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eusebio gómez navarro

¿por qué a mí?


¿por qué ahora?
y
¿por qué
no?
sentido del sufrimiento

Desclée De Brouwer
¿ P OR QU É A MÍ ?
¿POR QU É A HORA?
Y ¿ P OR QU É NO?
SENTIDO DEL SUFRIMIENTO
EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO, O . C . D

¿ P OR QU É A MÍ ?
¿POR QU É A HORA ?
Y ¿ P OR QU É N O?
SENTIDO DEL SUFRIMIENTO

DESCLÉE DE BROUWER
BILBAO - 2009
© Eusebio Gómez Navarro, 2009

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2009


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ISBN: 978-84-330-2316-2
Depósito Legal: BI-1224/09
Impresión: RGM, S.A. - Urduliz
Este libro está dedicado a los que sufren,
que de alguna manera somos todos, y,
especialmente, a quienes me han ayudado
con su fe, esperanza y amor a recorrer
el camino de mi propio sufrimiento.
Mi agradecimiento y reconocimiento infinito
a todos lo que tratan de quitar, aliviar y
borrar el dolor, especialmente, a médicos,
sanitarios, psicólogos, sacerdotes…
y a todos aquellos que día a día siembran en los
corazones heridos y deshechos, un poco de fe,
amor y esperanza.
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

I. EL POR QUÉ DEL SUFRIMIENTO Y EL SILENCIO DE


DIOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
Sufrimientos y cruces de nuestra humanidad 22
¿Qué es el dolor? Aportaciones de la
psicología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
¿Es bueno o malo el sufrimiento? . . . . . . . . . . 28
¿Por qué el sufrimiento? . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
El dios de vida en una realidad de muerte . . . 35
El silencio de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Dios se esconde. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
¿Y quién tiene la culpa? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
¿Todo depende de Dios? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Perdonar a Dios y a uno mismo . . . . . . . . . . . . 51

II. ACTITUDES ANTE EL SUFRIMIENTO . . . . . . . . . . . . 57


Sentido del sufrimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Voces ante el sufrimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Cambiar nuestras mentes . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
No quejarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Es así . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70
Aceptarse a sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
La tristeza es cosa inútil . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
El juguete roto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
Despegarse. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
III. EL CRISTIANO Y LA CRUZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Se le caía el cuerpo a pedazos . . . . . . . . . . . . . 87
Eligió el amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
Y junto a la cruz estaba María . . . . . . . . . . . . . 96
Jesús invita a llevar la cruz . . . . . . . . . . . . . . . . 98
La sabiduría de la cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
La enfermedad como camino. . . . . . . . . . . . . . 104
La cruz de la enfermedad . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
La cruz del matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110
La cruz de la ancianidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
Entre la soledad y la compañía . . . . . . . . . . . . 117
La depresión y la ansiedad . . . . . . . . . . . . . . . . 121
Vencer los contratiempos . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
El dolor purifica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
Saber aceptar la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
El gemido de un chelo (cello). . . . . . . . . . . . . . 136

IV. CÓMO SUPERAR EL DOLOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139


Dios ordena todo para nuestro bien . . . . . . . . 140
En la escuela de la sabiduría . . . . . . . . . . . . . . 142
Vivir cada minuto en paz . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
¿Alegría en el sufrimiento? . . . . . . . . . . . . . . . . 148
Sufrir con paciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
Prestar atención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
Aceptar la cruz como Jesús . . . . . . . . . . . . . . . 159
Orar desde la adversidad . . . . . . . . . . . . . . . . . 163

V. “ME CUBRES CON TU PALMA” (sal 139.5) . . . . . . 167


Amor, medicina al alcance de todos. . . . . . . . . 168
El cariño es fuerza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
Amarse y no herirse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
No condenarse y perdonarse . . . . . . . . . . . . . . 176
Jesús, el sanador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
Miró con amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
Mirar a Cristo y a los otros . . . . . . . . . . . . . . . . 185
La cueva de mi refugio, tus manos. . . . . . . . . . 188

10
Curaba con sus manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Las manos de María . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Nuestras manos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196

CONCLUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201

11
INTRODUCCIÓN

El sufrimiento ha sido siempre compañero insepara-


ble del ser humano, es tan viejo como la humanidad mis-
ma; él, como un ladrón, siempre nos inquieta, interfiere
en nuestras vidas y sigue siendo el síntoma dominante de
las consultas médicas. No podemos vivir excluyendo el
dolor aunque nuestra sociedad trate de eliminarlo, maqui-
llándolo, prometiéndonos paraísos artificiales. El sufri-
miento existe, a pesar de nuestra lucha por combatirlo y
eliminarlo. Después de miles de años de evolución y gran-
des descubrimientos, los humanos seguimos sufriendo
irremediablemente. Grandes y pequeños, hombres y mu-
jeres han dicho su palabra sobre el dolor y el sufrimiento
y el mundo está lleno de quejas y gemidos, pero seguimos
sin saber por qué sufrimos, ni cómo remediarlo. El sufri-
miento es un malestar que puede abarcar toda nuestra
vida en todos sus planos: físico, psíquico, emocional,
familiar, religioso… Es, por otra parte, uno de los grandes
retos para la madurez; el sufrimiento nos hace más huma-
nos y más divinos o nos rompe en mil pedazos. El sufri-
miento es un gran problema por solucionar, pero es, sobre
todo, un misterio que hay que aceptar y vivir.
No hay, pues, respuestas para el sufrimiento desde la
razón; las palabras elocuentes no sirven de nada. La única
respuesta válida para el creyente es levantar los ojos al

13
crucificado, mirarlo y pedirle luz y fuerza. Ante quien
sufre no hay palabras apropiadas para consolar, incluso,
muchas veces, sobran las palabras y las razones. Sólo
hace falta escuchar los quejidos y lamentos de quien sufre
y tratar de comprenderlos, amando siempre. Pero lo difí-
cil es, precisamente, acoger el dolor. No somos nada ni
nadie para entender y por tanto explicar el sufrimiento
humano. Sólo podemos estar ahí y ofrecer el pequeño
consuelo de unos brazos abiertos.
Hay sufrimientos reales, que se pueden tocar y palpar,
pero los hay, también, producidos por la mente y la fanta-
sía. Sufrimos por todo y por nada, por lo que merece la
pena y por lo insignificante. Sufrimos al envejecer, al
enfermar, al fracasar, al perder a un ser querido. Sufrimos
porque nos apegamos con uñas y dientes a las cosas, a las
personas, a los acontecimientos y sin embargo, vivir, aun-
que parezca paradójico, es desprenderse y aceptar las
pequeñas muertes y resurrecciones; pero hay que recono-
cer que esto no es fácil, ya que seguimos preguntando y
dando vueltas a tantos porqués que no tienen respuesta. A
veces somos un poco tontos, pues no nos basta saber que
la vida es dura, que las cosas son como son; también nos
empeñamos en hurgar en las heridas que hemos recibido
y en hacer el sufrimiento más grande de lo que es y, por
tanto, la vida insoportable.
En la palabra sufrimiento englobamos tanto el dolor
físico como cualquier otra clase de dolores. Dolores como
los ocasionados por las guerras, los desastres naturales,
las enfermedades, los fracasos, los divorcios, las etapas de
la vida… “El dolor es inevitable. El sufrimiento es opcional”
(Marcel Proust). El dolor se refiere al cuerpo, se puede
localizar; el sufrimiento hace relación al alma, no se puede
localizar, es subjetivo, tiene relación con el pasado y con

14
todo lo que envuelve a la persona. El sufrimiento es la acti-
tud que tomamos ante el dolor. En este libro hablaremos
de sufrimiento y dolor, como si fueran la misma realidad.
“Yo nunca escribiría un libro sobre el sufrimiento”, decía
alguien muy querido para mí. Y añadía que el debate
sobre el dolor termina siempre siendo “justificativo”
cayendo irremediablemente sobre el lado de los amigos
de Job, o sobre la teología del mérito en caso del Nuevo
Testamento. Y sin embargo en ninguno de los dos casos,
Dios sanciona, Dios simplemente calla.
El arzobispo de París, cardenal Veuillot, tuvo experien-
cia del sufrimiento agudo ocasionado por un cáncer en fase
terminal. El aconsejaba: “Nosotros sabemos decir frases her-
mosas sobre el sufrimiento. Yo mismo he hablado de ello con
calor. Decid a los sacerdotes que no digan nada. Nosotros
ignoramos lo que es sufrir y yo ahora lloro sufriendo”.
Yo, realmente, no he hecho caso de esa persona tan
cercana, a quien debo tanto, ni de lo que aconsejaba el
arzobispo de París. A pesar de estas recomendaciones, me
he atrevido a escribir este libro, con la única finalidad de
llevar un poco de luz y una gota de consuelo a todos los
que sufren, temblando eso sí, y con mucho respeto, como
si fuera de rodillas y pidiendo perdón a todos los que
sufren de verdad, porque es fácil herir, con la palabra o
por el silencio, los sentimientos de quienes tienen las heri-
das en carne viva o, peor aún, cerradas en falso.
El título de este libro es: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?
Y ¿por qué no? Son preguntas que, al menos en los momen-
tos aciagos, casi todos los seres humanos nos hacemos y
para las que no encontramos salidas convincentes. Toda
respuesta ante el dolor es superflua y nos deja insatisfe-
chos. Es cierto que en la vida todo depende de los ojos con
que miramos, o lo que es lo mismo, la actitud con que

15
afrontamos los acontecimientos y el sufrimiento mismo,
pues “Lo que afecta a los hombres no son los hechos, sino
sus opiniones acerca de los hechos” (Epicteto). Todo depen-
de de quien observa y desde el lugar que lo hace. El mis-
mo barrio, la misma realidad, es distinta para cada veci-
no. Cuando al otro no le gustan nuestras ideas, decimos
que tiene prejuicios; pero cuando a nosotros no nos gus-
tan las suyas, aparentamos ser personas con un buen jui-
cio crítico. Cuando el otro gasta mucho, decimos que
derrocha; pero cuando lo hacemos nosotros, alegamos
que somos generosos. Así de distinta puede ser nuestra
visión de un mismo hecho y, por lo tanto, del sufrimiento
del otro y del nuestro.
Y ¿Por qué no? Es la respuesta al ¿por qué a mí? Y al
¿por qué ahora? No se trata de consolar a nadie, ni de res-
tar importancia a las preguntas precedentes, ni de desviar
la atención o exacerbar la ira de quien ya está airado por
las pérdidas vitales. ¡No! Tampoco se trata de escribir algo
desde el plano de las ideas. No es el caso, porque quien
escribe ha pasado por los mismos problemas de todos.
La respuesta a esta pregunta un tanto irritante y polé-
mica, está en el corazón de cada cual. Es la posibilidad de
un espacio abierto para la reflexión sobre verdades senci-
llas que a veces olvidamos con graves consecuencias para
nuestro ánimo.
Se trata de recordar que todos estamos en el mismo
barco, que en algún momento de la vida, nuestros manua-
les técnicos (los genes), dictarán que aparezca tal o cual
enfermedad, en connivencia con otros factores que unas
veces dependen de nuestras actitudes y estilos de vida y
otras del ambiente. A todos, en cualquier momento, nos
puede fallar el trabajo, se nos puede morir un ser querido
o se nos puede romper el amor, pero por eso mismo, por-

16
que “a todos nos puede pasar”, el ¿por qué a mí?, tiene
que dejar de ser un lamento, una imprecación a Dios, o un
grito de ira rebelde que con su aguijón nos envenena, para
convertirse en una mirada en derredor, capaz de entender
nuestra fragilidad y la grandeza con que podemos afron-
tar todo lo que la vida nos depara, siempre y cuando no
nos creamos víctimas.
A pesar de todo, siempre habrá alguien que razone con
la misma pregunta para afirmarse en lo contrario: ¿Y por
que no puedo yo irritarme, rebelarme y seguir preguntán-
dome? ¡Ciertamente! También esto es posible, aunque no
deseable, porque aunque la historia está llena de seres
humanos anónimos de los que nadie contó su dolor, siem-
pre es mejor respetar el misterio que tratar de entrar en él
con una espada en la mano.
Sí será importante el encontrar un sentido a nuestro
sufrimiento, ya que nadie nace sabiendo sufrir ni hay en
nuestra escuela temprana ninguna asignatura que nos
enseñe a enfrentar el dolor, ni sabio que pueda explicarnos
su por qué. Las grandes religiones han dicho su palabra
sobre el tema, pero éste, sigue siendo la asignatura pen-
diente de la humanidad y compañero inseparable de todos
los seres humanos. Se aprende sufriendo, como se anda
andando, o se alimenta uno comiendo. Sólo sabemos que
estamos ante algo parecido a un camino, que nadie puede
transitar por mí y para el que no valen medios de transpor-
te. Hay que hacerlo de forma personalizada, paso a paso.
Y, a simple vista, no hay respuestas para el que sufre, no
hay una razón que nos convenza ni un sentido aparente y,
esto es, precisamente, lo que le machaca al ser humano,
pues bien decía Víktor Frankl que el hombre no se destru-
ye por sufrir; el hombre se destruye por sufrir sin ningún
sentido.

17
El contenido de este trabajo está repartido en cinco
capítulos: “El poder del sufrimiento y el silencio de Dios”.
“Actitudes ante el sufrimiento”. “El cristiano y la cruz”.
“Cómo superar el dolor” y “Me cubres con tu palma”. En
todos ellos, de una manera sencilla y amena, por medio
de parábolas, anécdotas, citas, y testimonios, hay mate-
rial abundante para reflexionar, ayudarse y ayudar a otras
personas que pasen por la misma experiencia.
No cabe duda de que las distintas aptitudes, los diver-
sos enfoques pueden ayudarnos a sufrir con amor, porque
saber sufrir es la sabiduría más excelente. Nunca podre-
mos adivinar ni hacernos una remota idea del valor de
tantas vidas que parecen inútiles, simplemente porque
están condenadas a vivir de por vida, en una cama, en una
silla de ruedas u olvidados en el rincón de una habitación.
Teilhard de Chardin sentía una envidia sana ante la gran-
deza de su hermana Margarita postrada en una silla de
ruedas, como quedó reflejado en el extracto de una de las
cartas remitidas a su hermana: “… Mientras que yo, entre-
gado a las fuerzas positivas del universo recorría los conti-
nentes y los mares, tú, yacente, transformabas silenciosa-
mente en luz, en lo más hondo de ti misma, las peores som-
bras del mundo. A los ojos del creador, dime ¿Cuál de los
dos habrá obtenido la mejor parte?”. Y es que de alguna
forma Margarita había comprendido que, a pesar de que
tenía el corazón estrujado por el dolor y rota el alma por
soportar tanto sufrimiento, era dichosa y feliz, aunque
muchos no la entendieran.
Dios es amor, misericordia, y porque nos ama, también
sufre con nuestros sufrimientos. Estamos en las manos de
Dios, pero Dios, de alguna forma, tiene las manos atadas y
también depende de las nuestras para consolar y aliviar el
sufrimiento del ser humano. El dolor es un mal que hay

18
que evitar. Hay que luchar contra él, mientras se puede,
pues “no tenemos ninguna necesidad de personas resigna-
das, sino de hombres en pie que luchen contra el sufrimiento,
y que, cuando el sufrimiento no quiera ceder –a pesar de ser
un mal y de seguir siendo un mal–, lo utilicen con Jesucristo
y gracias a Jesucristo para sacar algún provecho. También los
desperdicios, echados al fuego, se convierten en luz y calor”
(Michel Quoist).
Dios nos ha creado por amor y para que amemos y sea-
mos felices. El sufrimiento es un mal que, en la medida de
lo posible, hay que evitar. Conviene, pues, echar mano de
todo lo que nos ayude a aliviar el sufrimiento: medicina,
psicólogos, sacerdotes, amigos, familia, paciencia, ale-
gría… pero tenemos que contar, sobre todo, con la fe, con
la esperanza y con el amor. Sabemos que está por llegar y
llegará, ese día que anticipa el Apocalipsis (21, 1-5), cuando
Dios hará nuevas todas las cosas y ya no habrá gritos ni
fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado. Tal será la
Creación final de un universo transfigurado, donde no
habrá más dolor ni llanto.
Nuestro agradecimiento y reconocimiento infinito a
todos lo que tratan de quitar, aliviar y borrar el dolor, espe-
cialmente, a médicos, sanitarios, psicólogos, sacerdotes,
voluntarios y personal de hospitales que duplican sus
horarios y sus manos para hacer en cada momento lo que
buenamente se puede, y tratan, sobre todo, de sembrar en
los corazones heridos y deshechos, un poco de fe, amor y
esperanza.

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1
EL POR QUÉ DEL SUFRIMIENTO
Y EL SILENCIO DE DIOS

Dios calla, aparentemente, y no ofrece ninguna res-


puesta a quienes buscamos razones o explicaciones, prin-
cipalmente del sufrimiento del inocente. Ante las grandes
catástrofes y males de nuestra sociedad seguimos pregun-
tándonos, ¿dónde estarán las manos de Dios?

Dios no tiene la culpa de nuestros males, aunque según


nosotros, deje morir a los niños, o permita que se come-
tan abusos, o no responda a nuestros ruegos... Es cierto
que Dios dirige nuestra vida, pero respeta nuestra liber-
tad. Con frecuencia solemos prescindir de Dios llevados
por este tipo de reflexiones. Y este es nuestro mayor error.
Porque necesitamos urgentemente perdonar a Dios, pero
sobre todo, perdonarnos a nosotros mismos, ya que en
realidad, la mayoría de las veces, no estamos enfadados
con Dios, sino con nosotros y entre nosotros porque aún
no hemos conseguido conquistar nuestra divinidad. Una
divinidad que se realiza mediante el perdón. En el fondo
es el amor incondicional por nosotros mismos lo que bus-
camos desesperadamente, las más de las veces a través de
sucedáneos. Perdonarse a uno mismo – Perdonar a Dios.
Ambas cosas son lo mismo. Y por ahí se empieza a cami-
nar. Porque lo queramos o no, Dios está presente espe-
cialmente en los que sufren. No se ha ido de nuestras

21
vidas ni nos ha abandonado. Por el contrario, ha tomado
partido por el ser humano. El es amigo de la vida, no del
sufrimiento y de la muerte

SUFRIMIENTOS Y CRUCES DE NUESTRA HUMANIDAD

Un cuento judío dice que la suerte del ángel es que no


puede estropearse. Su desgracia es que no puede mejorar.
La desgracia del hombre es que puede estropearse. Y
su suerte que puede mejorar. Efectivamente, lo más gran-
de del hombre es el poder ser libre, aunque esto, a su vez,
pueda ser su gran perdición.
Benito Pérez Galdós solía decir en señal de alarma por
el entorno social que le tocó vivir: “¡Qué tiempos, qué hom-
bres!”. Santa Teresa hablaba de los tiempos recios de su
entorno y de que el mundo estaba ardiendo. Con propie-
dad nosotros podemos seguir repitiendo la misma canti-
nela, ya que nuestros tiempos también son difíciles e
ingratos.
Vivimos divididos. Hemos levantado muros para ale-
jar a los que nos molestan por su color, lengua o religión.
No hay seguridad en nuestras calles, no hay libertad de
expresión. Hemos sacado a Dios de las escuelas, de los
hogares, de la vida pública. Vivimos en una sociedad que
propicia el hedonismo. Hemos caído en lo que Benedicto
XVI llamó la “facilonería” de la vida que nos embota la
mente con egoísmo y apegos. Sufrimos de una gran pobre-
za, ya que “la primera pobreza de nuestros pueblos es no
conocer a Cristo” (Teresa de Calcuta).
Librar a la humanidad del hambre y la malnutrición
requiere no sólo habilidades técnicas, “sino sobre todo un
genuino espíritu de cooperación que una a todos los hom-

22
bres y mujeres de buena voluntad”, exhorta Benedicto XVI.
El Papa constató los obstáculos para acabar con el flagelo
del hambre: “conflictos armados, enfermedades, calamida-
des atmosféricas, condiciones ambientales y desplazamien-
to forzoso masivo de población”. No se terminará el ham-
bre en el mundo ni habrá paz mientras no haya una mayor
justicia social. Necesitamos la paz, cierto, pero ésta sólo
arraiga en la justicia.
Nuestra humanidad sufre casi siempre sin saber muy
bien por qué. Lo malo de esta ignorancia, es que nos
hemos contaminado por la indiferencia, la violencia y las
desigualdades. El sufrimiento es causado, a veces, por la
misma naturaleza, otras, es precisamente la misma per-
sona quien se lo ocasiona voluntaria o involuntariamente.
Otras veces es el hermano quien hace sufrir al otro. Hay
cifras que nos hablan de injusticias, de hambre, de gue-
rras, de muerte. En nuestro tiempo triunfa la fuerza bru-
ta, la ley del poderoso se impone. No se ama la vida, ni se
cuida, ni se defiende. Por eso hay muchas y nuevas clases
de esclavitudes, como la venta de niños, de órganos, la
prostitución, la mutilación sexual de las niñas, la adicción
a las drogas y el alcohol, los inmigrantes explotados y no
acogidos como seres humanos y un largo etc. Y así el mie-
do se va apoderando de millones de seres humanos.
Hay muchas cruces y sufrimientos. Uno de los más fre-
cuentes es el de los enfermos. La enfermedad golpea, can-
sa, debilita y chupa salud y vida. Nadie puede medir el
dolor de un enfermo; sólo él sabe del amor puesto en la
aceptación de esos dolores, de esas soledades y de las
incomprensiones de los otros. La enfermedad sale en
nuestro encuentro y ante ella no tenemos a donde huir; la
enfermedad terminará encarcelándonos, arrancándonos
nuestros planes, aplastándonos y destrozándonos la vida.
El enfermo, en muchas ocasiones, parece no contar, como

23
si fuera un cero a la izquierda, sin presente y sin futuro.
Ante la enfermedad hay varias actitudes: la de sobrevivir
o la de escapar y sucumbir.
El dolor nos hace iguales, nos hermana anulando las
diferencias entre unos y otros: sólo a través de él descubri-
mos que la capacidad humana ante el sufrimiento es ili-
mitada. Todo lo que nos cae encima, lo aguantamos; pero
el miedo a sufrir nos paraliza y nos roba las fuerzas para
poder sobrellevarlo. Cuando no tenemos miedo al dolor,
sufrimos mucho menos. “En muchas ocasiones lo más
terrible no es el dolor en sí, sino lo que pensamos sobre él, lo
que imaginamos en nuestra mente” (B. Sh. Lukeman).
Hay cifras que nos hablan de una gran injusticia social.
He aquí algunas tomadas, casi todas ellas, de la publica-
ción de Fernando Almansa y Ramón Vallescar titulada
“La pobreza en el Tercer mundo y su erradicación”. Estos
datos nos ofrecen una dolorosa estampa, que es un fiel
reflejo de lo que está pasando:

v En el mundo hay 1.000 millones de personas que pasan


hambre.
v 1.300 millones de personas no tienen acceso al agua
potable.
v 35.000 niños mueren diariamente por causas directa-
mente relacionas con la pobreza.
v 2 millones de niños mueren cada año de diarrea.
v 130 millones de niños no reciben educación básica.
v Un 15% de la población del mundo posee el 79% de la
riqueza mundial y para el 85% sólo queda el 21% res-
tante.
v Según la UNICEF, 600 millones de menores viven en la
más absoluta pobreza.
v Una de cada cinco mujeres del mundo sufren maltra-
tos físicos o sexuales.

24
v Cada año, más de 2 millones de niñas entre 5 y 15 años
son violadas u obligadas a prostituirse.
v En 1960 había un rico por 30 pobres; en 1990, 1 rico
por 60 pobres; en 1997, 1 rico por 74 pobres. Más de
1.300 millones de seres humanos tienen que vivir cada
día con menos de un dólar.
v En el año 1988 había 33,4 millones de afectados por el
sida; en el año 2008 serán 53 millones y habrán muerto
ya más de 40 millones por esa enfermedad.

¿QUÉ ES EL DOLOR? APORTACIONES DE LA PSICOLOGÍA

Sufrimiento, según el Diccionario de la Real Academia


Española es “padecimiento, dolor, pena”. Sufrir es “sentir
físicamente un daño, dolor, enfermedad o castigo. Sentir un
dolor moral”.
El Diccionario de la Real Academia Española define el
dolor como una “sensación molesta y aflictiva de una parte
del cuerpo por causa interior o exterior”.
La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor
(IASP) ha definido el término “dolor” como “una experien-
cia sensorial y emocional desagradable, asociada con un
daño tisular real o potencial y que incluye una serie de con-
ductas relacionadas con el dolor, visibles o audibles, que
pueden ser modificadas por el aprendizaje” (León-Olea,
2002). El dolor es una de las sensaciones principales que
el organismo percibe cuando se encuentra en una situa-
ción de anomalía funcional que pone en peligro su inte-
gridad. Actualmente es considerado un síndrome, es decir,
un conjunto de síntomas.
Por otra parte, la nocicepción, término que proviene de
la palabra latina “nocere” (herir), es la transmisión de
señales procedentes de una lesión tisular o irritación que

25
se perciben normalmente en forma de dolor o picor. La
nocicepción está modulada por factores psicobiológicos,
y se puede percibir o no como dolor, dependiendo del
entorno, el ámbito cultural y los hábitos familiares. Por lo
tanto, no es lo mismo dolor que nocicepción: la nocicep-
ción es el mecanismo por el que los estímulos nocivos
periféricos se transmiten al sistema nervioso central y sin
embargo el dolor es una experiencia subjetiva que no
siempre se asocia a la nocicepción.
Las principales aportaciones que nos da la Psicología
al tratamiento del dolor crónico, giran alrededor de tres
puntos:

1º. La reconceptualización y experiencia/concepto


del dolor.
2º. Los componentes Psicológicos de la experiencia
del dolor.
3º. Tratamientos que se llevan a cabo en las “Unida-
des del dolor”.

Las aportaciones teóricas que han ayudado a recon-


ceptualizar el concepto/experiencia del dolor, se centran
en tres puntos y son relativamente recientes (1965). Una
de ellas se centra en los mecanismos del dolor y afirma
que en la experiencia dolorosa intervienen complejos
mecanismos neurofisiológicos que actúan como si de una
compuerta se tratara, que al abrirse o cerrarse, transmi-
ten o no los impulsos nerviosos del cerebro. Por lo tanto
la experiencia del dolor está sujeta a variaciones, debido a
múltiples factores.
También se ha demostrado que el control voluntario
del Sistema Nervioso Autónomo, puede influir directa-
mente en la actividad fisiológica implicada en el naci-
miento de los problemas de dolor.

26
Y existe una tercera línea de investigación que hace
emerger una nueva era en el estudio del dolor, relaciona-
da con el papel que juegan los procesos de Condiciona-
miento Operante en la experiencia del dolor, distinguien-
do así la experiencia perceptiva del dolor de las conductas
o comportamientos del individuo como respuesta a esa
percepción. Estas manifestaciones externas del dolor son
una forma de comunicación y por tanto están sujetas a los
principios que gobiernan cualquier otra conducta o com-
portamiento, lo que significa que pueden ser extinguidos
o reforzados por circunstancias ambientales.
Por último, la relación del carácter mental que tienen
la compleja experiencia del dolor. En este proceso inter-
vienen aspectos como las creencias de cada uno y el signi-
ficado que se atribuye a la experiencia del dolor, lo cual
choca frontalmente con la idea que tienen algunos de
que el dolor es un fenómeno estrictamente somático. Este
carácter mental de la experiencia dolorosa viene dada por
la interacción entre factores afectivos, conductuales, cog-
nitivos, y sensoriales.
Además hay que advertir, que cualquier dolor es en
esencia psicógeno además de orgánico, porque ambos fac-
tores están íntimamente relacionados. Así lo sensorial y
físico no es separable de lo emocional, cognitivo y social.
En este sentido decimos que existen componentes
psicológicos en la experiencia del dolor que ya han sido
incorporados a la definición del dolor dada por la Asocia-
ción Internacional para el estudio del Dolor.
Uno de estos componentes es de tipo sensorial discri-
minativo, y tiene como función transmitir la estimula-
ción nociva y sus características de intensidad y espacio-
tiempo.

27
Otro aspecto es la dimensión motivacional afectiva,
que nos hace vivenciar el dolor como desagradable, lo cual
provoca el sufrimiento, ansiedad y respuestas emocionales
que nos mueven a realizar conductas de huida o escape.
Por último, está la dimensión cognitivo-evaluativa. En
ella, el papel de las variables cognitivas como la atención,
la sugestión, los pensamientos, las creencias y atribu-
ciones, etc., muestran toda su capacidad (que es mucha)
para modular el funcionamiento del resto del sistema
implicado en la percepción del dolor. Sin olvidarnos del
papel que juegan el estilo de afrontar este problema, las
expectativas de control y las emociones.
Las propuestas de tratamiento Psicológico en el mane-
jo del dolor van en el sentido o aplicación de técnicas
como el entrenamiento en Relajación, la hipnosis, el
manejo de contingencias, técnicas cognitivo-conductua-
les, etc. que aportan un aspecto positivo al ser aplicadas
por el propio individuo. Estas técnicas se incluyen dentro
de programas multidisciplinares que llevan a cabo equi-
pos formados por médicos, psicólogos, fisioterapeutas y
terapeutas ocupacionales.

¿ES BUENO O MALO EL SUFRIMIENTO?

El célebre artista-humorista Coluche hizo posible que


comieran cada día y durante todo un invierno, en Francia,
unas cien mil personas pobres. El presidente de la Asam-
blea Francesa dijo: “Coluche, que conoció situaciones extre-
mas, nunca se olvidó de la miseria que había pasado en su
infancia. Ni se olvidó nunca de quienes pasaban necesidad.
Las adversidades no le amargaron la vida, sino que aprendió
de ellas para forjarse a sí mismo y ayudar a los demás”.
El sufrimiento es malo. Toda persona huye de él y con
él llega la zozobra, la inquietud, la desgracia. El sufri-

28
miento es uno de los grandes misterios que arranca de la
creación misma. Muchos sufrimientos se pueden locali-
zar, tienen una causa determinada. El que sufre de cirro-
sis por culpa del alcohol; el que se enferma de cáncer del
pulmón, por haber fumado en cantidad. A otros no se les
encuentra explicación y forman parte de un mundo en
devenir que Dios conduce hacia la plenitud. Sabemos que
toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el
momento presente; gemimos dentro de nosotros mismos,
esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuer-
po (Rm 8,22-23).
El mal se presenta al ser humano como algo absurdo
y sin sentido. ¿Por qué? Ésta es la pregunta del que sufre,
“es la más antigua de las cuestiones terribles de la humani-
dad”, según afirmó P. Claudel.
No tenemos que olvidar, por otra parte, el valor peda-
gógico del sufrimiento, pues quizá tenga un poco de razón
el proverbio griego: “He sufrido, he aprendido” o lo que
tantas veces hemos oído: “la letra con sangre entra”, aun-
que entra, por supuesto, mucho mejor con amor. Sin
embargo, hay que reconocer que el mal, el sufrimiento,
es, a veces, el mejor maestro para quien anda en la escue-
la del dolor; el dolor puede cambiarnos, hacernos mejores
o peores, según se encaje. En lo humano y mucho más en
lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los
grandes motores del ser humano.
El sufrimiento nos hace buscar la trascendencia, a
Dios, “sea mil veces bendito el sufrimiento que me ha acer-
cado a Dios”, escribe desde su dura experiencia Francois
Coppée. Luís Rosales afirmaba que “los hombres que no
conocen el dolor son como iglesias sin bendecir”. El sufri-
miento, igualmente nos obliga a abrirnos a los demás, a
no cerrarnos en nuestra concha. Debieran educarnos para

29
saber llevar el sufrimiento. El sufrimiento, cuando se
acepta, une a las personas, abriéndolas a la compasión, y
haciéndolas más maduras y humanas. Por eso recalcaba
Tommaseo: “el hombre a quien el dolor no educó, siempre
será un niño”. El celebre actor de cine Anthony Perkins al
final de su vida afirmaba: “Hay muchas personas que pien-
san que esta enfermedad es una venganza de Dios, pero creo
que ha sido enviada para enseñar a la gente como ha de
amar. Aprendí mucho más sobre lo que es el amor, la abne-
gación y la comprensión humana de la gente que he conoci-
do en el mundo del sida, que el mundo competitivo y brutal
en el que he pasado mi vida”. Aunque nos vienen grandes
bienes con el sufrimiento, no todos podemos decir como
Baudelaire: “Bendito seas, Señor, que das el dolor”.
Con frecuencia somos incapaces de expresar nuestros
sentimientos cuando gozamos y sufrimos. Sabemos para
que sirven los médicos, pero no sabemos para qué sirve el
sufrimiento. Es difícil dar una explicación sobre el sufri-
miento. Frecuentemente oímos decir que Dios envía los
sufrimientos, unas veces como castigo y otras como puri-
ficación. Esta idea de Dios es radicalmente falsa. Dios,
como dice el libro de la Sabiduría, es “amigo de la vida”
(Sb 2,26). Dios nos quiere sanos y entra dentro del plan de
Dios el que el ser humano busque la salud. El mismo Jesús
recorría toda Galilea curando toda enfermedad y dolen-
cia (Mt 4,23) y una numerosa multitud afluía para ser
curados de sus enfermedades (Lc 5,15). A su encuentro
los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan lim-
pios, los sordos oyen, los muertos resucitan (Lc 7,19-22).
Jesús nos trajo nueva vida y desde entonces cuando sufri-
mos con amor y por amor, nos volvemos redentores. El
sufrimiento siempre tendría que provocar en nuestras
vidas amor.

30
Con acierto explica F. Varone que el sufrimiento huma-
no no tiene para Dios ningún valor compensatorio ni
reparador: no constituye placer ni exigencia jurídica de
Dios y este es un dato importante que debemos empezar
a retener. El mal no viene de Dios, sino que, me atrevo a
decir, es causado por la naturaleza y el propio ser huma-
no. A pesar de todo, tenemos que creer que cualquier
situación no escapa al amor de Dios. Por el contrario Dios
se hace presente en nuestra vida siempre como anti-mal
(E. Schillebeeckx) y él se hace presente en los momentos
de dificultad.

¿POR QUÉ EL SUFRIMIENTO?

Un individuo desaliñado y sucio se puso en pie, en


medio de un bullicioso grupo de personas que escucha-
ban a un predicador en Hyde Park. Se dirigió al orador y,
con potente voz, le planteó una pregunta que era más
bien un grito de indignación: “Usted dice que Dios vino al
mundo hace ya dos mil años... ¿Cómo es posible entonces
que el mundo continúe lleno de ladrones, adúlteros y ase-
sinos?”.
Se hizo un silencio muy grande. A todos los presentes
les pareció que era una objeción incontestable. Sin embar-
go, el predicador le miró serenamente y contestó: “Tiene
usted toda la razón. Pero también existe el agua desde hace
millones de años...; y, sin embargo..., ¡fíjese cómo va usted
de sucio!”.
El sufrimiento del ser humano, especialmente del ino-
cente, es un gran escándalo para el no creyente. El escán-
dalo de nuestra historia de sufrimientos, en sus justas
dimensiones, aunque de una manera complicada pero
realista, se lo planteaba ya el griego Epicuro:

31
“O Dios quiere quitar el mal del mundo, mas no pue-
de, o ciertamente puede, mas no quiere. O Él no quie-
re y no puede evitarlo, o bien puede y quiere quitarlo.
Si quiere, pero no puede, es impotente. Si puede, mas
no quiere, no ama (la duda humana: si Dios es amor
o si Dios existe, es el mismo problema). Si no quiere
ni puede, entonces no es el Dios bueno y además es
impotente. Si Él quiere y puede (ésta es la sola posi-
bilidad que se le debe como a Dios), entonces ¿de
dónde viene el mal actual y por qué no lo quita?”.

El problema de fondo, en todo sufrimiento, es la


incompatibilidad de dos atributos de Dios: el de la bon-
dad y el de la omnipotencia. ¿Por qué Dios permite el
mal? Veamos este proceso a través de la Literatura. Recojo
algunos textos.
En la última novela de Mauriac, una mujer se pregun-
ta: “¿Por qué el mal, añade ella (la madre) llorando, sin dar-
se cuenta que de esta manera ponía la única pregunta que
podía sacudir la fe?”. No es una simple cuestión teórica;
está en juego el significado de la existencia.
En la obra El pájaro espino, C. Mc Cullough desarrolla
este diálogo entre Ralph y Meggie:
“¿Por qué el sufrimiento Meggie?”, “pregúntaselo a Dios,
Ralph”… “es él el experto en asuntos de dolor, ¿no? Ha sido
él quien ha hecho de nosotros lo que somos. Ha creado el
universo. Por consiguiente, ha creado también el dolor”.
En el escrito La noche, Wiesel evoca el ahorcamiento
de un niño, “El ángel de los ojos tristes”. Wiesel lee explíci-
tamente una cifra de la verdadera imagen de Dios, de su
bondad inocente y absoluta, pero al mismo tiempo de su
absoluta impotencia frente al sufrimiento del hombre.
Más de media hora permaneció el niño luchando entre la

32
vida y la muerte, agonizando ante los ojos de los condena-
dos. Los detenidos se preguntan: “¿Dónde está el buen
Dios? ¿Dónde está?”. Y Wiesel responde: “¿Dónde está?
Míralo: está colgado ahí, en esa horca”.
En El ángel de lo ojos tristes y también W. Borchert,
quien en el drama Fuera, a la puerta, de regreso de la gue-
rra acusa a Dios de complicidad en los horrores del hom-
bre: “Pero dime, ¿cuándo has sido bueno, buen Dios?
¿Fuiste bueno cuando dejaste que mi hijo de apenas un año
quedara hecho jirones por la explosión de una bomba? (…)
¿No lo escuchaste cuando chillaba, y cuando estallaban las
bombas? ¿O fuiste bueno cuando cayeron once hombres de
mi patrulla? (…) ¿Fuiste bueno en Estalingrado, buen Dios,
fuiste bueno allí? ¿Cómo?”.
El doctor Rieux es el personaje principal de la novela
La peste, de Camus. Este doctor lucha y combate la peste
por el bien de los otros más allá de toda esperanza y
recompensa celeste. El padre Paneloux trata de explicar
que el amor de Dios se manifiesta a través de la peste, ya
que es una llamada de Dios al ser humano a encomendar-
se totalmente a Él. “Es posible que podamos amar lo que
no podemos comprender”, dice Paneloux. Esta concepción
del dolor expuesta por el P. Paneloux es la que le impide al
doctor Rieux creer en Dios como amor, y como autor de
una creación en la que sufren los niños inocentes. La idea
que tiene Reux es diferente de la de Paneloux y así dice:
“estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta
creación donde los niños son torturados”. Dios sería, según
Camus, “el padre de la muerte y el autor del escándalo”.
En Los hermanos Karamazov, de Dostoyeevski, Iván
–después de contar a su hermano Alíoscha la espeluznan-
te escena de cómo un niño de ocho años fue devorado en
presencia de su madre por una jauría de perros, como

33
castigo por haber lesionado, jugando, al lebrel favorito de
un general, dice: “Si el sufrimiento de los inocentes es nece-
sario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han
tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsi-
llo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi
billete. Y cualquier hombre honrado tendría que hacer eso
mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha,
pero le devuelvo con el mayor respeto mi billete”. Iván no
acepta explicación alguna ante una sola lágrima de un
niño inocente; ninguna armonía futura, por más elevada
que sea, puede justificarla.
El complejo de Kafka trata de convencer a los demás
de su inocencia, con la esperanza de que cuando esos
otros crean en su inocencia él se habrá convencido a sí
mismo de que no es culpable. Pero todo esto es en vano.
La persona que posee el complejo de Kafka es aquel que
se lamenta lo mismo que el personaje de Shakespeare:
“Como las moscas para los muchachos traviesos así somos
nosotros para los dioses; Éllos nos matan para su diversión
y pasatiempo”. El complejo de Kafka es la ruina de aque-
llos que niegan la realidad de Dios y del alma humana.
¿Cuál es el origen de los males y por qué Dios no los
elimina? Voltaire se preguntó lo mismo tras el terremoto
que destruyó Lisboa en 1755. ¿Dónde está Dios cuando el
hombre sufre? La pregunta está en boca de todos y en
todos los tiempos. Jesús mismo gritó: “Señor, Señor, por
qué me has abandonado”. El poeta peruano César Vallejo,
pensando en todos los atropellados del mundo dijo: “Yo
nací un día que Dios estaba enfermo y grave”.
¿Qué significado tienen el mal y el sufrimiento en el
mundo? ¿Y la muerte?
Frente al holocausto, escribe Wisel, Dios ha callado:
“Silencio, Total, Absoluto (…). Los asesinos matan. Los ase-

34
sinos ríen. Y Dios sigue callado”. Es importante recordar
que para el pensamiento hebreo, en el grito de Job y en el
abandono de Cristo, como en Auschwitz, hay que ver cues-
tionada la omnipotencia misma de Dios, en el sentido de
que Dios mismo está presente en el grito del abandonado
y en la sangre del inocente, y sólo en esta perspectiva
resultaría comprensible su “silencio”. Y lo preguntó de
otra manera el filósofo alemán Teodoro Adorno: “¿Es posi-
ble hacer poesía después de Auschwitz?”. Lo hizo incluso
Benedicto XVI durante su visita al campo de concentra-
ción de Auschwitz: “¿Por qué, Señor, has tolerado esto?”.
H. Jonas, en “El concepto de Dios después de Auschwitz”
nos dice que Dios sufre con el mismo sufrimiento del ser
humano. Dios revela su amor manifestado en su impoten-
cia frente al sufrimiento y el mal que ha entrado en la
historia. El Dios amor es un Dios que sufre.
Todo lo dicho se podría resumir en una frase de Marx
Horkheimer: “Frente al dolor del mundo o la injusticia, es
imposible creer en el dogma de la existencia de un Dios
omnipotente y sumamente bueno”.
Frente a esta conclusión, nosotros proponemos ahon-
dar incesantemente en el hecho de que Dios se haya hecho
hombre, algo que para los que creen saberlo todo supone
una necedad y para muchos escogidos, una locura. Quizás
ahí esté la clave de muchas cosas.

EL DIOS DE VIDA EN UNA REALIDAD DE MUERTE

En la sección “El teólogo” del popular semanario italia-


no Famiglia Cristiana, donde los lectores escriben para
plantear sus preguntas al teólogo, se lee: “En la produc-
ción televisiva Wisenthal, algunos hebreos deportados al

35
campo de concentración pronunciaban una frase terrible:
‘Denunciamos a Dios por su ausencia’. En efecto, ¿cómo
podemos creer en un Dios providente y justo después de los
campos de concentración? El mal lo cometieron los hom-
bres que, por libre albedrío, torturaron y mataron a millo-
nes de criaturas, es verdad, pero ¿dónde estaba Dios? Los
deportados (hebreos y cristianos) ¿cómo podían sentirse
hijos de Dios, amados por el Padre? ¿Cómo podían creer en
un plan providencial, cuando en su derredor solo veían bru-
talidad, violencia, en una palabra: el mal? O negamos la
Providencia o debemos acusarla” (C. Molari).
Hoy nos preocupa más la vida que la muerte, el cómo
vivir más que el cómo morir, ya que la muerte ha desapa-
recido de nuestra vida, se la ignora, se la disimula, se la
disfraza. Pero lo más trágico de todo es que si la muerte
no tiene sentido, tampoco la vida lo tiene.
A pesar de que en los países ricos la vida se alarga, sin
embargo, en los pueblos en desarrollo la muerte madru-
ga, debido al hambre y las tremendas injusticias. Es nece-
sario recordar los gritos y lamentos de tantos rostros
sufrientes y desfigurados que, desde el olvido y el maltra-
to, piden justicia y amor. Y, en esta situación, G. Gutiérrez
plantea ¿de qué modo podemos hablar de un Dios que se
revela como amor en una realidad marcada por la pobre-
za y la opresión? ¿Cómo anunciar al Dios de la vida a
personas que sufren una muerte prematura e injusta?
¿Cómo reconocer el don gratuito de su amor y su justicia
a partir del sufrimiento del inocente? ¿Con qué lenguaje
decir a cuantos no son considerados personas que son
hijas e hijos de Dios? Estas preguntas nos introducen de
lleno en el dolor del hombre africano, por ejemplo. África
es uno de los continentes más pobres y olvidados. ¿La
culpa la tiene Dios? La pregunta según Desmond Tutu no

36
es ¿por qué existe el sufrimiento en el universo de un Dios
bueno y omnipotente?, sino: ¿Por qué hemos sufrido tan-
to en el universo de tal Dios?
Sabemos que no podemos comprender el misterio del
dolor, pero mucho menos en el caso del inocente. Escribía
Pascal: “Si se considera solo la perfección de Dios, el hom-
bre cae en la desesperación, y si se considera solo al hombre
nos precipitamos en el orgullo; sólo si consideramos a
Cristo, a la vez Dios y Hombre, podemos mirar lealmente
toda nuestra debilidad y nuestra miseria en el horizonte de
un amor misericordioso y lleno de esperanza”.
¿Habrá una segunda oportunidad? ¿Habrá alguna
solución? Creemos que sí. “Frente a la opresión, el saqueo
y el abandono, nuestra respuesta es la vida. (…) Una nueva
utopía de la vida, donde nadie puede decidir por otros hasta
la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y posi-
ble la felicidad y donde las estirpes condenadas a cien años
de soledad tengan por fin y para siempre una segunda opor-
tunidad sobre la tierra” (G. Garcia Márquez).
Dios se encarna en Cristo, pero también se encarna
en los cristianos. Lo curioso es que en muchas naciones
cristianas no se ve palpable el amor de Dios porque reina
la injusticia, el hambre y la guerra. Será la Iglesia la que
tendrá que hacer presente a Dios, a Cristo, por su testi-
monio de vida. Esto es lo que pretendió Chiara Lubich
cuando inició una experiencia de amor con un grupo de
compañeras en la ciudad de Trento destruida por la
segunda guerra mundial al sentir y experimentar que
Dios es amor. Apenas lo comprendieron, no pudieron
por menos que acogerlo, amarlo y dar testimonio de él.
Y he aquí un requisito indispensable: encarnarlo en uno
mismo.

37
“Dios está presente, no se ha ido de nuestras vidas.
En los momentos más trágicos, ahí está él, con las
manos atadas por el odio de los seres humanos. Dios
está presente en el mundo siempre y solo como crea-
dor; las demás modalidades de la presencia divina,
por el contrario, dependen de las criaturas. Como
amor, misericordia, ofrecimiento vital, Dios está pre-
sente solo donde criaturas amantes, misericordiosas,
vivientes, hacen eficaz su acción creadora a nivel
humano. Frente a los campos de concentración la
pregunta de rigor no es “¿Dónde estaba Dios?”, sino
“¿Donde estaba el hombre?”.
En los campos de concentración Dios estaba presente
solo donde los hombres misericordiosos expresaron
solidaridad y perdón, donde santos continuaron
amando de modo absoluto y sin reservas. Donde el
fraile conventual Maximiliano Kolbe se ofreció en
sustitución de un condenado a muerte, Dios se hizo
presente en medio de la desolación del odio y de la
desesperación. Han sido muchos los que han redimi-
do los campos de concentración alemanes y han posi-
bilitado el nuevo florecimiento de la libertad. La vida
es un don tan grande que puede soportar a veces inclu-
so el sufrimiento de muchos para que todos lleguen a
poseerla. Pero esto supone que donde están en acción
impulsos de muerte, hombres vivos aceptan ser trans-
parencia de Dios” (C. Molari).

A lo largo de la Historia Bíblica, Dios en Moisés y con


él, libró a su pueblo; en los Profetas y con ellos reprendió
y anunció su palabra al pueblo; en Jesús y con Él, nos dijo
que lo que hacemos a alguien, a Él se lo hacemos.

38
EL SILENCIO DE DIOS

Cuando murió Fernando Fernán-Gómez el 21 de


noviembre del 2007, sostuvo Pilar Bardem que Dios había
muerto. Claro, se refería a esa divinidad pelirroja del gran
artista del que hemos hecho mención. Algunos más suscri-
bían esta afirmación y repetían que, efectivamente, Dios
había muerto, pero ahí quedaban, aún en pie, otros dioses
de su quinta: Luis García Berlanga, Manuel Alexandre,
Alfredo Landa, José Luis López Vázquez, Fernando Guillén,
Gemma Cuervo, Carlos Saura y pocos más. Y mueren cada
día dioses de carne y hueso, de barro y madera en todos los
rincones del mundo dejando paso a otros.
Bergman en sus películas traspone el silencio de Dios
a las relaciones humanas. En Juegos de verano, María
que ha perdido a su novio, lanza un desafío: “Si Dios no se
interesa por mí, yo tampoco me voy a interesar por él”.
Otro problema es que, como afirman algunos, Dios no
está de moda, no interesa, está ausente de los corazones
de muchos seres humanos. La civilización actual se ha
convertido en una humanidad sin Dios. En la mentalidad
moderna, de un mundo postcristiano, desacralizado y
secularizado, Dios no tiene sitio y el evangelio no produce
ningún impacto. Algunas de nuestras sociedades son indi-
ferentes a Dios o viven un ateísmo práctico. La estructura
mental y afectiva de nuestra era es específicamente atea.
También se ha dicho que el Dios de Jesús ha muerto.
Después de la Guerra, Sartre declaraba en Ginebra:
“Señores, Dios ha muerto”. Desde entonces, “el ateísmo es
un humanismo”. ¿Qué hacer con Dios? “Dios ha muerto,
luego el hombre ha nacido”, dijo Malraux. “La conciencia
moral muere al contacto con el absoluto” añade Merleau-
Ponty; la verdadera dignidad humana obliga a “pasar del

39
cielo de las ideas a la tierra de los hombres”. Dios ha muerto,
afirman algunos. El “Dios ha muerto” puede tener muchos
significados. Para los ateos, ese “Dios ha muerto” es el que
no existe o no pinta nada. Y ha muerto el Dios de una cierta
teología de la concepción de Dios como un objeto casi físi-
co. “¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue estando muerto! ¡Y somos
nosotros los que le hemos matado…! ¿No es para nosotros
demasiado grande la grandeza de esa hazaña?” (Nietzsche).
Aquí la muerte de Dios es atribuida al ser humano.
El silencio de Dios ante el sufrimiento inocente siem-
pre ha creado preguntas sin respuesta, donde ese silencio
y la ausencia de su intervención se presentan como prue-
ba de un fracaso. Dios no sólo está ausente, sino que no
existe. Goethe en la obra de Sartre grita: “¿Acaso me escu-
chas, Dios sordo?”. Si Dios calla, ¿cómo podría el hombre
escucharle? Y como la realidad es dura y no tiene explica-
ción, el ser humano mantiene una actitud de huida de la
que habla Freud, huida hacia el seno materno, hacia lo
arcaico y prelógico: “Soy como un niño en el vientre de su
madre, no deseo nacer. Aquí me encuentro suficientemente
a resguardo” (Rosanov).
Francoise Sagan confiesa: “¿Dios? yo no pienso en él
jamás”. Es normal, pues cuando Dios no interesa porque
no se le ama o porque no se cree en Él, sobran los pensa-
mientos. Entonces, Dios, Jesús, no pintan nada, no son
luz, ni verdad ni camino. “Dice el insensato en su corazón:
No hay Dios” (Sal 14,1). Y san Agustín añade: “El ateísmo,
esa locura de un pequeño número de personas”. Y que no
obstante salpica a tantos.
A la fórmula atea: “Si Dios existe, la persona no es libre”,
se responde: “Si el ser humano existe, Dios no es libre”. Dios
no puede decir no al ser humano, ya que Él es amor y no
puede dejar de amar, lo comprenda o no el ser humano,

40
pero no puede obligarnos a amar. Ya lo dice un adagio
patrístico: “Dios puede todo, salvo obligar al hombre a
amarlo”. Dios no se ha desentendido del ser humano, pues
ha enviado a Jesucristo. El Hijo viene a la tierra para sen-
tarse a “la mesa de los pecadores”. El amor es oblación
hasta la muerte. Dios muere para que el hombre viva en
él. Repitámoslo infinitas veces.
Cristo ha asumido el silencio de Dios con aquel grito
desgarrado: “Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?”
(Mt 27,46) aceptando una vez más la “voluntad de Dios”,
como voluntad de amor. Porque tanto amó Dios al mundo
que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él
no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por Él (Jn 3,16-17). Él quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimien-
to pleno de la verdad (1 Tm 2,3-4).

“Dios nos da a conocer que tenemos que vivir como seres


humanos que resuelven su vida sin Dios. El Dios que
está con nosotros es el Dios que nos abandona… Ante
Dios y con Dios, vivimos sin Dios. Dios se deja arrojar
del mundo para ir a parar a la cruz; Dios es impotente
y débil en el mundo, y precisamente así y únicamente
así es como está junto a nosotros y como nos ayuda”
(D. Bonhoeffer).

Dios no ha muerto, afirman los creyentes y está donde


un hombre trabaja y un corazón le responde. Así reza un
himno litúrgico:

“…Quien diga que Dios ha muerto


que salga a la luz y vea
si el mundo es o no tarea
de un Dios que sigue despierto.

41
Ya no es su sitio el desierto
ni en la montaña se esconde;
decid, si preguntan dónde,
que Dios está –sin mortaja–
en donde un hombre trabaja
y un corazón responde”.

DIOS SE ESCONDE

Un niño preguntó a un escultor: “Señor, ¿cómo sabía


que había un león en el mármol?”.
El escultor contestó: “Porque antes de ver al león en el
mármol, lo había visto en mi corazón”. Y en efecto así es.
Dios está dentro de cada ser humano. Dios está cerca
de cada uno, pero en algunos momentos no le sentimos y
su presencia pasa desapercibida. Sabemos que en toda
relación hay momentos de intimidad y momentos de dis-
tanciamiento y esto mismo nos pasa con Dios. El Señor
ha escondido su rostro al pueblo… pero yo esperaré en él,
pues en él tengo puesta mi esperanza (Is 8,17).
El Salmista se quejaba con frecuencia de la aparente
ausencia de Dios: Dios mío, ¿por qué te quedas tan lejos?
¿Por qué te escondes de mí cuando más te necesito?”.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Lejos
estás para salvarme, lejos de mis palabras de lamentos”;
“¿Por qué me has rechazado?”. Camino del Norte al Sur y
no lo encuentro, no te veo. Por supuesto, Dios no había
dejado a David, como tampoco nos deja a nosotros. Varias
veces ha prometido: “Nunca te dejaré ni te abandonaré”.
Pero lo que Dios nunca promete es que siempre vayamos
a sentir su presencia. En efecto, Dios a veces nos oculta su
rostro.

42
Para madurar nuestra amistad y crecer en comunión
con Dios, él nos probará y nos sentiremos abandonados y
olvidados. Dios parecerá estar muy lejos de nuestra vida.
Henri Nouwen lo llamó “el ministerio de la ausencia”.
W. Astó lo llamó “el ministerio de la noche”. Otros lo llama-
ron “el invierno del corazón”. San Juan de la Cruz se refirió
a esos días de distanciamiento de Dios, como “la oscura
noche del alma”. Los místicos también han experimentado
el silencio de Dios. Después de haberlo encontrado sienten
que está lejos y el que es toda luz permite las oscuridades
más profundas. San Juan de la Cruz expresa admirable-
mente el silencio de Dios con aquellos versos inmortales:

“¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido”.

Y Él parece que se ausenta por días, semanas, meses,


años y sentimos que la oración no hace nada y no consigue
ningún cambio. Por más que se ora, por más que se lee y se
escucha la Palabra, por más que se busca al Señor, el cora-
zón queda frío como una piedra, no se siente nada. Cuando
Dios parece distante, puedes sentir que está enojado conti-
go. Sí, Dios quiere que sientas su presencia, pero prefiere
que confíes en él, aunque no lo sientas. A Dios le agrada la
fe. Eso nos reveló Jesús. Y en momentos de oscuridad es
bueno recordar: “Nunca dudes en la oscuridad de lo que
Dios te dijo en la luz” (V. Raymond Edman). Confía en que
Dios cumplirá sus promesas. Gracias a que confiaba en la
Palabra de Dios, Job pudo mantenerse fiel, aunque nada
parecía tener sentido. Su fe era fuerte en medio del dolor:
“Dios podrá matarme, pero todavía confiare en él”.

43
P. Arrupe tomó contacto con la miseria social y las
situaciones injustas. Se encontró con el dolor terrible de
la miseria y el abandono, viudas cargadas de hijos, enfer-
mos que mendigaban la caridad y niños maltratados y
abandonados… Aunque Dios no aparecía a simple vista,
estaba escondido, en todo momento sintió a Dios cerca-
no. “Sentí a Dios tan cerca en sus milagros que me arrastró
violentamente detrás de sí. Y lo vi tan cerca de los que sufren,
de los que lloran, de los que naufragan en la vida de desam-
paro, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarlo en
esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo, que
la sociedad desprecia porque ni siquiera sospecha que hay
un alma vibrando bajo tanto dolor”.
El abate Bournisien, de una novela de Flaubert, dice al
Dr. Bovary, roto de dolor por la muerte de su mujer: “Es
preciso someterse sin rechistar a los designios de Dios, e
incluso darle las gracias”; a lo que Charles Bovary no pue-
de evitar responder: “¡Detesto a tu Dios!”.
A muchas personas piadosas se les podría aplicar lo
que dice Job a sus amigos: que son unos “médicos matasa-
nos” (Jb13,4), es decir, una personas que, cuando intentan
consolar, logran precisamente lo contrario.
El sencillo aguador de una comedia de Bertolt Brecht
atribuye las inundaciones de su provincia a que allí no rei-
na temor alguno de Dios. “Lo que simplemente ha ocurrido
es que se ha derrumbado la presa”, responde otro. Cuando
hablamos de cualquier sufrimiento es bueno saber en qué
terreno nos movemos; por ejemplo, cuando lo hacemos de
la enfermedad, no podemos afirmar que es Dios quien
hace enfermar a nadie, ya que Dios no origina las enferme-
dades. En una de las primeras obras de Cela, una madre
tuberculosa se despide de su hijo con estas palabras: “Sé
muy bueno, que Dios te proteja y que jamás –se lo pido por
lo más santo– te rompa las venitas de los pulmones”.

44
Algo parecido podríamos afirmar en cuanto a los
desastres naturales. En el siglo XX, a ningún sismólogo se
le ocurrirá afirmar que Dios decidió una mañana sacudir
la tierra, aunque algunos creyentes lo afirman presentan-
do a un Dios sádico con expresiones como:“Dios hace
sufrir a los que ama”, o la más popular de “Dios aprieta,
pero no ahoga”. “Semejante ‘dios’ –dice Fourez– sería un
verdadero neurótico, y lo mejor que podría hacerse por él es
recomendarle un buen psicoanalista”.
Rabia, dolor, tristeza, impotencia es lo que sentimos
ante cualquier muerte por accidente. ¿Qué hacer, qué
decir? Únicamente callar, orar y hacer todo lo posible por-
que los familiares y amigos de los fallecidos y los corazo-
nes de todas las personas de bien tengan un poco consue-
lo que, en muchos momentos, resulta imposible. Aunque
a veces cueste ver a Dios, él está ahí con una presencia
especial.
Lo verdaderamente importante, es saber qué hacer
ante el mal, sobre todo ante la injusticia que se puede evi-
tar. ¿Hay que cruzarse de brazos? ¿Hay que seguir clava-
do en la cruz?
Ante el mal no podemos cruzarnos de brazos, aunque
a veces tenemos que seguir clavados, ya que no depende
de nosotros. Es un misterio que, por ahora, no podemos
descifrar. Sólo llegamos a barruntar que Dios calla y es
importante el aprender a saber callar.

¿Y QUIÉN TIENE LA CULPA?

Érase una vez un hombre como los demás. Un hombre


normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era
diferente. Una noche, llamaron a su puerta. Cuando abrió,

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encontró a sus enemigos. Eran varios y habían venido
juntos. Sus enemigos le ataron las manos. Después le dije-
ron que era mejor así. Y se fueron, dejando un guardián
en la puerta para que nadie pudiera desatarle…Y cuando
su guardián le señalaba que, gracias a aquella noche en
que entraron a atarle, él, el hombre de las manos atadas,
no podía hacer nada malo (no le señalaba que tampoco
podía hacer algo bueno), el hombre empezó a creer que
era mejor vivir con las manos atadas. Además, estaba tan
acostumbrado a las ligaduras…
Pasaron muchos años, muchísimos años. Un día, sus
amigos sorprendieron al guardián, entraron a la casa y
rompieron las ligaduras que ataban las manos del hom-
bre. “Ya eres libre”, le dijeron. Pero habían llegado dema-
siado tarde. Las manos del hombre estaban totalmente
atrofiadas.
Las causas del sufrimiento son múltiples: nuestra con-
dición humana, el mal uso de la libertad, etc. ¿Quién tiene
la culpa de los males? Con frecuencia culpamos a Dios de
todo; pero la respuesta no es sencilla: nos han atado las
manos, el alma, los vuelos y, es posible, que la culpa la
tengan los otros, la sociedad, la familia; pero no cabe,
duda, que cada uno puede hacer mucho por romper lazos
y ataduras.
En general podemos afirmar que Dios no quiere el
mal, pero sin embargo lo permite porque sabe que es una
consecuencia inevitable de la creación del hombre. Dios
podría hacer milagros y evitarlo. Jesús podía haber cura-
do a todos los enfermos, haber evitado las catástrofes…
¿Por qué Jesús realizó sólo unos pocos milagros? En rea-
lidad, en nuestra mentalidad, el recurso habitual al mila-
gro sería el arreglo de todas nuestras desgracias, pero
ignoramos que nos ataría las manos y nos privaría de

46
nuestra responsabilidad. “Un Dios –escribía Nietzsche–
que en el momento oportuno corta el resfriado, o induce a
uno a subir al coche en el momento preciso en que empieza
a llover a cántaros, debería antojarse un Dios tan absurdo
que, si existiese, habría que abolirlo”. Y sin embargo
muchos son los que piensan y añoran un Dios así.
Incluso hoy seguimos preguntándonos, ¿por qué Dios
no evita milagrosamente los sufrimientos más insoporta-
bles? Dios, habitualmente no recurre al milagro. Deja que
las cosas sigan su curso. No se mete en lo que es compe-
tencia del ser humano. Las cosas son como son, no depen-
den de nuestro antojo, y, a veces salimos perjudicados.
Hay muchas personas que no logran entender por qué
Dios consiente que tantos inocentes sufran, o por qué
media humanidad pasa hambre. Es claro que Dios no tie-
ne la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en
este mundo. Es muy cómodo echarle la culpa a Él, estan-
do la solución en nuestras manos. “Son los hombres –decía
C. S. Lewis–, y no Dios, quienes han producido los instru-
mentos de tortura, los látigos, la esclavitud, los cañones, las
bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupi-
dez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturale-
za, sufrimos pobreza y agotador trabajo”. Dios no tiene la
culpa de que este mundo sea como es, Él no es un Dios
tapa agujeros.
Los pueblos primitivos creían en un Dios castigador.
Hoy, muchas personas se mantienen en esta misma creen-
cia, echándole la culpa a Dios de todos los males cuando
la mayor parte de los sufrimientos provienen de los hom-
bres. Lo que se reprocha a Dios es, las más de las veces, un
acto de los hombres contra otros hombres y también con-
tra Dios. El éxito y el fracaso, el placer y el sufrimiento, la

47
alegría y el dolor la libertad y el mal, son aspectos insepa-
rables de una misma realidad, como la cara y la cruz de
una moneda.

Dios no tiene nada que ver con nuestras imprudencias


y locuras. Quien se da a la bebida poco a poco se intoxica.
El médico se lo ha advertido a tiempo, pero no lo han
escuchado y, precisamente, por seguir bebiendo, llegará
un día en que el hígado dejará de funcionar. Entonces
surgen las preguntas: ¿Qué le he podido yo hacer a Dios?
A Dios nada, pero sí a tu cuerpo que has envenenado día
a día. Podemos hacer mucho por mejorar el mundo; pode-
mos, como hombres y mujeres con responsabilidad moral,
convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o víc-
timas del drama de la vida. Pero no hay respuesta adecua-
da para todos los interrogantes. A pesar de todas las expli-
caciones, el ser humano sigue preguntándose, si a Dios le
importa tanto el sufrimiento de las personas, ¿cómo no
hace algo por evitarlo? Las respuestas apuntan hacia
nosotros.

Y una vez más lo diremos: Dios actúa a través nuestro.


El bien o el mal del mundo está en nuestras manos. Dios
ha hecho todo, nos ha creado a nosotros y nos ha dado las
herramientas necesarias para no enfermar, para curar,
para sanar. Nos ha dado la inteligencia para poder dirigir
y controlar todo lo creado. “Creced, multiplicaos, llenad la
tierra y sometedla”, dijo a la humanidad (Gn 1,28). Ahora
el ser humano es libre para escoger el bien o el mal, el
amor o el odio. Somos libres y desde el amor tendríamos
que servir a los demás (Ga 5,13). Quizá la definitiva res-
puesta está en estas sencillas palabras de P. Lippert:
“¡Señor Dios! Ya veo lo que tengo que hacer y me espanta la
tarea: Tengo que hacerte bueno”.

48
¿TODO DEPENDE DE DIOS?

Duns Escoto, gran teólogo del siglo XIII, cuando iba


de viaje encontró a un campesino que labraba su tierra.
Le recomendó que se portara bien, y que cumpliera
con la Ley de Dios para salvarse.
El campesino, un tanto molesto, le dijo: —¿Para qué
debo portarme bien? Si Dios quiere que me salve, aun por-
tándome mal me salvaré; y, si Dios no quiere que me salve,
aun portándome bien, no me salvaré.
El teólogo le preguntó: —Dime ¿para qué labras tu tie-
rra, la siembras y la riegas? Si Dios quiere que en tu campo
haya trigo, aunque tú no trabajes habrá trigo; y, si Dios no
quiere que tú tengas trigo, aunque trabajes y sudes, no ten-
drás trigo.
El campesino ya no supo qué contestar, y siguió labran-
do su tierra.
Todo depende de Dios, pero todo, también, depende del
ser humano. Hay muchas personas que acuden a Dios en
los momentos de tormenta, cuando se avecina la tempes-
tad o ante una enfermedad incurable. Y es que en los
momentos de inseguridad, Dios es roca, es seguridad ante
cualquier amenaza. “A los dioses, decía Freud, se atribuye
una triple función: espantar los terrores de la naturaleza,
conciliar al hombre con la crueldad del destino, especial-
mente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle
de los dolores y privaciones que la vida civilizada en común
le impone”.
Sabemos que Dios es el Padre bueno, pero no está para
tapar los agujeros que otros pueden rellenar. “Veo con toda
claridad que no debemos utilizar a Dios como tapa-agujeros
de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los

49
límites del conocimiento van retrocediendo cada vez más –lo
cual, objetivamente es inevitable–, Dios es desplazado conti-
nuamente junto con ellos y, por consiguiente, se halla en una
constante retirada. Hemos de hallar a Dios en las cosas que
conocemos, no en las que ignoramos” (Bonhoeffer).
El cristiano tiene que creer que sin Dios, si no está uni-
do a Cristo, no puede hacer nada, no puede dar fruto. No
es fácil saber hasta dónde llega la acción de Dios entrela-
zada con la mano del ser humano. Son dos poderes que
tienen que marchar a la par, pues él da la fuerza. Él mul-
tiplica nuestro poder y nuestra debilidad se hace fuerte.
Así lo expresa un himno de la liturgia:

“Tu poder multiplica


la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos”.

“Fui perseguido por nazis y rusos. Tuve suerte: no he


matado a nadie. No he apaleado a nadie. Perdí mis gafas en
el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Tengo
una miopía aguda. Me han aplastado la nariz. Frecuente-
mente he tenido miedo; un miedo terrible…” Esto se puede
leer en “Otoño de las esperanzas”, biografía del intelectual
católico Bartoszeski. Cuenta que en Auschwitz vio como
por puro “placer”, hacían salir a un profesor de enseñanza
media de un instituto de Varsovia de entre las filas y ante
los ojos atónitos de unos cinco mil prisioneros le golpea-
ban y torturaban hasta causarle la muerte”. Dice: “Fuimos
espectadores y nadie dijo nada. Nadie hizo nada. Yo estaba
allí y tampoco hice nada. Y esto constituye para mí, hasta el
día de hoy, la mayor vergüenza de mi vida”. Efectivamente,
ante el mal la masa se siente impotente y, si no tiene unos
líderes que reaccionen, se queda cruzada de brazos.

50
J. Fowles, autor de la novela El Mago, pone en boca de
un personaje de la misma, refiriéndose a Hitler: “Lo grave
no es que existiera un hombre con el valor suficiente para
ser tan malvado, sino que hubiera millones de hombres sin
el valor necesario para ser buenos”. Es grande el sufrimien-
to en el mundo y, sin embargo, muchos no hacen nada por
aliviarlo.
¿Cómo, pues, tiene que actuar el ser humano? Hace
tiempo san Ignacio dio este consejo: “Actuar como si todo
dependiera del hombre, confiar como si todo dependiera de
Dios”. O como dijo Ernst Bloch: “Sed vosotros hombres, y
Dios será Dios”. Es decir, todo depende de Dios, pero todo
depende también del ser humano. Mucho es lo que cada
uno puede hacer por cambiar las estructuras del mal.
El Premio Nóbel de la Paz del 2006 fue otorgado a
Mohamed Yunus, economista de Blangadesh, más conoci-
do como “el banquero de los pobres” por su obra de funda-
dor del banco de los microcréditos con el que ayuda a los
más necesitados, en este caso la mujeres de Bangladesh.
Yunus descubrió que cada pequeño préstamo suponía
un cambio sustancial en la posibilidades de alguien sin
otros recursos para sobrevivir. Fueron sólo 27 dólares de su
propio bolsillo para una mujer que hacía muebles de bam-
bú, el primer préstamo que llevó a cabo y los beneficios
producidos repercutieron en ella misma y en su familia.

PERDONAR A DIOS Y A UNO MISMO

En 1987, un fuerte terremoto destruyó muchas casas


en San Francisco, California; una familia que había per-
dido su casa se mudó al otro lado de la bahía, en las coli-
nas de Oakland; algunos años después, un fuerte incendio
arrasó la zona y su casa fue nuevamente destruida.

51
La pregunta sobre el por qué de las cosas, sirve de poco;
la respuesta a esa pregunta seguirá siendo un misterio
para siempre. Para recuperarse de desastres semejantes,
debemos preguntarnos mejor ¿Qué puedo aprender a par-
tir de esta situación? ¿Qué puedo hacer para superarla?
¿Qué aprendí que pueda ser de ayuda en el futuro?
¿Es que se puede estar enojado con Dios? ¿Es que Dios
es capaz de hacernos daño? Sí, hay muchas personas eno-
jadas con Él. Pregúntenselo al que le acaban de comunicar
que tiene un cáncer sin cura, o a la madre que perdió al hijo
recién nacido, o al que el huracán le arrasó su fortuna.
Dios es un buen chivo expiatorio al que podemos echar
la culpa de todos nuestros males. El Dios omnipotente al
que se atribuyen tantos sufrimientos no es el Dios impo-
tente y humilde que Jesucristo ha mostrado:

“Porque deja sufrir y morir a los niños.


Porque dice que me ama y no me ayuda en los momen-
tos difíciles.
Porque se dice que está en todas partes, y yo no lo veo.
Porque no parece responder a mis ruegos.
Porque no me concede la felicidad a la que me daría dere-
cho el cumplimiento fiel de mis deberes religiosos.
Porque después de haberme hecho conocer el cielo a tra-
vés de un gran amor, vino por el o la que yo amaba.
Porque permite que se cometan abusos, incluso en su
Iglesia, sin intervenir.
Porque me juzga sin cesar.
Porque no puedo alcanzar la perfección a que me obliga
a aspirar” (Jean Monburquette).

Dios calla ante el sufrimiento humano. Parece ausen-


te. Y como la realidad es dura y no tiene explicación, el ser
humano mantiene una actitud de huida de la que habla

52
Freud, huida hacia el seno materno, hacia lo arcaico y
prelógico: “Soy como un niño en el vientre de su madre, no
deseo nacer. Aquí me encuentro suficientemente a resguar-
do” (Rosanov).
Perdonar nos ayuda a sumergirnos en un mundo de
experiencias y emociones positivas que terminan orien-
tando la vida hacia nuevos horizontes, más humanos y
más divinos. Es cuestión de querer hacerlo. Por lo menos
de intentarlo.
Hay que ser fuerte para perdonar y cuidar a los otros,
pero hay que revestirse de gran valor para perdonarse a sí
mismo, para no guardar resentimientos. En Alcohólicos
Anónimos se sugiere que la única persona a la que se
necesita perdonar es uno mismo; una vez logrado esto,
todos los demás serán perdonados de un modo natural.
Perdonándose a uno mismo es más fácil perdonar a los
demás ya que, en definitiva, todos somos iguales.
El perdón, como todo en la vida, es cuestión de prácti-
ca, requiere una decisión, un deseo, un compromiso cons-
ciente. Para convertirse en hábito o virtud, necesita repe-
tirse muchas veces para dominarlo, para integrarlo, para
sentirlo como algo natural.
Cuando uno se ve con amor, esa misma mirada se
transmite a los demás y se ve a los otros con amabilidad y
amor y lo miramos con el corazón, no con nuestras ideas
preconcebidas. Y cuando esto acontece somos capaces de
ver toda la bondad de cada ser humano. Goethe escribió:
“Si tratas a una persona según lo que parece, la haces peor
de lo que es. Pero si la tratas como si ya fuera lo que tiene
capacidad de ser, la haces lo que debería ser”.
Para amar al otro y perdonarlo, hay que empezar por
amarse y perdonarse a sí mismo. Si hay que amar a los

53
enemigos, el enemigo más fuerte habita, con frecuencia,
en nosotros mismos. Amar y perdonar, además de ser un
don que se recibe de lo alto, es un aprendizaje que comien-
za en la familia, en los primeros años. Muchos no consi-
guen perdonarse, porque cuesta, porque se culpan, por-
que lo que han hecho creen, en definitiva, que no tiene
perdón. Perdonarse a sí mismo es aceptarse como se es y
no tener envidia de los otros. Una pulga no envidia lo que
come y lo que pesa el hipopótamo.
Para perdonarse a sí mismo, es bueno ser uno mismo,
indulgente y paciente con los fallos. Es bueno dejar atrás
todos los juicios de condena y amarguras del pasado, tra-
tarse con amabilidad y dulzura, con comprensión y com-
pasión. Perdonarse a uno mismo es probablemente el
mayor desafío que podemos encontrar en la vida, ya que
perdonarse es el proceso de aprender a amarnos y acep-
tarnos a nosotros mismos “pase lo que pase”.
Suele haber una enorme resistencia a perdonarse a
uno mismo, porque, en definitiva, es una muerte. Muere
el hábito de considerarnos pequeños e indignos. “Me aver-
güenzo de haber engordado tanto”, “Siempre me sentiré cul-
pable por no haberme despedido”, “Dejaré de sentirme cul-
pable si las cosas salen bien”, “Me perdonaré cuando ella me
perdone”.
Muchas son las causas del desprecio a sí mismo. Entre
ellas podríamos señalar el perfeccionismo. El perfeccio-
nista no puede perdonar el no haber previsto antes los
problemas, el haber metido la pata, el no haberse dado
cuenta, el haber caído una vez más.
La falta de autoestima, el desprecio y el odio a sí mis-
mo, provienen de los mensajes, verbales o no, recibidos en
los primeros años. La falta de cariño, las palabras desagra-
dables y menosprecios hacen que el niño no crea en los

54
triunfos y esté programado para el fracaso, siendo además
un candidato seguro para sentirse deprimido y culpable.
Las biografías de Anuar Sadat, Mahatma Gandhi,
Martin Luther King Jr. y Nelson Mandela, al igual que
la de tantos otros líderes sociales, nos hablan de cómo
encontraron la senda hacia el perdón mientras estaban
en la cárcel; reconocieron y aceptaron sus sentimientos
de amargura, ira y venganza, pero el perdón los ayudó a
transformar esos sentimientos en acciones positivas para
cambiar cuando finalmente salieron de la cárcel.

55
ii
ACTITUDES ANTE EL
SUFRIMIENTO

Las actitudes ante el sufrimiento son muchas y varia-


das. En ellas influyen factores como la religión, la filosofía,
nuestros aprendizajes y valores, etc. Y además, cada perso-
na reacciona de un modo particular. Algunos no dan impor-
tancia al sufrimiento; otros, gozan contando sus achaques
y exagerándolos; pocos lo aceptan de verdad y se enfrentan
a él con paz y serenidad. Lo cierto es que quien le encuen-
tra sentido y lo acepta, tiene mucho camino andado.
Con frecuencia decimos que todo es del color del cris-
tal con el que miramos las cosas y acontecimientos. Según
pensamos, así nos va en la vida. Los pensamientos nos
permiten gozar o sufrir, triunfar o fracasar. Nos va la vida
en cambiar nuestra actitud mental, ya que “cada cual es
afectado no tanto por lo que le sucede, sino por la opinión
que tiene acerca de lo que le sucede” (Montaigne).
Los pensamientos influyen en la acción y ésta en los pen-
samientos; por eso recomendaba William James cambiar
las acciones, ya que “la acción logra cambiar los sentimien-
tos. Así que si alguien siente que ha perdido la alegría y el
entusiasmo, que se dedique a obrar como si tuviera entusias-
mo y alegría, y verá como la acción transforma su sentimien-
to”. Con pensamientos positivos se triunfa siempre, aunque
las dificultades sean grandes, pues quien se empeña en ver
y resaltar solamente lo positivo, así vivirá, con optimismo.

57
SENTIDO DEL SUFRIMIENTO

Gibran cuenta que una ostra dijo a otra ostra: “Vecina,


siento un gran dolor dentro de mí. Es como algo pesado,
redondo, que me lastima, me daña, me oprime”.Y la otra
ostra replicó con arrogante complacencia: “Alabados sean
los cielos y el mar. Yo no siento dolor alguno dentro de mí.
Me encuentro perfectamente bien y nada me molesta por
dentro ni por fuera”.
En aquel preciso momento un cangrejo que por allí
pasaba y había escuchado el diálogo entre las dos ostras
dijo a la que estaba bien por dentro y por fuera: “Sí, te
sientes bien e intacta. Pero el dolor que soporta tu vecina es
una perla de inigualable belleza y de gran valor”.
El dolor y el sufrimiento es repetidamente valorado
de modo particular en el Nuevo Testamento como mani-
festación de amor. “Porque tanto amó Dios al mundo, que
le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). El propio
Cristo reprende severamente a Pedro: “El cáliz que me
dio mi Padre, ¿no he de beberlo?” (Jn 18 11). Cuando rue-
ga Jesús al Padre que le libre de aquel Cáliz: “las palabras
de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del
amor mediante la verdad del sufrimiento. Las palabras de
Cristo confirman con toda sencillez esta verdad humana
del sufrimiento hasta lo más profundo: el sufrimiento es
padecer el mal, ante el que el hombre se estremece” (Juan
Pablo II).
Cristo acepta la cruz por amor de obediencia al Padre
para redimirnos: Padre mío, si es posible, pase de mi este
cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino como
quieres tú (Mt 26,39) y a continuación: Padre mío, si esto
no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt

58
26,42). Todo sufrimiento humano, grande o pequeño,
incorporado a Cristo y aceptado con amor es una perla de
incalculable valor.
San Pablo escribirá de Cristo: “Me amó y se entregó por
mí” (Gá 2,20). Ahora me alegro de mis padecimientos por
vosotros, dice san Pablo a los Colosenses (Col 1,24). Quien
sigue a Cristo tiene que aceptar la cruz. Si alguno quiere
venir en pos de mi, tome cada día su cruz (Lc 9,23). La
fidelidad a Cristo exige este sacrificio. ¡Qué angosta es la
puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué
pocos son los que la encuentran! (Mt 7,13-14). Quien sufre
con fe se alegra como Pablo: “Ahora me alegro de mis pade-
cimientos por vosotros” (Col 1,24).
Es un misterio que se vislumbra cuando en la medida
en que somos capaces de aceptarlo por la fe en Cristo:
“Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte” (G. S.22). Como misterio, debe ser permanente-
mente contemplado con perplejidad y con respeto: ante el
dolor humano nos encontramos frente a una realidad con
vocación sobrenatural, llamada a trascendernos.
Algunos no encuentran ningún sentido al sufrimiento
y lo único que desearían es borrarlo del mapa. Este es uno
de los motivos por los que para estas personas no tiene
sentido una vida de dolor y la obsesión por no sufrir aca-
ba de hecho con la propia vida, pues cuando el sufrimien-
to no se puede detener, la forma más fácil es acabar con la
vida. Abunda, con frecuencia, el miedo al dolor que se
convierte en norma de vida y paraliza totalmente a las
personas. El miedo nos llena de presentimientos nefastos
toda la vida, no existen amaneceres, nos acogota el cuer-
po y el alma. No podemos olvidar que el sufrimiento for-
ma parte de nuestra naturaleza, sin embargo tratamos de
huir de él y esto impide que aprovechemos la oportunidad

59
de convertirlo en fuente de bendiciones, de paz, de fecun-
didad. No podemos ni debemos olvidar que el dolor siem-
pre tiene algo que decirnos.
El dolor nos madura y nos hace más humanos.

“Pero no todos aceptan, aunque sea a regañadientes,


el dolor. Unos se crispan, maldicen y patalean. Otros
se refugian en la melancolía y caen en la depresión
más severa. La adversidad y el dolor no deben verse
como cosas tan terribles, sino como una escuela don-
de el aprendizaje, aunque sea duro, no se olvidará
con facilidad. El dolor y la adversidad constituyen
todo un espectro de contrastes en las personas. Unos,
con muy poco, se desesperan. Otros, con mucho más,
se crecen. El problema no está en que esas adversida-
des o esos dolores sean muchos o pocos, sino en
cómo se afrontan. En la adversidad suele descubrirse
al genio y en la prosperidad se oculta, afirmaba
Horacio. No es el sufrimiento el que da valor a la
Cruz, sino el amor del Hijo que el Padre acoge en soli-
daridad con la historia dolorosa de los hombres. No
es la sangre la que salva, sino el amor que no se detie-
ne ni siquiera ante ella” (J. A. Pagola).

A pesar de que el sufrimiento madura, a veces el dolor


apaga todas las luces y la persona se vuelve muy débil y se
desmorona. Es entonces cuando tiene que echar mano de
la fe, del sentido de la vida, pues como dice Nietzsche:
“cuando un hombre tiene un por qué vivir, soporta cual-
quier cómo”. Pero con frecuencia falta fe, luz y fuerzas, y,
es entonces, cuando más se necesita la ayuda de los otros,
de la compasión y el cariño.
El sufrimiento nubla y, a veces, no deja ver la luz y la espe-
ranza, pues los que no pueden creer que haya alguien que les

60
ama. Pero el que goza de salud, a veces no ve y no compren-
de al que yace inmóvil en la noche. Necesitamos unos pris-
máticos especiales para acercarnos a los demás, esto sólo
ocurre cuando somos capaces de ver con el corazón.
Qué grande es poder sentir el sufrimiento y el dolor de
los otros. A estas personas les duele el sufrimiento de la
humanidad, porque quien es sensible, no puede dormir
cuando sabe que millones de personas carecen de los
derechos más elementales. Recuerdo aquel poema de
Roland Holst que confesaba: “A veces me es imposible con-
ciliar el sueño por las noches, pensando en los sufrimientos
de los hombres”.
Cuando no se es capaz de aceptar el dolor, es bueno
ofrecérselo al Señor.

“Dios mío, te ofrezco mi dolor…


¡Es todo lo que puedo yo ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo amor.
¡Un gran amor!
Me lo robó la muerte
…y no me queda más que mi dolor.
Acéptalo, Señor:
es todo lo que puedo ya ofrecerte!” (Amado Nervo).

VOCES ANTE EL SUFRIMIENTO

En la catedral de Reims hay un ángel realmente singu-


lar: despedazado, destruido, surcado por cicatrices y heri-
das. Con el paso del tiempo se ha quedado sin una de sus
alas. Pero lo sorprendente de este ángel es que, pese a
todas las lesiones, sonríe al que lo mira.
No es fácil sonreír y manejar el dolor. Algunos lo disi-
mulan no lo dan importancia, al menos exteriormente.

61
Otros gozan contando sus achaques y exagerándolos. Pocos
lo aceptan de verdad y se enfrentan a él con paz y sereni-
dad. Los que se hacen amigos de aquello que les recuerda
que están vivos, suelen comprender a los que sufren.
Cuando nos acercamos al otro debemos hacerlo con
gran respeto, casi como en adoración, sabiendo que el
que sufre es hermano y en él está muy presente Jesús. No
es fácil tampoco ponerse en el lugar del otro y tratar de
comprenderlo y ayudarlo, pues bastante lleva cada perso-
na con sus problemas.
Muchos son los sentimientos y actitudes ante el sufri-
miento y la muerte de cualquier persona. Sentimiento y
actitudes que nos hacen proferir voces de indignación,
voces fatalistas, voces religiosas y voces de sabiduría
popular. De ellas habla Arnaldo Pangrazzi en su libro ¿Por
qué a mí? Veámoslas por separado.
Las voces de indignación se hacen muchas preguntas:
¿por qué ahora?, ¿por qué a mí? … Siempre el momento
de la desgracia es inoportuno. Y la indignación o culpa
recae sobre uno mismo o sobre Dios.
Las voces fatalistas achacan al destino los aconteci-
mientos trágicos. Hay algunas expresiones que se refieren
a este grupo como: ¡Era el destino!; hemos nacido para
sufrir; me persigue la desgracia; Dios lo ha querido así…
Este destino puede ser un destino ciego o la maldad de
prójimo, o bien, quienes consideran que el destino de
cada uno está previamente marcado por Dios.
Las voces religiosas son expresiones de las distintas
imágenes de Dios que tienen los seres humanos. A Dios
podemos verlo como juez, como perseguidor, como edu-
cador, como dispensador de favores, como olvidado,
como amigo, como Padre. La imagen de Dios como Padre

62
habla de confianza, abandono, bondad, providencia. Es
la confianza en el padre lo que llena de paz y serenidad el
corazón del ser humano.
Las voces de la sabiduría popular. La sabiduría popu-
lar nos ofrece expresiones y frases en torno al sufrimien-
to. Estas frases gravitan en torno al tema de responsabi-
lidad personal como factor causante del sufrimiento, o
proceden de la conciencia de la propia fragilidad y mor-
talidad, o en torno al misterio de las potencialidades
escondidas en el sufrimiento, o derivan de confrontarse
con los demás para reconsiderar la propia aflicción y
abrirse al prójimo.
Cada frase hay que comprenderla en el contexto de
la historia, la personalidad y los recursos del individuo.
Muchas expresiones que parecen una acusación contra
Dios pueden ser formas de oración. El corazón herido
necesita tiempo para curar. ¿Dónde acudir en los momen-
tos de dolor y dificultad, cuando la tierra tiembla y la casa
se derrumba, cuando la razón no tiene razones y el cora-
zón se seca?

CAMBIAR NUESTRAS MENTES

Estas son palabras de William James: “El gran descubri-


miento de nuestra época es que podemos cambiar toda nues-
tra vida con sólo cambiar la actitud de nuestras mentes”.
En un reino de la antigua China se celebraba el ban-
quete de bodas del príncipe heredero. En el brindis de
los novios ella tomó la copa y fue a beber, pero al beber
vio que en la copa había una serpiente. Se bebió todo,
pero al poco tiempo empezó a sentir dolores de estóma-
go y se alarmó; no quiso decir qué le pasaba. El visir

63
sospechó que algo ocultaba la princesa. Para averiguarlo
se puso a revivir él, paso a paso, todo lo que había hecho
la princesa el día de la boda. Así llegó el momento del
brindis, llenó de vino la copa, la llevó a sus labios y son-
rió. Hizo llamar a la princesa, que estaba a punto de des-
mayarse, la sentó en el mismo lugar que había ocupado
y le hizo tomar la copa en su mano y mirar a su interior.
La princesa, a pesar de su debilidad, dio un grito. ¡Allí
estaba otra vez la serpiente! El visir tomó entonces la
copa en sus manos y bebió de un trago su contenido. Se
hizo silencio, y el visir explicó: No había ni hay ninguna
serpiente. Justo encima del sillón de la princesa colgaba
del techo una lámpara con adornos plateados que se
reflejaban en la superficie del vino en la copa y daban la
impresión de que se retorcía en ella una serpiente.
Repitió la escena, y todos se convencieron. La última en
convencerse fue la princesa, pero al fin vio la verdad, y
en cuanto la vio cesaron sus dolores. Si no había serpien-
te para causarlos, ¿cómo podía ya sentirlos? Siguió la
fiesta de bodas, y todos fueron felices.

El creer en algo produce los efectos que dicta la mente.


Basta sentir que se está mal o así lo ha dicho el médico, o
alguien que te lo susurra al oído, para que una persona
sana empeore. “Es la mente la que hace el bien o el mal, la
que hace mísero o feliz, rico o pobre” (E. Spencer). Lo que
pensamos y cómo pensamos es importante para la vida,
pues, normalmente, “la gente se perturba, no por los acon-
tecimientos, sino por su opinión sobre los acontecimientos”
(Epicteto).

La mente proyecta lo que tiene. Cuando en la mente


hay desasosiego, tristeza y miedo, eso vemos a nuestro
alrededor. La paz, el amor, el cielo o el infierno están en

64
nuestra mente. Será, pues, de vital importancia aprender
a dirigir nuestra mente para reemplazar todos los senti-
mientos de miedo, frustración y depresión, por otros más
positivos. Cada uno puede elegir lo que piensa, aunque le
cueste esta elección. Lo que la mente proyecta pasa a ser
nuestra percepción, la cual limita nuestra visión mientras
sigamos aferrados a ella. Y además trabajará como si
estuviese dividida en dos: una parte actúa bajo la direc-
ción del ego y la otra bajo la dirección del amor.
La paz mental empieza con nuestros propios pensa-
mientos y de ahí se extiende hacia el exterior. Es precisa-
mente de nuestra propia paz mental (causa) de donde
procede una percepción del mundo en paz (efecto).
Cuando aceptamos la paz mental como único objetivo, el
perdón se convierte en nuestra única función
Muchos de nuestros pensamientos no son positivos,
no son afectuosos. Si queremos que reinen la paz y el
amor en el mundo, es esencial que optemos por la paz y
no el conflicto, por el amor, no por el odio. Las palabras:
imposible, no puedo, es difícil, debería... no son más que
el resultado de nuestro estado mental, de aquello que
creemos. En la mayoría de los casos vemos el mundo
según está en nuestros pensamientos. Al cambiarlos,
cambiaremos automáticamente el mundo a mejor, pues
lo que pienso de los otros es el resultado de mis senti-
mientos y pensamientos.
En muchas ocasiones la causa de las angustias, ansie-
dades, depresiones, radica no tanto en las dificultades
que encontramos en nuestro caminar, sino en la manera
cómo pensamos; Si cambiamos nuestra manera de pen-
sar, cambiará nuestra manera de vivir. Todos los aconteci-
mientos que nos han sucedido en nuestra vida hasta este

65
instante han sido creados por los pensamientos y creen-
cias que hemos tenido en el pasado. Los pensamientos
son poderosos y extraordinariamente creativos. Hasta el
punto de crear nuestra realidad.
La mayoría de las situaciones que vivimos dependen,
en gran parte, de cómo se enfocan, del cristal con que se
miran. La soledad, por ejemplo, puede resultar una ben-
dición o maldición, según la acoja quien la viva. Estás
solo: si lo llamas “soledad” sufres; si lo llamas “tranquili-
dad”, disfrutas. Estás en grupo: si lo llamas “multitud”, te
ahogas; si lo llamas “compañía”, te relajas”. La felicidad
no está en las comodidades, ni la riqueza en tener mucho,
sino en saber disfrutarlo. Puede ser que el verdaderamen-
te rico no sea el que aumenta sus riquezas, sino el que
hace menguar su ansia por ellas.
Si cada uno cambiara su forma de pensar y se confor-
mara con lo que tiene, muchos problemas se resolverían
en el mundo.

“… Si tuvieres
por tuyo lo que sólo está en tu mano,
y lo ajeno tuvieres por ajeno,
todo te sería fácil, todo bueno:
ninguno en lo que hicieres podrá forzarte,
ni podrá tirano prohibir tus acciones;
a nadie acusarán tus maldiciones,
no culparás a nadie,
ni forzada tu libre voluntad obrará nada
sujeta a servidumbre;
ninguno podrá darte pesadumbre,
no tendrás enemigos,
ni ofenderte podrá el trabajo, ni la adversa suerte”.
(Epicteto)

66
NO QUEJARSE

Al amo de Epicteto le gustaba jugar con su esclavo de


una manera un poco recia, y un día le estaba torciendo la
pierna con fuerza cuando Epicteto le dijo tranquilamen-
te: “Si me dobláis así la pierna, me la romperéis”. Siguió el
juego, el esclavo repitió por segunda vez la advertencia. El
amo no hizo caso y, de hecho, al cabo de un rato le rompió
la pierna. Epicteto le dijo sin inmutarse: “¿Lo veis? Ya os
dije que si seguíais así la romperíais”. Cojo se quedó todo
la vida. Epicteto era esclavo. Entonces el esclavo no tenía
ningún derecho, era un objeto en manos del amo que
podía hacer con él lo que quisiera. No podía quejarse ni
protestar ni oponerse… Epicteto escoge el mejor camino:
la aceptación del hecho y sigue sin inmutarse, tranquilo
con su cojera de por vida.
¿Podemos recomendar esta actitud a las personas que
sufren injustamente, a los que son maltratados, injuriados,
a los inmigrantes, a la mujer golpeada y violada…? Creo
que hay que exigir justicia y no nos podemos callar ante
cualquier clase de atropello. Pero sí nos vendrá bien el
tomarnos las cosas con calma ante acontecimientos que
no podemos controlar tales como enfermedades, desastres
naturales; o ante la suegra que es la misma de siempre, o
ante el director de la empresa que tiene esos modales… No
somos los dueños de los vientos, del mar y la tierra, ni de
las voluntades de los otros.
No está en nuestro poder cambiar a los otros y, a veces
éste es el mayor empeño de muchos. Sólo podremos cam-
biar al otro cuando hayamos cambiado nuestra conducta.
Y esto es difícil, porque, sin duda, es menos costoso el
pretender que el otro se acomode a nuestras ideas e inte-
reses.

67
Un hombre se presentó a Epicteto y le preguntó:
“¿Cómo conseguir que mi hermano no se enfade conmigo y
me regañe?”.
Epicteto le contestó: Tráeme a tu hermano y hablaré
con él.
El cliente insistió: El no vendrá en manera alguna, y
aunque viniera no serviría de nada, pues él no ha de cam-
biar.

Epicteto: “Ahora has aclarado tu caso. Con quien


hay que tratar es contigo, no con tu hermano. Si tu
hermano cambia o no, eso le toca él; ojalá cambie,
pero eso no está en tu mano. Lo que sí está en tu
mano es no perturbarte por la conducta de tu herma-
no. El origen de toda perturbación es el desear que
algo cambie y el no lograr que sea así. Nos dan ganas
de sacarle los ojos a quien se nos opone y, ya que no
podemos hacerlo, nos ponemos a lamentarnos, gemir
e insultar a quien podemos, incluso a Zeus y los
demás dioses. Educarse es aprender a distinguir las
cosas que están en nuestro poder y las que no lo están.
Y luego saber cultivar la ecuanimidad respecto a las
cosas que están en nuestro poder. La pena es que nos
amargamos la vida tratando de cambiar lo que no
podemos cambiar, y eso nos distrae y nos hace débi-
les cuando se trata de cambiar lo que sí podríamos
cambiar”.

Debe quedar claro que para educar y gobernar a otros,


primero hay que gobernarse a sí mismos. Quien no es
capaz de frenar la lengua, vencer los apetitos y pasiones,
no puede pedir moderación a los demás y no tiene calidad
moral para exigir cambios en los otros.

68
Es cierto que no podemos ser indiferentes ante el dolor,
bien sea el nuestro o el ajeno; pero en muchas ocasiones
¿qué se logra con lamentarse, con quejarse? Nada, pues
ante enfermedades, desgracias, muertes, se ha de hacer
todo lo que se pueda para evitarlas o está a nuestro alcan-
ce, pero si a pesar de lo hecho no se logra nada, sobran
todas las lamentaciones.
No son los acontecimientos lo que nos quitan la paz,
si no cómo enfocamos esos hechos. En la vida todo
depende de la actitud con que tomamos los aconteci-
mientos. “Lo que afecta a los hombres no son los hechos,
sino sus opiniones acerca de los hechos” (Epicteto). Que-
vedo tradujo a Epicteto y aquí tenemos estos versos más
importantes del Enquiridion:

“No son las cosas mismas


las que al hombre alborotan y le espantan,
sino las opciones engañosas
que tiene el hombre de las mismas cosas:
como se ve en la muerte,
que, si con luz de la verdad se advierte,
no es molesta por sí, que, si lo fuera,
a Sócrates molesta pareciera:
son en la muerte duras, cuando, necios,
tememos padecella, las opiniones que tenemos della;
y siendo esto en la muerte verdad clara,
que es la más formidable y espantosa,
lo propio has de juzgar de cualquier cosa.
Por eso, cuantas veces a
tu seso le turben ilusiones,
culparás a tus propias opiniones
Y no a las cosas mismas,
ya propias o ajenas,

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pues ellas en su ser todas son buenas.
Por eso debes advertir en todo
que quien por su maldad o su desprecio
al otro culpa, es necio:
que quien se culpa a sí, y a nadie culpa,
ya que no es ignorante,
es solamente honesto principiante;
mas el varón que ni a sí ni a otro acusa,
en cualquier trabajo o accidente,
es el sabio y el bueno juntamente”.

ES ASÍ

Sócrates llegó a acostumbrarse a no dejarse dominar


por la ira, ni el miedo ni la preocupación. Cuando un
día lo insultó uno de sus alumnos, se quedó callado y ni
lo regañó ni lo castigó. A los tres días le llamó la aten-
ción y le impuso un castigo. Le preguntaron por qué no
había regañado y castigado el mismo día de la ofensa y
respondió: “Es que ese día yo estaba con cólera. Y todo lo
que se hace o se dice con ira o mal genio queda mal hecho
o mal dicho”. Y cuando las autoridades lo condenaron
injustamente a muerte, obligándole a tomar una copa
del terrible veneno llamado cicuta, lo único que respon-
dió fue esto: “Hay que soportar con paciencia, valor y
buen ánimo lo que no podemos cambiar; lo que ya tiene
que ser así”.

En una Catedral de Ámsterdam hay una frase que


dice así: “Es así. Ya no puede ser de otro modo. Por lo tan-
to hay que aceptarlo”. Y ante lo inevitable no se adelanta
nada con revelarse y quedarse rumiando la tristeza y la
amargura.

70
“Hay que aceptar que así haya sucedido. La acepta-
ción de lo desagradable que nos ha llegado, es el pri-
mer paso para lograr evitar las consecuencias desas-
trosas de la tristeza y de la desesperación” (William
James). La mejor aptitud para conseguir la paz es la
aceptación. “Hay un camino que lleva a la paz y a la
tranquilidad, y consiste en dejar de preocuparse por
aquellas cosas cuya solución está más allá de nuestra
voluntad, y que no podemos hacer que no sean así”
(Epicteto).

El rey Jorge Quinto de Inglaterra tenía en su despacho


el siguiente letrero: “No llores por la leche derramada, que
con llorar no ganas nada”. No se consigue nada lamentan-
do lo sucedido y echando las culpas a los otros o a noso-
tros mismos o dando cabezazos contra las paredes. Lo
pasado, ya pasó.
Juan Milton quedó ciego y reducido a la pobreza. Al
principio se desesperó, pero después se propuso hacer
suyo el antiguo principio: “Es así. Ya no puede ser de otra
manera. Por lo tanto hay que aceptarlo”. Y fue entonces
cuando decidió sacar todo el rendimiento posible a los
dones que tenía. “Lo más terrible, decía Milton, no es que-
darse ciego. Lo espantosamente terrible es no aceptar el
haberse quedado ciego. Eso sí puede hacer que la vida se
vuelva insoportable”.
Ciego también era Joaquín Rodrigo, pero supo echar
mano de su talento de compositor.
Gabriela Mistral exclamaba: “Yo acepto el universo así
como es. Yo acepto la vida como Dios ha permitido que
suceda. Yo amo mi existencia, tal cual la he tenido que vivir”.
Y quiero repetir lo que dijo el sabio antiguo:

71
“Si Dios me concediera su poder, yo cambiaría
muchas cosas de las que me suceden. Pero si Dios me
concediera también su infinita sabiduría, yo dejaría
todas las cosas así como Dios las permite, porque son
para mi bien. Y estoy segura de que al fin de mi vida,
cuando vea los hechos con los ojos con los que los ve
Dios, no le corregiré a Él ni siquiera una línea de lo
que su bondad ha permitido que me sucediera, por-
que todo fue para provecho mío y no para mi mal”.

Ayuda en gran manera la fe, el tener en cuenta lo que


afirma san Pablo: “en todas las cosas interviene Dios para
bien de los que le aman” (Rm 8, 28). Si aceptamos de Dios
los bienes, ¿por qué no aceptar también los males?, decía
Job. Es importante contar con Dios en todo momento y
ocasión. “Dios tiene poder y bondad, para darnos mucho
más de lo que nos atrevemos a pedir o desear” (Ef 3,20). Es
bueno confiar en Dios, poner en sus manos los proble-
mas, Él los solucionará; pero lo que podamos hacer noso-
tros, aunque sea poco, debemos hacerlo. Henry Ford el
fundador de la empresa de automóviles que lleva su nom-
bre, repetía:

“Cuando no puedo arreglar las cosas dejo que se arre-


glen por si mismas, pidiendo a Dios que quiera inter-
venir para arreglarlas de la mejor manera posible…
Lo que sí podemos cambiar trataremos con toda el
alma de obtener que cambie. Los males que podemos
alejar, lucharemos con todas las fuerzas y con todas las
luces de nuestra inteligencia por alejarlos. Pero cuando
el sentido común nos dice que estamos ante algo que
ya no puede ser de otro modo, no nos empeñemos ter-
camente en luchar desesperadamente por obtener que
no sea lo que así fue y será definitivamente”.

72
Los problemas, si se enfrentan con alegría, se les vence
más fácilmente. Cuando los jóvenes veían más alegre a
San Juan Bosco, decían; “Hoy debe haber tenido un proble-
ma inmenso, porque está más sonriente que de costum-
bre”… Y así sucedía en verdad.
Un día su secretario le dijo: “Comentan sus amigos que
nunca lo habían visto tan alegre y comunicativo como hoy”.
Y él le respondió: Y sin embargo hoy he tenido la pena más
grande de toda mi vida y he tenido que solucionar un pro-
blema como nunca había imaginado que me iba a llegar”.
A san Francisco no le importaba lo que dijeran las cria-
turas, sino tener contento al Creador. Cuentan que un día
iba por un camino y un hombre maleducado se le enfrentó
gritándole: fraile miserable, vago, perezoso, hipócrita y
cobarde…y añadió otros cuantos adjetivos a cual más
humillantes e injustos. La respuesta del santo fue “Hola,
amigo, y que buen ojo tienes para descubrir mis maldades. Y
eso que no sabes sino la décima parte de lo malo que soy yo”.

ACEPTARSE A SÍ MISMO

Charles Chaplin, Cantinflas y el Gordo (el de las pelí-


culas del Gordo y el Flaco) empezaron cada uno haciendo
papeles de señores muy serios, en las representaciones, y
tratando de imitar a algunos actores muy famosos, pero
luego se dieron cuenta de que esta imitación de otros era
un fracaso y de que el tratar de representar lo que no eran,
les llevaba a no ser nada. Entonces cada uno se propuso
ser lo que era, un pobre diablo, un sencillote que aceptaba
los baches de la vida con gran dosis de humor.
Tihamer Toth nos dejó escrita esta importante frase:
“Nadie es tan desdichado, como el que vive deseando ser
distinto de lo que la naturaleza dispuso que él fuera”. Y el

73
sabio La Haye afirmaba: “El vivir deseando ser otra perso-
na distinta a la que uno es, es un problema muy antiguo y
ha sido siempre la causa oculta de infinidad de neurosis,
psicosis, complejos y desalientos”.
Samuel Wood ha sido por muchos años el encargado
de elegir a los actores para las películas en Hollywood. A
todos les decía que no imitaran a los grandes artistas, que
cada uno hiciera lo que sabía, que fueran ellos mismos.
“La imitación es un suicidio. Querer ser copia de otros es
suicidarse y raquitizarse” (Emerson). Quien trata de imi-
tar a los otros, suele caer con frecuencia en la envidia, en
la soberbia, en la mentira y en el resentimiento. Quien se
empeña en florecer donde no ha sido plantado, vivirá en
continua amargura. Sin embargo, quien acepta lo que
sucede, es capaz de ser feliz. A san Francisco de Sales le
preguntaron un día: ¿Cómo se las arregla para vivir con-
tento en medio de tantos problemas y dificultades? Y el
amable sabio respondió: “Es que siempre he tratado de
cumplir el consejo de aquel antiguo maestro de espíritu que
decía: ‘Si lo que llega a tus manos es un agrio limón, fabrí-
cate con el una limonada’”.
“Una de las cualidades más maravillosas de los seres
humanos, repetía Adler, consiste en poder convertir un
menos en un más”. Pascal, el gran pensador, decía:

“Lo más difícil no es aprovecharse de las ventajas.


Esto cualquier ser humano lo puede hacer. Lo más
difícil y heroico es beneficiarse de las pérdidas y apro-
vechar lo que está en contra nuestra, y sacar también
de allí jugosos beneficios. Esto sí exige especial inteli-
gencia y en esto consiste la diferencial entre quien sí
emplea bien su prudencia e inteligencia y quien no se
dedica a pensar profundamente”.

74
No hay grande dificultad que el ser humano no pueda
vencer. Las cosas más valiosas son las que han costado
mayor esfuerzo. Muchas de las personas que han triun-
fado en la vida tuvieron grandes dificultades y limitacio-
nes. Así:
Beethoven, queda totalmente sordo, y entonces agudi-
za de tal manera su entendimiento que llega a producir
las músicas más bellas del mundo.
Milton, poeta inglés, cuando se queda ciego se aleja de
la política y se dedica a componer versos, y como autor
del famoso libro El Paraíso perdido se hizo famoso.
Elena Keller queda ciega y sorda, pero en adelante la
inspiración le llega de tal manera a su cerebro que obtiene
fama universal.
Por grandes dificultades pasaron Schubert,
Tchaikovski, Tolstoi, Darwin, Lincoln… Todos supieron
llevar a sus vidas el refrán noruego: “Los huracanes y los
feroces vientos contrarios, son los que forman los buenos
marineros”.
Todo es aprendizaje en la vida: se aprende a revelarse
contra el dolor y a aceptarlo, se aprende a vivir y a morir,
a tener unos valores y a tener unos ideales, a vivir en los
triunfos, fracasos, a gozar y a sufrir. Víctor Frankl, dijo:
“La eliminación del dolor a toda costa no puede ser norma
de la actuación médica. La misión del médico no es, úni-
camente, hacer al hombre apto para el trabajo y el placer,
sino que se trata de conseguir hacerlo también capaz de
sufrir...”.
La fe y el amor nos ayudan a vencer las dificultades, a
soportar el sufrimiento con entereza. El sufrir con fe y
amor es un don y un privilegio: “Porque se os ha concedido
a vosotros, a causa de Cristo, no solamente el privilegio de

75
creer en el, sino también el de sufrir por su causa” (Flp
1,29); Cristo no da males a los suyos, aunque es inevitable
en muchos casos que los sufrimientos traigan la tristeza,
como esta escrito: “Al momento, ninguna disciplina parece
ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto
apacible de justicia a los que por medio de ella han sido
ejercitados” (Hb 12,11).

LA TRISTEZA ES COSA INÚTIL

A un hombre ruso que cumplió 113 años, con todas


sus facultades mentales y físicas en condiciones óptimas,
le preguntaron por el secreto de su longevidad. Lo prime-
ro que ha dicho ha sido: “No te entristezcas con las peque-
ñas cosas de la vida”.
Es de sabios ahuyentar las tristezas que nos presenta
la vida. La Sagrada Escritura nos advierte que “todos los
males vienen con la tristeza” y “la muerte viene con ella”
(Ecl 38,19). No te entristezcas porque el Señor es quien
nos conforta en el día de la tribulación.
Y “la tristeza, como dice T. De Kempis, es cosa inútil” y
no te traerá ningún bien. De ahí que no hay que entriste-
cerse por un simple fracaso o porque las cosas no mar-
chen como deseamos.
El compañero de la tristeza es el desaliento. Satanás
exhibió a la vista de los diablos las varias “herramientas”
que ellos pueden usar para desviar a los hombres: el orgu-
llo, el odio, los celos, el sexo, la droga, el alcohol, el poder
político, el dinero, etc. Una exposición de verdad impre-
sionante.
Cerca de estos medios principales, había una herra-
mienta pequeña y casi inadvertida.

76
Uno de los diablos preguntó: —¿Qué es esto, y para que
sirve?
—Es un medio sumamente valioso: –explicó Satanás-–
sirve perfectamente cuando los demás medios fallan, se lla-
ma: el desaliento. Gracias a él, Satanás logra que mucha
gente buena se pase la vida sin hacer nada. Y esa gente se
pregunta: ¿Por qué debo arriesgarme yo, cuando nadie se
arriesga?
Jesús nos animó a tener valor, ya que él venció al mundo
(Jn 16,29). Mas ¿cómo vencer el desaliento y la tristeza?
Cuando le asaltaban ideas de desánimo y desaliento
Madame Curie, repetía: “Si resistí ayer, también seré capaz
de resistir hoy, y lograré resistir mañana”. Y en esa “univer-
sidad del sufrimiento” aprendí una gran lección: vivir sólo
un día cada día.
Carmen Conde, de la Real Academia Española, ha
dicho al periodista que le hacía una entrevista: “No te per-
mitas nunca vivir sin ilusión. Te volverás triste. Y estar tris-
te es pasajero, pero ser triste es… casi pecar”.
Hay muchos remedios para combatir la tristeza. Entre
ellos está el trabajo y ayudar a los demás. Estar ocupado
es un medio excelente para no caer en la tristeza. A
Einstein le preguntaron cuál era su fórmula para produ-
cir tan excelente rendimiento en sus trabajos, y la explicó
así: “Mi fórmula es trabajar mucho; callarme la boca; y des-
cansar a tiempo”.
Un día llegó un desconocido a pedirle trabajo en su
empresa, y le fue negado. Entonces aquel hombre le dijo
a Andrés Carnegie antes de despedirse: “Le dejo una idea.
Póngala en practica, y si le produce buen efecto, me regala
después algún dinero para mi sostenimiento. La idea es
esta: Cada día haga la lista de las cosas que tiene que hacer,

77
y hágalas según el orden de su importancia”. Poco tiempo
después aquel desconocido recibió una gran cantidad de
dólares, porque el Sr. Carnegie había notado que aquel
buen consejo le estaba produciendo maravillosos resul-
tados.
Cuando se trabaja con gusto y con amor, no hay can-
sancio. T. Edison, que trabajaba 18 horas diarias y que
muchas veces comía y dormía en el laboratorio para no
suspender sus trabajos de investigación, sentía que el tra-
bajo no le fatigaba porque lo hacia con verdadero gusto y
agrado. Y exclamaba: “Yo nunca sentí que estaba trabajan-
do. Para mí el trabajo era una diversión”.
Hay otro medio bien sencillo para curarse de la melan-
colía, según afirma Adler: “Podrá curarse de su melancolía
en 14 días si cumple esta prescripción: Pensar cada día el
modo en que pueda ayudar mas a los demás”.
Carlos Jung declara: “Una tercera parte de mis pacientes
que sufren de tristeza y melancolía, deben esa enfermedad
sicológica a que carecen de razones suficientes para vivir y
de motivos que los lleven a actuar a favor de los demás”. La
receta es fácil de cumplir y además es ventajosa, pues
todo lo que se hace en beneficio de otros queda como
ganancia para el que obra. El proverbio chino dice:
“Siempre queda un poco de fragancia en la mano que obse-
quia rosas”.
El Dr. Link, director del gran Centro Sicológico de
Nueva York, escribió: “Ningún descubrimiento psicológico
moderno he conocido tan importante como este: que el
esforzarse por hacer más sanamente feliz la vida de los
demás, contribuye a conseguir al mismo tiempo la propia
felicidad”. Y Zoroastro repetía con frecuencia: “El hacer
bien a los demás, el tratar bien a todos, es fuente de alegría
porque aumenta la propia felicidad”.

78
Rockefeller se había dejado dominar por las preocupa-
ciones y era un esclavo del dinero. En el trabajo se volvió
frío y antipático y su salud empezó a empeorar. Los médi-
cos le dieron a elegir entre el dejar de preocuparse y recu-
perar la salud, o el seguir preocupándose y ser derrotado
por la enfermedad. Fue entonces cuando empezó a dejar
de preocuparse, a hacer ejercicio físico y a descansar lo
necesario, cosas estas que le dieron la vida. Empezó a tra-
bajar en el jardín. Aprendió a jugar golf. Practicaba diver-
sos juegos. Cantaba y hablaba con los vecinos. Pero aún
hizo algo mucho más efectivo: en sus largas horas de
insomnio se había puesto a pensar: hasta ahora sólo he
buscado ganar dinero para mí. ¿Por qué no dedicarme a
ayudar a los demás? Y esa fue su salvación. Comenzó a
pensar en cuanta felicidad humana podría conseguir para
los demás, regalando su dinero. Todo lo que se piensa
hacer por los demás, no hay que dejarlo para el futuro,
para cuando mueran, ahora, en vida, es el tiempo propi-
cio. Para hacerles felices a los otros, para demostrar el
cariño, para regalar una flor, hay que aprovechar el
momento presente.

EL JUGUETE ROTO

Swami Dayánandyi Saráswati, maestro hindú, cuenta


la parábola del juguete roto: El niño lloraba porque se
había roto su juguete. Era nuevo, pero frágil, se había res-
balado entre sus dedos, en su primer contacto con la mara-
villa inesperada, y había caído al suelo donde había esta-
llado en mil pedazos, sin que pudiera ya reconocerlo o
repararlo. El padre consoló al niño: “Era solo un juguete, y
era de barro. No valía mucho y, de todos modos, habría aca-
bado por romperse. Te traeré uno nuevo. No merece la pena

79
llorar por eso…”. Pero el niño decía entre sollozos que
aquél era el juguete que él quería, y no otro; y nada le sir-
vió de consuelo en su tragedia inocente e infantil. Su padre
lo dejó, se encogió de hombros y se dijo a sí mismo suave-
mente: ‘Dejémoslo estar. Ya aprenderá cuando crezca...”
Ese mismo padre del niño fue aquel mismo día a la
oficina, y allí se enteró de que en el último ascenso su
nombre había sido pasado por alto, y a otros los habían
ascendido, pero no a él. Fue a ver a su jefe y protestó ante
él con toda la fuerza por la injusticia de la cual había sido
objeto. Su jefe le escuchó pacientemente, le explicó des-
pacio las razones y las circunstancias que justificaban tal
medida y aclaró que nada perdía con ello, pues todo tenía
sus ventajas si sabía verlas. Pero de nada sirvieron las
explicaciones, y cuando el hombre se marchó hecho una
furia, su jefe murmuró para sí: “No importa. Ya lo verá
cuando tenga más experiencia…”.
El jefe volvió a su casa tras aquel intenso día, y allí se
encontró con una nota escrita en la que su mujer aludía a
los enfrentamientos domésticos que habían tenido última-
mente y le informaba que se marchaba para reflexionar por
su cuenta unos días, y que ya le avisaría más adelante lo
que decidiera. El jefe se hundió en la desesperación, se le
cayó el mundo encima, y no supo cómo reaccionar hasta
que se le ocurrió ir a casa de sus padres a desahogarse con
ellos. Su madre le escuchó y le dijo: “No te preocupes, hijo
mío. Tu padre y yo también tuvimos nuestras diferencias y,
como ves, siempre se arreglaron. No es para tanto. Ten un
poco de paciencia, y ya verás cómo todo va bien...”.
Cuando los otros reaccionan desproporcionadamente
a lo ocurrido, pensamos que exageran y tratamos de con-
solarles diciendo que no es nada, que no hay que dar tan-
ta importancia, que ya se pasará... Sin embargo cuando

80
nos toca a nosotros, las cosas cambian. Entonces, por
cualquier cosita, el mundo se nos viene abajo y no sabe-
mos cómo salir de esa gran tragedia.
Es la misma semilla la que lanza el sembrador. El fruto
depende de la tierra, no tanto de la semilla, aunque ésta
también ayude o no. Una vez salió un sembrador a sem-
brar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del
camino; vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron
en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron en
seguida por no tener hondura de tierra; pero, en cuanto
salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron.
Otras cayeron entre abrojos; crecieron los abrojos y las
ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto,
unas ciento, otras sesenta, otras treinta. (Mt 13,4-9).
Se juzga de distinto modo el actuar del otro al modo de
obrar de uno mismo. Para nosotros siempre tenemos dis-
culpas, por muy grandes que sean los errores; para los
otros, aunque sea pequeña la falta, no hay justificación.
¡Invirtamos, pues este proceso!

DESPEGARSE

Un día un niño vio cómo un elefante del circo, después


de la función, era amarrado con una cadena a una peque-
ña estaca clavada en el suelo. Se asombró de que tan cor-
pulento animal no fuera capaz de liberarse de aquella
pequeña estaca, y que de hecho no hiciera el más mínimo
esfuerzo por conseguirlo. Decidió preguntarle al hombre
del circo, que le respondió: “Es muy sencillo, desde peque-
ño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como
entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa
estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es
que no podía escaparse y por eso ni siquiera lo intenta”.

81
El ser humano ama toda clase de apegos a personas,
ideas, lugares, conocimientos, etc. y si vamos a examinar
las relaciones del alma, debemos tener en cuenta su amplia
gama de amores e inclinaciones. Sin embargo, si bien el
alma se hunde con exuberancia en sus apegos, algo en ella
también se mueve en otra dirección, mostrando y sintien-
do gran resistencia a apegarse y quedar aprisionada.
El alma manifiesta de muchas maneras su tendencia
innata al apego. Una de ellas es la predilección por el pasa-
do y la resistencia al cambio. Así muchos no se deciden a
dejar su ciudad natal, el hogar, un trabajo... Inclusive la
persona apegada puede llevar una vida cómoda, de paz, sin
grandes pretensiones pues el apego, mientras existe, es la
razón de su existencia. Sin embargo, no todos somos igua-
les. Para unos el hogar es sagrado, un pedacito del Edén;
para otros es una prisión de la que hay que escaparse cuan-
to antes mejor. El alma está apegada a la vida en todos sus
detalles. Prefiere la proximidad al distanciamiento. El alma
está siempre apegada a lo que en realidad ocurre, no nece-
sariamente a lo que podría pasar o lo que ha de suceder.
Los sueños retratan a veces nuestro apego al pasado.
A veces el apego va acompañado por la emoción de la
melancolía. Como melancólicos nos pone también el
recuerdo del pasado. Somos así, lo que nos agrada, lo que
nos esclaviza nos deja un gran poso de tristeza. A lo largo
de los siglos, la melancolía se ha visto como un estado
característico del alma. El apego, por supuesto, no siem-
pre es problemático. Puede haber un profundo placer en
añorar el pasado y entregarse a los recuerdos. El apego a
personas, lugares y objetos puede parecernos una carga.
El encuentro con un amigo de la infancia, el tocar y oler
nuestra tierra y nuestro pasado despierta los más nobles
sentimientos.

82
Pero el apego muchas veces nos esclaviza y no nos per-
mite gozar de las personas y de las cosas. Epicteto nos
enseña a relativizar las cosas y los acontecimientos. Es
posible que sus afirmaciones seas exageradas. Aún así
recojo algunas:

“¿Por qué te enojas cuando te quitan algo que es tuyo?


¿Es porque valoras mucho y estás aferrado a lo que te
quitan? El remedio es sencillo. No valores tus vesti-
dos, y no te enfadarás con el ladrón que te los roba. No
admires la belleza de tu mujer, y no te enfurecerás
contra el adúltero que la posee. Ten en cuenta que el
ladrón y el adúltero no toman cosas “tuyas”, ya que
tus vestidos y tu mujer no están en tu poder: si has de
enfadarte, enfádate contigo mismo, no con el ladrón o
el adúltero. Míralo de esta manera: si le enseñas un
pastel a un hambriento, y luego te lo comes tú, ¿no
tratará él de arrebatártelo? No provoques al ladrón
que los ve. Si exhibes la belleza de tu mujer, invitas al
adúltero que la ve. Posee sólo lo que realmente posees,
y muéstrate inalterable ante lo demás”.

Despegarse para ser libre, es una tarea de cada día y de


mucho tiempo. El ser humano se forja, para el bien o para
el mal, poco a poco. El ejercicio diario, la repetición de
actos, nos hace virtuosos o viciosos. Nada grande se logra
de repente, todo requiere su tiempo y su esfuerzo. Sin dis-
ciplina no se llega a ninguna parte. “Un toro bravo no se
hace en un día. Y un hombre bravo tampoco. Tenemos que
disciplinarnos en el invierno para estar listos en la campaña
de verano, y no precipitarnos cuando no estamos prepara-
dos” (Epicteto). La disciplina, lo mismo que las dificulta-
des, asusta. Un campeón necesita entrenarse para poder
triunfar y lo necesita hacer con todo el entusiasmo de que

83
es capaz. “Si el hombre buscara a Dios como busca al dinero,
pronto lo encontraría”, nos recuerda san Juan de la Cruz.

“Si nos aplicásemos a este ejercicio de la mente con la


misma energía con que nos aplicamos a nuestros
negocios, pronto obtendríamos resultados dignos de
mención. ¿Es que está mal dedicarnos a los nego-
cios? No, pero estaría mejor que nos dedicásemos
con igual celo al menos al negocio que más nos inte-
resa, que es el saber-no sólo en teoría, sino sobre todo
en la práctica-cómo dominar nuestras reacciones
ante las cosas que suceden, de modo que regulemos
nuestros sentimientos, fomentemos el ecuánime des-
prendimiento y alcancemos la paz” (Epicteto).

84
iii
EL CRISTIANO Y LA CRUZ

Hay muchas clases de cruces. Hay cruces de oro, de


plata, incluso para condecorar con ellas algún mérito. Hay
cruces inevitables: la edad, el clima, la convivencia, el tra-
bajo.
Hay cruces de competición, cuando la persona aguan-
ta más que nadie.
Hay cruces que te imponen los otros, por su forma de
ser, porque no se dan cuenta…
Está la cruz que acompaña a cada profesión y voca-
ción, la del deber, la del matrimonio…
Está la cruz del que sufre con amor y ayuda a los otros
a llevarla. Y está la del que se resiste a tomar la cruz y sufre
a regañadientes.
Existe la tentación de buscar una cruz a la medida, que
no pese y que no caiga grande. Siempre la cruz de los otros
parece mucho más pequeña que la nuestra, por supuesto.
Sin la cruz es imposible comprender quién es Jesús.
Seguirlo significa estar dispuesto a darse uno mismo (Mc
8,35), a ser el último (Mc 9,35), a beber el cáliz y cargar
con la cruz (Mc 10,38). La verdad es que todos los que han
estado cerca de Jesús han participado del Calvario... y les
ha tocado alguna astilla de la gran cruz.

85
Es necesario permanecer creyentes en medio de los
sufrimientos, porque “es necesario que pasemos por
muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch
14,22). La fe, la esperanza y el amor son los únicos medios
que tenemos para descubrir el sentido y la sabiduría de la
cruz y llevarla como tantos otros que han seguido a
Jesús.
Las cruces abundan por doquier en las mil y una situa-
ciones de la vida ordinaria de todos conocidas y por
muchos experimentadas.
La Biblia nos habla del sufrimiento en personas con-
cretas. Vamos a fijarnos en algunos aspectos de Job, Jesús
y María.
Job era un hombre bueno, bendecido por Dios y agra-
decido por todo lo que acontecía. Grande era su paciencia
para los males que le cayeron encima. Pero el peor de
todos fue cuando veía que su cuerpo se caía a pedazos.
Entonces se sintió sólo y abandonado y llegó a maldecir el
día en que vio la luz del sol.
Jesús, el bueno, el inocente, cargó con nuestros sufri-
mientos. Él fue en todo semejante al ser humano, menos
en el pecado; no buscó ni quiso el sufrimiento, ni para sí,
ni para los otros. No podía soportar el sufrimiento de los
demás y trató de borrarlo. Jesús sufre por querer suprimir
el mal. Es la actuación del enviado a anunciar a los pobres
la buena noticia (Lc 4,18). En él se encarna el amor infini-
to del Padre a todo ser humano.
A todo el mundo le llega la hora, esa hora amarga, de
oscuridad, de sudor frío, de muerte. Le llegó a Jesús y la
verdad es que nadie esperaba aquel fin. Y en medio de aquel
espantoso dolor Jesús grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado? (Sal 22,1). Noche y día clamaba a su

86
Dios y no encontraba ninguna respuesta. Se cumplía lo que
dice el salmo 22: Dios mío, de día te grito, y no respondes;
de noche, y no me haces caso. Pero también es cierto que a
toda persona le llega un momento de luz para poder procla-
mar desde el dolor: “Dios me ha visitado”.
María acompañó a su hijo en todos los momentos de
su vida. Lo había traído al mundo y lo había criado con
dolor. Fueron muchas las espinas que se clavaron en su
cuerpo. La última espada, la más dolorosa sin duda, fue la
de permanecer de pie junto a la cruz.

SE LE CAÍA EL CUERPO A PEDAZOS

En una leprosería de Calcuta, de las de la Madre Teresa,


un leproso levantaba los brazos con lo que le quedaba de
las manos y cantaba: “Dios no me ha castigado, le canto
porque mi enfermedad ahora es una visita de Dios”. Sin
embargo a su lado, otros leprosos gemían de dolor y des-
esperación. Éste había comprendido que el sufrimiento
no viene de Dios, que no es un castigo de una falta, que
Dios no es el autor del mal. Algo parecido hace muchos
más años dijo Job que en sus pruebas Dios le buscaba, y
que su Redentor vivía, sin embargo Job tuvo momentos
difíciles.
El dolor, el sufrimiento, acaba con todas las luces, con
todas las mieles de la vida y los sinsabores y las desgracias
brotan por doquier. Cuando esto sucede se llega a decir
con Job: “Muera el día en que nací, la noche que dijo: Han
concebido un varón” (Job 3,1).
Y Dios calla a las maldiciones y a las preguntas. Yo soy
el que soy, lo define el Éxodo (3,14). El Oriente gusta de
llamarlo armonía universal. El Islam lo saluda: el Poderoso,

87
el Glorificador, el Invisible, el Majestuoso, el Testigo. Jesús
lo llama Padre. Pero ¿quién puede entender todo el miste-
rio expresado por las palabras pronunciadas?
Recordemos a Job con su dolor inexplicable.

“El es consciente de no haber merecido tal castigo,


más aún, expone el bien que ha hecho a lo largo de su
vida. Al final Dios mismo reprocha a los amigos de
Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es
culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente;
debe ser aceptado como un misterio que el hombre
no puede comprender a fondo con su inteligencia.
(...) Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido
como castigo cuando está unido a la culpa, no es
verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea
consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo.
(...) Job no ha sido castigado, no había razón para
infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una
prueba durísima” (SD, 11).

“¿No es una milicia lo que hace el ser humano en la tie-


rra? ¿no son jornadas de mercenario sus jornadas...?
Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no volverán
a ver la dicha” (Jb 7,1-8). Job habla de su vida en términos
pesimistas. Considera su vida como una milicia, como una
esclavitud, como un trabajo, como una gran carga que tie-
ne que soportar. Si su presente es dramático su futuro se
presenta incierto y sin esperanza. Es la oración de un hom-
bre atribulado que clama a Dios desde su dolor y se siente
destrozado. Lo más trágico para Job no es que haya perdi-
do sus posesiones, sino sentir que Dios lo ha abandonado.
Job sufrió la muerte de los suyos y sintió cómo se le iba
cayendo el cuerpo a pedazos.

88
La muerte nos visita, forma parte de la vida. Pero
muchas veces la muerte sacude nuestra fe. Aunque ésta
no nos protege contra el dolor, sin embargo nos da fuer-
zas para aceptar los golpes. Es la confianza en Dios Padre,
quien está siempre presente en todos los momentos de
nuestra existencia, la que nos da fuerzas para encontrar
paz. Cuando vemos que un ser querido ha partido a la
casa del Padre, su espíritu, su vida, su presencia se hacen
más fuertes que cuando estaba físicamente con nosotros.
En nuestro interior escuchamos sus palabras, unas pala-
bras que nos alientan y animan a ser menos egoístas, más
comprensivos y a gastar y desgastar nuestra vida por la
causa del Reino.
Job era un hombre ejemplar en el amor de Dios con
independencia de sus riquezas. Satán piensa que su amor
es interesado y provoca a Dios: “extiende tu mano y tócalo
en lo suyo (veremos), si no te maldice en tu rostro” (Job 1,9-
11). Si el Señor consiente en probar a Job con el sufri-
miento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento
tiene carácter de prueba, el sufrimiento puede ser a veces
una oportunidad, no siempre un castigo; para Job fue
ocasión de mayor virtud y gloria ante Dios.
Job, hombre bendecido por Dios, de improviso tiene
que hacer frente a una serie de tragedias (Job 1,13-19).
Mas a todo responde con paz y aceptación: “El Señor me lo
ha dado, el Señor me lo ha quitado; sea bendito el nombre
del Señor” (Job 1,21). Sus amigos no le comprenden y le
acribillan con palabras (Job 19,2).Y al final de la pelea
exclama: “Reconozco que lo puedes todo y ningún plan es
irrealizable para ti” (Job 42,2). Reconoce también que no
conocía a Dios: Te conocía sólo de oídas, ahora te han
visto mis ojos (Job 42,5). Y el libro termina con un Job que
se abandona en el misterio y cree en la relación con Dios.

89
ELIGIÓ EL AMOR

Un alumno le preguntó a su rabino:


—Maestro ¿por qué los buenos deben sufrir más que los
malos?
El rabino le contestó:
—Un campesino tenía dos vacas, una fuerte y la otra
débil; ¿a cuál de las dos le aplicará el yugo para cultivar la
tierra?
—No cabe duda que a la fuerte –contestó el alumno.
El rabino concluyó:
—Lo mismo hace el Señor, que es Bendito y Compasivo:
para cultivar el mundo, Él aplica el yugo a los buenos
“Gracias a la bendición de los hombres rectos la ciudad se
levanta, al tiempo que los malvados la destruyen” (2P 2,4-
10).
Jesús es vida y salva y libera de angustias y miedos,
dando “vida y vida plena” (Jn 10,10). “Jesús aparece en
toda su vida y su conducta compadeciéndose de los que
sufren, defendiéndolos de quienes los oprimen, luchando
contra el mal, hasta el punto de dar por ello su vida” (A.
Torres Queiruga). Jesús da fuerza, con Él todo es posible.
“En el cuadro que bosquejan para nosotros los evangelios,
Jesús aparece como el hombre que comunica su fuerza, da
gratuitamente lo que posee. En la imagen convencional de
Jesús, se pone siempre en primer lugar la obediencia y el
sentido de sacrificio. Pero la imaginación que brotaba de la
felicidad, me parece que describe mucho mejor lo que fue su
vida” (D. Sölle). Mientras va camino al Calvario, se com-
padece de las mujeres que le lloran y de sus hijos (Lc
23,28); en la cruz, se preocupa del malhechor crucificado
junto a Él (Lc 23,43) y de su madre que va a quedar sola
(Jn 19,26-27); clavado en la cruz, ora para que no se pier-
dan aquellos que lo están crucificando (Lc 23,34).

90
Cuando le llega la hora de la muerte, siente angustia,
terror, ansiedad y espanto. Se muere de tristeza (Mc 14,34),
“suda sangre” (Lc 22,44). Jesús quiere vivir, no morir y
sufrir: “Padre, si es posible, que se aleje de mí este trago” (Mt
26,39). La cruz y el sufrimiento de Jesús provienen de su
opción por servir. Si Jesús acepta la cruz no es por gusto,
sino porque no quiere negarse a sí mismo ni negar al Padre
que ama. “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras
tú” (Mt 26,39). D. Bonhöffer ha llamado la atención sobre
el hecho de que Jesús, según los anuncios de la pasión,
tiene que padecer y ser rechazado (Mc 8,31). Rechazo que
añade algo nuevo al sufrimiento pues “el hecho de ser recha-
zado quita al sufrimiento toda dignidad y todo honor”.
Jesús vive en comunión con el Padre. La actitud de
Jesús ante el Padre puede resumirse en esa oración que
repite una y otra vez en Getsemaní: “Padre mío, si es posi-
ble, pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo
quiero, sino como quieres tú” (Mt 26,39). Se siente aban-
donado del Padre. Entonces brota de su interior un grito
desgarrador, de súplica ardiente de liberación, es el grito
angustioso de quien se siente morir: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Está solo y sin
ningún apoyo. Le queda sólo un madero, no como sostén,
sino como instrumento de tortura. Pero hay otro grito
final que expresa su fe inquebrantable y la confianza radi-
cal en su Padre: “Padre, en tus manos pongo mis espíritu”
(Lc 23,46).
La cruz de Cristo indica el camino que debe seguir el
cristiano en la lucha contra el pecado para instaurar el
Reino de Dios. Están íntimamente relacionadas la gracia
de la salvación de Cristo y la tarea humana. La lucha por
un mundo mejor reviste forma de cruz animada por la
esperanza cristiana de resucitar como Jesús. La cruz y el

91
Crucificado son presentados por Pablo no como sufri-
miento que hay que soportar con paciencia, sino como
“fuerza y sabiduría de Dios” (1 Co 1,23-25). Muerte de cruz
y resurrección forman una unidad inseparable: el
Resucitado es el Crucificado. Es esencial al Resucitado el
escándalo de la cruz (Gá 5,11).
La muerte de Cristo fue aparentemente un “fracaso”.
Igualmente tenemos hoy muchas cruces y muertes que
son “fracasos”... Sin embargo, sigue siendo necesario que
el cristiano pase por el mismo trance que pasó Jesús, pues
“si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda el sólo;
pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). A. Torres
Queiruga señala: “Jesús no muere por gusto, sino que
afronta –angustiado– (Mc 14,33) el que lo maten, porque
no tiene otra alternativa si no quiere negarse a sí mismo y
su misión… Por su parte, el Padre no quería que le matasen
a su Hijo, pero no podía evitarlo sin anular la libertad de la
historia y, en definitiva, la consistencia misma de la crea-
ción”. En la crucifixión de Jesús está el Padre entregando
a su Hijo sólo por amor. Dios amó tanto al mundo que le
entregó a su Hijo (Jn 3,16). El P. Tillard lo ha dicho así:
“La cruz ha empapado de la compasión de Dios la trágica
realidad del dolor del hombre: la ha asumido para sembrar
en ella una dynamis de salvación”.
Dios no está al lado de Jesús para enviarle pruebas,
sino sufriendo con él y preparando su resurrección defini-
tiva. Esta visión de la cruz cristiana podría transformar la
actitud de no pocos cristianos ante el sufrimiento. “El día
en que, ante el sufrimiento de la enfermedad o la dureza de
la vida, nuestra sensibilidad espontánea no reaccione
diciendo: ¿por qué no lo remedias?…”, sino más bien:
‘Señor, sé que esto te duele como a mí y más que a mí; sé que
tú me acompañas y me apoyas, aunque no te sienta…’, ese

92
día el Dios de Jesús recuperará para nosotros su verdadero
rostro: el Anti-mal que nos sostiene y acompaña con su
amor” (A. Torres Queiruga).
Amar a los hombres significa conocer sus necesidades y
sufrir sus penas” (M. Buber).
Un agricultor, que estaba un poco bebido le preguntó a
otro: Dime, “¿me quieres o no?”. El otro respondió: “Te
quiero mucho”. Y dijo el campesino a su vez: “Dices que me
quieres mucho; sin embargo, no sabes lo que necesito. Si
verdaderamente me quisieras, lo sabrías”.
Lo más grande del ser humano es su capacidad de
elección. Dios lo ha hecho así: libre. Libre con todas sus
limitaciones, pero libre, al fin, para poder elegir la felici-
dad o la desgracia, el cielo o el infierno, la vida o la muer-
te, el bien o el mal. Dice Dios en el Deuteronomio: Te pon-
go delante la vida y el bien (Dt 30,15). Elige.
Jesús eligió el amor, el dar la vida. Él, a pesar de su
condición divina, no consideró una presa hacerse seme-
jante a los hombres y, hecho hombre, se anonadó y se hizo
esclavo, aceptando morir como esclavo en la cruz (Flp
2,6-8). Dios se ha hecho hombre y se ha revelado pobre, se
deja derrotar y crucificar.
“Nuestro Señor conoció y expresó por adelantado todas
las agonías, incluso las más humildes y desoladas. Desde
hace dos mil años las generaciones cristianas no tienen otra
cosa que hacer más que revivir, generación tras generación,
la pasión del Señor, porque nuestras penas las ha asumido
Cristo, están en su corazón” (Bernanos). Cristo, “en agonía
hasta el fin del mundo” (B. Pascal), está presente y sigue
muriendo en cada persona. Él es el crucificado y el aban-
donado, pero es, sobre todo, el inocente, el hombre bueno
que da la vida por amor.

93
El dolor es misterio precisamente porque no lo enten-
demos. Jesús, quien no mereció sufrimiento alguno,
sufrió el que más. Dostoyevski ha conocido hasta el fondo
al ser humano y a Cristo.“Dostoyevski llega a decir su pala-
bra más difícil: la que invita a buscar la felicidad en el sufri-
miento. Pero también su palabra que más decididamente se
excede. Buscar la felicidad en el sufrimiento es como decir:
buscar el sentido en el sin-sentido. Este sentido es Dios; no
puede ser más que Dios, porque ¿quién, sino Dios, puede
sustraer a la pura falta de sentido, es decir, a la nada, toman-
do sobre sí el sin-sentido del sufrimiento inútil, conserván-
dolo, salvándolo luego, dotándolo, desde el umbral mismo,
del sentido…? (S. Givone).
Tratamos de imponernos, de ser fuertes. Tenemos que
hacernos oír. Tenemos que imponernos a nuestros enemi-
gos. Hace falta guerra. Tenemos que vencer, y para esto
hace falta dinero, mucho dinero. Y para tener dinero
necesitamos bancos, medios y buenos banqueros. ¿Cómo
podemos hacer el bien sin medios ni dinero? Hagamos
una reunión imponente, así nuestros adversarios se aver-
gonzarán y se ocultarán. Además…tenemos que defender
nuestros derechos, los derechos de la Iglesia. Tenemos
que derrotar a nuestros enemigos.
Y Jesús nos ha dicho: Dichosos los pobres en espíritu,
dichosos los que sufren…
Cristo no muere para perder la batalla contra el mal,
muere para vencer el mal, para tener una descendencia, y
¡qué descendencia! Muere para prolongar sus sueños (Is
53,10).
Grande fue el sufrimiento de Cristo, pero mucho más
grande fue su amor y sabemos que es imposible ganarle
en amor a Jesús, pues como dice el padre De Foucauld:
“Jesús hizo tan suyo el último lugar, que ninguno de noso-
tros podrá arrebatárselo”.

94
Ante tanta injusticia, calló. Solamente abre la boca para
interceder por los que le crucifican. “Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen”. Y los culpables quedan per-
donados en virtud de la ofrenda de un inocente. Se viene
abajo el recurso al dicho popular: “No está bien que paguen
justos por pecadores”. Es el mismo Hijo de Dios quien car-
ga con las culpas de las criaturas humanas. La sangre que
mana del costado de Cristo purifica la maldad del hombre.
Fuimos rescatados a precio de sangre divina; o como repi-
te el apóstol Pedro: “Sus heridas nos han curado”.
Aceptar la cruz nos cuesta a todos. Hasta el mismo
Cristo pidió ayuda al Padre. Sin embargo, él la acepta. Las
últimas palabras que pronunció crucificado son para
nosotros espíritu y vida:

UÊÊ “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).


A pesar de que el Padre no obra milagros para salvarle
(Mt 26,53-54), Jesús sigue creyendo en su amor, no
pierde la confianza y se arroja en sus brazos. Y Jesús
fue escuchado y acogido.
UÊÊ ºMujer, ahí tienes a tu hijo... Hijo, ahí tienes a tu madre”
(Jn 19,26-27). Si Jesús se preocupa del ladrón arrepen-
tido, también se preocupa de su madre. La encomien-
da al “discípulo amado”. María es madre espiritual de
todos los creyentes y sigue de cerca unida a los apósto-
les (Hch 1,14).
UÊÊ ºTengo sed” (Jn 19,28). Uno de los tormentos del cruci-
ficado era la sed. Jesús tenía, además, hambre y sed de
justicia.
UÊÊ “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Jesús viene a hacer la
voluntad de Dios (Hb 10,7); ésta es su alimento (Jn
4,34). Había cumplido su misión: “Yo te he glorificado
en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendas-
te realizar” (Jn 17,4).

95
La misión de Cristo sobre la tierra consistía en unir lo
que parecía irreconciliable: Al hombre anclado en el peca-
do con el Dios Padre que nos ama. Lo recuerda san Pablo
a su discípulo Timoteo: “Cristo Jesús vino al mundo a sal-
var a los pecadores”. El mismo Juan el Bautista acertó a
reconocerlo entre los hombres precisamente por este
cometido: por ser “el Cordero de Dios que viene a quitar el
pecado del mundo”.

Y JUNTO A LA CRUZ ESTABA MARÍA

En el trascoro de la catedral de Palencia nos encontra-


mos con un pequeño retablo dedicado a los Siete dolores
de la Virgen, obra del pintor flamenco Jan Joset de Calcar
y encargado por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca.
El anciano Simeón había predicho que una espada de
dolor atravesaría el alma de la Madre de Jesús. Y efectiva-
mente, siete cuchillos atravesaron el corazón de la Virgen:
La profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de
Jesús en Jerusalén a los 12 años, el encuentro de María
con su Hijo en la calle de la Amargura, la agonía y la muer-
te de Jesús en la cruz, el descendimiento de la cruz; la
sepultura del cuerpo de su hijo.
Hay varias advocaciones referentes al dolor que pade-
ció María: la Virgen de las Angustias, la Dolorosa, la Virgen
del Martirio, de la Espada... La madre siempre estuvo uni-
da al dolor y a la muerte de su hijo, “varón de dolores”,
“desecho de la humanidad”, “siervo de siervos”, “cordero lle-
vado al matadero”, como le llamaron los profetas.
Una espada atravesará tu alma (Lc 2,35), le pronosticó
el anciano Simeón, con ocasión de la presentación en el
templo de su hijo. “Pero, puesto que la vida humana es en
todos los tiempos padecer, la imagen de la Madre que pade-

96
ce, la imagen de los ‘rahamim’ de Dios, ha llegado a ser muy
importante para la cristiandad” (Cardenal J. Ratzinger).
María vio cómo su hijo, nada más nacer, es perseguido
a muerte y tiene que huir.
La imagen de la Piedad, la Virgen María cargando a su
Hijo muerto en su regazo, expresa el amor y el dolor de la
Madre Santísima. Y expresa, también la esperanza. Ella
sabía, sin poderlo entender del todo, que la muerte de su
Hijo no sería el final de la historia.
El tema de los dolores de la Virgen se desarrolla en la
piedad popular y en el arte en la Edad Media. Desde el
siglo XI por influencia de San Anselmo y San Bernardo, la
devoción de los fieles comenzó a centrarse en la pasión de
Cristo y en el dolor de la Virgen.
Una espada atravesó el alma de la Virgen, la llamada la
Virgen de los Dolores o de las Angustias. San Bernardo,
en el Sermón de la octava de la Asunción de la Virgen
María, habla de los padecimientos y del martirio de la
Virgen María: “El martirio de la Virgen (...) está expresado
así en la profecía de Simeón como en la historia de la Pasión
del Señor. Está puesto, –dice el anciano Simeón del párvulo
Jesús–, como blanco de contradicción, y a tu misma alma
–añade dirigiéndose a María– una espada la traspasará. En
verdad, Madre bienaventurada, una espada traspasó tu
alma. Era imposible que esta espada penetrara en la carne
de tu Hijo sin atravesar tu alma…”.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana
de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto
quería, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego,
dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella
hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19,25-28). La

97
madre acompaña al hijo en todos los acontecimientos de
su vida, grandes y pequeños; pero está presente en el
momento del dolor. Así estuvo María con Jesús, en
Jerusalén, en el Calvario, “junto a la cruz”.
Y junto a la cruz oyó a su Hijo perdonar. “Padre, perdó-
nalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). El Concilio
Vaticano II habla así de María al pie de la cruz: “También
la Santísima Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y
mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí,
por designio divino, se mantuvo de pie, sufrió profunda-
mente con su Hijo unigénito y se asoció con corazón mater-
nal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación
de la víctima que ella misma había engendrado” (LG,58).
María conocía el dolor y sabía que la noche que le espe-
raba era muy negra; pero nunca imaginó que fuera tan
larga y tan profunda. La Virgen de los Dolores nos invita a
participar en su dolor. Mejor dicho, nos invita a participar
en el dolor de su Hijo. En el Evangelio que casualmente
escucharemos este domingo, Jesús preanuncia su cruci-
fixión y dice: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a
sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que
quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida
por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35).
María nos acompaña en nuestro dolor y en nuestra
cruz, como acompañó a su hijo.

JESÚS INVITA A LLEVAR LA CRUZ

“Señor, decía un cristiano, yo sé que cargar una cruz es


parte de la vida, pero la que yo tengo es demasiado pesada.
Si pudiera escoger la mía, escogería una más aparente que
la que llevo en la actualidad”.

98
Finalmente, el hombre escogió una, la puso sobre sus
hombros, dio unos cuantos pasos y dijo:
—Señor, ésta es la cruz para mí. ¿Ves? No es muy pesa-
da, tiene el tamaño apropiado, ha sido convenientemente
preparada y no tiene nudos que me lastimen los hombros.
Me gustaría tener esta cruz porque siento que es la más
apropiada para mí.
El Señor sonrió y le respondió:
—Me alegro de que hayas encontrado una que te satisfa-
ga plenamente…
Rara vez la cruz agrada y se acomoda a la persona. En
el momento en que no pesa ni resulta incómoda, deja de
ser cruz.
Para Jesús, “cargar con la cruz” significa aceptar ser
tenido por uno de tantos desgraciados a los que cualquier
día las autoridades romanas podían colgar en una cruz.
Por lo tanto, “cargar con la cruz” significa alinearse con
los últimos, con la inmensa multitud sin nombre y sin
cualificación alguna. No significa constituirse en héroe ni
en ejemplo de nada, sino despojarse de todo signo de dis-
tinción y pasar a ser uno de tantos, perderse entre las
pobres gentes sobre las que podía caer la maldición que
anunciaba el libro del Deuteronomio (21,22s).
Cuando hablamos en cristiano, no hemos de confundir
cruz con cualquier desgracia, contrariedad o malestar que
encontramos en la vida; nos referimos expresa y definida-
mente a la cruz que acontece por el hecho de seguir a Jesús.
D. Bonhöffer lo recuerda de manera clara y precisa: “La cruz
no es el mal y el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta
para nosotros únicamente del hecho de estar vinculados a
Jesús... La cruz es un sufrimiento vinculado no a la existencia
natural, sino al hecho de ser cristiano”. El sufrimiento, la
cruz, es un misterio para todos. Todas las explicaciones

99
sobran, pero no es cuestión de comprensión, sino de acepta-
ción. Y paradójicamente quien acepta y abraza la cruz, la
siente como un peso ligero y un yugo suave (Mt 11,30).
Jesús invita a los cristianos a “tomar la cruz”, “cargar
cada día con la cruz”, “perder la vida” (Mt 16,24; Jn 12,24-
26). “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi
discípulo” (Lc 14,27). Seguir a Jesús es cargar con la cruz
como él (Mt 10,38), estar donde está él (Jn 12,26), dar la
vida (Jn 13,37). Hay que llevar la cruz como él, con manse-
dumbre y humildad. Como Jesús, con humildad, silencio,
paciencia y dignidad. Ante sus acusadores no se defiende,
no se justifica, no responde nada ante Caifás (Mc 14, 56),
ni ante Pilato (Mt 27,13), ni ante Herodes (Lc 23,8).
A Pedro, después de tantos años, se le revuelven las
entrañas de emoción cuando recuerda que “siendo injuria-
do no devolvía injurias, siendo maltratado no lanzaba ame-
nazas” (1 P2,23). Tan hondamente caló este comportamien-
to de Jesús, que la Iglesia lo ha hecho suyo: “Como Cristo
realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de
igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo
camino a fin de comunicar los frutos de la salvación” (LG 8).
Jesucristo, sufriendo la muerte por todos, nos enseña con
su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo ponen
sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia (GS
38). Todo el que está cerca de Jesús y le sigue ha de estar
dispuesto a asumir la persecución y la muerte. Sería larga
la lista de todos los mártires del cristianismo, no sólo en los
primeros tiempos, sino también en nuestros días.
Para esto es necesario pasar de la cruz como signo de
condena y maldición, a la cruz como salvación, perdón, y
“única esperanza”. Sólo así podremos llevarla con orgullo
hasta sentirnos impulsados a gritar jubilosamente con
san Pablo “¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de

100
nuestro Señor Jesucristo!” (Ga 6,14). Porque fue en esa
cruz en la que murió el Redentor.
Y desde que Cristo murió en ella, ésta tiene un valor
inmenso. Precisamente la vida cristiana consiste en repro-
ducir esa imagen de Cristo: “a los que han sido llamados,
a los que de antemano conoció, también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Estamos lla-
mados a reproducir no sólo la imagen de Cristo glorioso,
sino la del Siervo de Yahve, del crucificado que predica
san Pablo (1 Co 1,23). Igual que Jesús entrega su vida en
fidelidad al Padre, los que le siguen hemos de hacerlo
también en el sufrimiento y la cruz,“llevando en nuestros
cuerpos las señales de Jesús”, (Ga 6,17).
Hay un texto que los judíos recitaban durante el Seder
pascual. Melitón de Sardes lo introdujo en la liturgia cris-
tiana. Hoy lo recitamos los cristianos y judíos, en espíritu
de alabanza y acción de gracias al Señor:

“Él nos ha hecho pasar:


de la esclavitud a la libertad,
de la tristeza a la alegría,
de las tinieblas a la luz,
de la servidumbre a la redención”.

LA SABIDURÍA DE LA CRUZ

En Brasil una comisión de científicos se acercó a dos


indios de una tribu recién “descubierta” (gracias a las nue-
vas carreteras).
Entre otras cosas les preguntaron:
—¿Rezan a Dios?
—Sin duda, le rezamos a Dios.

101
—¿Y qué le piden a Dios?
—¿Qué le vamos a pedir, si Dios nos da todo?
—Entonces ¿para qué le rezan a Dios?
—Para agradecerle precisamente todo lo que Él nos da
(R. Lombardi).
Por eso quien ha descubierto la sabiduría de la cruz, le
agradece a Dios todo: ¡la cruz y el amor.
Papini, el gran convertido al catolicismo, sigue viendo
en el mundo una gran Cruz invisible, plantada en medio de
la tierra. “Bajo esa Cruz gigantesca, goteando sangre toda-
vía, van a llorar y buscar fuerzas los crucificados en el alma…
y que todos lo Judas no han podido desarraigar”.
La cruz es sinónimo de cualquier clase de sufrimiento,
dolor, bien del cuerpo como del alma: enfermedades, sole-
dades, injusticias, muertes…
¿Por qué la cruz, de dónde viene el mal? El sufrimiento
nos viene de la misma naturaleza, por las leyes físicas o de
nuestros pecados: envidia, avaricia, lujuria…
La cruz del deber es otra de tantas encontradas en
nuestro camino. En la obra “Becket o el honor de Dios”, de
Anouilh, hay una escena en la que el Rey de Inglaterra
acusa a Tomás Becket de no amar nada. Becket responde
al Rey: “Yo amo una sola cosa, mi príncipe. Y de ello estoy
seguro: hacer bien lo que tengo que hacer”.
Otra cruz es la de pasar desapercibido, los otros no nos
toman en cuenta nos desprecian. Cuentan de un estudian-
te que atravesaba la Capilla Sixtina del Vaticano y lo hacía
totalmente indiferente a la belleza y a la creación artística
de Miguel Ángel. Alguien le advirtió que, por favor, pusie-
ra más interés y se fijara en la perfección de todo el con-
junto, en aquel detalle… Mas el estudiante espetó despec-
tivamente: “¡Es que soy de ciencias!”.

102
Si somos seguidores de Jesús, no ha de faltarnos la
cruz. Cada persona tiene una forma de llevarla. San Juan
de la Cruz, que supo de cruces y desprecios, que buscó el
padecer y ser despreciado, también conoció la cruz a
secas, la saboreó y la abrazó. Cuenta su biógrafo, fray
Alonso de la Madre de Dios, que “orando ante una imagen
de pincel muy lastimosa de Cristo nuestro Señor con la cruz
a cuestas le habló el mismo Señor por medio de la imagen y
le dijo: ‘Fray Juan, ¿qué quieres te conceda por lo que por mí
has hecho?’ A lo cual respondió: ‘Señor, concededme que
padezca yo trabajos y sea menospreciado por vos”.
León Felipe en un poema dedicado a “La Cruz” es-
cribe:

“Hazme una cruz sencilla, carpintero… sin añadi-


dos ni ornamentos, que se vean desnudos los made-
ros, desnudos… y decididamente rectos: los brazos,
en abrazo hacia la tierra, el astil disparándose a los
cielos”.

El sentido de la Cruz de Jesús no es otro que el ser ins-


trumento de salvación para la humanidad. Igual tiene que
ocurrir con nuestra cruz. La cruz tiene que servirnos para
acercarnos a Dios y a los otros, para hacernos mansos y
humildes de corazón. Nos ayudará a encontrar sentido a
la cruz recordando:

Que Cristo vive el misterio del dolor;


aprender a vivir en la ambivalencia;
aceptar la imperfección de la naturaleza;
explorar los lugares adonde puede conducirnos
el sufrimiento;
movilizar los recursos de la comunidad cristiana;
la respuesta al dolor es el amor.

103
No todos podemos aceptar del mismo modo la cruz,
pero en nuestras manos está el poder ofrecer nuestros
sufrimientos y dolores.

LA ENFERMEDAD COMO CAMINO

Grial cuenta que el rey Anfortas estaba enfermo, heri-


do por la danza del mago Kilgor o, en otras versiones, por
un enemigo pagano o, incluso, por un enemigo invisible.
Todas estas figuras son símbolos de la sombra de Anfor-
tas. Su sombra le ha herido y él no puede sanar por sus
propios medios, no puede recobrar la salud porque no
conoce la causa de su herida. Sólo un mediador entre el
bien y el mal, Parsifal, puede hacerle la pregunta salvado-
ra: ¿Qué te falta, Oheim? Esta pregunta es la misma para
todos y esta pregunta, la sombra, acerca del lado oscuro
del ser humano tiene poder curativo.
La sombra produce la enfermedad y el encararse con
la sombra cura. Esta es la clave para la comprensión de la
enfermedad y la curación. A través de las preguntas podre-
mos averiguar muchas de las causas y síntomas de las
enfermedades. “La vida toda no es más que interrogacio-
nes hechas de forma que llevan en sí el germen de la respues-
ta, y respuestas cargadas de interrogaciones. El que vea en
ella algo más es un loco” (Gustav Meyrinck).
La medicina avanza a pasos agigantados. Día a día
vemos milagros que acontecen a nuestro alrededor. Pero
es curioso como también, al mismo tiempo, proliferan los
métodos antiguos, la medicina naturista, la medicina
homeopática.
El libro de La enfermedad como camino de Thorwald
Dethelefsen y Rüdiger Dahlke presentan unas ideas o
conocimientos para personas que estén dispuestos a

104
seguir los senderos tortuosos y no siempre lógicos de la
mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje
por el alma humana un pensamiento ágil, imaginación,
ironía y buen oído para los transfondos del lenguaje. De
este libro recojo algunas ideas que están relacionadas con
nuestro tema del amor.
“Amad el mal y será redimido”, dice Dethelefsen. El ser
humano es enfermo porque le falta la unidad. No existen
personas totalmente sanas. La curación sólo es posible
cuando el ser humano asume la parte de la sombra que el
síntoma encierra. El ser humano está curado cuando
encuentra su verdadero ser y se unifica con todo lo que es.
La enfermedad obliga al ser humano a abandonar el cami-
no de la unidad, por ello “la enfermedad es el camino”.
Así afirma nuestro autor:
La persona propensa a inflamaciones trata de rehuír
los conflictos.
La respiración es el cordón umbilical por el que la vida
viene a nosotros. ¿Qué me impide respirar?
El asmático es un individuo que tiene sed de amor:
quiere amor y por eso inspira profundamente. Pero no
puede dar amor: tiene dificultad en la espiración. El asmá-
tico ama lo limpio, lo puro, lo transparente y estéril y evi-
ta lo oscuro y terrenal, lo cual suele expresarse en la elec-
ción de alergenos. El alérgico debe preguntarse ¿qué hay
de mi capacidad de amar, de mi receptividad?
El que tiene hambre de cariño y no puede saciarla,
manifiesta este afán en el aspecto corporal en forma de
hambre de golosinas. El amor y lo dulce tiene una estre-
cha relación. El que sufre de estómago debe preguntarse
¿Qué es lo que no puedo o no quiero tragar? ¿Qué me
amarga?

105
El diabético (por falta de insulina) no puede asimilar
el azúcar contenido en los alimentos; el azúcar escapa de
su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo la palabra azú-
car por la palabra amor habremos expuesto con claridad
el problema del diabético. Las cosas dulces no son sino
sucedáneo de otras dulzuras.
Los que tienen problemas con la vista y oídos tienen
que preguntarse: ¿Qué es lo que no quiero ver? ¿Por qué
no quiero escuchar a cierta persona?
En la psoriasis se incrementa exageradamente la fabri-
cación de escamas en la piel. La protección natural de la
piel se trueca en coraza: uno se blinda por los cuatro cos-
tados. Uno no quiere que nada entre ni salga. Reich lo
llama “blindaje de carácter”. Detrás de la defensa hay mie-
do a ser heridos. Quien sufre de esta enfermedad debiera
preguntarse: ¿Me aíslo excesivamente?
La imagen que cada uno tenga de sí mismo, influirá en
su salud. Con frecuencia somos lo que somos por lo que
pensamos. Es necesario recordar lo que afirma Kahil
Gibran: “Toda la creación existe en ti y todo lo que existe en ti
existe también en la creación… En una sola gota de agua se
encuentra el secreto del inmenso océano. Una sola manifesta-
ción de ti contiene todas las manifestaciones de la vida”.
El ser humano está llamado a unificarse con su propio
centro. El principio de unificación de opuestos se llama
amor, ya que el amor une siempre, no separa. El amor
transforma y nos lleva a unirnos con todo el universo. El
amor no conoce fronteras, ni obstáculos.
Es cierto que en la salud y en la enfermedad intervie-
nen la genética, el ambiente, la educación… pero, ¿no
tendrá algo que ver en ellas la carencia de amor, de cariño,
de ideales, de sentido de la vida?

106
LA CRUZ DE LA ENFERMEDAD

María Ángeles, artista, tenía cáncer y una gran fe. Poco


antes de partir a la casa del Padre, le encomendó a su
marido que transmitiera a sus amigos estas palabras:
“Dile a nuestros amigos que, cuando esté con Dios, cuidaré
de todos ellos. Y que, si necesitan algo o tienen algún proble-
ma, me lo digan, que Dios me escuchará cuando yo se lo
diga a Él”.
Alexis Carrell se dedicó a estudiar a los enfermos cura-
dos en Lourdes únicamente por el poder de la oración. Y
al respecto, dijo: “Yo creo en las curaciones milagrosas.
Jamás olvidaré el acontecimiento que me tocó vivir: un
tumor canceroso en la mano de un obrero se redujo bajo
mis ojos a una ligera cicatriz. No puedo comprenderlo; pero
no puedo dudar de aquello que he visto con mis propios
ojos”.
Alexis Carrell murió en 1944, víctima de la Gestapo de
Hitler. Pero más de cincuenta mil enfermos que siguen
llegando anualmente a Lourdes llevan la misma esperan-
za, aunque pocos, muy pocos, puedan decir: “He sido
curado en Lourdes”.
“En el momento de la bendición del Santísimo Sacra-
mento, cuenta el Hermano León Schwager: todos los en-
fermos repetían las invocaciones: ‘Que se haga tu volun-
tad’, ‘Madre de Dios, ruega por nosotros’. Cuando se alzó la
Santa Hostia sobre mí, mientras el sacerdote hacia una
gran cruz, de repente sentí como un rayo, como una des-
carga eléctrica que me recorrió desde la cabeza hasta los
pies. Pensé: ‘es el fin’, pero no: caí de rodillas al lado de mi
camilla, con las manos juntas. Estaba curado. No sentía
ningún dolor. Mis miembros aún paralizados y sin fuerzas
recobraron el pleno vigor.

107
El coro siguió cantando el ‘Adoro Te devote’”.
Este es el testimonio de un monje Benedictino suizo
curado el 27 de abril de 1952 a los 27 años de edad de un
estado avanzado de esclerosis en placa.
Es una de las pocas curaciones del cuerpo que se ates-
tiguan en Lourdes. Pero el misterio del dolor y de la muer-
te no siempre tiene su salida en el milagro, como el que
vio Alexis Carrell en Lourdes. Al golpear la puerta de Dios
para un milagro no siempre se obtiene la respuesta espe-
rada, sino un gran silencio, quieto y terrible.
La enfermedad está en nuestro camino, no sirve huir;
la enfermedad encarcela, arranca todos nuestros planes,
nos aplana, nos destroza la vida. El enfermo no cuenta, es
un cero a la izquierda, sin presente y sin futuro. Ante la
enfermedad hay varias actitudes: la de sobrevivir, la de
escapar o sucumbir. En la enfermedad sale a flote nuestra
limitación radical.
El dolor nos hace iguales y nos arroja en los brazos de la
soledad. La capacidad humana ante el sufrimiento es ilimi-
tada. Todo lo que nos cae encima, lo aguantamos; pero el
miedo a sufrir nos paraliza y nos roba las fuerzas para
poder sobrellevarlo. Cuando no tenemos miedo al dolor,
sufrimos mucho menos. “En muchas ocasiones lo más
terrible no es el dolor en sí, sino lo que pensamos sobre él, lo
que imaginamos en nuestra mente” (B. Sh. Lukeman).
Un efecto de la enfermedad es que nos quita todas las
caretas, acaba con las vanidades y nos produce clarivi-
dencia. El dolor nos desarraiga de todo, menos de noso-
tros mismos. “¡No corras, ve despacio, que a donde tienes
que ir es a ti solo!” (Juan Ramón Jiménez). “Allí donde hay
dolor hay terreno sagrado; algún día te darás cuenta de lo
que esto significa” (R. Hart Davis). Ante la enfermedad

108
sólo hay una solución: ser realista y aceptarla. Si uno se
ama, se ama también enfermo. El dolor tomado muy en
serio obsesiona, hay que echarle humor, ya que éste relaja
y es sano, sin embargo hay personas que pierden todas
sus fuerzas quejándose.
La enfermedad es a veces como un parásito que roba,
“chupa”, energías, ilusiones, amigos y vida. La mayoría de
las veces acarrea cansancio e incomprensión de los otros.
Ante cualquier problema, enfermedad o dolor, el ser huma-
no, sobre todo el que no tiene fe, se siente desconcertado y
se hace muchas preguntas. Pero “Cristo no responde direc-
tamente ni en abstracto a estas preguntas humanas… El
hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mis-
mo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo”
(SD 26). “A medida que el hombre toma su cruz uniéndose
espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el sentido
salvífico del sufrimiento. En Cristo y por Cristo se ilumina el
enigma del dolor y de la muerte que, fuera de su Evangelio,
nos aplasta” (GS 22). Cristo se ha comprometido con el
sufrimiento. Con él hay esperanza y victoria segura.
Si tiene mérito el que sufre, también lo tienen quienes
acompañan al enfermo en el sufrimiento ayudando, con-
solando y sirviendo. Si dar un vaso de agua en el nombre
del Señor no quedará sin recompensa, tendrán gran pre-
mio aquellos que ayudan al enfermo a creer, a esperar y a
amar. Si “recoger un alfiler por amor puede convertir un
alma”, decía santa Teresita, cuántas almas no convertirá el
ofrecer tantas noches y días interminables... El heroísmo
silencioso de llevar la cruz cada día es ingrato. Pero Dios
conoce el grado de amor y sufrimiento del que la padece.
Y si los sanos hacen mucho por los enfermos, mucho
más, sin duda, hacen los que sufren por los que les cui-
dan. Los enfermos se enterarán un día en el cielo de cuán-

109
to hicieron por los sanos, dijo hace años Pío XII. Ellos son
como un aviso que nos invita a revalorar lo que realmente
importa en la vida.

“Nunca, podrás, dolor, acorralarme.


Podrás alzar mis ojos hacia el llanto,
secar mi lengua, amordazar mi canto,
sangrar mi corazón y desguazarme.
Podrás entre tus rejas encerrarme,
destruir los castillos que levanto,
ungir todas mis horas con tu espanto.
Pero nunca podrás acobardarme.
Puedo amar en el potro de tortura.
Puedo reír cosido por tus lanzas.
Puedo ver en la oscura noche oscura.
Llego, dolor, a donde tu no alcanzas.
Y decido mi sangre y su espesura.
Yo soy el dueño de mis esperanzas”.
(Martín Descalzo)

LA CRUZ DEL MATRIMONIO

El pueblo de Siroki-Brijeg en Herzegovina tiene una


maravillosa distinción: ¡nadie recuerda que haya existido
un solo divorcio entre sus 13.000 habitantes! ¡Tampoco se
recuerda un solo caso de familia rota!
El secreto de Herzegovina es sencillo: Los habitantes
croatos han mantenido su fe católica, soportando por ella
persecución por siglos a manos de los turcos y después de
los comunistas. Su fe está fuertemente arraigada en el
conocimiento del poder salvador de la cruz de Jesucristo.
Ellos saben que los programas del mundo, aunque
sean programas humanitarios de desarme o de paz, por si

110
mismos solo proveen beneficios limitados. La fuente de la
salvación es la cruz de Cristo. Este pueblo posee una gran
sabiduría que ha sabido aplicar al matrimonio y a la fami-
lia. Ellos saben que el matrimonio está indisolublemente
unido a la cruz de Cristo.
Según la tradición croata, cuando una pareja se prepa-
ra para casarse, no les dicen que han encontrado a la per-
sona perfecta. No. El sacerdote les dice: “has encontrado
tu cruz. Es una cruz para amarla, para llevarla contigo, una
cruz que no se tira sino que se atesora”. En Herzegovina la
Cruz representa el amor más grande y el crucifijo es el
tesoro de la casa.
Cuando los novios van a la iglesia, llevan el crucifijo con
ellos. El sacerdote bendice el crucifijo. Cuando llega el
momento de intercambiar sus votos, la novia pone su mano
derecha sobre el crucifijo y el novio pone su mano sobre la
de ella, de manera que las dos manos están unidas a la
cruz. El sacerdote cubre las manos de ellos con su estola
mientras proclaman sus promesas, según el rito de la
Iglesia, de ser fieles el uno al otro, en las alegrías y en las
penas, en la salud y en la enfermedad, hasta la muerte. Acto
seguido los novios no se besan sino que ambos besan la
cruz. Los que contemplan el rito pueden comprender que
si uno de los dos abandona al otro, abandona a Cristo en la
Cruz. Después de la ceremonia, los recién casados llevan el
crucifijo a su hogar y lo ponen en un lugar de honor.
Será para siempre el punto de referencia y el lugar de
oración familiar. En tiempo de dificultad no van al aboga-
do ni al psiquiatra, sino que van juntos ante la cruz, en
busca de la ayuda de Jesús. Se arrodillarán y llorarán y
abrirán sus corazones pidiendo perdón al Señor y mutua-
mente, e irán a dormir en paz porque en su Corazón han
recibido el consuelo y el perdón del único que tiene poder

111
para salvar. Ellos enseñarán a sus hijos a besar la cruz
cada día, y de no irse a dormir como los paganos sin dar
gracias primero a Jesús. Saben que Jesús los sostiene en
Sus brazos y no hay nada que temer.
“La familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es,
es decir, comunidad de vida y amor”. El Concilio Vaticano
II utiliza la expresión “íntima comunidad de vida y amor
conyugal” para designar al matrimonio. El amor es el
motor de toda comunión y el único ambiente adecuado,
para que la familia pueda “vivir, crecer y perfeccionarse
como comunidad de personas”. Para que haya una comuni-
dad de amor hay que vivir el amor como una competencia
donde haya disculpas por los fallos y se prodiguen alaban-
zas por las buenas obras. Es una de las mejores maneras
de promover la comunicación y así ser “una pareja feliz”.
Una encuesta realizada en Estados Unidos en enero de
1983 nos informa que uno de cada dos matrimonios ter-
minaban en divorcio. De acuerdo con la Oficina de Censos
de los Estados Unidos, una tercera parte de los niños de
esta nación, en la actualidad vive en hogares en los que
está ausente uno de los padres biológicos. La depresión se
ha convertido en el gran mal nacional. Los índices de sui-
cidio han ido en aumento, tanto entre los jóvenes como
entre las personas de edad. Y todavía así, jamás se nos
ocurre preguntarnos cuál es la razón de ello, a fin de
investigar y analizar esta amenazadora situación y encon-
trar soluciones que podrían guiarnos hacia unas relacio-
nes más tranquilas y perdurables.
Los mitos, los cuentos nos hablan de una felicidad
amasada en nubes de algodón. “Y vivieron siempre felices’
pertenece al mito, ya que la realidad, normalmente es más
cruel. Hemos sido envenenados por los cuentos de hadas”
(Anais Nin). “Y vivieron por siempre felices’, comenta

112
Hoshua Liebman, es una de las frases mas trágicas que se
encuentran en la literatura. Es trágica porque nos dice una
falsedad acerca de la vida y porque ha conducido a inconta-
bles generaciones de seres humanos a esperar algo de la
existencia humana que simplemente no es posible sobre la
faz de esta frágil, débil e imperfecta Tierra”.
El amor es como el sol. Durante muchos días sabemos
que está ahí, pero no se le ve y cuando el frío aprieta y la
noche se echa encima, uno se olvida de que al día siguien-
te pueda volver a salir. Algunos confunden el tiempo de
oscuridad con la falta de amor y tienen miedo de que nun-
ca pueda volver.
Las relaciones entre los seres humanos son difíciles por-
que falta comprensión, no se quiere perder terreno. Al refe-
rirse a las relaciones entre los casados, Carl Rogers declaró:
“... a pesar de que el matrimonio moderno es un tremendo
laboratorio, a menudo sus miembros carecen absolutamente
de una preparación para la función de esa sociedad. Cuánta
agonía, remordimientos y fracasos habrían podido evitarse si
por lo menos hubiese tenido lugar un aprendizaje rudimenta-
rio antes de ingresar en esa sociedad”.
Quizá vivimos de lo que hemos aprendido. Lo mismo
les pasa a los niños, las palabras que oyen, son las que
aprenden. Esas palabras serán la conexión humana esen-
cial. Si se escucha “si”, “amor”, “bueno” y otros símbolos
positivos entonces esos serán los instrumentos con los
cuales se relacionarán con los demás. Por desgracia,
muchas veces los niños aprenden a decir “¡no!” antes de
aprender a decir “sí” y a menudo “odio” antes que “amor”.
Es bueno, pues, aprender, a cualquier edad y a cual-
quier precio el lenguaje del amor, pues si no viviremos en
un mundo de odio y no habrá felicidad sobre la tierra.
Sólo desde el amor tiene sentido la cruz.

113
LA CRUZ DE LA ANCIANIDAD

Los ancianos son hoy día, la mayoría en nuestra socie-


dad. El número de ancianos es cada vez más numeroso.
La ONU advierte que este envejecimiento de la población
es un cambio sin precedentes en magnitud y velocidad en
el desarrollo mundial. En España, por ejemplo, hay en la
actualidad, más de 3.000 residencias de la tercera edad,
que suponen aproximadamente casi 200.000 plazas; cifras
elevadas, aunque sean claramente inferiores a los que se
van desarrollando en Centroeuropa.
El anciano es aquella persona que tiene dificultad para
caminar, para razonar, para expresarse; se refugia en el
pasado y tiene problemas para retener lo inmediato; repi-
te una y otra vez sus preocupaciones y ensueños, su vida;
con frecuencia presenta demencia senil, cardiopatías,
debilitación en los órganos de los sentidos… En la fase
senil cede la energía, la capacidad receptiva de los senti-
dos, se hace difícil adaptarse a situaciones nuevas, se
pierde el interés, la persona se hace indiferente, se debili-
ta y aparecen defectos orgánicos. La fuerza disminuye, la
vida se escapa y los achaques aumentan. Con la anciani-
dad aparecen toda clase de dolores: artrosis, lumbago…
Las enfermedades no sólo se asoman, se quedan como
compañeras: parkinson, corazón, diabetes, cataratas…
No se ve bien, no se oye, no se entiende. Aunque en algu-
nas ocasiones el anciano alega que se encuentra mejor
que nunca, los otros se dan cuenta de que no es así… Pero
también hay muchas ganancias en facetas como la madu-
rez, la experiencia, la serenidad, la gratuidad. La persona
de la tercera edad dispone de tiempo, no vive estresado
por el trabajo ni las preocupaciones…
El anciano debe ser mimado y respetado. Así lo era en
el pasado. Hoy sin embargo, en muchas ocasiones, no

114
cuenta para nada, pues esta de moda ser joven. Estos son
útiles y productivos; el anciano no, es un peso y una carga
para las familias y las arcas del Estado.
A pesar de todo es necesario garantizar un porvenir sin
riesgos para los ancianos, dándoles amor y respeto. Su
situación económica y sanitaria han de ser mejoradas; en
definitiva hay que hacer un mundo posible para todos, en
el que se reconozcan sus contribuciones sociales y fami-
liares, poniendo en marcha mecanismos que permitan
aprovechar su madurez y su experiencia.
Es curioso cómo se cuida al anciano. En las naciones
más desarrolladas, al anciano, normalmente, no le falta
casi nada. Tiene lo económico resuelto, aunque a veces
tiene que hacer sacrificios. Pero le falta cariño, compañía
de los suyos, ser tenido en cuenta. Sin embargo, en los
países con menos medios económicos, el anciano suele
carecer de un bienestar material, pero es respetado y
mimado por la familia.
Y no cabe duda de que los años pesan, pero pesa más la
soledad y el abandono, la falta de cariño en la que muchos
ancianos viven. El ser humano desea mantenerse vivo
mientras pueda respirar. El anciano es un pozo de sabidu-
ría, pero tiene que ser consciente de que vale por lo que es,
no por lo que tiene, de que tiene que aprender a disfrutar
de la vida, desde sus posibilidades y limitaciones. Si la vida
es un continuo aprendizaje, la persona mayor tendrá que
aprender a soltar, a no vivir en el pasado, a no tener miedo
ante lo que se le avecina, a elegir siempre la vida, a esperar
que pasen tantas tormentas y a orar en el atardecer.
Los ancianos son o deben ser una gran riqueza. Tahao
Arayama, japones de 70 años, 7 meses y 13 días, llegó a la
cima del monte Everest, y se convirtió en la persona de

115
mayor edad en conquistar el pico más alto del mundo,
informó una compañía de montañismo. Yuichiro Miura
fue el otro japonés que ascendió la cima a la edad de 70
años, 7 meses y 10 días, el 22 de mayo del 2003.
No todos son capaces de ascender el Everest a los 70
años. Eso queda para algunos privilegiados, aunque la
verdad es que a los 70, muchas personas están en plena
forma.
Los ancianos son una gran riqueza. El anciano ya res-
plandece en la sagrada Escritura cuando ésta nos presen-
ta a Abraham y Sara (Gn 17,15-22), describe la acogida
que Simeón y Ana brindaron a Jesús (Lc 2,23-28); llama a
los sacerdotes con el nombre de ancianos (Hch 14, 23)
sintetiza el homenaje de toda la creación en la adoración
de veinticuatro ancianos (Ap 4, 4) y, por último, designa a
Dios mismo como “el Anciano” (Dn 7, 9-22). El Antiguo
Testamento promete a los hombres larga vida como pre-
mio por el cumplimiento de la ley de Dios: El temor del
Señor prolonga los días (Pr 10, 27). Era convicción común
que la prolongación de la vida física hasta la “feliz ancia-
nidad” (Gn 25, 8), cuando el hombre podía morir “lleno de
días” (Gn 25, 8), debía considerarse una prueba de parti-
cular benevolencia por parte de Dios.
Las personas ancianas pueden alcanzar con los años
una mayor madurez en inteligencia, equilibrio y sabidu-
ría. Juan pablo II apela a la sensibilidad de las familias
para que acompañen a sus seres queridos hasta el térmi-
no de su peregrinación terrena. ¡Cómo no recordar estas
conmovedoras palabras de la Escritura: “Hijo, cuida de tu
padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque
haya perdido la cabeza, sé indulgente, no lo desprecies en la
plenitud de tu vigor. Pues el servicio hecho al padre no que-
dará en olvido... El día de tu tribulación Dios se acordará de
ti...” (Si 3, 12-15).

116
Los ancianos son importantes en la vida actual. Son
una gran riqueza para todos. Los necesitamos para no
caminar a tientas, para no improvisar, para no andar por
senderos de deshumanización y de egoísmo. Los niños
necesitan el ejemplo del abuelo para aprender lo que es la
vida. El joven ha de poner los ojos en él para no dejarse
engañar por el éxito de la vida profesional, para conocer
la historia viva, para palpar la cosecha de toda una entre-
ga sacrificada a la familia y a la sociedad. Los ancianos
son los grandes depositarios de la tradición. Ellos saben
mucho de muchas cosas, porque han vivido. Saben del
tiempo, de las plantas, de las enfermedades: de todo. No
tiene perdón el que el ser humano no aproveche esa sabi-
duría al relegarlos a la soledad y al olvido. “Cuando un
anciano se muere es una biblioteca la que desaparece”, dice
un refrán africano.
Actualmente, en muchas de nuestras sociedades, hace-
mos lo mismo con los ancianos. Por eso la Sociedad los
aparca en residencias. Desgraciadamente hemos olvida-
do lo esencial: el ser de la persona, no lo que hace, sino
cómo vive y cómo lo hace. Una persona que actúa sin
amor, aunque haga maravillas, es una máquina. El ancia-
no podrá perderlo todo, pero nadie le puede arrebatar el
amor que hay dentro de su corazón.

ENTRE LA SOLEDAD Y LA COMPAÑÍA

Schopenhauer nos cuenta la parábola de los puercoes-


pines: En un crudo día invernal, los puercoespines de una
manada se apretaron unos contra otros para darse calor
unos a otros. Pero, al hacerlo así, se hirieron recíproca-
mente con sus púas y hubieron de separarse. Obligados
de nuevo a juntarse por el frió, volvieron a pincharse y a

117
distanciarse. Estas alternativas de aproximación y aleja-
miento duraron hasta que les fue dado hallar una distan-
cia media en la que ambos males resultaban mitigados.
La vida de todos nosotros oscila entre la soledad y la
compañía. Lo difícil a veces es el equilibrio. Los animales
son como las personas, buscan calor y cariño. Pero les
resulta difícil, como al ser humano, convivir en armonía y
equilibrio.
Muchas veces no nos damos cuenta de que el otro exis-
te, incluso cuando le socorremos. Una señora que tenía
por costumbre dar limosna a un pobre a la puerta de la
iglesia que frecuentaba, se llevó un día la mano al bolso, y
sólo entonces cayó en la cuenta de que se lo había dejado
en casa. El mendigo mantenía su mano extendida hacia
ella, y ella entonces reaccionó con tacto y rapidez. Le dijo:
“Hoy no tengo nada que darle, pero al menos puedo estre-
charle la mano”. Y así lo hizo, con sincera naturalidad y
sentimiento. El mendigo no se dejó ganar en cortesía,
aceptó el apretón de manos y dijo: “Hoy me ha dado usted
más que todos los demás días”. El gesto humano de con-
tacto directo es el mejor regalo que podemos dar a los que
viven con nosotros.
Y como a muchos les resulta insoportable la comuni-
cación y el vivir juntos, ensayan o se aíslan dentro del mis-
mo ambiente, o tratan de vivir solos. Pero esto aun es
mucho más duro, pues la verdad es que la gente huye de
la soledad. Les aterra. Todos hacemos lo indecible por
encontrar compañía: la radio, la televisión, una mascota,
todo vale. Se usa lo que está al alcance, aunque sea lo más
sagrado como el amor, para calmar la sed de compañía.
Sin embargo la soledad es terrible en los niños, especial-
mente a la hora de la muerte. Eduardo Galeano comenta
esta experiencia:

118
“Fernando Silva dirige el hospital de años en Managua.
En víspera de Navidad, se quedó trabajando hasta muy
tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los
fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando
decidió marcharse. En su casa lo esperaban para feste-
jar. Hizo una última ronda por las salas, viendo si todo
quedaba en orden; y en eso estaba cuando sintió que
unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió
y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás.
En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba
solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la
muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían
permiso. Fernando se acercó, y el niño lo rozó con la
mano. ‘Decidle a…’ susurro el niño. ‘Decidle a alguien
que yo estoy aquí’”.

“Decidle a alguien que yo estoy aquí”. Son fuertes estas


palabras cuando salen de la boca de un niño. Todos nece-
sitamos el calor de un apretón de manos, una mirada, una
caricia, una sonrisa. Todo aquello que nos demuestra que
estamos vivos. No es buena la soledad para nadie; y la
gente trata de huir de ella, luchar con todas sus fuerzas.
Hace un tiempo, en un periódico de Los Ángeles, se
publicó un anuncio promoviendo a una agencia que ofre-
cía enviar, previa solicitud y con rapidez a un “amigo”. Ese
“amigo” estaría dispuesto a sentarse a su lado, a charlar
con usted o sostenerle la mano si se encontraba enfermo
o moribundo. Por supuesto, ese amigo solo sería suyo
mientras usted pudiese seguir pagando.
Conocí en Madrid a una señora que iba a la consulta
del psicólogo y pagaba una hora, simplemente para des-
ahogarse con él. Parecido a este caso, es el de aquella mujer
inválida que se encontraba muy sola y que, a fin de mante-

119
ner con vida algún contacto humano, marcaba en su telé-
fono el numero de “Información” y de la “Hora” durante
ciertos intervalos a todo lo largo del día. “Por lo menos
escucho una voz humana que me habla” decía. Ahora,
incluso la voz que da la hora es por computadora y las
operadoras de Información piden que no se las moleste al
menos que sea necesario. La televisión, la radio, el internet
han suplido el calor de la voz humana. Hay muchas casas
en las que se puede escuchar la televisión todo el día. Es la
única compañía, porque no se conoce otra.
Hemos conocido tiempos en que las personas se rela-
cionaban en las plazas de los pueblos, mercados, tiendas
pequeñas, paseos… Hay ciudades en Florida en las que no
se ve un alma. Allan Fromme describe en su libro La habi-
lidad para amar, esa tranquila época que tan pronto se
esfumó. Comenta: “Nuestras ciudades, con sus atestadas
oblaciones y sus grandes y elevados edificios de departamen-
tos, son criaderos de soledad. Los vecindarios se derrumban
bajo las niveladoras de los nuevos proyectos de viviendas y
las familias se dispersan por doquiera en busca de trabajos y
profesiones. En un mundo de ruedas, han desaparecido las
antiguas y tranquilas agrupaciones de personas”.
La soledad es una de las enfermedades más extendi-
das. Ninguna tecnología puede sustituir el contacto
humano, la compasión humana, el cariño. La soledad es
la peor enfermedad de la sociedad. La soledad e incomu-
nicación es grande. No queremos escuchar al otro, por-
que bastantes problemas tenemos nosotros como para
poder cargar con más. La soledad se ceba en muchas per-
sonas de nuestra sociedad. Sabemos que el sufrimiento y
la soledad ofrecidos con paciencia, tienen un valor incal-
culable. La oración desde la soledad es sencilla, la mayo-
ría de las veces es una oración de presencia, de abrirse a

120
Dios como se abre la pequeña flor a los rayos del sol, para
poder recibir un poco de calor y de vida, para acabar de
florecer y madurar. En todas las oraciones del anciano
hay mucho de fe, de esperanza y de amor.
Dichosa la persona que sabe que Dios vive en ella y no
le abandona y se dedica a reparar sueños e ilusiones,
juguetes para los otros. Desde la fe, se va disminuyendo y
dejando que el Señor crezca y así, poco a poco se aprende
a morir comulgando y a comulgar muriendo. “Dame toda-
vía algo más precioso que la gracia por la que todos los fie-
les te ruegan. No basta que muera comulgando. Enséñame
a comulgar muriendo” (Teilhard de Chardin).

LA DEPRESIÓN Y LA ANSIEDAD

En una encuesta hecha en Norteamérica, a unas cien


mil personas, se les preguntó: ¿Hay alguien que no haya
sufrido nunca una depresión? No hubo ni una sola perso-
na que pudiera decir: “Siempre me he visto libre de este
problema”.
Todos sufrimos un poco de depresión. Es normal...
Nos deprimen los fracasos, las enfermedades, la muerte
de un ser querido, cuando no llega el dinero y cuando
tenemos de todo. El hambre de felicidad es insaciable, y
al no poder conseguir lo que se espera, el ser humano
desespera. Lo que nos deprime no son tanto los aconteci-
mientos que nos suceden, cuanto la actitud que tenemos
ante lo que acontece.
La depresión alcanza a pequeños y grandes. Bolívar,
Churchill, Miguel Ángel, Van Gogh, Allan Poe... se vieron
atormentados por la depresión. Hasta el mismo Jesús se
sintió desfallecer en el Huerto de los Olivos. La enferme-

121
dad número uno de los países civilizados es la depresión.
Muchos se suicidan...
¿Cuáles son los síntomas de la depresión? Arteo des-
cribió a los deprimidos como “tristes y desanimados.
Adelgazan, se muestran perturbados y sufren de insomnio.
Si las condiciones contrarias persisten, se quejan de mil
pequeñeces y expresan deseos de morir”. Los que se depri-
men se sienten abatidos, desalentados, desorientados...
Se sienten morir, irritados, sin motivación, no comen o
comen demasiado, no duermen o no se despiertan, “se
miran a sí mismos como personas olvidadas por la divini-
dad, descuidan su modo de presentarse, y hacia la divini-
dad sienten más miedo que amor” (Plutarco).
La persona deprimida no tiene ganas de nada, ni de
llorar. Kierkegaard dice: “Cuando se está angustiado (depri-
mido), el tiempo transcurre lentamente. Cuando se está muy
angustiado, aún el mismo instante se hace lento. Y cuando
se está mortalmente angustiado, el tiempo acaba por dete-
nerse. Querer correr más de prisa que nunca, y no poder
mover un pie. Querer comprar el instante mediante el sacri-
ficio de todo lo demás, y saber que no se halla en venta”.
Hay personas que nacen con la inclinación a la melan-
colía y la tristeza. Cualquier acontecimiento, cualquier
disgusto, por insignificante que sea, les lleva a una conti-
nua depresión. “Lo más frecuente es que la alteración de la
vitalidad sea puramente autónoma y se presente como un
desarreglo intrínseco, no dependiendo de causas exteriores
ni tampoco de motivos internos. La posibilidad de tener
una crisis depresiva reactiva (por factores externos), con la
consiguiente alteración de la vitalidad, radica en la contin-
gencia de cada hombre” (López Ibor).
A veces nos deprime el pasado sin dejarnos gozar el
presente. El futuro, por otra parte, nos preocupa, nos

122
atormenta, nos abate, pues no sabemos que será del
mañana, a dónde irán a parar nuestros huesos. La vida
nos da muchas oportunidades para hacer las cosas bien,
pero el mañana no le está asegurado a nadie. Por eso hay
que vivir el hoy para sonreír, bendecir y vivir en plenitud,
pero esto es, precisamente, lo difícil para quien se siente
deprimido, porque estas personas se sienten secas como
un desierto, y toda su vida y lo que ve a su alrededor es un
“sin sentido”. A pesar de que buscan la luz, sólo ven oscu-
ridad, a pesar de que quisieran ver la mano de Dios por
alguna parte, no la encuentran en ningún lugar. Sólo les
queda aferrarse a su fe, que es oscura y ciega, y la única
seguridad y luz en medio de tanta oscuridad.
Es indispensable, pues, reemplazar todos los pensa-
mientos negativos por pensamientos positivos, ocuparse
en algo útil, no indisponerse por tonterías y sembrar el
optimismo, la alegría y la esperanza.
Algunas personas no disfrutan de la vida, viven corrien-
do detrás del tiempo, pero no logran alcanzarlo ni aún
cuando más apuradas corren; viven ansiosas, como si les
faltara el aire y la misma vida.
La ansiedad es otra de las enfermedades más frecuen-
tes. La ansiedad es uno de tantos males que azotan a
nuestra sociedad. Miles de personas acuden cada año a
los servicios de urgencia creyendo que tienen una enfer-
medad grave, un infarto o un derrame cerebral. El diag-
nostico suele ser el de una crisis de ansiedad.
La ansiedad es molesta, pero no es peligrosa. Por sí
sola no provoca infartos, ni derrames cerebrales ni la locu-
ra. La crisis de ansiedad es un síntoma de otros problemas
no resueltos; su presencia nos indica que algún problema
no está resuelto. La recuperación a largo plazo se centra
en el manejo de la ansiedad y no en la ausencia de ésta.

123
La ansiedad no bien manejada, siempre destruye y
desgasta, tanto el cuerpo como el alma; nos incapacita
para poder rendir en el trabajo, para descansar, para vivir
felizmente. La ansiedad inyecta en nuestra mente todos
los miedos imaginables, nos roba la paz del presente por
preocuparnos excesivamente del futuro, pensando qué
nos sucederá. En las crisis de ansiedad, la mente interpre-
ta la realidad de una forma errónea y dañina. Cuando
alguien piensa que no hay peligro, reacciona con calma;
cuando cree que lo hay, la reacción del organismo es de
ansiedad, miedo o pánico.
Todos tenemos necesidad de seguridad, de entender el
mundo y su funcionamiento, de conectar con los otros, de
hallar significado a la vida y a la muerte. Sin embargo, no
hay seguros contra la ansiedad. El mismo dinero no es un
seguro contra la ansiedad. En los momentos de crisis de
ansiedad es bueno hacer todo lo posible por reducir las
sensaciones desagradables, bien marchándose del lugar
en el que uno se encuentra, o bien prestando atención a
esas sensaciones corporales y esperando que desaparez-
can. De todos es conocido la mucha ayuda que en estos
casos prestan la técnicas de respiración y relajación.
Quien confía en Dios sabe que no está solo y abando-
nado en el sufrimiento, aunque pase por el fracaso, la
decepción, la enfermedad, la tragedia, la aflicción.

VENCER LOS CONTRATIEMPOS

Era mudo de nacimiento. Iban pasando los años y el


muchacho no hablaba, a pesar de que lo habían llevado a
muchos médicos. Cuando ya tenía treinta y cuatro años,
un buen día su madre le puso el café para desayunar, y el
chico, con toda naturalidad, se dirigió a ella diciendo:

124
—Mamá, te olvidaste el azúcar.
—Pero, hijo mío, ¿cómo es que puedes hablar y llevas
treinta y cuatro años sin hacerlo?
—Es que hasta ahora todo había estado perfecto, res-
pondió.
En culturas como la nuestra, nuestros hijos tienen
demasiadas cosas y ya no les hace ilusión casi nada. No
valoran las cosas, porque no les cuesta conseguirlas.
Schopenhauer decía que los bienes materiales son como el
agua salada, que cuanto más se bebe, más sed produce.
La vida exige para triunfar mucha constancia y tenaci-
dad en las dificultades que aparecen. La historia cuenta
con grandes hombres que vencieron los contratiempos.
Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete
años. Sus tutores administraron deslealmente su heren-
cia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que
litigar para reivindicar su patrimonio. En uno de los jui-
cios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la
elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando
decidió dedicarse a la oratoria. Soñaba con ser un gran
orador, pero tenía escasísimas aptitudes, pues padecía
dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo impro-
visado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discur-
so fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obli-
gó a interrumpirlo sin poder llegar al final.
Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un
anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitán-
dose. “La paciencia te traerá el éxito”, le aseguró. Se aplicó
con más tenacidad aún a conseguir su propósito Para
remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedreci-
lla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar
y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía
oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas.

125
Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer
su voz, y cuando tenía que participar en una discusión,
repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes,
sopesando el valor de cada uno de ellos.
A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tarta-
mudo llegó a ser el más brillante de los oradores griegos.
Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hom-
bres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido
mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.
Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchan-
do contra la miseria, y empleó para ello treinta años.
Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte,
afligido de terribles dolores.
Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América
si se hubiera desalentado después de sus primeras tenta-
tivas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a
otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían
por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resuelta-
mente en su propósito.
Hay una anécdota acerca del esfuerzo de Thomas Alva
Édison al inventar el foco eléctrico. Después de haber trata-
do 9.999 veces la fabricación de este tipo de lámpara, sin
haber tenido éxito, uno de sus colegas intentó burlarse de
él. Sabiendo el número de intentos realizados por Édison,
aquel otro inventor le preguntó, “¿es verdad que vas a com-
pletar el fracaso diez mil?”. A lo que Édison replicó, “No. Yo
no he fracasado. Simplemente he descubierto diez mil cami-
nos que no me conducen a la invención del foco eléctrico”.
Los diez mil ensayos de Edison tienen significados diferen-
tes. Para la gente ordinaria esos intentos no son más que
fracasos. Para Edison, sin embargo, fueron descubrimien-
tos. Einstein, otro grande, decía:“nuestro pensamiento crea
problemas que el mismo modo de pensar no puede resolver”.

126
Cada persona tiene infinidad de fracasos. Cada perso-
na tiene un problema o un montón de problemas. Pero lo
importante no es tenerlos, sino saber utilizar las herra-
mientas que tenemos a nuestro alcance para poder solu-
cionarlos.
Lo que buscan la mayoría de los humanos es el dinero,
el placer, la fama, el triunfo. Y, realmente, “hay cosas que
no se comprenden hasta que no se está definitivamente
derrotado” (Ch. Péguy).
El éxito y el fracaso están en nuestra condición huma-
na. Pero la vida nos da la oportunidad de aprender de
nuestros fracasos. Estos pueden ayudarnos a conocernos
más, a darnos cuenta de nuestros límites, a descubrir
otros aspectos en los que no habíamos caído en cuenta. El
único fracaso verdadero es no conocerse, no aceptarse,
arrojar la toalla a la menor dificultad.“No des nunca nada
por perdido”, decía Sócrates. Y es cierto, todo es posible,
todo tiene solución.
El triunfo se forja en el ejercicio diario y en la perseve-
rancia. Liszt, decía: “Si no hago mis ejercicios un día, lo
noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo
nota el público”.
Los fracasos son oportunidades que se presentan para
progresar en la vida. Cuando las cosas no salgan bien,
intentémoslo de nuevo. No le iría bien al río, dice el refrán,
si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín,
si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus
empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y
hay que aceptarla como es. Hay que recordar lo de Thomas
Edisson de que el genio se compone de un uno por ciento
de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpi-
ración, de sudor, de trabajo.“La suerte es patrimonio de los
tontos”, es una excusa de fracasados. Quien piense así,

127
que se acuerde de ese otro refrán que dice: el que quiera
lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, aga-
rre la ocasión por los pelos y no la suelte.
Victor Frankl cuenta cómo los que estuvieron en cam-
pos de concentración durante y después de la Segunda
Guerra Mundial recuerdan perfectamente a aquellos hom-
bres que iban de barracón en barracón dando consuelo a
los demás, brindándoles su ayuda y, muchas veces, dándo-
les el último trozo de pan que les quedaba. El mensaje de
Frankl es claro y esperanzador: “por muchas que sean las
desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerra-
do que se presente el horizonte en un momento dado, siem-
pre queda al hombre la libertad inviolable de actuar confor-
me a sus principios, siempre queda la esperanza”.
Lanzarse, perseverar y esperar, no desmayar; audacia
y constancia: dos aspectos inseparables que se comple-
mentan. Quien ha emprendido un trabajo, tiene ya hecho
la mitad del mismo, quien ha empezado a caminar, pron-
to llegará a la meta; pero para comenzar, caminar y termi-
nar se necesita una determinada determinación que diría
santa Teresa.
Sólo con el soplo del Espíritu, con perseverancia y una
voluntad decidida se podrán vencer las dificultades. Se
empieza a ganar estando seguros de la victoria. La moral
ganadora es lo que más llama la atención del joven tenista
mallorquín Rafa Nadal. Es un crack: “nunca da un partido
por perdido en su cabeza; no hay nada perdido hasta que se
pierde”.

EL DOLOR PURIFICA

Hace ya tiempo un grupo de señoras se reunieron en


cierta ciudad para estudiar la Biblia. Mientras leían el ter-

128
cer capítulo de Malaquías, encontraron una expresión
notable en el tercer versículo que decía:
“Él purificará... y los refinará como se hace con la
plata” (Ml 3,3).

Una de ellas propuso visitar a un platero y contarle a


las demás lo que él dijera sobre el tema; sin decir el objeto
de su visita, pidió al platero que le hablara del proceso de
refinar la plata.
Después que el platero describiera el proceso, ella le
preguntó: “Señor, ¿usted se sienta mientras que está en el
proceso de la refinación?”.
“Oh, sí señora, contestó el platero; debo sentarme con el
ojo fijo constantemente en el horno, porque si el tiempo
necesario para la refinación se excede en el grado más leve,
la plata será dañada”.
La señora inmediatamente vio la belleza y el consuelo
de la expresión: “Él purificará... y los refinará como se hace
con la plata”
La señora hizo una pregunta final: “¿Cuándo sabe que
el proceso está completo?”.
“Pues es muy sencillo, contestó el platero, Cuando pue-
do ver mi propia imagen en la plata, ahí se acaba el proceso
de refinación”.
Dios ve necesario poner a sus hijos en un horno, su ojo
está constantemente atento en el trabajo de la purifica-
ción, su sabiduría y amor obran juntos en la mejor mane-
ra para nosotros. Nuestras pruebas no vienen al azar, y Él
no nos dejará ser probados más allá de lo que podemos
sobrellevar.
Las filosofías y las religiones han tratado de explicar el
dolor, la medicina, por el contrario ha tratado de aliviarlo
y suprimirlo. Desde Hipócrates, la actitud médica desacra-

129
lizó el dolor. El dolor afecta a toda la humanidad y cuando
no sabemos encajarlo, puede afectar negativamente a
todas nuestras relaciones. La presencia del dolor nos limi-
ta y así muchos de los seres humanos que sufren se hallan
privados de la salud, del trabajo, de la diversión…
Todos los dolores son subjetivos, dependen del sujeto
que lo experimenta. El dolor es una experiencia personal
única. Es imposible cuantificar el dolor de modo preciso
y es imposible presentar un catálogo de todos los dolores
que pueden afectar al ser humano. Hay varios tipos de
dolores:
UÊel dolor debido a una agresión exterior (quemadu-
ra, accidente);
UÊel dolor debido a una lesión interna (migraña, cán-
cer);
Uʏos dolores aberrantes o dolores de deaferentiza-
ción (lesión de un nervio);
UÊdolores imaginarios (creados por la psique).
El dolor se puede controlar o aliviar mediante:
UÊlos medicamentos antálgicos, alopáticos y otros;
UÊla cirugía y neurocirugía del dolor;
UÊlos tratamientos sensoriales, fisioterapia, acupun-
tura, mesoterapia y neuroestimalación;
UÊel control psicológico del dolor, relajación, refuerzo
de estrategias de adaptación y condicionamiento
operante.
José Antonio García-Monje propone como ayuda para
superar el dolor el dar los siguientes pasos:
Reconocerlo: identificarlo.
Dialogar con él: saber de dónde viene, a dónde va y de
qué nos avisa.
No convertirlo en sufrimiento, cuando sólo, y nada
menos, es dolor.

130
Responsabilizarnos de él: ver en qué medida somos
agentes del dolor propio o ajeno.
Liberarnos de él sin causarnos, ni causar peores
males.
Madurar en él o a pesar de él. Saber que somos más
grandes que nuestro propio dolor.
Igual nos ocurre con el sufrimiento, ya que se le puede
experimentar, gustar, pero no comprender. Es importante
identificar el dolor y el sufrimiento, sentirlo para poder
aprender de él, para poder manejarlo y llevarlo con digni-
dad. El dolor, si se sabe llevar enseña mucho, pues “quien
sabe del dolor, todo lo sabe” (Dante). Entre todas las divi-
siones del dolor, la filosofía budista establece tres: dolor
existencial, alternante y dolor de dolor.
El dolor existencial. Es inherente a nuestra vida y se da
cuando descubrimos que la misma vida carece de senti-
do, de gozo, de alegría. El ser humano, muchas veces, no
encuentra respuesta a sus preguntas: ¿para qué vive y
para qué muere?; ¿qué hay después de la vida y cuántas
vidas hay? El dolor ennoblece, pero el dolor existencial
provoca tristeza, angustia, nos priva del gozo de la vida.
El dolor enseña más que nada en la vida, siempre y cuan-
do lo aceptemos y estemos dispuestos a aprender de él. Y
“Si no puedes olvidarlo. Si no puedes evitarlo. Si no puedes
vencerlo. Acéptalo y fluye con él” (Canto de esclavos).

SABER ACEPTAR LA MUERTE

En un artículo de la escritora estadounidense Pearl-S-


Buck, en el que hablaba sobre la vida y la muerte, citaba
la carta que le escribió una mujer desconocida que había
perdido a su marido:

131
“Cuando mis pequeños no pudieron comprender el
silencio de su padre, recientemente fallecido y que les
quería mucho, traté de explicárselo describiéndoles el
ciclo vital de su caballito de mar. Comienza como un
gusano en el mar; pero, en el momento justo, emerge, y
cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo
–les dije– que los que se quedan en el agua se preguntan
dónde se ha ido y por qué no vuelve. No puede volver
porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar
junto a él porque todavía no las tienen”. Y la escritora
y premio Nóbel concluye: “Es cierto; aún no tenemos
alas, pero llegará un día”. Lleva tiempo el echar alas
para volar, requiere mucha paciencia el aceptar los
contratiempos las limitaciones y la muerte.

Los cosecheros de arroz dan golpes con un palo a la


mata del grano, así con el palo separan el grano útil de la
paja inútil, usan lo malo para sacar limpio lo bueno.
Todos tenemos miedo a la muerte y este miedo nos
produce sufrimiento. Para evitarlo hacemos algo contra-
producente al intentar anular “el único acontecimiento
absolutamente cierto” de nuestra vida.
Aunque la muerte está presente en todas partes, trata-
mos de maquillarla, endulzarla, ignorarla. Todos desea-
mos triunfar, vivir y nos causa dolor el saber que tendre-
mos que morir, aunque morimos un poco cada día, no nos
acostumbramos. La única manera de preparase para la
muerte es la de saber vivir. Sin embargo nos aferramos a
las cosas y somos esclavos. Nuestra vida está regida por
los criterios de la belleza, rapidez, eficacia y placer.
Cuando vivir es justamente desprenderse.
La muerte convive con cada uno de nosotros y su pre-
sencia se hace cada vez más evidente. La exclamación de

132
San Agustín ante un niño recién nacido, “tampoco éste se
escabullirá de ella”, nos toca a todos, lo sabemos, y los
escritores proclaman que esta vida es “un correr hacia la
muerte”, una pura “espera de la muerte”. “La muerte nos
acosa” (Camus y Sastre). Se nos presenta, a veces, avisan-
do cuando estamos en plena madurez; otras, en plena
juventud como ladrón que nos sorprende y arrebata ilu-
siones y alegrías. Casi siempre llega temprana e inoportu-
na, cuando todavía nos quedan proyectos por realizar.
La muerte iguala a todos: a los altos cedros y a las bajas
encinas, a las cumbres y a los llanos, al rico y al pobre. “La
pálida muerte tan pronto pisa pobres chozas como torres
reales” (Horacio).
Muchos son los males por los que atravesamos; uno de
los peores, sin duda, es el de la muerte, porque nos arran-
ca lo más valioso: la vida. Es para todos “no sólo algo
espantoso, sino algo incomprensible…, una violación, una
afrenta, un escándalo” (J. Maritain).
Otros sin embargo piensan en ella como un “aconteci-
miento positivo”, un “acto espiritual personal”, o como “el
acto más elevado del hombre”, o como “la primera y última,
la única libre decisión de su vida, que, así, en este traspaso,
alcanzaría su realización plena. La consunción pasa a ser
consumación, plenitud” (Karl Rahner). El mismo autor se
pregunta ¿cómo puede ser la muerte, por una parte, “la
extrema reducción del hombre a la impotencia” y, por otra,
“la más elevada acción del hombre”?
No todo lo que soy será pasto de las llamas o se esfuma-
rá como el humo en el aire. El mismo Horacio al concluir
uno de sus cantos muestra su espera de la inmortalidad:
“No moriré entero”. Los cristianos creemos “contra toda
esperanza” que la muerte ya no es muerte, sino nacimiento
a la Vida. Sabemos que hemos nacido para vivir eterna-

133
mente, que la vida no se pierde, se transforma y que la
muerte no es final del camino, sino un paso a la eternidad.
El cristiano cree que resucitará y que la esperanza le man-
tiene vivo. Por eso no tiene miedo ni de vivir ni de morir.
Nuestro Dios avala su “promesa de una futura inmortali-
dad”; garantiza la “esperanza de una feliz resurrección”.
Sabemos, según se afirma en la liturgia, que “La vida
no termina, se transforma”. En Cristo Señor nuestro, bri-
lla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aun-
que la certeza de morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los
que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al
deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una
mansión eterna en el cielo. Vivimos en comunión con los
difuntos. La Iglesia desde los primeros tiempos del cris-
tianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difun-
tos y también ofreció por ellos oraciones.
El problema lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano
II (GS, 18) al afirmar que “frente a la muerte, el enigma de
la condición humana alcanza su cumbre”. Sabedores, con
el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no
intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras.
Pero, que sepan, eso sí, “dar razones de su esperanza a todo
el que se las pidiera” (1 Pe 3,15).
Creemos en un resucitado vencedor. La Iglesia procla-
ma su fe en Cristo vencedor de la muerte: “Espero la resu-
rrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. El
Señor afirma que los muertos resucitan. Esta es la afir-
mación más importante y solemne. Observa: “Y que los
muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de
la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino
de vivos, porque para él todos viven” (Lc 20, 37-38).

134
Por lo tanto, ¡vivid cada día como si fuese el último!
Esto venía a decir san Juan Bosco al sacerdote: “celebra la
misa de cada día como si fuera la primera o la última”. Así
tendríamos que vivir, conscientes de la fugacidad de la
vida para poder vivir a tope, aprovechando todas las opor-
tunidades y no teniendo que arrepentirnos de nada.
Si los que murieron el 11 de septiembre en la Torres
Gemelas lo hubieran sabido, estoy seguro que su compor-
tamiento con la familia y en el trabajo hubieran sido dis-
tintos. Así lo expresaban los familiares, sentían el no
poder haberles dicho ese día todo lo que les querían, lo
importante que eran para ellos. Y es que la muerte de un
ser querido, la enfermedad, un fracaso o cualquier cosa
que duele, nos abre los ojos a lo verdaderamente impor-
tante. La muerte nos tiene que ayudar a vivir con más
intensidad, ya que el arte de vivir es el arte de morir. El
recuerdo de la muerte nos ayuda a tomar decisiones
correctas, a no enfadarnos por pequeñas cosas dando así
a la vida el respeto que merece. “La vida es impensable sin
la muerte”, escribe el filósofo Norberto Bobbio.
El cardenal de Chicago, Joseph Bernardino, dos sema-
nas antes de fallecer de cáncer, escribió en su libro El rega-
lo de la Paz. “Lo que quisiera dejarles es una simple oración,
de que todos encuentren lo que yo he encontrado –ese regalo
especial que Dios nos da a todos: el regalo de la paz. Cuando
estamos en paz, nos sentimos libres para ser más plena-
mente quienes somos, aun en los peores momentos. Nos
vaciamos y así Dios puede trabajar dentro de nosotros más
profundamente. Nos convertimos en instrumentos en las
manos de Dios”.
A veces vivimos en la inconsciencia, en la rutina. Y es
precisamente la enfermedad, un problema en el que tra-
bajo o cualquier fracaso, lo que nos despierta de la mono-

135
tonía y nos lleva a recordar que somos mortales y que
tenemos que superar el miedo al cambio y abandonar el
camino acostumbrado si algo nos está presionando.

EL GEMIDO DE UN CHELO (CELLO).

En todas las manifestaciones humanas, el sufrimien-


to está presente como realidad incuestionable. También
en el arte, que es el mundo simbólico donde expresamos
la realidad “de otra manera”, sacándola de los estrechos
límites de nuestra subjetividad para hacerla universal y
objetiva.
La pintura, la literatura, la escultura… dan buena cuen-
ta de esta realidad omnímoda, pero es, según creo, la músi-
ca, la que mejor describe el mundo del dolor y del sufri-
miento. La música tiene un gran poder evocador y expresi-
vo capaz de aliarse con nuestras emociones y sentimientos
y hacer que nuestro sufrimiento se recrudezca o amaine,
según su intrínseca naturaleza. Y eso aún cuando la músi-
ca es sólo música, composición matemática de notas.
Para tomar la música como instrumento expresivo de
lo que es el dolor y el sufrimiento, invito, si es posible, al
lector a escuchar la interpretación que Jacqueline Du Pre
hace del Concierto Para Chelo de Edgar. Enferma de escle-
rosis múltiple y muerta en plena juventud, la Du Pre
arranca a su chelo a golpe de arco, las mil expresiones del
sufrimiento, para terminar arrojando lejos el arco con el
que fustiga las cuerdas y hundir su cabeza entre esas mis-
mas cuerdas del chelo.
Junto a esta obra quiero citar también e invitar a escu-
char el “Aria de la Suite orquestal Nº 3 en Re mayor BWV
1068 de Bach”. La grabación es de los años treinta en Berlin,

136
y está dirigida por Wilhelm Furtwängler, quien supo como
nadie llevar a Bach hasta el límite de lo permitido.
Escuchemos bien. Estamos escuchando el sonido del
dolor, del sufrimiento.
Es un misterioso, penoso, casi escabroso arrastrarse
de las notas sobre las cuerdas de violines y chelos... Suena
como una carga pesada, infinitamente pesada.
Quien la soporta se arrastra, se retuerce, gime y llora...
mansamente, sin estridencias, que suele ser la última eta-
pa a la que arribamos después de habernos rebelado, des-
esperado y maldecido. Hay infinita tristeza, casi una
negación de esperanza. Desde luego oscura oscuridad
alrededor... Los chelos describen como si fuera en un
“bajo continuo” esa especie de sima sin fondo a la que nos
asomamos cuando sufrimos, ese conato de desesperación
que atraviesa el alma y todos los sentidos, ese fóbico y
terrible “dar vueltas” sobre lo que no comprendemos ni
podemos controlar. Falta la respiración que se hace ansio-
sa y entrecortada en los chelos, y el bajo sonoro sigue
implacablemente machacándonos... así es el dolor y el
sufrimiento humano, como esos chelos. Pero no están
solos, el sufrimiento humano se da en la persona... defini-
da aquí por los violines. Sobre esos chelos, descriptores
del peso del sufrimiento, emergen los violines, permitien-
do el leve desahogo de las lágrimas, de los gemidos, de los
suspiros, de los silencios y las huidas y un atisbo de espe-
ranza sin forma ni rostro. Ellos son los que dan forma a
ese fondo informe del dolor y del sufrimiento. Unas veces
levantan y afilan su voz para quejarse en un lamento sos-
tenido y agudo que parece no tener fin. Otras describen el
cansancio que produce sufrir, en esa monotonía mono-
cromática de arrastre de las notas. Y otras veces parecen
dejar ver tímidamente un recodo de luz. Pero estamos

137
sufriendo y ese es el misterio más grande que nos rodea,
sobre el que no podemos decir casi nada. Sólo estar ahí,
escucharlo, acogerlo en el otro como si quisiéramos
robárselo para aligerar su carga en una resta imposible de
compartir para quitar... El final es el apagamiento, la
extinción en suavidad. Como se muere una nota, chelos y
violines juntos al unísono, sin estridencias, armonizados
y “casi” (porque nunca lo están del todo) confundidos.

138
iv
CÓMO SUPERAR EL DOLOR

Jesús nos enseña a llevar el sufrimiento como lo llevó


él. Según el Evangelio, Cristo recorría ciudades y aldeas
enseñando y curando a los hombres de toda enfermedad
y dolencia. Se extendía su fama, y le traían a todos los que
padecían algún mal y a todos curaba (Mt 8,16). Jesús, con
su presencia, sembraba la paz, el bien, el amor. El dolor,
el odio y el mal se alejaban de Él. Pero Jesús conoció en
su carne el rechazo y la traición, en momentos de sufri-
miento gritó a Dios: “Padre, que pase de mí este cáliz” (Lc
22,42). En su espíritu sintió no sólo el abandono de los
suyos, sino hasta el de Dios mismo lo que le llevó a excla-
mar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”
(Mt 27,46).
El miedo a lo que pueda ocurrir paraliza a la persona
para confiar en Dios. Sin embargo, sabemos que una de
las mejores recetas para cualquier sufrimiento es confiar
en Él, abandonarse en las manos del Padre. Él ha prome-
tido cuidarnos y estar con nosotros hasta el final de nues-
tros días, pase lo que pase.
Hay dolores y sufrimientos de muchas clases: físicos,
morales, psíquicos… La fe ayuda a descubrir que Dios
ordena todo para nuestro bien, que el sufrimiento puede
convertirse en fuente de bendiciones, que es escuela de
sabiduría, que se debe vivir cada minuto en paz. Ayuda el

139
tener paciencia, el sufrir con alegría, el educarse para lo
difícil, el tener espíritu de lucha y levantarse de los fraca-
sos y, sobre todo, el orar cuando las cosas van mal.

DIOS ORDENA TODO PARA NUESTRO BIEN

“El hombre se descubre, afirma Saint Exupéry, cuando


se mide con el obstáculo”.
Se dice que el gran músico y compositor Johannes
Brahms fue abucheado al terminar la segunda ejecución
pública de su concierto para piano y orquesta numero 1. El
famoso compositor escribió a un amigo: “Creo que nada
mejor podría haberme ocurrido. Ello me obliga a poner más
empeño en el trabajo y me estimula para seguir”.
Cuentan que una señora de 86 años, a pesar de su tem-
peramento dinámico y emprendedor, llevaba con serena
alegría su ceguera e invalidez, regalada y mimada por sus
hijos. Cierto día le dijo una vecina: Da gusto verla a usted
tan contenta siempre, cuidada como una reina.“Mucho
mejor que una reina, replicó rápidamente la interesada.
Porque a las reinas las cuidan por interés y a mí por cari-
ño”.
Los santos estaban convencidos de que en todo anda-
ba de por medio la mano de Dios. San Juan de la Cruz,
perseguido y calumniado, escribe consolando a quien le
compadece: “Estas cosas no las hacen los hombres, sino
Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nues-
tro bien. No piense otra cosa, sino que todo lo ordena Dios.
Y donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor”.
Santa Teresita, en ciertas incomprensiones que tuvo,
se llama así misma pelotita de Jesús: “Si Él no punza direc-
tamente a su pelotita, es Él, en verdad, quien mueve la mano

140
que le punza”. Sin embargo ella no busca el martirio, lo
acepta. “Aunque deseaba el martirio, no buscaba Teresita el
sufrimiento por el sufrimiento. Lo amaba porque era para
ella un medio de probar a Jesús su amor; de la misma mane-
ra que N. Señor deseaba el bautismo de sangre para mos-
trarnos el suyo, aunque al mismo tiempo lo temía según su
naturaleza humana” (Sor Genoveva).
El amor es la mejor ayuda para soportar el sufri-
miento. Cuando la cruz se lleva por amor, no pesa tanto.
Así es el amor. A mayor ilusión por una causa, mayor
capacidad de sacrificio y de aguante. Lo dijo Santa
Teresa: “Tengo yo para mí que la medida de poder llevar
gran cruz o pequeña es la del amor”. Y la razón es porque
“esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos
nuestro contento por contentar a quien amamos”.
Dóblense, decía San Juan de Ávila, vuestros amores y
sufriréis doblados dolores… Esto tomad por señal si
tenéis poco amor: que os pesarán mucho los trabajos. Y
si mucho amor, ni aún miraréis en ello… Amad y no
sufriréis, mas iréis sobre los trabajos como señor, ben-
diciendo a Aquel que os liberó.
Quien aprecia el amor por encima incluso del dolor, es
una persona inteligente y sabia. “Los santos sufrieron no
por masoquismo, sino por amor. Ellos sintieron grandes
deseos de padecer por el Amado. He aquí algunas de sus
expresiones:
Dice Santa Teresa de Ávila: “Padecer quiero, Señor, pues
vos padecisteis”. “Comencé a acordarme de mis grandes
determinaciones de servir al Señor y deseos de padecer por
Él”. “Fui a juicio con harto gran contento de ver que pade-
cía algo por el Señor”. “Casi ordinario traía grandes deseos
de padecer”. “Mil vidas pusiera yo para remedio de un
alma”.

141
Y santa Teresita confesaba: “Deseaba sufrir, y he sido
escuchada”. “Tenía un deseo violento de sufrir”. Precisamente
lo que me gusta de la vida es sufrir”. “Oh, qué alegría siento
al verme destruir”. “El sufrimiento me tendió sus brazos y
yo me arrojé en ellos con amor”. Pocas semanas antes de
morir, se preguntó Santa Teresita en voz alta en presencia
de sus hermanas: “Sufro mucho; pero ¿sufro bien?”. Y aña-
dió: “Esa es la cosa”.

EN LA ESCUELA DE LA SABIDURÍA

Cuando Napoleón iba de victoria en victoria y cambia-


ba a su capricho el mapa de Europa, qué lejos estaba del
verdadero camino. Ni ante el Papa se doblegaba. Hasta se
burló de la excomunión promulgada contra él, diciendo:
“¡Bah! La excomunión no hará que caigan los fusiles de las
manos de mis soldados”.Y llevó prisionero a Francia a Pío
VI. La derrota de Waterloo y el destierro de Santa Elena,
¿fueron un castigo o una providencia amorosa del Padre
para él?
La Biblia nos presenta el dolor como un valor pedagó-
gico y medicinal. Así se aconseja en Proverbios 3, 11-2:
“Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor. No te enfades
por su reprensión, porque el Señor reprende a los que ama,
como un padre a su hijo preferido”. El sufrimiento prueba
y purifica. “Como oro en el crisol los probó y le fueron acep-
tos” (Sb 3,6).
La carta a los Hebreos invita a no abatirse en las tribu-
laciones diciendo: Sufrís para corrección vuestra; Dios os
trata como a hijos. ¿A qué hijo no corrige su padre? Si no
os alcanza la corrección que les toca a todos, es que sois
bastardos y no hijos (Hb 12,7-8).

142
Cristo se ha comprometido por entero en la lucha con-
tra el sufrimiento y la muerte. Fuera de él no hay más que
desesperación; con él todo es esperanza y victoria. Tal es
el misterio de la redención. Cristo entró en el mundo
diciendo al Padre: “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad”
(Hb 10,9). Y se mantuvo fiel a su programa de no buscar
nunca la suya sino la del Padre (Jn 5,30), a pesar de las
tentaciones que le invitaban a hacer lo contrario.
Había perdido a su hijo en un accidente y se había
acercado a una floristería donde vendían arreglos de folla-
jes y largos y espinosos tallos de rosa; pero sin rosas.
Pero, ¿qué le llevó a crear el buquet de espinas?, pre-
guntó a la dependienta.
Aprendí, dijo la vendedora, a ser agradecida por las
espinas... Tardé en aprender que los tiempos difíciles son
importantes para nuestra fe y nuestro fortalecimiento.
Por eso apreciamos más el cuidado providencial de Dios
durante los problemas que en cualquier otro tiempo.
A través de las lágrimas, los colores del arco iris son
mucho más brillantes.
Juan José Trespalacios había matado tres hombres a
sangre fría; sin embargo, gracias a las lecturas de los
escritos de santa Teresita que leyó en la cárcel, cambió
radicalmente. Pocos días antes de ser ahorcado Juan José,
escribió una carta en la que decía: “En mi vida anterior a
la prisión, separado casi siempre de Dios, no encontraba ni
paz, ni felicidad en medio de mis placeres… Ahora veo que,
cuando me creía libre, estaba encadenado. Ahora, encerra-
do entre las paredes de la celda, me encuentro libre”….
“¿Sabe usted lo que es estar mimado? Pues así me tiene
Nuestro Señor y la Santísima Virgen. En fin, que soy el
hombre más feliz de la tierra”.

143
Innumerables son los beneficios que acarrea el sufri-
miento. “Antes se contarían las estrellas del cielo que los
provechos de la tribulación” (san Juan de Ávila). Y santa
Teresita se expresa así al hablar de los años de la enferme-
dad de su padre: “Los tres años del martirio de papá me
parecen los mas amables, los más fructuosos de toda nues-
tra vida. No los cambiaría por todos los éxtasis y revelacio-
nes de los santos”.
Es bueno caer en la cuenta de que el dolor puede abrir-
nos los ojos a las verdades eternas; sin embargo el placer
puede cegarnos. San Juan de la Cruz ha descrito este
fenómeno valiéndose de la comparación del pez que,
encandilado por la luz, no ve la trampa que el pescador le
tiene preparada. Y ha ponderado el extremo de ceguera a
que se puede llegar por este camino.
La muerte es vida, podar potencia el fruto. La mortifi-
cación, recalca Alessandro Pronzato, está en función de la
vida. Está al servicio del desarrollo del hombre, no de su
aniquilamiento. Favorece ese desarrollo de la persona, no
contribuye a su demolición. Mortificarse quiere decir “dar
muerte” a todo lo que en nosotros obstaculiza la vida o
bloquea su plenitud… En vez de mortificación podríamos
llamarla “vivificación”.
El sufrimiento madura y ayuda a crecer cuando lo
aceptamos, pero destruye cuando la persona se rebela. El
mismo Pronzato afirma que en el sufrimiento el hombre
es sujeto que actúa, no simplemente objeto que padece.
Por eso el sufrimiento madura únicamente a quienes lo
aceptan y colaboran con su acción.
¿Para qué sirve el sufrimiento?, se preguntan muchas
personas. C. S. Lewis decía: “el dolor es el altavoz de Dios
ante un mundo sordo”. Dios quiere hablarnos, pero el
placer, la vida muelle, los triunfos... nos impiden escu-

144
charlo. Efectivamente, cuánta gente ante una dificultad,
una enfermedad, una limitación, ha cambiado el rumbo
de su vida empleando todas las energías en proyectos
que verdaderamente merecen la pena. El dolor hace que
prestemos atención a lo esencial e importante. “Las cosas
que duelen, enseñan” (B. Franklin). Y el sufrimiento pue-
de jugar un papel importante en el crecimiento del ser
humano.
La fe, la oración, la paciencia, la alegría, la esperanza
y la mirada puesta en el cielo pueden ayudarnos a aceptar
nuestro sufrimiento.

“Saber sufrir y tener


el alma recia y curtida
es lo que importa saber.
La ciencia del padecer
es la ciencia de la vida.
No hay como saber sufrir
con entereza el dolor,
para saber combatir.
Que el dolor es la mejor
enseñanza del vivir” (J. M. Pemán).

VIVIR CADA MINUTO EN PAZ

“Madre, decía una religiosa a santa Teresa, estoy pen-


sando, si ahora me muriese yo aquí, ¿qué haríais vos
sola?”.
La santa la atajó con decisión: “Hermana, de que eso
sea, pensaré lo que he de hacer. Ahora déjame dormir”.
El ser humano tiene la manía de almacenar tragedias
y adelantar catástrofes. Vive siempre preocupado y tenso.
No es capaz de vivir en paz. Jesús les pedía encarecida-

145
mente a sus discípulos que no se angustiaran, que confia-
ran en el Padre, que vivieran el momento presente. “No os
agobiéis por el mañana; porque el mañana traerá su propio
agobio. A cada día le bastan sus disgustos” (Mt 6,34).
Cuántas preocupaciones y angustias se evitarían teniendo
en cuenta esta advertencia tan práctica de Jesús.
Hay personas que tienen la gracia de vivir al día. “Sufro
minuto a minuto”. “Solo sufro el instante presente”, decía
Santa Teresita. Y añadía: “el pensamiento del pasado y el
futuro hace caer en el desaliento y en la desesperación”.
“¿Por qué teméis por adelantado? Para sufrir, esperad, al
menos, a que llegue eso”. “Momento a momento se puede
soportar mucho”, decía la misma santa. Y no cabe duda
que cuando amontonamos penas, estas acaban con noso-
tros. Y cuando la tormenta parece arreciar, es bueno mirar
hacia el cielo, pues el cielo da fuerzas para convertir las
lágrimas en alegrías.
Santa Eufrasia Pelletier, acusada, incomprendida y
perseguida al tratar de fundar la congregación del Buen
Pastor, escribía al arreciar la tempestad contra ella que
estaba en paz, que prefería el ser acusada a acusadora.
Nos tendría que bastar para vivir en paz, el saber que
Dios es mi padre, que me ama y quiere lo mejor para mí.
Y eso vivirlo sin grandes complicaciones, sin echar la vis-
ta atrás ni muy adelante, solamente poniendo los ojos en
el momento presente. El sabe lo que nos conviene y nos
dará las fuerzas para llevar los contratiempos presentes y
futuros.
Vivimos en un estrés continuo. ¡Cuánto tardan los
autobuses cuando dependemos de ellos para ser puntua-
les! Tropiezo con los otros, olvido las llaves, no sé si cerré
bien la puerta del coche. Por más que intento decir a mi
mente y a mi corazón que se relajen, no lo consigo.

146
“Nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y
desconcentrada que casi no tiene paralelos. Se hacen
muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se
habla, se fuma, se come, se bebe. Esa falta de concen-
tración se manifiesta claramente en nuestra dificul-
tad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse
sentado sin hablar, sin fumar, sin leer o beber, es
imposible para la mayoría de la gente. Se ponen ner-
viosos e inquietos, o deben hacer algo con la boca o
con las manos. Fumar es uno de los síntomas de la
falta de concentración; ocupa la mano, la boca, los
ojos y la nariz” (Erich Fromm).

Es curioso constatar cómo pierden las personas la paz


por cual cosa. Y por recuperarla caminan kilómetros por
encontrar la fórmula y gastan fortunas mientras una
jovencita, santa Teresita, nos enseña su secreto: “Encontré
el secreto de sufrir en paz… Para sufrir en paz basta querer
todo lo que Jesús quiere… Sólo el pensamiento de que cum-
plo la voluntad del Señor es la causa de toda mi alegría”.
Hellen Keller, ciega, sorda y muda de nacimiento acon-
seja:

“Ten calma, desacelera el ritmo de tu corazón


silenciando tu mente.
Afirma tu paso con la visión del futuro.
Encuentra la calma de las montañas.
Rompe la tensión de tus nervios y músculos
con la dulce música de los arroyos que viven en tu
memoria.
Vive intensamente la paz del sueño.
Aprende a tomar vacaciones de un minuto,
al detenerte a mirar una flor, al conversar con un
amigo,

147
al contemplar un amanecer o al leer algunas líneas
de un buen libro.
Recuerda cada día la fábula de la liebre y la tortuga,
para que sepas que vivir más intenso no quiere decir
vivir más rápido y que la vida es más que aumentar
la velocidad.
Voltea hacia las ramas del roble que florece y
comprende que creció grande y fuerte porque creció
despacio y bien.
Ten calma, desacelera el paso y echa tus raíces en la
buena tierra
de lo que realmente vale, para así crecer hacia las
estrellas”.

¿ALEGRÍA EN EL SUFRIMIENTO?

La literatura cristiana nos presenta personajes que


encarnan la alegría en el sufrimiento. Así, Mitia –en Los
hermanos Karamazov, de Dostoyevski– acepta un sufri-
miento injusto: “Nosotros los condenados, encadenados a
nuestro dolor resucitaremos a la alegría, sin la cual un
hombre no puede vivir, ni Dios existir, porque él es quien
otorga la alegría. Un condenado, no puede vivir sin Dios
menos aún que un hombre libre. Entonces nosotros, hom-
bres del subsuelo, desde las vísceras de la tierra, haremos
subir un trágico himno para el Dios de la alegría. ¡Que viva
Dios y su divina alegría! Yo la amo”.
Los mártires también aceptaron el martirio con alegría.
“Tú que tanto sufres, ¿qué harás cuando seas arrojada a las
fieras que dijiste despreciar?”. Así escarnecía el carcelero a
la mártir Felicitas, atenazada por los dolores del parto.
Pero recibía una sublime respuesta, incomprensible para
él: “Ahora soy yo quien sufre lo que sufre, pero allí habrá otro
que sufrirá por mí, porque también yo sufro por él”.

148
Jesús decía a Sor Consolata Bertrone, mujer que sufría
mucho: “Acostúmbrate a vivir con un semblante como el
del que está dispuesto a sonreír”.
San Ignacio enseñaba: “Es propio de Dios y de sus ánge-
les llenarnos de pensamientos de alegría al hacernos ver que
nuestra vida y nuestros sufrimientos no son inútiles”.
De San Romualdo dicen sus biógrafos que tenía siem-
pre un rostro tan alegre que llenaba de alegría a cuantos
trataban con él.
San Francisco de Asís llamaba a la tristeza “enferme-
dad babilónica y repetía que “la alegría es el segurísimo
remedio contra las mil insidias del demonio”.
San Francisco de Sales aseguraba que “la tristeza es
contraria al autor divino”.
Santa Teresa de Jesús invitaba a sus monjas a la ale-
gría “porque cuando se empieza el alma a encoger es muy
mala cosa para todo lo bueno”.
Santo Tomás Moro pedía en su oración “un alma que
no conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros ni
los lamentos”. Y agregaba “saber reírme de una broma
para que sepa sacar un poco de alegría a la vida y sepa
compartirla con los demás”.
Nos da paz y alegría el saber que si Dios ha arriesgado
tanto, es porque juega a fondo a favor nuestro. “Si Dios
esta por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no
perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará todo gratis con El?”.
Si la alegría del perdón es riqueza, hay otra alegría que
no debe faltar jamás en la vida de un cristiano: es la ale-
gría del servicio. “Si dieras el pan triste, el pan y el mérito
perdiste”, dice San Agustín.

149
Hay momentos de dificultad y de tribulación, pero
“¿Quién nos separará del amor de Cristo?”, dice san Pablo
a los Romanos. ¿La tribulación, la angustia, la persecu-
ción, el hambre, la desnudez, los peligros?… (Rm 8,
35-39).
Teresa de Lisieux sufrió intensamente con paz: “En
algunos momentos mi corazón se ve acometido por la tem-
pestad, le parece que no existe otra cosa a no ser las nubes
que lo rodean; ése es el momento de la alegría y en la paz, y
soy realmente feliz de sufrir”.
Justo en el momento en que Teresita de Lisieux entra
en los grandes sufrimientos de su pasión, es cuando com-
pone su propio himno a la alegría. Se trata de una poesía
titulada: “Mi alegría”. En ella sintetiza su pensamiento
sobre el principal “fruto del Espíritu” que acompaña
siempre al amor de caridad. Ella recuerda que para san
Pablo “el fruto del espíritu es caridad, alegría y paz”. El últi-
mo verso de esta poesía es la expresión más acabada de la
alegría teresiana:“Jesús, mi única dicha: amarte”.
La alegría es amiga del bien, la tristeza es contraria al
Espíritu Santo. Hermas invitaba a arrancar la tristeza,
porque esta es hermana de la duda y de la ira. La tristeza
es el peor de todos los espíritus. No hay espíritu que como
ella corrompa al hombre y así expulse al Espíritu Santo.
El hombre triste se porta mal en todo momento; el alegre,
obra el bien.
La persona alegre no se ríe de todo y por todo, como
los tontos. Su sonrisa es profunda y brota de la fe, de la
esperanza y del amor. Es la fe en la presencia del Señor la
que nos llena de gozo y nos empuja a vivir en alegría per-
manente. Es la confianza que tenemos en el Señor la que
nos llena de paz y fortaleza.

150
Sofonías invita a regocijarse, a gritar de júbilo, a ale-
grase de corazón, porque el Señor está cerca, es un gue-
rrero que salva, ha expulsado a tus enemigos, ha cancela-
do la condena, se complace en ti y te ama (So 3, 14-18). El
profeta Sofonías nos promete una alegría desbordante y
estable, que no está relacionada con las cosas, con la
diversión, con el éxito, con el poder.
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad
alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El
Señor está cerca. Nada os preocupe” (Fl 4, 4-7). Y Pablo
aconseja orar para que la paz habite en todos.
El ángel dice a María que se alegre, porque es agracia-
da ante Dios, porque Dios la ama, porque para Dios nada
hay imposible. En la vida encontramos la alegría y la paz
cuando nos fiamos de Dios. Y María se pone en camino,
sale de sí misma para servir a su prima. La vida es dema-
siado breve y el mundo es demasiado pequeño como para
que los convirtamos en campos de batalla. Si no ríes, no
vives. Un día sin risas es un día que perdí.

SUFRIR CON PACIENCIA

Hay “cuentos chinos” que son ciertos como la vida mis-


ma. En uno de ellos se cuenta que, en cierta ocasión, un
campesino construyó su casa frente a una montaña enor-
me que no le dejaba vez más allá de unos metros delante
de la puerta. Cada día salía con su pala a cavar la montaña
durante un rato, recogía la tierra en un canasto, y la vol-
caba lejos. Un día se le acercó un vecino y le preguntó en
tono burlón: “¿Crees que así podrás hacer desaparecer la
montaña?”. Y el campesino le contestó: “Yo, posiblemente
no. Pero detrás de mí seguirán mis hijos, y después, mis
nietos, y después mis biznietos. Y entre todos, conseguire-
mos rebajar la montaña”.

151
Las tareas largas y difíciles piden paciencia que no es
lo mismo que “esperar sentado y aguantar lo que venga”,
sino trabajar con constancia y empeño, sin desesperar
porque no se vean resultados inmediatos. La paciencia
exige ilusión, confianza en lo que uno lleva entre manos
y una fortaleza especial. Las cosas grandes, las que valen
de verdad la pena, están cimentadas en la paciencia. Un
gran descubrimiento científico exige muchos días de tra-
bajo constante, ensayando y equivocándose, a veces
empezando desde el principio, durante años y años.
Construir una gran amistad, un matrimonio firme, exige
empeño, capacidad de recomenzar y alimentar la rela-
ción día a día. Y no digamos ya, terminar unos estudios,
conseguir un trabajo o una oposición; estas cosas exigen,
más que una especial inteligencia, paciencia para no
abandonar.
Vivimos en la era de la impaciencia, en el mundo de la
prisa y la eficacia. Los ordenadores y los coches son cada
vez más rápidos y potentes. Las compras son instantá-
neas: podemos adquirir lo que queremos casi de inmedia-
to. En las culturas en las que el ritmo de vida es acelerado,
las enfermedades cardiovasculares abundan más. En el
campo personal exigimos la gratificación inmediata. No
nos gusta la demora, queremos obtenerlo todo enseguida,
y cuando no lo logramos, nos volvemos agresivos.
Obligamos a los niños a crecer deprisa. No se fomentan
actividades de ocio. Como caminamos tan rápidamente,
dejamos atrás muchas cosas importantes.
Necesitamos paciencia, paciencia, mucha paciencia;
paciencia para tratar con Dios, paciencia para relacionar-
nos con los otros y, sobre todo, paciencia con nosotros
mismos. Paciencia con el modo de hablar y mucha pacien-
cia con la manera de actuar del prójimo. Paciencia nece-

152
sita el que pregunta y paciencia el que responde. Paciencia
con lo niños y paciencia con los ancianos, paciencia cuan-
do el sol es abrasador y paciencia cuando nieva y cuando
hiela. Necesitamos siempre mucha paciencia. Necesitamos
paciencia para los grandes problemas, pero sobre todo
para los insignificantes, porque la vida nos enseña que
hay seres humanos fuertes que salen airosos de grandes
dificultades y sin embargo, sucumben ante los pequeños
disgustos y contrariedades diarias.
Es cierto que sufrimos por pequeñeces, por cosas sin
importancia y por cualquier tontería discutimos y nos
disgustamos. Sería bueno que respondiéramos a la pre-
gunta de Pascal: “¿Quiere saber qué tan pequeña es la per-
sonalidad de alguien? Averigüe qué tan pequeñas son las
cosas que a esa persona le hacen disgustarse”. Ya los roma-
nos repetían que: “de contrariedades pequeñas no hay que
disgustarse, porque esto envejece, acorta la vida y daña la
salud”. La vida es demasiado bella e importante para
echarla a perder por cosas de poca monta.
El camino de la fe y de la santidad de vida, exige tam-
bién paciencia. En su carta Santiago se dice: “El labrador
espera el fruto precioso de la tierra, aguardándolo con
paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías.
Tened también vosotros paciencia” (St 5,7-8). Tanto el que
quiere cambiar como el que está herido por una palabra o
una conducta no apropiada de un ser humano, necesitan
mucha paciencia. La paciencia cristiana no es seguridad,
ni resignación. Nace de la esperanza. La paciencia es
necesaria en todos los tiempos y lugares, pero sobre todo
en este mundo agitado y frenético en el que vivimos. “La
paciencia de la que se habla en el Nuevo Testamento es
aguante activo, entereza, perseverancia, resistencia activa,
saber “plantar cara a la adversidad” (U. Falkenroth). En el

153
sufrimiento, en la adversidad y la prueba es donde necesi-
tamos ejercitar la paciencia. “La dificultad produce pacien-
cia; la paciencia, calidad; la calidad, esperanza; y esa espe-
ranza no defrauda, porque el amor que Dios nos tiene inun-
da nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado” (Rm 5,3-5).
Los detalles también son importantes. Debemos cui-
dar los gestos y las palabras porque la falta de delicadeza
y consideración causan heridas profundas en el corazón.
Cuando surgen las dificultades, es bueno no perder la
cabeza y confiar todos los afanes en manos de Dios. Él es
compañero en el camino y nos ha prometido que nunca
nos abandonará, que estará con nosotros hasta el final de
los tiempos y creemos, también, que en todas las cosas
interviene Dios para bien de los que le aman. (Rom
8,28).
La paciencia da serenidad, fortaleza, esperanza… Por
todo esto y por más, todos necesitamos practicar la
paciencia. No entendemos la paciencia que tiene el Padre
con los malvados y a todos nos gustaría separar el trigo de
la cizaña, antes de conocerlos; juzgamos y condenamos
en vez de ofrecer comprensión y perdón; estamos cansa-
dos y decepcionados, porque nuestros esfuerzos son inúti-
les y no encuentran resultados rápidos y palpables.
Necesitamos de la paciencia para saber que muchas reali-
dades que nos molestan no sólo provienen del corazón y
del estómago de los otros, sino de los nuestros.

“Nada te turbe, nada te espante,


todo se pasa, Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza;
quien a Dios tiene nada le falta.
Sólo Dios basta” (santa Teresa de Jesús)

154
PRESTAR ATENCIÓN

Una historia africana nos habla de un rey cuya esposa


siempre estaba triste e indispuesta. Un día el monarca
observo que un pobre pescador, que vivía cerca del pala-
cio, tenía una esposa que era la viva imagen de la salud y
la alegría. El rey pregunto al pescador:
—¿Cómo consigues que tu mujer este siempre tan ale-
gre?
—Es fácil –respondió el pescador–. Le doy carne de len-
gua.
El rey creyó haber encontrado la solución. Ordenó a
los mejores carniceros del reino que proporcionen lengua
a la reina, a la que impuso una dieta enriquecida. Pero las
esperanzas del monarca no tardaron en desvanecerse. La
salud de su esposa siguió deteriorándose. Furioso, el rey
fue a ver al pescador y le dijo:
—Dame a tu esposa a cambio de la mía. Quiero una
mujer más alegre.
El pescador se vio obligado a aceptar, aunque de mala
gana. Pasó el tiempo y poco a poco la nueva esposa del
rey, para asombro de éste, se volvió pálida y enfermiza,
mientras que su ex esposa, que vivía con el pescador, mos-
traba un aspecto radiante y feliz.
Un día ésta se encontró en el mercado con el rey, que
apenas la reconoció.
—Regresa junto a mí.
—Jamás.
Entonces la ex esposa explicó al rey:
—Cada día, mi nuevo marido, cuando regresa a casa se
sienta junto a mí, me cuenta historias, me escucha, canta,

155
me hace reír y me anima. Esa es la “carne de lengua”: alguien
que me habla y me presta atención. Durante todo el día
espero con impaciencia que regrese a casa.
Hay que prestar atención a los otros y a lo que somos y
hacemos cada uno. Es la mejor forma de no caer en las
enfermedades y, si se cae, es el modo más rápido para
salir de ellas. El tener la mente dispersa, vagando en el
pasado o hacia el futuro, no es bueno para nadie.
¿Cuál es el camino para alcanzar la plenitud?, pregun-
taban a Buda sus discípulos. Y Buda les contestó: “El
monje al andar, se entrega totalmente al andar; al estar de
pie, se entrega a estar de pie… y lo mismo al comer o al rea-
lizar cualquier otra acción, se dedica y se entrega, con per-
fecta comprensión a aquello que hace”.
Hay que prestar atención a lo que hacemos. Prestar
atención significa estar despierto, ser conscientes de lo
que tenemos delante. Prestar atención significa que tener
control de nuestra mente. Prestar atención nos propor-
ciona vida; el no hacerlo, puede ocasionarnos infinidad
de tragedias.
Si vivimos en el aquí y ahora, cada momento es una
sorpresa, cada instante una nueva maravilla. Buda expre-
só en una de sus disertaciones un concepto fundamental
sobre este tema: Lo cual significa que debemos dejar de
lado nuestras ideas sobre lo que esperamos encontrar, y
vivir el momento presente sin prejuicios, limitándonos a
prestar atención.
Un mínimo de atención puede llevarnos muy lejos.
Hay que prestar atención al momento en que vivimos.
Según el budismo, una vida centrada en el presente cons-
tituye la senda de la liberación. Al cabo de un año, el
número de fallecimientos en el grupo de ancianos que

156
debían centrarse en el presente, comparado con el del
otro grupo, era inferior a la mitad. En suma, si se presta
atención al presente, se estará literalmente vivo y feliz.
¿Por qué algunas personas parecen tener siempre suerte y
su vida estar llena de casualidades? ¿Es mera suerte, o
existe otra razón?
En nuestras manos tenemos una gran cantidad de
ayudas para manejar con éxito nuestra atención, siempre
y cuando seamos conscientes de lo que hacemos y por qué
lo hacemos.
¿Quién no ha experimentado cuando habla con un ser
querido o con una persona cualquiera de un tema intere-
sante, que los problemas y dolores pasan a un segundo
plano? Aquí suceden dos cosas. Las personas queridas
suelen ser por sí mismas un gran estímulo para engan-
char nuestra atención y si encima aquello de lo que habla-
mos nos interesa mucho, entonces se produce el pequeño
milagro que nos desconecta del sufrimiento.
Se pueden hacer ejercicios de atención con ese estí-
mulo maravilloso que somos las personas. Detrás y den-
tro de cada uno de nosotros está Dios. Y si somos capa-
ces de ilusionarnos y desear con fuerza la novedad y el
valor que se esconde en este estímulo, esa misma valora-
ción que hacemos de cada persona, actualizara y movili-
zara una enorme cantidad de energía. Energía que aquí
llamamos atención. En ella se anudan procesos cogniti-
vos superiores como los valores y las creencias, aunque
incrustados en funciones básicas como la memoria y las
emociones. Y el efecto consiguiente es que la persona se
sentirá arrastrada, sacada fuera de sí, condensada, uni-
ficada. Eso consigue la atención mediante el estímulo
maravilloso a través del cual encontramos a Dios: los
otros.

157
Pero también sucede que a partir de ahí, se sale del
círculo interior de los avatares, ya sean físicos, psíquicos
o espirituales, para vivir una experiencia diferente y esto
es posible hacerlo de un modo consciente.
Es bueno prestar atención a lo que nos pasa en el alma
y en el cuerpo. A éste hay que escucharle, es decir, hay que
saber interpretar los signos de las sensaciones somáticas,
ya sean dolorosas, molestas o placenteras. La mayoría de
las veces tratamos de deshacernos del dolor y de las moles-
tias, sin haber intentado previamente interpretar su len-
guaje, y claro, perdemos cantidad de información sobre
nosotros mismos. Porque esas señales pueden estar indi-
cándonos que detrás hay un problema no resuelto. Y
mientras no lleguemos a ese plano, no estaremos en onda
con la información que el sabio cuerpo nos da.
El dolor tiende a cronificarse cuando quien lo sufre lo
“anticipa”. Este es un punto muy importante porque el
cerebro tiene una forma de actuar llamada generalización,
que hay que controlar, porque a veces resulta inapropiada,
concretamente en el tema del dolor. Por ejemplo: si a mí
me duele la rodilla izquierda por la artrosis, yo puedo pen-
sar que haciendo determinados movimientos me va a
seguir doliendo, por lo cual, me inhibo y dejo de hacerlos
para evitar que me duela. Y sin embargo todos sabemos
que la rehabilitación de los miembros afectados con dolor
pasa por la experiencia “dolorosa” de tener que moverlos
con dolor.
Naturalmente la persona que en vez de exponerse al
dolor lo rehúye, está incurriendo en un grave error, ya que
dejará de enfrentarse a él desafiándole en su comporta-
miento, consiguiendo con esta actitud exactamente lo
contrario de lo que pretendía: anquilosarse y atrofiarse en
el propio dolor, que no sólo no desaparecerá, sino que irá
en aumento.

158
Aquí hay que jugar con la atención, tratando de poner-
la en la meta y no tanto en el proceso doloroso. Hay que
seguir haciendo la vida “como si no” pasara nada, esfor-
zándose hasta el límite de lo soportable, sin dejarlo todo
en manos de los fármacos, cuyos efectos secundarios a
veces son mucho peores que la experiencia en vivo del
dolor.
Éste, cuando no es agudo, debido a lesión tisular o
metástasis, tiene una cualidad importante y es que llega-
do a un punto, ya no aumenta, o bien se estabiliza, o bien
decrece, o bien desaparece.
Hay que prestar atención a los otros y a nosotros mis-
mos. Tenemos que estar despiertos y conscientes para
darnos cuenta de todo lo bueno que acontece en nuestro
entorno. Aprender a desviar la atención de todo lo que
nos atormenta a través de éstos y otros recursos, es una
manera bien sencilla de disminuir el dolor dándole sólo la
importancia que tiene.

ACEPTAR LA CRUZ COMO JESÚS

El 19 de septiembre del 2007 traía el Mundo la noticia


de que un senador estatal de Nebraska, concretamente
Ernie Chambers, presentó una demanda judicial contra
Dios. ‘Harto’ de las “nefastas catástrofes” en el mundo, que
sólo provocan muerte y destrucción, ha decidido acudir a
la justicia estadounidense, donde todo parece posible,
tras su admisión a trámite el pasado 14 de septiembre de
2007 por la Corte del distrito de Douglas, en Nebraska. El
demandante reconoce que ha hecho “razonables esfuer-
zos” para invocar a Dios, con palabras frases como la
siguiente: “manifiéstate, manifiéstate, donde quiera que
estés”, aunque reconoce que sin éxito.

159
Nadie quiere y ama el sufrimiento. Jesús tampoco quie-
re el sufrimiento para sí ni para los otros, no lo quiere pero
lo acepta. Movido por el amor al padre y a la humanidad
pide que no se haga su voluntad, sino lo que Dios quiera.
Jesús tiene que padecer y ser rechazado (Mc 8,31). El fue
enviado a anunciar a los pobres la buena noticia (Lc 4, 18),
a ofrecer el perdón a los pecadores, a defender a los peque-
ños y enfermos. Pero llega un momento en que su actua-
ción resulta molesta y Roma no puede permitir que alguien
escape a su poder absoluto poniendo en discusión la auto-
ridad divina del Cesar. Su compromiso “fue tan concreto y
serio, que su vida quedó realmente comprometida” (R.
Scheifler). “Jesús no tuvo la satisfacción de morir dando
testimonio, a la faz de todo el pueblo, de la verdadera signifi-
cación que había dado a su existencia” (H. Cousin).
La actitud de Jesús ante el Padre puede resumirse en
esta oración: “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz;
sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres
tú” (Mt 26,39). Esta actitud queda bien expresada en su
grito: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”
(Mc 15,34). Pero Lucas añade otro grito que expresa la con-
fianza radical y la comunión total con su Padre, un grito
que semeja la respuesta a la pregunta angustiosa del ante-
rior: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23,46).
“Jesús no muere por gusto, sino que afronta –angusti-
do– (cf Mc 14,33; Mt 26,37) el que lo maten, porque no
tiene otra alternativa si no quiere negarse a sí mismo y su
misión... Por su parte, el Padre no quería que 1e matasen a
su Hijo, pero no podía evitarlo sin anular la 1ibertad de la
historia y, en definitiva, 1a consistencia misma de 1a crea-
ción” (A. Torres Queiruga).
En la crucifixión de Jesús está e1 Padre entregando a
su Hijo solo por amor. “Dios amó tanto a1 mundo que 1e

160
entrego a su Hijo” (Jn 3,16). Lo que da valor redentor a la
cruz no es el sufrimiento sino e1 amor.
Seguir al crucificado, a Jesús, no consiste en buscar
cruces, sino en aceptar lo que nos viene por causa del
Reino. Llevar la cruz no significa, pues, inventar sacrifi-
cios y mortificaciones. Llevar la cruz es asumir, con total
disponibilidad, las consecuencias de ser discípulo de
Jesús, sabiendo que uno no puede “estar por encima de su
Maestro”.
No se puede vivir al servicio del reino de Dios, que es
reino de fraternidad, de justicia, de amor y de libertad, sin
sufrir como el Maestro. Seguir a Jesús y cargar con su
cruz, “significa, por tanto, solidarizarse con los que son
crucificados en este mundo: los que sufren violencia y
pobreza y se sienten deshumanizados y privados de sus
derechos. Defenderlos, atacar las prácticas en cuyo nombre
se les convierte en no hombres, asumir la causa de su libe-
ración, sufrir por ella es cargar con la cruz” (L. Boff). Esta
cruz es la señal de Cristo y del cristiano.
Jesús no busca su felicidad o su provecho, sino el de los
otros. La felicidad es desasirse, sin agarrarse tanto a sí mis-
mo y sin vivirlo todo de manera tan posesiva. La llamada
de Jesús, “Si uno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo...”, es una invitación al vaciamiento de ese falso yo,
a no vivir girando obsesivamente sobre el propio yo.
E. Jünger puntualiza que “la relación del ser humano
con el dolor no esta ya fijada en modo alguno”. Según él,
siempre se puede decir “dime cual es tu relación con el
dolor y te diré quién eres”.
Algunos se limitan a rebelarse. Hay quienes caen en la
ansiedad. Otros se encierran en el aislamiento. Y hay has-
ta quien se culpabiliza ante su mal. Otros prefieren hacer-
se “victimas”.

161
El creyente acepta su finitud y caducidad y su ignoran-
cia ante el mal inexplicable. Este abandono confiado con-
siste en “confiarle mi protesta ante este exceso de mal que
supera mi inteligencia, y confiarle también mi lucha perso-
nal y colectiva contra el mal” (I. Chabert-R. Philibert).
Un indio casi anciano caminaba completamente en-
corvado bajo una gran carga de orquídeas.
Le pregunté si ese peso no era demasiado para él y me
respondió con una sonrisa de escasa dentadura y mucha
sabiduría: “No, Señor, estoy acostumbrado desde niño. Vea
usted, todos tenemos que cargar algo en la vida, yo tengo la
suerte de cargar flores”.
¿Quién en este mundo está libre de cargas y preocupa-
ciones? Tal vez sólo los niños pequeños, porque, apenas
ellos comienzan a crecer, ya sus tareas escolares y demás,
empiezan a encorvar sus tiernas espaldas.
Además, ¿qué sería de nosotros si no tuviésemos res-
ponsabilidades y deberes que cumplir, metas que lograr,
sueños que realizar y retos que superar? Creo que sería-
mos personas sumamente aburridas, sin un por qué o
para qué vivir. ¿Se le podría siquiera, llamar a eso vida?
Todos experimentamos días en que nuestras cargas
son ligeras y estimulantes, otros días son pesadas y ago-
biantes. Nos sentimos aplastados por ellas. Una enferme-
dad, un divorcio, la vejez, la pérdida de un ser querido, los
problemas económicos, o simplemente, pasar de una eta-
pa a otra de nuestras vidas, ya conlleva en sí mismo
momentos de estrés que pueden pesar mucho. Otros far-
dos que nos hacen sucumbir son emocionales, espiritua-
les o morales. Yo diría que estos son los más pesados de
llevar. Y cuando esto ocurre añoramos y necesitamos
encontrar personas que nos ayuden a llevarlos.

162
Ni siquiera el propio Jesús estuvo exento de esta reali-
dad. El recibió ayuda de un extranjero para llevar su cruz.
El, siendo Dios, tuvo la humildad de aceptar ser ayudado
cuando sus fuerzas fallaban. Sin embargo, nosotros nos
sentimos, en ocasiones, abochornados de aceptar una
mano amiga y vacilamos en brindar las nuestras. Poca
visión y mucho egoísmo. Con estas actitudes lo único que
conseguimos es hacer más pesada nuestra carga.
Podemos aprender mucho del anciano sabio indio del
relato: aceptando lo que no tiene remedio, cambiando
nuestra actitud y nuestro corazón para poder ver con
optimismo, más allá de las cosas que nos encorvan y apre-
ciar las flores que tenemos la suerte de encontrar, a nues-
tro paso, todos los días.

ORAR DESDE LA ADVERSIDAD

Un rayó cayó en un frutal y rompió la mayor parte de


las ramas. Sin embargo, una de ellas quedó sujeta al tron-
co por unas pocas fibras y por la corteza, gracias a lo cual
daba frutos.
La adversidad y el sufrimiento, forman parte de nues-
tra existencia. El mal y por tanto el sufrimiento, no entra-
ban en los planes de Dios; el pecado los hizo presentes y
desde entonces se pasean entre nosotros. Para el cristiano
la enfermedad y el dolor tienen que ser una escuela de
santificación, “signo de predilección divina” y oportunidad
de crecimiento.
“¿Puede engendrar felicidad la adversidad?”, pregunta
José Luis Martín Descalzo. Él mismo da esta respuesta:
“Puede engendrar, al menos, muchas cosas: Hondura de
alma, plenitud de condición humana, nuevos caminos para
descubrir más luz, para acercarnos a Dios. Por eso no hay

163
que tenerle miedo al dolor. Lo mismo que no le tenemos
miedo a la noche. Sabemos que el sol sigue saliendo aunque
no lo veamos. Sabemos que volverá. Dios no desaparece
cuando sufrimos. Está ahí, de otro modo, como está el sol,
cuando se ha ido de nuestros ojos”.
Cristo sintió el amargor del cáliz y el abandono del
Padre. Sufrió y asumió el sufrimiento como instrumento
de salvación. “Decidle a Juan lo que habéis visto y oído; los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los
sordos oyen y a los pobres se les anuncia el Evangelio” (Lc
7, 22). Según el Evangelio, Cristo recorría toda Galilea
enseñando y curando toda enfermedad y dolencia…Y se
extendía su fama por todas partes. Le traían a todos los
que padecían algún mal: a los atacados de diferentes
enfermedades y dolores y a los endemoniados, lunáticos y
paralíticos y Él los curaba (Mt 40, 23-25).
Cristo se acerca al que sufre y con él usa gestos de
amor: palabras, silencios... A él le oye, le ve, le toca, le
toma de la mano y camina con él (Jn 9, 1). Como siente
compasión por el que sufre, a todos sana. Cristo sigue
acercándose a cada uno de los que sufren. Será bueno
tener fe en él y poner los ojos en él, no estar sin su presen-
cia y amistad.
El Dios que se nos revela en Jesús es un Dios que com-
parte con el ser humano su situación, la de caminante y
peregrino, la de un ser débil como el barro. Sentirse
débil, cansado, perdido y rezar a Dios, es disipar dudas y
temores.
En los momentos de dificultad, hay que doblar la rodi-
lla y levantar el corazón y la mirada al cielo. Louis Veuillot,
tras la muerte de su mujer y de sus tres hijos, pasaba mucho
tiempo orando. A un amigo que le miraba, le dijo: “No estoy
derribado en tierra; estoy sencillamente de rodillas”.

164
Ramón Font cuenta cómo a una joven le ayudó la ora-
ción durante 9 horas que estuvo subida en un árbol en
medio del río Segre. Aquella muchacha rezaba continua-
mente. “Me impresionó comprobar que en momentos difí-
ciles, aquél en concreto para la chica, lo único que la soste-
nía y daba fuerzas era ese Dios que está al lado de quienes
sufren, de quienes le reclaman y de quienes le quieren”.
Leonard Cohen, escritor, compositor y cantante, naci-
do en Montreal, Canadá, que ha actuado en casi todos los
países del mundo, afirma: “Si me siento flácido, hago ejer-
cicio. Si me siento perezoso mentalmente, procuro meditar.
Si me siento perdido, rezo”.
“A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al
Señor; desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi
angustia” (Sal 141, 2).
El itinerario de la oración pasa por noches que son
pruebas de angustia y de tiniebla. Son unos momentos
llenos de desesperación y temor, porque la esperanza en
Dios y el consuelo de la fe han abandonado totalmente al
alma, que está llena de dudas y angustia. Aquellos a quie-
nes la confusión ha puesto a prueba, en un momento
determinado, sabrán que al final se producirá un cambio.
Dios no nos abandona jamás en ese estado, pues eso des-
truiría la esperanza (…) sino que le permite salir rápida-
mente de esta situación.
Bienaventurado el que soporte estas tentaciones...
Después de la gracia viene la prueba.
El sufrimiento purifica. Ante cualquier tragedia sobran
las explicaciones. Sólo la fe, el silencio y el misterio tienen
la respuesta acertada.

165
v
“ M E C U B R E S C O N T U PA L M A ”
(SAL 139,5)

El amor todo lo puede, es el arma más eficaz que pode-


mos tener para combatir todos los males del mundo y cual-
quier clase de sufrimiento. El amor es medicina milagrosa,
la mejor que podemos recibir y dar y está al alcance de
todos. El amor cura: tanto a quienes lo reciben como a
quienes lo dan. “Los psicólogos han demostrado que es posi-
ble medir los efectos del amor sobre el cuerpo: un niño a
quien no se ama presentará retrasos en el crecimiento óseo, e
incluso puede morirse; un bebé a quien se acaricia crece con
más rapidez” (B. S. Siegel). Y dentro del amor está el hábito
de ayudar a los demás que puede ser tan importante para
la salud y longevidad como el ejercicio y una buena alimen-
tación. Tender una mano amiga a otras personas es bueno
para la vitalidad, el corazón y el sistema inmunitario.
La enfermedad que sufre el ser humano se reduce a
una incapacidad de amar, afirma san Juan de la Cruz. El
amor es la salud del alma y del cuerpo. “No ser amado es
triste, pero no amar es trágico” (Gilmartín). Y el amor
empieza por nosotros mismos, por esto tenemos que
amarnos y no herirnos, no condenarnos y perdonarnos.
Dios mira con amor todo lo creado. Y mira con ternu-
ra, con cariño inmenso, como lo hace una madre con su
hijo. Su mirada nos envuelve y nos da vida, como nos
envuelve y nos da vida el aire que respiramos. Dios irrum-

167
pe en nuestra vida, en nuestro trabajo, en la familia, en la
sociedad. A veces lo sentimos, percibimos su mirada;
otras, las más, pasa desapercibido.
Las manos son como antenas que pueden recibir y
transmitir energía. Las manos son uno de los más viejos y
poderosos instrumentos terapéuticos. De las manos de
cada persona puede salir toda la bondad o malicia que
hay en el corazón, puede salir una fuerza que ayude a
germinar las semillas, a cicatrizar las heridas, a incre-
mentar el crecimiento de los niños. Y cuando hablamos
de manos no podemos olvidar las de Dios, las de Jesús, el
Sanador, las de María y las nuestras. Todas ellas son como
la cueva de nuestro refugio.
Si el amor sana, Jesús que era todo amor, es por natura-
leza sanador, porque es la encarnación de la salud o salva-
ción de Dios (Sal 42,5). Jesús curaba con su presencia, con
su mirada, con su palabra e imponiendo las manos.

AMOR, MEDICINA AL ALCANCE DE TODOS

En una casa abandonada y bombardeada de Alemania


al final de la segunda guerra mundial, los soldados alia-
dos hallaron un testimonio de esta fe garabateado en la
pared de un sótano por una de las victimas del Holo-
causto:

“Creo en el sol, aun cuando no luce;


creo en el amor, aun cuando no se muestra;
creo en Dios, aun cuando no habla”.

Para vivir necesitamos creer en el amor, ya que sin él


no hay vida. Sin embargo es curioso comprobar cómo el
ser humano prefiere con frecuencia no buscar ni aceptar

168
el amor, el perdón y la paz. Como nos cuesta cambiar,
preferimos hundirnos en nuestras ataduras y no echar
adelante nuestros proyectos e ilusiones.
Tanto el amor como el odio son una decisión en nues-
tra vida. Optamos por la vida o la muerte, por el perdón o
el rencor. Cuando optamos por el amor, se libera una ener-
gía curativa en nuestros organismos; esta energía es amo-
rosa e inteligente y está a disposición nuestra. Además de
la decisión personal, de lo que pueda hacer el médico y
cada uno, es bueno contar con la ayuda de Dios. Bernie,
un cirujano, nos cuenta que en un momento se percató de
que se hallaba ante un dilema: si el amor de Dios puede
curar a los enfermos, se preguntó, ¿por qué voy a seguir yo
siendo cirujano? Así que acudí de nuevo a Él y dije: “ Dios
mío, tu sabes que una de mis pacientes se puso bien dejando
sus males en tus manos. ¿Por qué voy a seguir siendo ciru-
jano? ¿Por qué no enseñar sencillamente a las gentes a
amar?”. Y Dios, con su voz bella, dulce y melodiosa, me
dijo: “Bernie, dad al cirujano lo que es del cirujano, y a Dios
lo que es de Dios” (ya veo que Dios hace eso mucho: habla
con parábolas y nos deja totalmente perplejos). De entonces
acá he llegado a comprender que Dios y yo tenemos cada
uno nuestra parte en la tarea de poner bien a la gente”.
Si una persona tiene gran fe en Dios, en el amor, hará
todo lo posible por sobrevivir a cualquier situación adver-
sa, sabiendo, por otra parte, que es enorme la capacidad
del cuerpo y de la mente para regenerarse.
Cuando médicos y pacientes comprendan el poder
curativo del amor habremos empezado a añadir a la medi-
cina otra dimensión importante. Amor, medicina milagro-
sa, es el título de un libro de Bernie S. Siegel. Es cierto, el
amor cura y sana. La peor enfermedad es no creer en el
amor y no optar por él. Una falta de amor en la primera

169
infancia puede tener efectos fisiológicos impresionantes
no sólo en la vida posterior, sino también en la niñez. Los
niños cuando no son amados, no crecen como debieran,
ni van a vivir saludables. Sin embargo, el cariño que se
recibe desde niño hace milagros en la vida. También los
efectos de la paz anímica son mensurables. El amor y la
paz, la fe y la esperanza interior nos ayudan a tener áni-
mo, a sanarnos y con frecuencia a curarnos. A todo esto
ayuda, sin duda alguna, el optimismo. El amor y la paz, la
fe y la esperanza interior nos ayudan a tener ánimo, a
superar los problemas de cada día, a sanarnos y con fre-
cuencia a curarnos. A todo esto ayuda, sin duda alguna, el
optimismo.
Cada persona tiene un gran potencial sanador dentro
de sí. Sólo hace falta que se decida a usarlo. Si, además,
tiene algún profesional, médico, psicólogo, sacerdote que
le pueda ayudar, los resultados serán grandes en este cam-
po de la salud y en otros. Es importante que expresemos
todos nuestros sentimientos, incluso los desagradables,
porque al estar fuera ya no nos harán daño.
Las actitudes mentales se pueden cambiar. “Cada per-
sona tiene que cambiarse a sí misma y es responsable de su
propia salud” (A. Grün). Pero no solamente somos respon-
sables de nuestra salud, si no también podemos ayudar a
otros a sanarse, aunque no logren curar su enfermedad.
Preguntada una anciana de 85 años por lo que hacía
para ganarse la vida. Su respuesta fue: “cuido de una
anciana que vive en mi barrio”.
El papa Juan XXIII tenía un corazón inmenso, de él
salía la fuerza para querer acercarse, con la ayuda de unos
prismáticos, a la soledad de los ancianos y de todos los
que sufrían en Roma. El amor, la felicidad, el milagro,
sólo se conseguirán cuando, como hacía Juan XXIII:

170
UÊ`ii“œÃÊÜLÀiʏ>ʓiÃ>ʺ˜ÕiÃÌÀ>ûʫÀiœVÕ«>Vˆœ˜iÃÊ
personales, nuestros importantísimos papeles
UʘœÃÊ>ܓi“œÃÊ>ʏ>ÊÛi˜Ì>˜>Ê`iÊ>“>]ÊÃ>ˆi˜`œÊ`iÊ
nosotros mismos tomando los prismáticos del
amor, que ven más allá que los cortos ojos de nues-
tro egoísmo;
UÊÃi«>“œÃÊ`iÃVÕLÀˆÀʵÕiÊi˜Ê̜À˜œÊ>ÊV>`>ÊV֫Տ>]Ê>Ê
cada cosa, hay gente que sufre y que es feliz, y que
los unos y los otros son nuestros hermanos.

EL CARIÑO ES FUERZA

Había una vez un niño de nombre Valentino, el cual al


ir a la escuela y mientras permanecía en ella, tenía cerra-
do el puño de la mano izquierda. Cuando la maestra le
tomaba la lección, él se levantaba y respondía teniendo el
puño levantado y cerrado; si escribía con la derecha, con-
servaba el puño cerrado en su mano izquierda. Un día la
maestra, aún para satisfacer la curiosidad de todos los
alumnos, le preguntó a Valentino el por qué de esa acti-
tud. Este, en un primer momento, no quería responder,
pero después de tanta insistencia por parte de la maestra
y sobre todo para complacer a sus compañeros, se decidió
revelar el secreto.
“El motivo –dijo por fin el niño– por el cual yo tengo
siempre el puño cerrado en mi mano izquierda es muy
sencillo. Se trata de lo siguiente: cuando, cada mañana
salgo para la escuela, mi madre Margarita me da un fuer-
te y caluroso beso en la palma de mi mano izquierda y
después cerrándome suave y calurosamente la mano, me
dice con la sonrisa en los ojos:
Mi pequeño hijo: ¡ten siempre, bien cerrado, en tu
manita el perfume del beso de tu madre!

171
Y yo, para que no se escape la suavidad de este perfu-
me, tengo siempre la mano así, con el puño cerrado” (Don
Valentino de Mazza).
El cariño, “el perfume” que se recibe de los padres, nor-
malmente, suele durar toda la vida, pues los hijos lo con-
servan en el cofre de su corazón.
El amor es vida y es fuerza. El amor verdadero hacia el
otro es o debe ser incondicional, no pide nada a cambio.
El amor no conoce el miedo, ni la culpabilidad. Es el dis-
tintivo de los cristianos, el único mandato que dejó Jesús
(Jn 13,34-35). Cuando optamos por el amor, cuando esco-
gemos únicamente al amor como director de nuestra
mente y de nuestra vida podremos experimentar en nues-
tra vida la fuerza y el milagro del amor.
Necesitamos recordar constantemente que el amor es
la única realidad que existe y lo único que nos debe pre-
ocupar. Es lo único que deberíamos aprender de verdad
y enseñar. Y nunca es tarde para aprender esta lección.
Es necesario optar por el amor. Se opta por el amor con
un compromiso decidido de amar en todo momento y
circunstancia, a todos y a cada uno. La opción de amar
conlleva la resolución de no eludir ningún esfuerzo. Se
aceptan las derrotas, pero hay un empeño de perseverar
hasta el final en la lucha y la elección. Optar por el amor
no es escoger la victoria, es simplemente elegir el amor
como lo más importante y único que merece la pena en
la vida. Parece un sueño imposible, pero lo que es impo-
sible para los seres humanos, no lo es para Dios (Lc 2,
34-37).
El amor sana y salva. El amor puede acabar con enfer-
medades desconocidas. El amor hace milagros que la
medicina no puede explicar ni curar.

172
El amor iguala todo, no hay diferencia entre blancos y
negros, ricos y pobres, entre ancianos y jóvenes.
El amor une, a los de distintas lenguas y religiones.
Para el amor no hay muros ni fronteras.
El amor comparte, no sólo los bienes materiales, si no
todo.
El amor obra milagros. En la vida existen los milagros,
es más, la vida es un continuo milagro. Cada nacimiento
de una persona, de un animal o de una planta es un eterno
milagro. Pero aunque no nos damos cuenta, el milagro
acontece en cada segundo de la existencia.
No hay milagros grandes o pequeños cuando nos suce-
den a nosotros. “Estoy vivo de milagro”, solemos decir
cuando estuvimos a punto de un grave accidente. Estamos
vivos de milagro, cada vez que abrimos los ojos cada día y
nos sobreponemos a todo aquello que trata de quitarnos
la vida y robarnos la existencia.

AMARSE Y NO HERIRSE

El rabino Joshua Liebman aboga porque se cambie el


texto del mandato del amor y se exprese así: “Ámate y cree
en ti mismo, y amarás y creerás en tu prójimo”. Un psiquia-
tra de la Clínica Psiquiátrica Payne-Whitney de Nueva
York, dijo: “Si las personas sintieran un amor sano hacia sí
mismas, en lugar de odiarse y sentirse mal consigo mismas;
si amasen al niño que llevan dentro, en lugar de despreciar
sus debilidades, nuestra lista de espera se reduciría a la
mitad”.
Sin el amor a sí mismo es casi imposible vivir, pues
cada momento se convierte en una amenaza, porque la
persona se siente incompetente e inferior a los demás.

173
Amarse a uno mismo no es ser vanidoso ni engreído. Es
sentirse bien como uno es, perdonándose, aprobándose y
mostrándose cariñoso y amable con uno mismo.
El concepto que tenemos de lo que somos se debe, en
parte, a las experiencias del pasado: éxitos, fracasos y
cómo nos han tratado en la niñez. El niño aprende lo que
ve y lo que vive y según los patrones que sus padres le
trasmiten, así aprende a amarse o a odiarse, a valorarse o
a despreciarse. La persona que se estima se considera y se
siente igual que las otras personas, no se deja manipular
por los demás y tiene confianza en resolver por sí misma
los problemas. La autoestima nos ayuda a ser más felices,
a enfrentar con valor las adversidades, a confiar y sentir-
nos seguros, a amarnos y a amar, a no odiar a nada ni a
nadie, a tratar a los otros con más respeto, a triunfar en la
vida. Sin embargo, quien tiene la autoestima baja suele
ser crítica e hipersensible a la crítica, tiene un deseo exce-
sivo por complacer a los demás, sufre de culpabilidad
neurótica y de depresión.
“Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu pró-
jimo como a ti mismo” (Lc 10,27). Este es el único manda-
miento que tenemos y lo único necesario para que todo en
la vida pueda funcionar bien. Si alguno de estos tres amo-
res falta, el ser humano enferma y muere.
Quien se ama a sí mismo:
Se aprecia, descubre sus cualidades y disfruta de ellas.
Siente afecto, se siente bien consigo mismo y se trata
con cariño.
Se acepta tal y como es, con sus virtudes y defectos.
Se cuida, presta atención a todas las necesidades y cui-
da todo con amor.

174
Debemos amarnos, autoapreciarnos, valorarnos. Y no
podemos amar a los otros mientras no nos amemos a
nosotros mismos. El verdadero amor a los demás supone
el amor verdadero a uno mismo. Casi todos los problemas
psicológicos provienen de una falta de autoestima. Y
como nos vemos, así actuamos. En la medida que no se
percibe la valía de uno mismo, la persona se encierra en:
la depresión, la ira y la conducta antisocial, la demencia y
la enfermedad física.
Si; debemos amarnos a nosotros mismos, no debemos
herirnos ni permitir que otros lo hagan. Nadie puede herir-
me si yo no lo decido. “Nadie puede hacer mal a nadie, sino
que cada uno es el que con sus obras se hace mal o no”
(Epicuro). Y san Juan Crisóstomo añade: “Nadie puede
herir a quien no se hiere a sí mismo. El que sufre algún daño
y es herido es porque él se hiere a sí mismo. “¿Quién puede
haceros daño si os dedicáis a practicar el bien?” (1P 3,13).
Muchas son las heridas que se pueden recibir en la vida.
Cuando se hiere a otra persona, las heridas que se hace
uno a sí mimo son irreparables e imborrables. El portarse
bien con los otros y con uno mismo es una norma de bue-
na crianza. Hay personas, comunidades y pueblos que tie-
nen una sensibilidad especial para no herir nada de lo
creado. Todos tratamos de una manera o de otra con gen-
te, y todos podemos entretener... o fastidiar. Es mejor rela-
jarse y disfrutar. Y tratar a cada persona como se merece,
como nos gustaría que nos trataran a nosotros.
Hay que amarse, ser indulgente, no ser rigorista con
uno mismo. Rigoristas los ha habido en todas las épocas
y en todos los grupos sociales y religiosos. Cuando nos
encontramos con una persona rigorista, tendremos que
ver qué heridas reprimidas ha habido en su vida, sobre
todo en la infancia. Cuando un niño es maltratado, no se

175
siente seguro, se llena de miedo y se despiertan en él los
sentimientos de impotencia y de angustia.
Las heridas no aceptadas, nos llevan a herir a los otros.
Una forma de herirse a sí mismo es autocastigarse, con
autolesiones o mutilaciones. Normalmente nos castiga-
mos de modo similar a como hemos sido castigados de
niños. Los experimentos realizados por algunos psicólo-
gos han demostrado que a los hombres se les ha enseñado
desde niños a ser o hacerse violentos como una demanda
social. Quien no se tolere a sí mismo y sus faltas, se volve-
rá intransigente y riguroso.

NO CONDENARSE Y PERDONARSE

Cuentan que en cierta ocasión, en París, a Pablo


Sarasate se le rompió una de las cuerdas del violín mien-
tras interpretaba su famoso Zapateado. El navarro ni
siquiera parpadeó, apretó el arco e interpretó hasta su fin
la composición sin que nadie en la sala pudiera advertir el
incidente.
Al ser humano, en muchas ocasiones, se le rompe el
alma y todo su ser y necesita reconstruirlo perdonanse.
Perdonarse a uno mismo es probablemente el mayor
desafío que podemos encontrar en la vida, ya que perdo-
narse es el proceso de aprender a amarnos y aceptarnos a
nosotros mismos “pase lo que pase”. Suele haber una enor-
me resistencia a perdonarse a uno mismo, porque, en
definitiva, es una muerte. Muere el hábito de considerar-
nos pequeños e indignos. Solemos repetir estas y otras
frases: “Me avergüenzo de haber engordado tanto”. “Siempre
me sentiré culpable por no haberme despedido”. “Dejaré de
sentirme culpable si las cosas salen bien”. “Me perdonaré
cuando ella me perdone”.

176
Muchas son las causas del desprecio propio. Entre
ellas podríamos señalar el perfeccionismo. El perfeccio-
nista no se puede perdonar el no haber previsto antes los
problemas, el haber metido la pata, el no haberse dado
cuenta, el haber caído una vez más.
La falta de autoestima, el desprecio y el odio a noso-
tros mismos, provienen de los mensajes, verbales o no,
recibidos en los primeros años. La falta de cariño, las
palabras desagradables y menosprecios hacen que el niño
no crea en los triunfos y esté programado para el fracaso,
siendo además un candidato seguro para sentirse depri-
mido y culpable. El soberbio tampoco puede perdonarse,
no necesita el perdón. Él se cree omnipotente e irrepro-
chable. No puede admitir los errores. Es necesario, pues,
perdonarse a sí mismo, pues quien no tiene compasión de
sí mismo, no la tendrá de los demás.
La crítica más dañina es la autocrítica. No aceptamos
nuestra forma de ser, de no alcanzar las metas propues-
tas, de no ser capaces de relacionarnos con los demás.
Nos enojamos y alegamos que: “¡Nunca tengo suerte!” o
“¡Es mi destino!” o “Si hay un Dios, ¿Cómo puede permitir
que esto ocurra?” o “¡Todo esto me sucede a mí!”. Debemos
perdonarnos el no haber actuado lo mejor posible, el no
haber estado a la altura de las circunstancias, el no haber
amado lo suficiente, el no haber evitado el enfado etc. Las
biografías de Anuar Sadat, Mahatma Gandhi, Martin
Luther King Jr. y Nelson Mandela, al igual que la de tan-
tos otros líderes sociales, nos hablan de cómo encontra-
ron la senda hacia el perdón mientras eran perseguidos;
reconocieron y aceptaron sus sentimientos de amargura,
ira y venganza, pero el perdón les ayudó a transformar
esos sentimientos en acciones positivas para cambiar
cuando finalmente salieron de la cárcel.

177
Es bueno reconocer la culpa, la falta, el pecado, pero es
bueno también estimarse, valorarse y perdonarse. Hay que
ser fuerte para perdonar y cuidar a los otros, pero hay que
revestirse de gran valor para perdonarse a sí mismo, para
no guardar resentimientos. “Odiar el alma es no poder per-
donarse ni por existir ni por ser uno mismo” (G. Bernanos).
La primera persona a quien hemos de perdonar es a noso-
tros mismos, y no nos podemos perdonar a nosotros mis-
mos si no somos capaces de perdonar a los demás y a Dios.
En primer lugar, hemos de aprender a darnos cuenta de
que el problema no está fuera de nosotros. El segundo paso
consiste en mirarnos y reconocer nuestra parte de respon-
sabilidad en aquello que queríamos ver como exterior a
nosotros. El tercer paso lo realizará Dios a través del per-
dón de la culpa.
En Alcohólicos Anónimos se sugiere que la única per-
sona a la que necesitamos perdonar es a nosotros mis-
mos; una vez logrado esto, todos los demás serán perdo-
nados de un modo natural. Perdonándose a uno mismo es
más fácil que perdonar a los demás. El perdón, como todo
en la vida, es cuestión de práctica, requiere una decisión,
un deseo, un compromiso consciente. Para convertirse en
hábito o virtud, necesita repetirse muchas veces hasta ser
dominado, integrado y poder sentirlo como algo natural.
Cuando estamos separados de nuestro Yo y cuanto
más activa es la búsqueda de todo lo externo a nosotros
mismos, más culpables nos sentimos. Si no estamos sepa-
rados del Yo, experimentamos la bendición que es la vida.
La culpa nos lleva a una visión estática del mundo como
un lugar hostil e injusto. Si hay que amar a los enemigos,
el enemigo más fuerte habita con frecuencia, en nosotros
mismos. Amar y perdonar, además de ser dones que se
reciben de lo alto, son un aprendizaje que comienza en la
familia, en los primeros años.

178
El perdón engendra paz. Perdonar es más importante
que tener razón, por eso el enojo no debe durar mucho y
hay que solucionar los problemas a través del diálogo.
Nos ayudará a perdonar estimar a los otros, alabarlos,
aceptarlos como son y aceptarnos como somos. Quien no
se perdona se hace daño a sí mismo.
Para perdonarse a sí mismo, es bueno ser uno mismo,
paciente con los fallos e indulgente y dejar atrás todos los
juicios de condena y amarguras del pasado, tratarse con
amabilidad y dulzura, con comprensión y compasión.
“Una gran civilización, afirma Will Durant, no es conquis-
tada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma
desde dentro”. Efectivamente, el peor enemigo está den-
tro, el enemigo somos nosotros mismos.
Es bueno amar a los otros, a los de cerca y a los de
lejos, a los amigos y a los enemigos. Así pues, debemos
perdonar a los otros, a los familiares, a los que se rozan
con nosotros en el trabajo o en la calle y a todos aquellos
que nos han herido.

JESÚS, EL SANADOR

Hay leyendas populares muy curiosas. Así es la del


Santo Cristo del veneno. Se refiere al caso de un pastelero
en Michoacán que, según decían sus paisanos, había
tomado veneno. Un día el buen hombre fue a hacer su
visita diaria al Santo Cristo, y mientras oraba, la imagen
se volvió negra porque absorbió el veneno que había
comido el pastelero.
Jesús sanó. Cuando los discípulos de Juan le pregunta-
ron si era él que tenía que venir, él respondió: Id decidle a
Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos

179
andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la buena
noticia (Lc 7,20-22).
A él le presentaron muchos endemoniados, y arrojó a
los espíritus con su palabra, y curó a todos los que se
hallaban mal (Lc 8,16-17).
Jesús quería sanar y curar siempre. Cuando un leproso
le suplica: “Señor… si tú quieres, puedes curarme”. Jesús le
contestó: “lo quiero: queda limpio” (Lc 5,12-13).
Jesús exige tres condiciones para sanar: fe, conocerse
y querer sanarse.
—La fe es un manantial de curación. A la hemorroisa
le dice: “Hija, tu fe te ha salvado: vete en paz y queda curada
de tu enfermedad” (Mc 5,34), y a un leproso que él curó:
“Levántate, anda: tu fe te ha salvado” (Lc 17,19). Marcos
nos dice que “no pudo hacer allí ningún milagro... y se
admiraba al ver que no tenían fe” (Mc 6, 5-6).
—Conocerse. A la mujer del pozo (Jn 4,5-42) Jesús le
reveló el pasado llevándola, poco a poco, a conocer la ver-
dad.
—Querer sanarse. Jesús preguntó al enfermo de la pis-
cina de Betesda: “¿Quieres ser curado?” (Jn 5,1-8). Quizás
Jesús había comprendido que ese hombre todavía no se
había puesto frente a sí mismo, de manera vital, para pre-
guntarse hasta qué punto deseaba realmente ser curado,
porque con frecuencia hay enfermedades que llevan con-
sigo ciertas recompensas.
A los discípulos les encargó la misma misión que él tenía:
la de servir, la de hacer el bien, combatir el mal y sanar.
Después, cuando envió a los Doce que había escogido,
les dio el poder de expulsar los espíritus inmundos y de

180
curar enfermedades de cualquier género (Mt 10,1-8); les
ordenó que fueran a todo el mundo y predicaran el Evangelio
(Mc 16,16); les dio poder sobre los espíritus inmundos y
ungieran con aceite a los enfermos (Mc 6,7-13). Ellos salie-
ron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con
ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acom-
pañaban (Mc 16,17-20).
Como eran grandes las curaciones de los discípulos,
sacaban a los enfermos a las plazas y los ponían en cami-
llas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra tocase
a alguno de ellos. Concurría también la multitud de las
ciudades próximas a Jerusalén llevando enfermos y poseí-
dos por espíritus inmundos, y todos eran curados (Hch 5,
15-16). “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será
siempre” (Hb 13,8). En nuestros días también hay perso-
nas que reciben el don de la sanación. Muchas personas y
grupos se dedican a orar por los enfermos.
El acercamiento a Jesús, que es fuente del amor y de la
vida, nos renueva continuamente. El mismo Jesús que
sanó con su palabra, sigue sanando a miles de personas
cada día.

MIRÓ CON AMOR

Un grupo de turistas fue a ver el famoso Cristo de la


catedral de Copenhague. El guía, cuando salía de la cate-
dral, vio que un turista no estaba muy satisfecho con la
visita. Entonces se acercó al buen hombre y le preguntó si
le había gustado el Cristo. No, Señor, pues he venido des-
de muy lejos para verlo y no me ha impresionado nada.
Entonces el guía le dijo, venga que se lo voy a mostrar a
usted solo.

181
Cuando el turista se acercó de nuevo a mirar a Cristo y
lo hacía de pie, el guía le indicó: “De pie no, pues para
poder ver sus ojos hay que arrodillarse y alzar la mirada”.
Efectivamente, cuando el turista miró hacia arriba pudo
ver la mirada tierna y el rostro vivo del Maestro. Y es que
a Cristo sólo se le ven bien los ojos cuando caemos de
rodillas en tierra, no desde las alturas.
En la Sagrada Escritura, los ojos indican la actitud del
corazón. Son ellos los que valoran bien o mal los aconte-
cimientos y las personas. Así se habla de “hallar gracia”
ante los ojos de Dios o de los hombres (Gn 33,10). Hay
personas y hechos pequeños o grandes, nobles o indignos,
preciosos o viles, ante los ojos.
Hay ojos que se levantan, por altanería y ojos que se
abajan especialmente por vergüenza o súplica. En los ojos
se puede ver el gozo, el dolor, el cansancio, la preocupa-
ción. Es importante tener limpia la mirada. El ser huma-
no sólo puede ver y juzgar por las apariencias; sólo Dios
puede ver el corazón, Él sabe todas las vidas, y sondea las
entrañas (Sal 7,10), él conoce nuestros sufrimientos.
El Evangelio nos habla de las miradas de Jesús. La
mirada de Jesús fue salvadora, amorosa, pues el mirar de
Dios es amar, dice san Juan de la Cruz. Ellas expresan sus
sentimientos de ternura y de compasión. Expresamente
lo afirma el Evangelio. Jesús siente compasión por las
muchedumbres hambrientas de pan: “Y vio una gran mul-
titud y tuvo compasión de ellos” (Mc 6,34), por las piado-
sas mujeres que le seguían camino del Calvario: “Pero
Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: “Hijas de Jerusalén” (Lc
23,28). Llora al ver Jerusalén: “Y cuando llegó cerca de la
ciudad, al verla, lloró sobre ella” (Lc 19,41).
Con admiración mira a la viuda generosa: “Levantando
los ojos, miraba a los ricos que echaban sus ofrendas…Vio

182
también a una viuda pobre que echaba dos blancas…” (Lc
21,1-2). Con ternura mira a la mujer adúltera, al paralíti-
co. Pero también mira con tristeza al ver los corazones
endurecidos: “Entonces, mirándolos alrededor con enojo,
entristecido por la dureza de sus corazones” (Mc 3,5).
Jesús es la luz del mundo. Él ha venido para que los
que no ven, vean, para que los ciegos recuperen la vista,
con una visión distinta del mundo, de los otros y de uno
mismo. Para que veamos, a veces, nos pone barro, como
al ciego de nacimiento, para que nos demos cuenta de la
ceguera (Jn 9). El Evangelio nos habla de las miradas de
Jesús en los encuentros con la gente. Jesús vio a Natanael
cuando estaba debajo de la higuera (Jn 1,48). Y más allá
del pecado, mira también al buen ladrón; desde esta mira-
da ya empezó el paraíso (Lc 23,43). Y Jesús miró con amor
a la Magdalena, a la adúltera, al centurión, a los ciegos, a
los leprosos, a los pobres, a los pecadores...
Un día se le acerca un joven excelente, entusiasta, con
deseos de Dios y de perfección. Jesús, “fijando en él su
mirada, le amó...” (Mc 10,21).
Jesús miró con amor a Pedro. San Pedro manifestó su
arrepentimiento con el llanto “Y saliendo fuera lloró amar-
gamente” (Mt 26,75). Fueron lágrimas de conversión. Las
lágrimas de amor y arrepentimiento son siempre fruto del
Espíritu Santo que actúa en el alma del justo. Hay lágri-
mas de compunción, pero también las hay de adoración y
gratitud. Pedro conoció de cerca la fuerza de la mirada de
Jesús. Lloró amargamente su traición y quedó sano. A
Pedro se le habían secado los ojos. Estaban resecos y tie-
sos, sin vida. Y la ternura infinita de Dios se había metido
dentro del corazón de Pedro y al ablandar el corazón, se
humedecieron los ojos y empezaron de nuevo a ver la her-
mosura, la bondad de todo lo creado.

183
Zaqueo quería mirar a Jesús, trataba de ver quién era
él. En este deseo había algo de esperanza, ilusión, utopía,
pero, sobre todo, había mucho de curiosidad por conocer
al Señor. Quizá quería ver a Jesús sin ser visto. Por eso se
subió a una higuera para verle, pues iba a pasar por allí. Y
cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo:
“Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me quede en
tu casa” (Lc 19,5). Una mirada de Jesús cambió a aquel
hombre rico.
De todas las miradas de Jesús, la más amorosa fue, sin
duda, la que dio a Juan y a su madre en los últimos momen-
tos de su vida. “Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo
a quien él amaba, dijo a su madre: Madre, he ahí a tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre” (Jn 19,26-27).
La mirada del Maestro cautiva, arrastra, seduce. El
secreto de una vida cristiana es dejarse mirar por Jesús,
confiar en él y tener la valentía de arriesgarlo todo, por-
que lo que no es Jesús resulta superfluo. La vida nos va en
dejarnos mirar por él. Al encontrarnos con su mirada,
ésta nos hará contemplar nuestra vida y nos ayudará a
evitar todo lo que no nos deja ver a Dios.
En la mirada de Jesús tenemos que descubrir nuestro
tesoro, nuestra mayor riqueza. “Si Jesucristo no constituye
su riqueza, la Iglesia es miserable. Si el Espíritu de Jesucristo
no florece en ella, la Iglesia es estéril. Su edificio amenaza
ruina, si no es Jesucristo su arquitecto y si el Espíritu Santo
no es el cimiento de piedras vivas con el que está construi-
da… La Iglesia no significa nada para nosotros, si no es el
sacramento, el signo eficaz de Cristo” (Henri de Lubac).
Jesús miró siempre con amor, fue una mirada miseri-
cordiosa y salvadora. “Cuando un hombre se sabe amado,
ya no es el mismo. Y cuando se sabe divinamente amado,
está salvado” (Eloi Leclerc).

184
MIRAR A CRISTO Y A LOS OTROS

Cuentan de Julio César que en una ocasión hacía una


travesía por el Mediterráneo. Se levantó una terrible tem-
pestad y la nave empezó a fluctuar a merced de las olas. El
capitán del barco temblaba temiendo lo peor. Entonces el
emperador le increpó: “¡Pero hombre, qué temes, llevas
contigo al César!”.
La vida es una travesía hacia el puerto donde encon-
tramos todo tipo de dificultades; pero es bueno creer que
con nosotros está Jesús.
El Concilio nos dice que Jesús, “soportando la muerte,
nos enseña con su ejemplo que hemos de llevar la cruz que la
carne y el mundo cargan sobre los hombros de quienes bus-
can la paz y la justicia” (AG). “Cristo sufrió por vosotros,
dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas” (1Pe 2,21).
En su compañía aprenderemos a situar la cruz en su ver-
dadera perspectiva: la del amor y de la fecundidad, de la
libertad y de la vida. Aprenderemos que sólo salva el amor.
Una imagen de Jesús crucificado es la más excelente com-
pañía que podemos tener. El mirarlo nos ayudará a supe-
rar todas las dificultades. “Poned los ojos en el Crucificado
y se os hará todo poco. Si su Majestad nos mostró el amor
con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis con-
tentarle con sólo palabras?” (santa Teresa de Jesús). El
poner los ojos en el crucificado nos ayuda a sufrir como él
y a ser compasivos con los dolores de los otros. Todos debe-
ríamos solidarizarnos con las víctimas del dolor, tratar de
mitigar el sufrimiento ajeno, siendo respetuosos con él.
Acercarnos a los otros, ayudar a llevar la cruz, amar
siempre, es un gran milagro. Qué grande es poder sentir el
sufrimiento y el dolor de los otros. A estas personas les due-
le el sufrimiento de la humanidad. Recuerdo aquel poema

185
de Roland Holst que confesaba: “A veces me es imposible
conciliar el sueño por las noches, pensando en los sufrimien-
tos de los hombres”. Y es que para una persona de fe y un
corazón sensible, le es difícil gozar del sueño, mientras los
pobres y mendigos duermen en las calles.
El sufrimiento es un misterio que nubla y, a veces, no
deja ver la luz y la esperanza. “Algunos sufren tanto, que
no pueden creer que haya alguien que les ama” (Cardenal
Hume). Pero el que goza de salud, a veces no ve y no com-
prende al que yace inmóvil en la noche. Necesitamos unos
prismáticos especiales para acercarnos a los demás, esto
sólo ocurre cuando somos capaces de ver con el corazón.
La vida es servicio y quien lo entiende así, siempre está
salvando vidas. El mismo Señor nos ha tomado de la
mano, nos ha formado y nos ha hecho luz de las naciones
para abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la
prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinie-
blas” (Is 42,6-7). Ceguera, prisión, tinieblas, evocan reali-
dades negativas que deben ser transformadas a través
de actuaciones liberadoras: abrir, sacar. Toda la teología
bíblica rezuma liberación; todo ser humano con vocación
de redentor debe ser necesariamente liberador, ya que
ambos términos se identifican.
Abrir los ojos de los ciegos. Gran misión y noble traba-
jo: dar vista al que no la tiene. Dicen que la verdad del
corazón se expresa en la mirada y que los ojos hablan. Los
ojos pueden abrirse a la luz, o cerrarse porque ésta les
ciega, pueden dar vida o matar, pueden mirar superficial-
mente o pueden mirar profundamente. Hay miradas pro-
fundas que desnudan a las personas, que son capaces de
mostrarnos lo que es una persona, lo que es en potencia y
lo que puede ser en el futuro. Pero también los ojos pue-
den engañarnos, traicionarnos: “por los ojos entran los
antojos”, dice el refrán.

186
Dios nos abre los ojos, nos libera de las tinieblas y nos
da la capacidad de abrir los ojos de los otros. El nos invita
a levantar los ojos al cielo, para que, a su vez, podamos ver
la realidad de la tierra, la belleza de la vida, la fuerza de la
fe, el amor y la esperanza. Quien ha visto a Dios, no puede
por menos de ver el dolor del hermano.
Saber mirar es un arte. Saber mirar es pasar de una
mirada dispersa a una atenta y lúcida; de una superficial
a una profunda; de una anónima a una que tuifica; de una
dominadora a una gratuita; de una exluyente a una reden-
tora.
La primera etapa es pedirle de corazón al Señor que
nos libre de nosotros mismos, pues hay muchas personas
que son esclavas y víctimas de sí mismas. El egoísta es
incapaz de mirar a los otros y de darse a los otros. Sigue
mirándose a sí mismo, sus tragedias, su mundo, como no
se posee a sí mismo, es incapaz de darse a los demás, tiene
que gritar la angustia de su fracaso. Así viene a decir
Michel Quoist:

“Estoy sufriendo horrores… Prisionero en mí mis-


mo, no oigo más que mi voz. Sólo me veo a mí, y tras
de mí no hay más que sufrimiento… Aún cuando
creo que amo locamente, acabo descubriendo con
rabia que es a mí mismo a quien estoy amando a
través de otro… Todo me parece ruin, feo, sin luz… y
es que ya no sé ver nada sino a través de mí. Y siento
ganas de odiar a los hombres y al mundo… Y quisie-
ra salir, escaparme… mas no puedo salir de mí: yo
amo mi prisión al mismo tiempo que la odio, pues yo
soy mi prisión y yo me amo. Yo me amo, Señor, y me
doy asco… Me hago daño, demasiado daño, y nadie
lo conoce porque nadie entró en mi. Estoy solo,
solo”.

187
Muy distinta era la actitud de santa Teresita, quien
nunca se buscó así mima y aconsejaba: “Prodigaos, dad
vuestra tranquilidad, vuestro descanso… Replegarse sobre
sí mismo esteriliza el alma… Desde que me propuse no bus-
carme a mí misma, llevo la vida más feliz que se puede ima-
ginar”. Donde quiera que un ser humano sufre, allí está
mi hermano. Para quitar penas no tiene que haber dife-
rencia de razas, credos y edades. ¡Cuánto dolor en el mun-
do cuando se olvida que el hombre es nuestro hermano!
“La Iglesia, afirmaba Juan Pablo II, no puede eximirse, de
implicarse a sí misma para ayudar a los hombres, para evi-
tar el sufrimiento de los hombres. Dondequiera sufre un
hombre, allí está Cristo que ocupa su lugar. Dondequiera
sufre un hombre, allí debe estar la Iglesia a su lado”.

LA CUEVA DE MI REFUGIO, TUS MANOS

Las manos juntas en forma cóncava tienen forma de


cueva, y son capaces de contenerlo todo, desde las arras de
una boda hasta el agua, en improvisado vaso vivo del que
bebemos. Pero sobre todo, cuando las manos se pegan a
nuestra piel, y resbalan sobre ella en gesto amoroso y tier-
namente compasivo, son el instrumento sanador por exce-
lencia, dado que producen placer, que es el antagonista
natural del dolor. Y sabido es que el cuerpo no puede expe-
rimentar a la vez dos estados contrarios. La caricia de las
manos sobre el cuerpo dolorido o el alma sufriente, se tor-
na bálsamo y medicina, remedio y principio de bienestar.
Se puede sanar con una caricia, una mirada, un masaje,
un pensamiento. Con la mano cada persona puede vestir la
vida de mil amores, lograr que cada enfermedad sea un
momento de gracia, que la muerte no sea tan temida, sino
hermana bien esperada. Aquellos cuyos ideales sean tan

188
altos que no puedan dejar de acudir a la llamada del desti-
no, aquellos que desafiando el dolor, la crítica y la blasfe-
mia se retienen a sí mismos para ser las manos de Dios.
Hay manos amorosas, hacedoras del bien y de luz,
constructoras de paz y de bondad, como son las manos de
todos los hijos de Dios, de todos aquellos que tratan de
construir el Reino. Pero también hay manos sembradoras
del mal y de la tiniebla, constructoras de la guerra y del
chisme, como son las manos de todos los hijos del odio y
la división, de la discordia y la mentira.
Hay millones de manos, de mil formas y colores, manos
suaves como la seda, como las del niño y manos callosas
como tierra reseca, como son las del trabajador. Entre
todas las manos está la materna. Cuando la madre pasa su
tierna mano por la frente del niño, al instante se alejan
todos los nubarrones y pesares y amanece la luz, la seguri-
dad y la fuerza. Las manos de una madre siempre están
abiertas, porque su corazón no está cerrado al amor, a la
entrega, al cariño.
Las manos son poderosas: hablan, gritan, hacen histo-
ria. “Rodín ha hecho manos, pequeñas manos sueltas que,
sin formar parte del cuerpo están vivas de todos modos...
manos en movimiento, manos dormidas, manos que se
despiertan, manos cansadas... ellas tienen su propio desa-
rrollo, sus propios deseos, sentimientos y humores y sus
ocupaciones favoritas” (Rilke).
Cada persona, pues, puede con sus manos llevar luz,
abrir ojos y oídos. Cada uno puede sanar, consolar, aliviar
los dolores y traumas de otra persona, simplemente con
una palmadita, o tocando con amor al otro. Las manos
tienen que ser siempre mensajeras de amor, de paz, de
bien, ser manos benditas como las de una madre, manos
como las de Jesús. Sabemos que una mano amiga, una

189
caricia sincera, “dorada” no “barata”, pueden restablecer
el amor que da, a cada segundo, vida a nuestra vida.
El lenguaje de las manos es grande y elocuente: con la
mano recibimos, damos, oramos. Alargamos la mano para
saludar, consolar, acompañar en el dolor. Es cierto, pues,
que con la mano puedo construir y destruir, acariciar y
pegar. Bendigo a la mano hacedora de bien, la constructo-
ra de caminos y ciudades, la que acuna niños y ancianos,
la que sana a los enfermos y borra las heridas del pasado.
Las manos tienen un gran poder de curación. Basta
poner la mano a un anciano o enfermo, para que éstos
sientan la calma y el alivio. Sin duda que las caricias tie-
nen un poder curativo enorme. No obstante vivimos en
una sociedad en la que los niños apenas tienen contacto
con sus padres y los seres humanos; por eso les regalamos
ositos de felpa y mascotas y no es que los niños no necesi-
ten juguetes, anhelan con toda su alma el cariño de los
seres humanos, en especial, el de sus padres.
Alguien me contaba, con contenida emoción: “desde
pequeña tengo el recuerdo de las manos de mi madre sobre
mis zonas de dolor. Tenía unas manos maravillosas, eran
largas suavísimas. Acariciaban como nunca me ha acari-
ciado nadie nunca más. Donde ella ponía sus palmas, el
dolor se iba. Las recuerdo en mi frente, sujetando las con-
vulsiones de mi cuerpo al vomitar. Las recuerdo sobre mi
costado izquierdo como si quisiera sanar mi enfermo cora-
zón, las añoro sobre mi cara y mis propias manos...Y el
dolor se iba ante sus caricias, pues ya se sabe que las manos
que acarician el dolor, se convierten en una cueva donde
refugiarse de la adversidad”.
Señor, ahora me doy cuenta que mis manos están sin
llenar, que no han dado lo que deberían de dar, te pido
ahora perdón por el amor que me diste y no he sabido

190
compartir, las debo usar para amar y conquistar la gran-
deza de la creación.
El mundo necesita de esas manos llenas de ideales,
cuya obra magna sea contribuir día a día a forjar una nue-
va civilización que busque valores superiores, que com-
partan generosamente lo que Dios nos ha dado y puedan
llegar al final habiendo entregado todo con amor. Y Dios
seguramente dirá: ¡Esas son mis manos!

CURABA CON SUS MANOS

En la Universidad de Ohio, un investigador realizó un


experimento en el que alimentó a conejos con dietas altas
en colesterol, y acarició a un grupo especial de ellos. Los
acariciados tenían un cincuenta por ciento menos de arte-
riosclerosis que los otros conejos, alimentados igual, pero
no acariciados.
La mano es símbolo de ayuda, de amor. La mano es un
sacramento de amor. Con la mano saludamos, acaricia-
mos, creamos, oramos. Tendemos una mano al caído, al
amigo, al enemigo.
La Biblia nos habla de la mano de Dios y de la de
Jesús.
La mano de Dios. Dios es amor y tiende su mano a
todos aquellos que le buscan y le necesita. La mano de
Dios es:


Ài>`œÀ>]Ê ˆœÃÊVÀiÊœÃÊVˆiœÃÊÞʏ>Ê̈iÀÀ>Ê­ÃÊ{n]£Î®]Ê
y al ser humano (Is 64,8).
UÊi˜iÀœÃ>\ʺAbres tu mano y se sacian de bienes” (Sal
145,16).
UʈLiÀ>`œÀ>\ʺMe sacó de las aguas caudalosas” (Sal
18,17).
UÊ*ÀœÌiV̜À>\Ê“Me cubres con tu palma” (Sal 139,5).

191
Dios tiene unas inmensas manos. La mano derecha,
mano blanda, con la que nos acaricia y consuela y la mano
izquierda con la que, a través de los problemas y dificulta-
des, nos enseña el camino del cielo. Dios tiene manos, las
de Jesús y las nuestras.
La imposición de manos tiene cuatro significados
principales en el Nuevo Testamento:

UÊ«>À>ÊLi˜`iVˆÀÊ>Ê՘>Ê«iÀܘ>\ÊÌÊ£™]£Î‡£xÆ
UÊ«>À>ÊVÕÀ>ÀÊi˜viÀ“œÃ\ÊVÊÈ]ÊxÆÊ
UÊ«>À>Ê«i`ˆÀÊ Ã«‰ÀˆÌÕÊ->˜Ìœ\ÊV…Ên]£Ç‡£™ÆÊ
UÊ«>À>ÊVœ˜Ã>}À>ÀÊ>Ê>}Ոi˜Ê>Ê՘>ʓˆÃˆ˜\ÊV…Ê£Î]ΰ

La mano de Jesús. Jesús sabía el poder sanador que


residía en sus manos. Un día le llevaron a un ciego pidién-
dole que lo tocase. Cogiéndolo de la mano…, le aplicó las
manos por dos veces y el hombre vio del todo (Mc 8,22-
26). Jesús toca al ciego y le enseña a tocar lo que le rodea,
a tomar contacto con la naturaleza: árbol, mar, agua,
amanecer…
La mano de Jesús acarició, levantó. Con su mano cal-
ma las tempestades, cura a los enfermos, acaricia a los
niños, a todos bendice. Fue siempre la mano amiga. El
tiende su mano al leproso (Mc 1,41), al ciego (Jn 9,6), a la
mujer adúltera (Jn 8,6-7), a la muchedumbre hambrienta
(Mc 6,4), a Tomás (Jn 20,27).
Jesús les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí, porque
de ellos es el Reino de los Cielos”. Después les impuso las
manos (Mt 19,15).
Jesús, compadecido del leproso, extendió su mano, le
levantó le toco y le dijo: “Queda limpio” (Mc 1,40-41).
Jesús, tomando de la mano al endemoniado, le levantó
y él se puso en pie (Mc 9,27).

192
Jesús, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los
curaba (Lc 4,40).
Jesús, al ver que Pedro se hundía, le tendió la mano y
le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt
14,30-31).
Jesús, tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del
pueblo, y habiéndole impuesto saliva en los ojos le impu-
so las manos (Mt 8,23). Jesús toca al ciego y le enseña a
tocar lo que le rodea, a tomar contacto con la naturaleza:
árbol, mar, agua, amanecer...
Jesús dijo a Tomás: “Acerca tus dedos y mira mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo
sino creyente” (Jn 20,27).
Jesús, dirigiéndose al hombre de la mano paralizada,
le dijo: “Extiende tu mano. El hombre extendió la mano y
quedó curado” (Mt 12,12-13).
Jesús dijo: “A mis ovejas nadie les arrebatará de mis
manos” (Jn 10,28).
Jesús exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc 23,46).
Jesús alzó sus manos y los bendijo (Lc 24,50).
Jesús se levanta de la mesa, se quita el manto, se ciñe la
toalla y se pone a lavar los pies a los discípulos (Jn 13,4-5).
Jesús tomó pan, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es
mi cuerpo entregado por vosotros” (Lc 22,19).

LAS MANOS DE MARÍA

El rey mandó cortar una mano a San Juan Damasceno


por su defensa de los iconos. Por la noche, cuenta la leyen-
da, Juan pidió y obtuvo la restitución de su mano. Así

193
sucedió y, en agradecimiento, Juan mandó colocar en el
cuadro de la Virgen una mano de plata. Así quedó el cua-
dro de la Virgen de las tres manos.
La mano es símbolo de ayuda, de amor. La mano es un
sacramento de amor. Con la mano saludamos, acaricia-
mos, creamos, oramos. Tendemos una mano al caído, al
amigo, al enemigo.
La mano de María. María es Madre, madre de Jesús y
madre nuestra. María con sus manos alimentó, acarició y
guió a Jesús. A través de María Dios ha bendecido y sigue
bendiciendo a la humanidad con su cuidado maternal.
Podríamos decir, con la leyenda, que ella tenía tres manos:
una, para agarrarse a Dios, otra para cuidar y guiar a su
Hijo y la otra, la más grande, para protegernos a nosotros
de todo mal. Ella acoge, de una forma especial, a los
pobres, a los tristes, a los pecadores, a los que andan per-
didos en la noche de este mundo.
En la mayoría de las imágenes de María, la encontra-
mos con las manos juntas. Así nos recuerda que su oficio
principal es el de interceder por la humanidad. Santa
María, yo pienso que, a fuer de colgarle títulos y estrellas
la hemos “endiosado”, algo que por cierto le gusta mucho
a la gente, que cree que para hacer milagros hay que ser
importantes... Yo pienso en Santa María, como una
muchacha morena de ojos vivos y profundos, sonrisa
tenue y aire tímido. Psicologicamente más introvertida
que extrovertida, una gran pensadora, con una intuición
extrañamente atrevida que la llevó a consagrarse a Dios
cuando el sueño de toda buena mujer israelita era la
maternidad... Pero lo más grande, sin duda, es su condi-
ción de cristiana. Es la primera, la más ferviente, la más
semejante a Cristo... Por eso es grande, porque es la pri-
mera cristiana y la más ejemplar.

194
Generosa, ofrece a su pequeño Jesús a los magos de
oriente, ofrece su ayuda en Caná, su compañía a los discí-
pulos... y su presencia a los pies del crucificado. Se pone
en camino y va a aprisa a atender a su prima Isabel.
Siempre está en camino, siempre está de pie, siempre está
presente, siempre está echando una mano.
Esas manos son las que un día en Caná de Galilea Jesús
le dijo: “no ha llegado mi hora”, porque se habían quedado
sin vino. Sin embargo, la Santísima Virgen, dice a los ser-
vidores: “¡Haced lo que Él os diga!”.
María está enraizada en la estirpe de Israel, como hija
predilecta del Pueblo de Dios, la primera entre los pobres
de Yahvé, de los que se presentan ante él “con las manos
vacías, no con manos que aferran y retienen, sino con
manos que se abren y donan y así están preparadas para
recibir la bondad del Dios que da” (Benedicto XVI).
Esas manos juntas de la Virgen, reciben a todos los
peregrinos que acuden a los grandes santuarios: Guadalupe,
Lourdes, Fátima, Luján y también a las pequeñas ermitas
sembradas en cada rincón de cada pueblo. Ante María
oran las familias pidiendo por todas sus necesidades y
dolencias.
La Biblia habla de la mujer hacendosa que vale más
que las perlas.
Adquiere lana y lino y los trabaja con la destreza de sus
manos.
Con lo que ganan sus manos planta un huerto. Se ciñe
la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos.
Le saca gusto a su tarea y aun de noche no se apaga su
lámpara. Extiende la mano hacia el uso, y sostiene con la
palma la rueca.
Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al
pobre (Pr 31,10-31). Esas fueron las manos de María.

195
NUESTRAS MANOS

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch se


encuentra este diálogo:
—¿Rezas a Dios? –pregunta Bloch.
—Si, cada noche –contesta el pequeño.
—¿Y qué le pides?
—Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo, echarle
una mano.
Ante estas grandes catástrofes muchos se preguntan:
¿Qué hace Dios?
¿Por qué parece que Dios no interviene para remediar
los males del ser humano?
Y la gente se olvida que ante las catástrofes, injusti-
cias… que Dios no tiene otras manos que las nuestras.
Todos los periódicos del día 22 de julio de 2008, se
hacían eco de una tragedia. Dos niñas, gitanas rumanas, se
adentraron en el mar para tomar un baño. La fuerza del
mar y la violencia de los golpes contra las rocas acabaron
con sus vidas, pero también la indiferencia de la gente aca-
bó con ellas. Así lo denunció el arzobispo de Nápoles, el
cardenal Crescenzio Sepe, quien señaló que la imagen de
lo ocurrido con la gente que seguía tranquilamente toman-
do el sol era peor que las toneladas de basuras acumuladas
por la ciudad. El purpurado condenó sobre todo esa “indi-
ferencia ante la tragedia de unas niñas cuya vida ya había
estado marcada por los prejuicios”, por lo que el arzobispo
de Nápoles dijo que “es el momento de hablar claro, llaman-
do a la reflexión de lo sucedido, no sólo por la tragedia de la
pérdida de dos vidas, sino sobre todo ante la actitud de quie-
nes siguieron tomando el sol, o, incluso peor, quienes arma-
dos de sus teléfonos móviles ‘inmortalizaban’ los cuerpos”.

196
Hay una enorme indiferencia en la manera como vivi-
mos el sufrimiento, el hambre y la muerte de miles de per-
sonas que cada día mueren en el mundo por falta de ali-
mento, de medicinas, de un hogar digno... ¿somos cons-
cientes de esto?, ¿sentimos el miedo y la angustia de tan-
tos refugiados que huyen del hambre y la miseria de sus
países? Al ser humano, hombre o mujer, rico o pobre,
niño a adulto, del norte o del sur... ¿lo sentimos como her-
mano a quien debemos ayudar y querer?
El trabajo que hay siempre por hacer es enorme. Se
necesitan manos para salvar, para reconstruir el mundo,
pero también para salvar las vidas de los ancianos y de los
niños que viven cerca y necesitan de nuestras manos amo-
rosas.
Dios no tiene manos, nos las dio a nosotros. Cada uno
de nosotros somos las manos de Dios. Él, sigue hablándo-
nos con paciencia y ternura: ¿Qué has hecho tú con las
que te di? ¿Cómo has usado tus manos? ¿Han sido fuente
de bendición y salud?
Dios necesita nuestras manos para construir puentes,
hacer escobas, triturar la tierra y transformar nuestro mun-
do. Dios necesita de nuestras manos, de nuestros pies, de
nuestro vientre, de todo nuestro cuerpo humano, ya que El
no tiene otro y vive en nosotros. Dios sólo tiene nuestras
manos para seguir construyendo, amando y perdonando.
Cada uno puede sanar, consolar, aliviar los dolores y
traumas de otra persona. En nuestras manos hay un gran
poder.
El valor de las manos depende de quien las use y de
cómo las use.
Una pelota de basketball en mis manos vale $19 dóla-
res; en las manos de Michael Jordan vale $33 millones de
dólares.

197
Un lápiz en mis manos es para poner mi nombre; en
las manos de William Shakespeare es para crear histo-
rias.
Una vara en mis manos podrá ahuyentar a una fiera
salvaje; en las manos de Moisés hará que las aguas del
mar se separen.
Dos peces y cinco piezas de pan en mis manos son
unos emparedados; en las manos de Jesús alimentan a
una multitud.
Unos clavos en mis manos sirven para construir una
silla; en las manos de Jesucristo traen la salvación al mun-
do entero.
Cuentan que en la última guerra mundial: en una gran
ciudad alemana, la catedral fue destruida y el Cristo del
altar mayor, quedó casi totalmente destrozado. Al con-
cluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad recons-
truyeron el Cristo con paciencia y, pegando trozo a trozo,
llegaron a componerlo de nuevo en todo su cuerpo...
menos en los brazos. Decidieron devolverlo al altar mayor,
tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos
perdidos escribieron un gran letrero que decía: “Desde
ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros”. Y allí
está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos
inexistentes.
Ante las grandes catástrofes muchos se preguntan:
¿Qué hace Dios? ¿Por qué parece que Dios no interviene
para remediar los males del ser humano?
A veces caemos en la tentación de no apreciar nuestras
manos, de envidiar la de los otros. Neruda quería nacer con
otros dedos, crecer con otras uñas, comprar en una tienda
otras manos, pues las que tenía no le habían servido.

198
“Me declaro culpable de no haber hecho
con estas manos que me dieron…
una escoba…
Así fue:
No sé como se me pasó la vida,
sin aprender,
sin ver, sin recoger y unir los elementos.
en esta hora no niego que tuve tiempo,
tiempo, pero no tuve manos” (P. Neruda).

Tenemos tiempo y manos para poder trabajar, para


echarle una mano a Dios. Así lo entendió Lily Naranjo
quien cuenta:

“Yo tuve una conversación muy fuerte en los cursi-


llos de Cristiandad, pero por motivos de una seria
operación, no pude volver más por allá por unas
cuantas semanas.
Una mañana, apenas recuperada, fui temprano a
ayudar a pintar los murales para el Vía-crucis de
Semana Santa. No fui directamente al cuarto del fon-
do donde todos estaban pintando, sino que entré en la
capilla y estaba orando frente al sagrario. Dándole
gracias por mi salud restaurada, cuando me fijé aten-
tamente en el Cristo Roto de Emaús al que le faltan las
dos piernas y una brazo. Traté de convencerle para que
usara mis piernas y mis brazos que, aunque también
estaban enfermos y deshechos, estaban mucho mejor
que los de Él, que no tenía ninguno.
Él me tomó la palabra en ese instante y durante
todo este año he trabajado muy intensamente en los
Cursillos de Cristiandad”.

Estas palabras las dijo Lily como ofrecimiento de su


vida al Señor que acababa de encontrarse profundamente

199
con Él. Lily sufría de poliomelitis progresiva. Fue una de
las últimas niñas afectadas por esta enfermedad cuya tar-
jeta de presentación era una condena a la invalidez. Mas
Lily no estaba inválida, tenía dificultades para caminar,
para trabajar, pero se comprometió a anunciar el Evangelio
con todo su cuerpo y su alma, con sus alegrías y sus tris-
tezas. Ella sabía que podía aliviar el dolor y el sufrimiento
de muchos Cristos rotos.
Para consolar a tantos Cristos deshechos, Lily se cruci-
ficó con Cristo. Ella era consciente de que pertenecía a la
heredad de Cristo, que es padecimiento y gloria al mismo
tiempo (Rm 8,17). Y quisiera haber sido participe de la
pasión de Cristo, para gozar con Él, cuando se descubra
su gloria (1P 4,13).
Lily tenía un hermoso apostolado: “prestar sus pies y
sus brazos rotos” a Jesús para abrir horizontes a los ago-
biados, esperanza a los descorazonados y presentar a
todos un Cristo amigo, consuelo, fuerza y salvación para
los que creen en Él. Así lo hizo. Una mañana, cuando iba
a su apostolado, tuvo un accidente de coche y murió.
Dios nos ha creado, nos ha dado la vida, la fe, la luz. Él
nos infunde la esperanza, la fuerza, la alegría. Dios obra
milagros. Lo hace todo o casi todo, para él y con él todo es
posible. Él se basta a sí mismo, pero prefiere contar con
nosotros, con nuestras manos.

200
CONCLUSIÓN

El sufrimiento forma parte de nuestra existencia y son


muchos los sufrimientos a los que el ser humano tiene
que hacer frente. La misma vida comienza con la pérdida
de la seguridad del seno materno, tanto la madre como el
hijo sienten el desgarro, la separación. A medida que cre-
cemos vamos dejando atrás la inocencia, la ingenuidad, la
sonrisa y tenemos que hacer frente a las decepciones y
luchas; la juventud, la salud y el trabajo se nos van y quien
no se desprende voluntariamente de cosas y personas, la
vida se encarga de arrancárselo.
Para la mayoría de los mortales, el sufrimiento no tie-
ne sentido. Sólo el misterio es la respuesta a todas las pre-
guntas que se plantea cada persona: ¿Por qué el sufri-
miento? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? El dolor más que
un problema a solucionar, es un misterio que hay que
vivir. Dentro de la fe cristiana, según afirma Juan Pablo II,
el misterio no es oscuridad sino claridad deslumbrante.
Sólo desde esa luminosidad podemos atisbar qué es el
misterio del sufrimiento y cómo superarlo. El ser huma-
no tiene la capacidad de sufrir, sólo necesita encontrar un
sentido al sufrimiento y cuando al sufrir se le encuentra
sentido, el ser humano crece.
El sufrimiento cristiano sólo encuentra una respuesta
en el amor de Dios que ha mostrado su omnipotencia de

201
la manera más misteriosa, es decir, a través del anonada-
miento voluntario y en la resurrección de su Hijo, por los
cuales ha vencido el mal. Hay que tener la plena certeza,
aun en medio de grandes y prolongadas tribulaciones, de
que Dios Padre, en Cristo, vence el mal y la muerte y que
las apariencias de este mundo pasan para dar lugar a la
patria celestial. Sabemos que Los sufrimientos del tiempo
presente no tienen comparación con la gloria que se ha de
manifestar en nosotros (Rm 8,18).
No cabe duda de que bien enfocado el sufrimiento, no
tiene que destruirnos, sino hacernos mejores; el dolor no
tiene que hacernos duros y solitarios, sino transformar-
nos en personas solidarias para lanzarnos a ayudar a los
demás. La conciencia de sentirnos útiles tiene que devol-
vernos el sentido y valor auténtico de la vida. Sin el sufri-
miento no hay progreso ni perfección, no se pueden com-
prender muchas cosas y no hay forja de voluntades.
Grandes, pues, son las virtudes que engendra el sufri-
miento. “Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que
la tribulación engendra paciencia; la paciencia virtud pro-
bada; la virtud probada esperanza; la esperanza no falla
porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros cora-
zones por el Espíritu Santo” (Rm 5,3-5).
Ante el sufrimiento necesitamos mucha fe para no per-
der el norte cuando sufrimos o sufren los que amamos y
con fe y esperanza surge el milagro que alivia y cura: el
amor. Es bueno contar con gran dosis de amor para lan-
zarnos sobre el que sufre y ayudarle a paliar el dolor en
todos los frentes. Muchos son los gestos que brotan de un
corazón generoso, entre ellos está la sonrisa. Quien logra
sonreír y arrancar una sonrisa del otro, consigue, al menos
por momentos, alejar el dolor de la vida.
¿Cómo deberíamos comportarnos ante el sufrimien-
to? La actitud del cristiano debe parecerse a la de Jesús, es

202
decir, pasar haciendo el bien y luchando contra el mal,
aceptar el silencio del Padre y tener confianza de que en
todo momento, aún en el fracaso, estamos en las manos
de Dios.
Todo el que sufre necesita poner los ojos fijos en Aquél
que con sus sufrimientos da valor, energía, consuelo y
paz. Cuando nos visita el dolor y es de noche, levantemos
el corazón y pidámosle a Dios, que de sentido a nuestra
vida y que sane nuestra alma y enderece nuestros cuerpos
maltrechos. El cristiano, por tanto, está llamado a poner
luz en la tiniebla, vida en el desaliento, y esperanza en la
depresión y en la muerte; pero está llamado, sobre todo, a
ser testigo de fe, de amor y de esperanza en medio de un
mundo que sufre.
Aunque nuestro sufrimiento sea grande, siempre pode-
mos echar una mano a los demás, amar a todos, mirar
como Jesús y ofrecer nuestras manos.

203
caminos
Director de Colección: F RANCISCO J AVIER S ANCHO F ERMÍN
1. MARTÍN BIALAS: La “nada” y el “todo”.
2. JOSÉ SERNA ANDRÉS: Salmos del Siglo XXI.
3. LÁZARO ALBAR MARÍN: Espiritualidad y práxis del orante cristiano.
5. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: Desde lo oscuro al alba.
6. KARLFRIED GRAF DUCKHEIM: El sonido del silencio.
7. THOMAS KEATING: El reino de Dios es como... reflexiones sobre las pará-
bolas y los dichos de Jesús.
8. HELEN CECILIA SWIFT: Meditaciones para andar por casa.
9. THOMAS KEATING: Intimidad con Dios.
10. THOMAS E. RODGERSON: El Señor me conduce hacia aguas tranquilas.
Espiritualidad y Estrés.
11. PIERRE WOLFF: ¿Puedo yo odiar a Dios?
12. JOSEP VIVES S.J.: Examen de Amor. Lectura de San Juan de la Cruz.
13. JOAQUÍN FERNÁNDEZ GONZÁLEZ: La mitad descalza. Oremus.
14. M. BASIL PENNINGTON: La vida desde el Monasterio.
15. CARLOS RAFAEL CABARRÚS S.J.: La mesa del banquete del reino. Criterio
fundamental del discernimiento.
16. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Cartas de un despiste. Mística a pie de calle.
17. PABLO GARCÍA MACHO: La pasión de Jesús. (Meditaciones).
18. JOSÉ ANTONIO GARCÍA-MONGE y JUAN ANTONIO TORRES PRIETO: Camino de
Santiago. Viaje al interior de uno mismo.
19. WILLIAM A. BARRY S.J.: Dejar que le Creador se comunique con la criatu-
ra. Un enfoque de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.
20. WILLIGIS JÄGER: En busca de la verdad. Caminos - Esperanzas -
Soluciones
21. MIGUEL MÁRQUEZ CALLE: El riesgo de la confianza. Cómo descubrir a
Dios sin huir de mí mismo.
22. GUILLERMO RANDLE S.J.: La lucha espiritual en John Henry Newman.
23. JAMES EMPEREUR: El Eneagrama y la dirección espiritual. Nueve caminos
para la guía espiritual.
24. WALTER BRUEGGEMANN, SHARON PARKS y THOMAS H. GROOME: Practicar la
equidad, amar la ternura, caminar humildemente. Un programa para
agentes de pastoral.
25. JOHN WELCH: Peregrinos espirituales. Carl Jung y Teresa de Jesús.
26. JUAN MASIÁ CLAVEL S.J.: Respirar y caminar. Ejercicios espirituales en reposo.
27. ANTONIO FUENTES: La fortaleza de los débiles.
28. GUILLERMO RANDLE S.J.: Geografía espiritual de dos compañeros de Igna-
cio de Loyola.
29. SHLOMO KALO: “Ha llegado el día...”.
30. THOMAS KEATING: La condición humana. Contemplación y cambio.
31. LÁZARO ALBAR MARÍN PBRO.: La belleza de Dios. Contemplación del icono
de Andréï Rublev.
32. THOMAS KEATING: Crisis de fe, crisis de amor.
33. JOHN S. SANFORD: El hombre que luchó contra Dios. Aportaciones del
Antiguo Testamento a la Psicología de la Individuación.
34. WILLIGIS JÄGER: La ola es el mar. Espiritualidad mística.
35. JOSÉ-VICENTE BONET: Tony de Mello. Compañero de camino.
36. XAVIER QUINZÁ: Desde la zarza. Para una mistagogía del deseo.
37. EDWARD J. O’HERON: La historia de tu vida. Descubrimiento de uno
mismo y algo más.
38. THOMAS KEATING: La mejor parte. Etapas de la vida contemplativa.
39. ANNE BRENNAN y JANICE BREWI: Pasión por la vida. Crecimiento psicológico
y espiritual a lo largo de la vida.
40. FRANCESC RIERA I FIGUERAS, S.J.: Jesús de Nazaret. El Evangelio de Lucas
(I), escuela de justicia y misericordia.
41. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S.J.: Plegarias de mar adentro. 23 Caminos
de la oración cristiana.
42. BENOÎT A. DUMAS: Cinco panes y dos peces. Jesús, sus comidas y las nues-
tras. Teovisión de la Eucaristía para hoy.
43. MAURICE ZUNDEL: Otro modo de ver al hombre.
44. WILLIAM JOHNSTON: Mística para una nueva era. De la Teología Dogmá-
tica a la conversión del corazón.
45. MARIA JAOUDI: Misticismo cristiano en Oriente y Occidente. Las enseñan-
zas de los maestros.
46. MARY MARGARET FUNK: Por los senderos del corazón. 25 herramientas
para la oración.
47. TEÓFILO CABESTRERO: ¿A qué Jesús seguimos? Del esplendor de su verda-
dera imagen al peligro de las imágenes falsas.
48. SERVAIS TH. PINCKAERS: En el corazón del Evangelio. El “Padre Nuestro”.
49. CEFERINO SANTOS ESCUDERO, S.J.: El Espíritu Santo desde sus símbolos.
Retiro con el Espíritu.
50. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S.J.: Junto al pozo. Aprender de la fragilidad del amor.
51. ANSELM GRÜN: Autosugestiones. El trato con los pensamientos.
52. WILLIGIS JÄGER: En cada ahora hay eternidad. Palabras para todos los días.
53. GERALD O’COLLINS: El segundo viaje. Despertar espiritual y crisis en la
edad madura.
54. PEDRO BARRANCO: Hombre interior. Pistas para crecer.
55. THOMAS MERTON: Dirección espiritual y meditación.
56. MARÍA SOAVE: Lunas... Cuentos y encantos de los Evangelios.
57. WILLIGIS JÄGER: Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida
espiritual.
58. ALBERTO MAGGI: Cosas de curas. Una propuesta de fe para los que creen
que no creen.
59. JOSÉ FERNÁNDEZ MORATIEL, O.P.: La sementera del silencio.
60. THOMAS MERTON: Orar los salmos.
61. THOMAS KEATING: Invitación a amar. Camino a la contemplación cristiana.
62. JACQUES GAUTIER: Tengo sed. Teresa de Lisieux y la madre Teresa.
63. ANTONIO GARCÍA RUBIO: Aún queda un lugar en el mundo.
64. ANSELM GRÜN: Fe, esperanza y amor.
65. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE PRADO: Regreso a la felicidad del silencio.
66. CHRISTOPHER GOWER: Hablar de sanación ante el sufrimiento.
67. KATTY GALLOWAY: Luchando por amar. La espiritualidad de las bien-
aventuranzas.
68. CARLOS RAFAEL CABARRÚS: La danza de los íntimos deseos. Siendo perso-
na en plenitud.
69. FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN, O.C.D.: El cielo en la Tierra. Sor Isabel
de la Trinidad.
70. THOMAS MERTON: Paz en tiempos de oscuridad. El testamento profético
de Merton sobre la guerra y la paz.
71. XAVIER QUINZÁ LLEÓ, S.J.: Dios que se esconde. Para gustar el misterio de
su presencia.
72. THOMAS KEATING: Mente abierta, corazón abierto. La dimensión contem-
plativa del Evangelio.
73. ANSELM GRÜN - RAMONA ROBBEN: Marcar límites, respetar los límites. Por
el éxito de las relaciones.
74. TEÓFILO CABESTRERO: Pero la carne es débil. Antropología de las tentacio-
nes de Jesús y de nuestras tentaciones.
75. ANSELM GRÜN - FIDELIS RUPPERT: Reza y trabaja. Una regla de vida cristiana.
76. MANUEL LÓPEZ CASQUETE DE PRADO: Las dos puertas. La reconciliación
interior en la experiencia del silencio.
77. THOMAS MERTON: El signo de Jonás. Diarios (1946-1952).
78. PATRICIA McCARTHY: La palabra de Dios es la palabra de la paz.
79. THOMAS KEATING: El misterio de Cristo. La Liturgia como una experien-
cia espiritual.
80. JOSEPH RATZINGER -BENEDICTO XVI-: Ser cristiano.
81. WILLIGIS JÄGER: La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el ahora.
82. SANAE MASUDA: La espiritualidad de los cuentos populares japoneses.
83. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO: Si perdonas, vivirás. Parábolas para una vida
más sana.
84. ELIZABETH SMITH - JOSEPH CHALMERS: Un amor más profundo. Una intro-
dución a la Oración Centrante.
85. CARLO M. MARTINI: Los ejercicios de San Ignacio a la luz del Evangelio de
Mateo.
86. CARLOS R. CABARRÚS: Haciendo política desde el sin poder. Pistas para un
compromiso colectivo, según el corazón de Dios.
87. ANTONIO FUENTES MENDIOLA: Vencer la impaciencia. Con ilusión y esperanza.
88. MARÍA VICTORIA TRIVIÑO, O.S.C.: La palabra en odres nuevos, presencia y
latido. Una mirada hacia el Sínodo de la palabra.
89. ROBERT E. KENNEDY, S.J.: Los dones del Zen a la búsqueda cristiana.
90. WILLIGIS JÄGER: Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiri-
tualidad integral.
91. DOROTHEE SÖLLE: Mística de la muerte.
92. THOMAS MERTON: La vida silenciosa.
93. EUSEBIO GÓMEZ NAVARRO, O.C.D.: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Y ¿por
qué no?
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres de RGM, S.A., en Urduliz,
el 6 de mayo de 2009.

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