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Jorge Valenzuela

El secreto de Marion y otros cuentos


(Antología)
Índice

Prólogo

El secreto de Marion
No juegues con fuego
Después de mi padre
Viejos perros
Una noche con María Pía
La bella Ami Arakai
Calle cerrada
Amanecer en Madrid
Atenas
Washington
El fin
Gente guapa
Juntos
La corbata
Prólogo

Borges dice, al presentar su célebre antología personal, que los textos


seleccionados por su presunto buen gusto, no pueden aspirar a ser más que un
museo de sus simpatías y diferencias. Es cierto y no habría por qué dudarlo, pero
Borges no nos dice, como debería, toda la verdad. Una antología personal
conlleva, además, otra constatación: nunca nos será posible volver a ser quienes
fuimos mientras escribimos aquellos textos que nos produjeron un placer
especial.
¿Qué elementos mezclamos al momento de escribir un cuento que el paso de
tiempo no ha borrado de nuestras preferencias y por el que seguimos sintiendo
un secreto agradecimiento? ¿Cuál fue la fórmula que aplicamos al momento de
escribirlos? ¿Cuál fue nuestra relación con aquello que contábamos? ¿En qué
grado hemos perdido la fuerza de los sentimientos que allí quedaron
representados y que aún nos conmueven como la primera vez? ¿Puede ser
posible repetir la experiencia de aquel acto de escritura con solo desearlo?
En esta selección de mis cuentos he sido absolutamente parcial (no podría ser
de otro modo) y he optado por entregar, una vez más al tiempo, aquellas historias
que pudieran servirle a alguien interesado en conocer mi obra.
Los cuentos seleccionados destilan, en su mayoría, una atmósfera oscura y
decadente, característica dominante de la narrativa urbana de los años ochenta.
El aislamiento, la soledad, la desafección y la muerte son los temas centrales de
las historias reunidas aquí y su presencia se justifica debido a que, por entonces,
me interesaba como integrante de mi generación dar cuenta, desde mi experiencia
personal, de las formas del deterioro que afectaban al individuo dentro de un
clima generalizado de violencia y destrucción.
Por aquellos años, me era ciertamente difícil enfrentarme a la atrocidad y
potencia de los actos terroristas y a la sordidez de la miseria que cundía a nuestro
alrededor. Supongo que la prevención frente a las tentaciones del naturalismo y
populismo literarios me impidió, entonces, el tratamiento de esos temas,
convencido de que podía caer en la representación miserabilista, truculenta,
maniquea y esquemática de la realidad.
Esto, desde luego, no supuso que me mantuviera al margen de la problemática
social. Todo lo contrario. Últimamente la acuidad de atentos especialistas se ha
referido al hecho de que nuestros cuentos (me refiero a los cuentos de los
narradores urbanos de los ochenta) representaron, desde la intimidad y de una
subjetividad descentrada, la crisis social y moral de aquellos años, convulsionada
por el azote del terror, la pobreza extrema y la absoluta pérdida de esperanza.
Han pasado más de veinticinco años de la publicación de mi primer libro y,
aunque la realidad que nos rodea pudiera mostrarse más benévola, solo puedo
decir que la época que nos tocó vivir como generación seguirá como una huella
indeleble en nuestras conciencias, no sé si para bien o para mal.
Para terminar, solo espero que esta antología pueda dialogar con la temible
perspicacia crítica del tiempo (recordemos que Borges le tenía el mayor de los
respetos) y que, si es posible, esta sea condescendiente conmigo y con mi obra.

Jorge Valenzuela Garcés

San Isidro, julio del 2016


EL SECRETO DE MARION
Reunió con prisa el equipaje de mano que llevaba disperso en el asiento
adyacente al suyo y, nerviosamente, dejó caer a sus pies el manojo de cartas que
descansaba en su regazo. En la cuarta división del vagón de pasajeros sólo había
viajado ella y un hombre de rostro apagado.
Al acomodarse sobre el hombro la correa de la cartera, se sintió fatigada.
Deslizó la mirada a través de las ventanillas del vagón y pudo reparar en un largo
cartel de bienvenida. Levantó la maleta comprimiendo todo su cuerpo, se
encaminó hasta la portezuela que comunicaba con la división contigua y la
traspuso revisando el recinto vacío que dejaba detrás. Rápidamente pudo llegar
hasta la puerta de salida y descendió con precaución ayudándose en un recodo
del pasamano. De pie en el andén, distinguió un conjunto de bancas dispuestas
en hilera con plazas disponibles, se acercó hasta ellas y finalmente se derrumbó,
liberando la tensión de sus músculos. Momentos después, el andén quedó
flotando en el vacío, barrido por el silencio de los que abandonaban el lugar sin
contemplar el rastro de humo pardo y negruzco que regaba la locomotora a su
paso. Levantó su equipaje, se dirigió hasta la entrada de la estación y desde allí
pudo advertir el sofocante tráfico que rebalsaba por la calle que corría frente a
ella. Descendió los escalones de mármol de la entrada y divisó el reloj de metal
incrustado en lo alto de un viejo edificio. Alisó sus cabellos y comenzó a caminar
calmadamente hacia el terminal de taxis. Sin embargo, una lejana duda la asaltó
haciéndola girar el rostro sin poder disimular una oscura incomodidad. Se detuvo
unos segundos a pensar, atinó a coger su manojo de cartas y prosiguió su camino.
“Me necesita”, se dijo, “lo sé”.

El taxi se detuvo frente a una casa con amplios jardines exteriores, grandes
ventanales obstruidos por un espeso cortinaje y fachada totalmente envejecida. El
terreno en el que estaba enclavada era amplio y podía adivinarse un jardín
posterior. Frente a ella, la mujer pudo intuir las causas de un descuido tan
evidente y permaneció contemplando la maleza que había invadido los bordes de
la entrada. Después de unos instantes más, se acercó hasta la verja de media
altura que cercaba el frente y liberó el pestillo por dentro.
Se dirigió a la puerta para tocar. A los pocos segundos, la silueta de un
hombre de mediana estatura, con los rasgos de la vejez marcados en los pliegues
del rostro y en la profusa canosidad de sus cabellos, se recortó en el vano. Su
rostro ostentaba una barba de varios días, sonreía con dificultad y un aliento a
alcohol se desprendía de su boca. Luego de un prolongado abrazo, ambos se
limitaron a guardar silencio. El hombre levantó la maleta, la miró fijamente a los
ojos e ingresaron al recibidor.
-Marion...- dijo el hombre en tono explicativo, después de cerrar la puerta.
Sin mediar palabra, la mujer lo tomó del hombro, levantó el índice hasta
tocarle los labios en señal de silencio y se recostó sobre su pecho. El hombre la
rodeó con sus brazos y le besó los cabellos con ternura. Inmediatamente después,
la condujo hasta la sala con pasos indecisos y le rogó que lo esperara mientras
subía las maletas. La mujer permaneció con las manos cruzadas observando el
juego mecánico de un reloj atrapado en una urna de cristal hasta que el hombre
estuvo nuevamente frente a ella.
-Me has faltado tanto, Marion- dijo, tomándola de las manos-. Y tenemos
tanto de qué hablar. Bueno, llegas justo para la cena-. La condujo hasta el
comedor, cruzándole el brazo por encima del hombro y le mostró la mesa. Cogió
nuevamente su vaso de whisky que reposaba en ella-. ¡Esto hay que celebrarlo!
Sólo debes esperar un par de minutos–agregó-, un par de minutos.
La mujer asintió con la cabeza y dibujó un gesto cansado con los labios.
-Está bien –dijo-. Antes quisiera reposar unos minutos-. Se liberó
suavemente, enrumbó hacia las escaleras y agregó-: Tú también me has hecho
falta, ¿lo sabías?, mucha falta.

Al abrir la puerta de su habitación, algo extraño se apoderó de ella. Un


aliento fresco escapó discretamente hasta inundarla y se sintió envuelta en una
atmósfera que iba reconstruyendo con recuerdos vivos. Dio unos cuantos pasos,
se detuvo bajo la lámpara de centro y advirtió, al girar, que los objetos y la
disposición de los muebles no había cambiado. La habitación era grande y estaba
impecablemente conservada. Se acercó al armario y pudo comprobar, como lo
sospechaba, que su ropa y la que había heredado de su madre se mantenían como
antes, protegidas del polvo gracias a unas cubiertas de plástico. “Nada ha
cambiado”, pensó. Descolgó un vestido con cuidado, un largo vestido de noche
nunca usado por ella y comenzó a bailar con él en suaves evoluciones. Entonces
recordó el rostro de su madre y su espléndida belleza. Su esbelta figura y su voz
sensual, su presencia que llenaba toda la casa, la distancia que se había hecho cada
vez más difícil de sobrellevar.
Inesperadamente se volvió hacia el espejo que reposaba sobre el tocador y
pudo advertir que un inocultable gesto de dolor habitaba su rostro. Trató de
evitarse, pero se sintió atrapada en los contornos de su propia imagen. Ahora
podía ver el color artificial de sus cabellos y las opacidades de su piel. Se acercó
más al espejo sosteniendo una mirada obsesiva y se mantuvo observando unos
minutos el vestido de luces de su madre, apreciando la delicadeza del talle, el
hermoso perfil del corte. En una reacción automática, arrojó el vestido al piso,
cerró los ojos y se sintió invadida por una profunda amargura. Al instante se
dirigió hacia la puerta de la habitación, cogió la perilla con firmeza y cerró con
llave cuidando de no hacer ruido. Volvió a la cama buscando reposo, se extendió
sobre ella relajándose y logró con esfuerzo que una suave marea comenzara a
mecerla en un concierto pausado, lento. Vinieron a ella soleadas tardes en una
playa solitaria y el sonido de las olas que rompían en la orilla y que se extendían
hasta besarle los pies. El ocaso de un sol moribundo, el espigón que levantaba
una lluvia tupida cuando el mar se estrellaba contra él, y el rostro de su padre,
iluminado por la luz de una pequeña lamparilla dentro de una carpa de lona. Sí,
podía recordarlo todo con claridad y verse ahora recostada sobre su cama, las
piernas extendidas, la ropa desencajada, las manos intranquilas. Rápidamente se
incorporó negando con la cabeza y se acercó a la ventana frotándose los ojos.
Vio entonces cómo el atardecer invadía la calle tendiendo un manto pardo que
envolvía a los árboles y casas. Autos que se desplazaban con los faros encendidos
y los postes de alumbrado apresurando el anochecer con la luz que arrojaban
sobre la avenida. Apartó la mirada, buscó su cartera con vehemencia, extrajo un
pequeño espejo y se comenzó a maquillar. Abanicó los párpados suavemente,
retocó el color de su piel y liberó un gesto sensual. “Necesito tranquilizarme”,
pensó. Se acercó hasta la maleta, la tendió sobre la cama y sacó una chompa. Se la
colocó removiendo los costados corridos a un lado y se volvió al espejo.
Finalmente, se devolvió una sonrisa mirándose a los ojos y salió de la habitación.
-Todo está bien, Marion –se dijo-. Todo está bien.
*

La mesa estaba puesta y había fuego en la chimenea. Una frutera con


manzanas y damascos y una botella de vino tinto con dos copas de cristal labrado
sobre el mantel blanco. Servilletas brocadas. El hombre había recogido las
arpilleras que se extendían sobre las mamparas que comunicaban con el jardín
interior y miraba hacia él sentado en un amplio sofá con un nuevo trago en la
mano. En la mesa también había dos velas encendidas.
-¿Marion?- interrogó sin volverse, al escuchar unos golpes agudos que
descendían por la escalera. La mujer apresuró el paso y, en unos segundos, pudo
dominar completamente los ambientes. Observó la mesa del comedor y se hizo
vivo un lejano recuerdo de su madre. Se encaminó silenciosamente hacia las
espaldas del hombre, le vendó los ojos con alegre disfuerzo y preguntó risueña:
-¿Quién soy?
El hombre dejó el vaso a un costado, colocó sus dos manos con suavidad
sobre las de ella y pronunció su nombre pausadamente. Luego se devolvió la
visión apartándose las manos y se mantuvo en silencio, con la mirada fija en el
jardín.
-Marion –dijo de pronto-. ¿Vienes a vivir nuevamente conmigo, no es
cierto?
La mujer le estrechó las manos en un impulso incontenible rodeándolo por
el frente y trató de levantarlo del sofá.
-¡Vamos! –dijo evasiva- ese jardín no está nada bien. Además la mesa luce
divina-. Estrechó aún más las manos del hombre y recostó sus ojos en los de él.
-Recibí tus cartas. Sé que todo será diferente desde ahora.
Al instante, el hombre se levantó del sofá y bajó la mirada.
-Esas velas se están consumiendo –dijo la mujer-. Además ya tengo
hambre-. Él le devolvió una sonrisa.
Llegaron hasta la mesa y se sentaron frente a frente. El hombre comenzó a
servir el vino.
-He dejado mi trabajo por ti- dijo la mujer, observando el color granate
que teñía las copas. El hombre detuvo el flujo del líquido y fijó la mirada en ella
por unos segundos. Luego continuó sirviendo.
-Vivir sólo es algo complicado –dijo-. ¿No lo crees?
-Lo sé -respondió la mujer.
Terminó de servir el vino, colocó nuevamente la botella junto a la frutera y
levantó su copa.
-Brindo por ti, Marion –dijo-. Por ti.
-Yo brindo por nosotros.
Acercaron sus copas para el brindis y bebieron todo el contenido.
-Tu madre adoraba esta mesa -dijo el hombre, con nostalgia-. ¿Lo sabías?
Siempre que había algo que celebrar, ella se apresuraba en recordarme las cosas
que no debían faltar. Hoy debes comprar damascos y manzanas, decía. ¡Y no
olvides el vino! Sí -continuó fascinado-, puedo imaginarla aquí, frente a mí,
liberando el humo de su cigarrillo con elegante indiferencia, observándome con
amor, levantando su copa para mí, envolviéndome con el deseo que brotaba de
sus ojos. Marion, su belleza, su forma de quererme...
De improviso el hombre suspendió la fuerza de sus palabras y permaneció
con la mirada incrustada en el fulgor de las velas, alejado completamente por el
recuerdo, absorbido por el pasado. La mujer lo observaba.
-Marion- dijo después de unos segundos, visiblemente desolado-. ¿Vienes
a quedarte conmigo, no es verdad? ¡Te he necesitado tanto!
La mujer respondió con una ambigua sonrisa insinuada en el apagado
color de sus ojos y reclinó la cabeza. El hombre se sintió desconcertado y solo
atinó a insistir.
-Marion, ¿tengo que volvértelo a pedir?
En ese momento la mujer recordó las cartas y el impulso ciego que la
había empujado a regresar, las palabras envueltas en un clamor que se volvía
plegaria y la visión de su propia vida, apartada, reducida al consuelo de los
recuerdos. “Todo volverá a ser como antes”, pensó, “estoy segura”. Finalmente,
levantó el rostro y preparó cada una de las palabras en su mente:
-No –respondió-. No tienes que hacerlo. Ahora mejor comamos. Ambos
necesitamos descansar.

Esa noche no pudo retener el sueño. “Me necesita”, se repetía y en esa


constatación depositaba mucho de lo que ella ambicionaba en realidad. La
seguridad que le proporcionaban sus deducciones, luego de la primera
conversación con su padre, después de muchos años, le demostraban que no
había cometido un error al volver. Las cartas parecían haberlo dicho todo. ¿Había
algo más que agregar? Sabía bien que las palabras cuando no ayudaban
confundían los deseos. ¿Por qué no dejar que las cosas se desenvolvieran con
naturalidad? El recuerdo de su madre la perturbaba, no obstante había aprendido
a vivir con él. Lo aceptaba y estaba segura de que era mejor que las cosas
marcharan así. No debía ignorarlo por ningún motivo.
Los días que siguieron a su regreso los ocupó en el aprendizaje de las
nuevas costumbres de su padre sin descuidar el menor detalle. Intentó descubrir
lo que había detrás de cada uno de sus actos y de las largas miradas que sostenían
cuando el vacío comenzaba a rondar alrededor de ellos.
Fue así que progresivamente, y para sorpresa suya, comprobó que su
padre era un ser más complejo que el que había abandonado algunos años atrás.
Alguien a quien creía conocer y que, sin embargo, empezaba a sentir lejano,
distante en los momentos en los que alentaba la intimidad propicia para el
diálogo abierto y sincero. No lo podía entender. A pesar de todo, cada día
albergaba secretamente la posibilidad de que sólo se trataran de suposiciones
suyas.
Con el paso del tiempo, todo comenzó a ser monótono de una forma
inevitable y se sintió envuelta en el fantasma del error. Sin embargo, el
compromiso había sido sellado y no había forma de retroceder. Sabía, también,
que una fuerza ingobernable la impulsaba a detener el dolor instalado en su vida.
Esta era su única oportunidad. Debía insistir.
Inicialmente se había detenido en la posibilidad del cambio. Su vida hasta
entonces se había reducido a ciertos momentos de alegría dispersos en la
memoria, sumidos en el sopor de la tristeza y la soledad. Volver a casa significaba
el reencuentro con lo único que poseía.
No esperaba que su padre volviese a vivir como cuando su madre vivía.
Sabía bien que esa muerte había motivado mucho de lo que ella veía a su
alrededor, pero conservaba la esperanza de que todo fuera diferente y se diera
paso al olvido. Ambos, en el fondo, habían alimentado sus días con recuerdos, de
esa forma el contacto interrumpido durante años había levantado entre los dos
un muro infranqueable. Fue entonces que comprendió que las cartas podían
reducirse a un llamado desesperado, un último llamado del que no podía, a pesar
de todo, estar segura.
Como era previsible, llegaron las primeras cartas de sus amigos del trabajo
pero no las respondió. Confirmaba al remitente con un gesto de indiferencia y
luego las rompía sin abrirlas. Cuando se cumplió un mes de su regreso y su padre
se convirtió en una sombra incrustada en el recuerdo de su esposa, el diálogo se
interrumpió y ella pasó a convivir consigo misma, como lo había intuido desde el
principio sin aceptarlo. Entonces las dudas crecieron hasta inundarlo todo y ella
se sintió prisionera de un destino que no se merecía. Sin embargo, de algo estaba
segura: no se sometería sin oponer una férrea resistencia. Era lo único que podía
pedir. Debía encontrar esa única salida que la ayudara a reconstruir todo lo que el
tiempo había destruido desde la muerte de su madre.
Comenzó a detenerse en sus recuerdos con más cuidado sin dejar escapar
el menor indicio, sin dejar de vivirlos en la intensidad adecuada. Recuerdos
lejanos, apagados, volvían a instalarse en ella, a ser parte de su vida cotidiana.
Pronto entendió que debía compartirlos con su padre y que esa podía ser,
después de todo, una opción de vida. Encontró entonces un reducto transparente
que podía unirlos y que se mostraba favorable. En algún momento pensó que
podía vivir así, si seleccionaba sólo lo positivo y si se hacían vida intensa los
recuerdos más hermosos. Sin embargo, se detuvo a combatir su propia
resignación y a demostrarse que ése sería sólo un escape, que la vida la tentaría en
todo momento con un ansia creciente hasta que todo volviese a repetirse desde el
principio, como cuando ella tomó la determinación de marcharse. A menudo
regresaba a las cartas y hurgaba exhaustivamente en cada una de las palabras que
la habían impulsado a regresar. Comprobaba que la soledad envolvía cada uno de
los ruegos de su padre y que era verdad, finalmente, que la necesitaba. No cabía
duda. Pero, ¿cómo la necesitaba? ¿La quería como una sombra a su costado
recogiendo sus pasos hasta la muerte?
“Cambiar a veces resulta más difícil que aprender a vivir”, se decía. No le
exigiría que sepultase el recuerdo de su madre. Sabía bien que esa era la única
razón que podía mantener a su padre con vida y que por encima de todo debía
cuidar esa manera de estar conectado con la realidad. El recuerdo era opresivo,
por cierto, y nada se podía contra él. Su madre flotaba en el ambiente y todo lo
que los rodeaba era la extensión de ella, de su delicadeza, de su gusto, de su
inteligencia, de su amor.
Los días siguieron demostrándole a cada momento que las posibilidades
del cambio se diluirían si seguía alimentando esa forma de vida. Debía tomar una
decisión. Durante noches enteras barajaba todas las posibilidades que su
imaginación podía producir. En ese punto la dependencia de su padre frente al
alcohol se había hecho más profunda. Todo hacía parecer que él sólo había
esperado su regreso para que finalmente comenzara a entregarse a la
autodestrucción con mayor libertad. ¿Acaso quería que ella fuera testigo de eso?
A veces se sentía como una mujer injustamente encerrada en una estrecha
prisión.
Debía tener la compañía de alguien. Esa sería la única salida. Debía, por
todos los medios accesibles, volver a intentarlo todo desde el principio. Olvidar
quién era, pensar en la felicidad como una obligación consigo misma, no retardar
el menor esfuerzo. Actuaría de acuerdo con sus instintos. No los traicionaría en
ningún caso. Sentía bullir en ella diversos sentimientos confusa y hasta
contradictoriamente. Debía ordenarse. Sin embargo, estaba segura de algo: debía
amar, arrancar de sí el dolor, la amargura que habían hecho de ella un ser hasta
cierto punto artificial. Comenzó a preocuparse de su apariencia. Rescatar su
belleza apagada, el natural esplendor heredado de su madre. Establecer un pacto
de belleza, volver a desarrollar su amor propio sepultado por una excesiva
preocupación frente al mundo exterior.
Pronto descubrió el encanto de sus ojos y cierta efervescencia que brotaba
de ellos cuando sonreía. La misma sonrisa de su madre. La juventud la había
abandonado, era cierto, pero la imagen de una mujer digna se sostenía en cada
uno de sus gestos. Había escogido la soltería como una posibilidad entre otras y
sabía que eso le había dado en su momento la fuerza que ahora sentía ajena por
completo. Debía recuperarla. Haber vivido tanto tiempo sola, después de todo,
resultaba ser una prueba de valor y las lecciones que había aprendido no eran
nada desdeñables. Sin embargo, sentía un profundo temor de entregarse a alguien
por completo. No había amado a nadie con la certeza que da el amor cuando es
verdadero y de nada servía esa seguridad que recordaba más como una actitud
defensiva que como la afirmación de una persona en el sentido pleno. Se sentía, a
pesar de todo, desprotegida, completamente sola en un mundo que la
atemorizaba. Quería estar segura del camino por el que transitaba, ansiaba una
vida sin temores.
Una noche, después de largas meditaciones, pensó que huir sería la única
salida. Abandonarlo todo, olvidar las razones que la habían impulsado a volver,
pensar que todo había sido un error y que no cometía ninguna falta si
abandonaba a su padre a una suerte que ella no había alimentado ni con el
pensamiento.
Meditó sobre el futuro de ambos, nuevamente separados, y sobre la
imposibilidad de una vida futura fundada en la tranquilidad. Sabía que le pesaría
por el resto de sus días el haber tomado una decisión así. No obstante, ahora se
manifestaba con más fuerza el ánimo que la había llevado a hacer ciertos
cambios. Había recuperado el amor propio y conquistado una defensa contra la
infelicidad que no la convertían en otra mujer, pero que la dotaban de una
ansiada seguridad, nueva, vigorosa. No se trataba tampoco de engañarse de
manera que todo quedara arreglado por obra de un egoísmo que no sentía. Sólo
se trataba de entender. Sin embargo empezó a sentir un miedo incomprensible a
sí misma, a lo que sería capaz de hacer por ser feliz. El proceso de destrucción de
su padre se había iniciado y todo hacía parecer que era irreversible. Lo intentó
todo y todo fue inútil ¿La había engañado entonces? ¿Alentó su regreso sólo para
que alguien fuera testigo del horror que había significado para él perder a su
esposa? Se sentía capaz de todo. De dejar encerrado a su padre en las cuatro
paredes de esa casa que volvía a convertirse en un escenario de triste recuerdo, de
marcharse en cualquier momento, de maldecir mil veces a la vida, a su padre y a
sí misma, por creerse capaz de lo peor. Una rabia incontenible la invadía, un
deseo de no estar viva.
Habían pasado dos meses de su regreso y ya no le quedaban dudas de lo
que sería de ella en adelante. El desaliento le había ganado la partida. Poco a poco
fue entregándose al abandono total hasta que no tuvo reparos consigo misma.

La noche se había desplomado sin dar tregua a los últimos reflejos de la


tarde. Ella apenas si lo pudo notar. Había comenzado a beber, como en los
últimos días, en busca de sosiego. Recostada sobre el sillón que miraba hacia la
calle, dejó que la botella de vino que tenía entre las manos fuera destilando su
contenido en un vaso pequeño. Inicialmente había tratado de distender la
habitual presión que sentía en su cabeza, pero esta vez se había sentido en un
suave confort. Se sentía relajada.
Pensó en su padre y lo imaginó como ella; entonces creyó compartir con él
un reducto íntimo e impenetrable y que ahora comprendía en toda su magnitud.
“¿Por qué sufrir?”, pensó. Volvió los ojos hacia la calle a través de las cortinas y
distinguió con claridad a un hombre joven que se alejaba apresuradamente. Nada
cambiaría, lo sabía bien.
Sin premeditación se incorporó dejando la botella sobre el velador y se
acercó a correr la cortina. Quería estar sola. Sus movimientos eran lentos,
difíciles. Por un instante el vaso dudó en sus manos, cayó al suelo y se rompió.
-Estoy hecha una ruina -maldijo.
Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. Trató de reunir los pedazos
rotos ayudándose con los pies, pero abandonó la tarea. Con dificultad pudo
acercarse hasta su cama y se extendió sobre ella. Se sintió pesada, inútil. Volvió
sobre cada uno de los objetos de la habitación con extraña admiración, como si
todo fuese desconocido. Su mirada tropezó con el tocador, con los sillones, con
la lámpara de centro, hasta que se detuvo en el armario. Recordó entonces con
una fuerza incontenible el primer día de su regreso, la imperiosa necesidad de
volver a su habitación, de verlo todo nuevamente, de comprobar lo que había
intuido en muchos años.
Se sintió poseída de una profunda certeza y tuvo miedo. Se incorporó
nuevamente, corrió hasta el armario y tiró de las puertas con violencia. El vestido
de luces y el reflejo de las lentejuelas se estrellaron contra ella. Todo volvía a
repetirse. Sin embargo, esta vez lo descolgó con cuidado y lo extendió sobre la
cama. Ahora, todos sus movimientos escapaban a su voluntad. Lentamente
comenzó a desvestirse hasta quedar totalmente desnuda. Se dirigió al espejo,
observó sus senos, deslizó las manos por su cintura y se acarició el sexo. Volvió
hasta la cama, levantó el vestido y se introdujo en él. Corrió el cierre escondido a
un costado de la prenda y volvió a ver su reflejo en el espejo. Recordó el rostro
de su madre y se llevó las dos manos al rostro. Comenzó a caminar por la
habitación impulsada por una ansiedad indominable y volvió a la botella. La
cogió con imperiosa necesidad, se la llevó a la boca y bebió un largo sorbo. Se
dirigió hasta la puerta de la habitación. Cuando estuvo frente a ella sintió temor,
un temor antiguo. Sin embargo, la abrió decididamente y la traspuso a pesar de
todo, maldiciendo, negándose a sí misma. Todo era una confusión. Dejó la
botella en el inicio de la escalera y comenzó descender los altos escalones. Algo le
había dicho que su padre se encontraba en su habitación. Bajó al bar y cogió dos
vasos. Luego se dirigió a la cocina, abrió el refrigerador y sacó un par de hielos.
Volvió al bar, los introdujo en los vasos, agregó whisky y tomó una bandeja
plateada. Colocó los vasos sobre ella y se dirigió a la habitación de su padre.
Ayudándose con una mano pudo abrir la puerta. Todo estaba oscuro.
Encendió la luz. Entonces pudo verlo. Su cuerpo estaba extendido sobre la cama
y sostenía un vaso a medio consumir. La mirada incrustada en el cielo raso. Dejó
la bandeja en la mesa de noche, se acercó hasta él y lo tomó de la mano. Su padre
le devolvió la mirada y sonrió, pero sus ojos estaban totalmente extraviados. Ella
le acarició la frente y, sin poder evitarlo, lo besó en los labios. Luego comenzó a
desabotonarle la camisa.
-Ahora ya no estaremos solos- dijo, segura de sí misma-. No más.
Se acercó hasta la puerta, la cerró y presionó el interruptor de luz.
NO JUEGUES CON FUEGO

No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad.

Edgar Allan Poe, “El tonel de amontillado”


Cuando los vecinos dieron el aviso a la policía, el cadáver llevaba tres días en
medio de una absoluta soledad. Se sabe, por el registro del parte policial, que
hallaron al tipo en pijamas y con un tiro en la cabeza. A mi hermana, que era la
dueña del departamento en donde lo encontraron, la noticia le llegó al día
siguiente, cuando la policía fue a buscarla a su casa. No fue una noticia agradable,
como se puede imaginar, pero supongo que después del sobrecogimiento que le
produjo escucharla, pudo respirar más tranquila: ese bastardo llevaba cuatro años
sin pagarle el alquiler y ella lo odiaba con todas sus fuerzas. Ese día, la policía
también le pidió que se acercara cuanto antes a la comisaría de Lince para
responder a algunas preguntas. Después de todo, era la dueña y consideraban que
podía ayudar con alguna clase de información.
Cuando mi hermana nos contó todo esto, estaba bastante asustada y se
resistía a aceptar que alguien hubiese muerto en su departamento. Decía, además,
que nunca volvería a pisar ese lugar y que lo mejor era ponerlo a la venta de
inmediato. Su esposo, que era coronel de la policía, al enterarse de los hechos,
nos pidió calma a todos. Recuerdo que dijo que lo mejor era colaborar en las
investigaciones y que, a pesar de lo infame que había sido el inquilino, él ayudaría
a encontrar al responsable de ese crimen.
En casa de mis padres la noticia se convirtió en un acontecimiento y se recibió
como se recibe un golpe sin previo aviso. Creo que nos sentimos tan incómodos
y desconcertados como cuando nos enteramos, después de varios intentos
frustrados, que, según la ley, mi hermana estaba impedida de proceder al desalojo
de su inquilino por tener otras propiedades. Recuerdo muy claramente sus
sentidas lágrimas de rabia y la impotencia de su rostro al saber que solo
recuperaría su departamento cuando al tipo le diese la gana de irse.
Nosotros también nos sentíamos impotentes y cada vez que podíamos, de una
forma bastante respetuosa, preguntábamos por qué su esposo, siendo de la
policía, no hacía algo para sacar al tipo de su departamento. La respuesta, sin
embargo, era siempre la misma: aquel sujeto podía denunciar al coronel por
abuso de poder y de esa forma arruinar su ascenso a General. Por lo tanto, debía
procederse con mucho cuidado.
Supongo que todo siguió igual hasta que mi hermana recibió la llamada de la
policía informándole sobre la muerte de su inquilino. Ese día, el tema volvió a
situarse en el centro de nuestra conversación. Ver comprometida a mi hermana
en una muerte, aunque lo fuera de manera tangencial, era algo que la familia no
podía soportar.

Cuando mi hermana regresó del interrogatorio, lo primero que notamos en


ella fue una fuerte incomodidad. Después de haberle hecho muchas preguntas
sobre su inquilino y sobre las condiciones del alquiler, cometieron algunos
excesos. Le hicieron las pruebas que los forenses consideran necesarias si alguien
es sospechoso: le tomaron las huellas digitales, muestras de cabello y de saliva.
Además, le hicieron la prueba de la parafina. Nos dijo que le preguntaron si ella
tenía algo contra su inquilino o si había tenido algún tipo de enfrentamiento. Mi
hermana nos dijo que fue sincera al responder y que no ocultó ningún detalle de
la infernal relación. Eso, desde luego, era apenas una manera de referir todo el
malestar que le había causado en esos cuatro años. No sé si mi hermana se daba
cuenta de las complicaciones que sus palabras podían causarle, pero se colocaba a
sí misma en la lista de los sospechosos. Creo, si mal no recuerdo, que también se
atrevió a decir que, en realidad, no le sorprendía ni le conmovía el final que había
tenido ese tipo, porque para ella ese era el destino de los que andaban por la vida
sin importarle el dolor de los demás. Al final, mi hermana nos dijo que llamarían
también a mi cuñado para declarar. Para la policía, era necesario contar con su
testimonio y descartar cualquier sospecha, sobre todo porque en el caso de
ambos había motivos para pensar en una posible culpabilidad.
Con el paso de los días, mi hermana empezó a sentirse envuelta en
inimaginable pesadilla, en una de esas historias de crímenes que todos los días se
propalan por los noticieros y que, al desarrollarse por capítulos, mantiene a la
teleaudiencia en vilo, hasta encontrar al culpable.
La segunda citación a mi hermana llegó un día después de que mi cuñado
diera su declaración. La llegada de ese documento precipitó a mi hermana en una
severa crisis nerviosa. Sentirse culpable o pensar que alguien podía suponer que
ella había sido la instigadora de un asesinato, era muy grave. Los periodistas, con
su morbosa curiosidad, aún no tocaban su puerta, pero pensábamos que eso
sucedería en cualquier momento. Mi cuñado decía que no había de qué
preocuparse y que la segunda citación era un procedimiento para reconfirmar
algunos detalles de la primera.
Cuando mi hermana regresó de dar su segunda declaración estaba
desasosegada. Al parecer, el inquilino no tenía enemigos declarados ni le debía a
nadie, gozaba de la amistad y la confianza de los vecinos y, para complicarlo
todo, algunos de ellos habían dicho que mi hermana y mi cuñado “le hacían la
vida imposible”. Al parecer, a nadie le importaba que el tipo no pagara el alquiler
o que se hubiese convertido en un parásito a costa de mi hermana. Lo que
contaba era que se trataba de un buen vecino, de alguien bastante servicial y que,
más bien, ayudaba a todos sus amigos al cuidarles a sus hijos y a vigilarles el
departamento mientras se encontraban fuera. Supongo que mi hermana se sintió
bastante incómoda frente a tales declaraciones y que empezó a sentirse acosada,
insegura, frente a un escenario en el que las circunstancias empezaban a jugar en
su contra.
Llegado a ese punto, mi padre sugirió que era el momento de hablar con un
abogado. Era probable que la situación empezara a complicarse y había que tener
cuidado. Yo me sentía algo confundido, pero esperaba con cautela y seguía los
consejos de mi cuñado. Después de todo, él conocía bien a la policía y no
quedaba más que confiar en él.
Pasó una semana sin que llegaran nuevas noticias. Cuando la policía forense
presentó su informe a la fiscalía, todos en casa nos pusimos en guardia. Los
tiempos habían cambiado y ahora los procedimientos eran mucho más
sofisticados e infalibles para llegar a capturar al autor de un crimen. El informe
presentaba lo fundamental: las evidencias. Mi cuñado, por sus relaciones con el
cuerpo policial, logró conseguir una copia del informe. En él, se detallaban las
causas de la muerte y se incluía una aproximación a la hora en que se produjo el
deceso. Se incluía fotos del cadáver y de su ubicación, muchas muestras de
huellas digitales y de fibras.
Mi cuñado estaba sorprendido con los resultados. De acuerdo con las fotos, el
cadáver fue encontrado muy cerca de la entrada al departamento. El informe
decía que el único impacto de bala (se había utilizado un arma con silenciador) se
había producido en la cabeza y que, al parecer, el occiso había sido sorprendido
por su atacante al momento de abrir la puerta. Todo, a altas horas de la noche. La
conclusión era que todo había sucedido muy pronto, que el asesino tenía, por lo
menos, la llave de ingreso al edificio y que la muerte se había producido cuando
ya no había servicio de portería. No podía haber sucedido en otro momento.
Mi padre nos dijo que era muy difícil imaginar a una mujer como la asesina
dadas las circunstancias descritas en ese informe, pero que no era imposible. Me
hermana se sintió segura cuando lo leyó. No la culparían, tenía todas las
coartadas necesarias para ser descartada. Pero, ¿y si pensaban que ella había
contratado a alguien para realizar el asesinato?
Decidimos que la policía siguiera con sus pesquisas y tratamos de olvidarnos
del tema. Si las cosas se complicaban, allí estaría el abogado para la asesoría del
caso. Mi cuñado nos dijo que, para la familia, todo terminaba allí y que debíamos
seguir adelante, dejando a un lado ese desagradable incidente. El departamento,
desgraciadamente, estaba intervenido y lo estaría hasta que la policía lo
considerase necesario.

Todos respirábamos más tranquilos en casa después de dos meses de


ocurridos los acontecimientos, sin embargo, cuando le pidieron a mi hermana
que se acercara nuevamente a las instalaciones de la Dinincri, todo se vino abajo.
La llamaron para someterla a otro interrogatorio y contrastar algunas evidencias
halladas en la escena del crimen con algunos objetos o prendas de su propiedad.
Yo sentía todo ese despliegue de sospechas como una agobiante cacería y
empezaba, como mi padre, a ponerme de mal humor. Supimos que a mi cuñado
lo estaban sometiendo a un exhaustivo proceso de investigación y que los
sabuesos de la policía habían empezado a interrogar a conocidos soplones de la
ciudad vinculados a grupos de delincuentes que hacían trabajos por encargo. A
mí siempre me había parecido muy arriesgado e inconveniente contratar a alguien
para acabar con otra persona. Imaginar un lazo de complicidad de esa magnitud
era equivalente a condenarse de por vida, a sufrir las inimaginables consecuencias
de un error. Las series de investigación policial enseñaban mucho.
Como era de esperarse, las investigaciones empezaron a extenderse a terceras
personas y a hacerse más incisivas. Así, además de los vecinos de mi hermana y
de los allegados de la víctima, fuimos obligados a declarar algunos de los
parientes más cercanos. Al parecer, fue uno de los vecinos el que informó que yo
era el encargado de traerle los “mensajes” de mi hermana al inquilino y que de
vez en cuando intentaba, infructuosamente, cobrar el alquiler.
El día que me tocó ir a la Dinincri yo estaba algo nervioso, pero lleno de
confianza. A mis veinte años, era la primera vez en mi vida que me sometería a
un interrogatorio policial. Como dije, había visto muchas series policiales y, la
verdad, mi actitud era muy decidida, sobre todo si se trataba de defender a mi
hermana. Me recibieron con esforzada cortesía en una inmunda habitación llena
de sillas desvencijadas. Pensé que ese gesto se explicaba por el desagradable
aspecto del lugar. Todas las paredes del lugar estaban percudidas por el sudor y la
grasa de las cabezas que se habían apoyado en ellas dejando esas marcas de
suciedad. Además, tenía un gran espejo en el que era imposible dejar de mirarse,
dadas sus dimensiones. Con el paso de los minutos mi nerviosismo fue
disipándose a medida que fui intercambiando algunas palabras con los oficiales y
reconociéndome en la imagen que me devolvía el espejo.
Después de tomarme las generales de ley, un oficial me pidió que me sentara
frente a él. Obedecí de inmediato movido por la orden, pero sobre todo por el
interés de iniciar el interrogatorio. Siempre quise saber lo que se podía sentir
cuando la policía tenía algún indicio para pensar que alguien podía ser un asesino
o un criminal. No sabía exactamente cómo procedería el oficial, pero supuse que
apelaría a la indignación, al odio que podía sentir debido a una situación como la
sufrida por mi hermana.
-Aunque no lo crea-dijo de pronto-, el tipo era un buen hombre. Era
respetado y querido por sus vecinos. Y ya sabe, nadie merece ser asesinado si por
lo menos inspira en alguien esos sentimientos.
Ese comentario, que era una invitación al diálogo, me sorprendió. Yo
esperaba, desde el inicio, preguntas puntuales, un interrogatorio rápido y
violento, cierta presión intimidatoria, pero no fue así.
-Lo era-respondí-. Era un buen vecino.
-Sé que el tipo se burlaba de su hermana y que por eso usted lo despreciaba,
eso no es difícil de deducir y, digamos que hasta lo odiaba, pero la gente no debe
morir por no poder pagar el alquiler. ¿No lo cree?
-Eso es cierto-dije, advirtiendo la torpe alusión del policía.
-¿Trabaja?- recibí la pregunta como pude.
-No-dije, mirándome las manos-. Hace pocos años terminé la secundaria. Lo
que pasa es que no ingresé a la universidad.
-¡Qué lástima!-dijo el policía-. ¿Y de qué vive?
-Mi padre me ayuda. Vivo en su casa.
El policía quería humillarme. Mi cuñado me había dicho que en algunos casos
se buscaba llevar al límite al interrogado utilizando la ofensa y que por ello debía
guardar la calma, renunciar, si fuera necesario, a mi dignidad.
El interrogatorio continuó con una minuciosa indagación sobre mi vida
personal. Tuve que recordar fechas y lugares, personas que me conocían y que
sin duda la policía buscaría para corroborar mis declaraciones, novias, amigos del
barrio. Casi al final, las preguntas se centraron en la víctima.
-Los vecinos dicen que usted hostilizaba al inquilino de su hermana-dijo el
policía-. ¿Es eso cierto?
-Conocía al tipo porque mi hermana a veces me pedía que fuese a cobrarle el
alquiler. Era un hombre difícil. Siempre tenía una disculpa para no pagar.
- No, era un gran tipo-dijo una vecina-. Nos ayudaba a todos y, como
nosotros, era un inquilino sufrido. Por eso lo queríamos.
-¿Y eso le molestaba?
-Es obvio-respondí indignado-. Claro que sí, pero nunca perdí la compostura.
El inquilino también era un hombre simpático y sabía cómo convencerme,
aunque a veces era impertinente.
-Yo soy un hombre de bien, dígale eso a su hermana. Yo quiero pagar, pero
ahora solo me alcanza para comer. Todo lo demás se lo tengo que enviar a mi
mujer y a mi hija que están en provincias. Dígale a su cuñado, también, que tengo
amigos en la policía.
-¿Impertinente? ¿Lo molestaba? ¿Hasta qué punto?-preguntó el policía.
-Ese tipo le hacía la vida imposible a mi hermana. Póngase en mi lugar-dije,
tratando de ganar su adhesión-.Ese tipo tenía que escuchar algunas verdades cada
vez que yo iba a cobrarle.
-¿Algunas verdades?
-Mi hermana ya no confía en usted. Lo mejor sería que se fuera. ¿No es lo
mejor para todos? Es usted un vividor, un bueno para nada. No está bien lo que
hace.
-Está bien- dijo el policía-. Lo entiendo. Sé que es muy desagradable sentir
que alguien se esté aprovechando de uno o de alguien a quien uno quiere, como
su hermana.
-No-dijo otra vecina-. Al pobre hombre no lo respetaban, señor policía.
-Yo soy un hombre de bien, soy un padre de familia, ¿me entiende?, ¿sabe lo
que es eso?
-No, no lo entiendo. Usted se está aprovechando de los demás y así no
procede un hombre de bien. Ya van cuatro años que no le paga el alquiler a mi
hermana.
-Aquí hay inquilinos que no pagan hace años-dijo una mujer, tratando de
justificar el comportamiento de la víctima-. Esa no es ninguna novedad. Hay que
ser humanos.
- Es más que desagradable señor policía-dije-. Uno va perdiendo la fe en los
demás, uno va sintiendo que no existe la justicia, que cualquiera puede hacer lo
que le da la gana. Uno ve sufrir a sus familiares...
-Usted, su hermana y su cuñado no entienden.
-Los vecinos lo entendían-dijo el policía- y lo apoyaban porque también eran
inquilinos y para ellos, en realidad, era un buen hombre.
-Lo sé y supongo que ellos además lo compadecían-dije mirando fijamente al
policía-. Es fácil convertirse en un mártir en esas condiciones.
-¿Usted sabía que el inquilino de su hermana sufría amenazas de muerte?-
preguntó el policía.
-No, pero no me sorprende que haya sucedido. Debía de estar
aprovechándose de otras personas. Ese podía ser su estilo de vida.
-Nadie es lo suficientemente vil para merecer la muerte-dijo el policía.
-Nadie lo es-dije, mirándome al espejo.
-Mire-dijo el policía, incrustándome la mirada-: Aún no sabemos quién mató a
ese pobre infeliz, pero tarde o temprano lo sabremos.
Yo asentí como lo hacen las personas indignadas, evitando cualquier
comentario y le sostuve la mirada llena de honestidad.
-Yo estoy dispuesto a ayudar-dije-. Mi hermana y mis familiares están muy
agobiados con este caso y ya queremos que la paz vuelva a nuestro hogar.
-Eso es todo por el momento-dijo el policía y sonrió como si no me creyese
una sola palabra de lo que decía-. Puede irse.

*
Cuando las investigaciones del caso se estancaron debido a la falta de más
elementos de juicio, la presión de los familiares de la víctima se convirtió en una
insoportable condena. Nos amenazaban, nos juraban venganza y hasta se
atrevieron a mandar a alguien a manchar con sangre la fachada de la casa de mi
hermana. Nosotros no supimos qué hacer hasta que mi cuñado tomó la decisión
de pedir apoyo policial; después de todo, y dadas las circunstancias, no era
improbable que sufriéramos un atentado.
Pasaron pocas semanas para que mi segunda citación a la Dinincri llegara a
casa de mis padres. Me sorprendió que en el documento se indicara que en la
policía me confrontarían con un tal Pedro Huamaní. Debo confesar que en ese
momento empecé a tener miedo, esa clase de miedo que se cierne sobre
nosotros como una sombra, oscura y sutil a la vez, y contra la cual no se puede
hacer nada. Lo primero que hice fue llamar a mi cuñado para informarle sobre la
llegada de ese documento. Me extrañó que no le tomara importancia y que solo
me dijera que debía acudir a la citación como lo había hecho la primera vez.
Quizá pensaba que yo no tenía de qué preocuparme y lo podía entender. Yo me
sentía, en realidad, bastante inquieto y algo confundido ante la imposibilidad de
controlar una situación que, ahora, incorporaba a un sujeto que no conocía.
¿Pedro Huamaní? ¿Sería esta una trampa para inculparme? ¿Qué papel cumplía
este personaje? ¿Se trataba de un enviado de los familiares de la víctima? ¿Era un
vecino indignado que se había propuesto acusarme sin pruebas?
Traté por todos los medios de saber quién era el personaje. ¿Se trataba de un
delincuente? ¿Era alguien utilizado en el mundo del delito? ¿Tenía alguna relación
con el inquilino de mi hermana? Como pude, hice mis propias investigaciones,
pero no conseguí nada. Al parecer, se trataba de un tipo sin antecedentes penales,
un anónimo que aparecía de la nada para complicarme la vida.
Supe, sin embargo, por mi cuñado, que la policía llamó a más sospechosos
durante todo el tiempo que duró la investigación: Vecinos que se llevaban mal
con la víctima, amigos que lo frecuentaban, familiares que solo iban en busca de
su ayuda. Por ello me sentí, después de recibir la segunda citación, como un
acusado más.
El día en que debía acudir a la citación estaba desconcertado. ¿Me había
abandonado mi cuñado? Mi padre, que me acompañó a la Dinincri, me dijo que
confiara, que la verdad siempre se imponía, que nada me pasaría. Mi hermana
sólo me tocó el hombro y sonrió con tristeza, como lo hace la gente que, después
de llorar, trata de consolarse con algún buen recuerdo.
Antes de llegar a la delegación reparé en el peligro que suponía que me
confrontaran con alguien que tenía la posibilidad de hundirme para siempre en
una cárcel. ¿No era, después de todo, un procedimiento o recurso que se
empleaba en los tribunales cuando ya se había entablado una causa contra
alguien? ¿Acaso no corría el riesgo de ser detenido si al tal Pedro Huamaní se le
ocurría acusarme de algo?
Al llegar al lugar me dije que no tenía ningún sentido adelantarme a los hechos
e ingresé mostrando la confianza que me había jurado tener desde el principio.
Supongo que mi rostro fue lo suficientemente convincente porque el capitán, al
recibirme, me dijo:
-Disculpe que lo molestemos una vez más.
-No hay cuidado-respondí, con esa condescendencia que muestran quienes,
en el fondo, se sienten superiores a los demás.
-Pase por aquí.
Lo seguí por un pasillo angosto y bastante oscuro, que, de pronto, se abrió a
una pequeña habitación. En ella había un hombre pequeño que rehuía la mirada.
Su aspecto siniestro podía confirmar el juicio desaprobatorio del más
desavisado. Según el policía, el sujeto era Pedro Huamaní, un eventual portero de
noche del edificio situado frente al de mi hermana. No tuve el tiempo para medir,
con calma, el calibre de aquel individuo, pero estaba seguro de que no debía
mostrarme débil o temeroso. En solo unos instantes, el capitán sacó unos
papeles de su cajón y se dispuso a tomar las declaraciones. El inicio fue violento,
sin mediaciones:
-¿Lo reconoce?- preguntó el capitán, señalándome sin piedad.
El hombre se incorporó y me miró los zapatos. Luego, fue arrastrando la
mirada hacia arriba, como si hacerlo le supusiera un gran esfuerzo, como si en el
acto de observarme las dudas le estuviesen devorando el corazón. Mientras lo
hacía, sus manos no dejaban de moverse, alteradas por alguna razón. Yo lo miré
fijamente, como lo hace la gente que ostenta algún tipo de verdad irrefutable y así
permanecí el tiempo que me puso los ojos encima.
-¿Puede pararse?-dijo el policía.
Me incorporé. La reacción del individuo fue otra. Creo que en ese instante
apeló a sus difusos recuerdos visuales porque aguzó la mirada hacia un lugar
imaginario, quizá el escenario de la noche del crimen. Volvió a mi rostro y esta
vez me lanzó ese tipo de mirada que sostienen los criminales para llevar adelante
algún plan. Yo me mantuve inconmovible.
-¿Es él?
-No lo creo-dijo-. El hombre era más bajo y más grueso.
-Es todo-dijo el capitán y me echó una mirada de reojo.
Creo que Huamaní firmó una declaración y luego se fue. A mí, el capitán me
dijo que era probable que no me molestaran más y que aceptara las disculpas del
caso. Mi padre, que me estaba esperando en la puerta de aquel edificio atroz, vino
corriendo al verme salir. No me dijo nada, sólo me abrazó y me condujo a su
auto.
*

Ese fin de semana nos reunimos en casa de mi padre, como todos los
domingos. Allí estaba toda la familia alrededor de la mesa celebrando la inocencia
de mi hermana y la mía, celebrando el fin de todo ese embrollo en el que por un
segundo nuestro mundo casi se vino abajo. Comí y bebí mucho y me sentí a
gusto, en medio de la tranquilidad que proporciona el saber que se tiene todo
bajo control, compartiendo, lamentablemente, una historia horrible, pero que
había tenido un final feliz.
Antes de terminar el almuerzo, mi padre hizo un brindis y dijo unas palabras
hermosas sobre mí, palabras que me hicieron sentir orgulloso.
A las seis de la tarde todos empezaron a despedirse, todos menos mi hermana
que decidió quedarse unos momentos más para hablar conmigo. Yo me sentí un
poco desconcertado.
Cuando estuvimos solos, me miró a los ojos sin hacerme ninguna pregunta,
sin destacar algún gesto. Supongo que trataba de saber algo que sólo los ojos de
alguien pueden revelar. Yo atiné a sonreír con confianza y, al ver mi sonrisa, ella
también sonrió. Lo hizo con algo de satisfacción y tranquilidad, es verdad, pero
también con una pizca de complicidad, como si quisiera compartir algo que solo
yo sabía.
Sé, estoy seguro que, por lo menos, por un segundo, lo imaginó, lo pensó y lo
sospechó.
Al final, le hice una señal, un gesto definitivo y agregué:
-Solo puedo decirte que no vas a volver a llorar, nunca más, por un maldito
bastardo.
DESPUÉS DE MI PADRE
Aunque lo supe algunos años después, y no precisamente por él, mi padre
empezó a ser infeliz el día en que mi madre lo abandonó por otro hombre.
Yo tenía seis años entonces, no sospechaba nada y supongo que debieron de
herirme mucho sus palabras cuando me dijo, con una tristeza impresionante, que
no le interesaba vivir.
Recuerdo la edad con precisión porque ahora mi hijo Manuel tiene seis años
también y se parece a mí cuando los tenía. Veo en él la misma despreocupación
por lo que le rodea, la misma exigencia de aquello que desea, el mismo egoísmo
con lo que cae en sus manos y trato de explicarme, a través de él, parte de mi
niñez.
He comprobado que es imposible que los hijos dejen de parecerse a sus
padres aunque intentemos, en un decidido esfuerzo de corrección, impedirlo.
Hay algo inevitable en la formación de los niños, algo que beben de nosotros y
que es la suma de nuestros defectos. Algo que intuitivamente los atrae y condena:
una reproducción de aquello que los padres más odiamos.
A veces pienso que a eso se reduce la paternidad.
Olvidar el día en que mi padre me confió esa terrible verdad sería como
olvidar mi propio pasado. No tengo claros el motivo ni la circunstancia que
rodearon esa terrible confesión, pero la sensación que me produjo escucharla fue
determinante.
Nunca mi padre se había mostrado tan íntimamente sincero como aquel
día. Supongo que creía que, a pesar de mi juventud, podía comprenderlo. Tal vez
su confesión se debía a la necesidad de que yo lo reconociera y lo compadeciera
más desde ese momento. Ahora veo que tuvo que llenarse de valor para decirme
eso, para confiarme algo definitivo que cambiaría mi opinión sobre él. Digo esto
porque mi padre era una persona que valoraba mucho la prudencia.
Tal vez esta serie de reflexiones y recuerdos no hubiera tenido lugar si no
me hubiese visto en una situación parecida a la de mi padre. Después de todo, la
vida no hace más que asegurarse de que repitamos la misma lección y que
aprendamos de ella aunque sea tarde.
Recuerdo que siempre andaba interrogándome e interrogando a los demás
sobre la ausencia de mi madre y que todos me aseguraban que, en cualquier
momento, volvería, que no debía preocuparme (supongo que no es fácil ni
recomendable decirle a un niño de seis años que su madre ha abandonado el
hogar por seguir a otro hombre), hasta que llegó el momento en que la rotunda
parquedad de mi padre y sus largos silencios empezaron a disuadirme de mi
pesquisa y a infundirme una clase de temor más imaginario que real. Por ello, en
efecto, terminé pensando que mi madre en cualquier momento volvería, que
seguía queriéndome y que no había de qué preocuparse. También por ello, ahora
lo veo, me fue imposible relacionar su ausencia con la tristeza de mi padre, hasta
que él mismo me lo confesó. No sé si eso explique de alguna manera mi
temprana confusión.
Mi hijo Manuel es como yo cuando tenía su edad. Es difícil decir esto,
sobre todo porque decirlo supone asumir una responsabilidad más bien grave. Al
final, si nuestros hijos terminan siendo lo que son es por nosotros. Ahora creo
comprenderlo mejor.
Supongo que Manuel no intuye que soy un hombre triste precisamente
porque él es un niño rodeado de todo lo que quiere. Lo sé porque a veces se
detiene a mirarme con una sonrisa despreocupada desde una esquina cuando
estamos los dos solos y lo único que hago es preguntarme, observándolo, cuál
fue mi error, qué hice mal.
Recuerdo que mi padre me mantenía a distancia con su silencio. Aprendí
también, y sólo a través del tiempo, de qué estaba hecha la indignación y la
vergüenza. Había en él algo que sin darme cuenta fui absorbiendo e
incorporando. Una sensación que se alimentaba de un temor ciego, una
aprensión sentimental contra algo que no entendía bien, pero que
contradictoriamente me solidarizaba con él y establecía un vínculo muy fuerte.
Me he preguntado muchas veces si ese sentimiento era respeto.
Con Manuel creo haber desarrollado un tipo de relación menos distante,
pero no por ello menos compleja. Intuyo que su egoísmo y sus inaplazables
exigencias son una forma de reproche. Naturalmente, esta reacción no se
produce conscientemente; es así tratándose de sentimientos. Sé que le cuesta
trabajo comprenderme y que, como yo a su edad, está bastante confuso. Es fácil
estarlo cuando se tiene seis años y no tienes idea de por qué tu madre se ha ido
de la casa. Supe que mi madre se había ido con otro hombre cuando ya había
cumplido los diez años y creo recordar que saberlo no me impresionó tanto
como volver a ver la cara de mi padre después de conocer la verdad. Allí fue
cuando comprendí que el rostro de las personas contenía toda su historia. Fue la
hermana de mi padre, la tía Hortensia, quien me lo dijo. Supongo que lo hizo
porque odiaba a mi madre. No estoy seguro de ello. Pero puedo ver todavía sus
largas manos conduciéndome a la sala, su rostro excesivamente maquillado, su
sonrisa apenas disimulada y su grueso cuerpo embutido en el sillón diciéndome
que mi madre vivía con otro hombre en los Estados Unidos y que me olvidara de
ella, pues no iba a regresar nunca.
Fue ese el momento, también, que comprendí el valor de las palabras y el
inmenso daño que podían causar si se utilizaban contra alguien. Quizá por eso,
porque aprendí muy joven a mantenerme en silencio, es que procuro que Manuel
aprenda esa costumbre, sobre todo ahora que lo necesito.
Veo a Manuel jugar en su habitación y me veo a mí mismo haciéndolo a su
edad y comprendo cuán injusto es confrontar a un niño con una verdad que no le
es favorable y qué hermosa manera tienen de sobrevivir a aquello que los
perturba, cuán digna es su rebeldía cuando algo les hace daño.
Tal vez mi padre me dijo que ya no le importaba vivir porque no se atrevía
a decirme que mi madre se había enamorado de su mejor amigo y que era eso lo
que lo estaba destruyendo. Imagino que hay cosas que no se pueden decir en la
vida y ésta es una de esas. Debe ser muy doloroso saber que alguien en quien has
confiado toda tu vida termina llevándose a tu mujer.
Estoy seguro de que cuando mi padre tomó la determinación de suicidarse
no pensó en mí. A veces el dolor nos hace egoístas, como el amor. Esa es una
coincidencia peligrosa. Y tengo miedo.
Mi hijo Manuel me observa desde su habitación y no sé cómo decirle que
su madre, como la mía, decidió irse con otro hombre y que toda mi tristeza se
explica por ese hecho. Supongo que si se lo dijera pensaría que yo soy el culpable
de su partida y que tiene todo el derecho a odiarme. ¿Pensó así mi padre?
Carmen se fue de la casa huyendo de mí y supongo que debió de estar
verdaderamente desesperada para dejarme al niño y arriesgarse a todo tipo de
condena. Me pregunto si la culpa de todo la tengo yo, si arrastro, como mi padre
algún tipo de desaliento.
Manuel me pregunta casi todos los días, como yo a su edad, dónde está su
madre y yo le respondo, como me respondían entonces: que pronto volverá, que
no hay de qué preocuparse.
Sé que mentirle a Manuel es injusto, aunque crea que más bien es una
forma de protegerle. Es fácil engañar a los demás cuando los quieres; es
contradictorio, lo sé, pero es verdad. Parece que el mundo estuviese sólo lleno de
contradicciones y que la pureza de los sentimientos fuera sólo una fantasía. Es
injusto. Tal vez si mi padre estuviese vivo podría comprenderme como yo lo
comprendo ahora. Así podrían evitarse muchas cosas.
Contemplo a Manuel en su habitación, lo veo frente a la pantalla del
televisor completamente abstraído con su video juego y comprendo que la batalla
a muerte que libra con los monstruos que asoman por los rincones de la selva en
la que se encuentra perdido, son de alguna manera los mismos fantasmas que me
atemorizaban a mí cuando tenía su edad.
He cerrado todas las puertas y ventanas de esta casa. Me he asegurado de
que no haya filtraciones y para ello he colocado toallas mojadas por todos los
rincones. Aquí no hay batalla que se pueda librar porque éste no es un juego.
Todavía puedo ver a mi padre sobre la cama con algunas pastillas regadas
sobre su pecho y varios frascos vacíos esparcidos en el baño y la habitación. ¿Por
qué tenía el rostro rasguñado y las manos llenas de sangre?
El gas, después de todo, es más lento y apacible. Dormiré esta noche por
primera vez en paz sin la imagen de mi padre rondando insistentemente en mis
sueños; sin tener que pensar cómo terminar con todo esto, cómo decirle a
Manuel que su madre nunca regresará.
VIEJOS PERROS
Aunque no soy un ávido lector y mucho menos un escritor, mi relación
con la literatura siempre me ha inquietado. Debo decir que siempre tuve claro
que las historias que contaban las novelas no se correspondían con la verdad, que
en todos los casos sabía que se trataba de hechos inventados por los escritores
para recrear sus propias vidas y corregirlas, y que nunca me preocupó verificar la
veracidad de ninguna. Por ello, siempre me reía de la gente que las leía al pie de la
letra y llegaba a la conclusión de que todo lo que sucedía en sus páginas
realmente había ocurrido y que del grado de su veracidad dependía que fuera
mejor o simplemente buena.
He leído pocas novelas en mi vida, pero hubo una que llegó a captar toda
mi atención y tiempo. Una experiencia que me gustaría revivir con cualquier
libro. Debo confesar, además, que mi interés por releerla se acrecentó cuando vi
la película dirigida por Francisco Lombardi basada en ella.
Todo lo que vengo diciendo no tendría sentido si mi opinión respecto de
la verdad o falsedad de esa novela no hubiese cambiado bajo la influencia de una
experiencia que viví y que me propongo narrar.
Un día de febrero, mi hermano mayor dijo algo que no pude creer. Era
domingo y estábamos almorzando, el único día y el único momento en que toda
la familia podía reunirse. Recuerdo que lo dijo muy entusiasmado, en medio del
sonido de tenedores y cuchillos, de pronto, como quien lanza una piedra a una
ventana y ésta se hace añicos.
–El candidato del Frente Democrático ha aceptado reencontrarse con
todas las promociones de leonciopradinos.
Mi padre recibió la noticia con evidente alegría y felicitó a mi hermano por
el logro de aquella gestión. Debo aclarar que mi hermano era el presidente de la
asociación de ex alumnos del Colegio Militar y que, bajo su dirección, la
institución trataba de recuperar algo de aquel viejo esplendor y prestigio que hizo
conocido al Leoncio Prado internacionalmente, antes de que se publicara aquella
novela.
Para terminar, mi padre le dijo a mi hermano que contaba con su ayuda y
que ponía a su disposición todos los medios que estaban a su alcance para lograr
su propósito.
–Precisamente de eso quería hablarte –dijo mi hermano y levantó su copa
de vino para terminar el contenido–. Quería que me prestaras tu casa de playa en
Chorrillos, instalar sobre la cancha de fulbito el toldo, las mesas, el escenario para
la orquesta...
La casa de mi padre era verdaderamente inmensa: muchos metros
cuadrados cerca de la playa de La Herradura en los que se extendían una cancha
de fulbito, una de frontón y un jardín con un césped que era una magnífica
alfombra verde.
Durante la semana que precedió al reencuentro del candidato con sus
antiguos condiscípulos se dudó mucho sobre su asistencia a pesar de haberla
confirmado. Yo también tenía mis dudas, pues todavía tenía impregnada la idea
de que la publicación de la novela le había ganado la enemistad eterna de los jefes
militares que dirigían el colegio y de muchos de sus ex compañeros.
El almuerzo había sido programado para el tercer domingo de marzo y,
según mi hermano, asistirían las doscientas personas que en la última reunión de
ex alumnos habían confirmado su asistencia en el caso de que el invitado de
honor aceptara asistir.
Esperé con mucha ansiedad el día del almuerzo. Recuerdo que releí la
novela para refrescar esa sensación de agobio y corruptela que me produjo
cuando la leí por primera vez y que, durante la lectura, mi imaginación empezó a
prodigar una serie de imágenes, estimulada por los espacios cerrados, los
personajes corroídos por la violencia y el miedo, y el abuso contra los mas débiles
a través de la conformación de una mafia estudiantil. Fue repugnante volver a
penetrar en esa atmósfera de decadencia moral que el libro sostenía en cada
página.
El día del almuerzo llegué temprano a la casa de Chorrillos en compañía de
mi padre. En el camino hablamos de literatura y de política, de lo que se veían
obligados a hacer los candidatos presidenciales con el fin de quedar bien con
todos, sobre todo si se les consideraba posibles votantes.
En la casa y los alrededores, todo estaba dispuesto y en orden: propaganda
electoral, espontáneos y entusiastas, vecinos de la zona, banderolas anunciando
los lemas del FREDEMO.
Los detalles del almuerzo no habían sido descuidados y podía notarse algo
de desmesurado en todos los preparativos: era evidente que lo seleccionado
desbordaba la humildad de un almuerzo dominical organizado por los ex
alumnos de un colegio que, literalmente, estaba en la ruina. Numerosos cajones
de botellas de scotch, paquetes de cigarrillos y puros cubanos de primera, botellas
de vino californiano, comida francesa y cava, sorprendían a todos y a mí mismo.
Mi hermano no había mencionado nada sobre esto porque sin duda lo
ignoraba. Después nos dijo que se había encargado este aspecto de la recepción a
un grupo de ex alumnos cuyo negocio era precisamente la restauración y que, por
cierto, a él también le había sorprendido descubrir tanta exquisitez, tanto
derroche. “Son algo ricos”, concluyó.
En el transcurso de la mañana, llegaron periodistas de todos los medios de
información con cámaras filmadoras, grabadoras y mucha avidez.
El tema que, de manera natural, empezó a surgir entre los ex alumnos
mientras esperaban la llegada del invitado, fue el de la novela. Podía percibir el
morbo de los periodistas, la curiosidad por identificar a los personajes de la
ficción con quienes formaban corros y hablaban y reían y se saludaban en medio
de un reencuentro de varios años. Percibía, también, la sorpresa que causaba en
ellos ver llegar a algunos en coches nuevos, vestidos impecablemente con ropa de
marca, con cadenas de oro adornándoles el cuello, con anillos de diseños
impresionantes.
La presencia del candidato estaba anunciada para las dos de la tarde y se
sabía que sólo permanecería una hora en la que daría un saludo y el
agradecimiento correspondientes a las autoridades del colegio por la invitación y
por el apoyo a su candidatura.
Al mediodía, todos los comensales estaban ubicados en sus mesas y se
dirigían bromas utilizando ciertos pasajes de la novela como motivo. Los
periodistas que merodeaban ávidamente hacían preguntas directas sobre la
verdad o la mentira del libro y todos celebraban. Preguntas como... si era cierto
que a los perros, es decir, a los que ingresaban al primer nivel de enseñanza, se les
bautizaba con baños de orina y golpes a callejón oscuro. Si la escena de la
violación de las gallinas era una práctica real o una pura invención literaria. En
fin, si allí, entre ellos, estaban los personajes de la novela. ¿Quién era el Jaguar?
¿Cuál el Boa? ¿Quién el Rulos? ¿Dónde estaba el Esclavo?
Lo cierto es que todos reían, intercambiaban miradas de complicidad y
volvían a reírse, reproduciendo, en alguna medida, la necesaria conspiración
vivida en la novela. Sin embargo, una hora después, cuando ya habían corrido
tres ruedas de scotch, las cosas empezaron a cambiar. Alguno levantaba la voz y se
autodesignaba, en medio de una total algarabía, como el Jaguar mientras que, al
instante, otro lo desmentía para atribuirse esa identidad, a la vez que golpeaba en
la cabeza a un tercero y le llamaba ‘esclavo’. También alguno negaba todo y decía
que la novela era pura mentira y que él sí sabía lo que había sucedido realmente
en el Colegio Militar.
Cuando llegó el candidato del Frente, todos los periodistas corrieron hacia
él con la intención de hacerle preguntas relacionadas con el reencuentro
leonciopradino y tomarle fotos. Él respondió con mucho entusiasmo haciendo
referencia al colegio como una institución con la que estaba en deuda, pues le
había proporcionado el tema de su primera novela y que el reencuentro pasaba a
ser la primera muestra de una reciprocidad que se conservaría en el futuro. No
dijo más, eludiendo al grupo de periodistas con amable cordialidad.
Los sesenta minutos que el candidato estuvo allí se animaron con una
orquesta que interpretó varias canciones bailables, todas dedicadas a él y a la
promoción que organizaba el almuerzo y a la que pertenecía mi hermano. El
discurso de recepción fue leído por un ex alumno de alguna promoción próxima
a la del invitado, por lo que comentaron todos después. En el discurso se
apostaba por la victoria del candidato del Frente Democrático y por el
compromiso que todos los leonciopradinos asumían, a partir de ese momento,
con el Frente desde el lugar que ocupaban en la sociedad. Después de comer, el
candidato se despidió de todos agradeciendo el apoyo y diciendo que lo esperaba
un mitin en Villa El Salvador.
Cuando se fue, todo volvió a la normalidad. El scotch empezó a circular con
mayor velocidad y los paquetes de cigarrillos y puros a distribuirse en todas las
mesas.
A las seis de la tarde, muchos de los comensales se habían retirado, la
mayoría visiblemente ebria, caminando con dificultad, riéndose, bromeando. Yo
había tomado algunas copas de cava y había comido en abundancia y también me
sentía algo ebrio, pero podía controlarme. Los periodistas ya se habían ido y sólo
los mozos contratados hasta el final de la reunión contemplaban desde un rincón
de la casa a los pocos invitados que aún, en pequeños grupos, estaban dispersos
por la cancha de fulbito. Decidí irme a descansar un rato a la habitación en donde
se encontraba mi padre viendo la televisión. Estaba ebrio también. Sólo me
preguntó por Felipe, mi hermano. Yo le dije que lo había dejado con los
invitados.
Me recosté en el sillón e inmediatamente las imágenes que había ido
abonando durante la relectura de la novela se actualizaron en mí de manera
violenta. Pensé nuevamente en cada uno de los personajes, en el miedo del
Esclavo, en la violencia del Jaguar, en la doblez de Alberto y traté, por un
momento, de relacionarlos con quienes había visto riendo toda esa tarde en
espléndida camaradería. No podía ser verdad que alguno de ellos se
correspondiera con los modelos que proponía la novela, no podía imaginar a esos
hombres de más de cincuenta años viviendo en el mundo asfixiante que la novela
exhalaba como un fétido aliento.
Cuando desperté dos horas después sin haber advertido en algún
momento que me quedaba dormido, comprobé que mi padre estaba durmiendo
y que la televisión seguía encendida.
Salí nuevamente al jardín en busca de mi hermano para decirle que me iba
con nuestro padre, pero al preguntar por él me dijeron que se había ido veinte
minutos antes, pero que volvería, pues todavía quedaban algunos leonciopradinos
dando vueltas por allí.
Di un par de vueltas por la casa y, al llegar a la cancha de fulbito, escuché
una botella que se rompía con violencia, obviamente estrellada contra el
pavimento. Guiado por el oído, pude identificar el lugar a un extremo retirado de
los restos del almuerzo, bajo un árbol de granadillas que servía para dar sombra a
unas jaulas en donde los guardianes de la casa tenían un gallinero. Recuerdo que
las imágenes de la novela volvieron a mí una vez más y que me sorprendí
pensando que sería testigo de algo desagradable, algo así como una pelea.
Escuché voces, sillas que se arrastraban, el ampuloso sonido de una botella de
cava recién descorchada y un risueño murmullo. Risas contenidas.
Me acerqué, con ese tipo de cautela tan recurrente en la novela, hacia el
lugar de donde provenían las voces guardándome en la sombra que proyectaban
los árboles sobre el césped y, como una revelación cuyo efecto sólo nos produce
estupor, los vi. Todos estaban vestidos elegantemente y en sus cuellos se podía
distinguir una correa de oro con púas relucientes. Se reían y cogían a las gallinas
una por una y las lanzaban al aire o las pateaban en medio de su borrachera,
mientras las botellas de cava se destilaban por sus gargantas alborotando aún más
su espuma.
Bebían y reían, y se palmeaban el lomo desenrollando en el acto una
lengua rojiza que oscilaba babeante y salpicaba una densa y espumosa saliva. Muy
juntos, arrinconados, casi lamiéndose, tocándose, y como sujetos a una gran
correa, se revolvían y por instantes se mordían y siempre ladraban, siempre, sin
parar. Eran ocho perros negros cuyo ladrido era furioso, implacable, intercalado
con carcajadas y palabras que auguraban que si su candidato ganaba, ésa sería la
oportunidad que habían estado esperando tantos años.
UNA NOCHE CON MARÍA PÍA
Tenía la invitación en las manos y observaba el hermoso perfil de las letras
negras sobre la impecable cartulina blanca. No había ninguna equivocación, se
trataba de mí, de Juan Carlos Dergan. La invitación, sin embargo, era personal y
tenía que decírselo a Mariana, mi esposa. Ella comprendió de inmediato y me dijo
que no debía perder la oportunidad de escuchar a la Orquesta Sinfónica de
Moscú, que no me sintiera mal si no podía conseguir una entrada para ella y que
debía apurarme, que me esperaba en casa. Colgué el teléfono. Recuerdo que por
aquella época trabajaba en un periódico que lograba salir a las calles por obra de
Dios, aunque la filiación de la publicación fuera marxista y que no se podía hablar
con más de tres o cuatro personas en todo ese conglomerado de buenos y
execrables redactores. María Pía era una de las que podían ser clasificadas en la
primera serie. Esa noche terminé de arreglar todos mis papeles y pasé la página
cultural que tenía a mi cargo. En realidad Mariana y el reloj tenían razón, si no me
apuraba podía llegar tarde.
El Teatro Municipal no estaba lejos de la redacción del periódico, así que
caminé unas cuantas cuadras y llegué sin problemas. Había tal cantidad de
personas en la puerta que realmente quedé sorprendido. En ese momento pensé
que era demasiado tarde para ocupar un lugar. Estaba dispuesto a irme sin dar la
batalla cuando encontré, en medio del bullicio, a María Pía, atenta a la
conversación que mantenía que con el representante artístico de la Orquesta
Sinfónica. No lo dudé y me acerqué a ella llevado por la alegría de encontrarla y,
debo reconocerlo, por el interés de compartir esa noche con ella.
Estaba hermosa como siempre, hermosa de los pies a la cabeza.
-¡María Pía! –dije, acercándome a ella-. ¡Qué sorpresa! ¡No pensé
encontrarte aquí!
-¡Juanito! –dijo ella-. ¡Qué tal! ¡También te llegaron invitaciones!
-No –respondí-, sólo a mí. Ya te imaginarás como estará Mariana.
-Perdón –se interrumpió de pronto, volviendo el rostro-, Juanito te
presento al señor Garrido, es el encargado de la promoción de la Orquesta
Sinfónica de Moscú.
-Mucho gusto –dije, estrechándole la mano.
-El gusto es mío –respondió.
-Juanito –dijo María Pía-, el ingreso al Teatro está algo difícil, pero el
señor Garrido nos va a ayudar, ¿no es cierto?
-Voy a hacer lo posible, perdón... ¿de qué periódico son? Lo he olvidado.
-Él trabaja en la Página Cultural y yo en la sección Espectáculos del Diario
“El Cotidiano”.
-Es un periódico nuevo ¿no? –preguntó el señor Garrido.
-Sí –respondí-.Además es de izquierda.
-Espérenme un momento –dijo y se dio media vuelta.
La verdad es que las invitaciones, repartidas por una entidad del gobierno
en cuestiones culturales, poco servían. Las personas allegadas a las esferas del
poder habían ocupado casi todos los lugares.
-Juanito –me dijo, María Pía, en tono de complicidad-. Yo tengo dos
invitaciones una para mí y otra para...
-Oye –respondí-, y dónde está...
-Lo estoy esperando, pero no llega.
-¿Crees que el señor Garrido te va a conseguir dos sitios, más uno para mí?
–pregunté con la seguridad de que no sería posible.
-No lo sé.
Esa respuesta me deprimió y deprimió más a María Pía. La gente seguía
dando vueltas a nuestro alrededor, ansiosa, agitada, molesta. Fue, entonces,
cuando comenzamos a ver a los políticos de turno llegar en elegantes
automóviles.
-¡Esto es increíble! –dije.
-Lo es –respondió María Pía.
-Mejor nos vamos, esto no da para más. Mira como entran esos
miserables, sonriéndole a la esposa del ministro.
-Espera –dijo María Pía-, todo puede suceder en el lugar de los posibles.
-¿En dónde?
-Allá viene Garrido.
Agucé la mirada para observar lo que traía en las manos. No había duda.
Pronto estuvo cerca. Ahora los boletitos rojos se dejaban ver sin dificultad.
-Esto es para ustedes –dijo-. Estas dos para ti, María Pía, y esta para usted.
No he podido conseguir sino dos butacas juntas. La otra está...
-Por favor –replicó María Pía-, no tiene por qué darnos explicaciones.
Todo lo contrario. Somos nosotros los agradecidos, ¿no?
-Ha sido una gentileza de su parte –dije— esperamos retribuir este
servicio.
-¿Es hora de entrar? –preguntó María Pía para evitar que yo hiciera algún
comentario adicional a aquellas palabras.
-No –respondió el señor Garrido-. Tienen todavía quince minutos. La
función se ha retrasado.
-Gracias –dijo María Pía-. ¿Vamos?
Nos dirigimos a la puerta a esperar a Diego, el compañero de María Pía.
Los revendedores circulaban a la caza de alguna entrada. Yo me explicaba ese
fenómeno porque sólo se habían programado dos presentaciones y no era usual
que la Orquesta Sinfónica de Moscú estuviera de gira por nuestro continente.
Estuvimos esperando en la puerta alrededor de diez minutos. Fue,
entonces, cuando María Pía tomó una determinación.
-Diego no viene –dijo-. Es mejor que vendamos la entrada. Ese dinero nos
puede servir.
Yo la miré fijamente y pensé en Mariana, pero después tomé conciencia de
que era demasiado tarde para avisarle.
-Es un poco complicado –dije-. Hay que ver cuánto cuestan las entradas
para pedir lo justo.
Nos acercamos a la boletería fingiendo buscar boletos. Allí comprobamos
que las localidades estaban agotadas y que una entrada como la nuestra costaba
mil doscientos intis.
-¡Mil doscientos! –dijo María Pía, realmente sorprendida.
-Están caras las entradas –comenté en voz alta.
-¿Quieren comprar? –aprovechó un revendedor que merodeaba alrededor
nuestro.
-No, queremos vender una entrada –dijo María Pía.
-Ya –dijo el revendedor-. Les ofrezco mil intis.
María Pía no lo pensó dos veces y le entregó la entrada con la invitación.
El revendedor sacó un fajo de billetes y nos entregó el dinero.
-No lo había pensado –dijo María Pía.
-¿Qué no habías pensado?
-Tener este dinero, así de fácil.
-Así es la vida –dije.
-Ahora entremos. No quiero encontrarme con Diego.
-No creo que venga –dije-. Si no ya hubiese llegado hace rato.
-Oye –dijo María Pía, de pronto, mirándome a los ojos-, con este dinero
nos podemos meter a un hotelito, fácil, ¿conoces?
-Sí –dije-. Hay algunos por aquí.
-¡Bestial! –dijo-. Después de darle placer al oído, hay que darle placer al
cuerpo. ¿No te parece?
-Entremos –dije-. Puede llegar Diego.

La platea exhalaba un aire de impracticado roce social. Una nube de humo


coronaba el breve cielo clausurado por un techo indiferente, sin ningún motivo
ornamental. Los hombres, en su mayoría, ostentaban un rostro agestado, ritual y
procuraban hablar lo menos posible, siempre y cuando las mujeres no lo
estuvieran haciendo. Una atmósfera de profesional disimulo se consumaba en ese
grupo en el que todos sabían qué color de ropa interior usaba el que estaba tres
filas más adelante. A mí me sorprendió el lugar de excepción que el señor
Garrido nos había conseguido. Estábamos prácticamente frente al escenario.
-¿Te debía algún favor antiguo? –pregunté
-No. Sólo somos buenos amigos.
Miré a nuestro alrededor y comprobé que nuestra apariencia contrastaba
con la elegancia de los abrigos y ternos que poblaban el lugar.
-Es increíble –volví a decir.
-¿Qué es increíble?
-Todo.
-¿Qué todo?
-Todo esto.
-No te entiendo.
-¡Olvídalo!
-¿Te refieres a toda esta gente?
-Sí.
-Pues ya debes ir acostumbrándote, Lima se está convirtiendo en un circo
con estos políticos.
-¿Tienes el programa?
-¿No te han dado uno a ti?
-No. Creo que es uno por pareja.
-A ver –dijo María Pía-. Tenemos piezas de Tchaikovski y Brahms en la
primera parte. En la segunda, música para ballet, nuevamente Tchaikosky y un
opus de Beethoven. No está mal.
-¿Quién dirige?
-Una tal Dudarova.
-Me han hablado mucho de esta orquesta, pero no sabía que la dirigía una
mujer.
-¿Acaso pensaste que una mujer nunca podría dirigir una Orquesta
Sinfónica en el mundo?
-No. Yo no he querido decir eso. En todo caso, lo estás diciendo tú.
-¡Vamos!, lo pensaste.
-No es cierto. Lo que pasa es que el complejo de inferioridad lo tienen
todas ustedes y no saben cómo solucionarlo. Por eso nos echan toda la culpa a
nosotros. Escucha...
-Seguro que me vas a preguntar si he leído a Esther Vilar.
-Justamente.
-Pues sí, y sabes algo, en el fondo ella es machista.
-Así la ridiculizan. La verdad es que ella les dice la verdad en su propia
cara.
-Mira...
En ese instante sonó el último timbrazo que anunciaba el comienzo de la
función.
-Después te derroto –dijo María Pía-. ¡Prepárate!
Se apagaron las luces después de unos segundos y todo quedó en silencio.
Entonces busqué su mano y entrelacé mis dedos con los de ella.
-¿Piensas derrotarme?–pregunté en la oscuridad-. Te doy toda la ventaja.

La primera parte de la función fue realmente excepcional. Todos los


comentarios que había recibido sobre la orquesta no se aproximaban, en lo más
mínimo, a lo que habían experimentado mis oídos en esa primera hora y media
en la que no pude hacer otra cosa más que extasiarme. Eso era precisamente lo
que le estaba diciendo a María Pía en el hall del Teatro.
-Este intermedio durará más o menos quince minutos –agregué-. Podemos
salir a comer algo. No he probado nada desde las once de la mañana y, la verdad,
tengo hambre.
-Ya te quieres gastar los mil intis ¿no?
-Me parece que estás atribuyéndome pensamientos que no están en mi
mente. Pensaba invitarte.
-¿Estás seguro?
-Soy periodista, es cierto. Pero para comer no creo que me falte dinero,
además...
-Está bien, me has convencido- me interrumpió María Pía.
Salimos a la calle e intenté recordar algún lugar en donde se pudiera comer
algo al paso. Algo rápido. Recordé la tienda de un italiano que preparaba unos
sánguches de jamón con salsa criolla.
-Estamos cerca de un lugar que tú debes conocer –dije-. Está llegando a la
esquina doblando a la derecha una cuadra. Allí mismo.
-Lo conozco –dijo María Pía-. ¿Me tomas de la mano?
La abracé y dije:
-Hace frío, mejor vamos así.
Seguimos el recorrido ya previsto y llegamos al lugar. No había gente
dentro. Nos sentimos más en confianza.
-Dos sánguches de jamón con cebollita –dije, sonriéndole al viejito que
atendía al público– y dos chichas.
-Pague en caja primero –replicó, poco amigable.
-Pero vaya sirviendo –dijo María Pía, incómoda.
-Pague primero.
No hubo más remedio. Nos acercamos a la caja y el italiano luego de
pagar, nos dio un ticket.
-Son las reglas –dijo-. No es desconfianza, es seguridad.
Cuando estuvimos frente al viejito, esta vez sí sonrió.
-Así vamos bien –dijo.
-Aparte de un circo, Lima se está convirtiendo en un reducto agresivo –
dijo María Pía-.Ahora sólo nos falta que explote un coche bomba.
El viejito seguía sonriendo.
-¿Me da su ticket?
-No faltaba más –dije.
-Bien servido, por favor –dijo María Pía-. Échele bastante cebolla.
La cosa no era con él. Sirvió como pudo, indiferente a lo que le decíamos.
Cogió dos servilletas que parecían hostias y nos alcanzó dos panes flacos.
-¿Será sordo? –se preguntó María Pía.
-Se hace-dije-. Aunque tengo dudas.
-No importa. Todavía nos espera algo mejor ¿no?
-Tienes razón –dije enfáticamente-. Mejor vámonos de aquí.
Caminamos hasta la plaza que estaba frente a la tienda y nos sentamos en
una banca a comer.
-¿Y las chichas? –pregunté.
-¡Qué rateros! –dijo María Pía-. Ni siquiera nos avisaron que nos
estábamos olvidando.
-Voy yo –dije-. Tú no te muevas de aquí.
Atravesé la pista e ingresé a la tienda evidenciando mi malestar. Me
acerqué al italiano para reclamarle.
-Calma –dijo el italiano-. Un momento.
Se dirigió hacia el viejito y se acercó a su oído para hablarle. Este asintió
con la cabeza luego de unos segundos.
-Disculpe, señor –dijo el italiano frente a mí-. Yo mismo le sirvo.
Y así lo hizo. A mí sólo me quedó agradecerle. Él volvió a disculparse.
-Mi ayudante es muy olvidadizo –concluyó.
-Pierda cuidado –dije-. Son los años.
El italiano rió y yo me dirigí hacia la puerta. Entonces vi cómo el viejito
me sonreía socarronamente.
-Adiós!- se despidió y desató su risa contenida. Juro que en ese momento
le hubiera mentado la madre pero me contuve.
Cuando estuve nuevamente frente a María Pía, recobré la calma.
-Todo se arregló –dije-. Comamos tranquilos.
Saciar nuestro apetito no nos tardó más del tiempo necesario para llegar a
la segunda parte del programa. Entregamos nuestra contraseña al controlador y
volvimos a nuestro lugar. La luz volvió a apagarse. Cuando se encendió, todos los
integrantes de la Orquesta tenían sus instrumentos en la mano. Luego se integró
la directora y se desataron los aplausos. La música comenzó a evolucionar
magistralmente.
El mismo efecto, la misma suspensión de la mente, el gozo de la armonía,
la perfección en la ejecución. Si cerraba los ojos podía imaginar a un cuerpo de
ballet envuelto en los sonidos que allí se producían de la forma más natural, casi
como un juego. Cuando terminó de ejecutarse “Cascanueces”, María Pía y yo nos
cogimos de la mano nuevamente. El gesto fue espontáneo, imprevisto, como si
hubiéramos coincidido en la necesidad de hacerlo. Pero, ¿quién era María Pía y
quién era yo para tomarnos la libertad de traicionar a nuestras parejas? Creo que
yo podía contestar a esa pregunta, allí, sentado, en esa butaca del teatro. Ambos
éramos excelentes amigos, cada cual un reducto de penas del otro, dos amigos
que no lograron amarse por múltiples y extrañas razones que desconocíamos y
porque amar era en sí un acto injusto, contrario a la amistad, que sí requiere de la
otra persona para realizarse. Alguna vez, al darnos cuenta que nos llevábamos
bien, me pregunté si realmente estábamos enamorados.
-María Pía –dije, mientras viajábamos en un colectivo-, ¿no estaremos
enamorados y no nos hemos dado cuenta?
-No lo creo –dijo-. Mejor es no pensar en eso. Además, el amor viene
naturalmente.
Sabía que era cierto lo que decía. El amor se manifiesta naturalmente. Pero
sentía que era injusto lo que nos pasaba. Todavía no había conocido a Mariana, lo
recuerdo, y aunque María Pía nunca lo intuyó, yo sí sentí una fuerte atracción
por ella. Tal vez todo eso me parecía injusto porque para ella era natural que
fuéramos amigos después de habernos dicho toda nuestra vida y de haber
experimentado mil cosas juntos, como estar abrazados por horas,
emborracharnos, ir a la playa a fumar marihuana, discutir de literatura, ir al cine,
odiarnos por una época, volver a amistarnos y soñar en viajar a París. Todo eso
había llenado mi vida y para ella era lo más natural. Pero la olvidé, o mejor dicho
olvidé que me estaba enamorando de ella y sólo recordé que si la quería tener
cerca debía conservar su amistad. Además, apareció Mariana. Con su amor y
tolerancia, todo fue más fácil. Con ella, volví a sentir amor.
Sin embargo, ahora puedo sentir la piel de María Pía ajustándose a la mía y
esa reacción natural de estrecharnos las manos me dice que ella está sola, más
sola que nunca, aunque existiera Diego y existiera yo. Tal vez sea cierto lo que
dice mucha gente, que lo que uno amó algún día de verdad, no deja de amarlo
nunca, no lo sé. Vuelvo mi rostro hacia el de María Pía y pienso que el amor es la
peor injusticia del mundo.
El programa terminó con la espectacular ejecución de Beethoven. Yo no
solté la mano de María Pía, sino hasta que la gente comenzó a pararse para
aplaudir a la orquesta y, sobre todo, a la directora, que demostró ser una de las
mejores del mundo.
-¿Ves? –me interrogó María Pía, en medio de los aplausos-. Las mujeres no
tienen nada que envidiarles a los hombres.
-Sigues pensando en derrotarme –dije.
Ella me miró y sonrió, sin embargo, sus labios dibujaron un gesto triste, a
pesar de la intención.
La gente comenzó a salir. Cuando estuvimos en la calle eran cerca de las
once de la noche.
-Hace frío –dije-. ¿Qué habrá pasado con Diego?
-No me importa –replicó María Pía.
Sin pronunciar una sola palabra más, comenzamos a caminar con dirección
al jirón Cailloma. Yo sabía que no estábamos yendo a tomar ningún taxi que nos
llevase a nuestras casas. Ella se veía firme al caminar. Después de unos minutos
llegamos al cruce doblamos a la derecha y saltamos a la acera de enfrente.
-Una cuadra más y estaremos allí –dije.
María Pía no dijo nada. Sabía adónde nos dirigíamos. Entonces volví a
pensar en el pasado. Qué contradictoria podía ser la vida y qué diferentes las
situaciones en las que nos podíamos encontrar frente a la misma persona. Todo
lo que había ansiado en el pasado me era dado sin buscarlo, de la forma más
natural. Pero María Pía no era la misma y yo no era el mismo. Éramos, ahora, dos
sujetos que, a nuestra manera, habíamos sufrido una pérdida que no lográbamos
entender bien. Esto me pareció aún más injusto. En el fondo, la vida había hecho
lo que había querido con nosotros. Al menos así lo sentí yo. Por un momento
logré entender a María Pía, entonces mis pasos se hicieron tan firmes como los
de ella.
El hotel era pequeño. Eso se podía adivinar a la distancia. También era
sucio. Un panel indicaba la tarifa por el número de camas.
-Una habitación matrimonial –dije-.
-Novecientos intis, señor, pero no tiene baño propio.
María Pía me miró y negó con la cabeza.
-¿Esta seguro de que no tiene una con baño? –insistí.
-No, señor.
-¡Vámonos! –dijo María Pía-. Busquemos otro hotel.
Cuando nos acercamos a la puerta, observé cómo ella se ponía tensa. Se
detuvo.
-Es Diego –dijo-, nos ha seguido.
-¿Cómo?
Miré hacia fuera y vi que Diego nos observaba fijamente.
-No te preocupes- dije.
Salimos. María Pía se acercó hasta él y comenzó a gritarle. Diego la cogió
del brazo con violencia, me miró con el inevitable odio del que se siente
traicionado y se la llevo a un costado. Después de unos largos minutos vi cómo
se separaban. María Pía vino hasta mí.
-Vámonos -dijo-. Ya no quiero saber nada de él. Nunca lo quise.
Caminamos una cuadra, dos y nos detuvimos. Ya nada era igual. Nos
miramos. Diego había desaparecido.
-Es gracioso –dijo María Pía-. La vida siempre se burla de nosotros, ¿no?
Asentí con la cabeza.
-Es mejor que te vayas a tu casa y yo a la mía –dijo molesta, y me dio un
beso en la mejilla. Las lágrimas empezaron a caer de sus ojos.
-Es mejor –dije, y me veo diciéndoselo-. No quisiera que me veas llorar.
LA BELLA AMI ARAKAKI
Empecé a enamorarme de Ami la noche en que su marido la golpeó, frente a
mí, sin que en el acto mediara la más mínima consideración. Fue muy duro e
impresionante ser testigo de la agresión durante la cena; hora en la que, con
frecuencia, nos ocupamos de arreglar los errores cometidos durante el día.
Esa noche Fulvio la golpeó porque Ami no quería darle el dinero que le exigía
para irse con Antola, su amante, a bailar a una discoteca que habían abierto en La
Herradura. Esa noche, pues, sucedió lo inevitable: empecé a compadecerla y a
alimentar sentimentalmente una cercana solidaridad cuya consecuencia final, lo
sabía, sería el amor, un conflictivo proceso que nunca he podido eludir y que
siempre me acomete cuando descubro que una mujer ha hecho todo lo necesario
para arruinarse la vida.
Ami se ganaba la vida haciendo funciones de títeres en fiestas infantiles y la
conocí en casa de mi hermana Pilar el día en que celebramos el segundo
cumpleaños de mi sobrina. Ese día, la bella Ami estuvo magnífica haciendo reír a
niños y adultos con sus tiernas y educativas historias; mientras en una esquina,
Fulvio la observaba meciendo al hijo de ambos, el pequeño Renato.
Ami conoció a Fulvio en Bahía y se enamoró de él y de su natural disposición
a la alegría. Fulvio parecía ser un bahiano puro e ingenuo, entregado solamente a
evidenciar, con su existencia, el placer de estar vivo. Como era de esperarse, el
medido temperamento de Ami se sintió fascinado y fuertemente atraído por
aquella desbordada personalidad. Unos días después, quedó embarazada.
Al parecer, Fulvio también se había enamorado de Ami y estaba dispuesto a
dejar Bahía y a venir con ella al Perú, a pesar de la nostalgia que le producía
alejarse de su mundo y de su estilo de vida. Un mes después, se casaron en la
iglesia de un pequeño pueblo del interior y se vinieron a vivir a Miraflores, en la
avenida Benavides, a un departamento de tres habitaciones que Ami había
heredado de sus padres.
Ami era extraordinaria haciendo títeres. Era impresionante la habilidad que
tenía para darles animación. Luego de conocernos, la vi varias veces en el
pequeño anfiteatro del Parque Kennedy en donde realizaba sus actuaciones,
rodeada de niños y de entusiastas adultos, cuyos gritos y aplausos la abrumaban al
finalizar cada función. No sé por qué, pero en todas aquellas ocasiones, no me
atreví a hablar con ella. Un día, sin embargo, llevado por la idea de conversar,
tomar un café y fomentar la amistad, esperé a que terminara su función. Yo la
recordaba como la había conocido en casa de mi hermana: muy divertida y llena
de energía, enamorada de su marido y de su hijo de dos meses. Ese día, sin
embargo, su rostro sostenía una expresión algo desencantada y esquiva. Al final,
la ayudé a desmontar el escenario, a guardar sus títeres en una vieja maleta que
colocamos en un carrito, y caminamos en silencio hasta el café situado frente al
cine Colina.
Luego de sentarnos, Ami me preguntó por mi hermana y por mi sobrina en
tono muy entusiasta, como si mantuviera un grato recuerdo de aquel día de la
fiesta. Mientras le respondía, marionetas, globos y muchos niños volvieron a mis
recuerdos hasta que, llevado por la curiosidad, me interrumpí y le pregunté por su
familia. Recuerdo que el tono de su voz cambió de improviso y que el agobio que
había asomado a su rostro se hizo más evidente; al punto que pensé que había
cometido un error al hacer la pregunta. Me habló del niño con maternal arrebato,
deteniéndose en muchos detalles, pero también de la grave situación económica
por la que atravesaba su matrimonio, de la resistencia de Fulvio a la idea de
trabajar, de la negra depresión que le seguía los pasos. Ese día, casi al concluir
nuestra conversación, Ami me dijo que alquilaba una habitación en su casa y que
lo hacía porque necesitaba dinero. La oferta me resultó atractiva, el precio no era
muy alto y por esos días justamente buscaba un lugar en Miraflores en donde
pudiese pasar algunas noches sin tener que volver a la casa de mis padres en La
Molina. No pensaba vivir allí de continuo, pero me interesaba poder contar con
una especie de refugio temporal. Cuando nos despedimos, Ami estaba más
tranquila y me agradeció afectuosamente el apoyo.
En realidad, no tenía ninguna experiencia en vivir con amigos y, mucho
menos, con un matrimonio, pero decidí correr el riesgo. Una semana después,
Fulvio me ayudó a transportar algunos libros y algo de ropa. Yo no tenía
intenciones de quedarme permanentemente en la casa de Ami y así lo había
pensado, pero la fuerza de la costumbre y la comodidad me fueron ganando día
tras día. Después de un mes, me instalé de lleno en su departamento.
Cuando Ami comenzó a hablarme de su vida con ese tono medido y esas
pausas contemplativas tan característicos de ella, yo llevaba dos meses viviendo
en su casa y, hasta entonces, no había presenciado ninguna disputa conyugal. Una
tarde, sin embargo, Ami me habló de lo precipitado de su matrimonio y de su
infelicidad: de lo distinto que era Fulvio con respecto a cuando lo conoció y de la
lamentable situación en la que se encontraba su relación con él, de su necesidad
de divorciarse.
Yo, desde luego, no podía juzgar lo que pasaba y sólo me limitaba a
escucharla; pero era evidente que Fulvio vivía a expensas de Ami y que ella no
soportaba más seguir alimentando ese tipo de relación. Cuando descubrió que
Fulvio tenía una amante, intentó cambiar el curso de su vida.
El día en que ella decidió utilizar esa información para iniciar el expediente de
divorcio, yo estaba en casa y fui testigo de la primera gran disputa entre los dos.
Los gritos me despertaron en medio de la noche, mientras el niño lloraba y Ami
trataba de decir algo frente a las palabras amenazantes que Fulvio profería para
callarla. Esa noche me juré que me iría de esa casa con alguna excusa. Sin
embargo, al día siguiente, cuando estuve nuevamente a solas con Ami y escuché
las razones de su desesperación, le prometí que no la abandonaría. Durante unos
días la vi llorar desconsoladamente mientras atendía a su hijo o cocinaba.
Entonces sucedió lo inevitable: Ami me pedió ayuda para poder escapar de la
vida que estaba llevando, porque Fulvio ya la había amenazado con llevarse al
niño en el momento menos pensado, si insistía en la separación. En esas
circunstancias, Ami trabajaba mal y ganaba poco dinero, comía lo que la
preocupación le permitía y su reposada belleza se veía afectada por su inocultable
desasosiego.
No llegué a determinar en un primer momento las razones que llevaron a Ami
a cambiar su forma de tratar a Fulvio, porque por cuestiones de trabajo me vi
obligado a salir de Lima. Sólo sé que cuando regresé, una semana después, Ami y
Fulvio intercambiaban una relación afectuosa y cercana, extraña y nueva para mí
comparada con el trato que habían mantenido durante el tiempo que llevaba
viviendo con ellos. Nuestra amistad seguía intacta, como pude comprobarlo, pero
ella no quería hablar más de su relación con Fulvio. Fue, entonces, cuando
sospeché que una nueva amenaza le había caído encima.
No tardé en descubrirla por ella misma. Fulvio había amenazado con matarla
si descubría que había algo entre ella y yo. Esa noche, mientras cenábamos,
Fulvio le dijo con indignante prepotencia que se iba a bailar con Antola y que
necesitaba dinero. Ante la negativa de Ami, Fulvio la golpeó en la cara y se volvió
hacia mí con una mirada desafiante. Yo no reaccioné porque consideré que se
trataba de una provocación para descubrir si, en efecto, sus sospechas eran
ciertas y creo que hice lo correcto porque allí terminó todo. Fulvio se fue y se
encerró en su habitación. Ese día no necesité más para comprender que Ami
precisaba de mí, aunque ella ya hubiese pensado sobre ello muy detenidamente.
He llegado a creer que durante nuestra vida siempre nos estamos defendiendo
de los demás y que a esa actitud se reduce gran parte de nuestros esfuerzos.
Después de aquella agresión en medio de la cena, Ami se quedó llorando en la
mesa, pero esta vez era evidente que su llanto contenía una amargura
indescriptible. Me fue imposible abstraerme de esa rabia en cuyo centro se
concentraba toda su capacidad para odiar y la compartí asumiendo la que me
correspondía. Por ello, no me fue difícil adivinar que, en ese momento, Ami
tomó alguna determinación que comprometería mi ayuda en el futuro. Aún
puedo recordar su llanto y su mano estrechando la mía como si fuese el único
que la pudiese salvar.
Aunque ha pasado mucho tiempo de todo esto, podría decir ahora que ese día
terminé de enamorarme de Ami y que, a partir de ese momento, estuve dispuesto
a hacer cualquier cosa por ella. Ami volvió muchas veces a cultivar el trato
amistoso con Fulvio y a repudiarlo, a decirle que estaba harta de esa vida y que lo
único que deseaba era que él se fuera; pero las cosas no cambiaron en absoluto.
Barajé con Ami muchas opciones para que Fulvio desapareciese de su vida.
Pensamos en la posibilidad de ofrecerle dinero y pagarle su pasaje a Bahía, pero
no estábamos en condiciones de reunir la suma necesaria.
¿Cuándo descubrí que estaba decidido a sacar a Fulvio de la vida de Ami? No
lo sé bien, pero supongo que cuando se produjo la segunda gran pelea entre
ambos. Esa noche comenzó a golpearla en la habitación mientras yo veía el
noticiero. Escuché unos apagados quejidos y luego el impacto continuado de algo
que se estrellaba contra la pared. Imaginé la inmensa musculatura de Fulvio
contra la endeble contextura de Ami detrás de esa puerta y de pronto, de una
patada, la abrí. Él la tenía contra la pared cogida con una mano y con la otra
sostenía un objeto que no pude identificar bien; pero que, sin duda, pensaba
utilizar de alguna forma. Ante mis ojos, Fulvio empujó a Ami a un costado y
midió la distancia entre nosotros dos. Yo no tenía nada entre las manos; pero, en
una fracción de segundo, pude descolgar de la pared una especie de adorno sobre
el que nunca había reparado y cuyo aspecto correspondía a un tumi. En realidad,
todo sucedió muy rápido. Fulvio se adelantó hacía mí con lo que resultó ser un
perforador y, al hacerlo, tropezó con la cuna donde dormía el pequeño Renato.
Su caída fue lenta e inevitable a pesar del intento de modificar su trayecto. Lo
demás fue muy sencillo.
Cuando nos acercamos a observar el cuerpo, aún le chorreaba sangre por un
costado de la cabeza. El rostro de Ami seguía sosteniendo el estupor ganado en
medio de los acontecimientos, pero yo me sentía bastante desahogado y nada
sorprendido. Para calmarla, la besé. Durante la media hora en que decidimos qué
hacer, Ami no dejó de observar el cuerpo de Fulvio con horror. Lo rodeaba con
sumo y detenido cuidado, acercaba el rostro a alguna parte del cuerpo, se
refugiaba en una esquina para volverlo a mirar y luego cerraba los ojos
imaginando lo que en adelante sucedería.
Después de una hora, llamamos a la Policía. Habíamos llegado al acuerdo de
que la muerte de Fulvio se produjo en medio de un ataque frente al cual había
tenido que defenderme, y que como testigo ella declararía a mi favor; lo que, por
lo demás, no dejaba de ser verdad. Un caso clásico que se saldaba con la libertad.
Yo me sentía tranquilo y le dije a Ami que no tenía nada que temer.
Cuando llegó la Policía, nos detuvieron a ambos y nos condujeron a la
comisaría de Miraflores, cerca de la Vía Expresa. Allí nos sometieron a sendos
interrogatorios cuyo objetivo, en mi caso, era saber si mantenía algún tipo de
relación sentimental con Ami, lo cual desde luego negué. Yo sabía que el
procedimiento no sería sencillo, pero estaba seguro de que con la ayuda de Ami
todo saldría bien.
Esa noche Ami salió en libertad, pero yo permanecí en la comisaría.
Inicialmente, pensé que era normal que me mantuvieran por unos días más
hasta que la situación se aclarara, ya que después de todo yo había acabado con
Fulvio; pero cuando me informaron de que me internarían en Canto Grande por
asesinato premeditado, no pude creerlo. Exigí ver a Ami, pero me dijeron que
eso sólo dependía de ella. Mi familia acudió a mi llamado y, aunque contrataron a
los mejores penalistas del medio, no se pudo probar mi inocencia.
No me equivoco al pensar que, en nuestra vida, siempre nos defendemos de
los demás, incluso de las personas que amamos. La siguiente vez que vi a Ami, en
el juzgado, seis meses después, no fue para corroborar lo que aquella noche
acordamos decir, sino para defenderme de sus acusaciones.
Ami llevaba en los brazos al pequeño Renato y estaba acompañada por un
abogado. Cuando testificó, escuché, sin poder creerlo, una delirante historia en la
que yo, finalmente, había sido el causante de todas sus desgracias y de haber
terminado con la vida del padre de su hijo. Según ella, yo había cometido el error
de confundir la amistad que ella me ofrecía con el amor. Argumenté en contra
con miles de datos, pero nada pudo cambiar la decisión del juez. Todavía puedo
sentir aquel estremecimiento frío al escuchar la sentencia a veinte años de prisión.
Ahora, desde esta celda, sólo me cabe esperar que el tiempo pueda borrar
todo el amor que Ami me inspiró sin que pudiera hacer algo para escapar de su
poderoso influjo. Sólo así lograré olvidar la imagen tierna y delicada de sus
inofensivos y gráciles títeres moviéndose a su inescrutable voluntad.
CALLE CERRADA
Sobre una estrecha calle, que culmina en unas largas escaleras orientadas
hacia una amplia avenida abierta a las afueras de la ciudad, se levanta uno de los
muchos edificios de vecindad del barrio de Carabanchel, en Madrid. El barrio es
muy antiguo y, si algo lo caracteriza, es precisamente la proliferación de edificios
comunales construidos por el Instituto de la Vivienda, fundado en los tiempos de
la dictadura franquista.
Cualquiera podría equivocarse: el barrio tiene el mismo semblante de los
barrios obreros que he visto en otras ciudades. En él hay abundantes tiendas de
comestibles, alguna zapatería de atractivos escaparates, infinidad de bares
bastante sucios y muchos niños. Un barrio más, confundido entre los que se
extienden sobre el suroeste de Madrid, bien comunicado por la red del metro y
los autobuses, y en el que un estudiante extranjero podría vivir sin los problemas
que ahogan al centro de la ciudad.
La calle, dije, era estrecha, escoltada a pesar de ello por jóvenes castaños
cuya presencia disimulaba en mucho la pobreza del barrio, de la arquitectura, la
vejez del diseño, ciertas miserias producidas por la humedad y el tiempo. Una
calle, en suma, como cualquier calle de un gran suburbio y muy parecida, por
cierto, a aquella en la que vivía en Tel-Aviv mi amigo Josef, de quien hablaré en
esta historia.
Conocí a Josef Rossmann en la universidad y fue por él que conocí este
barrio. Él era judío y cursábamos un doctorado en Filología Románica. Yo, debo
decirlo, soy peruano y, aunque en nada influyen las nacionalidades al momento
de establecer una amistad, creo que pertenecer a países agobiados por conflictos
armados nos permitió descubrir que teníamos de qué hablar.
Pensé desde el comienzo de nuestra amistad que era explicable que Josef
viviera en un lugar así, pobre pero tranquilo, porque de alguna manera yo
también hubiese querido vivir allí, sin ningún elemento que me recordase el
sonido de bombas estallando o disparos en medio de la noche.
Josef perdió a su mujer en la guerra. Ella se desempeñaba en una unidad
de apoyo a los heridos en los territorios ocupados del Líbano y cuando se
desplazaba a brindar socorro a una patrulla que había sufrido un atentado, murió
de dos disparos cuya autoría hasta hoy no ha sido determinada. Él también había
sido soldado como obligatoriamente lo son todos los jóvenes en Israel y tenía
una conciencia patriótica muy arraigada; sin embargo, no era religioso, cuestión
que me sorprendió, sobre todo por la enorme influencia de la religión en su país.
Una madrugada, una llamada telefónica me despertó. Debo confesar que
dudé en responder, pero el timbrado, cuyo sonido se despuntaba en medio de la
noche como un agudo quejido, me obligó a descolgar el auricular. Mi voz
adormilada debió sorprender a Josef.
–¿Eres tú Gonzalo?
Me costó unos segundos reconocer su voz por el tono clandestino que se
filtraba con dificultad por el hilo del teléfono. Pensé que algo grave sucedía.
–¿Josef...? ¿Pasa algo? –pregunté.
El silencio se prolongó uno segundos hasta que la voz de Josef se atrevió a
asomar.
–Estoy oyendo disparos –dijo, agobiado–. Es extraño que en este lugar se
oigan disparos...
Lo que acababa de escuchar contrastaba con la seguridad que Josef
siempre había mostrado públicamente. Si entendía bien, estaba atemorizado, lo
bastante como para atreverse a llamar a una hora inoportuna, impulsado por la
necesidad de ahogar el miedo.
–No te alarmes –respondí–. Alguien que apunta a un ave nocturna con su
carabina... Nada de cuidado.
–No lo creo –dijo Josef–. Esos disparos impactaron contra las paredes
exteriores de mi departamento. Conozco los disparos de una carabina y el arma
era otra.
–Bueno –concluí–, sea lo que fuere, eso no te importa. Una bala perdida
no puede atemorizar a nadie. Ahora, vuelve a dormir. Mañana hablaremos con
más tranquilidad.
–Lo intentaré –dijo y colgó el teléfono.
Sorprendentemente, al día siguiente, el tema no se tocó en nuestra habitual
conversación en la cafetería de la universidad. Advertí, sí, cierta tensión en su
rostro, un esfuerzo por ganar naturalidad. Desde entonces, empezó a retraerse de
los compañeros de la facultad hasta que decidió abandonarla. Como era de
esperarse, su ausencia se dejó notar.
Las semanas que siguieron al suceso transcurrieron en medio de
comentarios y suposiciones sobre Josef. La mayoría se inclinaba a pensar que
padecía alguna enfermedad; otros, menos pesimistas, hablaban de una pasajera,
pero profunda, depresión. Hasta ese momento no sabía que era el único amigo
de Josef porque muchos se acercaron a preguntarme sobre su estado como si
sólo yo pudiese responder a esa pregunta. Intuían que yo sabía la verdad; pero,
sin excepción, guardé la más absoluta reserva.
Empecé a ver a Josef, a petición suya, una vez por semana en lugares
alejados de Madrid: la estación del tren en Pozuelo de Alarcón, un bar antiguo y
sucio en Galapagar, la puerta de una iglesia en Las Rosas, y en todas aquellas
oportunidades percibí el mismo sobresalto, la misma turbación que no se
manifestaba en él en palabras, sino en la permanente observación del entorno.
Pero la vida seguía y a pesar de mis esfuerzos por desentrañar las razones
de su comportamiento, no pude conseguirlo.
Otro elemento que llamó mi atención fue el lento, pero indetenible,
cambio en su aspecto físico. Afeitó su barba, bajó de peso cuanto pudo, empezó
a usar ropa excesivamente cara para sus ingresos y dejó de usar anteojos. A esas
alturas, mi desconcierto llegó a producirme malhumor. No entendía nada y, sin
embargo, Josef me conminaba a seguir reuniéndonos semanalmente.
No diré que Josef era víctima de un caso de persecución política porque
nunca lo supe, pero el misterio que rodeaba sus actos y escasas declaraciones, su
creciente y agudizada tendencia a no comentar nada que tuviese que ver con él
me indicaban que algo grave sucedía. ¿Lo perseguían? ¿Pesaba sobre él alguna
culpa?
La última semana que lo vi iba a nuestro encuentro, en un bar en Pinto, a
determinar las razones de su cambio. No podía suponer que esos disparos en la
noche hubiesen desencadenado toda esa serie de sucesos. Lo encontré a las
nueve de la noche cerciorándose, como siempre, de lo que sucedía a su alrededor
y, sin embargo, en medio de su nerviosismo, tratando de pasar inadvertido. Al
parecer, notó en mi rostro cierta determinación así que, antes que lo saludara,
espetó moviendo la cabeza de un lado a otro:
–¿Pasa algo?
Yo no respondí, sólo radicalicé la expresión de mi rostro y asumí un
semblante interrogativo y cínico, como si la pregunta en realidad la hubiese
formulado yo. Transcurrieron algunos segundos en los que nadie contribuyó al
diálogo. Tal vez Josef esperaba que yo respondiera, pero me había propuesto no
hablar ni seguir alimentando mi incertidumbre sin que él hiciera el intento de
despejarla. Mi actitud no cambiaría en absoluto.
–Alguien me persigue –dijo finalmente–. Lo sé.
Sus palabras fueron apodícticas. Sostuve la mirada y advertí en el rostro de
Josef una inocultable turbación, el miedo haciéndole daño. Luego golpeó un
puño cerrado contra la palma de su otra mano y exclamó:
–¡Estoy seguro de ello! Cada día se acercan más.
Sus gestos se tornaban cada vez más violentos y su mirada, a pesar del
miedo, se extraviaba y enrojecía, volvía unos instantes hacia mí y se perdía
nuevamente.
–¿Tienes pruebas?
–¿No te bastan los disparos? –replicó sin ocultar su indignación.
La respuesta me pareció bastante débil y redundante. Esta vez no pude
evitar cierta indiscreción que me había prometido no cometer. Hice la pregunta
directamente:
–¿Hay motivos para que alguien te persiga?
Se detuvo en seco. Tal vez albergaba la certidumbre de que jamás podría
hacerle una pregunta así porque suponía que yo lo creía una víctima; pero si Josef
lo pensaba, se equivocaba, porque contrariamente a lo que él creía, todas sus
actitudes me hablaban de cierto temor alentado por algún tipo de culpa que
nunca pude determinar. El hecho de que en pocas semanas hubiese aprendido el
oficio de la complicidad y el secreto, al parecer sin dificultad, dada su prudencia y
discreción, me hablaba precisamente de esos mecanismos que utilizaba para
ocultarse de algo.
Josef se volvió para recuperar su vaso de cerveza y creo que en ese
momento empezó a verme como a un enemigo más.
–No puedo creer que pienses así –dijo, sin darme la cara.
–No lo sé –dije–. Si tú no lo niegas, ¿qué puedo pensar?
–Entonces, lo dudas –inquirió.
Preferí guardar silencio. Creí que era lo mejor en ese momento. Era cierto,
no tenía derecho a juzgarlo, pero dependía de él que yo despejara completamente
mis dudas.
Sabía algunas cosas de la vida de Josef, pero estaba seguro de que ninguna
de ellas podía ayudarme a entender su conducta. Sólo su pertenencia e ingreso
muy joven al ejército y la absurda permanencia en él durante cinco años, cuando
ya había cumplido con el tiempo del servicio obligatorio, podían decirme algo.
A veces pensaba que proceder de una experiencia de vida vinculada al
ejército había influido en el recorte de su iniciativa o de criterio propio para
obrar, pero si aparentó carecer de ellos, cosa que en alguna oportunidad hizo, fue
para conseguir ser visto como alguien inofensivo, poco peligroso.
Esta última revelación fue precisamente la que, en medio de mis
reflexiones, alentó la probabilidad de que no toda la verdad estuviese dicha
respecto del pasado de Josef. Era cierto, dudaba y no podía ocultar esa evidente
muestra de desconfianza. Para determinar definitivamente la naturaleza de los
hechos, respondí:
–Sí, lo dudo y no puedes esperar más de mí y quizá de nadie.
Pensé que lo que acababa de decir precipitaría las cosas y así fue. En ese
momento Josef extrajo del bolsillo de su camisa un papel y luego negó con la
cabeza como si fuese inútil mostrarme alguna prueba. Sólo dijo, con lágrimas en
los ojos:
–Estoy muerto.
No supe qué responder, pero me llamó la atención que Josef se adelantara
a la realidad. Al parecer, había recibido una amenaza de muerte y estaba
sufriendo su efecto. Las palabras que había pronunciado no necesitaban de
ninguna retórica y él lo sabía.
Reconozco que lo compadecí, que me sentí solidario con sólo escuchar sus
palabras sin que me mostrara prueba alguna. El silencio que siguió y la gravedad
del momento me dijeron que debía disculparme, que debía reconocer un error
producido por mi incredulidad, pero no lo hice. Eso hubiese agravado el
dramatismo de la situación, acrecentando en Josef los sentimientos que, como
víctima, estaba desarrollando. Preferí reconocer objetivamente el peligro sin caer
en exageraciones, aunque sin duda se tratara de una situación exagerada. Le dije
que en el Perú las amenazas eran una cuestión de rutina para el ciudadano común
y que lejos de consumarse se habían convertido en un medio de extorsión, en un
arma de simple manipulación.
Josef sonrió y estoy seguro de que lo hizo para tranquilizarme. Supongo
que mi rostro delataba cierto temor y que adivinó que yo era tan sugestionable
como él. No se equivocaba. Ambos teníamos en común el hecho de provenir de
países en guerra, de diferente naturaleza, claro está, y de haber padecido en
diferente grado las consecuencias del horror. Ahora me explico la reacción de
Josef al saber que era peruano:
–¡Sendero Luminoso! –dijo, sin mediación alguna y enarcó sus cejas un
instante –.Son muy violentos, ¿no?
Recuerdo que no me sorprendió la inmediata asociación, pero sí la
expresión que se dibujó en su rostro; la misma expresión que ahora Josef sostenía
frente a mí. Para disuadir, en la medida de lo posible, el efecto de aquella
amenaza, inicié una conversación bastante cruel, pensando que una dosis mayor
de horror, a la que yo estaba acostumbrado como peruano, podría lograr algún
efecto.
–¿Cuántos hombres y mujeres mueren diariamente en Israel? –pregunté,
convencido de que la cantidad no sobrepasaba tres víctimas y, a la vez,
sorprendido de considerar que ese índice era bajo.
–Dos o tres –dijo– ¿Por qué?
–En el Perú mueren treinta personas por la guerra –dije y agregué
enfáticamente–: todos los días. El miedo debería tenerlo yo.
–Nadie ha intentado asesinarte en esta ciudad –dijo–. No tienes razones
para temer. ¿Has visto las escenas de la guerra del Golfo?
–A mí no me amenazarían –dije–. Simplemente acabarían conmigo sin
mediar diálogo, lo que por lo demás hace las cosas más fáciles.
–¿Quieres que olvide que mi vida corre peligro? –preguntó.
–No –dije–. Quiero que entiendas que las amenazas son sólo eso y que si
realmente quisieran matarte, ya estuvieras muerto.
–Estoy muriendo –dijo–. Ahora sólo sobrevivo.
–Es el miedo –dije– y el miedo es un signo de vida.
Nuestra última conversación terminó con estas palabras. No volví a ver a
Josef ni a saber de él simplemente porque ninguno de los dos se ocupó de
fomentar un nuevo encuentro.
Confieso que mi natural apatía y mi defensiva indiferencia ante el peligro,
adquirido en el Perú, apaciguaron en pocos días la preocupación que Josef me
había transmitido. Pensaba que nada podía ocurrirle, como pensaba que yo no
corría peligro en una ciudad como Madrid.
Algunas semanas después, Cristina, una amiga común de la universidad,
me llamó por teléfono y me dio la noticia: Josef estaba hospitalizado en el
Gregorio Marañón. Al parecer, al hacer una visita a un pariente descubrió que él
estaba allí. Como no podía ser de otra manera, acudí a verlo con la conciencia
algo culpable y bastante avergonzado. Temía que se negara a recibirme.
La habitación de Josef, situada en la cuarta planta, tenía un cartel en la
puerta que anunciaba las visitas suspendidas. Sin embargo, al pedir la autorización
del médico encargado, éste, algo confundido, me preguntó si yo era amigo de
Josef porque, al parecer, nadie había venido a visitarlo.
–Lo soy –dije–. Pero sus padres viven en Israel. Él no tiene parientes aquí.
–Como quiera que sea, necesitamos su ayuda –continuó el médico–. Hay
cosas muy extrañas que no logramos comprender. El paciente asegura haber sido
víctima de un atentado con bala, pero las heridas que muestra no son
precisamente de arma de fuego. Él llegó con una conmoción cerebral producida
por una caída, posterior a la pérdida de conocimiento. Un vecino suyo llamó a
emergencias porque escuchó un sonido extraño, una especie de caída
acompañada de un vidrio que se rompía simultáneamente. Ahora, el paciente se
encuentra casi recuperado y necesita ropa para volver a casa. El favor es ése,
saber si puede traerla y verificar si, en efecto, hay alguna muestra de esos disparos
por alguna parte. La policía no se ha interesado en este caso.
Aseguré que lo haría, pero antes pedí ver a Josef. Cuando ingresé en la
habitación, mi amigo estaba recostado y observaba con insistencia a través de la
ventana. Lo llamé por su nombre y fijé involuntariamente los ojos en la venda
que le cubría la cabeza. Sé que Josef reconoció mi voz y que precisamente por
eso no me contestó. No insistí, pero no salí de la habitación. Permanecí unos
minutos en silencio hasta que Josef volvió el rostro, muy lentamente.
–¿Puedes creerme ahora? –dijo. Su mirada estaba llena de rencor contra
mí. Comprendí que era inútil disculparme. Sin embargo, dije en mi descargo:
–Te pondrás bien. Ya todo ha terminado.
Josef no quiso decir una palabra más. Sólo me dijo que me fuera.
Consideré por ello que esta vez nuestra amistad había terminado y salí de la
habitación.
Al día siguiente, como lo había prometido, fui a casa de Josef en busca de
ropa con las llaves que me dio el médico. La calle cerrada con unas escaleras
partidas por una baranda que daban a una amplia avenida, los infinitos bares, la
pobreza disimulada por los castaños, todo me hacía recordar a una foto que Josef
me había mostrado diciéndome que el barrio donde vivía con sus padres en Tel
Aviv se parecía mucho al suyo en Madrid. Josef no terminaba de sorprenderme,
pero entonces no le otorgué a ese detalle ninguna importancia.
Su departamento, al que entraba por primera vez, estaba lleno de paisajes
de Israel y muchos libros en estantes que se disputaban el espacio con los demás
muebles. Tuve que prender la luz para poder observarlos porque todas las
persianas estaban cerradas. También había periódicos y recortes relacionados con
la Guerra del Golfo pegados en las paredes. Sentí que cometía una indiscreción,
pero sólo así pude comprender el miedo y la impotencia de Josef desde aquí
cuando se desarrollaba el conflicto armado.
Sólo deseé salir de allí. Entré en su habitación, busqué la ropa y salí.
Cerraba la puerta cuando escuché los pasos de alguien que supuse un vecino. Mi
curiosidad me impulsó a preguntarle, haciendo un breve resumen de lo sucedido,
si había escuchado aquellos disparos a los que Josef hacía referencia. El hombre
se detuvo, rio sonoramente y sólo dijo:
-¿Todavía sigue el soldado viviendo allí? ¿También le ha contado la
mentira de los disparos y las bombas?
Aquellas palabras lo explicaban todo y no respondí. Luego me dirigí al
hospital.
Al llegar a la cuarta planta, busqué al médico dispuesto a dejarle la ropa y
marcharme de inmediato si hacer mayores comentarios.
–Ha llegado tarde –dijo, compadeciéndome–. Su amigo saltó por la
ventana durante la madrugada. Dice la enfermera que le escuchó gritar, antes de
entrar a la habitación y verlo saltar, algo así como los disparos, las bombas...
¿Sabía usted algo al respecto?
Han pasado dos meses de todo ello. Hace uno días supe que en un
atentado terrorista en el centro de Miraflores, en Lima, murieron
aproximadamente cincuenta personas mientras dormían. Desde entonces no
puedo conciliar el sueño y escucho, como Josef, el sonido de disparos y bombas.
Temo que sea el principio de algo más grave...
AMANECER EN MADRID
Es cierto que empezamos a vivir todos los días y que, de alguna manera,
siempre tenemos la posibilidad de cambiar, de ser diferentes y también, cuando
estamos decididos, de escapar de aquello que nos lastima. Ése es uno de los
beneficios de la libertad que implica un esfuerzo de reflexión, valor y decisión, sin
el cual, sin duda, todo intento está condenado al fracaso.
Hay días en nuestra vida en los que una experiencia suele mostrarnos ese
lado poco visitado de nuestra interioridad, ese lado cuyo conocimiento permite
que cambiemos, y al que accedemos de diversas formas.
En mi caso, penetrar en ese mundo poblado de fantasmas y de temores
siempre ha supuesto un acto violento, tal vez porque mi país también lo sea.
Escribir esto antes de narrar esta historia no tiene ninguna utilidad estética,
pero sé que me ayudará a preparar el terreno para enfrentarme, nuevamente, a
una experiencia dolorosa y triste y que, sin embargo, no quisiera olvidar nunca.

Era sábado y estaba acodado en la barra de un salón de fiestas en el centro


de Madrid, muy cerca del barrio de Malasaña, pensando que yo era uno de los
ocho mil peruanos que habían emigrado a España en los últimos cinco años.
Pensaba sobre ello observando a las parejas de danzantes que agujereaban el aire
con las manos y con los brazos, impulsados por la música tropical que allí se
difundía.
El lugar era tumultuoso, poco iluminado y bastante pequeño. Era verdad
que se trataba de un restaurante acondicionado a su nueva finalidad, como todos
decían, pero no lo era menos que a pesar de las incomodidades propias del local,
a la gente le gustara ir a frotarse mientras bailaba, a ahogarse de calor y a tomar
mucha cerveza.
Recuerdo que la primera vez que estuve allí, recuperé, de alguna manera, el
espíritu de los lugares que frecuentaba en Lima: volver a escuchar los ritmos
musicales de mi país me restituyó algo que durante meses había perdido. Además,
las referencias al Perú en afiches y en tapices colgados en las paredes eran una
presencia constante.
Con el tiempo no he podido explicarme cómo fue el proceso que me llevó
a esperar los fines de semana con ansiedad para asistir al Ombú, pero he pensado
que allí me sentía como en el Perú y que, en el fondo, era eso lo que quería, sin
tener que regresar a mi tierra.
Esa noche, mientras tomaba cerveza, esperaba que alguien conocido
llegara, pues había hecho algunos amigos. Todavía el lugar no se había llenado,
así que podía distinguir con claridad, a pesar de la mala iluminación, a la gente
que entraba o que salía.
Poco a poco, de manera casi imperceptible, se fue llenando el local y
también fueron apareciendo algunos buenos amigos hasta que, como una
aparición, pude ver a Monserrat, una madrileña cuya devoción por la música la
había convertido en una experta bailarina. Monserrat vino esa noche acompañada
de una amiga: se llamaba Milena y era peruana.
Milena tenía los ojos más tristes y bellos que jamás había visto y se lo dije
así, directamente, arrastrado por la forma en que ella me miró, con esa mezcla de
compasión y alegría, con esa sostenida resignación que nadie que sufra puede
disimular. Como siempre sucede entre peruanos, nos disparamos las preguntas
obligatorias, aquellas que permiten calibrar a quien recién se conoce. Un rito
verdaderamente inevitable al que ninguno de los peruanos que he conocido en
Madrid ha escapado. Empezamos preguntándonos con curiosidad y simpatía,
pero también con desconfianza, dónde vivíamos en Lima. Al parecer cada quien
sabía lo que tenía que decir: sin dudarlo, ambos nos referimos a San Isidro con
antigua familiaridad. Luego, nuestra inquietud nos llevó a preguntarnos sobre
nuestra vida en Madrid. Yo llevaba dos años como residente y ella los iba a
cumplir un mes después. ¿Estudiábamos o trabajábamos? Yo hacía un doctorado
en literatura y ella, qué coincidencia, hacía uno en psicología. Pero también
trabajábamos, era imposible sobrevivir en Madrid sin trabajar. ¿Qué hacíamos?
Yo tenía un contrato indefinido en una consultoría a media jornada, me pagaban
bien y podía estudiar. Ella tenía un contrato de asesoría en psicología infantil en
una escuela cerca de su casa, un trabajo lindo porque le gustaban los niños y,
claro, también podía estudiar.
Era afortunado y poco común tener todo aquello a nuestro favor en una
ciudad tan difícil y cara como Madrid y, además, demasiado bueno para ser
verdad. Sí, era estupendo y demasiado afortunado que la vida nos tratase así para
ser cierto, demasiado bello para ser verdad.
Sonreímos y brindamos con cerveza sin poder ocultarnos a nosotros mismos,
en ningún momento, que en cinco minutos habíamos desecho y recompuesto la
realidad, embellecido lo que odiábamos, reconvertido nuestro mundo de
carencias y necesidades en un reino de comodidad y holgura.
Yo había dicho muchas cosas, pero sólo una era cierta: que hacía un
doctorado en literatura. Por lo demás, no era residente en España, nunca había
vivido en San Isidro, y no trabajaba, apenas cubría unas horas enseñando francés
a una niña.
Esa noche, mientras bailábamos, descubrí que Milena no podía ser de San
Isidro, ni de ningún barrio de ricos. Hablaba con ese estilo que amanera los
sonidos hacia el final de la frase, tan común en ese distrito, pero de algo carecía,
tal vez esa vacía arrogancia que se ve en las caras de los que ostentan en un país
de pobres; tal vez ese necio despotismo de los ignorantes, de los que no saben el
valor de las cosas. No lo sé.
Como quiera que fuese, eso me hizo sentir un insulso bienestar porque
descubrí, esta vez de manera contundente, que no era el único que mentía. Yo no
estaba muy entusiasmado con seguir ningún juego, pero ella empezó con el suyo.
¿Que había leído de Ciro Alegría? ¿Y aquí en Madrid, dónde estudiaba? Respondí
con evasivas. Le hablé de libros y autores inexistentes y cosas por el estilo,
mientras me observaba con atención y no me corregía.
Mentira tras mentira, y en medio de un juego cruel y peligroso, llegué a
preguntarle sobre el psicodrama, muy a propósito por cierto. Milena salió del
paso con prepotencia diciéndome que esas escuelas no servían para nada y que
sólo Freud (pronunciación castellana) había penetrado en el alma humana. Esa
respuesta fue concluyente y nos alejó de los temas intelectuales por un buen rato.
Cuando comenzamos a hablar de Lima y de ciertos lugares comunes ya
habíamos tomado seis vasos de cerveza y Monserrat había desaparecido. Yo le
propuse a Milena buscar otro bar y seguir conversando, argumenté que era
imposible continuar con el bullicio de la música, pero, en realidad, lo que quería
era saber hasta dónde podíamos llegar. Nos encaminamos hacia la Glorieta de
Bilbao, verdaderamente abrasados por el calor de agosto.
En el nuevo bar había poca gente y la música era más agradable. Pedimos
trago corto. Allí cambiamos de tema y empezamos a hablar del Perú tal como se
hablan los amantes en la intimidad, llevados por la costumbre de comunicarse, de
participar en el mundo del otro, pero con ese deseo de volcarse en quien se ama
porque lo necesitamos y nos importa. Hablábamos de la pobreza, de la violencia,
de la inflación mientras pedíamos más de beber y nuestra conversación devenía
en un violento alegato contra todos los gobiernos anteriores y manifestábamos
nuestra frustración, nuestro odio ciego contra quienes habían arraigado
profundas diferencias entre nosotros, y levantábamos la voz y alguien volteaba a
mirarnos.
Sin aceptarlo, advertimos que estábamos bebiendo para emborracharnos y
que la situación era anormal para una conversación que se presentaba, a todas
luces, como un primer contacto amistoso. Sin embargo, intuíamos que ésa era
una forma convenida de escapar del profundo malestar que nos producía haber
mentido y que así nos escondíamos del otro y de nosotros mismos.
Sé que ninguno de los dos se equivocó si pensó, después de esa primera
conversación, que el otro estaba mintiendo ya fuera porque le convenía no
creerle o porque estaba seguro de que, en efecto, el otro mentía; si, en ese primer
encuentro, cada quien respondió a sus propias fantasías o a sus deseos,
desconociendo por completo la realidad.
Continuamos hablando de muertos, de índices negativos, de atroces
porcentajes en los que repartimos a civiles, militares y senderistas y ya nada podía
detenernos. Nos sumergimos en ese charco de sangre del que proveníamos. Y
seguimos hablando de gente condenada a morir, de nuestro récord en el índice de
la mortalidad infantil, de la guerra que se había desatado en el Perú y de la
muerte, como si no fuese posible hablar de otra cosa, como si no pudiésemos
escapar de un círculo maldito y absorbente.
Entonces nos reconocimos.
Por un momento no pudimos mirarnos a la cara. Me sentía triste y
avergonzado y sé que ella también se sintió así. De pronto todo devino absurdo:
nuestro juego de mentiras, ese juego que ocultaba nuestra inferioridad, aquella
estúpida tendencia que nos impulsaba a hablar de manera despectiva de los
peruanos que conocíamos en Madrid y que nos había convertido en quien no
éramos.
Estaba borracho.
Ella había bebido igual que yo y me explicaba el furor de nuestra
conversación precisamente por ello. Pensé que debíamos detenernos y
serenarnos. Fue en ese momento en que Milena rompió un vaso y se dio cuenta
de que había perdido el control. Me pidió perdón y me rogó que nos fuéramos de
allí.
Salimos, luego de pagar, en medio de miradas reprobatorias, como quien
huye de una casa que empieza a incendiarse.
Miré mi reloj y comprobé que ya era hora de regresar a casa, según el
horario nocturno que la noche madrileña me había impuesto. Milena, a pesar de
todo, se mantenía en pie, pero había optado por no decir una palabra.
Nos refugiamos, con cierto reparo, en una plaza cercana que tenía la fama
de ser muy peligrosa porque allí se vendía droga y había muchas peleas.
Eran la cinco de la mañana y seguía haciendo calor.
Nos sentamos muy juntos y ya algo relajados. Yo empecé, para evitar caer
en lo mismo, a hacerle algunas preguntas ligeras: ¿había viajado por España?
¿conocía algunas ciudades del interior? Pregunté para que rompiera su silencio y
volviéramos a ese intercambio fluido de opiniones algo frívolo y no
comprometedor que caracteriza, algunas veces, la conversación de aquellos que
recién se conocen, pero ella no estaba dispuesta a seguir así. No me respondió a
la preguntas, pero fijó sus ojos en los míos y dijo, con una seriedad que no había
visto nunca en nadie, que era mejor que me dijera la verdad, que estaba harta de
mentir y que si pensábamos ser amigos yo también se la dijera. Supe, entonces,
que jamás olvidaría esa noche.
Fue ella la que empezó
Milena vivía en Zárate, no hacía ningún doctorado en psicología y estaba
de ilegal en España, esperando la oportunidad para regularizar su situación.
Además, trabajaba como doméstica en una casa de La Moraleja.
Yo no me sorprendí, hacerlo hubiera sido hipócrita, así que solamente asentí y
le dije que también había mentido.
Le conté toda la verdad.
Después, ambos empezamos a reír y a mirarnos sin ningún tipo de
vergüenza, liberados de esa carga de simulación y de farsa que usamos entre
peruanos.
Hablamos de los planes que teníamos y de la posibilidad de volver a Perú
en corto tiempo con algo de dinero, pensando en abrir un negocio y
mantenernos dignamente en un país en donde eso costaba muy caro. Pero
también hablamos de España y de la posibilidad de quedarnos a radicar para
siempre. Ambos queríamos reservarnos esa información, pero de acuerdo con
una norma de honestidad dijimos lo que pensábamos.
Ella había barajado esa posibilidad, pero su decisión dependía de llegar a
adquirir la residencia y tener la seguridad de que en el futuro no tendría
problemas legales. “Soy algo nerviosa”, me dijo. En suma, no descartaba
quedarse a vivir en España. Por mi parte tampoco negué, como normalmente
hacía frente a otros, la posibilidad de quedarme; es más, había llegado a la
conclusión de que con un lugar como el Ombú y una mujer como ella, podía
llegar a ser feliz.
Ambos nos echamos a reír.
En realidad, estábamos orgullosos y limpios y de alguna manera
agradecidos de que las cosas hubiesen sucedido de esa forma.
Antes de partir nos preguntamos, algo temerosos, si nos gustaba España.
Dijimos que sí, pero ella agregó que le gustaba porque salir del Perú y vivir en
Madrid le estaba ayudando a conocerse un poco mejor y aceptarse tal como era,
como en esa noche.
Fue hermoso escuchar eso de sus labios y la besé.
Regresamos a casa juntos.
ATENAS
El griego dio un salto de un metro de altura con los brazos abiertos, juntó los
pies en el aire y, al caer, dibujó con las manos una figura que semejaba los
contornos de un corazón. El tabladillo vibró, los demás danzantes construyeron
un espeso círculo a su alrededor y, mientras la música estremecía con su singular
cadencia a todo el público, otro bailarín tomó el centro con animada decisión y
siguió con el show emulando los movimientos de su compañero. Los turistas
alentaban con el aplauso el desarrollo del espectáculo y se sometían fascinados
ante tal despliegue de energía y belleza.
Las mesas frente al escenario eran largas como las de los banquetes y sobre
ellas se exhibían platos de comida a medio consumir y botellas de vino a punto
de acabarse. Todos comían y bebían entre sonoros aplausos y era posible
observar el esforzado esmero de los mozos en la prontitud con que cualquier
demanda era satisfecha. Daniel levantó la mano desde su poblada mesa y al
instante se acercó Dimitri, el dueño del local.
-Una ronda más de vino- ordenó Daniel, sonriendo con cortesía a sus
acompañantes.
Cuando escucharon la invitación, todos aplaudieron a la vez y se detuvieron
en el rostro de Daniel que sonreía a medias, manteniendo esa distancia
respetuosa que ya se había vuelto una característica en su comportamiento. Era el
último grupo de turistas que llegaba a Atenas, un número reducido pero
homogéneo de gente de mediana edad, soltera y bastante disponible y que, a
pesar de no poder ocultar ese halo de tristeza y de fatiga que rodea a la gente
solitaria, ostentaba un rostro satisfecho y agradecido después de aquella corta
semana en la ciudad.
Para todos los españoles del grupo, había sido la mejor semana de su vida y,
además, estaban de acuerdo en que eso había llegado a suceder gracias al
anfitrión. Sin embargo, algo en él no dejaba de sorprenderlos: la pulcritud con la
que revestía sus actos, la imbatible resistencia a ser alguien más que una persona
estrictamente cordial, esa sonrisa que se estropeaba cada vez que quería aflorar.
El vino fue prontamente servido.
-Gracias- dijeron todos, a la vez.
-No es nada-dijo Daniel-. Salud.
Daniel presidía la mesa como el padre que se siente a gusto complaciendo con
mesura los deseos de los hijos. Para ello, había aprendido a seguir
escrupulosamente los principios de la empresa: conocía la forma de atender
cortésmente a los turistas y de ser eficaz al momento de interceder por ellos si se
producía algún altercado. Pero, sobre todo, sabía emplear el tacto y tener mucha
consideración con los que lo rodeaban, sin excepción. A ello, debía sumar el afán
de ser profesional en los actos que le vinculaban al trabajo.
Daniel no era un guía turístico ni pretendía serlo; su labor, más bien, estaba
vinculada a la supervisión de los servicios que los españoles contrataban en
Madrid y que recibían en Atenas y las islas durante su permanencia. Y no era ese
un trabajo que hubiese ambicionado o que llenase su vida como él quería. Eso lo
sabía bien. En realidad, era un trabajo que hacía por obligación, porque le
permitía juntar dinero en verano y gozar, a su regreso a Madrid, de esa hermosa
soledad que alimentaba con la lectura de libros de filosofía analítica que tanto
disfrutaba durante el otoño y el invierno.
Esta era su segunda temporada en Atenas y podía decir, al final de ella, que
había aguardado con cierta ansiedad su regreso después de largos meses de
espera, aunque en el fondo hubiese preferido ocultárselo a sí mismo. Ahora intuía
que, detrás de esa ansiedad, se hallaba agazapado algo que no llegaba a entender
completamente, pero que durante todos esos meses de verano había atentado
con relativo éxito contra su rigurosa y mezquina manera de relacionarse con los
demás. Ese algo que también podía advertir en la expectativa de los turistas que
llegaban por primera vez a la ciudad, en la manera tan abierta con que
demandaban un poco de felicidad, en las amigables formas que usaban para
manifestar la necesidad de establecer vínculos entre ellos.
Ese día, su último en Atenas, estuvo libre por la mañana y se acercó a su mesa
de trabajo en la pequeña habitación de su hotel. Allí estaban los libros escogidos
para la tesis doctoral que se había prometido terminar ese año, allí, también, las
esforzadas fotocopias, los arduos resúmenes, las citas científicas ordenadas en
fichas con ese rigor militar que en este segundo arribo a Atenas había empezado
a desvanecerse como la neblina cuando se insinúa el amanecer.
En realidad, si recordaba bien, esa había sido una de las razones por las que
también aceptó ese trabajo: aprovechar los días libres que, de acuerdo con sus
obligaciones, eran tres durante la semana, para escribir su tesis. Aprovecharlos
renunciando a las playas, a las islas fuera del circuito turístico y a todos aquellos
lugares que algún día visitaría absolutamente solo, como usualmente lo hacía
cuando viajaba a través de la península ibérica.
Pensó, observando su mesa, que había algo de inútil en todo ese esfuerzo
intelectual y se sintió mal.
La primera vez que llegó a Atenas experimentó una extraña sensación de
libertad; pero, esa vez, esa sensación que lo convocaba a vivir nuevas
experiencias, no lo alejó de la meditación académica. Esa primera tempo- rada
fue difícil. Mas, en esa dificultad encontró una razón para hacer de su estadía un
reto del que estaba seguro saldría intacto.
Le habían explicado bien su trabajo: Debía recibir cada semana a un grupo de
turistas españoles, gente adinerada de acuerdo con el precio del tour, y ocuparse
de que los servicios contratados por ellos en Madrid, les fueran brindados
escrupulosamente en Atenas. Si había alguna queja o reclamo, él debía
solucionarlo a como diera lugar. Un trabajo que suponía ciertas molestias en el
caso de ocurrir algún problema; pero que, considerando el tipo de gente que
recibía, suponía también una comunicación respetuosa y muy culta.
Durante toda esa primera temporada, casi no tuvo trabajo y si lo tuvo casi no
lo sintió. Se mantuvo en lo suyo resguardándose de cualquier situación que lo
arrancara de ese centro en el que se había instalado y que le permitía convivir con
la soledad sin ningún problema. Ese centro que había logrado construir para sí
mismo. Al final, todos esos meses le parecieron unas estupendas vacaciones.
El trabajo fue una grata experiencia, pero fue inevitable conocer a mucha
gente en los hoteles, en los restaurantes, en los cruceros, en las tabernas de
espectáculos a los que debió ir, sin poder evitarlo, al final de cada semana, a
despedir al grupo de turno y a recibir los agradecimientos por las atenciones y los
servicios prestados en medio de esa fiesta griega que alentaba a la amistad.
-Salud- repitió Daniel, y todos levantaron su copa de vino buscando
infructuosamente, en sus ojos, esa aprobación que podía dar paso a algún tipo de
confianza.
Ahora los bailarines se acercaban a las mesas a buscar pareja. Era una
costumbre que el último día del viaje los extranjeros bailaran con los griegos y se
tomaran esas fotografías instantáneas que luego exhibían a la salida del local.
Daniel tenía muchas en Madrid. Era una muestra de lo que a veces tenía que
hacer, a pesar suyo, para complacer a alguien.
Ese día por la mañana supo, sin embargo, que no sería igual a los demás.
Después de todas esas semanas de trabajo, algo en su interior se resistía a ser
avasallado, algo que se había impregnado en él a partir del trato diario con esa
gente, una inquietud perturbadora que lo había acompañado desde que llegó a
Atenas por segunda vez y que esa última noche quería expresarse de alguna
forma.
Quiso quitarse de encima la ansiedad, pero no lo consiguió. Para sentirse
menos angustiado, se dijo que había que hacer las maletas y guardar todos los
libros y papeles respetando ese orden que tenía ante los ojos. Esa tarea, que
supuso un reencuentro con esa parte de su vida dedicada al estudio y la disciplina,
le deparó algo de nostalgia. Recordó, a través de esos libros y papeles, a ese
muchacho que alguna vez fue, esa triste inteligencia que con veinticinco años
había terminado por identificarse con la soledad en el gris horizonte de Lima.
La maleta albergó todo su equipaje y hasta le pareció que tenía menos espacio
que cuando partió de Madrid. Los papeles y los libros le pesaban más. Pensó que
debía dejar todo listo para evitar las precipitaciones de último minuto y así
procedió. A las once ya había terminado de arreglarlo todo. Fue entonces cuando
trató de imaginar lo que sucedería esa noche. La taberna de Dimitri se recortó, de
pronto, como una fotografía y en ella pudo observarse a sí mismo.
Una bailarina se acercó a su mesa y le guiñó el ojo animándolo a salir, pero él,
a pesar de la rutilante belleza de la joven griega, no aceptó, avergonzado. Era
conocida su resistencia a bailar. Sólo sonrió y comenzó a aplaudir mientras la
mujer tomaba del brazo a uno de los españoles que integraban su mesa. Cuando
la pareja se ubicó en el escenario, el conjunto musical empezó a tocar un
españolísimo pasodoble, un gesto que Daniel interpretó como un homenaje a
quienes lo acompañaban y a él mismo.
Este último grupo de turistas había sido el mejor. Daniel estaba casi
convencido de que toda esa gente le había transmitido esa expectativa que todos
sentimos cuando nos enfrentamos a una situación nueva. ¿Había algo que
compartía con ellos? En realidad, era gente solitaria, ese tipo de turista que busca
agruparse y fomentar la amistad a través de un viaje. Gente que se daba una
oportunidad y que confiaba en el azar, en la casualidad, en la posibilidad de
mejorar su vida gracias al encuentro con alguien.
El día que los recibió en el aeropuerto aún no habían establecido alianzas,
pero ya era evidente, en todos ellos, la necesidad de comunicación. Daniel los
acogió y los repartió en los mejores hoteles de la ciudad. Eran personas con
muchos recursos y que para la ocasión habían hecho su mejor esfuerzo. Gente
dispuesta a divertirse y a gastar, a llevarse un buen recuerdo porque, a sus propios
ojos, se lo merecían. ¿Había algo que explicar? ¿Debían justificar sus actos ante
alguien? Daniel pensó que debía, esta vez, observar a ese grupo, acercarse a esas
dignidades que reclamaban, sin poder ocultarlo, alguna forma de compensación,
su porción de felicidad. En fin, olvidar a través de ellos ese sutil egoísmo en el
que se había venido refugiando. Daniel sabía de la soledad y había luchado desde
hace mucho tiempo por conservarla, pero este grupo de gente le había
demostrado en esa corta semana, a través de su comportamiento, que bien valía
la pena acercarse a los otros.
Era verdad, se había instalado en el centro de su propia soledad y se había
sentido bien manteniendo una distancia cordial frente a los demás; pero olvidaba,
o trataba de olvidar, que su aislamiento se debía a la imposibilidad de confiar en
alguien. Y, no obstante, eso le había dado fuerza, una clase de seguridad que él
valoraba sobre todas las cosas. Proceder de otra manera le habría sido difícil. No
desarrollar esa estrategia, ese mecanismo que lo protegía de la traición, en estos
tiempos, era suicida.
-¡Daniel!-gritó, desde una esquina de la mesa, una española a quien llamaban
Almudena incrustándole una mirada divertida y cómplice a la vez-.¡Salud!
-¡Salud!-dijo Daniel.
En ese momento, todos los de su mesa salieron a bailar con entusiasmo
desbordante. Dimitri se acercó a Daniel y le dijo, en perfecto español, que todo
estaba saliendo como siempre, y que lo más importante era hacer bien el trabajo.
Sin embargo, esta vez a Daniel no le satisfizo saberlo y le devolvió una lánguida
sonrisa por compromiso.
Toda la ansiedad acumulada en los días de esta segunda temporada se
agolparon en él. La música llenaba todo el recinto, los demás turistas ya se habían
levantado de sus asientos y a esas alturas de la noche nadie tenía vergüenza de lo
que hacía. Para Daniel esa era la primera vez que sentía ese tipo de emoción que
se hace más viva en medio de la amistad y la simpatía mutua, pero algo en él se
resistía a seguir alimentándola. Llegar a necesitar a alguien era algo que no podía
imaginar. Sin embargo, Atenas, con su poderosa sensualidad lo convocaba a
renunciar a esa soledad, a salir de alguna manera del encierro que se había
autoimpuesto. Ahora, en medio de esa noche, podía explicar esa necesidad de
regresar nuevamente en el verano para desarrollar esa intuición. En medio de la
algazara y el baile, todo lo que lo rodeaba iba asumiendo su verdadero rostro.
Daniel empezaba a sentirse algo extraño, pero estaba tan entusiasmado con lo
que veía a su alrededor y con la música que prefirió seguir bebiendo. Pensó por
un instante en esa inteligencia que había hecho a los griegos los maestros de la
razón, pero alejó de su pensamiento todo ese respeto que le inspiraban. Ahora
quería sentirse cerca de sí mismo, como siempre, pero también cerca de los
demás. ¿Era acaso imposible?
El show terminó y los turistas volvieron a sus mesas. La mayoría empezó a
prepararse para partir. Daniel reía complacido frente al español de cincuenta años
que se secaba el sudor con un pañuelo y que, a la vez, se frotaba divertidamente
la cintura como lo hacen las personas achacosas. Pensó que bien hubiera valido la
pena bailar en esa celebración porque él también estaba comprometido, pero ya
era demasiado tarde. Lo cierto es que sólo había atinado a sonreír y a brindar
muy formalmente de rato en rato y a decir que sólo estaba allí para servir, para
atender, para ocuparse de los demás. En un instante, sin embargo, pensó: «Estoy
realmente solo». En ese momento, todos se volvieron, levantaron su copa de
vino para un nuevo brindis y fijaron sus ojos en los de Daniel. Uno de los
reunidos allí se levantó de su silla y dijo que esas habían sido para todos las
mejores vacaciones de sus vidas, a pesar de la brevedad, y que bien valía la pena
conservar la amistad que se había forjado entre ellos en Atenas.
-Sin embargo- agregó, en un tono que invitaba a la confesión-, no sabemos
nada de ti, Daniel.
Daniel sonrió, inevitablemente, mostrando humildad frente al interés que esas
palabras encerraban y se excusó, levantó una mano que luego desarrolló una
disculpa. Ahora, todos lo observaban y era imposible no sentir vergüenza. Hasta
entonces se había mostrado afable y respetuoso evitando abrirse a la confidencia,
pero ahora, al parecer, todo estaba en su contra para seguir manteniendo esa
actitud.
-No soy importante-dijo-. No hay nada en mí que valga la pena. Eso es todo.
-Nada de eso-dijo un español.
-Nosotros pensamos que no. Y ya sabemos que eres exactamente como
nosotros, un solitario empedernido.
-Ustedes son gente estupenda- dijo Daniel, haciendo un gran esfuerzo por
comunicarse.-En esta semana me he acostumbrado a su compañía y lo cierto es
que hubiese preferido que las cosas no sucedieran así. Me siento mal.
-No tienes por qué avergonzarte de necesitar a alguien, de amar a alguien-
replicó Almudena. Su mirada era firme, insolente y se sostenía con la fuerza de
los que saben algo con certeza.
Daniel quiso decir algo, explicarse, pero pensó que era del todo inútil.
Almudena se acercó, se detuvo frente a él y repitió:
-No hay nada de qué avergonzarse.
Él le sonrió nerviosamente ganando a cada segundo una mirada extraña,
como si empezara a desorientarse. En ese momento algo lo detuvo, una pared
que se levantó frente a él, la monstruosa sensación de que hacía algo contra su
voluntad.
-Esto no está bien-dijo balbuciente y empezó a retroceder como si todo se
tratase de una monstruosa equivocación.-No está bien y lo siento. En verdad, lo
siento. Es mejor que nos vayamos.
Alguien quiso detenerlo, pero Daniel se lo impidió con un ademán violento.
Todos salieron de allí rápidamente, sin entender bien lo que había pasado.
Daniel adelantó el paso como pudo y se alejó. Los que lo siguieron detrás
vieron cómo su silueta avergonzada se iba desdibujando en la noche. Los que
enrumbaron hacia otras direcciones no quisieron volver el rostro. Solo
Almudena, que lo siguió con la mirada hasta donde pudo, se atrevió a decir, con
más lástima que desprecio:
-No podrá amar a nadie nunca. Es un cobarde.
WASHINGTON
-Todavía hace algo de frío, pero te acostumbrarás- dijo mi sobrino-. Pronto
llegará la primavera. Además, la gente es amigable.
-¡Bien!- respondí-, entonces Washington me gustará.
-Sólo tienes que cuidar a mi perro y mantener limpio el estudio. Nada más.
-Si tienes un perro mucho mejor- dije, entusiasmado-. No te lo puedo explicar
ahora, pero me haces un favor inmenso.
-Entonces, trato hecho.
-Trato hecho.
Así terminó la primera conversación telefónica sobre nuestros viajes: Yo
pasaría dos meses en su departamento, en la zona noroeste de Washington D. C.
y él viajaría a Lima, a ocupar el que yo tenía en San Isidro, durante el mismo
tiempo.
En realidad, los hechos nos permitían hacer el intercambio. Las tareas de mi
sobrino en Lima coincidían con el contrato que había firmado con un organismo
internacional para dirigir una evaluación de los hábitos alimenticios de los
estudiantes en colegios del Estado. Mis tareas, en cambio, eran menos útiles. Mis
intereses, dentro del marco de la Etología, se orientaban hacia algunos aspectos
ya conocidos de la evolución de los animales domésticos bajo el influjo del
contacto humano. ¿Tareas? Sistematizar toda la información sobre el tema y
comprobar, a través de la observación, los hallazgos sobre la llamada selección
artificial. En suma, observar en animales domésticos las formas de inteligencia
adquiridas en ese contacto.
El acuerdo nos favorecía a los dos en todos los sentidos. Ambos éramos
solteros, ambos queríamos cambiar nuestros escenarios cotidianos y nada nos
ataba a nuestros lugares de residencia.
Mientras hacíamos los arreglos por teléfono y fijábamos la misma fecha de
vuelo y otros detalles para asegurar el éxito de nuestros planes, mi sobrino fue
muy insistente en que le prometiera que cuidaría a su perro. Yo lo había
escuchado hablar él y estaba animado con la idea. Después de todo, el contacto
con el animal me serviría para mi investigación. Recuerdo que, al final de esa
larga conversación, en la que me habló de Din, como de la esposa que no tenía,
me dijo que al llegar a la ciudad lo primero que debía hacer era recogerlo de la
casa de Bob, uno de sus mejores amigos.
- El te ayudará-concluyó-. Es buena gente.
Llegué a Washington a fines de marzo. Un aire algo frío se respiraba en el
ambiente. Todo parecía estar al servicio del cambio de estación. Recogí las llaves
del vecino. Esa noche decidí no salir. Estaba cansado como para no salir de casa
y así lo hice. Me dije a mí mismo que no valía la pena dejarme arrastrar por la
ansiedad y empecé a ambientarme en ese pequeño departamento que tenía lo
necesario para sentirme confortable. Din, el perro, podía esperar hasta el día
siguiente.

Desperté a las ocho de la mañana. A través de la ventana pude advertir la


prisa que impulsaba a la gente hacia sus trabajos; también a muchas personas
detrás de sus perros, siguiéndolos con el tipo de cuidado y paciencia que
demuestran quienes consideran que esa tarea es importante e imprescindible, no
solo para los animales sino para sí mismos.
La vida de mi sobrino y la responsabilidad que pronto asumiría con Din, me
llevaron a imaginar a esas personas muy civilizadas, entregadas a esa tarea que
consistía en conducir a sus perros por las calles, estar atentos a cualquier
necesidad o ser tolerantes con las demoras propias que los canes se tomaban
antes de orinar o defecar.
Esa mañana, mientras desayunaba, me pregunté cuál sería la reacción de Din
al verme, y al descubrir, con el paso de los días, que yo me encargaría de él
durante esos dos meses.
Dediqué toda la mañana y parte de la tarde a organizar mis papeles y a
ubicarme en la ciudad con la ayuda de un mapa. Era la primera vez que visitaba
Washington. Al finalizar la tarde, fui a recoger a Din. Esa tarde me desplacé dos
calles en dirección a la Casa Blanca y llegué a la dirección. Dupont Circle era un
barrio muy agradable y estaba lleno de embajadas. Bob me contestó con bastante
entusiasmo por el intercomunicador y me dijo que bajaría para entregarme a Din.
Cuando se abrió la puerta del edificio, Bob tenía a su perro y a Din (lo
conocía por una foto) con sus respectivas correas. El muchacho sonrió
amigablemente, me entregó a Din y me estrechó la mano. Luego, de una manera
natural, empezamos a caminar sin que ninguno de los perros mostrara alguna
incomodidad. Supongo que el ser poco comunicativo y hasta huraño determinó
que no supiera qué decir, así que Bob empezó , muy lentamente, a hacerme
preguntas y a hablarme de mi sobrino como de un gran amigo. Yo fui cordial,
amigable y contesté lo que me preguntó. Así llegamos, en medio de una
conversación muy prudente, a un parque de forma oval en el que había gente de
todo tipo con sus respectivos perros. El parque tenía una reja negra de media
altura que cercaba todo el perímetro y estaba bien cuidado a pesar de que
terminaba el invierno y apenas si se podía ver a algún árbol con hojas. Además,
tenía lugares especiales para las necesidades de los canes.
Sólo cuando estuvimos en medio del parque y de mucha gente, Bob soltó a
su perro y me indicó que hiciera lo mismo con Din. Ambos empezaron a correr y
a jugar como dos niños que se tienen absoluta confianza. Era hermoso
observarlos. Todos allí seguían a sus perros con la mirada y celebraban la forma
en que se desplazaban o realizaban algunos movimientos rápidos. Por lo que
pude notar, Din era muy popular (trataban de tocarlo cada vez que se acercaba a
alguien) y sumamente necesario para Beny, de quien no se alejaba un segundo.
Bob me dijo, mientras cogía una pelota de béisbol y la lanzaba hacia una
esquina del parque, que sacar a pasear a los perros era la mejor manera de
relajarse después de un día de trabajo, pero, sobre todo, uno de los más nobles
actos humanos. Además, el paseo le permitía saber cómo estaban aquellos
amigos que, como él, vivían solos. Según Bob, los perros los habían unido y eran
como una familia. En el parque, me dijo, todos conocían sus vidas y se cuidaban;
todos buscaban el bien de los demás, todos nos apreciábamos. En ese momento
se acercó un hombre de unos sesenta años con su modoso west-heigh-lander,
saludó a Bob y me lanzó una sonrisa amigable. Bob me presentó como tío de
Fernando y empezaron a conversar. Hablaban de sus perros mientras yo seguía
con la mirada las rápidas carreras de Din y de Beny. Recuerdo que ese día quedé
convencido de la idea de que los perros cumplían una labor importante en la vida
de los seres humanos.
Cuando Din vino hasta nosotros, estaba exhausto. Su hocico exhalaba una
reiterada y breve columna de vapor y daba unos agitados saltitos. Notamos que
quería ser cargado porque empezó a rasgar los pantalones de Bob y a emitir unos
sentidos gruñidos. El hombre que había llegado a saludar a Bob se puso en
cuclillas y empezó a acariciar a Din con especial énfasis y lo cargó mientras Bob
le explicaba que durante los dos siguientes meses yo sería el nuevo dueño. Fue
entonces que Bob me dijo que el perro era muy valioso y que todos los que lo
conocían lo apreciaban mucho. Tanto para él como para Beny, era un gran
compañero y tenía que saberlo. Yo sentí un gran compromiso con ellos y atendí
al mensaje que Bob acababa de darme como si se tratase de una verdad
irrefutable y también sonreí, aceptando ese hecho. Lo único que atiné a decir fue
que mientras estuviese a mi cargo, cuidaría a Din como a mi propia vida.
Fue un poco difícil para Din adecuarse a mí los primeros días, pero era un
perro inteligente y sabía lo que le convenía; era sin duda muy disciplinado y
autosuficiente. Al verlo por primera vez, en medio de ese pequeño departamento,
me pregunté sobre su destino biológico y lo que en el futuro sucedería con los
recursos que su especie había empleado para sobrevivir en tanto tiempo de
evolución. ¿Qué sucedería con su instinto de caza, con su impresionante fuerza
muscular, con las garras que naturalmente utilizaba para desenterrar? ¿Y qué de
su poderoso olfato que le permitía saber del mundo más que cualquiera de sus
otros sentidos?
Al llegar a casa fue corriendo hacia una pequeña casita de cartón piedra que
mi sobrino le había asignado como vivienda y se quedó muy quieto y atento,
esperando a que yo le dijera algo. Era impresionante observar a un animal en esa
circunstancia. Pensé que debía esperar a que él realizara sus movimientos
cotidianos para de esa forma conocerlo y no hice nada especial para llamar su
atención.
Como Bob me dijo que Din había comido, esperé hasta el día siguiente.

*
Durante los siguientes días hice dos cosas: establecí los contactos necesarios
para conseguir una cita con el coordinador de los programas de investigación que
se realizaban en el Smithsonian Institution y visité la National Gallery para observar
cuadros que contenían escenas de caza en las que los perros eran los
protagonistas.
Una tarde después de la primera semana, cuando llegué al parque, la gente
estaba bastante animada a pesar de que hacía algo de frío. Noté una
desproporcionada reacción en Bob cuando me vio asomar. Estaba demasiado
alegre para algo tan usual y cotidiano. Supuse de inmediato que había pensado
que yo me cansaría de sacar al perro, pero ahí estábamos frente a él, para acabar
con sus dudas. Debo reconocer que Din se hacía querer. Esa vez, luego de
liberarlo de su correa, Bob me ofreció un cigarrillo que rehusé y empezó a
hacerme preguntas sobre el Perú. Su interés, al parecer, se debía a sus
conversaciones con Fernando. Ese día, se acercó nuevamente el hombre de
sesenta años y una mujer de más o menos cincuenta, dueña de un pastor alemán
cuya íntima conversación me fue convenciendo de que podía ser cierto lo que
Bob me había dicho, que todos allí eran una verdadera familia de amigos.

Al final del primer mes ya conocía a muchas personas con las que compartía
esa hora y media que duraba el paseo de Din. Durante ese mes, había compartido
información con jóvenes investigadores en el Smithsonian Institution sobre mi
proyecto de investigación y recorrido casi todos los museos del National Mall. En
realidad, me sentía muy a gusto en esa ciudad que me permitía estudiar e
investigar y en la que, a los cuarenta, no era tan malo estar solo.
Al final del primer mes, Din y yo habíamos llegado a ser buenos compañeros.
Lo conocía como se puede conocer a una persona y cuidaba mucho de no hacer
cosas que podían perturbarlo. Era muy tranquilo y mis largas ausencias parecían
no enfurecerlo o precipitarlo en la tristeza. Cuando llegaba, a las dos o tres de la
tarde, se acercaba a mi y con un suave movimiento de cola me decía que todo
estaba bien. Luego, cuando era la hora del paseo, se acercaba a la puerta de calle
una o dos veces y nada más.
La verdad, no faltaron momentos en los que olvidé darle de comer o me
resultó pesado jugar con él. Lo que no olvidaba nunca era sacarlo al parque a las
seis de la tarde para que corriese y todo lo demás. Y no lo olvidaba porque yo
también había empezado a acostumbrarme a la compañía de aquella gente
enamorada de su perro.
La llegada de Din al parque, cada tarde, era celebrada de diversas maneras por
sus congéneres, pero también por los amigos que lo apreciaban. Yo terminé
convencido de que había sido una mala idea no tener a un perro y me prometí
que al regresar a Lima esa situación cambiaría. Buscaría a un can capaz de
mantener la conducta y disciplina que Din me había demostrado en todo ese mes
y, por cierto, buscaría a esa gente que salía a correr con sus perros. Al fin lo
comprendía: no me había dado una oportunidad a mí mismo para apaciguar esa
soledad que a veces se convertía en mi peor enemiga.

A mediados de abril la primavera no se mostraba aún en las esquinas de la


ciudad. Solo un tipo de árbol empezaba a florear antes de haber desarrollado sus
hojas. Era hermoso, de flores blancas, de delgada contextura, de troncos negros
quemados por el frío.
Los restaurantes empezaron, sin embargo, a desplegar sus terrazas y todo
parecía más fácil. La gente tenía una mayor disposición a hablar con los demás,
tenía otro humor y se apresuraba a vestir con ropa más ligera.
El parque en el que Din mostraba su popularidad, empezaba, también, a
sufrir un cambio sorprendente. Los que antes parecían arbustos secos, volvían a
exhibir, temerosamente, su verdor a través de esos pequeños brotes que
revelaban vida por dentro. Se veía más gente, más ancianos y más niños que
seguían a Din por todos lados como una legión sigue a su líder.
Una tarde, antes del ir al parque, decidí llamar a Bob para dar un paseo por la
avenida que conducía directamente a la Casa Blanca, pero no estaba en casa.
Solo pude escuchar su voz por el contestador diciendo que estaría dos semanas
en Baltimore y que, a su regreso, nos vería a todos. Esa tarde, pues, salí al parque
con el perro. Din se integró con suma rapidez. Yo pensé que, sin la intervención
de Bob, sería difícil entablar alguna conversación con la gente que me había
presentado, pero me equivocaba. Al dar unos cuantos pasos se me acercó el
sesentón que se presentó como David y detrás de él, la mujer de cincuenta cuyo
nombre me recordaba a alguien que había amado en Lima: Roxane. Fueron muy
amables conmigo y me contaron en detalle el viaje de Bob a Baltimore en donde
vivían sus padres adoptivos. Ambos estaban muy informados y sabían tantos
detalles sobre él que empecé sentir cierta vergüenza al enterarme de aspectos de
su vida que hubiera preferido no saber nunca, pero supuse, por la forma como
me contaban las cosas, que lo que les importaba era ser escuchados. A lo largo de
los días, David me contó que vivía solo, que trabajaba para el Estado
norteamericano, que se había separado de su esposa después de treinta años de
matrimonio y que su único hijo se había ido a California; una historia larga y
dolorosa . Roxane, que también vivía sola, era divorciada y no se sentía bien así.
Durante las dos semanas de ausencia de Bob, ellos siguieron profundizando
en sus vidas de manera natural, tratando de comprenderse mientras los
escuchaba. Desde entonces, cada vez que los encontraba en el parque, siempre
terminaban hablando de sí mismos, de lo que les había sucedido de niños, de sus
esperanzas. También me hablaban de los momentos más desagradables de sus
vidas con una emoción que podía conmover al más fiero. Yo les contaba del Perú
y de lo que hacía en Lima y solamente sonreían.
Yo trataba de entender las razones por las cuales ambos se descubrían de esa
forma ante mí, pero siempre pensé que lo hacían porque yo era alguien que sabía
escuchar a los demás y porque simplemente tenía un perro. ¿Podía dudarse de
alguien que cuidaba a un perro?
Al final de aquellas dos semanas, había escuchado los eventos más
desgraciados en la vida de aquellos dos seres humanos cuyos destinos se
desarrollaban en medio de la devoción por los canes y un trabajo burocrático en
las oficinas del gobierno norteamericano. Debo reconocer que me pareció
inevitable que los perros pasaran a un segundo plano en esta nueva etapa de
nuestra amistad, pero no podía dejar de reconocer que gracias a ellos se había
producido nuestro encuentro.
Me quedaban dos semanas de permanencia en Washington y luego debía
regresar a Lima. No se lo conté porque pensé que no era importante que lo
supieran. Después de todo, al irme, todo para ellos y para mi volvería a la rutina
de siempre y yo pasaría a ser sólo un leve recuerdo.
Cuando Bob llegó de Baltimore notó de inmediato que la amistad entre
Roxane, David y yo se había fortalecido y que los perros se habían convertido en
el gran pretexto para reunirnos. Ese cambio influyó en que él también se abriera
a la intimidad y que nuestra amistad se hiciera más fuerte. A mi me pareció
normal que eso fuera así; después de todo, lo más importante eran las personas y
no los perros, lo que contaba era nuestra vida, nuestra soledad, en fin..., todo
aquello que nos volcaba sobre nosotros mismos y nos permitía acercarnos y
ayudarnos de la manera que fuese.
A los cuarenta años, como dije, había vuelto a encontrar la amistad en tres
solitarios como yo y ya empezaba a sentir, por adelantado, que podía confiar en
alguien, pero también el dolor que me produciría alejarme de ellos.

Mi investigación en el Smithsonian había concluido, tenía todo el material


ordenado y había hecho algunas anotaciones sobre el comportamiento de Din en
el calor de nuestra intimidad.
Una de las últimas noches de mi permanencia en Washington, al llegar a casa
con Din, decidí prepararle algo especial para comer. Era lo menos que podía
hacer. Esa maravillosa máquina de producir felicidad comía con humana
lentitud y extremo cuidado a tal punto que me convencí, una vez más, sobre lo
civilizado que podía ser un can cuyo origen en el tiempo era, sin duda, salvaje.
Era un caso patente de evolución animal por contacto humano que probaba
que el hombre era determinante para otras especies en su proceso de cambio.
Eso, en algún sentido, me devolvió el optimismo, las ganas de vivir, la confianza
en mí mismo y en los demás. Sin duda, era uno de los mejores momentos de mi
vida.
Esa noche llegué al sueño con suma facilidad. Me sentía agradecido,
beneficiado por ese perro y dispuesto a reconocer las virtudes de los que me
rodeaban antes que sus defectos. Dispuesto a dejar de ser implacable conmigo
mismo, a perdonarme por haber sido tan escéptico y tan egoísta; a aceptar que
me había equivocado en lo más importante con respecto a los demás.

Al día siguiente, la primavera entró enfáticamente por las ventanas de


Washington; sin embargo me sentía cada vez más triste ante la idea de volver a
Lima. Sin duda me había acostumbrando al pequeño parque y a los perros, y la
idea de abandonar a mis nuevos amigos empezaba a ser un sentimiento
insoportable. En ese estado me propuse no caer en esos pensamientos y convine
que lo que debía hacer era vincularme, en todos los sentidos, con la naturaleza.
La primavera lo embellecía todo y podía observar a Din más ansioso que de
costumbre: en él también la bella estación ejercía su dominio, por ello cada vez
me resultaba más difícil permanecer en aquel pequeño departamento y al parecer,
también a Din. Así, pues, decidí conocer algunos lugares de la ciudad con más
detalle en aquella semana que me quedaban en Washington.
El mapa de la ciudad me permitió fijar los lugares más importantes. Hacia
ellos me dirigiría con Din, no para explotar su ávida naturaleza, sino para que,
con su olfato, me orientara en una ciudad llena de parques y jardines que, no
dudaba, conocía bien.

Me había sentido bien desde el momento en que pisé Washington, pero esa
última semana, al reparar en las grandes avenidas y en los monumentos que
recordaban a sus próceres, empecé a sentirme insignificante. Había algo de
apabullante, algo de irreal en la imposición y difusión de lo cívico. Washington
combatía su carácter burocrático con su voluminosa arquitectura, con la
construcción de monstruosos espacios en los que, sobre todo, los funcionarios
del Estado, literalmente, desaparecían.
Din, al parecer, conocía bien todos los espacios naturales y se desplazaba con
confianza por senderos, explanadas, terrazas y jardines. Con él, por cierto, era
inevitable recibir un gesto de aprobación, una amplia y alegre sonrisa que se
detenía unos segundos en él y que luego ascendía hacia mí un instante para
desaparecer cordialmente.
Una semana dedicada a la ciudad me permitió disfrutar de la soledad de las
mañanas de Washington. Din y yo, entonces, no nos separamos ni un segundo y
casi lo sentía como una extensión de mí mismo. Por las tardes, como siempre,
salíamos al parque. Para entonces las calles habían adoptado un nuevo rostro:
todos los árboles habían empezado a florecer.
En realidad, me dolía mucho irme de allí, dejar atrás a aquellos amigos,
alejarme de ese núcleo de afectividad, pero mi sobrino ya alistaba su regreso y yo
debía cumplir con lo pactado.
Dada esa situación, había pensado no despedirme, dejar al perro con Bob y
sin más dirigirme al aeropuerto; pero tanta amistad y confianza, tantas horas
empleadas en escuchar pacientemente las historias que cada uno de ellos me
contaban no podían terminar de ese modo. Sentía que la parte de humanidad que
me habían proporcionado acercándome a sus tristes vidas merecía consideración,
aprecio.
Dos días antes de partir, bañé y acicalé al perro como nunca lo había hecho.
Estaba dispuesto a dejar el mejor recuerdo en Bob, Roxane y David a como diera
lugar. Recuerdo que esa tarde Din se lució como nunca y que ganó más amigos
de los que ya tenía. Yo puedo decir que solo quería ocultar mi tristeza detrás del
éxito de Din.
Dudé mucho antes de decirles que regresaba a Lima, pero lo hice. Preparé
cada una de mis palabras con cuidado tratando de ser lo más amigable posible y
agregué, con la confianza que me daba el conocerlos un poco, que podía ser una
buena idea reunirnos al día siguiente.
-Podemos ir a cenar en vez de ir al parque a pasear a los perros-dije.
Pensé que sería era una buena oportunidad para hablarles sobre mí, explicarles
lo de mi viaje, despedirme en un acto que pudiese dejarles un buen recuerdo,
prometerles que siempre volvería a verlos, que nunca perderíamos el contacto.
Inmediatamente, los tres aceptaron con entusiasmo mi petición, pero en un
segundo, una mirada que aún no puedo explicar bien, cambió sus rostros. Una
mirada rápida y directa que los tres me lanzaron primero a mí, pero que algo más
tenue, derivaron hacia la figura de Din. Una mirada que al final devino en
confusa, inescrutable, una mirada que jamás podré olvidar en esa tarde de
primavera.
Al día siguiente estuve, a la hora acordada, en la puerta del restaurante como
habíamos quedado. Puedo jurar que no me demoré un minuto en llegar, puedo
probar que respeté escrupulosamente lo acordado.
Esperé dos largas horas a Bob, a Roxane y a David, pero no se asomaron por
allí. Esperé con ansiedad y con desconcierto intuyendo, a cada minuto, que no
llegarían, pensando, con algo de ingenuidad, que quizá todo se había tratado de
un malentendido.
Cuando la calle me mostró toda la soledad del mundo en medio de una
multitud que disfrutaba la noche primaveral, decidí que era hora de largarme de
allí. Si mal no recuerdo, era fue la primera vez que salí sin Din, la primera vez que
salí solo, sin el perro.
EL FIN
Lo intuiste desde que subí a tu auto con una pereza desesperante y me ubiqué
en el asiento trasero. En medio de la noche, mi figura era apenas visible en esa
esquina en penumbra, en esa esquina poblada de sombras como la mía, como la
de alguien que espera sin prisa o que espera simplemente. Lo intuiste como se
intuye una desgracia que no se puede evitar y, sin embargo, se espera. Mi mano,
apenas iluminada por la luz mortecina de ese viejo farol, flotaba sin ansiedad y
detuviste, con mucho cuidado, tu auto. Tu rostro revelaba un carácter dispuesto
a vencer cualquier obstáculo con la indudable destreza de las personas que son
capaces de todo, a condición de conseguir su objetivo. Con mucha facilidad
pude advertir tus rasgos andinos, adivinar tu edad, percibir la ansiedad en cada
uno de tus gestos, confirmar la naturaleza de tu aplomo, echar una mirada rápida
al interior. Sonreí con cordialidad porque pensé que eso sería suficiente. Te di
una dirección muy rápidamente, en la zona norte de Lima, y, sin pensarlo mucho,
me diste un precio elevado, supongo que llevado por tu ambición, pero también
quizá con la intención de desanimarme. Sin embargo, yo acepté sin discutir. ¿No
fue ese un indicio inequívoco? Te persignaste.
Tu station wagon estaba bien cuidada, la tenías bien mantenida, el motor sonaba
bien, pero por dentro era desesperadamente horrible. Tenías colgada a Sarita
Colonia que, adiviné, estaba allí porque le habías hecho alguna petición. La foto
de tu hijo también colgaba del retrovisor y, junto a ella, el imprescindible zapatito
blanco que se balanceaba todo el tiempo. Calcomanías por todos lados podían
aturdir a cualquiera, pero una, que ya había leído en otros taxis, parecía
concentrar toda tu vida: Jesús es mi compañero y guía. Yo, quizá era imposible
notarlo, me sentía asqueado por todo lo que era extensión de ti, pero podía
controlarme. Lo más fascinante era probar que esa noche podía no importarme
nada, que en mi caso ser culto o educado no tenía ningún significado.
Algo cómodo, empecé a jugar con mi encendedor sin hacer fuego y no
pronuncié una palabra. No podía decir nada. A nosotros nos reconocen por la
frialdad, por la sequedad en el habla, por el inmenso desprecio que nos inspiran
los demás, algunas veces porque no miramos a la cara. Dijiste algo sobre el clima,
sobre la noche y, de pronto, callaste, cuando, una vez más, intuiste que no era el
tipo de persona sociable que imaginabas, cuando supiste que no te respondería,
cuando te diste cuenta de que habías cometido un error; pero me mirabas con
insistencia por el retrovisor y supongo que solo podías ver un rostro
inconmovible, una mirada sin sentimiento, un gesto neutro, despojado de toda
humanidad. A esa hora había poco tráfico por la Panamericana Norte y veías,
como yo, algunas estaciones de gasolina, puentes para peatones, paraderos con
poca gente, banderolas que anunciaban conciertos de música folklórica y largas
fábricas con sus torreones en las esquinas, iluminados por unos potentes
reflectores. Pasamos frente a un inmenso centro comercial y te referiste al Mega
Plaza como el mejor de Lima. La zona estaba mejor gracias al comercio. En Los
Olivos había gente con plata, buenas casas, buenos colegios. Yo seguía sin
responderte, esperando a que llegáramos a nuestro destino y tú seguías
mirándome por el retrovisor, tratando de arrancarme una sonrisa amigable,
tratando de calmarte con algún indicio que te dijera que no era lo que empezabas
a temer. La radio estaba prendida y se oían noticias. El Perú era un país de gente
descontenta, el presidente no era respetado, no había seguridad en las calles,
había que realizar una reforma judicial... En fin, el gobierno debía tener la
iniciativa para el cambio y el congreso debía respaldarlo. Hiciste un ademán de
desaprobación e intentaste comentar esas noticias, pero tus palabras se quedaron
en tu garganta, ahogadas en la soledad que empezabas a experimentar en tu
propio auto. Para entonces, ya sabías que no te iba a contestar y estaba claro que
no te gustaba hablar solo.
Mi silencio te humillaba. En ese momento noté cierto nerviosismo en ti, pero
era imposible saber lo que pensabas, lo que querías, lo que estabas dispuesto a
hacer. Yo saqué un cigarrillo del bolsillo de mi camisa y utilicé mi encendedor.
Había un cenicero pegado a la puerta. Creo que conseguí distraerte porque
dejaste de mirarme por un buen rato. Mientras tanto, yo seguía cada uno de tus
gestos, cada uno de tus movimientos para que todo marchara bien, para que no
hubiera sorpresas. En verdad, yo sabía lo que tenía que hacer y saberlo me daba
esa tranquilidad indispensable para no perder el control. Llegamos a una inmensa
rotonda, una especie de repartidora vehicular, y, de pronto, la avenida se
oscureció. La luz era otra, amarillenta, biliar. El carro se cubrió con un manto
viscoso y continuamos por la avenida. Los buses de transporte interprovincial
pasaban a mucha velocidad a nuestro costado y balanceaban tu auto con ese
viento que, cuando se abren camino, arrojan por los costados.
Ahora, pude notarlo, estabas impaciente, era evidente que querías terminar el
servicio lo más pronto posible. Miraste la hora. El reloj te desanimó aun más
porque tu rostro se descompuso. ¿Te arrepentías? Cruzamos un inmenso puente
y pensé que sería bueno decir algo. Tanto silencio podía despertar en ti algún tipo
de sospecha. Debía, pues, fingir la voz, ordenar mis palabras, utilizar, como sabía,
un lenguaje más amable; en suma, convencerte de que no era lo que ya
empezabas a pensar. Bajé la ventanilla, arrojé el pucho del cigarro y luego tosí,
colocando mis dos manos sobre el pecho. Toser siempre conmueve a los demás,
sobre todo a quien tiene hijos pequeños. Hay que abrigarse, dije, y tu reacción fue
inmediata. Sonreíste aliviado e iniciaste un breve diálogo sobre el clima. Era
época de resfríos y el calor del mediodía engañaba. No había, pues, que
desabrigarse. Supongo que en ese momento te relajaste. Alguien que habla de la
salud no podía ser malo. A mí me empezaron a sudar las manos, lo que, no es
una buena señal. A veces, cuando tenía que saludar a alguien, y mi palma estaba
mojada, la arqueaba para no mojar al otro o, simplemente, me la frotaba sobre la
ropa, y luego devolvía el saludo. Era incómodo. En ese momento empecé a
sentirme mal, algo molesto conmigo mismo por tratar de ser cordial. No sé por
qué, pero volví a toser. Para ser coherente subí totalmente la ventanilla y me
ovillé en el fondo del asiento. Te observé con sigilo y noté en tu rostro todo el
cansancio acumulado del día. Sí, la vida era dura y uno terminaba cansado. Lima
trataba mal a su gente y lo hacía a cada momento. Me pregunté, no sé por qué,
quién de los dos podía ser más infeliz. Alentar tu confianza había sido un error.
Un semáforo, en esa noche solitaria, nos detuvo. No te atreviste a pasar la luz
roja, supongo que para mostrarte como alguien educado. Me pareció extraño que
en Lima un taxista hiciera eso, pero, sin duda, no eras igual a los demás.
Esperabas que dijera algo, pero tu urbanidad precipitó mi silencio. ¿Darme
lecciones a esa hora? Fingí estar dormido para evitar cualquier diálogo, pero la
gente como tú no es muy sutil, así que dijiste algo, pero no quise escucharte. No
me moví porque quería que pensaras que me había quedado dormido, pero
seguiste hablando; esta vez, para ti mismo. La hora en tu reloj volvió a agobiarte
e imagino que ya tenías claro que no había sido una buena idea hacer esa última
carrera. Estabas cada vez más impaciente y supongo que empezaste a
arrepentirte. Yo empecé a comprenderte de verdad: siempre me había visto
obligado a hacer cosas que nunca quise; pero esta era mi noche. Cuando
enfilamos nuevamente por una larga recta, modificaste el benévolo gesto de tu
rostro. Con rabia, aceleraste a fondo y yo pensé que no estaba bien que lo
hicieras: eso no estaba en mis planes. No podía dejar que te enojaras, que el mal
humor se apoderara de ti, eso siempre traía problemas. Mi “trabajo” requería
calma y mucho silencio, pero creo que ya era demasiado tarde para esperar que
todo saliera bien. Mi silencio te había herido como para no hacerme ninguna
concesión. Es cierto, en pocos minutos se puede perder el control. Pensé que
cambiar de comportamiento podía ser sospechoso y seguí en silencio. Observé
bien el exterior y comprobé que aún quedaban unos cinco minutos de viaje para
llegar a nuestro destino. Notaste que me había despertado y volviste a ser
nuevamente amable. Recuperaste la mirada noble del que está dispuesto a
perderlo todo a condición de hacer el bien a los demás. Es verdad, gente como
tú no sabe ser hipócrita. Sin embargo, tus modos ya eran violentos, no podías
impedir que el labio superior te temblara de cólera y que respiraras con algo de
dificultad. Te dije simplemente que estábamos cerca y tú fingiste hacerme caso.
No había duda, estabas herido. Imaginé, en ese momento, que me maldecías por
ignorarte, por dejar que me aprovechara de ti en algún sentido, por haber sido
tan servicial con alguien que no lo merecía, pero ya no podías hacer nada por ti.
La oscuridad, como siempre, empezó a darme la confianza que necesitaba y, con
tranquilidad, me apoyé en el respaldar del asiento del copiloto. Tu reacción fue
inmediata y me lanzaste una mirada de desprecio, de esas que se acostumbra
lanzar cuando consideramos que estamos frente a alguien que consideramos
inferior. Miraste mis manos apoyadas en el respaldar y supongo que sentiste que
me acercaba demasiado a ti, por eso me diste una orden en un tono bastante
desagradable. Otro error. Yo volví a apoyarme en el respaldar del asiento trasero
y desde allí repetí que estábamos cerca, simplemente. Cuando llegamos al cruce
de una estrecha avenida solo preguntaste, mirándome por el retrovisor, si esa era
la entrada. Yo te respondí que sí, sin palabras: ya no era necesario decir nada. La
avenida, como era previsible, se oscurecía cada vez que el auto dejaba una cuadra
atrás y tú parecías estar muy seguro a pesar de la tensión instalada dentro del
auto. En ese momento me dio la impresión de que jamás entenderías que la
suerte no está siempre con todos, que a veces los santos son pura imagen, pura
fotografía, pura sugestión y que las peticiones pueden no ser escuchadas.
Las casas dejaron de ser frecuentes en la ruta que seguíamos para dar paso a
casas en construcción: cerros de arena y materiales por todas partes, terrenos de
sesenta metros cuadrados con paredes muy espigadas y mucha suciedad. Cuando
estabas a punto de detenerte, intentaste verme por el retrovisor y en lugar de ver
mi cara viste el arma que sostenía en mis manos. Golpeaste el panel del auto con
ese tipo de violencia que se emplea para dar a entender que no hay solución
posible para un problema y te reclinaste sobre el timón, asintiendo, como si
hubieses confirmado una horrible verdad. Solo te dije que salieras del auto y que
te recostaras en el suelo boca abajo. Bajaste con las manos en alto sin que te lo
pidiera y, mientras lo hacías, me rogabas que no te matara, que tenías cuatro
hijos, que tu esposa era buena y te esperaba, que tu madre dependía de ti, que no
me ibas a delatar ni perseguir, que ni siquiera me habías visto la cara. Te
arrodillaste y comenzaste a golpear el suelo con tus manos, como lo hace la gente
de la sierra ante una terrible desgracia. Yo sólo apunté el arma sobre tu cabeza y
disparé tres veces. Te vi caer de costado y, al acercarme, te pateé violentamente y
luego te escupí. Una lagartija menos en Lima, pensé. Al huir de allí con tu propio
auto, no pude evitar arrancar y arrojar por la ventana ese maldito zapato de bebé
que estuvo a punto de enloquecerme con su balanceo durante tu último viaje.
Nunca llegarás a saber que eso fue decisivo en el momento de elegirte.
GENTE GUAPA

Y como si se internara en un mar embravecido,


todo su coraje se desvaneció de un golpe.

Julio Ramón Ribeyro, “De color modesto”


Una noche, en Madrid, en uno de los ostentosos salones del Hotel Palace,
escuché esta historia de boca de Diego Salas. Diego era un limeño afortunado al
que la buena vida lo había llevado por caminos algo excepcionales y
cosmopolitas. Era, también, un hombre de mundo y alguien que gozaba de un
talento apreciado por todos: entretener contando historias. El escenario, pues, se
prestaba a las calidades de un testigo de primera mano al que no podía sino creer
ciegamente y con el cual, por cierto, me divertía muchísimo; un testigo que venía
de Lima a gastarse los dólares que le sobraban gracias a la especulación en la
bolsa y a unos negocios que su popularidad y la casualidad le habían puesto
delante.
Nunca había visto a Diego tan vital ni tan entusiasta como esa noche, a pesar
de sus dos operaciones a pecho abierto. Todo me hacía sospechar que su buen
estado de ánimo no solo se debía a su éxito económico sino a algo relacionado
con la posesión de una información privilegiada que, como buen limeño y buen
contador de historias, no podía sino trasmitirme. Por lo demás, su rostro no
podía dejar de mostrar la urgencia del cronista, la de aquel que se siente obligado
a la confesión.
Diego comenzó a hablarme del cardiólogo Tomás Suki y de su esposa Cotrina
Anaya como de dos amigos con los que, sin embargo, había preferido mantener
una prudente distancia.
-Juanito-me dijo-, la pareja salió del Perú por problemas familiares en 1984 y
se instaló en la costa oeste de los Estados Unidos, dejando atrás familia y
amigos. Imagínate, diez años después, al regresar al Perú, sus vidas intentaron
confundirse con la de los circuitos más exclusivos de Lima.
Tomás Suki era hijo de una pareja de inmigrantes japoneses llegada a las
costas peruanas a fines de los años cuarenta, dispuesta, como es natural y
previsible en los inmigrantes pobres, a hacerse de fortuna y prestigio social. Con
una educación muy limitada, pero con una inclinación natural por los negocios,
los padres de Tomás consiguieron con el tiempo y un gran esfuerzo abrir una
tienda de comestibles en los Barrios Altos. Tomás nació tres años después de
instalado el negocio, en medio de la estabilidad que iba logrando la pareja.
Desde que sus padres decidieron que solo tendrían un hijo, se aferraron a la
idea de que éste algún día sería médico. En realidad, pensaban que todo se podía
lograr con una buena profesión y que a través de ese camino el apellido de la
familia brillaría como era debido. Como no podía ser de otra manera siguieron el
consejo de los que habían hecho de sus hijos también médicos y orientaron a
Tomás hacia las solidarias puertas de la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos.
Al inicio, el conocimiento de los órganos y de los tejidos desalentó a Tomás
porque no veía en ellos la posibilidad de ser realmente importante como sus
padres le habían jurado que sería, pero desde que escuchó que en 1967 Christian
Barnard había realizado el primer trasplante de corazón accediendo a la fama
internacional, su interés por la medicina cambió.
Pasó algún tiempo, sin embargo, para que Tomás Suki se hiciera cardiólogo.
Las interminables huelgas, las prácticas en hospitales del Estado y en
ambulatorios distanciaron la obtención del ansiado título hasta que cumplió los
treinta y dos años. Fue entonces cuando se dijo que había cumplido con sus
padres.
No mucho después de terminar la especialización, Tomás se enamoró de una
negra de Barrios Altos que vendía ropa en el mercado central y a la que había
tratado de una angina de pecho en el Hospital Obrero. Hasta allí, Tomás no
podía imaginarse la serie de rechazos que esa relación desencadenaría a su
alrededor. Lo cierto, en todo caso, fue que, sin ceder un ápice en sus amoríos,
decidió que si sus padres no apoyaban su determinación de casarse con Cotrina
como, en efecto, sucedió, se iría del país. Y así fue. A las pocas semanas, Tomás
se casó y cumplió con irse del país en medio de un atroz silencio familiar. Emigró
a California pensando, sin embargo, que algún día regresaría al Perú y lograría su
total integración.
-Los padres de Tomás nunca se resignaron a que su hijo se casara con una
negra-Juanito-, que un japonés de pura sangre convertido en médico gracias a
ellos y con un futuro brillante, de pronto arruinara su vida de esa manera.
Al partir, Tomás les dijo que cuando reconsideraran su posición, él estaría
dispuesto a volver. Lo único que recibió por respuesta fue, nuevamente, un
cerrado silencio.
Al llegar, la ciudad de Los Ángeles lo entusiasmó por razones estéticas y
climáticas, pero la más importante tuvo que ver con la posibilidad de establecer
relaciones con la gran comunidad japonesa instalada allí. Sin embargo, según
Diego, en los primeros meses de su residencia, al flamante matrimonio le costó
mucho integrarse al sistema. Tomás no había considerado que estar casado con
una negra fuese un problema y que una pareja como la suya fuera apenas tolerada
dentro de la colonia japonesa. Por ello se sintió verdaderamente afortunado
cuando pudo conseguir un empleo en una clínica privada en Pasadena.

Son muchos los testimonios que circulan sobre el sueño americano. Para
algunos desafortunados, ese sueño no es más que una pesadilla de la no se puede
despertar, una pesadilla hecha de una telaraña de deudas, hipotecas, plazos y
vencimientos. Para otros, ese sueño es la verdadera posibilidad de ser feliz y a lo
grande. Para Diego, que llegó a ver la casa de Tomás Suki en Beverly Hills, esa
fue la prueba más concluyente de que alguien podía hacerse rico de verdad y
rápidamente.
-Juanito, aunque todos sabían a ciencia cierta cómo fue que Tomás Suki
amasó su fortuna, hay quienes suponían, según Diego, que no la hizo con su
trabajo. Las malas lenguas afirmaron durante años que Suki dirigía una
organización dedicada al tráfico de órganos y que su centro de operaciones era
Guatemala, en donde él mismo realizaba la extracción de retinas a niños
indefensos. Pero de esa historia y de tanto repetirse lo único cierto es que se
convirtió en un mito. La verdad es que nunca nadie pudo probarle nada y que
alrededor de él, dicho sea de paso, se cocinó mucha envidia.
Como quiera que haya sido, había algo que nadie podía dejar de reconocer: la
fama profesional de Suki. Por ello, si las manos de Christian Barnard fueron
famosas en los años sesenta, a fines de los ochenta las manos de Tomás Suki lo
fueron en California. Desde entonces, alrededor de él, hubo mucho dinero de
por medio, muchas clínicas disputándose su presencia, muchos corazones en una
lista de espera interminable hasta que un buen día los trescientos sesenta y cinco
días del año siguiente se llenaron de operaciones con nombres propios.
Ese día, Tomás respiró con sus dos pulmones y se dijo que las casas blancas y
los jardines de Beverly Hills lo estaban esperando. Y hacia allí se fue, de la mano
de Cotrina Anaya.

A comienzos de los años noventa, con un envidiable prestigio dentro de la


comunidad médica californiana y dueño de una fortuna respetable, Tomás Suki
se dio cuenta que, luego de las muertes de sus padres sucedidas en 1987 y 1988,
el continuaba siendo un don nadie en el Perú. Pensó, entonces, que debía hacer
algo por restaurar, dentro de la sociedad limeña, el honor del apellido que llevaba.
Hay que imaginar ahora, según Diego, a Tomás Suki tratando de llevar a cabo
su proyecto, y a Cotrina, su mujer, persuadiendo desesperadamente a su marido
de aquel despropósito, segura de que, como en el pasado y de una sociedad como
la limeña, sólo recibiría el más rotundo rechazo.A pesar de tener muchas cosas en
contra, Tomás estaba seguro de que, con algo de dinero, lograría su objetivo.
-Juanito, así fue que se acordó de mí- dijo Diego.
Tomás tenía a Diego por un limeño bien hablador al que le había instalado
un by pass hacía un tiempo porque estaba a punto de morirse; un viejo dandy que
conocía a todas las familias importantes de Lima. Cuando Suki lo llamó para
decirle que lo quería ver en Los Ángeles a comienzos de mayo, sabía lo que
estaba haciendo. Ahí le enviaba, por courier y en primera, un pasaje de ida y vuelta.
Sólo cuando Diego tuvo el boleto entre sus manos empezó seriamente a
pensar en Tomás Suki. Lo recordaba como a ese médico que le recomendó su
hermana residente en San Francisco, es decir, como uno de los médicos más
prestigiosos de Los Ángeles, pero sobre todo como su salvador, como alguien
que le había regalado unos años más de vida. Por ello fue inevitable aceptar la
invitación y, como complemento a este inesperado suceso, formularse algunas
interrogantes.
- Juanito, ¿acaso yo sabía quién era verdaderamente Tomás Suki? ¿Cómo
alguien como yo podía ayudarlo?
Al parecer, nadie conocía en Lima a Tomás. Su apellido, por lo demás, a pesar
de ser un médico exitoso, no se había difundido lo suficiente entre el medio
social que Diego frecuentaba para que a alguien le resultara familiar. Como quiera
que fuese, se sentía agradecido y eso era imposible negarlo. Que Tomás le había
salvado la vida haciéndole una obra maestra en el corazón era cierto, como cierto
era que más le valía estar en buenas relaciones con su médico.
Una semana más tarde, cuando Diego llegó a la puerta de la casa de los Suki en
Beverly Hills, media hora después de que una limousine lo recogiera del Hotel
Hilton, lo primero que le impresionó fue la amplitud y el extraño verdor del
jardín exterior, la inmejorable combinación del blanco de la casa con el verde de
árboles, setos y enredaderas.
La sala de los Suki era espléndida, una suma de detalles y objetos que más que
cumplir una tarea ornamental sorprendían al visitante. Diego se sintió cómodo y
hasta sintió una sana envidia, embutido en esos sillones de aire mientras Tomás le
agradecía el esfuerzo del viaje.
Una hora más tarde y después del efusivo reencuentro, ya habían tomado tres
whiskys y Tomás hablaba sentimentalmente del terruño, del frecuente deseo de
volver al Perú. Diego lo seguía atentamente, pero intuía que la razón de su viaje
era más seria y concreta y que esas patrióticas divagaciones encubrían algo más
importante. Sólo cuando Diego se sintió lo suficientemente ebrio como para no
poder pararse del sillón, soltó al criollazo que llevaba dentro sin detenerse en
contemplaciones y dijo, rotundo:
-¡Hermanón!, dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Tomás se sintió algo sorprendido ante aquella reacción, sonrió de costado y en
imperfecto español dijo:
-Quiero volver Lima, quiero organices recepción para nosotros Country Club
San Isidro. No conozco nadie. Te pagaré bien.
Diego tragó con imperiosa necesidad un poco de whisky, se pasó lentamente la
mano sobre los escasos cabellos que disimulaban su calvicie y siguió escuchando:
-Quiero doscientos invitados como tú. Quiero gente guapa.
Cotrina apareció de improviso sosteniendo en su rostro el temor del mal
augurio y después de un varonil apretón de manos se sentó frente a Diego, quien
no pudo ocultar su sorpresa ante la negra obesidad de aquella mujer que lo
observaba como se observa a un verdugo.
Diego no supo cómo reaccionar frente a aquella exigente petición, pero luego
de dos copas más terminó aceptando. Los treinta mil dólares que Tomás le
adelantó en efectivo le despejaron la confusión, la borrachera y el vértigo que le
sobrevino cuando se puso a pensar en serio que debía reunir a doscientas
personas en el Country Club de Lima y que una negra de Barrios Altos
encabezaría la recepción. Finalmente, fijaron la fecha para el veintiocho de julio
porque Tomás quería sentirse todo lo peruano de que era capaz.

De regreso a Lima, el primer problema que Diego tuvo que resolver fue el de
la contratación del Country Club. Había tres peticiones delante de la suya para
aquella fecha, pero no se preocupó. Fue directamente a hablar con el secretario
de actividades, Panchito Reuche y se lo compró con un sobre de mil dólares.
Además, lo comprometió a estar presente en la recepción.
Hacia el diez de junio, Diego ya tenía en el bolsillo la contratación de los
salones principales del Country; los contactos en las principales revistas y
periódicos de Lima para la cobertura del evento; el contrato con Docampo para
un “servicio de cena cubierto de plata” para doscientas personas; las invitaciones
metidas en la imprenta y el contrato con una orquesta colombiana de salsa para
estar presente ese día.
A pesar de que la esposa de Diego, Hortensia Álamo, se mostrara reacia a que
la recepción se llevara a cabo, sobre todo después de enterarse de que la mujer de
Tomás Suki era negra, fue ella la que se ocupó de hacer el listado de los invitados
porque nunca se sabía, mi amor, con esa clase de gente y porque el corazón era
un órgano traidor.
Durante los siguientes días, a Diego le fue algo difícil pensar en doscientas
personas distinguidas, más difícil que convencerlas de asistir a una recepción en
el Country Club de Lima. Para sorpresa de Diego, ninguna se negó a ir, incluso
aquellas a las que hacía tiempo no veía. Muchas ni siquiera preguntaron por la
identidad del que ofrecía la recepción.

El matrimonio Suki-Anaya llegó a Lima el 26 de julio en vuelo directo desde


Los Ángeles. En el aeropuerto, un Diego sonriente llevaba del brazo a su esposa,
Hortensia Álamo quien sostenía un ramo de rosas blancas y rojas para Cotrina
Anaya. Sin embargo, por la expresión que ésta sostuvo en el rostro al atravesar
migraciones y recibir el ramo, cualquiera hubiese afirmado, sin temor a
equivocarse, que sentía asco de estar nuevamente en el Perú.
Diego llevó a los Suki hasta el Cesar's Hotel en Miraflores y, como tenía
convenido, pidió la suite presidencial. Dos horas después y con algo de apetito,
Tomás y Cotrina subieron al buffet criollo que se ofrecía en el último piso del
hotel y en medio del cau cau, el seco de carne y la carapulca, Tomás se sintió más
peruano que nunca. Cotrina no probó bocado.
Al día siguiente, Tomás recibió a tres periodistas con fotógrafo y a una
redactora de la revista Caretas, que desalojó de su habitación a la primera pregunta
inoportuna.
El día de la recepción la ciudad estaba más embanderada que nunca. A las
siete de la noche, cuando Cotrina aún no regresaba de la casa de sus padres,
Tomás se acercó a las amplias ventanas de su suite y corrió, como si desvistiera
violentamente a una mujer, las cortinas de par en par. En medio de ese manto
negruzco que cubría las calles de Lima, distinguió el mar hacia un lado y los
barrios más próximos iluminados por unos diminutos globos de luz. Entonces
sintió que la ciudad le cabía en una sola mano y que finalmente su momento
había llegado.

La pareja llegó a al Country Club a las diez de la noche. En la puerta, Diego y


su esposa vestidos impecablemente, los recibieron con una gran sonrisa.
-Juanito, estaban deslumbrantes. Parecían dos actores de cine.
Atravesaron la larga explanada desde la que se podía ver los inmensos jardines
del club hasta que ingresaron a una antesala alfombrada totalmente de rojo. Allí,
rodeados por una línea de fotografías que se partía en cada esquina, pudieron
observar el rostro de todos los presidentes del Perú, desde José de San Martín
hasta Alan García.
Hablaron poco, Panchito Reuche les agradeció la elección del Country Club y
los felicitó por el esperado reencuentro mientras no dejaba de observar, con
severa curiosidad, el negrísimo rostro y el desmesurado cuerpo de Cotrina Anaya.
Cuando ingresaron al salón de recepciones, y como si se tratase de una fiesta
sorpresa, todos los invitados se levantaron de sus asientos y empezaron a
aplaudir con exaltado fervor al desconocido, sin ocultar, sin embargo, la sorpresa
que les producía la apariencia de Cotrina Anaya. Se miraban entre ellos y
asentían complacidos ante una cámara que los filmaba. La ovación duró
aproximadamente dos minutos hasta que el ímpetu fue descendiendo
progresivamente.
Según Diego, allí estaba todo Lima. Desde los conocidos Paquito Carbonell,
Tita Rey, Ali Elejalde y compañía, hasta Pochi Chirinos y los indeseables de
Conquistadores, enemigos acérrimos de los anteriores. Todos mezclados.
Tomás Suki caminó sorprendido y excitado hasta su mesa, recibiendo las
felicitaciones de aquellos que, a su paso, le estrechaban la mano y lo saludaban
con la naturalidad y confianza propia de las viejas amistades. Una vez instalados,
Diego se acercó al micrófono y dio la bienvenida a todos los invitados.
-Juanito, solo dije que no era necesario hablar de Tomás Suki porque era un
viejo conocido de los que estaban allí y agregué: ¡Disfrutemos de la fiesta!
Durante toda la noche el negro y obeso cuerpo de Cotrina estuvo sentado en
su silla sin pronunciar una palabra mientras el desprecio se iba abriendo paso en
los ojos de todos los que la observaban sin el menor reparo. Sin embargo, esa
noche, Tomás se sintió el hombre más feliz de la tierra: se mezcló con todo el
mundo y entregó tarjetas con las siglas M.D. antepuestas a su nombre. Recibió
besos y abrazos, fijó reuniones y citas para los siguientes dos meses, pero sobre
todo bailó como nunca lo había hecho en su vida.
Diego me aseguró que esa noche en el Country Club toda la gente comentaba
que nunca había comido tan bien en su vida y que la única mancha de la fiesta
había sido una negra que nadie sabía cómo había llegado a ser esposa de un
médico tan brillante. Las noticias del día siguiente, noticias que ninguno de los
invitados leyó sino dos días después, reseñaban el éxito de la reunión y la decisión
de Tomás Suki de regresar al Perú definitivamente, ante la calurosa petición de
sus muchas e importantes amistades. En realidad, las declaraciones de Suki,
convenientemente corregidas en su forma, fueron las siguientes: "Tengo muchos
planes y muchos deseos de volver a instalarme en el Perú. Creo que desde mi
ámbito profesional puedo aportar mis conocimientos en cardiología. Sé que los
peruanos, como yo, son trabajadores y honestos y que sólo necesitan una
oportunidad para demostrarlo. Por lo demás, mi corazón es vuestro desde hoy".
-Te lo dije, Juanito. Esta es una historia impresionante.
Una semana después, mi amigo Diego Salas recibió de Suki un cheque por
cien mil dólares para la realización de dos peticiones urgentes, peticiones que no
lo sorprendieron en absoluto. La primera, que demandaba la explotación de sus
probadas habilidades organizativas, consistía en armarle una plataforma para
lanzarlo, esta vez, como candidato a la presidencia de la Asociación de
Cardiólogos del Perú. La segunda, quizá la más delicada, suponía un
conocimiento de la red de abogados de Lima: Diego tenía que buscar al mejor
letrado de la ciudad, en cuestión de divorcio, para que Tomás Suki pudiese
quitarse de encima a ese estorbo en el que se había convertido su mujer.
JUNTOS

Sin color, sin cuerpo


este cariño que vaga
disperso, apiñado,
una y otra vez disperso

Giorgos Seferis
I

Supongo que lo pensé por primera vez aquella mañana en que obedecí a una
falsa urgencia. Solo recuerdo que abandoné la casa como si algo inevitable me
impulsara a hacerlo y que en el trayecto hasta la puerta dije adiós, como si me
despidiera de alguien a quien, en realidad, no conocía. Salí muy rápidamente, sin
mirarla a la cara. Dejé el café humeante y las tostadas sobre la mesa. Ella no dijo
una palabra, tampoco intentó realizar el amago de detenerme como en otras
ocasiones.
Eso fue todo.
Ya en la carretera me sentí mejor.
Esa mañana nada pendiente me esperaba en el negocio. Solo quería alejarme
de María José por alguna clase de razón que me era imposible comprender. Nada
más. No se había producido ninguna pelea entre nosotros, nadie había sido infiel,
y no faltaba dinero en casa. Todo marchaba bien. Al menos eso parecía.
Mientras llegaba al trabajo, pensé que no debía darle demasiada importancia al
hecho, y no lo hice. Creo que en ese momento cometí un error. Lo único que sé
es que cada día, cada acto que nos vinculaba, había ido preparando nuestras vidas
para que esa mañana supiéramos que algo andaba mal o que, por lo menos yo,
había llegado a mi límite. Dicho así, mis palabras revisten algo de esa oscuridad
que tanto odio cuando se trata de dar cuenta de una situación, pero no sé cómo
expresarme, cómo hacer claro lo que no lo es para mí.
Esa misma noche, cuando decidimos enfrentar la situación, pensamos que, en
principio, era nuestro deber entender lo que nos sucedía. Eso era importante.
Creo que nos sentíamos como se sienten los enfermos que no saben la razón de
su enfermedad y empiezan a formular sus propios diagnósticos llevados por sus
temores y su imaginación desbocada. Fue entonces que tomamos la decisión de
pedir ayuda profesional.

II

Solicitamos ayuda ante la certeza de que nos sería imposible solucionar el


problema por nosotros mismos, pero sobre todo ante las dudas que solo
conseguían ahondar la distancia entre los dos. Pedir ayuda, desde luego, no era lo
usual, pues suponía abrirnos a un extraño, exponer nuestras vidas, pero
estábamos dispuestos a hacerlo.
Para comenzar, era necesario aceptar nuestras limitaciones y reconocer, como
un principio, que era imposible atribuirse el conocimiento de alguien. Con todo,
sabíamos que no renunciaríamos al intento de comprender lo que nos pasaba. No
importaba si fracasábamos en el intento. Eso, a esas alturas de nuestras vidas, era
lo menos importante.
El consejero fue muy entusiasta y voluntarioso desde el comienzo. Era
evidente que se trataba de una estrategia para trasmitirnos confianza y para
venderse ante nosotros como un profesional exitoso. Aunque esa actitud nos
hizo dudar, decidimos continuar con la asesoría.
Estábamos seguros de que algo bueno obtendríamos de todo ese esfuerzo. Lo
primero que hizo el consejero fue pedir los antecedentes de nuestro matrimonio
y algunos datos de nuestras vidas que pudieran ayudarlo a entender bien nuestra
situación. Lo quería todo por escrito. Nos pidió, también, como lo esperábamos,
documentación privada, fotos, cartas, mensajes de texto, algún recuerdo que el
uno conservase del otro y que le sirviera del guía en la azarosa reconstrucción de
nuestros afectos. Fue claro al decirnos que prefería no entablar con nosotros una
conversación sobre lo que nos sucedía. Nos dijo que su experiencia le había
enseñado que las confrontaciones ante un tercero no daban buenos resultados y
que, por el contrario, precipitaban las separaciones.
Tardó un par de semanas en entregarnos un diagnóstico cuyo resultado fue
revelador: proliferaban las actividades y vinculaciones que resultaban siendo las
mismas en la biografía de María José y en la mía. Su enumeración casi fue
aterradora. Trabajábamos juntos en nuestra empresa; teníamos los mismos
amigos y amigas a los que esporádicamente visitábamos en aniversarios o fiestas;
compartíamos la misma profesión (somos administradores de empresas),
cultivábamos las mismas aficiones y, para completar el cuadro, las familias a las
que pertenecíamos tenían lazos de parentesco. Si sumábamos a todos estos
hechos las horas que estábamos juntos durante el día, cualquiera podía haberse
preguntado, más bien, cuál era el secreto que nos permitía compartir todo ese
tiempo sin atentar contra el otro.
Era natural que tuviéramos muchas cosas en común, pero, según el consejero,
nuestras vidas carecían de espacios reservados para cada cual y esa, nos dijo, era
una ausencia grave. Todo aquello lo llevaba a concluir, casi sin dudar, que nuestro
matrimonio estaba atravesando por una crisis muy frecuente entre quienes, según
él, cometían el error de «entregar su vida al otro» o pensar que era mejor tener
muchas cosas en común con la pareja y que en ello radicaba la felicidad. El
problema, decía el consejero, era que no entendíamos que, también, había que
pensar en uno mismo como alguien ajeno a toda relación y respetar nuestros
propios deseos.
Nuestra historia, pues, era más común de lo que podía imaginarse, y nuestro
mal, tratable.
No tuvimos dudas en aceptar sugerencias o ideas que pudieran corregir
aquello que los especialistas podían considerar «defectos en la manera de amar» o
simplemente vicios de la convivencia.
Aunque había pensado desde el inicio que resolver los problemas entre María
José y yo, de este modo, era lo más profesional y seguro posible (influido,
seguramente, por el auge de los entrenadores del alma cuya presencia en los
medios de comunicación era bastante celebrada), no podía dejar de tejer la idea
de que nada de lo que hiciéramos podría salvar nuestra relación.

III

Las recomendaciones, nos dijo el consejero, no eran leyes ni mandamientos.


Eran solo eso. Acciones que podíamos desarrollar, o no, de acuerdo con nuestras
necesidades y expectativas. Caminos que podíamos seguir siempre y cuando nos
sintiéramos absolutamente libres, pero sobre todo cómodos.
Con respecto al trabajo, la sugerencia fue la siguiente: uno de los dos debía
abandonar su lugar en el negocio familiar y buscar trabajo en otra empresa. El
objetivo no podía ser más evidente: se trataba de disminuir las horas que
debíamos pasar juntos dejando atrás el estrés que la propia actividad laboral
producía. Nuestra respuesta fue contundente: cambiar esa situación, en la
práctica, era imposible. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar el trabajo por
las necesidades que había que cubrir en casa (nos habíamos comprometido con
una hipoteca muy onerosa), pero sobre todo, porque la presencia de los dos en el
negocio era clave para que siguiera funcionando. Hacerlo sería comprometer
nuestra estabilidad económica y, por ello mismo, nuestra relación. Tenía que
haber otra salida.
Con respecto al entorno familiar, el consejero nos dijo que era evidente
(dados los lazos de parentesco) que no podíamos cambiarlo por otro más acorde
con nuestras expectativas y que debíamos manejar la situación políticamente,
rechazando invitaciones o evitando frecuentar reuniones en las que nos
sintiéramos intoxicados por los mismos primos, tíos, abuelos y por la misma
conversación de siempre, por aquellas historias que saturaban nuestros lazos
sanguíneos y casi nos convertían en los hijos de una misma madre. Sopesamos
bien sus palabras, pero llegamos a considerar que la familia no influía tanto en
nuestras vidas como para depositar en ella toda la responsabilidad de lo que nos
sucedía.
En este punto de la sesión, el consejero se veía algo desconcertado. Supongo
que nuestras negativas no lo ayudaban mucho en el propósito de encontrar una
solución a nuestros problemas, pero sabíamos que no se daría por vencido. Era
evidente que no podía traicionar sus propios principios. Insistiría hasta dar con la
solución a nuestro problema.
Dos horas después de escuchar algunas sugerencias impracticables nos dijo,
convencido, que podíamos mejorar nuestra relación si apelábamos a los amigos.
Sus palabras fueron claras y alentadoras: la amistad era fuente de riqueza y de
insospechadas sorpresas, espacio para la renovación personal y el conocimiento
de la diversidad; soporte y consuelo en los momentos más difíciles y, sobre todo,
refugio en el que es posible encontrar la comprensión de los demás. Los amigos,
en suma, según él, podían salvarnos de la separación.
¿Era eso posible?
Salimos de la consulta bastante cansados y dispuestos a llevar adelante lo que
fuera necesario para salir del atolladero en que nos encontrábamos. No teníamos
los pulmones llenos de aire, pero sí de esperanza, persuadidos de que la amistad
podía ser una especie de panacea, el remedio a nuestros males y a los que
afectaban el espíritu de los seres humanos.
Era evidente que nos habíamos aislado del mundo y que ese aislamiento había
jugado en nuestra contra, convirtiéndonos en la única fuente de referencia del
otro. Según el lenguaje metafórico del consejero, esa fuente se había secado y
había afectado al amor.
Pronto llegamos a comprobar, como lo sospechábamos, que teníamos los
mismos amigos (pocos en realidad) y que, a pesar de la juventud de ambos, no
nos habíamos preocupado por desarrollar nuevos vínculos amicales. Es más,
después de casarnos nos habíamos cerrado a la posibilidad de aceptar
invitaciones para conocer a gente nueva. Supongo que nos bastábamos a
nosotros mismos o que simplemente pensábamos que no necesitábamos a nadie.
Creo que allí cometimos otro error. Al final, concluimos que esa podía ser la
solución. Si hacíamos las cosas bien, podríamos respirar nuevos aires.
Nos preparamos para llevar adelante la renovación total de nuestras amistades
bajo tres acciones bien planeadas: evitaríamos frecuentar a los amigos que ambos
compartíamos, fundaríamos un nuevo círculo en el que el otro estuviese excluido
absolutamente y exploraríamos en universos o comunidades de personas
diferentes de las conocidas por nosotros.

IV

Supimos desde el inicio que la tarea sería difícil, eso estaba claro, pero vista
con entusiasmo nos pereció el mal menor. Con todo, era una ventaja conocer a
gente nueva. Pero, ¿dónde encontrarla? ¿Cómo hacer para ensanchar nuestro
universo de relaciones personales?
Emprender esta tarea no dejaba de avergonzarnos a los dos. Vernos a
nosotros mismos a los treinta y pico de años tratando de refundar nuestro círculo
de amistades nos pareció algo patético.
La primera idea que se nos vino a la cabeza fue volver a ver, cada uno por su
lado, a algunos amigos de la infancia. Volver a aquellos por los que sentíamos un
gran afecto pero que el tiempo había alejado de nuestras vidas por diversas
razones. Estábamos seguros de que ese era un universo de relaciones que ni
María José ni yo conocíamos del otro, porque nunca se había dado la
oportunidad del reencuentro. Pensamos que sería una buena idea hacerlo bajo el
supuesto de que el tiempo nos había convertido en personas irreconocibles los
unos a los otros y porque sería casi como conocer a alguien por primera vez. Era,
además, un mundo seguro y accesible, que nos gratificaría y que de alguna
manera reordenaría nuestras vidas por separado.
Fue difícil ubicar a algunos de nuestros primeros amigos. El resto se había
instalado fuera del país o simplemente había tomado la decisión de no responder,
de modo que nos fue imposible establecer contacto alguno. Los pocos que
encontramos, sin embargo, nos mostraron que estábamos equivocados en el
propósito que buscábamos alcanzar. Solo bastó que uno de mis amigos de
infancia estuviese casado con una de las amigas de María José para que todo se
viniera abajo. Sus actitudes, su conversación, su modo de ser eran una
prolongación del pasado y actualizaron el espacio de lo íntimo y familiar con tal
fuerza que María José y yo terminamos inmiscuidos en la misma esfera de
relaciones. La cercanía terminó sumiéndonos en la rutina de siempre. Los
mismos recuerdos, la misma vida vivida, lo mismo de siempre.
Esta primera experiencia nos devolvió, algo desencantados, a la calle sin salida
en la que nos encontrábamos. ¿Era imposible vincularnos con desconocidos?
¿Acaso el mundo estaba hecho de relaciones a las que no podíamos escapar?
No era el momento de responder a esas preguntas; solo sé que terminamos
aceptando que necesitábamos algo más impersonal y anónimo, algo que nos
vinculara, a cada uno por su lado, a mundos extraños, totalmente nuevos en los
que, sin duda, conoceríamos también a gente nueva. Eso, podíamos jurarlo, nos
permitiría aflorar aspectos de nuestra personalidad que no habíamos atinado a
ver y redundaría en nuestro beneficio: ambos nos renovaríamos, nos
convertiríamos en otros ante el otro.
Sopesamos las ventajas y desventajas y no pudimos dejar de sentir algo de
temor. Lo desconocido nos había paralizado siempre. ¿Acaso estaba allí el
problema?

Aunque siempre fuimos incapaces de ir a una reunión o fiesta si no asistían


también amigos cercanos o de ingresar, cada uno por su lado, a un bar o
simplemente a un restaurante, decidimos que en adelante eso cambiaría. Nuestra
condición de profesionales nos obligaba a ser discretos, era cierto, pero nuestro
matrimonio estaba primero. Debíamos empezar a arriesgar, a apostar por
nosotros mismos. Por lo demás, nuestra ciudad era inmensa y lo era aún más en
estos últimos tiempos. Debía ser muy sencillo encontrar gente nueva, espacios de
diversión, de intercambio en los que fuera posible relacionarse con alguna clase
de seguridad.
El hallazgo de esos espacios en la red fue muy sencillo. De hecho, estaba
inundada de sitios bastante singulares. Uno podía encontrar aquellos en los que
se recomendaba a los solitarios contumaces cómo hacer para vencer su timidez
hasta los que orientaban a la gente sobre cómo buscar pareja si se tenía alguna
clase de defecto físico. La mayoría de los sitios proponía ingresar a chats en los
que era posible hablar con la gente en vivo a través de una cámara.
Comenzamos la exploración por los sitios de amistad más visitados por los
solitarios y descubrimos lo sencillo que podía ser relacionarse con alguien.
Seleccionamos los que frecuentaban la gente de nuestra edad. Los motivos eran
múltiples.
Cuando tomamos la decisión de participar en los llamados grupos de encuentro
tuvimos que enfrentar el primer problema: esos grupos estaban constituidos solo
de solteros, separados o de divorciados, personas que buscaban una segunda
oportunidad en sus vidas, algo que, por cierto, resultaba muy comprensible. ¿Qué
clase de amistades o relaciones podía necesitar una pareja de casados como la
nuestra? Después de las sexuales, que descartamos de plano, el sentido común
nos indicó que no debíamos complicarnos demasiado y que debíamos
presentarnos ante los demás como lo que éramos, sin ocultar nuestra condición
matrimonial. Después de todo, lo único que deseábamos era tener solo nuevos
amigos.
Los grupos abiertos, es decir, los que buscaban relacionar a las personas sin
ningún interés amoroso también abundaban. En ese caso el motivo que los
relacionaba era otro: político, artístico, cultural, aspectos que en realidad, por su
especificidad, no nos interesaban mucho, pero que no descartamos.
Solo cuando tuvimos la certeza de que los grupos a los que cada uno se
integraría reunía las condiciones que buscábamos, tomamos la decisión de asistir.
Ambos grupos funcionaban o se reunían en casas particulares o en restaurantes.
La composición de la gente era diversa, tanto por la edad como por sus
características físicas, pero se podía, por las fotos, observar que eran personas
comunes y corrientes, algo solitarias, era cierto, pero afables y muy interesadas en
conocer a nuevos amigos. En los dos casos los grupos eran mixtos, de gente
entre los treinta y sesenta años que se dedicaba a diversos oficios. Había, incluso,
desempleados. Mi grupo solía reunirse en restaurantes y en casas, muy cerca del
centro de la ciudad; el de María José, un poco más alejado, solo se reunía en las
casas de los integrantes del grupo.
Después de la primera reunión, ambos nos sentimos a gusto con nosotros
mismos, llenos de nuevas experiencias y de muy buen humor. No llegamos al
extremo de sentirnos como cuando uno se va por un tiempo y sufre la necesidad
de volver al hogar lo más pronto posible, pero sí sentimos que se encendía
nuevamente la curiosidad por el otro. El contacto con extraños nos había
devuelto algo que habíamos perdido y nos renovaba de alguna forma. En
términos generales, y por las breves conversaciones que tuvimos al respecto, la
gente que cada uno empezó a frecuentar se esforzaba por ser simpática y honesta
y eso nos gustó. Al parecer, aquellas personas nos estaban haciendo alguna clase
de bien.
Para mantener con firmeza el espacio reservado que cada uno iba creando con
sus nuevos amigos, nos prometimos que ninguno de los dos trataría de saber
detalles muy específicos sobre los que integraban el grupo al que pertenecía el
otro. Nos lo prometimos porque el sentido común nos indicaba que era
importante mantener un espacio privado para nuestro desarrollo personal, dadas
las circunstancias, y para los fines que perseguíamos.
Las siguientes reuniones fueron, para los dos, más personales e íntimas.
Algunos de los nuevos amigos empezaron a contar, poco a poco, algunos
aspectos de sus vidas con el objetivo de buscar puntos en común y a mostrarse
como eran en realidad: tímidos, extrovertidos, prudentes, risueños, algo
neuróticos. Al parecer, los grupos de esta índole tenían una dinámica conocida y
realizaban algunas prácticas que permitían el desarrollo de una verdadera amistad.
Era cierto, también, que cualquiera podía alejarse del grupo en el momento que
considerara conveniente.
El tiempo fue confirmando lo que nos había dicho el consejero, es decir, que
la amistad era fuente de riqueza y de insospechadas sorpresas y que a partir de las
relaciones amicales era posible crear el espacio propicio para la renovación
personal. Por otro lado, pensábamos que, como cualquier otro consejo,
podíamos manejar la situación según nuestra conveniencia y llevarlo a la práctica
hasta que lo consideráramos necesario, pero eso no sucedió. Dos meses después
intentamos dejar de asistir a las reuniones grupales con la idea de mantenernos en
casa como antes, pero nos fue imposible, sobre todo para María José. En realidad
ella esperaba con ansiedad a que llegara el viernes para que se produjera el
encuentro con sus nuevos amigos. En mi caso, los de mi grupo habíamos
formado una hermandad cerrada que en las reuniones la pasaba en absoluta
armonía permitiendo, a la vez, que cada uno viviera su soledad. Supongo que ese
hecho era el que, frente a cualquier otro, afirmaba en mí el valor de la libertad.
Era esperable, por lo demás. En el caso de María José, sus salidas empezaban a
demostrarme que, de alguna manera, buscaba algo que no tenía y que deseaba
encontrar, urgentemente, a través de los demás.
Lo cierto es que las reuniones nos permitían sentirnos mejor, si mejor es
sentirse dueño de sí mismo y de la propia intimidad. La llamada renovación personal
empezaba a dar sus frutos y a mostrarnos que podíamos ser otro tipo de persona
frente al otro en el contacto con gente nueva.
Como sospeché, la asistencia a las reuniones fue haciéndose cada vez más
necesaria para María José.

VI
Fue María José la que me dijo, entre temerosa e ilusionada, que los de su
grupo habían planeado, en un mes, ir a una fiesta, y que ella había aceptado
acompañarlos. Se sentía confundida porque, por primera vez, asistiría a una fiesta
sin mí. Por otro lado, estaba claro que, según nuestro acuerdo, no podía darme
más detalles sobre aquella reunión.
Celebré la idea con algo de desconfianza, debo reconocerlo, pero a la vez con
la certeza de que hacíamos lo necesario para que nuestra relación sobreviviera
ante la amenaza de la separación. Yo seguí yendo a mis reuniones, pero
empezaba a cansarme de la frecuencia con que lo hacía. Supongo que había
tenido suficiente y que, de alguna manera, ya me sentía con fuerzas para
continuar la relación, aunque siguiera teniendo algunas dudas.
Como suele suceder en estos casos, la expectativa de la fiesta produjo en
María José un comportamiento fuera de lo común. Era comprensible. Supuse
que sería extraño para ella asistir a una fiesta de solteros siendo ella una mujer
casada y que debía estar haciéndose algunas preguntas sobre cómo habría de
comportarse y lo que diría en un contexto como ese, pero tenía la certeza de que
su trato cordial se encargaría de afrontar cualquier problema.
Llegó un fin de semana más y asistí a mi reunión como todos los viernes.
Debo reconocer que no tenía ánimo para nada y que me sentía molesto por la
forma en que María José había salido de la casa hacia aquella fiesta. Había algo en
ella que me desconcertaba y fascinaba a la vez, algo que escondían sus palabras y
su mirada, la prolijidad con que se había vestido, su rostro maquillado después de
mucho tiempo.
En casa de Javier, uno de los miembros de mi grupo, las cosas no andaban
bien. Al parecer las chicas habían decidido ir a una fiesta de solteros, así, de
improviso, y habían dejado la dirección en un papel. No nos pareció bien que lo
hicieran de ese modo, pero luego consideramos que bien valía la pena cambiar
nuestra rutina por una reunión en la que la diversión estaba asegurada. Solo bastó
una llamada para asegurarles que contaran con nosotros. Pensé por un momento
en María José y en lo que estaría haciendo y me dije a mí mismo que tenía
también el derecho a divertirme sin ella. Pensé, cómo no, en un posible
encuentro, pero lo descarté de plano. Las estadísticas vinieron en mi ayuda: nos
encontrábamos en una ciudad de doce millones de habitantes y era poco
probable que el destino nos uniera en una de miles de fiestas que se realizaban los
viernes por la noche. Pronto me saqué esa idea de la cabeza y me relajé. A mi
mente vino la expresión americana party time y me vi, como en los años de mi
adolescencia, corriendo detrás de las fiestas los fines de semana.

VII

Al llegar a la casa indicada encontramos, más arregladas que de costumbre, a


tres de las chicas de nuestro grupo esperándonos fuera. Una de ellas, la más
entusiasta, me cogió del brazo, me prometió que me divertiría y, guiñándome un
ojo cómplice, me dijo que no me sobrepasara, pues tenía a alguien esperando por
mí.
Después de saludar a la dueña permanecí en la sala. Desde allí podía observar
el jardín en donde se desarrollaba la fiesta. Javier desapareció después de unos
segundos; alguien, al parecer, lo identificó. El lugar era una de esas amplias
residencias situadas en los suburbios de las grandes ciudades. Tenía una terraza
inmensa y una piscina en la que se reflejaban los globos de luz que circunvalaban
la propiedad. Había mucha gente muy bien vestida, pero también algunos
invitados arrinconados en las esquinas atenazados por una evidente timidez.
—Conoceremos gente nueva —dijo Angélica y me dejó solo—. Será bueno
para todos.
En el bar, pedí un whisky doble para sentirme mejor. Supongo que lo
necesitaba. Mientras bebía, observaba demasiada ansiedad en todos los que
estaban allí, demasiado esfuerzo por ser agradables, simpáticos, correctos. En ese
momento pensé en mí y en cómo me verían los demás.
Busqué un poco de aire fresco y me dirigí a la terraza. Una mirada general al
jardín me bastó para advertir la presencia de María José conversando con un
grupo de hombres. Me contuve y procedí como lo haría cualquier tipo con un
poco de amor propio. Sentí que me deslizaba sobre la hierba del jardín como una
serpiente hambrienta. Entonces escuché los latidos de mi corazón.
Me acerqué al grupo con mucha discreción, tratando de pasar inadvertido,
hasta que pude fijar la mirada en María José. Era sorprendente la naturalidad y la
simpatía con que se relacionaba con aquellos hombres. Su enérgico tono de voz
podía llegarme con cautivante nitidez. Observé largamente la forma estilizada con
que sostenía su copa de vino, la incitante postura de su cuerpo y sonreí para mí
mismo.
Me sentí confundido.
Seguramente la sensación de que alguien la observaba por detrás fue muy
fuerte para ella. En pocos segundos giró y, al verme, solo sonrió con cordialidad
después de echarme una mirada que duró siglos para mí, una mirada que podía
haber paralizado a cualquiera. En ese momento no supe qué hacer ni qué decir.
Solo recuerdo que estábamos frente a frente, en ese bello jardín, mirándonos a la
cara, llenos de estupor, rodeados de gente que en su mayoría conocíamos por
primera vez y que, en medio del silencio glacial que se instaló entre nosotros,
advirtió que algo andaba mal entre nosotros dos.
— ¿Se conocen? —preguntó uno de los tipos que formaban el grupo.
—No —dijimos los dos a la vez—. No —y reímos absurdamente.
—María José, él es...
—Juan —dije—. Soy Juan.
—Bueno, Juan —dijo el hombre introduciéndome en la conversación—.
María José nos ha contado que viene de los Estados Unidos y que...
En ese momento ella detuvo aquella mentira con un gesto de modestia e hizo
una broma que consiguió cambiar la conversación. Entretanto, otro empezó a
hablar de un tema diferente. Durante esos largos segundos, María José guardó la
compostura como pudo, tratado de mantener una sonrisa amistosa, pero eso no
impidió que me sintiera como un extraño a su lado. Permanecí, como pude, un
par de minutos más hasta que me retiré.
Todo era una confusión: la imagen de María José convertida en otra persona,
la música que abrazaba la fiesta, los amigos, el consejero, el grupo. Volví al bar y
tomé un par de whiskys más, mientras trataba de pensar en lo que debía hacer. Y
allí permanecí no sé cuánto tiempo más, sin que María José asomara por ningún
lado.
Solo cuando subí a mi auto y tomé la decisión de irme a un hotel lo
comprendí todo.
La noche, sin duda, sería muy larga.

Lima, diciembre de 2011


LA CORBATA

Hay derrotas más dignas que una victoria.


Jorge Luis Borges

Para César Ferreira


I

Hace algunos años, cuando era ejecutivo en una empresa multinacional en


Madrid, mi relación con las corbatas era sumamente conflictiva. Sufría, supongo,
porque al llevarlas encima me sentía como quien no era, es decir, como esa clase
de persona que está obligada a arroparse de cierta vana formalidad en medio de
las circunstancias que le impone un trabajo. Ahora, que ha pasado el tiempo,
recordar esto apenas me molesta porque ya no debo usarlas y, porque, aunque
sea difícil de creer, he llegado a tenerles aprecio.
Por lo pronto, confesaré lo siguiente: nunca logré hacerme bien el maldito nudo
que distingue a los hombres con clase de los que, supuestamente, no lo son. Por
lo tanto mi aspecto desaliñado era una característica que los demás aceptaban
como una peculiaridad distintiva. A esto debo sumar que, por aquella época,
inhalaba heroína, como casi todos en la oficina, y que frecuentaba lugares
bastante sórdidos, lugares inimaginables para hombres de mi categoría. Integraba,
por ello, una pequeña comunidad de burócratas de alto nivel que sabía manejar
su adicción no solo con absoluta reserva sino con cautela. Era imposible para
nosotros pensar en morir en la calle, como perros, de una sobredosis brutal.
Entonces, mis argumentos en contra de las corbatas se apoyaban en teorías sobre
la absurda evolución de la moda masculina, pero sobre todo en la observación de
algunas personas que se mostraban estúpidamente superiores por el simple hecho
de vestirse con una. En realidad, me era imposible sentirme cómodo con una
prenda que reforzaba una función puramente decorativa y que proyectaba una
imagen de mí que no se correspondía con la realidad. Por ello, lucir de manera
descuidada reflejaba un poco más quién era en realidad.
Por aquella época mi vida en Madrid era plácida, tenía un buen sueldo y acceso a
los clubes más exclusivos en donde era fácil encontrar la droga. En este punto
creo que sería conveniente revelar que inhalar moderadamente heroína en nada
afectaba mi vida laboral, como no afectaba la de muchos compañeros de trabajo
que, como yo, manteníamos discretamente esta dependencia. En cambio, las
corbatas que pendían sobre mi pecho, día tras día, me recordaban que había
claudicado, que mi pacto con la comodidad, y en cierta manera con el lujo, tenía
un precio, ese precio que había terminado por convertirme, a mis propios ojos,
en un ser ridículo. Es contradictorio y hasta absurdo, lo sé, pero esa era mi vida
entonces. Era verdad, me había jurado no ser pobre y para cumplir con ello había
convertido mi febril rechazo a las corbatas en algo manejable. ¿Quién era yo,
además, para no soportar una si debía hacerlo y, sobre todo, si debía conservar
mi trabajo y todo lo demás?
Pasaron algunos buenos años de bonanza y despilfarro, hasta que llegaron, como
les suele suceder a las economías ficticias, los años malos. Una serie de errores
financieros, que terminaron quebrando a la empresa y a los que trabajábamos en
ella, determinó que me quedara sin empleo. Con más preocupaciones que alegrías
volví, pues, a mi departamento de dos habitaciones a rehacer mi vida. Recuerdo
bien ese día: durante todo el camino de regreso a casa estuve palpando, dentro
del bolsillo del saco, la corbata que me había arrancado del cuello como si me
liberara de la gruesa soga que se usa para ahorcar a alguien públicamente. Es
exagerado, lo entiendo, y además difícil de imaginar, pero ese era mi caso: al fin
me sentía libre.

II
Como es fácil de suponer, lo poco que había ahorrado solo me sirvió para
mantener unos cuantos meses esa buena vida a la que estaba acostumbrado. Me
fue difícil renunciar al champán por las noches, al jamón de Jabugo y a las tarjetas
de crédito, pero tuve que hacerlo. Fue frustrante aceptar todas esas limitaciones
en una ciudad que lo ofrecía todo. Pero, ¿podía renunciar a mi soledad y, en
suma, a la heroína? Mi departamento estaba concebido solo para mí, para mis
defectos, mi suciedad y mi desorden; para visitas fugaces y nada más.
Pronto, sin embargo, me di cuenta de que me equivocaba. Cuando mis
acreedores dejaron de creer en las mentiras que mi eficiente imaginación
construía, y los vencimientos de los pagarés de mi pequeño departamento me
obligaron a firmar una segunda hipoteca, me dije a mí mismo que era hora de
buscar algún inquilino para la habitación que me servía de estudio. Pensé, dada su
amplitud y comodidad (tenía espacio para instalar una cama inmensa), que aquel
alquiler podía rendirme un ingreso bastante decente. Era, por lo demás, mi última
tabla de salvación. Vivía en Narciso Serra, una callecita cerca del parque del
Retiro, y desde mi departamento se podía observar la vegetación del lugar. Lugar
al que, por cierto, podía acudir a relajarme y a comprar heroína.
Aquella noche, después de tomar la decisión, me emborraché con el Rioja más
barato y al día siguiente, por la mañana, corrí a poner un anuncio en la agencia
donde ya había puesto a la venta algunas cosas anteriormente.
Rogué, puedo jurarlo, para que mi nueva inquilina (tenía que ser mujer) fuera
como me la imaginaba. Para entonces ya había elaborado el perfil de la candidata.
Debía ser discreta e independiente, guapa, en la medida de lo posible solvente y
con un trabajo que la obligara a estar gran parte del día en la calle. Prefería que
fuera inglesa o española, de veinte a veinticinco años, y sin novio, para evitar
visitas embarazosas.
Recuerdo que no asomó ni llamó ninguna mujer de esas ni de otras características
a lo largo de la semana y que solo apareció, después de diez días de espera y
frustración, una española al caer la noche.
Sentí que me estaba sucediendo un milagro.

III

La simpatía que irradiaba Asunción, a través de su bella sonrisa y entusiasmo, era


abrumadora y podía doblegar al más fiero en un instante. La armonía entre ella y
yo fue inmediata y la relación no necesitó de demasiadas introducciones para que
brotara la confianza. Con respecto a mis demandas, ella cumplía con todos los
requisitos que alguien podía exigirle a una inquilina, menos con uno: tenía novio.
Asunción era de Zaragoza, se estaba abriendo paso en la vida, trabajaba muy
duro y era bonita. El novio vivía en Barcelona y solo llegaría a Madrid durante
algunos fines de semana; no todos, por supuesto y, luego, el mismo domingo por
la noche, regresaría a su ciudad.
Recuerdo muy bien que casi al final de la agradable entrevista, Asunción me
lanzó la pregunta casi como un ruego:
—¿Podría quedarse en casa durante esos fines de semana?
No esperaba que me hiciera la pregunta, pero la recibí bien, como podría haberla
recibido un amigo al que se le pide un favor. La observé con detenimiento, le
hice las observaciones del caso y me aseguré de que me estuviese diciendo la
verdad. Asunción me miró con una mezcla de compasión y de urgencia, me
prometió (creo que varias veces) que su novio solo vendría los fines de semana y
me aseguró que todo saldría bien. Yo, dadas las circunstancias y su belleza,
terminé aceptando.
Me adelantó tres meses de alquiler que fueron como una salvación para mi atroz
economía y me dijo que se instalaría en uno o dos días. Yo cumplí con entregarle
las llaves y le indiqué algunas de las obligaciones domésticas que debía cumplir
para que todo se desarrollara con normalidad en el departamento.
Antes de irse, le pregunté algo que no dejó de darme vueltas en la cabeza:
—Asunción —dije, sabiendo bien que la pregunta no me convenía—, ¿por qué si
tu novio va a venir con frecuencia a Madrid no te instalas en un departamento
más amplio y lo pagan los dos?
—Él no puede dejar Barcelona por su trabajo —retrucó. Sus visitas serán
fugaces. No vale la pena tanto gasto.

IV

Los primeros días de Asunción en casa transcurrieron muy rápido, como suele
suceder cuando se es feliz. Solo había entre los dos un mutuo respeto y
consideración. Asunción era una mujer trabajadora (trabajaba en una agencia de
encuestas políticas por teléfono en un horario extenuante) y sus valores y buenas
intenciones la mostraban como una persona solidaria, llena de ideales y con una
gran capacidad de amar. Era ese tipo de mujer que cualquiera quisiera tener como
compañera, capaz de hacer lo que fuera necesario por su pareja y sus amigos.
Cuando hablaba, sus palabras siempre se acompañaban de una sonrisa que podía
infundir sosiego. Era inevitable sentirse a gusto con ella.
Transcurrió la primera semana en total armonía hasta que Asunción me anunció
que Fran, su novio, llegaría el viernes a pasar el fin de semana en Madrid.
Recuerdo que lo envidié por tener una novia tan bella y tan humana y que me
esmeré por ser cordial como ella lo había sido conmigo. Pensé que Asunción
debía haber elegido a alguien tan correcto como ella.
Ella llegó con Fran. El tipo sostenía una sonrisa apagada y vestía muy
correctamente, con saco negro, camisa blanca y una original corbata que llamó mi
atención. La corbata era multicolor y, sin embargo, seria. Tenía una combinación
de colores granate, negro y cobre que poseía la virtud de hacerla atractiva sin ser
llamativa. Una corbata, sin duda, muy diferente de las que había usado en mi
trabajo, cuya metálica severidad impedían cualquier comunicación con el otro.
Recuerdo que la destaqué ante Asunción en medio de la cordialidad que
momentos como esos nos imponen a todos y que ella también aceptó el elogio.
Creo que en el fondo traté de que mi comentario hiciera que Fran (quizá por su
apariencia de hombre triste) se sintiera halagado y recuperara el ánimo
escuchando algo bueno sobre él, pero no sé si lo conseguí.
Asunción, como toda mujer enamorada, se mostró muy orgullosa al momento de
presentarme a su novio. Era evidente la admiración que sentía por él y el esmero
que ponía para que se sintiera a gusto entre nosotros. Por otro lado, no me
sorprendió que Fran fuera un hombre de pocas palabras: los hombres que tienen
una bella mujer a su lado no necesitan decir mucho.
Más llamó mi atención el hecho de que Fran tuviera ojeras, sudara
permanentemente, perdiera en algunos momentos el hilo de nuestra
conversación y bostezara con frecuencia.

Esa primera noche cenamos en casa gracias a Asunción, quien nos encandiló a
los dos con su humor y delicadeza. Después de algunas botellas de vino, de
mucho tabaco y de contar algo de mi vida, decidí que era hora de irme a dormir.
Recuerdo que les dije que la casa era suya o que se sintieran cómodos y me fui.
Ya en la puerta de mi habitación, los oí hablar en voz baja, evitando, de forma
deliberada, cualquier posibilidad de ser escuchados.
Ese fin de semana me sentí como un verdadero anfitrión. Por cierto, era la
primera vez que tenía inquilinos a los que, por lo menos por tres meses, tendría
que aceptar y respetar. Recuerdo, sin embargo, que Fran, extrañamente, no salió
de la habitación todo el sábado y que Asunción le preparó algo de comer y de
cenar. El domingo, de hecho, no los vi. Comieron en su habitación.
Antes de despedirse, noté que Fran solo se había cambiado de camisa y que
mantenía la corbata multicolor que exhibía con dignidad, como si ella lo
representase ante mí de alguna forma o como si con ella quisiera agradarme. Su
semblante, sin embargo, lucía decaído, descompuesto y tenía los párpados
bastante inflamados. Eso me bastó. Conocía bien los síntomas.
Esa misma noche, cuando Asunción llegó de la estación, sabía lo que le
preguntaría. Le dije que al despedirnos había notado a Fran algo indispuesto,
diferente de como llegó de Barcelona y que me preocupaba su situación. Pensé
que no me extralimitaba al hacer ese comentario, porque de alguna manera me
sentía concernido, pero, al parecer, me equivoqué. La respuesta de Asunción fue
rápida y, por ello, algo violenta. Me dijo, en un tono bastante decidido, que Fran
estaba bien de salud (si eso era lo que quería saber) y que su estado tenía una
explicación en una reacción alérgica que le producía el estrés de un trabajo
inclemente en las oficinas de la municipalidad de Barcelona, trabajo que, por
cierto, lo estaba matando.
—Por lo pronto quiero informarle que Fran ya pidió su traslado a Madrid —dijo,
como si yo tuviese que resignarme a esa verdad—. Pero eso tomará su tiempo.
Cuando Fran llegue, las cosas mejorarán para ambos.
Recuerdo que no puede decir nada después de escuchar esa respuesta y que, a
pesar del tono exaltado que Asunción utilizó para dirigirse a mí, no le creí. Con
todo, pensé que convendría esperar un tiempo para tomar una decisión.

VI

Los dos o tres fines de semana siguientes tuvieron el mismo aire de misterio y de
tensión. Fran llegaba de Barcelona de buen humor y se mantenía todo el tiempo
encerrado en compañía de Asunción, quien solo salía a la cocina para prepararle
algo de comer. Luego, al llegar la noche del domingo, se despedía de mí,
enarbolando su inmarcesible corbata multicolor y un rostro que evidenciaba un
severo decaimiento.
Decidí por fin hablar con Asunción sobre el tema, pero ella se me adelantó.
Esta vez me contó, casi con lágrimas en los ojos, que Fran, al presionar por su
cambio a Madrid, había tenido graves problemas con los de la oficina de personal
de la municipalidad y que, ante la incómoda situación, habían decidido negarle el
traslado a Madrid, lo que había precipitado su renuncia.
—Entiéndame, por favor —agregó—. Fran está sufriendo una gran depresión.
Tendré que encargarme de él de aquí para adelante.
Confieso que en ese momento me sentí culpable por haberla molestado tanto
con mis preguntas y amenazas que decidí que las cosas siguieran su curso natural,
hasta donde yo pudiera ayudar. Fran estaba enfermo, lo sabía. Fue entonces, lo
recuerdo con exactitud, que me anunció que ambos se instalarían en Madrid y
que por un tiempo vivirían en la habitación.
—¿Lo permitiría? Por favor —me rogó entre lágrimas—. Se lo juro. Aumentaré
el pago del alquiler. Ni siquiera notará nuestra presencia.
Supongo que en ese momento me fue imposible negarme a la petición al ver a
Asunción tan triste y desasosegada. Recuerdo que ni siquiera tuve la oportunidad
de preguntarle por cuánto tiempo vivirían los dos en la habitación, ni en qué
condiciones. Solo recuerdo que, por un instante, ocupé el lugar de Fran y me
sentí como él. No me fue difícil hacerlo.

VII

Debo reconocer que, desde que Fran se instaló en el departamento, la presencia


de ambos fue invisible. Vivían de manera discreta y procuraban no molestarme.
Utilizaban la cocina y los servicios higiénicos a una hora en la que me encontraba
fuera o ya me había retirado a mi habitación y eran silenciosos al hacerlo. Incluso,
nunca dejaban de sacar la basura o de ocuparse de las cosas menores que tenían a
su cargo. Con todo, me molestaba el hecho de que Fran se mantuviera todo el día
en la habitación mientras Asunción trabajaba y que me fuera imposible establecer
alguna clase de diálogo con él. Sabía que estaba enfermo, pero no podía dejar de
sentir su actitud como un silencioso rechazo.
Pensé en algún momento sorprenderlos en medio de la noche y enfrentar la
situación, pero siempre me arrepentía de hacerlo, convencido de que sería muy
agresivo proceder de esa manera porque consideraba que no debía meterme
donde no debía. ¿Quién era yo, por lo demás, para atribuirme esas libertades?
Con el paso de los días traté de acostumbrarme a la actitud sigilosa de ambos,
buscando conformarme con las palabras que Asunción me dijo antes de que su
novio llegara de Barcelona, pero no pude conseguirlo.
Ese cuidado y respeto hacia mí (que más se parecían a la evasión premeditada)
había llegado a incomodarme, a hacerme sentir como alguien que en vez de
inquilinos tenía rehenes en su propia casa. Hablé con Asunción y le dije que no
debían llegar al punto de esconderse de mí todo el día. Recuerdo, también, que le
dije que era hora de que Fran saliera un poco, porque no podía seguir encerrado
en la habitación. Ella, como siempre, me pidió tiempo.
—Pronto superará la depresión. Es solo cuestión de tiempo.
A lo largo de los días decidí que era mejor seguir engañándome. Sabía lo que
pasaba, pero no quería hacerme problemas ni hacérselos a Asunción y mucho
menos a Fran. Además, comprendía la situación demasiado bien para juzgar a
alguien.
Recuerdo cómo fue muriendo el efecto dulcificante y benefactor que Asunción
produjo en mí cuando nos conocimos, cómo esa alegría fue dejando paso a una
sensación de desconfianza y tristeza al verla mentir todo el tiempo.

VIII

La tarde que vi a Fran caminar por el pasillo del departamento con dirección al
baño, noté que había adelgazado mucho y que temblaba severamente. Esas dos
últimas semanas habían sido devastadoras para él. La depresión, según Asunción,
parecía haberlo despojado de todo, incluso de sus escasas fuerzas para
mantenerse en pie. Cuando me acerqué para saludarlo, detuvo mi intención con
una mano débil que buscó establecer una distancia entre él y yo, pero insistí.
Quería ayudarlo.
—No se me acerque —dijo—. Solo llame a Asunción, por favor, se lo pido.
La llamé de inmediato, movido por una alarma que me hizo pensar en lo peor.
Corrí al teléfono y la llamé. El estado de Fran no era nada bueno: sudaba
copiosamente, tenía la respiración agitada y se apretaba el abdomen como si lo
latigueara por dentro un dolor muy intenso.
Pasaron unos veinte minutos para que Asunción llegara acompañada de un
hombre tan delgado como Fran. Le dije, muy rápidamente, que estaba en el baño,
que no había salido de allí desde que la llamé y que estaba muy mal. Solo bastó
que ella se pegara a la puerta y mencionara su nombre para que Fran le abriera.
Entraron los dos.
Demoraron en el baño una hora, antes de que pudieran llevarlo nuevamente a la
habitación. Recuerdo que Fran me sonrió como lo hacen los pacientes de
hospital al dar señales de vida a sus familiares. Mientras lo observaba, traté de
verlo como el primer día que me lo presentó Asunción, con esa bella corbata que
le alegraba el rostro decaído y triste y que lo defendía, como un amuleto, de la
adversidad.
Recuerdo que alguien, uno de los dos, de forma accidental, dejó caer una
jeringuilla al suelo mientras sostenían a Fran. Su sonido fue casi imperceptible,
pero la pude ver. Allí estaba, recién usada, mostrando toda su espinosa
agresividad sobre el piso. Todavía podían observarse los escasos restos marrones
de la heroína, mezclada con la sangre aún viva, pegados al tubo.
No dije nada, pero Asunción advirtió el hecho. Recogió como pudo la jeringuilla
compartió conmigo una mirada avergonzada y continuó hasta la habitación. Fue,
supongo, el momento más difícil de su vida.

IX

El hombre delgado salió primero de la habitación y se despidió de mí con un


gesto poco amigable. Su presencia exhalaba un fuerte olor a tabaco.
Cuando Asunción salió de la habitación, dos horas después, tenía el rostro
desencajado. La vergüenza había azotado su reposada belleza, su paz, su alegre
manera de conducirse por el mundo. Yo, en ese momento, lo único que sabía era
que no diría nada, que no la recriminaría por lo sucedido y que esperaría el
tiempo que fuese necesario para escuchar lo que tuviera que decirme.
Estuve largos minutos frente a ella en silencio escogiendo bien las palabras,
tratando de entender mis propios sentimientos, buscando la mejor manera de
llevar las cosas sin ofenderla y, sobre todo, sin ser el hipócrita en el que podía
convertirme si actuaba como no debía. Mientras la observaba buscaba, también,
entenderla, penetrar a través de su belleza en sus verdaderos sentimientos,
descubrir sus motivos, pero luego pensé que no debía atreverme a nada, y mucho
menos a juzgarla. Ella seguiría siendo para mí la bella mujer que llegó a casa
aquella noche, en medio de mi desesperanza, a sacarme del aprieto en el que me
encontraba. Eso era todo. No debía pedir más.
Quise acercarme a ella para abrazarla, pero también con un gesto de la mano me
lo impidió. Como en el caso de Fran, sentí que se defendía del mundo y de mí.
Sus palabras fueron duras.
—Nos iremos —dijo, sin mirarme a la cara—. Mañana por la mañana, nos
iremos. Fran debe recuperarse un poco. No nos denuncie, por favor.
La observé por unos segundos, tratando de que mi mirada le trasmitiera el
sosiego que necesitaba para mantenerse allí, frente a mí y le di ánimo.
—No lo haré —respondí, depositando toda mi comprensión en cada una de las
palabras que acababa de decir—. No lo haría nunca.
Ella me devolvió un gesto amigable y digno a la vez y se retiró.
Fue suficiente para mí.
Esa noche no dormí bien.
Por la mañana, cuando Asunción y Fran salieron de su habitación, yo me
encontraba en la cocina preparando algo para desayunar. Los había escuchado ir
al baño muy temprano, pero nada más. Asunción se acercó y me pidió que saliera
al salón porque Fran quería decirme algo. En realidad yo no quería escuchar
ninguna disculpa, ninguna explicación.
Fran lucía igual que siempre y sostenía una sonrisa que luchaba con las demás
partes de su entristecido rostro para poder sobrevivir. En todo momento no
dejaba de mirar a Asunción como se mira algo muy preciado.
—Todo este tiempo le he estado mintiendo y quiero pedirle perdón —dijo,
sosteniendo cada una de sus palabras como podía—. Pero sobre todo quiero que
la perdone a ella porque la obligué a mentirle. Solo quiero que sepa que mi vida
no ha sido fácil y que si estoy en este estado fue por un error.
En ese momento me sentí el hombre más ruin del mundo escuchándolo
disculparse ante mí. ¿Merecía yo alguna clase de explicación?
—No me diga nada —me rogó—. Sé que me merezco el peor de los insultos.
Solo quisiera que no la culpe a ella. No es mi novia; es mi hermana. De mí puede
pensar lo que quiera.
—No tienen que disculparse de nada —dije, mirándolos a los dos con afecto.
—Quiero dejarle esto antes de irnos —agregó Fran—. Es para usted.
Me alcanzó algo abultado dentro de una bolsa negra de plástico y me sostuvo la
mirada. El pobre brillo de sus ojos resumía toda la vergüenza del mundo.
Después, cogieron sus maletas y salieron haciéndome un gesto amistoso de
despedida. Unos minutos más tarde pude verlos por la ventana alejarse con
dirección a un paradero de autobuses.
Me quedé sin saber qué hacer unos minutos de pie en el silencio de la sala y
reparé en la bolsa. La abrí. Dentro, como el mejor de los tesoros, se encontraba
envuelta en un papel basto la preciada corbata de Fran. La cogí con cuidado y la
desenrollé en el aire.
Los colores lucían todo su bello esplendor.

París, julio de 2011

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