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¿Podemos recurrir a la violencia?

A veces, cuando hemos intentado todo, todo, realmente todo, y uno se


juega la piel, la salud mental o física por culpa de un individuo decidido a
hacernos daño, no podemos evitarlo. Hacer un principio absoluto de la no-
violencia es dar razón a priori al adversario dispuesto a utilizar todos los
medios. Si el mundo fuera ideal, no necesitaríamos llegar a esos extremos,
claro está, pero no lo es y, en términos de salud personal, la violencia puede
conseguir lo que la seguridad pública, la moral, la salud mental, no logran
obtener a pesar de sus esfuerzos, por separado o en conjunto. La violencia
es un mal necesario, privarse de ella equivale a declarar vencedor al indivi-
duo convencido de no renunciar a ella -y ese espécimen no desaparecerá,
desgraciadamente...
Por desgracia, constatamos que el recurso a esta arma entraña un movi-
miento que solo impide la destrucción de uno de los dos protagonistas. Recurrir
a ella es confirmar nuestra incapacidad para acabar con el odio que tenemos
contra quien la dirigimos. Antes del golpe dado y después, el mal sentimiento
persiste, invariable, absolutamente intacto. La violencia es defendible
moralmente cuando detiene un proceso que amenaza con ser destructivo y
catastrófico, en caso de que sea defensiva. En cambio, la vio- lencia ofensiva
es insostenible: la historia de los hombres y la de las nacio- nes procede, sin
embargo, de esta tétrica energía que actúa como motor de la historia.
La violencia es una potencia natural producida siempre por mecanismos
semejantes: una amenaza sobre el territorio real o simbólico que controlamos
(un pedazo de tierra, pero igualmente un objeto poseído, una identidad que
pensamos amenazada, o una persona sobre la cual creemos tener derechos)
y del que tememos ser desposeídos. Allí donde el otro pone en peligro mi
posesión, reacciono instintivamente. La guerra está naturalmente inscrita en
la naturaleza humana; la paz, en cambio, procede de la cultura y de la
construcción, del artificio y de la determinación de las buenas voluntades.
La violencia aflora en cada momento de la historia: tiñe la intersubjeti-
vidad (la relación entre los seres) y la internacionalidad (la relación entre las
naciones). En el origen, supone una incapacidad para hablarse, una imposi-
bilidad para liquidar la querella por medio del lenguaje, recurriendo solo a las
palabras: educadas, corteses, pero también firmes, claras, o aun vehe-
mentes, graves. De la explicación al insulto pasando por el tono apasionado,
un espectro importante de posibilidades se ofrece a las buenas voluntades
deseosas de resolver una dificultad evitando llegar a las manos. Los que no
dominan las palabras, hablan mal, no encuentran explicaciones, son presas
destinadas a la violencia. No saber o no poder expresarse conduce pronto a
las soluciones que implican la fuerza física.
La lógica es siempre la misma. Sus huellas trazan la historia: amenazas,
intimidaciones, ejecuciones, destrucciones. La gradación se advierte en
todas las culturas y civilizaciones: las naciones en conflicto hacen uso de la
violencia según esas modalidades. La historia se confunde muy a menudo con
la narración de esas tensiones o de sus resoluciones, mucho más que con la
de sus prevenciones. No se escribe prioritariamente la historia de los
acontecimientos felices, de las relaciones normales y pacíficas. Incluso,
Hegel (1770-1831) afirmó que los pueblos dichosos no tenían historia.

Violencia natural o cultural

La paz tiene un precio. El comercio de los hombres, la libre circulación


de bienes, el acuerdo entre los pueblos se fabrican, y después se mantienen.
En la historia hace falta una voluntad para impedir el triunfo de la
negatividad: la diplomacia es el arte de evitar la violencia trabajando en el
terreno de la urbanidad, de la cortesía, de los intereses comunes bien
preservados. Es un motor poderoso, incluso si trabaja en la sombra,
discretamente, sin efectos espectaculares, en colaboración con los servicios
de información, los agentes secretos y espías, la policía en sus diferentes
brigadas (políticas, finan-
cieras, etc.), los embajadores, cónsules y otros altos funcionarios siempre en
movimiento planetario para contener la violencia, impedir que se manifieste,
en los límites de un ejercicio retórico convenido.

Mel Gibson en Mad Max 11, película de George Miller, 1981.

La diplomacia debe hacer frente a las intimidaciones, que son siempre las
manifestaciones primeras de las naciones bélicas, agresivas o guerreras.
Desfiles militares suntuosos (exageradamente visibles) y demostrativos,
maniobras de unidades numerosas en los lugares escrutados por la prensa
extranjera, intoxicación por informaciones erróneas destinadas a hacer creer
a los enemigos que se dispone de un potencial de armamento disuasivo, de un
entrenamiento ultraprofesional de los soldados, de un presupuesto militar
desmedido, de armas desconocidas y mortíferas a gran escala, etc. ¿El obje-
tivo de dichas prácticas? Poner al otro en situación de contener su violencia,
de guardarla para sí por la amenaza de tener que enfrentarse a mucha
mayor fuerza y determinación.
Cuando ni la diplomacia ni la disuasión bastan y la guerra fría persiste,
se supera la etapa de la guerra teatralizada para traspasar una línea sin
retorno: el paso a la acción. A menudo la historia pasa por la memoria
registrada de este único estado; se olvida la paz, la serenidad, la ausencia de
acontecimientos negativos, se pasa por encima del trabajo diplomático o la
teoría de la disuasión para llegar al corazón mismo de su materia: la sangre.
Los beligerantes que toman la iniciativa de liberar las pulsiones de muerte
sobre el terreno de las naciones buscan y encuentran pretextos: el asesinato
de una figura esencial, la transgresión de una frontera, una guerrilla puntual o
persistente, una serie de actos terroristas. En realidad, la decisión ya está
tomada: se trata de enmascarar la renuncia a la palabra y el advenimiento de
la fuerza con montajes, con ficciones contadas a continuación por la historia.

La violencia, motor de la historia

En el origen de los conflictos, el deseo de imperio, la voluntad de extender


lo que se cree la verdad política al conjunto del planeta. Desde los primeros
tiempos de la humanidad hasta hoy, los imperios obsesionan a los tiranos, los
déspotas, los hombres de poder: Gengis Khan, Alejandro, Carlomagno, Carlos
V, Napoleón, Hitler, Stalin, todos aspiraban a expandir el territorio de su
ambición y a imponer su ideología al conjunto del planeta. Los etnólogos saben
que los animales también delimitan un territorio, que lo marcan con su orina y
su materia fecal, lo defienden, prohibiendo su frecuentación o sometiéndola
a condiciones draconianas, exigiendo evidentes signos de sumisión. Los
políticos reactivan sus tropismos (esos fuertes movimientos que obligan y
siempre de la misma manera) cuando lanzan sus guerras de imperio y sus
conquistas coloniales. La historia de los hombres se reduce muchas veces al
registro de hechos y gestos que derivan de sus pulsiones animales.
En cada una de estas ocasiones, el derecho desaparece bajo la fuerza,
la convención se aparta en favor de la agresión, la violencia triunfa allí donde
anteriormente el lenguaje y los contratos hacían la ley. Los acuerdos, las
alianzas, los tratados, las declaraciones de no agresión o de cooperación, las
firmas, las soluciones diplomáticamente negociadas y registrados en docu-
mentos oficiales, todo desaparece. El hombre retrocede, la bestia avanza. La
historia se escribe entonces sobre los campos de batalla y en las trincheras,
bajo las bombas y en los cuarteles generales militares, en los bunkeres y sobre
playas de desembarco, no ya en las cancillerías o ministerios, frente a
los códigos de las leyes y de la jurisdicción internacional, sino en relación con
los pelotones de ejecución, los campos de concentración, las prisiones y la
munición.
La lucha es el motor de la historia: entre las clases sociales (los ricos
arrogantes y los pobres desesperados), las adhesiones étnicas (los blancos en
los puestos de mando, la gente de color en los lugares donde se obede- ce),
las identidades regionales (vascos, bretones, corsos, catalanes, alsacia- nos,
etc.), las naciones (no hace mucho franceses y alemanes, norteameri- canos
y soviéticos, ayer los serbios y los albaneses), las confesiones religiosas
(católicos y protestantes en Irlanda, chutas y sunníes en Irán, judíos y
musulmanes en Palestina, sijs y tamiles en India, etc.). El deseo de ser el señor
se da en todas las partes implicadas. Ahora bien, no habrá más que un señor
y un eslavo: la violencia se propone zanjar los problemas, en realidad, los
desvía y alimenta. Y nada ni nadie escapa a la violencia coma- drona de la
historia.

Kuwait, 2 de febrero de 1991 (imagen vídeo fotografiada por Thierre Orban).


TEXTOS

Rene Girard (francés, nacido en 1923)


Cristiano que reflexiona sobre las cuestiones del sacrificio y el chivo expiatorio, de la
violencia y lo sagrado, de los Evangelios y su relación con los mitos, del deseo y su
funcionamiento mimético (se desea siempre el deseo del otro), de la mentira literaria y de
la verdad novelesca.

Violencia insatisfecha, víctimas de recambio


Una vez que se ha despertado, el deseo de violencia provoca unos
cambios corporales que preparan a los hombres al combate. Esta disposición
violenta tiene una determinada duración. No hay que verla como un simple
reflejo que interrumpiría sus efectos tan pronto como el estímulo deje de actuar.
Storr observa que es más difícil satisfacer el deseo de violencia que suscitarlo,
especialmente en las condiciones normales de la vida social. Decimos
frecuentemente que la violencia es «irracional». Sin embargo, no carece de
razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene ganas de
desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, jamás
merecen ser tomadas en serio. La misma violencia las olvidará por poco que
el objeto ini-cialmente apuntado permaneza fuera de su alcance y siga
provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar
una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor
por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento,
salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano.
Como lo sugieren muchos indicios, esta aptitud para proveerse de
objetos de recambio no está reservada a la violencia humana. Lorenz, en La
agresión (Siglo XXI, 1968), habla de un determinado tipo de pez al que no se
puede privar de sus adversarios habituales, sus congéneres machos, con los
cuales se disputa el control de un cierto territorio, sin que dirija sus
tendencias agresivas contra su propia familia y acabe por destruirla.
La violencia y lo sagrado, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona,
1995
Georges Sorel (francés, 1847-1922)
Ingeniero de formación, teórico del sindicalismo, de la revolución y de la necesidad
de la acción violenta para responder a la dominación capitalista. Afirma la legitimidad de
secundar la acción subversiva a través de mitos útiles para la victoria —como la huelga
general—. Influyó en Lenin tanto como en Mussolini.

La violencia, respuesta a la fuerza


El estudio de la huelga política nos conduce a entender mejor una
distinción que siempre hay que tener presente cuando se reflexiona sobre las
cuestiones sociales contemporáneas. Los términos fuerza y violencia se
emplean unas veces hablando de actos de autoridad, y en otras ocasiones
hablando de actos de rebelión. Resulta claro que esos dos casos dan lugar a
consecuencias harto diferentes. Estimo yo que se saldría ganando mucho si
se adoptase una terminología que no diese pie a ninguna ambigüedad, y que
habría que reservar el término violencia para la segunda acepción; por tanto,
diríamos que la fuerza tiene como objeto imponer la organización de
determinado orden social en el cual gobierna una minoría, mientras que la
violencia tiende a la destrucción de ese orden. La burguesía ha empleado la
fuerza desde el comienzo de los tiempos modernos, mientras que el
proletariado reacciona ahora contra ella y contra el Estado mediante la vio-
lencia.
Reflexiones sobre la violencia (1908), traducción de Florentino Trapero,
Alianza, Madrid, 1976
Lewis Trondheim, lámina extraída de Mildiou, Seuil, 1994.

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