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La diplomacia debe hacer frente a las intimidaciones, que son siempre las
manifestaciones primeras de las naciones bélicas, agresivas o guerreras.
Desfiles militares suntuosos (exageradamente visibles) y demostrativos,
maniobras de unidades numerosas en los lugares escrutados por la prensa
extranjera, intoxicación por informaciones erróneas destinadas a hacer creer
a los enemigos que se dispone de un potencial de armamento disuasivo, de un
entrenamiento ultraprofesional de los soldados, de un presupuesto militar
desmedido, de armas desconocidas y mortíferas a gran escala, etc. ¿El obje-
tivo de dichas prácticas? Poner al otro en situación de contener su violencia,
de guardarla para sí por la amenaza de tener que enfrentarse a mucha
mayor fuerza y determinación.
Cuando ni la diplomacia ni la disuasión bastan y la guerra fría persiste,
se supera la etapa de la guerra teatralizada para traspasar una línea sin
retorno: el paso a la acción. A menudo la historia pasa por la memoria
registrada de este único estado; se olvida la paz, la serenidad, la ausencia de
acontecimientos negativos, se pasa por encima del trabajo diplomático o la
teoría de la disuasión para llegar al corazón mismo de su materia: la sangre.
Los beligerantes que toman la iniciativa de liberar las pulsiones de muerte
sobre el terreno de las naciones buscan y encuentran pretextos: el asesinato
de una figura esencial, la transgresión de una frontera, una guerrilla puntual o
persistente, una serie de actos terroristas. En realidad, la decisión ya está
tomada: se trata de enmascarar la renuncia a la palabra y el advenimiento de
la fuerza con montajes, con ficciones contadas a continuación por la historia.