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11/05/2005

Sobre poesía argentina de los '90


A menudo sorprende cómo la crítica literaria, para explicar la evolución de la
literatura, se maneja con variables tan complicadas y universales como
“épocas” o “generaciones”, olvidando --o quizás esquivando en pos de una
imaginaria certidumbre histórica-- que cualquier época, aún la menos
fosilizada en el tiempo, puede compendiarse en un relámpago de epifanía
accidental, y que las generaciones pasan como tormentas de verano, dejando
tan sólo unos pocos y anhelantes nombres escritos en el agua.

Esos nombres que a su hora se bañaron y chisporrotearon en la propia piscina


bautismal, fueron y serán siempre, básicamente— ¿hace falta recordarlo?—las
voces insidiosas de veinte o treinta amotinados que izaron a grito limpio el
pabellón soleado de la actualidad. De acuerdo, pongámonos de pie y
admiremos de buena gana la audacia de esta compañía de inagotables
mercenarios copernicanos, su necesidad de saldar las cuentas con el pasado,
su encantadora habilidad para el complot tanto como su imaginación para
inventar un futuro que los reconozca, pero convengamos también que allí
donde la crítica espera darnos a leer su rigurosa “novela histórica” no hay tal
vez más que un viejo y estridente folletín de capa y espada, o a lo sumo la
hora y media de una espumante nouvelle vague que trata sobre conjuras y
mezquinos chanchullos para derrocar un antiguo delfinado e instaurar otro.

Se diría que es la broma colosal de algún esnobista traspapelado en el túnel


del tiempo, pero lo más representativo, lo mejor de una época nunca se
manifiesta en simultáneo con el presente, sino que llega siempre diferido, con
algún adelanto o retraso cronométrico. Si pensamos el presente como un
punto absoluto o infinito donde confluyen y difieren a la vez el pasado y el
porvenir, entonces deberíamos también pensar la “contemporaneidad” como
una condición imaginaria capaz de conjugar ambos momentos y definir así un
nuevo estado de cosas en la cultura y en la lengua. El problema es que a cada
generación se le concede un plazo cada vez más abreviado de existencia.
Digamos, sin exagerar, que hoy por hoy contamos a duras penas con
veinticuatro horas--lo que no es poco comparado con la aceleración del
panorama venidero-- para descubrir y establecer nuestro legado poético. Sin
embargo, el polvo no termina de asentarse sobre los libros que ya la crítica se
abalanza con su plumero a limpiar y archivar todo en un conjunto
presuntamente homogéneo, como una esmerada viuda parnasiana que acicala
el cadáver todavía tibio del joven poeta. ¿Pediremos entonces distinción o
precisión en el tiro de dados? ¿Vamos a reprocharnos las triquiñuelas, los
sobornos y compromisos adquiridos por conveniencia, las estratégicas
coaliciones… todo eso, en fin, que podríamos llamar el pacto fáustico que
cada generación teje y desteje con sus inmediatos predecesores para
franquear el umbral incierto de la posteridad? Pacto que siempre reclama más
y más sangre fresca, y que nuestra generación, por estar unos minutos en la
cresta de la ola, se apresuró a pagar a un precio quizás demasiado alto.

Si en otros tiempos había más paladines que epígonos, y la pregunta del poeta
era por la eternidad, actualmente –parece—sólo cuentan los momentos en que
repiquetea la comparsa en el foyer, y la pregunta es ¿cuánto falta para que
termine este sainete? En tal sentido, las últimas promociones literarias,
reunidas no para los actos sino para los entreactos, como un aglutinado poco
homogéneo de operatorias cortesanas, resultaron infalibles. Al igual que otras
generaciones, tal vez nos juramos en secreto encontrar la fórmula de la rosa
de cobre, aunque enseguida nos aburrimos de eso y nos pusimos a criar loros
que parlotean en la jerga rancia del veterinario.

Vale decir, en el fondo, ¿no estaríamos discutiendo tan sólo un viejo problema
de perspectiva, un trucaje de legañoso trompe-l’oeil? Cierta crítica
sociologizada nos hace creer y formular “tal es el contexto preciso, el
indispensable y gran escenario histórico en que se inscribe la poesía argentina
de ahora”, cuando en realidad nos está mostrando unas luminarias de cartón
pintado. Luego vemos cardúmenes y parejas de hermosos pececitos de colores
allí donde no hay más que una concurrencia viscosa. Pero admitamos de una
vez por todas que en la piel de nonato de las últimas generaciones nuestros
predecesores grabaron a fuego sus diez mandamientos mientras nosotros no
veíamos nada o simplemente hacíamos la vista gorda. Así lo que en la
actualidad algunos críticos apelotonan bajo el fantasioso rótulo de
“generación del 90” no resulta más que la distensión redundante de un debate
que se dio en la poesía argentina de los años ’60, y lo que ayer nomás era
unos cuantos no, hoy vuelve a ponerse en escena mayoritariamente bajo la
especie de unos cuantos neo: derivaciones de un cansino neo-minimalismo,
derrames no menos rezagados del neo-barroco o paquitas clonadas de alguna
tía sáfica.

Si es verdad que fuimos una generación, los que empezamos a publicar


alrededor de los 90, fuimos una generación sacada de la manga, con algunos
--fatales-- rasgos en común y algunos apóstoles o mandaderos a la page, pero
sin mayor fundamento histórico que una causa y una guerra heredadas de
nuestros mayores. Así (¡cosa de locos!) libramos una batalla cuerpo a cuerpo
contra un adversario al que jamás le vimos la cara. Y en eso, en el cotejo con
antagonismos y viejas dicotomías que nos endosaron, nos hicimos fuertes y
conformamos una pequeña república cooperativa, ya que no colectiva. Al
igual que el perro de Álvaro de Campos, fuimos admitidos en el consorcio sólo
por ser “inofensivos”, aunque algunos a veces pudiéramos confundir, como es
lógico, la cerámica del palier con el pasto de la plaza, y muy en el fondo
supiéramos que el consorcio no albergaba detrás de su fachada sino un gran
basurero global donde hedía el cadáver de la lírica desde hacía por lo menos
un siglo. Pero ¿por cuánto tiempo más vamos a seguir velando o cortejando
como zombis a una muerta de la que ni siquiera sabemos el nombre? Una
muerta que podría haber dicho con Pasolini “tutto el mundo é il mio corpo
insepolto”, si sus ávidos y presuntos deudos la hubieran dejado palmar en paz,
porque enseguida le colocaron la tapa, se adjudicaron sus títulos y rifaron
entre los pobres las últimas pilchas.

Por más vaciado o viciado que nos parezca el panorama, la poesía exige en
este momento el mismo derecho a la experiencia que hace cien años. A lo
mejor todavía estamos a tiempo de tirar por la ventana todo lo que nos
soplaron sobre la lírica y avizorar por fin cuál es nuestro propio horizonte en
el transcurso de la historia. Después de todos los fuegos de artificio, después
de tanta transa y varieté, habría que empezar a buscar la respiración
acumulada del “paideuma”, como pensaba Pound; hundir las manos en las
capas más sedimentadas de la tradición universal para volver a poner en
circulación aquellas metáforas y aquellos materiales que todavía siguen en
vigencia y son propios de la poesía de todos los tiempos. Un poeta ruso quizás
menos prepotente, Ossip Mandelstam, aunque con un destino igual de trágico,
había llegado a la misma conclusión que el viejo tío Ez, cuando sostenía,
leyendo a Dante, que la poesía es capaz de leer y actualizar en un solo golpe
sincrónico el contenido más relevante de la historia. El problema, lo sé, es
que vivimos en un período en que toda visión heroica de la poesía ha quedado
replegada irremediablemente en un pasado jurásico y no hay forma de cruzar
ese hiato sin quebrarse la cabeza. Pero esto a lo mejor no es tan así, y lo que
consideramos un hiato de explosión volcánica que nos separa de los “grandes
maestros” no sea sino un hilito de agua magnificado en los ojos de un niño
que recién aprende a leer poesía.

Me doy cuenta que he recargado un poco las tintas, quizás promoviendo una
polémica allí donde se afinaba en verdad un melodioso grupo de familia;
quizás todo esto no tiene ningún fundamento y yo sólo discuto con mi oruga.
Lo que pasa es que estuve leyendo El poema y su doble, el libro de crítica que
acaba de publicar Anahí Mallol y hay allí una historia contada entre líneas que
de algún modo, con razón o sin ella, lateral o centralmente, me concierne.
Sea como fuere, algunos poetas que nombra Anahí ya no somos tan jóvenes;
casi sin darnos cuenta hemos cruzado la línea de sombra y es el momento –
como diría Conrad—de tomar ciertas inaplazables decisiones. Algunos más
inteligentes o seguros de sí mismos, ya las habrán tomado. Otros seguirán
raspando de la olla, creyendo que llevan una vida favorecida por los dioses. Y
otros, como siempre, correrán a refugiarse bajo el brillo oxidado de su aurea
mediocritas. Yo he preferido no quedarme en el molde y dar, aún corriendo el
riesgo de equivocarme, mi propia versión de los hechos.

Dice Robert Frost: “la poesía joven es el aliento de los labios agrietados. La
boca debe descubrir el modo de mantenerse firme sin endurecerse.” Como
ese punto de distensión implica un delicado equilibrio interno y una edad
mental que no siempre coincide con las apariencias, lo primero que un poeta
joven inventa es su contemporaneidad --aunque después, el resto de su vida,
se lo pase en tratar de evadirse de ella. Lo que hay que procurarse ahora no
son más sucedáneos sino un antídoto contra la juventud eterna, porque
nuestra modesta contemporaneidad está ya sobre su fecha de vencimiento y
empiezan a notarse las cicatrices, los clisés, los estragos y estrabismos que
acarrea el tiempo. En este sentido, pese a hilvanar sus hebras críticas sobre
una trama de repeticiones y diferencias, El poema y su doble es un libro que
no bizquea en absoluto. Por el contrario, enfoca de lleno la pregunta por ese
estatuto de duplicidad o ambigüedad (“anfibología”, “retruécanos” diría
algún lingüista desalmado) del discurso poético, ya que aquí cada texto se
dice en su desdoblamiento, cada imaginario viene plegado en sus múltiples
dobladillos de lectura, así como cada poeta se enfrenta al espejo que le
tienden sus precursores. Por este camino, adentrándose en los sinuosos
jardines del pasado y también en el radiante kinder de la más vecina
contemporaneidad, Mallol traza un laberinto de heredades y primicias, de
parentescos y diferencias; un laberinto cuyo minotauro es en verdad una
matrioska articulada por Alejandra Pizarnik, puesto que –como afirma
sugestivamente Anahí --“¿quién no tuvo un affaire con Alejandra Pizarnik? Una
relación intensa, a la vez breve y duradera. Porque lo que la poética de
Pizarnik propone es del orden de la intensidad, y porque la brevedad, que
también juega del lado de lo intenso, juega del lado del no-olvido. De una
relación de lectura así puede extraerse una especie de matriz”.
Quisiera destacar en este fragmento, a modo de conclusión, el sentido pleno
que carga la palabra “affaire”, el delicado reverbero erótico o amoroso que
adquiere de pronto al final de la frase, y es el mismo quizás con que Mallol se
acerca a cada uno de los poemas comentados en este libro, ya sea para
hacerles una reverencia, un gesto amigable o un guiño pícaro. Con ello
intento señalar que la crítica de poesía, al menos tal y como la entiende
Anahí --y en esto no hay desacuerdo posible-- no puede estar sino en relación
al orden de las pasiones y los afectos, ligada invariablemente a la órbita
pulsional de esos encuentros breves y fulminantes. Como alegoría de estos
asuntos que duran una noche pero dejan marcas para toda la vida, como el
recorrido en clave de una pasión amorosa, El poema y su doble, si algo no
escatima (y no podría hacerlo, ya que es su fundamento mismo) es aquello
que Barthes llamaba “el cultivo de las afecciones”, y que lleva a plantearnos
una y otra vez, en contra de todo presunto rigor académico, al frente de cada
texto que elegimos para comentar o delante de aquellos otros que se nos
imponen por la presión del contexto: “¿Dónde estoy yo entre los deseos?
¿Dónde estoy yo en cuanto al deseo?” Así, con esta autointerpelación que
ningún amante de la poesía puede sortear sin dificultades, el discurso crítico
compone, concluye Barthes, “día tras día, un texto ardiente, mágico, que no
terminará nunca, imagen brillante del Libro liberado.”
Con sus intuiciones amatorias y su comprensión retrospectiva, El poema y su
doble es un libro que debe ser leído quizás como fue escrito, bajo los efectos
de una noche agitada, y en el primer descenso de las aguas, cuando la tierra
(o la cama) todavía está demasiado resbalosa, con todos los riesgos,
desacuerdos y problemas que ello implica; un libro que viene a refrescar un
panorama (el de la poesía argentina de los ’90) que parecía prematura y
definitivamente anquilosado en el espíritu de la época, y que por lo mismo
liberará, en los antros más propicios de la crítica, algunas tensiones
reprimidas, ya que se trata de separar, aunque sea injustamente, la paja del
trigo y enfocar nada menos que la poesía; es decir, enfocar aquello que
escapa a la razón y el gusto predominantes, y camina siempre unos cuantos
pasos delante de nosotros.
POSTED BY WALTER CASSARA AT 11:16 PM

5 COMMENTS:

Roberto Iza Valdes said...

xenia said...

Iza, cuánta bandera: este mismo comentario ya lo leí en otro blog.

Walter: no leí el libro de Anahí Mallol, que por lo que contás debe ser
muy interesante. Alguna forma habrá encontrado ella de hacer
interesante un tema como la poesía de los 90, que apasiona a una
ínfima minoría casi hasta la locura, y deja frío al resto del mundo. Hace
años quise hacer algo parecido pero me di cuenta de que estaba
escribiendo para 4 tipos y paré. No es desastroso que te pase eso con
un poema, pero sí con un ensayo. Tengo los borradores. Y mil
preguntas. Una sola cosa te digo sobre tu post, y te la digo porque es
mi única certeza: la lírica no murió. LYRIC NOT DEAD. Si parece un
cadáver insepulto cual minita de Poe, es que de eso se trata: es la
lírica. La invitan al corso de la poesía argentina y de qué se va a
disfrazar si no de cadáver insepulto. Idea mejor no se le ocurre: es la
lírica, está para eso. No sabés, se pasó toda una tarde desgarrando esos
tules y pegándoles talco para que pareciera que los arañó con sus
propias uñas en el ataúd hasta que el bueno de Edgar Allan llegó en su
socorro con el formón, el martillo y la pala. Poe y su cuervo-loro
mecánico han muerto, pero la lírica está tan viva como puede estarlo
alguien que baila hasta el amanecer, disfrazada de muerta, en una
fiesta de disfraces.
La sigo por email. Saludos.

MIÉRCOLES, NOVIEMBRE 09, 2005 11:12:00 AM

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