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Gallegos
CANAIMA
Canaima
Rómulo Gallegos
Duodécima edición:
Enero de 1977
Espasa–Calpe, S.A.
ISBN: 84–239–0213–7
Depósito Legal: M.34.899–1976
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Pórtico
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blancura; pero todas albean los esteros. Ya parece que no hubiera sitio
para más y aún continúan llegando en largas bandadas de armonioso
vuelo.
—¡Diez pies, fondo duro! Acaban de pronto los bruscos mare-
tazos de las aguas encontradas, los manglares se abren en bocas tran-
quilas, cesa el canto del sondaje y comienza el maravilloso espectáculo
de los caños del Delta.
Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe pre-
cisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la
Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales,
el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo
y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide
sus hijos hacia la gran aventura del mar: y son los brazos robustos re-
ventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los
adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños,
que se quedan dormidos entre los verdes manglares.
Verdes y al sol de la mañana y flotantes sobre aguas espesas de
limos, cual la primera vegetación de la tierra al surgir del océano de las
aguas totales; verdes y nuevos y tiernos, como lo más verde de la porción
más tierna del retoño más nuevo, aquellos islotes de manglares y bora-
les componían, sin embargo, un paisaje inquietante, sobre el cual
reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del
mundo.
A trechos apenas divisábase alguna solitaria garza inmóvil,
como en espera de que acabase de surgir aquel mundo retardado; pero
a trechos, caños dormidos de un laberinto silencioso, la soledad de las
plantas era absoluta en medio de las aguas cósmicas.
Mas el barco avanza y su marcha es tiempo, edad del paisaje.
Ya los manglares son matorrales de ramas adultas, maraña
bravía que ha perdido la verde piel niña y no mama del agua sino
muerde las savias de la tierra cenagosa.
Ya hay pájaros que ensayan el canto con salvajes rajeos; huellas
de bestias espesura adentro: los arrastraderos de los caimanes hacia la
tibia sombra internada, para el letargo después del festín que ensan-
grentó el caño; senderos abiertos a planta de pie, las trochas del indio
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tación que le devolviera la riqueza por la que le quitaran las horas men-
guadas del pobre y otro que para nada quería la suya si no podía vivirla
intensamente en las aventuras y ante el peligro.
Porque junto al tesoro vigilaba el dragón. El mortífero beriberi
de los bajumbales caucheros, las fiebres fulminantes que carbonizan la
sangre, las fieras, la arañamona y el veinticuatro de las mordeduras
tremendas, la culebra cuaíma del veneno veloz, el raudal que trabuca y
vuelve astillas la frágil curiara que se arriesga a correrlo, el hombre de
presa, fugitivo de la justicia o campante por sus fueros, el Hombre Ma-
cho, semidiós de las bárbaras tierras, sin ley ni freno en el feudo de la
violencia y el espectáculo mismo de la selva antihumana, satánica, de
cuyo fascinante influjo ya más no se libra quien la ha contemplado.
Pero Guayana era una palabra mágica que enardecía los corazones.
Tumeremo de los purgüeros; El Callao de los mineros y lavado-
res de arenas auríferas que arrastraba el Yuruari; Upata de los carre-
ros; El Dorado, fénix de la leyenda que ilusionó a los segundones de la
Conquista y ahora renacía en su caserío a orillas del turbio Yuruán,
cerca del correntoso Cuyuni; San Fernando de Atabapo de los cauche-
ros; Ciudad Bolívar de los sarrapieros y grandes comerciantes explota-
dores de casi todas aquellas empresas, y la inmensa selva pródiga para
la aventura de la fortuna lograda y tirada, una y otra vez y otra vez...
Guayana era una tierra de promisión.
Sobre la margen derecha del Orinoco, en la parte más angosta
de su curso, peñusco de fronda de plazas, patios y corrales y de viejas
casas coronadas de azoteas, se empina Ciudad Bolívar para contemplar
su río. Frente a ella, en la mitad del cauce, la Piedra del Medio mide la
oscilación periódica del nivel de las aguas, y cuando éstas comienzan a
descender, al retirarse las lluvias que riegan la inmensa hoya, dice la
ciudad:
—Ya está cabeceando el Orinoco.
Y un tiempo agregaba, anuncio de buen suceso:
—Ya los rionegreros están saliéndose de la montaña. Pronto co-
rrerán por aquí los ríos de oro.
Hasta que un día se propaga la noticia:
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El sonido milagroso del oro acuñado apilándose frente a ellos. Las char-
las estrepitosas, costumbre del hombre que vuelve de los vastos espacios
callados. Las anécdotas del Territorio, las regocijadas solamente, pues
de las trágicas mejor era no hablar, allí en la ciudad. Las risas, sonoras
carcajadas y rotundas exclamaciones criollas en la boca de los alema-
nes rubicundos de cerveza y satisfacción, porque el dinero de los avances
venía multiplicado.
Las fiestas, los bailes, las parrandas. Las noches del club y del
garito con luz encendida hasta el alba, sonando el dinero entre el toctoc
de los cubiletes. Y los comentarios admirativos después:
—Anoche perdió Continamo todo lo que ganó en tres meses de
montaña. Esta mañana fue donde Blohm a avanzarse otra vez para el
caucho del año que viene.
—Pues ya se lo está bebiendo.
Escúchalo ahí.
—¡No hay curiá, muchachos, que to es bongo! De aquí no se va
nadie hasta que esté borracho. ¡Eche más champaña, botiquinero, que
ésta la paga Blohm! Las tardes de la Alameda, a la brisa tibia del río,
llena de muchachas risueñas recorriéndola de punta a punta, cogidas
del brazo, charlando, chispeantes las amorosas miradas al rionegrero
sentado en torno a la mesa donde se bebía y se celebraban las ocurren-
cias del Territorio. Y los círculos de muchachos embelesados oyendo las
estupendas aventuras.
¡Amanadoma, Yavita, Pimíchin, el Casiquiare, el Atabapo, el
Guainía!... Aquellos hombres no describían el paisaje, no revelaban el
total misterio en que habían penetrado; se limitaban a mencionar los
lugares donde les hubiesen ocurrido los episodios que referían, pero
toda la selva fascinante y tremenda palpitaba ya en el valor sugestivo
de aquellas palabras.
Los muchachos de Ciudad Bolívar, del pueblo y de la burguesía,
oyendo aquellos relatos y contemplando aquellos ojos que habían visto
el prodigio, experimentaban emoción religiosa, y de este modo, de los
mayores a los chicos, se pasaba la consigna: Guayana de los aventure-
ros.
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Marcos Vargas
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remanso y volvió a treparse sobre la laja antes que los pescadores logra-
ran acudir en su auxilio.
Y ya estaba allí lanzando su grito alardoso:
—¿Qué hubo? ¿Se es o no se es? Mas aún no se había incorpo-
rado cuando se le plantaba por delante, increpándole, una jovencita de
rubia melena y mirada centelleante:
—¡Bruto! ¡Requetebruto y mil veces bruto! Me has dado un
susto por estar echándotelas de gracioso.
!Me provoca darte una cachetada! Tendría unos quince años,
era realmente linda y la cólera la embellecía aun más.
De rodillas y con las manos todavía apoyadas sobre la laja,
Marcos se la quedó mirando en si lencio y luego replicó, socarrona-
mente:
—¿A que no?
—¡A que sí! Y de las palabras a los hechos.
!Plaf! En seguida le volvió la espalda y sacudiendo la dorada
melena, con lumbre en los ojos altaneros, llena de sí misma, atravesó
por entre el gentío que le celebraba la ocurrencia o se escandalizaba de
ella y fue a reunirse con sus amiguitas, que no habían salido de su
asombro.
Marcos permaneció tal como estaba, contemplándola, deslum-
brado todavía por la visión de su belleza y murmurando:
—¡Tú me la pagarás! ¡Tú me la pagarás! Era la primera vez
que experimentaba una emoción amorosa. Hasta allí su mundo había
sido rudo y viril, abriéndose camino a bofetada limpia, primero en el
arrabal bolivarense a la cabeza de su pandilla y luego en el mismo co-
legio de Trinidad... Era lógico que con una, bien sentada en su mejilla,
le hubiese dado el amor aviso de su existencia.
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—¡Ni nada más tampoco! ¡Compro los carros y salga el sol por
donde quiera! Y Manuel Ladera, con arranque originado de la admira-
ción por la hombría temeraria, sentimiento de cuyo bárbaro imperio
nadie parecía librarse por allí:
—¡Así me gusta oírlo! –exclamó–. Yo me retiro del negocio por-
que ya voy para viejo, no me falta de qué vivir y tengo cría por la cual
he de mirar; pero usted está empezando y tiene que arrear para ade-
lante, hoy o mañana. Y para que de una vez comience a sacarle provecho
a esa decisión de hombre, voy a rebajarle trescientos pesos del precio
que estaba pidiendo por los carros. Aquí le tenía ya el recibo, de acuerdo
con su telegrama aceptando el precio.
Vamos a corregirlo de una vez.
—¡Un momento, don Manuel! –atajó Marcos–. Déjelo así como
está. Ya usted me ha explicado honradamente lo que tenía que expli-
carme, y ahora me toca a mi decirle cómo es que le voy a comprar los
carros: fiados, para pagárselos con el mismo producto de ellos, sin fi-
jarle cantidad, porque será la mayor posible. Y en cuanto a los trescien-
tos pesos de la rebaja, ésos me los dará en efectivo, ahora mismo o en
Upata, porque vengo limpio.
Manuel Ladera se quitó las gafas, puestas para lo del recibo, se
echó sobre el respaldar de la silla y mientras limpiaba los cristales, dijo:
—Mire, joven. Yo nunca he hecho negocios malos a ciencia y pa-
ciencia, ni todavía tengo necesidad de hacerlos, a pesar de lo que le he
manifestado, pues llegado el caso extremo, suelto las mulas y los bueyes
en uno de mis potreros y casi no he perdido nada. Pero tampoco nadie
me había hecho hasta ahora una proposición como la que usted acaba
de formular y...
¿quiere que le diga? ¡Me ha gustado! Son suyos los carros y aquí
tiene ya los trescientos pesos, porque un hombre como usted no puede
andar sin dinero donde tantos bribones cargan los bolsillos repletos.
Sacó la cartera, se los entregó en billetes, y éste fue el primer
dinero –y el primer amigo– que obtuvo Marcos Vargas por el camino y
ante la vida.
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amor doloroso, de calidad más noble que el simple apego que hace en-
tonar el canto, y escuchando al hombre maduro entraron en el alma del
joven aires que luego harían borrascas.
Y esto dijo Ladera:
—Pero no hablemos más. Mire lo que viene allí.
Lo que venía –y a menudo suele encontrarse por los caminos del
Yuruari– era una res destinada al consumo de algún caserío vecino,
atada a la cola de un burrito por un cabo de soga que le traspasaba la
nariz perforada y sangrante y con la cabeza enfundada, salvo los cuer-
nos, en un trozo de coleta. La conducía un hombre a pie, aunque en
realidad el conductor era el burrito que, adiestrado para este oficio,
trotaba por delante de ella zigzagueando, para quitarle con el aturdi-
miento del rumbo incierto toda gana de cornearlo que pudiese traer.
Y Manuel Ladera explicó por qué había dicho que no había que
hablar más:
—Ahí tiene la historia de Venezuela: un toro bravo, tapaojeado
y nariceado, conducido al matadero por un burrito bellaco.
A lo que replicó Marcos:
—¡Ya ve, don Manuel! Eso es lo que yo llamo calzarse a la me-
dida. En el colegio de Ciudad Bolívar quisieron meterme en la cabeza
la historia escrita de Venezuela y nunca logré entenderla, mientras que
ya me la explico toda.
—Por algo se ha dicho que el viajar ilustra. Aunque sea por es-
tos caminos.
Y entretenidos con estos tópicos cabalgaron un rato.
—¡Mire! –volvió a interrumpirse Ladera–. ¿Ve esas manchas de
sangre en esa laja?
—No serán de los frailes de las Misiones, supongo.
—De un pobre negro de las minas de El Callao a quien asesina-
ron ahí anteayer. Lo traían preso, codo con codo. Un comisario de nom-
bre Pantoja lo conducía a Ciudad Bolívar y al llegar a este sitio lo baleó.
Dice que el negro lo atacó, pero no me explico cómo, pues estaba mania-
tado, y así lo vi después de muerto, viniendo yo de "La Hondonada".
Detrás de aquella vuelta oí los tiros.
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Juan Solito
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Ése jué, don Manuel, el acomodo que Dios les dio a sus cosas y
Juan Solito no pué trastorná las leyes del mundo. Él tiene que decí pri-
mero, adresmente, voy a matá al tigre, pa dispués hacerlo. Pero antes
con antes tienen que habele dicho: –Juan Solito, mátame ese tigre que
me está comiendo lo mío–.
Porque eso de lo mío y lo tuyo, don Manuel, son cosas que no se
le ocurren por su cuenta a Juan Solito. Él las escucha mentá y las repite
no más. Allá ca uno con lo que le parezca claro, siendo turbio. Pero en
el caso presente, como ya él está trincao de palabra con usté, lo que hará
esta noche será amarrale la güella al renco, pa paralo ande se encuentre
a esa hora y punto, de mo y manera que no puea llegá hasta "La Hon-
doná".
Déjelo de mi cuenta y váyase tranquilo, que el renco no le mata
más becerros.
—¡Amarrarle la huella! –intervino Marcos Vargas–. Explí-
queme eso, viejo.
Pero como el cazador se limitara a sonreír, Ladera advirtió:
—A Juan Solito no se le arranca nunca una palabra respecto a
sus secretos profesionales.
—¡Jm! El que aprendió callao, callao enseña, don Manuel.
—¿No le digo? Bueno. Juan Solito, voy a pagarte de una vez
para que las causas vayan delante de sus efectos.
—Usté no ha entendío, don Manuel. No es que Juan Solito
haiga querío cobrarle por anticipao, pues ya debe de sabé que él no tiene
esa costumbre.
—Ya lo sé, hombre. No tomes a mal mis palabras. Te pago ade-
lantao porque ya puedo considerar que el renco es tigre muerto, y porque
llevando el dinero encima es más cómodo para mi salir de eso de una
vez.
—Eso es otra cosa.
Y luego las palabras sin las cuales no tomaba nunca el precio
de su trabajo.
—Venga el oro, que en las manos de Juan Solito no se quedará.
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III
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estaría de más que le echaran el agüita que ustedes saben. Váyanse esta
noche por casa para presentárselo.
Y las ventanas despedían risas para las bromas de don Manuel
y miradas para el forastero de años mozos y presencia gallarda. Porque
en Upata, que del tránsito vivía, también el amor tenía que poner sus
esperanzas en el paso de los forasteros.
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Vellorini Hermanos
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Claro de luna
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rubia melena y dejando entre sus amigas, bajo el disimulo de los co-
mentarios risueños, esa mezcla de admiración y de rencor que inspiran
los espíritus afortunados y llenos de sí mismos, cuando además poseen
el don de la gracia.
—¡Ah, muchachita loca! –comentó la señora Ladera, para ex-
culparla ante Marcos–. Hace y dice cuanto se le ocurre.
—¿Loca? –rectificó don Manuel–. La sangre corsa que le corre
por las venas. Esa gente sabe ir siempre derecho a lo que se proponga.
Rato después se disolvía la tertulia y las amigas de las Laderas
regresaban a sus casas en silencio, suspirantes, de tanto haber reído y
porque para noches románticas, las noches de luna de Upata...
Los techos de palma, los árboles quietos, el alto peñasco, los
montes lejanos... Pero ya no se oían las guitarras, ni los bandolines...
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IV
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Los Ardavines
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Ases y suertes
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El fantasma encarnado
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¿Verdá, coronel?
—Así parece, por lo menos.
—¡Jm! Pero... como dice el dicho que perro viejo late sentao...
—Ya tú sabes de qué gallo se trata –completó Ardavín, displi-
cente.
—Y usté también posiblemente.
Como que algo va a jugarse también en su pata.
Sospechaba el zaino ladino –espaldero que había sido del gene-
ral Miguel Ardavín cuando éste fue gobernador del Territorio Amazo-
nas, de donde se lo trajo consigo bajo el nombre de Pantoja, y a cuyo
servicio continuaba aunque aparentemente al de las autoridades del
Yuruari– que lo del gallo debía ser algún recado en clave, acaso rela-
cionado con los proyectos revolucionarios que se le atribuían al caudi-
llo, ahora apartado del poder, pues no era la primera vez que en casos
semejantes le confiaba parecidas encomiendas, y como suponía que José
Francisco debía de estar en el secreto y la ocasión era propicia para
arrancárselo –con lo cual tendría prenda para hacer valer en un mo-
mento dado– dijo todo aquello.
En realidad, José Francisco estaba en el secreto de los planes
de Miguel, aunque sólo de una manera general y vaga, y ahora compar-
tía las sospechas del comisario respecto al gallo del recado; pero al
mismo tiempo acababa de ocurrírsele una idea suya y la manera de
deslizarla al cobijo de aquel sobreentendido. Y preguntó, con entonación
ambigua:
—¿Conque una libra esterlina necesitas para ponerte en camino
a desempeñar esa encomienda del general y él mismo te dijo que vinie-
ras a pedírmela por cuenta suya? ¿No será poco. Cho... –este que digo–
Pantoja? ¿Poco flete para tanta carga?
—¡Jm! ¿Me lo pregunta a mí, coronel? Porque, francamente, el
"este que digo" ese...
Y José Francisco, como si no hubiera oído estas palabras, pro-
siguió desarrollando su plan:
—Voy a darte cuatro, que es todo lo que tengo a mano por el
momento. Cógelas tú mismo de mi monedero, ahí en la blusa.
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misterioso hablador de las selvas del Sipapo, del aéreo palacio del ca-
cique Manoa, del trágico Dorado en pos del cual sucumbieron los con-
quistadores, bajo el ademán perdicionero del brazo del indio, siempre
tendido hacia un más allá.
Y las lecturas místicas, a cuyo influjo muchas de aquellas pa-
labras adquirieron para su fantasía un sentido religioso. Eravato, Ma-
revari, Doraima, Duida fueron para él ríos y montes de una tierra sa-
grada, que no podía imaginársela sino bajo los resplandores de un cre-
púsculo trágico y, al mismo tiempo, palabras cabalísticas de una gran
voz que clamaba en el desierto.
Más tarde comprendió que el sentido dramático no residía en
los vocablos mismos sino en el dolor de las cosas designadas o sugeridas
por ellos. El drama de la selva virgen, la llanura solitaria, el monte
inexplorado y el río inútil, grandioso panorama de epopeya en cuyo
vasto silencio se perdían los gemidos de una raza aniquilada y no bien
sustituida todavía. Pero estas mismas nociones positivas continuarían
recogiendo los fulgores de aquellas lumbraradas místicas:
las calamidades de aquella región substraída al progreso y
abandonada al satánico imperio de la violencia, eran de la naturaleza
de las maldiciones bíblicas.
Ya estaba ante aquellos panoramas; pero no iba en plan de
aventuras ni siquiera impulsado por la curiosidad de conocerlos. La
vida lo había formado sedentario y de aquellas ansias viajeras que tan-
tas veces lo inclinaron sobre el mapa, las que entonces no hubiesen ha-
llado plena satisfacción con la marcha del índice a lo largo de las líneas
sinuosas de los ríos, la encontraban ahora con el reposado estar en un
punto de cruzamiento de otras vías por donde discurrían el panorama
y su vida: la silla del telegrafista ante el aparato que recogía y trasmitía
los mensajes y las noticias. Era una forma de vagar y una manera de
percibir las voces clamantes en el desierto.
Ahora lo habían destinado a la estación de San Félix y allí es-
taba contemplando los saltos del Caroni.
Uracapay, Macagua, Picapica, Resbaloso, Purguey, Cachamay,
Bagre Flaco, La Boquita, El Ure, los nueve despeñaderos por donde se
precipitaba el hermoso río, ya en el término de su curso, eran una escala
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VI
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El poder moderador
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descubrir el tesoro había que excavar hasta que apareciera una flecha
de hierro forjado, indicadora de la dirección que debía seguirse para
dar con el muro subterráneo donde había una cripta en la cual se ha-
llaría, dentro de un cofre, una llave correspondiente a una puerta si-
tuada más adelante y por donde se pasaría a una galería que se prolon-
gaba hasta las orillas de la referida laguna y hacia la mitad de la cual
se encontraría una hornacina con una calavera.
De aquí no pasaban las indicaciones dibujadas en el perga-
mino, pero debajo de la calavera, que sí venía pintada, había esta enig-
mática leyenda:
"Por sus cuencas vacías la Muerte contempla el principio y el
fin de las vanidades del mundo" Y "El Españolito" explicaba:
—¡Míe usté! Er principio y er fin de las vanidades der mundo
es er dinero, el oro. ¿Sabe uzté? Y la frasesita esa quié decí que pa en-
contrá er de marras hay que seguí la dirección de la mirá e la calavera.
¡Bueno! Esto de la mirá es un decí. ¿Sabe uzté?
—Pero todo eso es muy vago, Españolito –habíale replicado el
propietario de los terrenos donde se debía excavar–. Eso no es un plano,
propiamente.
A lo que repuso el andaluz:
—¿Es que se figura uzté que los frailes de mi árma iban a plantá
un poste con un letrero mu gordo, mu gordo, que dijera: aquí está el
tesoro? ¡Amos, anda! ¿No sabe uzté que los frailes han sío siempre unos
tíos mu listos? Claro que to esto es un poco vago –quitémosle argo ar
superió decí de uzté–, pero póngase en er caso y comprenderá que los
pobresitos de mi arma no tuvieron lo que se dice tiempo de hacernos un
plano con nortesú, escala, rosa e los vientos y toda la pesca. ¡Vamos, lo
que se dice un plano! Pero indicaciones precisas no fartan. ¡Fíjese uzté!
Una flecha, una cripta –que yo propiamente no sé lo que signifique eso,
pero que argo tié que sé– un cobre, una llave, una puerta, una galería,
una hornacina, una calavera... ¡Amos, anda! Si hay má de lo que suele
habé en estos planos de tesoros sepultaos! Lo que fartan son los lingotes
de oro y ésos tal vé no los pudo pintá el pobresito fraile porque no ten-
dría tinta amarilla, ni tiempo pa procurársela antes de que llegara er
Piar.
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otro socio que se las dé y con el cual usted parte su mitad –porque la
otra mitad sería mía en todo caso–, yo no tengo inconveniente en permi-
tirles las excavaciones, siempre que las costeen ustedes, por supuesto, y
me garanticen los daños y perjuicios.
Así las cosas, buscando el andaluz capitalista y el terrateniente
haciendo excavaciones de tanteo, por si acaso, transcurrieron varios
días y ya el timador veía fracasada su diligencia cuando ocurrió la
muerte de Manuel Ladera y se produjo la natural indignación pública.
Pero el general Miguel Ardavín, a quien le comunicaron por te-
léfono aquella misma noche que en Upata las cosas estaban que ardían,
conocía bien a su pueblo y era ducho en el arte de desviar y frustrar los
sentimientos colectivos y para ello salió de "Palmasola", muy a madru-
gada, aquel mensajero cuya comisión secreta intrigara al mayordomo
del hato.
Aquella misma tarde, momentos antes del entierro de Ladera,
recibía en Upata "El Españolito" una carta del propietario de los terre-
nos ya famosos, en la cual le "confesaba" que haciendo excavaciones
"por no dejar", había encontrado un trozo de hierro que debía de ser la
flecha indicadora a que se refería el plano, pero como éste no estaba
realmente "sino en su cabeza", le pedía que se trasladara inmediata-
mente al terreno y le enviaba adjunta una letra a su favor, contra C.
Hilder_&Co. de aquel comercio, a quince días vista y por la cantidad
exigida a cuenta de la mitad del tesoro.
Se quedó de una pieza "El Españolito".
—¿Si irá a resultá –se preguntó– que yo he sío adivino ar dibujá
ese plano? ¡Míe uzté que no deja de tené grasia que en tantos años de
vida arrastrá como llevo por el mundo no haya descubierto antes que el
hijo de mi mare tenía ese don! ¡Si yo no he hecho sino poné en ese pre-
gamino lo que oí referí al "Lagartijo de Triana" cuando regresó allá
con las onzas de oro que se ganó por estas tierras toreando desde el bur-
laero! Pero el socio dice que ha encontrao la flecha y tó pué sé. ¡Vamo
allá, Españolito! ¿Qué pue traé que no lleve? Como dicen por aquí.
Se divulgó la noticia, corrió por todo el pueblo, desplazó de los
espíritus la indignación por el asesinato de Manuel Ladera y allí mismo
empezaron a correr los rumores que ya no pararían.
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VII
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Nostalgias
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Promesas
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tratar, como compren derás, pero que no debo ocultártelo. Ya mis ami-
gas –no ésas de enfrente, sino las de al lado, que también me quieren
mucho– me han traído el cuento de que por la calle se dice –fíjate bien:
por la calle, ¡por donde juega el viento con las basuras!– que pronto se
les volverá a presentar trabajo a los espalderos de José Francisco Arda-
vín, si no a él mismo en persona.
¿Te explicas? ¿Sabes ya?
—Sí –respondió Gabriel.
Ahora se explicaba también por qué se había empeñado Marcos
Vargas, aquella misma tarde, en que aceptase el regalo que quería ha-
cerle de su revólver, por haberse comprado otro, díjole. Tuvo que acep-
társelo, atribuyendo el móvil del obsequio al deseo de darle una muestra
de amistad con prenda que hubiese sido de toda su estimación y accedió
con la sonrisa irónica en el rostro, mientras Marcos le hacía prometerle
que lo llevaría siempre consigo, como era prudente por allí en todo caso,
salvo que en esto no lo complacía en ese momento, ni pensaba compla-
cerlo.
—¿Es odioso, verdad? –insistió Maigualida, que para hablar de
aquello había tenido que sobreponerse a las más íntimas delicadezas de
su alma.
—Realmente odioso.
Pero de la absurda conjunción de circunstancias, por partes
iguales e indiscernibles, lo íntimamente deseado y lo que de algún modo
tenía que ser ya contagio del ambiente saturado de afirmaciones de
hombría, apareció en boca del razonable Gabriel Ureña esta pregunta
que interrogaba y desafiaba al callado amo y al brutal destino:
—Pero ¿si prefiriera hacer precisamente lo contrario de lo que
me aconsejas? Bajo la mirada fija en sus ojos y ante la evidencia dulce
y tremenda de lo que prometían aquellas palabras, manó un momento
en silencio recóndito la fuente sellada.
Un instante apenas, pero en el cual se insertaban, holgada-
mente, inolvidables días de quince años atrás, los del amor primero e
inconfesado.
Mas en seguida se sobrepuso la que no podía amar sin dar la
muerte.
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—Ya se fueron.
No se habían alejado mucho de la esquina cuando otra voz sur-
gió de la oscuridad envolvente, en la cual se destacaba una voluminosa
sombra blanca en el umbral de un portón. Una voz cachazuda, de hom-
bre viejo, gordo y bondadoso:
—¿Qué hubo, Ciriaco?
—Nada, general –repuso Childerico, a cuya tertulia pertenecía
aquella voz–. Vamos bien.
—Me alegro –dijo la sombra, y se metió en su casa.
—Vamos bien –murmuró Ureña–.
¿Luego se esperaba que no lo fuéramos? A lo que repuso Childe-
rico, produciéndose:
—¡Esperar! ¡Cuán profundamente humana es una palabra!
¿Verdad? La vida no es sino esperar: se espera cuando se teme, se espera
cuando se quiere. ¡Siempre se espera!
—Pero quizás el amigo Ureña –intervino el guasón de Artea-
guita– no se esperaba todo eso.
—¡Quite usted, amigo Arteaga! –exclamó Childerico–. Hay ho-
ras de chistes y horas de palabras graves. Yo soy de mío inclinado al
buen reír, pero quizá el amigo Ureña no lo sea tanto y va usted a vio-
lentar su naturaleza obligándolo a celebrar esos juegos de palabras que
lo hacen a usted tan estimable y tan agradable... ¿Ve usted, Arteaga?
¡El amigo Ureña se ríe a carcajadas! ¡Él, que de suyo es una persona
dulcemente grave! Óigalo usted. ¡Fijese, Arteaga, en lo que ha hecho!
¡Los extremos a que lo ha obligado!
—No lo haré más –prometió el chistoso–. Estoy profundamente
arrepentido.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Hay que reír! ¡Hay que reír! Pero decía usted,
amigo Ureña... O mejor dicho: murmuró usted una frase, repitiéndola,
que tal vez lo hizo pensar muchas cosas. "Vamos bien" fue la frase. En
realidad no es sino una manera nuestra de contestar al saludo que se
nos dirija; pero penetrando hasta el fondo de la cuestión, hasta el sen-
tido oculto que tienen todas las cosas, aun las más triviales, hay cierta-
mente algo de, ¿cómo diremos?..., algo de santo y seña en ese "vamos
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La Bordona
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cuándo no. Que como a mi me gusta tanto todo lo que sea vulgaridad.
¡Como ellas son tan písticas!
—¡Canfínfora, písticas! ¿Qué significa eso, Bordona?
—¡Babieca! ¿No sabes lo que es una canfínfora? Un regaño en
cayapa como el que ellas me dieron.
Y pístico es lo que te estás poniendo tú también desde que te has
hecho amigo de Gabriel Ureña, que habla con esa... prosopopeya. ¿No
es así como se dice? ¡Y a propósito de Ureña! Dile que se deje de esa
risita con que mira cuando suelto alguno de mis disparates, porque se
me va a hacer antipático y yo deseo quererlo mucho porque es buen
amigo tuyo –hace unas magníficas ausencias de tu persona– y porque
va a ser primo mío, por parte de Maigualida. ¡Yo tengo una vista, chico!
—Le diré todo eso.
—Pero déjame seguir mi cuento.
Me dijeron mis hermanas que ya se habían fijado en ciertas co-
sas y se las iban a soplar a papaíto. Que habían reparado en que me
pongo pálida y me azoro toda cuando oigo mencionarte. Porque es ver-
dad, chico: en cuanto no más oigo decir Marcos Vargas, ya eso es con-
migo y empieza a salírseme el corazón por la boca. De tal modo que de
esto me va a resultar una aneurisma, por lo menos, y de repente me voy
a quedar muerta como una pazguata. Pero ¡es que te quiero tanto, chico!
¡Tanto, tanto, tanto!
—¡Apaga, Bordona, que ya la ventana está echando humo!
—¡Odioso! ¡Bicho antipático! ¡Me dan unas ganas de matarte
cuando me sales con eso! Es que tú no me quieres como yo a ti. Ya estoy
viendo que voy a ser muy desgraciada, porque tú todo lo tomas a broma.
¡Mentira, chico! Voy a ser la mujer más feliz de toda la redondez del
mundo. ¡Déjame tocar madera! ¡Si de sólo imaginarme que pueda su-
cederte algo ya estoy como loca! ¡No te figuras lo que me hace sufrir la
idea de que ese bandido de José Francisco la coja algún día contigo! No
te metas con él, chico. Prométemelo. ¡Júramelo! Mira que ese hombre es
muy traicionero. ¡Mi pobre padrino Ladera! Pero te digo también otra
cosa: te tiene miedo. Papaíto dice que le metiste las cabras en el corral.
¡Lo orgullosa y oronda que me pongo cuando oigo decir que tú eres un
esto y un aquello! Pero tú eres malo, chico. ¿No ves eso que le hiciste al
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duelos como nosotros los viejos, que ya tenemos el corazón hecho para
el sufrimiento. Digo mandarlas, porque yo no podré alejarme de aquí
en estos momentos, entre otras cosas, por causa de la administración de
los bienes de Manuel, que María quiere entregármela, como ya sabes, y
porque tú, que nunca has querido decidirte a atravesar el mar, menos
querrás hacerlo ahora.
Nada podía parecerle tan inoportuno a Berenice como la sepa-
ración de las hijas en aquellos momentos aflictivos, sobre todo la de
Aracelis, su predilecta, por más amorosa, y más suya, más de su sangre
y su tierra, pues las mayores se inclinaban hacia lo paterno extranjero
y no tenían aquella bondad comunicativa de la Bordona; pero ya Bere-
nice sospechaba de dónde vendría aquella determinación intempestiva
–pues aunque el marido le diera la forma de una consulta, conforme a
su costumbre de contemporización conyugal, no era en realidad sino
cosa ya decidida por él– y como en este caso para nada valdría su pare-
cer en contra, se limitó a preguntar, ya resignada:
—¿Y con quién piensas mandarlas?
—Podríamos confiárselas a José. ¿No te parece? José está nece-
sitando un viajecito a Europa, pues no anda bien de salud aunque se
empeña en ocultarlo. Serán tres o cuatro meses que se pasan pronto.
¿No te parece?
—¡Qué ha de parecerme! Que ya tú lo has resuelto así.
—Después de haberlo pensado bien. No te quede duda, hijita.
Ustedes las madres, por ser más amorosas, resultan más egoís-
tas.
Dicho sea sin intención de censurarte el natural deseo de tener
contigo a tus hijas en estos momentos.
Y aquel mismo día, a José, que con motivo del duelo hallábase
en Upata:
—He decidido que te des un paseíto por Europa en este verano.
Prepárate para embarcarte, junto con las muchachitas, en el
próximo vapor francés que pasará por Trinidad alrededor del 20 de este
mes.
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plata en el bolsillo, contimás siendo oro de ley. Más vale prevenir que
castigar, dice el manual del buen gobernante que usted está escribiendo
en los ratos desocupados. ¿No es así, bachiller? El secretario cumplió la
orden y cuando los mineros detenidos quisieron protestar en su traba-
lenguas de antillanos ingleses:
—¿Qué malo estaba haciendo yo, chico? ¿Por qué me mandaste
arrestá con pulicía? Aquél les repuso:
—¡Que hoy se vence el plazo del macho! Y no averigüen más
porque es peor. Veinticuatro horas de arresto por escándalo en la vía
pública o una libra esterlina de multa por cabeza, dicen las ordenanzas
municipales. De modo que ustedes dirán qué prefieren.
Prefirieron pagar la multa –no era la primera vez– y así pudo
Apolonio Alcaraván salir de su compromiso. Y rió más que nunca, ex-
clamando:
—¡Ah, bachillercito ocurrente ese secretario mío! ¡Y después di-
cen que los plumarios no sirven para nada! Si materialmente le adivi-
nan a uno el pensamiento... A ese mío no lo cambio por otro ni que me
revuelvan encima.
Y todo El Callao rió junto con él.
—¡Cuaj, cuaj, cuaj! Una tarde, paseando en su macho por los
alrededores de la población, se encontró de camino con un forastero mal
trajeado y cara de pícaro hipócrita, pero de las que a él ya no le metían
gato por liebre.
—¿De dónde la trae, amigo? –le preguntó emparejándosele.
—Del oriente del Guárico, por no decir de ahí mismito –respon-
dió el caminante, arrastrando demasiado su acento llanero, tal vez por-
que ya venía arrastrando los pies.
—¿A pie desde la tierra de las bestias buenas?
—¡Para que vea, compañero! Al píritu y con el hambre por bas-
timento.
—¡Ah, caramba, amigo! ¡Mire que usted es dejado! ¿Y esa ma-
gaya para qué es? Una gallina por lo menos, que nunca faltan por esos
ranchos del paso, traería yo en ella.
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luego. ¿Dice usted que mañana mismo sigue su viaje para Tumeremo?
¿No fue eso lo que me dijo hace poco? Pues se va con la fresca de la tarde,
en vez de coger camino de madrugada y en la mañana nos celebra el
"Lignum Crucis". Aquí la gente es muy piadosa, a pesar de todo, y el
platillo de esta parroquia no es de limosnas de a centavo, sino de libras
esterlinas. Yo me encargaré de que resulte ese amén que acaba de soltar
usted.
Al sacristán –con el hambre que llevaba, el sol que había cogido
por el camino y las cosas que estaba oyendo– le daba vueltas la cabeza
y no acertaba a dilucidar qué clase de hombre era aquél, ni qué se pro-
ponía con todo aquello.
Pero Apolonio continuó:
—Por supuesto que... ¡En fin! Usted sabe que los hombres de
mundo somos interesados y no le voy a ocultar que me vendrían bien la
mitad de las esterlinas que caigan mañana en el platillo.
Y ya no le quedaron dudas al de a pie de que el de a caballo
fuera realmente el jefe civil del lugar.
Y todo lo vio claro, sencillo, perfectamente explicable.
—Es muy natural –dijo, poniendo ya la voz untuosa que al caso
convenía–, Muy justo, además, si a ver vamos.
—¡Ya lo creo que lo veremos! En El Callao yo doy la pauta y la
primera libra que va a caer en el platillo va a ser la de un servidor. Que,
por supuesto, ésa no entrará en el reparto.
—¡No faltaba más, general!
—Coronel, por el momento –corrigió Apolonio.
—Dios mediante, pronto habré tenido razón al equivocarme –
lisonjeó el de la magaya, cambiando su estilo llano de sacristán por el
revesado, que le parecía más canónico.
Pero al coronel Alcaraván no le daban por liebres sus propios
gatos y conservando de la farsa lo que fuere menester para defenderse
ante el obispo, llegado el caso, repuso socarronamente:
—Yo sigo teniéndola sin haberme equivocado al decirle a usted
que tenía cara de presbítero, ¿ver dad? Pero volviendo al negocio con-
certado: no conviene que entre en el pueblo con ese traje de paisano y
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esa facha. Métase por estos montes mientras yo llego y le mando una
bestia y una navaja de afeitar para que se ponga en carácter con todo y
sotana.
—La cosa es que no trago teja –advirtió el sacristán– y este pa-
jilla no es muy canónico, que digamos.
—Le mandaré también un jipijapa. Yo he visto mucho cura con
jipijapa por estos caminos.
—¿Y no le parece, coronel, que sería bueno que me mandara
también algo a cuenta, para no llegar tan arrancado?
—¡Ya me pegó el machete el presbítero! ¿Primicias no llaman
ustedes a estos anticipos? Ahí van dos libras, que con una que echaré
mañana en el platillo serán tres que no entrarán en el reparto.
Cayeron muchas, el sacristán haciendo muy bien su papel y
Apolonio esfuerzos sobrehumanos para no soltar la risa.
Se desahogó a sus anchas después de los oficios, cuando obse-
quió con champán, copiosamente, a los mismos dadivosos timados. Pero
aunque le hacía cosquillas el deseo de explicarles de dónde había sa-
cado el dinero con que los agasajaba, hubo de contentarse –por aquello
de las posibles complicaciones con el obispo– con ponerlos recelosos a
fuerza de tanto reír sin motivo a la vista.
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Estampa negra
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Pero el oro se escondió bajo el suelo, huyó por las vetas hacia el
centro de la tierra donde resplandecen sus doradas mansiones. Porque,
según la leyenda aborigen, el oro aborrece al hombre y sólo se asoma a
contemplar el sol cuando aquél no está por allí, en las calladas playas
de los ríos solitarios, al umbroso misterio de la selva inhollada.
Mas entre aquellos hombres algunos conocían los caminos del
oro y dijeron:
—¡Por aquí va! Y otros:
—¡Sigámoslo! Y en pos del fugitivo soltaron la jauría de los so-
cavones.
Tierra adentro, la jauría estuvo ladrando mucho tiempo, día y
noche, sobre las huellas del dios esquivo, mordiéndole los dorados talo-
nes. La azuzaban hombres negros de ojos muy blancos en la obscuridad
subterránea, de brazos muy largos con músculos recios. Anti llanos de
las Antillas inglesas, africanos de América, que siempre fueron perreros
de aquellas jaurías.
A veces éstas se revolvían contra ellos y en las dentelladas al
dorado talón les mordían la carne, les trituraban los huesos...
Pero ¡qué podían valer unos negros, habiendo tantos en Trini-
dad, en Barbados, en Saint Thomas!...
Ya arribarían a Puerto de Tablas, atestados de ellos, otros va-
pores ganaderos. Como cuando aquellos galeones de maldita memoria
volcaban el África en las costas de América.
¡Aquello fue grande! Nunca más se verían en el Yuruari tiempos
tan felices como los del famoso "oraje". ¡Cómo trituraban montañas de
cuarzo las masas de acero de los pilones fragorosos! ¡Cómo rugían las
hirvientes calderas del pecho del monstruo!... Ciento veinte potentes
morteros pulverizaban la roca, día y noche, un año tras otro; no daban
abasto las planchas de cobre azogado que apresaban el oro; no llegaban
a enfriarse los crisoles ni tenía descanso el correo que conducía los mi-
lagrosos lingotes, a lomos de mulas en numerosas recuas y se iban for-
mando cerros con las arenas tiradas.
Y junto a la mina se fue poblando El Callao. Con aquellas ne-
gradas –más sangre de África para el mestizaje venezolano– y con los
aventureros y sus parásitos, que de todas partes acudían. Unos con la
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Mas había quedado alguno de los pilares que sostenían las ga-
lerías y los hombres codiciosos ordenaron:
—¡A extraerlo! Minaron la mina, y el agua negra, sucia y fea
del Yuruari se precipitó dentro de ella y la inundó. ¿Cuántos negros
perecieron allí? ¡Quién iba a tomarse el trabajo de sacar la cuenta! Se
vinieron abajo las enormes calderas del pecho del monstruo, se desarti-
cularon las muelas fragorosas y mordieron el polvo del derrumba-
miento. Un estruendo de años se convirtió de pronto en silencio.
Entre los escombros comenzó a crecer el monte: el ñaragato es-
pinoso, la amarga retama...
Acerca de aquellos pilares que quedaron en pie, sobre los cuales
se asienta El Callao, corre la leyenda de que son de oro macizo, sumer-
gido en el agua negra, sucia y fea.
Oro también contenían, en gran cantidad, las piedras con que
se construyó el edificio de la Compañía y el muro que lo rodeaba y las
que pavimentaban una calle que bajaba hasta el río, y de aquellos des-
perdicios del emporio estuvo viviendo algún tiempo la población.
Oro también contenían, como para enriquecer a muchos, las
arenas tiradas, que ya formaban cerros, y para explotarlas por el pro-
cedimiento de cianuración, que no conoció la empresa antigua, se formó
una nueva, de píngües rendimientos.
Ahora había otra mina, más allá del pueblo, pero allí el mineral
no era tan rico. Sin embargo, siempre se espera que algún día vuelva a
encontrarse la fabulosa veta perdida. El Yuruari es un río de aguas
negras, sucias, feas; pero arrastra arenas de oro, y desde algún prodi-
gioso yacimiento debe de acarrearlas.
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El varadero
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más familia que ese chino viejo que le siembra los repollitos y las lechu-
guitas que él gusta comerse fresquecitas. Tiene además una cocinera
alemana y come carne palante y del botiquín de El Morocho le mandan
cerveza fría, toda la que quiera. ¿Qué más, chico? ¡Así es la cosa! Míster
Davenport se siente contento en su varadero.
Tenía también –y ya le costaba buen dinero– el capricho de im-
portar mulas de su país, unas mulas de gran alzada, sobre las cuales
su corpulenta humanidad alcanzaba proporciones imponentes, y para
alimentarlas cultivaba pastos seleccionados en la mayor parte de los
terrenos de su finca. Pero las bestias no resistían el clima y ya eran
muchas las que se le habían muerto, sin que por eso desistiera de ser-
virse de ellas solamente, y en reponerlas se gastaba grandes sumas.
No obstante su predilección por la cerveza helada, que de El
Callao le mandaban diariamente, en considerable cantidad, del boti-
quín de El Morocho, también importaba "whisky" en barricas, para su
consumo personal y copioso regalo de sus amigos, que a menudo orga-
nizaban terneras en "El Varadero".
Pero Mr. Davenport poseía, además, condiciones verdadera-
mente estimables. Era dadivoso con el que de ello tuviera menester, ser-
vicial con el amigo –excepto sus mulas, que a nadie, ni por nada del
mundo, se las prestaba– y cultivaba veleidades de médico, especial-
mente en casos de disentería, muy frecuentes por allí, en los cuales se
instalaba a la cabecera del enfermo –con mayor ahinco si era gente que
careciese de recursos, campesinos o jornaleros o sus mujeres o sus hijos,
que de otro modo habrían muerto de mengua– y administrándoles una
fuerte dosis de ipecacuana, ayudada con otra de opio –de una bola que
para el efecto siempre llevaba consigo, cuando recorría los campos de la
región– sacaba su reloj y le decía al paciente, sugestionándolo:
—Tú no vomitas esta cosa porque tú eres un palo de hombre (así
fuese mujer o niño el enfermo). Tú aguantas esto dentro de tu estómago
una hora por mi reloj y estarás curado de bola.
Y eran muchos los que así había salvado de la muerte.
Allí estaba Mr. Davenport, a la sombra de la arboleda de sus
mangos –bajo la cual difundía apetitoso aroma la ternera en los asado-
res, en torno al fuego atizado por el chino viejo– con su roja faz risueña
y ya de blanco barbada, envuelta en la olorosa nube del humo de su
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mandan poderes a dos amigos suyos, uno de ellos el birote del musiú
que está contándole esta cosa, y cuando se estaba celebrando el matri-
monio civil en la sala de la casa de las novias, me da con un codo en mi
brazo la de Néstor, a quien yo le estaba amarrando el bongo sin saberlo
y me dice, muerta de risa:
—"Voltee para la ventana y vea quiénes están en la barra"–.
¡Estos dos sinvergüenzas, presenciando sus matrimonios como simples
espectadores y burlándose de nosotros los que estábamos haciendo el
papel de birotes! ¡Y yo, que por haberme metido en los corotos, mi estaba
ajogando dentro de aquella levita que mi había puesto! ¡Carache! Y el
jefe civil, este mismo bribón de Apolonio, que entonces estaba cortando
hasta por el lomo en Guasipati y estaba en el secreto de la mamadera
de gallo, preguntándome muy serio si yo tomaba por esposa y por mujer
a la muchacha. Me dejé de zoquetadas y le contesté:
—Pregúnteselo a Néstor, que está en la barra. Yo aquí no estoy
haciendo sino el papel del que amarra el bongo, que tú sabes cuál es–.
Por supuesto, ese día corrió el champán por la calle.
Ahora corría el "whisky" bajo la arboleda de mangos, mientras
el chino volteaba los asadores donde el fuego sazonaba la olorosa ter-
nera, y era un cuento tras otro, del inagotable repertorio del buen hu-
mor, a veces infantil, con que aquellos hombres alternaban la reciedum-
bre aventurera, para aturdirse contra la acción enervante del medio que
los rodeaba o para no escuchar las internas voces acusadoras que pu-
diesen atormentarlos.
De pronto se hizo el silencio.
Por el camino, frente a la arboleda, jinete sobre un caballejo
desmirriado y renqueante, pasaba un extraño caso deplorable que in-
vitaba a reflexiones.
Un joven inglés, de apellido Reed, ingeniero que había sido de
la nueva mina "El Perú" y ahora, carcomido por la tuberculosis bajo la
engañosa apariencia saludable del rojo amoratado de su faz, moraba
solitario y misántropo en un cobertizo de palma, a media legua de "El
Varadero" y a poca distancia del camino que conducía a Tumeremo,
junto a una cañada que por allí atravesaba el agreste paraje.
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—Lo hacemos con todas las formalidades que exija la ley. Nos
buscamos por aquí mismo un par de vecinos que sirvan de testigos, pero
sin pasar de la puerta, para que no se fijen en los detalles, diciéndoles
que el enfermo es de fiebre amarilla. Usted hace un papel con todas las
de la ley y me deja de mi cuenta lo demás.
Mientras Marcos decía esto, Alcaraván contemplaba unas reses
que pacían por una vega frente a la casa. Pasarían del ciento y estaban
gordas... No sería difícil obtener que la india Rosa Arecuna firmase un
recibo por la cantidad razonable que valdría aquel ganado.
—Bueno –dijo, ya también con lo suyo entre ceja y ceja–. Bús-
quese los testigos. El coronel Ardavín no podrá saber sino lo que se sabe
en el pueblo: que el hermano llamó a la autoridad competente para que
lo casara "In articulo mortis". Y si no es de muerte este artículo, yo no
sé de qué será.
Ya regresaban a El Callao.
Ya José Francisco Ardavín no heredaría "Palo Gacho", en cuyo
subsuelo había oro, pensaba Marcos Vargas. Y Apolonio Alcaraván reía
a mandíbula batiente.
—¡Las cosas suyas, amigo Marcos Vargas! Trabajo me costó no
soltar la risa cuando, agazapado usted bajo el catre, le empujó la cabeza
al difunto de abajo para arriba, de modo que pareciera que la movía
otorgando al preguntarle yo si recibía por esposa y por mujer a Rosa
Arecuna. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! A los testigos no pudo quedarles duda de
que el contrayente estuviera todavía en sus cabales. Ahora la india Rosa
está casada por todo el cañón y para anular ese matrimonio será nece-
sario arrancar la hoja del registro.
!Lo que pueden los papeles, Marcos Vargas! ¡Ah, invento bueno!
Yo que me imaginaba que la india no sabría firmar. ¡Pobrecita! Muy
clara puso su firma, con rúbrica y todo. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Pero estas
risotadas, más que el poder del acta matrimonial, celebraban el del do-
cumento de venta de las ciento quince reses que pacían por la vega y que
él se había hecho firmar –por Rosa de Ardavín– mientras andaba Mar-
cos en busca de los testigos. La india o no se dio cuenta de lo que hacía
o ya nada le importaba perder las reses –pues tanto a esto como a la
macabra farsa se prestó pasivamente–, pero el recibo decía que había
percibido el precio en dinero contante y sonante.
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El avance
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—¿Yo?
—Sí, usted. ¿Quién va a ser?
—¡Ah! A mí me llaman Encarnación Damesano, para servirle.
—Esto último está por verse.
¿Ha trabajado otras veces en el purguo?
—¿Quién? ¿Yo? No, señor; pero he oído decí que es un negocio
bueno pal trabajador.
—No tiene usted cara de serlo muy aprovechado.
—¿Porque me ve jipato y un poco carranclón? Eso es hambre
vieja, catire.
—¡No sea confianzudo, amigo!
—Éste que digo: mi jefe. Pero en cuanto me dé usté el bastimen-
tico ya me verá convertío en un lión pal morao, porque allá en el rancho
dejé una mujercita y tres barrigoncitos que me esperan con plata bas-
tante pa sacá las tripas de mal año.
—Bueno. Vaya diciendo lo que necesita.
—¿Lo que necesito? ¡Si por eso juera, mi jefe! Ríenle el humor
los compañeros de cadena que llenan la oficina esperando su turno, y el
encargado de distribuir el avance lo amonesta:
—Déjese de mamaderas de gallo, que no tenemos tiempo que
perder y vaya diciendo a cuánto aspira.
—Bueno, pues. Mándeme a poné unas torticas de cazabe, las
que sean de costumbre pa dentrá en la montaña con alguito que mascá
y un piazo e cecina de la que no tenga mucho gusano, porque a mí no
me gustan esos bichos, y otro güen piazo e pescao salao, morocoto si es
posible, que es mi bocao predilecto, y una botellita e manteca, una poca
e sal, unas libritas de papelón, los ingredientes del paloapique, que ya
usté sabe cuáles son, sin muchos gorgojos los fríjoles, y el cafecito para
prepará la guacharaca y la botellita e caña blanca pa calentame el
cuerpo.
—Quítese esa idea de la cabeza –dícele el encargado–. Aquí no
se da aguardiente.
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—¡Que lo siento, catire! Este que digo: mi jefe. ¡Ah! Y una frazá
de las mejorcitas y un par de alpargatas. Y lo que me haiga olvidao,
que usté lo recuerde mejor que yo, de tanto apuntárselo en la cuenta a
los compañeros de infortunio. Pero eso sí, por vía suyita se lo pido, no
me vaya a encaramá mucho los precios. Mire que yo no tengo sino lo que
ya me vio por encima: hambre vieja. Y ganas de trabajá, que es lo único
que yo pido. Que me dejen trabajá pa ganarme la vida.
—¡Ah, caramba compañero! –exclama en voz baja uno de los
que esperan su turno–. Usté como que está pidiendo demasiado. Si a
uno le dejaran trabajá ya estaba el mandao hecho.
Pero lo oye el encargado y advierte:
—Aquí no sólo se deja trabajar, sino que no se aceptan hombres
que no estén dispuestos a sacar la goma que les fije la empresa.
Y vuelve a tomar la palabra Damesano:
—Por mí no se preocupe, jefe, porque yo me paro en lo mojao y
hago barro en el polvero y cuando digo a trabajá, asina y tó como me
aguaita carranclón y jipato, me pierdo de vista.
—¿Querrá decir que ya lleva la intención de picurearse?
—No, señor. Encarnación Da mesano sabe cumplí sus compro-
misos.
Mándeme llená la magaya y ya verá pión contento. ¡Ah! Que se
me iba a olvidá lo principal. Un frasco de cholagogue y unas peslas de
quinina, porque mi padecimiento es el paludismo y no dejará de pe-
garme en la montaña.
—Como que ése es el pretexto de que se valen todos para que-
darse en la tarimba.
—Ya le digo, mi jefe, que Encarnación Damesano hace barro
ande se pare.
—Que saque goma es lo que interesa. Pero todavía no ha pedido
usted los instrumentos de trabajo.
—¡Ah! ¿Y es que ésos también se los cargan a uno en cuenta?
Bueno, pues. ¡Qué se va a hacé! Cárgueme también las espuelitas y el
mecatico pa moneá los palos y el machetico y tos esos corotos que, según
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Noche de "Yagrumalito"
Hacía varios días que estaba allí José Francisco Ardavín, aca-
riciando los tortuosos proyectos concebidos durante la última entrevista
con el primo, o mejor dicho, imaginándoselos ya realizados –muerto Mi-
guel en el primer encuentro con las tropas del Gobierno, por aquella
bala de la cual nunca se sabría de dónde salió, y él reemplazándolo en
la jefatura del partido– mientras la torva montonera de sus oficiales,
toda congregada en el hato con motivo del avance de la empresa pur-
güera en la cual hacían de capataces, y los peones que bajo la férula de
ellos dejarían allá lo servido por lo comido, se regalaban ahora con dia-
rios y opíparos festines de ternera sobre cuyos despojos se precipitaban
bandadas de zamuros, precursoras de las que luego habrían de seguir
el paso asolador de la revuelta armada.
Y allí estaba aquella tarde el coronel, complacido en aquel am-
biente de facción que por primera vez lo rodeaba –pues su coronelato no
lo había ganado en campamentos, sino que era regalía de segundón de
familia de generales–, meciéndose sosegadamente en su hamaca col-
gada en uno de los corredores del contorno de la casa, cuando sonó el
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teléfono del servicio oficial de que disfrutaban todas las fincas de los
Ardavines.
Sonó, como era natural, de pronto, inesperadamente, estando
silencioso el aparato, entre el cual, instalado en el despacho de José
Francisco y la hamaca donde éste acariciaba sus sueños, había una
ventana abierta por donde la recelosa mirada del soñador bruscamente
devuelto a la realidad de su situación actual saltó a posarse sobre el
artefacto al primer timbrazo; pero sonó tres veces, con llamadas cortas,
enérgicas, imperiosas, que sustituyeron la cosa instalada en la pared
del despacho por la determinada personalidad que maniobraba la ci-
güeña al otro extremo del hilo.
—Miguel –murmuró José Francisco. Y luego a uno de sus ofi-
ciales, el de su mayor confianza, de apellido Molina, que por allí an-
daba y ya venía a atender–: ve a ver qué quiere.
Palabras que, sin haber sido acompañadas de guiñadas de ojos
ni de otras señales de inteligencia capciosa, contenían, sin embargo, un
vasto y minucioso sobreentendido, pues de otro modo no podría expli-
carse por qué tenía que murmurar el oficial:
—Vamos a ver.
Se acercó a Miguel, le dijo que era Molina, oyó en silencio lo que
le hablaba al oído, luego respondió:
—Sí, señor, aquí está.
Y, finalmente, volviéndose al coronel, por la ventana:
—Quiere hablar con usted –le dijo.
José Francisco dejó la hamaca murmurando algo que no se le
entendía y se puso al aparato:
—¡Ajá, Miguel!... ¡Cómo! ¿Cuándo murió?
—Esta mañana –respondió Miguel, y Molina lo oyó claramente,
después de lo cual siguió hablando al oído de José Francisco.
—¿Y por qué Alcaraván no me llamó directamente a mí? ¿Por
qué no me lo avisó inmediatamente? A estas horas ya estaría yo en "Palo
Gacho"... ¡Cómo que para qué! Miguel moscardoneaba fuera del oído de
José Francisco y Molina se retiró sabiendo ya de qué se trataba.
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"tenía" a Parima o éste a él. Por otra parte, el supuesto Pantoja había
sido instrumento de crímenes de Miguel –el más reciente de ellos el ase-
sinato de aquel negro trinitario que conducía preso a Ciudad Bolívar–,
y si la intención del cacique al indicarle que se lo llevara consigo había
sido aprovechar la ocasión para que se le suprimiese, a él le interesaba,
por el contrario, retenerlo en su poder a manera de rehén contra las
posibles maquinaciones de quien "se perdía de vista" cuando iba dere-
cho a lo suyo.
En cuanto al mismo personaje en cuestión, su conducta era real-
mente inquietante. No tomaba parte en los regocijos del vivac; de las
terneras sacrificadas cogía su ración para comérsela a solas; no alter-
naba con los oficiales en las tertulias ni colgaba su chinchorro en el
caney para dormir junto con ellos; pero siempre estaba de ronda por allí
llevándose en pos de su corpulencia taciturna las miradas recelosas en
el silencio que su paso producía. Acaso habría bastado una guiñada de
ojo de José Francisco para que veinte balazos le acribillaran la espalda,
porque nadie lo veía allí con buenos ojos y esto no podía escapársele a
quien así se comportaba. Pero si podía marcharse de allí cuando a bien
lo tuviese y aún no lo había hecho, esto tenía que aumentar la intran-
quilidad de su cómplice, que quería y no podía hacer aquella guiñada.
Ahora se le acercó con plan de astucia, que no era todo ocurren-
cia del momento, diciéndole:
—¿Qué hubo, Cholo Parima?
—Pantoja, coronel –corrigió el hombrón, que nunca estaba para
equívocos y menos parecía estarlo aquella noche.
—¡Sí, hombre! Siempre me equivoco.
—Que no estaría de más que tratara de corregirse ese defecto –
repuso Parima, con un tono que pocas esperanzas de ascendiente perso-
nal aprovechable para sus nuevos planes debió dejarle al coronel.
Pero éste se hizo el desentendido y prosiguió a lo que iba, más
propio del verdadero José Francisco Ardavín y por rodeos que lo hicie-
ran más tortuoso:
—Creí que ya estarías recogiéndote adonde te tocaría dormir
esta noche... Porque en "Yagrumalito" nadie sabe cuándo el pez bebe
agua ni dónde cuelga Pantoja.
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preso, pues había orden de arresto contra él desde esta tarde. Y como
que va buscando el camino de Suasúa.
En esto el jinete se detuvo, descabalgó y penetró en un tabernu-
cho que por allí había. Era la salida de la población, vía de El Dorado,
por donde ya comenzaba el éxodo de las peonadas; camino de la impu-
nidad de la selva para el asesino de Manuel Ladera.
—Pero no te escaparás –murmuró Marcos, a tiempo que aga-
rraba a Arteaguita por el brazo. Y luego a éste arrastrándolo consigo–:
Ven, para que aprendas a manejarte en esta tierra, curándote
de espantos de una vez por todas.
—¡No, chico! –gimió el menguado–. ¿Qué vas a hacer? Avisé-
mosle más bien al jefe civil...
Déjame ir yo si tú no quieres.
Pero ya Marcos Vargas no atendía a razones.
En el tabernucho sólo encontrábanse el dueño, lavando los va-
sos donde tomaron el último trago los purgüeros que ya partían, una
ramera triste, ante el de cerveza ya vacío con que la obsequiaran, y
Cholo Parima, tomando asiento al lado de ella.
—¿Qué van a tomar los jóvenes? –preguntó el tabernero.
—Cualquier cosa –respondió Marcos Vargas–. Cerveza.
A tiempo que Parima, dirigiéndose a la mujerzuela:
—¿Desde cuándo por aquí, Gallineta?
—Hace tres meses, chico. Pero hoy es la primera salida que
hago, porque vine enferma.
—¿Por dónde andabas?
—Últimamente por El Dorado.
Antes por los laos de Chicanán, con "El Sute". Pero me dio la
baja. ¡Qué se hace, chico! Cuando una dice pabajo, ni los perros la quie-
ren para ruñile los güesos.
—¿De modo que na menos que con el amo del alto Cuyuni?
¡Mire, pues!
—¡Cuá! ¿Y qué te crees? Una ha tenío sus tiempos, chico.
—Te tendría bien, por supuesto.
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Ángulos cruzados
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puestos los estrafalarios arreos del purgüero cansado para que éste re-
posase unos momentos o ayudándolos en el conocimiento y fumigación
de las planchas, entre el humazo de los poncherones junto a las tarim-
bas, tanto para evitar el fraude acostumbrado de la piedra para au-
mento del peso o las ligas de pendare o cajimán con que solíase adulte-
rar el balatá, como a fin de aprender cuanto tuviese que reclamarles
bien hecho en defensa de los intereses que se le habían confiado. Y com-
penetrándose con las oscura intimidad de aquellas vidas humildes y
torturadas, cuando los peones descansaban contándose sus tristezas.
En cuanto a la compenetración con la selva, con su misterio fas-
cinante y con la vida formidable y múltiple que palpitaba bajo la quie-
tud y monotonía aparentes, lo aleccionaban los indios de las riberas del
Acarabisi que tenía a su servicio personal, uno, joven y hermoso, de ne-
gra cabellera hasta los hombros, mirada inteligente y habla cadenciosa
y melancólica, pescador y cazador diestrísimo, que así le preparaba ali-
mentación variada, y el otro, ya viejo, que se la aderazaba como le ha-
bían enseñado otros "racionales" de quienes fue cocinero.
Ellos le enseñaron a percibir los mil rumores que componen el
aparente silencio de la selva; a distinguir los que produce el hombre
cuando marcha por el bosque, de los que son producidos por los anima-
les que lo pueblan; a saber, por el ruido del canalete, a distancia, si una
curiara subía o bajaba por el caño o el río. A descubrir la presencia de
aves de color de la fronda, donde el instinto mimético las dejaba inmó-
viles y silenciosas cuando se acercaba el hombre, y la de las bestias, que
a la primera impresión parecían faltar por allí, por las cuevas de los
acures y los cachicamos, los "tajines" de los váquiros hacia el bebedero,
la huella de la danta en los fangales por donde pasó hociqueando
cuando iba sin prisa o en el estrago del monte tupido que rehendió en
su carrera de rebaño asustado, y las del oso hormiguero, del puma y del
jaguar. Y en compañía del joven pescador, a bordo de la concha sigilosa
que apenas rizaba el remanso ribereño, aprendió a distinguir los peces
por el aguaje: los morocotos de carne suculenta, de los sabrosos aymaras
espinosos.
De cacería, iniciándose en las candorosas supersticiones, apren-
dió que la presa no debía sacarse del monte sin la precaución de cortarle
y enterrar las orejas en el sitio donde hubiera caído y atarle luego las
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patas de dos en dos y con cierto bejuco, pues de lo contrario nunca vol-
vería a tropezarse el cazador con otra semejante, y que para cada hom-
bre había ciertos animales a los cuales no debía dar muerte, así como
determinados árboles que no debía cortar ni de ningún modo dañar,
porque eran sus "nahuales" –"alter ego" o segunda encarnación del yo–
con cuyo perecimiento perdería el hombre porción consubstancial de su
existencia y toda esperanza de continuar disfrutándola después de la
muerte.
Le enseñó también el acaribisi, su lengua cadenciosa –ellos dos,
la vereda, la escopeta y el cuchillo:
azarú, sarají, aracabusa y mariyále refirió que un día tuna y
apoc –el agua y el fuego, la lluvia y el rayo–, destruyeron su churuata y
mataron a baruchí que significa hermana, y de él aprendió Marcos Var-
gas que para penetrar en los abismos de melancolía que encierra el
alma del indio había que oírles cantar el Maremare, como lo entonaba
aquel de la cabellera hasta los hombros, salvaje, monótono, triste, la-
mentoso, y cuya bárbara letra insistía hasta la exasperación:
Maremare se murió.
Maremare se murió.
Maremare se murió...
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bre el tronco de un árbol donde diera un rayo de sol, allá espesura aden-
tro, y ya comenzaba a hacer la experiencia de que entonces no se era
sino otro árbol donde no daba el sol.
Un día, recién llegado, estando allí, fue la lluvia de falenas.
Millares, millares de gusanos que de pronto comenzaron a caer
de las ramas de todos los árboles. Y treinta días después, estando allí,
no otra vez sino todavía, pues era como si el tiempo no hubiese corrido,
fue la eclosión de las crisálidas, el repentino florecimiento del aire, de
aquel aire verde y húmedo, de calidad vegetal, donde de pronto apare-
cieron revoloteando millares de mariposas... Marcos Vargas se incor-
poró bruscamente, con el sobresalto de las maravillas y los acaribisis
sonrieron entre sí como los iniciados de los neófitos... Y se cerró el
círculo de la vida en el vuelo nupcial de los insectos recién salidos del
letargo creador, se unieron allí mismo los dos extremos del torbellino:
la fecundación y la muerte, Cajuña y Canaima...
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que los únicos hombres misteriosos que realmente existen son los que no
ocultan lo que de ellos se sospeche y se murmure? ¡Claro que hay varios
modos de comunicación con los demás! Pero el más artístico, o el más
hábil, simplemente, si así prefiere calificarlo, es éste: dé mucho que pen-
sar y ya le bastará con explicar poco. De una manera tácita, no digamos
involuntaria, acaba usted de admitir que la esencia de la amistad es
dejar vivo al amigo, por contraposición con la del amor, que procura
destruir el ser amado en cuanto a ser distinto y diferente del nuestro,
pues desde que un hombre trata de explicarle a otro empieza a conver-
tirlo en representación propia y por lo tanto a quedarse solo consigo
mismo sobre el estúpido mundo. ¿No le parece? A mí, por lo menos, no
me interesa en absoluto explicarme la intimidad de su espíritu. Por el
contrario, lo que puede cautivarme de su trato es, precisamente, la re-
serva de misterio que sepa usted administrar en presencia mía. ¿Y la
sinceridad –pregunta usted– dónde me la deja? Pues voy a contestarle
con otra interrogación. ¿Quién, que de veras se estime a sí propio, puede
ser sincero? Desconfíe siempre de quien le proponga semejante mons-
truosidad, pues algo suyo querrá arrebatarle. Repare en que nos im-
porta un bledo ser engañados por aquellas personas de quienes nada
tenemos que esperar o que temer y medite un poco acerca de lo que eso
deba significar. Pero sea cual fuere la conclusión a que usted llegue por
ese camino, yo no vacilo en proclamar que la sinceridad me parece una
porquería. Hay una forma de ella que tal vez sea oportuno mencionar y
que es para mi el verdadero pecado contra el Espíritu:
confesar lo que nos atormente, volcar en una confidencia las in-
quietudes o las miserias de nuestra intimidad para librarnos de ellas.
Creo advertir que le es a usted particularmente desagradable, o
por lo menos chocante, oírme hablar así; pero no tengo interés ninguno
en comprobar que no me he equivocado. De todos modos, insisto, guár-
dese de semejante torpeza con persona cuya amistad desee conservar,
pues desde ese momento se le volverá insoportable. Y lo que es peor to-
davía: procurará usted adulterar su propia intimidad a fin de ser un
hombre diferente de aquel que ya su confidente conoce y por lo tanto
posee. En una palabra: se convertirá usted en un fantasma de sí mismo.
Hasta aquí llegó aquella tarde el conde Giaffaro. Luego se le
apagó la chispa de inteligencia que había brillado de pronto en sus ojos
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Dios dentro de los palos del morao al hacé el reparto de sus cosas a su
modo y manera, desde que el mundo es mundo. Yo lo que hago es abrirle
camino con el tocón, que si en un descuido me trozo el mecate que me
asujeta
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Y yo fui y le repliqué:
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El mal de la selva
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dulces idilios, tan fugaces como las exhalaciones a que ella les pedía
que no terminaran nunca– no se habían roto sino para algo que de él
esperaba la vida, libre y solo como debe estar el hombre en la hora de
su destino, y que esto no podía ser sino la lucha abierta y total contra
la iniquidad, y al optimismo ya inconciliable con ella sustituyeron las
rachas de humor sombrío, cada vez más tenaces.
¿Los días de lluvia?... De la lluvia continua que con humor pe-
renne se deshacía en el alto ramaje intrincado y se deslizaba por los
troncos de los árboles y penetraba en el bosque cual niebla sutilísima,
emparamando la carne, adoloreciendo los tuétanos y filtrando en el es-
píritu la humedad viscosa de la melancolía. Los días de lluvia, que en
la selva suelen ser semanas enteras y meses tras meses.
Pero también, así fueran de sol clarísimo, los de descanso, las
tardes de los domingos, vacías de trabajo, llenas de la presencia del
alma solitaria, abandonada a la contemplación del bosque antihu-
mano.
La formidable actividad abismada en la quietud aparente, el
silencio maléfico, la perspectiva alucinante... El canto lejano del cam-
panero, melancólico badajo de la verde concavidad inmensa, el es-
truendo repentino del árbol que rinde su vida centenaria sin soplo de
viento, del árbol gigante que apenas tiene raíces, pues no hay espacio
para tantas como quieren nutrirse de la tierra... La columna derribada,
la sombría cúpula rota al chorro de luz del calvero inquietante... El eco
vasto y profundo que retumba en los verdes abismos... La pausa, el
grave silencio que sigue al estruendo. Lo impresionante sin formas sen-
sibles, la espera angustiosa... Y el triste tañido del campanero, esta vez
por el árbol caído.
El mal de la selva, apoderándose ya de su espíritu.
—¡Mala cosa! –murmuraban sus peones–. Ya le está pegando al
hombre la borrachera de la montaña.
Aguáitenlo allá, recostao a aquel palo. Tres horas lleva en eso.
Y se le acercaban solícitos:
—Quitese de ahí, don Marcos.
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El "Sute" Cúpira
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Tarangué
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por cierto para nada le sirvieron al pobre indio, como no fuera para
aborrecé más al racional. Valga la palabra del susodicho ingeniero.
En efecto, allí estaban aquellos guaraúnos en plena barbarie, si
no totalmente salvajes, tal como se encuentran todos los aborígenes ve-
nezolanos que bajo el régimen de la encomienda o la misión no hicieron
sino perder el vigor y la frescura de la condición genuina, sometidos
como braceros inconscientes a un trabajo ajeno a sus necesidades, cuyo
sentido humano no podía alcanzárseles y cuya técnica, cuando de al-
guna fue el caso, nunca les fue dada. El indio que empedró el camino
frailero por donde ahora crece el arestín y a su orilla clavó la "piedra
escrita" que no jalonaría sus marchas libres, porque él anda al rumbo
de su instinto por la trocha del váquiro; el indio que amasó la arcilla
con que se fabricó el ladrillo frailero para el convento de la misión,
mientras él continuaba levantando su churuata tal como lo hacían sus
abuelos antes de que apareciera por allí el blanco conquistador. El in-
dio guaraúno, que en su dialecto llama al civilizado "niborasida" –que
significa hombre malo– o en español, a su manera, dice el venezolano:
—"Sorano maluco, robando mujé, tumbando conuco"–. Porque
si aquello solamente le reportó la colonia, menos aun y a veces peor le
ha dado la república.
Ya estaban allí las hembras feas, chatas, de frente huida y pe-
chos fláccidos, con la uarruma y el pequeño mandil de fibra tosca cu-
briendo sus partes pudendas, mientras con el guayuco las suyas y un
cerquillo de plumas a la cabeza los hombres, de estatura pequeña y des-
proporcionada por el excesivo desarrollo del tórax con detrimento del de
la parte inferior del cuerpo, a causa del continuo manejo del canalete
sentado en el fondo de la curiara, donde se pasan la mayor parte del
tiempo pescando. Ya las mujeres habían sacado las casimbas de bure-
che, de desagradable olor ácido, y en torno a ellas los hombres, vaciando
pichaguas una tras otra, comenzaban a emborracharse.
No estaba por allí el cacique, pues era costumbre que durante
aquella fiesta se ausentase de la ranchería e hiciese sus veces el músico,
que solía ser el más anciano de la comunidad, y ya se aproximaba la
hora de dar comienzo la danza, a la puesta del sol, cuando se presenta-
ron el "Sute" Cúpira y Marcos Vargas, acompañados de "El Caicareño"
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—¡Ja, ja! ¡Ta biscó! ¡Ja, ja! ¡Ta biscó! Ahora los racionales
reían a carcajadas, menos Marcos Vargas, en cuyo rostro sombrío se iba
perfilando el rasgo revelador de la sorda tempestad mental.
"El Caicareño" y Aceituno recorrían el círculo danzante ofre-
ciendo los diabólicos polvos.
Los indios los sorbían ávidamente y ya por todos los cuerpos
corría el inmundo líquido negro y viscoso de la secreción nasal. Eran
unas asquerosas bestias que jadeaban y se retorcían bajo la acción des-
humanizante del yopo.
—¡Ñe! ¡Ñe! ¡Ñe! El canturreo gangoso del viejo músico apresu-
raba el ritmo simple y frenético, marcado por el sonido obsesionante de
la maraca.
Ya el coro de gritos lúbricos comenzaba a languidecer en gemi-
dos.
La luna resplandecía solitaria remontándose por el espacio noc-
turno... Ahora el coro entonaba:
—¡Tarangué! ¡Tarangué! La tribu desaparecida. La que su-
cumbió defendiendo su tierra bajo el acero y el arcabuz del conquista-
dor, la que en la alta noche de la derrota contempló el incendio de su
churuata... Ya algunos indios lloraban, con esa extraordinaria facili-
dad que para ello tienen...
Ya toda la tribu había prorrumpido en llanto clamoroso.
Era la segunda faz de la embriaguez de yopo. La danza fúnebre
y la plañidera por los muertos de la comunidad y por la gran desapa-
recida en la eterna noche sin luna.
Y el lúgubre clamor se elevaba impresionante en el silencio ten-
dido sobre la tierra bárbara y remota:
—¡Tarangué! ¡Tarangué! Los racionales reían a carcajadas y
Marcos Vargas les clavaba miradas fulminantes que les trocaban las
risas por ceños fruncidos.
Eran los negros abismos de la infinita tristeza del indio los que
ahora se abrían, el fondo atormentado del alma de la raza vencida,
despojada y humillada, y un gran dolor rabioso, profundamente suyo,
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XIV
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Tormenta
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XV
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Un alma en delirio
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De regreso
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El derrumbamiento
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Y esto era lo que tenían que pensar todos. Nadie podía imagi-
narse un rapto de indignación justiciera en el alma de José Francisco
Ardavín.
Había ido a Tumeremo con el único y firme propósito de desa-
fiar a Marcos Vargas, de medirse con él cara a cara. Marcos Vargas
había llevado a cabo lo que él no se atrevió a intentar: la muerte de
Cholo Parima. Debido a esto se había librado del peligro que corría por
su complicidad en el asesinato de Manuel Ladera; pero no podía agra-
decerle a Marcos Vargas que hubiera silenciado la voz que habría po-
dido acusarlo, pues al proceder así demostró un valor de hombre macho
que a él le faltó por completo y en ocasión más propicia.
En el fondo de sus tempestuosos sentimientos no lo odiaba, an-
tes por el contrario había allí un vehemente impulso hacia la simpatía
e incluso tuvo momentos de generosa admiración; pero Marcos Vargas
era una medida de plenitud humana –tal como la entendía y podía en-
tenderla un José Francisco Ardavín– y él necesitaba emparejársele su-
perando de una vez por todas y de manera positiva la miseria moral de
su cobardía. Ya no lo defendía el aparato de bravura a la sombra del
prestigio político y ahora era imprescindible que se demostrase a sí
mismo que era un valiente.
Pero Marcos Vargas no apareció por donde esperaba encontrár-
selo, no se dejó ver –díjose Ar davín– y ya esto fue suficiente para que el
espíritu de mixtificación se apoderase de él: Marcos Vargas le temía y
por eso se ocultaba.
Iría a sacarlo de donde se hubiera escondido. La policía le ha-
bía quitado el revólver, pero ya se había procurado otro, de uno de los
peones purgüeros con quienes acabó de emborracharse en aquella
misma taberna donde cayó Cholo Parima.
La casa donde tenía Arteaguita su tienda y su habitación –ya le
habían dicho que allí estaba Marcos Vargas– tenía un corral que daba
a campo abierto, apenas cercado por palizadas, que era fácil de traspo-
ner, y por un boquete de ellas, al abrigo de la oscuridad, ya pasada la
medianoche, penetró José Francisco Ardavín.
Revólver empuñado en la diestra, el índice en el gatillo y con
una linterna sorda en la otra mano dispuesta para encenderla cuando
fuere menester, atravesó el corral y llegó hasta el comedor de la casa, a
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Remansos y torrentes
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XVII
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tuve que mandarlo a hacer una diligencia lejos y sin guayare, porque
ya me tenía abacorado.
Sonríen los que saben que así alude a uno de sus homicidios y
siguiéndole el atroz sarcasmo le preguntan:
—¿Y todavía no ha regresado, verdad?
—No. Se ha dilatado alguito.
Pero volviendo a mi cuento. Yo que oigo el leco en aquella sole-
dad tan fea, que no parecía grito de hombre ni de animal, sino de cosa
del otro mundo, me descompongo todo y le pregunto al indio que me
acompañaba:
—¿Qué siendo eso, cuñao¿Y apenas el maquiritaré me responde:
—Canaima– cuando pasa una curiara, chorrera abajo, más rá-
pida que un celaje. Después supe quién era el proero que así se mandaba
apretar la boga y luego tuve oportunidad de conocerlo. Un mozo simpá-
tico ese Marcos Vargas, pero con unos prontos muy extraños.
Y prosiguen los cuentos, la leyenda que ya corría por toda la
selva, desde el Guainía hasta el Cuyuni.
—Veníamos de una fiesta de yeraque de los indios piaroas del
costo del Vichada –refiere otro–, íbamos echando una travesía por un
lugar que llaman Las Gaviotas, había mucho chapichapi y estaba esa
espía como bordón de guitarra, cuando se le ocurre a Marcos Vargas
trozarla para ver qué pasaba. Salimos como alma que lleva el diablo,
raudal abajo; al caer al remanso la curiara se nos puso de sombrero y
cuando logramos ganar la orilla catamos de ver que ni Marcos Vargas
ni la curiara estaban por todo aquello. La había enderezado mientras
nosotros nadábamos hacia la playa y se había ido en ella dejándonos a
pie. Ahí mismo escuchamos el leco, río abajo. Al píritu tuvimos que re-
montar por el costo, rejendiendo el juajuillal y echándole maldiciones.
Ahora le celebra la ocurrencia y luego prosigue:
—Al año de eso se presentó una mañana en la estación cauchera
del delta del Ventuari, donde yo dragoneaba de jefe, pidiendo su recorte,
y como siempre le he tenido cariño, le dije:
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Oro
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—¡Coja lo que quiera! ¡Aquí hay para todos! Unos llegaron con
sus bastimentos y siendo escasos, todavía no los habían consumido por-
que el oro les quitaba toda gana que no fuera de hallarlo; otros llevaban
días sin probar bocado y cuando llegó Arteaguita acababan de sacar de
un barranco a uno que allí murió de hambre y de agotamiento, días y
noches cavando, ya enloquecido. Y todos tenían el rostro devastado y la
mirada fulgurante de la fiebre del oro.
Algunos se habían marchado a derrocharlo, considerándose ya
ricos para siempre; de ellos se revolvieron los que por el camino detuvo
la codicia, pero en seguida los recuperó la ilusión de riqueza y volvieron
a marcharse para otra vez regresar, ya insensatos, a juntarse su tesoro
para multiplicarlo más rápidamente, hasta que al fin lo perdieron. Y
otra vez al barranco.
Desconocido casi, como de cuarenta pasados cuando apenas
trasponía los veinticinco, encontró Arteaguita a Marcos Vargas, mas no
por la fiebre del oro, que en su alma no hallaba asideros la codicia, sino
por la tempestad que hacía cuatro años se había desatado en su espí-
ritu. Las recias intemperies del itinerario gigantesco le habían curtido
el rostro, en los ojos cavados le fulguraba una mirada huidiza, se le
encanecían ya los cabellos y en vez de aquel carácter expansivo y aquel
aplomo y dominio de sí mismo ante los demás, mostrábase ahora reser-
vado y tímido, hasta el punto de que en el primer momento trató de
usted a Arteaguita, y a la cordialidad con que éste lo saludó le corres-
pondió cohibido.
Pero no había perdido aquella propensión a las bromas pesadas
y pronto hubieron de sufrirlas Arteaguita y los otros "patiquines" que
junto con él llegaron, todos novatos en materia de oro.
—Aquí tienen sus recortes –díjoles, ofreciéndoles unas bateas
llenas de mineral triturado–. Péguense a lavar de una vez.
Y allí mismo empezaron los gritos de júbilo de los novicios.
Grandes "cochanos" aparecían en aquellas bateas, apenas re-
movidas.
Arteaguita, especialmente, estaba a punto de volverse loco de
alegría, corriendo de aquí para allá para demostrarles a sus compañe-
ros la extraordinaria fortuna que ya empezaba a tener:
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de los demás y sobre todo siguiendo con la vista a Marcos Vargas por
donde quiera que estuviese.
—¿Te has fijao en el "Sute"? –le había preguntado ya Néstor
Salazar a Marcos Vargas.
—No –repúsole éste, mintiendo–. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada. Porque no sería malo que te fijaras un poco en él.
—Bueno. Trataré de hacerlo.
Pero desde el primer momento había comprendido Marcos que
el "Sute" no iba por oro. Era la primera vez que volvía a vérselo después
de aquel choque que estuvieron a punto de tener la noche del baile del
ñopo en las cabeceras del Cuyubini, pues desde entonces no había vuelto
Marcos a la región del Cuyuni, de donde nunca salía Cúpira, y aunque
las últimas palabras que allí se cruzaron no podían haberlos dejado en
calidad de amigos, así llegó, sin embargo, pidiéndole "su recorte" y así
se lo permitió él cuando Néstor Salazar quería negárselo. Porque si
comprendió que el hombrón del Cuyuni podía venir a liquidar cuentas
pendientes, arrepentido de no haberse "matado con el hijo del hombre
que lo vio cumplir su gran juramento", a él también le había escaraba-
jeado muchas veces el recuerdo de aquella gracia de la vida que con
tales palabras le hiciera. La fiera divinidad de la hombría a que tanto
el uno como el otro rendían culto los llevaba a enfrentarse una vez más.
Ya se había dado cuenta Marcos de que Cúpira no lo perdía de
vista. Pero se hacía el desentendido procurando darle siempre la es-
palda y el encontradizo cuando por las noches el segundo se alejaba del
campamento, llegándose hasta la orilla del Cuyuni, cuyos raudales le
arrullaban con sus bramidos los torvos pensamientos que acariciaba.
Se detenía junto a él, dirigiéndole, invariablemente, estas pala-
bras.
—¡Hola, "Sute"! ¿Cogiendo fresco? Y Cúpira respondía siempre
lo mismo:
—Criandito sueño con este runrún de los raudales en la noche
silencia.
—Se ha vuelto usted muy amigo de estar solo.
—Y usted de buscar malas compañías.
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XVIII
Aymará
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Pero hacía rato que Aymara no estaba por allí. Aquella noche
también la curiara de Marcos Vargas bogó hacia la alta soledad de los
remansos del Ventuari, sobre cuyas aguas flotaban los nahuales...
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El racional
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Aymara, ya madre, que estaba hacía rato por allí sin que él lo advir-
tiese.
Devolvió el papel entregándoselo a Ponchopire y éste a Aymara
para que se lo llevase a los guainaros, mientras él se quedaba allí para
cambiar impresiones.
—Yo estando pequeñito cuando llegó racional de Arapani –dijo
para empezar–. Allá queriéndolo mucho; ahora envenenándolo...
Pero Marcos abandonó la choza dejándolo con la palabra en la
boca.
Vagó todo el día en su concha por el río solitario, y aunque fue-
ron frecuentes los aguajes que rizaron los remansos, por la tarde regresó
sin pesca. Y así uno y otro día.
Aymara sufría viéndolo tan desganado de ella, que no le dirigía
la palabra ni la consentía a su lado; pero ya había tomado sus medidas
a fin de que no se le escapase: le había aprisionado las huellas, cu-
briendo con casimbas disimuladas entre el monte y diariamente vigi-
ladas las que su planta había estampado por allí.
Mas no era sólo ella quien custodiaba estas prisiones, sino toda
la comunidad interesada en retenerlo y si él las hubiese descubierto, se
habría explicado –ya él también pensaba así– por qué nunca bogó deci-
didamente Ventuari abajo hacia el Orinoco, que lo restituyera al mundo
civilizado, cuando esto se proponía siempre al abandonar la ranchería.
Así las cosas, una tarde le salió el encuentro Aymara y abrazán-
dose a él se quedó mirándolo con aire extraño y gestos reveladores de
inquietud.
—¿Qué te pasa, mujer? –le preguntó, molesto. Y como en seguida
advirtiese lo que al llegar se le había escapado del aspecto de la ranche-
ría–: ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está esto tan solo? Aymara le respon-
dió con mudas señas hacia la churuata y él se encaminó a la vivienda
común con vagos presentimientos. ¿Acaso una muerte? ¿O la vuelta del
cauchero Continamo a someterlos de nuevo a su tiranía? Pero la guari-
cha, siempre con mudas señas, le aconsejó que no entrase, sino se apos-
tase afuera a oír lo que adentro se hablaba y así lo hizo.
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¡Esto fue!
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Fin
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