¿En qué consiste la ética? En conjugar justicia y felicidad; ambos son los dos grandes horizontes de la ética, que no siempre resulta fácil articular, pero es preciso lograrlo. Porque no es humano un proyecto de felicidad que deje a los más débiles por el camino, ni son verdaderamente vigorosas las exigencias de justicia que no aspiran a una vida en plenitud. En lo que hace a la justicia, es más sencillo averiguarlo, porque significa dar a cada uno lo que le corresponde, pero las dificultades empiezan al intentar determinar qué le corresponde a cada uno. La justicia en este sentido tiene un listón muy claro: el de los derechos humanos; un listón por debajo del cual no se puede caer sin cometer injusticia, sin caer bajo mínimos de humanidad. Por el contrario, la felicidad tiene una naturaleza muy diferente, es más huidiza. La opción por una forma u otra de vida feliz es muy personal, nadie puede exigir a otros que sean felices de una manera determinada, sino que cada persona es la que ha de optar por un camino u otro, es cada persona la que tiene que hacer su apuesta, con riesgo de equivocarse y con la esperanza de acertar. Por eso es preciso distinguir entre los mínimos de justicia, que son universalmente exigibles, y los máximos de vida feliz, de vida buena, que son cosa de aspiración, invitación, consejo y de asunción personal. 2. EL FIN DE LA VIDA HUMANA El 28 de junio de 2012 la Asamblea General de Naciones Unidas decidió proclamar el día 20 de marzo como Día Internacional de la Felicidad. El propósito de tal proclamación consistía explícitamente en recordar cada año que la búsqueda de la felicidad es un objetivo humano fundamental y también que los Estados nacionales deben reconocerlo en sus políticas. Sin embargo ¿Cuál es el rol de los Estados frente a ello? El deber de los Estados consiste en poner las bases de justicia indispensables para que cada persona pueda llevar adelante los planes de vida que tenga razones para valorar, es decir, poner los requisitos de justicia desde los que es posible el florecimiento humano. En cualquier caso, no es al Estado a quien corresponde hacer felices a los ciudadanos, sino que su deber consiste en ser justo. Y ¿qué es entonces la felicidad? La felicidad es el fin de la vida humana, la meta que todos los seres humanos quieren alcanzar con cada una de sus actuaciones. No una meta que está al final de la vida, como si fuera la última estación de un tren, sino la que se persigue en cada acto que realizamos, en cada decisión que tomamos, en cada elección, dándole una dirección, un sentido. A la felicidad se le pide continuidad, es un modo de ser, no sólo un modo de estar. Se es feliz, se quiere ser feliz, no se está feliz, mientras que sí que se está sano o enfermo, disgustado o contento. La felicidad tiene que ver con una cierta permanencia del tono vital. La vida humana tiene una tonalidad y cuando el sentirse de acuerdo con ella afecta a la vida en su conjunto, es felicidad. 3. EL ÁBACO DEL BIENESTAR Frente al significado de vida en plenitud, de vida digna de ser vivida, la felicidad va identificándose con un término bastante más modesto, pero bastante más manejable, que es el de bienestar. Estar bien depende de experiencias placenteras, de sentirse a gusto consigo mismo y con otros, con el entorno que nos rodea y con el futuro previsible, aunque sobre todo tiene que ver con el presente. La felicidad, entendida como bienestar, consistiría en conseguir el máximo posible de bienes sensibles, el disfrute de una vida placentera. Trabajar por la justicia es incómodo, exige afrontar situaciones desagradables que van desde lo más sencillo en la vida cotidiana, desde el ir a contracorriente en un mundo conformista y camaleónico, al riesgo de cárcel, tortura y muerte, que han sufrido y sufren tantos seres humanos en la historia. Por eso cuesta tanto conjugar justicia y felicidad, porque a menudo la felicidad no se entiende como autorrealización, acompañada de una cierta suerte, sino como estar bien. Por si faltara poco, el bienestar puede medirse, y qué países son más felices, entendiendo por “felices” que se sienten bien. Cosa que en muy buena medida depende de las posibilidades de consumo. 4. CONSUMO Y VALORES ECONOMICISTAS Desde hace algún tiempo el bienestar el consumo se ha convertido en la dinámica central de la vida social, y muy especialmente el consumo de mercancías que no son necesarias para la supervivencia. Si no es en situaciones de miseria, en las que las personas se ven obligadas a invertir sus recursos en lo necesario para sobrevivir, la tendencia a consumir bienes que no satisfacen necesidades básicas, puede constatarse en todas las sociedades. En la sociedad consumista los productos no se diseñan para acomodarse a los consumidores, sino a la maximización del beneficio y al posicionamiento de los productores en el mercado. Y los productores crean un carácter consumidor en las gentes, un ethos consumista, para que consuman de forma indefinida. Podríamos decir entonces que en el momento actual hay sociedades insatisfechas porque no tienen los bienes de consumo suficientes para satisfacer sus necesidades, y otras también insatisfechas porque para satisfacer las necesidades se crean nuevos deseos y nunca hay bastante. Así se generan esas sociedades de consumo, convencidas de que poseer y usar una variedad creciente de bienes y servicios constituye el camino más seguro para la felicidad personal, el estatus social y el éxito de un país. El consumo, al contrario de lo que decía Adam Smith se ha convertido en el motor de la producción. Por eso sucede que para mantener la economía es necesario que consuman los que tienen capacidad adquisitiva suficiente para pagar su consumo. Y la única forma de lograrlo es intentar persuadir a los potenciales consumidores de que el consumo proporciona grandes dosis de bienestar; empresa en la que han tenido éxito. Después se puede criticar el imperialismo de los mercados, lamentar que los valores economicistas estén impregnando nuestras sociedades y expulsando a los valores espirituales, protestar por el aterrizaje de Eurovegas en España, acusar a la reforma educativa de querer forjar técnicos competentes para el mercado de trabajo, más que ciudadanos y profesionales. Se puede criticar lo que se quiera. Pero si el consumo es el motor de la producción, y si los ciudadanos hemos de asumir un carácter consumista para que la sociedad funcione, la cosa no tiene arreglo. La felicidad se reduce a bienestar y ese estar bien se identifica con las posibilidades de consumo. Pero como esto no es verdad, como la felicidad no consiste en consumir indefinidamente, es necesario cambiar las tornas sociales, y en vez de generar un carácter consumista, preguntarse qué carácter debería forjarse quien quiera hacer de su forma de consumo una oportunidad para llevar adelante una vida feliz. Es evidente que tenernos que consumir si querernos seguir viviendo, pero la forma de vida de consumo que elijamos depende de nuestra libertad. Y entonces la pregunta sería: ¿de qué virtudes tendríamos que ir apropiándonos para orientar nuestras decisiones hacia una vida digna de ser vivida, hacia una vida feliz? En Por una ética del consumo propuse dos virtudes: la lucidez y la cordura. La lucidez permite a una persona desentrañar los motivos (belleza, disfrute, eficacia, etc.) por los que consume y los mecanismos sociales (creencias generalizadas de que lo natural es consumir de forma creciente y que moderar el consumo es retroceder) que le inducen a consumir unos productos u otros, como también le permite calcular lo que los economistas llaman el coste de oportunidad, lo que pierde cuando opta por determinadas formas de consumo. La lucidez permite tomar conciencia de que el éthos consumista no es natural, sino que está creado artificialmente, y que con él se pierde una gran cantidad de oportunidades felicitantes. La cordura, por su parte, no figura en la tradición clásica de las virtudes, que suele referirse a la prudencia como virtud apropiada para dilucidar cómo llevar adelante una vida digna de ser vivida. La prudencia permite discernir entre el exceso y el defecto, entre el desprecio de los bienes materiales, que olvida que también son oportunidades de crecimiento, y el entreguismo a las mercancías, que conduce a una sociedad mercantilizada, gobernada por valores economicistas. El consumidor prudente es el que coge las riendas de su consumo y opta por la calidad de vida frente a la cantidad de los productos, por una cultura de las relaciones humanas, del disfrute de la naturaleza, del sosiego y la paz, reñida con la aspiración a un consumo ilimitado. Sin embargo, la prudencia entendida como la virtud de lo suficiente y de la calidad de vida frente a la cantidad de los bienes, puede ser una virtud sin corazón si quien la ejerce olvida que no es un individuo aislado, que precisamente ha llegado a ser persona y a disfrutar de bienes porque otras personas le han reconocido como tal. La categoría básica del mundo social, hemos insistido en este libro, no es el individuo, sino el reconocimiento recíproco de sujetos, que se saben sujetos por este reconocimiento básico. Por eso los cálculos prudenciales de individuos aislados son falsos e inmorales. Son falsos, porque no existe el individuo aislado, dueño en exclusiva de sus bienes. Son inmorales, porque carecen de corazón al construirse al margen de la justicia. Ésa es la razón por la que proponemos la cordura como virtud soberana para alcanzar la felicidad. La cordura, que enraíza las ponderaciones sobre lo suficiente y sobre la vida de calidad en el corazón de lo justo. La cordura, que es un injerto de la prudencia en el tronco de la justicia. 5.EL FLORECIMIENTO HUMANO La felicidad, en el más amplio sentido de la palabra, consiste en el florecimiento de todas nuestras mejores potencialidades y capacidades. Algunos autores las ordenan en torno a «fortalezas» como la sabiduría y el conocimiento, el coraje, la disposición a cuidar de los demás y hacerse cargo de ellos, la templanza, y el sentido de la trascendencia, que da sentido a la vida en su conexión con el universo. En este libro, al aludir a la forja del carácter, hemos preferido recurrir al lenguaje de las virtudes, de aquellas excelencias del carácter que nos predisponen a obrar en el sentido de la felicidad. Tradicionalmente se ha hablado de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza como virtudes cardinales, como las que constituyen el quicio de una vida buena, pero aquí hemos preferido unir las dos primeras en la cordura, que echa mano de las razones de la razón y de las razones del corazón. Porque hacemos nuestra vida ligados unos a otros, somos en vínculo, y nadie puede llevar a plenitud sus potencialidades en solitario. Pero también porque las virtudes no sólo son fecundas para cada persona, sino también para la sociedad en la que vive. No entra entonces la felicidad en litigio con la justicia, sino que se hacen una con otra, precisamente porque la felicidad no se reduce al bienestar, sino que abre sus fronteras hasta donde alcance el horizonte de la plenitud humana. Hasta donde tienen lugar los proyectos ilusionados, la capacidad de crear, la de escribir el guion de vidas con sentido. Una vida que no acontece sin esas excelencias del carácter entre las que cuentan la cordura, hecha de justicia y prudencia, el coraje y el autodominio, pero también la solidaridad y el amor, porque escribimos de nuestro puño y letra el guion de nuestra propia novela, pero la hacemos con otros. ¿Y qué ocurre con el final de las novelas? Porque somos nuestras narraciones, somos nuestros relatos, pero los relatos se abren al futuro, y en ellos palpita a menudo un ansia de inmortalidad, una esperanza de vida futura, la esperanza de que con la muerte no todo se lo traga la tierra. Una aspiración tan profunda ¿no tiene cabida en nuestras historias? Somos nuestros relatos, eso es cierto, pero también lo es que nos integrarnos en el río de comunidades de sentido, de comunidades de contadores de historias, que van tejiendo un contexto con que interpretar las nuestras. Contar una historia no significa plegarse a lo escrito por otros, sino convertirse en coautor de ella, en recrearla. En muchos de esos relatos se abre un camino a la esperanza en la inmortalidad, a veces inmanente cuando se habla de permanecer en el recuerdo de quienes han compartido la vida o han conocido las gestas de los héroes y los sabios. Y es verdad que es hermoso poder permanecer en el recuerdo, o al menos muchos lo anhelan. Pero sería más acorde con la aspiración a una vida en plenitud, a una vida feliz, poder abrirse realmente a un mañana. Un mañana que alguien pueda y quiera regalarnos. ¿Para qué sirve la ética? Para aprender a apostar por una vida feliz, por una vida buena, que integra como un sobrentendido las exigencias de la justicia y abre el camino a la esperanza. CAPÍTULO 1. MAPA FÍSICO DE LA ÉTICA 1.Tanteando el terreno La ética es una parte de la filosofía que reflexiona sobre la moral y por eso recibe también el nombre de "filosofía moral". Ética y moral se distinguen en que, mientras la moral forma parte de la vida cotidiana de las sociedades y de los individuos y no la han inventado los filósofos, la ética es un saber filosófico; mientras la moral tiene "apellidos" de la vida social, como "moral cristiana", "moral islámica" o "moral socialista", la ética los tiene filosóficos, como "aristotélica", "estoica" o "kantiana". La verdad es que las palabras "ética" y "moral", en sus respectivos orígenes griego (ethos) y latino (mos), significan prácticamente lo mismo: carácter, costumbres. Precisamente porque la etimología de ambos términos es similar, está sobradamente justificado que en el lenguaje cotidiano se tomen como sinónimos. Pero como en filosofía es necesario establecer la distinción entre estos dos niveles de reflexión y lenguaje -el de la forja del carácter en la vida cotidiana y el de la dimensión de la filosofía que reflexiona sobre la forja del carácter-, empleamos para el primer nivel la palabra "moral" y la palabra "ética" para el segundo. Precisamente por moverse en dos niveles de reflexión distintos -el cotidiano y el filosófico- José Luis Aranguren ha llamado a la moral "moral vivida", y a la ética, "moral pensada". 2. ¿Qué es eso de lo moral? La moral del camello Por las playas valencianas, hace ya bastantes años, se paseaba un cuerpo de policía a caballo, velando por la decencia de los trajes de los bañistas. La gente les llamaba "la Moral". Con esos antecedentes es fácilmente comprensible que la pobre moral no tuviera muy buena prensa entre las gentes de a pie y que la identificaran con un conjunto de prohibiciones, referidas sobre todo a cuestiones de sexo. Parecía, pues, que la moral debía consistir en mandatos, encargados de amargar la existencia al personal prohibiéndoles cuanto pudiera apetecerles: cuanto más a contrapelo el mandato, más mérito en cumplirlo. ¿Adónde iba la pobre moral con este cartel? Naturalmente, no era esto la moral, ni lo es tampoco, pero así lo entendía la gente por razones sociales de peso, entre otras, porque así se lo habían enseñado. Por eso, cuando oían la palabra "moral" se les venían a las mentes la policía de la playa, el aterrado profesor de ética de la Corte del Faraón, o la imagen de ese camello cargado con pesados deberes, que es como Nietzsche describía gráficamente la moral del deber. No es extraño que, al oír hablar de moral, la gente se pusiera inmediatamente en guardia. La verdad es que si la moral fuera esto, no merecería la pena dedicarle tantos libros, ni se entendería tampoco por qué está tan de moda hablar de ella, a no ser que la humanidad sea masoquista o ya no tenga en qué entretenerse. Pero como no parece que la humanidad en su conjunto esté por el masoquismo y motivos de entretenimiento le sobran, habrá que pensar que la moral es otra cosa y por eso nos preocupa. Estar en el quicio Decía Ortega -y yo creo que llevaba razón- que para entender qué sea lo moral es mejor no situarlo en el par "moral-inmoral", sino en la contraposición, más deportiva, "moral- desmoralizado": "Me irrita este vocablo, 'moral' -nos dice en "Por qué he escrito El hombre a la defensiva". Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la contraposición moral- inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, no hinche su destino". Hoy la moral es un artículo de primera necesidad precisamente porque nuestras "sociedades avanzadas", con todo su avance, están profundamente desmoralizadas: cualquier reto nos desborda. No sabemos qué hacer con los inmigrantes, con los ancianos y los discapacitados, la corrupción acaba pareciéndonos bien con tal de ser nosotros quienes la practiquemos y, por supuesto, que no se nos descubra, no sabemos dónde situar a los enfermos de sida ni cómo valorar la ingeniería genética. Y todo esto es síntoma de la falta de vitaminas y de entrenamiento, propia de equipos que ya sólo saben jugar a la reacción, a la defensiva, pero se sienten incapaces de atacar porque están bajos de forma, les falta una buena dosis de "moral del Alcoyano"; del defensa del Alcoyano que, perdiendo por nueve a cero, pidió prórroga para ver de empatar. 3. Moralita: no "moralina". ¿Y por qué no nos entrenamos? En definitiva, porque, aunque la ética está de moda y todo el mundo habla de ella, nadie acaba de creerse que es importante, incluso esencial, para vivir. Sea por lo de la policía de la playa o por la moral del camello, en el fondo a la gente le parece que eso de la moral es simple "moralina". Otros vocablos terminados en "ina" En realidad "moralina", viene de "moral", con la terminación "ina" de "nicotina", "morfina" o "cocaína", y significa "moralidad inoportuna, superficial o falsa". A la gente le suena en realidad a prédica empalagosa y ñoña, con la que se pretende perfumar una realidad bastante maloliente por putrefacta, a sermón cursi con el que se maquilla una situación impresentable. Y es verdad que la moral se puede instrumentalizar, convirtiéndola en "moralina", pero también es verdad que es posible instrumentalizar la política, convirtiéndola en "politiquina", la ciencia en "cientificina", el derecho en "juridicina", la economía en "economicina" y, sin embargo, no se han creado esos vocablos. Ciertamente, a todos los saberes humanos se les puede añadir la terminación "ína" cuando se les instrumentaliza para conseguir prebendas individuales o grupales y, por contra, todos tienen mucho que aportar cuando se intenta alcanzar, con toda modestia, aquello que cada uno puede ofrecer. Pero no deja de ser curioso que sólo a la moral se le añada esa humillante terminación, como si sólo ella pudiera degenerar en un producto pernicioso. ¿No será que, tomada en serio, nos obliga a cambiar nuestras formas de vida, y no estamos en exceso por la labor? ¿No será que la moral más tiene naturaleza de "moralita" que de "moralina"? Elogio de la moralita La "moralita" -decía Ortega- es un explosivo espiritual, tan potente al menos como su pariente, la dinamita. Se fabrica con la imagen de lo que es un hombre -varón o mujer- en su pleno quicio y eficacia vital, con el bosquejo de lo que es un comportamiento verdaderamente humano. ¿No sería bueno, tal como andan las cosas, ir poniendo potentes cargas de moralita en lugares vitales de nuestra sociedad? En todos esos puntos estratégicos que, al saltar por los aires, irían abriendo camino para una convivencia más presentable. ¿Y por qué no lo hacemos? Entre otras razones, porque resulta muy sencillo desactivar la moralita, privarle de su potencial revolucionario. Basta con llamarle "moralina", decir que es cosa ñoña y empalagosa, propia de mujeres, para que pierda toda su fuerza explosiva. Como si, por otra parte, la ñoñería y el empalago fueran cosa de mujeres y no tuviéramos tantos arrestos como cualquier bípedo implume. La perversión de las palabras es la más grave de las perversiones. Cuando a la escucha no autorizada llamamos "seguridad del estado" -así llamaban también en Argentina a las desapariciones-, cuando justificamos el asesinato terrorista recurriendo a la "defensa del pueblo", cuando convertimos la difamación en libertad de expresión y la endogamia universitaria en "autonomía de la universidad", entonces hemos trucado todos los perfiles de la realidad y nos conviene transformar la explosiva moralita en dulzona moralina. Ciertamente la realidad acaba siendo inapelable y vuelve por sus fueros, a pesar de todos los intentos de manipulación. Pero ya han quedado en la cuneta sin remedio intimidades violadas, muertos, difamados, excluidos, esperanzas e ilusiones y una sociedad desmoralizada. Por eso es importante ir poniendo cargas de moralita revolucionaria en puntos estratégicos de nuestra vida personal y social: para ir orientando nuestra vida hacia el quicio humano y la eficacia creadora. 4.Orientarse en la vida Un saber racional La moral es un tipo de saber que pretende orientar la acción humana en un sentido racional. Es decir, pretende ayudarnos a obrar racionalmente, siempre que por "razón" entendamos esa capacidad de comprensión humana que arranca de una inteligencia, por más señas, sentiente. La razón es capaz de diseñar esbozos, propuestas, que funcionan como brújulas para guiar nuestro hacer vital, pero hunde sus raíces en ese humus fecundo de nuestra inteligencia sentiente, del que en último término se nutre. Por eso las tradiciones filosóficas empeñadas en abrir un abismo tajante entre inteligencia, sentimientos y razón nos hacen un flaco servicio: la razón enraíza en la inteligencia, que es ya sentiente. La moral es, en este sentido, un tipo de saber racional. Un saber que orienta la acción A diferencia de los saberes racionales, pero preferentemente contemplativos teóricos a los que no importa en principio orientar la acción, la moral es esencialmente un saber práctico: un saber para actuar. Pero no sólo para actuar en un momento puntual, como ocurre cuando queremos fabricar un objeto o conseguir un efecto determinado, que echamos mano del saber técnico o del artístico. El saber moral, por el contrario, es el que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de nuestra vida, consiguiendo sacar de ella lo más posible; para lo cual necesitamos saber ordenar inteligentemente las metas que perseguimos. Por eso, desde los orígenes de la ética occidental en Grecia, hacia el siglo IV a.J.C., suelen realizarse dos distinciones en el conjunto de los saberes humanos: 1) Una primera entre los saberes teóricos, preocupados por averiguar ante todo qué son las cosas, sin un interés explícito por la acción, y los saberes prácticos, a los que importa discernir qué debemos hacer, cómo debemos orientar nuestra conducta. 2) Y una segunda distinción, dentro de los saberes prácticos, entre aquellos que dirigen la acción para obtener un objeto o un producto concreto (como es el caso de la técnica o el arte) y los que, siendo más ambiciosos, quieren enseñarnos a obrar bien, racionalmente, en el conjunto de nuestra vida entera, como es el caso de la moral. 5. Diversas formas de saber moral Las sencillas expresiones "racional" y "obrar racionalmente" son más complejas de lo que parece, porque a lo largo de la historia han ido ganando diversos significados, que han obligado a entender el saber moral también de diferente manera. Cuatro, al menos, de esos modos de entender lo moral son esenciales en la historia de la ética de Occidente, por eso los comentaremos de forma muy breve y en la segunda parte del libro extraeremos consecuencias de ellos para la educación moral. 1) Búsqueda prudencial de la felicidad. Según una tradición que arranca de Aristóteles, concretamente de la Ética a Nicómaco, obra moralmente quien elige los medios más adecuados para alcanzar la felicidad, entendida como autorrealización. En definitiva -piensa esta tradición- las personas tendemos necesariamente a la felicidad, de forma que la felicidad es el fin natural de nuestra vida. Pero no sólo el fin natural, sino también el fin moral, porque alcanzarlo o no depende de que sepamos elegir los medios más adecuados para llegar a ella y de que actuemos según lo elegido. Obrar moralmente es entonces lo mismo que obrar racionalmente, siempre que entendamos aquí por "razón" la razón prudencial, que nos aconseja elegir los medios oportunos para ser feliz. ¿Y quién es prudente? Aquél que, al elegir, no tiene en cuenta sólo un momento concreto de su vida, sino lo que le conviene en el conjunto de su existencia. Por eso sopesa los bienes que puede conseguir y establece entre ellos una jerarquía para obtener en su vida el mayor bien posible. Quien elige pensando sólo en el presente y no en el futuro es imprudente y, lo que es idéntico, inmoral. Una propuesta semejante aconseja, sin duda, cuidar el presente -aceptar la invitación al "carpe diem"-, pero sobre todo tener conciencia de que la elección de cada día tiene repercusiones para el futuro, percatarse de que el pan de hoy puede ser hambre para mañana. El prudente no es entonces "presentista", sino que sopesa y pondera los bienes que elige en el momento concreto, de modo que en la "cuenta de resultados" de la vida toda surja el mayor bien posible. A la tradición que entiende así la vida moral se le conoce como "eudemonismo" (de "eudaimonía", que significa "felicidad"), y permanece hasta nuestros días, con especial vigencia en la Edad Media, en filosofías como las de Averroes (s. XII) o Sto. Tomás de Aquino (s. XIII). Hoy surge con fuerza en el llamado "movimiento comunitario" (Alasdair MacIntyre, Michael Walzer, Benjamin Barber), en la hermeneútica (Hans-Georg Gadamer), y en la vertiente de la ética zubiriana que se refiere a la "moral como contenido". 2) Cálculo inteligente del placer. También en el mundo griego nace otro modo de entender el saber moral y el modo de funcionar en él de la racionalidad, que es el propio del hedonismo (de "hedoné", que significa "placer"). Según los hedonistas, puesto que, como muestra la más elemental de las psicologías, todos los seres vivos buscan el placer y huyen del dolor, tenemos que reconocer que el móvil del comportamiento animal y del humano es el placer. Pero, a la vez, que el placer es también el fin al que se dirigen todas nuestras acciones y el fin por el que realizamos todas nuestras elecciones. De donde se sigue que el placer es el fin natural y moral de los seres humanos. ¿Quién obra moralmente entonces? El que sabe calcular de forma inteligente, a la hora de tomar decisiones, qué opciones proporcionarán consecuencias más placenteras y menos dolorosas, y elige en su vida las que producen mayor placer y menor dolor. Desde esta perspectiva, la moral es el tipo de saber que nos ayuda a calcular de forma inteligente las consecuencias de nuestras acciones para lograr el máximo de placer y el mínimo de dolor. Pero el máximo y el mínimo ¿para quién? En la tradición hedonista se produce un cambio trascendental desde el mundo griego al moderno al intentar contestar a esta pregunta, porque el primero entiende que cada individuo tiene que procurar maximizar su placer y minimizar su dolor, mientras que el hedonismo moderno (utilitarismo) propone como meta moral lograr la mayor felicidad (el mayor placer) del mayor número posible de seres vivos. Es esencial, pues, aprender a calcular las consecuencias de nuestras decisiones, teniendo por meta la mayor felicidad del mayor número, y actuar de acuerdo con los cálculos. El hedonismo nace en el siglo IV a. J.C. de la mano de Epicuro de Samos y sigue también vigente en nuestros días. Los representantes clásicos del hedonismo social o utilitarismo son fundamentalmente Jeremy Bentham, John Stuart Mill (con su libro El Utilitarismo) y Henry Sigdwick. En la actualidad el utilitarismo sigue siendo potente en la obra de autores como Urmson, Smart, Brandt, Lyons, en las teorías económicas de la democracia y ha tenido una gran influencia en el "estado del bienestar". 3) Respeto a lo que es en sí valioso. A fines del siglo XVIII Immanuel Kant cambia el tercio en lo que se refiere al modo de entender el saber moral. Es evidente -afirma- que, por naturaleza, todos los seres vivos tienden al placer y que todos los seres humanos queremos ser felices. Pero precisamente los fines que queremos por naturaleza no pueden ser morales, porque no podemos elegirlos. La naturaleza es el reino de la necesidad, no el de la libertad, por mucho que podamos elegir entre los medios. Por eso serán fines morales los que podemos proponermos libremente, y no los que ya nos vienen impuestos por naturaleza. ¿Cuáles son esos fines? Para responder a esta pregunta Kant cree tener una buena ayuda: las personas tenemos conciencia de que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices obedecerlos. Cuando digo que "no se debe matar" o que "no hay que ser hipócrita", no estoy pensando en si seguir esos mandatos hace feliz, sino en que es inhumano actuar de otro modo. El asesino, el hipócrita no están actuando como auténticas personas. ¿De dónde surgen estos mandatos, si no es de nuestro deseo de felicidad? La respuesta que da Kant abre un nuevo mundo para la moralidad: esos mandatos surgen de nuestra propia razón que nos da leyes para comportarnos como auténticas personas. Y un ser capaz de darse leyes a sí mismo es, como su nombre indica, un ser autónomo. Por eso esas leyes mandan sin condiciones y no prometen la felicidad a cambio; sólo prometen realizar la propia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperati- vos) categóricos, incondicionados. Ser persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer serlo por encima de cualquier otra meta: en querer tener la buena voluntad de cumplir nuestras propias leyes. La razón que da esas leyes morales no es la prudencial ni la calculadora, sino la razón práctica, que orienta la acción de forma incondicionada. Kant defendió esta posición por primera vez en su obra Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres y, aparte del gran número de kantianos que ha habido y sigue habiendo, actualmente no existe ni una sola ética que se atreva a prescindir de la afirmación kantiana de que las personas son absolutamente valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio. 4) Saber dialogar en serio. A partir de los años 70 Karl Otto Apel y Jürgen Habermas, profesores de la Universidad de Frankfurt, proponen continuar la tradición de la ética kantiana, pero superando sus insuficiencias. Los creadores de lo que se llama "ética del discurso" están de acuerdo con Kant en que el mundo moral es el de la autonomía humana, es decir, el de aquellas leyes que los hombres nos damos a nosotros mismos. Precisamente porque nos las damos, podemos promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirlas. Sin embargo, discrepan de Kant -entre otras cosas- a la hora de determinar qué significa "nos damos nuestras propias leyes". Porque así como Kant entiende que cada uno de nosotros ha de decidir qué leyes cree que son propias de las personas, consideran los autores que comentamos que deben decidirlo los afectados por ellas, después de haber celebrado un diálogo en condiciones de racionalidad. La razón moral -concluyen- no es una razón práctica monológica, sino una razón práctica dialógica: una racionalidad comunicativa. Las personas no debemos llegar a la conclusión de que una norma es ley moral o es correcta individualmente, sino a través de un diálogo. Pero no a través de cualquier diálogo, sino a través de un diálogo que se celebre entre todos los afectados por las normas y que llegue a la convicción por parte de todos de que las normas son correctas, porque satisfacen los intereses de todos. Evidentemente, no es así como se decide normalmente si una norma es o no correcta, pero así es como debería decidirse. Saber comportarse moralmente significa, desde esta perspectiva, dialogar en serio a la hora de decidir normas, teniendo en cuenta que cualquier afectado por ellas es un interlocutor válido y como tal hay que tratarle. Esta posición recibe indistintamente los nombres de "ética dialógica", "ética comunicativa" o "ética discursiva", y tiene hoy en día seguidores en un buen número de países. Éstos son, pues, cuatro modos de entender cómo comportarse en la vida de una forma moral. Ciertamente, la historia de la ética nos ha pertrechado de otros modelos, pero como estos cuatro constituyen la clave para comprender los restantes, vamos a tomarlos como coordenadas en nuestro mapa físico de la ética -en lo moral- y a darnos por satisfechos con ellos. Moral y religión En principio, si estar alto de moral es estar en el quicio humano, también las religiones buscan llevar a las personas a su plenitud vital. Aunque de ellas se han dicho muchas tonterías, nacieron para responder al afán de salvación que experimentamos; un afán de salvación que, al menos en las tres religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, Islam), se refiere sobre todo al anhelo de librarse del mal voluntario (el pecado), de la muerte y de algo casi peor que el pecado y la muerte: el sinsentido, la convicción de que el origen y la meta de cada persona y de la humanidad en conjunto es o bien la pura casualidad o bien el absurdo8. La religión -como decía Immanuel Kant- trata de responder a la pregunta "¿qué puedo esperar?", más que a la pregunta "¿qué debo yo hacer?"9. Su lugar más propio en el conjunto de saberes prácticos es, pues, el ámbito de la esperanza, no tanto el del deber10. Por eso Ernst Bloch, uno de los filósofos que ha dedicado sus energías a investigar si es posible para los seres humanos la esperanza en un mundo humanizado, dedicó a la religión un buen espacio11. En algún momento de su trabajo pensaba Bloch que la finalidad de la religión - salvar al hombre- es más fácil de alcanzar que la meta del socialismo, que consiste en alimentarlo. Sin embargo, en sus últimos trabajos invierte los términos: es más fácil, siendo difícil, lograr la justicia que la salvación. "Un sabio antiguo decía -y se quejaba- que es más fácil redimir el hombre que alimentarlo. El futuro socialismo, precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse, tendrá ante sí, como particularmente difícil, la ususal inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al hombre que redimirlo."12 Y es que las religiones nacen de la experiencia vivida por personas concretas y por pueblos concretos de que Dios salva del pecado, de la muerte y del absurdo, lo cual tiene mucho que ver -todo que ver- con alcanzar la felicidad13. Pero desgraciadamente en muchas ocasiones se han olvidado de que Dios es "el que salva" y se han empeñado en que es "el que manda", sobre todo, "el que prohíbe", con lo cual algunos de sus representantes han acabado vigilando bañistas y cosas similares, igual que una moral mal entendida. Como es natural, toda religión lleva aparejada una moral, unas orientaciones para la forja del carácter y para adquirir hábitos humanos, y las actuales morales tienen todas en muy buena medida orígenes religiosos. Pero en Occidente el proceso de modernización supuso el retroceso de las imágenes religiosas del mundo y, en consecuencia, la moral fue independizándose paulatinamente de la religión, y tratando de buscar un fundamento racional, común a creyentes y no creyentes. Lo cual -como dijimos- no significa que en ella no tenga una parte fundamental el sentimiento, que, por supuesto la tiene, sino que una moral racional ha de ser aceptable por toda persona, sea creyente o no. Una ética civil Este proceso de independización de la moral con respecto a la religión ha culminado en una "ética cívica" o "ética civil". Llamamos "ética cívica" al conjunto de valores morales que ya comparten los distintos grupos de una sociedad moralmente pluralista y que les permiten construir su mundo juntos precisamente por compartir esa base común. La ética civil es una ética laica, y no religiosa ni tampoco laicista, porque no recurre expresamente a Dios para señalar dónde está el "quicio humano" de que hablábamos, pero tampoco se empeña en que alcanzar ese quicio exige eliminar la religión, cosa que sí dice una ética laicista15. Por eso, como ética laica, intenta encontrar un criterio para marcar ese quicio y un fundamento para él que pueda ser admitido por cualquier persona, sea cual fuere su fe religiosa, su ateísmo o su agnosticismo. Ahora bien, es importante recordar que una ética cívica situada a la altura de nuestro tiempo, como es el caso de la ética civil propia de las democracias liberales pluralistas, difiere poco en el contenido del de una moral religiosa, igualmente situada a la altura del tiempo; sobre todo, en lo que se refiere a unos mínimos de justicia. Porque una y otra exigen que se respeten los derechos humanos, valoran la libertad, la igualdad y la solidaridad, rechazan la intolerancia y la tolerancia pasiva, y apuestan por una actitud dialógica para resolver los conflictos. ¿Qué aportan entonces las religiones? La experiencia de salvación, la esperanza de vida futura, la redención de los que en el pasado perecieron a manos de la injusticia, la superación de la soledad radical por el diálogo con un "Tú" a la vez diferente y, sin embargo, totalmente íntimo a cada persona. Moral y derecho: ¿Un mundo de normas? Prácticamente todos los manuales de introducción al derecho dedican un capítulo a señalar las semejanzas y diferencias entre derecho y ética, porque son dos tipos de saber tan estrechamente ligados entre sí que en ocasiones se confunden y parece que basta con cumplir las normas jurídicas para actuar de una forma moralmente correcta. Sin embargo, se trata de dos tipos de saber que -como hemos dicho- están estrechamente unidos, guardan una gran semejanza entre sí y son complementarios, pero no se identifican. Comentaremos en este apartado en qué se asemejan y en los dos siguientes, en qué difieren y en qué resultan complementarios. • En primer lugar, moral y derecho se asemejan, no sólo porque ambos son saberes prácticos que intentan orientar la conducta individual e institucional, sino también porque los dos se sirven de normas para orientar la acción. En el caso del derecho, podemos decir que se trata sobre todo de un mundo de normas, que se articulan en diversos códigos, de modo que los ciudadanos sepan qué tipo de conducta se espera de ellos. El derecho es, no sólo una saber práctico, sino eminentemente un saber que proporciona normas. También la moral da normas, especialmente cuando se ocupa de cuestiones de justicia y cuando quiere orientarnos hacia la humanización y no hacia la deshumanización. Pero el ámbito de lo moral es bastante más amplio que el de las normas. • Por otra parte, las semejanzas entre ambos se acrecientan cuando algunos éticos de tradición kantiana, como es el caso de los representantes de la ética discursiva, insisten en que es tarea de la ética determinar cuáles son los procedimientos que nos garantizan que una norma es moralmente correcta. Las normas morales nacen en los distintos campos de la vida cotidiana y la ética debería mostranos cuáles son los procedimientos racionales para decidir que una norma es correcta. El procedimiento consistiría, según dicha ética, en establecer un diálogo entre todos los afectados por la norma, que se celebrara en condiciones de simetría, es decir, que todos tuvieran posibilidad de intervenir, replicar y defender los propios intereses en igualdad de condiciones. Podríamos decir que la norma es correcta cuando todos los afectados, actuando como interlocutores en el diálogo, llegaran a la conclusión de que la norma les parece correcta porque satisface intereses generalizables. No se trataría, pues, de llegar simplemente a un pacto de intereses sectoriales, sino a la adhesión de todos los afectados por la norma que, tras participar en el diálogo en condiciones de simetría, consideran de modo unánime que la norma es correcta. Esta consideración de la ética como saber que se ocupa de los procedimientos por los que sabemos si una norma es correcta, la ha aproximado al derecho que también trata de formular los procedimientos adecuados para fijar una norma, aunque en este caso, jurídica. El derecho viene "de fuera" En lo que se refiere a las diferencias entre moral y derecho, conviene recordar que no proceden tanto del contenido, en ocasiones idéntico, como de la forma en que obligan las normas morales y las jurídicas. Por ejemplo, normas como "no matar" o "no mentir" son tanto normas jurídicas como morales, y reconocemos si son una cosa u otra ante todo por cuatro elementos formales: cuál es su origen (quién está legitimado para promulgarlas), quién está capacitado para obligar a cumplirlas, cuál es el tipo de sanción que puede recibirse por transgredirlas, de quién cabe esperar cumplimiento. 1) Las normas jurídicas son promulgadas por los órganos competentes del estado, mientras que las morales proceden del propio sujeto autónomo. 2) Es el estado el que está legitimado para exigir que se cumplan las normas jurídicas mediante coacción, mientras que en el caso de lo moral el sujeto se "autobliga". 3) Es también el estado quien tiene el poder de castigar a quien transgrede normas legales. Y por eso, para no ser arbitrario tiene que tipificar los posibles delitos y fijar las sanciones correspondientes. En el mundo moral, no hay más sanción que el remordimiento que experimenta quien ha violado su propia ley. Son estas tres razones, en principio, las que hacen del derecho un tipo de legislación que la persona experimenta como "externa", como viniendo "desde fuera". Por eso puede decirse que para obedecer normas jurídicas podemos tener razones estratégicas, mientras que para obedecer normas morales no puede existir ninguna razón estratégica: atenerse a los mandatos morales interesa por sí mismo o no interesa en absoluto. Alguien puede considerar una ley jurídica inadecuada, pero cumplirla por estrategia, por miedo a la sanción; mientras que para sentirse obligada moralmente una persona necesita estar convencida de que la norma es correcta: nadie, salvo ella misma, le va a sancionar si no la cumple. 4) Esta situación explica algo que ocurre en el mundo jurídico y no en el moral. Desde el punto de vista jurídico, el desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento; y, por lo tanto, si alguien transgrede una ley por ignorancia, podrá considerarse tal ignorancia como una circunstancia atenuante, pero no como eximente. Mientras que desde el punto de vista moral el desconocimiento de una norma sí exime de su cumplimiento, porque aquí la intención de quien obra es, no sólo importante, sino esencial. Así ocurre que las personas podemos llegar a vivir el mundo jurídico como un mundo extraño, incluso en los países democráticos en los que hemos elegido a nuestros presuntos representantes. Porque cuando se produce un intenso proceso de juridificación, es decir, cuando todos los ámbitos de la vida social se van regulando hasta el punto de que los ciudadanos son humanamente incapaces de conocer la legislación en su totalidad, aumenta en ellos la sensación de que ese inabarcable mundo no es cosa suya: de que en él son totalmente heterónomos. Y eso, lógicamente, es perverso en una democracia, que se supone es el "gobierno del pueblo". Acercar la legislación al ciudadano en el doble sentido de que sea la que él podría querer y de que la conozca, así como las razones por las que se promulga, es un deber moral16. Porque ya que resulta imposible que en el mundo jurídico cada uno legisle, al menos que los presuntos representantes formulen las leyes pensando en lo que cada ciudadano podría querer, traten de darlas a conocer y expliquen las razones por las que las promulgan. No bastan las normas jurídicas para que una sociedad sea justa Para que una sociedad sea justa no bastan las leyes jurídicas, al menos por las siguientes razones: 1) Las leyes jurídicas no siempre protegen suficientemente todos los derechos que son reconocidos por una moral cívica. 2) A veces exigen comportamientos que no parecen justos a quienes se saben obligados por ellas. 3) Las reformas legales son lentas y una sociedad no siempre puede esperar a que una forma de actuación esté recogida en una ley para considerarla correcta. Por eso muchas veces la ética se anticipa al derecho. 4) Por otra parte, este tipo de leyes no contempla ciertos casos particulares que, sin embargo, requieren consideración. 5) Por último, "juridificar" es propio de sociedades con escasa libertad. En las sociedades más libres la necesidad de la regulación legal es menor porque los ciudadanos actúan correctamente. 6) Aunque parezca que las normas jurídicas que protegen derechos fundamentales garanticen esa protección en mayor medida que las normas morales, es decir, aunque parezca que son más eficaces, lo bien cierto es que su capacidad protectora es muy limitada. Las leyes pueden eludirse, manipularse y tergiversarse; sobre todo, por parte de los poderosos. Por eso creo que la única garantía de que los derechos se respeten consiste en que las personas estén convencidas de que vale la pena hacerlo. Tomando el célebre eslogan "una imagen vale más que mil palabras", podríamos decir que "una convicción moral vale más que mil leyes". Por tanto, sin atender a la dimensión moral de las personas, es imposible que una sociedad sea justa. LOS MODOS DE RELACION ENTRE LA ETICA Y LA POLITICA- ARANGUREN RECONOCIMIENTO DEL PROBLEMA La ética, está siendo siempre buscada. Es una exigencia, una demanda, una actitud y, si se quiere, una inquietud también, la inquietud moral, la sed de justicia. La política en cambio, es una realidad eminentemente positiva que está ahí, dada y constituida por un juego de fuerzas, el poder político y sus condicionamientos sociales. Intentar relacionar inmediatamente uno y otro plano en una ética política que prescriba, en dirección única, desde la ética, en la política, es eludir el tema de la problemática, de la tensión que se manifiestan entre ambos. Planteadas, así las cosas, nos encontramos con la cuestionabilidad originaria de la relación entre la ética y la política, la cual puede ser vivida y pensada de cuatro modos fundamentales a saber: el realismo político, la repulsa de la política, lo ético en la política vivido como imposibilidad trágica y lo ético en la política vivido como problematicidad dramática. El «realismo político», la moral es un «idealismo» es decir, un irrealismo cuya intromisión en la política no puede ser más que perturbador. EI ámbito apropiado de lo ético es el privado, en el público ro tiene nada que hacer. Lo moral y lo político, son incompatibles y, por tanto, a quien ha de actuar en política le es forzoso prescindir de la moral. El segundo modo de concebir la cuestionabilidad parte del mismo supuesto, la incompatibilidad de ética y política. Pero en vista de que no se considera posible «salvar» a ambas a la vez, ahora, en vez de «elegirse» la política, estableciendo, como en la posición anterior, su primacía sobre la moral, se lleva a cabo una «repulsa» de lo que se conceptúa como irremisiblemente malo. Las dos concepciones anteriores tienen de común el supuesto fundamental sobre la imposibilidad de conjugar lo ético y lo político. Por el contrario, lo característico de la tercera manera de vivir la imposibilidad es el sentido trágico, totalmente ausente de los dos modos anteriores. El hombre que está en esta tercera posición se ve solicitado a la vez e inexorablemente por la exigencia moral y por la insoslayabilidad política. Siente que no puede satisfacer a la una y a la otra; pero, por otra parte, tampoco puede «preferir», tampoco puede «prescindir». Lo ético es vivido así, en la política, como imposibilidad insuperable y, por tanto, trágica. El hombre tiene que ser moral, tiene también que ser político, y no puede serlo conjuntamente. La cuarta concepción se asemeja a esta tercera en la alta temperatura anímica con que es vivida la tensión. Pero se diferencia de ella y de las dos primeras en que el supuesto no es la imposibilidad absoluta, sino la problematicidad constitutiva de la relación entre la ética y la política, de 1o ético en la política. Por tanto, hay que hablar aquí no de sentido trágico, sino de sentido dramático. La moralidad política-como, por lo demás, la moralidad privada, individual-es ardua, problemática, difícil, nunca lograda plenamente, siempre in vía y, a la vez, siempre «en cuestión». La auténtica moral es y no puede dejar de ser lucha por la moral. Lucha incesante, caer y volverse a levantar, búsqueda sin posesión, tensión permanente y autocrítica implacable. La relación entre la ética y la política, en cuanto constitutivamente problemática, sólo puede ser vivida, de un modo genuino, dramáticamente. NEGACION DEL PROBLEMA En los capítulos siguientes de esta sección habremos de estudiar, con algún detenimiento, cada una de estas cuatro concepciones. Antes vamos a referirnos a la preterición, la mitigación y la trivialización de esta cuestionabilidad. En primer lugar, la preterición de la cuestionabilidad entre ética y política, en el pensamiento tradicional no ha encontrado obstáculo en el pasaje de la ética a la política, y moviéndose en la enrarecida atmósfera racionalista, ha podido descansar tranquilamente en el establecimiento de un modelo de ética política, sin querer ver el problema, para lo cual, manteniéndose en aquel alto nivel de los principios y lo absoluto, evitaba cuidadosamente descender a la concreta problemática política. En segundo lugar, la mitigación de la cuestionabilidad entre ética y política, se hace cargo del problema, pero lo resuelve, muy satisfactoriamente para la buena consciencia, a fuerza del optimismo trascendente (mitigación teológica-metafísica) y la acomodación de la conciencia moral (mitigación empírico- individual). Finalmente, y, en tercer lugar, si en vez de hacer una tragedia, o un drama, de la oposición entre lo temporal y lo supra temporal, entre lo real y lo ideal, entre el ser y el deber ser, entre la realidad y lo absoluto, disminuimos la distancia, historizamos y naturalizamos ese absoluto, hasta reducirlo a sus determinaciones sociológicas y antropológicas, llegaremos a una comprensión de la existencia en la que su “drama” o su “tragedia” habrán quedado completamente trivializados. Sea como sea, cada época, cada sociedad, según su nivel de desarrollo, tiene sus propios problemas morales. Lo ético es ineliminable. Lo más que puede hacerse es convertir lo trágico en dramático. PRESUNTA SUPERACION DEL PROBLEMA Preterir un problema, mitigarlo o incluso trivializarlo no es tanto como resolverlo. ¿Puede intentarse una resolución que no sea meramente conceptual, que no deje subsistentes las contradicciones reales, y que deje atrás todo el dramatismo? Tanto para Marx, como para Hegel, el «curso del mundo» es ineluctablemente «moral» y, por tanto, el buen comportamiento no puede consistir sino en la conformidad con ese curso o dirección históricos. Mientras Hegel sostenía que lo que debe ser es lo que va a ser; este renuncio a la supresión o relativización de uno de los dos polos, proponiendo la “superación” entre la moralidad y la realidad para dar paso a la eticidad, Marx, en cambio, dando un, paso más, redujo el concepto de deber moral al de predicción científica y ajustamiento a ella eliminando y reduciendo con ello todo componente ético y político. Al razonar así incurría evidentemente en la “falacia naturalista”; es decir, en la confusión del «deber ser» con el «tener que ser». REALISMO POLITICO Este primer modo de concebir la relación entre la moral y la política, tiende a reducir y suprimir la tensión entre ambas. El realismo político está próximo a pensar, que al no tener nada que hacer nada la moral en política, ese problematismo desaparece. Sin embargo, en la práctica esto no se da con tanta radicalidad, y predomina lo que se ha denominado como “doble moral”, es decir, una vigencia de la moral para la vida y las relaciones privadas, y un regimiento de la política y las relaciones publicas por sus leyes propias; las de la política realista. Habría, por lo tanto, tres modelos de realismo político: 1) el nietzscheano, basado en la antropología de la voluntad de poder, y que cubre toda la gama de relaciones sociales; 2) el realismo “anti-ético”, que limita la voluntad de poder al ámbito político; y 3) una forma mitigada del anterior, excluyendo la moral sólo de las relaciones exteriores o internacionales. Evidentemente, de las tres posiciones apuntadas, la única verdaderamente consecuente es la primera. El carácter eminentemente pragmático del realismo político propulsado por Pareto, Mosca y en alguna medida Maquiavelo, explica su oscilación entre una abierta repulsa de la moral y la pretensión de presentar la política, en un “tertium quid” imposible, no como opuesta a la moral, sino como independiente de ella y regida por leyes estrictamente técnicas, es decir éticamente neutrales. Pero, evidentemente, la virtud maquiavélica del Estado o la actual “Eigengesetzlichkeit” de lo político no pueden acogerse a la esfera, por lo demás existente del individuo, de los actos “indiferentes” moralmente. Se trata de actos estructuralmente morales, que no pueden escapar a la disyuntiva de ser “buenos” o “malos”. Probablemente la opinión más matizada, dentro de esta tendencia a la separación de la política y la moral absoluta es la de Max Weber. La moral absoluta, seria a su juicio, la “Gesinnungsethik” de tipo kantiano. Frente a ella el sociólogo, alemán admite, para el político, una “Verantwortungsethik”, atenta a los resultados, a las consecuencias y a las posibilidades, siempre limitadas, de la acción política concreta. Incide así, como se ve, en una moral utilitarista. Morgenthau es el principal teórico del «realismo» frente al «moralismo». En el fondo de su pensamiento parece estar la distinción, antes citada, de Max Weber. Así, por ejemplo, escribe que no podemos concluir de los motivos moralmente buenos de un político, que su acción política haya de ser moralmente elogiable o políticamente eficaz. Robespierre fue, a su juicio uno de los hombres más virtuosos que han existido; sin embargo, el radicalismo utópico de su misma virtud le llevó al desastre moral y político. Lo más acertado es dejar a un lado las «abstracciones morales» cuando se actúa en política. El realista político no ignora la existencia e importancia de otros criterios de pensamiento diferentes del criterio político. Pero como realista político tiene que subordinarlos al criterio político. El interés frente al utopismo se presentaba casi siempre, durante el siglo pasado, recubierto con el manto de la moralidad, y nadie parecía tener la voluntad real de poner fin a esta enmascarada confusión. Hoy, por el contrario, en la valoración común, el vicio más grave es la hipocresía y la cualidad más estimada, la «sinceridad». Por eso se comprende, el auge del realismo político: se considera éticamente más valiosa la conducta de quien se expresa con franqueza, por cínica que sea, que la del «moralista», en quien, por lo general, se tiende a ver un farsante. Un «realismo» verdaderamente consecuente tiene que eliminar la moral no sólo de la vida pública, sino también de la privada. Ahora bien: la moral es ineliminable y la conciencia, un huésped enojoso que levanta su voz para aguar la fiesta. Sería cómodo, sin duda, para el político poderse instalar, de una vez para siempre, «más allá del bien y del mal», en la paz de quien ha eliminado toda posibilidad de conflicto moral, todo sentido trágico o, al menos, dramático de la existencia. Sin embargo, contrariar la moral vigente puede constituir un gravísimo error político. La moral es, en muchas ocasiones, una eficaz arma política. El «realismo» está siempre en función de las expectaciones que suscite nuestra acción. Sin llegar a los extremos maquiavélicos, se puede pensar también, con buenas razones, que la política eficaz puede ser una política moral, y que el mal constituye, o puede constituir, un error político. No porque el interés político y el interés moral o en general, el egoísmo y la moralidad sean inseparables, pero si porque tampoco son, a priori, incompatibles. El realismo político, quisiera suprimir toda problemática moral en el ámbito de la política. Su intento, es como hemos visto, inconsecuente por limitado, y sobre ello, imposible e irrealista. LA REPULSA DE LA POLITICA LA REPULSA BURGUESA La repulsa de la política ha sido una actitud asumida a la vez, paradójicamente, por una parte, de la burguesía, cuyo ideal ha sido, durante decenios, el del «hombre privado», y por una parte del proletariado, cuyo ideal ha sido, por esa misma época, el anarco-sindicalismo. La actitud profunda del hombre burgués, desde que conquista el poder social, en el siglo XVIII, ha sido siempre mucho más económica que política. Una nación es tanto más rica cuanto más ricos sean sus ciudadanos. Ahora bien: para que éstos se enriquezcan es menester dejarles en libertad, ante todo, es claro, de las trabas que, para la industria y el comercio, existían en el antiguo régimen. Pero pronto mostró la experiencia que la estructura económica era inseparable de la política y que, por tanto, la abolición del viejo sistema económico exigía la supresión del absolutismo político. Entonces se abre un paréntesis de entusiasmo democrático, de exaltación de la virtud política y de conversión del «súbdito en citoyen: entusiasmo, pathos, exaltación necesarios para movilizar a las gentes y provocar la revolución. Pero luego, una vez cumplida ésta y vueltas las aguas a su cauce, la clase que había conquistado el poder político, la burguesía, volvió a su concepción del primado de lo económico sobre lo político. Lo importante era: la libertad individual, mediante reducción del aparato estatal al mínimum. El individualismo y la optimista convicción de la identidad de fines del individuo y la sociedad empujaban a pensar que el Estado liberal del laissez- faire, es decir, el menor Estado posible, era el régimen político mejor. Las ideas democráticas de Rousseau fueron arrumbadas y se concibió el Estado, con Locke, como una «sociedad de responsabilidad limitada», a la que no se alienan todos los derechos del individuo. El ciudadano burgués, acreditado como tal en cuanto accionista del Estado económicamente interesado en é1, ejerce su actividad verdaderamente importante, la económica, con plena libertad. El Estado queda reducido a Estado-gendarme. Ser gendarme, mientras el orden se mantiene por sí solo, no es mal oficio, incluso es honorable. Pero el orden, a lo largo del siglo XIX no se mantuvo mucho tiempo por sí solo. Los conflictos obreros, las subversiones sociales, las revoluciones políticas, hicieron que el Estado se endureciese y de gendarme pásese a «policial» y a verdugo. Lo que había sido un oficio honorable se convirtió en un feo oficio. Es verdad que no siempre era necesario recurrir a la violencia. Pero entonces, el político, que ya nunca disponía del cómodo y «elegante» poder absoluto, se veía obligado para gobernar, a recurrir a la astucia, al engaño, al compromiso. Meterse en política, como vulgarmente se decía, sería perder esa preciosa y reservada moralidad burguesa. Quien permanece en la vida privada puede mantenerse limpio, pero la política se había convertido en envilecedora. La repulsa de la política aparecía, así como un imperativo de la moral- burguesa. El supuesto de tal concepción es un doble autoengaño. En primer lugar, el de que el hombre puede amputarse a voluntad, la dimensión política de su ser, y, en segundo lugar, el pensar que se puede preservar mucho más fácilmente la pureza moral en la vida privada que en la vida pública. ¿Es admisible esa supuesta disyunción radical entre el hombre privado, posiblemente moral y el hombre público, necesariamente inmoral? La única diferencia real entre la esfera política y la privada consiste, para usar de nuevo la metáfora platónica, en que, siendo como dos letreros que dicen lo mismo, pero el uno en tamaño mucho más grande que el otro, en el primero se ve todo, también las faltas mucho más abultadamente. Un grupo social dentro de la burguesía, el que constituye el Ejército, participa de esta valoración de la política; los militares, atenidos a su moral estamental y simplificadora, consideran frecuentemente la política como un juego sucio y tienden a reemplazarla por la acción directa (putsh; golpe de Estado) y la dictadura. LA REPULSA ANARCO-SINDICALISTA Para el anarco-sindicalismo la política, toda política, es burguesa. Es decir, es política de una clase social que ni es ni puede ser el proletariado, demasiado realista para intentar resolver los problemas con discursos; y como política constituye un mal en sí-el poder es el mal-y un obstáculo para el socialismo. Sartre ha explicado históricamente el surgimiento de esta actitud. Fue la «traición» de la pequeña burguesía en 1848, o sea su temor ante la revolución social y su repliegue con respecto, al progresismo, que hasta entonces había afirmado, y también la derrota de 1870, lo que desacreditó la política a los ojos de los obreros y les llevó a la convicción de que la lucha de clases solamente podía resolverse a su favor en el terreno del trabajo, y por la «acción directa». El socialismo utópico desconfiaba ya del Estado y aspiraba a que los problemas sociales fuesen resueltos por la sociedad misma e independientemente de ese proceso, el sindicalismo inglés, organizado bajo la forma de los trade-unions, se ha caracterizado por su absentismo político. Bakunin, preconizador de un socialismo profundamente individualista, por ello, opuesto al poder del hombre sobre el hombre, veía en el Estado, tanto como en el capitalismo, el obstáculo fundamental para la constitución de una sociedad socialista, sin poder, a la que se pertenecería por libre asociación. Si, pues, el Estado es el, principal obstáculo y el mal absoluto, no hay más remedio que hacerlo saltar, destruirlo, suprimir el dominio del hombre por el hombre, reemplazar la competición por la cooperación, instaurar el libertarismo y, con é1, al orden social perfecto, una auténtica edad de oro. Pues, destruida la fuente de todo mal, prevalecerá la bondad natural del hombre y se producirá, como oposición a la moral pequeño- burguesa, una admirable escisión de las grandes, de las generosas virtudes de la clase trabajadora. EI método preconizado para la instauración de esa sociedad sin clases ni Estado es doble. Por una parte, la «acción-directa» bajo la forma de huelgas revolucionarias, pero, sobre todo, mediante el terrorismo y, en especial, el asesinato de los jefes de Estado y los gobernantes, con absoluta indiferencia para con sus ideas políticas, de derecha o de izquierda, pues tanto unos como otros encarnan el Poder. El segundo método consiste en la retracción total de la política, la abstención del voto y de la formación de partido político para concentrar toda la actividad en la lucha por la democracia social en el terreno sindical. Son los sindicatos y no los partidos políticos el instrumento de liberación. EI anarco-sindicalismo no renuncia, porque es imposible, a toda acción política: renuncia a la acción política directa, que sustituye, como hemos visto, por el terrorismo y también por la acción indirecta de presión, desde fuera, por la vía sindical, sobre el Gobierno, el capitalismo y la política. El burguesismo apolítico y el anarquismo tienen, como se ve, rasgos comunes. La violencia parece, a primera vista, no ser uno de ellos, pero ya hemos visto cómo en un sector de la burguesía, el Ejército, es la manera ordinaria de intervención política. Se parecen uno y otro, evidentemente, en que ambos sienten el Estado como ajeno y constituido no por todos, por tanto, también por nosotros, sino por «ellos». Unos «ellos» que son el Gobierno, el Parlamento y, a lo sumo, los funcionarios públicos y los partidos políticos. Se parecen en el individualismo y la pretensión-utópica-de sustraerse a la política. El hombre es constitutivamente político y 1o único que consigue con la abstención es continuar siéndolo, sólo que deficientemente. En realidad, el hombre apolítico, a su pesar, opera políticamente: bien «dejando hacer», bien desde fuera, en un grupo de presión, sin asumir responsabilidad política. Se parecen, en fin, en considerar ambos el Estado como el mal, que el burgués espera reducir al minimum y el anarquista, más radical, suprimir de raíz. LO ETICO EN LA POLITICA VIVIDO COMO IMPOSIBITIDAD TRAGICA La tercera posibilidad de vivir la relación entre la ética y la política, que vamos a considerar ahora, es no sólo más seria que las dos anteriores, sino también más consecuente. Por de pronto, no renuncia a ninguna de las dos exigencias, la moral y la política. Quiere afirmar ambas a la vez, lograr una actividad y, a través de ella, una actitud que sea simultáneamente eficaz desde el punto de vista político, y justa desde el punto de vista ético. Pero fracasa o cree fracasar en el intento y vive la «posibilidad imposible» de una síntesis de política y moral. Esta se presenta de tres formas: la teológico-luterana, la metafísica y la meta ética. LA CONCEPCION LUTERANA Para Lutero, como es sabido, el hombre está rigurosamente sometido a la Ley de Dios, a los Mandamientos y, en particular, pues es lo que más nos interesa desde el punto de vista aquí adoptado, a la nueva Ley, manifestada en el Sermón de la Montaña; pero la Ley, los Mandamientos y su radicalización en el Sermón de la Montaña y la moral de Cristo, en general, son imposibles de guardar. La condición del cristiano es, pues, literalmente trágica, al verse sometido a una ética de la «posibilidad imposible». De este modo, la moral cristiana asume una significación escatológica, de exigencia extrema, situada más allá de la humana facultad, y de suscitación de una insuperable «mala conciencia», que es precisamente la destructora de todo fariseísmo pelagiano y de su pretendido cumplimiento de la Ley. La moral cristiana-moral para toda la vida, sin excepción, también, por tanto, para la vida y la actividad política es el «horizonte» inalcanzable y, sin embargo, definitorio y constitutivo del «campo de visión». El cristiano no puede ni alcanzar ese horizonte ni salir de él. Su existencia es puesta así en una tensión y un desgarramiento trágicos, El luteranismo es la forma religiosa más extremada e intransigente de «conciencia desgraciada», como diría Hegel. Esta conciencia desgraciada, que es secuela de nuestra condición mundana y empecatada, constituye, por tanto, una «necesidad», necesidad de la que no cabe «sacar virtud» a, absolviéndonos a nosotros mismos, en vista del empecatamiento universal e inevitable (pecado de todos, pecado de ninguno), y puesto que lo reconocemos como tal pecado. El político cristiano, como el cristiano en cualquier otra actividad, se encuentra en la imposibilidad trágica-y esto, repitámoslo, en principio, lo mismo en el orden político que en el privado-de ajustarse a los preceptos de la moral de Cristo; lo que no es sino otra manera de expresar la repulsa de pretender la justificación por las obras. No es verdad el imperativo kantiano «debes, luego puedes», sino este otro: «No puedes, pero debes.» O lo que es igual, sólo puedes ser justificado por la fe, única vía practicable entre la desperatio o entréga a la certidumbre de la condenación y la securitas pelagiana de una salvación que se posee ya como moneda constante y sonante. Según esta concepción, sustraída a todo compromiso, el político, como el hombre en general, tan pronto como reflexiona seriamente sobre su conducta se encuentra siempre en conflicto con su propia conciencia, porque se sabe siempre en falta moral. Y, sin embargo, es una invariante humana del empeño en liberarse de ese conflicto y lograr la tranquilidad de la conciencia. Si se adopta la posición de un rígido luteranismo «ideal», ple-namente consecuente consigo mismo, es menester reconocer que e1 mismo Lutero cayó en esa tentación universal, y precisamente en el plano político. En efecto, la doctrina luterana de los dos Reinos-el de Cristo y el del mundo- dio pie a una interpretación resolutoria del conflicto. La doctrina del Sermón de la Montaña de la no-resistencia al mal, en cuanto trasladada al plano político de la renuncia a la espada, a la lucha, a la guerra (defensiva), se pensó que debía ser rechazada, porque la evita-ción del caos, es decir, la existencia del mundo como cosmos, orden, es querida por Dios· como condición previa a todo lo demás. De este modo se llegó a la distinción entre una moral pública y una moral personal en el seno del luteranismo. El cristiano, en su vida personal, debe esforzarse por evitar la violen-cia, aunque le sea imposible lograrlo. El cristiano, en su vida pública como magistrado está estrictamente obligado a ejercer su autoridad, a hacer uso del poder. Pero con ello no solo se establece una doble moral, sino que para la moral política no vale ya el principio luterano del conflicto, de la tragedia, de la <<conciencia desgraciada)): el político en el poder, el militar en la guerra defensiva y también el padre en el ejercicio de la patria potestad, hacen lo que deben sir reserva alguna. Algunos grandes teólogos protestantes de nuestro tiempo mantienen, en reacción contra esta doctrina, el punto de vista rigu-rosamente luterano de la moral absoluta como algo inalcanzable para el hombre en general y para el político a en a particular; inalcanzable y, sin embargo, siempre presente, a la vista cumpliendo una función de saludable humillación de la soberbia humana. Hay, en especial, un hiato entre el precepto ético-religioso y la decisión política, que siempre es demasiado ambigua, en cuanto que impregnada de subordinación a intereses econó-micos y a la voluntad de poder, para que pueda ser considerada como conforme a aquél. El mal, en la política, no puede ser catalizado»; todos estamos «contagiados)) de él. El bien político es un ideal inasequible 6• Una segunda manera de sustraerse al desgarramiento de la conciencia, manera opuesta, a la vez, a las dos interpretaciones luteranas que acabamos de resumir, es el extremismo utópico de quienes creen literalmente realizables en esa vida, en todos los dominios, los preceptos del Sermón de la Montaña. Los Schwarmer en tiempo de Lutero, modernamente Tolstoi, hoy los cris-tianos que predican la no-violencia exigible a todos sin restricción alguna, interpretan la moral cristiana como practicable, como de posible cumplimiento. El catolicismo es, desde el punto de vista luterano 8, una tercera posibilidad de eludir el conflicto existencial, consistente en la combinación de las dos anteriores. Por una parte, distingue entre los preceptos y los concilia, según grados o estados de perfección. Considera que unos y otros son practicables, pero sólo los primeros exigibles a todos. Por otra parte, preconiza un cumplimiento «discreto», «prudencial", de los segundos, con lo cual se aparta nuevamente del radicalismo utópico. Finalmente, distingue entré el cumplimiento literal y la intención o el desasi-miento «en el espíritu)). Desde la concepción desgarrada y trá-gica de la existencia, propia del luteranismo, se comprende que el catolicismo aparezca como un cristianismo disminuido y la casuística como la fórmula de la dosificación. (Hasta qué punto se ha de vivir conforme a las categorías religiosas y hasta dónde de acuerdo con las categorías mundanas 9.) LA CONCEPCION EXISTENCIAL La moral existencial es, por una parte, moral de la auten-ticidad. Pero si fuese sólo eso sería una moral difícil, ardua tal vez, en el sentido ascético, como el radicalismo de las Schwiirmer y los no-violentos, a los que antes nos referíamos, pero clara e inequívoca. Sin embargo, no es así. Y no es así porque nadie puede instalarse en la autenticidad. Para decirlo en el lenguaje heideggeriano, la Uneigentlichkeit y el Verfallen en el «Man)) son posibilidades inesquivables, constitutivas de la existencia. O, dicho de otro modo, la moral de la autenticidad lo es, por la otra cara, de la ambigüedad. No se trata simplemente de que no existan un «bien)) y un «mal objetivos, separados de la situa-ción concreta y del proyecto existencial; es que este proyecto existencial es inevitablemente ambiguo, susceptible de interpre-taciones y aun intenciones encontradas, inescapable a la «mala fe)). El hombre no es nunca, en sus propósitos, en sus decisiones, en sus actitudes, «de una pieza, sino, en mayor o menor grado, siempre esto y lo otro a la vez. Por eso, la verdadera autenti-cidad, que no puede ser sino autenticidad de vuelta de sí misma, es la que se acepta en su ambigüedad y consiste en vivir plena-mente esta condición equívoca, humana-es decir, no perfecta, heroica o semidivina-, esta «conciencia desgraciada este saberse pecador sin posibilidad de perdón, porque no existe quien nos pueda perdonar. Aunque la filosofía existencial no otorgue a lo político un estatuto moral diferente del ético- ·personal, ha aplicado su refle-xión y su crítica a la política en relación con la moral. Tres obras, la Antígona, de Anouilh; Las manos sucias, de Sartre, y Humanismo y terror, de Merleau-Ponty, ilustran bien esta trágica ambigüedad moral de la política. La tragedia Antígona, obra de un autor nada sistemático, nos introduce en el centro mismo de la problemática político-existen-cial, en el existencialismo no como «filosofía)), sino como «es-tado de espíritu, como trascendido a la vida en cuanto reflejada en la literatura y a la vida sin más. Antígona nos presenta en la heroína el moralismo abstracto y brillante, cuya esencia ética consiste en decir «non y morir. Su tarea, lo veíamos antes en otro contexto, es difícil, incluso heroica, pero, como todo lo que ostenta el prestigio de lo heroico, clara, unívoca ... y negati-va. Es pura porque se condena a la ineficacia y a la muerte-evasión porque es tan irreal como el sueño de un adolescente. Por el contrario, Creonte personifica al político, al que ha dicho «sí», porque tiene que haber quienes lo hagan, al oficio tal vez «cochino)), constitutivamente impuro-como el hombre mismo que acepta la vida hasta el final-de gobernar; de gobernar, es decir de ensuciarse las manos hasta los codos y de dar muerte a los inocentes. Las manos sucias presentan una oposición del mismo tipo. Por una, parte, el revolucionario idealista y moralista, pero totalmente ineficaz, y que cuando, por fin, trabajosamente, pasa a la acción, lo hace desde la más compleja ambigüedad ¿por ejecución de algo a lo que se ha comprometido?, ¿por celos?, ¿por convencimiento de la traición «objetiva» de la víctima?). Por otra, el político de raza, que, como Creonte, está muy lejos de ser un «inmoral» o un «bruto, pero que, igual que aquél, siente la exigencia de la tarea política y de su eficacia, aun al precio de sacrificar una moral política idealmente «recta» y completamente consecuente, que se cerniría por encima de toda situación concreta. Merleau-Ponty, en Humanismo y terror, se propuso, entre otras cosas, mostrar la engañosa ilusión de la posibilidad de una vida política moral, en el sentido de pacífica, de no-violenta. La violencia se halla en el origen mismo del Poder, en la lucha, por él, y es, por tanto, el punto de partida de todos los regímenes. Lo que ocurre es que los regímenes establecidos han dejado ya detrás, a sus espaldas, lejos, la violencia primaria, elemental, desnuda; tan lejos, que han podido arreglárselas para olvidarla. Naturalmente, siguen apelando a la violencia, pero ahora es ya una violencia que no se reconoce como tal, porque se ha institucionalizado y auto justificado por la ley. El Código penal, en cuanto admitido, en principio, por todos-aunque, llegado el caso, cada delincuente procure hurtarse a su aplicación sobre él-, n o implica violencia moral; pero en cuanto expresión del presunto derecho de los poseedores frente a unos desposeídos, que no admiten el principio de discriminación-propiedad privada oligárquica, etc.que él establece, y al intentar cubrir la violencia originaria con el manto del derecho y aun de la moral ( derecho natural), agrega el fariseísmo a la violencia. Por tanto, los regímenes políticos organizados como Estados de derecho son doblemente inmorales: en primer lugar, por estar montados sobre la violencia y el terror (más o menos «blanco, y, en segundo lugar, lo que es mucho más grave y en lo que no caen los regímenes revolucionarios, por negar se a reconocerlo e intentar pasar por «legales» y «puros». (Obsérvese el paralelismo con la crítica luterana de la pretensión de justicia, por de pronto vana y, en el fondo, farisaica siempre.) No es posible, según Merleau-Ponty en este libro, elegir entre la violencia y la pureza, sino solamente entre distintos tipos de violencia. LA CONSTITUTIVA PROBLEMATICIDAD DE LO ETICO EN LA POLITICA, VIVIDA DRAMATICAMENTE LUCHA MORAL Y POLITICA Sabemos de antemano que el desenlace de una tragedia ha de ser, precisa y necesariamente, «trágico: la suerte está echada por adelantado. El destino-ya se vea éste, a la manera antigua, como un fatum exterior, ya se introduzca en la misma condición humana-cierra inexorablemente toda salida de la contra-dicción, toda posibilidad de síntesis. Por el contrario, hay drama cuando hay pericia y libertad, cuando no conocemos por ade-lantado el desenlace, cuando son posibles todavía tanto el sí como el no, cuando podemos ciertamente condenarnos, pero también salvarnos. Pues bien: la comprensión de la relación entre la ética y la política, o dicha, en otros términos, la realización de la posibilidad de moralización de la política, ha de ser dramática. Com-prensión dramática quiere decir afirmación de una compatibi-lidad ardua, siempre cuestionable, siempre problemática, de lo ético y lo político, fundada sobre una tensión de carácter más general: la de la vida moral como lucha moral, como tarea inacabable y no como instalación, de una vez por todas, en un e perfección. Comprensión dramática y no trágica equi-vale a decir que la tensión se pone no en el plano metafísico, sino en el moral. El hombre no es malo, pero hace el mal; el hombre no es pecado, pero el justo peca siete veces al día: cae una y otra vez para volverse a levantar. El cristiano no se ab-suelve a sí mismo, pero tampoco se condena, que es otra manera-la manera luterana-de dispensarse y renunciar a la lucha moral. Ahora bien: si la vida moral es drama y no están repartidos de antemano los destinos, tampoco lo están los papeles: no están los buenos a un lado y los malos al otro, sino que unos y otros se van haciendo tales-pero sin serlo nunca enteramente, sin «coincidir nunca con su bondad o maldad-en la peripecia de la vida. Lo cual quiere decir también que nunca podemos juzgar sobre el ser de nadie. que siempre es demasiado pronto para condenar y también para canonizar. Quedarse en la con-ciencia de la culpa, como hace el existencialismo, es condenarse a sí mismo; remontarse a un más allá trascendente-la luterana justificación por la fe-desde el cual la culpa reconocida nada importa ya, es dispensarse de la lucha, y, en fin, suponer que no hay lucha, drama, tensión entre la moral y la política, o mini-mizar éstos, como acontece en la concepción clásica de la ética política, para la que toda exigencia moral es perfectamente hace-dera, porque no hay problema, es no querer enfrentarse con la realidad. Es entre la tragedia y el fariseísmo, en el drama de la existencia, donde está la verdad moral y la posibilidad-difícil siem-pre-de moralización de la política. Lejos del pesimismo sobre la naturaleza humana. Nadie conoce al hombre, nadie puede sondarle en su corazón, pero debemos creer en él y esperar de él. El desprecio del hombre, la afirmación de su maldad, es siempre falta de amor y precipitada, injusta condenación. Mas creer en el hombre y poner esperanza en él no nos auto-riza a darle por bueno. Si, como decíamos antes, no hay previo reparto de papeles, eso significa que no hay malos sin mezcla de bien alguno, pero también que no hay buenos sin mezcla de mal alguno. Por eso es tan peligroso, en política, usar el nom-bre de Cristo (que es el Bien encarnado, sin mezcla de mal). Por eso es tan peligroso hablar de «Estado católico, cuando no ya la cristianización, la simple moralización, es, en realidad, una ardua, una siempre problemática empresa moral. Y por la misma razón, la tranquila instalación en un «partido confesional para, embozado en él, es decir, en el nombre de «cristiano)), echarse a surcar las turbias aguas morales de toda política, sin temor al escándalo, es o simplicidad o fariseísmo. (Como ya vimos antes, lo uno no excluye lo otro, el más sutil fariseísmo es el de quien ya ni siquiera sospecha que es fariseo.) MORAL Y SITUACIONES EXTREMAS Este entrelazamiento del bien y el mal morales, esta lucha moral en el seno de una situación objetivamente injusta y, vice-versa, la cuasi-imposición de inmoralidad aun dentro de una si-tuación que se presupone objetivamente justa, en suma, esta condición dramática de las relaciones entre la moral y la conducta pública, se ponen muy de relieve en las situaciones extrema1s, donde la problematicidad aparece, por decirlo así, como «ampliada)) en el sentido fotográfico de la palabra, y por ello se ve mejor. El ingreso imaginario en el mundo de la moralidad puesta estructuralmente en cuestión es sumamente instructivo. Podría hacerse una tipología de estas situaciones extremas; tipología doble, ·pues habría que considerar las situaciones pre-suntamente injustas y las presuntamente justas. A la primera serie corresponderían la situación del «bandido)), es decir, del que ha roto todo vínculo con la legalidad establecida, y en par-ticular, pues atañe más a nuestro tema, del revolucionario terro-rista o que emplea cualquier otro método de violencia. A la segunda serie, quienes emplean también la violencia, pero no contra el orden, sino al servicio del orden establecido: tal es la situación del «policía)), la situación del «Gran Inquisidor, la situación, en fin, del gobernante, supremo responsable de todas las violencias legales. Y, en tercer lugar, no será inoportuno considerar la situación de ambigüedad moral del sometido a un régimen fundamentalmente injusto, pero que, en contraste con el revolucionario, lo acata y, al someterse a él, en mayor o menor grado es siempre envilecido, contaminado por él y cómplice de él. Fueron los románticos y, tras ellos, Hegel quienes, partiendo de la distinción kantiana entre la «legalidad y la «moralidad, se plantearon el problema de la moralidad de quienes viven en la ilegalidad, de quienes se sitúan fuera de la ley, de los outlaw. La ley ofrece un abrigo)), un «techo)) a la existencia: el que vive «dentro)) de ella es «amparado)) por ella. Por eso mismo, el hombre aventurero que, renunciando a ese amparo, poniéndose fuera de la protección de la ley, se entrega plenamente al «riesgo de la vida en la intemperie moral, cobra así una ambigua, pero innegable grandeza ética. Grandeza ética en un doble sentido: porque el hecho de asumir ese tipo de vida frente a la sociedad, en heroísmo solitario, posee, cualquiera que sea el enjuiciamien-to ético que, en última instancia, haya de hacerse de tal com-portamiento, un valor moral directamente apoyado en valores vitales. Pero, en segundo lugar, lo hemos dicho ya, la legalidad no es la moralidad, y por eso la sociedad rara vez tiene toda la razón moral frente al individuo que se alza contra ella. Al contrario, y con esto entramos en el centro mismo de la pro-blemática de los «bandidos)) de Schiller y Hegel, la «ley del corazón que todo hombre generoso porta en sí, se descubre pronto en contradicción con la injusticia- mayor o menor, pero en alguna medida injusticia siempre-de la legalidad, de la sociedad, del mundo. Y entonces es precisamente en nombre de una impaciente moral absoluta como el individuo se alza frente al mundo malo, y para ello, naturalmente, ha de empezar por situarse fuera de él, fuera de su injusta ley, definiéndose a sí mismo, en este sentido, como “bandido”. Hegel comprende, por-que la filosofía es comprensión, pero no comparte este «delirio de la presunción, según el cual mediante la injusticia podría producirse la justicia; mediante la anarquía, el orden, y colo-cándose fuera de la ley, imponer la ley. El defecto de tal actitud no consiste para él en “inmoralidad”, sino en una “moralidad” (Moralitiit) individualista, subjetiva y anárquica, incapaz de elevarse al plano de la generalidad y de una eticidad (Sittlichkeit) realista y social. Es verdad que, tras Schiller, Byron, entre nosotros Espronceda y otros románticos, subrayaron en el hombre fuera de la ley-Pirata, Bandido, Gitano, Cosaco, Miserable, Reo de muerte--la libertad pura, el desprecio a todas las «conveniencias de la sociedad, y a veces, cuando no tanto como el satanismo, una «moral por encima de la moralidad común, que, como diría Kierkegaard, queda teleológicamente en suspenso ante la libertad del genio. Este tipo de extremosidad, tendente a situarse «más allá del bien y del mal, nos aleja, claro es, de nuestro tema. Pero si ahora volvemos la vista a los neorrománticos fran-ceses de nuestro tiempo que, en la última fase de la guerra de Argelia, propugnaban la ayuda a los argelinos terroristas del F.L. N. o la deserción del Ejército francés, regresamos al pro-blema hegeliano del enfrentamiento de una moral individual, de exigencias absolutas, con una moral social y política. Por eso, no es ninguna casualidad que ningún comunista se encontrase entre esos neorrománticos. Lo& comunistas son demasiado hege-lianos a través de Marx-para poder tomar tales actitudes. Es, sobre todo, el tipo del hombre fuera de la ley, no en cuanto bandido esto es, en desacuerdo con la ley común- sino en cuanto “revolucionario” -esto es, en desacuerdo con la ley política” el que nos importa aquí. El problema se plantea con toda acuidad más que con respecto al revolucionario que, como ultima ratio y para acabar con un régimen radicalmente in justo, se alza violentamente contra él, con respecto al revolu-cionario terrorista, que emplea el terror cerno arma cotidiana para el “desgaste" del régimen establecido. Aquí estamos ante el caso de una situación objetiva inequívoca y estructuralmente injusta. Por eso mismo, el análisis dramático del modo de vida de una célula terrorista el tema de Albert Camus en Los justos desde el interior de esa situación de in justicia objetiva, precisamente en su dimensión ética, es decir, en el esfuerzo de justificación moral subjetiva de cada uno de los seres humanos que la componen, pone de relieve el elemento de lucha moral que aflora, con toda su problemática, aun en las formas de vida que parecían, por principio, fuera del ámbito de la moralidad. Situación extrema de signo opuesto a la del “bandido” y el “revolucionario” es, en la imaginería romántica, la del “verdugo” y, en la realidad de hoy, la del “policía”. El policía está no sólo dentro de la legalidad y amparado por ella, sino constituido en “agente” de la Autoridad legal e incluso legítima. El policía se ve impelido, por la técnica misma de su oficio, a obtener información recurriendo a los malos tratos, la tortura, etc. El verdugo es un simple ejecutor de la orden firmada por la suprema autoridad; y, sin embargo, en tanto que esa suprema autoridad recibe los mayores honores, nadie quiere ser verdugo; como, por lo demás, nadie, hasta hace poco, se exhibía como torturador ¿Qué pensar de esta revolución moral llevada a cabo por el nacionalsocialismo alemán y los “ultras” de Argelia, que rehabilita tranquilamente el feo oficio de limpiar, para lo cual, es claro, hay que “ensuciarse las manos”? La vida vivida en nuestro tiempo tiende a estar teñida, según los temperamentos y.-u diferente 1ernperatura, de ajena a la actividad política o de trágicamente incompatible con la moral del cristianismo y la dignidad humana. LA TENTACION DE LA ETICA SOCIOPOLITICA La ética sociopolítica cobra así un sentido diferente de la moral personal. Esta, corno veíamos al principio del presente libro, implica un central movimiento subjetivo, una «intención que tiene que animar a cada sujeto moral. En cambio, en la esfera sociopolítica se tiende a pensar, no sin alguna razón, corno más adelante veremos, lo importante es “salvar” a los hombres, sin contar con ellos, e incluso contra su voluntad. Es la moral del “Gran Inquisidor”. Antiguamente, en la época de la Inquisición religiosa, se trataba de proporcionar una seguridad de salvación ultramundana. Ahora, en nuestra época, se trata de transferir al “inquisidor” o “gobernante”-tanto da-todo el peso de la responsabilidad político- moral, para que, al precio que sea, y desde luego al de nuestra libertad, nos otorgue la seguridad intramundana. Lo más grave es que los hombres suelen encontrarse muy dispuestos a suscribir este «pacto social» de sentido contrario al de Rousseau. Los hombres prefieren la seguridad a la libertad que sólo importa ya a unos cuantos intelectuales y a sus discípulos). Los hombres quieren alto nivel de vida, relativa igualdad socioeconómica, seguridad de empleo, seguros sociales, horas libres de trabajo, vacaciones pagadas y diversiones. Esta es la realidad con la que tendremos que enfrentarnos e n la última parte de este libro. Por eso nadie salvo el revolucionario militante, que, como hemos visto, tampoco se libra del drama moral-está limpio de complicidad con un régimen totalitario, con un régimen injusto. Es verdad que la gama de culpabilidad es muy varia, pues se extiende desde el colaboracionismo hasta la mera oposición verbal o el silencio. Pero en realidad, y esto es, en último término, lo peor de tales regímenes, nadie se libra del envilecimiento, porque, en realidad, todos han caído en aceptación. Como Sartre hizo ver muy bien con su análisis fenomenológico del cansancio del montañero, éste, cuando se cansa, cede siempre al cansancio, se entrega a él. También todo ciudadano ha cedido, se ha entregado, pues, cuando menos, ha acatado el poder injusto.
Gómez Seguel, A. (2008) - Sobre El Carácter Cultural de La Emergencia de Conflictos Sociales en Chile. Revista Mad. Revista Del Magíster en Análisis Sistémico Aplicado A La Sociedad, (18) .