Por la tarde, al llegar a casa, me encontré con un recado de

Belinda en la grabadora. Nunca me llama al celular, siempre

lo hace a mi teléfono fijo. Una vez, en una urgencia, cuando su
gato se quedó trabado en el retrete y yo atendía un asunto de
trabajo fuera de la oficina, me dejó trece mensajes pidién-
dome ayuda. Al parecer, su sobrino había echado dentro al
gato y al mismo tiempo accionado la palanca del agua. Los
maullidos casi humanos del animal la aterraron. Llamó a casa
de todos sus amigos y, como no dio con nadie, decidió llamar
a los bomberos. Ellos se dedican a un montón de actividades
extrañas, entre las que se cuentan quitar los cadáveres de pe-
rros atropellados de las calles y terrenos baldíos, o liberar
gatos atascados en retretes. Aún y cuando tardé horas en
regresarle la llamada, siguió dejándome mensajes. Cuando
le pregunto sobre el uso del celular no me contesta, sólo se
encoge de hombros. Una vez interrogué a Mario, ahora su ex
novio, por tal asunto y me dijo que Belinda nunca llamaba a
celulares por lo que le había sucedido a su padre.
Tal parece que la última vez que supo de él fue desde un
celular, y a partir de ahí les tiene aberración, me dijo.

19
 ¿Se murió?, pregunté.
Desapareció, me contestó Mario.
Son las once de la noche (otro once).Tengo en mis manos
un whisky. La computadora me mira con su cámara sobre la
pantalla como un tipo de Hal 9000, frío y calculador. Suspiro
y doy un trago. Fui a casa de Belinda antes de apoltronar-
me frente a la computadora, antes de leer los periódicos,
El Diario de Juárez, El Universaly El País, por Internet,
antes de abrir mi correo electrónico. La Belinda de carne
y hueso es tan distinta a la mujer de los recados en mi
máquina contestadora. La primera es alegre. La palabra
correcta pudiera ser otra, pero me conformo con ésta.
Mientras nos tomábamos una cerveza en su casa, me
contó otra desventura de su gato. Esta vez, su sobrino lo
encerró en la secadora de ropa, me dijo. Su hermana se fue
ofendida. Belinda me contó cómo trató al sobrino.
Hay veces que se nos olvida que los animales tienen ter-
minales nerviosas, me dijo.
Somos distintos ante estas máquinas impersonales a las
que les podemos gritar o llorar o simplemente colgar: ella,
aquella vez del gato atorado en el retrete, me dejó trece men-
sajes desesperados, pero también hubo siete llamadas perdi-
das más, las cuales provenían de su teléfono. Cuando le di
el primer sorbo a la cerveza, el relámpago de dolor cayó
sobre mi boca. Le pedí un popote para beber.
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A mi whisky le falta un cubito de hielo. Me gusta que lapa-
red de vidrio de mi vaso sea golpeada, besada, por las orillas
sólidas e irregulares de lo frío. Me gusta beber whisky. Me
calma. Me da lo que otros tragos son incapaces de darme.
El color del whisky es triste y terrenal. Todo lo que encierra
y todo lo que desata. El ojo del vaso. La luz que se quiebra y
lo sumergido en él forman sus fichas del alcohol. Por su-
puesto que no es la muerte y por supuesto que lo es, lo frío
y lo caliente del vaso. Es igual al golpeteo delicado del te-
clado oscuro de la computadora para escribir estupideces,
contestar e-mails a mis amigos y borrar e-mails basura, y
mi trago recitándome, dictando lo que necesito escuchar
y escribir. Mi whisky me acompañ.aal igual que el dolor de
mi muela. Beberlo es como fumar y, como nunca he fumado,
puedo comparar el cigarro con mi bebida; el sabor que se
establece en el paladar, rodeando los dientes. Creo que así
se siente cuando se fuma.
Después de platicar con mi amiga en persona, volví a casa.
Puedo decirlo con toda confianza: Belinda es mi a-mi-ga.
Cuando la conocí la deseé y quizá lo siga haciendo, pero,
a pesar mío, sé que nunca nos acostaremos; ya no siento
la necesidad de besarle los pezones, a pesar de sus senos
firmes y tal vez sedosos, a pesar de su voz y su piel morena
que tanto busqué al principio. Ella llegó a vivir en la cuadra
hace un verano. Trabaja en una compañ.íafarmacéutica y le
ofrecieron un buen puesto si se venía a vivir a Ciudad Juá-
rez. Todas las mañ.anas hace ejercicio. Hay días que salgo
un poco más temprano de casa para verla correr; se ve tan
21
sumergida en sí misma. Veo su otro rostro, su otra actitud.
Cuando corre alrededor del parque es la Belinda real, sin
tapujos. Sólo le interesa quemar grasa, mantener las car-
nes en su lugar.
Ahora, en una página de Internet, leo una nota: un es-
critor gringo, del que nunca había oído hablar, acaba de
suicidarse en su casa. La nota está acompañada de un
pequeño video donde él lee fragmentos de su libro más
reciente. Critica a Estados Unidos y la gente que lo oye se
ríe, habla de unas niñas porristas en un escuela secunda-
ria y compara sus bastones con las cachiporras que usan
los policías, pareciera un chiste comparar a los policías
con las porristas pero hay más que eso, y la gente se ríe
porque habla como si las cachiporras fueran de dulce o
de algodón.
Belinda vive al final de la cuadra y yo oigo al señor Da-
vid Foster Wallace por Internet. Entro en Amazon y busco
un libro del escritor que pueda comprar. Él es tan sólo otro
escritor muerto. Él como ellos, como los tantos escritores
muertos. Wallace tenía cuarenta y seis años. Yo sé la verdad
y esa verdad es la que me tiene aquí cavilando sobre Belin-
da y su gato y lo que anuncian los periódicos, sea lo que sea.
Asesinatos. Descabezados. Granadas sobre la muchedum-
bre. Disparos. Detenidos. Robos de auto. Cada una de las
cosas, como si abriera los cajones de mi cómoda y guardara
mis camisas y calcetines y calzones. Cada noticia como una
prenda doblada, sin arrugas ... o mejor dicho, con todas las
arrugas del mundo.
22
Después de Rocío fue Angélica. Y ahora que no está, me he
dedicado a pensar en lo patético que es pensar constante-
mente en ella. En la limpieza que necesitan mis corredores
y mis paredes y todo lo que tengo por dentro; en el tejido
de los pulmones, en la superficie de mi hígado, en los cartí-
lagos, en mis dientes, sobre todo en mis dientes.
Precisamente, un dolor de muelas es el detonante de esta
historia, así llegué a ella, a Gabriela Torres, la dentista, des-
quiciado por tanto desvelo, pero me adelanto a los hechos.
Ahora no hago más que tropezarme con los restos de todo
lo que fui hasta hace seis meses. Llego del trabajo y descanso
frente a la computadora y pienso en lo que me ha sucedido.
Aquí abajo,en el primer piso, todo está en calma. Ahí que-
daron, bajo uno de los sillones, las pantuflas que alguna vez
Angélica utilizó: tanta desidia para deshacerme de ellas.
Faltaban seis meses para casarnos cuando, una mañana de
marzo, me llamó:
Necesito hablar contigo, me dijo, es serio.
Quise hacer una broma, pero me contuve. Yo trabajaba
en un problema que tenía que ver con arneses de autos; algo
de producción faltante y envíos de última hora.
Colgamos.
Luego, esa tarde, en un restaurante de comida china, el
mismo a donde habíamos ido la semana anterior, me con-
fesó lo que pasaba.
Amo a otro, me dijo y no despegó los ojos de los míos.
No hubo ni lloriqueos ni perdones ni nada. Creo que
cuando alguien quiere a otro con tanta intensidad, como ella
aparentaba, nada importa y no es necesario fingir. ¿Por qué
disculparse por querer estar con alguien?
23
 Como no me lo esperaba, lo único que hice fue mover mi
copa a un lado. Para una broma era suficiente, pero Angé-
lica no se reía, sólo mantenía su mirada sobre mí, como si
fuera a suceder algo y necesitase estar atenta.
¿Lo conozco?, pregunté y me arrepentí de haberlo he-
cho.
Lo amo y nos vamos a casar muy pronto, no estaba pla-
neado.
Seguía mirándome.
¿Ésta era mi mujer? En cualquier momento iban a apa-
recer nuestros amigos; iban a gritar: Eres un idiota, es una
broma, Carlos. Pero no sucedía. Una pareja, a unas cuantas
mesas de ahí, bebía sus tragos, tomada de la mano. Los me-
seros levantaban la orden a la familia de enseguida, escu-
ché: pato almendrado y pollo general.
No lo esperaba así, créemelo, me dijo, un día estás conten-
ta con alguien, otro día el amor llega y te golpea.
¿El amor? ¿Y lo de nosotros qué era?, pensé. Iba a argu-
mentar algo pero ante tal sentencia todo sobraba.
¿Te debo algo?, quise decirle, pero ella se había levanta-
do y marchado. Me quedé como náufrago en una isla sobre-
volada por helicópteros ciegos.
Adiós, me dijo Angélica aquella noche antes de levantar-
se de su silla y desaparecer del restaurante.
Quédate con mis botellas de vino. Te dejo la música.
El disco de James Brown y el de Javier Solís y la Sonora
Santanera. La colección de Pink Floyd y mis discos de jazz,
dije para mí. Luego pagué mi trago y, calculando el tiempo
para no encontrármela en la salida del restaurante, pensé
en la arena acumulada en la calle, en esta ciudad sitiada que
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tal vez nunca debió serlo, en su arena de espadas molidas
recorriendo las avenidas.
La llamaría más tarde, y no la encontraría en casa ni en
su celular. Esa noche no dormí, ni la noche siguiente, y así
he vivido estos seis meses. Me reporté enfermo en la oficina.
Una semana después, le pedí a Angélica que me diera la
oportunidad de visitarla, pero no aceptó.
Nada va a cambiar, me dijo, así es el amor. Si me hubiera
pasado a mí, estoy seguro que hubiera hecho lo mismo. La
hubiera citado en un restaurante y le hubiera dicho: Tal vez
te amo,pero no te amo. Te dejo por alguien más. Besos,adiós.
No la culpaba. Amigos míos, en un momento, dijeron que
era una perra y les pedí que no la llamaran así. Desde enton-
ces tenía un poco más de dinero y tiempo que utilizaba para
beber whisky. Un día, viendo una película de detectives, don-
de el protagonista llena un vaso al tope de Johnny Walker,
Etiqueta Negra, una urgencia se apoderó de mí. Fui alcen-
tro, a una cuadra de la Ignacio Mejía donde las botellas de
licor cuestan menos que en otros lados, y me compré una.
Me sentía como detective sin trabajo.
Cuando Angélica me botó, tardé un mes en revelárselo a
Belinda. No sé por qué. Pasaba por su casa y me detenía
a saludarla; platicábamos brevemente de cualquier cosa y al
final me decía: Salúdame a Angélica. Así fueron las cuatro
veces que la vi en un short demasiado estrecho regando el
jardín, hasta que un día me preguntó por ella.
Hace tiempo que no la veo, me dijo, y tuve que contarle
los detalles de la separación. Me dijo que lo sentía, que todo
25
iba a salir bien y que los cambios siempre eran buenos y que
siempre había algo mejor a la vuelta de la esquina. Cosas
estúpidas que se dicen en estas situaciones. Pero llegó mayo
y entonces me correspondió a mí ser su apoyo, decirle que
todo iba a salir bien; más valía que todo terminara antes de
casarse y tener hijos; que las distancias nunca ayudaban y
pues así eran las cosas. Mario, el novio de Belinda, que lo
había sido por más de cuatro años, la había botado. Está-
bamos ahorrando para una casa, me confesó entre sollozos.
Me abrazaba y en el vidrio de su ventana se reflejaban sus
morenas y fuertes piernas bajo el mismo short de siempre.
El muchacho vivía en la ciudad de Chihuahua y cada fin de
semana uno de los dos recorría los trescientos noventa y
tantos kilómetros para estar juntos. Yo lo conocía porque
habíamos comido juntos varias veces.A raíz de su abandono
se compró a Manchas, el gato que rondaba su casa y que sería
el juguete de tortura predilecto de su sobrino de cinco años.
Para cuando el sopor de julio llegó a calentar las calles
de Ciudad Juárez, Rodrigo, un muchacho de veinte, había lle-
gado al corazón de Belinda, o por lo menos a sus pantalones.
Ella había cambiado radicalmente, pero tal vez era yo quien
no la conocía del todo. O mi amiga trataba de ocultar su tris-
teza con una felicidad radical inventada o verdaderamente la
vivía. En julio comencé a escuchar de sus labios:
Ayer salí con un chavo muy buena onda. Y agregaba
innecesariamente: Sabe coger; y luego me daba detalles tan
vívidos de sus encuentros amorosos, de cómo se ponía hú-
meda cuando lo veía llegar, de cómo una noche en un bar se
la había mamado; nunca la había oído así. Antes de eso, de
su separación, me parecía una rriujer recatada y no tan abier-
26
ta para tales asuntos. Pero lo radical sucedió una tarde de
julio, viendo la caída del sol y apreciando los colores rojos
y naranjas adueñarse del cielo. Al lado de una cerveza Te-
cate, me confesó lo de Rodrigo. Para entonces, el impulso
sexual que sentía por mi amiga había pasado a segundo
término. Quiero pensar que todavía sentía muy cercana la
pérdida -aunque no fuera la palabra correcta- de Angélica,
lo que me permitía disfrutar de Belinda de otra manera. Tal
vez la deseaba, pero había caído sobre nosotros una capa
delgada e invisible de familiaridad que no podía romperse
fácilmente, o quizá sus pláticas sobre sexo eran tan fuertes
que parecía como si nos hubiéramos acostado juntos. En
ese momento, cuando me contaba todo lo que hacía con su
novio, con tantos detalles, era como si la conociera dema-
siado bien. Aún recuerdo el aire cargado de ese olor a sol
que brota del verano mientras me confesaba su amorío. Ya
no hay otros, es él, me dijo y me sentí más solo.
Rodrigo es un muchacho que da clases de inglés en la
empresa farmacéutica donde trabaja Belinda.
Tiene veinte años, agregó ella.
¿Y no se te hace un poco joven?
Un poco, sí, me contestó y no pasó a mayores. Si supieras
lo que hace por mí, agregó después de darle un sorbo a la
cerveza. Me está ayudando con algo que me ha resultado
muy dificil lidiar.
El sol ya casi se ocultaba y nosotros platicábamos de per-
fil, sin vernos, mirando al cielo.
La tiene bien ...
Hoy no quiero detalles, le dije antes de que siguiera.
Por supuesto que los detalles me interesaban, pero no para
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conocerlos ese día. Estaba cansado y no tan borracho como Es en el fraccionamiento Quintas del Valle,dijo Jorge Luis,
para seguirle el juego. su voz tenía un tufo a cerveza rancia.
Esa noche soñaría con Angélica y su nuevo novio sin Octavio, de no más de dieciocho años, asintió y escuchó el
rostro comiendo comida china en el restaurante donde ha- plan del argentino que tenía radicando en México apenas un
bía terminado conmigo. Desde marzo no pisaba aquel lugar, par de meses...
cierta repulsión había crecido en mí hacia ese sitio.
Al menos déjame decirte que sabe inglés, francés y ale- Había otros protagonistas: Charly Fuentes, Mario Vargas
mán, agregó Belinda y fue todo. y Gaby García, entre los que recordaba.
Pero habría otras cosas de las que me fui enterando con-
forme pasaban los días. Rodrigo esto, Rodrigo lo otro. El
colmo fue cuando me dijo que su Rodrigo quería ser escritor. ¿Qué podía ver mi amiga en un muchacho de veinte años?
Escribe cuentos, me dijo un día. Podía tener varias respuestas, pero ese día no quise pensar
Sé que lees mucho y me preguntaba si me puedes prestar más en ella. Lo dejé correr un tiempo más así. Lo único que
dos libros. Uno para mí y otro para Rodrigo. hice al día siguiente fue pasarle dos libros. Uno de cuentos
Ajá, le contesté. de un escritor gringo y un libro de poemas de Alí Chuma-
En serio. Quiero leer algo. Rodrigo siempre me habla de cero. Éste ya lo tenemos, me dijo refiriéndose al del poeta.
tantas cosas, que si Octavio Paz, que si un tal Becerra, que Tenemos, me dijo.
si un tal Borges. Me quedé medio herido por no haber sido el heraldo que
No te sacrifiques tanto, le dije y creo que no debí habér- le mostrara la poesía del gran poeta.
selo dicho. Frunció el ceño y antes de que me reprochara mi
comentario, agregué: Deja ver lo que tengo, mañana te digo.
De inmediato recordé varias opciones: novela, cuento, poesía.
U na vez había leído una novela donde los protagonistas
tenían nombres de escritores. Unos, la mayoría, eran pan-
dilleros; otros, clasernedieros que vivían en un fraccionamien-
to privado con guardias de seguridad en la puerta y alambre
de navajas en las bardas. Comenzaba con algo como:·

Octavio le pasó la botella a Jorge Luis, le dio un trago largo,

un facho,como ellos decían, y hablaron del siguiente robo.

28 29
 ¿Qué más había sucedido el 11 de septiembre de ese viejo
2001?
Esa tarde, Rocío me llamó.
No he tenido la regla, me dijo.
Y comenzaron dos semanas preocupantes. Nos vimos por
la noche y platicamos. Le pregunté qué quería hacer. Esperar,
fue todo lo que contestó y esperamos. Había ideas pero no
queríamos tocarlas si no estábamos seguros de nada. Esa
noche comimos pizza. Yo pedí cerveza y ella un refresco.
Al día siguiente fuimos al Sanborn's a tomar un trago y ella
pidió agua mineral con limón. Tanto así había cambiado
la situación y yo no entendía qué hacer. Dejó de comer pes-
cado y mariscos. Y platicábamos del trabajo, de la familia y
la vida en general, tratando de que nada del supuesto em-
barazo nos afectara.
Tal vez por eso terminamos. No se piense que fuepor tris-
teza. Las cosas no hubieran funcionado entre nosotros. Ahora
.. mi hijo, si todo hubiera salido mal, tendría seis años. Lo
vería cada fin de semana y le enseñaría los números y los co-
lores, como lo hice con mi hermana la menor. Más grande,

31
 por supuesto, le hubiera ensefiado algo de matemáticas y
comeríamos helados en el Trevly (antes se llamaba Trevi)
de la avenida de la Raza porque es el que está más cerca de
la escuela en donde lo hubiera querido inscribir. Yo aún lla-
mo Trevi al negocio de los helados, mientras que Belinda
y los que llegaron a vivir a la ciudad después del rebautizo
me preguntan por qué lo nombro así. Lo peor es cuando me
corrigen. El nombre había cambiado por cuestiones legales
que nunca entendí. Los lugares se van modificando y uno
se da cuenta de que te vas haciendo viejo cuando dices: An-
tes se llamaba así o antes en esta calle había tal restaurante.
Y es posible ver el fantasma del edificio, aunque sólo sea uno
quien lo ve y los otros te miren como si estuvieran contem-
plando una pared blanca y lisa. Así pasa con los verdaderos
fantasmas. Hace poco vi la película Días de combate, filmada
en 1982, basada en la novela del mismo nombre de Paco
Ignacio Taibo. Ahí, en una de las escenas, está la zapatería
Canadá, con su peculiar letrero en azul y blanco en vertical.
Antes era la gran zapatería nacional y ahora ni existe. Al
menos no tan magistral como la recuerdo.
Si mi hijo hubiera nacido, creo que aún así Rocío y yo no
nos hubiéramos casado. Ambos fuimos afortunados de que
el embarazo no fuera tal. Dos semanas después me llamó
para decirme que había sido una falsa alarma. Teníamos vein-
tisiete años y lo que menos queríamos era un hijo. Nos gri-
tábamos casi por nada, reñíamos a la menor provocación.
Eran los nervios al futuro y era triste escarbar para saber
que no teníamos nada qué hacer juntos. Así nos separamos.
Y al fin rompimos todo lazo cuando ella se fue a vivir a Los
Ángeles y los saludos disminuyeron con el tiempo hasta
32
desaparecer. Hace poco vi a su hermana en la fila del cine.
Al principio creí que era Rocío porque se parecen mucho,
con el cabello largo y lacio y sus delgadas piernas; luego
la reconocí, quise acercarme, pero al dar dos pasos hacia ella
desistí. Prefería pensar que mi ex vivía junto a la playa Veni-
ce o Santa Mónica y que todas las mañanas salía a caminar
a los corredores del malecón. Es muy dificil seguir siendo
amigos con una ex novia que fue importante en la vida.
Por más que se diga: Nos seguiremos hablando, seremos
amigos para siempre, a la hora de la hora lo que se busca
es estar en paz. Es como los viejos amigos de la primaria
que ya de adultos se encuentran en el súper y se saludan e
intercambian correos electrónicos, direcciones y teléfonos
y hablan de la maestra de cuarto grado que los regañaba
cuando no presentaban alguna tarea. Se despiden y el pape-
lito con sus datos pasa a la cartera y después de dos o tres
meses termina en el bote de la basura, con la esperanza de
alguna vez volver a encontrarse con esos viejos y cansados
rostros, con apenas un atisbo de aquellos años de infancia.
Se quieren o se quisieron, pero siempre es mejor recordar
desde lejos y en la soledad.
Hace poco le envié un correo electrónico a Rocío y me
fue devuelto por el servidor explicando que la dirección no
existía. Le he perdido el rastro. Así hubiera sucedido de
haber tenido hijos con ella. Mi hijo inexistente se pasearía
por mi casa cada cierto día. Comeríamos en la mesa don-
de Angélica (quien le siguió a Rocío) y yo comimos tantas
veces. Y tal vez con el tiempo hubiera descubierto las pan-
tuflas empolvadas bajo el sillón. Rocío iría por él o yo lo
llevaría de vuelta con su madre. Me saludaría, tal vez hasta
33
me daría un abrazo, pero, estando uno frente al otro, enten-
deríamos que en verdad no nos conocemos. Como sucede
con los amigos de la infancia.

Llego a casa y, mientras acomodo el auto en la cochera, me

encuentro con Belinda.
Hola, me dice y yo regreso el saludo.
¿Por qué tan seria, le pasó algo nuevo a tu gato?
Nada de eso, me dice.
Son casi las seis de la tarde y el sol, aun cuando ya anoche-
ce más temprano, me pica en la nuca. La voy a invitar a
pasar y antes del ofrecimiento me cuenta una historia.
A una amiga le acaban de asesinar a sus dos hijos, me
confiesa de golpe.
Qué trágico, le digo por decir algo, porque últimamente
han acribillado a tantos que no siento gran sorpresa al es-
cuchar la noticia.
Ya sé, me dice; el más joven tenía trece años y el otro
dieciséis.
Al revelarme las edades de los difuntos ahora sí que me
preocupa. No era lo mismo saber que unos hijos habían muer-
to a saber que unos niños de trece y dieciséis años habían sido
asesinados. De inmediato recuerdo mis años en la escuela,
cuando caminaba hasta la secundaria Federal 6, en la colonia

34 35
Casas Grandes. Recuerdo a mis amigos de esos tiempos
renegando por las tareas de los maestros. Al ver mi preocu-
pación, Belinda agrega:
Yo los conocí, dice y frunce el ceñ.o.
Una semana atrás, a Rafael Contreras, mi jefe, mientras
estaba en su clase de spinning, le rompieron el vidrio de la
camioneta y le robaron el maletín de trabajo. Tenía algunos
papeles importantes, pero, como siempre lo he dicho, ésa no
es la molestia, sino lo que sigue al robo. Los detalles, los re-
portes, la recuperación de los papeles. Alguien trató de de-
tener a los ladrones y lo que consiguió fue que intentaran
golpearlo con el auto en marcha. También un compañ.erode
trabajo me había comentado que al esposo de una amiga lo
habían asesinado en su propia casa mientras ella y su hija
oían la lluvia de balazos desde una recámara. Tenían las
maletas hechas en la sala cuando un grupo de sicarios los
sorprendieron. Le destrozaron la mitad de la cara,fue lo que se
me quedó grabado de la plática.
Belinda ya comenzaba a sudar y, al verla ahí frente a
mí, con el ceñ.ofruncido y su cabello recogido en una cole-
ta, me desarmó. Estuve a punto de contarle los dos casos
recientes, pero no pude. No quería asustarla más. Aún re-
cuerdo lo que me dijo mi jefe:
¿Sabes cómo eran los que me robaron el maletín]', al ver
mi silencio agregó: Como nosotros, eran tipos vestidos igual
que nosotros en un auto nuevo. Me venían siguiendo y nun-
ca me enteré.
¿Qué fue lo que sucedió con tu amiga?, le pregunto a
Belinda.
Según ella, a su amiga le habían robado el auto para ser
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recuperado por la policía dos semanas después. Eso no les
gustó a los ladrones, según me dice Belinda, así que un día
la siguieron y, allá por el valle, los detuvieron y, sin más,
asesinaron a sus dos hijos.
La historia es muy truculenta, se lo quiero decir, pero me
contengo. Una muerte, a fin de cuentas, es pesada, dolorosa
y extrañ.a.
Le pregunto a mi amiga si quiere pasar a la casa.
Tengo cosas que hacer, me dice, pero si quieres ir más
tarde a la mía por una cerveza, estás invitado.
Me señ.alola boca con el dedo índice para recordarle mi
dolor de muela y le digo que hoy no puedo. Se aleja y, a mitad
de camino, como si sintiera mi mirada, voltea y me dice adiós
con la mano, luego sigue adelante.
Como ya les dije, no siempre fue así, antes hubiera ido tras
ella de inmediato. Tengo que admitir que en dos o tres oca-
siones hubiera hecho lo imposible para acostarme con ella.
Y mientras entro en la casa, recuerdo muy bien la última
vez que traté de persuadida para que lo hiciera.
Imagínate que somos los mismos, tú eres tú y yo soy yo, pero
estamos viviendo en las páginas de una novela, así que tú
eres más como tú, lo que sea que eso signifique, le dije.
Estábamos en un bar españ.ol que hay sobre el bulevar
Tomás Fernández. Esa vez la invité a salir porque Angélica
no estaba en la ciudad. Le dije:
Anda, ven a tomarte un trago conmigo; será un experi-
mento. Y ella aceptó de buena gana, quizá más por la intriga
de saber a qué me refería con eso del experimento.
37

Sé cómo va a terminar esto, le dije, pero déjame in-
tentarlo.
Esa tarde pedimos una tapa de calamar frito, unas patatas
bravas y un par de cervezas.
Si fuéramos personajes en una novela y yo fuera más yo,
te diría sin tapujos que me quiero acostar contigo. Que me
gustan las morenas como tú.
No será posible, me dijo desafiante. Hay demasiadas co-
sas en nuestra contra. Para empezar está Angélica. Qué di-
ría si sabe que estamos aquí los dos solos, y tú pidiéndome
que me acueste contigo.
Ella no tiene nada que ver en esta novela. Sólo estamos
nosotros dos en una burbuja de páginas.
Pero yo soy así, yo tengo un novio ...
En Chihuahua, la atajé.
Sí pues, en Chihuahua, pero lo tengo y si yo soy muy yo,
no podría vivir con eso.
Tal vez te arrepientas con el tiempo. Así pudiera termi-
nar la novela.
Tal vez, presumido, pero hoy no. Cuando me arrepienta
te lo diré. Pero no creo que eso cambie lo que yo haga en ese
momento. Tal vez la novela termine como dices, pero antes
de que pueda hacer algo ya no habrá más páginas y puedo
vivir con eso.
Anda, acércate un poco.
Me intimidas. Qué insistencia la tuya, dijo Belinda y se
bebió de un trago lo que tenía en su botella y buscó al me-
sero para pedir una cerveza más. Y en esta novela, ¿sigues
siendo ingeniero?
Nunca he querido ser otra cosa. ¿Y tú?
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111
Para empezar no me agrada vivir en Ciudad Juárez. Es
una ciudad fea.
Todas las ciudades de fronteras son así, aunque hay peo-
res; ahí está Matamoros. Yo mismo pensaba que Ciudad
.Juárez era fea hasta que estuve allá. Lo único atractivo que
tiene es la desembocadura del río Bravo. Allá se llama río
Grande, pero es el mismo. Creo que hay una novela donde
un tipo hace la travesía del río en balsa. Cuentan que hay
lugares donde no hay ni gota de agua, creo que ni lodo. El
pobre personaje tenía que cargar la balsa en hombros kiló-
metros antes de encontrar agua y volver a navegar. Al final
desistió, y de eso se trata la novela.
Otra novela más, me dijo y recargó el mentón en sus bra-
zos cruzados sobre la mesa. Yo no leo tanto.
Nadie lee en estos tiempos.
Tú lo haces.
Un poco.
Con esta novela de nosotros, ¿qué pretendes?
Acostarme contigo. ¿Lo harías?
Si te digo la verdad, no me dejarás en paz nunca.
Eso significa un sí.
Eso no significa nada. Anda, dime cómo terminaría esta
cena en tu novela.
Nos vamos cada quien a su casa, nos despedimos como lo
hacemos siempre y eso es todo, le dije.
Qué aburridos somos.
Pudiéramos reescribir algunas páginas.
Prefiero quedarme con que somos muy aburridos. Pre-
fiero pensar en que nos ponemos una buena borrachera y,
zigzagueando, me llevas a casa y ya ahí nos despedimos;
39
veo cómo llegas a tu casa y abres el portón de la cochera con
parsimonia y metes el auto.
¿Me espías?
No siempre, me dijo Belinda y ahí terminó.
Esa noche no nos emborrachamos, pero sí la acompañé
a su casa, como predijo. Y cuando guardaba el auto en la
cochera, recordé que tal vez me estaría observando desde
una de sus ventanas; miré pero la calle estaba muy oscura.
Los arbotantes no funcionaban. Me sentí derrotado.

La doctora Griselda no está, me pidió que la disculpara; pero

lo deja en las buenas manos de Gabriela Torres, le dijo la
recepcionista bajita y regordeta del consultorio.
Se sintió un poco defraudado. Aparte de beber líquidos
por un popote durante los últimos dos días, tendría que re-
signarse a ser atendido por alguien distinto a su dentista.
La primera impresión que tuvo de Gabriela fue tibia. Es
demasiado joven, se dijo cuando la muchacha apareció en
la puerta. Delgada y tierna, pensó y no quiso saber más. Ya
acomodado en el sillón blanco, le describió su dolencia:
Todo comenzó el jueves por la mañana, cuando me lava-
ba los dientes.
La muchacha asentía sólo con la cabeza, como si todo
lo que Carlos dijera sobrara. Con el cubreboca, lo único
que apreciaba de ella eran sus grandes ojos claros. Gabriela
Torres le pidió que abriera la boca, le revisó la muela y le
explicó lo que le iba a hacer. Vamos a poner una curación
y tendrá que volver en cuatro días, le dijo, cuando el hu-
mectante de dientes nos llegue le llamamos, porque hoy no
tenemos. Tal parece que le duele porque hay resequedad

40 41
 . T a1 vez qmen
en 1a super fiicie. . . -i:erior usó El lunes 18 de septiembre llegó el tan esperado medi-
1e puso 1a resma an
demasiado aire. camento y cuando Carlos, el ingeniero, fue al consultorio; al
Sólo quiero que me deje de doler, le dijo Car105· ver a Gabriela Torres, lo que sintió fue una enorme gratitud,
., . . scuchara
L a mue h ach a vo1vio a asentir, como si no 1o e .,' era su salvadora, su heroína, y -cómo no lo había notado
y e'l , sm
. saber que, ges t os h ac a bªJº
í . e1 cu bre boca- suspiro. antes-, era hermosa. Cómo no había notado el cabello lar-
Vamos a tomar una radiografía · y con eso salJremos .de go y negro y la piel apenas morena. Se dejó hacer mientras
dudas. Y cuando la hubo tomado confirmó lo dicl? . oalprm- la doctora le hablaba de lo grande y milagroso que era el
. . L a ra íz de 1a mue 1a est mtacta y no h ay ree 4uebraja-
c1p10: á •
medicamento que, por cierto, tenía un ligero sabor a menta.
d uras. L a curacion. , que 1e vamos a h aceres sencV .1Ja' y será Carlos abrió la boca y ni siquiera cerró los ojos cuando vio
suficiente para que el dolor disminuya. la jeringa de la anestesia frente a él. El piquete fue como to-
Pero la curación apenas si le ayudó. A las tre& horas de dos los piquetes de anestesia, pero ella se disculpó, como
haber salido del consultorio, cuando ya la anestesííl s~ había lo hizo cuando le colocóel empaste de curación. Y luego fue la
desvanecido por completo, llamó a la dentista. y mientras fresa y de reojo miraba a la dentista, la olía, sentía cómo él
entraba la llamada pensó: Que me duela to d o, Alenos J"
los había dejado de ser él para transformarse en un objeto ave-
dientes, con los dientes comienza todo. riado que necesitaba atención especial. Ella se inclinaba ha-
Le aseguro que en cuanto llegue el medicam-ri . to' que es cia su boca, accionaba la fresa, enjuagaba y secaba, y Carlos
maravi·11 oso, 1e diIJO
· 1a d entista,
· · ' mejor;
se sentirá · pO f lo pron- apenas si alcanzaba a verle las piernas abiertas enfundadas
to 1e P!ido paciencia,
. . y no o1viide uti·1· . e1popote P"ara beber.
izar . en un estrecho pantalón de mezclilla. La única imagen que
Y así lo hizo. Pero cada vez que un poco de líquiºº' no im- se le venía en ese momento era la de una mujer enfocada en
porta ba si. estuviera
. tribi10o fr ío o ca1.iente, alcanzab"•la muela armar un carburador de auto, una mujer ruda y delicada
reseca, un calambre 1e crecia , y pensaba en 1a loevra de .su al mismo tiempo con las manos manchadas de aceite pero
tía Berta. Fueron tres 1argos días , en que la voz de [a dentis- oliendo a una fragancia frutal. Era bizarro. Era excitante.
ta se antepuso a cua 1quier · otro pensamiento, · :r-ecO¡!lendán- Al despedirse, la doctora le dijo que le llamara si tenía
dole el uso del popote. Era una voz dulce e insistente. No cualquier molestia. Por supuesto, le dijo el ingeniero y salió
ten dr mas d e veínticinco
á , . . . años, se dii IJO, y recor
¿6 las ma- como un hombre nuevo del consultorio, excepto por la anes-
nos delgadas y largas envueltas en una hgera capª de talco
· tesia que le impedía mover el lado izquierdo de la boca y
cuando se quitó los guates de látex. Recordó la ¡llaneraen lo hacía sentir estúpido. Esa misma tarde, antes de llegar a
que los músculos del cuello de la muchacha se teJlsabanal casa, fue a un bar a tomarse una cerveza.
. e1rostro para evitar . . Jldurecía
girar 1a 1uz u1travio 1eta que e El dolor de la muela seguía ahí. Sentía una mejoría, pero
la curación. el dolor hacía que cerrara los ojos y se llevase la mano a la

42 43
mejilla, como si eso fuera a ayudar. Sintió que necesitaba
llamarle a Gabriela, su salvadora, porque ella lo entendería.
Lo haría sentir mejor. Aunque, lo sabía de antemano, el ma-
lestar no se fuera. Tal vez él había inventado el dolor tan
sólo para volver a ver a la dentista. Su tía Berta lo había
hecho. Ella había ido al dentista allá por el año 85, por un
dolor insoportable de muelas. El doctor la revisó y descu-
brió una caries en uno de los molares.
Qué raro, le dijo el dentista, no se ve tan profunda. Y tra-
bajó en aquel problema.
Al día siguiente el dolor en la boca de su tía Berta no se
había ido, al contrario, había aumentado. El doctor, al ver
la insistencia, volvió a anestesiar, a remover la amalgama
que se usaba en aquellos años, para luego aplicar una nueva
capa, y le dijo que eso sería suficiente, que dejaría de dolerle
en cualquier momento. Pero no fue así. El dolor le impedía
levantarse de la cama y, según la mamá de Carlos, era tanto
que esa misma noche bajó dos kilos de peso. A Carlos, que
en esa época tenía once años, la historia lo había impresio-
nado. Porque, entonces, la tía Berta fue a consultar a otro
dentista, el cual taladró de nuevo y volvió a empastar la
muela. Nada. El dolor seguía ahí. Fue a ver a varios más.
Usted no tiene nada en la muela, le dijeron y tal vez ese
fue el problema mayor. Llorando se encerró en casa. Si no
era eso, entonces era cáncer en la boca. No había de otra,
y como se había tardado tanto en revisarse, tal vez la en-
fermedad le había invadido el cerebro. Llamó a la madre de
Carlos y le contó la historia y fue cuando el futuro ingeniero
supo por primera vez del problema. Al día siguiente, la tía
Berta fue con un especialista para que la sacara de dudas
44
de su cáncer. En la tarde volvió a llamar a su prima y Car-
los escuchó.
Mira, te voy a acompañar con el doctor, le dijo ésta. Es
que ya estoy invadida de cáncer, te lo juro, me siento desahu-
ciada. La madre de Carlos colgó el teléfono y miró hacia
los rosales de flores rojas en la cochera. Unas rosas enormes
habían brotado ese año y su madre estaba orgullosa de ellas.
Observarlas la calmaban. Lo único que le dijo a Carlos fue:
Mi prima se está volviendo loca. Eso fue todo, pero
fue suficiente. A la tía Berta, dos días después, la encerra-
ron en un psiquiátrico; Carlos ni siquiera sabía que existían
esos hospitales en Juárez. El doctor encargado la visitaba
cada mañana y le preguntaba:
¿De verdad cree que tiene cáncer? Y la tía Berta, amarra-
da a la cama, le contestaba que sí. Al escuchar tal respuesta
garabateaba algo en su libreta de hojas blancas, algo rápido
y agudo, y le decía a la enfermera:
Ahora le aplicaremos ciento cincuenta mililitros más que
ayer, luego se daba la vuelta y se marchaba hasta la siguien-
te visita.
»
Carlos nunca supo qué tipo de medicamento le fue admi-
nistrado a su tía, pero a las dos semanas el doctor volvió a
visitarla:
¿Sigues teniendo cáncer?, le preguntó, a lo que ella, con
una voz llena de desconfianza, le contestó que no, que nunca
lo había tenido.
Cinco años después, Carlos se topó a su tía en una tienda
del Centro. Al principio no la reconoció. Se veía disminui-
da. Dudó en saludarla. Ya no era la misma mujer de antes.
Él la recordaba alta y delgada, sonriente y maquillada,
45
haciendo bromas y comentarios graciosos. Pero ya no. Ha-
bía engordado y, de alguna manera, había perdido estatura.
No recordaba que su tía tuviera tantas arrugas alrededor
de los ojos. Ella ahora tenía la mirada fija en quién sabe
qué parte del mundo. Algo veía frente a ella y Carlos estaba
seguro de que miraba su propio interior, como si estuvie-
ra contemplando el hueco que la muela, esa maldita muela,
había dejado en ella.

Casi al mes de que Angélica Martínez terminara con Carlos,

el ingeniero comenzó a rondar la calle donde vivía la mu-
chacha. A medianoche, cuando no podía dormir y estaba un
poco ebrio, se levantaba y conducía su auto por las calles ah- ,
gostas de aquel barrio. Había muy poco tránsito a esa hora; y
siendo marzo, aún hacía un poco de frío; los vidrios del auto
se empañaban con el vaho de su respiración. La calle no le
parecía la misma, de alguna manera la sentía más larga y
ancha de lo que en realidad era. Frente a la casa de la que hu-
biera sido su suegra, se quedaba viendo la ventana apagada
de la recámara de su ex y, cuando daba la una de la mañana,
harto de sentirse patético, se decía: Anda, enciende el auto.
Pero la angustia de la pérdida se lo impedía y se quedaba con
la mano sobre la llave en el interruptor quince minutos más.
En todo ese tiempo, sólo dos veces había visto a Angélica
desde su auto, y unas cuantas más, su sombra proyectada
contra la cortina de la recámara. Hasta entonces no cono-
cía al nuevo prometido. Tal vez ni existía el dichoso novio.
¿Qué esperaba descubrir con sus visitas nocturnas? Era
con esa pregunta que terminaba encendiendo el auto.

46 47
Al igual que Angélica, él creció en ese barrio, a unas cuadras
de ahí, sobre la avenida Valentín Fuentes. De niños nunca
se toparon y hacían bromas de tal asunto porque práctica-
mente habían sido vecinos. Frente a la casa de Carlos, en
1986 abrieron una lechería, la cual ambos visitaban con
sus madres. Luego, la lechería cerró y se convirtió en una
tienda de autoservicio. Al lado construyeron la secundaria
donde Carlos estudió junto con uno de sus vecinos, quien
al segundo afio tuvo que abandonar la escuela. El desertor
era un niño inquieto y delgado que se transformó en un
hombre obeso y borracho.
Con las lluvias de julio la ciudad se inunda y la Aveni-
da Valentín Fuentes, antes llamada Juan Ruiz de Alarcón,
no era la excepción. En 1986, la familia de Carlos perdió
varios muebles por culpa de las alcantarillas tapadas. Los
sapos en el patio croaban por la noche y él imaginaba que
vivía en el campo en vez de la ciudad. Concepción era su ve-
cina contigua. Berenice, era la vecina de Concepción. Niñas
regordetas que dejó de ver cuando se mudó y que, según
chismes, se habían alargado y transformado en mujeres
hermosas para luego casarse. La hermana de Concepción
se llama Miriam. De chica fue una muñeca, excepto por
un gran lunar velludo que le cubría la mejilla izquierda.
Luego se lo extirparon, pero le quedó una marca terrible.
Se casó a los veintiséis años, igual que su hermana. Tam-
bién de eso se enteró por su madre, porque un afio después
de la inundación -ella siempre se refiere al 86 como el afio de
la inundación- se mudaron, y ya viviendo no muy lejos de
ahí, pero en una casa más grande, fue cuando Angélica y
él se conocieron. Por un tiempo, un tío de ella vivió en esa
48
casa. Luego se fue a los Estados Unidos y el padre, enton-
ces, la vendió a un muchacho que quería transformarla en
farmacia. Hasta el día de hoy, la farmacia no existe. La casa
donde vivía Berenice se convirtió en un negocio de tacos
de barbacoa. Todos los sábados y domingos, el negocio se
infesta de autos estacionados en doble fila y de gente ham-
brienta y palomas que picotean restos de tortilla y carne.
De lunes a viernes, el aire está cargado de un aroma fuerte
a carne sazonada con laurel. Carne de res cocinada a fuego
lento durante ocho horas. Con los años, el pavimento cercano
al negocio se oscureció por la grasa de los tacos. Las casas
de Concepción, Berenice y del amigo inquieto y desertor de
la secundaria se transformaron en pequeños negocios. A
Carlos, cada vez que pasaba por ahí, se le hacía dificilrecono-
cerlas; ahora había tienditas de golosinas y refrescos, una
vulcanizadora, dos puestos de hamburguesas al carbón,
un taller mecánico y, por supuesto, el negocio de barbacoa.
Entre las pocas casas que lo seguían siendo, estaba la de su
infancia, la que un día llegaría a ser farmacia.
Una noche detuvo el auto frente al número 2036, donde
hasta los once años había vivido. Estuvo a punto de apearse
del auto, tocar la puerta y decirle a quien le abriera: Aquí
vivía yo y dormía en la recámara que da al patio trasero, en
ese patio dónde había dos manzanos. Carlos se preguntaba
si los árboles seguirían ahí. En esta ciudad lo que crecía más
rápido era el cemento.
Pasando el canal, dos cuadras más allá de su antigua
casa, estaba la escuela primaria de donde su madre lo sacó
de cuarto grado y se lo llevó a otra. Estaba frustrada de que
su hijo nunca tuviera clases. Otro vecino que consideraba su
49
amigo, aunque no veía con frecuencia, era Fabio Jiménez,
quien estudió derecho en la Universidad Autónoma de Ciu-
dad Juárez y hace poco se enteró de que se había ido a vivir
a Zacatecas. Un día, pasando por ahí le dijo a Angélica:
Ese tipo de allá era mi amigo, con él me juntaba y una de
nuestras travesuras era incendiar los botes de basura. Agitó
la mano en forma de saludo, pero al parecer el hombre obeso
que descansaba bajo un sauce llorón no lo reconoció.

Conocí a Blanca el 19 de septiembre. Esa noche nos besamos

en mi casa. Para el 3 de octubre ya me odiaba.
El dolor de muela que me aquejaba aún no había desa-
parecido. Por tal motivo, unos días después del relleno final
llamé a Gabriela, la dentista.
Me sigue doliendo un poco, le dije.
Pero el dolor disminuyó, ¿verdad?
Sí, bastante, pero me sigue doliendo.
Eso es un avance, el problema sería si el dolor fuera en
aumento. Por lo tanto, te pido que utilices un popote cuando
bebas, me repitió lo de días antes.
La dentista ahora me tuteaba. Me la imaginé delgada
como era, de pie, al lado de su pequeño escritorio.
Un día deberíamos de ir a tomar un trago, le dije y pasa-
ron unos segundos para que me contestara.
Tengo novio, Carlos.
Es una cerveza; soy ingeniero, así que tómalo como un
experimento.
¿Qué tipo de experimento?
Uno que no te puedo contar porque entonces estarías pre-

50 51
dispuesta. Quería salir con ella y no había otra manera de ver-
la a mi lado, más que con aquel argumento del experimento.
Lo único que te puedo decir es que imagínate que tú eres
tú y te estás tomando una cerveza conmigo. Tienes novio,
pero un trago no se puede negar a nadie.
¿Y si mi novio se entera?
Me gustaría que no le dijeras nada hasta que vieras que
no hay otra intención con el experimento.
Se volvió a hacer un silencio entre nosotros y con una
risa socarrona me dijo que la llamara cuando quisiera.
Luego me fui al bar en donde conocí a Blanca.
Ése era un avance. Cuando Gabriela Torres me dijo que
se tomaría una cerveza conmigo, me alegré. El único con-
tacto con mujeres en los últimos seis meses fuera del traba-
jo había sido Belinda.
Esa primera vez que Blanca estuvo en mi casa no lle-
gamos más que a unos besos, pero tan fuertes y profundos
que hasta el frenillo de la lengua se me inflamó. Me pidió que
le sirviera un trago. Así que bebimos mi reserva de whisky
Etiqueta Negra, que tenía al lado de mi computadora. Tam-
bién, pensando que sería buena idea, le mostré algunos de
mis preciados libros de pintura. Además lo hice porque ella
fue la que se acercó a los libros, ella fue la que dijo:
Ah, qué interesante, yo también tengo algunos libros de
Dalí. Tengo uno de Tapies, agregó y yo lo tomé muy bien.
Qué equivocado estaba. Tomó mi libro de Salvador Dalí y
mientras mirábamos las páginas, nos besamos. En la ma-
ñana te duele una muela, en la tarde te besas con una desco-
nocida. Pero, viéndolo bien, ¿quién no es un desconocido?
Al día siguiente, Blanca me llamó.
52
Te quiero ver, me dijo y así fue. De nuevo en mi casa se
dieron los arrumacos. A media noche se acomodó la falda y
se retiró. Para el fin de semana ya se quería mudar conmigo
y estuve a punto de aceptar, pero algo no me cuadraba, así
que le dije que nos lo pensáramos un poco más. No sabía
si era algo en ella, la prisa o la manera en que las cosas se iban
dando, o las olvidadas pantuflas de Angélica que alcanzaba
a divisar bajo el sillón, a un lado mío.
Era la primera mujer que besaba en tanto tiempo.
Los días pasaron; los mensajes de texto en mi celular cre-
cieron de cero a quince diarios. Todos de Blanca. Tardaba
más en contestar uno cuando ya el otro llegaba.
Pero las cosas comenzaron a cambiar.
El miércoles llegó a mi casa con una botella de vino.
Sorpresa, me dijo levantándola sobre su cabeza. Estoy
dispuesta a todo esta noche, agregó ya dentro mientras se
descalzaba.
Me entusiasmé.
Al estar sirviendo el vino, escuché que Blanca accionaba
la grabadora de mi teléfono.
You have ten old messages, oí que la máquina decía en su
frío inglés. Los mensajes eran de Belinda y más o menos de-
cían lo mismo. Llámame. En cuanto llegues, ya sabes. Sé que
estás ahí, contesta. No seas malo, llámame de inmediato.
Cuando llevé las copas a la mesa, Blanca estaba muy seria.
¿Qué pasó?, le pregunté.
¿Quién es ella? Qué insistente, ¿no se te hace?
Es mi vecina, le dije y coloqué su copa de vino frente a ella.
Era un Cabernet Sauvignon Caliterra que le encantaba, con
bastante madera y cuerpo, pero que a mí no llegaba a conven-
53

cerme del todo, aparte de preferir el whisky y la cerveza.
Vive en la esquina y la conozco de hace tiempo.
Me molesta su insistencia.
No debería, le dije y me quedé parado a su lado, es una
amiga.
Me acabas de decir que es tu vecina.
Es una vecina y una amiga. Se pueden ser las dos cosas,
¿no crees?
No me gustaría escuchar más mensajes de ella, eso es
todo.
Está bien, le dije por decir algo. Pero ya el ánimo se había
desinflado. Blanca cambió de conversación y yo traté de se-
guirle el juego, pero ya nada tenía sentido, bebió su copa y,
entre más hablaba, más incómoda me parecía. Algo me dijo
del trabajo, a lo que asentí. Luego se quejó de sujefe y volví a
asentir. Ajá, decía yo y bebía mi copa. Al final, suspiró y dijo
que ya era tarde. Se volvió a poner sus tacones y salió de casa.
Apenas si la conocía y ya habíamos tenido nuestra primera
pelea.La acompañé a su auto. Le di un beso en la mejillay ella,
falsamente feliz, se marchó. Eran las ocho de la noche. Miré
hacia la casa de Belinda. Las luces estaban apagadas.
Al día siguiente no llamé a Blanca, pero llamé a Gabriela
Torres al consultorio.
Te invito un trago, le dije.
Hoy no puedo, ¿Qué tal mafiana?
Que sea mafiana entonces, contesté. Y nos citamos en un
bar sobre la avenida Lincoln.
El día de la cita llegó, pero en vez de llamar a Gabriela
Torres, en un impulso, le marqué a Blanca. Le pedí que me
disculpara.
54
~
Por supuesto, también tú te mereces una disculpa, agregó
ella y entonces quedamos de ir a cenar.
Así que llamé a la dentista para deshacer nuestra cita.
Es algo inesperado, dije y ella lo entendió.
En la cena, Blanca me develó uno de sus futuros planes
porque, como me dijo, ya me incluían. Deberíamos de ir a
Mazatlán un fin de semana. He estado viendo precios de
hoteles. Lo quiero todo, eso es lo que estuve pensando el día
de ayer. ¿Te gustan los perros?
Creo que soy una persona de gatos, le mentí. En este mun-
do hay dos tipos de personas, a los que les agradan los gatos
y a los que les agradan los perros, agregué, pensando en
qué quería decir Blanca con eso del viaje a Mazatlán y el
lo quiero todo. Y justo cuando iba a preguntárselo llegaron
nuestros platillos. Y luego el postre y la copita de tequila.
Los planes para Mazatlán y las risas y las preguntas se
revolvieron en mi cabeza. Al final, en el estacionamiento,
le propuse que fuera a mi casa.
Hoy no, me dijo y me dio un beso largo y sonoro de des-
pedida. Me quedé mirando los focos rojos del auto hasta
desaparecer al dar vuelta en una esquina más adelante.
La gente se la pasa haciendo planes. Yo tenía los míos
hasta hace seis meses. Angélica y yo íbamos a casarnos. Íba-
mos a tener dos perros labradores y una tortuga. Habíamos
planeado construir una alberca. Pasar unos días en el D.F. en
verano. Ir a Santa Fe, Nuevo México, en diciembre. Aho-
rrar para construir una casa en la playa. Tal vez en Oaxaca.
Planear. Uno planea y escribe sus propósitos y en el mismo
incendio del tiempo se achicharran y se vuelven cenizas,
mosquitos de ceniza subiendo en un remolino hasta per-
55
derse. Algunos tienen la mejor suerte del mundo. Otros nos
conformamos con un vaso de whisky. Un puñetazo de alco-
hol en la sangre.
El sábado fatídico llegó. Pensaba que Blanca llegaría y en
medio de risas le preguntaría: ¿Qué quieres decir con eso
de quererlo todo? Y ella me diría: Bueno, todo es todo ... pero
es sólo si lo deseas. Yo le contestaría: Está bien, que tal si
nos esperamos un poco. Ella me comprendería y seríamos
felices. Nada fue así.
Blanca llegó a las siete de la noche. Una hora antes de lo
previsto. Había estado a punto de sufrir un accidente por
culpa un tipo que se había pasado la luz roja del semáforo.
Me pidió un vaso de agua y me comentó los pormenores
del incidente. Puse un poco de música y me senté a su lado,
hasta el momento preciso.
Te quiero preguntar algo, le dije, ¿me puedes explicar
qué quisiste decir el otro día con eso de lo quiero todo?
Viajar contigo, estar contigo, me dijo.
¿Eso es?
Claro que entiendo que nos acabamos de conocer, pero
eso es bueno, ¿no lo crees así?
Así es, dije y en ese momento lo creía. Volver a los pla-
nes, resguardarlos. Creer que todo, platicándolo, era posi-
ble. Y justo cuando me estaba sintiendo bien, Blanca miró
hacia la contestadora automática de mensajes.
Se levantó y la accionó.
You have fifieen old messages, comentó la máquina, y
por nuestros oídos comenzó a desfilar la voz de Belinda. Yo
apreté los puños y bajé la mirada. Ya no podía más. Ni si-
quiera la había visto desnuda y me refería a ambas: a Belinda
56
y a Blanca. Y ahora una de ellas tenía celos de la otra. No
entendía y ya no quería entender. Algo se había perdido en-
tre los dos.
Todo significa todo, menos esto, me dijo.
¿Belinda? Ella es sólo una amiga. ¿No lo entiendes?
Lo quería todo contigo y ahora no sé qué hacer.
Entre nosotros no ha pasado nada, por favor, Blanca.
Tú no sabes lo que puede pasar.
¿Me estás amenazando?
¿Y si lo hiciera, y si ahora mismo fuera a tocar a la puerta
de tu otra novia?
Belinda no es mi novia.
Ni ella ni yo.
Esto es estúpido. Ni siquiera hemos cogido. No hemos
hecho más que besarnos.
¿Y por qué nada más se han besado?
Me refiero a ti y a mí, Blanca, entre tú y yo no ha pasado
nada.
¿Esto es nada?
Por supuesto. Besarse no significa nada. He besado a un
montón de mujeres en estos últimos días, mentí y me sentí
un poco mejor.
Incluyendo a Belinda, ¿verdad?
Ella no tiene nada que ver en esto, Blanca, ni siquiera la
conoces. Su novio es un niño de veinte años, Tal vez eso no
debí haberlo dicho, pero estaba desesperado.
Belinda va a terminar odiándote, me dijo.
Me sentí desarmado. Habíamos escuchado los inocentes
mensajes de Belinda en mi grabadora y yo no entendía su
molestia. Pretendía ser un hombre tranquilo y lo único que
57
quería era decirle que estábamos haciendo una escena estú- cualquier cantidad, por grande que fuera, era nada. En mi
pida, pero no salió como yo quería y dije: vida había estado frente a la mitad de esos cuadros. ¿Era
Eres estúpida, me quise retractar, pero al segundo me patético? ¿Qué era lo que quería decirme Blanca? Pensé en
sentí bien de haber dicho aquello. Di un paso al frente apo- Angélica y el día del restaurante chino, nuestro último día.
yando la idea. Me dieron ganas de tomar los libros y azotarlos contra el
A Blanca se le endureció la mirada, suspiró y habló piso. Me detuve: Si lo hacía, qué desperdicio; si no, qué fal-
tranquila: ta de valentía, qué futilidad. Odiándome, me acerqué a la
¿Te acuerdas del libro de Salvador Dalí que me mostras- ventana que daba al patio trasero. Había un par de ventanas
te aquella primera vez que vine? ¿Lo recuerdas? ¿Recuer- como grandes ojos adormilados mirándome, era la casa de
das que yo me asombraba con cada lámina? ¿Te acuerdas los vecinos; una pareja joven que tenía un bebé de no más
cómo ocultaste con tu dedo una de las esquinas de la página de seis meses que las últimas noches no los había dejado dor-
cincuenta y ocho tratando de ocultar la rotura? Ese día no mir. Desde mi estudio, a media noche, los había visto un par
dije nada. Vi el cuadro de una pasada y de inmediato le diste de veces arrullando al bebé, caminando con él de un lado
vuelta. Yo estuve en Montreal el año en que El gran mastur- a otro de la recámara; pero ahora la casa estaba vacía. Me
bador se exhibió en el museo metropolitano, era invierno quedé quieto, esperando que algo sucediera. Cuando cuente
y el mejor lugar para pasar el invierno era ahí. Me senté hasta tres, sonará el teléfono, pensé. Lo hice pero no ocurrió
en una banca al centro de la sala y memoricé tantos de sus nada. Volví a contar hasta tres y el mundo siguió quieto.
detalles ... Traté de comerme el cuadro con los ojos. Y aho-
ra tú vienes y me enseñas esa misma pintura en un libro
descolorido.
La contemplé, sus ojos claros, su cabello lacio y largo,
quería que se fuera y quería pedirle una disculpa. Pero su
golpe había sido muy fuerte e ininteligible, ¿qué tenía que
ver eso con lo que estábamos hablando? Desvié la mirada.
Ella iba a agregar algo más pero se detuvo. Tomó su bolso
y salió de la casa.
Escuché el motor del auto hacerse distante hasta per-
derse en la esquina. Me sentí un miserable. Tomé aire y fui
hasta mi librero. Tantos planes y me habían golpeado con
un par de hojas de papel. Conté mis libros de pintura. Ahora

58 59
Dos días después de la pelea tan absurda con Blanca, luego
de salir de la oficina, llego al supermercado a comprar un
pollo rostizado y luego me encierro en casa.
Me gusta el pollo rostizado. Desprender los muslos y
las alas. Sentir la grasa en los dedos. Mi padre odia comer
pollo rostizado sin cubiertos, dice que la sensación que tie-
ne es de repulsión; en cambio, sí puede meter las manos
al motor de un auto, llenarse de aceite viejo y quemado y
hasta sentirse orgulloso de verse las uñ.as ennegrecidas con
lo que supuran los autos: grasa, agua, calor. Yo odio la
mecánica. Unos me dicen: Pero si eres ingeniero no puedes
odiarlo tanto. Ser ingeniero, al contrario de lo que muchos
piensan, no significa ensuciarse las manos ni la ropa. Soy
feliz tras un escritorio, revisando planos de componentes
que van en los autos, ésos que un día mi padre llegará a to-
car o explorar por dentro. Eso que hace que un auto huela
a lo que huelen los autos nuevos. Plásticos y placas forma-
das y aceitadas con precisión; las alfombras, las telas y las
espumas de los asientos; manivelas, tornillos, pegamentos,
resinas y soldaduras. No me gusta la mecánica porque la

61
 ropa, por más que se cuide, terminará con manchas negras o
grises, inservible. Creo que, al igual que el aroma de un auto
nuevo, se puede desmenuzar el aroma de un pollo rostizado.
La grasa de la piel mezclándose con los jugos de los muslos
y los jugos de la pechuga y los huesos delgados de las alas;
la carne del pescuezo impregnando con su peculiar sabor
la caja torácica del ave.
Al igual que la comida, me encanta el whisky. En la no-
vela más famosa de un escritor japonés, uno de los perso-
najes principales acompaña sus comidas con whisky. Lo he
intentado pero no es fácil. Prefiero comer primero y luego
beber todo el escocés que pueda. No es un trago que se deje
querer. Pero, con el tiempo uno entiende su nobleza. De al-
guna manera hay que domarlo, aunque no me refiero a su-
jetarlo y volverlo sumiso, sino hay que dar de sí para que el
trago haga lo mismo. Siempre, después del segundo vaso,
se pasa una barrera de la que ya no hay retorno. Así, como
sucede en la novela del japonés, uno come y bebe con los
personajes de los libros. Uno se encierra con ellos y se deja
llevar por gente que respira, grita y avanza por calles du-
ras, rasposas y transitadas para luego darse cuenta de que
nada de eso existe, que son menos que espectros. Un libro
es nada, es como un amanecer que se repite y se ha repeti-
do por millones de años. Lo que amanece es lo que importa.
Sólo existen las cosas que se despiertan tocadas por la mano
del tiempo, como si fuera el respiro de un personaje en una
novela. Un personaje de palabras que respira, come y bebe.
A mí me gusta el escocés, el whisky. A José Juan Aboytia,
uno de mis amigos, le encanta el bourbon, el whiskey. En una
letra de más, la e, va el proceso de los destilados. Es igual
62
a preferir gatos sobre perros cuando se trata de mascotas.
Mi amigo bebe Jack Daniel's, McCarthy's, Dixie Dew o Jim
Beam. No importa que sea de centeno, maíz o una mezcla de
granos, mientras sea bourbon, mientras sea whiskey.
Hace poco me llamó y me dijo que debía acompañarlo al
Recreo, una vieja cantina sobre la 16 de septiembre, atendida
por el señor Antonio Rojas, mejor conocido como don Tony.
Al llegar al bar, Aboytia se adelantó a la barra y pidió dos
tragos. Prueba, me dijo cuando los sirvieron. Era un bourbon
fuerte, rasposo y dulce. Es Juárez Whiskey, dijo.
Aboytia es originario de Ensenada, Baja California. A
principios de los noventa se fue vivir a Tijuana para estu-
diar la carrera de periodismo y por 2003 se vino para acá,
siguiendo a un amor que se volvió rancio a los tres años. Su
vida la había vivido, hasta ahora, en tres ciudades fronte-
rizas: Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez. Siendo su afi-
ción el bourbon, descubrió el Juárez Whiskey y el Waterfill
Whiskey. Ambos comenzaron a ser producidos en esta fron-
tera allá por 1920. Luego, la prohibición de alcohol fue le-
vantada en Estados Unidos y, con ella, la demanda de los
dos bourbons decayó.
He tratado de entrevistarme con la mujer que fue dueña
de las destiladoras, pero hasta ahora no me ha resuelto nada,
dijo Aboytia, pienso escribir un artículo que se llame Juárez
Whiskey. Sé que las últimas botellas las compró don Tony.
Por más que ofrezcas, no te venderá una. Te la tienes que
beber aquí, en su bar.
Volví a darle un sorbo a mi vaso para tratar de entender
el regusto del alcohol. Prefiero el escocés, dije, y obtuve una
mirada desaprobatoria de mi amigo.
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 A finales de febrero, Angélica y yo fuimos a Mesilla, un
pueblito pintoresco en el condado de Doña Ana, en Texas,
donde uno de los atractivos principales es la producción de
vino. Esa mañana cruzamos el puente internacional y to-
mamos la Interestatal 10, hasta la ciudad de Las Cruces.
Caminamos un poco y fotografiamos las casas estilo Santa
Fe, una ciudad un poco más al norte llena de edificios bajos,
cuadrados y lisos formados de adobe.
Deberíamos de hacer nuestra casa así, decía Angélica y
tomaba fotos a diestra y siniestra; luego guardaba silencio
y, si era posible, pateaba algún guijarro sobre el camino.
Después de caminar por el pueblo y la plaza principal, fui-
mos a comprar unas botellas de vino y, antes de que el ham-
bre arreciara, regresamos a México a comer.
Comer del lado de Estados Unidos, excepto por los cortes
de carne y una que otra especialidad, es una molestia. Hay
anuncios fuera de los locales ofreciendo auténtica comida
mexicana, pero lo que ofrecen está muy lejos de serlo. Es
como si a los gringos, que alguna vez fueron mexicanos,
se les hubiera olvidado cómo es de verdad un buen guiso.
Si sirven arroz y frijoles ya es mexicano, más si le pones
queso cheddar encima; de tantos que hay (queso asadero
de Chihuahua, queso Oaxaca, queso de cabra con corazón de
mantequilla de Chiapas, queso fresco de San Luis Potosí),
escogieron el menos adecuado. Si a una tortilla de harina se
le pone arroz y frijoles y es bañada con un poco de salsa de
tomate dulce, cocido con orégano y laurel, puede llarnár-
sele auténtica comida mexicana. No tiene nada que ver con
la carne asada en leña de mezquite, ni con la sopa de flor de
calabaza,ni el mole, el pozole, el caldo de res, el cabrito al car-
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bón, los tlacoyos, el chicharrón en salsa verde, los langos-
tinos en chipotle, el pescado a la veracruzana o el ceviche.
Platillos para los dedos y el alma, birrias, caldos picosos,
tamales de dulce, conejo, ensalada de nopal y, sobre todo, las
salsas de tomatillo, frías o borrachas, al molcajete o licua-
dora. De todo esto se adolece en Estados Unidos, apenas a
quinientos metros de distancia del bordo fronterizo.
Ahora, con mi pollo rostizado frente a mí, pienso en Blanca
y su extraña amenaza y en lo miserable que soy. Pienso en
Belinda y su novio de veinte años y sus historias sexuales.
¿De qué tanto podría yo hablar con una muchacha de veinte
años? ¿Qué tanto la ha de ayudar Rodrigo para olvidarse, si
eso es lo que busca, de Mario, su ex? Llevo cuatro días sin
saber de ella; no hay mensajes nuevos en la contestadora.
Pienso en Gabriela Torres, mi dentista y en lo que está ha-
ciendo por mi muela. Pienso en el Juárez Whiskey, lo rasposo
del trago, en cómo sobrevive una pequeña reserva en una
cantina de Ciudad Juárez. Debería ir al Recreo y encender-
les fuego, que por fin se consuman. Tal vez, en unos años
más, el vino de Mesilla deje de producirse y la reserva que
tengo termine rasposa y rancia. Pienso en los vestigios de
Angélica: unas pantuflas llenas de polvo bajo el sillón, y las
botellas de vino de Mesilla en la alacena transformándose,
evolucionando, buscando su madurez, muriendo.
Angélica siempre soñaba con aviones; al menos lo hacía
cuando era mi novia. Un día, de camino a Europa, el avión
65
donde viajaba comenzó a caer, ella me contaba que el sonido
peliculezco que hacen las turbinas apagadas a tantos mil
pies sobre el nivel del mar, cuando el aire sin oxígeno y
helado de la atmósfera entra en ellas, es real y terrible. Al
final, después de una búsqueda exhaustiva encontraron
que un juguete electrónico interfería con la computadora
de mando, así que lo apagaron y el problema fue corregido.
Angélica, desde entonces, sueña con ellos. Aviones rojos o
amarillos apenas flotando sobre su cabeza. O que caen en
picada, estrellándose contra edificios. Una vez me dijo que,
un mes antes de que sucediera, había soñado con los avio-
nes chocando en las Torres Gemelas. Ella veía cómo el gi-
gantesco 747 entraba en una de las torres.
Me pregunto si aún soñará conmigo, y, si lo hace, me pre-
gunto si me estaré despidiendo de ella, subido en un avión,
bebiendo whisky en la cuarta fila.Una vez me preguntó cómo
se escribía correctamente la palabra: whisky o whiskey.
Creía que era un error de imprenta en un libro de poemas
que tomó de mi librero. Hablamos de las diferencias y apro-
veché para comprar un par de botellas. Una se acabó de
inmediato; la otra se la regalé a José Juan Aboytia.
Me sirvo pollo rostizado y, con los dedos, le quito la carne
al hueso y mastico. La muela dolida me dice: No te olvides
de Gabriela Torres, debes comunicarte con ella.
66
Después de septiembre de 2001, con el paso de los meses,
el cruce a Estados Unidos se hizo más dificil parajuarenses
y paseños, pero sobre todo para los narcotraficantes. Des-
de entonces, y hasta la fecha, al menos por Ciudad Juárez
la gente tarda en cruzar los puentes internacionales hasta
dos horas. Gente que va de visita o es nueva en la ciudad
dice: Pues ya no crucen. Pero no es tan fácil cuando hay
familiares viviendo del otro lado o necesitas comprar algu-
nas cosas, como ropa o aparatos electrónicos que son mucho
más baratos allá. Las revisiones profundas y los golpeci-
tos contra el capote o el escape de los autos dados por los
agentes aduanales ya son cosa de rutina y eso, en parte, fue
lo que ocasionó que la mariguana y la cocaína, entre otras
drogas, no alcanzaran sus destinos y se quedaran aquí.
Ciudad Juárez comenzó a llenarse de edificios pequeños y
enrejados.
A los tres o cuatro meses del derrumbe de las Torres Ge-
melas, un amigo, del cual ahora estoy distanciado, me pidió
que lo acompañara para que le diera mi opinión sobre unas
construcciones.
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 A simple vista parecían oficinas de negocios normales,
pero si uno se detenía un momento, digamos, sobre la aveni-
da Reforma, apenas a unas cuadras del estadio de béisbol, los
edificios enrejados daban mala espina. Todas estas supuestas
empresas tenían nombres extrafios que parecían no decir
nada: ASDA, SAHE, DISA, COIR, y otros tantos. ¿Qué se suponía
que había dentro? ¿A qué se dedicaba la gente que trabajaba
ahí? No lo sabía y ni mi amigo ni yo quisimos investigarlo.
¿Qué piensas?, me preguntó cuando nos detuvimos al
inicio de la calle.
Son bodegas de narcos, ahí está guardada la mercancía
que no puede pasar a Estados Unidos.
¿Estás seguro?, me preguntó.
No, fue lo único que dije.
La calle estaba sola, así que le pedí que nos marcháramos.
No teníamos nada qué hacer ahí, era un acto un tanto mor-
boso, como ver a una tía mayor desnudarse, pensé. El asunto
se olvidó, pero cada vez que pasaba por ahí y contemplaba
los edificios ominosos, la sensación regresaba.
Nueve años más tarde, el gobierno le ha declarado la guerra
al narcotráfico y los soldados con sus tanquetas se pasean
por la ciudad y hacen revisiones esporádicas a los automo-
vilistas. Para finales de septiembre, por presiones internas
entre el cártel de Ciudad Juárez y el del Pacífico por el con-
trol del territorio, han asesinado a miles de personas, la
mayoría relacionadas con asuntos de droga, otras confun-
didas o simplemente con mala suerte por estar en el lugar
erróneo en el momento menos indicado.
68
Hoy pienso en aquellos edificios de la calle Reforma, en
esos edificios nuevos y pintados con colores parcos. ¿Qué
habrá sucedido con ellos? Ha pasado mucho tiempo des-
de aquella visita fortuita. Los imagino intactos, con todo
lo que tienen que guardar, tan bien resguardados por poli-
cías que siguen dando su rondín cada noche.
Yo y mi ciudad y mis edificios derrumbados en forma de
muela dolida. Mi propia zona cero. Mi vida ante la compu-
tadora en un constante ir y venir. Tal vez lo que necesito
es un psiquiatra que me inyecte Clozaril, Clorpromazina o
Haloperidol directamente en las encías porque algo se es-
trelló en mis dientes, algo invisible y duro. Yo y mi ciudad
nos dolemos de nuestras bocas. Nos han sitiado. Mis dientes
dolidos significan humo, balazos y derrumbes; cuadros su-
rrealistas, leones rugiendo, langostas enormes comiéndose
el horizonte y mujeres transformándose en piedra; todas mis
rocas en medio del desierto como un juego de canicas in-
alcanzable, pintado por Salvador Dalí. Tal vez mi estudio
en realidad es la habitación de un hospital y mi silla (que
compré hace cuatro años, un 11 de septiembre) es la cama,
la mismísima donde mi tía Berta padeció su locura.
Alguien debería escribir una novela con todo esto. Hablar,
por ejemplo, de mis padres, que se conocen desde niños y
vivían en la misma colonia en San Luis Potosí antes de ve-
nirse a Ciudad Juárez. Hablar de mis tíos; por ejemplo de
Armando, el mayor, que trabaja en una carnicería que perdió
por un amor mal correspondido y luego, increíblemente, re-
cuperó en un juego de naipes; al menos eso es lo que cuenta.
69
Una vez fuimos juntos a visitar la tumba de mi abuelo y, al
final, tras quitarle el polvo con un poco de agua y remover
las flores marchitas, me dijo:
Yo estaba presente la vez que se cayó del caballo y duró
tres semanas completas en cama. Por ese golpe, que nunca
se atendió, le dio cáncer; le olía la boca a podrido y fue cuan-
do tu abuela lo obligó a ir al médico, pero ya era demasiado
tarde. Luego mi tío miró al este, y, entrecerrando los ojos
porque el sol caía directo sobre nosotros, dijo señalando
con la mano izquierda: En aquel descampado mataron a
uno de mis primos a balazos.Y el descampado al que se refe-
ría era igual a todo lo que nos rodeaba. Luego se recargó
en la barda del cementerio y le dio un trago a un botellín
de agua fría. Mi tío tendría unos diez años cuando presen-
ció aquello; los mismos que yo tenía cuando México era
otro. Estábamos en el cementerio del pueblo donde mis
tíos nacieron, a unos cuarenta y cinco minutos de San Luis
Potosí, y dejaron la infancia para irse a la ciudad a estudiar
en un internado. Un cementerio pedregoso y seco, lleno
de huisaches y nopales floridos en rojo y verde. Era mayo.
Era la primera vez que iba a ver la tumba de mi abuelo y
hacía calor; para mí era como ser parte del reparto de una
película de terror o una de esas películas gringas denos-
tando la decadencia o el salvajismo mexicano. Rodeado de
tumbas grandes y viejas, resquebrajadas como muelas que
mal roen el tiempo.
70
A Gabriela Torres le gusta la novela Ensayo sobre la ceguera,
de José Saramago. La ha leído tres veces y el final le sigue
impactando. Alguna vez le pidió a su novio que la leyera
y él, hasta hace una semana, sigue diciendo que pronto lo
hará. Pero no se molesta en tomar el libro de la repisa ni
para hojearlo.
Hay dentistas que debieron ser cardiólogos o ingenieros.
Gabriela Torres, si tuviera la oportunidad de volver a ele-
gir sin duda escogería lo mismo: odontología. Una de sus
amigas se hizo dentista porque no pudo estudiar cirugía
plástica. El problema fue que la carrera sólo se ofertaba en
Guadalajara y, unos meses antes de irse, su madre la chan-
tajeó una noche completa. Entonces se convenció de que lo
más cercano a un cirujano plástico, eran los dentistas. Uno
termina, dice Gabriela Torres, donde no tienes idea.
Cuando era niña leía, sin que sus padres ni maestros se
lo pidieran, los cuentos incluidos en los libros de texto esco-
lares. Si la historia no finalizaba como ella quería, se inven-
taba otro final. Hasta los diez años pensó en ser escritora y
una tarde tomó papel y pluma y trató de escribir algo, lo que
71
fuera. No ha de ser tan dificil, pensó, pero por más que se
esforzó no pudo escribir ni una sílaba. Aquella sensación es
comparable a la vez que le pasaron el micrófono en una fies-
ta de despedida de soltera para que cantara. Se quedó muda;
de nuevo tuvo diez años y de nuevo se sintió vacía frente al
cuaderno, sólo que ahora ella era el papel liso y limpio.
En el Sanborn's de la avenida Paseo Triunfo de la Repú-
blica, oyó que un muchacho preguntaba sobre un tal Carver.
Desafortunadamente, no tenían ningún libro en existencia.
Transcurrió un mes más cuando, en la nevería Acapulco,
que además de vender lo obvio (ella había ido por un he-
lado de chocolate) era un famoso lugar por ser librería de
viejo, vio un maltratado ejemplar de Raymond Carver. No
dudó en comprarlo. Se trataba de un libro delgado, y el
cartón rojo de la carátula estaba fracturado. Tras leerlo, lo
colocó al lado de Saramago. Era extraño verlos resaltar en-
tre otros libros de medicina y algunos de chistes. De vez en
cuando, revisitaba sus dos únicos volúmenes de literatura.
Si hojeaba Ensayo sobre la ceguera, se veía al lado de la esposa
del buen intencionado médico, e imaginaba las cosas que el
personaje no hacía entre las páginas. Con Carver disfrutaba
de la soledad de una cabaña en algún lugar del medio oes-
te de Estados Unidos; ahí estaba, con una chamarra gruesa
y unas botas de gamuza, acariciando unos caballos que se
habían detenido a comer hierba en el porche.
A mediados de septiembre, Gabriela y Luis, su novio, sa-
lieron de viaje rumbo a la ciudad de Chihuahua para visitar
a unos familiares. Ella, sin pensarlo, echó en su bolso el mal-
tratado ejemplar del libro de Carver. Esa noche, se fueron
de copas con unos amigos.
72
A la mañana siguiente, justo cuando Gabriela abría los
ojos, le dijo su novio:
De lo único que me acuerdo de anoche, es que nos venía-
mos tambaleando por los pasillos del hotel.
Me duele la cabeza, contestó ella y vio a su novio le-
vantarse y entrar en el baño. Contempló la habitación. Las
cortinas eran de color marrón y la alfombra estaba carco-
mida por el sol. Luis orinaba con la puerta abierta, como
era su costumbre. Cuántas veces le había pedido, en todos
los tonos posibles, que cerrara la puerta, que en verdad le
molestaba oír todo el proceso, la cremallera bajar, el cho-
rro, primero constante, luego entrecortado, el agua correr.
Esa mañana de resaca, el sonido del retrete parecía ampli-
ficado por bocinas; el chorro entrecortado le taladraba el
cráneo.
¿Cuántas copas me tomé ayer?, dijo Luis al salir y, rascán-
dose la cabeza, agregó: Creo que me bañé en la madrugada;
hay una toalla húmeda en el piso.
Unas horas antes, al llegar del bar, se habían quedado un
rato sobre las tumbonas alrededor de la alberca, contem-
plando el cielo despejado.
Siento como si nos hubiéramos peleado anoche, le dijo
Luis, masajeándose el rostro con ambas manos, tratando de
desperezarse.
No creo, dijo ella y entonces se incorporó: Éste pudiera
ser el principio de un cuento de Carver, agregó.
¿Quién?
Un escritor, dijo ella, y eso mismo preguntarías si fue-
ras uno de sus personajes, mientras la trama del cuento
habla de nosotros, de quiénes somos, de la cerveza de ayer
73
y la pareja en el bar que no paraba de hablar inglés, ¿te
acuerdas?
¿Y qué más?
Tendría que ser Carver para decírtelo, dijo ella y se volvió
a recostar. Pero te aseguro que describiría lo grato que se
siente un tarro de cerveza en la mano. Hablaría del salero del
bar tapado por la humedad. Daría algún detalle de este cuar-
to y luego sucedería algo, apenas notorio, pero fuera de lo
común, un incendio lejos de casa que te hace recordar cosas
y que te hacen pensar en ... no sé, en nosotros. O como ahora
mismo, dijo la muchacha apuntando hacia la ventana. Una
mariposa amarilla y grande se había posado sobre el cristal
y, mientras la muchacha la señalaba, se acercó otra más.
Hay veces que pienso que Carver es un estafador, dijo
más para sí que para su novio, pero en el fondo sé que no
lo es.
Las mariposas siguen ahí, comentó él.
Ella no dijo nada.
Para mí, sólo están tomando un segundo aire, agregó él
y se acercó con cautela al cristal donde las mariposas ape-
nas si movían las alas. Cuando iba a tocar el vidrio, una de
ellas emprendió el vuelo.
Qué raro que sienta que ayer nos peleamos, repitió, con-
templando cómo las alas de la mariposa se abrían y cerra-
ban antes de partir.
74
De regreso a casa, de la oficina, cerca del nuevo centro co-
mercial, algo a un lado de la carretera llama mi atención.
Detengo el auto y doy marcha atrás. Hay un cachorro negro
de unos tres meses postrado sobre el acotamiento pedre-
goso. Tal vez lo golpeó un auto. Me apeo y voy hasta él;
luego me acuclillo. El perro llora apenas, como guardando
las energías para algo más importante. Lo toco y llora. El
pelo en su espalda es ralo y escaso y sus ojos no tienen brillo.
Me levanto. Veo las hierbas verdes moverse por una fresca
brisa. Autos pasan a un lado mío sin disminuir la velocidad.
En septiembre el calor ha amainado y es soportable; junto
con octubre, es una de las mejores temporadas del año; me-
jor que primavera porque no hay tantos ventarrones. Por las
noches, ya no es necesario encender el aire acondicionado
para dormir. Abro la cajuela del auto y extraigo una man-
ta. Con cuidado sujeto al cachorro. Sólo gime. No hace el
menor intento de gruñir o de morderme. Quizás quiera ser
salvado, pienso y lo coloco en el piso del copiloto.
Cerca hay una veterinaria.
Frente a la luz roja del semáforo, mientras escucho la
débil respiración y los débiles lloriqueos del cachorro, el
75
auto de enseguida baja el vidrio y la conductora enciende
un cigarro, da una larga calada y el humo golpea su cristal
y el tablero. No mira nada en específico, tal vez piensa en
preparase algo de cenar cuando llegue a casa. Subo un poco
el volumen del estéreo, suena Blue Train de John Coltrane.
Las primeras notas me relajan, me da lo que el cigarro le da
a aquella mujer.
El veterinario revisa rápidamente al perro, le mira los
ojos y el cachorro suelta un gemido; le mira los oídos y el
cachorro vuelve a gemir.
Tal vez tenga parásitos estomacales o gusanos en el co-
razón, o ambos; tal vez esté deshidratado, dice.
¿Lo puede salvar?, le pregunto y desvío la mirada a las
paredes del consultorio. El lugar es lúgubre y hay un fuerte
olor a medicina.
No sé... tal vez no.
Haga lo posible, le digo.
Necesitará medicinas y estudios y cuidado intensivo, dice
y cuando lo hace parece acongojado.
Saco un billete grande y se lo entrego. Haga lo posible,
tal vez no alcance con esto, pero mañ.ana le hablo para saber
cómo está. Si necesita más dinero dígame.
Enciendo las luces del auto y John Coltrane vuelve a
sonar. Ahora tengo un perro, me digo y pienso en Manchas,
el gato de Belinda. Pienso en cómo se llevarán. Tal vez sea
bueno ir al súper a comprar un poco de comida para cachorro
y una correa. Una manta para el invierno que ya viene; para
su primera Navidad.
Cuando era pequeñ.o, una sola vez pasamos la Navidad
con un tío en El Paso, Texas. Había varios niños, todos eran
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nietos de su esposa, Lourdes. Ella se había divorciado de
su primer marido a los treinta y cuatro añ.osy mi tío tenía
veinticinco cuando se casaron. En la sala había una gran
maqueta que pretendía representar Jerusalén en el momen-
to del natalicio de Jesús; incluía una bomba de agua para ha-
cer fluir un riachuelo que desembocaba en un pequeñ.o lago
en las faldas de la montañ.a donde el niñ.oDios iba a nacer.
Había figuritas de hombres y mujeres, todo tipo de anima-
les y árboles de plástico en aquel lugar. Era surrealista y
agradable imaginarse en ese mundo. A las doce de la noche
los niñ.os salimos de casa guiados por Lourdes. El objetivo
era descubrir a Santa Claus huyendo en su poderoso trineo
después de haber dejado los regalos. Visitamos el patio, el
traspatio y la cochera. En cada lugar, Lourdes preguntaba
al aire: ¿Dónde estará, dónde estará? Y luego nos movía-
mos de sitio. Éramos un montón de niñ.os arreados por una
sola idea o, pensándolo ahora, porque una mujer adulta nos
había dicho que teníamos que salir de casa a buscar a Santa
Claus. Mis padres nunca me ocultaron la inexistencia del
hombre del Polo Norte y me resultaba un poco incómodo
hacer aquel recorrido con niñ.os con los que ni siquiera me
llevaba bien. Hablaban en inglés entre ellos para que yo no
entendiera. Lo que me agradaba del recorrido, lo recuerdo
bien, era lo fresco de la noche; respiraba el aroma seco y
electrizante del jardín y seguía a los niñ.osde un lado a otro,
sin decir nada, mientras Lourdes preguntaba al aire y a los
cerros y a las casas de dos aguas adornadas con luces de
colores: ¿Estará aquí Santa Claus?
Lourdes nunca tuvo hijos con mi tío y nunca he sabido
el motivo. Él trabajaba en una fábrica de salsas enfrascadas
77
llamadas Old El Paso, Co. Eran salsas rojas con trozos de
cebolla, tomate, chile jalapeño y un toque de laurel y oré-
gano. De vez en cuando, nos regalaba un par de frascos y
se lo agradecía porque la salsa era tan distinta a la que
hacía mi madre que prácticamente era yo quien vaciaba los
envases.
Lourdes era una mujer más bien seria y, por qué no de-
cirlo, hostil. Nunca me dirigía la palabra, excepto cuando
estaba mi madre en la misma habitación. Tal vez por eso
casi no los visitábamos. Mi tío siempre olía a cerveza, siem-
pre tenía en la mano una lata blanca de Budweiser fría. Esa
noche del 24, verla acarrear a sus nietos y a mí con tanto
afán, me hizo sentir incómodo; prefería a la mujer que yo
conocía de siempre, no a la alegre buscadora de Santa Claus.
Lo hacía tan bien que, en un segundo, cuando imaginaba a los
adultos dentro de la casa, incluyendo a mis padres, escabu-
lléndose a una de las habitaciones en busca de los regalos de
sus hijos, posibles bicicletas, juegos de mesa y uno que otro
libro para pintar, pensé que de veras la señora encontraría
a Santa Claus a punto de subirse en su trineo en medio de
la noche fría para visitar otras casas; quizá ésa era la última
en El Paso y ahora comenzaría a repartir los juguetes en
Ciudad Juárez, porque, por supuesto, primero se encargaba
de Estados Unidos y Lourdes lo sabía, y los habitantes de
aquella ciudad mejor ordenada y silenciosa, en la oscuridad
del 24 de diciembre, la secundaban. La desprecié. Ella no te-
nía ningún derecho.
Después entramos en la casa. Los niños recibieron un
regalo y, para mi sorpresa, tomé un sobre con mi nombre
y diez dólares dentro. Hasta la fecha no he sabido quién me
78
hizo el obsequio, si mi tío o mi padre. Tal vez importe menos
de lo que creo, pero, al recordar aquella Navidad, la duda,
aunque pequeña, me asalta. El hecho fue que en el sobre se
leía: Para Carlos, de Santa Claus.
Recuerdo todo esto mientras estaciono el auto en el sú-
per. Voy a la sección de mascotas. Hay carnazas simulando
huesos, hay correas para perros grandes, medianos y chicos.
Hay collares de metal y galletas y una gran variedad de
marcas de comida para perro. Pongo unas carnazas en el ca-
rrito y pienso en el tamaño del perro para el collar, no sé si
es macho o hembra, así que tomo uno de color verde y una
bolsa de comida Pedigree para cachorros. Veo el contenido
del carrito y saco las carnazas; tal vez sean demasiado duras.
Veo el collar y la comida, y complemento mi compra con
unas galletas en forma de hueso. Aunque es octubre, ya
hay envases que tienen dibujado a Santa Claus al lado de un
cachorro. Tomo una botella de champú y una toalla, para
cuando salga del consultorio y necesite darle un baño.
Al llegar a casa, descubro un mensaje de Belinda, el pri-
mero en cuatro días. Llámame, por favor, me pide. Antes de
hacerlo, me sirvo un poco de whisky y sé que pronto deberé
ir a comprar otra botella.
Marco el número de teléfono de mi amiga y, sin dejarla
hablar, me adelanto:
Ya tengo una mascota.
¿En serio?
Es un perrito negro, pero está con el veterinario. Lo en-
contré en la calle.
¿Qué tiene? ¿Está enfermo?
En cuanto sepa te digo.
79
 1

1 11

Luego me pide que vaya a su casa. Quiero verte, dice, y

yo veo mi vaso de whisky. Tengo cerveza, agrega y enton-
ces suspiro.

Desde la oficina llamo al veterinario.

No hay nada nuevo, me dice, pero tendremos que poner-
le un medicamento más fuerte. Como lo temía, tiene gusa-
nos en el corazón, así que no sabremos si soportará lo que
sigue.
Le digo que está bien y guardo silencio, luego entiendo.
Haga lo que tenga que hacer, no se preocupe por el dinero,
en la tarde saldamos cuentas.
El veterinario asiente y colgamos.
Llamo a Gabriela Torres.
¿Cómo estás de tu muela?, me pregunta temerosa de que
conteste algo que no quiere escuchar.
Ya es muy poco lo que me molesta, le digo.
Eso es bueno, dice ella y guarda silencio.
Estoy seguro de que acaba de llevarse una pastilla de
menta a la boca; cuando cuelgue, su auricular quedará im-
pregnado de ese olor. Las veces que la he visto su aliento ha
olido a menta.
Tengo un libro que voy a regalarte, le digo. En eso escu-
cho que he recibido un mensaje de texto en mi celular.

80
81
 Cuando nos veamos me lo das. Hace unos días fui a Chi-
huahua y allá me acordé de ti, dice y no sé cómo responder.
Quiero ese libro, agrega.
Hablamos un poco más y luego colgamos.
El mensaje es de Blanca y dice: Felicidades. No entiendo
qué significa.
No sé si llamarle. Comienzo a marcar su número y cuelgo.
Decido contestar su mensaje con un simple ?, y no reci-
bo ninguna respuesta.

Se despertó con una erección y pensando en Blanca.

En la oficina,acariciando las teclas del teléfono se decidió.
¿Bueno?
Hola, soy yo, le dijo a Blanca. Quisiera verte, ¿Puedo ir
a tu casa?
Por supuesto, contestó ella. Había algo en su voz que no
pudo descifrar.
¿Sigues molesta conmigo?
No es eso.
¿Es por lo del mensaje de Felicidades?
Sí, dijo ella y a Carlos no le importó su respuesta, sólo
quería verla.

Cuando le abrió la puerta, vestía una bata rosa. Se había

bañado y tenía húmedo el cabello. Se besaron y luego subie-
ron a su cuarto y, por primera vez, hicieron el amor. No fue
espectacular. Había más una necesidad mutua.
Cuando descansaban desnudos sobre la cama, Carlos vio
el reloj. Nunca había estado aquí, dijo; pero ella no contestó
nada, sólo miraba el techo.

82 83
 ¿Me prestas una toalla?
Claro, dijo ella y, desnudos, fueron hasta la regadera. La
luz entraba en el baño en líneas rectas por las persianas. Usa
ésta, le pidió la muchacha y le pasó una toalla grande de
color gris.
En respuesta, Carlos abrió la llave del agua fría. Va a es-
tar helada, pensó, pero el agua salió tibia; luego la reguló.
Carlos tomó su pene semierecto y lo restregó bajo el agua.
Cerró los párpados y dejó que las gotas masajearan su ros-
tro; así estuvo un minuto completo. Al abrir los ojos, por
un momento, desconoció el lugar. El azulejo tenía manchas
de sarro y en el suelo había muchos cabellos. Un champú
Head & Shoulders, a medias y de color azul, destacaba de
los otros ungüentos y líquidos para cuerpo y rostro en el
baño. Cerró las llaves y cuando se giró para salir, Blanca es-
taba ahí mirándolo.
Tienes bonito cuerpo, dijo, y él se sintió timado. Notó
que había más cabellos en el piso del baño, de hecho estaban
por todas partes.
Antes, le contestó Carlos, cuando hacía ejercicio, tenía
un buen cuerpo, ahora no. De eso ya pasaron años y ya no
soy el mismo. Y mientras se secaba el cuerpo, sentía que el
vientre le crecía y la piel se le ponía flácida. Pude reducir mi
grasa corporal, solía estar al diez por ciento, ¿te imaginas?
Antes era talla treinta y seis y luego, con el ejercicio, bajé a
treinta y cuatro y, aunque ya no pude más, me siento muy
bien. Mientras hablaba, lo que Carlos pensaba era: Esto fue
un error.
Blanca lo miraba vestirse en silencio y no le ofreció nada
de tomar. Las rayas de luz que se formaban por las persianas
84
le caían a la muchacha en todo el cuerpo; era hermosa, pero
Carlos no tenía nada que hacer en aquella casa demasiado
grande y tan vacía. Mientras la muchacha lo miraba vestir-
se, ponerse el pantalón y la camisa y los calcetines, sonreía,
¿de gusto? Carlos no lo sabía. Necesitaba salir de ahí lo más
pronto posible, pero no quería sonar apresurado, así que le
contaba sobre su entrenador Ricardo y de cómo, al princi-
pio, no podía hacer ni diez lagartijas.
Pero de eso ya pasaron años, decía y se pasaba un peine
por el cabello haciendo tiempo y ella asentía con la cabeza y
se acariciaba los brazos. Y sonreía. Carlos sintió la boca seca.
Al final, la muchacha, al lado de la puerta, le dijo:
Sé que no vas a volver.
¿Por qué lo dices?
Es que, cuando algo se rompe ... y esa noche yo dije cosas
espantosas. Pero Carlos percibía que ella quiso decir:
Fuiste tú quien me insultó primero. Se sintió culpable.
Carlos la abrazó porque pensó que era importante hacer-
lo; la besó en la frente, porque tenía que ser así, y se marchó.
85
Al día siguiente, después de visitar al veterinario y ente-
rarse de que su cachorro se veía más débil, encontró rota
una de las ventanas de su casa. Dentro había una piedra,
a mitad de la sala. El agujero que había dejado en el vidrio
era un círculo perfecto. La piedra estaba envuelta en la
hoja de libro que reproducía El gran masturbador,de Sal-
vador Dalí. Después de taparlo con cartoncillo encontró
un mensaje de Belinda en su grabadora, pidiéndole que
la llamara de inmediato. Manchas, su gato, había desapa-
recido.
Tomó asiento. ¿A eso se había referido Blanca con sé que
no querrás volver a verme? La piedra había sido de ella, no
cabía duda, pero, ¿el gato? Los gatos siempre se extravían
para reaparecer dos o tres días, a veces hasta una semana
después, más flacos o gordos, se dijo y se recargó en el res-
paldo del sillón y se cubrió el rostro con las manos, lucu-
brando qué decirle a Belinda.
Supo que no le contaría nada. La dejaría hablar y la con-
fortaría. Le diría que el gato regresaría. ¿Tú crees? Por su-
puesto, diría. Luego cambiaría la conversación a otra cosa.
/

87
¿Por qué inculpar a alguien (sé que no querrás volverme a de cuentas nunca fue- a la basura y se dirigió, arrastrando
ver) que no tenía vela en el entierro? los pies, a la casa de su amiga.
Antes de salir a encontrarse con Belinda, sonó el teléfo-
no: era el veterinario.
El cachorro no sobrevivió, le dijo de golpe y las palabras
le estrujaron el estómago.
Acababa de verlo.
Estaba muy ...
Enfermo, ya sé.
Hicimos lo que se pudo.
¿Le debo algo?
Al contrario, le sobró un poco de dinero.
Quédeselo, tómelo como gratitud.
Tengo una amiga que se dedica a rescatar perros ...
No es necesario, si cambio de opinión, lo llamo, dijo y des-
pués de colgar se quedó ahí, con los brazos en jarra y pasan-
do la lengua con parsimonia por los dientes.
Cuando estaba por cruzar la puerta principal, se re-
gresó. Buscó en la alacena las cosas que había comprado
para el cachorro: la comida, el champú, la toalla y el collar.
Las metió en una bolsa negra de plástico, la anudó y salió
a recibir el frescor de la calle. Los grillos cantaban. Era la
temporada donde más grillos había en la ciudad. Como si
estuvieran conspirando contra los humanos para quedar-
se con el mundo. Se percató de que los vecinos ya habían
adornado su casa con calabazas de Halloween y espanta-
pájaros de papel y telarañas de algodón. Miró la suya. Tan
parca y descolorida daba más miedo y, ahora, con el vidrio
roto y cubierto con cartoncillo, parecía un hombre con un
ojo herido. Echó las cosas de su difunta mascota-que a fin

88 89
Un amigo de San Luis Potosí llegó a la ciudad. Él solía
vivir aquí. Regreso a Ciudad Juárez después de seis años
a dar un curso de literatura, me dijo por teléfono. Ha publi-
"'
cado dos novelas, las cuales ya leí. Conseguí su correo elec-
trónico para comentar sus trabajos y desde entonces nos
conocemos.
El curso duró tres días. Al final del primero, fuimos a
beber un trago por la noche, y el tercero, el sábado, lo llevé
al aeropuerto.
Ese día pasé por él a las diez de la mañana. En el cielo no
había ni una nube; era un buen augurio para un despegue
de avión sin problemas.
¿Qué hiciste ayer?, le pregunté mientras encendía el es-
téreo e introducía un disco de Janis Joplin.
Nada, fui al súper y me compré. esta botella de whisky
que nos vamos a terminar ahora. ¿Quieres?
Claro, le dije, y en dos vasitos de cartón sirvió un poco
del escocés; era un Glenfiddich de quince años. Me lo bebí de
golpe y volvió a verter un poco más mientras salíamos del
estacionamiento y Janis cantaba.

91
 (Cry baby, cry
Welcome back home.
Don't you know,
Honey, nobody ever gonna love you
The way I try to do.
Who'll be willing to take your pain
And all your heartache, too?
Honey, I swear I'll always, I'll always be around
lf you ever want me
Come on and cry, cry baby,cry baby,
Welcome back home)
Cantaba Janis y parecía como si estuviera dándole la des-
pedida a mi amigo.
¿A dónde quieres ir?, le pregunté.
No sé, dale hacia el Centro, a ver qué vemos.
Y así lo hice y cuando tomé la 16 de septiembre, agregó:
Quisiera comerme un burrito, ¿cuál será el mejor lugar?
Burritos Tony, dije y doblé en la esquina de la Escuela
Secundaria Federal 1 hasta el parque Borunda, un parque
donde hay más puestos de comida que pasto y árboles. Un
grupo de niños no mayores de nueve afíos,jugaba béisbol.
Cuando nos apeamos del auto, mi amigo hizo un comenta-
rio acerca del partido y, sin entender, asentí. En la cafetería
pidió un burrito de frijoles con queso y yo uno de chicharrón
en salsa verde. Mi amigo compró el periódico, pero nada más
lo hojeó lo hizo a un lado. Seguía tarareando la canción
de la Janis: Cry baby, cry, decía entre dientes. Afuera, los
92
familiares de los niños gritaban o aplaudían apoyando a su
equipo. Había algo en la mirada de mi amigo, una cierta
urgencia de querer hacer muchas cosas antes de irse. Como
si se estuviera yendo de otra manera. Durante el almuer-
zo me dijo: Llévame a Las segundas a chacharear, quiero
comprarle algo a Elena. Sólo los que somos de Ciudad Juá- '111li
rez sabemos que Las segundas es un extenso mercado de
1
pulgas.
Le dije que por supuesto.
Era el principio del otofío. Era sábado y,en mi auto, Janis
Joplin estaba más viva que nunca y mi amigo adelantaba
el disco y subía el volumen. Miraba hacia el frente y leía
en voz alta los nombres de las calles que pasábamos; si se
quedaba en silencio era porque bebía whisky. Luego quitó a
Janis Joplin y puso a Javier Solís. Casi, casi hubieran podido
cantar a dúo. Ella había muerto en 1970, en Los Ángeles,
California, y el otro en 1976, en la Ciudad de México. Ahora
éramos cuatro en el auto.
Mi amigo volvió a servir whisky.La botella se iba vacian-
do rápido. Mejor no me lleves a Las segundas, no voy a com-
prar nada; llévame a donde vivía antes, dijo y me dio las
indicaciones.
Era como si se estuviera reencontrando con algo que
había odiado alguna vez y ahora quisiera hacer las paces.
Seis afíos atrás se había marchado y me platicaba de las ve-
ces que se fajó a muchachas en tales esquinas, y que en aquel
parque fue donde conoció a su primera esposa, y que en
'llil
aquella casa había vivido antes de mudarse a San Luis. Yo l,1
no sabía cómo tomarlo, sólo percibía cierta fatiga en sus 1
ojos que se agudizaba con cada trago. Le quise preguntar si
93
 se sentía bien, pero no me atreví; preferí seguir en silencio,
escuchando la música.
(Amigo organillero
arranca con tus notas
pedazos de mi alma
no importa que el recuerdo
destroce mis entrañas
tú sigue toca y toca.
Como un puñal de luto
está clavada en mi alma
aquella noche negra ... )
Como un puñal de luto, pensaba que ésa era una buena línea.
No hay lugar en el mundo donde el cielo sea como éste.
Tan alto y tan amplio. No hay como el cielo de Chihuahua,
dijo mi amigo. Antes de que me lleves al aeropuerto, date una
vuelta por el malecón.
Verifiqué la hora. Había tiempo de sobra.
Hablamos de cuánta gente vivía en Ciudad Juárez y, al
' llegar al puente Santa Fe, señaló la Montaña Franklin, levan-
tó su vaso y brindó.
Al bajar el vaso, dijo:
Soy un hombre envidioso, deseo lo que tienen los demás;
el alcohol hacía que arrastrara las palabras.
¿Y qué desean los demás?, pregunté.
Cosas, autos nuevos, dinero, mujeres. Somos envidiosos.
Queremos esto y aquello, la fama del vecino.
Deberías conocer a mi vecino; no le envidio nada.
Sabes a lo que me refiero. Siempre hay un vecino, es el
vecino, y luego, riéndose agregó: Esto lo voy a utilizar en mi
siguiente novela. Y se puso a escuchar la música con aten-
ción, su boca se movía acompañando la voz de Javier Solís.
Parecía estar rezando.
Antes de llegar al aeropuerto, pidió que paráramos en
una licorería.
Siempre tomo whisky, dijo y se apeó y se enfiló al esta-
blecimiento. Cinco minutos después regresó sujetando una
bolsa oscura de papel.
Así llegamos al aeropuerto. Al bajar del auto tomó por
última vez la botella de Glenfiddich y dio un último y largo
trago.
De regreso a casa recordé que mi amigo no me había fir-
mado los dos ejemplares de sus novelas.
Le marqué a Gabriela a las tres de la tarde.
¿Cómo estás?
Resfriada.
Parece como si estuvieras llorando.
Tengo la nariz congestionada.
¿Podemos vernos?
Mi novio se accidentó. Lo peor es que me enteré por tele-
visión. Cuando me peinaba, lo vi tirado sobre el pavimento.
Es como un niño.
Nadie se salva de las motocicletas.
Afortunadamente, no le pasó nada. Pero no podremos
vernos en estos días. Y con esta gripa, ni siquiera al trabajo
he salido.

94 95
 Colgamos.
Recordé lo que había dicho mi amigo el escritor. ¿Qué
envidiaba yo? ¿Qué deseaba tener?
Enciendo la computadora. Descargo videos de Janis Joplin
y Javier Solís. Vivían en dos mundos tan distintos. El 19 de
abril de 1976, cuando murió el cantante mexicano, la cifra
de soldados estadounidenses en Vietnam ascendía a veinti-
cinco mil. Al morir Janis Joplin, en octubre del 77, Sinaloa se
había transformado en la capital del contrabando de droga:
mariguana y cocaína.
Dicen que Janis, paseando una tarde de junio del 77 por
la calle Sherman, cerca del bulevar Washington, en los Án-
geles, California, alcanzó a escuchar una canción ranchera
que provenía de una de las casas. Dicen que cuando se acer-
có al pórtico, le preguntó a una de las mujeres sentadas
alrededor de una vieja radio RCA Víctor por el hombre que
cantaba. It's Javier Solís, but he died a year ago, le contes-
taron en un inglés mordido. Una agradable temperatura
de veintitrés grados besaba las calles y los ladrillos rojos
y grises de los edificios. Janis se retiró tarareando la can-
ción, balanceándose en el alto cable de la borrachera. El sol
resplandecía en su cabello revuelto. Aunque el mar estaba
a un kilómetro de distancia al oeste, nadie lo escuchaba,
excepto Janis. Ella, estuviera donde estuviese, en Kansas,
en Kentucky, en Ohio o Illinois, siempre escuchaba el oleaje
del mar. Dicen que la música del cantante mexicano ayu-
dó a darle forma a la canción Maybe. Eso se cuenta en su
biografia y en las cartas que le escribió a su madre y que,
96
hasta hace poco, fueron publicadas con permiso de la her-
mana menor de Janis. Eso mismo cuentan los amigos que
la encontraron muerta por sobredosis de heroína, dos años
después en su camerino.
Entre los papeles encontrados a un lado de su cadáver,
había una página de cuaderno (el que solía utilizar para es-
cribirle a su madre las extensas cartas) donde ella,había ga-
rabateado: JM & JH. Dicen que en sus últimos días, cuando
no estaba tan pasada por el whisky, la coca o la heroína,
confesaba escuchar la voz de su difunto amigo Jimy Hendrix
invitándola a ir con él. Que dejara todo. Que, a fin de cuentas,
ella era música pura. Ella era la mejor droga y el mejor
bourbon, la mezcla exacta de centeno, trigo y maíz. El mis-
mísimo Jack Daniel Newton la esperaba al otro lado de la
última puerta.
Al pie de aquella página, ahora en exhibición en el museo
de rock en Estados Unidos, apenas si se aprecian en uno de
los bordes las iniciales JS. Se cree que trataba de escribir JJ,
pero la muerte, a su lado, la confundía y ya no se lo permitió.
97
Enciendo la computadora y abro una botella nueva de whisky
y su sabor a caramelo, vainilla y clavo me invade. Al salir
de la oficina me desvié a la licorería y compré una botella de
Glenlivet.
Encender la computadora es emborracharse.
El gato de Belinda sigue desaparecido. El día en que nos
vimos en su casa parecía muy triste y, no sé si era porque ya
me había dicho, pero la casa, siempre acogedora, se sentía
vacía. Extrañé a Manchas a los pies de mi amiga, escuchando
la conversación, entrecerrando los ojos.
e En la mesa de centro había dos latas de Tecate, varios
limones partidos por la mitad y un salero, pero faltaba el pla-
tito con cacahuates, ajos y chiles de árbol tostados en aceite
de oliva que ella siempre preparaba. Le quise preguntar
por los días que había estado ausente, pero no pude porque
Belinda no dejaba de hablar de su gato y cada vez que lo hacía
me hundía en una culpabilidad espesa. Aunque algo perci-
bía en su voz, algo que trataba de decirme y no se atrevía,
como si alguien en la habitación ~ejunto la hubiera amenaza-
do para que no hablara de más. En un momento le pregunté

99
por Rodrigo y sólo me contestó que todo marchaba bien
y luego se pasó una mano por el cabello y agregó que ni
siquiera estaba preparada para tener un gato.
Yo, que desprendía el aro de la tapa de la cerveza, movién-
dolo de un lado a otro, me quedé inmóvil. Belinda llevaba el
cabello recogido y vestía una playera de tirantes azul que
utilizaba para hacer ejercicio; quise acercarme y abrazarla,
quise preguntarle por el platito de cacahuates, quise levan-
tarme e irme. Quise contarle de Blanca y mi teoría sobre
la desaparición de Manchas. Por un momento imaginé a la
sospechosa llamando al gato con un pedazo de carne cruda;
tal vez lo había encerrado en la cajuela del auto antes de
romper el vidrio de mi casa.
Pobre Manchas, dije en voz alta sin darme cuenta y Be-
linda asintió. Opté por separar el aro del bote de la cerveza
y darle un trago largo. Regresará pronto, le dije, pero ni
siquiera yo lo creía.
Aquí, frente a la computadora, pienso en Blanca y su sexo;
pienso en las cosas terribles que le pudo haber hecho a Man-
chas (¿en verdad ella se lo había llevado?) y en lo que sigue:
más ventanas rotas o una llanta ponchada o pintas en las
paredes con frases como: "Te odio" o "Eres un bastardo".
También pienso en Gabriela Torres, la dentista, y sus ma-
nos y los tensos músculos de su cuello al desviar la mirada
de la luz ultravioleta; ella cuidando de su novio, el motoci-
clista sin suerte (como todos los motociclistas), al lado de
su cama, tomándolo de la mano, mirándolo sin decir nada.
Pienso en Angélica, mi ex, y su nuevo prometido, de quien
100
no conozco ni el nombre. Cada día que pasa me importa
menos y cada vez más pienso en lo poco que me importa y
luego vuelvo a Gabriela y en cómo la vida siempre se repi-
te. Beber es desfilar por los nombres de quien uno conoce:
Janis, Blanca, Angélica, Belinda ... y Vicky, a propósito de
motocicletas.
Cuando comenzaba la preparatoria, salí un par de veces
con Vicky,una compañera del salón. Gabriela es como Vicky:
el mismo cabello y la misma boca y manos, aunque se dife-
rencian por los grandes senos y la nariz aguileña de la que
fue mi compañera de escuela. No tendríamos más de dieci-
siete años cuando la invité al cine y mi padre me prestó el
viejo Duster que, es interesante decirlo, tenía exactamente
la misma edad que yo. Era la primera vez que invitaba a una
chica a salir. Ya habíamos estado juntos al lado de otros ami-
gos en el cine, pero nunca a solas. Esta vez, yo pagaría por
ambas entradas y las palomitas y los refrescos. La película
ni la recuerdo. Durante la función, Vicky y yo nos besamos
furtivamente y yo traté de acariciarle los senos, pero ella no
me lo permitió. Fue la única vez que salimos en una cita.
Supimos que no teníamos nada que hacer juntos y, cada vez
que la veía en la escuela, un dejo de derrota crecía en mí; era
como tenerla detrás de un vidrio. Ella se fue a Estados Uni-
dos y le perdí el rastro, hasta que un día, diez años después,
en un table dance en El Paso,Texas, la reconocí. Trabajaba de
bailarina. Nos dio gusto encontrarnos. Esa noche se sentó
en mis piernas y me platicó un poco de su vida. Como aca-
baba de bailar, su perfumado sudor me envolvía.
Estuve a punto de morir, me dijo. Iba en una motocicle-
ta con mi novio cuanto el vehículo se derrapó y se estrelló
101
contra un poste de cemento. Él murió y yo estuve en coma
por una semana y esta cicatriz fue lo que me quedó, me dijo
como si me contara lo que le había pasado a un vecino.
Vicky señaló una marca a la orilla del ojo. Hasta entonces
no la había notado, pero ya descubierta no podía dejar de
verla; era la raíz que había echado la muerte un día y ahora
se mostraba evidente en su rostro. Nunca me pidió que la
acompañara a un privado ni que le invitara una bebida; es-
tuvo todo ese tiempo, alrededor de una hora, conmigo y al
final me dio su número telefónico. La llamé varias semanas
después y quien contestaba no sabía nada de mi amiga; lue-
go dejaron de responder. De vez en cuando pienso en ese
antro y en mi amiga. Esa noche, de alguna manera volvi-
mos a tener diecisiete años y de nuevo estuvimos en la sala
oscura del cine, apenas iluminados por la película. Por más
años que pasen, uno sigue siendo el mismo.
Reviso mi correo electrónico y le doy un sorbo a mi vaso
y el whisky es una barca donde me balanceo. Mi estudio,
una recámara donde sólo hay libros, es un mar de agua ne-
gra y amniótica.
El mundo ya no es de MTV, ahora le pertenece a la Inter-
net. Juegos. Noticias. Pornografia. Hay una página de videos
donde hombres se dedican a bajar o subir el vestido a mu-
jeres incautas. Y,lo que importa, son esos segundos en que
los senos quedan al aire o que el sexo se transparenta bajo
sus calzones. Ellas sólo pueden detenerse a media caminata
y acomodarse la ropa en su lugar. Sin ningún gesto ni rabia
aparente. En otros, un masturbador a media calle vacía su
carga en rostro y cabello de mujeres que leen el periódico
o fuman o hablan por teléfono. Las mujeres, sorprendidas,
102
rechazan al perpetrador dando lánguidos manotazos sin en-
tender muy bien qué es lo que les está sucediendo; cuando
el vándalo huye, ellas extraen pañuelos de sus bolsos y se
limpian; miran hacia los lados y, algunas, olisquean aquello
que ha caído en ropa y mejillas. Unas hacen gestos, otras
son jaulas donde retienen cualquier sentimiento y se dedi-
can a limpiarse como si limpiaran tan sólo una mancha de
agua. Esta máquina es el viaje interminable. En mi casa,
el primer piso sigue en calma, y sin moverme ya viajé a
Italia a presenciar una pelea campal entre muchachas de
preparatoria; he sido testigo de los golpes y las patadas en 1
1
sus rostros. Amigos en Puebla y San Antonio me escriben u
mensajes instantáneos en el chat, saludándome.
Hace unos meses, varios amigos, para olvidar de una vez
por todas a Angélica, como ellos me lo plantearon, trajeron
a la casa hongos alucinógenos. Esa tarde invité a Belinda.
Cuando los ingerimos y comenzamos a sentir los efectos,
nadie decía cosas extrañas, excepto Luis, que hablaba de
11
tangentes y parábolas y formas geométricas que yo enten-
día muy bien. Belinda se había hundido en una tristeza lí-
quida y veía auras en nosotros que se extendían como si
se arrastraran los faros de un auto en un programa de te-
levisión. El azul, para mí es importante, alguien dijo y era
verdad. El azul tenía cuerpo. Uno podía hundir los dientes
en él. El mundo, por fin, era el mundo sin tapujos, crudo
y aplastante. Cinco hombres y una mujer nadando entre la
luz y el aroma del agua, el vaho en el vaso, las rayas de
la tarde, el cielo oleando en colores hasta golpearnos los
pies y los ojos. Parecía que viviéramos en las páginas de
un cómic.
103
 Soy Batman y me contengo, dije; tenso los músculos bajo
mi traje, puedo con todos ustedes. ¿Saben cómo conseguí
estas cicatrices? Belinda nadaba en una alberca de sillones,
voces y quietud. A las diez de la noche fue el descenso. Ha-
bíamos ido al otro lado de nosotros y habíamos regresado
con las piernas adoloridas.
A la mañana siguiente, recibí una llamada de Belinda.
Estoy deprimida, me dijo. Es normal, si quieres vamos a
comer, le propuse, pero prefirió quedarse sola en casa.
Cuando me entero, estoy en medio de la oscuridad juaren-
se; la única luz que me guía es el brillo de la pantalla; ape-
nas percibo la forma del librero a un lado mío. Hay tantos
grillos fuera que hacen que la noche parezca más pacífica,
pero no es cierto. Mañana anunciarán los muertos y los res-
taurantes incendiados que van en la semana.
Los narcotraficantes, con la droga embodegada, porque
no la han podido colocar, han salido a las calles como vam-
piros o supervillanos a extorsionar comerciantes. Una gran
película donde los héroes faltan porque nadie ha podido dar
el llamado o porque en verdad no existen. La semana pa-
sada incendiaron un parque recreativo a unas cuadras de
aquí. Las llamas eran oscuros manotazos. Un olor caliente
me rodeaba. Ahora, desde mi oscuridad, compro libros por
Internet, reviso estados de cuenta, hago llamadas al otro
lado del mundo, y todo es posible con la punta de mis de-
dos, hasta que los ojos se enrojezcan y ardan o la botella
se vacíe.
104
Al final de los años que estuvimos juntos, Angélica y yo fui-
mos dos veces a la playa; la última vez, en auto, visitamos San
Carlos, en el mar de Cortés. Aún tengo en el disco duro de la
computadora las fotografias de aquel viaje y, aunque no las
he visto desde hace tiempo, no puedo deshacerme de ellas.
Recuerdo algunas, empezando con ésa donde Angélica son-
ríe desde un mirador en la sierra de Sonora. A la distancia,
una planicie infinita quiebra el cielo (me gusta decir quiebra
el cielo). Al llegar a San Carlos, las estrellas eran las mismas
que contemplaba en Ciudad Juárez, pero ahí parecía como
si nos hubiéramos transportado a otro México, una tierra
paralela más tranquila y más iluminada. Al día siguiente,
Angélica me dijo con un brillo en los ojos: Vamos a Mazatlán,
estamos a medio camino. Le expliqué que faltaban diez horas
más para llegar. No importa, si nos vamos ahora, llegaremos
mañana por la mañana, yo invito el almuerzo, agregó. Le dije
que volveríamos pronto. Ella miró al sur sin decir palabra.
El cabello le ocultaba la mitad del rostro. Al sentir la brisa
fresca, se cubrió los hombros. Ahora me arrepiento de no
haber tomado el auto y seguir la carretera al sur.
En San Carlos, conocimos a una pareja de argentinos que
venían de Ciudad Juárez donde regentaban un restaurante
I'"
con la ayuda de sus hijos y ahora estaban en la bahía fes-
11
tejando su nacionalidad mexicana; partirían más tarde a
!i'
Mazatlán, donde el hijo mayor los esperaba. Yo conocía el
:,¡
restaurante que regentaban, pero nunca lo había visitado.
·,¡,
Ahora lo haría, le dije a la pareja. Después Angélica y yo nos i!
separamos.
Hace una semana, cabizbajo, llegué al restaurante argen-
tino. Al principio, el dueño no me reconoció, pero cuando
105
volvió con mi primer trago llamó a su esposa para que me
saludara. En todo el tiempo que platicamos no me pregun-
taron por Angélica, como si en San Carlos hubiera estado
yo solo. Y tal vez así debió haber sido, pensé. Tal vez Angélica
sólo existía en mi cabeza. Comí un poco de pasta y chorizo
argentino y salí contento y ebrio del restaurante. Pero, en
el auto, royendo lo sucedido durante la velada, concluí que
Angélica ya había estado en ese mismo restaurante junto
con su nuevo prometido. ¿Cómo lo supe? Era una sensación
que me provocaba la amabilidad extrema de los anfitriones.
Estoy llegando a la mitad de la botella y ése es el límite.
A estas alturas todavía me puedo controlar. En medio de la
noche, apenas si se distingue el teclado de la computadora.
Apenas si me distingo yo.
106
A Gabriela Torres le regresó el dolor del vientre. Dejó el
cuchillo con el que extendía la mayonesa sobre el pan, apre-
tó el puño y tomó asiento.
¿Qué haces?, preguntó su novio desde la recámara; su
voz se oía somnolienta.
Preparo algo de comer, dijo ella.
La luz de la tarde resaltaba los blancos de la cocina: la
estufa, el refrigerador y los platos escurriendo a un lado
del fregadero. Como el accidente de su novio se transmitió
por televisión, los amigos no habían parado de llamar hasta
hacía unos minutos y, por la mañana, habían llegado al de-
partamento dos arreglos florales con remitente anónimo,
que él no comentó, como si no existieran, y de los cuales
ella no quiso preguntar nada.
Cuando me recupere tendré que invitarte a cenar, le dijo
su novio, pero Gabriela Torres ya no contestó.
Ahora no le va a doler, por la anestesia, pero, si siente mo-
lestias tómese esto, le dijo el ginecólogo mientras escribía
107
en el recetario algo ilegible, como ella misma lo hacía en su
consultorio. La semana anterior, después del chequeo ru-
tinario, el médico le llamó porque un tejido extraño había
aparecido en los resultados de los estudios. Ahora le pun-
zaba el vientre porque el ginecólogo le había tomado una
muestra más grande del cuello uterino. Así que, por segun-
da ocasión en menos de un mes, se había desnudado frente
a su médico y él había sugerido que se dejara los zapatos.
Y ella ahí, con el sexo al descubierto, asintió y se recos-
tó sobre la mesa exploradora. La primera anestesia fue un
aerosol que al ser aplicado le ardió y, entre los nervios de
saber qué era ese tejido extraño y el escozor que sentía por
dentro, comenzó a llorar.
¿Quiere ver en la pantalla?, le preguntó el médico sin
ninguna inflexión especial en la voz. Lo único que hizo fue
negar con la cabeza y sentirse más desnuda. Eso mismo ha-
cía ella cuando introducía la cámara en la boca de sus pacien-
tes y la exploraba descubriendo manchas, resquebrajaduras
y caries. Se acordó de Carlos, el ingeniero, uno de sus pacien-
tes, que le tenía prometido un libro. La primera vez que fue
a visitarla por el problema de muelas que lo aquejaba, le pidió
que no le mostrara nada, que sólo hiciera lo que tenía que
hacer. Me deprimo, le había dicho. Ahora lo entendía. Si el
ingeniero cumplía con su palabra, sería la segunda vez que
alguien le regalaba un libro. ¿Cuál será?, se preguntó pen-
sando en tantas posibilidades, y sólo oyó la voz del médico
trayéndola de regreso al oscuro consultorio:
Como es muy joven y aún no ha tenido hijos, el corte que
voy a efectuar será transversal. La muchacha trató de re-
conocer alguna preocupación o alivio en el médico, pero no
108
había nada. Aparte de su voz ronca, sólo estaban los ruidos
metálicos que la sillita hacía cuando él se movía de un lado
a otro para seleccionar algún instrumento y regresar al
cuello del útero. A eso se reduce lo que soy,pensó Gabriela
Torres, a cosas calientes que sangran y se llenan de tejidos
extraños. ¿El corte sería transversal? Sin entender, volvió
a asentir con la cabeza, pero el médico ni siquiera se dio por
enterado. Su mente regresó al posible libro que recibiría de
Carlos. Esperaba que fuera una novela larga, aún más que la
de Saramago que tenía en la pequeña repisa sobre su cama.
Pensaba que leer una novela de mil páginas sería un gran
reto.
Un tufo a carne quemada le llegó a la nariz, acompañado
de los ruidos fríos de la sillita del médico. Se puso más ner-
viosa y, para contenerse, apretó los puños hasta sentir las
uñas clavarse en su propia piel.
Luego, de un momento a otro, el doctor le pidió que se
vistiera.
Mientras recibía la receta médica, hizo la pregunta:
¿Qué cree que sea?
El cáncer no se desarrolla en forma de glándulas, que
fue lo que encontré. Pero había demasiadas y necesitamos
ahondar para dar una conclusión, dijo el médico. Se veía tan
poderoso tras su escritorio sólido y grande, con las manos
entrelazadas y descansando en una libreta.
Pero, entonces no es cáncer, ¿verdad?
Son demasiadas glándulas, alguna infección mal cuidada
las pudo haber provocado; seguía mirándola sin parpadear,
sin mover las manos, despidiendo ese aroma a desinfectante
que los médicos despiden. Así eran todos, así era ella.
109
 Dobló la receta en dos, sin lograr que las orillas del pa- uno busca para encontrar la vejez en uno mismo, ésa que
pel coincidieran, y salió del consultorio lo más aprisa que se aloja en los huesos desde la infancia y va manando con la
pudo. Dentro del auto, comenzó. a llorar de nuevo. No le di- edad. Como si en todo ese tiempo la muerte estuviera cons-
ría nada a su novio hasta que tuviera los resultados en sus truyendo una casa, a su gusto, para luego derrumbarla y
manos. ¿Y si alguno de sus novios anteriores la había con- buscar la siguiente.
tagiado conalgo incurable? Apagó la luz del baño y regresó a su sándwich a medias.
La tarde había caído y la cocina estaba sin tantos brillos.
Guardó todo en el refrigerador, oyendo los ladridos es-
Gabriela Torres se llevó una mano al vientre. El calmante porádicos de un perro a la distancia.
ya debería haberme hecho efecto, se dijo mientras otro có- Un tejido extraño, pensó.
lico se encendía como una lámpara. Fue al baño a orinar y, Escribió una nota y la adhirió al refrigerador con un imán.
cuando terminó, observó dentro del retrete. No había san- Tomó su bolso y salió.
gre. Menos mal.
Tiró de la cadena.
La ventaja es que soy joven, pensó acomodándose la ropa,
claro que no es nada. Aunque a Carnien, una de sus primas,
a los quince años le diagnosticaron sabe qué cosa que la
había dejado infértil y obesa.
Abrió la llave del lavamanos y esperó que el agua se ca-
lentara un poco, se restregó las manos con un jabón de esen-
cia a frutas que ella misma había llevado al departamento de
su novio.
De pronto se sintió desfallecer. Veintisiete años y un te-
jido enfermizo la allanaba. Se miró de perfil, tenía el vientre
más abultado, de eso no había duda, y, aparte, notó unas
pequeñas arrugas en la frente. Se acercó a su reflejo y pasó
uno de sus dedos por las nuevas marcas y, al ver su mano, sin
pensarlo, estiró la piel del dorso. De inmediato recordó
que eso hacía su abuela, y su madre comenzaba a hacer-
lo, como si aquel pequeño jalón fuera la comprobación que

110 111
De nuevo es la medianoche. No puedo dormir. ¡11

La luz fría de la pantalla de la computadora me recon-

forta. Los videos de peleas callejeras entre mujeres y músi-
ca de ruido y estrategias para pasar niveles de videojuegos
van y vienen. Éste es el nuevo zapping, descargar y ver.
Leer las noticias sobre la crisis económica en París o Espa-
ña, o saber que hubo tres muertos en Morelia por el narco,
o saber que la actriz Salma Hayek le robó cámara a la esposa
de Sarkozy por el apretado sujetador que llevaba. El aire ulu-
la y en su lengua, que conozco de siempre, me dice que el
día de los muertos está a la vuelta de la esquina; las ramas
se mueven y la luna, la más grande del año, es una galleta de
luz en la esquina de la ventana.
Para los vecinos de enfrente, hoy fue su último día en Ciu-
dad Juárez; desde mañana vivirán en Saltillo, Coahuila, a unas
trece horas de camino hacia el este, en una casa que imagino
muy parecida a la que hasta hoy habitaron. Fui a despedirme.
Hace unos meses, mi jefe me ofreció un puesto en Saltillo,
le dije a Manuel mientras Gloria, su esposa, guardaba algu-
nos trastes en una caja llena de volutas de periódicos.

C0
 Y qué pasó, me preguntó.
Otras cosas, contesté; en todo caso, si hubiera aceptado
seguiríamos siendo vecinos. Nos reímos por compromiso
y me retiré.
Gloria se parece a Belinda en sus piernas largas y fuer-
tes, aunque su tono de piel es más claro. En los cuatro años
que fuimos vecinos, realizaron muchas fiestas en su casa a
las cuales nunca fui invitado. Hubo mariachis, cantantes de
ópera (en una ocasión), castillos inflables para que los niños
saltaran dentro, carnes asadas y música disco. Ahora la casa
es un cascarón. A Gloria ya no la saludaré por las mañanas,
cuando salía a dejar a sus hijos a la escuela.
Las ramas de los árboles se mueven y el aire lame las
ventanas, murmura que quiere entrar y la luna se ve dema-
siado fría, aunque en realidad esté a más de trescientos gra-
dos centígrados.
Hoy mi jefe me pidió que desayunara con él. Fuimos a
un puesto de gorditas de harina. Él ordenó una de asado de
puerco y yo otra de rajas de jalapeños con queso. Es un local
que conozco desde que era pequeño, Mi madre solía llevarme
a pie cuando vivíamos cerca de ahí; me tomaba con fuerza
de la mano para cruzar las calles, aunque no hubiera autos
transitando. Desde que tengo memoria, los guisos de las
gorditas no han cambiado nada.
Debemos tener cuidado, me dijo Rafael, mi jefe. La situa-
ción de la compañía está mal. Va a haber despidos. Entonces
muerde su gordita y con una servilleta de papel se limpia las
comisuras de la boca, haya o no haya qué limpiar. Desde hace
unos años, la industria automotriz se ha visto amenazada
por los altos precios del petróleo y los créditos monetarios
114
para quienes construimos autos de los gringos. Ahora la
amenaza parece más real que nunca. La noticia de Rafael me
pone tenso. Pero no te preocupes, al menos tú y yo estamos
seguros, agregó y siguió comiendo.
Los últimos meses he visto cosas extrañas en la oficina.
Las lámparas de los pasillos se apagan exactamente a las cin-
co de la tarde, al igual que el clima artificial. Las comidas
subsidiadas se han visto reducidas a porciones raquíticas de
avena y pan tostado en las mañanas, cuando hace un año
preparaban desayunos completos que incluían huevos al gus-
to: estrellados o revueltos, con jamón, champiñones o cho-
rizo. Hasta ahora, me percato de que en los últimos meses no
he comido en la oficina por el mal trato de los que atienden
la cafetería, midiendo las cantidades que se sirven a tal ex-
tremo que se huele algo de miseria en el ambiente. Luego
comenzaron a cerrarla con llave el resto de la mañana por
el tiempo desperdiciado a la hora del desayuno. Necesita-
mos ser más eficientes, fue lo que escuché. En inglés, esta
acción se llama attrition; es el desgaste, la lenta destrucción
del trabajador. Cuando estudiaba la carrera aprendí el tér-
mino y hay muchos casos: el clásico es cuando necesitas que
alguien renuncie para ahorrarte los gastos del despido, así
que tomas acciones severas contra el trabajador indeseable,
como pedirle que durante su turno perfore hojas blancas o
se le deja fuera de las juntas por error o, por ejemplo, si
tienes un trabajador obeso y un edificio de varios pisos
sin elevador, se le reubica su oficina a la segunda o tercera
planta. La fricción que deslava la moral sirve al fin para aho-
rrarse un buen dinero. Tarde o temprano, la gente erosiona
y termina por renunciar. Es como si estuvieras concursando
115
en un Big Brother, donde el vencedor será quien aguante las
tareas o retos del Gran Hermano.
Hace unas semanas le pedí un aumento a mi jefe y dijo
que iba a comenzar a trabajar en ello. Ahora sé que nues-
tra plática tiene un fin. Rafael sigue comiendo. Yo bebo una
Coca-Cola Zero, mientras él se limpia las comisuras de la
boca con una nueva servilleta de papel.

Es tarde. El zumbido del ventilador de la computadora me

reconforta. Me quedé dormido unos minutos, como un con- Ayer Belinda me pidió que la acompafí.ara a caminar; como
ductor ebrio en medio del camino. yo deseaba tomar un poco de aire fresco acepté y termi-
namos dando un paseo por el borde fronterizo. Desde ahí
vimos los soportes que detendrán el muro que Estados Uni-
dos decidió construir para dividir aún más a los dos países.
El paisaje era triste. Una cosa fue ver la cortina metálica en
Tijuana, porque siempre ha estado ahí, porque de alguna
manera gringos y mexicanos tienen que definir su territo-
rio, y otra verlo en esta ciudad, donde lo que queda del río
Bravo ya hacía el trabajo de dividir ambos países. Era tarde y
ya no quedaba nadie trabajando en el muro. Avanzábamos al
este; hasta donde la vista me alcanzaba podía ver los largos
tubulares clavados en la tierra, alineados de tal forma que
parecían soldados haciendo guardia. Por segunda ocasión
iba a preguntarle a Belinda por esos cuatro días que había
estado ausente y que no había contestado a mis llamadas,
pero ella me ganó la plática.
Necesito que me hagas un favor, me dijo. Una amiga tie-
ne un problema con la chica con quien comparte la renta de
la casa donde vive.No es nada grave, pero parece que cuando

116 117
I'
la aceptó de roommate le mintió con respecto a su trabajo
y, por algunos detalles, mi amiga ahora no sabe qué pensar
de ella.
Nos detuvimos. No entendía de qué manera podía ayu-
darla. Tomé unos guijarros y los comencé a lanzar sin ganas
sobre el camino que íbamos recorriendo.
El asunto es que Belinda quería que siguiera a la room-
mate de Viviana, su amiga, por unos días hasta su trabajo.
¿Quieres que la espíe?, pregunté frunciendo el ceño.
Viviana va a pagarte, me dijo y seguimos caminando.
La idea me atraía, había ido tantas veces a la casa de An- Antes de llegar a la casa de Viviana voy a cenar una sopa
gélica por las noches en los últimos meses que me sentía de pescado a uno de mis restaurantes favoritos. Por ella me
entrenado para hacerla de detective. entero de que su compañera de cuarto hoy trabajará en
Puede ser cuando tú digas, agregó y sonreí. casa, así que me iré a postrar enfrente y leeré un poco, a
ver qué averiguo. Al pedir mi comida, el mesero asiente
como si no estuviera convencido del todo en mi elección.
Agrego que me incluya una Tecate y unos limones. Cuan-
do el mesero me trae el pedido, sazono la sopa con un
poco de salsa inglesa y pico de gallo y la como con parsi-
monia, esperando que se haga más tarde, pensando en lo
que voy a hacer. No tengo idea a qué me enfrentaré si me
pescan husmeando lo que no me importa. El caldo tiene
trozos grandes de tomate y apio que busco con ganas. Eso
lo es que disfruto aún más que los trozos de pargo. Me
siento como un detective listo para entrar en acción. A mi
lado hay una pareja. La mujer es alta y tiene el cabello
castaño. Deduzco que su calvo acompañante, por la ma-
nera en que se hablan, es el marido; hunde totopos en la
salsa picosa de jalapeños tatemados antes de llevárselos
a la boca.

118 119
La casa de Viviana es de dos pisos, entre ésta y yo hay un
austero parque con varios moros ya deshojándose, una res-
baladilla y un par de columpios oxidados.
A Viviana la he visto dos veces en mi vida. La primera
fue en el jardín de Belinda tomando cerveza, como hacemos
ella y yo cuando voy a visitarla. Al verlas sólo soné el claxon
y me seguí derecho a casa. Viviana es una mujer menuda y
trabaja de ingeniero de calidad en una maquiladora a la
que proveo de componentes para arneses. La segunda vez que
la vi fue en una de las líneas de producción de su planta. La
reconocí de inmediato y pregunté por ella; así supe su nom-
bre. Luego, la demanda de los autos se vino a pique y ella,
evitando ser despedida, aceptó trabajar en el segundo turno.
Ahora, sin saber quién soy, me había contratado para espiar
su hogar.
Son las siete de la noche y todo está en calma. Varios autos
pasan al lado del mío para tomar la avenida principal, unas
cuadras más adelante. Una niña se acerca a mi ventanilla
y, asomándose, pregunta qué estoy haciendo. Nada, le digo.
La niña me dice que su mamá prepara la cena y ella ha sali-
do a buscar a su hermano a la casa de los vecinos. Me llamo
Paty, dice y se aleja corriendo. Tanta energía que hay en
los niños. A todos lados tienen que correr. Mi hijo, el que
nunca tuve con Rocío, pudiera haber sido su hermano o por
lo menos su vecino. A su edad ya me hubiera pedido una
mascota y su madre y yo seguiríamos discutiendo por te-
léfono si le haría algún bien tener un cachorro y cuál casa
debería habitar el animal, si la de ella o la mía.
120
Un auto se ha estacionado frente a la casa de Viviana. Un
hombre regordete se apea y se dirige a la puerta y toca el
timbre. Hasta acá escucho la campana resonar. Una mujer
abre la puerta, lo saluda y se hace a un lado para permitirle
la entrada. Es ella, pienso. Su novio, su amigo o su amante,
mira hacia fuera antes de que la puerta se cierre. Es como si
el telón del teatro cayera. Aprovecho para sacar mi ánfora
plateada, plena de whisky, y doy un trago.
¿Qué tomas?, Paty hace que pegue un saltito en mi asien-
to porque ha aparecido de pronto. Es agua, le miento y ella se
acerca un poco más. Huele a inyección, me dice, arruga la
nariz y se va. Saco del maletín la novela que he comenzado
a leer unos días atrás. Trata de un decano de descendencia
negra que, por la pigmentación de su piel, toda su vida se
ha hecho pasar por blanco y sus hijos y esposa, muerta casi
desde las primeras páginas, nunca lo supieron.
Ya ha oscurecido y Paty y su hermano y su madre han de ha-
ber terminado de cenar. Su padre, que le ha de haber heredado
lo rasgado de los ojos, llegará de la oficina a las diez de la no-
che.Paty ha de cursar tercero o cuarto de primaria. Pronto irá
a la secundaria donde un niño a quien le gusta dibujar e inven-
tar superhéroes será su primer novio.Luego estudiarán juntos
en el CBTisuna carrera técnica en sistemas computacionales.
En el Tecnológico sus intereses serán distintos y dejarán de
frecuentarse. Mi padre estudió la carrera de administración
de empresas ahí. Recuerdo que una vez, en uno de losjardines,
había una hilera de hormigas negras que cargaban, entre frag-
mentos de hojas y madera, una mosca moribunda.
121
Un auto gris se estaciona tras el auto del hombre regordete;
de éste se apea un joven más bien larguirucho; cuando toca
el timbre de la casa de Viviana veo que se lleva un chicle a
la boca; gira el cuello de un lado a otro y sacude las piernas
con insistencia. Mira hacia mí, pero, afortunadamente, me
toma como parte del paisaje. Regordete sale de la casa como
si estuviera esperando al recién llegado y, sin mirar a Lar-
guirucho, sube a su auto y se va. Entonces veo con deteni-
miento a la compañera de cuarto de Viviana. Es una mujer
joven, de unos veinticinco años con el cabello recogido en
una cola de caballo. Lleva una bata blanca. Larguirucho la
abraza, ella lo rechaza entre risas y la puerta vuelve a ce-
rrarse y el telón del teatro baja y todo es claro. Qué suerte
la mía.
Por el rabillo del ojo miro a Paty que se asoma por la ventana
de su casa y me señala con insistencia. Algo le comenta a la
gente que está con ella y vuelve a señalarme y su dedito pega
contra el vidrio. Cuando una mujer de cabello lacio, de quien
sólo puedo distinguir su silueta, aparece al lado de la niña,
ya estoy encendiendo el auto. Ya avanzo. Ya me pierdo. Vuel-
ven a mí la compañera de cuarto de Viviana y Regordete y
Larguirucho; seguro que otros llegarán más tarde.
122
Esa noche, al regresar a casa, Carlos tenía toda la intención
de contarle con detalle a Belinda lo sucedido en su primer día
como investigador privado. Estacionó el auto en la cochera e
instintivamente cerró el candado. Miró de reojo hacia la casa
de su amiga. Las luces estaban apagadas. Carlos se preguntó si
Manchas habría regresado, pero sabía que no. Sacó su ánfora
plateada del auto y dio un trago más; la bebida estaba caliente.
Al día siguiente, Belinda le llamaría para preguntar-
le cómo le había ido con su investigación. Ahí va, supongo.
Como ya sabíamos, la mujer no salió para nada de casa.
Esa noche, antes de apagar la computadora, pensó en la
muchacha recibiendo a los hombres. ¿Y si yo fuera uno de
ellos? ¿Y si fuera hasta allá a tocar la puerta? ¿Y si me pre-
gunta cómo di con ella?, pensó. Vio las llaves del auto a un
lado suyo, las movió con el dorso de la mano y dio un trago
más al whisky. Se sentía agradablemente mareado.
Volvióa casade Vivianavariasvecesmás,y para no ser sorpren-
dido por Paty, la niña de ocho años, llegó un poco más tarde.
123
 Miró salir a Regordete de la casa. Hubo otros, estaba el Vio a la Mole de los Cuatro Fantásticos llamar a la puer-
Negro y la Mole, el de las caricaturas de Los Cuatro Fantás- ta y tras ver que nadie le abría se asomó por la ventana
ticos y alguien que lo sorprendió: Scott Fitzgerald. No tardó haciendo una visera con las enormes manos. Derrotado y
en localizar una fotografia en Internet y confirmar el pa- mirando tras su hombro, subió al auto y se marchó.
recido. Era, excepto por las cejas un poco más abultadas, Carlos sacó su ánfora de whisky y dio un trago largo.
el mismo rostro alargado que delataba al escritor. Se podía Encendió la radio y luego la apagó. Se estaba bien allí. Al
decir que el famoso había venido del más allá, sesenta y lado del parque ralo y oscuro, lleno de grillos, conspirando.
ocho años después de muerto, después de haber bebido su
último vaso de ginebra escondida en el depósito de agua
del retrete, y de haber hablado con su secretaria por unas
correcciones a El último magnate,aburrido y con resaca, en
busca de una mujer buena, candente y parlanchina (porque
Carlos deducía que la espiada era una mujer alegre y feliz de
ser puta, por la sonrisa con la que recibía a sus visitantes).
Esa vez fue la última, porque después de cumplirse una
semana de estar espiando a la mujer, a su regreso a casa,
Belinda lo esperaba fuera.
Viviana te manda este adelanto pero quiere saber algo ya,
le dijo su amiga y le tendió un billete grande.
Carlos rechazó el ofrecimiento, pero se resignó a confe-
sarle lo que sabía.
!ll
Es una puta, le dijo al fin, y la muchacha no entendió. Así
que le contó de Regordete, Larguirucho y Fitzgerald.
Al principio Belinda se mostró consternada; hasta pensó
que lo iba a recriminar por haber esperado tanto para contar- l1

le, pero ya bajo la tranquilidad de un par de Tecates le dijo:

No mames, ¿y es guapa?
Carlos describió lo que había visto.
Dos días después de la revelación, regresó una vez más a
la casa de Viviana.

124 125
 1

La situación en la oficina es más grave de lo que pensaba

Rafael.
Volvimos a almorzar juntos, ahora en el Rigel, sobre la
avenida López Mateos, muy cerca del parque Chamizal. Para
cuando llegaron los platillos,seguíamos platicando del trabajo.
¿Sabes quién es Rodolfo?,me pregunta. Rafael se masajea
el cuello. En el restaurante hay música de los Beatles.
Claro.
Pues hace dos semanas le dijeron que su último día con
nosotros sería el 27 de octubre.
Y, ¿qué pasó?
Que de inmediato se puso a buscar trabajo y lo consiguió
en una compañía de material quirúrgico.
Eso es muy bueno.
¿Tú crees?, me pregunta y al ver que no contesto agrega:
Pues resulta que ayer le hablaron de nuestro departamento
de recursos humanos. Que siempre no lo van a despedir.
Que están haciendo lo posible por reubicarlo.
Ahora entiendo lo que me quiere decir Rafael. Los plati-
llos siguen frente a nosotros sin ser tocados. Sólo bebemos

127
café. Parece que hay menos gente de lo habitual en el res-
taurante.
Rafael no vive en Ciudad Juárez. Habita un departamento
que heredó de su madre cerca de la Universidad de Texas,
en El Paso, a una cuadra de la avenida Mesa. Es uno de
los lugares más codiciados para vivir. Mucho antes de que
llegaran sus papeles de residencia para Estados Unidos ya
vivía allá, ilegalmente. Pero no es lo mismo ser un ilegal
con una camioneta del año y un departamento chic (además
de pagar impuestos por el departamento), que ser el ilegal
sin dinero que busca un sitio dónde trabajar del otro lado.
Rafael cruza el puente Libre cada día para llegar a la ofici-
na no más allá de las ocho de la mañana, aunque la entrada
sea media hora antes, y a las seis de la tarde regresa a su
casa por el Centro. Desde el robo de su maletín, cambió
el gimnasio de varios afias por uno localizado en Estados
Unidos, apenas a cinco minutos de distancia de su casa.
Rafael es originario de Delicias, una pequeña ciudad al sur
del estado de Chihuahua. Su madre murió dos años atrás de
cáncer en el hígado. El departamento que habita apenas
es un punto, segón dicen, en el mapa de propiedades y ne-
gocios que obtuvo por la desgracia familiar, la muerte de
su madre.
Él cuida de los intereses de la familia, me dijeron como
si se refirieran al Padrino, de Puzo. Se dice que trabaja sólo
para entretenerse. Aún y si eso fuera cierto, lo veo preocupa-
do al contarme de Rodolfo y la situación económica en ge-
neral. Quizá está preocupado por sus negocios familiares.
Ayer había visto a Rodolfo en los oscuros pasillos cuan-
do me dirigía al baño y lo saludé de lejos. Pienso en la pala-
128
bra attrition. Rafael y yo coincidimos en que ya depende de
nuestro amigo irse o no. Si se queda, la compañía se ahorra
el despido y si se va, se lo siguen ahorrando, porque él ten-
dría que renunciar. Rodolfo tiene quince afias trabajando
en servicio al cliente y eso se traduce en buen dinero.
Le pido más café al mesero y, para relajarme, comienzo
a comer. Rafael también lo hace, pero sin ganas. Sé que hay
algo más. Tal vez ahora sí sea posible que nos despidan a
él y a mí y no es cierto eso que me dijo antes, que nuestros
puestos están seguros. Al darle un sorbo a mi taza descubro
otra posibilidad: Tal vez sea él quien al regresar a la oficina,
con el estómago lleno, me informe que yo soy quien se va
la última semana del mes. Que vaya empacando mis cosas
porque Chuy, uno de los guardias de seguridad, me acom-
pañará de mi cubículo hacia la salida, hasta mi auto, porque
ésa es la política y se debe seguir al pie de la letra. Alguien,
de ahora en adelante, hará mi trabajo y nadie habrá notado
mi paso por esos pisos, por las salas de junta, por el depar-
tamento de personal, por los baños. Pero no seré el único
que se irá. Ahí están los que fueron mis vecinos que ahora
viven en Saltillo. O te reubicas o pierdes tu puesto, tal vez
le dijeron a Manuel en una oficina parecida a la de Rafael, de
ventanas con persianas entrecerradas que dan a un área ver-
de y tranquila. Al oeste de la ciudad abrieron una nueva plaza
comercial y al norte se percibe el inicio de una cerca inter-
minable. Tantas cosas que sé y tantas otras que suceden de
las que no estoy enterado. Mijefe me dice que los despidos
empezaron hace seis meses. Así me doy cuenta de que no
he visto ni a Xóchitl, la nalgona del departamento de mate-
riales, ni a Abraham, el supervisor de mantenimiento de
129
planta, ni a Rubí, la secretaria del señor Nelly, el gerente
de operaciones de la zona oeste -que comprende plantas en
el estado de Sinaloa y Baja California-. Una mañana sim-
plemente no aparecen y no lo notas.
Antes de que yo llegara al departamento de ingeniería,
ocho años atrás, Rafael tuvo que dejar ir a tres de sus anti-
guos ingenieros. Los había citado uno por uno en su oficina.
Eran otros tiempos y dos tomaron el asunto bien y a los
pocos días consiguieron trabajo. Hace ocho años uno podía
cambiar de trabajo cada semana sin problemas. La mucha-
cha fue quien se puso mal al recibir la noticia. Se desmayó.
Luego no quería desalojar su cubículo. Quería una expli-
cación con más detalle. Al final, los guardias de seguridad
decidieron hacerlo por ella. Mientras sollozaba en enfer-
mería sintiéndose una incompetente, le acercaron una caja
de cartón con sus pocas pertenencias. Yo,excepto por unas
fotografias, dejaría mi lugar intacto. Nada es mío.
¿Sabías que el director de recursos humanos se ha esta-
do dando vueltas por el estacionamiento para saber quién
sale a fumar o a platicar?, dice Rafaeljugando con un pedazo
de jamón frío en su plato. Con el tenedor lo mueve de una
orilla a la otra.
Tal vez es mi jefe quien está en la lista de los futuros des-
pedidos y Rodolfo y yo nos hemos salvado. ¿Qué haría de
ahora en adelante si su vida ha sido este trabajo? ¿Qué ha-
ría yo? Tendré que poner al día mi currículum.
Al regresar del almuerzo voy a visitar a Rodolfo. Nuestros
cubículos, a excepción del color (el mío es azul y el suyo es
130
gris), son iguales. Una computadora y un teléfono dispuestos
en el mismo sitio que los míos, unos anaqueles y un calenda-
rio en una de las esquinas. Pregunto por Rodolfo a uno de
sus compañeros y sólo se encoje de hombros. Le pregunto
al otro y me dice que hoy no se presentó a trabajar. Parece
que Rodolfo nunca ha trabajado ahí. Si alguien tomara su
lugar, si no lo conociera fisicamente uno creería que se trata
de él. Hasta se pudiera llamar igual y nadie notaría que es
otro. ¿Necesitas algo?, me preguntan y yo les digo que no,
que me esperaré hasta que regrese. Creo que me van a de-
cir: ¿Rodolfo? ¿Quién es ése? Pero no sucede, regresan a su
computadora y siguen callados y serenos en sus asuntos.
En este sitio casi nadie levanta la voz cuando habla por
teléfono o se dirige a sus compañeros. Alcanzo a escuchar
toses (como esas toses en un concierto de música clásica) de
un cubículo más adelante y una voz que murmura: Lo que
necesite, llámeme.
De Rodolfo no conozco mucho, sólo lo que mis compañe-
ras me platican. Tiene tres hijos y una esposa que es delga-
da y morena. Por un tiempo vivieron separados porque una
noche la mujer descubrió en el pantalón un papel con un
número telefónico. Ella, sospechando lo peor, comenzó a
enviarle mensajes de texto al desconocido personaje. Y al
segundo supo de quién se trataba. Esa tarde, Rodolfo en-
contró una maleta con un poco de su ropa en el jardín de la
casa. Dos o tres vecinas miraron al hombre desamparado
subir al auto y marcharse a muy baja velocidad por la calle.
Luego él y su mujer se reconciliaron. Al parecer, lo que más
le dolía a Rodolfo era la humillación de haber encontrado su
ropa fuera. Pero lo entendía.
131
 Yo había visto a su hija mayor, ahora de unos quince años,
varias veces en la recepción del trabajo entregándole al-
gún recado o recibiendo dinero. Se parecía demasiado a su
madre, excepto por la estatura que ya la pasaba por cinco
centímetros. Un moreno oscuro y un andar elegante resal-
taban aún para una mujer tan joven.

Estoy escribiendo un cuento, le dijo Rogelio a Carlos una

tarde que pasó a saludar a Belinda. Al verla ahí, con su habi- 1

tual y estrecho short, regando el jardín, se detuvo a saludar-

,,1
'"11
la. Al apearse, el joven de veinte años salió de la casa con un
par de cervezas. Esperó a que Belinda los presentara y al
IJ
saber que Carlos era quien le había prestado los libros que
ahora leía, se le abrieron mucho los ojos de agradecimiento.
En una ocasión, Carlos le había preguntado a su amiga por
el fisico de su nuevo novio y ella lo había comparado con un
joven Mickey Rourke. Como en Body Heat, pero más joven,
¿te acuerdas?, le había dicho. Claro que se acordaba del actor
haciéndola de pirómano. Rourke, en aquella película tenía
veintinueve años, pero daba una buena idea de lo apuesto
que podía ser Rogelio.
¿Ah, sí?, Carlos le contestó arrepintiéndose de no haber
seguido derecho a su casa, de haber sido atrapado por las pier-
nas morenas de su amiga antes de percatarse del muchacho.
El cuento trata de un actor de teatro que se especializa en
personajes de una sola línea, dijo Rogelio aún con las cerve-
zas en las manos.

ISS
132
 Carlos pensaba en el gran parecido de Rogelio con Rourke
antes de las peleas de box y los pómulos sumidos y la lengua
partida y la nariz rota.
Noches antes, Belinda le reveló que su Mickey Rourke
personal le había tratado de hacer fisting, pero todo se había
quedado en el intento por la estrechez de su sexo.
No es eso, le dijo Carlos, podríamos intentarlo nosotros.
Pero la muchacha sin tomarlo en serio, porque tal vez ni él
lo había mencionado con el propósito de llevarlo a cabo, le
preguntó cómo iba su investigación.
Te has de referir a cómo va lo de espiar la casa de Viviana,
la corrigió.
Como se llame, agregó ella y fue cuando Carlos decidió
guardarse unos días más el asunto.
Carlos no evitó mirarle con atención las manos al mucha-
cho. Se imaginó la piel morena de la entrepierna de su ami-
ga, una piel desconocida para él, siendo vejada por el puño
inexperto de un chamaco. Se sintió avergonzado y desvió
la vista al atardecer.
El actor ensaya su línea a las ocho de la noche, siete veces
seguidas por siete días antes de cada función, esté donde
esté. Haciendo fila para entrar al cine o en el supermercado,
o en el restaurante: Señor, éste es su periódico. Hasta aquí
llegó la ley. Pásamelos frijoles que ya me dio hambre, y así
por el estilo ...
Y Carlos veía los rojos del cielo transformarse en mo-
rados, como si estuviera viendo el rostro estrangulado de
un hombre, y convino para sí mismo que un atardecer era
precisamente el estrangulamiento del día.
134
El viejo Mickey Rourke, el neoyorquino, tenía una historia
terrible. Cuando era muy joven salió mal parado de una pe-
lea callejera. En aquel tiempo no tendría más de once años.
Al volver a casa tenía completamente cerrado el ojo derecho.
Mintió. Le dijo a su padre que lo habían golpeado por nada.
Luego subió a su recámara a dormir. Años después, a punto
de marchase a Florida con su hermana, el padre, tratando de
chantajearlo para que no se fuera tan lejos, le reveló una
verdad que lo marcaría de por vida.
¿Te acuerdas de ese día que te golpearon?, le preguntó
el padre que había sido luchador profesional en sus días deju-
ventud y ahora manejaba un gimnasio cerca del Río Hudson.
Mickey no contestó, ni siquiera pasó el peso del cuerpo de
una a otra pierna; tan sólo parpadeaba. Esa noche, cuando
te fuiste a dormir, salí a buscar al responsable de la golpiza.
El futuro actor estaba al lado de la puerta con una mochila
al hombro y el sol de la tarde revelaba las partículas de pol-
vo moviéndose a su alrededor. Pues lo encontré, Mickey, lo
encontré y estuve a punto de cometer una estupidez; afor-
tunadamente el joven fue más rápido que yo; los años me
han hecho lento y esa vez se lo agradecí a Dios. Hace tanto
de aquello, pero es como si apenas hubiera vuelto a casa esa
misma noche después de haber hablado con aquel tipo, hijo.
El joven me pidió disculpas y me contó que él sólo se había
dedicado a terminar lo que tú habías comenzado.
La plática no detuvo a Mickey y, antes de que su carrera
como actor diera sus primeros pasos en una obra de teatro
en la universidad de Florida, ya se podía decir que iba a ser
muy dificil sostenerla. Fue la última vez que padre e hijo se
vieron. Así el joven Rourke se volvió el alebrestado chico
135
malo del cine, y se dedicó a pelearse con directores, cama-
rógrafos y representantes. Lo quería todo y al mismo tiempo
lo desdeñaba y se desdeñaba, algo se lo estaba comiendo
por dentro.
Allá por el 91, cansado hasta de sí mismo y sintiéndose
como el niño de once años que había sido, y con la noticia
de que su padre se moría en un hospital de su pueblo natal,
regresó al boxeo. Ya tenía treinta y nueve años y era obvio
que estaba viejo para esos trotes. Así llegaron las deforma-
ciones del rostro y las tantas cirugías estéticas; del mucha-
cho tan bien parecido de Body Heat ya no quedaba nada.
En una carta dirigida a su hermana, porque constante-
mente ella le pedía que dejara las peleas por la paz, le confe-
só que tenía que saldar cuentas pasadas. Era obvio que ella
no entendió el mensaje sino hasta años después, cuando las
primeras hospitalizaciones se dieron y tuvieron la oportu-
nidad de hablar.
Carlos no le deseaba la mala suerte de Rourke a Rogelio,
el joven escritor, maestro de inglés y alemán, amante de su
vecina y querida amiga.
¿Cuándo llegaría la hora en que Belinda enfrentara al
padre del muchacho, así como el padre de Rourke salió a de-
fender a su hijo una noche de verano de 1963? ¿En qué se
transformaría Rogelio con el tiempo?
Se imaginaba que un hombre entrado en los cuarenta,
delgado y apuesto, llegaba a casa de su amiga y, después de
una letanía de razones -de las cuales tres la harían sonro-
jarse-, decidía dejar a su tan amado muchacho. ¿Acaso no
se da cuenta de que usted podría ser mi amante? ¿Sabe que
la madre de Rogelio tiene apenas unos años más que usted?
136
¿Por qué no sale a un bar y se consigue un hombre maduro,
no un muchacho que aún completa tareas escolares y antes
de salir de casa necesita hacer la cama?
Pensó en llamar a su amigo, el escritor de San Luis Po-
tosí, para que conociera a Rogelio; él podría ayudarlo con
eso de la escritura. Pensó en darle consejos para un buen
fisting, y en lo frío de las cervezas que bebían mientras el
día se estrangulaba con el cordón del tiempo. Recordó los
libros prestados y el altero de libros por leer al lado de la
cama. Últimamente se dedicaba al Internet, al whisky y a
espiar casas ajenas. Él también tenía la trama para un cuen-
to. Una sola vez había intentado escribirlo, pero fue como
escucharse cantar.
Antes de que Rogelio entrara por una Tecate más, a Car-
los comenzó a dolerle la muela, ya no era como al principio,
ahora era un dolor amortiguado. Pensó en Gabriela Torres
y en el libro del autor japonés que descansaba en la barra
de la cocina y que iba a regalarle en cuanto se vieran. Se ex-
cusó y se fue a casa.
Cuando la luz de los faros del auto se adhirió a las paredes
de su hogar, descubrió un nuevo vidrio roto. Miró hacia
ambos lados de la calle, guardó el vehículo y abrió la puer-
ta. En medio de la sala había una piedra envuelta en un papel
grueso. Se imaginó las injurias escritas. Entonces extendió
el papel, era otra impresión de El gran masturbadorde Sal-
vador Dalí. Carlos recordó las palabras de Blanca: Cuando
algo se rompe.
Tomó el teléfono, lo sostuvo unos segundos en su oído
y luego colgó. Necesitaba un trago.
137
A Belinda, a diferencia de sus pequeños senos, le agradan
sus piernas. Le gusta descubrir a sus compañeros de trabajo
y amigos, sobre todo a Carlos, su vecino, mirándole los mus-
los. A más de uno ha atrapado con la mirada fija en ellos y
ha visto cómo desvían la mirada a otros sitios.
Belinda se acaba de bañar y en el espejo de cuerpo com-
pleto mira su desnudez y se seca con una gran toalla blan-
ca. Gracias al ejercicio mantiene las carnes en su lugar, la
piel está tersa y firme. Con la ayuda de las manos se levan-
ta un poco los senos y sume el vientre. Por más que corra,
siempre hay una pequeña barriga ahí. Casi nunca le molesta,
excepto cuando tiene el periodo porque se inflama y entonces
se nota un poco más. Pasa la mano por el corto vello púbico
y desea que su novio esté ahí.
Rogelio, su maestro particular de inglés y pequeño sádico.
Carlos tenía razón al mirarlo con extrañeza, Rogelio era
diez años menor que ella y de cuando en cuando las plá-
ticas se tornaban aburridas, demasiada escuela y maestros,
y luego estaba el esfuerzo de parecer más grande, hacien-
do comentarios de las fallas del viejo auto que conducía y

139
ocultando las obligaciones de casa, como limpiar su recá-
funeral, su madre no dejó la cama por un mes completo;
mara, lavar los trastes y cosas así.
perdió diez kilos de peso y era irónico, pues aunque la tris-
Belinda se cubre el cuerpo y va a recostarse sobre la cama
teza era su sombra, su rostro se había afilado y lo pálido le
recién hecha, el cobertor es azul marino al igual que las
daba un aspecto defemme Jatale. Con su padre fue distinto.
cortinas. En una de las esquinas hay una borla de estambre
La noche después del entierro llegó a casa con una bote-
que le pertenecía a Manchas. Hace una semana que su gato
lla de vodka y se encerró en su despacho. Puso un disco de
no aparece y ya lo dio por perdido. Pero de alguna manera
Javier Solís, que era el predilecto de su hijo, y ahí se quedó
sabe que si deja el estambre en ese lugar hay posibilidades
encerrado hasta el amanecer. Belinda de vez en vez pegaba
de que regrese.
el oído a la puerta sin escuchar más que al cantante. Era
En cualquier momento llegará Rogelio. Siente cómo se
como si alguien hubiera olvidado apagar la música antes
le humedece la entrepierna; va a tocarse, pero se contiene.
de salir. Hasta antes de desaparecer en medio de una llama-
Luego una risita se le escapa. Apenas unos días antes, Ro-
da telefónica dos añ.os después, siempre se le vio de buen
gelio le dijo que quería contribuir a los gastos de la casa.
humor, salvo las ocasiones cuando se quedaba inmóvil y
Le pareció tierno y le dijo que por supuesto. Tan rápido uno
sin parpadear, en medio del desayuno o alguna plática. Era
quería crecer. Afortunadamente, a ella le va bien en el tra-
como si su hijo de pronto le hablara; al menos Belinda lo
bajo. Nada mal para una representante de fármacos. Por el
suponía, porque antes de preguntarle a su padre qué era
trabajo, entre otras ciudades, conoce Vallarta, Acapulco y
lo que le estaba ocurriendo, él volvía en sí y continuaba el
Veracruz. Quién hubiera pensado que terminaría vendien-
hilo de la plática.
do la medicina que ella pudo haber recetado. Pero eso era
El examen de admisión a la universidad, ni qué decir, no
antes, en otra vida, cuando su hermano todavía vivía y su
lo había acreditado. Su padre se limitó a besarle la coronilla y
padre aún estaba con ella, en la ciudad de Chihuahua. Ésa
decirle: Siempre hay otra oportunidad. Belinda se lo agrade-
era otra vida, sin duda.
ció. Pero, cuando la nueva oportunidad se presentó, sucedió
Justo dos días antes de que ella presentara el examen de
lo mismo: en las hojas del examen sólo veía el rostro de su
admisión a la carrera de medicina, su hermano falleció en
hermano con los ojos cerrados dentro del ataúd. Él volvió a
un accidente automovilístico. Según los peritos el accidente
consolarla con la misma honestidad y las palabras anterio-
había sido causado por el alcohol. Su amigo, Carlos, le re-
res como si fuera la primera vez que las decía: Siempre hay
cordaba un poco a su hermano y quizá era por eso que lo
otra oportunidad. Luego, un 1 S de septiembre, su padre
mantenía cerca y por eso mismo no se atrevía a ir más allá
desapareció de la faz de la tierra en medio de una llamada
de la amistad con él. Era absurdo, pero así se sentía y no
telefónica y ella no volvió a poner un pie en la facultad de
podía evitarlo. Cuando el accidente sucedió, de regreso del
medicina.

140
141
 La tarde en que el papá de Belinda desapareció, él traba-
jaba en la remodelación de una vieja casona sobre la calle
Aldama. El lugar había sido el almacén de una importante
tienda de ropa. Cuando su madre y ella fueron a buscarlo,
descubrieron sus herramientas y algunos libros sobre la mesa
como si tan sólo hubiera salido al auto por algo que olvidó.
Lo esperaron, lo llamaron a gritos y lo buscaron en cada
rincón de la casa: en la biblioteca de tres pisos recién com-
pletada, en cada una de las habitaciones y en la bodega al
fondo donde un montón de maniquís, algunos completos y
la mayoría destrozados, se miraban unos a otros en la os-
curidad. Belinda les tenía pavor. ¿Y si su papá, justo cuando
platicaba con ella por teléfono, fue arrastrado a ese cuarto a
vivir con ellos? Le dio escalofríos tan sólo pensarlo. Enton-
ces, entrada la noche, Belinda sintió ganas de volver el estó-
mago: en medio del patio, a un lado de unos rosales y sobre
la escarapelada mesa de trabajo, descubrió el envase de una
cerveza empezada y, junto a éste, el celular de su padre.
Belinda comenzó a trabajar en la empresa de farmacéuticos
por recomendaciones de un primo. Luego conoció a Mario,
y seis meses después la reasignaron a Ciudad Juárez como
representante ejecutivo. Odiaba la frontera, el polvo cons-
tante que cubría pisos y muebles y que se adhería al auto. Las
tolvaneras en primavera y las tolvaneras de otoño. Era terri-
ble el hecho de no poder caminar al super, como lo hacía
en Chihuahua, excepto para correr o trotar en el parque,
porque esta ciudad no había sido hecha para ser caminada
'
sino conducida en auto. Ni siquiera en bicicleta. Todas las
:,,
142
mañanas, a las seis y media, salía a trotar a uno de los par-
ques cercanos a su casa. Había visto un par de gimnasios de
camino a la oficina, pero todavía confiaba en que correr era
lo mejor para mantenerse en forma.
Luego Mario la había abandonado y de alguna manera
se lo agradecía porque con Rogelio se sentía libre. Recor-
daba que muy al principio de su relación con su ex, ella le
había enviado un mensaje: Te la quiero chupar. De inmedia-
to sonó su teléfono: No me gustan estos mensajes; qué crees
que somos, fue la respuesta y ella no supo qué decir más que
controlar sus impulsos. Le gustaba hacer el amor. Ahora, con
Rogelio, se había liberado y, aparte, le era placentero comen-
tarlo por ahí a alguna amiga, pero sobre todo a su amigo
Carlos. Le agradaba hacerlo sonrojar y mirar discretamen-
te el bulto que le crecía en la entrepierna cuando narraba
sus encuentros sexuales con el muchacho, como la vez que
habían hecho el amor en una calle del centro con la luz
interior del auto encendida. Carlos se había vuelto su confi-
dente. La cercanía era tanta. Había asuntos que le ocultaba
y nunca los revelaría. Como un par de semanas atrás, que
la empresa la envió al puerto de Veracruz a un congreso.
Había visto a su amigo ansioso por preguntarle sobre esos
cuatro días que se ausentó de Ciudad Juárez.
Al siguiente día del congreso en el puerto, salió a pasear y
en el mercado de artesanías compró un pequeño cofre que
apenas si cabía dentro de su puño. Cruzó la calle y se sen-
tó en el Café de la Parroquia a beberse un café lechero. Se
estaba bien ahí. El calor en esa época no era tan intenso y
14.'l
la bebida la había desperezado. Pensó en caminar hasta el
acuario y luego tomarse una cerveza en algún bar sobre
la playa un poco más adelante. Al estar pagando la cuenta,
un hombre que salía del lugar la sorprendió. Su corazón se
aceleró. Pagó con un billete grande y no esperó el cambio,
simplemente salió tras él. Era el mismo cabello ondulado y
gris de su padre. El mismo andar, hasta le reconocía los za-
patos. No sabía si enfrentarlo, golpearlo y reclamarle su par-
tida. Tal vez lo mejor sería abrazarlo y no pedirle ninguna
explicación. Y mientras planeaba qué hacer, iba siguiendo
al hombre entre la gente por las calles del centro. Lo si-
guió desde el malecón hasta los portales y luego tomaron
la avenida Independencia, hacia el este, y sobre Héroes de
Nacozari perdió de vista a su padre. Se sintió frustrada.
Sobre la calle habría un gran bullicio por la noche, pero
ahora estaba tranquila y somnolienta. Belinda se sintió ex-
hausta; a pesar de ser octubre, la humedad en el ambiente
era de setenta por ciento. Se sintió como una pequeña niña
perdida en un supermercado. Un trío de músicos vestidos de
blanco pasó a su lado y la trajo de vuelta a la realidad; deci-
dió seguirlos y terminó de nuevo en los portales tomándose
unas cervezas.
Al día siguiente, volvió al mercado de artesanías justo
a la misma hora del día anterior e hizo el mismo recorrido
para ver si podía encontrar a su papá, pero, por más que
estuvo atenta, no dio con él. Terminó emborrachándose en
los portales, de donde no se levantó hasta muy tarde. En el
hotel, apenas llegó a la cama, se quedó dormida. Esa noche
soñó con él. Desde su desaparición no recordaba haberlo
hecho. El sueño comenzaba con ella caminando por el male-
144
eón del puerto de Veracruz. Llevaba en su mano el peque-
ño cofre que había comprado en el mercado de artesanías,
la mano le comenzaba a sudar cuando escuchó tras de sí un
"hola". Volteó y vio a su padre. Ella lo abrazó tranquila-
mente y le dijo, como si lo estuviera esperando, que lo había
visto salir del café La Parroquia apenas dos días antes. No
era yo, contestó él. El cabello gris se le movía a la cara por
el aire, pero él no hacía nada por apartarlo. Así comenzaron
a caminar al sur, alejándose de los ruidos de la gente. Pron-
to verían el Hotel Lois dividiendo el puerto de Veracruz del
municipio Boca del Río.
Fue la cerveza, dijo su padre como adivinando lo que ella
pensaba. Ese día que estábamos hablando por teléfono, yo
bebía una cerveza en la casona y de pronto comencé a ele-
varme al cielo.
Ella disminuyó el paso, lo miró a los ojos y le creyó.
No tenía por qué no hacerlo. ¿Y mi hermano?, preguntó
Belinda.
Está bien, contestó el hombre. Llevaba las manos entre-
lazadas en la espalda y parecía más alto de lo que recordaba
Belinda. Caminar a su lado le agradaba. Aunque el día estu-
viera nublado, en el mar había una calma azul que lastimaba
los ojos, eso era imposible, pero sabía que de alguna manera
estaba en un sueño. Hablaron sobre su madre y ella estuvo
a punto de llorar. Hablaron sobre Ciudad Juárez y su padre
convino que era el mejor lugar para estar en esos momen-
tos; lástima por tanta violencia, le dijo.
El polvo me desespera aún más, le contestó ella.
Se sentaron cerca de un rompeolas, una gaviota que pla-
neaba muy cerca apenas si se movía de su espacio, como si
145
fuera un papalote o como si la gaviota estuviera pintada el cofrecito que compró en Veracruz y que desde entonces
sobre el cielo. no ha abierto. Algo metálico suena dentro, lo ha agitado
Este es un sueño, ¿verdad?, ella quiso corroborar lo que tantas veces, pero no se atreve a abrirlo. Antes de bajar
pensaba. las escaleras, decide recibir al muchacho desnuda y sonríe
Su padre no contestó. como si estuviera haciendo una travesura.
Me duele la cabeza, dijo ella.
Es por la resaca de la borrachera que agarraste en los
Portales, le dijo el padre y entonces sacó una moneda. Anda
guárdala en el cofrecito.
Ella tomó la delgada y opaca moneda que no reconocía
y la guardó. El puerto ahora se comenzaba a desdibujar,
la brisa se intensificó y la arena le golpeaba las piernas.
Tenía tantas cosas qué decirle y al mismo tiempo sabía que
sus preguntas eran innecesarias. El mar y los edificios se di-
luían. Alargó la mano para alcanzarlo, pero ya no estaba ahí.
Así se despertó.
Después del techo de la recámara, lo segundo que vio
sobre el buró fue el cofre con la palabra Feracrux pintada a
mano en un rosa chillante. La cabeza le dolía; pensó en las
palabras de su padre y sonrió. Tomó el cofrecito, dentro algo
sonó. Antes de abrirlo, se detuvo. Optó por guardarlo en su
maleta. No querrás perderlo, se dijo en voz alta y pensó
en la cerveza que había elevado a su padre hasta el cielo.
¿Dónde había escuchado eso antes? Se encogió de hombros
y se metió al baño.

Belinda escucha que llaman a la puerta. Es Rogelio. Se le-

vanta de la cama y mira que su ropa y perfumes sobre el
peinador estén en orden. Entre los objetos, se encuentra

146 147
El 22 de octubre a las diez de la mañ.ana, llegó el verdade-
ro otoñ.o. Esa noche, Carlos podía apostarlo, comenzaría a
ulular el frío y rasgar las telas metálicas de las ventanas.
Aprovechó un momento en la oficina para llamar al consul-
torio de la dentista.
Tras saludar a la recepcionista, fue transferido a la doc-
tora.
¿Te sigue doliendo la muela?, le preguntó Gabriela To-
rres desde el otro lado de la línea.
Una nada, creo que hiciste un buen trabajo. Ya puedo
beber cerveza sin pegar de brincos, dijo y se pasó la lengua
por los dientes, luego agregó: Un libro huérfano te espera,
para eso te llamaba. Necesitaba ver a la dentista, platicar con
ella, beberse un trago al lado de una mujer distinta a Belinda.
Por una semana completa dejó de salir de casa, un insomnio
que sólo podía ser mitigado con una buena dosis de whisky
lo había atrapado. Pidió permiso en la oficina para ausen-
tarse. Había dicho que su madre estaba enferma. Y ahora,
después de tener una tensa y extrañ.a plática con su jefe, se
sentía mejor.

149
 Sigue en pie lo del experimento, agregó Carlos.
Está bien, contestó ella.
¿Le había dado una respuesta positiva?, Carlos supuso
que sí.
Al abrir la puerta del bar, Gabriela ya lo esperaba en una
mesa junto al ventanal. Era miércoles, eran las cinco y me-
dia de la tarde. En el lugar había tan sólo cuatro parro-
quianos que, al ver a Carlos, levantaron la cabeza en forma
de saludo. Era el bar del hermano de la dentista y supuso
que uno de ellos era él. A una cuadra de ahí, cruzando la
avenida Tomás Fernández, estaba uno de sus restauran-
tes preferidos. Aunque fuera un restaurante de cadena, le
gustaba el cuidado que ponían en el asado de los cortes.
Pensaba que si todo iba bien podrían terminar la velada
cenando ahí.
La muchacha llevaba un suéter que marcaba la delgadez
de sus brazos. Tenía recogido el cabello en una coleta.
Al llegar y sentarse se acercó el mesero y ella pidió una
cerveza de barril y él una Tecate. Carlos se pasó una ma-
no por la frente. Se sentía bien junto a la dentista. Exage-
rando los movimientos, como si recordara algo demasiado
importante, mostró y arrastró sobre la mesa el libro del
japonés hacia ella. La muchacha miró con mucho deteni-
miento la portada donde aparecía un avión de papel a me-
dio vuelo. Acarició el libro y luego, con los dos pulgares
lo abrió por la mitad, como si estuviera partiendo una na-
ranja, y olió sus páginas. Miró a Carlos, para luego leer el
principio:
150
A los veintidós años, en primavera, Sumire se enamoró por
primera y única vez. Fue un amor violento como un hacha que
baja contra un madero, un fuego rudo que destruye la infan-
cia del invierno, un tornado que barre sobre la vasta llanura
la casa vieja en blanco, la tortuga que levanta el águila ham-
brienta para romper contra el suelo.
Cuando termines me la cuentas, le dijo Carlos, me di-
cen que tiene un final sorpresivo. Esperó sonar convincente
porque él ya había leído la novela y se había convertido en
una de sus últimas favoritas.
Ella contestó que lo diera por hecho, y, a diferencia de él,
no mentía, se le notaba en los ojos, en la sonrisa tan grande
y rOJa.
Hablaron de muchas cosas. Él preguntó por los pacientes
más latosos y ella confesó ser una de ellos.
Me pongo muy nerviosa cuando escucho la fresa acercar-
se a los dientes, le dijo. Luego hablaron del trabajo de Carlos
y de lo que significaba ser ingeniero.
Todo tiene que ver con ingeniería, estas mesas, el tarro, las
luces y la música, dijo y así pasaron de un tema a otro. De
la crisis económica a los amigos, a los asesinatos más re-
cientes, a los platillos favoritos, a las películas que odiaban.
Bebieron un poco más. Se relajaron. Fuera, los arbotantes
se habían encendido y los autos pronto serían veloces oru-
gas de luz por la avenida. Así llegó la cuarta ronda, entre
risas y confesiones reiteradas que Carlos o Gabriela Torres
no creían uno del otro.
Él preguntó si quería ordenar alguna botana, pero ella
dijo estar bien. Luego, como si estuviera esperando ese mo-
151
mento desde que lo vio entrar, Gabriela Torres apoyó los
codos sobre la mesa y le preguntó:
¿Entonces de qué trata el experimento?, al decirlo, en-
trecerró los ojos.
El experimento comenzó desde que me viste entrar.
Me lo imaginaba distinto, dijo ella y se recargó en el res-
paldo del asiento.
Carlos dio un trago a su cerveza para aclararse la gar-
ganta y luego la hizo a un lado. Sabía cómo empezar, pero
no quería perder el interés de la muchacha. De inmediato
se acercó a ella, los brazos sobre la mesa, los dedos entrela-
zados. La miró a los ojos, más allá de sus pupilas, siguiendo
el nervio óptico hasta llegar muy dentro.
Nada importa, le dijo al fin, ni los arbotantes ni los pa-
rroquianos de la barra. Con sólo verte sé que tienes dos, tres
hermanos. Uno es mayor que tú y es el dueño de este bar,
los otros dos son gemelos y sólo tú puedes distinguirlos.
Hoy en la mañana escuchabas una canción en inglés y aún
no te puedes sacar parte del estribillo de la cabeza: Sometimes
you can't make it on your own.
Hace mucho escribí este cuento, le dijo y se reclinó un
poco más sobre la mesa. La primera vez que leí la nove-
la Christine, de Stephen King, tenía catorce años. La leí en
casa de mi abuela porque uno de mis tíos, el más chico, la
compró junto con la de Cujo, la del San Bernardo asesino.
Podía decirse que con esos libros me inicié en el mundo de
la lectura y me sentía orgulloso. La del perro había pasado
sin pena ni gloria, salvo por momentos donde se entiende
que el mal es algo vivo que, cada cierto tiempo, se aferra
a cosas o personas. Pero luego estaba el Plymouth rojo de
152
Arnie Cunningham. Al finalizarla, como no entendía muy
bien, el resto del año pensé que la historia era un hecho
real y que Dennis, el protagonista, se salvaba para contarla
y andaba por ahí escondiéndose del auto, de su obstinada
determinación. Sufuria implacable, como recuerdo que dice
el final. Un joven que por haber luchado contra el mal había
quedado cojo y en invierno le dolían los huesos de las pier-
nas. Un año después la releí y entonces supe que era ficción,
pero tardé en aceptar el descubrimiento. Ahora me siento
como Dennis hablando contigo. Siento ese singular miedo.
Hace una semana creo que atropellé a alguien, tal vez un
borracho que cruzaba la carretera. Quizás no lo vi porque
yo estaba más borracho que él, pero eso ya no importa.
Después del accidente me detuve para pensar con esme-
ro en lo que iba a hacer y ése fue el problema: conté hasta
diez, aceleré y me escondí en casa. El auto tiene una gran
abolladura al frente. Al tercer día, cuando me comenzaba a
relajar, porque no encontraba nada en los periódicos sobre
lo sucedido, me llegó el primer e-mail:
Hola:
Ahora te digo, sin más, que lo vi todo. Vi cuando atropellaste
al hombre; tuve la oportunidad de tomar tus placas. Después
fui con un detective. Si paga impuestos, lo encontramos, me
dijo, y en la computadora dio con tu dirección.
Esta carta es como si lanzara una botella electrónica a la
red. Estoy a tu lado y tú estás junto a mí y no hay nada que
puedas hacer. Esto es una botella, pero es una botella atada a
un hilo del cual he comenzado a jalar.
153
 Apagué las luces de la casa y no pude dormir. Con cada
ruido o rechinido que sucedía me levantaba y me asomaba
por la ventana esperando encontrar al muerto tratando de
entrar en la casa o a la policía lista para llevarme o al autor
del e-mail.
A la noche siguiente llegó el segundo:
Hola:
Yo, de nuevo.
Si pudieras ver mis cicatrices. ¿Sabes cómo las obtuve? Mi
hermana se llamaba como yo, y era una estafadora. Ellos la
encontraron primero. Se la llevaron al desierto y la tajaron
desde la boca hasta los oídos. Le pusieron naipes en las he-
ridas para que no cicatrizaran. Durante las noches, los coyo-
tes aullaban tratando de reconfortarla. Una vez, una víbora de
cascabel pasó a su lado y, sin siquiera detenerse, se perdió
entre la oscuridad y el frío del horizonte desdibujado. Eso
recuerda con detalle. Es como si la víbora estuviera viviendo
en su cabeza, haciendo retumbar su cascabel a cada instante.
Pidió agua y se la negaron. Cuando la violaban, las heridas
estallaban en colores rojos. Al final les dijo dónde podían lo-
calizarme. Ahora la vida tiene más sentido. No sabes de dón-
de te escribo, pero te puedes imaginar el cuarto estrecho y el
olor a cosas olvidadas que me rodea. ¿Sabes lo que le hice a
mi hermana?
El insomnio continuó. Me quedé la noche en vela con
una botella de whisky a mi lado. Hace tres días, por la ma-
fiana, llegó el tercer e-mail donde me pedía dinero para no
154
denunciarme. Me dijo que me dejaría en paz si lo entregaba
en el panteón donde enterraron a quien atropellé. Fui al
cementerio sin ningún centavo y esperé. No hubo nadie.
Lo único que me acompafiaba era la melodía de una tarjeta
musical de feliz cumpleafios sobre una tumba no muy lejos
de ahí. Esperé una hora. Contrariado subí al auto y fui a
casa. Desde entonces no he recibido amenazas ni chantajes.
Carlos bebió un poco de cerveza y miró a Gabriela Torres.
Lo único que sé de ti, lo sé por tus muelas, dijo ella.
Te invito a cenar al restaurante de enfrente, dijo él y vio
cómo Gabriela Torres se movió en su lugar sin decir pala-
bra, cómo se pasó la mano derecha por el rostro tratando
de quitar algún cabello rebelde.
Vamos, dijo ella.
Salieron del bar y cruzaron el estacionamiento oscuro.
El ambiente olía a yerba húmeda y el cielo estaba despejado,
se distinguía la Vía Láctea sobre ellos. Pasaron un café va-
cío y el aparador oscuro de un negocio de teléfonos celulares.
Con prisa cruzaron los seis carriles de la avenida solitaria a
esa hora. El suéter de Gabriela Torres no pudo contra el
aire frío, así que optó por acercarse un poco más a Carlos.
En el restaurante tomaron una de las mesas que daba hacia
la avenida. Desde ahí podía ver el bar de su hermano. Los
mismos parroquianos en la barra, encorvados sobre sus
cervezas como cuervos. Ella pidió una copa de vino tinto,
un Cabernet Sauvignon californiano, y él pidió una Tecate
y limones. Alguien rió dos mesas más allá. Una mujer con-
testó un teléfono al otro lado del restaurante.
155
 Gabriela notó que a Carlos le temblaban las manos, pero
su rostro estaba sereno, descubriendo algo más allá del vi-
drio. No sabía qué iba a suceder después de la cena, qué le
pediría Carlos cuando regresaran por el auto, pero acaso
lo intuyó. Estuvo a punto de hablar cuando miró al mundo
de afuera a través de su reflejo, un fantasma sentado a una
mesa fantasma que parpadeaba cuando ella lo hacía. A la
ciudad le duelen los dientes, pensó.
Es como si esta ciudad fuera una pintura que dejaron a
medias, dijo él, como si fuera un cuadro de Salvador Dalí,
ése donde hay un saltamontes y un león herido, y una mujer AGRADECIMIENTOS
lo mira de lejos, como tú, ahora.
Son las diez de la noche y Gabriela Torres abre la boca,
sus pulmones se llenan de aire. Algo va a decir. Agradezco los generosos y muy acertados comentarios
de Elizabeth Algrávez, Guadalupe Flores y Josué Sánchez,
Claudia Guillén, gracias por tu lectura y las largas pláticas.

156 157
César Silva Márquez nació en1974, en Ciudad Juárez,
Chihuahua. Es autor de las novelas Los cuervos (2006) y
Una fria sin mar (2009); así como de los poemarios Par/
ten (2000), escrito al alimón con Edgar Rincón Luna,
Abcdario (2000 y 2006), Szfueras en mi sangre un baile de
botellas(2005), La mujer en lapuerta (2007) y El casode la
orquídea dorada (201o). Ha recibido los premios Binacional
de Novela Joven Frontera de palabras/Border of Words
2005, Estatal de Ciencia y Artes Chihuahua 2010 y
Nacional de Cuento San Luis Potosí 2011. Parte de su
obra está traducida al inglés y al francés. Actualmente
radica en Jalapa, Veracruz.