así estaban las cosas, cuando un joven decidió que así no podían seguir. Y se dispuso a
matar al ogro.
Era menudo, frágil. Pero tenía el arma más apropiada: era un gran soñador. Para
usarla, extendió una sábana sobre su cama de tiras de cuero, ahormó1 la almohada.
Después, sin esperar la noche, se acostó. Se durmió inmediatamente. E
inmediatamente, comenzó a soñar.

Soñó que iba hasta el sembrado de bambúes2 a la orilla del río, que arrancaba con
cuidado un retoño de la tierra húmeda y con cuidado aún mayor lo replantaba en un
suelo rico y fértil.

Ya el retoño comenzaba a crecer, cuando vino el ogro y engulló planta y sueño.

Otro tal vez se hubiera desanimado. El joven no. A la noche siguiente extendió de
nuevo la sábana, de nuevo se tendió en el lecho y se durmió. Esta vez no tenía
almohada. Soñó que iba hasta el bosquecillo de bambúes junto al río, que con cuidado
arrancaba un retoño de la tierra húmeda, y con cuidado aún mayor lo replantaba en un
suelo rico y fértil. Pero antes de que las raíces se afianzaran en la tierra del sueño, y de
que el ogro las codiciara, hizo un esfuerzo y despertó.

Se sorprendían en la aldea ante sus arrestos. Y él, sereno, seguía haciendo su vida de
siempre.

A la noche siguiente, tendido en la cama, soñó que llenaba un cántaro en el río, y que
regaba con él un retoño de bambú plantado en suelo propicio. No esperó más. El ogro
no había siquiera adivinado su sueño cuando ya él despertaba.

Esta vez estuvo dos días sin dormir. Pero cuando volvió al sueño el retoño había
crecido un poco más, y nuevos brotes le surgían a los lados. Pronto sería un soto3 de
bambúes. Pero antes de que lo fuera, mucho antes, abrió los ojos y se apartó del
sueño.

No siempre el joven se acostaba a dormir. Y en ocasiones se acostaba varias veces en


el mismo día. Siempre despertaba rápido, respetaba sin embargo el tiempo de los
sueños, que no es el mismo que miden los relojes. Y en el tiempo de su sueño, hecho
de tantos pequeños tiempos, el soto creció y creció. Y la noche en que lo oyó susurrar,
fresco como el agua del río, soñó que escogía el más recto y fuerte de los bambúes, y
lo cortaba.

Despertó sin traer el machete y dejando el bambú cortado en el suelo de su sueño.


Dejó que el día corriera. Al atardecer se bañó despaciosamente, peinó sus cabellos con
lociones perfumadas, tendió una sábana blanca sobre la cama, y se acostó a soñar.

1Ajustar algo a su molde o lugar original.


2Planta de la cual se utilizan sus cañas. Las cañas, aunque ligeras, son muy resistentes, y se emplean en la
construcción de casas y en la fabricación de muebles, armas, instrumentos, vasijas y otros objetos.
3Lugar lleno de árboles y arbustos.
Soñó que recogía del suelo el bambú fuerte y recto, y que afilaba con el machete un
extremo del tronco, haciendo de él una punta aguda. Después soñó que salía al campo
abierto, que clavaba en la tierra la extremidad roma4 de aquella lanza, sosteniéndola
con las dos manos, y que esperaba.

Escuchó, lejanos, los pasos del ogro. Poco a poco se acercaron, resonantes, haciendo
temblar el suelo. El hálito5 del ogro tornó caliente el aire. Pero el joven no soltó la
lanza. Ni abandonó su sueño. Y la enorme boca del ogro se abrió sobre el sueño del
joven. Y engulló el sueño, y engulló al joven, y engulló la lanza que con su punta de
bambú rasgó la garganta del ogro. Y lo mató.

Sobre su cama blanca, el joven abrió los ojos, sonrió. Después extendió el brazo, tomó
la almohada y, en medio de la alegría de la aldea, volvió a dormirse, para soñar lo que
a bien tuviera.

Glosario:

*defraudar: decepcionar, frustrar.

*lecho: cama

*evidente: claro, incuestionable

*floresta: conjunto de árboles

*engullir: comer, tragar

“El gato de arena” de Emma Wolf

Hay un gato que es tan verdadero como los demás e igual a ellos en todo —es decir,
zarpas, dientes, bigotes, rabo, la manera de andar, lamerse y desperezarse—, la única
diferencia es la sustancia con que está hecho. Rara, tratándose de un gato.

Se lo puede ver solamente en el lugar donde nace: la orilla del mar.

Al gato lo hacen las personas, los chicos por lo general, mientras construyen castillos en la
playa. Lo hacen sin proponérselo. Ellos cavan, apilan, humedecen, amasan y moldean la
materia espesa de la arena, siempre pensando en sus castillos, hasta que sin darse cuenta le

4 Sin punta.
5 Aliento.
han dado forma a las distintas partes que componen el gato. No lo notan todavía, pero el gato
ya existe.

Cuando se cansaron de jugar y abandonaron las construcciones, algo que siempre ocurre al
atardecer, el gato sale. Entonces se lo puede ver caminando por el borde del agua. Como ya
tiene el color claro de la arena seca, se recorta bastante bien sobre el fondo más oscuro donde
el mar moja.

Va y viene, sedoso, de una punta a otra de la playa, entre el espigón y las rocas, con la calma
natural de los gatos.

Sería un error decir que se mimetiza con la arena. Él es arena, inorgánico y mineral. La gente lo
ve andar, se mira entre sí, sonríe y se encoge de hombros. Es que no hay nada que hacer con el
gato. Tranquilamente podrían acercarse y acariciarlo, pasarle la mano por el lomo desde la
nuca a la cola —la cola que detiene la mano— y sentir los granitos de gato entre los dedos,
pero por alguna razón no lo hacen. Lo dejan. Que vaya y venga a su gusto. No hay nada
inquietante en el gato, ni siquiera para los chicos, que muchas veces ignoran que ellos mismos
lo construyeron.

Nunca intenta atrapar gaviotas porque las gaviotas se defienden a picotazos y él es frágil. Si
pudiera atraparlas se las comería. Otros pájaros no hay en la playa. A veces mordisquea
cabezas de pescados siempre que estén lo bastante lejos del agua como para no correr el
riesgo de mojarse. Evita el agua por la misma razón que todos los gatos: la detesta. Pero
además porque un revolcón en una ola sería fatal para él.

Mientras camina, pierde arena. De una manera tan imperceptible que es como si no ocurriera,
pero ocurre. El viento cepilla el contorno del gato. Las partículas se van desprendiendo del
pequeño edificio que es su cuerpo. ¿Cuándo empieza a notarse? Nunca. Eso es lo
extraordinario. Sucede, pero nadie nota cuándo empieza a suceder, tampoco en qué momento
está sucediendo. De pronto, el que lo mira descubre, entre un parpadeo y otro, que sus formas
están más suavizadas, y nada más.

Cuando el sol se apoya sobre el hilo del horizonte, el gato y la arena se tiñen de anaranjado.
Entonces aparece la rata.

Dícese de la rata: estúpido animal de color gris, vive en el roquedal que limita la playa, se
alimenta con los restos de comida que los bañistas tiran entre las piedras.

El gato se lanza a perseguir a la rata. La rata escapa. La gente los mira hacer. Hacen de gato y
de rata respectivamente. Uno corre a la otra. Los dos corren como dementes por la playa,
zigzaguean entre las sombrillas. En la carrera salpican arena. No es molestia.

Por fin la rata encuentra refugio entre las piedras. Se cuela por un agujero estrecho,
inaccesible para el gato. El gato se echa frente a la entrada. Monta guardia.

La carrera lo erosionó severamente. Las patas son más cortas, el perfil del morro más vago, el
vértice agudo de las orejas desapareció, ahora son casi redondas como de ratón. Es un gato
menguado, alisado por la breve intemperie que le tocó vivir.
Mientras acecha, adopta el perfil desvaído de los felinos de piedra que vigilan las puertas de
los templos antiguos. El viento se ocupará de limarlo todavía más. En pocos minutos podrá
atravesar el agujero pero no lo hará porque también su fuerza habrá disminuido. Y junto con
su fuerza, su convicción: ya no está tan seguro de querer atrapar a la rata. El estado de alerta
declina hacia la somnolencia. A esta altura tiene el alma de un gato perezoso: deja las cosas
para después, cuando todo le resulte más difícil.

El gato va siendo un suceso cada vez más insignificante en el suelo de la playa. Las orejas se
transformaron en dos minúsculas colinas roídas, el lomo se desmoronó en parte, el hocico se
hizo migas, la cola es un pliegue incidental en el movimiento constante de la arena.

Aun así, la rata no saldrá de la cueva.

Su terror por el gato, por lo que queda del gato, no disminuyó, está intacto. No puede saber si
eso que está a la entrada de la cueva es un frunce del terreno o todavía es parte de su
enemigo. No está segura de que esa arruga en la corteza de la playa no sea, todavía, capaz de
comérsela.

Glosario

Desvaído: impreciso, desdibujado.

Imperceptible: que no se puede escuchar o ver


Inaccesible: que no se puede acceder
Incidental: de poca importancia

Mimetiza: adoptar la forma de otros seres u objetos

Morro: hocico

Roídas: gastadas

Roquedal: terreno lleno de rocas


Zarpas: manos con fuertes uñas

“El carretel de hilo” de Ema Wolf

En el pueblo de Faro hay cosas que cambian y todo hace pensar que seguirán cambiando,
como siempre, igual que hace dos mil años, cuando el pueblo nació.

Ocurre que allí ciertos objetos no permanecen siempre bajo la misma forma. Se vuelven
otros, completamente otros. Algunos, incluso, nunca han podido ser pintados ni esculpidos
porque mucho antes de que el artista terminara el trabajo habían dejado de ser lo que eran.

Los cambios no son imprevisibles, son regulares, no tendrán causa ni lógica pero tienen una
especie de normalidad. La gente de Faro está acostumbrada a ellos: en Faro las cosas que
cambian son siempre las mismas y su manera de cambiar no cambia nunca. No obstante, sería
imprudente* ignorar esas transformaciones.
Por ese motivo las madres suelen estar muy alertas a los movimientos de sus hijos. Ellos son
jóvenes, están expuestos, desconocen las vueltas y trastornos de los elementos, se confían. De
no estar las madres vigilando, muchas veces se chocarían con inconvenientes serios debido a
cosas que en un instante dejan de ser lo que son. No, ellas no se confían, son cuidadosas. Eso
es algo que no cambia nunca: el celo* de las madres. Aunque estén ocupadas en los trabajos
de la casa, en varios trabajos a la vez, hay que ver la paciencia con que atienden las cuestiones
de sus hijos, hasta qué punto son capaces de adelantarse a los percances*.

En el pueblo todas las casas tienen un patio trasero de paredes encaladas* donde la gente
pasa la mayor parte del día durante todo el día. El invierno no modifica la rutina de los días. El
sol calienta siempre, con el mismo parejo entusiasmo, a las personas, las gallinas, las estrechas
calles de losas, los macizos de albahaca, los geranios, los pinos negros que bajan al mar.

Nina y su madre están sentadas en su patio. La madre cose. Repasa un vestido liviano que va
a usar el sábado en la fiesta.

A Nina le atrae la caja de costura. Curiosea los hilos, las tijeras, el erizo del alfiletero, los
botones esmaltados, el lío de cordones, cintas y broches que anida en la caja. Se entretiene
con eso. Alinea los carreteles* sobre la falda combinando a gusto los colores. El rojo es el
príncipe de los hilos, según su opinión.

Cuando la madre la ve jugando con el carretel rojo le dice algo acerca de un abrigo. Nina no
le presta atención.

El carretel resbala del hueco de la falda y cae al suelo, rueda y tropieza con los desniveles del
cemento, indeciso sobre qué camino tomar, salta, gira, vuelve a saltar. Nina corre para
agarrarlo pero el carretel se le escapa. Brincan los dos. El carretel es caprichoso, se escurre por
debajo de la puerta que lleva a la calle y trota por los adoquines. Nina lo persigue. Cuando está
a punto de atraparlo, el carretel se convierte en burrito.

El burrito corre a la misma velocidad que cuando era un carretel. Enfila por el camino que
rodea a la viña y esquiva unos perros que duermen. Nina quiere montarlo. Lo persigue.
Galopan los dos, el burrito adelante. Cuando Nina, por fin, va a salta sobre el lomo, el burrito
se convierte en montaña.

Ahora Nina está en la cima de una montaña, sentada sobre una piedra pelada, la más alta, a
caballo de la piedra. Encima de su cabeza está el cielo, puede tocarlo con la mano, en algún
lugar de por ahí almuerzan los dioses, le llega el ruido de los cubiertos. Sobre la falda de la
montaña está el bosque de castaños donde Zeus acostumbra correr en calzoncillos detrás de
las ninfas. La montaña no se parece en absoluto al burrito, como tampoco el burrito se parecía
al carretel. Nina siente la soledad en los oídos, el silencio en el viento que silba.

Las nubes le esconden buena parte del paisaje, pero alcanza a ver una mancha mínima, allá
abajo, lejos, que no ha de ser sino el pueblo donde está la casa donde está el patio donde su
madre cose.

Bajar le llevará tiempo, no puede calcular cuánto porque los caminos de montaña son
complicados y están llenos de obstáculos.
En la montaña hace frío. Hará más frío a medida que se acerque la noche, por eso piensa que
lo mejor es emprender la vuelta enseguida. Tirita. Se le erizan* los pelos de los brazos. No
estaba preparada para andar en las alturas. Ahora se acuerda de los que dijo su madre.

- Si vas a jugar con el carretel rojo, mejor que busques un abrigo.

El sueño del león de Ema Wolf

El león está enredado en una de las pesadillas de las más desagradables. Sueña que
persigue a una gacela y que tiene las patas de algodón.

Quiere correr y la carrera es angustiosamente lenta, grotesca, una escena demorada


por un camarógrafo perverso. Lo traban espinas invisibles, lianas, ramas, raíces que
sobresalen, telarañas imaginarias. Hasta el espesor del aire es un obstáculo para su avance. Los
movimientos terminan en nada, el salto es una pretensión ridícula, las zancadas no logran
afirmarse en el suelo por culpa de las patas a punto de deshilacharse, con zarpas* como
almohadillas de costurera.

Sufre. Está siempre en el mismo lugar, pero su presa también, por eso debe seguir
persiguiéndola. Quiere rugir y no le sale. Horrorizado, siente la mandíbula laxa* y los dientes
blandos. Un estornudo le vuela la encía. Suponiendo que lograra alcanzar a la gacela, el
mordisco no sería más eficaz que una lamida de gato.

Se despierta sudando y con taquicardia.

Es el sueño de un león viejo.

Durante la vigilia lo persiguen el mal aliento y el dolor de muelas. Cada temporada de


lluvias reniega a causa de la gota*. La vista tampoco es la de antes. No tiene edad para andar
corriendo detrás de las gacelas sino para conformarse con roedores o alimañas chicas, o
insectos. En su dieta no entra más la comida trabajosa, no la digiere. Además, a él,
particularmente, nunca le gustaron las gacelas, el sabor es dulzón, la gente siempre las imagina
jóvenes y tiernas, pero las que se dejan atrapar por los leones son de carne correosa*.

El león tiene un humor de perros. Salió de la pesadilla, pero lo que sigue no lo divierte
en absoluto. Sabe bien qué significa ese sueño: se ha vuelto parte de un presagio, lo
involucraron en una señal del cielo. Le guste o no deberá atrapar realmente a una gacela.

Años atrás, en un sueño igual a ese – tuvo muchos iguales – su actuación habría sido
mucho más lúcida*: un león vigoroso en la plenitud de sus fuerzas saltando elásticamente
sobre los garrones de un animalito aterrado. Ahora es la alucinación enclenque de un anciano,
pero el sentido del sueño es el mismo, la orden que lleva impresa también.
Es un papel que le toca representar en un drama que no le interesa, una forma de
protagonismo obligado que siempre le pareció injusta. Sin embargo, no está en su poder
modificar lo que ha sido así desde el principio. Obedecer los caprichos de tontos augures* para
con tontos clientes que creen en sus predicciones. Y no hay mejores clientes que los generales
en armas.

Se pregunta quién será el que acampa en la base de la colina. No lo conoce ni le


importa. Le gustaría toserle en la oreja por sorpresa para ver qué cara pone el valiente.

No hace mucho, mientras merodeaba por el estanque, descubrió el resplandor de las


hogueras y los manchones blancos de las tiendas, el viento le acercó el olor a orines de caballo,
el sonido nervioso de las armas, los ladridos de mando. Se entrenan continuamente, izaron
banderas, nadie descansa, clavaron centinelas en cada elevación del terreno. Están ahí
esperando algo, siempre lo mismo, sorprender o ser sorprendidos. El león no se arrimó al
campamento por prudencia, no les vio las caras, pero puede imaginar perfectamente una
escena:

General: - La batalla está próxima, augur ¿Qué ves para mí? ¿Victoria o derrota?

El fulano trepa a la cima de la colina, traza un círculo en el suelo con una piedra y se
sienta dentro del círculo de cara al sur. Observa el cielo. Después baja, con optimismo
evidente:

Augur: - El cielo habló. Verás a un león atrapando una gacela. Eso significa que la victoria es
tuya.

¡Pestes! El león no tolera que esos tipos sean tan obvios y repetitivos y faltos de
imaginación. Por supuesto, debe ser que no quieren correr riesgos. Viven involucrando a los
animales en sus pronósticos. Cuando no es un lobo que atrapa a un cordero, es un gavilán que
ataca a una paloma, un toro que embiste, un lince que acecha, un halcón que vuela en círculos.
Son selectivos: nunca un conejo o una marmota, se ve que algunos animales no tienen nivel
suficiente para participar en pronósticos. Son selectivos de alcahuetes nomás, para halagar la
vanidad de los clientes, porque los animales los representan.

-¿Ves aquella águila real enredada en un lazo? Detente, tu enemigo te hará prisionero: el
águila eres tú. -Si un pez dorado consigue saltar fuera del río, escaparás al cerco
tendido, bla, bla, bla…

Lo más grave es que les creen y, aunque no les crean, les hacen caso, por las dudas.
Encima tienen que mantenerlos, y bien caros les cuestan.

El león no quiere imaginar qué pensarán los dioses de sus intérpretes. Algún día tendrán
que rendir cuenta de sus embustes*, confía en la justicia divina. No descarta que haya habido
algunos serios, pero conoce tantas historias…

Recuerda lo que le pasó al gran Alejandro de Macedonia, que venía cruzando el mundo y
ensartando una victoria tras otra, cuando llegó a la orilla del río Hifasis:
-Si escuchas a un chacal de lomo negro aullando en medio de la noche, conquistarás también
la tierra que ahora se extiende delante de tus ojos, -le dijo Aristandro, su augur, un ignorante
presuntuoso que lo acompañaba desde el comienzo de la expedición.

Se había cansado Alejandro de esperar. Esa señal podía funcionar en Egipto, pero entonces
estaban en la India, donde no había chacales de lomo negro. Debe haber sido por eso que
Alejandro se volvió a Macedonia.

Al león no le queda más que resignarse. Justo a él le cae este regalo del cielo. Fatalidad y
casualidad sumadas. No hay ningún otro león cerca.

Se levanta la fiera.

Estira los ligamentos de las patas y acomoda las vértebras de la nuca, que hacen ruido de
nueces al partirse. Va a trotar un poco antes de emprender la cacería, no quiere hacer mala
figura, tiene amor propio.

De cualquier modo, nada de lo que ocurra va a ser tan penoso como su pesadilla. Ojalá
tenga suerte y le toque una gacela reumática. Está claro que no tiene obligación de comérsela
si no le gusta, solamente de atraparla.

En fin, hará su parte para que ese tipo termine de una vez con su batalla y se mande a
mudar ¿Quién será tu contrincante? Otro general parecido ¿No le habrá dicho su augur
exactamente lo mismo? Al león le da igual, con tal de que se vayan.

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