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Prólogo
El secreto de Marion
No juegues con fuego
Después de mi padre
Viejos perros
Una noche con María Pía
La bella Ami Arakai
Calle cerrada
Amanecer en Madrid
Atenas
Washington
El fin
Gente guapa
Juntos
La corbata
Prólogo
El taxi se detuvo frente a una casa con amplios jardines exteriores, grandes
ventanales obstruidos por un espeso cortinaje y fachada totalmente envejecida. El
terreno en el que estaba enclavada era amplio y podía adivinarse un jardín
posterior. Frente a ella, la mujer pudo intuir las causas de un descuido tan
evidente y permaneció contemplando la maleza que había invadido los bordes de
la entrada. Después de unos instantes más, se acercó hasta la verja de media
altura que cercaba el frente y liberó el pestillo por dentro.
Se dirigió a la puerta para tocar. A los pocos segundos, la silueta de un
hombre de mediana estatura, con los rasgos de la vejez marcados en los pliegues
del rostro y en la profusa canosidad de sus cabellos, se recortó en el vano. Su
rostro ostentaba una barba de varios días, sonreía con dificultad y un aliento a
alcohol se desprendía de su boca. Luego de un prolongado abrazo, ambos se
limitaron a guardar silencio. El hombre levantó la maleta, la miró fijamente a los
ojos e ingresaron al recibidor.
-Marion...- dijo el hombre en tono explicativo, después de cerrar la puerta.
Sin mediar palabra, la mujer lo tomó del hombro, levantó el índice hasta
tocarle los labios en señal de silencio y se recostó sobre su pecho. El hombre la
rodeó con sus brazos y le besó los cabellos con ternura. Inmediatamente después,
la condujo hasta la sala con pasos indecisos y le rogó que lo esperara mientras
subía las maletas. La mujer permaneció con las manos cruzadas observando el
juego mecánico de un reloj atrapado en una urna de cristal hasta que el hombre
estuvo nuevamente frente a ella.
-Me has faltado tanto, Marion- dijo, tomándola de las manos-. Y tenemos
tanto de qué hablar. Bueno, llegas justo para la cena-. La condujo hasta el
comedor, cruzándole el brazo por encima del hombro y le mostró la mesa. Cogió
nuevamente su vaso de whisky que reposaba en ella-. ¡Esto hay que celebrarlo!
Sólo debes esperar un par de minutos–agregó-, un par de minutos.
La mujer asintió con la cabeza y dibujó un gesto cansado con los labios.
-Está bien –dijo-. Antes quisiera reposar unos minutos-. Se liberó
suavemente, enrumbó hacia las escaleras y agregó-: Tú también me has hecho
falta, ¿lo sabías?, mucha falta.
*
Cuando las investigaciones del caso se estancaron debido a la falta de más
elementos de juicio, la presión de los familiares de la víctima se convirtió en una
insoportable condena. Nos amenazaban, nos juraban venganza y hasta se
atrevieron a mandar a alguien a manchar con sangre la fachada de la casa de mi
hermana. Nosotros no supimos qué hacer hasta que mi cuñado tomó la decisión
de pedir apoyo policial; después de todo, y dadas las circunstancias, no era
improbable que sufriéramos un atentado.
Pasaron pocas semanas para que mi segunda citación a la Dinincri llegara a
casa de mis padres. Me sorprendió que en el documento se indicara que en la
policía me confrontarían con un tal Pedro Huamaní. Debo confesar que en ese
momento empecé a tener miedo, esa clase de miedo que se cierne sobre
nosotros como una sombra, oscura y sutil a la vez, y contra la cual no se puede
hacer nada. Lo primero que hice fue llamar a mi cuñado para informarle sobre la
llegada de ese documento. Me extrañó que no le tomara importancia y que solo
me dijera que debía acudir a la citación como lo había hecho la primera vez.
Quizá pensaba que yo no tenía de qué preocuparme y lo podía entender. Yo me
sentía, en realidad, bastante inquieto y algo confundido ante la imposibilidad de
controlar una situación que, ahora, incorporaba a un sujeto que no conocía.
¿Pedro Huamaní? ¿Sería esta una trampa para inculparme? ¿Qué papel cumplía
este personaje? ¿Se trataba de un enviado de los familiares de la víctima? ¿Era un
vecino indignado que se había propuesto acusarme sin pruebas?
Traté por todos los medios de saber quién era el personaje. ¿Se trataba de un
delincuente? ¿Era alguien utilizado en el mundo del delito? ¿Tenía alguna relación
con el inquilino de mi hermana? Como pude, hice mis propias investigaciones,
pero no conseguí nada. Al parecer, se trataba de un tipo sin antecedentes penales,
un anónimo que aparecía de la nada para complicarme la vida.
Supe, sin embargo, por mi cuñado, que la policía llamó a más sospechosos
durante todo el tiempo que duró la investigación: Vecinos que se llevaban mal
con la víctima, amigos que lo frecuentaban, familiares que solo iban en busca de
su ayuda. Por ello me sentí, después de recibir la segunda citación, como un
acusado más.
El día en que debía acudir a la citación estaba desconcertado. ¿Me había
abandonado mi cuñado? Mi padre, que me acompañó a la Dinincri, me dijo que
confiara, que la verdad siempre se imponía, que nada me pasaría. Mi hermana
sólo me tocó el hombro y sonrió con tristeza, como lo hace la gente que, después
de llorar, trata de consolarse con algún buen recuerdo.
Antes de llegar a la delegación reparé en el peligro que suponía que me
confrontaran con alguien que tenía la posibilidad de hundirme para siempre en
una cárcel. ¿No era, después de todo, un procedimiento o recurso que se
empleaba en los tribunales cuando ya se había entablado una causa contra
alguien? ¿Acaso no corría el riesgo de ser detenido si al tal Pedro Huamaní se le
ocurría acusarme de algo?
Al llegar al lugar me dije que no tenía ningún sentido adelantarme a los hechos
e ingresé mostrando la confianza que me había jurado tener desde el principio.
Supongo que mi rostro fue lo suficientemente convincente porque el capitán, al
recibirme, me dijo:
-Disculpe que lo molestemos una vez más.
-No hay cuidado-respondí, con esa condescendencia que muestran quienes,
en el fondo, se sienten superiores a los demás.
-Pase por aquí.
Lo seguí por un pasillo angosto y bastante oscuro, que, de pronto, se abrió a
una pequeña habitación. En ella había un hombre pequeño que rehuía la mirada.
Su aspecto siniestro podía confirmar el juicio desaprobatorio del más
desavisado. Según el policía, el sujeto era Pedro Huamaní, un eventual portero de
noche del edificio situado frente al de mi hermana. No tuve el tiempo para medir,
con calma, el calibre de aquel individuo, pero estaba seguro de que no debía
mostrarme débil o temeroso. En solo unos instantes, el capitán sacó unos
papeles de su cajón y se dispuso a tomar las declaraciones. El inicio fue violento,
sin mediaciones:
-¿Lo reconoce?- preguntó el capitán, señalándome sin piedad.
El hombre se incorporó y me miró los zapatos. Luego, fue arrastrando la
mirada hacia arriba, como si hacerlo le supusiera un gran esfuerzo, como si en el
acto de observarme las dudas le estuviesen devorando el corazón. Mientras lo
hacía, sus manos no dejaban de moverse, alteradas por alguna razón. Yo lo miré
fijamente, como lo hace la gente que ostenta algún tipo de verdad irrefutable y así
permanecí el tiempo que me puso los ojos encima.
-¿Puede pararse?-dijo el policía.
Me incorporé. La reacción del individuo fue otra. Creo que en ese instante
apeló a sus difusos recuerdos visuales porque aguzó la mirada hacia un lugar
imaginario, quizá el escenario de la noche del crimen. Volvió a mi rostro y esta
vez me lanzó ese tipo de mirada que sostienen los criminales para llevar adelante
algún plan. Yo me mantuve inconmovible.
-¿Es él?
-No lo creo-dijo-. El hombre era más bajo y más grueso.
-Es todo-dijo el capitán y me echó una mirada de reojo.
Creo que Huamaní firmó una declaración y luego se fue. A mí, el capitán me
dijo que era probable que no me molestaran más y que aceptara las disculpas del
caso. Mi padre, que me estaba esperando en la puerta de aquel edificio atroz, vino
corriendo al verme salir. No me dijo nada, sólo me abrazó y me condujo a su
auto.
*
Ese fin de semana nos reunimos en casa de mi padre, como todos los
domingos. Allí estaba toda la familia alrededor de la mesa celebrando la inocencia
de mi hermana y la mía, celebrando el fin de todo ese embrollo en el que por un
segundo nuestro mundo casi se vino abajo. Comí y bebí mucho y me sentí a
gusto, en medio de la tranquilidad que proporciona el saber que se tiene todo
bajo control, compartiendo, lamentablemente, una historia horrible, pero que
había tenido un final feliz.
Antes de terminar el almuerzo, mi padre hizo un brindis y dijo unas palabras
hermosas sobre mí, palabras que me hicieron sentir orgulloso.
A las seis de la tarde todos empezaron a despedirse, todos menos mi hermana
que decidió quedarse unos momentos más para hablar conmigo. Yo me sentí un
poco desconcertado.
Cuando estuvimos solos, me miró a los ojos sin hacerme ninguna pregunta,
sin destacar algún gesto. Supongo que trataba de saber algo que sólo los ojos de
alguien pueden revelar. Yo atiné a sonreír con confianza y, al ver mi sonrisa, ella
también sonrió. Lo hizo con algo de satisfacción y tranquilidad, es verdad, pero
también con una pizca de complicidad, como si quisiera compartir algo que solo
yo sabía.
Sé, estoy seguro que, por lo menos, por un segundo, lo imaginó, lo pensó y lo
sospechó.
Al final, le hice una señal, un gesto definitivo y agregué:
-Solo puedo decirte que no vas a volver a llorar, nunca más, por un maldito
bastardo.
DESPUÉS DE MI PADRE
Aunque lo supe algunos años después, y no precisamente por él, mi padre
empezó a ser infeliz el día en que mi madre lo abandonó por otro hombre.
Yo tenía seis años entonces, no sospechaba nada y supongo que debieron de
herirme mucho sus palabras cuando me dijo, con una tristeza impresionante, que
no le interesaba vivir.
Recuerdo la edad con precisión porque ahora mi hijo Manuel tiene seis años
también y se parece a mí cuando los tenía. Veo en él la misma despreocupación
por lo que le rodea, la misma exigencia de aquello que desea, el mismo egoísmo
con lo que cae en sus manos y trato de explicarme, a través de él, parte de mi
niñez.
He comprobado que es imposible que los hijos dejen de parecerse a sus
padres aunque intentemos, en un decidido esfuerzo de corrección, impedirlo.
Hay algo inevitable en la formación de los niños, algo que beben de nosotros y
que es la suma de nuestros defectos. Algo que intuitivamente los atrae y condena:
una reproducción de aquello que los padres más odiamos.
A veces pienso que a eso se reduce la paternidad.
Olvidar el día en que mi padre me confió esa terrible verdad sería como
olvidar mi propio pasado. No tengo claros el motivo ni la circunstancia que
rodearon esa terrible confesión, pero la sensación que me produjo escucharla fue
determinante.
Nunca mi padre se había mostrado tan íntimamente sincero como aquel
día. Supongo que creía que, a pesar de mi juventud, podía comprenderlo. Tal vez
su confesión se debía a la necesidad de que yo lo reconociera y lo compadeciera
más desde ese momento. Ahora veo que tuvo que llenarse de valor para decirme
eso, para confiarme algo definitivo que cambiaría mi opinión sobre él. Digo esto
porque mi padre era una persona que valoraba mucho la prudencia.
Tal vez esta serie de reflexiones y recuerdos no hubiera tenido lugar si no
me hubiese visto en una situación parecida a la de mi padre. Después de todo, la
vida no hace más que asegurarse de que repitamos la misma lección y que
aprendamos de ella aunque sea tarde.
Recuerdo que siempre andaba interrogándome e interrogando a los demás
sobre la ausencia de mi madre y que todos me aseguraban que, en cualquier
momento, volvería, que no debía preocuparme (supongo que no es fácil ni
recomendable decirle a un niño de seis años que su madre ha abandonado el
hogar por seguir a otro hombre), hasta que llegó el momento en que la rotunda
parquedad de mi padre y sus largos silencios empezaron a disuadirme de mi
pesquisa y a infundirme una clase de temor más imaginario que real. Por ello, en
efecto, terminé pensando que mi madre en cualquier momento volvería, que
seguía queriéndome y que no había de qué preocuparse. También por ello, ahora
lo veo, me fue imposible relacionar su ausencia con la tristeza de mi padre, hasta
que él mismo me lo confesó. No sé si eso explique de alguna manera mi
temprana confusión.
Mi hijo Manuel es como yo cuando tenía su edad. Es difícil decir esto,
sobre todo porque decirlo supone asumir una responsabilidad más bien grave. Al
final, si nuestros hijos terminan siendo lo que son es por nosotros. Ahora creo
comprenderlo mejor.
Supongo que Manuel no intuye que soy un hombre triste precisamente
porque él es un niño rodeado de todo lo que quiere. Lo sé porque a veces se
detiene a mirarme con una sonrisa despreocupada desde una esquina cuando
estamos los dos solos y lo único que hago es preguntarme, observándolo, cuál
fue mi error, qué hice mal.
Recuerdo que mi padre me mantenía a distancia con su silencio. Aprendí
también, y sólo a través del tiempo, de qué estaba hecha la indignación y la
vergüenza. Había en él algo que sin darme cuenta fui absorbiendo e
incorporando. Una sensación que se alimentaba de un temor ciego, una
aprensión sentimental contra algo que no entendía bien, pero que
contradictoriamente me solidarizaba con él y establecía un vínculo muy fuerte.
Me he preguntado muchas veces si ese sentimiento era respeto.
Con Manuel creo haber desarrollado un tipo de relación menos distante,
pero no por ello menos compleja. Intuyo que su egoísmo y sus inaplazables
exigencias son una forma de reproche. Naturalmente, esta reacción no se
produce conscientemente; es así tratándose de sentimientos. Sé que le cuesta
trabajo comprenderme y que, como yo a su edad, está bastante confuso. Es fácil
estarlo cuando se tiene seis años y no tienes idea de por qué tu madre se ha ido
de la casa. Supe que mi madre se había ido con otro hombre cuando ya había
cumplido los diez años y creo recordar que saberlo no me impresionó tanto
como volver a ver la cara de mi padre después de conocer la verdad. Allí fue
cuando comprendí que el rostro de las personas contenía toda su historia. Fue la
hermana de mi padre, la tía Hortensia, quien me lo dijo. Supongo que lo hizo
porque odiaba a mi madre. No estoy seguro de ello. Pero puedo ver todavía sus
largas manos conduciéndome a la sala, su rostro excesivamente maquillado, su
sonrisa apenas disimulada y su grueso cuerpo embutido en el sillón diciéndome
que mi madre vivía con otro hombre en los Estados Unidos y que me olvidara de
ella, pues no iba a regresar nunca.
Fue ese el momento, también, que comprendí el valor de las palabras y el
inmenso daño que podían causar si se utilizaban contra alguien. Quizá por eso,
porque aprendí muy joven a mantenerme en silencio, es que procuro que Manuel
aprenda esa costumbre, sobre todo ahora que lo necesito.
Veo a Manuel jugar en su habitación y me veo a mí mismo haciéndolo a su
edad y comprendo cuán injusto es confrontar a un niño con una verdad que no le
es favorable y qué hermosa manera tienen de sobrevivir a aquello que los
perturba, cuán digna es su rebeldía cuando algo les hace daño.
Tal vez mi padre me dijo que ya no le importaba vivir porque no se atrevía
a decirme que mi madre se había enamorado de su mejor amigo y que era eso lo
que lo estaba destruyendo. Imagino que hay cosas que no se pueden decir en la
vida y ésta es una de esas. Debe ser muy doloroso saber que alguien en quien has
confiado toda tu vida termina llevándose a tu mujer.
Estoy seguro de que cuando mi padre tomó la determinación de suicidarse
no pensó en mí. A veces el dolor nos hace egoístas, como el amor. Esa es una
coincidencia peligrosa. Y tengo miedo.
Mi hijo Manuel me observa desde su habitación y no sé cómo decirle que
su madre, como la mía, decidió irse con otro hombre y que toda mi tristeza se
explica por ese hecho. Supongo que si se lo dijera pensaría que yo soy el culpable
de su partida y que tiene todo el derecho a odiarme. ¿Pensó así mi padre?
Carmen se fue de la casa huyendo de mí y supongo que debió de estar
verdaderamente desesperada para dejarme al niño y arriesgarse a todo tipo de
condena. Me pregunto si la culpa de todo la tengo yo, si arrastro, como mi padre
algún tipo de desaliento.
Manuel me pregunta casi todos los días, como yo a su edad, dónde está su
madre y yo le respondo, como me respondían entonces: que pronto volverá, que
no hay de qué preocuparse.
Sé que mentirle a Manuel es injusto, aunque crea que más bien es una
forma de protegerle. Es fácil engañar a los demás cuando los quieres; es
contradictorio, lo sé, pero es verdad. Parece que el mundo estuviese sólo lleno de
contradicciones y que la pureza de los sentimientos fuera sólo una fantasía. Es
injusto. Tal vez si mi padre estuviese vivo podría comprenderme como yo lo
comprendo ahora. Así podrían evitarse muchas cosas.
Contemplo a Manuel en su habitación, lo veo frente a la pantalla del
televisor completamente abstraído con su video juego y comprendo que la batalla
a muerte que libra con los monstruos que asoman por los rincones de la selva en
la que se encuentra perdido, son de alguna manera los mismos fantasmas que me
atemorizaban a mí cuando tenía su edad.
He cerrado todas las puertas y ventanas de esta casa. Me he asegurado de
que no haya filtraciones y para ello he colocado toallas mojadas por todos los
rincones. Aquí no hay batalla que se pueda librar porque éste no es un juego.
Todavía puedo ver a mi padre sobre la cama con algunas pastillas regadas
sobre su pecho y varios frascos vacíos esparcidos en el baño y la habitación. ¿Por
qué tenía el rostro rasguñado y las manos llenas de sangre?
El gas, después de todo, es más lento y apacible. Dormiré esta noche por
primera vez en paz sin la imagen de mi padre rondando insistentemente en mis
sueños; sin tener que pensar cómo terminar con todo esto, cómo decirle a
Manuel que su madre nunca regresará.
VIEJOS PERROS
Aunque no soy un ávido lector y mucho menos un escritor, mi relación
con la literatura siempre me ha inquietado. Debo decir que siempre tuve claro
que las historias que contaban las novelas no se correspondían con la verdad, que
en todos los casos sabía que se trataba de hechos inventados por los escritores
para recrear sus propias vidas y corregirlas, y que nunca me preocupó verificar la
veracidad de ninguna. Por ello, siempre me reía de la gente que las leía al pie de la
letra y llegaba a la conclusión de que todo lo que sucedía en sus páginas
realmente había ocurrido y que del grado de su veracidad dependía que fuera
mejor o simplemente buena.
He leído pocas novelas en mi vida, pero hubo una que llegó a captar toda
mi atención y tiempo. Una experiencia que me gustaría revivir con cualquier
libro. Debo confesar, además, que mi interés por releerla se acrecentó cuando vi
la película dirigida por Francisco Lombardi basada en ella.
Todo lo que vengo diciendo no tendría sentido si mi opinión respecto de
la verdad o falsedad de esa novela no hubiese cambiado bajo la influencia de una
experiencia que viví y que me propongo narrar.
Un día de febrero, mi hermano mayor dijo algo que no pude creer. Era
domingo y estábamos almorzando, el único día y el único momento en que toda
la familia podía reunirse. Recuerdo que lo dijo muy entusiasmado, en medio del
sonido de tenedores y cuchillos, de pronto, como quien lanza una piedra a una
ventana y ésta se hace añicos.
–El candidato del Frente Democrático ha aceptado reencontrarse con
todas las promociones de leonciopradinos.
Mi padre recibió la noticia con evidente alegría y felicitó a mi hermano por
el logro de aquella gestión. Debo aclarar que mi hermano era el presidente de la
asociación de ex alumnos del Colegio Militar y que, bajo su dirección, la
institución trataba de recuperar algo de aquel viejo esplendor y prestigio que hizo
conocido al Leoncio Prado internacionalmente, antes de que se publicara aquella
novela.
Para terminar, mi padre le dijo a mi hermano que contaba con su ayuda y
que ponía a su disposición todos los medios que estaban a su alcance para lograr
su propósito.
–Precisamente de eso quería hablarte –dijo mi hermano y levantó su copa
de vino para terminar el contenido–. Quería que me prestaras tu casa de playa en
Chorrillos, instalar sobre la cancha de fulbito el toldo, las mesas, el escenario para
la orquesta...
La casa de mi padre era verdaderamente inmensa: muchos metros
cuadrados cerca de la playa de La Herradura en los que se extendían una cancha
de fulbito, una de frontón y un jardín con un césped que era una magnífica
alfombra verde.
Durante la semana que precedió al reencuentro del candidato con sus
antiguos condiscípulos se dudó mucho sobre su asistencia a pesar de haberla
confirmado. Yo también tenía mis dudas, pues todavía tenía impregnada la idea
de que la publicación de la novela le había ganado la enemistad eterna de los jefes
militares que dirigían el colegio y de muchos de sus ex compañeros.
El almuerzo había sido programado para el tercer domingo de marzo y,
según mi hermano, asistirían las doscientas personas que en la última reunión de
ex alumnos habían confirmado su asistencia en el caso de que el invitado de
honor aceptara asistir.
Esperé con mucha ansiedad el día del almuerzo. Recuerdo que releí la
novela para refrescar esa sensación de agobio y corruptela que me produjo
cuando la leí por primera vez y que, durante la lectura, mi imaginación empezó a
prodigar una serie de imágenes, estimulada por los espacios cerrados, los
personajes corroídos por la violencia y el miedo, y el abuso contra los mas débiles
a través de la conformación de una mafia estudiantil. Fue repugnante volver a
penetrar en esa atmósfera de decadencia moral que el libro sostenía en cada
página.
El día del almuerzo llegué temprano a la casa de Chorrillos en compañía de
mi padre. En el camino hablamos de literatura y de política, de lo que se veían
obligados a hacer los candidatos presidenciales con el fin de quedar bien con
todos, sobre todo si se les consideraba posibles votantes.
En la casa y los alrededores, todo estaba dispuesto y en orden: propaganda
electoral, espontáneos y entusiastas, vecinos de la zona, banderolas anunciando
los lemas del FREDEMO.
Los detalles del almuerzo no habían sido descuidados y podía notarse algo
de desmesurado en todos los preparativos: era evidente que lo seleccionado
desbordaba la humildad de un almuerzo dominical organizado por los ex
alumnos de un colegio que, literalmente, estaba en la ruina. Numerosos cajones
de botellas de scotch, paquetes de cigarrillos y puros cubanos de primera, botellas
de vino californiano, comida francesa y cava, sorprendían a todos y a mí mismo.
Mi hermano no había mencionado nada sobre esto porque sin duda lo
ignoraba. Después nos dijo que se había encargado este aspecto de la recepción a
un grupo de ex alumnos cuyo negocio era precisamente la restauración y que, por
cierto, a él también le había sorprendido descubrir tanta exquisitez, tanto
derroche. “Son algo ricos”, concluyó.
En el transcurso de la mañana, llegaron periodistas de todos los medios de
información con cámaras filmadoras, grabadoras y mucha avidez.
El tema que, de manera natural, empezó a surgir entre los ex alumnos
mientras esperaban la llegada del invitado, fue el de la novela. Podía percibir el
morbo de los periodistas, la curiosidad por identificar a los personajes de la
ficción con quienes formaban corros y hablaban y reían y se saludaban en medio
de un reencuentro de varios años. Percibía, también, la sorpresa que causaba en
ellos ver llegar a algunos en coches nuevos, vestidos impecablemente con ropa de
marca, con cadenas de oro adornándoles el cuello, con anillos de diseños
impresionantes.
La presencia del candidato estaba anunciada para las dos de la tarde y se
sabía que sólo permanecería una hora en la que daría un saludo y el
agradecimiento correspondientes a las autoridades del colegio por la invitación y
por el apoyo a su candidatura.
Al mediodía, todos los comensales estaban ubicados en sus mesas y se
dirigían bromas utilizando ciertos pasajes de la novela como motivo. Los
periodistas que merodeaban ávidamente hacían preguntas directas sobre la
verdad o la mentira del libro y todos celebraban. Preguntas como... si era cierto
que a los perros, es decir, a los que ingresaban al primer nivel de enseñanza, se les
bautizaba con baños de orina y golpes a callejón oscuro. Si la escena de la
violación de las gallinas era una práctica real o una pura invención literaria. En
fin, si allí, entre ellos, estaban los personajes de la novela. ¿Quién era el Jaguar?
¿Cuál el Boa? ¿Quién el Rulos? ¿Dónde estaba el Esclavo?
Lo cierto es que todos reían, intercambiaban miradas de complicidad y
volvían a reírse, reproduciendo, en alguna medida, la necesaria conspiración
vivida en la novela. Sin embargo, una hora después, cuando ya habían corrido
tres ruedas de scotch, las cosas empezaron a cambiar. Alguno levantaba la voz y se
autodesignaba, en medio de una total algarabía, como el Jaguar mientras que, al
instante, otro lo desmentía para atribuirse esa identidad, a la vez que golpeaba en
la cabeza a un tercero y le llamaba ‘esclavo’. También alguno negaba todo y decía
que la novela era pura mentira y que él sí sabía lo que había sucedido realmente
en el Colegio Militar.
Cuando llegó el candidato del Frente, todos los periodistas corrieron hacia
él con la intención de hacerle preguntas relacionadas con el reencuentro
leonciopradino y tomarle fotos. Él respondió con mucho entusiasmo haciendo
referencia al colegio como una institución con la que estaba en deuda, pues le
había proporcionado el tema de su primera novela y que el reencuentro pasaba a
ser la primera muestra de una reciprocidad que se conservaría en el futuro. No
dijo más, eludiendo al grupo de periodistas con amable cordialidad.
Los sesenta minutos que el candidato estuvo allí se animaron con una
orquesta que interpretó varias canciones bailables, todas dedicadas a él y a la
promoción que organizaba el almuerzo y a la que pertenecía mi hermano. El
discurso de recepción fue leído por un ex alumno de alguna promoción próxima
a la del invitado, por lo que comentaron todos después. En el discurso se
apostaba por la victoria del candidato del Frente Democrático y por el
compromiso que todos los leonciopradinos asumían, a partir de ese momento,
con el Frente desde el lugar que ocupaban en la sociedad. Después de comer, el
candidato se despidió de todos agradeciendo el apoyo y diciendo que lo esperaba
un mitin en Villa El Salvador.
Cuando se fue, todo volvió a la normalidad. El scotch empezó a circular con
mayor velocidad y los paquetes de cigarrillos y puros a distribuirse en todas las
mesas.
A las seis de la tarde, muchos de los comensales se habían retirado, la
mayoría visiblemente ebria, caminando con dificultad, riéndose, bromeando. Yo
había tomado algunas copas de cava y había comido en abundancia y también me
sentía algo ebrio, pero podía controlarme. Los periodistas ya se habían ido y sólo
los mozos contratados hasta el final de la reunión contemplaban desde un rincón
de la casa a los pocos invitados que aún, en pequeños grupos, estaban dispersos
por la cancha de fulbito. Decidí irme a descansar un rato a la habitación en donde
se encontraba mi padre viendo la televisión. Estaba ebrio también. Sólo me
preguntó por Felipe, mi hermano. Yo le dije que lo había dejado con los
invitados.
Me recosté en el sillón e inmediatamente las imágenes que había ido
abonando durante la relectura de la novela se actualizaron en mí de manera
violenta. Pensé nuevamente en cada uno de los personajes, en el miedo del
Esclavo, en la violencia del Jaguar, en la doblez de Alberto y traté, por un
momento, de relacionarlos con quienes había visto riendo toda esa tarde en
espléndida camaradería. No podía ser verdad que alguno de ellos se
correspondiera con los modelos que proponía la novela, no podía imaginar a esos
hombres de más de cincuenta años viviendo en el mundo asfixiante que la novela
exhalaba como un fétido aliento.
Cuando desperté dos horas después sin haber advertido en algún
momento que me quedaba dormido, comprobé que mi padre estaba durmiendo
y que la televisión seguía encendida.
Salí nuevamente al jardín en busca de mi hermano para decirle que me iba
con nuestro padre, pero al preguntar por él me dijeron que se había ido veinte
minutos antes, pero que volvería, pues todavía quedaban algunos leonciopradinos
dando vueltas por allí.
Di un par de vueltas por la casa y, al llegar a la cancha de fulbito, escuché
una botella que se rompía con violencia, obviamente estrellada contra el
pavimento. Guiado por el oído, pude identificar el lugar a un extremo retirado de
los restos del almuerzo, bajo un árbol de granadillas que servía para dar sombra a
unas jaulas en donde los guardianes de la casa tenían un gallinero. Recuerdo que
las imágenes de la novela volvieron a mí una vez más y que me sorprendí
pensando que sería testigo de algo desagradable, algo así como una pelea.
Escuché voces, sillas que se arrastraban, el ampuloso sonido de una botella de
cava recién descorchada y un risueño murmullo. Risas contenidas.
Me acerqué, con ese tipo de cautela tan recurrente en la novela, hacia el
lugar de donde provenían las voces guardándome en la sombra que proyectaban
los árboles sobre el césped y, como una revelación cuyo efecto sólo nos produce
estupor, los vi. Todos estaban vestidos elegantemente y en sus cuellos se podía
distinguir una correa de oro con púas relucientes. Se reían y cogían a las gallinas
una por una y las lanzaban al aire o las pateaban en medio de su borrachera,
mientras las botellas de cava se destilaban por sus gargantas alborotando aún más
su espuma.
Bebían y reían, y se palmeaban el lomo desenrollando en el acto una
lengua rojiza que oscilaba babeante y salpicaba una densa y espumosa saliva. Muy
juntos, arrinconados, casi lamiéndose, tocándose, y como sujetos a una gran
correa, se revolvían y por instantes se mordían y siempre ladraban, siempre, sin
parar. Eran ocho perros negros cuyo ladrido era furioso, implacable, intercalado
con carcajadas y palabras que auguraban que si su candidato ganaba, ésa sería la
oportunidad que habían estado esperando tantos años.
UNA NOCHE CON MARÍA PÍA
Tenía la invitación en las manos y observaba el hermoso perfil de las letras
negras sobre la impecable cartulina blanca. No había ninguna equivocación, se
trataba de mí, de Juan Carlos Dergan. La invitación, sin embargo, era personal y
tenía que decírselo a Mariana, mi esposa. Ella comprendió de inmediato y me dijo
que no debía perder la oportunidad de escuchar a la Orquesta Sinfónica de
Moscú, que no me sintiera mal si no podía conseguir una entrada para ella y que
debía apurarme, que me esperaba en casa. Colgué el teléfono. Recuerdo que por
aquella época trabajaba en un periódico que lograba salir a las calles por obra de
Dios, aunque la filiación de la publicación fuera marxista y que no se podía hablar
con más de tres o cuatro personas en todo ese conglomerado de buenos y
execrables redactores. María Pía era una de las que podían ser clasificadas en la
primera serie. Esa noche terminé de arreglar todos mis papeles y pasé la página
cultural que tenía a mi cargo. En realidad Mariana y el reloj tenían razón, si no me
apuraba podía llegar tarde.
El Teatro Municipal no estaba lejos de la redacción del periódico, así que
caminé unas cuantas cuadras y llegué sin problemas. Había tal cantidad de
personas en la puerta que realmente quedé sorprendido. En ese momento pensé
que era demasiado tarde para ocupar un lugar. Estaba dispuesto a irme sin dar la
batalla cuando encontré, en medio del bullicio, a María Pía, atenta a la
conversación que mantenía que con el representante artístico de la Orquesta
Sinfónica. No lo dudé y me acerqué a ella llevado por la alegría de encontrarla y,
debo reconocerlo, por el interés de compartir esa noche con ella.
Estaba hermosa como siempre, hermosa de los pies a la cabeza.
-¡María Pía! –dije, acercándome a ella-. ¡Qué sorpresa! ¡No pensé
encontrarte aquí!
-¡Juanito! –dijo ella-. ¡Qué tal! ¡También te llegaron invitaciones!
-No –respondí-, sólo a mí. Ya te imaginarás como estará Mariana.
-Perdón –se interrumpió de pronto, volviendo el rostro-, Juanito te
presento al señor Garrido, es el encargado de la promoción de la Orquesta
Sinfónica de Moscú.
-Mucho gusto –dije, estrechándole la mano.
-El gusto es mío –respondió.
-Juanito –dijo María Pía-, el ingreso al Teatro está algo difícil, pero el
señor Garrido nos va a ayudar, ¿no es cierto?
-Voy a hacer lo posible, perdón... ¿de qué periódico son? Lo he olvidado.
-Él trabaja en la Página Cultural y yo en la sección Espectáculos del Diario
“El Cotidiano”.
-Es un periódico nuevo ¿no? –preguntó el señor Garrido.
-Sí –respondí-.Además es de izquierda.
-Espérenme un momento –dijo y se dio media vuelta.
La verdad es que las invitaciones, repartidas por una entidad del gobierno
en cuestiones culturales, poco servían. Las personas allegadas a las esferas del
poder habían ocupado casi todos los lugares.
-Juanito –me dijo, María Pía, en tono de complicidad-. Yo tengo dos
invitaciones una para mí y otra para...
-Oye –respondí-, y dónde está...
-Lo estoy esperando, pero no llega.
-¿Crees que el señor Garrido te va a conseguir dos sitios, más uno para mí?
–pregunté con la seguridad de que no sería posible.
-No lo sé.
Esa respuesta me deprimió y deprimió más a María Pía. La gente seguía
dando vueltas a nuestro alrededor, ansiosa, agitada, molesta. Fue, entonces,
cuando comenzamos a ver a los políticos de turno llegar en elegantes
automóviles.
-¡Esto es increíble! –dije.
-Lo es –respondió María Pía.
-Mejor nos vamos, esto no da para más. Mira como entran esos
miserables, sonriéndole a la esposa del ministro.
-Espera –dijo María Pía-, todo puede suceder en el lugar de los posibles.
-¿En dónde?
-Allá viene Garrido.
Agucé la mirada para observar lo que traía en las manos. No había duda.
Pronto estuvo cerca. Ahora los boletitos rojos se dejaban ver sin dificultad.
-Esto es para ustedes –dijo-. Estas dos para ti, María Pía, y esta para usted.
No he podido conseguir sino dos butacas juntas. La otra está...
-Por favor –replicó María Pía-, no tiene por qué darnos explicaciones.
Todo lo contrario. Somos nosotros los agradecidos, ¿no?
-Ha sido una gentileza de su parte –dije— esperamos retribuir este
servicio.
-¿Es hora de entrar? –preguntó María Pía para evitar que yo hiciera algún
comentario adicional a aquellas palabras.
-No –respondió el señor Garrido-. Tienen todavía quince minutos. La
función se ha retrasado.
-Gracias –dijo María Pía-. ¿Vamos?
Nos dirigimos a la puerta a esperar a Diego, el compañero de María Pía.
Los revendedores circulaban a la caza de alguna entrada. Yo me explicaba ese
fenómeno porque sólo se habían programado dos presentaciones y no era usual
que la Orquesta Sinfónica de Moscú estuviera de gira por nuestro continente.
Estuvimos esperando en la puerta alrededor de diez minutos. Fue,
entonces, cuando María Pía tomó una determinación.
-Diego no viene –dijo-. Es mejor que vendamos la entrada. Ese dinero nos
puede servir.
Yo la miré fijamente y pensé en Mariana, pero después tomé conciencia de
que era demasiado tarde para avisarle.
-Es un poco complicado –dije-. Hay que ver cuánto cuestan las entradas
para pedir lo justo.
Nos acercamos a la boletería fingiendo buscar boletos. Allí comprobamos
que las localidades estaban agotadas y que una entrada como la nuestra costaba
mil doscientos intis.
-¡Mil doscientos! –dijo María Pía, realmente sorprendida.
-Están caras las entradas –comenté en voz alta.
-¿Quieren comprar? –aprovechó un revendedor que merodeaba alrededor
nuestro.
-No, queremos vender una entrada –dijo María Pía.
-Ya –dijo el revendedor-. Les ofrezco mil intis.
María Pía no lo pensó dos veces y le entregó la entrada con la invitación.
El revendedor sacó un fajo de billetes y nos entregó el dinero.
-No lo había pensado –dijo María Pía.
-¿Qué no habías pensado?
-Tener este dinero, así de fácil.
-Así es la vida –dije.
-Ahora entremos. No quiero encontrarme con Diego.
-No creo que venga –dije-. Si no ya hubiese llegado hace rato.
-Oye –dijo María Pía, de pronto, mirándome a los ojos-, con este dinero
nos podemos meter a un hotelito, fácil, ¿conoces?
-Sí –dije-. Hay algunos por aquí.
-¡Bestial! –dijo-. Después de darle placer al oído, hay que darle placer al
cuerpo. ¿No te parece?
-Entremos –dije-. Puede llegar Diego.
*
Durante los siguientes días hice dos cosas: establecí los contactos necesarios
para conseguir una cita con el coordinador de los programas de investigación que
se realizaban en el Smithsonian Institution y visité la National Gallery para observar
cuadros que contenían escenas de caza en las que los perros eran los
protagonistas.
Una tarde después de la primera semana, cuando llegué al parque, la gente
estaba bastante animada a pesar de que hacía algo de frío. Noté una
desproporcionada reacción en Bob cuando me vio asomar. Estaba demasiado
alegre para algo tan usual y cotidiano. Supuse de inmediato que había pensado
que yo me cansaría de sacar al perro, pero ahí estábamos frente a él, para acabar
con sus dudas. Debo reconocer que Din se hacía querer. Esa vez, luego de
liberarlo de su correa, Bob me ofreció un cigarrillo que rehusé y empezó a
hacerme preguntas sobre el Perú. Su interés, al parecer, se debía a sus
conversaciones con Fernando. Ese día, se acercó nuevamente el hombre de
sesenta años y una mujer de más o menos cincuenta, dueña de un pastor alemán
cuya íntima conversación me fue convenciendo de que podía ser cierto lo que
Bob me había dicho, que todos allí eran una verdadera familia de amigos.
Al final del primer mes ya conocía a muchas personas con las que compartía
esa hora y media que duraba el paseo de Din. Durante ese mes, había compartido
información con jóvenes investigadores en el Smithsonian Institution sobre mi
proyecto de investigación y recorrido casi todos los museos del National Mall. En
realidad, me sentía muy a gusto en esa ciudad que me permitía estudiar e
investigar y en la que, a los cuarenta, no era tan malo estar solo.
Al final del primer mes, Din y yo habíamos llegado a ser buenos compañeros.
Lo conocía como se puede conocer a una persona y cuidaba mucho de no hacer
cosas que podían perturbarlo. Era muy tranquilo y mis largas ausencias parecían
no enfurecerlo o precipitarlo en la tristeza. Cuando llegaba, a las dos o tres de la
tarde, se acercaba a mi y con un suave movimiento de cola me decía que todo
estaba bien. Luego, cuando era la hora del paseo, se acercaba a la puerta de calle
una o dos veces y nada más.
La verdad, no faltaron momentos en los que olvidé darle de comer o me
resultó pesado jugar con él. Lo que no olvidaba nunca era sacarlo al parque a las
seis de la tarde para que corriese y todo lo demás. Y no lo olvidaba porque yo
también había empezado a acostumbrarme a la compañía de aquella gente
enamorada de su perro.
La llegada de Din al parque, cada tarde, era celebrada de diversas maneras por
sus congéneres, pero también por los amigos que lo apreciaban. Yo terminé
convencido de que había sido una mala idea no tener a un perro y me prometí
que al regresar a Lima esa situación cambiaría. Buscaría a un can capaz de
mantener la conducta y disciplina que Din me había demostrado en todo ese mes
y, por cierto, buscaría a esa gente que salía a correr con sus perros. Al fin lo
comprendía: no me había dado una oportunidad a mí mismo para apaciguar esa
soledad que a veces se convertía en mi peor enemiga.
Me había sentido bien desde el momento en que pisé Washington, pero esa
última semana, al reparar en las grandes avenidas y en los monumentos que
recordaban a sus próceres, empecé a sentirme insignificante. Había algo de
apabullante, algo de irreal en la imposición y difusión de lo cívico. Washington
combatía su carácter burocrático con su voluminosa arquitectura, con la
construcción de monstruosos espacios en los que, sobre todo, los funcionarios
del Estado, literalmente, desaparecían.
Din, al parecer, conocía bien todos los espacios naturales y se desplazaba con
confianza por senderos, explanadas, terrazas y jardines. Con él, por cierto, era
inevitable recibir un gesto de aprobación, una amplia y alegre sonrisa que se
detenía unos segundos en él y que luego ascendía hacia mí un instante para
desaparecer cordialmente.
Una semana dedicada a la ciudad me permitió disfrutar de la soledad de las
mañanas de Washington. Din y yo, entonces, no nos separamos ni un segundo y
casi lo sentía como una extensión de mí mismo. Por las tardes, como siempre,
salíamos al parque. Para entonces las calles habían adoptado un nuevo rostro:
todos los árboles habían empezado a florecer.
En realidad, me dolía mucho irme de allí, dejar atrás a aquellos amigos,
alejarme de ese núcleo de afectividad, pero mi sobrino ya alistaba su regreso y yo
debía cumplir con lo pactado.
Dada esa situación, había pensado no despedirme, dejar al perro con Bob y
sin más dirigirme al aeropuerto; pero tanta amistad y confianza, tantas horas
empleadas en escuchar pacientemente las historias que cada uno de ellos me
contaban no podían terminar de ese modo. Sentía que la parte de humanidad que
me habían proporcionado acercándome a sus tristes vidas merecía consideración,
aprecio.
Dos días antes de partir, bañé y acicalé al perro como nunca lo había hecho.
Estaba dispuesto a dejar el mejor recuerdo en Bob, Roxane y David a como diera
lugar. Recuerdo que esa tarde Din se lució como nunca y que ganó más amigos
de los que ya tenía. Yo puedo decir que solo quería ocultar mi tristeza detrás del
éxito de Din.
Dudé mucho antes de decirles que regresaba a Lima, pero lo hice. Preparé
cada una de mis palabras con cuidado tratando de ser lo más amigable posible y
agregué, con la confianza que me daba el conocerlos un poco, que podía ser una
buena idea reunirnos al día siguiente.
-Podemos ir a cenar en vez de ir al parque a pasear a los perros-dije.
Pensé que sería era una buena oportunidad para hablarles sobre mí, explicarles
lo de mi viaje, despedirme en un acto que pudiese dejarles un buen recuerdo,
prometerles que siempre volvería a verlos, que nunca perderíamos el contacto.
Inmediatamente, los tres aceptaron con entusiasmo mi petición, pero en un
segundo, una mirada que aún no puedo explicar bien, cambió sus rostros. Una
mirada rápida y directa que los tres me lanzaron primero a mí, pero que algo más
tenue, derivaron hacia la figura de Din. Una mirada que al final devino en
confusa, inescrutable, una mirada que jamás podré olvidar en esa tarde de
primavera.
Al día siguiente estuve, a la hora acordada, en la puerta del restaurante como
habíamos quedado. Puedo jurar que no me demoré un minuto en llegar, puedo
probar que respeté escrupulosamente lo acordado.
Esperé dos largas horas a Bob, a Roxane y a David, pero no se asomaron por
allí. Esperé con ansiedad y con desconcierto intuyendo, a cada minuto, que no
llegarían, pensando, con algo de ingenuidad, que quizá todo se había tratado de
un malentendido.
Cuando la calle me mostró toda la soledad del mundo en medio de una
multitud que disfrutaba la noche primaveral, decidí que era hora de largarme de
allí. Si mal no recuerdo, era fue la primera vez que salí sin Din, la primera vez que
salí solo, sin el perro.
EL FIN
Lo intuiste desde que subí a tu auto con una pereza desesperante y me ubiqué
en el asiento trasero. En medio de la noche, mi figura era apenas visible en esa
esquina en penumbra, en esa esquina poblada de sombras como la mía, como la
de alguien que espera sin prisa o que espera simplemente. Lo intuiste como se
intuye una desgracia que no se puede evitar y, sin embargo, se espera. Mi mano,
apenas iluminada por la luz mortecina de ese viejo farol, flotaba sin ansiedad y
detuviste, con mucho cuidado, tu auto. Tu rostro revelaba un carácter dispuesto
a vencer cualquier obstáculo con la indudable destreza de las personas que son
capaces de todo, a condición de conseguir su objetivo. Con mucha facilidad
pude advertir tus rasgos andinos, adivinar tu edad, percibir la ansiedad en cada
uno de tus gestos, confirmar la naturaleza de tu aplomo, echar una mirada rápida
al interior. Sonreí con cordialidad porque pensé que eso sería suficiente. Te di
una dirección muy rápidamente, en la zona norte de Lima, y, sin pensarlo mucho,
me diste un precio elevado, supongo que llevado por tu ambición, pero también
quizá con la intención de desanimarme. Sin embargo, yo acepté sin discutir. ¿No
fue ese un indicio inequívoco? Te persignaste.
Tu station wagon estaba bien cuidada, la tenías bien mantenida, el motor sonaba
bien, pero por dentro era desesperadamente horrible. Tenías colgada a Sarita
Colonia que, adiviné, estaba allí porque le habías hecho alguna petición. La foto
de tu hijo también colgaba del retrovisor y, junto a ella, el imprescindible zapatito
blanco que se balanceaba todo el tiempo. Calcomanías por todos lados podían
aturdir a cualquiera, pero una, que ya había leído en otros taxis, parecía
concentrar toda tu vida: Jesús es mi compañero y guía. Yo, quizá era imposible
notarlo, me sentía asqueado por todo lo que era extensión de ti, pero podía
controlarme. Lo más fascinante era probar que esa noche podía no importarme
nada, que en mi caso ser culto o educado no tenía ningún significado.
Algo cómodo, empecé a jugar con mi encendedor sin hacer fuego y no
pronuncié una palabra. No podía decir nada. A nosotros nos reconocen por la
frialdad, por la sequedad en el habla, por el inmenso desprecio que nos inspiran
los demás, algunas veces porque no miramos a la cara. Dijiste algo sobre el clima,
sobre la noche y, de pronto, callaste, cuando, una vez más, intuiste que no era el
tipo de persona sociable que imaginabas, cuando supiste que no te respondería,
cuando te diste cuenta de que habías cometido un error; pero me mirabas con
insistencia por el retrovisor y supongo que solo podías ver un rostro
inconmovible, una mirada sin sentimiento, un gesto neutro, despojado de toda
humanidad. A esa hora había poco tráfico por la Panamericana Norte y veías,
como yo, algunas estaciones de gasolina, puentes para peatones, paraderos con
poca gente, banderolas que anunciaban conciertos de música folklórica y largas
fábricas con sus torreones en las esquinas, iluminados por unos potentes
reflectores. Pasamos frente a un inmenso centro comercial y te referiste al Mega
Plaza como el mejor de Lima. La zona estaba mejor gracias al comercio. En Los
Olivos había gente con plata, buenas casas, buenos colegios. Yo seguía sin
responderte, esperando a que llegáramos a nuestro destino y tú seguías
mirándome por el retrovisor, tratando de arrancarme una sonrisa amigable,
tratando de calmarte con algún indicio que te dijera que no era lo que empezabas
a temer. La radio estaba prendida y se oían noticias. El Perú era un país de gente
descontenta, el presidente no era respetado, no había seguridad en las calles,
había que realizar una reforma judicial... En fin, el gobierno debía tener la
iniciativa para el cambio y el congreso debía respaldarlo. Hiciste un ademán de
desaprobación e intentaste comentar esas noticias, pero tus palabras se quedaron
en tu garganta, ahogadas en la soledad que empezabas a experimentar en tu
propio auto. Para entonces, ya sabías que no te iba a contestar y estaba claro que
no te gustaba hablar solo.
Mi silencio te humillaba. En ese momento noté cierto nerviosismo en ti, pero
era imposible saber lo que pensabas, lo que querías, lo que estabas dispuesto a
hacer. Yo saqué un cigarrillo del bolsillo de mi camisa y utilicé mi encendedor.
Había un cenicero pegado a la puerta. Creo que conseguí distraerte porque
dejaste de mirarme por un buen rato. Mientras tanto, yo seguía cada uno de tus
gestos, cada uno de tus movimientos para que todo marchara bien, para que no
hubiera sorpresas. En verdad, yo sabía lo que tenía que hacer y saberlo me daba
esa tranquilidad indispensable para no perder el control. Llegamos a una inmensa
rotonda, una especie de repartidora vehicular, y, de pronto, la avenida se
oscureció. La luz era otra, amarillenta, biliar. El carro se cubrió con un manto
viscoso y continuamos por la avenida. Los buses de transporte interprovincial
pasaban a mucha velocidad a nuestro costado y balanceaban tu auto con ese
viento que, cuando se abren camino, arrojan por los costados.
Ahora, pude notarlo, estabas impaciente, era evidente que querías terminar el
servicio lo más pronto posible. Miraste la hora. El reloj te desanimó aun más
porque tu rostro se descompuso. ¿Te arrepentías? Cruzamos un inmenso puente
y pensé que sería bueno decir algo. Tanto silencio podía despertar en ti algún tipo
de sospecha. Debía, pues, fingir la voz, ordenar mis palabras, utilizar, como sabía,
un lenguaje más amable; en suma, convencerte de que no era lo que ya
empezabas a pensar. Bajé la ventanilla, arrojé el pucho del cigarro y luego tosí,
colocando mis dos manos sobre el pecho. Toser siempre conmueve a los demás,
sobre todo a quien tiene hijos pequeños. Hay que abrigarse, dije, y tu reacción fue
inmediata. Sonreíste aliviado e iniciaste un breve diálogo sobre el clima. Era
época de resfríos y el calor del mediodía engañaba. No había, pues, que
desabrigarse. Supongo que en ese momento te relajaste. Alguien que habla de la
salud no podía ser malo. A mí me empezaron a sudar las manos, lo que, no es
una buena señal. A veces, cuando tenía que saludar a alguien, y mi palma estaba
mojada, la arqueaba para no mojar al otro o, simplemente, me la frotaba sobre la
ropa, y luego devolvía el saludo. Era incómodo. En ese momento empecé a
sentirme mal, algo molesto conmigo mismo por tratar de ser cordial. No sé por
qué, pero volví a toser. Para ser coherente subí totalmente la ventanilla y me
ovillé en el fondo del asiento. Te observé con sigilo y noté en tu rostro todo el
cansancio acumulado del día. Sí, la vida era dura y uno terminaba cansado. Lima
trataba mal a su gente y lo hacía a cada momento. Me pregunté, no sé por qué,
quién de los dos podía ser más infeliz. Alentar tu confianza había sido un error.
Un semáforo, en esa noche solitaria, nos detuvo. No te atreviste a pasar la luz
roja, supongo que para mostrarte como alguien educado. Me pareció extraño que
en Lima un taxista hiciera eso, pero, sin duda, no eras igual a los demás.
Esperabas que dijera algo, pero tu urbanidad precipitó mi silencio. ¿Darme
lecciones a esa hora? Fingí estar dormido para evitar cualquier diálogo, pero la
gente como tú no es muy sutil, así que dijiste algo, pero no quise escucharte. No
me moví porque quería que pensaras que me había quedado dormido, pero
seguiste hablando; esta vez, para ti mismo. La hora en tu reloj volvió a agobiarte
e imagino que ya tenías claro que no había sido una buena idea hacer esa última
carrera. Estabas cada vez más impaciente y supongo que empezaste a
arrepentirte. Yo empecé a comprenderte de verdad: siempre me había visto
obligado a hacer cosas que nunca quise; pero esta era mi noche. Cuando
enfilamos nuevamente por una larga recta, modificaste el benévolo gesto de tu
rostro. Con rabia, aceleraste a fondo y yo pensé que no estaba bien que lo
hicieras: eso no estaba en mis planes. No podía dejar que te enojaras, que el mal
humor se apoderara de ti, eso siempre traía problemas. Mi “trabajo” requería
calma y mucho silencio, pero creo que ya era demasiado tarde para esperar que
todo saliera bien. Mi silencio te había herido como para no hacerme ninguna
concesión. Es cierto, en pocos minutos se puede perder el control. Pensé que
cambiar de comportamiento podía ser sospechoso y seguí en silencio. Observé
bien el exterior y comprobé que aún quedaban unos cinco minutos de viaje para
llegar a nuestro destino. Notaste que me había despertado y volviste a ser
nuevamente amable. Recuperaste la mirada noble del que está dispuesto a
perderlo todo a condición de hacer el bien a los demás. Es verdad, gente como
tú no sabe ser hipócrita. Sin embargo, tus modos ya eran violentos, no podías
impedir que el labio superior te temblara de cólera y que respiraras con algo de
dificultad. Te dije simplemente que estábamos cerca y tú fingiste hacerme caso.
No había duda, estabas herido. Imaginé, en ese momento, que me maldecías por
ignorarte, por dejar que me aprovechara de ti en algún sentido, por haber sido
tan servicial con alguien que no lo merecía, pero ya no podías hacer nada por ti.
La oscuridad, como siempre, empezó a darme la confianza que necesitaba y, con
tranquilidad, me apoyé en el respaldar del asiento del copiloto. Tu reacción fue
inmediata y me lanzaste una mirada de desprecio, de esas que se acostumbra
lanzar cuando consideramos que estamos frente a alguien que consideramos
inferior. Miraste mis manos apoyadas en el respaldar y supongo que sentiste que
me acercaba demasiado a ti, por eso me diste una orden en un tono bastante
desagradable. Otro error. Yo volví a apoyarme en el respaldar del asiento trasero
y desde allí repetí que estábamos cerca, simplemente. Cuando llegamos al cruce
de una estrecha avenida solo preguntaste, mirándome por el retrovisor, si esa era
la entrada. Yo te respondí que sí, sin palabras: ya no era necesario decir nada. La
avenida, como era previsible, se oscurecía cada vez que el auto dejaba una cuadra
atrás y tú parecías estar muy seguro a pesar de la tensión instalada dentro del
auto. En ese momento me dio la impresión de que jamás entenderías que la
suerte no está siempre con todos, que a veces los santos son pura imagen, pura
fotografía, pura sugestión y que las peticiones pueden no ser escuchadas.
Las casas dejaron de ser frecuentes en la ruta que seguíamos para dar paso a
casas en construcción: cerros de arena y materiales por todas partes, terrenos de
sesenta metros cuadrados con paredes muy espigadas y mucha suciedad. Cuando
estabas a punto de detenerte, intentaste verme por el retrovisor y en lugar de ver
mi cara viste el arma que sostenía en mis manos. Golpeaste el panel del auto con
ese tipo de violencia que se emplea para dar a entender que no hay solución
posible para un problema y te reclinaste sobre el timón, asintiendo, como si
hubieses confirmado una horrible verdad. Solo te dije que salieras del auto y que
te recostaras en el suelo boca abajo. Bajaste con las manos en alto sin que te lo
pidiera y, mientras lo hacías, me rogabas que no te matara, que tenías cuatro
hijos, que tu esposa era buena y te esperaba, que tu madre dependía de ti, que no
me ibas a delatar ni perseguir, que ni siquiera me habías visto la cara. Te
arrodillaste y comenzaste a golpear el suelo con tus manos, como lo hace la gente
de la sierra ante una terrible desgracia. Yo sólo apunté el arma sobre tu cabeza y
disparé tres veces. Te vi caer de costado y, al acercarme, te pateé violentamente y
luego te escupí. Una lagartija menos en Lima, pensé. Al huir de allí con tu propio
auto, no pude evitar arrancar y arrojar por la ventana ese maldito zapato de bebé
que estuvo a punto de enloquecerme con su balanceo durante tu último viaje.
Nunca llegarás a saber que eso fue decisivo en el momento de elegirte.
GENTE GUAPA
Son muchos los testimonios que circulan sobre el sueño americano. Para
algunos desafortunados, ese sueño no es más que una pesadilla de la no se puede
despertar, una pesadilla hecha de una telaraña de deudas, hipotecas, plazos y
vencimientos. Para otros, ese sueño es la verdadera posibilidad de ser feliz y a lo
grande. Para Diego, que llegó a ver la casa de Tomás Suki en Beverly Hills, esa
fue la prueba más concluyente de que alguien podía hacerse rico de verdad y
rápidamente.
-Juanito, aunque todos sabían a ciencia cierta cómo fue que Tomás Suki
amasó su fortuna, hay quienes suponían, según Diego, que no la hizo con su
trabajo. Las malas lenguas afirmaron durante años que Suki dirigía una
organización dedicada al tráfico de órganos y que su centro de operaciones era
Guatemala, en donde él mismo realizaba la extracción de retinas a niños
indefensos. Pero de esa historia y de tanto repetirse lo único cierto es que se
convirtió en un mito. La verdad es que nunca nadie pudo probarle nada y que
alrededor de él, dicho sea de paso, se cocinó mucha envidia.
Como quiera que haya sido, había algo que nadie podía dejar de reconocer: la
fama profesional de Suki. Por ello, si las manos de Christian Barnard fueron
famosas en los años sesenta, a fines de los ochenta las manos de Tomás Suki lo
fueron en California. Desde entonces, alrededor de él, hubo mucho dinero de
por medio, muchas clínicas disputándose su presencia, muchos corazones en una
lista de espera interminable hasta que un buen día los trescientos sesenta y cinco
días del año siguiente se llenaron de operaciones con nombres propios.
Ese día, Tomás respiró con sus dos pulmones y se dijo que las casas blancas y
los jardines de Beverly Hills lo estaban esperando. Y hacia allí se fue, de la mano
de Cotrina Anaya.
De regreso a Lima, el primer problema que Diego tuvo que resolver fue el de
la contratación del Country Club. Había tres peticiones delante de la suya para
aquella fecha, pero no se preocupó. Fue directamente a hablar con el secretario
de actividades, Panchito Reuche y se lo compró con un sobre de mil dólares.
Además, lo comprometió a estar presente en la recepción.
Hacia el diez de junio, Diego ya tenía en el bolsillo la contratación de los
salones principales del Country; los contactos en las principales revistas y
periódicos de Lima para la cobertura del evento; el contrato con Docampo para
un “servicio de cena cubierto de plata” para doscientas personas; las invitaciones
metidas en la imprenta y el contrato con una orquesta colombiana de salsa para
estar presente ese día.
A pesar de que la esposa de Diego, Hortensia Álamo, se mostrara reacia a que
la recepción se llevara a cabo, sobre todo después de enterarse de que la mujer de
Tomás Suki era negra, fue ella la que se ocupó de hacer el listado de los invitados
porque nunca se sabía, mi amor, con esa clase de gente y porque el corazón era
un órgano traidor.
Durante los siguientes días, a Diego le fue algo difícil pensar en doscientas
personas distinguidas, más difícil que convencerlas de asistir a una recepción en
el Country Club de Lima. Para sorpresa de Diego, ninguna se negó a ir, incluso
aquellas a las que hacía tiempo no veía. Muchas ni siquiera preguntaron por la
identidad del que ofrecía la recepción.
Giorgos Seferis
I
Supongo que lo pensé por primera vez aquella mañana en que obedecí a una
falsa urgencia. Solo recuerdo que abandoné la casa como si algo inevitable me
impulsara a hacerlo y que en el trayecto hasta la puerta dije adiós, como si me
despidiera de alguien a quien, en realidad, no conocía. Salí muy rápidamente, sin
mirarla a la cara. Dejé el café humeante y las tostadas sobre la mesa. Ella no dijo
una palabra, tampoco intentó realizar el amago de detenerme como en otras
ocasiones.
Eso fue todo.
Ya en la carretera me sentí mejor.
Esa mañana nada pendiente me esperaba en el negocio. Solo quería alejarme
de María José por alguna clase de razón que me era imposible comprender. Nada
más. No se había producido ninguna pelea entre nosotros, nadie había sido infiel,
y no faltaba dinero en casa. Todo marchaba bien. Al menos eso parecía.
Mientras llegaba al trabajo, pensé que no debía darle demasiada importancia al
hecho, y no lo hice. Creo que en ese momento cometí un error. Lo único que sé
es que cada día, cada acto que nos vinculaba, había ido preparando nuestras vidas
para que esa mañana supiéramos que algo andaba mal o que, por lo menos yo,
había llegado a mi límite. Dicho así, mis palabras revisten algo de esa oscuridad
que tanto odio cuando se trata de dar cuenta de una situación, pero no sé cómo
expresarme, cómo hacer claro lo que no lo es para mí.
Esa misma noche, cuando decidimos enfrentar la situación, pensamos que, en
principio, era nuestro deber entender lo que nos sucedía. Eso era importante.
Creo que nos sentíamos como se sienten los enfermos que no saben la razón de
su enfermedad y empiezan a formular sus propios diagnósticos llevados por sus
temores y su imaginación desbocada. Fue entonces que tomamos la decisión de
pedir ayuda profesional.
II
III
IV
Supimos desde el inicio que la tarea sería difícil, eso estaba claro, pero vista
con entusiasmo nos pereció el mal menor. Con todo, era una ventaja conocer a
gente nueva. Pero, ¿dónde encontrarla? ¿Cómo hacer para ensanchar nuestro
universo de relaciones personales?
Emprender esta tarea no dejaba de avergonzarnos a los dos. Vernos a
nosotros mismos a los treinta y pico de años tratando de refundar nuestro círculo
de amistades nos pareció algo patético.
La primera idea que se nos vino a la cabeza fue volver a ver, cada uno por su
lado, a algunos amigos de la infancia. Volver a aquellos por los que sentíamos un
gran afecto pero que el tiempo había alejado de nuestras vidas por diversas
razones. Estábamos seguros de que ese era un universo de relaciones que ni
María José ni yo conocíamos del otro, porque nunca se había dado la
oportunidad del reencuentro. Pensamos que sería una buena idea hacerlo bajo el
supuesto de que el tiempo nos había convertido en personas irreconocibles los
unos a los otros y porque sería casi como conocer a alguien por primera vez. Era,
además, un mundo seguro y accesible, que nos gratificaría y que de alguna
manera reordenaría nuestras vidas por separado.
Fue difícil ubicar a algunos de nuestros primeros amigos. El resto se había
instalado fuera del país o simplemente había tomado la decisión de no responder,
de modo que nos fue imposible establecer contacto alguno. Los pocos que
encontramos, sin embargo, nos mostraron que estábamos equivocados en el
propósito que buscábamos alcanzar. Solo bastó que uno de mis amigos de
infancia estuviese casado con una de las amigas de María José para que todo se
viniera abajo. Sus actitudes, su conversación, su modo de ser eran una
prolongación del pasado y actualizaron el espacio de lo íntimo y familiar con tal
fuerza que María José y yo terminamos inmiscuidos en la misma esfera de
relaciones. La cercanía terminó sumiéndonos en la rutina de siempre. Los
mismos recuerdos, la misma vida vivida, lo mismo de siempre.
Esta primera experiencia nos devolvió, algo desencantados, a la calle sin salida
en la que nos encontrábamos. ¿Era imposible vincularnos con desconocidos?
¿Acaso el mundo estaba hecho de relaciones a las que no podíamos escapar?
No era el momento de responder a esas preguntas; solo sé que terminamos
aceptando que necesitábamos algo más impersonal y anónimo, algo que nos
vinculara, a cada uno por su lado, a mundos extraños, totalmente nuevos en los
que, sin duda, conoceríamos también a gente nueva. Eso, podíamos jurarlo, nos
permitiría aflorar aspectos de nuestra personalidad que no habíamos atinado a
ver y redundaría en nuestro beneficio: ambos nos renovaríamos, nos
convertiríamos en otros ante el otro.
Sopesamos las ventajas y desventajas y no pudimos dejar de sentir algo de
temor. Lo desconocido nos había paralizado siempre. ¿Acaso estaba allí el
problema?
VI
Fue María José la que me dijo, entre temerosa e ilusionada, que los de su
grupo habían planeado, en un mes, ir a una fiesta, y que ella había aceptado
acompañarlos. Se sentía confundida porque, por primera vez, asistiría a una fiesta
sin mí. Por otro lado, estaba claro que, según nuestro acuerdo, no podía darme
más detalles sobre aquella reunión.
Celebré la idea con algo de desconfianza, debo reconocerlo, pero a la vez con
la certeza de que hacíamos lo necesario para que nuestra relación sobreviviera
ante la amenaza de la separación. Yo seguí yendo a mis reuniones, pero
empezaba a cansarme de la frecuencia con que lo hacía. Supongo que había
tenido suficiente y que, de alguna manera, ya me sentía con fuerzas para
continuar la relación, aunque siguiera teniendo algunas dudas.
Como suele suceder en estos casos, la expectativa de la fiesta produjo en
María José un comportamiento fuera de lo común. Era comprensible. Supuse
que sería extraño para ella asistir a una fiesta de solteros siendo ella una mujer
casada y que debía estar haciéndose algunas preguntas sobre cómo habría de
comportarse y lo que diría en un contexto como ese, pero tenía la certeza de que
su trato cordial se encargaría de afrontar cualquier problema.
Llegó un fin de semana más y asistí a mi reunión como todos los viernes.
Debo reconocer que no tenía ánimo para nada y que me sentía molesto por la
forma en que María José había salido de la casa hacia aquella fiesta. Había algo en
ella que me desconcertaba y fascinaba a la vez, algo que escondían sus palabras y
su mirada, la prolijidad con que se había vestido, su rostro maquillado después de
mucho tiempo.
En casa de Javier, uno de los miembros de mi grupo, las cosas no andaban
bien. Al parecer las chicas habían decidido ir a una fiesta de solteros, así, de
improviso, y habían dejado la dirección en un papel. No nos pareció bien que lo
hicieran de ese modo, pero luego consideramos que bien valía la pena cambiar
nuestra rutina por una reunión en la que la diversión estaba asegurada. Solo bastó
una llamada para asegurarles que contaran con nosotros. Pensé por un momento
en María José y en lo que estaría haciendo y me dije a mí mismo que tenía
también el derecho a divertirme sin ella. Pensé, cómo no, en un posible
encuentro, pero lo descarté de plano. Las estadísticas vinieron en mi ayuda: nos
encontrábamos en una ciudad de doce millones de habitantes y era poco
probable que el destino nos uniera en una de miles de fiestas que se realizaban los
viernes por la noche. Pronto me saqué esa idea de la cabeza y me relajé. A mi
mente vino la expresión americana party time y me vi, como en los años de mi
adolescencia, corriendo detrás de las fiestas los fines de semana.
VII
II
Como es fácil de suponer, lo poco que había ahorrado solo me sirvió para
mantener unos cuantos meses esa buena vida a la que estaba acostumbrado. Me
fue difícil renunciar al champán por las noches, al jamón de Jabugo y a las tarjetas
de crédito, pero tuve que hacerlo. Fue frustrante aceptar todas esas limitaciones
en una ciudad que lo ofrecía todo. Pero, ¿podía renunciar a mi soledad y, en
suma, a la heroína? Mi departamento estaba concebido solo para mí, para mis
defectos, mi suciedad y mi desorden; para visitas fugaces y nada más.
Pronto, sin embargo, me di cuenta de que me equivocaba. Cuando mis
acreedores dejaron de creer en las mentiras que mi eficiente imaginación
construía, y los vencimientos de los pagarés de mi pequeño departamento me
obligaron a firmar una segunda hipoteca, me dije a mí mismo que era hora de
buscar algún inquilino para la habitación que me servía de estudio. Pensé, dada su
amplitud y comodidad (tenía espacio para instalar una cama inmensa), que aquel
alquiler podía rendirme un ingreso bastante decente. Era, por lo demás, mi última
tabla de salvación. Vivía en Narciso Serra, una callecita cerca del parque del
Retiro, y desde mi departamento se podía observar la vegetación del lugar. Lugar
al que, por cierto, podía acudir a relajarme y a comprar heroína.
Aquella noche, después de tomar la decisión, me emborraché con el Rioja más
barato y al día siguiente, por la mañana, corrí a poner un anuncio en la agencia
donde ya había puesto a la venta algunas cosas anteriormente.
Rogué, puedo jurarlo, para que mi nueva inquilina (tenía que ser mujer) fuera
como me la imaginaba. Para entonces ya había elaborado el perfil de la candidata.
Debía ser discreta e independiente, guapa, en la medida de lo posible solvente y
con un trabajo que la obligara a estar gran parte del día en la calle. Prefería que
fuera inglesa o española, de veinte a veinticinco años, y sin novio, para evitar
visitas embarazosas.
Recuerdo que no asomó ni llamó ninguna mujer de esas ni de otras características
a lo largo de la semana y que solo apareció, después de diez días de espera y
frustración, una española al caer la noche.
Sentí que me estaba sucediendo un milagro.
III
IV
Los primeros días de Asunción en casa transcurrieron muy rápido, como suele
suceder cuando se es feliz. Solo había entre los dos un mutuo respeto y
consideración. Asunción era una mujer trabajadora (trabajaba en una agencia de
encuestas políticas por teléfono en un horario extenuante) y sus valores y buenas
intenciones la mostraban como una persona solidaria, llena de ideales y con una
gran capacidad de amar. Era ese tipo de mujer que cualquiera quisiera tener como
compañera, capaz de hacer lo que fuera necesario por su pareja y sus amigos.
Cuando hablaba, sus palabras siempre se acompañaban de una sonrisa que podía
infundir sosiego. Era inevitable sentirse a gusto con ella.
Transcurrió la primera semana en total armonía hasta que Asunción me anunció
que Fran, su novio, llegaría el viernes a pasar el fin de semana en Madrid.
Recuerdo que lo envidié por tener una novia tan bella y tan humana y que me
esmeré por ser cordial como ella lo había sido conmigo. Pensé que Asunción
debía haber elegido a alguien tan correcto como ella.
Ella llegó con Fran. El tipo sostenía una sonrisa apagada y vestía muy
correctamente, con saco negro, camisa blanca y una original corbata que llamó mi
atención. La corbata era multicolor y, sin embargo, seria. Tenía una combinación
de colores granate, negro y cobre que poseía la virtud de hacerla atractiva sin ser
llamativa. Una corbata, sin duda, muy diferente de las que había usado en mi
trabajo, cuya metálica severidad impedían cualquier comunicación con el otro.
Recuerdo que la destaqué ante Asunción en medio de la cordialidad que
momentos como esos nos imponen a todos y que ella también aceptó el elogio.
Creo que en el fondo traté de que mi comentario hiciera que Fran (quizá por su
apariencia de hombre triste) se sintiera halagado y recuperara el ánimo
escuchando algo bueno sobre él, pero no sé si lo conseguí.
Asunción, como toda mujer enamorada, se mostró muy orgullosa al momento de
presentarme a su novio. Era evidente la admiración que sentía por él y el esmero
que ponía para que se sintiera a gusto entre nosotros. Por otro lado, no me
sorprendió que Fran fuera un hombre de pocas palabras: los hombres que tienen
una bella mujer a su lado no necesitan decir mucho.
Más llamó mi atención el hecho de que Fran tuviera ojeras, sudara
permanentemente, perdiera en algunos momentos el hilo de nuestra
conversación y bostezara con frecuencia.
Esa primera noche cenamos en casa gracias a Asunción, quien nos encandiló a
los dos con su humor y delicadeza. Después de algunas botellas de vino, de
mucho tabaco y de contar algo de mi vida, decidí que era hora de irme a dormir.
Recuerdo que les dije que la casa era suya o que se sintieran cómodos y me fui.
Ya en la puerta de mi habitación, los oí hablar en voz baja, evitando, de forma
deliberada, cualquier posibilidad de ser escuchados.
Ese fin de semana me sentí como un verdadero anfitrión. Por cierto, era la
primera vez que tenía inquilinos a los que, por lo menos por tres meses, tendría
que aceptar y respetar. Recuerdo, sin embargo, que Fran, extrañamente, no salió
de la habitación todo el sábado y que Asunción le preparó algo de comer y de
cenar. El domingo, de hecho, no los vi. Comieron en su habitación.
Antes de despedirse, noté que Fran solo se había cambiado de camisa y que
mantenía la corbata multicolor que exhibía con dignidad, como si ella lo
representase ante mí de alguna forma o como si con ella quisiera agradarme. Su
semblante, sin embargo, lucía decaído, descompuesto y tenía los párpados
bastante inflamados. Eso me bastó. Conocía bien los síntomas.
Esa misma noche, cuando Asunción llegó de la estación, sabía lo que le
preguntaría. Le dije que al despedirnos había notado a Fran algo indispuesto,
diferente de como llegó de Barcelona y que me preocupaba su situación. Pensé
que no me extralimitaba al hacer ese comentario, porque de alguna manera me
sentía concernido, pero, al parecer, me equivoqué. La respuesta de Asunción fue
rápida y, por ello, algo violenta. Me dijo, en un tono bastante decidido, que Fran
estaba bien de salud (si eso era lo que quería saber) y que su estado tenía una
explicación en una reacción alérgica que le producía el estrés de un trabajo
inclemente en las oficinas de la municipalidad de Barcelona, trabajo que, por
cierto, lo estaba matando.
—Por lo pronto quiero informarle que Fran ya pidió su traslado a Madrid —dijo,
como si yo tuviese que resignarme a esa verdad—. Pero eso tomará su tiempo.
Cuando Fran llegue, las cosas mejorarán para ambos.
Recuerdo que no puede decir nada después de escuchar esa respuesta y que, a
pesar del tono exaltado que Asunción utilizó para dirigirse a mí, no le creí. Con
todo, pensé que convendría esperar un tiempo para tomar una decisión.
VI
Los dos o tres fines de semana siguientes tuvieron el mismo aire de misterio y de
tensión. Fran llegaba de Barcelona de buen humor y se mantenía todo el tiempo
encerrado en compañía de Asunción, quien solo salía a la cocina para prepararle
algo de comer. Luego, al llegar la noche del domingo, se despedía de mí,
enarbolando su inmarcesible corbata multicolor y un rostro que evidenciaba un
severo decaimiento.
Decidí por fin hablar con Asunción sobre el tema, pero ella se me adelantó.
Esta vez me contó, casi con lágrimas en los ojos, que Fran, al presionar por su
cambio a Madrid, había tenido graves problemas con los de la oficina de personal
de la municipalidad y que, ante la incómoda situación, habían decidido negarle el
traslado a Madrid, lo que había precipitado su renuncia.
—Entiéndame, por favor —agregó—. Fran está sufriendo una gran depresión.
Tendré que encargarme de él de aquí para adelante.
Confieso que en ese momento me sentí culpable por haberla molestado tanto
con mis preguntas y amenazas que decidí que las cosas siguieran su curso natural,
hasta donde yo pudiera ayudar. Fran estaba enfermo, lo sabía. Fue entonces, lo
recuerdo con exactitud, que me anunció que ambos se instalarían en Madrid y
que por un tiempo vivirían en la habitación.
—¿Lo permitiría? Por favor —me rogó entre lágrimas—. Se lo juro. Aumentaré
el pago del alquiler. Ni siquiera notará nuestra presencia.
Supongo que en ese momento me fue imposible negarme a la petición al ver a
Asunción tan triste y desasosegada. Recuerdo que ni siquiera tuve la oportunidad
de preguntarle por cuánto tiempo vivirían los dos en la habitación, ni en qué
condiciones. Solo recuerdo que, por un instante, ocupé el lugar de Fran y me
sentí como él. No me fue difícil hacerlo.
VII
VIII
La tarde que vi a Fran caminar por el pasillo del departamento con dirección al
baño, noté que había adelgazado mucho y que temblaba severamente. Esas dos
últimas semanas habían sido devastadoras para él. La depresión, según Asunción,
parecía haberlo despojado de todo, incluso de sus escasas fuerzas para
mantenerse en pie. Cuando me acerqué para saludarlo, detuvo mi intención con
una mano débil que buscó establecer una distancia entre él y yo, pero insistí.
Quería ayudarlo.
—No se me acerque —dijo—. Solo llame a Asunción, por favor, se lo pido.
La llamé de inmediato, movido por una alarma que me hizo pensar en lo peor.
Corrí al teléfono y la llamé. El estado de Fran no era nada bueno: sudaba
copiosamente, tenía la respiración agitada y se apretaba el abdomen como si lo
latigueara por dentro un dolor muy intenso.
Pasaron unos veinte minutos para que Asunción llegara acompañada de un
hombre tan delgado como Fran. Le dije, muy rápidamente, que estaba en el baño,
que no había salido de allí desde que la llamé y que estaba muy mal. Solo bastó
que ella se pegara a la puerta y mencionara su nombre para que Fran le abriera.
Entraron los dos.
Demoraron en el baño una hora, antes de que pudieran llevarlo nuevamente a la
habitación. Recuerdo que Fran me sonrió como lo hacen los pacientes de
hospital al dar señales de vida a sus familiares. Mientras lo observaba, traté de
verlo como el primer día que me lo presentó Asunción, con esa bella corbata que
le alegraba el rostro decaído y triste y que lo defendía, como un amuleto, de la
adversidad.
Recuerdo que alguien, uno de los dos, de forma accidental, dejó caer una
jeringuilla al suelo mientras sostenían a Fran. Su sonido fue casi imperceptible,
pero la pude ver. Allí estaba, recién usada, mostrando toda su espinosa
agresividad sobre el piso. Todavía podían observarse los escasos restos marrones
de la heroína, mezclada con la sangre aún viva, pegados al tubo.
No dije nada, pero Asunción advirtió el hecho. Recogió como pudo la jeringuilla
compartió conmigo una mirada avergonzada y continuó hasta la habitación. Fue,
supongo, el momento más difícil de su vida.
IX