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DEL SUICIDIO

David Hume E Immanuel Kant

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DEL SUICIDIO

David Hume. En Ensayos morales, políticos y literarios. Trotta. Madrid. 2011. pp 493-502

Una considerable ventaja que se deriva de la filosofía consiste en el soberano antídoto que
proporciona contra la superstición y la falsa religión. Todos los demás remedios contra ese
pestilente mal resultan vanos o, por lo menos, de dudosa eficacia. Son, a este respecto,
ineficaces el sencillo buen sentido y la práctica que se adquiere en el mundo, que por sí
solos sirven para la mayoría de los fines de la vida. La historia, así como la experiencia
cotidiana, nos ofrece ejemplos de hombres dotados de la mayor capacidad para los negocios
y otros asuntos, que soportan toda su vida la esclavitud de la más grosera superstición. N i
siquiera la alegría y la dulzura de temperamento, que son un bálsamo para todas las demás
heridas, suponen un remedio para veneno tan virulento, como podemos observar sobre todo
en el bello sexo, que, aunque suele estar en posesión de estos ricos presentes de la
naturaleza, ve frustrados muchos de estos goces por este inoportuno intruso. Sin embargo,
una vez que la sana filosofía ha tomado posesión de la mente, la superstición queda
efectivamente excluida, y puede decirse sin temor a error que su triunfo sobre este enemigo
es más completo que sobre la mayor parte de los vicios e imperfecciones que inciden sobre
la naturaleza humana. El amor o la ira, la ambición o la avaricia, tienen sus raíces en el
temperamento y los afectos, que rara vez puede la sana razón corregir por completo. En
cambio, la superstición, dado que se basa en opiniones falsas, se desvanece de inmediato
cuando la verdadera filosofía ha inspirado sentimientos más justos, de superior poder. La
lucha entre el mal y la medicina se encuentra entonces más igualada, y nada puede impedir
que esta última resulte eficaz, salvo que sea falsa o esté adulterada.

Sería superfluo que magnificáramos aquí los méritos de la filosofía mostrando la perniciosa
tendencia del vicio del cual cura a la mente humana. La persona supersticiosa, dice Tully
[Cicerón], es miserable en todos los ámbitos, en todas las vicisitudes de la vida. Incluso el
sueño, que destierra todos los demás cuidados de los infelices mortales, le proporciona
nuevos motivos de terror y, cuando examina sus sueños, encuentra en esas visiones de la
noche pronósticos de futuras calamidades. Puedo añadir que, aunque sólo la muerte pone
definitivo límite a esta miseria, la persona supersticiosa no se atreve a huir a este refugio,
sino que sigue prolongando una existencia miserable, con el vano temor de ofender a su

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hacedor utilizando la facultad de la que ese ser benéfico la ha dotado. Este cruel enemigo
nos arrebata los regalos de Dios y de la naturaleza y, a pesar de que un solo paso nos
sacaría de las regiones del dolor y el pesar, sus amenazas nos siguen encadenando y nos
convierten en un odioso ser que la propia superstición contribuye a hacer miserable.

Se ha observado, en aquéllos a quienes las calamidades de la vida han reducido a la


necesidad de emplear este fatal remedio, que, si el cuidado intempestivo de sus amigos les
impide esa clase de muerte que proponían para sí, rara vez se atreven a probar otra, o son
capaces de reunir tal grado de decisión como para, esta segunda vez, lograr su propósito.
Tan grande es nuestro horror a la muerte que, cuando se presenta en cualquier forma
distinta de aquélla con la que nos hemos atrevido a conciliar nuestra imaginación, adquiere
nuevos terrores y supera nuestro débil valor. Pero, cuando las amenazas de la superstición
se unen a esta natural timidez, no tiene nada de extraño que los seres humanos nos veamos
privados de todo poder sobre nuestra vida, ya que este inhumano tirano nos arrebata incluso
muchos placeres y alegrías a los que una fuerte propensión nos lleva. Intentemos aquí que
los humanos recuperen su nativa libertad, examinando todos los argumentos que
comúnmente se presentan contra el suicidio, y mostrando que ese acto, según los
sentimientos de los filósofos de la Antigüedad, puede estar libre de toda imputación de
culpa y de reproche.

Si el suicidio es un acto criminal, tendrá que tratarse de una trasgresión de nuestra


obligación para con Dios, con el prójimo o con nosotros mismos.

Para probar que no es una trasgresión de nuestra obligación para con Dios pueden bastar las
siguientes consideraciones. Para el gobierno del mundo material, el creador todopoderoso
ha establecido leyes generales e inmutables, por las que se mantienen en su propia esfera y
función todos los cuerpos, desde el mayor planeta hasta la más pequeña partícula de
materia. Para gobernar el mundo animal ha dotado a todas las criaturas vivas de poderes
corporales y mentales; de sentidos, pasiones, apetitos, memoria y facultad de juicio, que los
impulsan o regulan en el curso de la vida al que están destinadas. Estos dos diferentes
principios del mundo material y animal, se interfieren mutuamente de manera constante,
retardando o favoreciendo su mutuo funcionamiento. Las facultades de los seres humanos y
de todos los demás animales se encuentran limitados y orientados por la naturaleza y las

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cualidades de los cuerpos circundantes, y la acción de todos los animales altera
incesantemente las modificaciones y el comportamiento de estos cuerpos. Los ríos detienen
el paso del hombre sobre la superficie de la tierra. Pero, cuando se encauzan debidamente,
prestan su fuerza para mover máquinas que son de utilidad para el hombre. Mas, aunque las
provincias de los poderes materiales y animales no se mantienen separadas por completo,
de ello no se deriva ninguna discordancia o desorden en la creación. Al contrario: de la
mezcla, unión y contraste de todos los diversos poderes de los cuerpos inanimados y de las
criaturas vivientes surgen la armonía y proporción sorprendentes que proporcionan el más
seguro argumento de la suprema sabiduría.

La providencia de la deidad no aparece inmediatamente en ninguna de sus actuaciones, sino


que gobierna todas las cosas mediante esas leyes generales e inmutables que se
establecieron desde el principio de los tiempos. Todos los acontecimientos pueden
considerarse, en un cierto sentido, obra del Todopoderoso. Todos ellos provienen de los
poderes de los que ha dotado a sus criaturas. Una casa que se desploma por su propio peso
no queda en ruinas por efecto de esa providencia en mayor medida que si es destruida por
las manos de los hombres, y tampoco las facultades humanas son menos obra suya que las
leyes del movimiento y la gravitación. Cuando entran en juego las pasiones, cuando se
produce el dictado de la razón, cuando los miembros obedecen, todo ello es obra de Dios, y
sobre estos principios animados, así como sobre lo inanimado, ha establecido el gobierno
del universo.

Todo acontecimiento es por igual importante a los ojos del ser i n finito que con una mirada
abarca las más distantes regiones del espacio y los más remotos períodos del tiempo. N o
hay ningún hecho, por importante que sea para nosotros, al que haya exceptuado de las
leyes generales que rigen el universo, o que haya reservado especialmente para actuar de
una manera inmediata. La evolución de los Estados o de los imperios depende del mínimo
capricho o la pasión de personas singulares, y las vidas humanas se acortan o se alargan por
efecto del más pequeño accidente del aire o la alimentación, de la luz solar o la tempestad.
La naturaleza prosigue su progreso y funcionamiento y, si alguna vez se quebrantaran las
leyes generales por voluntad especial de la deidad, sucedería de un modo que por entero
escapa a la observación humana. Y, por otro lado, los elementos y demás partes inanimadas

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de la creación prosiguen su acción sin tener en cuenta los intereses particulares ni la
situación de los humanos, por lo que éstos han de confiar en su propio juicio y discreción
en los diversos accidentes de la materia, y han de emplear todas las facultades de las que
han sido dotados para conseguir desahogo o felicidad, o preservar su vida.

¿Qué significa entonces ese principio según el cual una persona que, cansada de la vida,
acosada por el dolor y la miseria, tiene el valor de superar todos los terrores naturales de la
muerte y escapa de este cruel escenario, ha provocado la indignación de su creador,
usurpando la función de la divina providencia y perturbando el orden universal?
¿Afirmaremos que el Todopoderoso se ha reservado de modo especial disponer de las vidas
humanas y no ha sometido este hecho, junto con otros, a las leyes generales por las que se
rige el universo? Esto es sencillamente falso. Las vidas humanas dependen de las mismas
leyes que las de los demás animales, y éstas están sujetas a las leyes generales de la materia
y el movimiento. El derrumbamiento de una torre o una i n fusión venenosa destruye a un
hombre lo mismo que a la más inferior criatura. Una inundación barre sin distinción todo
aquello a lo que alcanza su furia. Dado que, en consecuencia, la vida de los seres humanos
depende siempre de las leyes generales de la materia y el movimiento, ¿es un acto criminal
que una persona disponga de su vida, porque, en todos los casos, es criminal entrometerse
en estas leyes o perturbar su funcionamiento? Pero esto es absurdo. Todos los animales
dependen de su propia prudencia y habilidad para comportarse en el mundo, y tienen plena
autoridad, hasta donde llegan sus facultades, para alterar todas las funciones de la
naturaleza. Sin el ejercicio de esta autoridad no podrían subsistir un solo momento. Cada
acción, cada movimiento de un hombre supone una innovación en el orden de algunas
partes de la materia, y se aparta, en su curso ordinario, de las leyes generales del
movimiento. Así pues, reuniendo estas conclusiones, encontramos que la vida humana
depende de las leyes generales de la materia y el movimiento, y que no supone ninguna
intromisión en la función de la providencia perturbar o alterar estas leyes generales. ¿No
corresponde en consecuencia a cada cual disponer libremente de su propia vida? ¿Y no
puede usar legítimamente ese poder que la naturaleza le ha concedido?

Para destruir la evidencia de esta conclusión tenemos que mostrar una razón por la que se
exceptúa este caso particular. ¿Se debe a que la vida humana tiene tan gran importancia que

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supone un atrevimiento para la prudencia humana disponer de ella? Pero, para el universo,
la vida de un ser humano no tiene mayor importancia que la de una ostra. Y, si tuviese una
importancia tan grande, el orden de la naturaleza la ha sometido realmente a la humana
prudencia, y nos ha reducido a la necesidad de decidir sobre ella en cada situación.

Si la disposición de la vida humana quedara hasta tal punto reservada al ámbito especial de
competencia del todopoderoso que supusiera una intromisión en su derecho que los
hombres dispusieran de su propia vida, sería igual de criminal actuar en favor de su
preservación que de su destrucción. Si aparto una piedra que está a punto de caer sobre mi
cabeza, estoy perturbando el curso de la naturaleza, e invadiendo la peculiar competencia
del todopoderoso, al prolongar mi vida más allá del período que le habían asignado las
leyes generales de la materia y el movimiento.

Un pelo, una mosca, un insecto, es capaz de destruir a este poderoso ser cuya vida es tan
importante. ¿Es absurdo suponer que la prudencia humana puede legítimamente disponer
de algo que depende de causas tan insignificantes?

No cometería yo un crimen desviando de su curso el Nilo o el Danubio si fuera capaz de


hacerlo. ¿Dónde está entonces el crimen de desviar unas onzas de sangre de sus canales
naturales?

¿Cabe imaginar que aflijo a la providencia o que maldigo mi creación por el hecho de
abandonar la vida y poner fin a una existencia que, de continuar, me haría miserable? Lejos
de mí tales sentimientos. Estoy únicamente convencido de un hecho, que se reconocerá
como posible: que la vida humana puede ser desdichada y que mi existencia, si se siguiera
prolongando, se tornaría indeseable. Pero agradezco a la providencia, tanto el bien que ya
he recibido como el poder de que estoy dotado de escapar del mal que me amenaza. Es
propio que se queje a la providencia quien absurdamente crea que no tenemos ese poder, y
que tiene que seguir prolongando una existencia odiada, aunque tenga que soportar la carga
del dolor y la enfermedad, de la vergüenza y la pobreza.

¿No se me ha enseñado que, cuando me aqueja un mal, aunque sea a causa de la malicia de
mis enemigos, debería resignarme ante la providencia, y que las acciones de los hombres
son actos del todopoderoso, tanto como lo son las acciones de los seres inanimados?

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Cuando me dejo caer sobre mi espada, recibo por tanto la muerte de manos de la deidad
igual que si procediera de un león, de un precipicio o de la fiebre.

La sumisión a la providencia que se me pide en todas las calamidades que puedan


sobrevenirme no excluye que me sirva de la habilidad y el ingenio humanos que
posiblemente me permitan evitar dicha calamidad, o escapar a ella. ¿Y por qué no he de
emplear un remedio igual que otro?

Si mi vida no fuera mía, sería criminal que la pusiera en peligro o dispusiera de ella. Y no
podría merecer que le llamaran héroe un hombre a quien la amistad o la gloria llevan a
afrontar los mayores peligros, mientras merece el reproche de canalla o ruin otro que pone
fin a su vida por los mismos o parecidos motivos.

No hay ningún ser que posea un poder o una facultad que no haya recibido de su creador, ni
hay tampoco ninguno que, mediante una acción tan irregular, pueda entrometerse en el plan
de la providencia o desordenar el universo. Sus funciones son obra de esa providencia, al
igual que la cadena de acontecimientos en la que interviene y, sea cual fuere el principio
que prevalezca, hemos de concluir, por esa misma razón, que es el más favorable para él.
Es lo mismo que sea un ser animado o inanimado, racional o irracional. Su poder se sigue
derivando del supremo creador, y se halla asimismo contenido en el orden de la pro-
videncia. Cuando el horror del dolor prevalece sobre el amor a la vida; cuando una acción
voluntaria anticipa el efecto de las causas ciegas, es sólo a consecuencia de esos poderes y
principios que el creador ha implantado en sus criaturas. La providencia divina permanece
inviolada y está situada fuera del alcance de las ofensas humanas.

Es impío, dice la superstición romana, desviar ríos de su cauce, o violar las prerrogativas de
la naturaleza. Es impío, dice la superstición francesa, inocular la viruela, o usurpar la acción
de la providencia produciendo voluntariamente males y enfermedades. Es impío, dice la
moderna superstición europea, poner término a nuestra propia vida, rebelándonos al
hacerlo contra nuestro creador. ¿Y por qué no es impío, digo yo, construir casas, cultivar el
suelo y surcar el océano? En todas estas acciones utilizamos los poderes de nuestra mente y
de nuestro cuerpo para producir alguna innovación en el curso de la naturaleza, y en

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ninguna de ellas hacemos nada más. Todas ellas son por lo tanto igual de inocentes o igual
de criminales.

Pero la providencia te ha destinado, como a un centinela, a un determinado puesto, y si


desertas de él sin que te retiren te haces culpable de rebelión contra tu todopoderoso
soberano y habrás provocado su disgusto. Me pregunto cómo llegas a la conclusión de que
la Providencia me ha colocado en esa situación. Por mi parte encuentro que debo mi
nacimiento a una cadena de causas, de las que muchas, y precisamente la principal,
dependen de actos humanos voluntarios. Pero la Providencia ha guiado esas causas y nada
sucede en el universo sin su consentimiento y cooperación. Si es así, entonces tampoco mi
muerte, aunque sea voluntaria, sucede sin su consentimiento. Y, cuando el dolor y el pesar
superan hasta tal punto mi paciencia como para hacer que esté cansado de la vida, puedo
deducir que se me ha retirado de mi puesto en los términos más claros y expresos.

Es sin duda la providencia la que me ha colocado en esta cámara en la que ahora me


encuentro. Pero ¿no puedo abandonarla cuando lo considere oportuno, sin merecer la
acusación de haber desertado de mi puesto o posición? Una vez que haya muerto, los
principios de los que estoy compuesto seguirán cumpliendo su función en el universo, y
serán igual de útiles en la gran fábrica que cuando componían esta criatura individual. La
diferencia para el conjunto no será mayor que la que existe en el hecho de estar en una
cámara o al aire libre. Uno de los cambios es más importante para mí que el otro. Pero no lo
es más para el universo.

Es una especie de blasfemia imaginar que cualquier ser creado puede perturbar el orden del
mundo, o usurpar las funciones de la providencia. Supone que ese ser posee poderes y
facultades que no ha recibido de su creador, y que no están sometidos a su gobierno y
autoridad. Una persona puede sin duda perturbar la sociedad, y provocar con ello el
disgusto del todopoderoso. Pero el gobierno del mundo está situado más allá de su alcance
y de su violencia. ¿Y cómo se sabe que el todopoderoso está enojado con esas acciones que
perturban la sociedad? Por medio de los principios que ha implantado en la naturaleza
humana y que nos inspiran un sentimiento de remordimiento, si hemos sido nosotros los
culpables de esas acciones, y un sentimiento de reproche y desaprobación si acontece que
las observamos en otros. Examinemos ahora, de acuerdo con el método propuesto, si el

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suicidio corresponde a esta clase de acciones y es un quebrantamiento de nuestra obligación
para con nuestro prójimo y con la sociedad.

Una persona que se retira de la vida no hace daño a la sociedad. Deja únicamente de hacerle
bien. Lo que, de suponer un daño, sería mínimo.

Todas las obligaciones que tenemos de hacer bien a la sociedad parecen implicar
reciprocidad. Recibo los beneficios de la sociedad y por tanto debería promover su interés.
Pero, una vez que me retiro totalmente de la sociedad, ¿puedo seguir vinculado a ella?

Concediendo que nuestras obligaciones de hacer bien fueran perpetuas, tienen sin duda
algunos límites. No estoy obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad a costa de
causarme un gran daño a mí mismo. ¿Por qué he de prolongar entonces una existencia
miserable, por mor de alguna frívola ventaja que quizá pueda el Estado recibir de mí? Si,
debido a la edad y los achaques, puedo legítimamente dimitir de cualquier cargo, y dedicar
todo mi tiempo a defenderme de esas calamidades y a aliviar, en la medida de lo posible,
las miserias de mi vida futura, ¿por qué no puedo cortar por lo sano esas miserias mediante
un acto que ya no perjudica a la sociedad?

Supongamos que no está ya en mi poder promover el interés del Estado. Supongamos que
soy una carga para él. Supongamos que mi vida evita que otra persona sea más útil para el
bien público. En tales casos, mi dimisión de la vida no sería sólo inocente, sino loable. Y la
mayor parte de las personas que sienten alguna tentación de abandonar la existencia se
encuentran en una situación semejante. Quienes gozan de salud, de poder o de autoridad
suelen tener mejores razones para estar a buenas con el mundo.

Un hombre interviene en una conspiración en pro del interés público, es detenido bajo
sospecha y se le amenaza con someterle al potro. Sabe, por su debilidad, que le harán
confesar su secreto. ¿Podría una persona así servir mejor al interés público que poniendo
fin a su miserable vida? Éste fue el caso del famoso y valeroso Strozzi de Florencia.

Imaginemos ahora a un malhechor justamente condenado a una muerte infame. ¿Puede


pensarse en una razón por la cual no pueda anticipar su castigo y librarse de la angustia que
le provoca su aproximación a él? Se entromete en la función de la providencia en no mayor

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medida que lo hiciera el juez que ordenó su ejecución, y su muerte voluntaria es asimismo
beneficiosa para la sociedad, al librarla de un miembro pernicioso.

Que el suicido puede a menudo ser coherente con el interés y con nuestra obligación para
con nosotros mismos no puede cuestionarlo nadie que conceda que la edad, la enfermedad o
la desgracia pueden hacer que la vida sea una carga y se convierta en algo peor que su
aniquilamiento. Yo creo que nadie dejaría la vida mientras valiera la pena conservarla. Pues
es tal el horror natural que nos inspira la muerte, que los pequeños motivos nunca podrán
reconciliarnos con ella. Y, aunque tal vez la salud y la suerte de una persona no parecieran
requerir tal remedio, podemos al menos tener la seguridad de que cualquiera que, sin razón
aparente, recurre a él estará aquejado de tal depravación o melancolía de ánimo que
envenena todo su disfrute y la sumerge en una miseria cual si hubieran caído sobre ella las
más penosas desgracias.

Si se da por supuesto que el suicidio es un crimen, solamente la cobardía nos puede


impulsar a cometerlo. Si no es un crimen, son la prudencia y el valor los que nos llevan a
dejar la existencia de una vez, cuando se convierte para nosotros en una carga. Es la única
manera en la que, en tal caso, podemos ser útiles para la sociedad, estableciendo un ejemplo
que, si fuera imitado, preservaría las oportunidades de felicidad en la vida de cada uno, y le
libraría eficazmente de todo peligro de caer en la miseria.1

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Sería fácil probar que el suicidio es tan legítimo bajo el cristianismo como lo fuera con el paganismo. No
hay un solo texto en las Escrituras que lo prohiba. La gran e infalible regla de la fe y de la práctica que debe
controlar toda filosofía y todo razonamiento humano nos ha confiado, a este respecto, a nuestra libertad
natural. Las Escrituras recomiendan, en efecto, la resignación ante los designios de la providencia. Pero eso
implica conformarse con los males que son inevitables, pero no con los que pueden remediarse mediante la
prudencia o el valor. No matarás se refiere evidentemente a no matar a otros, sobre cuya vida no tenemos
autoridad alguna. Que este precepto, como la mayoría de los preceptos bíblicos, ha de ser modificado por la
razón y el sentido común, resulta claro por la práctica de los jueces, que castigan a los criminales con la pena
de muerte, a pesar de la letra de esta ley. Pero, si este mandamiento incluyera expresamente el suicidio,
carecería ahora de autoridad. Pues la ley de Moisés ha quedado abolida, excepto en la medida en que lo
establece la ley natural, y ya hemos intentado demostrar que esa ley no prohíbe el suicidio. En todo caso,
cristianos y paganos se encuentran exactamente en pie de igualdad. Y, si Catón y Bruto, Arria y Porcia
actuaron heroicamente, aquellos que ahora imitan su ejemplo deberían recibir los mismos elogios de la
posteridad. La facultad de cometer suicidio la considera Plinio una ventaja que los humanos poseen incluso
sobre la deidad. Deus non sibi potest mortem consciscere, si velit, quod homini dedil optimum in tantis vitae
poenis. Lib. II, cap. 7. [Plinio el Viejo, Historia natural, Madrid: Credos, 1995, t. 1, libro II, cap. 7.27, p. 346:
«Dios... no puede darse muerte aunque quiera (que es el mayor don que concedió al hombre en tantas
calamidades de la vida)».

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DEL SUICIDIO2

KANT, Immanuel. Lecciones de ética. ed. Crítica. Barcelona. 2002. pp188.195.

[01] El suicidio puede ser enfocado desde distintos ángulos y resultar irreprochable,
permisible o hasta heroico. Hay una perspectiva ilusoria que hace del suicidio algo
admirable. Sus [369-370] defensores arguyen que el hombre puede disponer
libremente de todos los bienes sobre la tierra, siempre y cuando no se lesione con ello
el derecho de los demás. Si por lo que respecta a su cuerpo bien puede, por ejemplo,
dejarse cauterizar una herida o amputar un miembro, cuando ello es aconsejable para
su salud, ¿no estará igualmente autorizado a quitarse la vida si ésta se le hace
irresistible en razón de las innumerables desgracias que le angustian y atormentan?,
habida cuenta de que, aunque el suicidio represente una privación irreversible de la
vida, también supone una forma de sustraerse a todas esas calamidades; sin lugar a
dudas, se trata de un argumento muy seductor. Por otra parte, quisiéramos examinar
el acto del suicidio en sí mismo, sin tomar en cuenta consideración religiosa alguna.
Desde luego, podemos disponer de nuestro cuerpo: bajo la condición de mantener el
propósito de la auto conservación. De ese modo uno puede dejarse cortar una pierna
si ello pone en peligro su vida. El disponer de nuestro cuerpo es algo que se halla
supeditado a la conservación de nuestra persona; pero quien se arrebata la vida está
disponiendo de su persona y no de su estado. Esto es lo más opuesto al supremo deber
para con uno mismo, ya que elimina la condición de todos los restantes deberes. El
suicidio sobrepasa todos los límites del uso del libre arbitrio, dado que éste sólo es
posible si existe el sujeto en cuestión.

[02] Veamos otro persuasivo argumento en pro del suicidio. Según algunos, la
prolongación de la vida se vería supeditada a determinadas circunstancias, siendo
preferible poner término a la misma cuando no se puede seguir viviendo conforme a
la virtud y la prudencia: ¿caben motivos más nobles? Estos apologetas del suicidio

2Cf. Praktische Philosophie powalski, Ak, XXVII.1, 108 y Metaphysik der Sitten Vigilantius, Ak, XXVII.2.1,
627.

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suelen aducir el ejemplo de Catón,3 quien se mató a sí mismo al ver que no podía
evitar caer en manos de César, pese a contar con el apoyo de todo el pueblo; tan
pronto como se hubiera sometido él, paladín de la libertad, sus conciudadanos habrían
pensado: «¿qué vamos a hacer nosotros, si hasta Catón se ha doblegado?».
Aparentemente Catón juzgó necesaria su propia muerte, pensando: «si no puedes
[370-371] continuar viviendo como Catón, más vale no seguir viviendo». Se ha de
reconocer que, en este caso concreto, el suicidio aparece revestido como una gran
virtud. Asimismo, se trata del único ejemplo dado por la historia que sea válido para la
defensa del suicidio, pues es único en su género. También Lucrecia se suicidó,4 pero en
aras de la castidad y arrebatada por el deseo de venganza. Sin duda que es un deber
mantener la honra, sobre todo para el segundo sexo, para el que tal cosa supone un
mérito; pero sólo se debe procurar salvaguardar el honor para no sucumbir a la
lujuria, y no es éste el caso que nos ocupa. Si Lucrecia hubiese defendido su honor con
todas sus fuerzas hasta resultar muerta, habría obrado correctamente y no hubiera
habido lugar para el suicidio. Pues no, es suicida el arriesgar la propia vida ante el
enemigo, llegando incluso a sacrificarla con objeto de observar los deberes para con
uno mismo. Nadie bajo el sol puede obligarme al suicidio, ni tan siquiera un soberano.
Ciertamente, el monarca puede obligar a sus súbditos a arriesgar su vida frente al
enemigo en defensa de la patria, mas, los que mueran en el campo de batalla, lejos de
ser unos suicidas, serán víctimas del aciago destino. Muy al contrario, temer a esa
muerte que el destino ha fijado ya como necesaria e inminente no guarda relación
alguna con la conservación de la vida, sino que sólo es un síntoma de cobardía. Pues
cobarde es aquel que huye del enemigo para salvar su vida, dejando a sus camaradas
en la estacada, mientras que quien defiende a los suyos hasta encontrar la muerte, no
es un suicida, sino alguien magnánimo y noble, ya que la más alta estima dela vida

3 Se trata de Marco Porcio Catón (95-46 a. C.), conocido como Catón de Útica por haber muerto en esta
ciudad. El suicidio de Catón era un tema candente en tiempos de Kant, quien se hace eco del mismo en
más de una ocasión (cf. Beobachtungen..., Ak, II, 224; Bemerkungen zu den Beobachtungen..., Ak., XX, 4;
Praktische Philosophie Herder, Ak, XXVII.1, 40 y Praktische Philosophie Powalski, Ak, XXVII.1, 210).
Curiosamente, en la Doctrina de la virtud, Catón no es citado como el paradigma del suicida que se
inmola por la patria, mentándose en su lugar a un tal Curtius (cf. Met. d. Sitten, Ak, VI, 423).
4 Cf. Cicerón, De finibus, II, 20; cf. nota 193 de la versión castellana: M. Tulio Cicerón, Del supremo bien y

del supremo mal, Gredos, Madrid, 1937, p. 139.

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estriba en el hacerse digno de conservarla. Hay que establecer una diferencia entre el
suicida y quien pierde su vida merced al destino.

[03] Aquel que acorta su vida en virtud de la intemperancia es ciertamente culpable


de esa imprudente falta de previsión, y puede imputársele su muerte de modo
mediato, si bien no directamente; quien se conduce así no pretende matarse y su
muerte no es premeditada. Todas nuestras faltas son culpa o dolus.5 Y, aunque en este
caso no se dé el dolus, sí existe la culpa. Al sujeto en cuestión podríamos decirle: «eres
culpable de tu propia muerte», mas no: «eres un suicida». La intención de
autodestruirse es lo que constituye el- suicidio [371-372]. No puedo asimilar la
inmoderación —que acorta la vida- con el suicidio, pues elevar la intemperancia a la
categoría de suicidio sería tanto como rebajar ésta a una falta de mesura. Existe una
notable diferencia entre la falta de previsión o la imprudencia —en donde todavía
subyace un deseo de vivir— y el propósito de asesinarse uno mismo. Las máximas
violaciones de los deberes para con nosotros mismos provocan- una aversión
estremecedora, como es el caso del suicidio o una aversión repugnante, cual ocurre
con los crimina carnis. El suicidio conlleva una aversión estremecedora, dado que toda
naturaleza tiende a conservarse a sí misma. Un árbol dañado, un cuerpo vivo, o un
animal así lo hacen, ¿cómo puede entonces en el hombre instaurar la libertad, que
representa el máximo exponente de la vida y constituye su mayor valor, un principio
de autodestrucción? No se puede imaginar algo más espantoso. Quien llegue tan lejos
como para considerarse dueño de su propia vida, también se creerá dueño de la vida
ajena, abriendo así las puertas a todos los vicios; pues, al estar dispuesto a abandonar
el mundo, no le importa mucho ser atrapado cometiendo las mayores atrocidades. El
estupor provocado por el suicidio se debe a que con ello el hombre se sitúa por debajo
de los animales. El suicida se nos antoja una especie de carroña, mientras que quien
fallece por causa del destino suscita compasión.

5«Defectus rectitudinis facti, quatenus est imputabilis in poenam, reatus (culpa latius dicta) vocatur ...;
estque vel dolus, qui cum animo violandi legem conjunctus, seu cuius agens in agendo sibi est conscius;
vel culpa (strictius dicta), cuius ita conscius non est» (Achenwall, Jurius naturalis, Gotinga, 1774, I, § 17).

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[04] Los apologetas del suicidio pretenden aparecer como abanderados de la libertad
humana con su argumento de que cada uno es muy dueño de disponer de la propia
vida a su antojo. De ahí que incluso hallemos entre sus filas a personas
bienintencionadas. Bajo ciertas circunstancias se ha de sacrificar la vida (si no puedo
conservar mi vida sino violando los deberes para conmigo mismo, me veo obligado a
sacrificarla con objeto de no contravenir tales deberes), pero el suicidio no admite
justificación bajo ningún respecto. El ser humano detenta una inviolabilidad en su
propia persona; se trata de algo sagrado que nos ha sido confiado. Todo se halla
sometido al hombre salvo él mismo, a quien no le es lícito eliminar. Sería imposible
que un ser necesario se autodestruyese; un ser no necesario ve su vida como la
condición de cualquier otra cosa. Este ser entiende que la vida le ha sido confiada
como algo sagrado, y se estremece ante cualquier afrenta a que se le someta, cual si se
tratara de un sacrilegio. Aquello de [372-373] lo que el hombre puede disponer han de
ser cosas. A este respecto los animales son considerados como cosas,6 pero el hombre
no es una cosa; sin embargo, cuando el hombre dispone de su vida cobra el valor de un
simple animal. Quien así obra no respeta a la humanidad y se convierte en una mera
cosa, en un objeto al que cualquiera puede tratar a su capricho como si fuera un
animal o una cosa, algo que ha dejado, de ser humano y puede ser adiestrado como un
caballo o un perro; al convertirse a sí mismo en una cosa no puede exigir que otros
deban respetar en él su condición de ser humano, ese estatus que él mismo ha
desdeñado. La humanidad es digna de aprecio y así debe ser estimada en cualquier
persona, aun cuando se trate del más mal- vado de los hombres. El suicidio no es algo
aborrecible e ilícito porque la vida sea un bien, pues en ese caso todo dependería del
valor que cada cual concediera a ese bien. De acuerdo con el rasero de la sagacidad el
suicidio se presentará a menudo como el mejor medio para desbrozarse uno el
camino; pero conforme a la regla de la moralidad, el suicidio no es lícito bajo ningún

6 «El cuarto y último paso dado por 1a razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los
animales, al comprender aquél (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el
fin de la naturaleza: y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal
sentido. La primera vez que le dijo a la oveja: «la piel que te cubre no te ha sido dada por la naturaleza
para ti, sino para mí», arrebatándosela y revistiéndose con ella (Génesis, V, 21), el hombre tomó
conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza; dominio sobre los animales, a los que ya no
consideró compañeros de la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus
propósitos arbitrarios» (MuthmaBlicher Anfang..., Ak, VIII, 114).

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respecto, ya que representa la destrucción de la humanidad y coloca a ésta por debajo
de la animalidad. Además, existen algunas cosas más preciadas que la vida. La
observancia de la moralidad es algo sublime. Es preferible sacrificar la vida que
desvirtuar la moralidad. Vivir no es algo necesario, pero sí lo es vivir dignamente;
quien no puede vivir dignamente no es digno de la vida. Se puede vivir observando los
deberes para consigo mismo sin necesidad de violentarse. Pero aquel que está
dispuesto a quitarse la vida no merece vivir. La felicidad constituye el motivo
pragmático del vivir. ¿Puedo entonces quitarme la vida por no poder vivir felizmente?
¡Claro que no! No es necesario ser feliz durante toda la vida, pero sí lo es vivir con
dignidad. La miseria no autoriza al hombre a quitarse la vida, pues en ese caso
cualquier leve detrimento del placer nos daría derecho a ello y todos nuestros deberes
para con nosotros mismos quedarían polarizados por la joie de vivre, cuando en
realidad el cumplimiento de tales deberes puede llegar a exigir incluso el sacrificio de
la vida.

[05] ¿Es el suicidio un acto de heroísmo o de cobardía?7 No es aconsejable practicar la


sofística [373-374] ni siquiera con buena intención. Tampoco es bueno basar en la
sofística cosas tales como el vicio y la virtud. Hay quien califica injustamente al
suicidio como una gran cobardía, sin atender a ciertos casos en los que los suicidas
hicieron alarde de heroísmo, como Catón o Ático.8 La ira, la pasión y la locura son las
causas más comunes del suicidio, y ésta es la razón de que quienes no llegan a
consumarlo se espanten por haberlo intentado y no vuelven a hacerlo. Hubo un
tiempo, en época de los griegos y de los romanos, en que el suicidio se hallaba
revestido con la aureola del honor, hasta el punto de que los romanos llegaron a
prohibírselo a sus esclavos por ser algo propio de los señores. Los estoicos mantenían
que el suicidio significaba una muerte apacible para el sabio, quien decidía abandonar
el mundo como si se tratara de trasladarse desde una habitación, llena de humo,

7 En Collins se lee: «¿Acaso tienen cabida en el suicidio el heroísmo y la libertad»; esto es, dice Freiheit
en vez de Feigheit (cobardía).
8 El caballero romano Tito Pomponio (nacido el año 109 a. C.) se ganó el sobrenombre de «el Ático» por

su extraordinario dominio del griego. Célebre por su amistad con Cicerón, así como por las cartas que
éste le escribiera, se dejó morir de inanición el año. 31 a. C.

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donde no se encuentra a gusto, a otra;9 este tipo de sabio decidía abandonar el mundo,
no porque fuera infeliz en él, sino simplemente porque lo desdeñaba. Al hombre le
resulta grato pensar que tiene la libertad de abandonar el mundo cuando guste.
Incluso parece darse cierto ingrediente moral en este razonamiento, ya que alguien
capaz de abandonar el mundo cuando se le antoje nunca podría verse sometido y se
halla en disposición de decir las mayores verdades al más terrible de los tiranos,
habida cuenta de que ningún tormento puede coaccionar a quien es capaz de
abandonar el mundo tal y como un hombre libre se marcha de una ciudad cuando le
viene en gana. Sin embargo, esta apariencia moral se desvanece tan pronto como se
advierte que la libertad sólo puede subsistir bajo una condición inalterable. Esta
condición es la de que mi libertad —.que no admite limitación externa alguna— no
puede ser utilizada en contra mía para destruirme. La libertad así condicionada es una
libertad noble. Ni el infortunio ni un destino adverso deben desalentarnos para
continuar viviendo, en tanto que pueda vivir dignamente como corresponde hacerlo a
un hombre. Las quejas relativas al destino y al infortunio deshonran al hombre. Catón
se hubiera comportado noblemente manteniéndose firme en su postura bajo todos los
tormentos que César hubiera podido infligirle, mas no suicidándose. Los defensores y
partidarios del derecho al suicidio resultan necesariamente nocivos a una república.
Imaginemos que fuera un sentimiento generalizado [374-375] el considerar el
suicidio como un derecho, un mérito o un honor; es una hipótesis estremecedora, pues
tales hombres no respetarían su vida por principio y nada les alejaría de los vicios más
espantosos, pues no temerían a rey ni a tormento alguno. Pero esta ficción se
desvanece al considerar el suicidio desde la perspectiva religiosa. Hemos sido
emplazados en este mundo bajo ciertos designios y un suicida subvierte los
propósitos de su Creador. El suicida abandona el mundo como alguien que deserta de
su puesto y puede ser considerado un rebelde contra Dios. .

[06] Tan pronto como reconozcamos el hecho de que conservar nuestra vida es un
designio divino, nos veremos obligados a ejecutar nuestras acciones libres conforme a

9 Cf. Metaphysik der Sitten Vígilantius, Ak, XXVIi.2.1, 603 y Met. d. Sitten, Ak., VI, 422. El pasaje
corresponde a Epicteto (Diss, I, 25) y fue tomado por Kant del comentario que A. Smith le dedicara en su
Theory of moral sentiments.

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este principio. En justicia carecemos de derecho alguno a violentar nuestras fuerzas
naturales de autoconservación, lesionando con ello la sabiduría que las ha dispuesto.
La vigencia de este deber sólo cesa cuando Dios nos ordena explícitamente abandonar
este mundo.

[07] En este sentido los hombres son una especie de centinelas que no han de
abandonar su puesto hasta ser relevados en él por alguna mano bienintencionada.10
Dios es nuestro propietario y su providencia vela por nuestro bien. Un siervo que se
halla bajo el cuidado de un amo bondadoso se comporta de modo reprensible cuando
se opone a sus designios.

[08] Ahora bien, el suicidio es ilícito y aborrecible, no porque Dios lo haya prohibido,
sino que Dios lo prohíbe precisamente por su carácter aborrecible. Por ello, es el
carácter intrínsecamente aborrecible del suicidio lo que, ante todo, deben poner de
manifiesto todos los moralistas. El suicidio encuentra su caldo de cultivo entre
quienes todo lo basan en la felicidad. Pues quien ha degustado primorosamente el
placer, al verse privado de él, suele ser presa de la aflicción y de la melancolía.

10 Cf. Epicteto, Diss. I, 9 y 24 (cf. asimismo Marco Aurelio, Medit, VII, 45).

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