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Rómulo

Gallegos

CANAIMA
Canaima

Rómulo Gallegos

Duodécima edición:
Enero de 1977

Espasa–Calpe, S.A.

Talleres gráficos de Espasa–Calpe, S.A.


Carretera de Irún, km 12.200 Madrid–34 1977

ISBN: 84–239–0213–7
Depósito Legal: M.34.899–1976

Ediciones especialmente autorizadas por el autor


para la colección Austral
ÍNDICE
I .................................................................................... 4
Pórtico ............................................................................ 5
Guayana de los aventureros .................................................. 10
Marcos Vargas ................................................................. 14
II ................................................................................. 22
Por el camino y ante la vida ................................................. 23
Unas manchas de sangre ..................................................... 28
Juan Solito ...................................................................... 35
III ................................................................................ 42
Upata de los Carreros ......................................................... 43
Vellorini Hermanos ............................................................ 46
Claro de luna .................................................................. 51
IV ................................................................................ 57
Los Ardavines ................................................................... 58
Ases y suertes ................................................................... 62
El fantasma encarnado ....................................................... 72
V ................................................................................. 77
Las palabras mágicas ......................................................... 78
Entre las reflexiones y los impulsos .......................................... 85
Caminos de los carreros ...................................................... 91
VI ................................................................................ 96
El poder moderador ........................................................... 97
El tesoro de los frailes ........................................................ 105
También Marcos Vargas ..................................................... 111
VII .............................................................................. 116
Nostalgias ..................................................................... 117
Promesas....................................................................... 125
Childerico tenia su corcel ................................................... 129
VIII ............................................................................. 137
La Bordona .................................................................... 138
"Musiú" Vellorini toma medidas ............................................ 142
El mundo de Juan Solito ...................................................... 149
IX ............................................................................... 155
Las carcajadas de Apolonio ................................................. 156
Estampa negra ................................................................ 164
El varadero .................................................................... 170
El matrimonio del muerto .................................................... 181
X ................................................................................ 188
El avance ...................................................................... 189
Noche de "Yagrumalito"..................................................... 193
XI ............................................................................... 202
Las horas menguadas ......................................................... 203
Y fue así como Marcos Vargas... ........................................... 209
XII .............................................................................. 215
Canaima ...................................................................... 216
Ángulos cruzados ............................................................. 221
El corrido del purgüero ...................................................... 230
XIII.............................................................................. 240
El mal de la selva ............................................................. 241
El "Sute" Cúpira .............................................................. 245
Tarangué ...................................................................... 254
XIV .............................................................................. 261
Tormenta ...................................................................... 262
XV ............................................................................... 273
Un alma en delirio ............................................................ 274
De regreso ..................................................................... 279
El derrumbamiento ........................................................... 285
XVI .............................................................................. 291
Mitología griega y solución lógica ........................................ 292
Remansos y torrentes ......................................................... 298
Unas palabras de Ureña ..................................................... 303
XVII ............................................................................. 308
Contaban los caucheros ..................................................... 309
Oro ............................................................................. 316
El racional ..................................................................... 336
XIX .............................................................................. 344
¡Esto fue! ...................................................................... 345
Rómulo Gallegos .............................................................. 348
Canaima Rómulo Gallegos

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Canaima Rómulo Gallegos

Pórtico

Barra del Orinoco. El serviola de estribor lanza el escandallo y


comienza a vocear el sondaje:
—¡Nueve pies! ¡Fondo duro! Bocas del Orinoco. Puertas, apenas
entornadas todavía, de una región donde imperan tiempos de violencia
y de aventura... Una ceja de manglares flotantes, negros, es el turbio
amanecer. Las aguas del río ensucian el mar y saturan de olores terres-
tres el aire yodado.
—¡Ocho pies! ¡Fondo blando! Bandadas de aves marinas que
vienen del Sur, rosarios del alba en el silencio lejano. Las aguas del
mar aguantan el empuje del río y una cresta de olas fangosas corre a lo
largo de la barra.
—¡Ocho pies! ¡Fondo duro! Destellos de aurora. Arreboles ber-
mejos... ¡Y eran verdes los negros manglares!
—¡Nueve pies! ¡Fondo blando! De la tierra todavía soñolienta,
hacia el mar despierto con el ojo fúlgido al ras del horizonte, continúan
saliendo las bandadas de pájaros. Los que madrugaron ya revolotean
sobre aguas centelleantes: los alcatraces grises, que nunca se sacian; las
pardas cotúas, que siempre se atragantan; las blancas gaviotas voraces
del áspero grito; las negras tijeretas de ojo certero en la flecha del pico.
—¡Nueve pies! ¡Fondo duro! A los macareos han llegado milla-
res de garzas: rojas corocoras, chusmitas azules y las blancas, de toda

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blancura; pero todas albean los esteros. Ya parece que no hubiera sitio
para más y aún continúan llegando en largas bandadas de armonioso
vuelo.
—¡Diez pies, fondo duro! Acaban de pronto los bruscos mare-
tazos de las aguas encontradas, los manglares se abren en bocas tran-
quilas, cesa el canto del sondaje y comienza el maravilloso espectáculo
de los caños del Delta.
Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe pre-
cisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la
Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales,
el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo
y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide
sus hijos hacia la gran aventura del mar: y son los brazos robustos re-
ventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los
adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños,
que se quedan dormidos entre los verdes manglares.
Verdes y al sol de la mañana y flotantes sobre aguas espesas de
limos, cual la primera vegetación de la tierra al surgir del océano de las
aguas totales; verdes y nuevos y tiernos, como lo más verde de la porción
más tierna del retoño más nuevo, aquellos islotes de manglares y bora-
les componían, sin embargo, un paisaje inquietante, sobre el cual
reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del
mundo.
A trechos apenas divisábase alguna solitaria garza inmóvil,
como en espera de que acabase de surgir aquel mundo retardado; pero
a trechos, caños dormidos de un laberinto silencioso, la soledad de las
plantas era absoluta en medio de las aguas cósmicas.
Mas el barco avanza y su marcha es tiempo, edad del paisaje.
Ya los manglares son matorrales de ramas adultas, maraña
bravía que ha perdido la verde piel niña y no mama del agua sino
muerde las savias de la tierra cenagosa.
Ya hay pájaros que ensayan el canto con salvajes rajeos; huellas
de bestias espesura adentro: los arrastraderos de los caimanes hacia la
tibia sombra internada, para el letargo después del festín que ensan-
grentó el caño; senderos abiertos a planta de pie, las trochas del indio

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Canaima Rómulo Gallegos

habitador de la marisma; casas tarimbas de palma todavía sobre esta-


cas clavadas en el bajumbal. Ya se oyen gritos de un lenguaje naciente.
Son los guaraúnos del bajo Orinoco, degenerados descendientes del
bravo caribe legendario, que salen al encuentro de las embarcaciones
en sus diminutas curiaras, por los caños angostos, sorteando los islotes
de bosuros florecidos, bogando sobre el aguaje de los caimanes que aca-
ban de zambullirse. Se acercan a los costados del vapor en marcha y en
jerga de gerundios proponen comercio:
—¡Cuñao! Yo dándote moriche canta bonito, tú dándome pape-
lón.
—Yo dándote chinchorro, tú dándome sal.
Pero a veces los gritos son alaridos lejanos, sin que se acierte a
descubrir de dónde salen y quizás no sean proposiciones amistosas, sino
airadas protestas del indio indómito, celoso de la soledad de sus baju-
mbales.
¡Caños! ¡Caños! Un maravilloso laberinto de calladas travesías
de aguas muertas con el paisaje náufrago en el fondo.
Hondas perspectivas hacia otros caños solitarios, misteriosas
vueltas para la impresionante aparición repentina, que a cada mo-
mento se espera, de algún insólito morador de aquel mundo inconcluso.
Islotes de borales en flor, crestas de caimanes. Un brusco cha-
poteo estremece el florido archipiélago y turba la paz del paisaje fantás-
tico invertido en el espejo alucinante del caño.
A vuelta encontrada aparece una piragua navegando en bolina.
Un cargamento de plátanos, vuelco del cuerno de la abundancia del
Delta; tres hombres, guayqueríes de rostro atezado, buena cara para el
mal tiempo de mar y de río; un perro que se empina en la borda, noc-
turno guardián de la casa flotante en el aduar de las barcas fondeadas,
y un gallo, caracol para el alba marina.
Y ya el paisaje es de tiempos menos remotos.
Palmeras, temiches, caratas, moriches... El viento les peina la
cabellera india y el turupial les prende la flor del trino... Bosques. El
árbol inmenso del tronco velludo de musgo, el tronco vestido de lianas
floridas. Cabimas, carañas y tacamahacas de resinas balsámicas, cura
para las heridas del aborigen y lumbre para su churuata.

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La mora gigante del ramaje sombrío inclinado sobre el agua


dormida del caño, el araguaney de la flor de oro, las rojas marías. El
bosque tupido que trenza el bejuco...
Plantíos. Los conucos de los margariteños, las umbrosas ha-
ciendas de cacao, las jugosas tierras del bajo Orinoco enterneciendo con
humedad de savias fecundas las manos del hombre del mar árido y la
isla seca.
Ya se ven caseríos.
Pero allá viene el chubasco que nunca falta en aquella zona de
bruscas condensaciones atmosféricas. Es un ceño amenazante el largo
nubarrón por detrás del cual los rayos del sol, a través del aguacero en
marcha, son como otra lluvia, de fuego. La brisa marina y los gozosos
escarceos se detienen de pronto asustados ante aquello que avanza de
tierra, se queda inmóvil el aire un instante, vibra de súbito como una
plancha de acero golpeada, se acumulan tinieblas, se estremece el caño
herido por los goterones de la lluvia recia y caliente y pasa el chubasco
borrando el paisaje.
Ya vuelve, con la prodigiosa riqueza de sus matices envueltos
en la suave tonalidad de una luz incomparable, hecha con los más vivos
destellos del sol de la tarde y la substancia más transparente del aire.
Y en el aire mismo cantan y aturden los colores: la verde algarabía de
los pericos que regresan del saqueo de los maizales; el oro y azul, el rojo
y azul de los guacamayos que vuelan en parejas gritando la áspera mi-
tad de su nombre; el oro y negro de los moriches, de los turpiales del
canto aflautado, de los arrendajos que cuelgan sus nidos cerca de las
colmenas del campate y los arpegios matizados al revuelo de la ban-
dada de los azulejos, verdines, cardenales, paraulatas, curañatás, sie-
tecolores, gonzalitos, arucos, güirirles. Ya regresan también, hartas y
silenciosas, las garzas y las cotúas que salieron con el alba a pescar y
es una nube de rosa la vuelta de las corocoras.
De pronto huyen las riberas que encajonaban el caño y ante la
vista se extienden, pasmo de serenidad, las bolinas del Delta.
¡Agua de monte a monte! ¡Agua para la sed insaciable de las
bocas ardidas por el yodo y la sal! ¡Agua de mil y tantos ríos y caños
por donde una inmensa tierra se exprime para que sea grande el Ori-
noco! Las que manaron al pie de los páramos andinos y perdieron la

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Canaima Rómulo Gallegos

cuenta de las jornadas atravesando el llano; las que vinieron desde la


remota Parima, de raudales en chorreras, de cataratas en remansos, a
través de la selva misteriosa y las que acababan de brotar por allí
mismo, tiernas todavía, olorosas a manantial. Todas estaban allí ex-
tendidas, reposadas, hondas, y eran todo el paisaje venezolano bajo un
trozo de su cielo.
Término sereno, como el acabar de toda grandeza, ya próximo
el mar inevitable, el Orinoco se ensimisma en los anchos remansos de
las bolinas del Delta para arreglar sus cuentas confusas, pues junto con
las propias, que ya no eran muy limpias, trae revueltas las que le rin-
dieron los ríos que fue encontrando a su paso. Rojas cuentas del Ata-
bapo, como la sangre de los caucheros asesinados en sus riberas; turbias
aguas del Caura, como las cuentas de los sarrapieros, a fin de que fuese
riqueza de los fuertes el trabajo de los débiles por pobres y desampara-
dos; negras y feas del Cunucunuma, que no es el único que así las en-
trega; verdes del Ventuari y del Inírida, que se las rindió el Guaviare,
revueltas del Meta y del Apure, color de la piel del león; azules del Ca-
roni, que ya había expiado sus culpas en los tumbos de los saltos y con
las desgarraduras de los rápidos... Todas estaban allí cavilosas.
Ya declinaba la tarde. Detrás de las costas del río, las hondas
lejanías de las tierras llanas, las profundas perspectivas de las tierras
montuosas, sin humos de hogares ni tajos de caminos, vastos silencios
para inmensos rumores de pueblos futuros; arriba, la mágica decora-
ción de la puesta del sol:
celajes de oro y lagos de sangre y lluvias de fuego por entre gran-
des nubarrones sombríos, y bajo la pompa dramática de estos fulgores
en aquellos desiertos, ancho, majestuoso, resplandeciente, ¡Orinoco
pleno, Orinoco grande!

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Guayana de los aventureros

La de los innumerables ríos de ignotas fuentes que la atraviesan


sin regarla –aguas perdidas sobre la vasta tierra inculta–, la de la tro-
cha de sabana y la pica de montaña al rumbo incierto por donde debie-
ran ser ya los caminos bien trabados, la de las inmensas regiones mis-
teriosas donde aún no ha penetrado el hombre, la del aborigen abando-
nado a su condición primitiva, que languidece y se extingue como raza
sin haber existido como pueblo para la vida del país.
Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusos.
Pero la de la brava empresa para la fortuna rápida: selvas caucheras
desde el alto Orinoco y sus afluentes hasta el Cuyuni y los suyos y hasta
las bocas de aquél, sarrapiales del Caura, oro de las arenas del Yu-
ruari, diamantes del Caroni, oro de los placeres y filones inexhaustos
del alto Cuyuni... Guayana era un tapete milagroso donde un azar mag-
nífico echaba los dados y todos los hombres audaces querían ser de la
partida.
Y eran, juntos con los de presa –mayorazgo de la violencia que
allí encontraría impunidad– los segundones de la fortuna o del mérito:
el ambicioso, el manirroto, el tarambana, el que se llenó de deu-
das y el que se dio a la trampa, los desesperados y los impacientes, uno
que necesitaba rehacer su vida –torpemente malograda– con la repu-

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tación que le devolviera la riqueza por la que le quitaran las horas men-
guadas del pobre y otro que para nada quería la suya si no podía vivirla
intensamente en las aventuras y ante el peligro.
Porque junto al tesoro vigilaba el dragón. El mortífero beriberi
de los bajumbales caucheros, las fiebres fulminantes que carbonizan la
sangre, las fieras, la arañamona y el veinticuatro de las mordeduras
tremendas, la culebra cuaíma del veneno veloz, el raudal que trabuca y
vuelve astillas la frágil curiara que se arriesga a correrlo, el hombre de
presa, fugitivo de la justicia o campante por sus fueros, el Hombre Ma-
cho, semidiós de las bárbaras tierras, sin ley ni freno en el feudo de la
violencia y el espectáculo mismo de la selva antihumana, satánica, de
cuyo fascinante influjo ya más no se libra quien la ha contemplado.
Pero Guayana era una palabra mágica que enardecía los corazones.
Tumeremo de los purgüeros; El Callao de los mineros y lavado-
res de arenas auríferas que arrastraba el Yuruari; Upata de los carre-
ros; El Dorado, fénix de la leyenda que ilusionó a los segundones de la
Conquista y ahora renacía en su caserío a orillas del turbio Yuruán,
cerca del correntoso Cuyuni; San Fernando de Atabapo de los cauche-
ros; Ciudad Bolívar de los sarrapieros y grandes comerciantes explota-
dores de casi todas aquellas empresas, y la inmensa selva pródiga para
la aventura de la fortuna lograda y tirada, una y otra vez y otra vez...
Guayana era una tierra de promisión.
Sobre la margen derecha del Orinoco, en la parte más angosta
de su curso, peñusco de fronda de plazas, patios y corrales y de viejas
casas coronadas de azoteas, se empina Ciudad Bolívar para contemplar
su río. Frente a ella, en la mitad del cauce, la Piedra del Medio mide la
oscilación periódica del nivel de las aguas, y cuando éstas comienzan a
descender, al retirarse las lluvias que riegan la inmensa hoya, dice la
ciudad:
—Ya está cabeceando el Orinoco.
Y un tiempo agregaba, anuncio de buen suceso:
—Ya los rionegreros están saliéndose de la montaña. Pronto co-
rrerán por aquí los ríos de oro.
Hasta que un día se propaga la noticia:

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Por ahí vienen ya los rionegreros! Y las azoteas se llenaban


de gente atalayando el río.
Eran los de la brava empresa, los hombres animosos vencedores
de la selva. Se había dicho que ya regresaban, pero aún no se sabía
cuántos ni quiénes se quedarían allá para siempre. Mas era también el
Orinoco mismo triunfador de la recia aventura del raudal, y retar-
dando el secreto que querían arrebatarle las miradas ansiosas, el gran
río avanzaba solo, callado y solemne ante la expectación de la ciudad.
Por fin aparecían los esquifes, las piraguas, las falcas, las cha-
lanas. Eran muchas las velas inclinadas bajo el barinés que de pronto
doblaban la vuelta solitaria. Ciudad Bolívar gritaba de júbilo y se
echaba a la calle y corría a la playa.
Ya estaba allí fondeada la selva. La savia del árbol del caucho
convertida en planchas de fabuloso precio; los pájaros cautivos dentro
de las toscas jaulas, la pluma de mil colores ya que negado todavía el
canto arisco; las bestias raras, venteando hurañas el olor de la ciudad:
los hombres mismos, que ya eran otros, con una extraña manera de mi-
rar, acostumbrados los ojos a la actitud recelosa ante los verdes abismos
callados, con otro dejo en la voz, musgo de las resonancias que le nacie-
ron en el húmedo silencio silvestre.
—Dame razón de Maradé –inquieren desde la playa.
—Está bueno –contestan de las barcas–. En el costó del Ventuari
lo dejé el año pasado. Te manda memorias.
¡Las riberas del Ventuari, centenares de leguas, un año, mil pe-
ligros de muerte a diario! Pero como el interesado no habría de obtener
noticias más recientes, ya podía decir que había sabido de Maradé.
La descarga de las chalanas entre el bullicio del gentío. La afa-
nosa hilera de los caleteros, de la playa a la casa de Blohm. Los em-
pleados de ésta que allí recibían las planchas, voceando las pesadas.
La muchedumbre de curiosos afuera, en el corredor pintado de
verde sombrío, color de la selva, haciendo comentarios, entusiasmados
por la abundancia que nada les reportaría, y los que se burlaban de
esta alegría inconsciente y lo hacían de esta manera:
—No te vistas que no vas, zambo parejo. ¿Quién te ha invitado
a esa fiesta de los musiues? Los rionegreros ya arreglando sus cuentas.

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El sonido milagroso del oro acuñado apilándose frente a ellos. Las char-
las estrepitosas, costumbre del hombre que vuelve de los vastos espacios
callados. Las anécdotas del Territorio, las regocijadas solamente, pues
de las trágicas mejor era no hablar, allí en la ciudad. Las risas, sonoras
carcajadas y rotundas exclamaciones criollas en la boca de los alema-
nes rubicundos de cerveza y satisfacción, porque el dinero de los avances
venía multiplicado.
Las fiestas, los bailes, las parrandas. Las noches del club y del
garito con luz encendida hasta el alba, sonando el dinero entre el toctoc
de los cubiletes. Y los comentarios admirativos después:
—Anoche perdió Continamo todo lo que ganó en tres meses de
montaña. Esta mañana fue donde Blohm a avanzarse otra vez para el
caucho del año que viene.
—Pues ya se lo está bebiendo.
Escúchalo ahí.
—¡No hay curiá, muchachos, que to es bongo! De aquí no se va
nadie hasta que esté borracho. ¡Eche más champaña, botiquinero, que
ésta la paga Blohm! Las tardes de la Alameda, a la brisa tibia del río,
llena de muchachas risueñas recorriéndola de punta a punta, cogidas
del brazo, charlando, chispeantes las amorosas miradas al rionegrero
sentado en torno a la mesa donde se bebía y se celebraban las ocurren-
cias del Territorio. Y los círculos de muchachos embelesados oyendo las
estupendas aventuras.
¡Amanadoma, Yavita, Pimíchin, el Casiquiare, el Atabapo, el
Guainía!... Aquellos hombres no describían el paisaje, no revelaban el
total misterio en que habían penetrado; se limitaban a mencionar los
lugares donde les hubiesen ocurrido los episodios que referían, pero
toda la selva fascinante y tremenda palpitaba ya en el valor sugestivo
de aquellas palabras.
Los muchachos de Ciudad Bolívar, del pueblo y de la burguesía,
oyendo aquellos relatos y contemplando aquellos ojos que habían visto
el prodigio, experimentaban emoción religiosa, y de este modo, de los
mayores a los chicos, se pasaba la consigna: Guayana de los aventure-
ros.

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Marcos Vargas

Fue allí donde adquirió desde niño y con la eficacia de un vigo-


roso instinto aplicado a su objeto propio los únicos conocimientos que le
interesaban. La geografía de la vasta región, que luego sería el escena-
rio fugitivo de su vida de aventurero de todas las aventuras.
El curso de los grandes ríos de Guayana y la manera de pasar
de unos a otros por el laberinto de sus afluentes, caños y arrastraderos
que los entrelazan, las escasas vías transitables a través de bosques in-
trincados y sabanas desiertas, el incierto derrotero, ya sólo conocido por
los indios y apenas indicado por el arestín que crece sobre los antiguos
caminos fraileros para ir hasta Rionegro, evitando los grandes rauda-
les del Orinoco y todos los rumbos que los aborígenes saben tirar desde
un extremo a otro de aquella inmensa región salvaje y cuáles de estos
indios eran buenos gomeros, cuáles mañoqueros y en las riberas de qué
ríos o cabeceras de qué caños habitaban. La geografía viva, aprendida
a través de los relatos de los caucheros, mientras que para la muerta
que podían enseñarle en la escuela, así como para todo lo que allí qui-
sieran meterle en la cabeza, no demostraba interés alguno.
Un día, como uno de los rionegreros se trajese consigo a un indio
maquiritare de las riberas del Padamu, para que conociese Angostura
–como todavía llaman a Ciudad Bolívar los aborígenes, para quienes
no ha pasado el siglo y pico de la república– y estando el indio sin tomar

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parte en la tertulia, azorado por la curiosidad muchacheril de que era


objeto:
—Yéndote con Marcos, que no siendo maluco –díjole el cau-
chero, imitándole su manera de emplear los verbos castellanos–. Él sir-
viéndote de baquiano y tú conociendo Angostura.
Y luego a Marcos:
—Llévatelo a pasear por ahí, tú solo.
Era el maquiritare un hombre joven, de aspecto manso y bon-
dadoso, pero de expresión hermética.
Vestía como los hombres del pueblo de Ciudad Bolívar y sin
muestras de no estar acostumbrado a tal indumentaria, que acaso por
primera vez usaba. No soltaba palabra, se fijaba mucho en todo, a ratos
sonreía y entonces su rostro enjuto y lampiño adquiría cierto aire infan-
til. Nada de misterioso había en su apariencia, pero, sin embargo, Mar-
cos Vargas sentía que iba al lado de un misterio viviente y procuraba
sondearlo.
—¿Cómo llamándote tú? –le preguntó, a la manera aprendida
del cauchero.
—Federico Continamo –repuso el maquiritare.
—Sí –dijo Marcos, mostrándose conocedor del caso–. Ya sé.
Como el racional que te trajo a conocer Angostura. Tu padrino, segura-
mente.
—Racional no siendo padrino mío, pero gustándome su nom-
bre. Él prestándomelo, y yo poniéndomelo.
—Sí, sí. Pero tu verdadero nombre, el que usas entre tu gente,
¿cuál es?
—Yo diciéndotelo –contestó evasivo, con la sonrisa niña en la
faz hermética–. Yo diciéndotelo.
Y Marcos, para sus adentros de persona enterada de costumbres
y supersticiones indígenas:
—No me lo dirá por nada del mundo. Ellos creen que entregan
algo de su persona cuando dan su nombre verdadero.

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Dejaron la ciudad por las afueras, más allá de los morichales,


y atravesando una sabana solitaria y melancólica fueron a sentarse so-
bre una gran laja que por allí afloraba del suelo. Negros arabescos de
ramas y follaje repujaban el bronce candente de la puesta de sol, can-
taba entre la hierba el diostedé y el silbo quejumbroso hacía triste la
serenidad de la tarde.
Callaba el indio enigmático y Marcos Vargas, suponiéndole
añorante del paisaje vesperal de su remoto Padamu, y, por otra parte,
pensando en que aquella laja sobre la cual estaban sentados fuese uno
de esos afloramientos del sistema orográfico de la Parima, típicos de las
sabanas guayanesas –única cosa que había logrado enseñarle su profe-
sor de geografía–, se entregó a componer su ilusión de hallarse ante
aquellos salvajes panoramas oyendo el canto del yacabó.
Ya oscurecía cuando el maquiritare, sin quitar la vista del
punto incierto donde la tenía fija, murmuró:
—Cuando tú yendo allá, Ponchopire enseñándote las cosas.
Ponchopire, que era su nombre y en su dialecto significa váquiro
bravo, lo daba ahora como una muestra especial de simpatía hacia su
joven baquiano.
—¿Cómo sabiendo tú que yo yendo allá? –inquirió Marcos, con
emoción de alma en el umbral del misterio.
—Tú yendo, tú yendo. Yo mirándotelo en los ojos.
Y aquella tarde Marcos regresó a su casa como bajo el influjo
de un hechizamiento.
Pero Marcos Vargas no era propiamente un soñador, ni tam-
poco los criaba aquel medio caldeado por el dinamismo de la aventura.
Hacia la acción desbordada tiraban las inclinaciones de su espíritu, y
su escuela verdadera, de lucha y de endurecimiento, había sido el arra-
bal y el campo circundante, a la cabeza de su pandilla de chicos del
pueblo, cacique querido por su carácter expansivo y franco, al par que
respetado por la fuerza de sus puños.
Para apartarlo de este ambiente plebeyo y desmoralizador y so-
bre todo del camino de la aventura cauchera o minera que ya le había
arrebatado dos hijos: Pedro Francisco, el mayor, a quien se le trabucó
la curiara en el raudal de Samborja, yendo para el Atabapo, y Enrique,

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el segundo, asesinado por un tal Cholo Parima, la "noche en que los


machetes alumbraron el Vichada", como solía aludirse por allí a la es-
pantosa degollina, –una de tantas que ya ensangrentaban la selva–,
doña Herminia tomó la determinación de enviarlo interno a un colegio
de Trinidad, donde con disciplina inglesa se lo sacasen hombre formal.
Y así se lo manifestó al marido, la tarde aquella del embrujamiento
producido por las palabras del indio.
—Pedro. Hay que tomar una determinación respecto a la edu-
cación de Marcos. Ahí está como alelado, y es que seguramente ha es-
tado oyendo los cuentos de los rionegreros. El otro día me ibas a propo-
ner, si no me equivoco, que hipotecáramos esta casa, lo único que nos
queda, tal vez para pagar algunas deudas apremiantes de "Salsipue-
des".
"Salsipuedes" era una tienda detrás de cuyo mostrador venía
arruinándose cándida y sistemáticamente el bueno de Pedro Vargas,
por vender a precios de coste, cuando más, telas y quincallas con la idea
de atraerse clientela. El nombre quería decir: de aquí no te irás sin com-
prar algo; pero lo que realmente no salía de aquella tienda era el dinero
del patrimonio de doña Herminia, que para atender a las deudas se fue
metiendo allí.
—Sí –balbució Pedro Vargas, enrojeciendo hasta el occipucio,
que era donde le quedaban algunos pelos–. Esos judíos de...
—Ya, ya –repuso la esposa–.
Judíos son para ti todos los que cobran lo que se les deba. Pero
judíos o no, hay que pagarles.
Hipotequemos la casa; mas desde ahora te advierto que del pro-
ducto de esa hipoteca apartaré una cantidad, que será sagrada, para
dedicarla a la educación de Marcos, porque he resuelto que lo enviemos
interno al colegio inglés de Puerto España. Marcos va por mal camino,
y si no metemos la mano a tiempo y enérgicamente, lo perderemos como
a los otros.
—Como tú dispongas, Mina. En cuanto a lo que me prestarás
para "Salsipuedes", creo que dentro de muy pronto podré reintegrártelo
–repuso el ilusionado comerciante.

17 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y días después ingresaba Marcos en el colegio de Trinidad, con


dieciséis años cumplidos y a regañadientes.
Cuatro de internado y disciplina inglesa, continuos, sin vaca-
ciones, por culpa de su temperamento indócil, y una tarde que se pre-
sentan en "Salsipuedes" –que ya no era sino un tenducho en un zaguán–
un juez y su secretario a embargar las existencias que fuesen liquida-
bles.
Pedro Vargas dobló la cabeza sobre el mostrador, lloró un poco
en silencio y luego se quedó muerto, con la misma ingenuidad con que
siempre había vivido, haciendo malos negocios que le parecían magní-
ficos.
Doña Herminia llamó al hijo, que era ya su único apoyo –pues
aunque tenía además dos hijas casadas no quería arrimarse al de los
yernos– y Marcos regresó, hombreado, más vigoroso, con unos cuantos
conocimientos más o menos útiles, pero en punto a carácter tal como se
había ido: el mismo humor juguetón, la misma cabeza tarambana, in-
tacto el hechizo de las palabras mágicas cuando escuchaba embelesado
los cuentos de los rionegreros.
Consoló a la madre –su afecto más profundo– echándosele en-
cima para correr por toda la casa, dándole bromas y diciéndole terne-
zas; pero no logró tranquilizarla mucho respecto al porvenir cuando le
dijo:
—No se aflija, vieja. Pronto estará nadando en un río de oro que
le traerá su hijo, de donde broten los manantiales, por más lejos que
sea.
Y una tarde, recién llegado apenas...
Por Julio, cuando el Orinoco muestra toda su hermosura y su
grandeza al alcanzar la plenitud de su crecida anual, cuando son más
suntuosas las puestas de sol que hacen de oro y de sangre el gran río,
cuando sopla el barinés largo y recio y braman enfurecidos los pailones
de la Laja de la Zapoara, suelen remontar la corriente grandes cardú-
menes de peces entre los cuales abundan los que le dan nombre a dicha
laja ribereña y cuya pesca, practicada desde allí, constituye espectáculo
emocionante para la población de Ciudad Bolívar, a causa de los graves

18 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

riesgos a que se exponen los pescadores enardecidos, sobre la roca res-


baladiza al borde del agua correntosa.
Muy aficionado a este deporte había sido Marcos Vargas desde
los años de su infancia, y apenas oyó las voces que por la calle iban
dando unos muchachones:
—¡La zapoara! ¡La zapoara! Ya viene el camboto.
Tomó la puerta y se encaminó a la laja.
Ya estaban allí, preparando sus tarrayas y robadores, "El
Chano" y "El Roncador", de la pandilla arrabalera que antes capita-
neara Marcos y ahora pescadores de profesión.
Los saludó desde lo alto de la roca con su antiguo grito de gue-
rra:
—¿Qué hubo? ¿Se es o no se es? –agregando luego–. Vamos a ver
si es verdad que en Trinidad se olvida lo que se aprendió en Ciudad
Bolívar.
Por lo cual exclamó "El Chano":
—¡Ah, caramba! ¿Cómo que es el mismo "Caribe" de antes el
que viene ahí?
—A la prueba me remito –repúsole–. Vayan preparándome mi
tarraya mientras me desvisto.
—¡Ah, Marcos Vargas! –comentó "El Roncador", complacida-
men te–. ¡Genio y figura!
—¿Y qué, pues? ¿Crees que eso es jabón que se gasta? Aquí me
tienen otra vez y vayan contándome mientras tanto qué ha sido de us-
tedes en estos cuatro años en que no nos hemos visto.
—Aquí, chico –repuso "El Chano"–. Ganándonos la arepa con
la tarraya. Ya se acabaron aquellos tiempos de todos juntos y reuníos:
el pata en el suelo y el patiquín. Ahora ca uno ha cogío pa onde le co-
rresponde: tú pa la espuma que flota, aunque no quieras ser jabón que
se gasta, y nosotros pa el asiento. Pero aquí estamos a tú mandar, los
mismos de siempre para ti.
—Lo propio te digo, Marcos –añadió "El Roncador"–. Y ahora
que te vemos, porque, francamente, no nos atrevíamos a di a tu casa,
sin sabé cómo ibas a recibirnos:

19 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

recibe mi pésame por la muerte de tu viejo.


—Y el mío, Marcos. Ya tú sabes. Nada tengo que decirte.
Nosotros hemos sentío mucho la muerte de tu pobre viejo, que
en paz descanse.
—¡Ya lo creo! Como que se les acabó la ganguita de comprar
aparejos de pescar a menos de precio de costo. Pero dejemos el arreglo
de esas cuentas para más luego, porque ya el cardumen viene llegando.
¡Y ah, camboto bueno! ¡Miren el aguaje! Ya las zapoaras, atraídas por
la succión de los pailones, estaban al alcance de las tarrayas, y Marcos
confundido entre los pescadores, desnudo de cintura arriba, descalzo y
con los pantalones arremangados hasta los muslos, mientras en lo alto
de la laja se apiñaba la muchedumbre que de toda la ciudad acudía a
presenciar el espectáculo emocionante.
Pero Marcos Vargas no tenía ojos sino para el hervidero de las
aguas cuajadas de zapoaras y a grandes voces celebraba la eficacia de
sus tarrayas bien lanzadas:
—¿Qué hubo? ¿Se es o no se es? A lo que replicaban los pesca-
dores, complacidos de verlo entre ellos:
—¿Eso fue lo que te enseñaron en el colegio de los ingleses?
—¡Ah, plata más perdida la que gastó tu viejo en eso! Como que
no fue vendiéndonos a precio de costo, solamente, que se arruinó.
Ya se ocultaba el sol y eran montañas de oro las inmensas nubes
encendidas de arreboles, a cuyos ardientes reflejos sobre las aguas riza-
das por el barinés el gran río extendía de monte a monte la majestad de
su hermosura. Hervían los pailones entre cuyos torbellinos iba cayendo
el cardumen y sobre el bramido de la corriente enriscada se alzaban los
gritos de los pescadores enardecidos y el vocerío emocionado de la mul-
titud, por la tarea de los hombres arriesgados y la grandiosidad del
incomparable crepúsculo.
Mas de pronto todo aquel rumor humano se convirtió en un solo
grito de sobresalto: Marcos Vargas había resbalado y caído en los pai-
lones.
Pero fue cosa de instantes no más el riesgo corrido. El remolino
de las aguas no pudo arrollarlo, las cortó a brazo esforzado, ganó el

20 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

remanso y volvió a treparse sobre la laja antes que los pescadores logra-
ran acudir en su auxilio.
Y ya estaba allí lanzando su grito alardoso:
—¿Qué hubo? ¿Se es o no se es? Mas aún no se había incorpo-
rado cuando se le plantaba por delante, increpándole, una jovencita de
rubia melena y mirada centelleante:
—¡Bruto! ¡Requetebruto y mil veces bruto! Me has dado un
susto por estar echándotelas de gracioso.
!Me provoca darte una cachetada! Tendría unos quince años,
era realmente linda y la cólera la embellecía aun más.
De rodillas y con las manos todavía apoyadas sobre la laja,
Marcos se la quedó mirando en si lencio y luego replicó, socarrona-
mente:
—¿A que no?
—¡A que sí! Y de las palabras a los hechos.
!Plaf! En seguida le volvió la espalda y sacudiendo la dorada
melena, con lumbre en los ojos altaneros, llena de sí misma, atravesó
por entre el gentío que le celebraba la ocurrencia o se escandalizaba de
ella y fue a reunirse con sus amiguitas, que no habían salido de su
asombro.
Marcos permaneció tal como estaba, contemplándola, deslum-
brado todavía por la visión de su belleza y murmurando:
—¡Tú me la pagarás! ¡Tú me la pagarás! Era la primera vez
que experimentaba una emoción amorosa. Hasta allí su mundo había
sido rudo y viril, abriéndose camino a bofetada limpia, primero en el
arrabal bolivarense a la cabeza de su pandilla y luego en el mismo co-
legio de Trinidad... Era lógico que con una, bien sentada en su mejilla,
le hubiese dado el amor aviso de su existencia.

21 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

II

22 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Por el camino y ante la vida

Cantaban los gallos que anunciaban el alba cuando Marcos


Vargas salía de Ciudad Bolívar, vía del Yuruari por el paso de Carua-
che sobre el Corino. Acababa de cumplir los veintiún años, que lo ha-
cían dueño de sus actos, iba solo, la bestia que lo conducía no era suya,
y dinero, ni lo llevaba encima ni lo tenía en ninguna parte. Era un hom-
bre con suerte por el camino y ante la vida.
El camino no era todavía el de la aventura temeraria a que se
lanzaban los hombres animosos, no conducía al lejano mundo de la
selva fascinante, vislumbrado a través de los cuentos de los rionegreros;
pero sí lo llevaba a encararse con la vida, hasta allí transcurrida al
arrimo paterno, a luchar entre los hombres y contra ellos, y la emoción
de si mismo ante el incierto destino era tan intensa que le parecía cual
si a nadie hubiese ocurrido nunca cosa semejante.
Y así iba, cabalgando ensimismado, cuando lo sorprendió, ya
pasado el mediodía, la brusca aparición de uno de los espectáculos pre-
dilectos de su espíritu.
Azul, de un azul profundo que hacía blanco el del cielo, hermoso
entre todos los ríos y con escarceos marinos del viento contra la co-
rriente, el Caroni arrastraba el resonante caudal de sus aguas entre
anchas playas de blancas arenas, y aquel que tanto sabía acerca de los
grandes ríos de Guayana y con las más ardientes imágenes se los tenía

23 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

representados, no como simples cursos de agua sino cual seres dotados


de una vida misteriosa, aunque ya algo de éste había visto, no pudo
menos que detener bruscamente la bestia, exclamando:
—¡Caroni! ¡Caroni! ¡Así te nía que ser el río de los diamantes!
Entretanto, desde el corredor del paradero del paso, en la misma mar-
gen izquierda, alguien lo observaba y se decía:
—Ése debe de ser. ¡Buen plantaje de hombre tiene el mozo! Y
luego, saliéndole al encuentro:
—¿Es usted Marcos Vargas?
—Así me dicen y yo lo repito.
Para servirle.
—Manuel Ladera –dijo el otro presentándosele–. Mucho gusto
en conocerlo.
Era un hombre maduro, de aspecto afable, rico propietario del
Yuruari y dueño de uno de los mejores convoyes de carros que para en-
tonces recorrían los caminos de aquella región, siendo éste uno de los
negocios más productivos, por el alto valor de los fletes. Sin embargo,
ahora había decidido venderlo y Marcos Vargas iba a comprárselo, pre-
vio acuerdo telegráfico de reunirse allí para cerrar el trato.
Dirigiéronse al mesón del paradero, donde los esperaba el al-
muerzo ya pedido por Ladera y éste dijo al tomar asiento:
—Ya tuve el gusto de conocer a su padre, que era uno de los
hombres mejores de Guayana, si no el mejor. Hace unos catorce años
fuimos socios en un negocio de ganado que tuvimos por los llanos de
Monagas.
A lo que repuso Marcos:
—Pues aquí tiene al hijo, que es de lo peorcito que hay en Ciu-
dad Bolívar, para jugarle limpio desde el principio.
—Que ya es algo que no se da todos los días, pues ahora lo que
se estila es el juego sucio. También he tenido el honor de conocer a misia
Herminia, su santa madre de usted.
—Santa es poco, don Manuel.
Pero ya usted me amarró con ese adjetivo para mi vieja.

24 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Me agrada oírlo expresarse así, porque un buen hijo, aunque


sea desconocido por lo demás, ya es para mi la mitad de un amigo de
toda mi estimación.
—Pues le cojo la palabra.
—Ligera la tiene usted, ya voy viendo.
—Aunque no sé si tengo derecho a llamarme buen hijo, pues mi
vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el fruto que
esperaba. Hipotecó su casa, resto de la herencia de mi abuelo, para pa-
garme colegio de donde saliera yo hombre formal. Ella había oído decir
que la disciplina inglesa estaba muy recomendada en mi caso y para
hacer la prueba se gastó en un colegio de Puerto España unas cuantas
libras, que ahora le están haciendo falta. Pero resultó que en Trinidad
no se olvida lo que se aprende en Ciudad Bolívar cuando uno lo lleva
en la sangre, y de allá regresé, hace pocos meses, tan descompuesto como
me fui.
—Ahora le estará pesando.
—Sí y no. Sí, por el dinero perdido de mi pobre vieja; no, porque
eso de las disciplinas, inglesas o de donde sean, es relativo y pasa con
ellas como en las zapaterías, que unos se calzan de percha y otros a la
medida.
—¡A ver! Explíqueme eso.
—Quiero decir que a unos pueden imponerles con reglamentos
la disciplina que han inventado otros para el público grueso –siguiendo
mi comparación– porque están muertos por dentro y cualquiera les
sirve; mientras que otros, vivos hasta el fondo, tienen que escoger la
suya por sí mismos, viviendo su vida.
—¿Y usted es de esos que no tienen pie de percha?
—Por lo menos hasta ahora no me han servido las medidas del
montón.
—Está bien eso, Marcos Vargas. Ya veo que no tiene usted ca-
beza por adorno solamente.
—La idea no es mía del todo.
Por lo menos la comparación con la zapatería es de mi viejo.
Como en "Salsipuedes" también se vendían zapatos...

25 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Sonríe Manuel Ladera y Marcos prosigue:


—¿Por qué le cuento a usted esas cosas?
—Porque ya me había anunciado que era de lo peorcito que hay
en Ciudad Bolívar y tenía que demostrármelo.
—Pero con ganas de ser amigo suyo, a ver qué se me pega de
usted. Porque el que a buen árbol se arrima...
—El palo le cae encima.
—Eso está por verse. Yo me fío siempre a mis repentes y el que
me ha producido usted no puede ser mejor.
—Pues vamos a tratarnos con franqueza desde el principio, por-
que algo de eso suyo tengo yo y ya me ha sucedido con usted. Y entrando
en el negocio que aquí nos reúne, ¿sabe por qué vendo mis carros?
—Me han dicho que desea descansar de la atención que le cau-
san, habiéndole ya producido bastante.
—Sí, me han producido buen dinero y seguirán produciéndo-
melo; pero la verdadera causa es otra y debo explicársela con toda fran-
queza: vendo los carros porque José Francisco Ardavín se ha metido en
el negocio. La eterna calamidad de los caciques políticos, que son el
azote de esta tierra, pues no hay empresa productiva que no la quieran
para sí solos. Ardavín, cuya mala fama tal vez no le sea desconocida, se
nos está atravesando en el camino, y como entre él y yo median además
circunstancias de orden íntimo, para evitar rozamientos y complicacio-
nes mayores, ya que a Dios gracias mis recursos me permiten vivir tran-
quilo, he resuelto vender mis carros y dejarle el campo libre por mi
parte. Como usted comprenderá, estas confidencias poco comerciales no
tenía por qué hacérselas a mis posibles compradores, pero usted me ha
caído en gracia –es decir: en justicia– y no quiero que más adelante
pueda decir que lo enzanjoné en un negocio malo con los ojos tapados.
—¿Así es la cosa? –se preguntó Marcos–. ¿Quiere decir que es
con los Ardavines, con los tigres del Yuruari, con quienes me las voy a
entender?
—Nada menos, joven.

26 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Ni nada más tampoco! ¡Compro los carros y salga el sol por
donde quiera! Y Manuel Ladera, con arranque originado de la admira-
ción por la hombría temeraria, sentimiento de cuyo bárbaro imperio
nadie parecía librarse por allí:
—¡Así me gusta oírlo! –exclamó–. Yo me retiro del negocio por-
que ya voy para viejo, no me falta de qué vivir y tengo cría por la cual
he de mirar; pero usted está empezando y tiene que arrear para ade-
lante, hoy o mañana. Y para que de una vez comience a sacarle provecho
a esa decisión de hombre, voy a rebajarle trescientos pesos del precio
que estaba pidiendo por los carros. Aquí le tenía ya el recibo, de acuerdo
con su telegrama aceptando el precio.
Vamos a corregirlo de una vez.
—¡Un momento, don Manuel! –atajó Marcos–. Déjelo así como
está. Ya usted me ha explicado honradamente lo que tenía que expli-
carme, y ahora me toca a mi decirle cómo es que le voy a comprar los
carros: fiados, para pagárselos con el mismo producto de ellos, sin fi-
jarle cantidad, porque será la mayor posible. Y en cuanto a los trescien-
tos pesos de la rebaja, ésos me los dará en efectivo, ahora mismo o en
Upata, porque vengo limpio.
Manuel Ladera se quitó las gafas, puestas para lo del recibo, se
echó sobre el respaldar de la silla y mientras limpiaba los cristales, dijo:
—Mire, joven. Yo nunca he hecho negocios malos a ciencia y pa-
ciencia, ni todavía tengo necesidad de hacerlos, a pesar de lo que le he
manifestado, pues llegado el caso extremo, suelto las mulas y los bueyes
en uno de mis potreros y casi no he perdido nada. Pero tampoco nadie
me había hecho hasta ahora una proposición como la que usted acaba
de formular y...
¿quiere que le diga? ¡Me ha gustado! Son suyos los carros y aquí
tiene ya los trescientos pesos, porque un hombre como usted no puede
andar sin dinero donde tantos bribones cargan los bolsillos repletos.
Sacó la cartera, se los entregó en billetes, y éste fue el primer
dinero –y el primer amigo– que obtuvo Marcos Vargas por el camino y
ante la vida.

27 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Unas manchas de sangre

En la balsa del paso cruzaron el Caroni y cuando saltaron a


tierra Manuel Ladera dijo:
—¡Bueno, Marcos Vargas! Ya está en el Yuruari y que le sea de
provecho. En la tierra del oro y de los hombres machos, como dicen por
aquí.
—Y de las mujeres bonitas –completó Marcos.
—También dicen y no es mentira. A ver si se enamora de alguna
y se queda entre nosotros.
—Si usted supiera, don Manuel... Ya esa diligencia como que
está hecha.
—¿Sí? Pues ya voy viendo que usted es de los que, cuando se
ponen en camino, todo lo llevan en la magaya.
Atravesaron el boscaje ribereño y al caer a unas calsetas por
donde pacían algunas reses, Ladera explicó:
—Ya esto es "Tupuquén" y está a su disposición, como todo lo
que me pertenece. Tupuquén llaman una hierba brava, más eficaz que
el hacha y que el fuego mismo para acabar con el monte tupido, pues
donde ella se mete ya no crece otra cosa. Por aquí reinaba a sus an chas,
de donde denominé así esta finca y no se imagina usted los trabajos y

28 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

el dinero que me ha costado extirparla... Otro tupuquén reina también


por estas tierras:
las llamadas riquezas del Yuruari, el purguo y el oro que quitan
los brazos de la agricultura. Los brazos y el capital, que ya tampoco
quiere invertirse en ella. Al purguo y al oro los llaman la bendición de
esta tierra, pero yo creo que son la maldición. Despueblan los campos y
no civilizan la selva, dejan las tierras sin brazos y las familias sin apoyo
y corrompen al hombre, desacostumbrándolo del trabajo metódico, pues
todos nuestros campesinos ambicionan hacerse ricos en tres meses de
montaña purgüera y ya no quieren ocuparse en la agricultura. Lo des-
moralizan profundamente, pues la tragedia del purguo –aquí, como el
caucho en Rionegro y la sarrapia en el Caura– no consiste sólo en que
empresarios sin conciencia exploten al peón por medio del sistema del
avance –dinero y bastimentos a cuenta de la goma que saquen–, que
casi equivale a comprar un hombre por cuatro reales y para toda la
vida, sino también en que el peón le toma el gusto al venderse de ese
modo y cuando coge el dinero del avance no le importa malgastarlo,
pues ya está pensando en el fraude de la piedra dentro de la plancha de
goma y en fugarse de la montaña debiendo lo que se ha comido. En
picurearse, como ellos dicen. Que, naturalmente, la peor parte la lleva
el peón, pues vaya usted a ver lo que encuentra en la montaña: un plato
de "paloapique" que no lo alimenta, de donde adquiere el beriberi, que
lo mata o lo inutiliza para toda la vida, y la esclavitud, casi, por la
deuda del avance, sin modo de zafarse ya del empresario, ni autoridad
que contra él lo ampare, porque generalmente lleva parte en el negocio
y en todo caso se inclina del lado del fuerte contra el débil. La esclavi-
tud, que a veces la heredan los hijos con la deuda. Eso de la riqueza
que producen el oro y el caucho sólo es verdad para los privilegiados.
Marcos Vargas no estaba de acuerdo. Era posible que desde un
punto de vista práctico Ladera tuviese razón; pero la aventura del cau-
cho y del oro tenía otro aspecto, el de la aventura misma, que era algo
apasionante: el riesgo corrido, el temor superado y aquello mismo de ir
y volver a tirar el dinero, con que el hombre desafiaba al destino. ¡Una
fiera medida de hombría!... Pero se abstuvo de manifestar su opinión.
Por otra parte, ya Ladera abandonaba el tema, refiriéndose a
una casa internada entre el boscaje:

29 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Eso es Guaricoto, a donde traigo la familia a temperar, todos


los años por la Cuaresma, que es cuando son más sanos estos lugares.
Menos ésta pasada, que tuvimos que quedarnos en Upata por
enfermedad de una de las muchachas.
Y Marcos saliendo de su mutismo por las bromas a que lo incli-
naba la simpatía que le inspiraba Ladera:
—¿Tiene muchas, don Manuel?
—Algunas y para varios gustos, pues son tres, que ya es bas-
tante.
O dos, para el interés a que pueda obedecer esa pregunta suya,
porque Maigualida, la mayor... Y ya que el caso viene, voy a explicarle
cuales son esos motivos íntimos que, según ya le he dicho, me obligan a
evitarme rozamientos con José Francisco Ardavín. Este hombre, que es
la suma de todos los defectos posibles, le dio por enamorarse de mi hija
Maigualida, y como ella no lo aceptó –piensa él que por consejos míos–
le juró que mataría a todo el que la pretendiera.
—Y cumplió su promesa –agregó Marcos–. Algo de eso recuerdo
haber oído en casa.
—Sí. Un forastero, mozo muy estimable, que gustaba de mi mu-
chacha y empezaba a decirle. Ar davín lo sorprendió una tarde ante la
ventana de casa conversando con ella y en su presencia lo asesinó co-
bardemente. Desde entonces mi pobre hija vive quitada del mundo.
Hace una pausa y volviendo al tono chancero, agrega:
—Por eso le digo que son dos las que componen la mercancía
realizable que tengo en casa. Ya se las presentaré. Son unas pollitas
todavía, pero como usted dice que su diligencia está hecha, no hay peli-
gro de que me las enamore.
—¡Hum! –hizo Marcos, comprendiendo que Ladera quería
mantenerse en este terreno–. No se fíe de forasteros, don Manuel.
—¿Así es la cosa? ¡Ah, Marcos Vargas! Usted va a caer muy bien
por estas tierras, donde el buen humor, a pesar de todo, es un salvocon-
ducto que abre todas las puertas.

30 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Pues para usted no habrá ninguna cerrada y como no le falta


el aceite que afloja todo tornillo, porque el ganadito que voy viendo es
bastante...
—Y ya verá más. Pero estas sabanas dan mucha brega, porque
los bichos se recuestan contra el monte y hay que trabajarlo a pecho de
caballo. Allá en "La Hondonada", donde pernoctaremos, ya son saba-
nas más fáciles, aunque durante el verano al ganado lo castiga mucho
la sequía.
Y pasando de lo particular y propio a lo general, donde ya era
francamente pesimista:
—Eso es Guayana. Mucho río, agua como para abastecer a todo
el país, y, sin embargo, tierras secas que dan tristeza.
Y por aquí continuó durante un buen rato hablando de las ca-
lamidades de su tierra, donde todo lo que fuese obra del hombre corri-
giendo la Naturaleza estaba todavía por hacerse.
—Mire –dijo, de pronto, interrumpiéndose y deteniendo la bes-
tia–: ésa es la Laja de los Frailes, donde según la tradición fueron fu-
silados los de las misiones de Caroni por órdenes del general Piar,
cuando la guerra de la Independencia. Por ahí, más adentro, estaban
las ruinas del convento, pero ya no queda nada.
Todas estas casas de por aquí están pavimentadas con ladrillos
sacados de esas ruinas, que por eso los llaman fraileros. Unos ladrillos
que duran siglos, que ya no saben fabricarlos nuestros alfareros. Como
todo lo bueno de antes, que se ha perdido.
—Se llevarían los frailes la receta –dijo Marcos sin tomar la
cosa en serio.
—¡Si fuera eso sólo! Pero es que la gente de esos tiempos tenía
la conciencia de que estaba fundando un país y todo lo hacía con vistas
al porvenir, mientras que los hombres de ahora sentimos que este país
se está acabando ya y no nos preocupamos por que las cosas duren. Por
el contrario, queremos destruirlas cuanto antes.
Esta visión pesimista era totalmente nueva para Marcos Var-
gas, quien se lanzaba a aquel mundo con la generosidad de sus años
mozos como al mejor de todos los posibles; pero al oír a Manuel Ladera
se comprendía que hablaba con el corazón lleno de amor a su tierra,

31 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

amor doloroso, de calidad más noble que el simple apego que hace en-
tonar el canto, y escuchando al hombre maduro entraron en el alma del
joven aires que luego harían borrascas.
Y esto dijo Ladera:
—Pero no hablemos más. Mire lo que viene allí.
Lo que venía –y a menudo suele encontrarse por los caminos del
Yuruari– era una res destinada al consumo de algún caserío vecino,
atada a la cola de un burrito por un cabo de soga que le traspasaba la
nariz perforada y sangrante y con la cabeza enfundada, salvo los cuer-
nos, en un trozo de coleta. La conducía un hombre a pie, aunque en
realidad el conductor era el burrito que, adiestrado para este oficio,
trotaba por delante de ella zigzagueando, para quitarle con el aturdi-
miento del rumbo incierto toda gana de cornearlo que pudiese traer.
Y Manuel Ladera explicó por qué había dicho que no había que
hablar más:
—Ahí tiene la historia de Venezuela: un toro bravo, tapaojeado
y nariceado, conducido al matadero por un burrito bellaco.
A lo que replicó Marcos:
—¡Ya ve, don Manuel! Eso es lo que yo llamo calzarse a la me-
dida. En el colegio de Ciudad Bolívar quisieron meterme en la cabeza
la historia escrita de Venezuela y nunca logré entenderla, mientras que
ya me la explico toda.
—Por algo se ha dicho que el viajar ilustra. Aunque sea por es-
tos caminos.
Y entretenidos con estos tópicos cabalgaron un rato.
—¡Mire! –volvió a interrumpirse Ladera–. ¿Ve esas manchas de
sangre en esa laja?
—No serán de los frailes de las Misiones, supongo.
—De un pobre negro de las minas de El Callao a quien asesina-
ron ahí anteayer. Lo traían preso, codo con codo. Un comisario de nom-
bre Pantoja lo conducía a Ciudad Bolívar y al llegar a este sitio lo baleó.
Dice que el negro lo atacó, pero no me explico cómo, pues estaba mania-
tado, y así lo vi después de muerto, viniendo yo de "La Hondonada".
Detrás de aquella vuelta oí los tiros.

32 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Quiere decir –observó Marcos– que lo del burrito y el toro su-


cede a veces al revés.
—Justamente. Aquí el toro, a toda punta, fue el comisario. Un
hombre que debiera estar en un presidio el tal Pantoja. O mejor dicho:
Cholo Parina, pues, según algunos que han estado por el Atabapo, éste
es el verdadero nombre del comisario.
—¡Cholo Parima! –exclamó Marcos, refrenando la bestia con
brusco movimiento maquinal.
—¿Lo conoce?
—De nombre solamente. Ése fue quien asesinó a mi hermano
Enrique, hace doce años, la noche en que los machetes alumbraron el
Vichada.
Había empleado la frase acostumbrada por allí para designar
la espantosa degollina, una de tantas jornadas sangrientas de la epo-
peya cauchera, y Manuel Ladera no halló qué decir.
Cabalgaron durante un buen rato en silencio, Marcos Vargas
con una sonrisa sombría inmovilizada en el rostro y Ladera observán-
dolo de soslayo.
—¡Lo que son las cosas! –murmuró por fin el joven–. Yo tiraba
hacia Rionegro, quería dedicarme al caucho, que enriquece en obra de
meses, y últimamente hasta se me presentó una magnífica oportunidad,
pero no podía manifestar ese deseo sin que mi madre se echara a llorar,
y en cambio fue ella misma quien me dio la primera noticia de que usted
vendía sus carros, y cuando le comuniqué mi propósito de venirme al
Yuruari se alegró mucho. Vio un negocio estable –si a dárseme llegaba–
que me quitaría de la cabeza la idea de internarme en las selvas cau-
cheras donde sucumbió mi hermano, y para allanarme este camino
aceptó el sacrificio de mi separación de su lado y convino en vivir arri-
mada en casa de uno de mis cuñados mientras yo pudiera traérmela a
Upata. ¡Lo que son las cosas, don Manuel!
—¿Qué está usted pensando, joven?
—Nada. Hablando es lo que estoy. Contándole cosas de mi vida
pasada, así como ya le referí otras para que fuera conociéndome bien.
—¡Oiga, Marcos Vargas! ¿No será mejor que desista de com-
prarme los carros?

33 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Es que usted se arrepiente de habérmelos vendido en las con-


diciones...!
—No diga tonterías. Usted me entiende. Ya le he dicho que me
ha caído a gusto y no quiero que por causa mía, hasta cierto punto,
vaya a tener un mal resultado su venida al Yuruari. Estoy dispuesto a
ayudarlo en lo que sea menester; estudie un negocio que le agrade y le
convenga en Ciudad Bolívar y cuente conmigo para el capital que nece-
site.
—Muchas gracias, don Manuel.
Ya veo que usted cuando empieza a ser buen amigo no tiene
cuándo acabar. Pero no se preocupe. A buscar malos encuentros no he
venido al Yuruari, ni me pasaba por la cabeza la idea de que Cholo
Parima anduviera por aquí: por muerto lo tenía ya; pero de la casa hay
que salir, tarde o temprano...
Además, eso de los malos encuentros es muy relativo: el mundo
está sembrado de ellos.
Manuel Ladera se quedó unos momentos mirándolo y luego re-
puso:
—Prométame, por lo menos, que los evitará.
—Prometido, don Manuel.
Y en silencio continuaron el viaje.

34 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Juan Solito

Con la actividad desplegada en el hato de "La Hondonada",


donde Ladera recogió un ganado que embarcaría por San Félix para
las Antillas inglesas, sabaneando junto con él y sus peones, se le disi-
paron a Marcos los pensamientos sombríos, para los cuales su espíritu
no tenía asideros perdurables, y cuando reanudaron la marcha, camino
de Upata, charlaba animadamente, olvidado de Cholo Parima.
Atravesaban la montaña de Taguachi. Monte enmarañado a
ambos lados del camino en cuesta, lleno de baches donde chapoteaban
las bestias. Rastrojos cubiertos de malezas, silenciosos campos abando-
nados y uno que otro rancho de palma ennegrecida, derrumbándose ya.
Mujerucas de carnes lacias y color amarillento, asomándose a las puer-
tas al paso de los viajeros; chicos desnudos con vientres deformes y ca-
nillas esqueléticas cubiertas de pústulas, que se las chupaban las mos-
cas; viejos amojamados, apenas vestidos con sucios mandiles de coleta.
Seres embrutecidos y enfermos en cuyos rostros parecía haberse momi-
ficado una expresión de ansiedad. Guayana, el hambre junto al oro.
—Mire la obra del purguo y del oro –dijo Ladera–. ¿Se fija en
que por todo esto no hay hombres útiles para el trabajo del campo?
Abandonaron el conuco y la familia, muchos de ellos para enterrar sus
huesos en la montaña, y por aquí no quedan sino los rezagos.

35 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Pero se interrumpió al ver a un hombre de escopeta terciada a


la espalda que más adelante acababa de salir al camino, para atrave-
sarlo, por una de las picas de monte adentro.
—¡Juan Solito! –lo llamó, haciéndolo detenerse, y cuando ya se
le reunía–: Buscándote venía, casualmente.
—Pues ya no necesita seguir –respondió el hombre sin alzar la
vista del suelo donde la había fijado.
Mientras Ladera:
—Ahí tiene usted, Marcos Vargas, el cazador de tigres más fa-
moso de todo el Yuruari. Le dan el apelativo...
Pero el cazador le quitó la palabra:
—Porque es un Juan entre los muchos que caminan sobre la
redondez de la tierra y porque siempre anda solo, que es la mejor com-
pañía del hombre.
—¡Vaya oyendo, Marcos Vargas! Ahí donde usted lo ve, con su
escopeta al hombro, lleva oculto un filósofo.
Y Marcos al cazador, haciendo alarde de su conocimiento en
punto de supercherías populares:
—Y porque es mejor que la gente lo llame a uno como quiera,
sin que uno dé nunca el nombre propio y verdadero, porque eso tiene
sus riesgos, ¿verdad?
—¡Jm! –hizo el de la escopeta–. Si ya usté lo sabe, ¿pa qué lo
pregunta? Barbudo, greñudo, de aspecto selvático, edad incierta y sin
apariencias de vigor físico que correspondiesen a su fama de cazador
de tigres, Juan Solito era un personaje misterioso a quien se le atri-
buían facultades de brujo.
Decíase que había vivido mucho tiempo entre los indios del alto
Orinoco, cuyos piaimas lo iniciaron en sus secretos, y así como se igno-
raban su nombre, origen y procedencia, no se sabía tampoco dónde ha-
bitaba ni se le conocían relaciones permanentes con los moradores de la
región.
—Pero decía usté, don Manuel, que venía buscando a Juan So-
lito –agregó, en seguida de las palabras dirigidas a Marcos y hablando
de sí mismo como de tercera persona.

36 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Sí –respondió Ladera–. Iba a dejarte recado por el camino de


que en "La Hondonada" está cebado un tigre que ya me ha matado dos
becerros en lo que va de esta semana.
Juan Solito escupió la mascada de tabaco y contemplando luego
el salivazo caído a sus pies, murmuró:
—Mire puej como renco y tó el de la pinta menudita se sabe pro-
curá su comía.
—Parece que lo estuvieras viendo como en un espejo, sólo con
mirar la saliva de tu mascada –repuso Ladera a tiempo que le hacía a
Marcos guiñadas de inteligencia.
—¡Jm! ¡Quién quita, don Manuel! La humanidá de la tierra
está sembrá de espejos donde se aguaitan las cosas más lejas y enmogo-
tás. El tó es sabé mirarlas sin asco.
—¿Quieres decir que ya conoces el tigre que necesito que mates?
—Algo de él ha catao ya Juan Solito, si señó. La güella que va
dejando dice que cojea de la mano derecha desde hace algunos días, a
causa de habérsele caído las garras, de donde se infiere que es viejo y
que con la zurda es que ahora está tirando el zarpazo.
Pero asina y tó dice usté, y su palabra vaya alante, que dos be-
cerros le ha comío en lo que va de esta semana.
—Y de los más bonitos. Ándate por allá esta noche antes de que
se coma el tercero.
—¿Esta noche? Esta noche no podrá sé porque ya Juan Solito
está trincao de palabra por otro que también anda haciendo un esguace
por los ranchos de estos montes.
—¿No será el mismo que se deja llegar hasta "La Hondonada"?
–intervino Marcos, por ver hasta dónde llegaba la clarividencia del ca-
zador.
—No, joven. Ni usté lo cree tampoco. Éste de por aquí es un tigre
barreteao, forastero de por estos montes, por cierto.
—Pues, amigo –dijo Ladera dirigiéndose a Marcos–, está visto
que usted es el hombre de las caídas en gracia, porque es la primera vez
que Juan Solito acepta conversación de persona a quien no conozca de
tres meses antes.

37 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

¿No es así, Juan Solito?


—De tres meses y los días que completan el ciento, que es el nú-
mero de la sabiduría. Pero ya esa cuenta está hecha, don Manuel, y al
joven aquí presente le sobra un pico en su favor...
—¿Sí? –inquirió Marcos, con verdadero interés–. ¿Dónde y
cuándo nos hemos conocido?
—El dónde y el cuándo y el cómo son hijos sutes de la madre
curiositá. La que medra es que ca uno sepa lo que haiga menester.
—¿No digo yo que por la boca de Juan Solito habla un filósofo?
—Los palos del monte, don Manuel, que le han enseñao su sa-
biduría. Pero, volviendo a lo suyo, pues usté no ha interrumpío su mar-
cha pa hablá de Juan Solito.
Mañana, primeramente Dios, estará Juan Solito en "La Hon-
doná" velando al renco.
—Bien. Ya que no puede ser esta misma noche. Se comerá otro
becerro, pues va un día sí y otro no, y hoy le toca.
—Espreocúpese. Hoy tampoco irá. Ése cae por allá entre gallos
y medianoche. Ya lo he sentío pasá por la montaña silencia.
—¿Y por qué no lo has matado? Dos mautes míos habría dejado
de comerse.
—Porque naiden tiene derecho a atravesase contra por gusto en
el camino de otro que ande procurándose su vida con las armas que
Dios le haiga dao.
—Por gusto no habría sido. De buena gana te pagaría ahora la
libra esterlina de tu tarifa.
—No es por la paga, don Manuel, sino porque las causas no
puén andá detrás de los resultados.
El tigre, en una comparación, siente primero el hambre y des-
pués se come el maute o el marrano; pero la visiversa nunca.
—¡Claro! –exclamó Marcos Vargas.
—No tan claro, joven –repuso el cazador, siempre mirando el
suelo, y escupiendo por el colmillo el resto de la mascada, prosiguió–:

38 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ése jué, don Manuel, el acomodo que Dios les dio a sus cosas y
Juan Solito no pué trastorná las leyes del mundo. Él tiene que decí pri-
mero, adresmente, voy a matá al tigre, pa dispués hacerlo. Pero antes
con antes tienen que habele dicho: –Juan Solito, mátame ese tigre que
me está comiendo lo mío–.
Porque eso de lo mío y lo tuyo, don Manuel, son cosas que no se
le ocurren por su cuenta a Juan Solito. Él las escucha mentá y las repite
no más. Allá ca uno con lo que le parezca claro, siendo turbio. Pero en
el caso presente, como ya él está trincao de palabra con usté, lo que hará
esta noche será amarrale la güella al renco, pa paralo ande se encuentre
a esa hora y punto, de mo y manera que no puea llegá hasta "La Hon-
doná".
Déjelo de mi cuenta y váyase tranquilo, que el renco no le mata
más becerros.
—¡Amarrarle la huella! –intervino Marcos Vargas–. Explí-
queme eso, viejo.
Pero como el cazador se limitara a sonreír, Ladera advirtió:
—A Juan Solito no se le arranca nunca una palabra respecto a
sus secretos profesionales.
—¡Jm! El que aprendió callao, callao enseña, don Manuel.
—¿No le digo? Bueno. Juan Solito, voy a pagarte de una vez
para que las causas vayan delante de sus efectos.
—Usté no ha entendío, don Manuel. No es que Juan Solito
haiga querío cobrarle por anticipao, pues ya debe de sabé que él no tiene
esa costumbre.
—Ya lo sé, hombre. No tomes a mal mis palabras. Te pago ade-
lantao porque ya puedo considerar que el renco es tigre muerto, y porque
llevando el dinero encima es más cómodo para mi salir de eso de una
vez.
—Eso es otra cosa.
Y luego las palabras sin las cuales no tomaba nunca el precio
de su trabajo.
—Venga el oro, que en las manos de Juan Solito no se quedará.

39 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Tomó la moneda, la colocó sobre la palma de su mano iz-


quierda, murmuró unas palabras ininteligibles, hizo sobre ella un rá-
pido movimiento cabalístico y por último se la guardó en la faja, di-
ciendo:
—Allá le dejaré el recibo.
¿Lo quiere con cabeza y tó como el de la otra vez?
—Ni con cabeza ni sin ella.
Ya tengo la casa llena de cueros de tigre.
—Es que éste es muy bonito, don Manuel. Y de historia famosa.
—Bueno. Déjame el cuero en "La Hondonada", para regalárselo
al amigo Marcos Vargas en recuerdo de este buen encuentro que hoy ha
tenido.
—Sus palabras serán cumplidas –dijo el cazador enfática-
mente, y después de restregar con el pie desnudo el salivazo de la mas-
cada, que era humor de su cuerpo y no podía secarse en el suelo sin que
todo él fuera secándose al mismo tiempo, como árbol de donde huyese
la savia, se despidió de Marcos Vargas de este modo:
—Bueno, joven. Ya usté ha visto y escuchao más de lo que Juan
Solito se deja catá por el primer recién encontrao; pero lo que está bien
escrito no se borra, y además de los demases Juan Solito tenía una en-
comienda de memorias pa usté: "Cuando tú yendo allá, yo enseñándote
las cosas".
—¡Ponchopire! –exclamó Marcos Vargas, acogiendo con júbilo
el recuerdo de su adolescencia.
Y Juan Solito, dando por terminada la entrevista, ya atrave-
sando el camino para internarse por otra pica de monte adentro:
—Y escuche esto, joven, que ahí le va dejando un hombre expe-
rimentao: no cargue su alma tan en los ojos como la lleva usté por estos
caminos.
Dicho lo cual desapareció, monte adentro, cual si se lo hubiera
tragado el misterio de que gustaba rodearse.
Continuaron su camino Ladera y Marcos Vargas, aquél di-
ciendo:

40 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Hay quienes creen a pie juntillas que detiene realmente Juan


Solito a un tigre o una persona amarrándole la huella, como él dice,
práctica de brujería que le enseñarían los piaimas indios; pero lo cierto
es que posee mañas para su oficio, pues nunca falla cuando se le en-
carga matar un tigre. Así, íngrimo y solo como lo ha visto, pues ni perro
carga, se mete en la montaña y se pasa toda una noche en el veladero.
¡Qué digo una noche! Noches y días continuos, si es menester... Y lo de
la moneda.
¿Se fijó en lo que hizo cuando la tomó? Siempre exige que se le
pague con una esterlina y dicen que es para enterrarlas, para devolvér-
selas a la tierra donde fue extraído el oro, que según él es la causa de
la maldición que pesa sobre Guayana. En lo cual estoy de acuerdo...
Claro que con algunas se quedará, pues de algo debe vivir, como no sea
de raíces del monte; pero eso es, entre otras muchas cosas, lo que se
cuenta de Juan Solito.
Pero Marcos no le había prestado atención. Su pensamiento es-
taba en aquella tarde, ya lejana, de su breve conversación con el indio
Ponchopire, otra vez experimentando la fascinación de aquel mundo de
la selva misteriosa y el aborigen enigmático.
Y Manuel Ladera, como viese que sus palabras se quedaban sin
correspondencia, murmuró:
—¡Ah, caramba! Al hombre lo han dejado caviloso las brujerías
de Juan Solito. Éste era un Marcos Vargas que todavía no conocía.

41 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

III

42 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Upata de los Carreros

Aire luminoso y suave sobre un valle apacible entre dulces coli-


nas. Techos de palma, techos de cinc, rojos o patinosos tejados, una ve-
getación exuberante, de jardín y huerta domésticos, en patios y solares.
Unos montes lejanos, tiernamente azules.
—Upata –dijo Manuel Ladera–.
Ahí tiene usted el pueblo de los carreros del Yuruari. Upata vive
del tránsito: de los fletes de las cargas que transportan sus carros y del
dinero que van dejando en ella los forasteros, cuando se dirigen al inte-
rior, hacia las montañas purgüeras y las quebradas del oro de Cuyuni
y cuando regresan de allá a poner la fiesta, porque éste es el pueblo más
alegre de todo el Yuruari.
—Y como es fama que éste es el pueblo de las mujeres bonitas...
—Pues ya usted verá si será agradable la fiesta. Aquellos mon-
tes azules son los de Nuria y ese farallón es la famosa Piedra de Santa
María, de donde brota un agua que viene a representar aquí lo que la
cabeza de zapoara representa en Ciudad Bolívar: cebo para atrapar fo-
rasteros. Ya lo llevarán allá las muchachas para bautizarlo con el agua
que mana de ese peñón, a fin de que se case con una upatense y eche
raíces aquí. O cargue con ella para donde prefiera, que es lo que a ellas
les interesa.

43 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—A mí que me bauticen cuantas veces quieran, pues como no


estoy muy seguro de ser cristiano...
—¿A pesar de la diligencia que ya tiene hecha?
—Por si acaso no se da...
Atravesaron un riachuelo en cuyas orillas algunos carreros
abrevaban o bañaban sus mulas mientras sostenían entre sí una bulli-
ciosa charla salpicada de malicias y fanfarronerías, y entraron en la
población.
Calles de tierra roja por donde corrían los ríos de oro de la
puesta de sol. Carros vacíos aquí y allá, con los varales en alto y en las
ruedas el barro de los caminos recorridos; otros, cargados y cubiertos
con los encerados, de tránsito para otras poblaciones, dentro de las ran-
cherías llenas de la animación de los carreros que charloteaban desun-
ciendo las bestias, conduciéndolas a los pesebres, echándoles en ellos
los haces de yerba.
Sonaba todavía por allá el trabajo cantarino de la mandarria
del herrador contra el yunque, tintineaban las colleras de las mulas de
otros convoyes que venían llegando o ya se ponían en camino, y aquí y
allá, en las cosas y en las palabras que al paso se escuchaban –en la
talabartería, la herrería o la carruajería– todo giraba en torno a la
vida del carrero. En el aire flotaba el olor de las bestias. Por las conver-
saciones pasaban caminos. Camino de San Félix, camino de Tume-
remo, camino de El Callao, camino de El Palmar... En Upata de los
carreros todo viajaba.
Casuchas humildes techadas de palma carata; otras con techos
de cinc, que eran las de comercio: la tienda, con cobijas de bayeta,
abrigo de caminantes, colgadas en las puertas; la pulpería donde los
peones que ya habían soltado el trabajo tomaban el trago de caña albo-
rotando; otras con techos de tejas; las casas de las familias principales
de la población, con muchas ventanas y lindas muchachas asomadas a
ellas.
—¡Adiós, don Manuel!
—¡Adiós, mi corazón! –respondíale chancero–. ¡Qué cariñosa
me saludas a la vuelta de este viaje! Aquí les traigo un candidato para
la Piedra de Santa María. Dice que ya su mandato está hecho, pero no

44 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

estaría de más que le echaran el agüita que ustedes saben. Váyanse esta
noche por casa para presentárselo.
Y las ventanas despedían risas para las bromas de don Manuel
y miradas para el forastero de años mozos y presencia gallarda. Porque
en Upata, que del tránsito vivía, también el amor tenía que poner sus
esperanzas en el paso de los forasteros.

45 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Vellorini Hermanos

Una de aquellas casas de comercio, la más fuerte de Upata, era


la de Vellorini Hermanos, Francisco y José, corsos radicados en Gua-
yana hacía unos treinta años y a quienes decíanles, respectivamente,
Vellorini el bueno y Vellorini el malo.
Francisco, de carácter jovial, amigo de chanzas y muy dado a
emplear los refranes y modismos del pueblo guayanés, con lo cual se
había granjeado la popularidad de que gozaba; José, por el contrario,
seco y reservado de trato cuando no gruñón y absolutamente intratable.
Aquél, casado con una upatense, hermana de Manuel Ladera; el otro,
soltero –o más propiamente: solterón–, de vida retraída y consagrada
por completo a los negocios, al frente de la casa de Tumeremo, donde
también predominaba la firma, y sobre cuyos escritorios paseaba sua-
vemente su vida regalona, ronroneando, un gato negro de ojos verdes
que parecía ser el único afecto de José. Éste, larguirucho, huesudo, de
color amarillento y cabellos grises con algo de caspa, que lo avejentaban
mucho, siendo apenas dos años mayor que el hermano; Francisco, re-
gordete, un tanto apoplético, de ojos azules y mejillas al rojo de
"brandy", del que era gran bebedor, aunque sin perjuicio de la seriedad
comercial, ya que de la personal parecía carecer por completo.
Los remoquetes de bueno y malo que les daban eran de la rego-
cijada y calculadora invención de Francisco, quien cuando alguno, va-

46 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

liéndose de la confianza que él le brindaba con su trato juguetón y cam-


pechano, le pedía favores o le proponía negocios no muy claros y lucra-
tivos para la firma, acostumbraba responderle:
—¡Cómo no, chico! Tú sabes que yo estoy a tus órdenes por com-
pleto; pero, aquí entre nos, háblate primero con Vellorini "el malo", a
ver si lo convences.
Porque como él es el cabeza de la firma, por mayor edad, saber
y...
–y aquí hacía con el pulgar y el índice de la diestra un ademán
que daba a entender dinero–. Éntrale con maña, pues ya sabes que es
muy ñongo y desconfiado, mientras yo te ayudo desde aquí como quien
no quiere la cosa, que es el procedimiento más eficaz.
Esto, naturalmente, a fuerza de decirlo, ya no había quien se lo
creyera, pero en los primeros tiempos dio el resultado apetecido y luego
quedó la costumbre de apodarlo "el bueno" y la de no perder el tiempo
llevando el proyecto adelante cuando él así respondía.
En realidad, el pasado de bueno era José. Tonto para los nego-
cios como tesonero para el trabajo que le dieran, siempre inclinado a
abrir la mano, mucho más simpatizante con el criollo, aunque pareciese
lo contrario y, por otra parte, sumamente dócil a la voluntad del her-
mano; pero como todo esto lo sentía y tendía a hacerlo con la aspereza
de su trato, a Francisco se le ocurrió utilizar esta apariencia ingrata de
modo que contra José fueran a estrellarse las pretensiones inaceptables,
en virtud del pacto unilateral –pues José no hizo sino consentir y a re-
gañadientes– de que éste rechazara toda proposición que por obra de
aquella treta se le hiciese.
Así Francisco cultivaría las simpatías de la firma y José defen-
dería los intereses, aunque después regañase con aquél por la parte
odiosa que le tocaba representar.
—¡Eso es! ¡Sí, sí! Pero ¡sí es muy cómodo! Yo cargo con la fama
de judío y eres tú quien exprime al cliente.
—Piensa que si te dejara la iniciativa de los negocios, con lo
mano floja que eres, todavía andaríamos por ahí bongueando la paco-
tilla, como hace treinta años.
Mientras que hoy tienes una bonita fortuna.

47 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡A mí qué me importa el dinero! –replicaba José echando los


brazos al aire y sacudiendo las manos por encima de su cabeza–.
Con un real diario tiene Pepitín –éste era el gato– para no mo-
rirse de hambre.
—Sí. Y con poca cosa más, tú, que vives como un anacoreta.
—¡Ah! ¿Sí? ¿De modo que encima me llamas avaro? ¡Eso sólo
me faltaba! ¡Avaro yo! Bien sabes que si atesoro el dinero es para le-
gárselo a tus hijas cuando muera.
Pero el hermano, que ya sabía a qué atenerse respecto a aquellas
bravatas, se limitaba a replicarle:
—Pues entonces déjame defenderles la herencia a mi modo.
Y esta escena se repetía –palabra más, palabra menos– cada vez
que Francisco tuviera que advertirle:
—Por allá irá a hablar contigo Fulano. Ya sabes: suéltalo frío.
La casa de Upata, principal de la firma, recordaba en grande
lo que en pequeño fue el comienzo de aquella fortuna. En ella se vendía
de todo, por mayor y al detalle:
víveres, telas, calzados, sombreros, ferretería, talabartería,
quincalla... Como en el bongo donde los jóvenes corsos ejercieron el co-
mercio ambulante por los ríos y caños de la región cauchera y minera,
de uno en otro campamento, y "El Bongo", se denominó al principio la
casa de Upata hasta que, crecidas las hijas de Francisco, influyeron
sobre él para que suprimiese de la fachada aquel recordatorio para ellas
humillante.
Ahora decía "Vellorini Hermanos" en planchas de cobre a am-
bos lados de la puerta de entrada a la oficina.
En ella estaba aquella tarde Musiú Francisco –como popular-
mente se le decía– dirigiéndoles cuchufletas a los transeúntes y cele-
brando con risas asmáticas las que a él le devolvían, cuando se detuvo
Manuel Ladera a presentarle a Marcos Vargas.
—¡Cuñao! –exclamó con acento y elocución imitados del pueblo–
, ¿no se tropezó por ahí con sus carros? Me tomé la libertad de despa-
chárselos para San Félix, para que me trajeran una mercancía que está
haciendo falta en Tumeremo.

48 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Bien tomada, don Francisco –repuso Ladera–. Y a propósito,


le presento al joven Marcos Vargas, a quien le he vendido mi tren.
Es a él a quien tendrá que pagarle los fletes de ese viaje y espero
que continúe dándole sus cargas conforme a lo convenido.
—¡Cómo no, chico! –dijo Vellorini dirigiéndose a Marcos–.
¿Conque vienes a meterte a carrero? Bien pensado, porque ese
negocio produce mucha plata. Si no, que lo diga el compadre, a quien
no ahorcan por un millón de pesos.
—Me los irá a dejar usted en su testamento –repuso Ladera, si-
guiéndole el humor.
—No sea llorón, cuñao. No le tenga asco a la fama de rico, que
lo suyo es bien habido.
Y a Marcos:
—Pues sí, joven, cuente con la cooperación de nosotros, pero se-
ría bueno que se entendiera con Vellorini "el malo", para el asunto de
tarifas de fletes.
—Con él estoy hablando, don Francisco –repuso Marcos Vargas,
a quien ya Ladera le había referido la famosa martingala de su cuñado
guasón–. Yo a don José no tengo todavía el gusto de conocerlo, pero
aquí, entre nos, para mí que el malo de los Vellorini es el que me está
oyendo. Yo le guardo el secreto si me da las cargas sin regatearme los
fletes, que es lo que usted está maquinando.
Soltó Musiú Francisco la risa asmática.
—¿Qué le parece, compadre Ladera, el modo de conseguirse
marchantes que tiene el pollo? Y continuando con el lenguaje metafórico
de los aficionados a riñas de gallos –que pocos guayanenses no lo son–
agregó dirigiéndose a Marcos:
—Ya veo que eres pollo de cría que entra soltando las espuelas
al picar. Sí, te daré las cargas sin regatearte los fletes, porque me has
matado el gallo en la mano; pero guárdame el secreto, como dices. Aun-
que ya éste es como secreto llanero, ¿verdad, compadre Ladera? Y fue
así como Marcos Vargas se ganó la voluntad de su primer cliente. Des-
pidiéronse de don Francisco y oyéndose todavía la risa con que éste ce-
lebraba la ocurrencia, díjole Ladera:

49 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Bueno, Marcos Vargas. Ya están asegurados los gastos; de


aquí en adelante todo es ganancia.
Mañana le presentaré a mis otros clientes, que no son tan fuer-
tes como Vellorini Hermanos, pero producen una bonita base de utili-
dades, y pasado mañana, si este viaje no lo ha estropeado mucho, coge-
remos camino de San Félix para embarcar mi ganado y entregarle allá
los carros que ya van trabajando para usted. Ahora lo dejaré en la po-
sada y esta noche iré a buscarlo para presentarle la familia.
Y por las muchachas asomadas a las ventanas:
—¡Mire cómo está alborotado el gallinero! Todas ésas van a
casa esta noche a conocerlo a usted.

50 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Claro de luna

La luna desempeñaba aquella noche, con esmero y con gracia,


sus funciones de alumbrado público.
Las blancas fachadas, los techos de palma carata y especial-
mente los techos de cinc, las copas de los árboles quietos en el aire se-
reno, el abrupto peñasco de Santa María y hasta los lejanos montes de
Nuria reflejaban el claro fulgor apacible. Y, con la iluminación de en-
sueño componían la estampa romántica, música y canciones de la tie-
rra.
Parecía cual si todas las muchachas de Upata, en las salas a
ventanas abiertas o bajo las lámparas de los corredores frente a las
puertas de par en par, se hubiesen propuesto tocar y cantar cuanto su-
pieran: guitarras, bando lines y hasta un poco de piano; graciosos ga-
lerones, tristes maremares y la tonada ingenua de la canción de amor.
Cosas de la luna llena y de la llegada de un forastero de años mozos y
apostura gallarda.
Sólo la casa de las Vellorinis, entonadamente silenciosa y a ven-
tanas cerradas, se desdeñaba de tomar parte en el concierto sentimental
y pueblerino. Hijas del hombre más rico de Upata, famosas ellas mis-
mas por su belleza y acostumbradas al buen tono de Niza y París, donde
solían pasarse temporadas, las Vellorinis ni necesitaban asomarse a las

51 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

ventanas para distraerse, ni mucho menos exhibirse cuando llegaba al-


gún forastero, ya que a la hora de matrimonio serían ellas quienes es-
cogerían entre cien pretendientes a cual mejor, ni de ningún modo se
exponían a que se las confundiese con niñas cursis de bandolín y can-
ción de amor, o vulgares de cuatro y galerón, puesto que eran mujeres
de espíritu refinado y de piano y música grande.
Pero las Vellorinis eran tres, y si las dos mayores no querían
hacerle a Marcos Vargas el honor de concederle importancia a su lle-
gada, en cambio Aracelis –la bordona como le decían sus padres, al uso
de allí, por ser la menorestaba aquella noche más inquieta que nunca
en casa de sus primas las Laderas, donde se esperaba la visita del fo-
rastero.
—¿Qué te pasa, chica, que no calientas puesto? –preguntábanle
las primas y las amigas allí reunidas, a quienes les pasaba lo mismo,
pero eran más asentadas–.
¿Cómo que has comido azogue esta noche? Ella no daba expli-
caciones, pero repartía pellizcos que las hacían chillar.
No todas eran chiquillas de catorce o quince años, como Eufro-
sina y Rosa María Ladera, ni todas, tampoco, habían salido de sus ca-
sas con intención de visitar las, sino que, paseando la hermosa luna que
hacía aquella noche, se detuvieron un momento ante las ventanas y
como las Laderas les dijeron:
—¿Por qué no entran? Entraron.
Pero don Manuel, cuando llegó acompañado de Marcos Vargas,
apareció en la sala exclamando:
—¡Válgame Dios! Ya veo que me cogieron la palabra de esta
tarde.
Y a Marcos:
—Amigo, usted nació de pies.
No hay duda. Mire qué cuadro más completo de muchachas bo-
nitas para escoger novia. No tiene sino que echar una manotada de
ciego.

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Marcos Vargas no estaba acostumbrado a galanterías. Su me-


dio habitual había sido masculino y rudo, y entre mujeres se sentía in-
cómodo; pero salió del paso por donde Manuel Ladera le abría camino:
—De ciego tiene que ser –repuso– o por lo menos de encandilado,
que para el caso es igual.
Pero ¿qué necesidad hay de escoger cuando todo es bueno? Yo,
cuando me gustan varias cosas y me preguntan cuál prefiero, siempre
acostumbro responder: ¡todas juntas! Una explosión de risas y de excla-
maciones entre azoradas y complacidas, una de éstas proferida por Ara-
celis Vellorini:
—¡Antipático! Y que atrajo sobre ella las miradas de todas, a
tiempo que se producía un silencio indiscreto.
Pero Aracelis tampoco se atortojaba o cuando más, salía del
apuro repartiendo pellizcos. Chillaron otra vez las víctimas de sus
uñas, y como esto dio ocasión para más risas, con el reír acabó de
desahogarse el azoramiento producido por las primeras palabras de
Ladera.
La aparición de Maigualida hizo enmudecer el coro de la frivo-
lidad. La grave elegancia de su duelo –negro el traje, espiritualizada la
belleza de su rostro por el trágico quebranto– era, realmente, algo que
imponía respeto. Y con este sentimiento se puso de pie Marcos Vargas y
luego le estrechó la mano que ella le tendía en silencio, acompañada de
una sonrisa que sólo parecía expresar pudor del sangriento escándalo
que mancillara su vida.
Por otra parte, no esperaba que saliese a recibir la visita de
Marcos Vargas, pues vivía retraída de todo trato social –aparte de los
años que la distanciaban del frívolo mundo de sus hermanas que allí
rebullía –y así, mientras ella saludaba a las amiguitas de éstas, Manuel
Ladera susurró al oído de su visitante:
—Es una deferencia muy especial, aunque bien merecida, la que
le hace mi pobre muchacha, pues como ya le he dicho...
Marcos correspondió con una inclinación de cabeza, mientras
su mirada seguía a Maigualida y su pensamiento trataba de represen-
tarse a José Francisco Ardavín. Y entretanto Aracelis no le quitaba la
vista.

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—Bien –dijo Maigualida, tomando asiento al lado de su padre–


:
estaban ustedes muy animados y no quiero ser aguafiestas.
A tiempo que la señora Ladera entablaba conversación con
Marcos, sentado al lado suyo, para decirle que había conocido a su ma-
dre y había sido amiga de sus hermanas durante una temporada que
pasó en Ciudad Bolívar cuando soltera.
Entretanto las muchachas cuchicheaban entre sí y Rosa María
Ladera, junto a Aracelis, hacía visajes de admiración por algo que ésta
le refería al oído mientras dirigía furtivas miradas a Marcos, quien se
las correspondía aprovechando la sonrisa sacada para la conversación
de doña María.
—¿Cómo le parece Upata? –preguntó Maigualida– ¿No había
estado antes por aquí?
—No –contestó Marcos–. Pero así me la imaginaba.
—No puede quejarse de ella –intervino una de las visitantes–,
pues lo ha recibido con una noche preciosa.
—Para puestas de sol, Ciudad Bolívar –intervino otra, en obse-
quio del forastero–. Pero para noches de luna, Upata.
—Y para otras cosas igualmente bonitas.
Se generalizó la conversación, vino al caso lo de la Piedra de
Santa María, manifestó una que era necesario llevar allí a Marcos y
éste repuso:
—No me resisto a que me bauticen, pero les advierto que ya estoy
confirmado.
—¿Qué quiere decir con eso?
—¿No es con una cachetada que lo confirman a uno? Pues a mí
me la dieron.
Y como esto aludía a lo que Aracelis ya le había referido confi-
dencialmente a Rosa María Ladera, ésta prorrumpió palmoteando:
—¡Cuente! ¡Cuéntenos eso! Nuevos pellizcos de Aracelis a la
prima desleal, a tiempo que le hacía señas negativas a Marcos, provo-
caron el revuelo de la curiosidad.

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—¡Sí! ¡Sí! –pidieron varias a la vez–. Cuéntenos eso de la cache-


tada.
—Pues bien, ya que se empeñan, allá va. Fue en la Ciudad Bo-
lívar.
—¡Hum! –hizo Manuel Ladera–.
!Como vaya a resultar lo que me estoy imaginando ya!
—¡Cuente! Cuente y no pregunte.
—Allá va. De esto hace...
!Bueno! El tiempo que haga de esto no viene al caso; fue cuando
la llegada de la Zapoara. Yo estaba pescando y en un descuido resbalé
y caí al agua...
Y echó el cuento de la cachetada; concluyendo:
—Todavía llevo la marca de aquellos cinco dedos bien asenta-
dos y temo que no se me quite mientras viva.
Estallaron las risas y entre ellas las preguntas por lo que ya no
era un secreto para muchas:
—¿Quién fue esa muchacha? ¡Nómbrela! Los cuentos se echan
completos.
Pero Aracelis Vellorini era lo bastante resuelta para afrontar
cualquiera situación difícil y poniéndose de pie, con las mejillas encen-
didas y los ojos despidiendo lumbre de orgullo, dominó el malicioso tu-
multo, exclamando:
—¿Quieren saberlo? ¿Les interesa mucho? Pues voy a compla-
cerlos yo misma. ¡Fui yo quien lo confirmó, como él dice! Risas, palmo-
teos, exclamaciones de asombro de Maigualida, miradas escandaliza-
das de la señora Ladera a su marido y el comentario de éste:
—¡Conque ésa era la diligencia que me dijo el amigo que ya
traía hecha! ¡Cuándo iba a imaginarme yo que se trataba de mi ahi-
jada! En tanto que Aracelis, complaciéndose en el chasco que acababan
de llevarse muchas de las allí presentes, insistía:
—¿No querían saberlo? Pues ya lo saben: está confirmado. De
modo que no pierdan su tiempo en bautizarlo. Y ahora, ¡que se divier-
tan! Dicho lo cual abandonó la sala, sacudiendo sobre sus hombros la

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rubia melena y dejando entre sus amigas, bajo el disimulo de los co-
mentarios risueños, esa mezcla de admiración y de rencor que inspiran
los espíritus afortunados y llenos de sí mismos, cuando además poseen
el don de la gracia.
—¡Ah, muchachita loca! –comentó la señora Ladera, para ex-
culparla ante Marcos–. Hace y dice cuanto se le ocurre.
—¿Loca? –rectificó don Manuel–. La sangre corsa que le corre
por las venas. Esa gente sabe ir siempre derecho a lo que se proponga.
Rato después se disolvía la tertulia y las amigas de las Laderas
regresaban a sus casas en silencio, suspirantes, de tanto haber reído y
porque para noches románticas, las noches de luna de Upata...
Los techos de palma, los árboles quietos, el alto peñasco, los
montes lejanos... Pero ya no se oían las guitarras, ni los bandolines...

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IV

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Los Ardavines

Desde lejanos tiempos, los Ardavines venían figurando como


hombres valerosos en la sangrienta historia de las revueltas armadas
que, cual renitencias convulsivas de las profundas conmociones de las
guerras de la independencia y de la federación, continuaban sacu-
diendo el país, y así como en otras regiones otros generalotes, a ello de-
bíanle, de padres a hijos, el cacicazgo del Yuruari.
No siempre, es cierto, fueron una perfecta calamidad. País es-
casamente poblado y de gente aventurera y bravía –avalanchas de hom-
bres de presa al cebo de la fortuna rápida–, allí como a las mordeduras
del lobo en los mismos pelos, a los males del caciquismo en los caciques
se les buscaba remedio y en ocasiones hubo Ardavines que desempeña-
ban oficios de poder moderador, a cuya sombra la gente pacífica podría
librarse de los atropellos de las autoridades menores y de los desmanes
de los matones que por la región pululaban, siempre que les fuera
adicta, desde luego, o como por allí se decía en jerga de galleros: siempre
que se les metieran bajo el ala.
Uno de estos raros caciques buenos y quizá hasta un caudillo,
en la mejor acepción de la palabra, parece que iba a ser José Gregorio
Ardavín; pero a lo más prometedor de su naciente carrera política se
apartó de ésta y de la sociedad, se amancebó con una india arecuna que

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se había traído consigo de una expedición al alto Caroni y se internó en


unos montes que poseía en las inmediaciones de El Callao.
Según algunos, la causa de este repentino trastorno y fracaso de
su vida sería un mal bebedizo que le administrara la india para adue-
ñarse de su voluntad; pero según otros, mejor informados al parecer,
fue la repugnante enfermedad del carare, adquirida de la convivencia
con la indiada durante aquella expedición, pues siendo muy cuidadoso
del buen aspecto de su persona, cuando le aparecieron aquellas feas
manchas incurables decidió aislarse, y así vivía, con la arecuna, en los
montes de "Palo Gacho" hacía quince años.
Lo reemplazó en el cacicazgo su primo Miguel. Militar mediocre
y político chanchullero de los de "un tirito al gobierno y otro a la revo-
lución" y sin más miras que las del peculado. Miguel Ardavín nunca
habría pasado de pálido satélite del primo; pero en vida activa éste, su
política marrullera había consistido en recoger a su sombra a todos los
malos elementos del ardavinismo que fueran quedándose sin la protec-
ción del escrupuloso José Gregorio y con ellos formó el núcleo inicial de
su partido, en torno al cual congregáronse después los que no sabían
vivir sino bajo la jefatura del apellido histórico.
Hacía varios años que venía disfrutando de su feudo, con ejer-
cicio de autoridad pública o sin ella, pues aun en este último caso era
el régulo de lo que podía llamarse la política regional, y si su prestigio
no era tan grande como llegó a serlo el de José Gregorio, sí era cuantiosa
su fortuna, suyas las mejores concesiones mineras y las empresas pur-
güeras más importantes, al frente de las cuales sus oficiales entretenían
los ocios bélicos extorsionando peonadas que se convertirían en tropas
cuando el jefe así las necesitase.
Menos todavía era José Francisco, hermano de José Gregorio;
pero en él la diversidad se complicaba con un caso singular aunque muy
propio del medio. Carente del valor tradicional de la familia hasta los
extremos de la cobardía, pero doblado de impulsivo hasta los límites de
lo patológico, esto hubo de suplir por aquello, sin lo cual nadie podría
vivir en la tierra de los hombres machos y menos un Ardavín, llegando
a ser tan perfecta la simulación, o mejor dicho, tan aparatosa, que muy
pronto logró su propósito de hacerse temible.

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Comenzó por baladronadas a la sombra del respeto que inspi-


raba su hermano, entonces en el auge de su prestigio político: emborra-
charse, meterse a caballo en las tabernas y garitos, quebrar a tiros las
botellas y volcar a repechadas de la bestia las mesas de juego, aunque
después tuviese que pagar daños y perjuicios excesivos. Que por la
cuenta que esto les dejaba y por el temor de que José Gregorio, a pesar
de su respeto por la propiedad ajena, practicase el proverbio de "a los
suyos con razón o sin ella", tolerábanle tales atropellos los dueños de
aquellos establecimientos.
Pero sólo él sabía cuántos es fuerzos le costaban estos escarceos
de machía, que, lejos de aplacar los fantasmas de su miedo fisiológico
–nervios destemplados, carne ruin–, le fueron creando otro, aun más
atormentador. El aura que le formaba la mentira de su bravura y la
fatal necesidad de acreditarla algún día con ejecutorias positivas, aca-
baron bien pronto por infundirle temor, ya morboso, de sí mismo, de los
temerarios arrestos que en un momento dado pudieran ocurrírsele al
falso valiente de día en día desligado del control a que al principio lo
sometiera. Sólo que al darle cabida en su espíritu a esta reflexión ya
penetrada de un sentimiento de inferioridad dúplice, no calificaba de
falso al Ardavín valeroso que quisiera manifestarse en él, sino por el
contrario, al que sudaba frío y temblaba por aquél, no permitiéndole
revelarse tal cual era. Hasta que por fin esta figuración de desdobla-
miento, que ya era un pie en el umbral de la locura, se le materializó de
tal modo, una mañana de borrachera tempestuosa la víspera, que sintió
cual si de su cuerpo se desprendiese otro, llevándose todo el valor vital
y las energías de ánimo, a tiempo que lo dejaba, por ilusoria mitad,
yerto de pavor y de muerte próxima. Y gritó delirante:
—¡No lo dejen salir, que van a matarlo! ¡Sujétenlo! Era el fan-
tasma de sí mismo, que ya no podía contentarse con aparatosas bala-
dronadas, por causa de las cuales, intolerables ya y faltándole la som-
bra protectora del hermano –pues no se le escapaba que la de Miguel no
lo cobijaría mucho–, se vería de un momento a otro en el trance de mos-
trarse capaz de la positiva proeza de bravura.
Para entonces, cediendo ya los complejos que pudieran contener
aquella alma en delirio, le ocurrió enamorarse de Maigualida Ladera.

60 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

En realidad, lo había estado desde niño, sino que bajo la forma


de un aborrecimiento rencoroso por una broma inocente que entonces
ella le diera, preguntándole:
—¿A cómo vendes los pañuelos? –por decirle que llevaba fuera
las faldas de la camisa.
Y quizá Maigualida, que de jovencita también le estuvo enamo-
rada –por causa de aquella misma broma, posiblemente, que tanto lo
afectó a él–, hubiera terminado por aceptarlo a pesar de todo, si al de-
clararle su amor, ya tumultuosa pasión apenas roto aquel encubri-
miento de timidez, no lo hubiese hecho con tan desordenada vehemen-
cia, mostrándole la espantosa intimidad de su corazón al borde del cri-
men y suplicándole que no lo abandonase a tal destino.
Pero más poderosa que la inclinación que hacia él pudiera sen-
tir fue el terror que la sobrecogió ante semejante confidencia y se quitó
de la ventana donde ya oyera, dejándolo plantado.
—¡Pues mía o de nadie! –juró Ardavín.
Y no tardó mucho en cumplir su amenaza.
Un día, ausente de Upata, recibió aviso por uno de sus amigos
de que Maigualida tenía novio, forastero por añadidura. Inmediata-
mente regresó al pueblo y como encontrase a su rival ante la ventana
donde a él lo había desairado, lo desafió a muerte y, sin darle tiempo
para que sacase el revólver, allí mismo le descargó el suyo en el pecho.
Lance personal y muerte dada en defensa propia –para la justi-
cia sobornada–, apenas purgó aquélla con unos meses de prisión. Pero
ya nadie podía dudar que José Francisco Ardavín fuese hombre de ar-
mas tomar y el propósito de hacerse temible ya estaba logrado.

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Canaima Rómulo Gallegos

Ases y suertes

Francisco Vellorini, extranjero y rico, podía disponer de sus


cargas a su conveniencia o su capricho, pero no así los demás clientes
de Manuel Ladera, y cuando éste les recomendó a Marcos Vargas para
que continuasen confiándole el acarreo de sus mercancías, unos respon-
dieron que lo pensarían y otros que acababan de comprometerse con el
Coronel –que por antonomasia lo era José Francisco Ardavín, así como
para referirse a Miguel decíase, simplemente, el general–. Criollos y pe-
queños capitalistas, para aquellos comerciantes podía ser sentencia de
ruina o de muerte la enemistad de los caciques.
Pero Marcos Vargas no se afligió y la ocasión acudió en su au-
xilio aquella misma noche, cuando al pasar frente a un garito en cuyo
interior sentíase marejada de gentío inquieto, oyó decir que allí estaba
José Francisco Ardavín, borracho y perdiendo dinero a los dados.
—¡Conque ahí está el tigre! –se dijo, deteniéndose–. ¿Y si entrá-
ramos a batirle en la cueva, antes de que él me lo haga a mí en un mo-
mento dado? Esta noche tiene la mala, según dicen, que si la regla no
manca, debe ser la de aprovecharlo. Una ronca a tiempo siempre da
buen resultado.
Y entró en el garito, no propiamente con ánimo de provocación,
sino para conocer a su peligroso competidor y para someterse de una

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Canaima Rómulo Gallegos

vez y cuanto antes a una experiencia inevitable: comprobar si en reali-


dad sería capaz, llegado el caso, de enfrentarse con un hombre de las
condiciones de Ardavín.
—Porque una cosa son pescozadas y cabezazos, que ya éstos los
di cuando muchacho, y otra, muy distinta, tiros y puñaladas de hom-
bres que pueden dar asco.
Y así diciéndose mentalmente, llegó hasta la mesa de dados
donde jugaba el coronel Ardavín.
Era éste un hombre como de treinta años, de buena presencia y
facciones finas, pero estropeadas por el gesto del matón, más visible y
chocante durante las borracheras, que las tenía sombrías. Los que le
hacían el juego, gananciosos, o también pertenecían a lo mejor de
Upata, carreros casi todos, o eran forasteros que ya tenían participación
en las empresas mineras y purgüeras de los caciques o tratándose de
congraciarse con éstos venían en busca de aquélla; pero ni unos ni otros
ya se sentían a gusto en torno al tapete, porque Ardavín no sabía perder
y se estaba poniendo pesado. A sus espaldas, guardándoselas, estaban
tres sujetos malcarados que nunca lo desamparaban.
Acababa de ganar, por primera vez, y ya sacudía los dados
cuando advirtió la presencia de Marcos Vargas.
—¡Señores! –exclamó–. Ha llegado el terror de los carreros del
Yuruari. El hombre que viene a arruinarnos a todos.
Y como Marcos Vargas se limitase a sonreír, desde el umbral de
la puerta donde se había detenido y sin darse por provocado, agregó en
lenguaje de gallero y con tono más insolente:
—Un pollo nada más. Emplumando todavía.
—Sí, coronel, emplumando todavía –repuso Marcos Vargas,
como si lo tomara a broma amistosa–.
Pero aquí vengo a aprender de usted a dar con la espuela.
—Vamos, José Francisco –intervino uno de sus amigos, vién-
dolo empalidecer–. Ya está hecho el juego. Di topo y tira los dados.
Pero Ardavín no podía dejar sin respuesta aquellas palabras
reticentes:

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Canaima Rómulo Gallegos

—Sin embargo –dijo–, Musiú Vellorini anda proclamando por


ahí que usted es de los que entran matando al picar. Pero como yo no
creo en milagros de patarucos, al careo me remito.
—No haga caso de lo que oiga por la calle, coronel –replicó Mar-
cos sin alterarse–. No pretendo arruinar a nadie, pues para eso se nece-
sita ser rico como usted, sino ganarme la arepa, simplemente.
Deje que el sol alumbre para todos.
—¿Usted como que ha venido a darme consejo? –rebatió Arda-
vín, pasándose los dados a la mano izquierda para tener la diestra ex-
pedita.
Visto lo cual, insistieron sus compañeros:
—Echa los dados, José Francisco.
Mientras otros le hacían señas a Marcos para que se retirase, y
a tiempo que uno de los espalderos de Ardavín le susurraba a éste:
—No vale la pena, coronel.
Ahí no hay hombre para usté.
Volvió los dados a la diestra y comenzó a sacudirlos.
Marcos Vargas permaneció en el sitio, todavía sonriente y expe-
rimentando una voluptuosidad nueva para él: el pleno dominio de sí
mismo ante el primer hombre peligroso con quien se encaraba, algo que
lo hacía sentirse macizo y clavado en el suelo.
Transcurrieron así unos momentos, pero Ardavín no echaba los
dados, su mano tal vez no le obedecía y el sonido de aquéllos entre ésta
crispada era ya una larga medida angustiosa del silencio que se había
producido en el garito.
De pronto y con la palidez ictérica de una resolución extrema ya
pintada en la faz, puso los dados sobre la mesa e interpeló a Marcos,
altaneramente:
—Bueno, joven. ¿Ha venido usted a jugar o a buscar lo que no
se le ha perdido? Y esta pregunta dio el último toque a la idea que ya se
le estaba ocurriendo a Marcos Vargas:
—¿Qué le diré, coronel? –repuso–. Ganas de tirar una paradita
no me faltan.

64 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ardavín se llevó la diestra a la empuñadura del revólver. Se


produjo un desplazamiento de los jugadores: unos hacia el que amena-
zaba esgrimir el arma; otros hacia los lados. Marcos continuó, son-
riente:
—No es de eso, coronel.
—¡Ah! Creí que se trataba de una parada de hombre. ¿Es de
plata, entonces? Pero ¿tendrá usted la suficiente como para que yo se la
acepte en mi tiro?
—De plata, propiamente, tampoco es.
—¿De boquilla, entonces? Pues siga su camino, porque ni yo fío
en la palabra del primer recién venido, que bien puede ser un maula, ni
he puesto esta jugada para hacer obras de caridad.
Y a sus espalderos:
—¡Saquen de aquí a ese muérgano! Pero las injurias no hacían
sino reforzar aquella sensación de plenitud de sí mismo que experimen-
taba Marcos.
—Aguarde un momento, coronel –dijo, avanzando hacia la
mesa–.
Óigame la parada, que puede ser que le guste.
Detuviéronse los espalderos a una seña involuntaria de Arda-
vín y Marcos continuó, siempre avanzando hacia la mesa:
—Todavía no tengo sino un cliente: Vellorini Hermanos. Los de-
más son o serán de usted. Pero como no podré sostener mi negocio con
las cargas de los Vellorini solamente y como para estar colgado más
vale caer de una vez, le juego Vellorini Hermanos contra Ledezma y
Compañía.
La sorpresa de la singular proposición hizo cambiar brusca-
mente la actitud agresiva de Ardavín:
—¿Qué clase de parada es ésa? –interrogó.
Y Marcos se limitó a replicarle, en la jerga del caso:
—¿Dice o no dice topo? Fíjese en que Ledezma y Compañía son
mercancías solamente y en que le doy de ventaja el purguo de los Vello-
rinis, pues se los juego en paro.

65 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Se produjo un murmullo. Al coronel pareció disipársele de


pronto la borrachera. Ahora se le estremecían los músculos maseteros.
Los circunstantes vieron precipi tarse la tragedia y los espalde-
ros se miraron unos a otros. Marcos Vargas se había hecho sitio entre
los que rodeaban la mesa. Intervino el empleado que cobraba del monto
de las jugadas el tanto por ciento de la casa:
—Esa clase de paradas no están permitidas aquí, joven.
Pero Ardavín reaccionó contra él:
—¿Y a usted quién lo ha autorizado para que se mezcle en este
asunto? Aquí nos jugamos la vida, si nos da la gana.
Y a los amigos, dando libre curso a su propensión por el hablar
plebeyo:
—Compañeros, permítanme una palomita. Voy a pegarme rolo
a rolo y verbo a verbo con este amigo que está jugando resteado. Voy con
usted, joven. ¡Topo la parada! Recogió los dados y volvió a sacudirlos
en el hueco de la diestra, en medio del silencio unánime.
Pero Marcos Vargas advirtió que se había dejado uno, puesto
en suerte, sosteniéndolo fijo con el meñique, mientras sacudía sola-
mente el otro contra la sortija. Y protestó:
—Así no, coronel. No me maraquee el dado con la sortija.
Coja el cubilete o retiro la parada. O me deja correr los dados
hasta el centro de la mesa.
Ardavín aparentó no hacer caso.
—¡Topo dije! Y echó los dados. Pero los dejó correr hasta el cen-
tro del tapete y salieron ases. Había perdido.
Se produjo el murmullo. Se sintió que ya en él palpitaba la ad-
miración. Marcos Vargas no era un novicio, como se habían imaginado
muchos y la martingala de la sortija no le había dado a Ardavín el
resultado de otras veces. ¿Se quedaría con aquella protesta? –se pregun-
taban algunos–. Marcos Vargas le había sacado la trampa a la cara en
presencia de todos.
—Coja los dados –díjose José Francisco Ardavín–. Todavía me
quedan clientes y esta noche vamos a ver el hueso usted y yo.
—Eso es cosa suya, coronel.

66 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Yo estoy resteado desde el principio.


Recogió y sacudió los dados y agregó, al tono de la fanfarronería
chocarrera del otro:
—Vaya diciendo por esa boca.
Los nervios de Ardavín –que nunca fueran tratados así– hacían
bruscos y diversos movimientos inútiles, disparados y reprimidos unos
por otros.
—Va Pérez Brindis, Sucesores, contra Vellorini Hermanos, con
purguo y todo. ¡Y maraquee bien los dados!
—Me lleva prensado, coronel, pero ya le di a entender que su
boca sería la medida. Y en cuanto a lo otro, oiga el golpe. Yo no cargo
sortija. Este toctoc es hueso puro.
—Diga topo, joven –intervino el casa, creyendo que Marcos iba
a echar los dados sin cumplir aquel requisito indispensable para la va-
lidez de una jugada.
—No me hable en mi tiro –replicó–. ¿No le han dicho ya que en
este asunto no tiene que meterse? Y por Ardavín:
—¡Topo el tercio! Echó los dados con ademán tahur. Salieron
suertes.
Una vez más el murmullo ya creciendo; Ardavín había perdido
otro de sus principales clientes.
De la mesa había desaparecido todo el dinero de la jugada in-
terrumpida. Detrás de Marcos se había abierto un claro entre los miro-
nes.
Los espalderos no quitaban la vista del rostro del coronel, pá-
lido como nadie lo viera nunca.
Pero la réplica de Marcos al empleado de la casa produjo de
pronto en el ánimo desordenado de Ardavín un efecto a distancia e ines-
perado aun para él mismo. Se le disipó la tensión agresiva, pues aque-
llas palabras –que era ahora cuando propiamente las percibía fueron
para él algo así como si Marcos, con quien ya estaba a punto de fajarse
a tiros, le hubiese dado una muestra de acatamiento.
Cual si hubiera dicho al casa:

67 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Aquí no hay sino un hombre, José Francisco Ardavín, que ya


le ha prohibido intervenir en esta jugada.
Y los movimientos inútiles e interferidos concurrieron todos a
un resultado insólito. Dio unas palmadas llamando al mozo del boti-
quín y le ordenó:
—Sirva champaña para todos.
Y alzando la voz:
—He perdido dos clientes que maldita la falta que me hacen,
pero he descubierto un hombre. ¡Un hombre a quien no se le agua el ojo
ante otro hombre completo! ¡Y José Francisco Ardavín es amigo de los
hombres machos! Se descargaron en charla ruidosa los ánimos conte-
nidos.
Unos comentaban las genialidades del coronel; otros lo insólito
de aquellas paradas; otros, discretamente, la audacia de Marcos Var-
gas y el humorismo que había en aquello de jugarse los Vellorinis con-
tra los Ledezmas, comerciantes enemigos acérrimos; y cómo durante ta-
les jugadas los gananciosos de las anteriores habían tenido la previsión
de retirar sus dineros, aprovechando ahora lo contento que parecía ha-
llarse Ardavín, dieron por terminada la partida y abandonaron el ta-
pete.
Ardavín soltaba ajos estruendosos, pedía más y más champaña
y exclamaba una y otra vez:
—¡Así me gustan los hombres! Y era tan frenético su entusiasmo
que no parecía sino que hubiese sido él y no Marcos Vargas el héroe de
la proeza, tal vez porque sus espalderos y aduladores no se cansaban de
exclamar, como quien pondera grandezas:
—¡Ah, coronel! Sin embargo, varios amigos de los que acababa
de conquistarse Marcos Vargas se apresuraron a aconsejarle:
—Tenga cuidado con ese hombre, que ahora es cuando está más
peligroso. Mejor es que se vaya con nosotros.
Pero ya Marcos no podía retroceder, no sólo porque la pruden-
cia, entendida de otro modo, aconsejaba no dar demostraciones que pu-
diesen envalentonar a Ardavín, sino porque también en él se había

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Canaima Rómulo Gallegos

desatado ya la fuerza que los impulsaba a todos a la afirmación vio-


lenta de la hombría. En la tierra de los galleros el hombre tenía que
hacer como el gallo que se engríe y canta después que mata.
En realidad quien balandroneaba era Ardavín:
—¡Más champaña! Traiga toda la que haya en el botiquín. Aquí
todos somos iguales y quiero que todos me acompañen a celebrar el co-
nocimiento que he hecho con este hombre completo que nos trajo Manuel
Ladera.
Pero al pronunciar este nombre un nuevo sentimiento se intro-
dujo de pronto entre los que se disputaban su espíritu bajo la tormenta
del alcohol. Contrajo el ceño, le cruzó por el rostro una expresión som-
bría, soltó luego una risotada que bien podía ser incoherencia de la bo-
rrachera, pero que parecía algo más y de súbito:
—¡Vamos, Marcos Vargas! Vamos a despertar a los clientes que
me ha ganado para entregárselos personalmente. ¡Para entregárselos,
sí! Porque ésos eran míos, como es mío el ganado que lleva mi hierro.
Ésos eran clientes de Manuel Ladera hasta ayer no más y tuvieron
miedo de seguir dándole las cargas a sus carros en cuanto yo se las
pedía para los míos. Por eso se los voy a entregar personalmente, como
quien entrega un ganado que ha vendido. Porque con los cobardes no
hay que tener consideraciones, ¿verdad, Marcos Vargas?
—Deja eso para mañana, José Francisco –intervinieron los que
habían simpatizado con Marcos, recelosos de las intenciones de aquél
al querer llevárselo consi go–. Esa gente está durmiendo hace rato.
—¡Como las gallinas, sí! Pero tendrán que levantarse, porque
el que pertenece a otro tiene que estar siempre a la orden. Además, yo
no puedo dormir tranquilo con deudas pendientes. Y de juego menos.
Puedo morirme esta noche y entonces voy a estar penando por toda la
eternidad.
Y entre risotadas:
—¡Las cosas suyas, Marcos Vargas! Mire que yo he visto para-
das raras desde que estoy jugando dados, pero como ésas que usted me
ha ganado esta noche ni me las había imaginado. "Le juego Vellorini
Hermanos contra Ledezma y Compañía". ¿No fue así como dijo, Marcos
Vargas? Véngase conmigo para entregárselos.

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Canaima Rómulo Gallegos

En eso llegaba el mozo del botiquín con el servicio pedido. De


una manotada barrió del platón las copas de champaña, vociferando:
—No sirva más champaña por cuenta mía. El que quiera beber
que gaste su plata. Aquí no habemos sino dos hombres y ésos nos vamos.
Unos rebulleron ofendidos, otros hicieron señas de que no les
diesen importancia a tales palabras y Ardavín se llevó a Marcos Var-
gas, cogiéndolo del brazo y repitiendo:
—¡Dos hombres, y ésos nos vamos! ¡Dos solamente! Mas apenas
había dado unos pasos cuando de pronto se retuvo, empujó a Marcos y
echándose atrás sacó el revólver, diciendo:
—¡Qué cuento de dos! Aquí no hay sino un hombre –!uno solo!–
que es José Francisco Ardavín. Pele por su revólver para que arreglemos
de una vez estas cuentas confusas.
Se interpusieron los amigos, unos a impedir que Marcos hiciese
armas, otros a evitar que Ardavín disparase la suya y éste vociferaba y
forcejeaba energúmeno, cuando, dominando el tumulto, se oyó una voz
de mujer:
—¡José Francisco! ¡Guarda ese revólver! Y como por encanto
amainó la furia del borracho.
—No es nada, negra –balbuceó sumiso–. No es nada.
Era una mulata bien formada y vigorosa, antes de la carrera y
ahora barragana de Ardavín, a quien por esto y por el inmundo domi-
nio que ejercía sobre él apodaban La Coronela. Apestaba a perfumes
finos copiosamente gastados y entre el carmín y los polvos y la soflama
del genio traía amoratada la tez. Como la danta impetuosa por el monte
tupido reventando malezas, se abrió paso por entre los hombres que ro-
deaban al suyo y apoderándose de él, bien asido el brazo ya inerme:
—Vámonos para casa –díjole, sin miramientos.
—¡Cómo no, negra! Sí, nos vamos. Basta que tú lo mandes –
repuso Ardavín, tartajosa la voz entre los ahogos que eran todo lo que
le quedaba de la cólera–.
!Marcos Vargas! No es que me voy, sino que me lleva la negra
Juanifacia, como dice ella que se llama, que es la única persona ante
quien baja la cabeza José Francisco Ardavín.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Anda para casa, borracho indecente! –dijo la mulata. Y se lo


llevó, como cosa suya.
Pero ya en la calle insistió Ardavín a gritos:
—No es que me voy, sino que me lleva la negra Juanifacia.
!Adiós, Marcos Vargas! Démele un saludo a Manuel Ladera.
Dígale que José Francisco Ardavín le manda un abrazo.
Y soltó una risotada que frunció el ceño de los que la oyeron, ya
conociéndola.

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Canaima Rómulo Gallegos

El fantasma encarnado

Hasta cierto punto aquella furia de elementos infrahumanos,


aquella cosa de la mulata Juani facia –que así pronunciaba su nombre
de Bonifacia– era una víctima del medio. Y allí estaba ahora, atormen-
tado y abatido al borde de la cama mercenaria, los codos sobre las ro-
dillas, la frente entre las manos, cuando oyó que llamaban a la puerta
preguntando por él, y la barragana contestaba, despreciativa:
—Ahí está durmiendo su borrachera. Pase pa dentro y dispiér-
telo usté mismo si le interesa mucho hablar con él.
Se obscureció la habitación cuando el que llegaba se detuvo en
el umbral. José Francisco se incorporó bruscamente, con movimiento
maquinal de la diestra al revólver sobre el velador, y el que se había
quedado en la puerta dijo, con sorna:
—Deje tranquilo el perfumador, coronel. Soy yo. Gente de paz.
—¡Ah! ¿qué te trae por aquí, tan de mañana, Pantoja? Era un
zambo gigantesco, de rostro deformado por cicatrices.
Las de los machetazos que le diera Enrique Vargas en la deses-
peración de su vida en peligro –que ni aun así pudo salvarla– la noche
de la degollina de Vichada.
—Vengo a pegarle un sablazo –dijo– mandado por el general.
Pero no es tan de mañana como usté se imagina.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¿De cuánto? –preguntó, haciendo esfuerzos por superar la ato-


nía mental del estrago alcohólico.
—De una esterlina no más fue el que quise darle a él, pa pagá
unos piquitos que debo por el camino; pero me salió con que no tenía
dinero a mano y que me llegara hasta acá para pedírsela a usté.
Por cuenta suya, supongo yo que será.
—¿Miguel como que se ha imaginado que yo soy tesorero suyo?
–murmuró José Francisco–. Siempre está echándome el muerto encima.
—¡Barajo, coronel! –repuso el zambo–. Mire que lo escucha la
Juanifacia, que anda curucuteando por ahí, y puede tomá la palabra
al pie de la letra. Aquí no se trata de un muerto, sino de un vivo, que es
el general. Dicho sea con el respeto debido.
Y como José Francisco no se decidía a lo del dinero pedido, in-
sistió:
—Yo no hubiera venío a molestarlo tan de mañana si no juera
porque estoy limpio pa cogé camino.
—¿Para dónde la llevas?
—Pa San Félix.
—¿Otro negro? –murmuró Ardavín, sin levantar la cabeza, y
con displicente alusión al último crimen de Cholo Parima, ahora comi-
sario Pantoja al servicio de las autoridades del Yuruari.
—¡No, coronel! –replicó el hombrón, alojando una sonrisa cí-
nica entre sus cicatrices–. Esta vez voy escotero, a Dios gracias, y de
recorría simplemente.
Agregando, al cabo de una pausa:
—Manque también llevo un recao del general pa el jefe civil del
puerto.
—¿Si?
—Una encomienda sin importancia: que le vaya amarrando el
gallo que le tiene ofrecío, porque, primeramente Dios, en las próximas
fiestas piensa jugarlo.
Y luego, con intención reticente:
—Una naitica, como quien dice.

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Canaima Rómulo Gallegos

¿Verdá, coronel?
—Así parece, por lo menos.
—¡Jm! Pero... como dice el dicho que perro viejo late sentao...
—Ya tú sabes de qué gallo se trata –completó Ardavín, displi-
cente.
—Y usté también posiblemente.
Como que algo va a jugarse también en su pata.
Sospechaba el zaino ladino –espaldero que había sido del gene-
ral Miguel Ardavín cuando éste fue gobernador del Territorio Amazo-
nas, de donde se lo trajo consigo bajo el nombre de Pantoja, y a cuyo
servicio continuaba aunque aparentemente al de las autoridades del
Yuruari– que lo del gallo debía ser algún recado en clave, acaso rela-
cionado con los proyectos revolucionarios que se le atribuían al caudi-
llo, ahora apartado del poder, pues no era la primera vez que en casos
semejantes le confiaba parecidas encomiendas, y como suponía que José
Francisco debía de estar en el secreto y la ocasión era propicia para
arrancárselo –con lo cual tendría prenda para hacer valer en un mo-
mento dado– dijo todo aquello.
En realidad, José Francisco estaba en el secreto de los planes
de Miguel, aunque sólo de una manera general y vaga, y ahora compar-
tía las sospechas del comisario respecto al gallo del recado; pero al
mismo tiempo acababa de ocurrírsele una idea suya y la manera de
deslizarla al cobijo de aquel sobreentendido. Y preguntó, con entonación
ambigua:
—¿Conque una libra esterlina necesitas para ponerte en camino
a desempeñar esa encomienda del general y él mismo te dijo que vinie-
ras a pedírmela por cuenta suya? ¿No será poco. Cho... –este que digo–
Pantoja? ¿Poco flete para tanta carga?
—¡Jm! ¿Me lo pregunta a mí, coronel? Porque, francamente, el
"este que digo" ese...
Y José Francisco, como si no hubiera oído estas palabras, pro-
siguió desarrollando su plan:
—Voy a darte cuatro, que es todo lo que tengo a mano por el
momento. Cógelas tú mismo de mi monedero, ahí en la blusa.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Pues he salido ganando con que el general estuviera limpio –


dijo Pantoja, disponiéndose a tomar el dinero de donde se le indicaba.
—Es el general quien realmente te las da. Tenlo en cuenta para
la hora de los agradecimientos. Yo no quiero ganar indulgencias con
escapulario ajeno.
—De todos modos, ¡Dios se lo pague, coronel! –repuso el zambo
maliciosamente–. Ahora sí puedo cogé camino tranquilo y hasta echá
una canita al aire, allá en San Félix.
Y Ardavín entre bostezos que parecían forzados:
—Por allá te vas a tropezar con Manuel Ladera. Ha debido salir
esta madrugada, por lo que oí decir, y si apuras un poco...
Otro bostezo, con desperezamiento de brazos, y:
—Lo dejas por el camino.
Brillaron comprensivos los ojos del zambo. Otra vez la sonrisa
siniestra reptaba por entre los costurones deformantes del rostro.
Pensó:
—¿Conque ése era el gallo? ¡Ah, general y su coronelito! Y luego,
en alta voz:
—La cosa es que si ha salío de madrugá como usté dice, es mu-
cha la ventaja que debe de llevarme.
—¡Buen! Te lo encontrarás en San Félix, donde va a entregarle
sus carros a un tal Marcos Vargas a quien se los ha vendido.
Cholo Parima se acarició las cicatrices al oir el nombre del her-
mano de su víctima del Vichada y Ardavín concluyó:
—Creo que también va a embarcar un ganado... Que según he
oído decir es el último lote que sacara de "La Hondonada"... Digo: en
este año.
A la cual, todo bien entendido, agregó Parima:
—Si Dios no dispone otra cosa.
Y luego:
—Bueno, coronel. Ya he tenío el gusto de saludarlo. Que se le
pase pronto ese ratón.
—Que me tiene loco, chico. No sé ni lo que digo.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Pero se le entiende. Lo demás...


—¡Lo demás es lo de menos! Anda y vuelve.
—Ya me estoy diendo.
Momentos después Cholo Parima se ponía en camino, erguida
sobre la bestia su corpulencia sombría, sonriendo para sus abismos
interiores y acariciándose las cicatrices. Que cuando esto hacía se acor-
daba de "la noche en que los machetes alumbran el Vichada" y murmu-
raba entre dientes:
—¡Cómo me puso el difunto! Recuerdo que, además, ahora le
venía de la alusión a Marcos Vargas hecha por José Francisco Ardavín.
Éste se pasó todo el día durmiendo y cuando despertó de nuevo,
ya entrada la noche, volvió a sentarse al borde de la cama mercenaria,
cruzó las piernas, acodó el brazo derecho sobre ellas, descansó la frente
en la palma de la mano y se preguntó:
—¿Por dónde irá ya Cholo Parima?... ¡Miren que es mucha coin-
cidencia ese viaje para San Félix, hoy, precisamente!...
¿Quién mandaría a Manuel Ladera a coger ese camino?... ¡Y
pensar que nunca hubiera sucedido esto si no se hubiera empeñado en
atravesarse en el mío!... ¿Por dónde irá ya Cholo Parima? Y durante un
buen rato se le fijó en la mente la imagen de éste:
gigantesca figura siniestra, estrecha frente ceñuda bajo la cual
iba una idea suya a ponerse por obra... Un vaivén de marcha a caballo,
repercusión de su fantasma encarnado en el jinete sombrío, movíale la
cabeza borracha apoyada en la mano...

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Canaima Rómulo Gallegos

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Canaima Rómulo Gallegos

Las palabras mágicas

Las primeras noticias acerca de aquellos panoramas le habían


llegado a Gabriel Ureña hacía los quince años.
De vuelta a Caracas, por vacaciones, uno de sus tíos, que era
jefe del resguardo del puerto de San Félix, llevó un precioso chinchorro
tejido por los indios arecunas del alto Caroni, un moriche del delta del
Orinoco muy cantador y un pichón de minero de los bosques del Cuyuni,
pájaro salvaje que, según la leyenda, no canta sino donde hay yacimien-
tos auríferos, de lo cual le viene el nombre. Llevó también un bastón de
palo de oro para regalar a su hermano, el padre de Gabriel, y para éste
un alfiler de corbata que ostentaba un cochano de los aluviones del Yu-
ruari, y entre otras cosas para sus hijos, una ranchería de indios con su
churuata y sus curiaras, todo de balatá de los bosques de Gaurampín.
Finalmente, llegó en compañía de Maigualida Ladera, que para enton-
ces no llegaba a los quince, y de una inglesa larguirucha y sumamente
fea, la primera para obsequiarla con una temporada en su casa, en co-
rrespondencia de las atenciones que en la de ella había recibido, y la
segunda –de nombre Eva, nativa de Trinidad, a la cual había conocido
en Guasipati como institutriz de las niñas del general Miguel Ardavín–
para que les enseñase el inglés a sus hijas.
La upatense, bonita, graciosa, cantarino el acento, sugestivo el
nombre indígena, regresó muy pronto a su pueblo; el pichón de minero,

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Canaima Rómulo Gallegos

no pudiendo acostumbrarse al cautiverio de la jaula, murió a los pocos


días; pero aquélla con sus encantos, éste con su leyenda y el tío con lo
que refería de las prodigiosas riquezas del suelo guayanés, trastornaron
el espíritu de Gabriel con ansias de aventuras y hechizos de amores ro-
mánticos.
Imaginó el fascinante paisaje a base de los regalos del tío. Del
palo de oro del bastón salieron los árboles de la selva maravillosa; del
cochano del alfiler los estupendos aluviones que afloraron del suelo, el
moriche y el minero dieron los claros rajeos y las melancólicas campa-
nadas que turbaban el hondo silencio del ensueño; de la ranchería de
balatá salieron los indios en sus curiaras por los grandes ríos y los mis-
teriosos caños y éstos se poblaron de nereidas con el cantarino acento de
Maigualida.
Eva ponía las notas dramáticas con sus sañudos recuerdos de
Guasipati: camino de un cementerio, un árbol sin hojas, un yaacabó
parado en sus ramas, días de lluvia sin tregua, de lluvia menuda y
silenciosa; entierros, una tras otra las víctimas de las fiebres reinantes
y a cada una que pasaba, el canto del pájaro fatídico en la rama pelada:
—¡Yaa–cabó! ¡Yaa–cabó! A Eva le habían producido muy malos
ratos las niñas de Miguel Ardavín y tomaba la revancha con aquella
espeluznante pintura. Y como al imitar el canto agorero le bizqueaban
los ojos y se le brotaban los tendones del cuello, con lo cual se ponía más
fea que de suyo, Gabriel pudo formarse idea de lo impresionante que
sería la cantinela funeral del yaacabó.
Y las exploraciones por el mapa de Guayana, así que hubo par-
tido Maigualida. Palabras indígenas, sugestivas palabras de bárbaras
lenguas tendidas sobre tierras misteriosas, aquellas denominaciones
geográficas de ríos, caños y montes tenían para su imaginación una
mágica virtud. Solía pasarse largas horas contemplando las líneas si-
nuosas de los ríos y las sombras de los montes, como si navegara o se
internara por ellos, y con emociones de percepción real oía el bramido
de las aguas donde decía cataratas y sentía el silencio de las tierras
desiertas en los claros del mapa.
Después las lecturas. Los viejos mitos del mundo renaciendo en
América: la leyenda del lago encantado de la Parima, de Amalivac, el

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Canaima Rómulo Gallegos

misterioso hablador de las selvas del Sipapo, del aéreo palacio del ca-
cique Manoa, del trágico Dorado en pos del cual sucumbieron los con-
quistadores, bajo el ademán perdicionero del brazo del indio, siempre
tendido hacia un más allá.
Y las lecturas místicas, a cuyo influjo muchas de aquellas pa-
labras adquirieron para su fantasía un sentido religioso. Eravato, Ma-
revari, Doraima, Duida fueron para él ríos y montes de una tierra sa-
grada, que no podía imaginársela sino bajo los resplandores de un cre-
púsculo trágico y, al mismo tiempo, palabras cabalísticas de una gran
voz que clamaba en el desierto.
Más tarde comprendió que el sentido dramático no residía en
los vocablos mismos sino en el dolor de las cosas designadas o sugeridas
por ellos. El drama de la selva virgen, la llanura solitaria, el monte
inexplorado y el río inútil, grandioso panorama de epopeya en cuyo
vasto silencio se perdían los gemidos de una raza aniquilada y no bien
sustituida todavía. Pero estas mismas nociones positivas continuarían
recogiendo los fulgores de aquellas lumbraradas místicas:
las calamidades de aquella región substraída al progreso y
abandonada al satánico imperio de la violencia, eran de la naturaleza
de las maldiciones bíblicas.
Ya estaba ante aquellos panoramas; pero no iba en plan de
aventuras ni siquiera impulsado por la curiosidad de conocerlos. La
vida lo había formado sedentario y de aquellas ansias viajeras que tan-
tas veces lo inclinaron sobre el mapa, las que entonces no hubiesen ha-
llado plena satisfacción con la marcha del índice a lo largo de las líneas
sinuosas de los ríos, la encontraban ahora con el reposado estar en un
punto de cruzamiento de otras vías por donde discurrían el panorama
y su vida: la silla del telegrafista ante el aparato que recogía y trasmitía
los mensajes y las noticias. Era una forma de vagar y una manera de
percibir las voces clamantes en el desierto.
Ahora lo habían destinado a la estación de San Félix y allí es-
taba contemplando los saltos del Caroni.
Uracapay, Macagua, Picapica, Resbaloso, Purguey, Cachamay,
Bagre Flaco, La Boquita, El Ure, los nueve despeñaderos por donde se
precipitaba el hermoso río, ya en el término de su curso, eran una escala

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Canaima Rómulo Gallegos

de cíclopes entre escarpados farallones de roca negra y bruñida por la


lengua de las aguas.
Bramaban éstas empenachándose de espumas en las angostas
gargantas de las chorreras, se encrespaban embravecidas contra los ris-
cos del raudal, se encurvaban transparentes o se retorcían en blancos
torbellinos estruendosos al despeñarse por los saltos, se arremansaban
un momento al pie de ellos recuperando la intensa coloración azul, se
lanzaban otra vez por los rápidos, giraban rugientes en los pallones y
de chorrera en chorrera y catarata en catarata estremecían el vasto si-
lencio de las soledades circundantes con el clamor rabioso de sus enor-
mes potencias perdidas.
Junto con Ureña contemplaban el espectáculo Marcos Vargas y
Manuel Ladera y éste hacía los acostumbrados comentarios:
—Imagínese lo que significaría para Guayana y quizá para
todo el país el aprovechamiento de estas caídas de agua. Hace algunos
años estuvieron por aquí unos ingenieros aforándolas, por curiosidad
nada más, y les oí decir que eran millaradas de caballos de fuerza los
que se están perdiendo en estos saltos.
—Y así continuarán por mucho tiempo –concluyó Ureña.
Y hundiendo la mirada en las nieblas mañaneras donde se des-
vanecía la escalera gigantesca, arrullado por el trueno de las aguas,
quedóse en silencio largo rato reviviendo los sueños de la adolescencia,
cuando, inclinado sobre el mapa, le parecía oir las palabras cabalísti-
cas clamando en el desierto. Detrás de aquellas lejanías estaban las tie-
rras de la violencia impune, el vasto país desolado del indio irredento,
las misteriosas tierras hondas, calladas, trágicas...
También Marcos Vargas callaba, entregado a reflexiones dima-
nantes del hermoso espectáculo que por primera vez contemplaban sus
ojos. Si los saltos del Caroni eran enormes fuerzas perdidas, también lo
eran todavía sus vehementes inclinaciones hacia la aventura del gran
escenario: la selva sin fin, el vasto mundo del itinerario gigantesco vis-
lumbrado a través de los cuentos de los caucheros, sembrado de hermo-
sos peligros. ¿No sería, acaso, la vida del carrero muy semejante a la
que le hubiese esperado detrás del mostrador de "Salsipuedes"? Una
empresa monótona, de campo estrecho: ganarse la vida, simplemente,
recorriendo una y cien veces los mismos caminos detrás de sus carros.

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Canaima Rómulo Gallegos

Y salió de su ensimismamiento con esta pregunta.


—¿Sabe, don Manuel, lo que se me está ocurriendo? Tengo ga-
nas de proponerle a José Francisco Ardavín que me compre los carros.
Así saldría usted de ellos a buen precio y al contado, quedán-
dole yo agradecido, de todos modos. ¿Qué le parece?
—Ya usted conoce mi opinión respecto a eso –repuso Ladera–.
Si cree que después de lo sucedido entre usted y Ardavín todavía
sea éste buen candidato para esa operación, no lo piense mucho.
—Desde San Félix mismo, en cuanto regresemos, podría propo-
nérsela por telégrafo.
—Pues no lo piense más.
Y dirigiéndose a Gabriel Ureña le explicó por qué había tenido
que vender sus carros, sin reservarse aquellas razones íntimas a que
aludió cuando la misma explicación le dio a Marcos Vargas.
—¡Mi pobre muchacha! –concluyó–. ¡Si la viera usted ahora! No
es ni su sombra, desde que ese bandido, cumpliendo su juramento, le
asesinó al novio en su presencia.
Y Gabriel Ureña, el telegrafista, hilando delgado el pensa-
miento, encontró semejanzas entre aquel novio de Maigualida, víctima
de Ardavín, y aquel otro que también la amó, el Gabriel Ureña soñador
de los quince años, frustrado por las fuerzas brutales de la vida.
Emprendieron el regreso a San Félix y a poco andar volvió a
tomar la palabra Manuel Ladera:
—Pues ¡quien iba a decirme que en este viaje iba a tener el gusto
de conocer a un sobrino del general Ureña! ¡Bella persona su tío, amigo
Gabriel! Como ya le he dicho, por aquí no dejó sino buenos recuerdos.
¡Y todo un hombre! A él le vi dar la pescozada más bonita que he visto
en mi vida. El día que se embarcaba llevándose a Maigualida, por
cierto. A un negrazo de la caleta que le contestó de mal modo a mi mu-
chacha. Le puso la mano en la oreja y lo tumbó patas arriba.
Era, una vez más, la admiración por la hombría, de la cual no
se libraba por allí ni el mismo sensato y contenido Manuel Ladera, y

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Canaima Rómulo Gallegos

Gabriel Ureña, que detestaba de ella como de una manifestación de bar-


barie, sin negarle otros méritos a su tío, pensó que de aquella pescozada
debían provenir las buenas memorias que por allí se hacían de él.
—Ya le oí hablar de esa pescozada a su propio autor –dijo, con
el punto de ironía que asomaba siempre en sus palabras–, pero, franca-
mente, abrigaba todavía mis dudas respecto a la extremada corpulencia
del negro y al número de vueltas que dio al rodar por el suelo, según lo
refería mi tío.
Y Manuel Ladera, comprendiendo que a este Ureña no lo des-
lumbraban hombradas, sonrió, corrido, y cambió el tema preguntando
por lo que ya sabía:
—¿Y dice usted que tenía ya resuelto regresarse a Caracas?
—Sí. En vista de que el telegrafista de San Félix, a quien vine
a reemplazar hace ocho días, como le dije, se negaba a entregarme el
cargo, apoyado por el jefe civil, había decidido tomar el primer vapor
que pasara para abajo.
Pero anoche recibí orden telegráfica de pasar a Upata, donde,
según se me asegura, no encontraré las dificultades que se me han in-
terpuesto aquí.
—Así lo espero, para tener el gusto de verlo a menudo por casa,
que es también la suya desde ahora.
!Lo contenta que va a ponerse Maigualida! Ella siempre está
haciendo buenas memorias de todos ustedes.
Entretanto, Marcos Vargas oía y callaba, no explicándose cómo
un hombre de la juventud y del ascendiente personal de Gabriel Ureña,
hacia quien había experimentado una viva simpatía desde un princi-
pio, pudiera conformarse al insignificante destino del telegrafista mal
pagado, en una región como aquella, donde cada hombre tenía a la
mano la suerte espléndida que brindaban el oro y el caucho.
Y así volvieron a San Félix, de cuyos términos salía por primera
vez Gabriel Ureña en los ocho días que llevaba por allí, tan definitiva-
mente curado de las inquietudes viajeras de la adolescencia, que casi
no se había movido del corredor de la posada, desde el cual se contem-
plaba un trozo del Orinoco sin perspectivas, sordo ya

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Canaima Rómulo Gallegos

para siempre al hechizo de las palabras mágicas.

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Canaima Rómulo Gallegos

Entre las reflexiones y los impulsos

La arribada de los vapores que remontaban el Orinoco congre-


gaba en la playa casi toda la población del antiguo y triste Puerto de
Tablas, ahora denominado de San Félix. Los chicos de la plebe, semi-
desnudos y bulliciosos, a disputarse las maletas de los viajeros; los peo-
nes del cabotaje, a la faena apresurada de la descarga; los carreros, a
llenar con ella sus carros y vagones; las muchachas en trances de amor
apremiante, con sus trajes más presentables, a recoger las miradas y
los requiebros de los forasteros de tránsito para Ciudad Bolívar o ya en
tierra para internarse en el Yuruari.
Dos vapores habían fondeado aquel día: de arriba, el "Cuchi-
vero", dedicado al transporte de ganados, con los que ya traía del Caura
para las Antillas inglesas y esperando el que embarcaría Manuel La-
dera con el mismo destino; de abajo, el "Macareo", con mercancías y
pasajeros procedentes de Trinidad y un cargamento de negros –pues en
cierto modo eran algo menos que cersonas– con destino a las minas de
El Callao.
Ya los carreros habían hecho sus cargas y partían con sus con-
voyes camino del interior. Ya Manuel Ladera había embarcado su ga-
nado y el "Cuchivero" zarpaba.

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Canaima Rómulo Gallegos

Ya navegaba también el otro, rumbo a Ciudad Bolívar. Comen-


zaba a caer la tarde y había tertulia de nativos y forasteros y copas de
"brandy" en el corredor de la Comandancia del Resguardo, frente al río.
Aguas turbias del Orinoco y aguas azules del Caroni que co-
rrían largo trecho sin mezclarse, separadas por una línea nítida.
Rojas barrancas en la ribera opuesta, islotes coronados de vege-
tación, remansos en las ensenadas llenos de verdes reflejos, cabrilleos
de oro crepuscular y el rumor perenne del gran río bajo la brisa, como
sedas desgarradas. Una canoa costeando a canalete, una vela peque-
ñita, que ya iba a desaparecer tras la isla de Fajardo, el humo del "Cu-
chivero" Orinoco abajo, el humo y la estela del "Macareo" Orinoco
arriba... Y esa cosa imponente y melancólica que es la puesta del sol
sobre un río, en tierras que aún no han revelado todo su secreto.
Sintieron su mal influjo los forasteros recién llegados y la pausa
repentina que interrumpió la tertulia demostró que todos se entregaban
a esa vaga angustia que produce el quedarse en una orilla de mar o de
río mientras el barco prosigue su viaje y se va perdiendo de vista.
Pero sólo uno se atrevió a manifestarlo. El más locuaz y ocu-
rrente de todos, a quien decíanle Arteaguita y se roía las uñas. Le con-
fesó su emoción a Gabriel Ureña, sentado al lado suyo, y éste repuso:
—¡Pero si tiene usted tantos días como yo en esta orilla del río!
—¡Para que vea! Al ver alejarse el "Macareo" he sentido la
misma impresión de la tarde de mi llegada, cuando se iba el "Manza-
nares".
Sonrieron los demás y el comandante del Resguardo dijo:
—El amigo Arteaguita como que no va a pasar de San Félix.
—¿Por qué, general?
—Porque ya se le ha presentado oportunidad de coger camino
del interior y sin embargo, todavía está contemplando el Orinoco, mien-
tras sus compañeros irán ya cerca del Cuyuni.
—Es que no he encontrado bestia.
—¿Y la que le ofrecí prestarle? Ahí está en el pesebre espe rando
que usted se decida a echarle la pierna.

86 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—No había querido abusar de su confianza, pero me iré con este


lote –dijo Arteaguita, refiriéndose a los recién llegados– a engrosar la
legión de los aventureros.
—No es que yo quiera que se vaya –concluyó el comandante del
Resguardo–. Por el contrario, me va a hacer falta su mamadera de ga-
llo.
Ya la gente de la población abandonaba la playa, dispersán-
dose por el caserío, y los peones del cabotaje y los últimos carreros co-
gían sus respectivos caminos:
hacia los ranchos donde vivían, hacia los pueblos del interior.
Ya se habían marchado también los negros antillanos, a pie detrás del
caporal a caballo, escena de los tiempos cuando los barcos negreros vol-
caban el África en las costas de América.
A orillas del río abrevaban y bañaban sus bestias, fatigadas por
el trabajo del embarque, los llaneros de Manuel Ladera y éste llegaba a
la Comandancia acompañado de Marcos Vargas y en busca de Gabriel
Ureña.
—¿Cómo que ya está con el pie en el estribo, don Manuel? –le
preguntó el comandante–. ¡Ah, Upata para jalar a su gente!
—Sí, general –respondió–.
Pero ahora no voy para Upata, sino otra vez para "La Hondo-
nada" a sacar otro lote de ganado que han pedido.
—¿No se quiere tomar una copita con nosotros?
—Ya sabe que no lo acostumbro.
—¿Y el joven que lo acompaña? Y en esto se presentó Cholo Pa-
rima en busca del jefe civil, que estaba en la tertulia.
—Coronel López –dijo el zambo–: con su permiso y el de los se-
ñores. Traigo una encomienda pa usté y si no le es molesto...
El jefe civil dejó su asiento y se le acercó. Parima dijo el recado
del gallo en voz baja; pero al primero le pareció que debía responder de
modo que todos lo oyesen y así repuso:
—Ahí se lo tengo amarrado y ya está en condición para jugarlo.
Avíseme cuando se vaya para que se lo lleve de una vez.

87 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Mañana mismo, primeramente Dios y si usté no manda otra


cosa –dijo el comisario.
Y el jefe civil al comandante del Resguardo:
—Un gallo que le ofrecí al general Ardavín y manda a buscarlo.
El canagüey de que le hablaba hace días.
Entretanto Marcos Vargas miraba a Parima. Desde el primer
momento lo había reconocido, pues los costurones que deformaban
aquel rostro eran señas fisonómicas inconfundibles, de las cuales ya
había oído hablar, y por su parte el comisario –que al llegar había
echado una ojeada exploradora sobre las personas que le eran descono-
cidas–, al advertir aquella mirada insistente y preñada de impulsos
contenidos, comprendió que aquel joven tenía que ser el hermano de su
víctima y no lo perdió de vista mientras hablaba con el jefe civil, a
tiempo que se sobaba las cicatrices. A todo lo cual estuvo atento Manuel
Ladera.
Ya Parima se había retirado.
Ladera juzgó prudente retener a Marcos Vargas y díjole al co-
mandante del Resguardo:
—A pesar de lo dicho, general, le acepto la copita que quería
obsequiarme. Después del trabajo la pide el cuerpo.
Y tomó asiento en la tertulia.
Luego, cuando le pareció oportuno, se despidió y con él se fueron
Marcos Vargas y Gabriel Ureña.
Ya el sol se había ocultado.
Resonaba el gran río en el silencio de la anochecida y las riberas
opuestas se iban desvaneciendo en la sombra. Titilaban los primeros
luceros y en las aguas ya se quebrantaban los reflejos del fanal del
puerto. Se cerraban las casas de comercio y se encendían las lám paras
dentro de las viviendas, a las puertas de casi todas las cuales se asoma-
ban muchachas todavía ataviadas con el vestido más presentable al
acecho del paso de los forasteros.
Pero Gabriel Ureña sólo atendía a la conversación de Ladera y
Marcos Vargas, al conflicto entre las reflexiones y los impulsos motiva-
dos del encuentro con el asesino de su hermano.

88 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Pasaban frente a la oficina de telégrafos y don Manuel, refirién-


dose a lo que Marcos le había manifestado por la mañana, le preguntó:
—No va a poner el telegrama de que me habló?
—No –respondió Marcos, secamente–. Ya no.
—¡Malo! –se dijo Ladera mentalmente y reanudó la conversa-
ción con Ureña.
Al extremo de una de las calles un árbol proyectaba su copa re-
donda y serena contra el cielo apacible.
Más allá se alzaban unas pencas de cardón, ya completamente
negras y más inmóviles que nunca. Un poco más allá las tres cruces de
un calvario.
Gabriel Ureña había interrumpido su charla para contemplar
aquellos rasgos del panorama crepuscular que armonizaban con los
melancólicos sentimientos de su espíritu. Y Manuel Ladera volvió a sus
preocupaciones, diciéndose mentalmente:
—No conviene que este mozo se quede aquí esta noche.
Y luego, en alta voz y como ocurrencia repentina:
—No sería mejor, Marcos Vargas, que cogiera camino ahora
mismo a la pata de sus carros? Peón siempre es peón y en los paraderos
encuentra oportunidad de pegarse palos y emborracharse, si no lleva el
amo a la vista. Tanto cuanto que usted es nuevo para ellos y no se sabe
cómo vayan a corresponderle. No lo acompaño porque de aquí tengo que
regresarme a "La Hondonada" esta misma noche. El amigo Ureña
puede irse con usted. Yo le cedo mi mula, pues a mí me será mucho más
fácil conseguir bestia.
Es bueno también que Ureña se encargue cuanto antes de su
destino.
Tienen luna, que ya no tardará en salir y de noche se viaja me-
jor.
Por ahí mismo alcanzarán a los carreros.
Marcos sonrió comprensivo.
—Precisamente en eso estaba pensando, don Manuel. Mejor es
que coja camino esta misma noche.

89 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Hay tiempo para todo.


—¡Ojalá no lo haya, Marcos Vargas! Recuerde lo que me ha pro-
metido.

90 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Caminos de los carreros

Por la sabana descampada, entre nubes de polvo bajo el sol ar-


doroso del verano; por las agrias cuestas montañosas. Caminos de mu-
chas jornadas y recios trabajos, con la voz del boyero paciente estirán-
dose en el silencio:
—¡Arre, güey! La cobija calada en el invierno bajo la lluvia te-
naz. La carrilada perdida dentro del aguazal, la rueda hasta lo cubos
atascados en los baches, el buey que no ande, el estímulo de la garrocha,
la mula jadeante en los barrizales de la cuesta, el fango hasta las rodi-
llas, la humedad hasta los tuétanos, corriendo de punta a punta del
convoy, hechando los bofes, manejando el garrote, estrangulando en el
grito el vocablo arrieril:
—¡Mula de carijo! ¡Este maldito animal! Camino de los carre-
ros jalonado de maldiciones.
Parajes del mal descanso: La Josefina, Veladero, Boca del
Monte... El trago de caña, el plato de "paloapique", el frasco de "chire-
les", pasando de mano en mano y la taza de "guacharaca", en el mesón
ruidoso. El cuento de los trabajos pasados y las maldiciones echadas
en la cuesta de El Pinar, donde el carrero pagaba sus culpas.
La posada de la dura tierra bajo la carreta para el sueño de
huesos molidos al despertar.

91 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

La posada de las estrellas, al raso de la sabana, para las vela-


das de los boyeros junto a sus vagones y sus bueyes amarrados a maco-
llas de yerba. Hablaban de Parasco, referían las últimas apariciones
del Muerto de "La Carata", comentaban una y otra vez el crimen de
"Rancho de Tejas"... Hablaban mirando hacia la sabana, donde siem-
pre parecían moverse sombras acechantes.
Parasco fue un carrero de alma bondadosa a cuya ánima se en-
comendaban todos los del Yuruari cuando se ponían en camino. Un
hombre entre los hombres, no mejor que muchos de los de su oficio, que
ya también habían muerto o todavía conducían sus mulas, acaso un
poco más paciente cuando éstas se les atascaban en los barrizales; de
ningún modo un santo, sino un muerto entre los muertos, carrero pe-
renne de un convoy invisible que viajaba de noche dejando por los malos
pasos la carrilada buena de seguir. A orillas del camino está el rústico
mausoleo que le levantaron los del gremio para perpetuar la memoria
de sus duros trabajos y sus marchas pacientes, y para depositarle las
ofrendas de velas –luces para su convoy invisible– a fin de que su som-
bra tutelar los protegiese durante el viaje o en pago de las promesas
hechas cuando se les perdían las bestias, las noches de los paraderos a
la intemperie, y una silenciosa sombra blanca los ayudaba a encontrar-
las.
El Muerto de "La Carata" es un espanto que, según la conseja
siempre referida entre risas, tiene la humorada de aparecer en el sitio
de tal nombre, arrea los ganados de aquí para allá sólo por molestar a
los dueños de la finca, se llega hasta las puertas de las casas e insulta
a sus habitantes desafiándolos a pelear con él, con airadas palabras
en el aire, sin forma visible de donde provengan, o se mete en ellas, se
apodera de las mecedoras, por las cuales demuestra rara predilección y
comienza a moverse violentamente, sin que, desde luego, se vea otra cosa
sino el mueble donde se agita su atormentada y singular ánima en
pena.
"Rancho de Tejas", finalmente, denominábase el sitio donde fue
asesinado un correo del oro de las minas de El Callao, que a lomos de
mulas lo conducía exponiéndose al riesgo de las emboscadas. ¡Caminos
del desierto venezolano, sembrados de maldiciones, jalonados de conse-
jas y de cruces en las cunetas donde cayeron los asesinados! Después de

92 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

la comida en uno de los paraderos del trayecto, Marcos Vargas y Ga-


briel Ureña –interesados por la mutua simpatía que se habían inspi-
rado, por modo de compensación, el uno con la espontaneidad tumul-
tuosa de su carácter y el otro con su tendencia a sacar de todas las cosas
motivos de reflexiones empapadas de un hondo sentimiento de las tris-
tezas y calamidades de la tierra– se alejaron charlando hasta el cam-
pamento donde pernoctaban los boyeros de aquél, junto con otros del
oficio, y con ellos se fue también Arteaguita, que por fin se había deci-
dido a internarse en el Yuruari, adonde lo llevaron con vacilaciones
renitentes su infinita pobreza y una corazonada aventurera.
Ya habían oído varios de aquellos cuentos de camino –conocidos
pero siempre interesantes para Marcos Vargas, como todas las mani-
festaciones del alma popular, hacia lo cual lo inclinaban sus simpatías;
nuevos y muy sugestivos para Gabriel Ureña, por estar saturados del
panorama visual y espiritual donde se movían aquellos hombres senci-
llos, pacientes y rudos; nuevos y poco tranquilizadores para Arteaguita,
porque los boyeros los referían mirando de cuando en cuando hacia la
sabana, donde, a la claridad lunar, parecían moverse sombras sospe-
chosas–, era cerca de medianoche y ya los narradores callaban cuando
escucharon rumor de gente que se acercaba.
—Los negros –dijo uno.
—No –replicó otro–. Ya los negros pasaron y deben de ir lejos.
Eran unos hombres que conducían una hamaca, colgada de
una vara que dos de ellos sostenían sobre los hombros y cubierta con
una manta.
—Es un difunto –observó uno de los boyeros, al advertir que la
manta ostentaba la faz negra, pues la otra, roja, se reservaba para los
casos de conducción de un enfermo o un herido.
—¿A quién traen ahí? –preguntó Marcos Vargas.
—A don Manuel Ladera, que en paz descanse –respondiéronle.
—¡Cómo! –exclamaron todos a un tiempo–. ¡A don Manuel La-
dera! ¡No es posible!
—¡Pues mire! Lo asesinaron esta nochecita, de una puñalada
por la espalda, en las afueras de San Félix.
—¿Cholo Parima? –interrogó Marcos.

93 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—No se sabe –respondiéronle–.


A lo menos cuando salimos de San Félix no se había descubierto
nada todavía.
Marcos Vargas y Ureña se acercaron a la hamaca y levantaron
una punta de la cobertura para cerciorarse de la brutal verdad; los bo-
yeros acudieron con un farol y todos se quedaron largo rato en silencio
contemplando el rostro inanimado del hombre bondadoso que tanto al
uno como al otro de aquéllos les había inspirado confianza y brindado
amistad desde el primer momento, y de quien los que habían sido peo-
nes suyos no tenían quejas, ni de injusticias o mezquindades, ni si-
quiera de una mala palabra en el trato.
Entretanto a Arteaguita le castañeteaban los dientes y sus mi-
radas giraban en torno, hacia la sabana bañada en el resplandor alu-
cinante de la luna. Mientras los conductores del cadáver explicaban:
—Venimos a marcha forzada. Ya de Upata deben haber salido
los que traen la urna. El coronel López le telegrafió la desgracia a la
familia.
Al oir la palabra relativa a su profesión, Ureña hizo un movi-
miento maquinal. Le pareció que había sido él, ya en Upata, quien ha-
bía recogido del aparato telegráfico la brutal noticia, primera voz cla-
mante que llegaba a sus oídos del ámbito de aquella tierra donde
reinaba la violencia impune.
En tanto que los boyeros comentaban indignados:
—¡Maldito sea quien manejó ese puñal! ¡Asesinar asina a un
hombre como don Manuel, que a nadie fue nunca capaz de hacerle un
daño! Mientras Marcos Vargas oía reproducida en su interior la voz
aguardentosa que gritaba:
"Salúdeme a Manuel Ladera.
Dígale que José Francisco Ardavín le manda un abrazo." Y di-
rigiéndose a Ureña:
—Me regreso ahora mismo a San Félix. Tengo algo que declarar
ante las autoridades respecto a este crimen. Hágame el favor de seguir
con esta gente acompañando el cadáver. Y usted también, Arteaguita.

94 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Continuó su marcha la fúnebre comitiva. Por el camino de los


carreros, sembrado de maldiciones y de cruces en las cunetas donde ca-
yeron los asesinados.

95 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

VI

96 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El poder moderador

Desde su hato de "Palmasola" el general Miguel Ardavín atala-


yaba el feudo en cuyo horizonte político se cernían ya los resplandores
mortecinos del crepúsculo de los caudillos, que por todo el país se iba
extendiendo. Ya no eran, ciertamente, los tiempos de la hegemonía ab-
soluta de los "prestigios" regionales que –unos muertos, otros posterga-
dos, otros errantes por ajenas tierras que les fuesen propicias a sus pla-
nes de invasión armada– comenzaban a ser sustituidos por elementos
extraños a sus respectivos cacicazgos y exclusivamente adictos al jefe
del gobierno nacional. Pero el general Ardavín siempre había dicho:
—La política es una cuerda floja y para no pelearla el político
tiene que hacer como el maromero: ¡Ojo a la tijereta y balancín con los
brazos de un lado y de otro! La "tijereta" estaba, de una manera muy
especial hacía algún tiempo, en la capital de la república, y sin perderla
de vista, el cacique del Yuruari se mantenía aún en la cuerda haciendo
sus maromas, cuando ya la mayor parte de sus compañeros no la bai-
laban; pero ahora su ojo avizor había percibido que aquello no andaba
por allá del todo bien para su equilibrio y en consecuencia tomó el par-
tido de retirarse del ejercicio oficial del cacicazgo, venido a menos, so
pretexto de consagrarse a la atención de sus fincas y a la administra-
ción de sus empresas.

97 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Se le concedió la gracia de la retirada a tiempo; pero como allí


donde estaba la "tijereta" reinaba el arcano de los impenetrables desig-
nios de la suma astucia, no se le quitaron los puntos de contacto con el
feudo –los elementos suyos que continuaron desempeñando los cargos
públicos con ejercicio de autoridad, como aquel coronel López, jefe civil
de El Callaoni se tomaron medidas contra su libertad de acción, aun
cuando se sabía que desde "Palmasola" estaba en connivencias revolu-
cionarias con algunos de aquellos caudillos asilados en Trinidad. Con
lo cual queda explicada la clave del recado del gallo y al mismo tiempo
se arroja alguna luz –si así puede decirse– sobre los tenebrosos motivos
que tuviera Cholo Parima para asesinar a aquel negro trinitario que
conducía preso a Ciudad Bolívar, víctima de Ardavín, y cuya boca era
prudente sellar para siempre.
Campesina inclinación entreverada en sus apetencias políticas,
estancia eglógica de su historia bélica por donde le venía la parte inge-
nua de su prestigio –la adhesión del elemento rural–, allí es taba en
"Palmasola" el general Miguel Ardavín, recién amanecido, presen-
ciando el ordeño de sus vacas, aspirando el olor de la boñiga dulce-
mente mezclado con el de la tibia leche y oyendo los cantares de los or-
deñadores, entre el mugir de los becerros y el piar fugitivo de los pájaros
sabaneros. Él mismo tenía las dominadoras manos enternecidas por la
maternal humedad de las ubres.
Pero al ojo zahorí del mayordomo de "Palmasola" no se le había
escapado que algo grave preocupaba al jefe. Por una parte, aquel men-
sajero despachado tan de madrugada; por otra, aquellas insistentes mi-
radas hacia el camino que conducía a la casa del hato.
Por fin apareció lo que por allí esperaba y era José Francisco.
El general se frotó las manos para quitarse aquello de las ubres y aban-
donó el corral del ordeño saliendo al encuentro del primo.
—¿Qué pasa? –interrogó éste, apeándose todavía del caballo–.
¿Esa llamada tan temprano a qué obedece?
—Entra –repuso Miguel, secamente, adelantándosele hacia su
despacho. Y ya en éste–: Siéntate.
—Bien –dijo José Francisco, alardeando despreocupación–. Tú
dirás.

98 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y Miguel, clavándole la mirada dominadora:


—Has cometido una torpeza.
¿Qué necesidad había de matar a Manuel Ladera?
—¡Cómo! –exclamó el coronel, haciendo útil la sorpresa de
aquel disparo a boca de jarro para la comedia que llevaba preparada–
. Es la primera noticia...
Pero como Miguel continuaba mirándolo en silencio y con una
sonrisa sardónica, empezó a perder allí mismo el aplomo, que no sabía
conservar mucho tiempo.
—Pero ¿a mí por qué me lo preguntas? Así también podría pre-
guntártelo yo... ¿Para eso so lamente me has llamado?
—Para preguntártelo no –repuso el imperturbable Miguel–, sino
para decirte, como ya te lo he dicho, que has cometido una torpeza in-
concebible, sólo atribuible a los efectos de esas borracheras a que vienes
entregándote con tanta frecuencia.
—¡Qué estás diciendo! ¿De modo que insistes? Pero Miguel, cor-
tándole en frío la réplica alterada:
—Es inútil que finjas ignorar lo que te imputo. Manuel Ladera
ha sido asesinado anoche en el camino de San Félix a "La Hondonada",
estando por allí Pantoja, con quien tuviste una entrevista privada antes
de que se pusiera en camino para allá y sólo tú podías perseguir algún
propósito con esa muerte, de todo punto innecesaria.
Yo digo las cosas como las siento, pero las siento como las digo
y nada me inspira mayor desprecio, ya debes saberlo, que el espectáculo
de la cobardía. ¡No me interrumpas! Un propósito vengativo –insisto–
que por otra parte no has tenido ni siquiera la prudencia de ocultar. A
voz en cuello –yo lo sé todo–, a voz en cuello le mandaste la otra noche
a Manuel Ladera un abrazo de Judas con ese Marcos Vargas a quien le
permitiste que se te hombreara como lo hizo. Yo lo sé todo, repito. Y se
te está hombreando más todavía, pues al saber la muerte de Ladera,
camino ya de Upata, se ha regresado a San Félix y te ha acusado for-
malmente, como autor, si no inmediato, principalísimo, de homicidio.
José Francisco optó por el cinismo, exclamando.

99 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Ajá! ¿Éstas tenemos? ¡Conque se ha atrevido contra los Ar-


davines!
—¡Alto ahí! Contra José Francisco Ardavín.
—Sí. Ya lo has dicho. Contra la persona que él se imagina que
haya sido el autor principalísimo del homicidio.
Y después de una breve pausa, atreviéndose a más:
—¿Y no podría haber –insinuóotra persona interesada en sellar,
por ejemplo, la boca de Manuel Ladera? Das a entender que lo asesinó
Cholo Parima –o Pantoja, como tú prefieres llamarlo–, pero si mal no
he oído, fue precisamente Manuel Ladera el testigo único y casi presen-
cial de la muerte del negro Jaime, camino de Ciudad Bolívar. ¿No po-
dría ser, repito, que a Pantoja –!y a otro, quizá!les interesara mucho
que "tampoco" Manuel Ladera pudiera hablar más de la cuenta?
—¿Has terminado? –preguntó Miguel, con su imperturbable se-
renidad.
—No... Si yo, propiamente, no hago sino una pregunta. Si mal
no recuerdo, Pantoja no fue a San Félix sino a llevar que sé yo qué re-
cado de un gallo...
Mas como ni aun esto encontró punto vulnerable en la coraza
de impavidez del caudillo, José Francisco concluyó, apurando su ci-
nismo:
—Pero ya he terminado, sí.
—Pues continúo yo. Has debido tener en cuenta mis compromi-
sos con la revolución para abstenerte de represalias personales que pue-
den agitar la opinión pública precisamente cuando más la necesito fa-
vorable a mis planes.
Era dar la cara a la reticente alusión al recado del gallo y una
vez más sintió José Francisco la superioridad con que se le imponía
Miguel –en su concepto usurpador del cacicazgo que de las manos de su
hermano José Gregorio debió pasar a las suyas–; pero como no se alla-
naba a admitirla y todo tenía que fiárselo a sus baladronadas, aban-
donando la táctica deprimente de negar su participación en el crimen
de San Félix –cosa por lo demás fácil de que la comprobase Miguel sólo
con interrogar a Cholo Parima– protestó arriscándose:

100 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Tus compromisos! ¡Tus planes! ¿Qué significa eso, dicho así,


tan en singular y en primera persona?
—Son los que tengo que defender, pues he de responder por ellos
ante los compañeros que conmigo cuentan.
Y esto le dio a José Francisco la impresión de que Miguel
arriaba banderas.
—¿Y los míos? –preguntó animándose.
—¡Hombre! ¡Sí! Y los tuyos...
Comenzó el coronel a perder a chorros su altanería ante el sar-
casmo de aquella respuesta, cuando acababa de imaginarse al primo
arriando banderas; pero todavía repuso:
—¿Nada valen? ¿No los tomas para nada en cuenta y por con-
siguiente puedo hacer con ellos lo que mejor me parezca? El general lo
miró de arriba abajo y reprimiendo el profundo desdén que le inspiraba
esta destemplada salida, replicó:
—Según y cómo lo que se te haya ocurrido. Porque si pretendes
darle la espalda a tu palabra empeñada por mí –no por ti, pongamos
las cosas en su punto– para con la revolución y quizá, como nada de
extraño tendría que acabara de ocurrírsete, denunciarme ante el go-
bierno para hacer merecimientos y detener o desviar las averiguaciones
judiciales que se estén haciendo en San Félix, y hasta coger cola sin
rifarte el pellejo ante las balas –que pueden inspirarte cierta aprensión,
ya que todavía no las has oído silbar por encima de tu cabeza, dicho sea
de paso– o no me conoces bien todavía, José Francisco, o estás jugando
con la carnada.
—¿Quieres decir que no soy libre de escoger el camino que más
me convenga?
—No. Ya no puedes echarte atrás.
—¿Quién se atrevería a impedírmelo? –rearguyó el coronel, fan-
farrón.
Miguel le hizo esperar la res puesta un buen rato y luego se la
dio, palabra a palabra, como remachándosela en lo profundo temeroso
del alma:

101 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Quien puede mandarte a la cárcel sólo con una guiñada de


ojos y de ese modo reconquistarse el favor de la opinión pública que tú
le hayas enajenado con el asesinato de Manuel Ladera.
—¿Tú? –insistió José Francisco, señalándolo con el índice y sa-
cando a duras penas una sonrisa burlona.
Pero Miguel se limitó a decirle:
—No señales con el dedo. Baja esa mano, que te tiembla dema-
siado.
Y como esto era cierto y a José Francisco se le salía ahora la
vergüenza a la cara, abandonando el tono autoritario que ya habría
sido excesivo y en cuya justa dosificación radicaba buena parte del as-
cendiente que sabía ejercer, el caudillo prosiguió:
—Bien sabes que si me he comprometido con la revolución que
se prepara ha sido contando contigo, personalmente, y con el continente
de tu prestigio.
José Francisco sacó el pañuelo y se enjugó la frente sudorosa –
un sudor frío de energías consumidasy el otro agregó, para acabar de
quitarle el regusto de la ira frustrada con el halago de vanidad:
—Ya es hora de que te labres un porvenir político que sea obra
tuya exclusivamente. Ya voy para viejo y tú todavía eres joven.
¿Hasta cuándo vas a conformarte con ser el coronel Ardavín?
Lo que Miguel, con velado sarcasmo, había llamado el prestigio de José
Francisco era algo semejante a aquel núcleo inicial de su partido, for-
mado por los desechos del de José Gregorio; la bronca oficialidad de los
matones, el hampa de la agrupación. José Gregorio había barrido para
afuera al repudiar aquella escoria y Miguel se había aprovechado con
ella; pero aleccionado por tal experiencia, cuando a su vez tuvo que de-
purar, lo hizo de modo que resultase barriendo para adentro, procu-
rando que aquellos malos elementos rodearan a José Francisco, pero de
manera que éste cargase con la afrenta del ardavinismo sin riesgo de
que se repitiese la historia, pues sabía que el primo nunca pasaría de
oscuro segundón. Rodeado así el coronel de los matones, que buena falta
le hacían para respaldar sus balandronadas, el general siempre los ten-
dría a su disposición cuando fuese menester de perros de presa, sin

102 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

echárselos encima, y así le sería posible realizar la dualidad propia de


la naturaleza de un caudillo, azote y amparo a la vez de sus secuaces:
inspirar temor y confianza al mismo tiempo. Mientras José
Francisco y sus matones cometían desafueros, muchos de ellos por ór-
denes disimuladas de Miguel, éste era el poder moderador, la superior
autoridad a que apelaban sus mismas víctimas, el jefe paternal que
brindaba protección, remediaba el daño y desarmaba el espíritu de pro-
testa o de rebeldía, con una reprimenda para el atropellador –previa
una guiñada de ojos en algunos casos– y con una palabra afectuosa
para el atropellado.
Así, pues, para nada tenía que halagar el general al coronel res-
pecto a la cooperación del denominado contingente de hombres del se-
gundo en la aventura revolucionaria que el primero fraguaba.
Pero había algo que sí era necesario recabar de José Francisco
con alguna habilidad: su aporte en dinero, a la medida de los planes de
Miguel, que de lo suyo propio quería exponer poco, José Francisco se
resistía a contribuir con tanto como el otro le asignara y para obligarlo
había sido todo aquello aprovechando la coyuntura propia del asesi-
nato de Ladera.
—Ya se acerca el tiempo del avance para el purguo –continuó el
general bellaco–, que este año será también un buen pretexto para re-
clutar la gente de tropa que nece sitamos para el momento dado. Entre
tus purgüeros y los peones de "Yagrumalito" –éste era un hato de José
Francisco– podrías parar unos doscientos hombres que constituirán un
contingente apreciable.
Ándate allá de una vez. Según lo concertado con los compañeros
de causa asilados en Trinidad, Curazao y Colombia, la invasión a la
cual corresponderemos los de adentro rompiendo fuego, no se efectuará
antes de que hayamos recogido y embarcado, tú y yo, el purguo de este
año; pero podría suceder que hubiera necesidad de precipitar los acon-
tecimientos y de ahí que sea imprescindible tu presencia desde ahora
cerca de Tumeremo, mientras que yo vigilo desde aquí el resto del Pu-
ruari. Vete hoy mismo y de allí no te muevas mientras se asienta este
revuelo que seguramente va a formarse alrededor de la muerte miste-
riosa de Manuel Ladera. Que ya me encargaré yo de que tome el rumbo

103 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

debido. Acabo de enviarle un telegrama al presidente del Estado, ofre-


ciéndole la cooperación de mi experiencia para el más rápido esclareci-
miento del crimen. Además, le he enviado otro, de pésame, a la viuda
de Ladera y otro al coronel López exhortándole a redoblar sus activida-
des en el sentido del caso.
Por último...
Pero José Francisco le quitó la palabra, preguntándole:
—¿Te parece conveniente que haga yo lo mismo?
—¡No! –repuso Miguel–. ¡Sería demasiado! Por lo menos el pé-
same a la viuda. Limítate a hacer lo que yo te aconsejo. Vete hoy mismo
para "Yagrumalito" y si ya Pantoja ha regresado de San Félix y te lo
tropiezas por ahí llévatelo contigo. Dile que de orden mía abandone la
comisaría y se vaya contigo.
Y separando con una breve pausa lo producente de lo producido:
—¡Y a propósito! De paso para "Yagrumalito" déjame en casa
el cheque por la cantidad estipulada de tu contribución al financia-
miento de la revolución.
—Bueno –prometió José Francisco, ya caído en el lazo–. Allá te
lo dejaré.
Pero de todo esto sólo retuvo en la mente aquella pregunta que
atacaba su punto vulnerable:
"¿Hasta cuándo vas a conformarte con ser el coronel Ardavín?".
Pero mientras Miguel existiera, siempre trataría de oscurecerlo
y postergarlo. Luego... En una pelea nunca se sabe de donde ha salido
una bala. Y para ello venía como de encargo la revolución en puertas.

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Canaima Rómulo Gallegos

El tesoro de los frailes

Miguel Ardavín –de quien por sus inimaginables recursos de


política picaresca ya se decía por allí "ese hombre se pierde de vista"–
había hablado de tres telegramas que acababa de enviar, destinados a
producir cierto efecto en el ánimo de cada una de las personas a quienes
iban dirigidos. El que recibiría el jefe civil de San Félix contenía el epí-
teto de "misterioso" aplicado al crimen, de donde debía entender el leal
ardavinista que tal cargo desempeñaba, que en el misterio debía que-
darse; el efecto buscado con el que recibiría la viuda de Ladera, aunque
arrostraba los límites del cinismo, no pasaba en realidad de la región
del formalismo social, cosa que otro cualquiera habría hecho aun en
circunstancias análogas; pero donde sí estaba el hombre que se perdía
de vista era en el telegrama dirigido al presidente del Estado.
Ponía allí a la disposición de éste –su enemigo político aunque
todavía embozado, instrumento de los inescrutables designios de "la ti-
jereta"– su larga y aguda experiencia al servicio de la justicia "para el
más rápido y cabal esclarecimiento del crimen", y no sería prudente
aventurar opinión respecto a la sinceridad o trapacería de tal ofreci-
miento. En realidad, la suerte que corriera el primo –sobre cuya culpa-
bilidad no había abrigado la misma duda desde un principiono le preo-
cupaba ni mucho ni poco e incluso ya tenía contemplada la convenien-
cia de sacrificarlo como víctima propiciatoria, si la cólera de la opinión
pública no se aplacaba con menos; entregándolo al brazo de la justicia

105 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

produciría en favor suyo esa emoción histérica de la admiración colec-


tiva captada por sorpresa y cuyos disparatados resortes conocía a fondo;
pero había también por San Félix enemigos políticos suyos sobre alguno
de los cuales convenía hacer recaer las sospechas, ya simplemente para
ganar tiempo y desorientar el interés que pudiese tener el presidente del
Estado en descubrir al culpable o para arrojarlo al presidio si las prue-
bas acumuladas por el coronel López pedían tanto. Mas de todos modos,
antes de adoptar el remedio heroico de abandonar a José Francisco a
su suerte, lo que en cierta manera sería subordinarse él mismo al ente
abstracto de la opinión justiciera, antes de oprimir el resorte mágico
que pondría su nombre en el vuelco amoroso de todos los corazones –
cosa de mínima importancia para su alma insensible–, quiso ensayar
con otro que las circunstancias le deparaban, más de acuerdo con la
actitud de su espíritu respecto a todas estas cosas, y a ello iba a referirse
con aquel "por último" que interrumpió José Francisco.
Días antes había llegado a Upata un andaluz –a quien decíanle
"El Españolito"– poseedor de un documento que venía a corroborar una
vieja leyenda muy generalizada por allí, una de tantas que todavía co-
rren por todo el país acerca de tesoros enterrados por los españoles en
los azarosos tiempos de la guerra de la independencia, según la cual los
frailes de las antiguas Misiones del Caroni, en las angustiosas vísperas
del histórico fusilamiento ordenado por el general Piar, debieron ocul-
tar bajo tierra el de aquéllas, que se suponía de incalculable riqueza en
lingotes de oro.
Era dicho documento un plano, en pergamino para mejor im-
presión de autenticidad, substraído de los archivos de la catedral de
Sevilla por un canónigo –tío de "El Españolito", según éste–, en el cual
se explicaba que el famoso tesoro estaba enterrado en el espacio com-
prendido entre la sacristía del templo del antiguo pueblo de San Anto-
nio, el refectorio del convento vecino y una piedra que sobresalía en me-
dio de una laguna que para entonces hubo cerca de aquella población.
De la iglesia y del convento ya no quedaban sino muy vagos y
dudosos vestigios, y lo que antes fue laguna era ahora sabana enjuta,
en la cual sí había una piedra con señales visibles del nivel de las aguas
que la hubiesen rodeado; pero en el pliego estaban dibujados, mal que
bien, todos dichos puntos de referencia, y el texto agregaba que para

106 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

descubrir el tesoro había que excavar hasta que apareciera una flecha
de hierro forjado, indicadora de la dirección que debía seguirse para
dar con el muro subterráneo donde había una cripta en la cual se ha-
llaría, dentro de un cofre, una llave correspondiente a una puerta si-
tuada más adelante y por donde se pasaría a una galería que se prolon-
gaba hasta las orillas de la referida laguna y hacia la mitad de la cual
se encontraría una hornacina con una calavera.
De aquí no pasaban las indicaciones dibujadas en el perga-
mino, pero debajo de la calavera, que sí venía pintada, había esta enig-
mática leyenda:
"Por sus cuencas vacías la Muerte contempla el principio y el
fin de las vanidades del mundo" Y "El Españolito" explicaba:
—¡Míe usté! Er principio y er fin de las vanidades der mundo
es er dinero, el oro. ¿Sabe uzté? Y la frasesita esa quié decí que pa en-
contrá er de marras hay que seguí la dirección de la mirá e la calavera.
¡Bueno! Esto de la mirá es un decí. ¿Sabe uzté?
—Pero todo eso es muy vago, Españolito –habíale replicado el
propietario de los terrenos donde se debía excavar–. Eso no es un plano,
propiamente.
A lo que repuso el andaluz:
—¿Es que se figura uzté que los frailes de mi árma iban a plantá
un poste con un letrero mu gordo, mu gordo, que dijera: aquí está el
tesoro? ¡Amos, anda! ¿No sabe uzté que los frailes han sío siempre unos
tíos mu listos? Claro que to esto es un poco vago –quitémosle argo ar
superió decí de uzté–, pero póngase en er caso y comprenderá que los
pobresitos de mi arma no tuvieron lo que se dice tiempo de hacernos un
plano con nortesú, escala, rosa e los vientos y toda la pesca. ¡Vamos, lo
que se dice un plano! Pero indicaciones precisas no fartan. ¡Fíjese uzté!
Una flecha, una cripta –que yo propiamente no sé lo que signifique eso,
pero que argo tié que sé– un cobre, una llave, una puerta, una galería,
una hornacina, una calavera... ¡Amos, anda! Si hay má de lo que suele
habé en estos planos de tesoros sepultaos! Lo que fartan son los lingotes
de oro y ésos tal vé no los pudo pintá el pobresito fraile porque no ten-
dría tinta amarilla, ni tiempo pa procurársela antes de que llegara er
Piar.

107 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Al propietario en cuestión no dejó de ocurrírsele que aquello


fuera un timo, pero como existía la leyenda y había un proverbio popu-
lar según el cual "más pierde el venado que quien lo tira", trató de ave-
riguar hasta dónde llegaría "El Españolito" y concedió:
—Sí. Efectivamente, datos no faltan. Pero aquí hay unas pala-
bras tachadas que quizá eran las indicaciones precisas del sitio donde
debe hacerse la excavación inicial.
—Quite uzté er quizá y ya estará ar cabo e la calle. Esas tacha-
duras las hizo un servidó después de haberse aprendío de memoria lo
que ahí decía. ¡Sí, zeñó! Y aquí lo traigo en la cabeza, que es donde está
el verdadero plano con tó lo que uzté echa de menos en er pergamino. ¡A
ve si uzté no hubiera hecho lo mismo a fin de podé mostrar er papé sin
que le birlaran er tesoro! No es que yo desconfíe de uzté –¿me entiende
er sentío?–, sino que las cosas son como tién que sé. Ese secreto vale
dinero.
Pesetiyas de mi arma que yo he gastao pa procurarme er prega-
mino y pal viaje hasta acá. ¡Que échele uzté un galgo ar que me quitaron
en la Trasatlántica pa traerme hasta La Guaira!
—Pero ¿no habíamos quedado en que el plano lo substrajo del
archivo de la catedral su tío el canónigo? Ahora resulta que usted tuvo
que adquirirlo...
—¡Míe uzté! Eso de tío no lo tome uzté ar pie e la letra, que no
quié decir que er canónigo fuera hermano de mi mare ni de mi pare,
sino que... ¡Vamos! Que era lo que se dice un tío y con toa la barba. Y...
¿pa qué ocurtáselo a uzté?: yo tuve que valeme de malas artes y sortá
unas pesetiyas. ¡Ya está!
—¡Ah, Españolito bribón! –exclamó el criollo, pero como si con
ello le tributase el mejor elogio.
Y luego:
—Bueno, amigo, voy a serle franco. Esos negocios de desenterrar
tesoros siempre resultan mabitosos, como decimos por aquí.
Median cosas de ultratumba, que nunca traen buena suerte, y
en éste, además, cosas en cierto modo sagradas, las cuales yo respeto.
Así es que no cuente conmigo para esas seis mil pesetillas, como
las llama usted a cuenta de la mitad del tesoro. Ahora, si se consigue

108 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

otro socio que se las dé y con el cual usted parte su mitad –porque la
otra mitad sería mía en todo caso–, yo no tengo inconveniente en permi-
tirles las excavaciones, siempre que las costeen ustedes, por supuesto, y
me garanticen los daños y perjuicios.
Así las cosas, buscando el andaluz capitalista y el terrateniente
haciendo excavaciones de tanteo, por si acaso, transcurrieron varios
días y ya el timador veía fracasada su diligencia cuando ocurrió la
muerte de Manuel Ladera y se produjo la natural indignación pública.
Pero el general Miguel Ardavín, a quien le comunicaron por te-
léfono aquella misma noche que en Upata las cosas estaban que ardían,
conocía bien a su pueblo y era ducho en el arte de desviar y frustrar los
sentimientos colectivos y para ello salió de "Palmasola", muy a madru-
gada, aquel mensajero cuya comisión secreta intrigara al mayordomo
del hato.
Aquella misma tarde, momentos antes del entierro de Ladera,
recibía en Upata "El Españolito" una carta del propietario de los terre-
nos ya famosos, en la cual le "confesaba" que haciendo excavaciones
"por no dejar", había encontrado un trozo de hierro que debía de ser la
flecha indicadora a que se refería el plano, pero como éste no estaba
realmente "sino en su cabeza", le pedía que se trasladara inmediata-
mente al terreno y le enviaba adjunta una letra a su favor, contra C.
Hilder_&Co. de aquel comercio, a quince días vista y por la cantidad
exigida a cuenta de la mitad del tesoro.
Se quedó de una pieza "El Españolito".
—¿Si irá a resultá –se preguntó– que yo he sío adivino ar dibujá
ese plano? ¡Míe uzté que no deja de tené grasia que en tantos años de
vida arrastrá como llevo por el mundo no haya descubierto antes que el
hijo de mi mare tenía ese don! ¡Si yo no he hecho sino poné en ese pre-
gamino lo que oí referí al "Lagartijo de Triana" cuando regresó allá
con las onzas de oro que se ganó por estas tierras toreando desde el bur-
laero! Pero el socio dice que ha encontrao la flecha y tó pué sé. ¡Vamo
allá, Españolito! ¿Qué pue traé que no lleve? Como dicen por aquí.
Se divulgó la noticia, corrió por todo el pueblo, desplazó de los
espíritus la indignación por el asesinato de Manuel Ladera y allí mismo
empezaron a correr los rumores que ya no pararían.

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Canaima Rómulo Gallegos

Que había aparecido el muro, que habían descubierto el cofre


donde estaba la llave... Que no había tal llave ni tal muro... Y mientras
unos todo lo creían y otros lo negaban todo, de Manuel Ladera ya no se
acordaban sino sus deudos cercanos.

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Canaima Rómulo Gallegos

También Marcos Vargas

Así las cosas, regresó de San Félix Marcos Vargas, convencido


de haber perdido su tiempo, pues su declaración fue oída de mala gana
por el jefe civil que instruía el sumario del crimen y declarada impro-
cedente, por lo cual venía indignado. Pero como él también tenía el
ánimo propenso a las bruscas desviaciones, al enterarse de la novedad
apasionante, lo primero que se le ocurrió fue una chuscada para diver-
tirse a costa de los buscadores del tesoro: aparecerse por los alrededores
de las excavaciones –que en realidad se hacían bajo la dirección de "El
Españolito"disfrazado de fraile fantasma.
Los amigos a quienes comunicó su idea –de aquellos adquiridos
la noche de la célebre jugada de las firmas y que pertenecían al grupo
de los escépticos respecto a lo del tesoro, llegando hasta sospechar la
verdad del caso– acogieron entusiasmados la ocurrencia y como entre
ellos estaba Arteaguita, éste prometió:
—Yo hago el hábito. Aquí don de me ven y aunque me sea feo el
decirlo –éste era un giro al cual le hallaba mucha chispa el chistoso
caraqueño– soy oficial de sastrería. ¡Y buena tijera, no sólo por la len-
gua! Consíganme la tela y mañana mismo tendremos fraile en pena,
con capuchón y todo.
Así se hizo, con la debida reserva y dos días después amanecía
en Upata la noticia de la aparición del fraile. Con la circunstancia muy

111 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

significativa de que, según muchos upatenses, era el mismo fantasma


que ya se dejaba ver por allí desde tiempo inmemorial y tal como lo
vieran "El Españolito" y los peones de la finca: inmóvil en un claro de
la sabana, a punto de salir la luna y murmurando con voz cavernosa,
que a muchos viajeros les había puesto los pelos de punta:
—¡Aquí, aquí, aquí! Porque, puestos a creer, el que menos sabía
más de lo que traían los rumores.
Que "El Españolito" y los peones, como entendiesen que con
aquella impresionante letanía el fantasma les quería indicar el sitio
preciso donde estaba sepultado el tesoro, a causa del largo penar de su
ánima, decidieron acercársele para marcar el lugar; pero que cuando
ya estaban a pocos pasos de distancia y a tiempo que a lo lejos cantaba
un gallo, el fraile lanzó un lamento terrorífico y desapareció de pronto,
cual tragado por la tierra. Que huyeron despavoridos, naturalmente.
—Si hasta nosotros nos asustamos de veras –confesó Artea-
guita, ya reunidos con Marcos Vargas él y sus demás compañeros de
chuscada–. Porque, francamente, todavía no me explico cómo pudiste
desaparecer tan de golpe y por completo.
—¡Ah! –repuso Marcos–. Ahí está la ciencia del espanto bueno.
Me había parado al borde de un hoyo y me dejé caer en él en
cuanto escuché el canto del gallo. Siempre había oído decir que los es
pantos desaparecen al oír cantar un gallo. Supongo que eso venga desde
los tiempos del de la Pasión; pero lo cierto es que esa martingala no me
ha fallado nunca. Porque no es la primera vez que me las echo de fan-
tasma.
Pero a Marcos Vargas no le parecían graciosas las bromas
mientras no fueran pesadas, y al día siguiente, ya de acuerdo con los
compañeros –excepto Arteaguita, que sería la víctima–, propúsoles a to-
dos:
—Esta noche le toca a otro hacer el papelito, porque ya me han
invitado por ahí a ver el espanto, y si me niego van a caer en sospechas.
Que ya las abrigan los que me van conociendo. Esta noche le toca a
Arteaguita.
—¡No, valecito! –protestó el caraqueño–. Yo hago el hábito, pero
no el monje. No tengo nervios para eso, aunque me sea feo el decirlo.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Pues no habrá fraile esta noche –repusieron los demás–, por-


que todos, menos tú, estamos en el mismo caso de Marcos.
—Bien –dijo éste–. No habrá.
Y es lástima, pues todo Upata se dispone a ir a verlo aparecer
esta noche.
Y Arteaguita, que todo lo sacrificaba en aras de chistes y chus-
cadas, tuvo que sacrificar su miedo, que según él era la única cosa
grande con que lo echaron al mundo.
—¡Qué se hace! –exclamó–.
Ésos son los gajes del oficio de mamador de gallo. Pero, prepá-
rense, pues si al de anoche le dieron buen resultado el gritico y la caída
en el hoyo, el de esta noche va a ser también fraile con sorpresa.
Fueron muchos los que acudieron a presenciar la aparición y si
algunos experimentaron las sensaciones propias del temor de lo sobre-
natural, cuando se hizo visible el fantasma, a los primeros destellos lu-
nares, ya Arteaguita bajo aquel hábito y en aquel paraje las tenía ex-
perimentadas todas, en tropel y en grado sumo: palpitaciones, escalo-
fríos medulares, temblores y sudores y unos ruidos internos que le ha-
cían decirse, para darse ánimos con juegos de palabras:
—¡Cómo suenan las tripas cuando se están convirtiendo en co-
razón! Ya se disponía, sin embargo, a poner por obra la sorpresa anun-
ciada, cuando Marcos Vargas y los dos amigos que con él estaban de
acuerdo, se le adelantaron con la que a él le reservaban, sacando sus
revólveres –de cuyas cápsulas habían retirado previamente los proyec-
tiles– y haciéndole disparos.
Se espantó el duende y arremangándose los hábitos echó a co-
rrer por la sabana perseguido por los espectadores chasqueados, entre
los cuales algunos disparaban también, pero con bala y al bulto. Oyén-
dolas silbar por encima de su cabeza, Arteaguita se volvía todo piernas
y cual si algunas de éstas se le hubiesen desprendido del cuerpo y lo
siguiesen, a poco huir sintió que en pos de él otras tamborileaban por
la sabana, y con esto acabó de perder el poquísimo dominio de sus ner-
vios que en aquellas angustias pudiese quedarle.

113 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

En efecto, eran dos los fugitivos, y Marcos Vargas, recordando


que Arteaguita les había prometido una sorpresa, comenzó a gritar en-
tre carcajadas:
—¡Se partió en dos el fraile! ¡Atajen esa mitad que va a reventar
por ahí! ¡No los tiren más! Lo atajaron y resultó el "El Españolito" y
aunque trató de explicar que no estaba en el ajo, sino que se había apos-
tado por allí para cerciorarse de lo que hubiese de cierto en la aparición
–pues a él no se la daban con frailes, ni verdaderos ni falsos–, nadie le
prestó atención y los mismos peones que a sus órdenes trabajaban pro-
pusieron indignados:
—Vamos a salarlo, pa que aprenda a no burlarse de los hom
bres.
Marcos Vargas acudió en su defensa y al fin logró aplacar a los
que proponían el singular escarmiento –que consistiría en desnudarlo
y cubrirlo de sal, restregándosela en todo el cuerpo– y entretanto las mil
piernas de Arteaguita lo pusieron a salvo, sin que se descubriera quién
había sido la otra mitad del duende.
Al día siguiente, muy de mañana, "El Españolito" tuvo que
abandonar a Upata, donde todos afirmaban que la farsa había sido
obra suya. De nada le valió explicar que aun en aquello de las excava-
ciones no fue sino un instrumento de ajenos planes que se le escapaban,
pues al jefe civil, que en el secreto de ellos estaba, le vino de perlas el
caso de ponerle fin a la estratagema de su jefe, que ya había producido
los efectos buscados y le ordenó abandonar la ciudad "en el término de
la distancia".
Naturalmente, se marchó sin haber cobrado la fementida letra
a quince días vista –que nunca se la habría pagado el comerciante con-
tra quien fue librada, sin fondos del librador– y al partir le dejó el fa-
moso pergamino a musiú Giácomo –dueño del "Botiquín Napolitano" y
firme creyente en la veracidad del documento– en pago de las copas que
le había fiado y del dinero que encima le suministró para el viaje, ya
porque el timador burlado le inspirase compasión o porque bien inver-
tido estaba quedando en su poder aquel plano que un día u otro le ser-
viría para ponerse en busca del fabuloso tesoro.
Se llevó también el dinero que Marcos Vargas le metió en el bol-
sillo al despedirlo, diciéndole entre apenado y burlón:

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Qué se hace, Españolito! La soga siempre revienta por lo más


delgado y usted tuvo la mala suerte de encontrarse en ese pedazo.
Y así terminó, a la medida de los deseos del general Miguel Ar
davín, la aventura del tesoro de los frailes y como esto fue la comidilla
de la población durante varios días, así también Marcos Vargas contri-
buyó a que se echase en olvido el crimen de San Félix.

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Canaima Rómulo Gallegos

VII

116 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Nostalgias

Apenas instalado en el pueblo, ya en posesión de su cargo, co-


menzó Gabriel Ureña a experimentar nostalgias. Pero no de su ciudad
natal, de donde por primera vez se ausentaba, ni de nada concreto tam-
poco.
Era un sentimiento blando, sin forma casi, sin apego a cosa real
alguna. Una sensación de vacío, de falta de afectos sin echarlos de me-
nos, de haber perdido el rumbo sin pensar en este o aquel que hubiese
podido seguir, de estar lejos sin saber de qué. Y esto no sólo le acontecía
en las calladas noches –polvareda de mundos en marcha por el Camino
de Santiago y exhalaciones fugaces alteradoras del de seo de evadirse
de la propia realidad y perderse en la infinitud de la nada–, sino tam-
bién, y de manera muy especial, a las resplandecientes horas del medio-
día, cuando la población se entregaba al sopor de la siesta y en el silen-
cio circundante, sólo turbado a intervalos por el canto melancólico de
los gallos del vecindario, se oía allá en la oficina el sonido del aparato
telegráfico al paso de los mensajes que no eran para Upata.
Algo semejante había acontecido en su vida. De una manera le-
jana escuchaba pasar un mensaje que ya no era para él, una palabra
ardiente lanzada sobre su corazón desde los románticos años y que aún
no había sido recogida por su voluntad, ni nunca ya lo sería. La gran

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Canaima Rómulo Gallegos

aventura vislumbrada cuando, inclinado sobre el mapa del país, le pa-


recía oír la mística voz clamante en el desierto, la ensoñada consagra-
ción a la lucha contra las causas de aquellas calamidades que eran de
la naturaleza de las maldiciones. Todavía el mensaje continuaba pa-
sando en busca de otro corazón que aún no se hubiera vuelto escéptico,
y las vagas nostalgias eran formas furtivas del deseo de haber sido otro
hombre capaz de recogerlo.
No sentía alentar en su espíritu los impulsos vivos que hacen
elegir un camino entre varios –acaso en realidad no los había sentido
nunca, ni aun cuando más despierta pudo parecer la actitud de su alma
ante las misteriosas señales del destino– y allí estaba, telegrafista por
apatía, por aceptación de un "modus vivendi" en un sentido de menor
resistencia, ya que su padre lo había sido y desde niño le enseñó el oficio,
dejándole al morir ya sentado ante el aparato donde hiciera sus veces
durante la enfermedad, y allí luego lo remachó el nombramiento en
atención a los buenos y largos servicios de aquél.
Allí estaba, con sus grandes ojos de mirar desconcertante –sobre
todo tratándose de un telegrafista, un poco atónitos, un poco irónicos
al mismo tiempo como recién quitados de alguna contemplación inge-
nua y con aquel leve pliegue burlón, media sonrisa apenas, que le ses-
gaba la boca escéptica tirando la comisura izquierda hacia abajo.
A veces reía totalmente, si de ello era el caso gracioso o grotesco,
pero ni aun entonces podía asegurarse que no hubiese en su risa algo
mordaz y esto le enajenaba simpatías. Quitábanselas también su into-
lerancia con el error o la necedad de los demás y el aire de superioridad
con que puntualizaba sus opiniones a pleno conocimiento de causa. Pero
al mismo tiempo se reconocía que era una persona estimable, muy por
encima de la cultura que exigía su oficio, y desde un principio buscó su
trato la gente seria y de algunas preocupaciones espirituales de la po-
blación, de donde se originó una tertulia que ya se formaba al aire libre
y dulce del atardecer frente a la oficina de telégrafos.
Marcos Vargas, que por momentos no sabía a qué atenerse res-
pecto a sus sentimientos hacia él, pues tan pronto se sentía atraído como
repelido, cuando esto último le ocurría solía decir:

118 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Nada fuera la sonrisita; pero esos ojos, decididamente, me po-


nen los nervios de punta. No sabe uno nunca cuándo se burlan o cuándo
miran con franqueza.
Y era porque Ureña, mostrándose con él particularmente afec-
tuoso y a veces vivamente interesado en su conversación, cuando él sol-
taba el chorro de su temperamento expansivo para entregarse tal cual
era y concebía la vida, quedábaselo mirando sin oponerle las objeciones
que siempre hallaba ocasión de hacerles a los demás, aunque dijese lo
mismo que éstos y con las mismas palabras, insubstancial o errónea-
mente.
No podía darse plena cuenta Marcos Vargas de que para el so-
litario tripulante de aquella barca al pairo él era el de las velas hin-
chadas de viento corriendo la alegre bordada; pero ya se le alcanzaba
algo de ello cuando pensaba que para el de los atónitos ojos irónicos él
no era sino un espectáculo entretenido.
No quería dárselo –no se imaginaba cuánto de admirativo ha-
bía en aquel entretenimiento, cuánto de espíritu puesto en contempla-
ción verdadera–, pero una más profunda inclinación de su alma lo lle-
vaba a buscar su compañía: esa curiosidad de los espíritus realmente
vivos hacia todo lo que le es distinto y diverso y por consiguiente com-
plementario. Gabriel Ureña, que sin duda no era más que un vulgar
telegrafista en quien no se hubieran podido explicar aquellas miradas
húmedas de asombro y a la vez secas de ironía, era una manera de exis-
tir que no podía serle negada a la poderosa fuerza vital que alentaba en
Marcos Vargas. Aquí era el espectáculo, pero éste no podía existir como
tal sin el espectador y había que serlo también de sí mismo desde aque-
llos ojos.
Esto, desde luego, no se lo formulaba así Marcos Vargas, de
vida interior puramente emotiva cuando no simplemente dinámica,
pero lo sentía y era más poderoso que los recelos que pudiese inspirarse
el gesto burlón, como gesto de un rostro sin duda no simpático.
Por las noches, cuando no estaba de guardia Ureña, iban juntos
a visitar a las Laderas. Aún no habían trascurrido los ocho primeros
días consecutivos al de la muerte de don Manuel, el octavario de la con-
dolencia que congregaba allí a los parientes y a los amigos de aquéllas,
y tanto el uno como el otro tenían motivos especiales para no faltar al

119 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

deber de acompañarlas en su duelo. Tomaban asiento en la antesala y


cumplían el rito fúnebre: callaban, oían compungidamente las evoca-
ciones plañideras de la viuda, empeñada en reconstruir minuciosa-
mente cuanto en vida le vio hacer o le oyó decir al buen marido infortu-
nado, suspiraban un poco junto con ella y las hijas, acompañaban
nada más, y cuando la conversación lograba escaparse del tema dolo-
roso tomaban parte en ella hasta que de pronto la interrumpían el
llanto y las imprecaciones de aquélla bajo el ramalazo intermitente de
la desesperación.
Y era sólo entonces cuando se le oía la voz a Maigualida para
hacerle a la madre dulce advertencia de sufrir discreto, diciéndole:
—¡Mamá! –con el cantarino acento que no había olvidado
Ureña.
Devastado el rostro, traspasada de dolor y atormentada por el
pensamiento de que hubiera sido asesinado su padre por causa suya,
de aquel monstruoso amor que le inspiraba a Ardavín, Maigualida re-
cibía el duelo en silencio, con alma ausente del formalismo que la ro-
deaba, trágica más que dolorosa, pero sin afectación, insensible al con-
suelo que se quisiera darle con vanas palabras, entera en su dignidad
de víctima de las fuerzas brutales de la vida.
Siempre estaban allí las Vellorinis y cuando tomaban parte en
la conversación invariablemente ocurrían estas dos cosas: que Aracelis
saliera con algún gracioso desplante que provocaba risas y que Berenice
y Leonarda plantearan temas que les permitiesen exhibirse como muje-
res de espíritu cultivado, muy por encima de las pobres muchachas que
no se habían asomado al mundo más allá de los términos del pueblo y
sus vulgares tragedias, grandes o pequeñas.
Pero en ambos casos aparecía en el rostro de Ureña –a quien de
una manera casi ostensible iban dirigidas aquellas demostraciones de
Berenice y Leonarda, que ya habían oído decir que el telegrafista era
persona de alguna cultura –aquel fino gesto burlón que le plegaba la
comisura izquierda de la boca escéptica.
Y una noche observó Marcos Vargas que este gesto se reprodu-
cía, de modo singular, en el rostro de Maigualida. Gesto sólo, sin ex-
presión irónica –pues era evidente que no lo provocaban las palabras de
las Vellorinis–, pero exactamente igual y en la comisura derecha, tal

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Canaima Rómulo Gallegos

como habría aparecido en la imagen de Gabriel Ureña reflejada por un


espejo.
De donde concluyó Marcos para sus adentros:
—De aquí va a salir algo que no le va a caer bien a José Fran-
cisco Ardavín. Y yo que lo vea.
Dieron el toque de ánimas las campanas de la iglesia, transcu-
rrió un rato más y empezaron a retirarse las visitas, las Vellorinis entre
ellas, por delante Aracelis, después de dirigirle a Marcos Vargas una
mirada de secreta inteligencia mutua, y ya no quedaban allí sino éste y
Gabriel Ureña cuando Maigualida, dirigiéndose al segundo, rompió su
mutismo:
—Todavía no nos hemos cruzado una palabra, Gabriel. ¿Qué
me cuentas de tu gente? Tú, como antes nos tratábamos. Tenemos tan-
tas cosas que contarnos, ¿verdad?
—Y casi todas tristes, tal vez.
—¡De veras! Por mi parte, ya estás viendo que no pueden ser de
otro modo.
Y después de pedirle noticias de todos y cada uno de los miem-
bros de la familia Ureña, casi totalmente desaparecida, concluyó pre-
guntándole:
—¿Y aquel propósito de meterte a cura, aquella vocación que
parecía tan firme, qué se hizo?
—Se desvaneció, sin saber cómo ni cuándo.
—¿De veras? ¡Y yo que te imaginaba sacerdote! En tu familia,
por lo menos, todos lo daban ya como un hecho y hasta una de tus tías
se hacía la ilusión de que llegarías a santo.
—¡Cosas de los quince años! –repuso el escéptico, sonriendo y
haciéndole sonreír–. A esa edad, unos más, otros menos, todos pasamos
el sarampión del misticismo.
—¡El sarampión! No está mal llamarlo así. ¿Y no te ha dejado
marcas, Gabriel?
—Tal vez me hayan quedado cicatrices. Lo que ha existido al-
guna vez continúa existiendo de algún modo.
—Es verdad.

121 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Pausa. Un suspiro –no se podría decir si por el mal tenido o por


el bien perdido– y otra pregunta precedida de una sonrisa.
—¿Te acuerdas de las misas que cantabas en la salita de tu
casa? Tenías una bonita voz, me acuerdo bien. Las misas que nosotros,
tus hermanas, tus primas y yo te oíamos con tanto fervor.
—Bueno. Eso del fervor tuyo no puedo admitirlo, pues bien re-
cuerdo que no hacías sino burlarte del oficiante. Con todo y su bonita
voz.
Por el rostro de Maigualida pasó una sombra, que no era la de
su duelo, sino una sombra mala, la de un recuerdo ingrato, odioso, tan
abominable que toda la desgracia de su vida se desprendía de allí.
Hizo un gesto duro al reprimirlo y luego, volviendo a sonreír:
—Burlarme, no. ¡Dios me librara! Con lo quisquilloso que eras.
—Reírte, por lo menos.
Y se quedaron mirándose en silencio.
—¿Sabes por qué? ¿Recuerdas que te llamábamos el "Padre Dó-
minus Vobiscum", porque casi toda la misa se te iba en cantar eso sola-
mente? Entretanto Rosa María, Eufrosina y Manuelito, separados de
Maigualida por otros tres hermanos muertos, habían estado mirando
alternativamente y en silencio a los que sostenían aquella conversación
sencilla y a la vez extraña; pero en sus miradas no apareció la malicia
sino cuando Marcos Vargas, a las últimas palabras de Maigualida
agregó:
—Para tener pretexto de volverse a mirar a alguna de sus devo-
tas que le gustaba un poquito, ¿verdad?
—¿A pesar de su misticismo? –exclamó Maigualida sonroján-
dose.
—Con todo y su bonita voz, como él mismo dice ahora. No era
bribón el curita, sin ser todavía cura de veras.
Risas, los sollozos de la viuda –esta vez no quizás por el marido
muerto sino por la hija que no podía amar–, un suspiro de ésta, efluvio
de la flor de la sangre que acababa de reventar en sus mejillas y ya se
desvanecía y la tácita reconvención con el cantarino acento:

122 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Mamá! Despidiéronse Gabriel y Marcos. Salieron a la calle


oscura y llegaron en silencio hasta la esquina; allí dijo el segundo:
—Bueno. Yo me quedo por aquí.
Y Gabriel Ureña continuó solo, que era como quería estar.
Las palabras de Maigualida lo habían hecho recordar los tris-
tes años de su adolescencia, cuando a raíz de la muerte de su madre,
pequeñas flaquezas de su alma –timidez, amargura de su mal parecer,
dolor de su pobreza– tomaron forma de grandes anhelos.
Fueron, sin embargo, los preciosos momentos de la inquietud
interrogante, la hora viva en que debía decidirse su destino; pero le faltó
quien lo ayudara a interpretar las misteriosas señales, pues quien esto
pretendió, aquella tía de espíritu simple mencionada por Maigualida,
apenas supo decirle:
—Es Dios que te llama a su santo servicio.
Él creyó de buena fe o con toda ingenuidad y paramentó de velas
ansiosas su barca iluminada para el gran viento divino; pero como sólo
le dieron candorosas explicaciones y prácticas superficiales, un día, de
pronto y a lo mejor de la bordada, amainó Dios, flamearon un poco las
velas vacías y luego se quedaron quietas. Y esto sucedió a la altura de
los dieciocho años, sin cabo de las tormentas a la vista, una tarde serena
de un día vulgar.
Las cosas, realmente, ocu rrieron así: era un día de jubileo pa-
pal o algo por el estilo, se ganaban indulgencias plenarias entrando en
la catedral, rezando un padrenuestro, saliendo hasta la puerta mayor,
volviendo a entrar para otro padrenuestro y una vez más para un ter-
cero. Ya había rezado el primero, con mucha unción, y estaba en la
puerta –el sol de la tarde doraría los árboles de la plaza vecina, acaso
habría trinos entre el ramaje, pero esto no tenía importancia–, debía
penetrar de nuevo en el templo y ya lo hacía, en efecto, cuando de repente
se formuló esta interrogación:
¿Esto qué es? ¿Qué estoy haciendo yo? ¿Acaso las discusiones
con los amigos incrédulos, los argumentos de éstos, más sólidos y mal
rebatidos por él, las burlas, incluso, porque creía a pie juntillas en el
mito del pecado original, con manzana verdadera y serpiente tenta-
dora? ¿El efecto a distancia del regusto de vergüenza involuntaria que

123 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

entonces le dejaron sus propias palabras, textuales sinrazones con que


lo defraudara el maestro que así correspondió a su actitud interro-
gante? ¿O acaso, simplemente, la invitación no aceptada que hacía poco
le había hecho un amigo para ir al teatro aquella misma tarde?... Cierto
que para esa época ir al teatro era placer que no se lo permitía su po-
breza; pero de todos modos ni en esto ni en la manzana estaba pensando
cuando se hizo aquella pregunta, en seguida de la cual púsose el som-
brero y echó a andar, calle adelante, y va sin el divino compañero. Pero
ya sin rumbo también, ni deseo de buscarlo por otros horizontes, porque
había sido defraudado por la vida y el despecho le devastaba el corazón.
Y fue entonces la barca al garete, desganadas de viento las velas tendi-
das, sueltas las escotas...
Mas no era la fe lo que ahora echaba de menos con aquellas
nostalgias, sino la hora viva de su voluntad, en que, sin embargo, no
se decidió su destino. Una pregunta afectuosa acabada de devolvérsela
muerta... Breve hora dulce de unos años tristes, en que fue también so-
ñador por la gracia del regalo del tío.

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Canaima Rómulo Gallegos

Promesas

En la antesala, la octava noche, que fue de apretada condolen-


cia, ya quedándose sola la familia, permanecieron un rato los ojos bajos
y las bocas mudas. Luego la viuda suspiró y murmuró:
—¡Bien! Ahora cada cual a su vida y nosotros...
Luego Gabriel se puso de pie, estrechó en silencio las manos,
abandonó la suya un rato al apretón expresivo con que la señora Ladera
le manifestaba su agradecimiento y tal vez algo más mientras le decía:
—No nos olvide.
Prometió que continuaría yendo mientras cada vez que no estu-
viese de guardia y se retiró acompañado por Maigualida hasta la
puerta del zaguán, donde ella le dijo:
—Te hice señas de que te quedaras para último porque tenía
algo que decirte. No te imaginas cómo te agradezco la compañía que nos
has hecho en estos días. Yo, especialmente. Pero te suplico –y no lo tomes
a mal– que no vuelvas por aquí sino muy de tarde en tarde.
—Acabo de prometer lo contrario.
—Sí. Ya lo he oído. Mamá y todos en esta casa desearíamos
verte con frecuencia; pero no puede ser, porque ya por ahí se anda di-
ciendo que fuimos novios cuando estuve en Caracas y que hemos reanu-
dado nuestros amores.

125 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Había comenzado a decir esto con pleno dominio de sí misma,


pero concluyó sonrojándose ante la mirada de Ureña y le pareció larga
la breve pausa que éste dejó trans currir antes de replicar:
—Ya se convencerán de que no hay tal.
—¿Crees? Desapareció de pronto de la boca escéptica el gesto
irónico que acompañó las palabras confiadas y por esto y por algo que
ya no sucedía en ellos, agregó en seguida:
—Aunque así fuere, que no será. Mirá. Vuélvete con disimulo.
En la casa de enfrente están espiándonos por la rendija de la
entrepuerta.
Ureña sólo advirtió que la cerraban completamente y Maigua-
lida prosiguió:
—Se han quitado al verse descubiertas. Las mismas que acaban
de despedirse de mi con besos y abrazos. ¡Este pueblo!
—¿Cuál no es así?
—Es cierto. Pero también lo es que ya mis amigos de enfrente
podrán decir que tienen la prueba de que efectivamente somos novios:
nos han sorprendido hablando solos en la entrepuerta. Y a los
ocho días justo de muerto papá. ¡De asesinado por causa de otros amo-
res míos!
—Tal vez les concedas demasiada importancia a esas murmu-
raciones –repuso Ureña, tratando de ocultar el profundo disgusto que
le habían producido las últimas palabras de Maigualida–. Ya se can-
sarán de fisgonear y de murmurar.
Aquí, como en todos los pueblos como éste, el prójimo es el único
espectáculo, pero para distraerse es necesario variar. Hoy nos toca a
nosotros dar la función; mañana la darán otros. Deja estar, que es dejar
pasar.
—No. Si no creo que sea mala la intención de ese espionaje. Es
decir, deliberadamente mala. Pero no le concedería importancia, pues
al fin y al cabo espiados y vigilados por los demás, siempre tendremos
que vivir, aquí o allá, mientras no rompamos totalmente con la huma-
nidad, si en este caso no hubiera algo especial, muy desagradable de

126 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

tratar, como compren derás, pero que no debo ocultártelo. Ya mis ami-
gas –no ésas de enfrente, sino las de al lado, que también me quieren
mucho– me han traído el cuento de que por la calle se dice –fíjate bien:
por la calle, ¡por donde juega el viento con las basuras!– que pronto se
les volverá a presentar trabajo a los espalderos de José Francisco Arda-
vín, si no a él mismo en persona.
¿Te explicas? ¿Sabes ya?
—Sí –respondió Gabriel.
Ahora se explicaba también por qué se había empeñado Marcos
Vargas, aquella misma tarde, en que aceptase el regalo que quería ha-
cerle de su revólver, por haberse comprado otro, díjole. Tuvo que acep-
társelo, atribuyendo el móvil del obsequio al deseo de darle una muestra
de amistad con prenda que hubiese sido de toda su estimación y accedió
con la sonrisa irónica en el rostro, mientras Marcos le hacía prometerle
que lo llevaría siempre consigo, como era prudente por allí en todo caso,
salvo que en esto no lo complacía en ese momento, ni pensaba compla-
cerlo.
—¿Es odioso, verdad? –insistió Maigualida, que para hablar de
aquello había tenido que sobreponerse a las más íntimas delicadezas de
su alma.
—Realmente odioso.
Pero de la absurda conjunción de circunstancias, por partes
iguales e indiscernibles, lo íntimamente deseado y lo que de algún modo
tenía que ser ya contagio del ambiente saturado de afirmaciones de
hombría, apareció en boca del razonable Gabriel Ureña esta pregunta
que interrogaba y desafiaba al callado amo y al brutal destino:
—Pero ¿si prefiriera hacer precisamente lo contrario de lo que
me aconsejas? Bajo la mirada fija en sus ojos y ante la evidencia dulce
y tremenda de lo que prometían aquellas palabras, manó un momento
en silencio recóndito la fuente sellada.
Un instante apenas, pero en el cual se insertaban, holgada-
mente, inolvidables días de quince años atrás, los del amor primero e
inconfesado.
Mas en seguida se sobrepuso la que no podía amar sin dar la
muerte.

127 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡No, Gabriel! Te lo suplico que no vuelvas por aquí hasta que


la gente se haya convencido de que no somos, no podemos ser, sino ami-
gos. Nada más que buenos amigos.
Y al cabo de una breve pausa, mirando la sonrisa de la boca
escéptica:
—Tal vez parezca inconveniente, por no decir otra cosa, que yo
tome la iniciativa para rechazar lo que formalmente no se me está ofre-
ciendo, pero ya he vivido demasiado para disimulos, a pesar mío, y en
todo caso me refiero a las habladurías de la gente, al odioso rumor que
otra vez echa mi nombre a la calle. Prométeme lo que te pido.
—Prometido.
Volvieron a estrecharse las manos callando y mirándose. Sus-
piró Maigualida y luego dijo:
—¡Adiós, Gabriel!
—¡Adiós, Maigualida!

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Canaima Rómulo Gallegos

Childerico tenia su corcel

Salió a la calle, donde ya reinaba la tenebrosa ausencia del


alumbrado público. Anduvo unos pasos.
—¡Adiós, Ureña! –dijéronle desde una ventana sin luz en la
sala–. Tenga cuidado con los tropiezos. Mire que la noche está muy os-
cura.
—¡Adiós, señorita! –repuso–.
Se le agradece la advertencia y ojalá pudiera decirse otro tanto
de la intención.
Se oyeron risas. Sonaron al cerrarse varios postigos de otras
ventanas.
Prosiguió su marcha. Advirtió que en la esquina se movían bul-
tos de gente apostada y le cruzó por la mente una interrogación:
—¿Será posible? Eran Arteaguita y aquel comerciante contra
quien había sido librada la orden de pago que no llegó a hacer efectiva
"El Españolito".
Estaban esperándolo hacía rato y el primero inició la presenta-
ción.
—El amigo...
—Hilder –dijo el presentado, adelantándose al nombre que
fuese a darle el caraqueñito guasón. Era un sujeto metido en carnes que

129 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

anadeaba un poco al andar y hacía ademanes muy personales mo-


viendo los cortos brazos a la altura del abombado pecho.
—Soy tal vez, amigo Ureña –dijo en seguida de su nombre–, el
último upatense que entra en su estimable conocimiento, no obstante, el
ser vecinos de calle por medio y frente a frente. ¿No es así? Sí lo era.
Frente a la oficina de telégrafos estaba la casa de comercio de C. Hil-
der_&Co., denominada "Los Argonautas", y por las ventanas de la pri-
mera, siempre abiertas, ya había podido apreciar Gabriel Ureña los
rasgos físicos de C. Hilder –que no se ponía ni nunca daba su nombre
completo por tener el de Ciriacocomo también las muestras que le daba
el buen deseo de entrar en su estimable conocimiento, con corteses incli-
naciones de cabeza a la primera mirada cruzada en el día –el uno ante
su aparato y el otro detrás de su mostrador– y luego con sonrisas afables
cada vez que sus ojos volvían a encontrarse.
—Pero es que yo –prosiguió el comerciante– soy de mío respe-
tuoso de las distancias y paciente en la espera de la fortuna.
Con lo cual quería decir que no se había atrevido a presentarse
por sí mismo, pero que lo deseaba ardientemente. Ureña lo entendió así
y le hizo gracia el "soy de mío".
Tanta que si hubiera tenido la costumbre de aplicar sobrenom-
bres, con esa frase habría reemplazado para siempre la C. de Hilder.
Por otra parte, ya conocía el apodo de Childerico que se le daba,
creación del chistoso Arteaguita, quien así leyó la firma de C. Hil-
der_&Co., y bien le venía al dueño de "Los Argonautas", sin que se pu-
diese explicar por qué.
Ya la misma denominación de la casa era un poco extraña, pues
habiendo dentro de ella todo lo que pudiese necesitar en un momento
dado un upatense, carrero o no, no había nada que pareciera de uso
exclusivo de navegantes, mitológicos o no.
Mas si una casa de comercio puede ser denominada de cual-
quier modo y hasta hacer buenos negocios no siéndolo en absoluto, en
cambio, los apodos o remoquetes, para tener fortuna, requieren ser de
buena manera apropiados. En Upata no eran tal vez muchos los que
tenían conocimiento de los Childericos históricos e incluso era ya bien
extraño que Arteaguita, que según propia confesión no había pasado de

130 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

oficial de sastrería, hubiese llegado a conocerlos. Pero ¡ahí del genio! A


C. Hilder_&Co., afirma ostensible en la fachada de "Los Argonautas",
hacía varios años, le convenía el nombre histórico y el aplicárselo fue
obra de un "impromptu".
En el patio de la casa de comercio cultivaba C. Hilder con amor
un jardín con cuyas flores regalaba a las personas que acabaran de
serle presentadas. El jardín no era, propiamente, sino una aglomera-
ción de matas de rosas, malabares, novio y jazmines, las más de ellas
en latas que habían sido de caramelos de los Alpes o de manteca de
cerdos de Chicago, pero allí florecía, y allí fue llevado Arteaguita. No
hizo sino verlo, después de haber leído la firma comercial en la fachada,
cuando ya tenía el retruécano afortunado.
—Está bonito el jardín de Childerico.
Desde la oficina de telégrafos era visible este jardín, ante el cual
formaba tertulia el buen humor de Upata, pues para mantenerla tenía
Childerico en su tienda el mejor "brandy" que por allí se paladeaba y
servicio a un precio que no admitía competencia, ya que no lo importaba
para lucrarse sino para darse el gusto de cultivar amistades, sobre todo
entre los forasteros, departiendo con ellos sin perder de vista su negocio.
Ureña no había penetrado todavía en aquel círculo, pero en
aquel jardín había ya una flor para él, y la más hermosa de todas, por
razones que se reservaba Childerico.
Ahora éste se proponía servirle de escolta en compañía de Ar-
teaguita y lo manifestaba de este modo:
—Caminemos, si prefiere usted el movimiento al reposo. Ba-
rrunto que usted va para su casa, como yo para la mía, que es otra ma-
nera de designar la suya, y...
Había que oirle a Childerico pronunciar esta copulativa final:
la emitía como un hipo y la acompañaba moviendo los brazos
con un ademán de "pase usted adelante".
Y echaron a andar. Childerico produciéndose en "soy de mío" y
"barrunto", y Arteaguita mordisqueándose las uñas nerviosamente y ex-
plorando las tinieblas que los rodeaban, con tanta insistencia que, para
tranquilizarlo, aquél hubo de interpolar entre sus rebuscadas frases,
ésta, sencilla y rápidamente pronunciada:

131 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Ya se fueron.
No se habían alejado mucho de la esquina cuando otra voz sur-
gió de la oscuridad envolvente, en la cual se destacaba una voluminosa
sombra blanca en el umbral de un portón. Una voz cachazuda, de hom-
bre viejo, gordo y bondadoso:
—¿Qué hubo, Ciriaco?
—Nada, general –repuso Childerico, a cuya tertulia pertenecía
aquella voz–. Vamos bien.
—Me alegro –dijo la sombra, y se metió en su casa.
—Vamos bien –murmuró Ureña–.
¿Luego se esperaba que no lo fuéramos? A lo que repuso Childe-
rico, produciéndose:
—¡Esperar! ¡Cuán profundamente humana es una palabra!
¿Verdad? La vida no es sino esperar: se espera cuando se teme, se espera
cuando se quiere. ¡Siempre se espera!
—Pero quizás el amigo Ureña –intervino el guasón de Artea-
guita– no se esperaba todo eso.
—¡Quite usted, amigo Arteaga! –exclamó Childerico–. Hay ho-
ras de chistes y horas de palabras graves. Yo soy de mío inclinado al
buen reír, pero quizá el amigo Ureña no lo sea tanto y va usted a vio-
lentar su naturaleza obligándolo a celebrar esos juegos de palabras que
lo hacen a usted tan estimable y tan agradable... ¿Ve usted, Arteaga?
¡El amigo Ureña se ríe a carcajadas! ¡Él, que de suyo es una persona
dulcemente grave! Óigalo usted. ¡Fijese, Arteaga, en lo que ha hecho!
¡Los extremos a que lo ha obligado!
—No lo haré más –prometió el chistoso–. Estoy profundamente
arrepentido.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Hay que reír! ¡Hay que reír! Pero decía usted,
amigo Ureña... O mejor dicho: murmuró usted una frase, repitiéndola,
que tal vez lo hizo pensar muchas cosas. "Vamos bien" fue la frase. En
realidad no es sino una manera nuestra de contestar al saludo que se
nos dirija; pero penetrando hasta el fondo de la cuestión, hasta el sen-
tido oculto que tienen todas las cosas, aun las más triviales, hay cierta-
mente algo de, ¿cómo diremos?..., algo de santo y seña en ese "vamos

132 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

bien" con que nos reconocemos en la oscuridad de la noche –que no es


sino una materialización de los misterios de la vida– los amigos erran-
tes por ella a la buena de Dios ¿No le parece? Pero otra voz, que partió
de un grupo detenido en la otra esquina, relevando a Ureña de la obli-
gación de manifestarle su parecer, ocupó la atención del singular co-
merciante:
—¡Bueno, pues! –dijo la voz anónima.
Y Childerico respondió, como a otro santo y seña:
—Bueno, pues.
Y dirigiéndose otra vez a Ureña:
—¡Sí! ¡Cómo no! Y acaba usted de oir otra frase que tomada al
pie de la letra no dice nada. Pero ¿qué quiere usted, amigo mío? ¡Si la
vida está llena de cosas sin sentido! Ella misma no lo tiene de suyo muy
claro. ¡Sin sentido aparente, entendámonos! Porque en el fondo de todo
hay siempre un gran sentido oculto. ¡Sí, sí! ¡Cómo no! A Gabriel Ureña
comenzó a parecerle que Childerico fuera, en el fondo del comerciante
aparente, filósofo del sentido oculto, cosas que suelen darse en pueblos
semejantes; pero más todavía le pareció que, a causa del rumor callejero
de que le hablase Maigualida, hubiera puesto en movimiento a todos
sus amigos –aquel general, este grupo que acababan de encontrar y
otros que probablemente estarían apostados más allá– en espera del
golpe alevoso de Ardavín que se cerniera sobre su cabeza y tal vez sólo
para darse humos de defensor de vidas en peligro. Y esto, quitándole
toda gana de agradecérselo, lo puso a punto de estallar, pues en todo
aquello, con lo trágico se mezclaba lo grotesco y a él lo ponían en ri-
dículo.
Pero cuando ya iba a estallar observó que Arteaguita se devo-
raba materialmente las uñas, a tiempo que echaba miradas recelosas
hacia las bocacalles propicias a la emboscada y fue de risa el estallido
al considerar a su paisano recluta remolón del ejército de Childerico.
—¡Arteaguita! –exclamó– ¡Que va a quedarse usted sin uñas!
—Es verdad –aceptó, golpeán dose rabiosamente con una mano
la que así se dejaba roer–. ¡Maldita sea! Y, sin embargo, era Arteaguita
quien había puesto en movimiento aquella tropa alerta.

133 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Momentos antes, ya enterado del rumor callejero al pasar por


la esquina próxima a la casa de las Laderas, había visto allí dos hom-
bres que le parecieron sospechosos y dirigiéndose en seguida a "Los Ar-
gonautas", de donde acababa de retirarse, dio la voz de alarma como
de cosa perfectamente averiguada:
—Esta noche asesinarán a Gabriel Ureña si no acudimos a evi-
tarlo.
Childerico se lo creyó por completo; el general de la voz cacha-
zuda, sólo en parte y por eso se limitó a esperar los acontecimientos en
la puerta de su casa, cercana a la esquina, dispuesto a intervenir
cuando fuera menester, y en cuanto al grupo hallado más adelante,
quizá no era sino de curiosos con perspectivas de tragedia.
Pero si Arteaguita iba realmente como recluta orejano, no era
un forzado de Childerico, sino de aquella especie de divinidad sombría
que reinaba en todos los espíritus sobre aquella tierra: el Hombre Ma-
cho que sabe jugarse la vida en un momento dado.
Desde la chuscada del fraile fantasma había quedado ante los
upatenses en una molesta condición de inferioridad, muy peligrosa por
otra parte para un presunto aventurero de la selva cauchera, donde es
el hombre el peor enemigo del hombre, y para quitarse este "handicap"
–como él decía– no sólo ante los demás, sino ante sí mismo, para demos-
trar y demostrarse que era capaz de hacerle frente a un peligro cierto,
dio crédito a lo que su imaginación, excitada por las tinieblas de la ca-
lle, le presentó como emboscados, como espalderos de José Francisco
Ardavín esperando a Ureña para asesinarlo, fue a "Los Argonautas"
por testigo de su valentía más que por defensor del amenazado, y ahora
lo escoltaba para que luego lo supiese toda la ciudad y se terminasen
aquellas bromas que le daban y burlas que le hacían por el desenlace
de la chuscada del fraile. Todo esto creyendo en su propia invención y
atribuyendo ahora a simple mala costumbre el roerse las uñas.
—Tengo que quitármela –dijo, después de haberla maldecido–.
Voy a ponerme ají en los dedos.
Ureña condescendió:
—Sí, y del más picante, Arteaguita.

134 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Childerico no caló la intención mordaz. Childerico era un pe-


dazo de pan, sin malicia alguna, antes por el contrario, con un corazón
noblote, lleno de una cosa candorosa que podía parecer ridícula, pero
que bien vista era bondad.
Y como Ureña había tomado la acera, le hizo la siguiente pro-
posición:
—Caminemos por el medio de la calle, donde hay menos peligro
de tropezar y romperse la crisma.
—Y sin mirar las estrellas, porque encandilan, y luego no se
distinguen los baches –se le ocurrió a Ureña agregar, refiriéndose pura
y simplemente a las del cielo y por modo de exageración de la oscuridad
que reinaba en la calle.
Pero Childerico se apoderó de aquellas palabras y las proyectó
sobre un plano donde adquirieran aquel sentido oculto que le agradaba
encontrar en el fondo de todas las cosas.
—¡Usted lo ha dicho! Es peligroso contemplar las estrellas.
Se corre el riesgo de cegar para siempre ante la oscura realidad
de la vida. ¡Las estrellas! O sea, el amor, el arte, la ciencia.
!Cómo nos ciegan! Pero al mismo tiempo, ¡qué divina ceguera,
amigo Ureña! ¡Qué sublime encandilamiento! Aquí entre nos yo le con-
fieso que soy uno de esos ciegos.
Ureña lo miró a la cara, socarronamente, y le pareció que aquel
rostro, "de suyo" luciente por causa de cierto excesivo estiramiento de la
piel y de un poco de rezumo de grasa, había adquirido una extraña fos-
forescencia. Y le dijo, refiriéndose a la ceguera que confesaba padecer:
—Pues lo disimula usted muy bien.
Arteaguita soltó la risa –lo cual suplió por el momento el ají que
se proponía aplicarse a los dedos–, a Childerico se le apagó la miste-
riosa lumbrarada de la faz y Gabriel rectificó:
—Quise decir que ha tenido usted buen cuidado de no dejarse
ver el idealista que lleva por dentro, pues, según lo que he oído decir,
todo el mundo lo toma por un hombre práctico que maneja muy bien su
negocio.
Pero Childerico había sido herido donde más le dolía y repuso:

135 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Tiene usted razón: lo disimulo bien, soy un buen comerciante


y un buen hombre a quien se le hacen chistes y se le dicen cosas.
Pero quizá algún día oiga usted galopar mi corcel. No será un
Pegaso ni un Bucéfalo, pero yo tengo mi corcel y algún día lo jinetearé.
Ureña iba a manifestar que no lo ponía en duda, pero Artea-
guita le quitó la palabra, con su buen humor recobrado:
—Siempre que no sea la Mula Maniá, ¿verdad, paisano? Acabó
de amoscarse Childerico.
—¿Usted qué sabe de esto, amigo Arteaga? Y como en esto llega-
ban a la puerta de la oficina de telégrafos:
—¡En fin, amigo Ureña! Lo dejo en su casa. He cumplido un
deber y he tenido un placer.
—Que no querría yo habérselo amargado –dijo Ureña, son-
riendo.
—¡Nada, nada! Tuve una expansión de sinceridad, usted me
correspondió con otra, metió baza el amigo Arteaguita, de suyo ocu-
rrente siempre, y... No se hable más de eso y cuente con un amigo para
cualquiera emergencia.
Y atravesó la calzada que lo separaba de "Los Argonautas",
tienda y hogar de soltero –por enamorado de la imposible Maigualida,
esto no lo sospechaba Ureña– y cuadra de su corcel.
Aunque Arteaguita le aseguró a Ureña, empinándose para ha-
blarle al oído:
—No tiene caballo. Eso es mentira. Yo he registrado toda la
casa.
Luego se dirigió a la posada y Ureña entró en su casa, pensando
con leve ironía en el oculto sentido de las cosas ocurridas aquella noche.
Pero ya en su habitación, al desnudarse, soltó de pronto una
carcajada, porque acababa de representarse a Childerico fosforescente,
jineteando su corcel por los aires tenebrosos.
Y se preguntó:
"¿Cuál será el corcel de Childerico?"

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Canaima Rómulo Gallegos

VIII

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Canaima Rómulo Gallegos

La Bordona

Alta noche amparaba el idilio furtivo por el postigo de la ven-


tana. Allá dentro, patentizando el sueño desprevenido, el bronco rumor
marino de los ronquidos de "musiú" Vellorini; afuera, la ausencia al-
cahueta de alumbrado público en la calle solitaria, el alto cielo de tinta
china, el grandioso universo infinito de la constelación del trópico y las
estrellas fugaces, madrinas del instantáneo deseo que se les confiara.
—¿Qué le pediste a la exhalación? –preguntaba Aracelis.
—¿Qué iba a pedirle –replicaba Marcos– si no la vi siquiera?
—¿Por estar contemplándome a mí?
—¡Por eso!
—Pues yo sí: que nos conserve toda la vida junticos, así como
estamos en este momento.
—¿Balaustres por medio?
—¡Es verdad, chico! Se me olvidó ese detalle. Ya le advertiré
que sin ellos a la primera que vuelva a pasar.
Araceli se iniciaba en el amor con la misma impetuosa ingenui-
dad de aquel arrebato en la Laja de la Zapoara y ponía tanto fuego en
sus palabras que ya Marcos había recurrido a una muletilla para apa-
ciguar aquel chisporroteo de inflamadas ternezas.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Apaga, Bordona! –decíale dándole el sobrenombre familiar


que por allí se les aplica a las hijas menores–. ¡Apaga, que nos quema-
mos! Le contaba su vida, a lampos de la imaginación saltarina, bisbi-
seado de prisa el animado relato, él callando y contemplándola más que
oyéndola. Una temporada en Niza.
—¡Qué fastidio, chico! Mademoiselle Vellorini para acá, made-
moiselle Vellorini para allá.
Señorita, ¿sabes? Porque esos muchachos franceses son muy
písticos y puede una pasar con ellos tiempo y tiempo sin que le cojan
confianza. Mientras que aquí –!qué sabroso, chico!– apenas te conocen
y ya te tutean y te agarran y te zangolotean si te descuidas...
!Sin balaustres! ¿Sabes?
—¿Qué es eso, Bordona?
—La exhalación, chico, que ya se me iba a pasar sin hacerle el
encargo. A mis hermanas sí les encanta el modo de tratar de los france-
ses. ¡Ah! Antes que se me olvide. ¿Sabes que están furiosas contra ti? No
te perdonan que hayas jugado a papaíto como lo hiciste la otra noche.
Dicen que le faltaste el respeto, que lo pusiste en ridículo. A él y a todas
nosotras. ¡Cómo ellas son tan pavas!
—¿Y tú qué opinas?
—Yo me morí de risa, chico. A papaíto también le hizo mucha
gracia. ¡Óyelo qué sabroso ronca! Eso es el "brandy", ¿sabes? ¿A ti te
gusta beber? Haces bien, chico; no bebas nunca. Mamaíta vive regañán-
dolo por eso; pero él...
!Pobrecito, chico! Si le gusta su traguito antes de comida, ¿por
qué se va a privar de él, verdad? ¡Tan lindo y tan querido que es mi
viejito! ¡Óyelo cómo ronca! ¡Ah! ¡Que se me iba a olvidar! Tienes una
cuenta pendiente conmigo: le dijiste a papaíto que él era el malo de los
Vellorinis. Pero te equivocas, chico. Es tan bueno como papaote. Tío
José, ¿sabes? ¡Yo los quiero tanto a los dos! Pero ¿qué estaba contán-
dote? ¡Ah! Que el mismo papaíto fue quien trajo el cuento de la jugada
tuya contra José Francisco Ardavín.
Yo me morí de risa, como te digo; pero mis hermanas me forma-
ron después una canfínfora y me dijeron que te lo celebraba tanto por-
que estaba enamorada de ti. Que ya me lo habían descubierto. Que

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Canaima Rómulo Gallegos

cuándo no. Que como a mi me gusta tanto todo lo que sea vulgaridad.
¡Como ellas son tan písticas!
—¡Canfínfora, písticas! ¿Qué significa eso, Bordona?
—¡Babieca! ¿No sabes lo que es una canfínfora? Un regaño en
cayapa como el que ellas me dieron.
Y pístico es lo que te estás poniendo tú también desde que te has
hecho amigo de Gabriel Ureña, que habla con esa... prosopopeya. ¿No
es así como se dice? ¡Y a propósito de Ureña! Dile que se deje de esa
risita con que mira cuando suelto alguno de mis disparates, porque se
me va a hacer antipático y yo deseo quererlo mucho porque es buen
amigo tuyo –hace unas magníficas ausencias de tu persona– y porque
va a ser primo mío, por parte de Maigualida. ¡Yo tengo una vista, chico!
—Le diré todo eso.
—Pero déjame seguir mi cuento.
Me dijeron mis hermanas que ya se habían fijado en ciertas co-
sas y se las iban a soplar a papaíto. Que habían reparado en que me
pongo pálida y me azoro toda cuando oigo mencionarte. Porque es ver-
dad, chico: en cuanto no más oigo decir Marcos Vargas, ya eso es con-
migo y empieza a salírseme el corazón por la boca. De tal modo que de
esto me va a resultar una aneurisma, por lo menos, y de repente me voy
a quedar muerta como una pazguata. Pero ¡es que te quiero tanto, chico!
¡Tanto, tanto, tanto!
—¡Apaga, Bordona, que ya la ventana está echando humo!
—¡Odioso! ¡Bicho antipático! ¡Me dan unas ganas de matarte
cuando me sales con eso! Es que tú no me quieres como yo a ti. Ya estoy
viendo que voy a ser muy desgraciada, porque tú todo lo tomas a broma.
¡Mentira, chico! Voy a ser la mujer más feliz de toda la redondez del
mundo. ¡Déjame tocar madera! ¡Si de sólo imaginarme que pueda su-
cederte algo ya estoy como loca! ¡No te figuras lo que me hace sufrir la
idea de que ese bandido de José Francisco la coja algún día contigo! No
te metas con él, chico. Prométemelo. ¡Júramelo! Mira que ese hombre es
muy traicionero. ¡Mi pobre padrino Ladera! Pero te digo también otra
cosa: te tiene miedo. Papaíto dice que le metiste las cabras en el corral.
¡Lo orgullosa y oronda que me pongo cuando oigo decir que tú eres un
esto y un aquello! Pero tú eres malo, chico. ¿No ves eso que le hiciste al

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Canaima Rómulo Gallegos

pobre Españolito? Porque no me vengas a decir que no fuiste tú el de la


ocurrencia de los tiros.
—No te lo diré.
—Yo te conozco mucho, aunque apenas tenemos unos días de
amores y unos raticos de conversación.
¿Por qué será eso, chico, que cuando una está enamorada todo
lo ve clarito? Tú te quedas callado, como ahora, por ejemplo, y yo veo
clarito lo que estás pensando.
—Di, a ver.
—Que soy loca.
—Acertaste, Bordona.
—¡Odioso! ¡Bicho repugnante! No sé cómo he podido enamo-
rarme de ti. Primero, ni caso me hiciste cuando la cachetada y ahora,
¡gracias que me llames Bordona! Porque fuera de ésa, todavía no te he
oído la primera palabra cariñosa.
En efecto, a Marcos Vargas se le atragantaban las ternezas. Es-
taba enamorado de ella, le parecía la más linda de todas las criaturas,
la única apetecible entre todas las mujeres y se deleitaba en contem-
plarla; pero también parecíale que no era de hombres demostrar ter-
nura ni manifestarse enamorado de mujer alguna como no fuese por los
modos violentos del apetito de posesión. El amor que le inspiraba Ara-
celis era puro y delicado, pero el rudo ambiente viril en que se delineara
su carácter impedíale ya exhibir la porción fina de sus sentimientos y
sólo el buen humor podía dulcificar la aspereza a que debiera inducirlo
su bronco concepto de la hombría.
Mas no era sólo Marcos, sino también la misma Aracelis quien
en el fondo del alma así sentía, a fuerza de oir, no obstante su escasa
experiencia, lo que allí se reputaba por hombre cabal y verdadero. Y
como tenía la imaginación ardiente junto con el temperamento de la
amorosa, lo masculino, mientras más rudo, más fascinante le resul-
taba.
La Bordona se iniciaba en el amor con alma ingenua y sangre
aventurera.

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Canaima Rómulo Gallegos

"Musiú" Vellorini toma medidas

Pero por allí también vigilaba el vecindario.


—¿Sabes la noticia? Que frente a la casa de las Vellorinis está
saliendo un espanto.
—¿De veras? ¿Será una sombra blanca que me pareció distin-
guir la otra noche parada frente a una de las ventanas?
—¡La misma que viste y calza!
—¡No me digas, chica! ¿Será que también allí hay dinero ente-
rrado?
—Enterrado, quizá no; pero dinero hay. ¡Y bastante! Y un día
recibió Francisco Vellorini un anónimo con tales insidias.
En cuanto a refranes y modales, don Francisco era criollísimo,
pero como en sus planes no entraba consentir en que sus hijas se casa-
ran con criollos, apenas recibió aquel anónimo y le caló la intención,
cuando tomó una determinación que para ese año tampoco entraba en
sus planes.
—Berenice –díjole a su mujer–.
¿No te parece, hijita, que sería bueno que mandáramos a las
muchachitas a pasar este verano en Niza, para que se distraigan un
poco de esta pena? La gente joven no tiene por qué entregarse tanto a los

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Canaima Rómulo Gallegos

duelos como nosotros los viejos, que ya tenemos el corazón hecho para
el sufrimiento. Digo mandarlas, porque yo no podré alejarme de aquí
en estos momentos, entre otras cosas, por causa de la administración de
los bienes de Manuel, que María quiere entregármela, como ya sabes, y
porque tú, que nunca has querido decidirte a atravesar el mar, menos
querrás hacerlo ahora.
Nada podía parecerle tan inoportuno a Berenice como la sepa-
ración de las hijas en aquellos momentos aflictivos, sobre todo la de
Aracelis, su predilecta, por más amorosa, y más suya, más de su sangre
y su tierra, pues las mayores se inclinaban hacia lo paterno extranjero
y no tenían aquella bondad comunicativa de la Bordona; pero ya Bere-
nice sospechaba de dónde vendría aquella determinación intempestiva
–pues aunque el marido le diera la forma de una consulta, conforme a
su costumbre de contemporización conyugal, no era en realidad sino
cosa ya decidida por él– y como en este caso para nada valdría su pare-
cer en contra, se limitó a preguntar, ya resignada:
—¿Y con quién piensas mandarlas?
—Podríamos confiárselas a José. ¿No te parece? José está nece-
sitando un viajecito a Europa, pues no anda bien de salud aunque se
empeña en ocultarlo. Serán tres o cuatro meses que se pasan pronto.
¿No te parece?
—¡Qué ha de parecerme! Que ya tú lo has resuelto así.
—Después de haberlo pensado bien. No te quede duda, hijita.
Ustedes las madres, por ser más amorosas, resultan más egoís-
tas.
Dicho sea sin intención de censurarte el natural deseo de tener
contigo a tus hijas en estos momentos.
Y aquel mismo día, a José, que con motivo del duelo hallábase
en Upata:
—He decidido que te des un paseíto por Europa en este verano.
Prepárate para embarcarte, junto con las muchachitas, en el
próximo vapor francés que pasará por Trinidad alrededor del 20 de este
mes.

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Canaima Rómulo Gallegos

Pero si aquí se repetía el caso de Berenice sumisa a la voluntad


de don Francisco, no lo era sin protestas y gran aparato de rebeldía.
—¡Cómo! ¿Que has decidido tú que yo...? ¡Hombre! ¡Ya esto no
se puede tolerar! Y el bueno de José, que por malo pasaba, acompañó
sus palabras con gestos y ademanes del todo semejantes a los de la ver-
dadera indignación.
Pero Francisco le repuso reposadamente:
—Como que si te lo propongo o te lo aconsejo, simplemente, me
responderás que no puedes desprenderte de los negocios. Pero es nece-
sario que te tomes unas vacaciones, como lo hice yo el año pasado. No
andas bien de salud, por más que te empeñes en ocultarlo y no hay que
matar la gallina de los huevos de oro. Además, ¿por qué no decírtelo?
Necesito quitarle de la cabeza a la Bordona unos amorcitos que parece
tener con ese Marcos Vargas.
—Que es un mozo muy simpático –interrumpió José con viveza,
acaso por simple espíritu de contradicción al parecer del hermano.
—A mí también me lo parece –dijo Francisco–, pero para novio
de mi muchachita aspiro a más y mejor. Y como no quiero estar rega-
ñando con ella, que tiene su genio y por las malas trata de salirse con
las suyas, he decidido alejarla de por aquí hasta que se le pase la ven-
tolera.
—¿Y me has escogido a mí como verdugo de la muchachita?
—En todo caso el verdugo sería yo.
—De todos modos, no cuentes conmigo. Además, no quiero hacer
ese viaje. No lo he decidido yo.
!Yo! ¿Comprendes? Ya estoy hasta la coronilla de no hacer sino
lo que a ti te dé la gana. Y de ahí no paso. ¡Ya está! ¡Ya estallé! Pero
aquellas bravatas eran como cosquillas para don Francisco, que tanto
lo amaba como bien lo conocía y después de reírselas díjole:
—No te sulfures, que no es para tanto.
—¿Cómo que no? ¡Y para mucho más! ¡Hombre! ¡Si todavía le
parece poco! José para todo lo desagradable: para negar el crédito, para
apretar al cliente que se atrasa en los pagos y ahora para servirle de

144 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

verdugo a la pobre muchachita. En una palabra, para pasar la dentera


mientras tú te comes la naranja.
—¡Hombre! –exclamó el hermano, bromista–. Es la primera vez
que te oigo emplear un refrán de esta tierra.
—¿Sí? Pues ya me vas a oir el segundo.
Pero desistió de emplearlo o en realidad no había pensado en
ningún otro cuando así dijo y continuó como venía, aunque ya amai-
nado:
—¡Hombre! ¡Acabáramos! "Prepárate para que te embarques!"
¿Qué es eso de prepárate? ¿Por qué no me dices: Mirá José, he resuelto
esto y querría que tú...?
—Pues hazte cuenta de que te lo he dicho así y basta.
—¡No! No basta, no basta.
Porque yo no puedo preparar un viaje, como tú pretendes, para
el próximo vapor.
—O para el siguiente, no hay prisa, después de todo.
—No, no. Tampoco. Ya te he dicho que conmigo no cuentes para
eso... ¡Es que no puede ser! ¿Acaso un viaje a Europa se prepara en...?
¡Mira, no me hables más de eso! Hazme el favor. Ya me has amargado
la venida a tu casa.
!Eso es! Yo no hubiera querido decírtelo, pero ya está dicho. No
lo tomes a mal.
Y salió del almacén donde esto ocurría, gesticulando y ha-
blando a solas, dispuesto a regresar inmediatamente a Tumeremo.
Francisco se quedó murmurando, como de cosa sabida:
—¡Ah, José! ¡Quién lo oyera! Bañada en llanto encontró el cas-
carrabias a la sobrina predilecta, para quien especialmente atesoraba
con amor sus ganancias, apenas quitado de ellas para otros afectos lo
que se comía el gato negro de los ojos verdes, sombrío y célibe como él,
aunque no por su gusto lo segundo.
—Ven acá, Bordona –díjole, haciéndola sentarse sobre sus pier-
nas–. No llores más, hijita, que vas a ponerte fea. Yo te llevo y te traigo.
Cuenta conmigo. No serán sino unos tres o cuatro meses.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Tres o cuatro meses! ¿Acaso no sé lo que se propone papaíto?


—Oye otra cosa, hijita. Es conveniente que hagas ese viaje, pues
así pondrás a prueba el cariño de tu novio. Quiera o no, tu papaíto no
puede sino procurar tu bien. Él sabe lo que hace. Siempre es bueno,
cuando se tienen amores, ausentarse por algún tiempo. Así podemos
cerciorarnos de si es cariño efectivo el que nos tienen o capricho pasa-
jero.
—¡Tú qué sabes de eso, papaote, si nunca has tenido novia! Y
los sollozos se le convirtieron en risa mientras el tío otorgaba, moviendo
desconsoladamente la cabeza.
—¡También es verdad, hijita! ¡También es verdad! Pero Fran-
cisco Vellorini sabía hacer sus cosas, y por otra parte no le faltaba
buena voluntad respecto a Marcos Vargas y así ya estaba proponiéndole
a éste:
—Bueno, pollo. Ya es hora de que hablemos un poco de negocios.
Como sabrás, la viuda del compadre Ladera me ha suplicado
que me encargue de la administración de sus bienes. Desde luego el ne-
gocio de tus carros continuará sobre lo convenido entre tú y Manuel: las
mismas facilidades de pago que él te dio y las que yo pueda concederte
siempre que las necesites; pero hablando de todo, al mismo tiempo te
manifiesto desde ahora que si no te conviene seguir en ese negocio, por
esta o aquella circunstancia imprevista, yo estaría dispuesto a que-
darme con los carros para el transporte de mis mercancías. Ya sé que
los clientes que le ganaste a José Francisco no se han atrevido todavía
a ofrecerte sus cargas. Ésta no es una razón para que te desalientes, ni
tú eres de los que salen cacareando en cuanto sienten el primer mano-
tazo, pero de todos modos ya tienes abierta la retirada. Y pasemos a
otra cosa.
¿No te convendría, sin abandonar el negocio de los carros, en-
cargarte del manejo de los hatos de Manuel? Es un trabajo que parece
que te gusta; ya me dijo el compadre que en "La Hondonada" le habías
ayudado a recoger un ganado, y tanto a María como a mí nos agradaría
que quisieras hacerte cargo de todo eso, por lo menos mientras Manue-
lito llega a la edad de meterle el hombro a las fincas. Actualmente, ya
lo sabes, es necesario recoger el ganado que se comprometió a entregar

146 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

el compadre para el próximo viaje del "Cuchivero" y me harías un gran


favor si quisieras prestarme tu cooperación.
—Cuente con ella –repuso Marcos–; pero para eso nada más. A
don Manuel le debo favores y conmigo puede contar siempre su familia;
pero como entiendo que usted me propone un empleo, mediante sueldo...
—¡Hombre! Tu tiempo vale dinero.
—Para la familia de don Manuel ni un centavo.
—¡Bravo, muchacho! ¡Bravo! Pero, como comprenderás, a título
gratuito, ni para María ni para mí puede ser aceptable tu cooperación.
Por mi parte, quiero ayudarte, en eso o en mi empresa pur-
güera...
—Ni una palabra más, don Francisco. Mañana mismo salgo
para "La Hondonada" a recoger el ganado vendido por don Manuel y
cada vez que la familia Ladera me necesite estaré a su orden. En cuanto
a la ayuda de usted, se la agradezco desde luego, pero ya sé por dónde
corre el agua y no me interesa aprovecharla, además de que no he na-
cido para empleado. El dinero no es lo que más me interesa en el mundo
y es bueno que usted lo sepa, don Francisco; pero si algún día he de
tenerlo quiero debérmelo todo a mí solo. Esto mismo de los carros, que
ya ha cambiado de aspecto, no me está gustando mucho y si no le cojo
la palabra que acaba de ofrecerme es por lo de retirada que ha dicho
usted. En efecto, estoy tropezando con dificultades, pero ellas son, pre-
cisamente, las que no me permiten echarme para atrás: por aquí metí
la cabeza y por aquí tengo que salir adelante.
En último caso y si quedo endeudado, mientras haya un río por
donde boguear... ¿No fue así cómo empezaron los Vellorinis, musiú
Francisco?
—¡Así fue! Y aquí está musiú Francisco, diciéndote: tú y yo para
los que salgan, Marcos Vargas.
—Muchas gracias, le repito; pero vamos a ver si puedo yo solo
contra ellos. Y déme de una vez la autorización escrita para el caporal
de "La Hondonada".
Y así terminó la entrevista con la cual quiso poner en práctica
Francisco Vellorini el proverbio de "al enemigo, puente de plata".

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Canaima Rómulo Gallegos

—Después de todo –se fue diciendo Marcos Vargas–, tengo que


agradecerle que se lleve a la Bordona. Por este camino mejor es andar
escotero.
Y lo decía sinceramente, pues si el dinero no era lo que más le
interesaba, tampoco lo era el amor.
Y no estaba mal ir quedándose solo por su camino y ante la
vida.

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Canaima Rómulo Gallegos

El mundo de Juan Solito

Al llegar a "La Hondonada" díjole el encargado de la pulpería


del hato:
—Por aquí estuvo Juan Solito a devolver la libra esterlina que
le pagó adelantada el difunto don Manuel, para que le matara el tigre
que se le estaba comiendo los mautes.
—¿Y eso por qué?
—Voy a repetirle sus propias palabras. Se presentó por aquí de
mañanita, después de haber estado dos noches en el veladero sin que el
tigre apareciera, y me dijo, entregándome la esterlina:
—"Aquí está esto que ya no es menester que lo tenga Juan So-
lito"–. ¿Y eso por qué? –le pregunté, como usted ahora a mí, y me con-
testó:
—"Porque ya don Manuel está montando guardia por lo suyo y
el renco no volverá por sus mautes"–. Y como se me ocurriera pregun-
tarle que dónde estaba don Manuel, creyendo que realmente hubiera
llegado, me dijo, ya dándome la espalda:
—"Donde ya ustedes no lo pueden ver"–. Y no iría muy lejos
cuando recibimos la noticia de la desgracia. Desde entonces tengo aquí
la libra, esperando que alguno de los muchachos fuera para Upata,
para mandársela a la señora.

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Canaima Rómulo Gallegos

Sin duda que al hablar así no entendía el pulpero de "La Hon-


donada" referirse a hechos naturales y sencillos, en el sentido que estos
términos podían tener para Marcos Vargas; mas para él las cosas ocu-
rridas en el mundo de Juan Solito no eran propiamente sobrenaturales,
ni siquiera del todo extraordinarias, puesto que para explicárselas –si
realmente hubiera sentido alguna vez la verdadera necesidad de ello–
le habría bastado decirte que el cazador era un hombre "faculto", agre-
gando, cuando más, "por haber vivido entre los indios".
Así también tenía que haber visto Juan Solito que ya no era
necesario darle cacería al tigre, que no volvería por allí como en efecto
no había vuelto.
Pero Marcos Vargas necesitaba asomarse de una manera cons-
ciente al mundo enigmático del cazador y procuró hacerlo en cuanto
hubo terminado el trabajo que lo llevaba a "La Hondonada". Tenía ade-
más motivos personales para desear una conversación íntima con el
hombre "que había vivido entre los indios".
Preguntando por los ranchos del camino se informó del sitio
donde podía encontrarlo y hacia allá se dirigió por una de aquellas tro-
chas que se internaban en la montaña de Taguachi.
Allí estaba, en lo más intrincado del monte, sentado sobre una
piedra, con la ociosa escopeta entre las piernas y la vista fija en el suelo
cubierto de hojarasca, donde se apoyaban sus pies descalzos, ni cazador
de tigres en aquel momento ni tampoco espectador del paisaje, sino más
bien como sumido en él. Era hacia el mediodía, las copas de los árboles
entrelazados cernían en torno suyo una luz verdosa que matizaba sus
harapos a manera de musgo sutil, semejante al que cubría los troncos
de los árboles circundantes, un aire de ca lidad vegetal florecido de ma-
riposas azules, una de las cuales negaba y desplegaba sus alas sobre el
hombro del cazador, donde acababa de posarse. Y éste le preguntaba,
sin levantar la vista de donde la tenía fija:
—¿Qué quieres? ¿Te cansaste ya de volá? Sin lo cual se le hu-
biera creído totalmente ausente de cuanto lo rodeaba. Pero a Marcos
Vargas, que acababa de detener su bestia frente a él, no se le escapó que
aquello había sido dicho con alguna intención.
—Ya veo que siente la mariposa que se le para encima –díjole–
y no al enemigo que se le acerca.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Él tenía que llegá, de tos modos –repúsole, enderezándose,


pero sin alzar la vista–, pues por algo dejó su camino propio por la tro-
cha ajena. Aunque cuando el juicio está por encima del hombre y no por
debajo suyo, que es como debe estar, el hombre está sin juicio.
A Marcos Vargas le impresionó esta frase, le pareció profunda
y no fue sin orgullo de haberle penetrado el sentido que se apresuró a
replicar:
—No veo por qué sea una muestra de falta de juicio coger la
trocha de Juan Solito cuando se necesita hablar con él.
Pero Juan Solito no había querido decir tal cosa, precisamente.
Incluso es muy posible que no hubiera querido decir nada, mas de todos
modos no pareció agradarle la interpretación de Marcos.
—¡Jm! –hizo–. Las palabras son como los caminos, que cuando
no se conocen piden baquianos. No basta decí: por aquí voy a reventá a
tal parte; es menester que tal parte esté en la punta del camino... Pero
dice usté que ha venío a hablá con Juan Solito y ya lo está logrando. Ya
el hombre lo está escuchando.
Marcos sonrió y luego:
—Acaban de decirme en "La Hondonada" que usted devolvió la
esterlina que le pagó don Manuel Ladera para que le matara al renco.
—El trabajo no fue hecho; la paga no tenía razón de sé.
—Pero no teniendo plazo fijo el trabajo...
—¡Jm! Acabe de decí, joven, que a lo que usté viene es a que
Juan Solito le explique la mano que le pasó velando al renco. Ya usté le
escuchó decirle al difunto Ladera que ese tigre era de historia famosa.
—Sí. Ésas fueron sus palabras.
—Y éstas son las mismas. Juan Solito sabía del tigre lo que le
contaron las güellas, pero la vista engaña cuando el corazón confía, y
el hombre no podía decí sino lo que dijo: que el renco era un tigre que
estaba tirando el zarpazo con la zurda. Él no se equivocó cuando dijo
que era con la zurda; pero es que habían cosas de por medio y Juan
Solito, en ese entonces a que se está refiriendo, no cató de pensá en ellas.
Ésa es una culpa, si al caso vamos. No es adresmente, sino de que el
juicio estaba entonces por encima del hombre y no en su debido puesto.

151 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Ah! –exclamó Marcos Vargas, creyendo haber encontrado la


verdadera clave de la frase cabalística–. Ya entiendo. ¿Quiere decir us-
ted que para juzgar de ciertas cosas...?
—¡Hum! –hizo el cazador interrumpiendo, socarronamente,
pues de una manera general no le agradaba que se alardease de haberle
penetrado sus entresijos mentales–.
¿Entiende y pregunta? Mejor será que siga escuchando, joven.
Ya falta poco. Al hombre le dijeron que un tigre se estaba comiendo unos
mautes y sin más pensá fue y se dijo: ése es el renco. Pero resulta que no
era un tigre, sino un hombre, que estaba tomando esa forma pa hacé un
daño, y como Juan Solito fue y le amarró las güellas al tigre, conforme
dejó prometío en ese entonces, quedó presa la forma pero libre el hombre
que bajo ella se ocultaba, porque uno es el procedimiento pa inutilizá al
animal, que no tiene sino instinto, y otro pa postergarle el ímpetu da-
ñoso a la criatura racional, y siendo asina las cosas conforme al arreglo
que Dios les ha dado a ca una de sus hechuras, si no volvió a corré por
"La Hondoná" más sangre de mautes, en cambio fue derramada otra,
allá por San Félix.
—¿Quiere decir que Cholo Parima y el renco...? Pero Juan So-
lito no lo dejó concluir:
—Quítese esa costumbre, joven, de queré hablá por boca ajena.
No pregunte lo que usté quiera decí.
—Lo que quise decir ya lo dije claramente en San Félix, donde
acusé a Cholo Parima como asesino de don Manuel Ladera, mandado
por José Francisco Ardavín, y eso ya no es un secreto para nadie; pero...
—Pero perdió usté su tiempo –volvió a interrumpirlo el caza-
dor–. Como to el que se gasta en decí lo que no se quiere escuchá. Ya
pasaron por aquí sus palabras, llevándoselas el viento.
Y resultó oportuna la interrupción, pues ya Marcos Vargas iba
de cabeza hacia el abismo desde donde hablaba Juan Solito. Fue cosa
de un instante no más la ocurrencia insensata; ya no podría decir qué
iría a agregar después de aquella palabra que le quitó de la boca el
hombre de la superstición para comenzar su frase; pero quedábale la
impresión de haber estado al borde de un cataclismo espiritual, hasta

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Canaima Rómulo Gallegos

tal punto que su corazón palpitaba aceleradamente y sentía haberse


puesto pálido.
Acaso este trastorno reproducía el de la cólera que acompañó
las inútiles palabras pronunciadas en San Félix y ahora recordadas,
pero no parecía venir directamente de allá, sino a través de otra expe-
riencia de sí mismo –!no podía precisar cuál!– arrastrando el légamo
de un sentimiento obscuro y deprimente, depositado en su alma quién
sabe cuándo, de donde podría resultar que tampoco toda la idea de
riesgo correspondiese al momento actual.
De todos modos, lo cierto era que se había puesto pálido y así lo
advirtió Juan Solito, en una de las furtivas miradas rápidas que solía
dirigir al rostro de su interlocutor. Como todo iniciado en misterios,
Juan Solito tenía que atribuirle a los suyos efectos perturbadores en el
ánimo de los profanos, pero no le dio importancia a tal palidez y prosi-
guió desarrollando su pensamiento:
—Usté perdió su tiempo, sí, señor, como Juan Solito el suyo,
porque en ambos entonces el juicio estaba por encima del hombre –casi
no es necesario advertir que a Juan Solito le había gustado su frase–,
pero vamos a ve si Dios quiere que sea enmendá la plana.
Ya están amarraos los pasos que no deben continuá libres, ya
está postergao el ímpetu dañoso que fue mencionao en denantes, y ahora
los pasos están siguiendo la forma del bejuco donde se atocan el princi-
pio y el fin. La cosa no tiene contra, pero en el silencio medra lo que en
la bulla no prospera. Déjela en las manos de quien está y vuelva a cogé
su camino por donde lo dejó, pues esta trocha aquí muere. Juan Solito
necesita estar solo y callao en el monte tupío, velando las puntas del
bejuco pa que el principio y el fin siempre se estén atocando.
Marcos Vargas comprendió y sonrió –ahora necesitaba mos-
trarse incrédulo–, pero como al mismo tiempo miraba en derredor, bus-
cando el bejuco mágico con el cual ya estaban apresados en el círculo
de la perdición los pasos de Cholo Parima, el cazador brujo agregó:
—No lo busque, joven, que no lo va a encontrá. Y acabe de darse
otra vuelta.
—Bien –admitió Marcos–. Pero ¿eso no tiene precio, Juan So-
lito?

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Canaima Rómulo Gallegos

—No, señor. Precio tiene un maute o un marrano y una esterlina


pue sé buena pa librarlo del tigre; pero un hombre no tiene precio, con-
timás como don Manuel Ladera.
Y Marcos Vargas, ya marchándose:
—Bueno, Juan Solito. Que la cosa resulte y yo lo vea.
—¡Adiós, joven! Y van dos veces.
Y volvió a sumirse en su mundo abismal.

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Canaima Rómulo Gallegos

IX

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Canaima Rómulo Gallegos

Las carcajadas de Apolonio

Apolonio Alcaraván, jefe civil de El Callao, era un hombre sim-


pático, o por lo menos en tal concepto lo tenían sus gobernados.
Llanote, expansivo, bromista, si nada escrupuloso para procu-
rarse dinero por todos los medios que le deparara la autoridad que ejer-
cía, nada tacaño tampoco para desprenderse de él cuando fuere ocasión
de mostrarse espléndido. La mayor parte del tiempo se lo pasaba sen-
tado a la puerta de la jefatura, metiéndose con los transeúntes, dirigién-
doles chirigotas y celebrándoselas por su parte con unas clamorosas
carcajadas que hacían sonreír a los vecinos.
—¡Mira, Manuelote! Por allá voy a mandar por la chocontana
que me ofreciste para el macho que le compré al caureño.
—Yo no le he ofrecido nada, coronel –protestó el transeúnte, que
era un hombrecito, y en aplicarle el aumentativo consistía la gracia
simple y chocarrera de Alcaraván.
—¡Cómo no, chico! ¿Ya se te ha olvidado? Hazte ver esa memo-
ria con un médico y mándame la monturita, que me está haciendo mu-
cha falta. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Y Manuelote, que nunca había pensado ha-
cerle tal obsequio, víctima de la singular virtud de aquella carcajada,
cuyos sonoros abismos ya se habían tragado muchas cosas, sonrió y ac-
cedió:

156 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Bueno, pues! Si ya usted le ha puesto la vista, ¡qué se va ha-


cer! Será suya la chocontana.
—Otro te la habría quitado por las malas.
—También es verdad. Pero, de todos modos, no vuelva a ena-
morarse de lo mío.
—¡Cuaj, cuaj, cuaj! Y Manuelote siguió su camino, lamentán-
dose de la pérdida de su montura como de cosa fatal:
—¿Quién me mandaría pasar por esa calle? Pero agregando en
seguida:
—¡Ah, coronel, y lo sabroso que se ríe de sus picardías! ¡Si no
fuera por lo simpático que es! Mientras Apolonio a su secretario:
—¡Ah, bachiller! ¿Qué le parece? Ya tiene silla la bestia famosa.
—Y barata que le ha salido –repuso el secretario–. Ya he escu-
chado.
—Lo que viene liso no trae arrugas. Bueno ha sido desde el prin-
cipio ese negocio del macho.
!Cuaj, cuaj, cuaj! Era uno que días antes le había ofrecido en
venta un caureño tratante en bestias.
—El macho me gusta y además me hace falta –manifestó enton-
ces Apolonio–. Pero sesenta libras esterlinas son mucho dinero para
sacarlo así, como quien dice, de una manotada a la faja.
—Por eso no se preocupe, coronel –repuso el chalán–. Me lo paga
cuando guste. Ahora voy rumbiando pa Tumeremo, pero estaré de
vuelta el 15, si Dios quiere. De aquí allá será mucha la esterlina que
habrá caído por aquí.
Llegó el día convenido y el secretario le advirtió:
—Acuérdese, coronel, de que hoy se vence el plazo del macho.
Ya regresó el caureño.
—¡Ah, caramba, bachiller! Es verdad. Y yo tan tranquilo...
Pero hoy es sábado, día de la Virgen, que me va a sacar de este
apuro. Mande esta tarde a los policías que se aposten a la salida de la
mina y arresten sesenta negros de los más alborotosos. De esos que siem-
pre están formando escándalos en la vía pública, cuando andan con

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Canaima Rómulo Gallegos

plata en el bolsillo, contimás siendo oro de ley. Más vale prevenir que
castigar, dice el manual del buen gobernante que usted está escribiendo
en los ratos desocupados. ¿No es así, bachiller? El secretario cumplió la
orden y cuando los mineros detenidos quisieron protestar en su traba-
lenguas de antillanos ingleses:
—¿Qué malo estaba haciendo yo, chico? ¿Por qué me mandaste
arrestá con pulicía? Aquél les repuso:
—¡Que hoy se vence el plazo del macho! Y no averigüen más
porque es peor. Veinticuatro horas de arresto por escándalo en la vía
pública o una libra esterlina de multa por cabeza, dicen las ordenanzas
municipales. De modo que ustedes dirán qué prefieren.
Prefirieron pagar la multa –no era la primera vez– y así pudo
Apolonio Alcaraván salir de su compromiso. Y rió más que nunca, ex-
clamando:
—¡Ah, bachillercito ocurrente ese secretario mío! ¡Y después di-
cen que los plumarios no sirven para nada! Si materialmente le adivi-
nan a uno el pensamiento... A ese mío no lo cambio por otro ni que me
revuelvan encima.
Y todo El Callao rió junto con él.
—¡Cuaj, cuaj, cuaj! Una tarde, paseando en su macho por los
alrededores de la población, se encontró de camino con un forastero mal
trajeado y cara de pícaro hipócrita, pero de las que a él ya no le metían
gato por liebre.
—¿De dónde la trae, amigo? –le preguntó emparejándosele.
—Del oriente del Guárico, por no decir de ahí mismito –respon-
dió el caminante, arrastrando demasiado su acento llanero, tal vez por-
que ya venía arrastrando los pies.
—¿A pie desde la tierra de las bestias buenas?
—¡Para que vea, compañero! Al píritu y con el hambre por bas-
timento.
—¡Ah, caramba, amigo! ¡Mire que usted es dejado! ¿Y esa ma-
gaya para qué es? Una gallina por lo menos, que nunca faltan por esos
ranchos del paso, traería yo en ella.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Lo del hambre fue un decir y lo de la gallina no crea usted


que ya no ha sucedido –repuso el llanero, sin saber que hablaba con la
autoridad del lugar adonde se dirigía, pero sí con un hombre simpático
que inspiraba confianza–.
Sólo que con la magaya, como la llama usted, que yo hasta
ahora venía llamándola porsiacaso, no traigo ahora sino recuerdos de
mi antiguo oficio.
—¿Y ése cuál era? Si no es demasiada curiosidad.
—Sacristán. Aunque me sea feo el decirlo a estas alturas.
—¡Ajá! Dicen que es oficio productivo.
—Según y cómo la parroquia.
La mía era de pocas limosnas en el platillo. De donde al fin me
decidí a dejarla para venirme a Guayana, a ver si es verdad lo que se
cuenta de los ríos de oro.
—¿Y se trajo usted el plati llo, por supuesto? Otro tanto hubiera
hecho yo por la medida chiquita –insistió Alcaraván a fin de que el fo-
rastero acabara de franqueársele y así saber de una vez qué clase de
hombre era su nuevo súbdito.
—Pues no, para que vea. Pero ya que usted me da el pie, voy a
decirle qué me traje: una sotana vieja del cura párroco, no muy vieja
ella, una sobrepelliz, una estola, un bonete y un librito.
—¿Y eso para qué, compañero?
—Para los porsiacasos. Yo vengo a buscar oro, como le digo,
pero a lo mejor no lo encuentro en los placeres de que he oído hablar por
allá y quién sabe si la necesidad, que ya se sabe que tiene cara de hereje,
me obligue a echar mano de lo que aprendí en la sacristía. Un matri-
monio, por estos montes donde debe de haber mucha gente apersogada
que no ha cumplido con la Iglesia, un bautizo y hasta la obra de mise-
ricordia de un entierro, a lo que puedan pagar los deudos por cada ré-
quiem. Yo respeto lo sagrado por costumbre y por devoción, pero si el
hambre me acosa, también estoy dispuesto a tirarle palo a todo mogote,
porque la primera devoción de un cristiano es conservar la sal del bau-
tismo.

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Canaima Rómulo Gallegos

¿No le parece, compañero? Aún no tenía el sacristán por qué


sospechar que estuviese diciéndole todo esto a quien podría impedirle,
por lo menos, que lo pusiese por obra; pero ya Apolonio Alcaraván había
visto dos cosas muy interesantes para él: que realmente aquel forastero
era un pillo y que allí había negocio. Mas se preguntaba para sus aden-
tros:
—¿Cómo le propondré a este sacristán bellaco lo que se me
acaba de ocurrir, sin crearme complicaciones con el obispo de la dióce-
sis?... ¡Ah! ¡Ése es el tiro! Y al caminante, quien, por haber quedado sin
respuesta sus palabras, ya se arrepentía de su indiscreción:
—Amigo, voy a decirle la verdad. Lo que me parece es que usted
no es tal sacristán.
—Realmente ya no lo soy –repuso el indiscreto receloso, explo-
rando el rostro de su interlocutor, que ahora se le volvía enigmático,
después de haberle inspirado confianza irresistible. Pero ¿es que ni si-
quiera tengo cara de haberlo sido, compañero?
—Cara de cura es la que tiene usted –respondió Alcaraván–.
Dicho sea con todo el respeto.
—Puede ser –admitió el otro sintiéndose ya "maroteado, pero
sin ver todavía la marota", como llaneramente se le representó su propia
situación–. Son quince años los que he vivido entre ellos y eso se pega.
—¿Se pega? ¡Hum! Déjese de entaparados conmigo, presbítero.
Yo soy lo que se me ve por encima.
Confiéseme, aquí entre nos, que usted es sacerdote arrancado
que viene a echá su tirito a la aventura del oro. Que no es ningún pe-
cado, salvo su superior opinión, si es que, por el contrario, no es gran
virtud, pues bien puede ser que ese oro no venga buscándolo para usted,
sino para las necesidades de su iglesia.
De una manera lejana comprendió el sacristán que aquello iba
encaminado a algo preciso, y para ganar tiempo preguntó:
—Pero, ¿por qué se lo voy a confesar? Y Apolonio, ya con buen
argumento para el posible reproche del obispo, pues por lo menos el
hombre no había negado que fuese sacerdote:
—Ya no hace falta, padre.

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Canaima Rómulo Gallegos

!Usted lo ha dicho! Y permítame que le manifieste, sin que le


ofenda la comparación, que viene usted como pedrada en ojo de botica-
rio.
Que por cierto no me explico por qué han de ser siempre oportu-
nas las pedradas en ojos de boticarios.
Yo soy el jefe civil de El Callao, Apolonio Alcaraván, para ser-
virle...
El sacristán estuvo a punto de soltar la magaya y echarse a
campo traviesa; pero fue cosa de un instante no más la pausa que deli-
beradamente hizo Apolonio.
—En el pueblo –prosiguió– no tenemos cura de almas y créame,
padre, que una de las cosas que más me mortifican es que estemos pa-
sando esta Semana Santa sin festividades religiosas. Ya mañana es
Viernes Santo y ni siquiera el "Lignum Crucis" íbamos a poder cele-
brarlo si no hubiera sido por este feliz encuentro que he tenido con us-
ted... ¿Cuál es su gracia, padre, si me hace el favor?
—Mi nombre es... Candelario Algarrobo –soltó el otro, entre te-
meroso y resuelto, amoscado y zumbón.
—¿De los Algarrobos de Valle de la Pascua? –insistió Apolonio,
fingiendo creerle que así se llamara.
—No, señor. De los de El Chaparro. ¿Y usted, si no es mucha
curiosidad, de los Alcaravanes de dónde?
—Este sacristán no se muerde la lengua –pensó Apolonio. Y en
seguida, en alta voz–: ¡Ah! Sí.
Ya conozco esos algarrobos y ahora recuerdo que me habían
contado que uno de ellos se había metido en la Iglesia. Digo: que se ha-
bía ordenado.
Y como el sacristán lo miraba de hito en hito, sin haber puesto
en claro todavía si aquello eran bromas o picardías:
—Pues sí, padre Algarrobo, llega usted como le dije. En El Ca-
llao no hay cura de almas, le repito, y por un día más que se ponga
usted esa sotana, esa sobrepelliz, esa estola y ese bonete y jale por este
libro que trae en la magaya, no creo que hayan de sufrir gran perjuicio
los motivos que tenga para venir de Incógnito. Que yo los respeto, desde

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Canaima Rómulo Gallegos

luego. ¿Dice usted que mañana mismo sigue su viaje para Tumeremo?
¿No fue eso lo que me dijo hace poco? Pues se va con la fresca de la tarde,
en vez de coger camino de madrugada y en la mañana nos celebra el
"Lignum Crucis". Aquí la gente es muy piadosa, a pesar de todo, y el
platillo de esta parroquia no es de limosnas de a centavo, sino de libras
esterlinas. Yo me encargaré de que resulte ese amén que acaba de soltar
usted.
Al sacristán –con el hambre que llevaba, el sol que había cogido
por el camino y las cosas que estaba oyendo– le daba vueltas la cabeza
y no acertaba a dilucidar qué clase de hombre era aquél, ni qué se pro-
ponía con todo aquello.
Pero Apolonio continuó:
—Por supuesto que... ¡En fin! Usted sabe que los hombres de
mundo somos interesados y no le voy a ocultar que me vendrían bien la
mitad de las esterlinas que caigan mañana en el platillo.
Y ya no le quedaron dudas al de a pie de que el de a caballo
fuera realmente el jefe civil del lugar.
Y todo lo vio claro, sencillo, perfectamente explicable.
—Es muy natural –dijo, poniendo ya la voz untuosa que al caso
convenía–, Muy justo, además, si a ver vamos.
—¡Ya lo creo que lo veremos! En El Callao yo doy la pauta y la
primera libra que va a caer en el platillo va a ser la de un servidor. Que,
por supuesto, ésa no entrará en el reparto.
—¡No faltaba más, general!
—Coronel, por el momento –corrigió Apolonio.
—Dios mediante, pronto habré tenido razón al equivocarme –
lisonjeó el de la magaya, cambiando su estilo llano de sacristán por el
revesado, que le parecía más canónico.
Pero al coronel Alcaraván no le daban por liebres sus propios
gatos y conservando de la farsa lo que fuere menester para defenderse
ante el obispo, llegado el caso, repuso socarronamente:
—Yo sigo teniéndola sin haberme equivocado al decirle a usted
que tenía cara de presbítero, ¿ver dad? Pero volviendo al negocio con-
certado: no conviene que entre en el pueblo con ese traje de paisano y

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Canaima Rómulo Gallegos

esa facha. Métase por estos montes mientras yo llego y le mando una
bestia y una navaja de afeitar para que se ponga en carácter con todo y
sotana.
—La cosa es que no trago teja –advirtió el sacristán– y este pa-
jilla no es muy canónico, que digamos.
—Le mandaré también un jipijapa. Yo he visto mucho cura con
jipijapa por estos caminos.
—¿Y no le parece, coronel, que sería bueno que me mandara
también algo a cuenta, para no llegar tan arrancado?
—¡Ya me pegó el machete el presbítero! ¿Primicias no llaman
ustedes a estos anticipos? Ahí van dos libras, que con una que echaré
mañana en el platillo serán tres que no entrarán en el reparto.
Cayeron muchas, el sacristán haciendo muy bien su papel y
Apolonio esfuerzos sobrehumanos para no soltar la risa.
Se desahogó a sus anchas después de los oficios, cuando obse-
quió con champán, copiosamente, a los mismos dadivosos timados. Pero
aunque le hacía cosquillas el deseo de explicarles de dónde había sa-
cado el dinero con que los agasajaba, hubo de contentarse –por aquello
de las posibles complicaciones con el obispo– con ponerlos recelosos a
fuerza de tanto reír sin motivo a la vista.

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Canaima Rómulo Gallegos

Estampa negra

Tiempos pasados. Bosque tupido a orillas del Yuruari, que es


un río de aguas turbias, feas. Un leñador derribando un árbol. Así lo
pone la versión pintoresca –la que a Apolonio Alcaraván le gustaba re-
ferir– y cabe imaginar que en el agreste silencio sólo se oyera el golpe
del hacha.
Gime el árbol herido de muerte, vacila buscando un último
apoyo, se desploma no hallándolo, en su caída desarraiga y arrastra
malezas y aparece el afloramiento de una veta de oro. Es de suponer que
un grito de júbilo debió de resonar en el silencio del monte... Suelta el
hacha el leñador y se convierte en minero y en rico, de pronto, de tan
pobre como era; pero sin divulgar el acontecimiento magnífico, ca-
llado...
—¡Callao! De dónde luego vino, según esta versión, el nombre
de la mina de El Callao. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Pero se descubrió que ya no
era leña lo que conducía el leñador a su rancho, a lomo de su burrito;
se divulgó la noticia estupenda, cundió por todo el país y otros hombres,
ansiosos, acudieron de todas partes y cayeron sobre el oro.
Cierta o no esta versión pintoresca, la verdad es que un buen
día, en la tierra del azar magnífico, fueron descubiertos los yacimientos
del Yuruari.

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Canaima Rómulo Gallegos

Pero el oro se escondió bajo el suelo, huyó por las vetas hacia el
centro de la tierra donde resplandecen sus doradas mansiones. Porque,
según la leyenda aborigen, el oro aborrece al hombre y sólo se asoma a
contemplar el sol cuando aquél no está por allí, en las calladas playas
de los ríos solitarios, al umbroso misterio de la selva inhollada.
Mas entre aquellos hombres algunos conocían los caminos del
oro y dijeron:
—¡Por aquí va! Y otros:
—¡Sigámoslo! Y en pos del fugitivo soltaron la jauría de los so-
cavones.
Tierra adentro, la jauría estuvo ladrando mucho tiempo, día y
noche, sobre las huellas del dios esquivo, mordiéndole los dorados talo-
nes. La azuzaban hombres negros de ojos muy blancos en la obscuridad
subterránea, de brazos muy largos con músculos recios. Anti llanos de
las Antillas inglesas, africanos de América, que siempre fueron perreros
de aquellas jaurías.
A veces éstas se revolvían contra ellos y en las dentelladas al
dorado talón les mordían la carne, les trituraban los huesos...
Pero ¡qué podían valer unos negros, habiendo tantos en Trini-
dad, en Barbados, en Saint Thomas!...
Ya arribarían a Puerto de Tablas, atestados de ellos, otros va-
pores ganaderos. Como cuando aquellos galeones de maldita memoria
volcaban el África en las costas de América.
¡Aquello fue grande! Nunca más se verían en el Yuruari tiempos
tan felices como los del famoso "oraje". ¡Cómo trituraban montañas de
cuarzo las masas de acero de los pilones fragorosos! ¡Cómo rugían las
hirvientes calderas del pecho del monstruo!... Ciento veinte potentes
morteros pulverizaban la roca, día y noche, un año tras otro; no daban
abasto las planchas de cobre azogado que apresaban el oro; no llegaban
a enfriarse los crisoles ni tenía descanso el correo que conducía los mi-
lagrosos lingotes, a lomos de mulas en numerosas recuas y se iban for-
mando cerros con las arenas tiradas.
Y junto a la mina se fue poblando El Callao. Con aquellas ne-
gradas –más sangre de África para el mestizaje venezolano– y con los
aventureros y sus parásitos, que de todas partes acudían. Unos con la

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Canaima Rómulo Gallegos

batea del lavador de oro a la espalda, porque además de los yacimientos


que explotaba la empresa minera había las arenas que arrastraba el
Yuruari; otros, el tráfico usurario y al fácil aprovechamiento del vuelco
del cuerno de la abundancia: el corso, tesonero y prudente, a comerciar
y atesorar –algunos también a quedarse con los ahorros que les fuesen
confiando los negros mineros, que desaparecían cuando la cantidad ya
valía la pena o se les hallaba muertos entre el monte, pues para la
puñalada alevosa se hicieron trasplantes de los jarales corsos al propi-
cio suelo venezolano–; tahures de todos los garitos adonde llegara la
noticia estupenda, con los dados en los bolsillos, a los albures del tapete
colmado por la fiebre de las manos pródigas; revólver al cinto los hom-
bres de presa, a lo que les deparase la aureola siniestra, y al desperdicio
del dinero tirado, peste de yodoformo y pachulí, las mujerzuelas averia-
das.
Casa de madera, techos de cinc.
Calor africano, color africano.
Burdeles, garitos, tabernas...
Hampa bilingüe.
No se cerraban las puertas de los botiquines para los turnos de
negros que tres veces al día, cada ocho horas, salían de la mina, ni en
ellos se bebía sino champaña y "brandy" fino, a pico de botella.
Desde aquí hasta el río todo eso está construido sobre vidrios
rotos, latas de sardinas y trapos viejos. Porque es fama que aquí no
había lavanderas –¿quién iba a ocuparse en eso habiendo las pepitas de
oro del Yuruari?– y nadie se mudaba la ropa, sino que cuando ya no
podía cargarla encima, de puro andrajosa y mugrienta, compraba otra
nueva en los tarantines de los buhoneros, al aire libre, y allí mismo, en
medio de la calle y a mediodía en punto, se desnudaba y se cambiaba.
Y eran puñados de oro en bruto o rimeros de libras esterlinas y de águi-
las americanas las que se ponían al paro y al pinto del dado. ¡No haber
nacido yo antes, para haber sido jefe civil de este pueblo en ese famoso
entonces! ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Pero un mal día, de improviso, la negra
jauría perdió la pista del dios fugitivo. Inútilmente la azuzaron por
aquí y por allá los negros perreros... Se había agotado la veta fabulosa,
los rugientes pilones de acero ya no trituraban sino mineral pobre o roca
vulgar, de la amalgama quemada casi no salía oro.

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Canaima Rómulo Gallegos

Mas había quedado alguno de los pilares que sostenían las ga-
lerías y los hombres codiciosos ordenaron:
—¡A extraerlo! Minaron la mina, y el agua negra, sucia y fea
del Yuruari se precipitó dentro de ella y la inundó. ¿Cuántos negros
perecieron allí? ¡Quién iba a tomarse el trabajo de sacar la cuenta! Se
vinieron abajo las enormes calderas del pecho del monstruo, se desarti-
cularon las muelas fragorosas y mordieron el polvo del derrumba-
miento. Un estruendo de años se convirtió de pronto en silencio.
Entre los escombros comenzó a crecer el monte: el ñaragato es-
pinoso, la amarga retama...
Acerca de aquellos pilares que quedaron en pie, sobre los cuales
se asienta El Callao, corre la leyenda de que son de oro macizo, sumer-
gido en el agua negra, sucia y fea.
Oro también contenían, en gran cantidad, las piedras con que
se construyó el edificio de la Compañía y el muro que lo rodeaba y las
que pavimentaban una calle que bajaba hasta el río, y de aquellos des-
perdicios del emporio estuvo viviendo algún tiempo la población.
Oro también contenían, como para enriquecer a muchos, las
arenas tiradas, que ya formaban cerros, y para explotarlas por el pro-
cedimiento de cianuración, que no conoció la empresa antigua, se formó
una nueva, de píngües rendimientos.
Ahora había otra mina, más allá del pueblo, pero allí el mineral
no era tan rico. Sin embargo, siempre se espera que algún día vuelva a
encontrarse la fabulosa veta perdida. El Yuruari es un río de aguas
negras, sucias, feas; pero arrastra arenas de oro, y desde algún prodi-
gioso yacimiento debe de acarrearlas.

Fue un año de grandes provechos para los lavaderos de aquellas


arenas, que agitaban incansables sus bateas en las pedregosas riberas.
La negra Damiana lavaba sin tregua; el tabaco en la boca, con
la candela hacia dentro, al aire los gordos brazos, papandujos, porque
ya no era joven, con un grito de júbilo celebrando entre ratos el dorado

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Canaima Rómulo Gallegos

hallazgo en el fondo de su batea. El negro Ricardo, en la orilla opuesta,


con una botella casi llena de pepitas de oro, pero maldiciendo impa-
ciente cuando no las encontraba entre el material lavado.
—¿Qué te estás imaginando tú, negro Ricardo? ¿Que en cá ba-
teazo te has de juntá con oro?
—Yo contigo no me estoy metiendo, negra Damiana. Dale a tu
batea callá.
—Es que te la pasas maldiciendo.
—Es que tú la tienes cogía conmigo.
El negro Ricardo y la negra Damiana se querían casar; pero
cuando tuvieran las botellas completamente llenas de pepitas de oro.
Él había llegado a El Callao junto con otros negros trinitarios,
a muchos de los cuales ya se los habían tragado los socavones, galeras
de su raza; pero hacía varios años que no trabajaba en ellos porque una
vagoneta le había trozado una pierna. A ella se la trajeron consigo, chi-
quita, sus padres, cuando vinieron de Barbados a trabajar en la mina
antigua.
Una noche dormía Ricardo, la cabeza sobre la batea y bajo ésta
la botella a punto de colmarse, hasta el cuello las pepitas de oro.
Dormía sobre el cascajo de la ribera y lo arrullaba el rumor del
agua negra y fea. Tres días con sus noches, de clara luna embrujadora,
había estado lavando sin descanso, pero al mediar la tercera ya no pudo
más...
¡Y soñaba! Que se había comprado una pierna de goma con
blanda almohadilla de seda para su muñón dolorido, que entraba muy
orondo en la iglesia, con la negra Damiana apoyada en su brazo, ves-
tida de blanco, con flor de azahar...
Pero cuando despertó, ya clareando, la botella no estaba debajo
de la batea.
Se volvió loco del todo el negro Ricardo, que ya venía estándolo
de tanto lavar, y a saltos sobre su vieja muleta de palo, zangoloteando
la pierna tronchada, corrió por la orilla del turbio Yuruari y por todo
El Callao, gimiendo y suplicando, sin poder expresarse sino en su len-
gua, que ya casi no empleaba.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¡Give me my botle! ¡Give me my botle!


—Devuélvanle su botella –dijo Alcaraván–. ¿No te advertí la
otra noche, negro Ricardo, que no te quedaras dormido en la orilla del
río porque podían robarte? Ya ves cómo te resultó por no hacer caso.
¡Cuaj, cuaj, cuaj! Pero el negro Ricardo nunca vio su botella, y desde
aquel día fue su locura emprenderla a pedradas contra todas las que
encontrase, destruirlas hasta que no quedase una sobre la tierra.
La negra Damiana, ya presa para siempre de la obsesión del
oro, continuó lavando las milagrosas arenas, sin darse cuenta de que
muchas veces junto con el cascajo tiraba las pepitas... El tabaco en la
boca, apagado. Y callada, callada...

169 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El varadero

Marcos Vargas había ido a El Callao en busca de clientes para


su negocio; Apolonio Alcaraván, que antes de conocerlo ya simpatizaba
con él por la ocurrencia de la jugada de las firmas, con clamorosas car-
cajadas celebradas cuando se la refirieron, le había prometido ayu-
darlo, y gracias a tan eficaz palanca ya aquél contaba entre su clientela
a los principa les comerciantes de la población.
—Creí que usted fuera ardavinista –le manifestó Marcos Var-
gas– y, francamente, no esperé que me arrimara tanto el hombro.
—Yo lo que soy es esterlinista –repuso Alcaraván, haciendo ocu-
rrente su cinismo–. Y como usted me ofreció una por cada cliente que le
consiguiera...
A lo que replicó Marcos, tomándose de una vez por todas la con-
fianza que le brindaba:
—Quítese esa idea de la cabeza, coronel. Lo que es con dinero
mío no pone usted su fiesta.
Y esto acabó de granjearle todas las simpatías del hombre de
las carcajadas.

170 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ya le había contado buena porción del anecdotario propio y


ajeno de la vida picaresca de El Callao, concluyendo:
—Pero sería cuento de nunca acabar, porque El Callao, como
todo Guayana, es una universidad donde los hombres se lo pasan estu-
diando travesuras de muchachos y celebrándoselas unos a otros.
Y ahora, para que conociese a algunos personajes de aquel anec-
dotario, había organizado en su obsequio una ternera –criollo festín
campestre, de carne asada con guasacaca, copiosamente rociada con
bebidas espiritosas– en casa de uno de sus mejores amigos, el norteame-
ricano Davenport.
Hombre ya de edad madura, corpulento y de inalterable buen
humor. Mr. Davenport había sido uno de los directores de la fenecida
empresa minera de "El Callao" y desde entonces se había quedado por
allí, donde era muy estimado y querido por su espíritu bondadoso y su
carácter chancero y sobre todo por el gusto que demostraba en emplear
términos y giros criollos.
Habitaba una casa de campo situada en las inmediaciones del
pueblo, bastante confortable, con arboleda de mangos y terrenos de sem-
bradío, donde para su mesa y la de sus amigos le cultivaba hortalizas
un chino viejo, de los que para tal oficio empleara aquella fenecida
compañía minera.
"El Varadero" denominábanse aquella casa y huerta, nombre
que le puso su dueño porque, según la usual frase criolla, él era uno de
los extranjeros que, yendo a aquella tierra en plan temporal de negocio
o de aventura, luego se "quedan varados" en ella, sin forzoso motivo que
lo justifique, renunciando a la propia, que por más civilizada debiera
serles más atractiva.
Y Mr. Davenport explicaba:
—El varadero es el trópico, chico. Esta cosa sabrosa de contes-
tar a todo lo que te proponen:
–Déjalo para mañana, chico. Del apuro no queda sino el can-
sancio–.
Esta tierra donde todo es amor y poesía. Y mamadera de gallo,
por encima de todas las cosas. Míster Davenport no tiene en el mundo

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Canaima Rómulo Gallegos

más familia que ese chino viejo que le siembra los repollitos y las lechu-
guitas que él gusta comerse fresquecitas. Tiene además una cocinera
alemana y come carne palante y del botiquín de El Morocho le mandan
cerveza fría, toda la que quiera. ¿Qué más, chico? ¡Así es la cosa! Míster
Davenport se siente contento en su varadero.
Tenía también –y ya le costaba buen dinero– el capricho de im-
portar mulas de su país, unas mulas de gran alzada, sobre las cuales
su corpulenta humanidad alcanzaba proporciones imponentes, y para
alimentarlas cultivaba pastos seleccionados en la mayor parte de los
terrenos de su finca. Pero las bestias no resistían el clima y ya eran
muchas las que se le habían muerto, sin que por eso desistiera de ser-
virse de ellas solamente, y en reponerlas se gastaba grandes sumas.
No obstante su predilección por la cerveza helada, que de El
Callao le mandaban diariamente, en considerable cantidad, del boti-
quín de El Morocho, también importaba "whisky" en barricas, para su
consumo personal y copioso regalo de sus amigos, que a menudo orga-
nizaban terneras en "El Varadero".
Pero Mr. Davenport poseía, además, condiciones verdadera-
mente estimables. Era dadivoso con el que de ello tuviera menester, ser-
vicial con el amigo –excepto sus mulas, que a nadie, ni por nada del
mundo, se las prestaba– y cultivaba veleidades de médico, especial-
mente en casos de disentería, muy frecuentes por allí, en los cuales se
instalaba a la cabecera del enfermo –con mayor ahinco si era gente que
careciese de recursos, campesinos o jornaleros o sus mujeres o sus hijos,
que de otro modo habrían muerto de mengua– y administrándoles una
fuerte dosis de ipecacuana, ayudada con otra de opio –de una bola que
para el efecto siempre llevaba consigo, cuando recorría los campos de la
región– sacaba su reloj y le decía al paciente, sugestionándolo:
—Tú no vomitas esta cosa porque tú eres un palo de hombre (así
fuese mujer o niño el enfermo). Tú aguantas esto dentro de tu estómago
una hora por mi reloj y estarás curado de bola.
Y eran muchos los que así había salvado de la muerte.
Allí estaba Mr. Davenport, a la sombra de la arboleda de sus
mangos –bajo la cual difundía apetitoso aroma la ternera en los asado-
res, en torno al fuego atizado por el chino viejo– con su roja faz risueña
y ya de blanco barbada, envuelta en la olorosa nube del humo de su

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Canaima Rómulo Gallegos

cachimba de tabaco de Virginia y un vaso de "whisky" en la diestra


velluda, haciendo tintinear el trozo de hielo mientras, mirando compla-
cido hacia el prado por donde pacían sus hermosas mulas, oía la anéc-
dota suya que a propósito de ellas le contaba Alcaraván a Marcos Var-
gas.
—Fue en la última revolución en que yo me chamusqué el pellejo
–decía Apolonio–. Le había ordenado a un capitán de apellido Guillén
que cogiera por este camino con su compañía mientras yo daba la
vuelta por otro lado, y al pasar frente a esta finca y ver las mulas de
Mr. Davenport se le ocurre al hombre entrar a ver cómo se ponía en una
de ellas. No estaba aquí Mr. Davenport y le salió el chino preguntán-
dole:
—"¿Qué quiele tú, Guilén?– A lo cual respondió mi hombre:
—De parte del coronel Alcaraván vengo por una de esas mulas
que le ofreció prestar míster Davenport.
Pero como el chino sabía que el musiú no le prestaba a nadie
sus bestias, se negó a entregársela y Guillén no se atrevió a llevársela
por las malas, seguramente por el temor de que la escuadra americana
viniera a bombardear a Ciudad Bolívar si Mr. Davenport se quejaba
ante su gobierno y así siguió su camino para reunirse conmigo. Bueno,
pues. Regresa Mr.
Davenport, le cuenta el chino lo ocurrido y apenas oye decir que
yo estaba alzado y gente mía había intentado quitarle lo suyo más que-
rido, monta otra vez y parte a ponerme la queja.
—A ponerte la queja, no –protesta Mr. Davenport–. ¡A pelearte!
A eso fue que salí. ¡A derrotarte, como te derroté!
—¡Cuaj, cuaj, cuaj! Efectivamente –rectifica Apolonio–: yo que
estoy desprevenido, con mi gente acampada en el monte, cuando oigo
unos ecos de:
—¡Párate ahí, vagabundo! ¡Ladrón de mulas ajenas!– Y acto
seguido unos disparos de revólver. Formó de carrera mi gente, creyendo
que fuera la del gobierno la que nos atacaba, y ya iba a ordenar fuego
cuando me fijo en que es un hombre solo el que viene contra mí y veo
que nada menos que mi gran amigo Mr. Davenport.

173 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¿Qué es eso, musiú?– le pregunto a veces, y él se me acerca y


me cuenta lo ocurrido –que Guillén no me lo había referido todavía–, y
en seguida, desmontando y disponiéndose a sacar algo que llevaba en
los bolsones, me dice:
—"Aquí vengo a desafiarte para que te pegues conmigo, grandí-
simo vagabundo"–. Y diciendo así saca el pertrecho que llevaba para
la pelea. ¡Cuatro botellas de "wisky"! ¡Cuaj, cuaj, cuaj! ¡Nunca he pe-
leado yo con más gusto!
—Pero te derroté, sinvergüenza –insiste Mr. Davenport–. Di que
no. Cuando yo me monté arriba de mi mula para regresarme, tú no
pudiste montarte en tu machito de revolucionario ladrón de gallinas.
Te dejé tirado encima del suelo, derrotado y rendido. Confiesa
la verdad, coronelito cobarde.
Risas de los demás bajo el trueno de las carcajadas de Alcara-
ván y comentarios a propósito de otras regocijadas ocurrencias de Mr.
Daventport, americano de Kentucky, varado a orillas del Yuruari hacía
muchos años, con su viejo hortelano chino, su cocinera alemana y sus
robustas mulas, las únicas que no habían llegado a aclimatarse en
aquella tierra brava.
—Dicen que es el paludismo el que las mata –comenta Alcara-
ván–, pero si estas tierras fueran paludosas no estaría Mr. Davenport
tan fuerte y tan colorado como lo vemos.
Pero Mr. Davenport tenía ideas originales acerca de aquel mal
endémico.
—Paludismo es flojera, chico.
Entra en cuerpo cuando cuerpo no trabaja. A mí no me pega tu
calentura porque yo trabaja palante desde que mi levanta hasta que mi
acuesta. Trabaja en la tierra junto con el chino, trabaja en la casa, des-
pués mi monta en mi mula y salgo a hacer ejercicio por los campos y
cuando no tiene ninguna otra cosa que hacer, trabaja en vidrio, con el
material que mi manda todos los días el botiquín del Morocho. Pero el
guayanés le pide permiso a una pierna para mover la otra y mientras
el permiso va y viene, el paludismo se le mete en el cuerpo. ¡Flojera,
chico! ¡Así es la cosa! Por flojera no sancochan el agua y se beben mos-
quito y toda porquería.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Siempre tirándole usted a la tierra y sin embargo no se des-


prende de ella.
—¡Ah! Porque todavía no se ha acabado la mamadera de gallo,
que es la única cosa buena que saben hacer ustedes. Pero en cuanto vea
que ya se está acabando la guachafita, mi monta en mi mula más ca-
minadora, arrea palante mi chino y mi alemana y mi va con mi música
a otra parte.
Y luego.
—¡Cosa seria esta tierra tuya, Marcos Vargas! Es la guachafita
mejor organizada que yo he visto sobre el mundo. Y si no, ¿en cuál otro
país de la tierra puede ser autoridad un bandolero como este Apolonio,
que corta hasta por el lomo?
—Pero si el primer guachafitero es usted, y ya lo ha confesado –
interviene uno de los más aprovechados de aquella universidad del
buen humor, que decía Alcaraván.
—Tú no hables, Modestico Silva –replicaba Mr. Davenport–.
Ni tú tampoco, Néstor Salazar.
Eran éstos dos amigos inseparables en las correrías en pos del
oro del Cuyuni, de donde varias veces habían regresado ricos para po-
ner la fiesta, y en obra de días volver a quedarse pobres y de nuevo em-
prender la expedición aventurera.
Andaban por los cuarenta y pico y eran famosas en todo Gua-
yana las chuscadas que de concierto habían planeado y llevado a cabo;
pero si a Modesto se le veían en la cara, en cambio Néstor Salazar tenía
la de hombre serio y hasta tímido, como en realidad no dejaba de serlo
ante desconocidos.
—¿Conoces tú –prosiguió Mr.
Davenport, dirigiéndose a Marcos Vargas– el cuento del matri-
monio de estos dos vagabundos sinvergüenzas? Voy a contártelo. Esta-
ban novios de dos señoritas de la crema de Guasipati, hermanas ellas
dos y muy parecidas entre ellas, por lo cual, más que todo, las enamo-
raron estos dos bribones, que para todo andan siempre amorochados, y
cuando ya habían decidido casarse y estaba fijada la fecha, la misma
para los dos casamientos, naturalmente, se les ocurre hacer una cosa
que nadie hubiera hecho nunca. Inventan un viaje a Trinidad, de allá

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Canaima Rómulo Gallegos

mandan poderes a dos amigos suyos, uno de ellos el birote del musiú
que está contándole esta cosa, y cuando se estaba celebrando el matri-
monio civil en la sala de la casa de las novias, me da con un codo en mi
brazo la de Néstor, a quien yo le estaba amarrando el bongo sin saberlo
y me dice, muerta de risa:
—"Voltee para la ventana y vea quiénes están en la barra"–.
¡Estos dos sinvergüenzas, presenciando sus matrimonios como simples
espectadores y burlándose de nosotros los que estábamos haciendo el
papel de birotes! ¡Y yo, que por haberme metido en los corotos, mi estaba
ajogando dentro de aquella levita que mi había puesto! ¡Carache! Y el
jefe civil, este mismo bribón de Apolonio, que entonces estaba cortando
hasta por el lomo en Guasipati y estaba en el secreto de la mamadera
de gallo, preguntándome muy serio si yo tomaba por esposa y por mujer
a la muchacha. Me dejé de zoquetadas y le contesté:
—Pregúnteselo a Néstor, que está en la barra. Yo aquí no estoy
haciendo sino el papel del que amarra el bongo, que tú sabes cuál es–.
Por supuesto, ese día corrió el champán por la calle.
Ahora corría el "whisky" bajo la arboleda de mangos, mientras
el chino volteaba los asadores donde el fuego sazonaba la olorosa ter-
nera, y era un cuento tras otro, del inagotable repertorio del buen hu-
mor, a veces infantil, con que aquellos hombres alternaban la reciedum-
bre aventurera, para aturdirse contra la acción enervante del medio que
los rodeaba o para no escuchar las internas voces acusadoras que pu-
diesen atormentarlos.
De pronto se hizo el silencio.
Por el camino, frente a la arboleda, jinete sobre un caballejo
desmirriado y renqueante, pasaba un extraño caso deplorable que in-
vitaba a reflexiones.
Un joven inglés, de apellido Reed, ingeniero que había sido de
la nueva mina "El Perú" y ahora, carcomido por la tuberculosis bajo la
engañosa apariencia saludable del rojo amoratado de su faz, moraba
solitario y misántropo en un cobertizo de palma, a media legua de "El
Varadero" y a poca distancia del camino que conducía a Tumeremo,
junto a una cañada que por allí atravesaba el agreste paraje.

176 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Dos años ya transcurridos, allí se pasaba el tiempo Mr. Reed –


que nunca fue muy inclinado al trato de sus semejantes–: del chinchorro
a un catre de campaña, de fabricación inglesa, único mueble que había
bajo el chozo, a ratos oyendo la música gangosa de tres o cuatro discos
en un viejo fonógrafo de corneta, a ratos dormido al aire libre que cir-
culaba bajo techado, a ratos con las manos entrelazadas bajo la nuca y
la mirada perdida sobre el melancólico campo que lo rodeaba en silen-
cio y soledad de yermo, mientras por los alrededores el caballejo, ma-
niatado, pacía cojitranco yerba brava. Sólo al atardecer lo habían visto
algunos viajeros, paseante taciturno por los chaparrales de la sabana o
parado sobre una loma, a distancia del camino, contemplando el pano-
rama, ahora dulce a la luz esmorecida.
Los sábados, por la mañana, montaba en su caballejo y se diri-
gía a las oficinas de la compañía minera donde había prestado inteli-
gentes servicios, a cobrar la asignación mensual, que todavía le conser-
vaban por consideraciones especiales y con la cual se compraba, allí
mismo, unas latas de conservas alimenticias, de procedencia inglesa,
que eran su condumio casi exclusivo, y unas botellas de vino para el
estado de semiembriaguez con que sobrellevaba su soledad.
Allá cambiaba algunas palabras con los antiguos compañeros
de trabajo, recogía y en seguida contestaba, lacónicamente, las cartas
de la madre, que residía junto con sus hijos menores en una pequeña
ciudad del País de Gales, en el condado de Carnarvon, adonde reitera-
damente venía llamándole hacía dos años, y después de este breve con-
tacto con la gente de su lengua y de su sangre regresaba a su obstinado
aislamiento.
Entre días llegábase hasta allá Mr. Davenport a charlar con él;
pero él no retribuía estas visitas ni demostraba gusto en recibirlas.
Ensimismado o desentendido de quienes estuviesen en "El Va-
radero", iba ahora de regreso a su cobertizo, y Mr. Davenport, moviendo
compasivamente la cabeza:
—Otro de los varados para siempre en esta tierra pegajosa –
murmuró.
Y luego, a los que lo rodeaban contemplando en silencio el ex-
traño caso:

177 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Puede que esté tuberculoso, como dicen, pero su enfermedad


más grave, su enfermedad incurable, tiene otro nombre. Se llama chin-
chorro, que es la enfermedad más traidora de esta tierra. La madre de
ese muchacho es rica, o por lo menos posee una bonita renta, y ya varias
veces le ha escrito que se vaya a un sanatorio de Suiza, el mejor que
quiera elegir para su curación; pero ya él ha cogido gusto al chincho-
rrito de moriche y de ahí nadie lo arranca ni con una yunta de bueyes.
¡Carache!
—También tiene un catre de campaña que no es producto de
esta tierra –objeta Néstor Salazar.
—Sí. ¡Pero el chinchorrito, el chinchorrito! Cuando yo digo esta
cosa quiero decir todo lo que significa el trópico para los hombres que
no hemos nacido en él.
Tú decides marcharte, porque ves que por dentro de ti ya no
anda bien la cosa, y el trópico te dice, suavecito en la oreja:
—Deja eso para después, musiú. Hay tiempo para todo. Ade-
más, ¡si esto es muy sabrosito! Tú te metes adentro de tu chinchorro y
vienen los mosquitos con su musiquita y tú te vas quedando dormido,
sabrosito. ¿Para qué más? Y luego, en serio:
—¡Así es la cosa! Si no, que se lo pregunten al conde Giaffaro,
ese que lleva qué sé yo cuántos años metido en las selvas del Guaram-
pín.
Referíase a uno de esos aventureros exóticos que no podían fal-
tar por aquellas tierras, encrucijadas de disparatados destinos.
En un principio –de eso hacía ya unos veinte años– se le tuvo
por presidiario escapado de Cayena, sin que faltara quien asegurase,
conforme a una fábula muy generalizada por allí cerca de los penados
de aquella penitenciaría de la Guayana francesa, haberle visto en las
espaldas, grabado a fuego, el estigma infamante de la flor de lis; pero
como era un hombre de maneras cultas que no permitían confundirlo
con un delincuente vulgar –uno de tantos cayeneros, como por allí se
designaba a los fugitivos de tales prisiones, que con frecuencia lograban
refugiarse en territorio venezolano, al cabo de una verdadera odisea a
través de regiones salvajes–, allí mismo comenzó la sugestionable fan-
tasía del criollo a conquistar la leyenda dramática y con ella a crearle

178 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

simpatías, no obstante ese aspecto poco cautivador del sedicente conde


Giaffaro.
Alto, desgalichado, carilargo, de ojos saltones y negras cejas
aborrascadas y con cierto movimiento pendular de la cabeza, un poco
inclinada sobre el pecho, lo recordaba ahora Mr. Davenport de cuando
por primera vez apareció en Ciudad Bolívar.
Allí permaneció durante una breve temporada y luego aban-
donó el país, con destino a Europa; pero de allá volvió una y otra vez, a
intervalos de años cada vez más cortos y para internarse, además, en
las selvas del Cuyuni, de donde pronto se originaron complicaciones
misteriosas de la leyenda que ya lo rodeaba, aunque desechada ya la
primitiva versión y generalmente aceptado que fuese y se llamase como
decía.
Poseedor de una vasta experiencia de hombres y cosas de todas
las latitudes, adquirida según propia confesión en varias vueltas ya da-
das al globo, esto podía acreditar la versión de que fuese uno de estos
caballeros de Naipes que pasean la martingala genial por todos los ma-
res, pues no había juego de cartas que no conociese, ni mayor elegancia
que la suya al manejarlas, ni serenidad que se le comparase en los en-
vites, ni manera de ganarle a la larga. De modo cierto y por demostra-
ciones que no se desdeñara de hacer –único velo de misterio de su inti-
midad que había sido descorrido en parte–, apenas sabíase que era un
gran tirador de toda clase de armas y no había por qué dudar que fuera,
como afirmaba, presidente de un club internacional de duelistas, con
sede en Budapest, para ser miembro del cual se requerían cien lances
ganados.
En cuanto a sus periódicas incursiones a la selva, unos supo-
nían que no tuviesen por objeto sino el de ganarles a los purgüeros y
mineros, aficionados a jugarse el sol antes de salir, cuanto allí hubiesen
adquirido; pero como esto podía lograrlo y, en efecto, ya lo lograba en
Ciudad Bolívar y Tumeremo, otros eran de la opinión de que tales in-
cursiones debían tener fines misteriosos, más de acuerdo con el aura de
enigma que rodeaba al taciturno personaje. Y así a pocos guayaneses
les extrañó que de uno de aquellos viajes a la selva no regresara el conde
Giaffaro.

179 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y Mr. Davenport concluye sus comentarios a este respecto, ex-


clamando:
—¡Carache! Y ya somos tres, contando así por encimita, los que
estamos en el varadero.
Pero en seguida chasquea la lengua para ahuyentar los pensa-
mientos inoportunos y luego, volviendo a su buen humor habitual:
—Sírveme otro palito, chino.
!Y siga la fiesta, muchachos! Mientras haya amor, habrá poe-
sía.
¿Para qué más? ¿Verdad, Marcos Vargas? ¡Así es la cosa!

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Canaima Rómulo Gallegos

El matrimonio del muerto

Al día siguiente, estando Apolonio Alcaraván en compañía de


Marcos Vargas, sentado a la puerta de la Jefatura, como de costumbre,
se detuvo ante él un campesino con este recado:
—Coronel, le manda decí el general José Gregorio Ardavín que
le haga el favor de llegarse hasta "Palo Gacho" ahora mismo, pa que lo
case.
—¿Para que lo case?
—Sí, señol. Con su india digo yo que será.
—¿Y por qué no vinieron a la Jefatura?
—Porque el general está en cama y en las postreras. Sin voz casi
me dio ese recao pa usté.
—¿Y no te dijo que les avisara al hermano y al primo?
—Por el contrario, me encargó mucho que no les avisara. Por-
que dice que no quiere verlos por allá a la hora de su muerte.
Y como Alcaraván se quedara pensativo:
—Bueno, coronel. Ya cumplí mi encargo y si usté no dispone
otra cosa, sigo a lo mío.
—Bien puedes –dijo Apolonio.

181 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y a Marcos Vargas, así que se hubo marchado el recadero:


—¿Qué le parece? Se muere el bueno de los Ardavines.
—Y no quiere ni ver al hermano –agregó Marcos Vargas.
—Como que si sabe José Francisco que el general está en las
últimas, ahí mismo se traslada a "Palo Gacho" a tratar de impedirle el
matrimonio con su india, para heredarlo por todo el cañón. Y ¡con las
ganas que le había tenido siempre a esa posesión de "Palo Gacho", por
donde se cree que corra el filón de la mina antigua!
—En manos suyas está no permitir esa injusticia –dijo Marcos–
. Que sepa José Francisco que el hermano ha muerto cuando ya se haya
efectuado el matrimonio y sean la mujer y los hijos los que deban here-
dar "Palo Gacho".
—Sí –reconoció Alcaraván, pero rascándose la cabeza, signo de
que por ella le cruzaban ideas discordes–. Pero la cosa es que el secreta-
rio no está por aquí y quién sabe cuánto tarde en regresar. Es posible
que todavía no haya llegado a Guasipati.
—Por eso no se preocupe –objetó Marcos–. Yo puedo hacer sus
veces y estoy a la orden. Vamos a casar al hombre con su india.
—¿Y los testigos? ¿De quién echamos mano a estas horas, que
no esté ocupado en lo suyo?
—Los buscamos por allá mismo.
No vaya a hacerme creer que a usted se le agüe el ojo ante José
Francisco Ardavín.
—¡Qué ha de aguárseme! Vamos a casar al hombre con su in-
dia.
!Hágolo secretario! ¡Dios y Federación! Coja ahí el registro de
matrimonios mientras ensillo el macho.
"Palo Gacho", agreste refugio del caudillo frustrado, estaba a
dos leguas del pueblo y buena parte del camino habían hecho ya en si-
lencio, Alcaraván caviloso, cuando éste salió de su mutismo, confe-
sando:
—Yo sí fui ardavinista, Marcos Vargas. Y de los oficiales prefe-
ridos del general José Gregorio. Pero lo que viene tuerto no lo endereza

182 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

nadie... Un día se me fue la mano en un arreglo de cuentas y el general


me retiró su confianza y me metió en la cárcel.
Todo, menos esta paladina y emocionada confidencia de Apolo-
nio Alcaraván, podía esperarlo Marcos Vargas. Y se quedó mirándolo
en silencio. Pero Apolonio prosiguió:
—La verdad es que tengo que agradecérselo, porque yo iba por
mal camino y con ese carcelazo me compuso a tiempo.
Y ya esto no podía parecerle sincero, ni a Marcos Vargas ni a
nadie.
—¡No me venga, coronel! –exclamó–. Si a eso lo llama usted
compuesto, ¡cómo sería antes! Y reapareció el verdadero Alcaraván.
—¡Cuaj, cuaj, cuaj! Luego prosiguió:
—Sigo mi historia, ya que empecé a contársela, aunque, por lo
visto, con usted no se puede hablar nada en serio. Purgué lo manoteado,
que fueron unos fonditos de las rentas municipales de Guasipati –
créame que desde entonces he aprendido a respetar lo que es del Tesoro
público y que echo el cuento en honor del general José Gregorio, que fue
la honradez en persona como administrador– y salí de la cárcel más
limpio que talón de lavandera y preguntándome:
—¿Y ahora para dónde cojo?– cuando recibo un recado del ge-
neral Miguel de que pasara por su casa.
Fui a ver qué se le ofrecía y desde el primer momento comprendí
que quería arrearme para su lado, donde, la verdad sea dicha, ya em-
pezaba a reunirse todo el desperdicio del ardavinismo josegregorista.
No me dijo perro, pero me enseñó el tramajo dándome unas cuantas
libras esterlinas después de haberme echado un regaño suavecito, para
cumplir con las apariencias. Después vino la historia triste del general
José Gregorio, que usted debe conocerla: la india Rosa, el carare, la re-
tirada a "Palo Gacho"... Yo seguí al lado del general Miguel y, la verdad
sea dicha, no me puedo quejar, pues he desempeñado buenos cargos.
También es verdad que me he chamuscado varias veces el pellejo en las
revoluciones, a la pata del general Miguel.
—Pues ya le llegará la oportunidad de chamuscárselo otra vez,
porque según se dice por ahí...

183 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Sí. Que el general y que se está preparando para echarse al


monte otra vuelta. Pero... ¿qué le diré, amigo Marcos Vargas? Yo soy
partidario de la alternabilidad republicana que recomienda la Consti-
tución y como la vez anterior ya anduve en el monte, ahora me toca
quedarme en la ciudad. ¿No le parece? A esto del ardavinismo, franca-
mente, ya le estoy viendo moscas. Y volviendo al punto de partida: ¡qué
sabio es el refrán que dice que en conuco viejo nunca faltan batatas! No
sólo en amores, sino también en política sucede así. Vea usted si no:
aquí vengo pensando en el general José Gregorio, mi jefe de antes, mi
verdadero jefe en el fondo del corazón. Triste, porque sé que voy a per-
derlo para siempre, pero al mismo tiempo complacido porque voy a
cumplir su última voluntad, legalizando su unión con Rosa Arecuna,
con la madre de sus hijos, que ya no quedarán desamparados. ¡Las co-
sas del destino! ¿Quién iba a decirle al general José Gregorio que sería
yo el único de sus muchachos amigos de antes que estaría al lado suyo
a la hora de su muerte?
—Es verdad –apoyó Marcos socarronamente–. ¿Quién iba a de-
círselo? Cuando llegaron ya era tarde:
José Gregorio Ardavín acababa de expirar.
Junto a su lecho de muerte la india Rosa amamantaba al úl-
timo de sus hijos. Era una mujer todavía joven que tal vez nunca había
sido hermosa, pero con el enigma aborigen en la interesante expresión
de la faz devastada. El dolor y la mansedumbre fatalista se confundían
en aquel rostro, lloraban sus ojos quietos, ellos solos, y las silenciosas
lágrimas que corrían por sus mejillas consumidas al caer sobre el crío
lo hacían rebullir.
El mayor de sus hijos, ya za galetón, contemplaba en silencio y
con aire embrutecido el cadáver de su padre, y otros cinco formaban un
grupo medroso en un rincón del cuarto donde acababa de suceder aque-
lla horrible cosa inexplicable.
Apolonio Alcaraván se detuvo ante el catre mortuorio, levantó
el pañuelo que velaba el rostro exánime, repugnantemente blanco de
muerte y de carare, y con leves suspiros, contempló un rato los despojos
mortales del hombre que había sido su jefe, murmurando una y otra
vez:

184 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡José Gregorio Ardavín! Luego restituyó el pañuelo a su pia-


doso empleo, dio media vuelta y le dijo a Marcos:
—Ya aquí no hay nada que hacer.
Y después de haber dirigido a la mujer unas rudas palabras de
condolencia, a las cuales ella no correspondió ni con la más leve altera-
ción de su rostro inmóvil, abandonó la habitación, cuya puerta daba al
campo.
Marcos Vargas lo siguió pensativo.
—¿Nos vamos? –propuso Apolonio.
—Espere un momento, coronel –dijo Marcos, ya con su idea–.
No es posible que por falta de una simple fórmula vayamos a permitir
que se lleve a cabo esta injusticia. Una infeliz mujer y siete criaturas
van a quedar desamparadas y en la miseria, mientras esta posesión
pasará a enriquecer más todavía al bandolero de José Francisco Arda-
vín.
—¡Qué se hace, amigo! El difunto tuvo la culpa, por no resolver
antes su matrimonio con la india. Ahora la ley protege al legítimo he-
redero, que es el hermano, con todo lo maluco que sea. Ya eso es clavo
pasado.
—Todavía no, coronel. Hay un remedio y está en sus manos.
—¿Cuál puede ser?
—Casar al muerto.
—¡Caramba, amigo! Usted es el hombre de las ocurrencias.
Casi estoy por soltar la risa en presencia del difunto.
—Ya la soltará a todo su gusto más adelante. Haga ahora lo
que le propongo. ¿Va a permitir que queden desamparados los hijos de
su jefe?
—¡Hum! Ya usted me cogió la corazonada que le manifesté por
el camino. Pero, francamente, eso no dejaría de ser una bribonada.
—No sería la primera suya, coronel Alcaraván.
—¿Eso también? Usted cuando dice a empujar, todo se lo lleva
de pecho. ¡Pues ni la última tampoco! Pero...

185 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Lo hacemos con todas las formalidades que exija la ley. Nos
buscamos por aquí mismo un par de vecinos que sirvan de testigos, pero
sin pasar de la puerta, para que no se fijen en los detalles, diciéndoles
que el enfermo es de fiebre amarilla. Usted hace un papel con todas las
de la ley y me deja de mi cuenta lo demás.
Mientras Marcos decía esto, Alcaraván contemplaba unas reses
que pacían por una vega frente a la casa. Pasarían del ciento y estaban
gordas... No sería difícil obtener que la india Rosa Arecuna firmase un
recibo por la cantidad razonable que valdría aquel ganado.
—Bueno –dijo, ya también con lo suyo entre ceja y ceja–. Bús-
quese los testigos. El coronel Ardavín no podrá saber sino lo que se sabe
en el pueblo: que el hermano llamó a la autoridad competente para que
lo casara "In articulo mortis". Y si no es de muerte este artículo, yo no
sé de qué será.
Ya regresaban a El Callao.
Ya José Francisco Ardavín no heredaría "Palo Gacho", en cuyo
subsuelo había oro, pensaba Marcos Vargas. Y Apolonio Alcaraván reía
a mandíbula batiente.
—¡Las cosas suyas, amigo Marcos Vargas! Trabajo me costó no
soltar la risa cuando, agazapado usted bajo el catre, le empujó la cabeza
al difunto de abajo para arriba, de modo que pareciera que la movía
otorgando al preguntarle yo si recibía por esposa y por mujer a Rosa
Arecuna. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! A los testigos no pudo quedarles duda de
que el contrayente estuviera todavía en sus cabales. Ahora la india Rosa
está casada por todo el cañón y para anular ese matrimonio será nece-
sario arrancar la hoja del registro.
!Lo que pueden los papeles, Marcos Vargas! ¡Ah, invento bueno!
Yo que me imaginaba que la india no sabría firmar. ¡Pobrecita! Muy
clara puso su firma, con rúbrica y todo. ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Pero estas
risotadas, más que el poder del acta matrimonial, celebraban el del do-
cumento de venta de las ciento quince reses que pacían por la vega y que
él se había hecho firmar –por Rosa de Ardavín– mientras andaba Mar-
cos en busca de los testigos. La india o no se dio cuenta de lo que hacía
o ya nada le importaba perder las reses –pues tanto a esto como a la
macabra farsa se prestó pasivamente–, pero el recibo decía que había
percibido el precio en dinero contante y sonante.

186 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Marcos Vargas ignoraba tal despojo y de ahí también las car-


cajadas.
—¡Ah, invento bueno, ese del papel! ¡Cuaj, cuaj, cuaj! Y aquel
día todo El Callao sonrió sin saber por qué.

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Canaima Rómulo Gallegos

188 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El avance

Era ya tiempo de la aventura del purguo. Campesinos de todo


Guayana, llaneros de los llanos de Monagas, de Anzoátegui, del Guá-
rico y hasta del Apure, por donde los agentes de las empresas purgüeras
iban ilusionándolos con promesas de ganancias fabulosas, ya todos se
habían puesto en marcha, la magaya a la espalda, la ambición en el
pecho.
—¿Para dónde la lleva, amigo?
—Para el morado. Éste es el año de hacerse rico. Se espera un
buen invierno y será mucha la goma que habrá en los palos del morado.
Y por el camino de Tumeremo, asiento de las empresas purgüe-
ras, comenzaban a vaciarse todos aquellos campos: hacia las selvas del
Cuyuni, del Guarampín, del Botanamo... Tierras salvajes, insalubres,
inhóspitas... De allí regresarían –!los que regresaran!hambreados, en-
fermos, tarados por el mal de la selva y esclavizados ya para siempre al
empresario por la cadena del avance: unas cuantas monedas y unas
malas provisiones de boca a precios usurarios a cuenta de la goma que
sacaran. Deuda que ya nunca se pagaría, hipoteca del hombre sin res-
cate que a veces pasaba de padres a hijos.
—Usted –dice el encargado de una de las empresas de Miguel
Ardavín, dirigiéndose a uno de los peones que acuden a avanzarse–.
¿Cómo se llama?

189 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¿Yo?
—Sí, usted. ¿Quién va a ser?
—¡Ah! A mí me llaman Encarnación Damesano, para servirle.
—Esto último está por verse.
¿Ha trabajado otras veces en el purguo?
—¿Quién? ¿Yo? No, señor; pero he oído decí que es un negocio
bueno pal trabajador.
—No tiene usted cara de serlo muy aprovechado.
—¿Porque me ve jipato y un poco carranclón? Eso es hambre
vieja, catire.
—¡No sea confianzudo, amigo!
—Éste que digo: mi jefe. Pero en cuanto me dé usté el bastimen-
tico ya me verá convertío en un lión pal morao, porque allá en el rancho
dejé una mujercita y tres barrigoncitos que me esperan con plata bas-
tante pa sacá las tripas de mal año.
—Bueno. Vaya diciendo lo que necesita.
—¿Lo que necesito? ¡Si por eso juera, mi jefe! Ríenle el humor
los compañeros de cadena que llenan la oficina esperando su turno, y el
encargado de distribuir el avance lo amonesta:
—Déjese de mamaderas de gallo, que no tenemos tiempo que
perder y vaya diciendo a cuánto aspira.
—Bueno, pues. Mándeme a poné unas torticas de cazabe, las
que sean de costumbre pa dentrá en la montaña con alguito que mascá
y un piazo e cecina de la que no tenga mucho gusano, porque a mí no
me gustan esos bichos, y otro güen piazo e pescao salao, morocoto si es
posible, que es mi bocao predilecto, y una botellita e manteca, una poca
e sal, unas libritas de papelón, los ingredientes del paloapique, que ya
usté sabe cuáles son, sin muchos gorgojos los fríjoles, y el cafecito para
prepará la guacharaca y la botellita e caña blanca pa calentame el
cuerpo.
—Quítese esa idea de la cabeza –dícele el encargado–. Aquí no
se da aguardiente.

190 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Que lo siento, catire! Este que digo: mi jefe. ¡Ah! Y una frazá
de las mejorcitas y un par de alpargatas. Y lo que me haiga olvidao,
que usté lo recuerde mejor que yo, de tanto apuntárselo en la cuenta a
los compañeros de infortunio. Pero eso sí, por vía suyita se lo pido, no
me vaya a encaramá mucho los precios. Mire que yo no tengo sino lo que
ya me vio por encima: hambre vieja. Y ganas de trabajá, que es lo único
que yo pido. Que me dejen trabajá pa ganarme la vida.
—¡Ah, caramba compañero! –exclama en voz baja uno de los
que esperan su turno–. Usté como que está pidiendo demasiado. Si a
uno le dejaran trabajá ya estaba el mandao hecho.
Pero lo oye el encargado y advierte:
—Aquí no sólo se deja trabajar, sino que no se aceptan hombres
que no estén dispuestos a sacar la goma que les fije la empresa.
Y vuelve a tomar la palabra Damesano:
—Por mí no se preocupe, jefe, porque yo me paro en lo mojao y
hago barro en el polvero y cuando digo a trabajá, asina y tó como me
aguaita carranclón y jipato, me pierdo de vista.
—¿Querrá decir que ya lleva la intención de picurearse?
—No, señor. Encarnación Da mesano sabe cumplí sus compro-
misos.
Mándeme llená la magaya y ya verá pión contento. ¡Ah! Que se
me iba a olvidá lo principal. Un frasco de cholagogue y unas peslas de
quinina, porque mi padecimiento es el paludismo y no dejará de pe-
garme en la montaña.
—Como que ése es el pretexto de que se valen todos para que-
darse en la tarimba.
—Ya le digo, mi jefe, que Encarnación Damesano hace barro
ande se pare.
—Que saque goma es lo que interesa. Pero todavía no ha pedido
usted los instrumentos de trabajo.
—¡Ah! ¿Y es que ésos también se los cargan a uno en cuenta?
Bueno, pues. ¡Qué se va a hacé! Cárgueme también las espuelitas y el
mecatico pa moneá los palos y el machetico y tos esos corotos que, según

191 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

cuentan los que ya han dio a la montaña, hacen parecé al purgüero un


mostro de los infiernos tratando de subí al cielo.
Otra vez las risas de los compañeros y la amonestación del en-
cargado:
—Ya usted se está dejando ver la punta de peón mal doctrinero.
Deje la mamadera de gallo, le repito.
—Está bien, mi jefe. Me quedaré callao, si ésa es su voluntad. Y
como sólo farta el avance en dinero efectivo, su boca será la medida.
—Ochenta pesos.
—¿No será poco, mi jefe? Deme los cien completos, pa podé man-
dales algo a la mujercita y a los barrigoncitos que se quedaron en casa
con los dientes puyuos.
—Mándeles lo que ya tiene destinado para bebérselo en aguar-
diente.
—Es que todo no puede ser rigor, catire. Unos palitos más que
otros no me van a hacé más pobre.
Y así se vendió Encarnación Damesano, en la hora menguada
del hambre en su casa.

192 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Noche de "Yagrumalito"

Hacía varios días que estaba allí José Francisco Ardavín, aca-
riciando los tortuosos proyectos concebidos durante la última entrevista
con el primo, o mejor dicho, imaginándoselos ya realizados –muerto Mi-
guel en el primer encuentro con las tropas del Gobierno, por aquella
bala de la cual nunca se sabría de dónde salió, y él reemplazándolo en
la jefatura del partido– mientras la torva montonera de sus oficiales,
toda congregada en el hato con motivo del avance de la empresa pur-
güera en la cual hacían de capataces, y los peones que bajo la férula de
ellos dejarían allá lo servido por lo comido, se regalaban ahora con dia-
rios y opíparos festines de ternera sobre cuyos despojos se precipitaban
bandadas de zamuros, precursoras de las que luego habrían de seguir
el paso asolador de la revuelta armada.
Y allí estaba aquella tarde el coronel, complacido en aquel am-
biente de facción que por primera vez lo rodeaba –pues su coronelato no
lo había ganado en campamentos, sino que era regalía de segundón de
familia de generales–, meciéndose sosegadamente en su hamaca col-
gada en uno de los corredores del contorno de la casa, cuando sonó el

193 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

teléfono del servicio oficial de que disfrutaban todas las fincas de los
Ardavines.
Sonó, como era natural, de pronto, inesperadamente, estando
silencioso el aparato, entre el cual, instalado en el despacho de José
Francisco y la hamaca donde éste acariciaba sus sueños, había una
ventana abierta por donde la recelosa mirada del soñador bruscamente
devuelto a la realidad de su situación actual saltó a posarse sobre el
artefacto al primer timbrazo; pero sonó tres veces, con llamadas cortas,
enérgicas, imperiosas, que sustituyeron la cosa instalada en la pared
del despacho por la determinada personalidad que maniobraba la ci-
güeña al otro extremo del hilo.
—Miguel –murmuró José Francisco. Y luego a uno de sus ofi-
ciales, el de su mayor confianza, de apellido Molina, que por allí an-
daba y ya venía a atender–: ve a ver qué quiere.
Palabras que, sin haber sido acompañadas de guiñadas de ojos
ni de otras señales de inteligencia capciosa, contenían, sin embargo, un
vasto y minucioso sobreentendido, pues de otro modo no podría expli-
carse por qué tenía que murmurar el oficial:
—Vamos a ver.
Se acercó a Miguel, le dijo que era Molina, oyó en silencio lo que
le hablaba al oído, luego respondió:
—Sí, señor, aquí está.
Y, finalmente, volviéndose al coronel, por la ventana:
—Quiere hablar con usted –le dijo.
José Francisco dejó la hamaca murmurando algo que no se le
entendía y se puso al aparato:
—¡Ajá, Miguel!... ¡Cómo! ¿Cuándo murió?
—Esta mañana –respondió Miguel, y Molina lo oyó claramente,
después de lo cual siguió hablando al oído de José Francisco.
—¿Y por qué Alcaraván no me llamó directamente a mí? ¿Por
qué no me lo avisó inmediatamente? A estas horas ya estaría yo en "Palo
Gacho"... ¡Cómo que para qué! Miguel moscardoneaba fuera del oído de
José Francisco y Molina se retiró sabiendo ya de qué se trataba.

194 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Cómo! –volvió a exclamar el coronel–. ¿Y quién autorizó a


Alcaraván para hacer ese matrimonio? ¿Tú? En todo caso... De todos
modos... ¡Cómo que no te interrumpa! Debes comprender que tratándose
de José Gregorio...
Bueno, tú no tendrás tiempo que perder, pero yo... De todos mo-
dos ese matrimonio es nulo... O anulable, lo mismo da... ¿Quién? ¿Mar-
cos Vargas? ¡Je, je!...
!Cómo que no! Ahora mismo voy a estar ensillando...
Se retiró el auricular donde tronaba la voz del jefe y luego volvió
a acercárselo, después de haberse cerciorado de que Molina no estaba
por allí.
—¿Yo por qué... ¡Cómo! ¿Qué dices? ¡Al coronel López! ¿Cuándo
lo quitaron?... ¡Ajá! ¡Ajá, Miguel! Agitó bruscamente el gancho para
aclararle la voz a Miguel y se oyó que éste decía:
—Lo reemplazó el coronel Menéndez.
—¿El de...?
—¡Sí, sí! Ése mismo.
Volvió a sumirse Miguel dentro del oído de José Francisco, ha-
bló así largo rato desde el otro extremo del hilo que unía "Palmasola"
con todos los sitios donde, en un momento dado, fuese necesario que se
oyera su voz de caudillo, y los gestos que a medida iba haciendo el de
"Yagrumalito" demostraban que no era nada tranquilizador lo que se
le comunicaba. Pero si ya no interrumpía, tampoco parecía oír sola-
mente, sino al mismo tiempo acariciar ideas ajenas a la conversación
del otro, muy suyas y por lo tanto torvas. Por último comenzó a decir,
con la inquietud del que oye cosas imprudentes:
—Bueno, bueno... Sí, sí...
Ya oí, ya oí... Bueno...
Bueno...
Colgó el auricular, respiró profundamente cual para alivio de
un penoso esfuerzo, se quedó un momento con la mano apoyada en aquel
pesante sobre el gancho que cerraba la comunicación, dirigió una mi-
rada cargada de odio al aparato que había sido Miguel, y murmuró
sordamente:

195 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Bien pudiste participarme todo eso por escrito, con un propio


de mi confianza o venir a decírmelo personalmente; pero has preferido
gritarlo a voz en cuello de modo que pudiera oírlo todo el que tuviera
interés en interceptar la conversación. ¿Quieres perderme para salvarte
tú? ¡Ya veremos cuál de los dos será el que cante victoria! Y abandonó
el despacho dentro del cual ya era noche oscura, para dirigirse al caney,
donde vivaqueaba la montonera regalona de su oficialidad, con una
decisión tan impetuosa que tenía que arrollar toda otra que al atravesar
el corredor hubiera podido detenerlo.
Pero al acercarse al grupo que formaban sus oficiales –el apelli-
dado Molina entre ellos– tuvo la intuición instantánea y certera de que
la voz mandona de "Palmasola" había llegado hasta allí y ya estaba
produciendo un determinado efecto, pues, el silencio que guardaban sus
espalderos no era simplemente de estar callados por no tener nada que
decirse, sino de haberse quedado así en espera de lo que él llevase entre
manos, y una voz secreta le advirtió que no era prudente, a lo menos por
el momento, pulsar la fidelidad de aquellos hombres.
Pasó de largo, se alejó un poco, se detuvo de pronto, haciendo el
ademán del distraído que de repente advierte que se le ha olvidado algo,
y regresó sobre sus pasos.
Pero ya el demonio de la ficción se había apoderado de su espí-
ritu –había espectadores, él mismo entre ellos, de cierta manera– y ya
no se trataba de volverse a la casa por desistimiento del propósito que
lo sacara de ella, sino de recordar lo que se le había olvidado, de buscar
la idea perdida por el trayecto.
—¡Pero, hombre! –murmuraba–.
¿A qué venía yo? Y hacía cuanto se recomienda en casos de olvi-
dos verdaderos: desandar lo andado, detenerse de pronto y volver a si-
tuarse por sorpresa ante los objetos exteriores tal como debió estar en el
momento de la distracción, pues era ya absolutamente necesario que se
le hubiese olvidado lo que fue a hacer y no hizo o a decir y no dijo.
Pero cuando se dice ficción no se hace, en realidad, sino soslayar
el problema escabroso y tremendo de la sinceridad humana, puesto que
el que finge ya expresa algo íntimamente verdadero y en el espectáculo
de histrionismo que estaba dándose el coronel de "Yagrumalito" –a sí

196 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

propio, espectador exigente de la verosimilitud de la farsa– había un


drama efectivo, tremendamente real.
Sí, se le había olvidado algo. No propiamente mientras se diri-
gía al caney, sino cuando acarició aquellas torvas ideas que le habían
cruzado por el pensamiento durante la conversación con Miguel –lan-
zarse en armas a la cabeza de sus oficiales, contra Apolonio Alcaraván,
que le había arrebatado "Palo Gacho" con lo del matrimonio de José
Gregorio; contra el gobierno del Estado por la substitución del coronel
López por persona enemiga suya, contra el mismo Miguel, que quería
perderlo para salvarse él– y antes, durante todos aquellos días en que
se entregó a imaginar ya realizado su proyecto de suprimir y reempla-
zar al cacique del Yuruari mediante una bala de la cual no se supiera
de dónde habría salido, en el primer encuentro con las tropas del go-
bierno. Se le había olvidado quién era José Francisco Ardavín, que para
nada de esto que exigía arrostrar peligros sería nunca bastante osado.
Y tratando de recordar lo que en realidad no había olvidado, no hacía
sino buscar su fantasma desvanecido.
—¡Je, je! Era Cholo Parima quien había hecho así, desde el co-
rredor de la casa donde ya estaba cuando por allí pasó el distraído,
dirigiéndose al caney.
La presencia de este hombre en "Yagrumalito" era obra verda-
deramente diabólica de Miguel Arda vín. Obedeciendo a indicaciones
de éste se lo había llevado consigo José Francisco, para quien nada po-
día ser tan molesto como la compañía de su cómplice. ¿Para que lo su-
primiese –se preguntaba todavía el coronel– o para que Parima lo vigi-
lase a él? Lo primero parecía lo más probable, ya que de modo cierto
nada podría decirse de los designios de aquél, "que se perdía de vista";
pero al mismo tiempo era lo que menos podría hacer José Francisco sin
corroborar la acusación tácita de la opinión pública y la expresa de
Marcos Vargas de que había sido él quien armó contra Manuel Ladera
el brazo homicida del hombrón de las cicatrices.
Pero el tenerlo consigo no habiendo pertenecido nunca a su es-
colta de espalderos, casi equivalía a lo mismo y el dejarlo libre era co-
rrer el peligro de que, echándole mano la justicia, se llegase a descubrir
toda la verdad. Y éste era el círculo atormentador dentro del cual se
sentía cogido el coronel, además de no poder asegurar si era él quien

197 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

"tenía" a Parima o éste a él. Por otra parte, el supuesto Pantoja había
sido instrumento de crímenes de Miguel –el más reciente de ellos el ase-
sinato de aquel negro trinitario que conducía preso a Ciudad Bolívar–,
y si la intención del cacique al indicarle que se lo llevara consigo había
sido aprovechar la ocasión para que se le suprimiese, a él le interesaba,
por el contrario, retenerlo en su poder a manera de rehén contra las
posibles maquinaciones de quien "se perdía de vista" cuando iba dere-
cho a lo suyo.
En cuanto al mismo personaje en cuestión, su conducta era real-
mente inquietante. No tomaba parte en los regocijos del vivac; de las
terneras sacrificadas cogía su ración para comérsela a solas; no alter-
naba con los oficiales en las tertulias ni colgaba su chinchorro en el
caney para dormir junto con ellos; pero siempre estaba de ronda por allí
llevándose en pos de su corpulencia taciturna las miradas recelosas en
el silencio que su paso producía. Acaso habría bastado una guiñada de
ojo de José Francisco para que veinte balazos le acribillaran la espalda,
porque nadie lo veía allí con buenos ojos y esto no podía escapársele a
quien así se comportaba. Pero si podía marcharse de allí cuando a bien
lo tuviese y aún no lo había hecho, esto tenía que aumentar la intran-
quilidad de su cómplice, que quería y no podía hacer aquella guiñada.
Ahora se le acercó con plan de astucia, que no era todo ocurren-
cia del momento, diciéndole:
—¿Qué hubo, Cholo Parima?
—Pantoja, coronel –corrigió el hombrón, que nunca estaba para
equívocos y menos parecía estarlo aquella noche.
—¡Sí, hombre! Siempre me equivoco.
—Que no estaría de más que tratara de corregirse ese defecto –
repuso Parima, con un tono que pocas esperanzas de ascendiente perso-
nal aprovechable para sus nuevos planes debió dejarle al coronel.
Pero éste se hizo el desentendido y prosiguió a lo que iba, más
propio del verdadero José Francisco Ardavín y por rodeos que lo hicie-
ran más tortuoso:
—Creí que ya estarías recogiéndote adonde te tocaría dormir
esta noche... Porque en "Yagrumalito" nadie sabe cuándo el pez bebe
agua ni dónde cuelga Pantoja.

198 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Jm! –hizo el zambo ladino–.


Donde le coja el sueño. Esa ventaja tiene el pobre, a quien no lo
amarran casas.
—Y como seguro mató a confiado –agregó Ardavín.
—Deduzca las consecuencias –concluyó el otro.
—¿Y hoy cómo que estás desvelado? Porque a estas horas ya
otras veces...
—Acalorao es lo que estoy, coronel –repuso, ya valiéndose de ex-
presiones ambiguas–. Y por eso me dejé llegá hasta acá, a cogé el fres-
quito que sopla siempre por aquí.
—Sí que hace calor esta noche.
—Mucha.
—¿Será que va a tronar?
—Será.
Pausa. José Francisco ya no estaba tan seguro de sí mismo como
cuando se decidió a abordarlo. Algo de lo que le sucedió ante el silencio
de sus oficiales volvía a ocurrirle ahora. Pero tenía que jugarse aquella
carta esa misma noche.
—Dime una cosa, Pantoja.
¿Cómo fue aquel recado que te dio Miguel para el jefe civil de
San Félix?
—¿A cuál se refiere usté? Porque son algunos los del general que
en distintas ocasiones he tenío que llevarle al coronel López.
—¡Hombre! Ahora que lo mencionas.
—¡Jm!
—¿Sabes que ha sido destituido?
—Es la primera noticia.
—Sí, hombre. Lo ha reemplazado un enemigo nuestro, por
cierto. El pobre Miguel está muy preocupado. Acaba de participármelo
por teléfono.
—¡Mire, pues!

199 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Parece que el gobierno ha olido algo de los planes revolucio-


narios de Miguel y le está desbaratando el nido, como quien dice.
También han sido reemplazados los jefes civiles de Upata y
Guasipati. Pero esta destitución del coronel López, especialmente, lo ha
puesto sobre aviso.
—Las cosas de la política –repuso Parima como si nada le im-
portase el asunto–, que hoy mandan unos y mañana otros.
—Y hoy ponen unos en claro lo que ayer dejaron otros en turbio
–agregó Ardavín, reticente.
—Usté que lo dice...
—Es que temo que vayan a sobrevenirle complicaciones a Mi-
guel por lo del recado que le llevaste a López.
—¿Por el del gallo será?
—¡Ése!... ¡Ah, Miguel, para tener más vueltas que un cacho!
—Eso como que es de familia.
—¿Y cómo pudiste entender,...
Pantoja –ya iba a equivocarme otra vez– que el gallo era Manuel
Ladera?
—¿Qué me quiere decir con eso, coronel?
—Que era una manera bien rara y confusa de ordenarte que
mataras a Ladera.
—¡Coronel! –exclamó socarronamente el hombre–. Mire que se
está pasando de vivo.
—Nadie nos oye, Cholo Parima.
—Pantoja, coronel.
—¡Cholo Parima! –insistió José Francisco, con veladuras de co-
razón alterado en el acento que debía ser firme.
—¡Jm! –volvió a hacer el hombrón inquietante–. Usté como que
está viendo visiones, coronel.
Y quitó de allí su sombría corpulencia dejándolo plantado.

200 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

José Francisco se llevó la mano a la empuñadura del revólver...


Eran anchas las espaldas de Cholo Parima, casi imposible no hacer
blanco en ellas...
Pero ¡se contaban tantas cosas de las tremendas revueltas del
gigantón cuando empleaba el ardid de volverlas!... Después, cuando
comprendió que no había sido estratagema sino retirada desdeñosa, ya
no se distinguía bulto para la mira del arma... ¡Pocas noches habrían
sido tan negras como aquella de "Yagrumalito" en que José Francisco
Ardavín descubrió que estaba solo!

201 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XI

202 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Las horas menguadas

Cielo encapotado sobre Tumeremo en tinieblas, con relámpagos


silenciosos en el horizonte anunciando la aproximación de las lluvias.
Era medianoche y el calor sofocaba.
Sombras errantes por las calles solitarias; otras, taciturnas, ya
congregándose frente a las oficinas de las empresas purgüeras, la cobija
en el brazo, la magaya a la espalda, el machete en la diestra... La gente
del Turumbán, la gente del Botanamo... Las peonadas que durante el
día animaron la población con el despilfarro del dinero del avance,
ahora reuniéndose remolonas en espera de los capataces para ponerse
en camino de la selva.
—Bueno, Arteaguita –dijo Marcos Vargas, al cabo de un largo
silencio de entrambos–. Dentro de poco estarás tú también cogiendo el
camino de Suasúa. ¡Cómo te envidio!...
—¿Tú quiele cambiá? Como le contestó el chino al fraile del
cuento –repuso Arteaguita, recurriendo al gracejo, como en toda ocasión
lo acostumbraba.
—¡Ah, caramba! –exclamó Marcos, comprendiendo–. ¡Y tan
animado que estabas hace unos momentos!
—Sí, pero... ¡Qué sé yo! Confieso que soy supersticioso y ese
canto de la pavita que acabamos de oír me ha dejado la empalizada

203 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

contra el suelo. Temo resultar uno de esos a quienes no quiere la mon-


taña, como dicen los purgüeros.
—Según tengo entendido, la montaña sólo rechaza a los que van
a ella con miedo.
—Como yo, precisamente –repuso el bromista, ahora con acento
dramático.
Y al cabo de una pausa:
—¡Soy un cobarde, Marcos Vargas! ¿Para qué ocultártelo? ¡Un
cobarde! ¡Maldita sea! Y comenzó a roerse las uñas con una decisión
frenética.
—¡Qué es eso, Arteaguita! –repuso Marcos, con indignación que
hacía generoso el disgusto que aquella miseria de ánimo le causaba–.
¡No hay derecho!
—Eso digo yo –repuso el menguado–: no hay derecho a que lo
coja a uno el toro, quiera o no quiera. Eres pobre y has pasado más
hambre que un ratón en un saco de clavos, porque así te echaron al
mundo sin pedirte permiso, y además con una vitola de esas que no
hacen carrera ni en bicicleta; pero no te da la gana de continuar sién-
dolo para toda la vida, y para salir de abajo, un día te resuelves a tirar
la parada que otros tiran y a todos se les da. Mas cuando ya tienes los
dados en la mano, cuando ya estás maraqueándolos –y aquí Arteaguita
comenzó a agitar la diestra apuñada, emitiendo luego un pujido de
gran esfuerzo ineficaz, a tiempo que aceleraba rabiosamente la mímica,
apretando más el puño, con lo cual simulaba que éste se resistía, por
inhibiciones voluntarias, a soltar los supuestos dados–, cuando ya has
dicho topo, se te tranca el carro y te coge el toro. ¡No hay derecho! ¡Tú
lo has dicho! No se podría sostener que estas palabras habían sido pa-
téticas; fueron demasiadas metáforas y todas ramplonas; pero cuando
era de esperarse que Marcos Vargas soltara una carcajada estrepitosa,
se quedó, por el contrario, en silencio hasta cierto punto respetuoso.
Entretanto, la diestra de Arteaguita continuaba haciendo
ahora con intermitencias convulsivas, la mímica explicada, y como esto
ya era un espectáculo totalmente desagradable, Marcos se la sujetó, se
la inmovilizó, le separó los dedos crispados y para mantenérsela exten-

204 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

dida le apoyó su diestra encima. Arteaguita interpretó que se la entre-


gaba para el apretón patético y se la estrechó fuertemente, emocionada-
mente, exclamando:
—¡Gracias, Marcos Vargas! ¡Qué corazonzote más bien puesto
tienes! Si tú fueras conmigo, ya no le temería a nada.
—No puede ser –dijo Marcos, aprovechando la salida que se le
deparaba de aquella desagradable situación–. Ya te he dicho que te en-
vidio, pero por ahora no puedo darle la espalda al compromiso con-
traído con don Manuel Ladera.
El negocio de los carros me atará por algún tiempo... Que por
cierto me extraña que no hayan llegado ya.
—Tienes razón –murmuró Arteaguita–. Dispénsame... En reali-
dad lo que me sucede es que no me siento bien esta noche. Quizá tenga
un poco de fiebre, pues de pronto me dan calofríos.
—¿No sería conveniente que te regresaras a la posada? Ya va a
ser hora de que te pongas en camino. Digo, si no vas a echarte para
atrás del compromiso que tienes ya contraído con los Vellorinis. Que
según me has explicado, te han abierto un buen partido en la empresa
del Guarampín, y como este año se espera sacar mucha goma, ganarás
mucho dinero.
—No. Si ya te digo, suerte no me ha faltado, después de todo,
pues hasta se me ha presentado otro negocio que también parece bueno.
Una sastrería, que no las hay aquí que valgan la pena. Y como
yo conozco el oficio y hasta ahora no me he comido un trazo...
—Ya estoy viendo por dónde vas a reventar –dijo Marcos.
—No, no. Te hablo de eso para que veas que suerte no me ha
faltado, pues hasta me han ofrecido el capital en condiciones ventajo-
sas...
Pero ya Marcos Vargas no le prestaba atención. Un jinete, in-
confundible silueta gigantesca a través de la oscuridad, acababa de cru-
zar la bocacalle próxima.
—¡Cholo Parima! –exclamó a la sordina–. ¡Buen encuentro a
estas horas! No hace mucho me decía el jefe civil que ya debía de estar

205 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

preso, pues había orden de arresto contra él desde esta tarde. Y como
que va buscando el camino de Suasúa.
En esto el jinete se detuvo, descabalgó y penetró en un tabernu-
cho que por allí había. Era la salida de la población, vía de El Dorado,
por donde ya comenzaba el éxodo de las peonadas; camino de la impu-
nidad de la selva para el asesino de Manuel Ladera.
—Pero no te escaparás –murmuró Marcos, a tiempo que aga-
rraba a Arteaguita por el brazo. Y luego a éste arrastrándolo consigo–:
Ven, para que aprendas a manejarte en esta tierra, curándote
de espantos de una vez por todas.
—¡No, chico! –gimió el menguado–. ¿Qué vas a hacer? Avisé-
mosle más bien al jefe civil...
Déjame ir yo si tú no quieres.
Pero ya Marcos Vargas no atendía a razones.
En el tabernucho sólo encontrábanse el dueño, lavando los va-
sos donde tomaron el último trago los purgüeros que ya partían, una
ramera triste, ante el de cerveza ya vacío con que la obsequiaran, y
Cholo Parima, tomando asiento al lado de ella.
—¿Qué van a tomar los jóvenes? –preguntó el tabernero.
—Cualquier cosa –respondió Marcos Vargas–. Cerveza.
A tiempo que Parima, dirigiéndose a la mujerzuela:
—¿Desde cuándo por aquí, Gallineta?
—Hace tres meses, chico. Pero hoy es la primera salida que
hago, porque vine enferma.
—¿Por dónde andabas?
—Últimamente por El Dorado.
Antes por los laos de Chicanán, con "El Sute". Pero me dio la
baja. ¡Qué se hace, chico! Cuando una dice pabajo, ni los perros la quie-
ren para ruñile los güesos.
—¿De modo que na menos que con el amo del alto Cuyuni?
¡Mire, pues!
—¡Cuá! ¿Y qué te crees? Una ha tenío sus tiempos, chico.
—Te tendría bien, por supuesto.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Asina. Entreveraíto con palizas de cuando en cuando.


—¡Ajá! ¿De modo que el tigre del alto Cuyuni saca también sus
campañas con las mujeres? Muy hombrón me habían pintado siempre
al "Sute" Cúpira.
—Y lo es, chico. No te estés creyendo.
—Eso lo veremos pronto, pues pa allá voy rumbiando casual-
mente.
—¿Sí? Bríndame algo antes de irte, pues.
—¡Cómo no, Gallineta! ¿Cerveza es lo que estás tomando? ¿No
se te ampollará la jeta? Y se volvió para pedir servicio; pero se quedó
con la palabra en la boca al descubrir a Marcos Vargas, de espaldas al
mostrador, mirándole fijamente.
—¡Hum! –hizo luego–. Yo sí sentía en la nuca como algo que me
estuviera haciendo cosquillas. Y era la mirá del joven... ¡Sírvanos cer-
veza, botiquinero!
—En seguida, comandante Pantoja.
—¡Qué comandante ni qué Pantoja! Cholo Parima soy yo, pa el
que me ande buscando sin haberme perdío.
Pero Marcos, sin darse por aludido, no le quitaba la vista de
encima y así transcurrió un buen rato hasta que Arteaguita, ya sin uñas
que roerse y no pudiendo soportar más la presión de tragedia inmi-
nente, le susurró suplicante:
—Déjame salir, Marcos. Déjame ir a avisarle a la policía.
—Bueno –díjole al cabo de un rato–. Anda y avísale.
Y esto lo oyó el tabernero y fue a soplárselo a Parima, disimu-
ladamente, mientras le servía lo pedido.
—¡Ajá! –exclamó el hombrón de las cicatrices y luego, sobándo-
selas–: ¡Ah, bichas pa doleme las marcas que me dejó el difunto, la no-
che en que los machetes alumbra ron el Vichada! ¿Será la entrá de
agua, Gallineta? O algo como agua que quiere corré por aquí esta noche.
Y la mujerzuela asustada, por decir algo:
—¿Con que vas rumbiando pa el alto Cuyuni?

207 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Si no me lo impiden los mirones, porque me sigue molestando


la mosquita. ¿Será que la estoy güeliendo a podrío? Pero yo todavía
como que no estoy muerto, ¿verdá, Gallineta?
—Tómate tu cerveza tranquilo, chico –le aconsejó ella– y andá
vete de aquí cuanto antes, que la hora es nona.
—Menguás las llaman –repuso Parima– y sin embargo hay
quien las busque con sus pasos contaos.
Sereno, espantosamente impávido, recostado contra el mostra-
dor, con los codos apoyados sobre éste y la diestra péndula, sin la más
leve vibración de nervios, ya con el hueco donde cabría justa la empu-
ñadura del revólver al cinto, Marcos Vargas no perdía de vista las ma-
nos del asesino ambidextro –particularidad que no le era desconocida–
, quien al darle de nuevo la espalda sólo lo había hecho para prepararse
la revuelta impetuosa, ya con el arma esgrimida.
—Déjate de eso, chico –insistió la ramera al verlo sacar el revól-
ver.
Pero ya el hombrón estaba de pie, desatada la revuelta ase-
sina...
Que fue la última... Se le desprendió el arma de la zurda, se
llevó la diestra al corazón, dio un pujido y balbució, ya desplomándose,
cenicienta la faz sombría:
—¡Me andó alante el joven!

208 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y fue así como Marcos Vargas...

Momentos después le decía el jefe civil:


—No se preocupe, amigo. Usted no era un particular en esa hora
y punto, sino un agente o por lo menos un representante de la autoridad
que fue a impedir que se fugara ese bandido. Ya le había dicho yo que
había orden de prisión contra él y es un hecho probado que usted no
entró al botiquín sino a cerrarle el paso si intentaba escaparse antes de
que llegara la policía, en busca de la cual mandó a su amigo Arteaguita,
como lo comprueba la declaración del botiquinero. Por otra parte, tanto
éste como "la Gallineta" han declarado que fue Parima el primero en
hacer armas, después de haberlo provocado de palabras sin que usted
se diera por aludido. Así, pues, del sumario levantado no se puede des-
prender causa contra usted y por mi parte no tengo sino que darle las
gracias por el servicio prestado con riesgo de su vida.
Pero si así habían sucedido las cosas que podían ser materia de
juicio, aparte las intenciones recónditas que escapan a la acción de la
justicia, no era propiamente esta la que hablaba por boca del jefe civil,
que apenas horas antes había tomado posesión de su cargo, sino la po-
lítica antiardavinista que comenzaba a desarrollarse y no consistiría,
desde luego, sino en la suplantación de la violencia de unos por la de
otros.

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Canaima Rómulo Gallegos

—Lo único de lamentar –continuó el jefe civil– es que Cholo Pa-


rima se haya llevado consigo al otro mundo todo lo que habría podido
declarar contra los Ardavines; pero de todos modos ya les estamos la-
tiendo en la cueva a los tigres del Yuruari, y ya se le presentará a usted
ocasión de repetir con éxito ante el juez competente lo que dijo en San
Félix ante el coronel López, perdiendo su tiempo.
Pero Marcos Vargas repuso:
—Ya no me interesa.
Era el supremo desdén del hombre que acababa de encontrarse
plenamente a sí mismo, por todo lo que pareciese limitación de la fiera
hombría y el individualismo señero: él había aprendido a hacerse jus-
ticia al dar muerte al asesino impune de su hermano y ya nada se le
importaba de la que pudieran impartir los jueces, tanto en el caso del
crimen de San Félix como en el suyo propio actual.
—Sin embargo –prosiguió su interlocutor–, algo tiene usted que
cobrarle a los Ardavines, pues, aún no le he contado que esta noche, por
los lados de "Yagrumalito", han sido asaltados sus carros por gente ar-
mada de ellos. No le digo que por el propio José Francisco, porque pa-
rece que éste se hallaba en Guasipati en esos momentos –dicho sea de
paso: nada menos que ofreciéndosele a la autoridad para prender al
primo, cosa que a estas horas puede haber sucedido–, pero lo cierto es
que era gente de los Ardavines y que lo han dejado a usted en la ruina;
mataron las mulas, saquearon las mercancías, quemaron los carros,
después de haberlos rociado con el mismo kerosene que traían para los
Vellorinis, y machetearon a los peones, que no tuvieron tiempo de coger
el monte. Esto me lo acababa de comunicar cuando llegó, su amigo Ar-
teaguita a darme el pitazo de que aquí andaba Cholo Parima, un via-
jero que pasó por el lugar del suceso momentos después, y más adelante
se encontró con sus peones, camino de para acá conduciendo a sus com-
pañeros heridos, que son dos. Parece que los salteadores cogieron la vía
de El Callao y ya telefoneé al coronel Alcaraván, quien me dijo que sal-
dría a perseguirlos inmediatamente, él mismo en persona.
Marcos Vargas permaneció en silencio, sin que se advirtiera que
la noticia del grave perjuicio sufrido lo hubiese afectado. De una ma-
nera general, así se comportaría siempre ante el hecho de la pérdida de
bienes positivos, hacia los cuales no tenía apego, y por otra parte, las

210 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

represalias de un ene migo a quien ya hubiese declarado guerra nunca


le producirían arrebatos de cólera, pues las consideraba como episodios
naturales de la lucha, y el sentido gozoso de ésta impedíale entregarse
a reacciones sombrías o deprimentes del ánimo; pero aun no siendo así,
se habría comportado como ahora lo hacía, porque el acto consumado
momentos antes, la tremenda experiencia de sí mismo recién adquirida,
parecía haberlo desplazado fuera de todo contacto con las cosas que
hasta allí lo hubiesen interesado, tanto las materiales como las del or-
den afectivo o moral.
—Eso tenía que suceder esta misma noche –díjose, mental-
mente.
Y luego, dirigiéndose al jefe civil:
—Yo me voy a la posada. Hágame el favor de avisarme cuando
lleguen los peones.
Allí estaba, momentos después, recostado en su chinchorro, las
manos bajo la nuca; la mirada hacia el techo, el pensamiento fundido
en la sensación integral de sí mismo –única cosa existente para su con-
ciencia, libre y solitaria realidad dentro de la nebulosa de un mundo
desvanecido– cuando llegó Arteaguita acompañado de José Vellorini.
—¡Muy bien! ¡Muy bonito! ¡Magnífico! ¡Usted convertido en po-
licía! ¡Dignísima profesión! ¿Cuánto le pagaban por eso? Pero como
Marcos no se daba por aludido y ni siquiera se volvía a mirarlo, avan-
zando hacia él se le plantó por delante y prosiguió:
—¿Qué necesidad tenía usted de ir a arrestar a ese hombre? ¿Le
parece que con eso basta para lavarse las manos? ¿Se imagina que eso
será suficiente para que su madre apruebe su conducta? ¡Mire que es
mucho! ¡Tan joven y ya con una muerte encima! ¿Y su novia?...
Yo no debiera hablarle de su novia, pero ¿con qué cara se le va
a presentar ahora a las personas que han puesto en usted su cariño y
su estimación? ¡A ver, dígame! ¿Con qué cara se le va a presentar ahora
a su madre?
—Déjeme en paz, don José –repuso desabridamente–. No estoy
para oír regaños ni para dar explicaciones.
—¡Muy bien! ¡Magnífico! ¡Así salen los hombres de las dificul-
tades! ¡No estoy para dar explicaciones! ¿Ha oído usted, Arteaguita?

211 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

¡Usted, que se ha tomado el asunto tan a pecho que hasta fiebre le ha


dado, como si la desgracia le hubiera ocurrido a usted mismo! Ahí tiene
a su amigo diciéndole que no está para oír regaños. ¿Quién habrá ve-
nido a regañarlo? ¡No faltaba más! Va este amigo suyo, que lo quiere
de veras, a contarme lo que le ha ocurrido a usted y dejo yo mis ocupa-
ciones –porque ya me había levantado para atenderle a la salida de los
purgüeros, que siempre necesitan algo a última hora–, dejo lo que es-
taba haciendo en cuanto me entero del acontecimiento para venir a de-
mostrarle mis... mis... ¡Bueno! Para venir a decirte que has cometido
una tontería. ¡Ya está! Dio unos pasos por la habitación, gesticulando
y moviendo los brazos como aspas al viento, mientras agregaba:
—Te has dejado llevar demasiado de tus buenos impulsos, que
a veces resultan tan perjudiciales como los malos, de la indignación que
te producía el ver que se fugara impune el asesino del pobre Manuel,
que fue bueno contigo...
!En fin! Que te has portado como un hombre, pero con sacrificio
de tu tranquilidad de conciencia... Y he venido a decirte que... ¡Que aquí
estoy yo para todo lo que pueda serte útil! ¡Ya está! Dijo todo esto ha-
ciéndose violencia, porque así no debía hablar Vellorini "el malo" y con-
tinuó paseándose de aquí para allá y refunfuñando:
—¡Hombre! No faltaba más, sino que después que te has por-
tado como un hombre, con riesgo de tu vida, viniera uno a regañarte y
a amargarte más la existencia!...
!Bueno estaría el mundo!...
!Hombre! Pero Marcos Vargas no quería abandonarse a las
emociones de la bondad humana, que tan singular encarnación tenía
en José Vellorini y que habrían enternecido su corazón cuando lo nece-
sitaba insensible a todo lo que no fuese cónsono con la fiera experiencia
de sí mismo que acababa de adquirir, sin que eso fuese despecho som-
brío, y así repuso secamente a las generosas palabras del viejo gruñón:
—¿Sabe ya lo de "Yagrumalito"?
—¿Lo de los carros? Sí.
Acaba de comunicármelo el jefe civil. ¡Es inicuo! Han querido
arruinarte en represalia de tus palabras en San Félix. Ya me lo espe-

212 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

raba yo por momentos. Esos bandidos no podían perdonarte que te hu-


bieras atrevido contra ellos... Pero el mundo da vueltas, Marcos Vargas,
y lo que hoy está de pie, mañana estará de cabeza...
Además, tú tienes la vida por delante para rehacerte de esa pér-
dida... Por la de nuestras mercancías no te preocupes.
—Eso le digo yo a usted, don José.
—¡Bah! ¡Ni hablar de eso! Ya Francisco sabrá hacérselo pagar,
y en cuanto a lo tuyo, ahora mismo, si quieres, hay para ti un buen
negocio en nuestra empresa purgüera. Casualmente aquí el amigo Ar-
teaga acaba de manifestarme que no se siente bien de salud para inter-
narse en la montaña –la impresión de lo que acaba de sucedertey con
ese motivo tendré que hacer una reorganización de la empresa que me
permite ofrecerte desde luego un buen negocio para ti como encargado
general. ¿Quién mejor que tú para defender nuestros intereses? Este año
se espera sacar mucha goma y podrás ganar mucho dinero.
Ahora Marcos Vargas miraba a Arteaguita, que a todas éstas
había estado en silencio y cabizbajo, y éste, como entendiese lo que im-
plicaba aquella mirada, murmuró sordamente:
—¡Qué se hace, chico! El que nació barrigón, ni que lo fajen chi-
quito. Volveré a coger mi tijera.
Marcos Vargas abandonó el chinchorro. El partido que acababa
de abrirle José Vellorini era otra de las cosas que tenían que suceder
aquella misma noche, pero también el puente de plata que días antes
quiso tenderle don Francisco. Ahora las circunstancias habían cam-
biado: tenía deudas imperiosas a que atender y ya el amor de Aracelis
flotaba en la nebulosa del mundo desvanecido en torno suyo. Pero al
mismo tiempo siempre era una ayuda que se le ofrecía y él quería pa-
sarse sin ella.
Dio unos pasos por la habitación. A vuelta encontrada, ha-
ciendo lo mismo José Vellorini, éste se le plantó por delante, le apoyó
sus huesudas manos sobre los hombros, se los oprimió afectuosamente
mientras lo miraba en silencio y luego le dijo:
—Acepta, muchacho. No es un favor que quiera hacerte, sino un
negocio que te propongo, conveniente para nosotros tanto como para ti.
Y Marcos, cediendo a la emoción de bondad humana:

213 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Acepto, don José. Cuente conmigo.


Y fue así como Arteaguita se quedó al margen de la aventura y
Marcos Vargas se vio lanzado a ella.

214 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XII

215 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Canaima

¡Árboles! ¡Árboles! ¡Árboles!... La exasperante monotonía de la


variedad infinita, lo abrumador de lo múltiple y uno hasta el embrute-
cimiento.
Al principio fue la decepción.
Aquello carecía de grandeza; no era, por lo menos, como se lo
había imaginado. No se veían los árboles corpulentos en torno a cuyos
troncos no alcanzasen los brazos del hombre para abarcarlos; por el
contrario, todos eran delgados, raquíticos diríase, a causa de la enorme
concurrencia vegetal que se disputaba el suelo.
—¿Y esto era la selva? –se preguntó–. ¡Monte tupido y nada
más! Pero luego empezó a sentir que la grandeza estaba en la infinidad,
en la repetición obsesionante de un motivo único al parecer. ¡Árboles,
árboles, árboles! Una sola bóveda verde sobre miríadas de columnas
afelpadas de musgos, tiñosas de líquenes, cubiertas de parásitas y tre-
padoras, trenzadas y estranguladas por bejucos tan gruesos como tron-
cos de árboles. ¡Barreras de árboles, murallas de árboles, macizos de
árboles! Siglos perennes desde la raíz hasta los copos, fuerzas descomu-
nales en la absoluta inmovilidad aparente, torrente de savia corriendo
en silencio. Verdes abismos callados... Bejucos, marañas... ¡Árboles!

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Canaima Rómulo Gallegos

¡Árboles! He aquí la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libra-


ría Marcos Vargas. El mundo abismal donde reposan las claves mile-
narias. La selva antihumana.
Quienes trasponen sus lindes ya empiezan a ser algo más o algo
menos que hombres.
La deshumanización por la temeridad en la curiara espiera con
tra el torrente arrollador de los raudales, la proa hundida entre las hir-
vientes espumas, tensa la espía de chiquichique, de cuya resistencia de-
pende la vida; o chorrera abajo por el angosto canal erizado de escollos,
de riscos filudos, vertiginosamente, contenido el respiro, azaroso el des-
tino bajo el brazo del práctico que sostiene el canalete que hará de ti-
món, después de la suerte echada al ordenar, ya al borde del rápido:
—¡Apretá la boga! Para que la curiara entre de prisa en el la-
berinto de la muerte por donde hay sólo camino de escape para la vida,
tortuoso y estrecho.
!Raudales del Cuyuni, que por algo significa diablo en dialecto
macusi, laberintos de corrientes y contracorrientes estrepitosas por en-
tre gargantas de granito sembradas de escollos! Ya Marcos Vargas iba
aprendiendo a correrlos, desvaneciéndosele en niebla de embriaguez so-
brehumana el instinto de conservación.
La deshumanización hacia el embrutecimiento por la paciencia
aletargadora, en el bongo o la falca, días y días ante un panorama ob-
sesionante y siempre igual: agua y monte tupido, agua y bosque tran-
cado.
¡Árboles! ¡Árboles! ¡Árboles!... Las penosas jornadas a pie por
los trajines de las manadas de dantas salvajes que corren hendiendo y
derribando el monte cuando han venteado al tigre; por las trochas del
indio, en las cuales persiste durante días la pestilencia de las grasas
con que embadurnan sus cuerpos para defenderse de picaduras de in-
sectos o mordeduras de serpientes; por las picas que es menester ir
abriendo, machete en mano, cuando se tira un rumbo a cortar la selva
que ya ha sido explorada y trabajada por el cauchero, bravías malezas
revueltas, maraña intrincada.
Por la selva virgen, que es como un templo de millones de co-
lumnas, limpio de matojos el suelo hasta donde la fronda apretada no

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Canaima Rómulo Gallegos

deja llegar los rayos solares, solemne y sumida en penumbra misteriosa,


con profundas perspectivas alucinantes. Las jornadas de andar cabiz-
bajo y callado ante la abrumadora belleza extraña del panorama, siem-
pre igual y siempre imponente: verde sombrío y silencio, verde sombrío
y lejano rumor de marejada. Del océano de cientos de leguas de selva
tupida bajo el ala del viento que pasa sin penetrar en ella.
El encuentro, siempre emocionante, con el indio señero tras la
vuelta del caño, silencioso dentro de su concha, el canalete apenas ro-
zando las aguas, el ojo zahorí explorando el remanso ribereño, sombrío
bajo el ramaje inclinado de los árboles inmensos...
Se agita el agua dormida, el pescador solitario se pone de pie
dentro de la embarcación diminuta y son dos figuras alucinantes él y
su reflejo en el caño. Tiende el arco o emboca el cañuto, dispara la flecha
o la cerbatana, vuelve a acuclillarse y a cobrar el canalete, calmoso,
pues ya el morocoto o el aymara se abuyan paralizados por la acción
del curare... El niño grave y taciturno, que es el silencio en bronce bo-
gando por el caño solitario. El duende de la selva, que aparece y desa-
parece de pronto sin que se advierta por dónde.
El enigma de la selva milenaria en las terramaras funerales
que se elevan a orillas de los ríos caudalosos, cementerios de pueblos
desaparecidos donde son ahora bosques desiertos, y en los "timeríes"
monumentales grabados en las rocas graníticas de las grandes catara-
tas, simbólicas inscripciones de ignotas razas en el alba de una civili-
zación frustrada. Los indios actuales, que no saben descifrarlas,
cuando han de pasar frente a ellas, se aplican ají a los ojos para librarse
del maleficio del tabú, pues tales caracteres contienen los misterios de
la tribu que se perdieron en la gran noche sin luna. La historia de "ta-
rangué" –la tribu que existió–, que sólo podrá descifrarla "tararana", la
tribu que algún día vendrá...
El infierno verde por donde los extraviados describen los círcu-
los de la desesperación siguiendo sus propias huellas una y otra vez,
escoltados por las larvas del terror ancestral, sin atreverse a mirarse
unos a otros, hasta que de pronto resuena en el espantoso silencio, sin
que ninguno la haya pronunciado, la palabra tremenda que desenca-
dena la locura:

218 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Perdidos! Y se rompe el círculo, cada cual buscando su


rumbo, ya totalmente desligado del otro, bestia señera y delirante, hasta
que vuelven a encontrarse en el mismo sitio donde se dispersaron, pero
ya no se reconocen porque unos momentos han bastado para que el ins-
tinto desande camino de siglos.
¡Árboles! ¡Árboles! ¡Árboles!... La impresión primera y singu-
larmente intranquilizadora de que en aquel mundo abismático, in-
creada todavía la vida animal, no reinasen sino las fuerzas vegetales,
sin trino de pájaro ni gruñido de bestia en el hondo silencio, porque la
presencia del hombre, de ese monstruoso acontecimiento que es la bestia
vertical y parlante, esparce el recelo entre los pobladores del bosque. Y
así transcurre el día y llega la noche.
La noche, que sobreviene de pronto, sin crepúsculo, entre las al-
tas murallas de árboles que encajonan el río o el caño, o en medio de las
lindes circulares del bosque en torno al claro del campamento... Negros
árboles hostiles que por momentos parecen ponerse en marcha sigilosa
para cerrar aquel hueco que abrieron los hombres intrusos, a fin de que
todo amanezca selva tupida otra vez.
Cruza una exhalación, grande como un bólido, por el río de es-
trellas que corre sobre el Guarampín, dejando una estela azulenca; se
apaga en silencio por encima del mar tenebroso de la selva apretada...
Se produce un murmullo entre el bosque negro, algo así como un bisbi-
seo de escuchas avanzados en torno al intruso... Transcurre una pausa
y luego, poco a poco, comienza a manifestarse la vida animal.
Pasa el vuelo blando de la lechuza trompetera de impresionante
graznido. Se oye el sonido peculiar, la u sibilante de la arañamona. Se
alza de pronto el canto desvelado del tucuso montañero. Grita el obiu-
bis. Se escucha el tropel lejano de una manada de dantas que huyen del
tigre. Continúan percibiéndose los mil rumores de la bestia noctám-
bula... Los ahoga el inmenso gemido de la caída de un árbol, a leguas
de distancia, y cuando se cierran los negros abismos del eco toda la
selva vuelve a quedar en silencio... Ahora un silencio extraño, que pro-
duce angustia, absoluto y profundo para los oídos de los hombres intru-
sos.

219 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Pero los indios, de sutilísimos sentidos expertos en la compren-


sión de aquel mundo, cuando sobrevienen estos repentinos enmudeci-
mientos totales, prestan atención expectante.
—¡Canaima! El maligno, la sombría divinidad de los guaicas
y maquiritares, el dios frenético, principio del mal y causa de todos los
males, que le disputa el mundo a Cajuña el bueno. Lo demoníaco sin
forma determinada y capaz de adoptar cualquiera apariencia, viejo Ah-
rimán redivivo en América.
Es él quien ahuyenta las manadas de dantas que corren arro-
llándolo y destrozándolo todo a su paso, quien enciende de cólera los
ojos como ascuas de las arañamonas, excita la furia ponzoñosa del can-
gasapo, del veinticuatro y de la cuaína del veneno veloz, azuza el celo
agresivo y el hambre sanguinaria de las fieras, derriba de un soplo los
árboles inmensos, el más alevoso de todos los peligros de la selva, y des-
encadena en el corazón del hombre la tempestad de los elementos in-
frahumanos.
Y fue él quien, bajo la forma de aquel extraño silencio que de
pronto se había producido, se asomó aquella noche a la linde del bosque
para conocer a Marcos Vargas, cuyo destino ya estaba en sus manos...

220 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ángulos cruzados

Componíase una empresa purgüera de una estación principal,


situada a orillas de un río o caño navegable, donde residían los propie-
tarios o administradores, se almacenaban los víveres para el abasteci-
miento de la peonada que allí continuaba avanzándose y se depositaba
el purguo elaborado, y de otras estaciones subalternas, comunicadas
con aquélla por trochas abiertas por entre el bosque cuya extensión do-
minaban, a cargo de los diversos contratistas o capataces, y de las cua-
les dependían respectivas secciones de la peonada esparcida por los "re-
cortes" que por parejas se les asignaban, moradores de la tarimba –te-
cho de palma sobre cuatro estacas en lo intrincado del monte– donde
elaboraban el purguo recogido, compartían el mal alimento y la embru-
tecedora soledad y colgaban la yacija para el sueño temerario a merced
de la selva inhóspita.
Hacia las cabeceras del Guarampín estaba situada la empresa
de los Vellorini, al frente de la cual se iniciaba Marcos Vargas en la
vida del purgüero.
Con el alba levantábase y todo el día se lo pasaba recorriendo
la peonada esparcida por el bosque, compartiendo los duros trabajos de
aquellos hombres que arriesgaban la vida al treparse a los altos árboles
quebradizos, él también aprendiendo a extraerles el látex precioso,

221 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

puestos los estrafalarios arreos del purgüero cansado para que éste re-
posase unos momentos o ayudándolos en el conocimiento y fumigación
de las planchas, entre el humazo de los poncherones junto a las tarim-
bas, tanto para evitar el fraude acostumbrado de la piedra para au-
mento del peso o las ligas de pendare o cajimán con que solíase adulte-
rar el balatá, como a fin de aprender cuanto tuviese que reclamarles
bien hecho en defensa de los intereses que se le habían confiado. Y com-
penetrándose con las oscura intimidad de aquellas vidas humildes y
torturadas, cuando los peones descansaban contándose sus tristezas.
En cuanto a la compenetración con la selva, con su misterio fas-
cinante y con la vida formidable y múltiple que palpitaba bajo la quie-
tud y monotonía aparentes, lo aleccionaban los indios de las riberas del
Acarabisi que tenía a su servicio personal, uno, joven y hermoso, de ne-
gra cabellera hasta los hombros, mirada inteligente y habla cadenciosa
y melancólica, pescador y cazador diestrísimo, que así le preparaba ali-
mentación variada, y el otro, ya viejo, que se la aderazaba como le ha-
bían enseñado otros "racionales" de quienes fue cocinero.
Ellos le enseñaron a percibir los mil rumores que componen el
aparente silencio de la selva; a distinguir los que produce el hombre
cuando marcha por el bosque, de los que son producidos por los anima-
les que lo pueblan; a saber, por el ruido del canalete, a distancia, si una
curiara subía o bajaba por el caño o el río. A descubrir la presencia de
aves de color de la fronda, donde el instinto mimético las dejaba inmó-
viles y silenciosas cuando se acercaba el hombre, y la de las bestias, que
a la primera impresión parecían faltar por allí, por las cuevas de los
acures y los cachicamos, los "tajines" de los váquiros hacia el bebedero,
la huella de la danta en los fangales por donde pasó hociqueando
cuando iba sin prisa o en el estrago del monte tupido que rehendió en
su carrera de rebaño asustado, y las del oso hormiguero, del puma y del
jaguar. Y en compañía del joven pescador, a bordo de la concha sigilosa
que apenas rizaba el remanso ribereño, aprendió a distinguir los peces
por el aguaje: los morocotos de carne suculenta, de los sabrosos aymaras
espinosos.
De cacería, iniciándose en las candorosas supersticiones, apren-
dió que la presa no debía sacarse del monte sin la precaución de cortarle
y enterrar las orejas en el sitio donde hubiera caído y atarle luego las

222 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

patas de dos en dos y con cierto bejuco, pues de lo contrario nunca vol-
vería a tropezarse el cazador con otra semejante, y que para cada hom-
bre había ciertos animales a los cuales no debía dar muerte, así como
determinados árboles que no debía cortar ni de ningún modo dañar,
porque eran sus "nahuales" –"alter ego" o segunda encarnación del yo–
con cuyo perecimiento perdería el hombre porción consubstancial de su
existencia y toda esperanza de continuar disfrutándola después de la
muerte.
Le enseñó también el acaribisi, su lengua cadenciosa –ellos dos,
la vereda, la escopeta y el cuchillo:
azarú, sarají, aracabusa y mariyále refirió que un día tuna y
apoc –el agua y el fuego, la lluvia y el rayo–, destruyeron su churuata y
mataron a baruchí que significa hermana, y de él aprendió Marcos Var-
gas que para penetrar en los abismos de melancolía que encierra el
alma del indio había que oírles cantar el Maremare, como lo entonaba
aquel de la cabellera hasta los hombros, salvaje, monótono, triste, la-
mentoso, y cuya bárbara letra insistía hasta la exasperación:

Maremare se murió.
Maremare se murió.
Maremare se murió...

Terminados sus quehaceres, es tos indios solían alejarse del


campamento, bosque adentro, y allí, silenciosos y taciturnos o apenas
cambiando entre sí breves frases, pasábanse las horas sentados uno al
lado del otro sobre el tronco de un árbol caído, no contemplativos ni
meditabundos sino simplemente sumidos en la salvaje quietud que los
rodeaba, bajo el alto rumor perenne de las frondas tupidas donde a ra-
tos afinaba sus melodías el invisible pájaro–violín o a distancia se oía
el golpe del machete del purgüero castrando el árbol pródigo, o el canto
lánguido del pájaro–minero o del campanero.
Marcos Vargas, como nada tuviese que hacer, solía ir a reunír-
seles y de ellos ya estaba aprendiendo también a sumergirse sin pala-
bras ni pensamientos en aquel mundo abismal, fija la vista al azar so-

223 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

bre el tronco de un árbol donde diera un rayo de sol, allá espesura aden-
tro, y ya comenzaba a hacer la experiencia de que entonces no se era
sino otro árbol donde no daba el sol.
Un día, recién llegado, estando allí, fue la lluvia de falenas.
Millares, millares de gusanos que de pronto comenzaron a caer
de las ramas de todos los árboles. Y treinta días después, estando allí,
no otra vez sino todavía, pues era como si el tiempo no hubiese corrido,
fue la eclosión de las crisálidas, el repentino florecimiento del aire, de
aquel aire verde y húmedo, de calidad vegetal, donde de pronto apare-
cieron revoloteando millares de mariposas... Marcos Vargas se incor-
poró bruscamente, con el sobresalto de las maravillas y los acaribisis
sonrieron entre sí como los iniciados de los neófitos... Y se cerró el
círculo de la vida en el vuelo nupcial de los insectos recién salidos del
letargo creador, se unieron allí mismo los dos extremos del torbellino:
la fecundación y la muerte, Cajuña y Canaima...

Los domingos, por la tarde, solía Marcos Vargas atravesar el


Guarampín para visitar a aquel misterioso conde Giaffaro, de quien
por primera vez le había oído hablar al americano Davenport y a través
del cual le presentaba la selva uno de sus aspectos más dramáticos.
Habitaba el carilargo y desgalichado personaje una casa rús-
tica pero bastante confortable, con huerta y jardín cultivados en medio
del bosque bravío, en la cual había reunido un museo de artefactos in-
dígenas y de pájaros y otros animales de la selva, disecados por él y
científicamente clasificados, así como también era obra de su maestría
en el arte del embalsamamiento la momia de un indio que lo había
acompañado y servido durante varios años y que ahora, en perennidad
de cosa incorruptible, completaba y presidía aquella colección.
Guardábala bajo llave y no la mostraba sin tomar precauciones
y recomendar que se le mantuviese el secreto, pues si la servidumbre
indígena llegaba a enterarse de que convivía con despojos de la muerte,
en seguida habría abandonado la casa, y, corrida la voz, nunca más se
hallaría un indio que quisiera servir en ella.

224 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Ya sabrá usted –dijo el conde– que para el indio es tabú lo


que se relacione con la muerte y que ésta es una de las principales cau-
sas de sus continuas migraciones, pues cuando muere un cacique o pia-
che, la comunidad abandona la churuata, para ir a plantar otra más
allá, dejando en aquélla el cadáver, al aire, dentro de un cutumari.
Esto lo dijo Giaffaro –que ya envejecía– con cierta dificultad de
expresión y moviendo continuamente la cabeza de una manera cho-
cante, peculiaridad de que había adolecido desde su juventud y que
ahora tenía más pronunciada, dándole a su voz una vibración penosa,
de tartamudeo.
Por otra parte, bajo la influencia del campo visual estrecho y
cerrado y del espectáculo monótono y obsesionante de la selva –toda su
inmensidad y su misterio en la quietud de un árbol donde al azar se
detuviera la vista entre mil otros iguales–, ya aquel espíritu había per-
dido el hábito del pensamiento discursivo, adquiriendo en cambio el de
la sumersión en las intuiciones integrales, que no podían ser expresadas
sino, cuando más, como lo hacía el indio, con una sola palabra entre
silencios que la envuelven en un halo de significaciones simplemente
sugeridas, y así era visible el esfuerzo que tenía que hacer el conde para
expresarse por medio de períodos coordinados y completos.
Eran ya quince años de aislamiento, de palabras sueltas entre
silencios para comunicarse con los aborígenes de su servidumbre do-
méstica –unas cuantas guarichas para el oficio casero alternado con el
amoroso, y otros cuantos varones para la caza y la pesca, el cultivo de
la huerta y el cuidado del jardín y para la explotación de los bosques
purgüeros circundantes, cuando era tiempo de ello.
Sólo entonces restablecía algún contacto con los "racionales" –
ya él también usaba el término con que el indio designaba el civilizado
más o menos auténtico–: con los purgüeros de la empresa de los Vello-
rini, que, río por medio, solían atravesarlo para ir a jugarse con él lo
que allí estuvieran ganando, que ya no siempre lo perdían, como antes
los que con él se midieran, y con los que, terminada la explotación, se
reunían en Tumeremo, adonde él también iba a vender el producto de
la suya.
Allí eran las grandes partidas de "poker", pero de ellas de año
en año se fue acostumbrando a regresar perdidoso, ya obcecado jugador

225 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

sin fortuna, tumbado en la curiara, moviendo continuamente la cabeza,


silencioso y con la mirada inmóvil bajo la influencia embrutecedora de
la lenta, penosa y monótona navegación del río interminable a tra vés
del bosque sin fin.
Marcos Vargas quería sondear aquel misterio. Que le hablase
de su vida anterior, que le explicara por qué había decidido internarse
para siempre en aquella bárbara soledad. ¿Decepciones? ¿Cansancio
del mundo civilizado? ¿Fastidio de haberle dado la vuelta varias veces?
El extranjero movía negativamente la cabeza y quedábase mirando al
criollo curioso, largo rato, con sus ojos saltones ahora inexpresivos. Por
otra parte, nunca había sido amigo de revelar su intimidad.
Marcos Vargas insistía.
Quería contemplar la selva desde aquel ángulo sugestivo, verla
a través de aquellos ojos que se habían paseado por todos los panora-
mas del mundo, sentirla en extranjero, en europeo civilizado, en quin-
taesencia humana, como se representaba él, con su criollo complejo de
inferioridad –por menos fetichista que fuese, por más autóctono que se
sintiera–, al hombre de Europa. ¿Qué aspectos le presentaría al conde
Giaffaro la selva del Guarampín? Ya él estaba aprendiendo a verla a
través del indio. ¿Cómo se vería desde aquél otro ángulo? El conde son-
reía inexpresivamente, mostrando los dientes largos y ennegrecidos por
la nicotina y continuaba moviendo la cabeza mecánica. Ya aquello no
parecía pensar.
Pero una vez, de pronto, rompió a hablar:
—No le sorprenda, joven, que yo hable por usted –no se entendía
bien por qué comenzaba así–, pues hay una porción del pensamiento
que llamamos propio y que, sin embargo, sólo nos pertenece como el aire
que envuelve nuestro planeta: mientras lo respiramos. Siendo, por lo
demás, el mismo aire que nuestro vecino acaba de expulsar de sus pul-
mones, con el calor de su intimidad vital, con toda la porquería que a
veces, si no siempre, tiene la intimidad humana. ¡Créamelo us ted! Y
hay que cuidarse de ella haciéndose curas periódicas, abriéndoles vál-
vulas de escape a las inmundicias que se van acumulando dentro del
alma, a fin de que no lleguen a intoxicárnosla por completo. Y para esto,
joven, no hay como la selva.

226 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Marcos Vargas se enderezó en el asiento –era en el museo, frente


a la momia del indio– como quien se dispone a oír por fin lo que mucho
ha deseado. Ya se abría el ángulo prometedor y, por otra parte, aquello
de las curas periódicas debía referirse a las que, según versiones llega-
das a sus oídos en aquellos mismos días, habían motivado las primeras
apariciones del conde en Guayana, de donde se formaron leyendas ra-
yanas en consejas.
—Trate usted su alma –prosiguió el extranjero– como una cal-
dera de vapor, vigile los aparatos registradores de la presión y cuando
advierta que ésta pone en peligro la integridad de aquélla, tire el obtu-
rador sin falsos escrúpulos y ábrale la válvula de escape al grito de Ca-
naima. Y deje que los demás se pierdan en conjeturas acerca de lo que
significarán esos silbatos de alarma. ¡Usted sabe lo que significan y eso
basta! Aquí se agolparon y se interfirieron en la mente de Marcos Var-
gas tres motivos de reflexiones: el recuerdo bizarro de que una vez había
tenido un reloj que no marchaba como era debido, pero que de pronto y
sin motivo aparente echaba a andar a toda la velocidad que podía desa-
rrollar la tensión de la cuerda –así como de pronto se había vuelto lo-
cuaz el taciturno personaje frente al cual se hallaba–; la comprobación
de que no eran leyendas las que les había oído en aquellos días a sus
purgüeros acerca de misteriosos gritos que solían oírse por los lados de
la casa del conde Giaffaro, y, finalmente, la intuición de que éste había
dicho algo muy significativo y de aplicación a su caso propio –el de
Marcos Vargas–, pues dentro de su alma había algo que por momentos
hacía presión amenazante de estallido. Algo que, aunque se empeñase
en no reconocerlo así, tenía su origen en el acto vindicativo de la noche
de Tumeremo. Ni aun entonces quiso decirse mentalmente: de la muerte
de Cholo Parima.
Y con todo aquello confundido en la intención inicial repuso:
—Lo que me sorprende es que usted haya gozado fama de hom-
bre misterioso...
Pero no completó el pensamiento, desvanecido de pronto como
las imágenes del sueño cuando se despierta bruscamente.
Pero tampoco el conde necesitaba más para proseguir.
—¡Ah! –exclamó con una exhibición completa y totalmente des-
agradable de sus dientes largos y sucios–. Pero ¿es que usted no sabe

227 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

que los únicos hombres misteriosos que realmente existen son los que no
ocultan lo que de ellos se sospeche y se murmure? ¡Claro que hay varios
modos de comunicación con los demás! Pero el más artístico, o el más
hábil, simplemente, si así prefiere calificarlo, es éste: dé mucho que pen-
sar y ya le bastará con explicar poco. De una manera tácita, no digamos
involuntaria, acaba usted de admitir que la esencia de la amistad es
dejar vivo al amigo, por contraposición con la del amor, que procura
destruir el ser amado en cuanto a ser distinto y diferente del nuestro,
pues desde que un hombre trata de explicarle a otro empieza a conver-
tirlo en representación propia y por lo tanto a quedarse solo consigo
mismo sobre el estúpido mundo. ¿No le parece? A mí, por lo menos, no
me interesa en absoluto explicarme la intimidad de su espíritu. Por el
contrario, lo que puede cautivarme de su trato es, precisamente, la re-
serva de misterio que sepa usted administrar en presencia mía. ¿Y la
sinceridad –pregunta usted– dónde me la deja? Pues voy a contestarle
con otra interrogación. ¿Quién, que de veras se estime a sí propio, puede
ser sincero? Desconfíe siempre de quien le proponga semejante mons-
truosidad, pues algo suyo querrá arrebatarle. Repare en que nos im-
porta un bledo ser engañados por aquellas personas de quienes nada
tenemos que esperar o que temer y medite un poco acerca de lo que eso
deba significar. Pero sea cual fuere la conclusión a que usted llegue por
ese camino, yo no vacilo en proclamar que la sinceridad me parece una
porquería. Hay una forma de ella que tal vez sea oportuno mencionar y
que es para mi el verdadero pecado contra el Espíritu:
confesar lo que nos atormente, volcar en una confidencia las in-
quietudes o las miserias de nuestra intimidad para librarnos de ellas.
Creo advertir que le es a usted particularmente desagradable, o
por lo menos chocante, oírme hablar así; pero no tengo interés ninguno
en comprobar que no me he equivocado. De todos modos, insisto, guár-
dese de semejante torpeza con persona cuya amistad desee conservar,
pues desde ese momento se le volverá insoportable. Y lo que es peor to-
davía: procurará usted adulterar su propia intimidad a fin de ser un
hombre diferente de aquel que ya su confidente conoce y por lo tanto
posee. En una palabra: se convertirá usted en un fantasma de sí mismo.
Hasta aquí llegó aquella tarde el conde Giaffaro. Luego se le
apagó la chispa de inteligencia que había brillado de pronto en sus ojos

228 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

saltones y ahora lacrimosos, por añadidura de vejez, y sin transición


gradual, sino de golpe y de repente, pasó de la locuacidad al silencio
obstinado.
Marcos Vargas se quedó caviloso. Una vez más había oído cosas
muy significativas que le eran particularmente aplicables. ¿Qué necesi-
dad había de justificarse ante nadie por lo ocurrido en Tumeremo?...
¡Ante nadie! Y una vez más reprimió el mo vimiento de su alma, ahora
hacia la imagen de su madre, de quien no había recibido noticias des-
pués de lo de Tumeremo.
Y cuando volvió a atravesar el Guarampín para regresar al
campamento purgüero, de todo cuanto dijo el conde en una sola cosa
iba pensando: que la selva era para que en ella se le abriese la válvula
de escape al grito de Canaima.

229 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El corrido del purgüero

Pero la selva era también el infierno del purgüero, donde están


las cuaimas bravas la mapanare en pandillas, también la cuaima ama-
rilla y el dichoso veinticuatro, el terrible cangasapo que es un bicho trai-
cionero, la fulana arañamona terror de todas las fieras...

El bosque inhóspito por donde se internaba maldiciente el peón


que ya arrastraba la cadena del avance, trozando con su machete los
vástagos tiernos del árbol del látex, y murmurando:
—¡Pa que mis hijos no pasen estas crujías! Ochenta hombres
trabajaban por allí con riesgo de la vida para aumentar la riqueza de
los Vellorini. Ochenta y uno con Encarnación Damesano, que siempre
llevaba en la boca el corrido de las penalidades y desdichas del pur-
güero.
Fugitivo de la empresa del Cuyubini –propiedad de Miguel Ar-
davín– por causa de malos tratos, llegó a la del Guarampín pidiendo
protección y trabajo.

230 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Infiero que ya usté debe de tené su gente completa y los recor-


tes repartíos –díjole a Marcos Vargas–, pero, por vía suyita, déme un
desechito aunque sea para hacele barro en la pata de los pa los del mo-
rao. A mí no tiene que procurarme tren, porque ya lo traigo en el gua-
yare, ni yo a usté quiero engañarlo. Vengo picureao de las cabeceras del
Cuyubini, porque si hambre y paloapique ya aprendí a llevarlos juntos
en las tripas, lomo mío y plan de machete ajeno no me gusta que anden
reuníos. Ya se ajuntaron allá una vez y por eso cogí mi cachachá. Yo ya
estaba rumbiando pal lao inglés, pa poneme juera del alcance de los
ardavineros, cuando un toc–toc que escuché en la montaña silencia me
hizo detenerme mirando parriba.
Era un monstruo de los infiernos tratando de subí a los cielos.
Este que digo: un purgüero de los suyos, con tó y espuelas calzás, dán-
dole al morao con su machetico tocón, encaramao en la horqueta.
Lo saludé desde abajo, me contestó desde arriba, entramos en
conversación y asina vine a saber que en esta empresa había, por equi-
vocación, un jefe bueno con quien se podía trabajá.
En lo más agrio del monte –breñas desechadas en el reparto ya
practicado, que era todo lo que podía ofrecerle Marcos Vargasplantó su
tarimba solitaria Encarnación Damesano y desde que saltaba del lecho
colgante para prepararse el frugal desayuno, ya todo lo estaba haciendo
previo el decir del corrido:

Voy a lavá la castrola para hacé la guacharaca, porque ya viene


la aurora.
Voy a descolgá la hamaca para amarrá los taturos...

Que la estrofa la completaría momentos después, camino de la


ruda faena:

Tuaví el monte está escuro cuando ya voy por la pica a recogé


la gomita.
¡Virgen de los apuros dame la conformidá!

231 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

A menudo llegábase Marcos Vargas hasta donde se oía, en el


alto silencio salvaje, el golpe del machete del purgüero solitario, del
peón fatalista e irónico, ya calificado por ello de mal doctrinero en la
empresa de donde se fugara, y que a él estaba enseñándole ahora mu-
chas cosas acerca del alma de su pueblo, con su gran sentido de la reali-
dad y su íntima rebeldía bajo la total sumisión aparente, apuntando en
la reticencia mordaz y en la imprecación canturreada de su corrido del
purgüero.
—Más arriba, Encarnación –decíale desde abajo–, que hasta el
cogollo hay goma y es mucha la que tenemos que sacar tú y yo para salir
de apuros.
Y la voz del peón socarrón, en lo alto, donde el viento mecía al
árbol:

En busca de una madera una vara de buen grueso me topé en


una ladera.
Allí le tendí un cabresto, con espuelas amarrás la dejé toda
arañá...
Yo no soy mono araguato para bailar en trapecio.
¡Virgen de los malos ratos, sácame de este escarmiento!

Pero en seguida, echando la voz hacia abajo:


—No es por usté, don Marcos, que me se viene a la boca el corrío.
Es que desde aquí estoy escuchando allá lejos el canto del campanero y
me ha provocado contestarle cantando también mis penas.
—Canta todo lo que quieras, pero súbete a la horqueta.
—Sí. Ya sé que tengo buena vitola pa eso, gracias a Dios y al
paludismo que me tienen livianito como una pluma. Que si todos los
hombres jueran pesaos, de comía completa y bien digería, no recalentá
como la del purgüero, no habría quien subiera a la horqueta y otro gallo
les cantara a los amos que están allá en la ciudá, muy sentaos en sus
poltronas, mientras nosotros estamos aquí mojándonos el... funda-
mento. Pero aguaite cómo ya empieza a corré la gomita desde arriba.
Toda ésa va pa las mochilas de musiú Vellorini, pues pa eso la puso

232 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Dios dentro de los palos del morao al hacé el reparto de sus cosas a su
modo y manera, desde que el mundo es mundo. Yo lo que hago es abrirle
camino con el tocón, que si en un descuido me trozo el mecate que me
asujeta

en el suelo que me espera, ya caeré sin dilación o en la punta de


un troncón.

Y caletearla después de las mochilas, de la pata del palo donde


estoy haciendo estos barros con el sudor de mi sangre, pa los ponchero-
nes,

que allá entre el humo y el fuego, talla que talla la plancha; ni


Lucifer en su infierno me iguala la mala facha.

—Si te caes será por estar cantando –decíale Marcos–, porque


bien amarrado estás y son gruesos los mecates cuyubineros.
—Sí:

este tren es muy barato, me costó sesenta pesos:


un par de espuelas de acero, correas pa el maniadero y tres kilos
de mecate...

—Pero te lo trajiste del Cuyubini sin haber acabado de pagarlo.


—¿Le parece, don Marcos? Cinco semanas estuve trabajando
allá, que si el sudor del purgüero es como la sal pa la tierra, en aquélla
no vuelve a crecé el monte.
Cinco semanas de mi vida, que no las estuviera contando si no
me hubiera picuriao a tiempo. ¡Y vaya usté a vé por qué! Porque el en-
cargao de allá, con to y lo cáidos que estén los Ardavines, según las
noticias del mundo que han llegado a esos infiernos, es como el amo
que mienta el corrío, y un domingo –día del Señor, que lo llamancuando

233 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

llegué a la estación, después de habé estao toda la semana aguantando


el resuello pa no perdé tiempo, jué y me dijo:

Amigo, no estoy contento, porque no trajo el quintal.

Y yo fui y le repliqué:

Amigo, tenga paciencia que estamos en un repique; para pagar


paloapique con la plancha es suficiente.

—¿Y él jaló por el machete?


—Sí, señol. Y me dio un planazón, por falta e respeto, hasta que
se le cansó el brazo. Que había que ver aquella hermosura de hombre
sacando su campaña con un poble pión indefenso. Yo me volví a mi
tarimba arriscándome el sombrero y diciendo, con el corrío:

Con mi machete gomero le voy a bajar el brazo, manque me


vuelva pedazos, que será lo más seguro.
Me comerán los zamuros defendiendo mi opinión, morirá un
triste pión a la puerta de una empresa ¡y dejaré la pobreza por la eter-
nidá, señores!

—Bueno, Encarnación; como ya terminaste el corrío, ahora sa-


carás más goma.
—Espreocúpese, don Marcos. A usté no le pesará el favor de ha-
berme dao trabajo y de negarle luego a los ardavineros que yo andaba
por aquí. Ellos me buscaban pa colgarme y usté me salvó la vida y
ahora si es verdá que Encarnación Damesano hace barro en la pata del
morao. ¡Oiga el golpe del tocón! Ése no es el carpintero haciendo su
nido, sino el purgüero sacando su tarea.

El palo agujerea el pájaro pa criar adentro sus hijos.


Los míos los dejé en el rancho y hoy no sé si habrán comío.

234 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

La semana para recoger y elaborar el purguo. Luego era condu-


cido a la estación principal, el domingo por la mañana, y reunidos allí
los peones era el arreglo de las cuentas y el avance para la semana si-
guiente.
—Encarnación Damesano –leyó Marcos Vargas en la lista del
personal.
—¡Presente, por desgracia! Y empezaron las risas que siempre
coreaban las palabras del purgüero socarrón.
—¿Es tanta la tuya, Encarnación?
—¡Hum, don Marcos! ¡La única cosa en que se le pasó la mano
conmigo al repartidor de allá arriba!
—Bueno. ¿Cuántos quintales?
—¿De qué, don Marcos?
—¡De goma, chico! ¿De qué va a ser?
—¡Ah! Como estábamos hablando de desgracia... Pues una cosa
poca, don Marcos. No se imagina usté la pena que tengo con el pobrecito
musiú Vellorini. Dos ná más. Uno que dieron las juerzas del paloapique
y otro que tuve que exprimirle a las flaquezas de la guacharaca.
—¿Y en piedras adentro?
—¡Hum! Eso sí que no, don Marcos. Piedras aparecían en las
planchas ardavineras, pero como en esta empresa he cambiado el ver-
gajo por el buen trato, que produce más costando menos, aquí todo es
goma pa musiú Vellorini. ¡Que falta bastante le hace pa mantené a sus
hijitas! Lo que pasa es que el pión es muy ambicioso y quiere que las
suyas también coman completo.
Como si el arreglo que Dios les dio a las bocas no hubiera sío
éste: Tú erutas y tú bostezas.
Y por las carcajadas de sus compañeros, mientras Marcos Var-
gas sonreía:
—¡Guá! ¡Mire cómo gozan los muchachos! Y después dicen que
y que es mala la vida del purgüero.
No se ganará mucho, pero de qué reíse no falta.
—Bueno –dijo Marcos–. ¿Qué necesitas para la semana?

235 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Siete días son nomás:


seis que los cuenta el corrío y el otro pa cavilá.
¿Cuál es el tuyo, Dios mío?

—¡Anda, chico! Acaba de decir qué necesitas.


—Pues su permiso pa retirarme, don Marcos, porque esta se-
mana no quiero avanzarme. Voy a bandiarme con los retallones de la
pasada, pues como le dije, se acabó la madera que tenía vista y no sé si
me la tope por esos montes.
—Pero algo necesitarás, Encarnación, y tienes saldo a tu favor
en tu cuenta.
—Déjemela ansina, don Marcos, que es la primera vez que eso
me pasa desde que estoy trabajando pa otro. No quiero avanzarme otra
güelta. Esta tarde voy a rumbiá por esos montes y quién sabe si no dé
con él. Comeré recalentao si la suerte no me ayuda, pero a usté no le
monta cuenta Encarnación Damesano.
—Llévate unos cigarros, siquiera, para entretener los bostezos.
Pídelos en la pulpería y que me los anoten a mi cuenta.
—Muchas gracias, don Marcos.
Porque lo que es en esta semana que viene pué que no haiga
erutos en la tarimba del punteral. Y con su permiso, ya me estoy diendo
a rumbiá la gomita.
Al día siguiente no amaneció Damesano en su cubil de pur-
güero, ni por todos aquellos montes se oyó trabajar su machete, y dos
días después llegaron a la estación ribereña del Guarampín unos hom-
bres conduciéndolo sobre angarillas de ramas y varas del monte. Traía
el color de la muerte y despedía hedor de carroña, ardía en fiebre y venía
delirando.
—¿Qué le ha sucedido? –pregun tó Marcos Vargas, ignorante
aún de su desaparición.
Y el capataz de los conductores explicó:

236 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Semos de la gente de el "Sute" Cúpira, andábamos rum-


biando balatá por las cabeceras del Barima y ya de regreso veníamos
con tó y guayare por un picaíto de la montaña, acasito de la raya,
cuando al pasá cerca de un rancho encujao que por allí caía, pero a la
vista no se divisaba por lo trancao del monte, escuchamos lecos de gente
pidiendo socorro. Nos encaminamos allá, el propio "Sute" en junto con
nosotros, y encontramos a este hombre revolcándose en su sangre. Nos
dijo que era de la gente de usté y que al lao suyo quería morirse y aquí
se lo traemos, por recomienda muy especial de Cúpira. No sabemos qué
le haiga sucedido porque después de aquellas palabras no habló más,
pero se infiere que haiga sío una mordía de culebra. Trae además una
hería muy fea, desde la nalga hasta la rodilla casi, con una gusanera
en toda ella y ya como que le está picando la cangrena. Azulita como
carne de grulla trae ya toda la pierna.
Aunque era inútil tratar de salvarlo, pues en el rostro se le no-
taba que ya pertenecía a la muerte, Marcos Vargas se empeñó en ello. Y
lavó y le curó la espantosa herida putrefacta que le llegaba al blanco de
los huesos y le hizo cuanto se le ocurrió y se lo permitió el botiquín de
que disponía para los accidentes.
Acudió también a los conocimientos del conde Giaffaro y éste
vino a prestarle los auxilios de los que, en efecto, para el caso poseía;
pero al darse cuenta del estado del moribundo, movió un rato en silencio
su cabeza mecánica y luego murmuró, con frase tomada del habla pur-
güera:
—Ya éste amarró su magaya para picurearse definitivamente.
Reaccionó un poco hacia la medianoche, recuperando la lucidez
al abandonarlo la fiebre de las de fensas orgánicas consumidas y cla-
vando su mirada mustia en Marcos Vargas, balbuceó:
—Voy a contarle, don Marcos, la historia del triste fin de En-
carnación Damesano, a usté que ha sío bueno conmigo, para que se la
refiera a mi mujercita, si algún día se tropieza en su camino con esa
insignificancia... Como le dije el domingo, pa quedá bien con usté me
fui a rumbiá balatá, Guarampín arriba, dispuesto a internarme hasta
las cabeceras del Barima y asina lo hice buscando madera. Tuve la
suerte de topármela, la última que iba a tené en mi vida, y de allá re-
gresaba pa mi tarimba del punteral, a recogé los taturos pa mudarme

237 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

pa lo ajeno, que a lomo de buey carguero sólo se podría trasportá lo que


allí se sacara; pero yo de buey iba a hacé pa quedá bien con usté... Fue
a la escureceíta del lunes... Había una poca de gente hacia el lao in-
glés..., yo la escuchaba conversá entre la montaña silencia y pa evitá
tropezarme con ella corté por un picaíto del monte a filo e machete y
asina rejendí hasta donde ya la trocha empezaba a ser despejá... Allí
me paré para encendé un cigarro... ¡Las cosas de la vida, don Marcos!
El regalo de la buena voluntá de usté, que más vale que no me lo hu-
biera hecho, pues ni pa gozarlo había de tené suerte Encarnación Da-
mesano...
—Bien –interrumpe Marcos–.
Ya me lo contarás. Descansa ahora.
—Déjeme llegá hasta el fin, que la Pelona me ha dao prórroga
pa que le eche el cuento y ahí está sentadita, esperándome... Yo me en-
ciendo el cigarro y una cuaima que me le tira una mordía a la brasa.
Saqué la mano al catá de verle el celaje, pero la tarascá me alcanzó en
la nalga.
—¡Ay mi madre! –exclamé–. Ya me malogró la enemiga del pur-
güero. Y allí mismito me bajé los calzones y me troché la nalga de un
machetazo, pa evitá que el veneno me dentrara en la sangre. Pero el
tocón estaba amolaíto y en junto con la nalga me llevé el muslo hasta
la chocozuela... Y comencé a desangrarme.
—Eso es bueno –me dijo pa darme aliento– pues asina se saldrá
to el veneno que haiga podío penetrá. Y apuré el paso a ver si llegaba a
la tarimba de algún compañero que viniera a avisarle a usté... Le pasé
a un palo de almendro..., allí alantico había un platanillal..., pero en
lo que le di la vuelta al palo sentí la lengua gruesa y zumbío en los oídos
y aluego me vino un vómito amarillo... ¡Me malogró la bicha! –volví a
decirme y alcé la voz al cielo con los versos del corrío

¡Sácame de estas guarías Virgen de la soledá!

Guarda silencdio, deslízanse unas lágrimas por sus mejillas de-


vastadas y Marcos Vargas, haciendo esfuerzos por contener las suyas,
le oprime la diestra y murmura:

238 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Basta, Encarnación. No hables más, que se te agotan las fuer-


zas.
—¡Si ya estoy llegando a los fines, don Marcos! Del cuento y de
las penas de esta vida... Me escuchó la Virgen, mostrándome un rancho
que hasta entonces no había catao de ver, asinita sobre el topo de un
cerro... Lo subí gatiando, pues ya la cabeza no me daba pa andá sobre
mis solos pies y en el rancho jallé dos casimbas de agua ya posma... Me
las bebí una tras otra, me tumbé en el suelo y a poco escucho que se
viene acercando un tigre... Cogí mi machete y comencé a rasparlo contra
unas topias que allí dentro estaban, y asina estuvimos toa la noche en
vela, yo y aquella fiera: yo raspando mi machetico, ya sin juerzas para
sacala chispas contra la topia, y el tigre roznando ajuera, sin atreverse
a dentrá... Digo yo que estaría la propia Virgen de los Cielos guardando
la puerta... ¡Digo yo!...
Por fin empezó a clariá y luego escuché voces de gente rum-
biando por la montaña... Les pedí socorro con las juerzas que me que-
daban..., me preguntaron que dónde estaba..., les respondí que cogieran
la brújula y rumbiaran pal Norte franco, pues hacia el Sur los estaba
escuchando yo y poco después dieron con la tarimba y con la piltrafa de
hombre que dentro de ella estaba...
Les dije quién era y a quién pertenecía... ¡el único amo que por
fin me había tropezao en la vida!... y aquí estoy..., don Marcos..., termi-
nado... como el corrío:

Morirá un triste pión...

Los versos finales ya no se le oían.

239 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XIII

240 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El mal de la selva

El triste fin del peón leal afectó mucho a Marcos Vargas.


Hasta allí sus sentimientos humanitarios y sus simpatías hacia
el humilde habían sido sensibilidad a flor de alma optimista, que ha-
llaba plena satisfacción en el trato afable y la superficial camaradería;
pero acababa de revelársele en todo su horror la tremenda injusticia
que dividía a los hombres en Vellorinis y Damesanos –él entre ambos
haciendo hipócrita la palabra efusiva al servicio del celo interesado– y
el alma generosa ya no podría conciliar el optimismo con la iniquidad.
Acaso esta ruptura viniera preparándose desde el momento en
que, de camino para Upata en compañía de Manuel Ladera, las obser-
vaciones de éste acerca de los males de Guayana deslizaron dentro de
su alma aquellos aires que luego harían borrasca, aun sin llegar a pen-
sar entonces nada preciso; o antes todavía, cuando al emprender ese
viaje, su primera salida al mundo, experimentó aquella intensa emo-
ción de sí mismo al decirse que iba a luchar entre los hombres y contra
ellos, ya que esta lucha no iba propiamente enderezada a la conquista
de la riqueza, que, como luego le diría a Francisco Vellorini, era lo que
menos le interesaba en la vida, ni tampoco a la de la hombría prepon-

241 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

derante en sí y por sí sola, pues siempre hubo en su inquietud aventu-


rera algo como una finalidad superior que relampagueaba por momen-
tos, iluminando regiones generosas de su espíritu.
Un impulso de esta naturaleza lo había movido a pedir para la
iniquidad la sanción de la justicia, y luego, cuando vio que ésta preva-
ricaba ante aquélla, a burlarse de las instituciones legales, que ya no
podían inspirarle respeto, para que de algún modo fuesen justicieras, y
finalmente a sustituirlas por el procedimiento vindicativo, no impor-
tándole ya haber contribuido a la impunidad de los Ardavines al silen-
ciar para siempre la voz que habría podido acusarlos. Pero ahora com-
prendía que los Ardavines no eran todo el mal, que todo aquel mundo
estaba podrido de iniquidad, incluso él mismo, que en la empresa del
Guarampín había sustituido el vergajo del Cuyubini por el buen trato,
que producía más costando menos, como dijera Encarnación Dame-
sano.
Al buen trato que él les daba a sus peones debíase, indudable-
mente, el considerable aumento de la producción de la empresa del Gua-
rampín, comparada con la de los años anteriores: pero ¿no procedería
así –se preguntaba– sólo para que fuesen mayores sus ganancias y le
permitiesen pagar lo que les debía a los herederos de Manuel Ladera y
rescatar la casa de su madre? Ya era bastante significativo que fueran
estos compromisos de orden material los únicos lazos que no se rompie-
ran, cuando, al dar muerte a Cholo Parima, al conquistarse la fiera
independencia del hombre macho que sabe campar por sus fueros, se
sintió desligado de todo contacto con el mundo. Ochenta hombres cau-
tivados por unas palabras bondadosas ya le permitían salir de aquellos
compromisos, mientras que en el haber de la cuenta de Encarnación
Damesano sólo había quedado una cifra exigua para el inmenso desam-
paro de su mujer y sus hijos.
¿No era esto servirle a la iniquidad, casi tanto como los capata-
ces de Ardavín, vergajo en mano? Desde el Guarampín hasta Rionegro
todos estaban haciendo lo mismo, él entre los opresores contra los opri-
midos, y ésta era la vida de la selva fascinante, tan hermosamente so-
ñada.
De una manera lejana entendía que aquellos lazos –su madre,
el afecto más profundo y más tierno de su corazón, y la novia de unos

242 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

dulces idilios, tan fugaces como las exhalaciones a que ella les pedía
que no terminaran nunca– no se habían roto sino para algo que de él
esperaba la vida, libre y solo como debe estar el hombre en la hora de
su destino, y que esto no podía ser sino la lucha abierta y total contra
la iniquidad, y al optimismo ya inconciliable con ella sustituyeron las
rachas de humor sombrío, cada vez más tenaces.
¿Los días de lluvia?... De la lluvia continua que con humor pe-
renne se deshacía en el alto ramaje intrincado y se deslizaba por los
troncos de los árboles y penetraba en el bosque cual niebla sutilísima,
emparamando la carne, adoloreciendo los tuétanos y filtrando en el es-
píritu la humedad viscosa de la melancolía. Los días de lluvia, que en
la selva suelen ser semanas enteras y meses tras meses.
Pero también, así fueran de sol clarísimo, los de descanso, las
tardes de los domingos, vacías de trabajo, llenas de la presencia del
alma solitaria, abandonada a la contemplación del bosque antihu-
mano.
La formidable actividad abismada en la quietud aparente, el
silencio maléfico, la perspectiva alucinante... El canto lejano del cam-
panero, melancólico badajo de la verde concavidad inmensa, el es-
truendo repentino del árbol que rinde su vida centenaria sin soplo de
viento, del árbol gigante que apenas tiene raíces, pues no hay espacio
para tantas como quieren nutrirse de la tierra... La columna derribada,
la sombría cúpula rota al chorro de luz del calvero inquietante... El eco
vasto y profundo que retumba en los verdes abismos... La pausa, el
grave silencio que sigue al estruendo. Lo impresionante sin formas sen-
sibles, la espera angustiosa... Y el triste tañido del campanero, esta vez
por el árbol caído.
El mal de la selva, apoderándose ya de su espíritu.
—¡Mala cosa! –murmuraban sus peones–. Ya le está pegando al
hombre la borrachera de la montaña.
Aguáitenlo allá, recostao a aquel palo. Tres horas lleva en eso.
Y se le acercaban solícitos:
—Quitese de ahí, don Marcos.

243 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

No esté contemplando tanto la montaña. Mire que eso no es


bueno, porque de golpe se le enjosca y le hace una de esas morisquetas
de ella que no se olvidan nunca.
—Sí, don Marcos. Déjese de eso. La montaña es una mujercita
ñonga de la cual no es bueno enamorarse mucho.
—Contimás que ya por todas las trochas están apareciendo las
güellas de pie de los tres dedos.
Hacía días que venían anunciándolo los acarabisis y ayer tarde
yo mismo me topé casi con el amo de esas güellas. Que por cierto todavía
me están ardiendo los ojos, de habé catao de ver ná más que el celaje de
quien las iba dejando.
—Háganos caso, don Marcos:
quitese de ahí. La montaña no está buena en estos días, como
nunca lo está después que se ha tragao a un hombre. Téngale miedo
cuando la escucha tan silencia. Algo malo está cavilando.
La obsesión de contemplarla a toda hora, de no poder apartar
la mirada del monótono espectáculo de un árbol y otro y otro y otro,
¡todos iguales, todos erguidos, todos inmóviles, todos callados!...
La obsesión de internarse por ellos, errante como un duende,
despacio, en silencio, como quien crece... De marcharse totalmente, de
entre los hombres y fuera de sí mismo, hasta perder la memoria de que
alguna vez fue hombre y quedarse parado bajo el chorro de sol del cal-
vero donde hierve la vida que ha de reemplazar al gigante derribado,
todo insensible y mudo por dentro, la mitad hacia abajo, oscuro, cre-
ciendo en raíces, la mitad hacia arriba, despacio, porque habría cien
años para asomarse por encima de las copas más altas y otros cientos
para estarse allí, quieto, oyendo el rumor del viento que nunca termina
de pasar.
Y un día, abandonándose a la atracción de los verdes abismos,
se internó en el bosque, temerariamente.
Pero el joven acarabisi que por allí estaba, como le descubriese
en los ojos la lumbrarada del mal de la selva, se fue en pos de él, sigilo-
samente.

244 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El "Sute" Cúpira

Como muchos de los que campaban por sus fueros en la tierra


de la violencia impune, aquel a quien por su físico menguado –pequeño,
flaco, enteco– dábanle el apodo de "Sute", no era guayanés. Un delito de
sangre, primero de la serie ya incontable de sus hazañas de hombre
macho, lo había arrojado a la sel va, fugitivo de la justicia, y de esto
hacía más de quince años; pero a su aureola sangrienta no podían fal-
tarle esos destellos que forman la legendaria del bandolero generoso en
el ánimo de quienes están siempre dispuestos a admirar la hombría
señera y la bravura sin freno.
El Cuyuni y sus afluentes regaban su feudo; bosques purgüeros
y placeres auríferos de donde anualmente sacaba provechos cuantiosos,
que así como los obtenía luego los tiraba al azar de los dados o los de-
rrochaba alegremente junto con sus numerosos amigos y con la torva
escolta de sus espalderos, permitiéndoles disponer de ellos cual si fuesen
propios, de donde le venía fama de generoso. Pero así también usufruc-
tuaba lo ajeno, o que por tal pasaba, irrumpiendo con su gente a rum-
bear balatá en términos de empresas ya establecidas o a pedir "recortes"
en los yacimientos auríferos que otros hubiesen descubierto, que si por

245 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

las buenas no se los daban, ante las malas no se detenía, corriendo el


riesgo que hubiere, de donde sacaba la reputación de valiente hasta la
temeridad.
Aquel año merodeaba por los bosques purgüeros de las cabece-
ras del Barima, en territorio de la Guayana inglesa, aunque con sus
tarimbas del lado de acá de la raya, donde elaboraba el producto reco-
gido por su gente, doce hombres siempre dispuestos a cuanto les orde-
nase y a los cuales llamaba apóstoles, que sólo para decir tal monstruo-
sidad solía tenerlos en aquel número.
Ya había abandonado las cabeceras del río Inglés, y traspuesta
la Sierra Imataca, disponíase a abrir sus operaciones sobre las del Cu-
yubini, para "latirles en la cueva a los ardavineros de El Bochinche y
Los Repiques", cuando se lo encontró Marcos Vargas que en busca suya
iba siguiéndole las huellas. Estaba sentado, a la caída de la tarde, sobre
los raigones de un arabután descubiertos por las avenidas del brazo de
río en cuya orilla se alzaba, en la silenciosa compañía de uno de sus
doce, en quien Marcos reconoció a uno de los conductores del moribundo
Encarnación Damesano. De lo cual y lo menguado del otro coligió que
éste fuese el temible personaje que así se lo habían pintado.
Por su parte, ya a Cúpira le había dicho su compañero –apo-
dado "El Caicareño"– quién era el que llegaba, y se levantó a recibirlo,
diciéndole:
—¿Escotero y tan lejos de lo suyo? No esperaba yo tener tan
pronto el gusto deseado.
—Salí a dar una vuelta, como quien dice –respondió Marcos
Vargas, en cuyo rostro fatigado los ojos tenían cierta expresión deli-
rante–; se me vino atrás el baquiano que me acompaña, por el camino
me dieron ganas de conocerlo a usted y hasta aquí me ha traído ese
capricho del momento. Tenía además que darle las gracias por el favor
prestado a un peón mío de todo mi aprecio. Que de nada le sirvió, por
cierto.
Mientras así habló, el "Sute" estuvo mirándolo a los ojos, fija-
mente, y así dejó transcurrir una pausa antes de replicarle:
—Sí. Ya me contó "El Caicareño". Pero no crea usté, pues si-
quiera se dio el gusto de morir al lado suyo, como nos manifestó cuando

246 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

lo encontramos revolcándose en su sangre. Que por cierto es el primer


pión purgüero que me tropiezo que no maldiga del jefe, y por algo será.
De donde se me aumentaron las ganas que por mi parte ya tenía de
conocerlo a usté.
Ahora sus palabras dan a entendé que los deseos eran recípro-
cos y nada más le digo sino que aquí tiene al hombre, al "Sute" Cúpira,
como todo el mundo me dice y para lo que lo anden buscando.
—También le dicen el tigre del Cuyuni.
—¡Cosas de los amigos de uno! –repuso Cúpira, tras su aparien-
cia bonachona, que se la daba sobre todo su manera lánguida de ha-
blar.
Y Marcos, sin que él mismo se diese cuenta de los sentimientos
que motivaban sus palabras, insistió:
—¡Son tantas las hazañas de usted que he oído celebrar por es-
tos mundos de Canaima!
—¡Jm! –hizo Cúpira, con expresión indefinible–. Él nos reúne
al fin y al cabo, aunque Cajuña nos críe muy lejos uno de otro. Y la
prueba aquí la estamos dando usté y yo.
A lo que repuso Marcos:
—Gracias por el honor que quiere hacerme al considerarme
como par suyo; pero...
Y el "Sute", interrumpiéndolo y encogiéndose de hombros:
—Sus razones tendrá usté pa no aceptá que lo comparen con
quien no sea de su medida. Ya las explicará si así se lo pide el cuerpo;
pero tan y mientras una descansadita no me parece que le caería mal.
Su baquiano viene trozao, con to y lo caminador que es el indio. Aquí
semos algunos esta noche, por causa de encuentros que nunca faltan
por estos mundos de Canaima, como usté los mienta; pero sitio abrigao
no faltará pa usté. Y hasta un buen chinchorro, que ya veo que no lo
trae consigo.
Referíase con aquello de los encuentros a unos purgüeros, del
mismo clandestino sistema de explotación que él empleaba, que aquella
tarde se le habían reunido.
Y agregó:

247 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—En el entreacto ahí están en la tarimba los mal encontraos y


once de mis apóstoles, que "El Caicareño" aquí presente los completa,
pegándose unos palos de un aguardiente que no debe de ser del todo
malo. Y si a usté también se lo pide el cuerpo...
—Algo de eso viene sucediendo, realmente, aunque no es cos-
tumbre.
—Ya se ve que usté anda fuera de las suyas. Pero camine y pase
a darle el gusto al cuerpo, que todo no pué sé rigor.
Y en llegando bajo el cobertizo de palma donde los purgüeros
bebían y charlaban ruidosamente:
—Compañeros, tengo el gusto de presentarles al hombre que
mató a aquel perro. Marcos Vargas, hablando bien.
Le molestó a éste la frase primera, indudablemente alusiva a
Cholo Parima muerto por él, y con el ceño fruncido saludó a aquellos
hombres, todos malcarados, algunos de los cuales se adelantaron a es-
trecharle la mano dando sus nombres, mientras otros se limitaron a
murmurar, sin acercársele:
—Mucho gusto.
Pasaban de veinte y todos ostentaban lanza y revólver al cinto.
Pero si en casi todas las miradas advirtió Marcos Vargas el re-
celo mezclado con el desdén, punto menos que agresivo, en cambio las
de Cúpira le manifestaban simpatía al par que demostraban especial
interés escrudiñador.
Reforzó estos sentimientos el efecto efusivo del alcohol, insis-
tiendo Cúpira repetidas veces en medio de la conversación general en
que no acostumbraba beber sino en las ocasiones solemnes, como consi-
deraba aquella del conocimiento con Marcos Vargas, aunque por razo-
nes que todavía se reservaba.
En cuanto a éste –sobreexcitado como traía el espíritu por la
marcha insensata, de varias jornadas, a través de la selva, en silencio
ante la fascinación de los verdes abismos, y adquiriendo la bárbara ex-
periencia de alimentarse con el trozo de la presa cazada por el acara-
bisi, sin sal y apenas pasada por el fuego, mientras tuvo fósforos con
que procurárselo, y últimamente crudo y sangrante –experimentaba
ahora algo así como un vértigo espiritual con que lo atrajese el abismo

248 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

interior de aquel hombrecito, personificación de la selva monstruosa, en


quien la fiera condición, ya casi legendaria, estaba agazapada tras la
apariencia inofensiva de su menguada humanidad y su aire apacible.
Formaban ya barullo las lenguas desatadas por el alcohol, sin
que todavía hubiese domesticado aquel recelo y desdén agresivo de casi
todos los rostros, cuando Marcos Vargas, plantándosele por delante al
"Sute", le clavó la mirada a los ojos con inquisitiva impertinencia, que
advertida por los demás produjo el silencio de la expectativa.
Cúpira se la sostuvo sin pestañear, primero sonriendo y luego
ensombreciéndosele la expresión, hasta que por último, echándose
atrás, inquirió:
—¿Qué desea, joven? Marcos Vargas hizo el gesto que producen
las coincidencias de lo que se procura con lo que ocurre y recalcando las
palabras repuso:
—Hacerle una pregunta, Fortunato Carrillo.
Los circunstantes se miraron entre sí con extrañeza y hasta al-
gunos llegaron a pensar que tal fuese el verdadero nombre del "Sute" y
que para algo que pronto se vería se lo había echado en cara Marcos
Vargas; pero a Cúpira no podía extrañarle la frase oída porque era
suya, pronunciada en ocasión inolvidable. Y con la simpatía brillán-
dole otra vez en la mirada:
—Ya me lo esperaba –dijo–.
Hace rato que estaba viéndolo venir.
A tiempo que "El Caicareño" exclamaba:
—¡Ah! ¡Ya caigo!
—Fue por los lados de Barrancas, ¿verdad? –insistió Marcos.
—Más arribita –precisó Cúpira–. A la hora de éstas, poco más
o menos, de un 24 de marzo de hace quince años recién cumpliditos.
—Y bien llevada la cuenta –agregó otro de los doce de el "Sute",
que bien sabía de qué se trataba.
—Por si acaso me la quieren cobrá algún día con intereses –dijo
el hombrón absurdo.
Mientras Marcos Vargas insis tía:

249 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Entró usted en la pulpería de Fortunato Carrillo, donde a esa


hora estaba un forastero tomándose una taza de café, ¿verdad?
—Justamente. Un forastero que era su padre de usté. Ya me ha-
bían informado de que usté era hijo de aquel único testigo presencial de
la cosa y por eso deseaba conocerlo, como le he manifestado endenantes.
Estaba sentao junto al mesón de la pulpería, que era posada al mismo
tiempo, tomándose su tacita de guacharaca, porque café puro y legítimo
no podía habé en casa de aquel bandido de Fortunato Carrillo. Me con-
trarió tropezarme con terceros, remolonié un poco, decidí por fin y me
arrimé al mostrador a tiempo que me preguntaba el ya difunto pero
toavía en pie y fumándose un tabaco –de los de sortijita, me acuerdo
bien–. ¿Qué desea, joven?
—Y apoyando el codo sobre el mostrador –continuó Marcos tal
como recordaba habérselo oído referir a su padre varias vecesmientras
la derecha se la asentaba disimuladamente sobre el cuadril, cerca de la
lanza, le contestó usted...
—Déjeme decirlo yo –interrumpió Cúpira–. Le contesté, como
bien acaba usté de repetirlo: Hacerle una pregunta, Fortunato Carrillo.
¿Se acuerda usté del "Sute" Cúpira? Y Marcos, quitándole la palabra:
—Fortunato, haciendo memorias, se quedó mirándolo a usté un
buen rato y al tropezarse con el recuerdo que le proponía, trató de sacar
el machete que tenía bajo el mostrador...
—Pero yo le andé alante, como usté al suyo en su hora y punto.
Marcos frunce el ceño y Cúpira prosigue:
—Y arrimándole la lanza a lo blandito de la tetilla izquierda,
se la hundí hasta la tarama, diciéndole, por la pregunta ya mentada:
—Aquí lo tienes, cumplién dote lo ofrecío.
Un murmullo de complacencia de los que oían, en el cual sólo
uno de ellos no mezcló su voz y otra vez la de el "Sute", arrastrada,
lánguida:
—Luego me voltié pa donde estaba el forastero, que ya hemos
quedao en que era su padre de usté –a quien Dios tenga en su gloria,
que me olvidé de decirlo al mentarlo por primera vez– y tan y mientras
limpiaba la lanza en un piazo de papel de estraza que cogí del mostra-
dor, le dije estas palabras que han de pasá a la historia:

250 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Hace trece años que el "Sute" Cúpira le juró a este muérgano


que lo mataría como a un perro. Diga usté que lo ha visto cumplir su
gran juramento.
Otro murmullo y el comentario de "El Caicareño":
—Que no tendría usté más de ocho cuando lo hizo.
—No los tenía, pero ya les andaba cerca.
Y al cabo de una breve pausa:
—Esos eran mis años tiernitos cuando aquella hermosura de
hombre abusó de mi madre en presencia mía.
Era la primera vez que Cúpira daba esta explicación del motivo
que lo indujo a cometer su primer delito, a consecuencia del cual, atra-
vesando a nado el Orinoco aquella misma tarde, se había internado en
la Guayana hasta las selvas del Cuyuni, que le brindaron impunidad.
Ni aun sus amigos más íntimos habían logrado nunca arrancarle una
palabra a tal respecto, siendo cosa sabida que sobre aquello no podía
hablársele, y la inesperada confidencia produjo unánime emoción res-
petuosa. El culto de la madre era, por otra parte, el único sentimiento
tierno y verdaderamente noble de aquellas almas broncas, y en el silen-
cio que guardaron todos vibraron las recónditas fibras incontamina-
das.
A Marcos Vargas, especialmente, le produjo un efecto profundo.
Palideció, se le oscurecieron las pupilas, le vibraron los músculos de la
cara, arrojó de pronto al suelo el vaso que sostenía en la diestra, apoyó
ésta en el hombro de Cúpira, se lo oprimió cálidamente mientras lo mi-
raba a los ojos y luego se apartó de él, con un movimiento brusco y se
retiró del sotechado... Él también era un niño cuando llegó a su casa la
noticia del trágico fin de su hermano, allí en las riberas del Vichada, y
viendo llorar a su madre, a quien idolatraba, le cruzó por el alma
inocente la idea vengativa que luego llevaría a cabo la noche de Tume-
remo.
El "Sute", que había apoyado en silencio su diestra sobre la que
le oprimiera el hombro, en silencio se quedó mirándolo apartarse del
grupo, y asimismo los doce hombres que lo rodeaban y para los cuales
ya Marcos Vargas no era el "patiquín" que podía inspirar recelo y des-
dén, sino, como mentalmente se lo dijeron todos:

251 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Un hombre entre los hombres! También parecían participar


de estos sentimientos los purgüeros recién reunidos con los de Cúpira,
menos el jefe de ellos, un mulato ceñudo, que a todo lo ocurrido sonreía
desdeñoso, fija la torva mirada en el vaso mediado de aguardiente.
Lo advirtió de soslayo el "Sute" y sonrió a su vez. Entre estos
dos hombres mediaba una querella latente, no por choques habidos,
sino por secreta rivalidad en la disputa del fiero señorío de la selva, que
ya Cúpira ejercía cuando el otro apareció por allí.
Se trataban como amigos y no perdían oportunidad de acer-
carse entre sí; se vigilaban mutuamente, el "Sute" esperando el mo-
mento en que el otro se decidiera a enfrentársele y éste aplazando la
ocasión del golpe alevoso que le diese la señera hegemonía del feudo...
Ahora ambos sonreían para sus tenebrosos adentros.
De pronto Cúpira, transformándose, creciéndose, con una lum-
brarada inquietante en los ojos felinos, alzó la voz, enérgica, autorita-
riamente:
—No dé la espalda, Marcos Vargas.
Se volvió éste, de pronto y ya decidido a todo; pero en seguida
comprendió que aquello no iba contra él, pues Cúpira decía:
—No sabe usté si hay aquí alguno que guste del golpe por mam-
puesto. ¡Acérquese otra vuelta! Déjeme lavarme los ojos, que se me aca-
ban de ensuciá, mirando esa cara de hombre que se sonríe de lo que
merece respeto. Y ya que estamos en este terreno –!y para algo será!–
vamos a contarnos todos cómo fue que tropezamos por primera vez con
Canaima, que aquí nos ha reunío. Infiero que todas las historias no
deben ser de cara a cara y previo aviso, pero ya es hora de que se acaben
los entaparaos.
!Bébanse ese trago, muchachos, y ve sirviendo ya el otro, Caica-
reño! Semos lo que semos y hasta aquí llegará eso de: las caras nos ve-
mos pero no los corazones. Yo eché ya mi cuento de cómo y por qué cogí
el camino que hasta aquí me ha traído y ahora vamos a escuchá los de
los otros.
Y dirigiéndose a quien con su sonrisa desdeñosa había provo-
cado esta explosión:

252 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Empiece usté, "Correo del Oro"! ¡Vaya echando pa fuera lo


suyo! Frunció más todavía el ceño el bronco sujeto, a quien por primera
vez alguien era osado de echarle en cara aquel apodo, alusivo a la sos-
pecha de que fuese uno de los asesinos de un correo del oro de las minas
de El Callao que años atrás había encontrado la muerte en una embos-
cada, sin que aún se hubiese descubierto a los autores del crimen de
homicidio y robo.
—Yo tengo mi nombre, Cúpira –protestó arriscándose–, y usté
lo conoce.
Cúpira arrojó al suelo el vaso que ya se llevaba a los labios y
replicó, simultáneamente con una manotada para apartar hacia atrás
a "El Caicareño", situado entre ambos.
—Pues hágase el cargo de que lo he olvidado y vaya diciendo
cómo quiere hacérmelo recordá.
Marcos Vargas volvió al sotechado de palma, paso a paso; los
hombres de Cúpira y los de su rival ya no tenían vasos en las diestras
y estaban separados en dos grupos; pero el de la sonrisa no acudió en
la ocasión, sino que empalideció tanto como se lo permitiera su piel mu-
lata. Visto lo cual, exclamó Cúpira:
—¡Ah, caramba! ¿Camalión tenemos? Ya el amigo cambió su
sangre por agua sucia y yo con eso no relleno mis morcillas.
Ni aun así se decidió "Correo de Oro". Su especialidad no era
dar la cara. Se encogió de hombros. Ya habría tiempo y ocasión más
propicia. Y dirigiéndose a sus purgüeros –que, por lo demás, tal vez no
le eran tan adictos como a Cúpira sus "doce apóstoles"– con un ademán
de cabeza les indicó el camino de la retirada por donde ya él se mar-
chaba. Guayare a la espalda, monte adentro, en fila india...
El "Sute" los siguió con la mirada, otra vez sonriendo, y luego
díjole a Marcos Vargas:
—Compañero, perdóneme el mal rato; pero esa postema ya es-
taba de reventarla.

253 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Tarangué

Cuyubini abajo habitaba una comunidad de indios guaraúnos,


de los llamados "mañoqueros" porque sólo conocían el cultivo de la
yuca, de donde derivaban el alimento usual del "mañoco" y extraían el
"bureche" o el "yaraque" con que acostumbraban embriagarse para ce-
lebrar sus fiestas, danzas primitivas a que se entregaba toda la comu-
nidad durante días y noches continuos, hasta que los rendía el cansan-
cio o los derribaba la borrachera. Por aquellos días celebraban una de
estas fiestas a la cual solían concurrir todas las indiadas del contorno,
varias leguas a la redonda, y el "Sute" Cúpira había invitado a Marcos
Vargas para ir a presenciarla.
—Es un espectáculo curioso –habíale dicho– que le dará de una
vez por todas la idea de lo que es el indio. Lo llaman: baile de ñopo, y
también: de la india Rosa, y una vez le escuché decir a uno de los inge-
nieros de una comisión de límites que estaba trazando la raya divisoria
con la Guayana inglesa por estos montes, hombre además entendío en
costumbres indígenas, que la tal Rosa puede que haiga sío alguna ca-
cica, probablemente de los tiempos del cacicato a que volvieron los abo-
rígenes de casi toda Venezuela después del régimen de las misiones. Que

254 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

por cierto para nada le sirvieron al pobre indio, como no fuera para
aborrecé más al racional. Valga la palabra del susodicho ingeniero.
En efecto, allí estaban aquellos guaraúnos en plena barbarie, si
no totalmente salvajes, tal como se encuentran todos los aborígenes ve-
nezolanos que bajo el régimen de la encomienda o la misión no hicieron
sino perder el vigor y la frescura de la condición genuina, sometidos
como braceros inconscientes a un trabajo ajeno a sus necesidades, cuyo
sentido humano no podía alcanzárseles y cuya técnica, cuando de al-
guna fue el caso, nunca les fue dada. El indio que empedró el camino
frailero por donde ahora crece el arestín y a su orilla clavó la "piedra
escrita" que no jalonaría sus marchas libres, porque él anda al rumbo
de su instinto por la trocha del váquiro; el indio que amasó la arcilla
con que se fabricó el ladrillo frailero para el convento de la misión,
mientras él continuaba levantando su churuata tal como lo hacían sus
abuelos antes de que apareciera por allí el blanco conquistador. El in-
dio guaraúno, que en su dialecto llama al civilizado "niborasida" –que
significa hombre malo– o en español, a su manera, dice el venezolano:
—"Sorano maluco, robando mujé, tumbando conuco"–. Porque
si aquello solamente le reportó la colonia, menos aun y a veces peor le
ha dado la república.
Ya estaban allí las hembras feas, chatas, de frente huida y pe-
chos fláccidos, con la uarruma y el pequeño mandil de fibra tosca cu-
briendo sus partes pudendas, mientras con el guayuco las suyas y un
cerquillo de plumas a la cabeza los hombres, de estatura pequeña y des-
proporcionada por el excesivo desarrollo del tórax con detrimento del de
la parte inferior del cuerpo, a causa del continuo manejo del canalete
sentado en el fondo de la curiara, donde se pasan la mayor parte del
tiempo pescando. Ya las mujeres habían sacado las casimbas de bure-
che, de desagradable olor ácido, y en torno a ellas los hombres, vaciando
pichaguas una tras otra, comenzaban a emborracharse.
No estaba por allí el cacique, pues era costumbre que durante
aquella fiesta se ausentase de la ranchería e hiciese sus veces el músico,
que solía ser el más anciano de la comunidad, y ya se aproximaba la
hora de dar comienzo la danza, a la puesta del sol, cuando se presenta-
ron el "Sute" Cúpira y Marcos Vargas, acompañados de "El Caicareño"

255 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

y de otro de los doce del primero, apellidado Aceituno. Y no faltó en los


corrillos recelosos la palabra guaraúna:
—Niborasida.
Pero saliéronles al encuentro, ofreciéndoles bureche y ñopo.
Es el ñopo o yopo un polvo negruzco extraído de las raíces de
cierta planta herbácea, que absorbido a modo de rapé produce extraños
efectos alucinatorios, que los piaches indios utilizan cuando han de
desempeñar sus funciones de adivinos y mezclado con bebidas fermen-
tadas, yaraque o bureche, causa una borrachera delirante y bestial.
El "Sute" aceptó el bureche, pero rechazó el ñopo, diciéndole, en
su dialecto:
—Oco cacatuja –que significa:
nosotros tenemos.
—¿Ato abitoja? (ustedes tienen) –exclamaron los oferentes, com-
placidos de que se les hablase en su lengua–. ¡Ato abitoja! Y uno, acer-
cándose a Marcos Vargas, a quien ya rodeaban varias guarichas, exa-
minándolo con su impertinente curiosidad característica:
—Ma cuareja mancatida –díjole.
Pero comprendiendo que no lo entendía recurrió al castellano–:
Yo teniendo hija hembra. Yo ofreciéndote guaricha bonita si tú no
siendo maluco con indio y dejándolo tranquilo bailando india Rosa.
Llegaron luego otros "racionales", encargados y capataces de
peonada de la empresa de los Ardavines que por allí caía, algunos de
los cuales ya habían amistado con Marcos Vargas desde la noche en
que éste y José Francisco se jugaron a los dados sus clientes; pero como
Marcos correspondió de mala gana a sus saludos y en seguida se les
apartó, quedándose todos rodeando a el "Sute", por quien sentían la
admiración que a todos los hombres machos les inspiraba el semidiós
canijo.
Y empezó a surgir la luna llena, a tiempo que se ocultaba el sol,
hora de comenzar la fiesta con la cual el aborigen conmemora su secular
esperanza del término de la dominación del blanco y la vuelta de "tara-
rana", la tribu poderosa que algún día vendrá, aunque este sentido y

256 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

símbolo no esté sino sepultado en los abismos de embrutecimiento en


que languidece el alma indígena.
Ya el viejo músico estaba sentado sobre sus canillas dobladas
en el centro del espacio llano y barrido que rodeaban las barbacoas
donde se depositaban los frutos de la sementera y la churuata –vasta
vivienda común de forma circular y pajiza techumbre cónica, en cuyo
interior hacía vida promiscua toda la comunidad– y sacudiendo cerca
de su oreja derecha una maraquita, único instrumento que acompasa-
ría la danza, murmuraba, a ojos cerrados, como para darse la tónica:
—¡Ñe! ¡Ñe! ¡Ñe! Y en torno a él iba formándose la rueda de
hombres y mujeres que tomarían parte en la danza, incluso los viejos
amojamados, después de haber absorbido unas polvadas de ñopo e in-
gerido otra buena cantidad mezclada con el bureche y cuyo doble efecto
diabólico no tardaría en hacerse sentir.
Golpeó el suelo con la diestra el viejo músico, señal esperada por
los bailadores y éstos comenzaron a girar en torno a él, con una caden-
cia lenta y monótona, y canturreando a coro, con destemplada entona-
ción creciente:
—¡Ja, ja! ¡Ta biscó! ¡Ja, ja! ¡Ta biscó! Los forasteros sonreían.
En materia de música y danza no podía darse nada más simple: era
sólo un ruido persistente y un paso de marcha contenida y apresada en
un círculo obsesionante. Y un coro de canto rudimentario que se repetía
con desapacible insistencia:
—¡Ja, ja! ¡ta biscó! ¡ja, ja! ¡ta biscó! Y ya la luna llena brillaba
en el espacio, todavía diurno.
Pero el ñopo ingerido y el que ahora les ofrecían a los danzantes
el "Sute" Cúpira y sus espalderos y los purgüeros de los Ardavines, para
que lo absorbiesen a puñados mientras recorrían el círculo infinito, iba
produciendo sus efectos y pronto aquel canturreo monótono se rompió
en un coro de gritos roncos a tiempo que las miradas despedían fulgor
de lujuria y los cuerpos comenzaban a retorcerse en mímica de amor
animal, ya bañados en los reflejos de la luna triunfante el crepúsculo
solar. Era la primera faz de la embriaguez: la danza lúbrica, sin arte
alguno, bestia pura.

257 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Ja, ja! ¡Ta biscó! ¡Ja, ja! ¡Ta biscó! Ahora los racionales
reían a carcajadas, menos Marcos Vargas, en cuyo rostro sombrío se iba
perfilando el rasgo revelador de la sorda tempestad mental.
"El Caicareño" y Aceituno recorrían el círculo danzante ofre-
ciendo los diabólicos polvos.
Los indios los sorbían ávidamente y ya por todos los cuerpos
corría el inmundo líquido negro y viscoso de la secreción nasal. Eran
unas asquerosas bestias que jadeaban y se retorcían bajo la acción des-
humanizante del yopo.
—¡Ñe! ¡Ñe! ¡Ñe! El canturreo gangoso del viejo músico apresu-
raba el ritmo simple y frenético, marcado por el sonido obsesionante de
la maraca.
Ya el coro de gritos lúbricos comenzaba a languidecer en gemi-
dos.
La luna resplandecía solitaria remontándose por el espacio noc-
turno... Ahora el coro entonaba:
—¡Tarangué! ¡Tarangué! La tribu desaparecida. La que su-
cumbió defendiendo su tierra bajo el acero y el arcabuz del conquista-
dor, la que en la alta noche de la derrota contempló el incendio de su
churuata... Ya algunos indios lloraban, con esa extraordinaria facili-
dad que para ello tienen...
Ya toda la tribu había prorrumpido en llanto clamoroso.
Era la segunda faz de la embriaguez de yopo. La danza fúnebre
y la plañidera por los muertos de la comunidad y por la gran desapa-
recida en la eterna noche sin luna.
Y el lúgubre clamor se elevaba impresionante en el silencio ten-
dido sobre la tierra bárbara y remota:
—¡Tarangué! ¡Tarangué! Los racionales reían a carcajadas y
Marcos Vargas les clavaba miradas fulminantes que les trocaban las
risas por ceños fruncidos.
Eran los negros abismos de la infinita tristeza del indio los que
ahora se abrían, el fondo atormentado del alma de la raza vencida,
despojada y humillada, y un gran dolor rabioso, profundamente suyo,

258 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

respondía en el corazón de Marcos Vargas a la plañidera invocación de


Tarangué.
—¡Ñe! ¡Ñe! ¡Ñe! La voz del músico era un aullido trémulo. Ya
la borrachera entraba en su última faz: ahora comenzaba la danza gue-
rrera.
Un grito de cólera rompe de pronto el coro lamentoso. Le res-
ponde otro y otro... La luna ilumina la bárbara escena con su resplan-
dor alucinante y decora la miseria de los cuerpos inmundos...
Ahora son miradas enfurecidas y roncos alaridos, que tal vez
reproducen los antiguos gritos de combate que ya sólo bajo la acción del
yopo lanzan los indios humillados y vencidos. Viejos alaridos de las
guazárabas contra el blanco invasor que ya han olvidado los ecos de
aquella tierra.
Y Marcos Vargas grita:
—¡Tararana! –(La tribu que volverá)–. ¡Tararana! El "Sute"
Cúpira se le acerca, preguntándole:
—¿Qué le pasa, joven?
—¡Que ya es tiempo de que estos pobres indios se sacudan la
opresión de ustedes! ¡Hatajo de bandidos que los explotan inicuamente!
¡Usted a la cabeza de todos! Cúpira da un paso atrás y su diestra acude
automáticamente a la empuñadura del revólver. Pero en seguida se re-
cobra y mirando a Marcos Vargas serenamente, murmura:
—Por menos son ya difuntos muchos hombres; pero el "Sute"
Cúpira no se mata con el hijo de quien lo Vio cumplir su gran jura-
mento.
Dicho lo cual, se le aparta, sin que tales palabras hayan desper-
tado eco alguno en el alma ya frenética de Marcos Vargas.
Entretanto el grito que éste había lanzado hacía poco lo secun-
daban los indios enfurecidos por el yopo y entre el clamor imponente no
se oía ya el canturreo del músico.
De pronto se interrumpe la danza y los hombres se lanzan unos
contra otros, mientras las mujeres abandonan el sitio y corren a refu-
giarse dentro de la churuata.

259 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Luchan, forcejean, escurriéndose los cuerpos babeados de las


manos que tratan de apresar, hasta que por fin caen extenuados y rue-
dan por el suelo, toda la indiada formando una masa inmunda y ja-
deante. El cuerpo del músico viejo y fláccido es una piltrafa que no re-
bulle; de sus manos se ha desprendido la maraquita y ya no suena.
Marcos Vargas tiene un gesto de decepción inmovilizado en el
rostro sombrío. No fue contra el "racional", contra el opresor inicuo, la
rebelión delirante. Y murmura, sordamente:
—¡Tarangué! El fulgor espectral de la luna alumbra el hacina-
miento de cuerpos rendidos por la acción deshumanizante del yopo.

260 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XIV

261 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Tormenta

Regresó a la estación del Guarampín, al cabo de ocho días de


ausencia, agudizado por la fatiga del viaje al maléfico influjo de la
selva.
Pero no sólo él sufría sus extraños efectos, ni todo eran aberra-
ciones de espíritu. El fenómeno obedecía también a causas naturales y
todos los seres vivientes que poblaban la selva lo experimentaban de
algún modo.
Aproximábase el término de la estación lluviosa y hacía varios
días que reinaba esa tregua que se toman las lluvias antes de desatarse
en los tremendos chubascos finales del invierno tropical. Calmas ener-
vantes y prolongadas, du rante las cuales el silencio de la fronda inmó-
vil sentíase cargado de presagios angustiosos, hacían irrespirable el
aire, saturado de perturbadoras emanaciones vegetales, y sobre el in-
menso condensador de la selva se iba acumulando la electricidad para
el cataclismo de las descargas que pronto la estremecerían hasta la raíz
más soterrada.
La bestia presentía aquello y daba muestras de inquietud. En
silencio se posaban los pájaros en las ramas y de unas en otras fatiga-
ban sus alas con repentinos vuelos recelosos; manadas migratorias de

262 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

váquiros atravesaban con frecuencia el río y a veces se les veía detenerse


de pronto en la marcha, ventear el aire y luego precipitarse en carrera,
fuera del camino acostumbrado, a monte traviesa; en silencio volvían
al atardecer los monos a sus dormideros habituales y en cambio du-
rante las noches no cesaba de oírse el grito ululante de la arañamona.
Los indios mismos, en quienes el instinto es también antena sen-
sible, se mostraban aun más reservados que de costumbre y a menudo
cruzaban entre sí miradas de expectación supersticiosa, cual si la Na-
turaleza se les hubiese vuelto de pronto incomprensible y amenazante.
En los purgüeros el fenómeno presentaba un aspecto singular.
El duro trabajo agotador, la continua expectativa del peligro mortal
que por todas partes acechaba en torno a ellos y la influencia deshuma-
nizante de la soledad salvaje venían produciendo en aquellos hombres
–y ahora la acentuaba la influencia meteorológica– una sombría pro-
pensión característica de la selva, cierto frenesí de crueldad, no arreba-
tado y ardiente como el que pueden producir los espacios abiertos, sino,
por el contrario, espantosamente apacible, de abismos bestiales. Críme-
nes y monstruosidades de todo género, referidos y comentados con sá-
dica minuciosidad, constituían el tema casi exclusivo de las conversa-
ciones, y cuando se hallaban solos empleaban las horas muertas en la
torva complacencia silenciosa de darles tortura lenta y atroz a los in-
sectos o bestezuelas inofensivas que para ello capturaban, arrancándo-
les las alas, vaciándoles los ojos, descuartizándolos calmosamente,
atentos a las mínimas manifestaciones del sufrimiento animal, mien-
tras una horrible insensibilidad petrificaba sus rostros. Y varios de
ellos, llevando hasta sí propios estas experiencias insanas, se habían
inutilizado para el trabajo infiriéndose heridas so pretexto de extraerse
espinas o extirparse las niguas o los "gusanos de monte" que bajo la piel
les sembraban ciertas moscas cuyas larvas se crían en carne viviente.
Era tal vez el efecto desmoralizador que les hubiese causado la muerte
de Encarnación Damesano y su espantosa mutilación inútil; pero era
también la tempestad de los elementos infrahumanos que en el corazón
de los hombres desata Canaima.
Finalmente, a su regreso a la estación halló Marcos Vargas la
noticia de que en la ribera opuesta del Guarampín habían comenzado
a producirse aquellos misteriosos gritos de que hablaban los purgüeros

263 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

veteranos de la empresa de los Vellorini y cuya realidad tuvo, en cierto


modo, corroboración en las palabras del propio conde Giaffaro.
Tales gritos en el salvaje silencio de la medianoche más pare-
cían aullidos bestiales, ululatos de terror animal, y daban motivo a que
los purgüeros de la opuesta ribera satisficiesen aquella morbosa pro-
pensión a lo truculento y monstruoso, entregándose a conjeturas deli-
rantes.
—El conde Giaffaro haciéndose su cura –pensaba Marcos Var-
gas, y para averiguar en qué pudiera consistir, si realmente la había,
para descifrar aquel enigma a que nadie se había asomado todavía,
atravesó una vez más el Guarampín.
Halló la casa cerrada. Adentro sentíanse pasos agitados que se
acercaban y se alejaban una y otra vez; pero no le fue abierta la puerta
ni se le respondió a sus llamadas.
Por los alrededores y con expresión temerosa estaban los indios
de la servidumbre. Se les acercó dándoles conversación y de las pala-
bras que logró arrancarles coligió que el conde debía de atravesar una
crisis aguda de taciturnidad, acaso racha de demencia periódica, du-
rante la cual, encerrado bajo llave, se le oía pasearse por toda la casa
día y noche.
—Canaima en cabeza de racional –dijéronle los indios–. Racio-
nal caminando siempre. Caminando siempre.
Pero a las preguntas respecto de los misteriosos gritos se mira-
ron unos a otros y nada respondieron.
Prestó atención a los pasos que desde allí se oían y por cuyo
ritmo irregular, tan pronto lento como frenético, podía componerse la
figura atormentada del conde Giaffaro, con sus ojos saltones y el movi-
miento continuo de su cabeza mecánica, acaso ya trastornada para
siempre por el mal de la selva. Y temió por la suya.
Repasó el Guarampín, pero no se dirigió a la estación, donde
sus subalternos inmediatos entretenían el ocio dominical jugando a las
cartas.
Mediaba la tarde y bajo el bochorno reinante, que hacía de
plomo la atmósfera saturada de electricidad, reposaba en silencio de

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Canaima Rómulo Gallegos

expectación el bosque de árboles inmóviles. Se internó en él por una ve-


reda ancha, larga y recta.
—¿Pa dónde la lleva, don Marcos? –le preguntó un peón de los
que por allí estaban, a la entrada del sendero, sentados sobre el viejo
tronco de un árbol derribado, cabizbajos hacía rato y sin cruzar pala-
bra. Y como no obtuviese respuesta, agregó–: No vuelva a ale jarse mu-
cho. Mire que la cosa no está muy buena, por ahí pa dentro.
Algo extraño flotaba, en efecto, dentro del bosque mudo. Una
claridad inusitada, fosforescente casi y al mismo tiempo sombría, que
hacía brillar de una manera singular el verde tierno de los matojos que
bordeaban la vereda, y ésta se abismaba a lo lejos en perspectivas alu-
cinantes. Era absoluta la ausencia de vida animal por todo aquello y
de tal circunstancia provenía la impresión, habitual en Marcos Vargas,
que ya se había apoderado de su espíritu: la impresión de que por mo-
mentos iba a aparecerse ante su vista, brotado de la soledad misma, en
la sugestiva lejanía, algún ser inédito, algo menos o algo más que hom-
bre, espíritu de la selva encarnado en forma inimaginable, obra de las
formidables potencias que aún no habían agotado la serie de las cria-
turas posibles. Esto le había acontecido siempre, especialmente las tar-
des de los domingos, ante cualquier paisaje; pero ahora la aberración,
en el fondo de la cual tal vez repercutiera alguna infantil emoción reli-
giosa, además de hallar la mente propicia, se originaba de causas de
cierto modo objetivas; en aquella bochornosa quietud sentíase la pre-
sencia de fuerzas descomunales a punto de desatarse.
De cara al encuentro inminente anduvo tiempo incalculable.
Una hora, quizás dos –la vereda ancha, larga y recta ya se hundía por
los dos extremos en los verdes abismos–, pero, acaso, también sólo algu-
nos minutos; el espacio que se extendía a sus espaldas bien pudiera no
ser sino ilusión producida por la extraña claridad que ensombrecía la
selva. A uno y otro lado se rompía de pronto el boscaje y causaba vértigo
hundir la mirada por entre los innumerables árboles inmóviles... Le
parecía que alguien siseaba, llamándolo, desde allá dentro. Se detuvo,
miró en derredor... Estaba en la encru cijada de dos caminos igual-
mente anchos y rectos y ya no supo por cuál de los cuatro debía seguir,
cuál era el que llevaba. Una repentina ausencia de sí mismo lo había

265 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

dejado ya a la merced de la selva fascinante... Eligió al azar, abando-


nándose a la tremenda delicia con que acababa de rozarlo el temor de
extraviarse. La primera emoción de miedo que llegaba a experimentar.
Los abismos del pánico que ya no atraían.
Anduvo otra porción de tiempo incalculable por el espacio sin
medida ni punto de referencia cierta... Algo aleteó en el ámbito mudo.
Creyó que hubiera sido un relámpago precursor de la tormenta inmi-
nente y esperó el trueno con ansiedad insensata; pero la selva continuó
sumida en el silencio, ya espantoso... El aire se hacía irrespirable por
momentos... Las mil pupilas asombradas de la extraña claridad fosfo-
rescente lo contemplaban desde cada una de las hojas de todas las ra-
mas del bosque... Apresuró el paso. Lo acortó en seguida hasta hacerlo
extremadamente lento. Lo sobrecogió de pronto el miedo de detenerse
involuntariamente y para siempre y reanudó la marcha normal, dicién-
dose en voz alta:
—Todavía no.
Luego rió a carcajadas y volvió a decirse:
—¡Pues no he tomado yo en serio lo de convertirme en árbol! Y
tornó a mirar en derredor por dónde se hubiera ido el sonido de su risa,
extraviada. Pero no la descubrió por todo aquello.
De pronto se detuvo, cerca de una tarimba, sorprendiendo una
escena monstruosa.
Acuclillado fuera del cobertizo, junto a una piedra donde aca-
baba de afilar su machete, uno de los dos purgüeros que lo habitaban
se disponía a mutilarse el índice de la mano izquierda para librarse de
los dolores lancinantes causados por el gusano alojado en la yema tu-
mefacta y purulenta. Teníalo apoyado sobre un leño mientras que la
derecha blandía el arma afilada, alzándola y bajándola repetidas ve-
ces, a cada una más cerca del miembro ya sobre el ara del dios frenético
que perturbaba todos los espíritus. Y esta operación la presenciaba
atentamente, impasiblemente, el compañero de tarimba desde la yacija
colgante donde se entregaba al descanso dominical.
En torno a ellos la selva antihumana ensanchaba sus ámbitos
para el grito del bárbaro holocaustro.

266 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Se precipitó a impedirlo, pero con un arrebato colérico que por


primera vez se adueñaba de su espíritu. Desarmó la mano sanguinaria,
mas no se dio cuenta de que en la mirada que el purgüero sorprendido
levantó hacia él estaba la demencia irresponsable, y blandiendo a su
vez el machete lo descargó de plano, sin darle descanso, sobre las espal-
das del hombre acuchillado, que allí mismo rodó por tierra retorcién-
dose de dolor, aunque sin exhalar un gemido ni formular protesta, y
luego arremetió contra el espectador impasible –que ya propiamente no
lo era, sino asombrado ante el espectáculo de aquella furia que nunca
le viera manifestar– y del mismo modo lo castigó, totalmente fuera de
sí, negras como carbones las pupilas que de ordinario las tenía claras y
así se las transformaba la cólera.
Y todo esto sin que se hubiera proferido una palabra bajo el te-
cho de la tarimba.
Aún llevaba en los ojos el negro fulgor de la ira, cuando, lejos
ya de la tarimba solitaria, regresaba por la vereda ancha y recta. Pero
ya no brillaba aquella claridad alucinante. Lívidas tinieblas se desli-
zaban por el bosque y de los abismos del silencio lejano surgía un rumor
confuso que producía la perturbadora impresión de una pequeña cosa
inmensa.
Se detuvo a escuchar, para cerciorarse de la realidad de tal im-
presión, que reproducía en la atormentada vigilia de su espíritu el
inaferrable contenido de una pesadilla de su infancia, singularmente
angustiosa, en la cual se hallara siempre en presencia de algo suma-
mente pequeño y a la vez inmenso, sin que nunca acertase a precisar
qué era. Pero aquello estaba sucediendo realmente fuera de sí y com-
prendió que era la tormenta, que se aproximaba.
Y advirtió que la selva tenía miedo. Los troncos de los árboles
se habían cubierto de palidez espectral ante la tiniebla diurna que
avanzaba por entre ellos y las hojas temblaban en las ramas sin que el
aire se moviese. Se sintió superior a ella, libre ya de su influencia ma-
léfica, ganosa de descomunal pelea la interna fiera recién desatada en
su alma, y así le habló:
—Es la tormenta. Viene contra nosotros dos, pero sólo tú la te-
mes.

267 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Se quitó el sombrero y lo arrojó al monte, se abrió la camisa


haciendo saltar los botones, ensanchó el pecho descubierto, irguió la
frente, acompasó el andar a un ritmo de marcha imperiosa. Luego se
descalzó y se desnudó por completo, abandonando a la vera del camino
ancho y verde cuanto pudiese desfigurar al hombre íngrimo contra la
tempestad elemental, y dejando el camino del regreso conocido tiró por
la primera vereda que le salió al paso y se internó por el monte intrin-
cado a la aventura de la tormenta. Quería encontrar la medida de sí
mismo ante la Naturaleza plena, y de cuanto fue cosa aprendida entre
los hombres sólo una llevaba consigo: las palabras del conde Giaffaro
aconsejándole intimidad hermética y válvula de escape al grito de Ca-
naima.
Aumentaba la palidez de los árboles y ya se estremecían todas
sus hojas, sin que aún se moviese el aire. La pequeña cosa lejana, el
sordo mugido de los abismos del silencio, se estaba convirtiendo en fra-
gorosa inmensidad y se acercaba por instantes... Pero todavía quedaba
silencio bajo la fronda angustiada, un silencio cada vez más denso, de
zozobra contenida, mientras aquello avanzaba cercándolo y apretán-
dolo.
Le fundió todo y de golpe el estallido de un rayo, simultáneos el
relámpago deslumbrante y el trueno ensordecedor. Vacilaron las innu-
merables columnas, crujieron las verdes cúpulas, se arremolinaron las
lívidas tinieblas, se unieron arriba los bordes del huracán desmele-
nando la fronda intrincada, y la vertiginosa espiral penetró en el bos-
que, levantó una tromba de hojas secas, giró en derredor del hombre
desnudo, silbando, aullando, ululando y luego se rompió en cien peque-
ños remolinos que se dispersaron en todas las direcciones. Y se desgajó
el chubasco fragoroso.
¡El agua! Resonaba sobre el alto follaje el estrépito de las man-
gas copiosas que se perseguían y se revolvían de pronto unas contra
otras por los opuestos caminos del viento, doblegando la fronda tren-
zada. Tamborileaba sobre la mullida hojarasca, chorreaba por el tronco
del árbol, corría hacia los bajumbales, hinchaba los cangilones, se pre-
cipitaba por las torrenteras, bramaba ya en las cañadas, azotaba recia
y caliente el cuerpo del hombre desnudo.

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Canaima Rómulo Gallegos

—¿Qué hubo? ¿Se es o no se es? El Marcos Vargas del grito alar-


doso ante el peligro, del corazón enardecido ante la fuerza soberana,
otra vez como antes gozoso y confiado.
¡El viento! El huracán bramoroso que barría la fronda desga-
jando las ramas, la inmensa guarura del ululato entre el cordaje de los
bejucos, el silbido estridente en el filo de la hoja, el bufido impetuoso
contra el matojo rastrero, el alarido de espanto que estrangulaba la gar-
ganta del barranco, la carrera loca y ciega y torpe, la salida buscada y
no hallada, la revuelta furiosa, la tromba otra vez... Trinca la garra en
torno al árbol, lo sacude con furia implacable, le parte la raíz soterrada,
lo arranca de cuajo y lo derriba contra el resonante suelo... Y el vuelco
sofocante del resuello del mundo encolerizado dentro de los pulmones
del hombre de la cabeza erguida.
—¿Qué hubo? Y continuaba avanzando, al huracán, al hura-
cán, prestada la cabellera flameante.
¡El rayo! La grieta fulgurante del cielo a través de la fronda
desgarrada, el zigzagueo del haz que revienta en el puño de la ira y se
esparce inflamando el espacio anchuroso. El restallar tableteante de la
centella que hiende el árbol desde la copa hasta la raíz, la siembra del
fuego en la tierra que el fluido cegante cava y perfora, el aleteo gigan-
tesco del relámpago esplendoroso, el tremendo fulgor instantáneo que
se funde con otro y con otro se prolonga vibrante. Y la pupila del hombre
temerario abierta ante el elemento alardoso.
¡El agua y el viento y el rayo y la selva! Alaridos, bramidos,
ululatos, el ronco rugido, el estruendo revuelto. Las montañas del
trueno retumbante desmoronándose en los abismos de la noche repen-
tina, el relámpago magnífico, la racha enloquecida, el chubasco estre-
pitoso, el suelo estremecido por la caída del gigante de la selva, la in-
mensa selva lívida allí mismo sorbida por la tiniebla compacta y el pe-
queño corazón del hombre, sereno ante las furias trenzadas.
—¿Se es o no se es? Las raíces más profundas de su ser se hun-
dían en suelo tempestuoso, era todavía una tormenta el choque de sus
sangres en sus venas, la más íntima esencia de su espíritu participaba
de la naturaleza de los elementos irascibles y en el espectáculo impo-

269 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

nente que ahora le ofrecía la tierra satánica se hallaba a sí mismo, hom-


bre cósmiro, desnudo de historia, reintegrado al paso inicial al borde
del abismo creador.
Era allí, en lo profundo de su intimidad, donde debía de apare-
cerse aquel insólito morador de una tierra sobre la cual todavía se agi-
taba el torbellino de donde surgieron el agua, el viento y el rayo. Y ya
había aparecido, en efecto, en la tormenta de la ira que acababa de en-
negrecerle las pupilas. ¡Ira, cólera!... ¡Eso tenía que ser él contra la
iniquidad que no permitía el optimismo en el corazón generoso! La llu-
via le azotaba el rostro, todo su cuerpo era rompiente contra la cual se
estrellaba la oleada de la racha, el huracán venía a colmarle los pul-
mones con el aliento del mundo embravecido y el relámpago le ponía
instantánea vestidura magnífica. Lo acercaba el rayo dándole a respi-
rar espíritu de aire y envolviéndolo en el aura enardecedora de su fluido
y en la apoteosis de su fragor ingente caían en torno suyo los árboles
que tuvieron la raíz podrida o menguada, pero sobre el retemblar del
suelo desgarrado se asentaban acompasadamente sus plantas firmes.
Era el morador señero de un mundo sacudido por las convulsiones del
parto de los abismos creadores y un robusto orgullo de pleno hallazgo
propio lo hacía lanzar su voz ingenua entre el clamor grandioso.
—¡Aquí va Marcos Vargas! Ululatos, estallidos, estampidos.
Empalidecía rugiente la enorme bestia negra al restallar el látigo ful-
gurante que le azotaba los flancos. La selva alevosa que mató a Encar-
nación Damesano en la hora mejor de su alma, la selva embrujadora
que había puesto el arma filuda en la diestra del hombre acosado para
que se mutilara.
!Cómo resplandecía ahora el arma blandida por el brazo ven-
gador de la tormenta!... Así le había castigado a él, no a los hombres de
la tarimba solitaria, sino al espíritu de la selva perdicionera que se ha-
bía apoderado de ellos... Ge midos, crujidos, el relámpago imponente,
el viento bramador.
Vaciló el tronco de un palodehacha, que estuvo cien años cre-
ciendo para asomarse, otros ciento, por encima de las copas más altas,
haz de columnas trenzadas por recios bejucos. Cayó con formidable es-
truendo.

270 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Saltó por encima del gigante vencido y prosiguió su camino,


despacio, por la vereda ancha y recta que le iluminaba la tormenta.
Pero la vereda se detuvo, de pronto, contra el bosque intrincado
a tiempo que la tempestad redoblaba su furor, retorciendo los árboles,
ululante, bramorosa, un rayo tras otro, un solo relámpago inmenso.
¿Revolverse? ¿Esperar? El abrigo del macizo de árboles era casi
muerte segura y en el descampado abierto por los que ya habían caído,
la furia del viento y la violencia del chubasco ya se habían vuelto inso-
portables... Se confió a su suerte ineludible y se guareció bajo el amplio
ramaje de una mora gigante que se destacaba del macizo.
Pero el huracán se le echó encima para asfixiarlo y desalojarlo
del cobijo que lo protegía del chubasco, y él dándole la espalda y el
viento buscándole el rostro, estuvieron largo rato rodeando el árbol del
tronco inconmovible, grueso, ancho como un muro. Aullaba la negra
jauría acosando al hombre vestido de luz de centellas, y del corazón
sereno y gozoso ya se apoderaba la rabia insensata.
Pero al cambiar de sitio, para ofrecerle temerariamente el rostro
a la racha irrespirable, pisó algo blando que rebulló y gimió. Se inclinó
hacia ello.
Era un mono araguato, párvulo, aterido, ya sin instinto arisco,
toda espanto el alma elemental. Se dejó apresar y se acurrucó llori-
queante, tembloroso, contra el pecho del hombre que lo levantó en sus
brazos.
—¡Hola, pariente! –exclamó Marcos Vargas–. ¿Qué te pasó? ¿Te
tumbaron el dormidero? ¿Y tu gente qué se ha hecho? ¿Por qué te deja-
ron solo? A la luz de los relámpagos la mirada de la pequeña bestia,
correspondiendo a la sonrisa del hombre, se humanizaba demostrando
agradecimiento por el amparo del pecho fuerte y la caricia de la palabra
amiga para su miedo y su extravío. Y así estuvieron largo rato el hom-
bre y la bestia ante la Naturaleza embravecida. Frente a ellos, en un
claro del bosque barrido por la tormenta, se alzaba señero un caracali.
Un árbol soberbio, robusto, frondoso, erguido, hechura de sol pleno, con
ancha y honda tierra en torno para sus raíces.
Era allí el centro de la tormenta, la presa más codiciable que se
disputaban los elementos desencadenados. Una tras otra, las copiosas

271 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

mangas de agua reventaban contra aquella selva de ramas vigorosas,


el huracán lo cercaba retorciéndoselas, pero en el robusto cuello fraca-
saba el esfuerzo de la garra trincada y el relámpago iluminaba la lucha
titánica. Se debatía el gigante desmelenado, bramaba comunicándole
al suelo el temblor de su cólera. El rayo se le acercaba por momentos,
pero no se atrevía a fulminarlo.
Era hermosa aquella criatura predilecta de la tierra, y ante la
soberana belleza el tajo de la espada flamígera se convertía todo en luz
para hacerla resplandecer. Fue recia y larga la lucha y en ella se fati-
garon los elementos.
Ya amainaban las furias. Los rayos comenzaban a ser menos
frecuentes y entre el relámpago y el trueno había ya intervalos cada vez
más largos. Cedía la violencia de la lluvia, menos impetuosas y más
distanciadas las mangas que se deshacían contra el follaje del caracalí,
y el huracán había encontrado por fin un camino y por allí empezaba a
retirarse, satisfecho del estrago causado, inclinando toda la fronda bajo
su paso.
—Ya de ésta como que nos libramos, pariente –decía Marcos
Vargas acariciando al mono–. ¿Es la primera tormenta que presencias?
¿Te quedan ganas para otra? El animalito temblaba y se acurrucaba
más buscando el calor del pecho amigo y Marcos Vargas experimentó
que era bueno, después de haberse hallado a sí mismo, fuerte en la tem-
pestad de las iras satánicas, encontrarse también protector de la bon-
dad sencilla, en la ternura generosa.
Ya se alejaba la tormenta. El trueno mugía cansado, la lluvia
caía mansa, el viento suspiraba.
Ya reposaba el árbol señero, dolorido de huracán, pero todavía
erguido, y por las innumerables veredas de la selva castigada, el silen-
cio volvía sobre sus pasos a sus habituales cobijos, confiadamente... Ya
cantaba el tucuso montañero.

272 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XV

273 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Un alma en delirio

Con la prisión del general Miguel Ardavín, llevada a cabo me-


diante oficios de Judas, que a las autoridades que habrían de practi-
carla les prestó José Francisco, había recibido golpe de muerte el caci-
cazgo tradicional.
Tres meses y pico habían transcurrido de esto y aún no había
visto el primo traidor la alta recompensa a que aspirara, pues si disfru-
taba de libertad, postergado o definitivamente abandonado el esclare-
cimiento del crimen de San Félix, de que fue víctima Manuel Ladera, y
si aún usufructuaba su parte del feudo, con apoyo y com plicidad de las
autoridades que habían sustituido a las afectas al ardavinismo, era
evidente que su suerte ya estaba echada, que su estrella declinaba sin
haber culminado nunca; en el gobierno de la región ya no lograría ca-
bida y los amigos que antes lo rodeaban –como por su parte también los
de Miguel– se habían pasado al campo contrario y desde allí lo miraban
por encima de los hombros.
Confrontando esta triste rea–
lidad con los sueños de grandeza que tres meses antes había
acariciado imaginándose ya a Miguel muerto y reemplazado por él en

274 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

la hegemonía política de la región, asaltábanlo crisis frecuentes de ra-


bia sombría y se entregaba, casi a diario, a sus borracheras tempestuo-
sas.
Ya ni la "Juanifacia" lo acompañaba. Encumbrada con lo que
junto a él se lucró de los descuidos de la cartera atestada de billetes
durante la inconsciencia alcohólica, vivía ahora la mulata a la vera de
su antiguo camino, como propietaria y hábil administradora de cierta
casa discretamente situada en las afueras de Upata, con buenas bebi-
das, aceptable comida, que ella misma guisaba para sus clientes dis-
tinguidos, y una pianola para el esparcimiento del baile.
Invariablemente, lo primero que se le ocurría a José Francisco
Ardavín al emborracharse, era acudir con sus cuitas por el amor de la
"Juanifacia"; pero como ya ella nada quería con él, las entrevistas ad-
quirían las proporciones de lo trágico dentro de lo grotesco.
—¡Yo soy muy desgraciado! –exclamaba el borracho.
—¡Qué me cuentas, chico! Si yo siempre te dije que tú eras un
desgraciao.
Bien sabía la mulata, por instinto y por experiencia, que era este
tratamiento insultante, más que su amor, lo que venía buscando Arda-
vín; pero no le negaba el sádico placer, pues ella también lo disfrutaba
intenso al verlo humillado, hasta el extremo de arrodillarse ante ella,
varias veces, pidiéndole que lo abofetease.
Sin embargo, aún no se había atrevido a tanto, pues en su alma
quedaban vestigios de respeto humano y esta porción incorrupta se re-
belaba asqueada ante aquel espectáculo.
—¡No seas cruel, negra! –gemía José Francisco, apurando su
miseria moral–. Mira que tú eres lo único que me va a quedar en la
vida, de un momento a otro.
—Pues ya te veo íngrimo y solo, chico. Desde ahora te lo ad-
vierto. Yo no soy como el perro que se devuelve a lambusiá lo que ha
vomitao.
Y un día, con acento de infortunio sincero:
—¿Serías capaz, Juanifacia, de dejarme tirado por los caminos
cuando me suceda lo que vengo presintiendo?

275 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¿Otra visión? ¡Barajo con el hombrecito y su aguardiente!


—¡La misma de siempre, pero bajo otra forma: otro José Fran-
cisco Ardavín que viene siguiéndome los pasos!
—¿No te habrás equivocao de nombre? ¿No será que Miguel se
ha muerto en la cárcel donde tú ayudaste a que lo metieran?
—¡En la cárcel! –exclamó José Francisco, ya delirando–. Miguel
murió en la pelea de El Caujaral.
—¡Hum! ¿Qué Caujaral y qué pelea son ésas?
—Allí se trocaron los papeles, Juanifacia. El Caujaral fue de
José Francisco Ardavín, a quien ya pueden quitárselo todo, que siempre
le quedará eso. Él iba entre el plomo, dando una carga y al pasar frente
a un rancho en medio del campo de batalla, vio que adentro estaba Mi-
guel –!y que dirigiendo la pelea!– y le gritó, a voz en cuello–: ¡Así no se
pelea, cobarde!
—Bueno, chico. Supongamos que to eso haiga sucedío, pero no
me formes ese escándalo, porque esto no es El Caujaral. Y acaba de
regresá de esa carga pa que te tomes una taza de café y te vuelvas por
donde has venío.
De regreso era la alucinación que ahora lo perseguía. Durante
muchas noches de insomnio se había librado en su espíritu aquella ba-
talla donde él eclipsaba el prestigio militar del primo, salvando la an-
gustiosa situación con su carga impetuosa a la cabeza de un pelotón de
caballería que rompía y destrozaba las filas enemigas, mientras Mi-
guel, temblando de miedo, lo contemplaba con asombro y luego aban-
donaba el campo de su ocaso inesperado antes de que él regresase de la
carga con la victoria en el anca de su caballo. De allá venía el fantasma
temerario, el José Francisco Ardavín del valor pasmoso; pero el camino
del retorno era interminable en la ilusión de las dianas triunfales que
saludaban su paso por la imaginaria llanura de El Caujaral...
Avanzaba por momentos, ya estaba cerca, ya iba a confundirse
de nuevo con el José Francisco verdadero, como las imágenes desdobla-
das por la embriaguez, que se alejan y vuelven a reunirse; pero la vo-
luntad de ficción lo restituía al punto de partida, al momento inicial de
la carga estrepitosa y entre el ir y volver y nunca llegar el fantasma

276 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

perdía los contactos vitales y a la intemperie del prolongado engaño se


iba convirtiendo en sombra muerta.
Pero así como sucede con las imágenes desdobladas por la em-
briaguez, que se separan una de otra, danzan en el espacio, vuelven a
integrarse y a duplicarse sin que ya se pueda determinar cuál es la ver-
dadera y cuál la ilusoria, así le acontecía con su alma en delirio, que
por momentos no sabia si la llevaba en su cuerpo o si flotaba en la som-
bra del fantasma, de donde le ocurrían aquellos presentimientos de que
le hablara a la Juanifacia, de verse tirado por los caminos, puro cuerpo
errante.
Y para aturdirse se entregaba más y más a las borracheras tem-
pestuosas.
Luego, pasadas éstas y sin memoria alguna de tales delirios,
pero como si de ellos irradiasen reforzadas energías vitales –invisibles
carbones en la oscuridad donde fueron brasas– sobrevenía la euforia de
una exagerada noción de sí mismo, y sintiéndose en el apogeo del pre-
dominio, eje de la vida política de la región, se dejaba arrullar al sueño
de grandeza con las desvergonzadas alabanzas de los aduladores que
todavía le quedaban, remunerándoselas con tan desenfrenada liberali-
dad que esto solo, a durar mucho, pronto lo arruinaría.
Pero no podía durar mucho tal obnubilamiento eufórico, porque
la sustitución política se practicaba a fondo, hasta los cimientos econó-
micos del cacicazgo, y hoy una y mañana otra, ya todas las regalías del
segundón comenzaban a pasar a las manos que habían "volteado la
tortilla", y, por otra parte, los perjudicados por los atropellos de antes
encontraban ahora expedita la vía legal de las reclamaciones y una
nube de demandas se cernía ya sobre su peculio.
Sobrevenía el enervamiento rabioso y comenzaban a encenderse
otra vez las brasas del delirio, cuyo primer destello, invariablemente,
era el recuerdo de Maigualida –personificación de cuanto hubiese po-
dido lograr el José Francisco Ardavín que hubiera sido otro hombre–,
el resquemor de su menosprecio, la horrible mezcla del buen amor y de
la furia asesina. Allí mismo se ponía en movimiento el ciclo, de giro
cada vez más frenético: la batalla de El Caujaral, mixtificación de la
cobarde traición inútil que le hizo al primo, la avidez de alcohol, el te-
rror persecutorio y desde la primera copa la obsesión del amor de la

277 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Juanifacia, el morboso apetito de la humillación ante la criatura más


ruin que pudiese menospreciarlo. Luego la inconsciencia absoluta de la
embriaguez bestial, el remanso negro.

278 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

De regreso

Se retiraron las lluvias, terminó la explotación del purguo,


abandonaron los hombres la selva y regresaron a las ciudades: por El
Miamo hacia Upata y Guasipati; por El Dorado y Suasúa hacia Tume-
remo.
Se liquidaron las cuentas.
Bajaron en silencio la cabeza y se rascaron las greñas piojosas
los peones que no traían sino deudas; cobraron sus haberes los que ha-
bían sido más laboriosos y prudentes o más afortunados; de allí salie-
ron a gastarlos en horas de parranda y al cabo todos regresaron a sus
ranchos encogiendo los hombros y diciéndose que el año siguiente saca-
rían más goma, ganarían más dinero y no volverían a despilfarrarlo.
Pero ya todos, de una manera o de otra, arrastraban la cadena del
"avance", al extremo de la cual estaba trincada la garra del empresario.
Las cuentas de Marcos Vargas fueron claras y copiosas. Nunca
se había sacado en el Guarampín tanta goma, ni jamás se había dado
el caso de que todos los peones trajesen haberes, pues si las deudas es-
clavizaban al bracero –y ello entraba en los cálculos de la empresa–
siempre eran cifras que el capitalista tenía que arrojar a pérdidas para
sanear sus ganancias.

279 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Pero ni las rindió con alegría ni así tampoco le fueron recibidas.


Las noticias de su casa que allí había encontrado no eran tran-
quilizadoras. Cartas de sus hermanas –llegadas días antes al almacén
de Vellorini, cuando ya él venía de regreso del Guarampíndecíanle que
su madre no andaba bien de salud, algo del corazón según los médicos
que la habían visto. Noticia que le daban advirtiéndole que doña Her-
minia no quería que se lo participaran, para que no fuera a alarmarse
sin necesidad ni motivo. Entre comillas venían estas cuatro últimas pa-
labras en una de las cartas y en ambas sentíase la materna consigna de
absoluta reserva en cuanto a los sentimientos que allá hubiera produ-
cido el mal suceso que tres meses antes había mancillado un nombre
hasta allí sin ejecutorias de violencia y respecto al cual, a su vez, había
sido absoluto su silencio. De doña Herminia también recibió otra –que
siendo indudablemente la primera que le escribía en aquellos tres me-
ses, empezaba:
"Después de mi anterior, que no era para ser contestada..." –
extensa, minuciosas noticias de todo lo ocurrido en Ciudad Bolívar en
aquel espacio de tiempo salpicada de chistes y de malicias para hacerlo
reír, sumamente hábil en nada contar de sí misma, ni de su enferme-
dad, ni de la pena moral que se la causara, ni de su resentimiento por
el ingrato silencio que él había querido guardar para con ella, cuando
más íntima esperaba la comunicación espiritual. Una carta que rezu-
maba amargura cuanto en apariencia despreocupada y alegre.
Reconoció que se lo merecía, vio venir lo inevitable y desabrida-
mente pasó a entregar sus cuentas.
Pero en la casa de Vellorini Hermanos ya no era don José quien
los recibía. Aquella tez amarilla y quebrantada, aquel humor gruñón y
aquellos sofocos de rabieta que de manera tan singular lo habían ca-
racterizado provenían de su vesícula biliar, que hacía tiempo no fun-
cionaba bien. Para curársela acaso le habría convenido el viaje a Eu-
ropa dispuesto por Francisco; pero se había apegado tanto a la tierra
adoptiva, que por no abandonarla, ni temporalmente siquiera, se puso
hipocondríaco, se le atravesó la bilis, cogió cama, se despidió del gato
negro de los ojos verdes y se quedó allí para siempre.

280 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ahora, en la casa de Tumeremo los empleados vivían echándolo


de menos, con todo y sus rabietas, y esmerándose por hacerle sus cari-
ñosas veces al gato huérfano que por el escritorio desierto paseaba mau-
llando su tristeza. Y los clientes, que ya no tenían a quién acudir para
solicitar favores o consideraciones de la firma, al entrar en la tienda
echaban una mirada hacia aquel escritorio, y si por allí no estaba el
gato, invariablemente preguntaban:
—¿Y Pepitín? Porque era bonísimo Vellorini "el malo".
A don Francisco ya se le habían quitado para siempre todas las
ganas de chirigotas y fue él quien recibió las cuentas de Marcos Vargas,
al cabo de las cuales díjole:
—¡Bueno, muchacho! Te has portado como era de esperarse. La
bondad tiene ojos sabios y mi excelente hermano no podía equivocarse
respecto a ti. Todo ha resultado como él lo previó y he de decirte que ya
para morir te me recomendó muy especialmente. Y con eso te digo todo.
Pero Francisco Vellorini no era un sentimental –el dinero no
suele quererlos y él siempre había hecho buenas migas con el dinero.
Su amor al hermano fue extremoso; la falta que ahora le hacía
sería irreparable, no sólo al frente de la casa de Tumeremo, sino junto
a su corazón, y a su memoria siempre le rendiría culto; pero de todas
las recomendaciones que le hubiera hecho no podía hacer caso, porque
él no confundía los sentimientos con los intereses o las conveniencias,
ni mucho menos subordinaba éstas a aquéllos. José había llegado hasta
decirle:
—Marcos Vargas es un mozo de buenas condiciones. Será un
excelente marido para tu muchachita.
Pero aquí ya Francisco no opinaba que la bondad tuviese ojos
sabios. De una manera general, para sus hijas no quería maridos crio-
llos. Las dos mayores ya habían elegido sus futuros allá en Francia y
allá también debía elegir la Bordona. Y, por otra parte, sin regatearle
méritos a Marcos Vargas, siempre éste era ya un hombre que tenía una
mancha de homicidio y él deseaba para Aracelis un marido de historia
limpia.
Y en seguida pasó a poner las cosas en sus respectivos sitios:

281 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

los sentimientos aparte de las conveniencias. Él decidía por en-


cima de ellas y la cosa resultaba de todos modos.
—Bien –díjole a Marcos–. Has ganado buen dinero y yo lo cele-
bro infinito, porque con él vas a llevarte la alegría de tu madre, bienes-
tar muy merecido. Te advierto que estás ya relevado del compromiso
con la viuda del compadre Ladera por el valor de los carros, pues de
acuerdo con ella incorporé esa cantidad en el monto de la reclamación
que ante los tribunales competentes he entablado contra José Francisco
Ardavín, por el valor de los carros destruidos, de las bestias muertas y
robadas y de las mercancías saqueadas. La demanda prospera y Arda-
vín tendrá que pagar.
—Pues ha procedido usted mal al incorporar lo mío a lo suyo.
—¡Aguarda, aguarda! Ya sé por dónde vienes. La demanda no
ha sido por daños solamente, sino también por perjuicios. Y de ahí ha-
brá una buena tajada para ti.
—No se trata de eso, don Francisco –reiteró Marcos–. Sino de
que lo mío he de cobrarlo yo a la medida de mi gusto. Por otra parte, no
me explico cómo haya podido usted entablar una demanda por cosa que
no le pertenece.
—Voy a explicártelo. Como tú no habías cumplido el compro-
miso de pago y por lo tanto, realmente no eran todavía tuyos los carros,
y con el buen deseo, tanto mío como de la viuda Ladera, de sacarte un
provecho mayor que el que tú habrías podido lograr por tu propia
cuenta, ya que yo pesaba un poquito más que tú en la balanza de las
influencias políticas, convinimos María y yo, de acuerdo con nuestro
abogado, en que fuera ella, representándola yo en mi carácter de apo-
derado, quien entablara la demanda, contando desde luego con que tú
no te opondrías.
—Pues ya ve que sí me opondré.
No por la cuantía de los perjuicios que ustedes hayan estipulado
sin consultarme, sino...
—Sí, sí –atajó Vellorini–.
Ya comprendo. Mejor dicho: no lo comprendo, pues ya no es José
Francisco Ardavín persona con quien valga la pena medirse de quien a
quien. ¡Pero, en fin! Ya habrá tiempo para seguir ventilando este

282 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

asunto. Desde luego aplaudo tu determinación de asumir la responsa-


bilidad que te incumbe respecto al compromiso contraído por la compra
de esos carros. Negocios son negocios y para el hombre de honor la pa-
labra empeñada es sagrada. Y por juzgarte así, y ya que de negocios
estamos tratando, tengo algo que proponerte y que espero sea de tu
agrado, pues de tu conveniencia no dudo que lo será.
Diciendo esto –mientras Marcos se había quedado pensando en
que realmente ya no tenían razón de ser escrúpulos de hombría respecto
a Ardavín– Francisco Vellorini pisaba ya el terreno donde debían que-
dar los sentimientos aparte de las conveniencias. Y así prosiguió:
—No es necesario que te diga que la muerte de José ha sido para
mí una verdadera catástrofe, tanto en lo moral como en lo material,
pues él era el alma de este negocio. Pero hay que continuar la vida, re-
poniendo las filas destrozadas para seguir la batalla. La mujer y las
hijitas me aconsejan que liquide la firma, me retire de los negocios y
nos vayamos a Europa a disfrutar de lo que, a Dios gracias, tenemos.
Quisiera complacerlas, pero al mismo tiempo deseo batallar un poco
más. Tal vez cierre esta casa y me quede solamente con la de Upata,
dejando aquí una oficina al frente del negocio del purguo y de las mi-
nitas de oro que tengo por ahí; para eso necesito una persona de toda
mi confianza. No me faltan, a la verdad, pues entre los parientes de mi
mujer, todos muy honrados y muy competentes, podría elegir a ojos ce-
rrados; pero ya que he tenido la desgracia de perder a mi hermano, no
quiero hacer negocios de ningún género con nadie a quien me unan, o
puedan unirme en lo futuro, nexos de familia.
Dijo esto último recalcando las palabras, hizo una breve pausa
y luego continuó:
—Y como tú puedes aceptar esta cláusula, primera y principa-
lísima de nuestro contrato mercantil, y eres además la persona idónea
y honrada que necesito, siendo muy ventajoso el negocio que voy a pro-
ponerte...
—No continúe, don Francisco –atajó Marcos, poniéndose de pie.
Se ha equivocado usted de medio a medio conmigo, y lo peor es
que ya van dos veces que incurre en esa torpeza. Su fortuna puede ser
muy grande y bien habida toda ella, si hasta allá se quiere llegar; pero
no le alcanzará para comprar a Marcos Vargas.

283 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Hombre! –exclamó Vellorini, comprendiendo ya que la com-


binación no se daría, pero pensando en que el resultado final correspon-
dería a sus deseos–. ¿En qué he podido ofenderte?
—No pregunte lo que ya sabe –repúsole Marcos, quien, en co-
menzando ya no se detenía–. Usted será zorro viejo, pero para engatu-
sarme a mí tiene que aprender algo todavía. Guárdese ese ventajoso ne-
gocio que quiere proponerme, con cláusula y todo. ¡Y guárdese también
de atravesárseme en el camino!
—¡Vamos! ¡Vamos! Continúo sin entender palabra –fingió don
Francisco.
—Es muy posible, porque generalmente los hombres que hacen
dinero no son los más inteligentes.
Pero vamos a ver si me explico mejor: podría ser que a mí no me
interesara su hija tanto como usted se imagina; esto no puede compren-
derlo fácilmente un hombre de negocios; pero si usted se me atraviesa
en el camino, ya sería caso de un hombre contra otro y la cosa variaría
de especie. ¿Que le queda a usted el recurso de llevarse de por aquí a la
muchacha, como ya lo pensó otra vez?
—¡Hombre! Tanto entonces como ahora, más que el recurso lo
que tengo es el derecho.
—Llámelo como quiera. Pero es que de entonces acá ha llovido
mucho, musiú Vellorini, y donde antes no nacía hierba ahora crece
monte tupido. ¡Y ya debe saber usted cómo hay que rehenderlo!
—¡Vamos! Ya es demasiado, Marcos. ¿Vas a cazar la pelea con
un viejo como yo?
—¡También es verdad! Acabe de entregarme lo que me corres-
ponde, para cortar de una vez esta conversación.
Y de ella sacó Francisco Vellorini estas reflexiones que quedó
haciéndose: que Marcos Vargas podría no estar realmente enamorado
de Aracelis; que de todos modos convenía apresurar el proyecto de aban-
donar el país, pero que entretanto lo prudente sería no atizar más aque-
lla fogarada de hombría que acababa de presenciar.
El Marcos Vargas que había regresado del Guarampín ya no
era el de antes.

284 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El derrumbamiento

La sastrería que con dinero prestado por José Vellorini había


puesto Arteaguita se denominaba "La Tijera de Oro", y bajo esta desig-
nación, de una vulgaridad in concebible en sastre ingenioso, leíase, en
la muestra sobre la puerta, esta advertencia singular:
"Se garantiza que el sastre no se come el trazo".
Pero con esto ¿qué habría querido decir Arteaguita? ¿Que su ti-
jera no se salía de la línea trazada en el diseño del corte? Esto era lo
que entendía el vulgo y ya parecía chis... Pero ¡no! O por lo menos no
solamente eso quería decir la leyenda. El trazo a que se refería Artea-
guita no era el del jabón de sastre sobre la tela, sino la línea inflexible
del destino –de su destino de sastre–, de la cual había intentado salirse
en busca de fortuna rápida por los rumbos de la aventura... No llegó a
lograrlo, no se atrevió a dar el primer paso, tuvo miedo, o mejor dicho:
no lo abandonó el que siempre había tenido, y en la advertencia que
pasaba por chistosa estaba sintetizado el drama interior de Arteaguita.
Pero le atrajo clientela y allí estaba, ganándose la vida y hasta
haciendo ahorros para casarse, porque se había enamorado de una mu-
chacha de Tumeremo que no era mal parecida. Ahora, con el regreso de
los rotos y descosidos, semidesnudos purgüeros, no se daría abasto para
el trabajo que le caería.

285 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y para que Marcos Vargas le refiriese cómo era aquello que él


no se había decidido a experimentar por sí propio.
Pero lo que Marcos Vargas traía de la selva no era para na-
rrarlo. Sus experiencias de allá se habían fundido todas en la emoción
de la tormenta, la más intensa y plena emoción de sí mismo que jamás
había sentido, y esto ni cabía en la memoria ni podía serle comunicado
a otro. Por otra parte, contar, allí en el pueblo y sobre todo en presencia
de un sastre, que se había desnudado para mezclarse con los elementos,
uno más entre los que compusieron la maravillosa armonía de la tem-
pestad, habría sido exponerse al ridículo. Arteaguita no hubiera podido
reprimir el pensamiento que le habría sugerido su conveniencia profe-
sional:
un traje más por hacer –y era posible que hubiese interrumpido
el relato para proponerle que se dejase tomar las medidas... De todos
modos, de aquello no había que hablar: él mismo no estaba muy seguro
de cuanto allí sucedió. Sabía solamente que allí había recibido su vida
un impulso que lo desplazaba de su trayectoria. ¿Hacia cuáles otras?...
Conservaba la impresión de haberlo sabido en aquel momento; pero
ahora le era imposible reproducir aquel estado de intuición profunda y
certera. Todo lo más, dábase cuenta de que ahora menos que nunca le
servirían las medidas de los demás, ni ya tampoco las antiguas pro-
pias... Y esta reiterada ocurrencia de medidas le venía de un poco de
fiebre y de que Arteaguita se le había plantado por delante con la cinta
métrica al cuello, al sacerdotal uso de la estola.
—Sí –convino Arteaguita–. En los ojos se te ve que tienes fiebre.
Pero ¿qué estás diciendo de irte a la posada? Aquí en casa estarás más
cómodo, o por lo menos más tranquilo y ya te he preparado una habita-
ción. Tengo además una cocinera que no es del todo mala y ya las ga-
llinas están cacareando dentro de la olla. Espero que no me las despre-
ciarás.
Sonrió a lo que de chistoso tuvieran las palabras de Arteaguita
y aceptó el hospedaje que le brindaba, más apacible y seguramente más
confortable que el de la posada donde se alojaba la plana mayor de la
tropa purgüera, gente cuya conversación ya no le interesaba y cuyo trato
quería evitar.

286 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Al amanecer del día siguiente saldría para Ciudad Bolívar y


necesitaba descansar sin ser molestado. Se metió en el chinchorro que
le tenía destinado Arteaguita, y así que éste lo dejó solo púsose a releer
la carta de la madre, des pués de lo cual se quedó con la vista fija en
una de las vigas del techo, con esa atonía mental con que se esperan los
acontecimientos decisivos que ya han echado a andar.
Y ésa fue, precisamente, la hora que eligió José Francisco Arda-
vín para salir al encuentro de lo que a él le estaba destinado.
Salió de "Yagrumalito", donde ya había recibido las cuentas,
bastante menoscabadas, de su empresa balatera del Cuyubini y llegó a
Tumeremo ya entrada la noche, cuando estaba en su apogeo el regocijo
alcohólico del regreso de los purgüeros. Mandó descorchar champaña
para él y sus acompañantes y poco después ya se le había desatado la
borrachera tempestuosa.
Pero esta vez era de mar de fondo la tormenta. No las habituales
baladronadas aparatosas, que por lo demás ya a nadie inquietaban,
sino una verbosidad reveladora de profunda excitación cerebral, sin las
acostumbradas chocarrerías al gusto plebeyo, antes por el contrario con
cierta distinción y hasta elegancia de pensamiento y de expresión que
no se le conocían y que a él mismo parecían producirle sorpresa de ha-
llazgos espirituales insospechados. Por momentos se destemplaba, al-
zaba demasiado la voz, se le escapaban incoherencias o se estremecía
sacudido por repeluznos involuntarios, pero en seguida lograba recupe-
rarse, aunque mediante un esfuerzo anímico que se le hacía visible en
la contracción de los músculos faciales y en la palidez que le relampa-
gueaba en el rostro, y luego volvía a la conversación animada y fina.
Sin embargo, sus compañeros, extrañados, cruzaban entre sí miradas
de inquietud, pues aquella agradable espiritualidad hacía pensar en
esa misteriosa llamarada de lucidez que, irrumpiendo de pronto del
coma agónico, precede y anuncia el apagamiento definitivo de la
muerte.
Y esta impresión fue corroborada por la que les produjeron las
palabras con que Ardavín, poniéndose de pie a lo más espiritual de su
charla, se despidió de ellos:
—Bueno, compañeros. Les agradezco infinitamente que hayan
estado conmigo en estos momentos.

287 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

No les digo que se lo agradeceré siempre, porque esta palabra,


dicha por mí, quizá no tenga ya sentido alguno. Yo me despido de uste-
des.
No me pregunten para dónde. ¿Volveré? ¿No volveré? ¿Regre-
saré sin volver, propiamente? ¡No lo sé! Lo cierto es que me separo deli-
beradamente de ustedes, pidiéndoles palabra de que no se me acerca-
rán, véanme donde me vean y como me vean. ¿Prometido? No se atre-
vieron a decirle que no le conocían aquella forma de borrachera. En
José Francisco Ardavín había en aquel momento algo que inspiraba
respeto; pero respondieron, con reservas mentales de "seguirle la co-
rriente".
Por lo demás, a ninguno de sus amigos le interesaba ya conti-
nuar acompañándolo.
Se separó de ellos. Atravesó la plaza. Caminaba erguido y con
paso firme. Después dijeron algunos que lo habían visto llevarse el pa-
ñuelo a los ojos, pero que entonces esto no les llamó la atención. Nadie
estuvo junto con José Francisco Ardavín en la hora viva de su alma, ya
al borde de su abismo final.
Había cine aquella noche y allí volvieron a verlo sus compañe-
ros de hacía rato; pero no se le reunieron. Sabían que había continuado
bebiendo, a solas, mas no se le descubría que estuviese borracho. Estaba
solo en medio de la concurrencia.
Comenzó la función. Era al aire libre, en un corral. Pasaban
una película de serie de esas del triángulo consabido: el bueno, el malo
y la víctima, que naturalmente era una muchacha, amada por el pri-
mero y deseada por el segundo.
El malo acababa de cometer una de las suyas y se retiraba sa-
tisfecho e impune. Pero José Francisco Ardavín sacó el revólver y lo
acribilló a balazos en la pantalla.
Se produjo la alarma; otros revólveres salieron de las cananas
a las manos previsoras, se interrumpió el espectáculo y dos policías acu-
dieron a sacar al causante del alboroto. Pero él les dijo, serenamente:
—No se preocupen. Ya me voy.
Ya le di su merecido a ese bandido.
—Está borracho –comentaron unos.

288 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y esto era lo que tenían que pensar todos. Nadie podía imagi-
narse un rapto de indignación justiciera en el alma de José Francisco
Ardavín.
Había ido a Tumeremo con el único y firme propósito de desa-
fiar a Marcos Vargas, de medirse con él cara a cara. Marcos Vargas
había llevado a cabo lo que él no se atrevió a intentar: la muerte de
Cholo Parima. Debido a esto se había librado del peligro que corría por
su complicidad en el asesinato de Manuel Ladera; pero no podía agra-
decerle a Marcos Vargas que hubiera silenciado la voz que habría po-
dido acusarlo, pues al proceder así demostró un valor de hombre macho
que a él le faltó por completo y en ocasión más propicia.
En el fondo de sus tempestuosos sentimientos no lo odiaba, an-
tes por el contrario había allí un vehemente impulso hacia la simpatía
e incluso tuvo momentos de generosa admiración; pero Marcos Vargas
era una medida de plenitud humana –tal como la entendía y podía en-
tenderla un José Francisco Ardavín– y él necesitaba emparejársele su-
perando de una vez por todas y de manera positiva la miseria moral de
su cobardía. Ya no lo defendía el aparato de bravura a la sombra del
prestigio político y ahora era imprescindible que se demostrase a sí
mismo que era un valiente.
Pero Marcos Vargas no apareció por donde esperaba encontrár-
selo, no se dejó ver –díjose Ar davín– y ya esto fue suficiente para que el
espíritu de mixtificación se apoderase de él: Marcos Vargas le temía y
por eso se ocultaba.
Iría a sacarlo de donde se hubiera escondido. La policía le ha-
bía quitado el revólver, pero ya se había procurado otro, de uno de los
peones purgüeros con quienes acabó de emborracharse en aquella
misma taberna donde cayó Cholo Parima.
La casa donde tenía Arteaguita su tienda y su habitación –ya le
habían dicho que allí estaba Marcos Vargas– tenía un corral que daba
a campo abierto, apenas cercado por palizadas, que era fácil de traspo-
ner, y por un boquete de ellas, al abrigo de la oscuridad, ya pasada la
medianoche, penetró José Francisco Ardavín.
Revólver empuñado en la diestra, el índice en el gatillo y con
una linterna sorda en la otra mano dispuesta para encenderla cuando
fuere menester, atravesó el corral y llegó hasta el comedor de la casa, a

289 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

todo lo ancho de ésta, frente al patio. Su corazón palpitaba acelerada-


mente, pero su voluntad se mantenía firme en el propósito.
Respecto de esto no sabía ya si era el de asesinar a Marcos Var-
gas, sorprendiéndolo dormido, o el de despertarlo y desafiarlo, hombre
a hombre. Daba por sabido que era esto último lo que iba a hacer y
avanzaba sintiéndose asistido de todo el valor necesario.
La casa estaba sumida en silencio absoluto. En el patio brillaba
el tranquilo fulgor mortecino de la luna menguada... Pero sobre la mesa
del comedor había una pimpina, llena de agua fresca seguramente.
Al verla sintió que llevaba sed. Detúvose a aplacarla, y satisfe-
cha esta necesidad, se le hizo consciente otra, no menos imperiosa: sintió
que iba cansado, ya que no podía tenerse en pie. Se sentó en una de las
sillas que rodeaban la mesa, puso sobre ésta el revólver y la linterna,
lanzó un resuello de alivio y ya abandonado al apremio de las sensacio-
nes físicas, apoyó los brazos sobre la mesa y sobre ellos reclinó la cabeza
atormentada de borrachera y de sueño.
De pronto despertó sobresaltado por el ruido de una manotada
sobre la mesa. Era Marcos Vargas, que ni siquiera había creído pru-
dente apoderarse de su revólver.
Pero al despertar ya no le acompañaba el valor que lo había
llevado hasta allí, se le había derrumbado del todo y de golpe en el
abismo de la cobardía irremediable. Saltó del asiento y se dio a la fuga
definitiva. La pimpina vacía y mal colocada rodó por la mesa y se es-
trelló a los pies de Marcos Vargas.
Al día siguiente lo encontraron vagando por los campos cerca-
nos a Tumeremo, desgarrada la ropa por las breñas a través de las cua-
les había emprendido la fuga, tropezando y cayendo al tumbo de la bo-
rrachera, vacilante el paso bajo la obsesión persecutoria, caída la man-
díbula, babeante la boca, mustia de demencia la mirada...
Ya se había realizado aquel presentimiento de que le hablara a
la Juanifacia.

290 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XVI

291 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Mitología griega y solución lógica

Por aquellos días le ocurrió a Childerico algo sumamente grave


que estuvo a punto de dar al traste con la seriedad mercantil de "Los
Argonautas" y aun con su propio equilibrio mental: uno de esos exaspe-
rantes fenómenos de obnubilación de la memoria que ponen realmente
de cabeza al hombre mejor plantado.
Quizás no podría decirse que Childerico fuera hombre de mu-
chas lecturas. "Los Argonautas" exigía una atención constante y minu-
ciosa, debido al cálculo de cosas heterogéneas con que habían empren-
dido la expedición comercial a la conquista del vellocino de oro, y Chil-
derico tenía que verse y desearse para calcular los precios de tanta va-
riedad y menudencia y para atender a la numerosa clientela que por
ella iba y quería recibirla de sus propias manos; de donde ya era gracia
que hubiera podido leerse los veinte o treinta volúmenes que componían
su biblioteca, en la mitad de un mueble cuya otra era escritorio dedi-
cado a los menesteres de la firma. Pero lo que sí podría afirmarse era
que Childerico se conocía a fondo y en extenso la mitología griega.
Sin embargo, le aconteció el fenómeno. Él sabía que en la mito-
logía griega estaba simbolizado todo cuanto puede ocurrir en la vida de
una persona o de una colectividad; pero esta vez no acertó con el mito

292 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

que simbolizara el caso real y recién sucedido. Lo tenía en la punta de


la lengua y para obligarlo a salir de allí se daba en los dientes con la
uña del pulgar derecho y luego en la frente con toda la palma de la
mano. Pero ni llamado por allá ni empujado por aquí asomaba el per-
sonaje cuyo nombre buscaba. Era un caso típico de taponamiento de la
memoria y, sin embargo, el procedimiento de los golpes en la frente no
surtía efecto alguno. Y entretanto Childerico daba una gubia cuando le
pedían un tornillo y cobraba tres por lo que valía cinco, o viceversa, con
todo lo cual se perjudicaba, por lo menos, la seriedad de la firma.
No dejó de ocurrírsele que un diccionario enciclopédico –si-
quiera como el que tenía Gabriel Ureña, y él se lo había visto– podría
sacarlo del atolladero; pero, precisamente, era Ureña quien menos de-
bía enterarse de los trabajos que le costara...
—¡Ah! –exclamó golpeándose otra vez la frente, pero ahora de
otro modo–. ¿Trabajos he dicho? ¡Los trabajos de Hércules! Ahí debe
estar la cosa.
Abandonó la tienda y por la trastienda pasó al jardín, de am-
biente más propicio a la memoriosa labor, y a media voz comenzó a
enumerar los famosos trabajos del héroe:
—Ahogó el león de Nemea, mató la hidra de Lerna... libró a He-
sione del monstruo que iba a devorarla. ¡Aquí está! ¡Hesione! Pero en
seguida rectificó:
—¡No! ¿Hesione?... No suena bien en este caso. Debe ser un nom-
bre más dulce, más femenino.
Además, no se trata propiamente de un monstruo que fuera a
devorarla, sino de algo así como un dragón que la tuviera cautiva, se-
cuestrada para el amor, custodiándola...
!Ah! ¡Argos! ¡Pero, hombre! ¿Cómo es posible que no se me haya
ocurrido desde el primer momento? ¡Por Argos debe andar la cosa! A
Argos, que tenía cien ojos, le encargó Juno la custodia de Io, a quien
había convertido en... ¡No! Tampoco. ¡No, no! Una vaca no es un sím-
bolo apropiado para Maigualida... ¡Hesione! ¡Hesione! No hay más re-
medio. Y bien visto, no está mal. Marcos Vargas, el hombre fuerte y

293 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

valeroso: Hércules, el monstruo que iba a devorarla: Ardavín o la solte-


ría forzada. ¡Ya está! Y se dirigió a la oficina de telégrafos a decirle a
Gabriel Ureña:
—¿Qué le parece la noticia? Hércules ha librado una vez más a
Hesione.
Gabriel Ureña se quedó viéndolo un rato, luego comprendió y
soltó la risa.
Ya ni siquiera de tiempo en tiempo escuchaba pasar sobre su
corazón aquel ardiente mensaje de la voz que clamaba en el desierto; la
monótona vida del pueblo le estaba embotando el espíritu. Desempe-
ñaba su cargo, leía un poco, se divertía otro tanto oyendo a Childerico
repetir aquello de que tenía su corcel y algún día lo jinetearía, se entre-
tenía unos ratos en la tertulia de la gente formal que por las tardes iba
a darle conversación acerca de los males de Guayana, y por las noches
de los domingos iba a visitar a las Ladera. Y era ésta su escapada se-
manal de la dura realidad circundante a los predios de la ilusión, ya
coronando la cuesta de los treinta años.
Por allí cerca iba también Maigualida, en ascensión de hermo-
sura, de domingo en domingo; pero al mismo tiempo con el drama que
envuelve toda humana culminación, junto a la cual empieza –y a veces
pronto– el descenso inevitable.
Más brillantes cada vez los cálidos ojos negros, más viva la
tersa piel trigueña, a punto ya de perfección la línea del rostro, donde
los años venían estilizando el interesante rasgo indio que hacía ade-
cuado su nombre sugestivo, coronada así en todo su cuerpo armonioso
la obra con que la voluntad de la especie decora las moradas de su per-
petuación. Gabriel Ureña la contemplaba deslumbrado, pero al mismo
tiempo temeroso de que aquella noche misma alcanzara su cenit y
cuando tornara a verla le encon trase ya declinando.
Era también para ella su escapada a los predios de la ilusión,
pues durante aquellas visitas eran novios. No se cruzaban palabras que
no pudieran ser las mismas que él les dirigiese a las hermanas o a las
amigas de ella que allí se encontraran, o ella a otros visitantes; no se
cambiaban miradas en silencio, jamás tomaban asiento juntos, bien
cumplida en todo la promesa de la noche del octavo día del duelo; pero,
sin embargo, ambos sabían que eran novios y con esto les bastaba.

294 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Al despedirse se hacían un tácito cambio mutuo para el resto de


la semana; ella se iba en el pensamiento de él y él se quedaba en el de
ella. Al verse de nuevo, se recuperaba cada cual y eran dos personas
hablando de cosas triviales o graves, pero siempre extrañas a ellos. Mas
ambos sabían que tras las palabras objetivas se estaban rindiendo mu-
tuas cuentas del uso que cada uno hubiera hecho del cambio del do-
mingo anterior. Y esto sin romanticismo, sin delicuescencias sentimen-
tales.
Por tiempos conturbábala el tumulto vital de la rebelión de la
mujer condenada por un juramento homicida a la privación del amor,
reclamando ya todo el goce de las últimas horas propicias, y la voz apre-
miante de la madre frustrada clamaba sobre el yermo de su esterilidad.
Y hubo domingos en que para la visita de Ureña fue decidido el aderezo
de la hermosura que hiciera vacilar la promesa.
Pero una vez, como los dejaran solos, al cabo de un silencio re-
pentino, ella le preguntó:
—¿Es cierto que has pedido tu reemplazo?
—¿Cómo lo sabes? –repuso Ureña.
—Como se sabe todo en este pueblo. Lo verdadero y lo falso, lo
que uno dice y lo que no ha pensado decir.
—Esta vez es cierto. Apenas ayer tarde lo he pedido.
Una breve pausa y otra vez ella:
—Haces bien, Gabriel. La vida de este pueblo, para un hombre
de tus condiciones, es intolerable.
Demasiado la has soportado.
—La vida es cualquier cosa cuando se adopta ante ella la acti-
tud que yo he adoptado. Lograr o soñar, lo mismo da.
Pero antes de que llegara el reemplazo llegó la noticia de que a
José Francisco Ardavín lo habían encontrado demente vagando por los
caminos. Y como esto se comentó en casa de las Ladera estando presente
Ureña, después de lo cual volvieron a dejarlos solos, hubo otra vez un
silencio y luego esta pregunta de Gabriel.
—¿Tiene ya alguna razón de ser cierta promesa?

295 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Ninguna –respondió ella sonriendo–. Pero como está en pie


cierta petición de reemplazo...
—¡Es verdad! Que a lo mejor resulta destitución nada más.
Pero detrás de la puerta de la antesala –aquello sucedía en el
corredor– estaba la señora Ladera escuchando y de allí salió sin disi-
mulo con la oportunidad de su sentido material y práctico:
—Dejémonos de escrúpulos, Gabriel, que no tienen razón de ser
entre personas que se estiman mutuamente. Ya he oído y comprendido
y ahora pido yo la palabra.
Tu entrada en la familia sería la salvación para nosotros. No
repares en diferencias de fortuna; piensa más bien en que la nuestra
desaparecerá pronto, dejándonos en la calle, si un hombre de tus con-
diciones no le hace frente a su administración. Ya sabes que Francisco
Vellorini piensa abandonar pronto el país para radicarse en Francia y
que ya me ha dicho que vaya pensando en la persona que deba reem-
plazarlo en la administración de nuestros bienes. De aquí a cuando Ma-
nuelito esté en edad de encargarse de ella quién sabe cuánto se habrá
ido quemando en manos extrañas, poco escrupulo sas o poco competen-
tes. ¿Que eres pobre? ¿Que tal vez te quedes pronto sin empleo? Pero si
nos salvas de la miseria que se nos puede venir encima por falta de un
hombre interesado en conservarnos lo que nos ha dejado Manuel, ¿qué
más necesitas ofrecerle a Maigualida? ¿Escrúpulos de amor propio? Ya
nos conoces bien y sabes cuánto te estimamos y te queremos.
Calló la razonable señora Ladera, se prolongó un rato el silen-
cio, cabizbajos los novios, se buscaron luego los ojos con simultáneo mo-
vimiento, sonrió Maigualida azorada y Gabriel soltó la risa, como cada
vez que se encontraba, a lo más cálido de su atmósfera espiritual, con
la lógica fría de la vida.
Y fue así cómo unos amores que nacieron románticos, allá bajo
el hechizo de las palabras mágicas, y que a no pasar de platónicos ya se
habían resignado, sin conocer el ahogo del vuelco del alma en la decla-
ración amorosa, adquirieron existencia positiva.
Los cien ojos, todos abiertos, del Argos de Upata presenciaron
la escena y por las mil bocas cundió la noticia de la boda próxima.

296 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Childerico no dijo a qué personaje correspondía Gabriel Ureña,


enfocado desde la mitología griega; pero sí tuvo que reconocer, con cierta
tristeza, que para él no había sido el beneficio de aquel trabajo de Hér-
cules.

297 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Remansos y torrentes

En "Tupuquén", ribera del Caroni, fue la luna de miel. En el


rústico caserón pavimentado de antiguos ladrillos fraileros, con so-
brado de cañas y barro bajo el fresco techo de palma carata, rodeado de
corredores hacia el campo de huerta y arboleda y desde uno de los cua-
les se dominaba un sugestivo panorama del hermoso río de los diaman-
tes.
La vida tendida hacia el porvenir, paz de alma y trabajo gene-
roso. El despertar madrugador, al canto de los patarucos, guaruras
bajo el lucero del alba; la camaza de leche espumosa al pie de la vaca
de los dulces mugidos; el trino primero en el copo del mango donde dur-
mió el turupial; el diario recuento de las gallinas mientras picaban el
maíz, para saber si durante la noche algún rabipelado visitó el galli-
nero a la intemperie del guásimo; la risa que a Maigualida le causaban
los pavos sensuales con los estampidos de sus esponjamientos y el gusto
que hallaba Gabriel en su iniciación campesina, cuando ya no se equi-
vocaba al decir que este gallo era canagüey y el otro talisayo. Y el sol
tierno y el aire generoso y el buen humor, sin éxtasis delicuescentes, con
la dulce gravedad de la dicha bien gozada.

298 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Luego Gabriel montaba a caballo para recorrer los potreros de


la finca o llegábase hasta "La Hondonada" a dirigir el trabajo que allí
requiriese el ganado, aprendiendo cuanto era menester para el cabal
conocimiento del mundo campesino donde por primera vez se movía y
volviendo a experimentar algo de la antigua emoción de las palabras
mágicas cuando los peones le revelaban el secreto de las cosas, expre-
sándose con el lenguaje vivo y sugerente del hombre en contacto con la
Naturaleza.
Allí era también el ejercicio saludable que le endurecía los
músculos lacios del sedentario, el buen sudar, la carrera a caballo en
la maniobra del sabaneo para recoger el ganado que hubiera que ence-
rrar en los corrales, el estímulo del apetito que completaría la sabrosa
sazón de la comida sencilla, junto al manjar risueño de la compañera
amorosa.
El paseo vespertino, sosegado, por la ribera del Caroni. Ancha
playa de limpias arenas, rocas negras de caprichosas formas labradas
por la constancia del agua, semejantes a mineral de hierro; vegetación
de carutos y guayabos rebalseros, palotudos, con las raíces al aire, ne-
gros también los troncos; colinas distantes hacia la margen izquierda,
de líneas reforzadas bajo la serenidad de la tarde; un picacho lejano
coronado de riscos desnudos y lívidos, cejas de nubes plomizas, brasas
de arreboles y claros lampos en barras y aquel prodigioso color del río,
azul profundo, morado vibrante y a veces negro intenso. Una pareja de
guacamayos escarlata nunca faltaba para romper la armonía de los
colores adustos, y con sus ásperos rajeos al vuelo la dulzura del vesperal
silencio. Y la callada vuelta, bajo las primeras estrellas, madura el
alma de sueño realizado.
Luego llegó Aracelis con la alegría chispeante y el hablar tu-
multuoso.
—Vengo a pasarme unos días con ustedes. No me han invitado,
pero aquí estoy. Por mí no se preocupen, porque pueden seguir besán-
dose y amurrullándose como si estuvieran solos. En cuanto supe que
una familia de Upata venía para Ciudad Bolívar armé viaje para acá.
Pero no se imaginan el trabajo que me costó arrancarle el permiso a
papaíto. Él sigue pensando en el viaje a Francia: nadie se lo quita de la
cabeza; pero lo que es a mí no me arrea por delante como a la pazguata

299 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

de mamaíta, que no quiere ir y sin embargo no protesta. No sé qué voy


a hacer, pero yo encontraré el modo de salirme con las mías. Aunque
ese novio mío del chorizo no merece que me apure tanto por él. ¿No te
conté que apenas me dijo tres o cuatro palabras cuando pasó por Upata?
¡Mentira! La enfermedad de su mamá lo traía muy preocupado y con
ganas de acabar de llegar a Ciudad Bolívar.
!Pobrecito! Si se tarda unos días no la encuentra. En paz des-
canse misia Herminia. ¡Tan buena que era! Yo apenas la conocí, pero
me gustó mucho la viejita, con aquella carita tan triste y tan simpática.
Ya se le veía que estaba enferma del corazón. Pero no duró nada,
chica. Seis meses hace del acontecimiento y ya está bajo tierra hace
quince días. ¡Pobrecito Marcos! ¿Verdad? ¡Lo que habrá sufrido, él, que
quería tanto a su viejita! Papaíto dice que el acontecimiento le violentó
la enfermedad; pero yo le adivino la intención: quiere que yo me des-
prenda de Marcos. Y en eso sí que pierde su tiempo. ¡Más que nunca
estoy enamorada de él! Pero ¿quién ha dicho que porque haya tenido
una desgracia va a ser malo? Como dice el refrán: ¿porque una vez mató
una vieja, lo llaman mataviejas? Y Maigualida no pudo menos que ex-
clamar:
—¡Mujer! No mezcles lo trágico con lo grotesco.
Días después llegó Marcos Vargas. Traía en el rostro las señales
de un espíritu trabajado a fondo por las fuerzas brutales de la vida: la
sombra del sufrimiento y el estrago del gesto con que se ha asumido la
actitud definitiva ante la fatalidad.
Junto a la madre moribunda su corazón agotó la capacidad de
ternura; sobre aquella frente dejaron sus manos toda la delicadeza que
tuvieran para la caricia, y si de algún modo aún existía acento amoroso
en su palabra, era resonando dentro de aquellos oídos en el sepulcral
silencio, como el rumor marino en el caracol que enfurecido oleaje arrojó
a la playa. Cuando ya la vio inerte y fue necesario amortajarla, la le-
vantó en sus brazos para que las hermanas le hicieran el último lecho
–como tantas veces la había cargado, feliz y contenta de su hijo cariño-
soy todavía sus brazos no habían olvidado la sensación tremenda, ni
nunca más llevarían sobre sí carga viviente que no la sintieran muerta.
Luego, ante la fosa sellada, encogió los hombros e hizo el gesto con que
le decía el destino:

300 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Bueno! Ya me tienes solo.


¿No era esto lo que querías? Ahora, en presencia de Aracelis, ya
no sonreía contemplando aquel rostro donde chisporroteaban las fuer-
zas jubilosas de la vida, no veía la belleza admirable, ni la juventud
esperanzada, ni la cálida promesa de amor, sino para que todo esto le
atizase la fogarada de hombría con que amenazó a Francisco Vellorini
si intentaba atravesársele en el camino. De violencia rampante ya sólo
podía ser el suyo, porque la mano se le había aridecido en garra para
tomar el don de la vida y así repuso a las amorosas demostraciones de
Aracelis:
—Menos palabras, Bordona, y de una vez por todas: ¿estás dis-
puesta a irte conmigo?
—¿Para dónde, chico? –preguntó ella, con sentimientos confusos
agolpados en el espíritu.
Para el Cuyuni, para Rionegro. ¡Para donde yo quiera llevarte!
—¡Hasta el fin del mundo! –prorrumpió la porción aventurera
de su alma–. ¡Qué delicia! ¡Tú y yo solitos en una piragua, por esos ríos,
por esas selvas! ¡Con las ganas que tengo de conocer todo eso!
—Pues bien. No hay que hablar más. Esta noche misma te vas
conmigo.
—¡Ah!... Pero... ¿Sin casarnos, Marcos?
—¡Ríete de eso! Te vas conmigo como se van las mujeres con los
hombres que les gustan.
Pero ya ni sonreír podía Aracelis; el zarpazo le había desga-
rrado la porción fina del alma.
—¡Marcos! –exclamó, doloridamente–. ¡Yo creí que tú me que-
rías de otro modo!
—Pues ya sabes a qué atenerte, y eso vas ganando de una vez
sin haber perdido nada todavía.
Y ella, sonrojándose ahora:
—Nunca pensé que me confundieras con una mujercita del pue
blo.

301 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Te equivocas. Si fueras una de esas mujercitas, como despec-


tivamente las llamas, quizás te propondría matrimonio; pero eres la flor
de Upata, la hija preferida del orgulloso Francisco Vellorini.
—¿Y él qué mal te ha hecho?
—A mi ninguno, realmente.
Pero como él tampoco me quiere para marido tuyo, él se la ha
buscado y ya se la está encontrando.
Esta noche, al primer menudeo del gallo, estaré esperándote
aquí fuera.
Y con esto se separó de su lado.
Entretanto Maigualida, que por allí estaba y ya empezaba a te-
jer pequeñas cosas, se complacía en pensar, agradecidamente, que a él
le debía la dicha serena, pues fue contra aquel muro de fortaleza donde
se estrellaron las fuerzas brutales desencadenadas en torno de ella.

302 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Unas palabras de Ureña

Atardecía. Iban por la ribera del Caroni, dejando sus huellas


en la apretada arena, Maigualida con Aracelis, Marcos con Gabriel,
éste hablando de cuanto se proponía llevar a cabo en "Tupuquén",
"Guaricoto" y "La Hondonada" y aquéllas callando. Las aguas del río
pasaban ya del azul vibrante al morado profundo y este color matizaba
las suaves colinas y el risco pelado, contra el cielo sin arreboles, ya
puesto el sol.
—¿Qué te pasa? –inquirió por fin Maigualida.
—Nada –respondió Aracelis.
—Ya sabes que mi defecto principal no es el de la curiosidad;
pero me inquieta ese cambio brusco que has tenido después de la con
versación con Marcos. Toda una tarde sin decir palabra es demasiado
para ti.
—Algún día tenía que ser.
—Bien.

303 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Ya comprenderás que no ha podido ser muy agradable nues-


tra conversación, después de lo que le ha pasado a él y de lo que me
espera a mí, pues como te he dicho papá insiste en el viaje.
—También es verdad –concluyó Maigualida, pero era evidente
que la explicación no la satisfacía.
Ya había observado que en Marcos Vargas se había operado
una transformación inquietante que no podía atribuirse toda al sufri-
miento por la muerte de la madre, porque su reciente experiencia le en-
señaba que el sufrimiento afina el espíritu y era todo lo contrario lo que
parecía haber sucedido en Marcos. En la mesa, durante el almuerzo,
reparó en que la miraba brutalmente, con una expresión nunca adver-
tida en él y que no era solamente sensual, sino mezclada de deliberado
irrespeto por ella y por Gabriel, de ostensible agresividad. Y estaba se-
gura de que esto no era temeraria interpretación suya, pues al cambiar
una mirada con Gabriel comprendió que él también se había dado
cuenta. Incluso Aracelis debió de advertirlo y tal vez de allí provenía su
obstinado silencio.
No se equivocaba. Entre los sentimientos que agitaban el espí-
ritu de Aracelis –su primer tropiezo consciente con las fuerzas brutales
de la vida– iban mezclados los celos despertados por aquellas miradas
de Marcos. Por momentos pensaba que éste había procedido así para
inducirla a entregársele como se lo había propuesto; pero en seguida se
abandonaba a la pasión ofuscante no viendo ya sino una mujer hacia
la cual bien podía desviarse el amor de su novio, correspondido o no,
pero enajenándole ya.
Una mujer que había inspirado a otro hombre una pasión tu-
multuosa y que ahora hallábase en la plenitud de su hermosura. Y en
el alma ingenua y vehemente le hacía llagas el pensamiento impuro.
No se equivocaba tampoco Maigualida respecto a Gabriel.
Había visto y comprendido, pero penetrando más allá del hecho
superficial –con una comprensión serena, alimentada de confianza en
sí mismo y en su mujer– encontró la explicación justa y la acogió en
actitud generosa: Marcos Vargas no veía a la mujer, soslayaba al hom-
bre que pudiera pedirle cuentas atrasadas y no era Marcos Vargas,
como tal, sino el hombre de presa que aquella tierra quería hacer de

304 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

todos los que sobre ella respiraban la atmósfera de la violencia enseño-


reada, aquella criatura de barbarie que por allí se llamaba el Hombre
Macho.
Pero en Marcos Vargas había el fondo generoso, para la excusa
y para la esperanza, y Ureña concluyó la exposición de sus planes de
trabajo, dándole la lección que necesitaba:
—Y aquí me tienes, pues, recibiendo y reportando un beneficio,
sin escrúpulos de "yo todo lo puedo y a mí solo he de debérmelo", sin
impaciencias aventureras ni pujos de temeridad, bebiendo en mi vaso
pequeño, seguro de que no me lo romperán deslealtades, ni propias ni
ajenas –óyelo bien–, en la buena compañía de una mujer admirable que
me ama, me comprende y me respeta y merece que yo lo sacrifique todo
por hacerla feliz. ¡Y una mujer hermosa, además! Marcos Vargas com-
prendió, se avergonzó y admiró.
—Sólo una cosa tengo que reprocharte –dijo, sin embargo–. Que
no te hayas decidido antes. Que hayas esperado a que...
—Eso no tiene para mí importancia alguna –interrumpió
Ureña–.
No me interesa en absoluto demostrar si le tuve o no le tuve
miedo a José Francisco Ardavín.
Yo sabía que en el fondo era un cobarde, y en el peor de los casos
me queda la íntima satisfacción de no haber malgastado alardes de
hombría contra él. Y ojalá tú, que no tenías por qué desconfiar de ti,
aun en el caso de pelea mejor calzada, como por aquí se dice, no te hu-
bieras sometido a la prueba que inquieta a todos. Porque para eso, más
que por vengar a tu hermano, entraste donde estaba Cholo Parima. Te
confieso que cuando lo supe me pregunté si en realidad serías un va-
liente o nada más que un impulsivo.
—Tú piensa lo que te parezca –repuso Marcos, encogiéndose de
hombros.
—Sería deslealtad pensarlo y no decírtelo. Así por lo menos en-
tiendo yo la amistad y por eso he traído la conversación a este punto. Te
has hecho un grave daño moral y es necesario que ahora rehagas tu
vida.

305 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Marcos bajó la mirada y en silencio buscó y estrechó la mano


amiga. Y ésta fue una emoción de sí mismo que nunca había experimen-
tado, tan recia y tan plena, que sólo se le podían comparar aquéllas de
la noche de la tormenta.
—No despilfarres tu fortuna –prosiguió Ureña–. La vida te ha
dotado de condiciones quizás extraordinarias y es menester que las em-
plees bien. No pretendo aconsejarte que te consagres, como puedo ha-
cerlo yo, a lo personal y prudente, porque tu espíritu aventurero y tu
personalidad desbordante no se satisfarán nunca con lo poco y silen-
cioso que a mí me bastan; pero no los malgastes en aventuras de finali-
dad mezquina y en afirmaciones de hombría sin trascendencia. En esta
tierra hay para ti un camino trillado y una gran obra por emprender.
Más de una vez te he oído decir que aspiras a construirte tu vida a tu
medida propia. ¿No la conoces ya? ¿No la sientes tal cual es? Por unas
cuantas palabras que de regreso del Guarampín me dijiste en Upata
comprendí que habías encontrado la plena medida de ti mismo y vis-
lumbrado la obra a que debías dedicarte. Presenciaste la iniquidad y
hasta la has sufrido en ti mismo, tienes el impulso generoso que se ne-
cesita para consagrarte a combatirla, puedes –déjame decirlo así– reco-
ger el mensaje de la voz que clama en el desierto y sólo te falta prepa-
rarte intelectualmente. Lee un poco, cultívate, civiliza esa fuerza bár-
bara que hay en ti, estudia los problemas de esta tierra y asume la ac-
titud a que estás obligado. Cuando la vida da facultades –y tú las po-
sees, repito– da junto con ellas responsabilidades. Este pueblo todo lo
espera de un hombre –del Hombre Macho se dice ahora– y tú –¿por qué
no?– puedes ser ese mesías.
Era, discursivamente, lo que Marcos Vargas había sentido re-
velársele de pronto, de manera intuitiva, confusa, verdaderamente tor-
mentosa, la noche de la tempestad; pero ahora acababa de hacer otro
hallazgo de sí mismo; una vez más se le había revelado su alma bajo
una forma inesperada, y cuando esto sucede en quien, como en él, la
intimidad del espíritu desarrolla siempre la máxima fuerza, ya no hay
dificultades receptivas para lo que venga de afuera, y así sólo de una
manera vaga y lejana oyó el discurso de Ureña.
Éste continuó hablando todavía un buen rato, y así regresaban
ya a la casa, bajo la anochecida, cuando aprovechando que el camino

306 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

repechaba una cuesta, Maigualida requirió el apoyo del brazo de Ga-


briel y dejó que Aracelis se adelantara con Marcos.
En silencio atravesaron la arboleda que rodeaba la casa, y en
llegando a ésta, donde ya estaba encendida la lámpara del corredor de
la entrada, se volvieron a mirarse mutuamente y Marcos leyó en los ojos
de Aracelis la resolución tomada, tal como él se la propusiera, pero no
gozosa sino resignada o temerariamente.
Le oprimió la mano entre la suya, que ya no era garra, y esto
fue todo.
Momentos después, cuando Maigualida llamaba a la mesa,
Gabriel le dijo:
—Sobra un cubierto, chica:
Marcos se ha ido.

307 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XVII

308 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Contaban los caucheros

Un grito sobre el bronco mugido del rápido, alarido impresio-


nante entre humano y bestial. Una curiara que pasa silbando raudal
abajo y se pierde en la noche hacia donde corren las aguas torrentosas
bajo el resplandor lunar.
—¡Se mató ése! –exclama uno de los caucheros acampados en la
ribera, ya de regreso a San Fernando de Atabapo con sus cargamentos
de caucho del Guainía. Y varios de ellos se incorporaron para asomarse
al río.
Pero otro explica:
—No se preocupen. Ése es Marcos Vargas, que corre los rauda-
les las noches de luna como alma que lleva el diablo. El leco es para
que se aparten las piedras, dice él, y yo creo que en realidad se le apar-
tan, pues de otro modo no se explica que todavía no se haya matado.
¡Escúchenlo cómo va! Le hacen silencio al grito ya lejano y cuando se
ha extinguido en el trueno del varedal, sonríen algunos y otro toma la
palabra:
—La primera vez que oí ese leco, hace unos tres años, se me pa-
raron los pelos de punta. Fue una tardecita, al pie del raudal de La
Chamuchina. Estaba yo recién entradito en el territorio y andaba en la
gente del "Brasilero". ¿Lo conocieron ustedes? Uno a quien, por cierto,

309 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

tuve que mandarlo a hacer una diligencia lejos y sin guayare, porque
ya me tenía abacorado.
Sonríen los que saben que así alude a uno de sus homicidios y
siguiéndole el atroz sarcasmo le preguntan:
—¿Y todavía no ha regresado, verdad?
—No. Se ha dilatado alguito.
Pero volviendo a mi cuento. Yo que oigo el leco en aquella sole-
dad tan fea, que no parecía grito de hombre ni de animal, sino de cosa
del otro mundo, me descompongo todo y le pregunto al indio que me
acompañaba:
—¿Qué siendo eso, cuñao¿Y apenas el maquiritaré me responde:
—Canaima– cuando pasa una curiara, chorrera abajo, más rá-
pida que un celaje. Después supe quién era el proero que así se mandaba
apretar la boga y luego tuve oportunidad de conocerlo. Un mozo simpá-
tico ese Marcos Vargas, pero con unos prontos muy extraños.
Y prosiguen los cuentos, la leyenda que ya corría por toda la
selva, desde el Guainía hasta el Cuyuni.
—Veníamos de una fiesta de yeraque de los indios piaroas del
costo del Vichada –refiere otro–, íbamos echando una travesía por un
lugar que llaman Las Gaviotas, había mucho chapichapi y estaba esa
espía como bordón de guitarra, cuando se le ocurre a Marcos Vargas
trozarla para ver qué pasaba. Salimos como alma que lleva el diablo,
raudal abajo; al caer al remanso la curiara se nos puso de sombrero y
cuando logramos ganar la orilla catamos de ver que ni Marcos Vargas
ni la curiara estaban por todo aquello. La había enderezado mientras
nosotros nadábamos hacia la playa y se había ido en ella dejándonos a
pie. Ahí mismo escuchamos el leco, río abajo. Al píritu tuvimos que re-
montar por el costo, rejendiendo el juajuillal y echándole maldiciones.
Ahora le celebra la ocurrencia y luego prosigue:
—Al año de eso se presentó una mañana en la estación cauchera
del delta del Ventuari, donde yo dragoneaba de jefe, pidiendo su recorte,
y como siempre le he tenido cariño, le dije:

310 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¿Hasta cuándo vas a estar haciendo locuras, chico? Coge el


recorte que más te guste y ponte a trabajar con fundamento–. Tres se-
manas estuvo sacando goma en junto con los indios que cargaba, muy
prácticos de raudales y buenos gomeros además, encaramándose en los
palos a la par de ellos, porque, eso sí, cuando dice a trabajar no hay
quien lo iguale; pero en la mañana del tercer domingo viene a la esta-
ción y me dice:
—Págame lo mío que ya me estoy yendo–. Traté de hacerlo desis-
tir y le repliqué:
—Pero ¿cómo te lo digo, Marcos Vargas, si aquí no tengo plata?–
Pero ya nadie le quitaba la idea de la cabeza y me respondió:
—Con bastimentos, que es lo que necesitamos yo y mis indios.
Ahora voy para el Essequibo–. Dos años hace de esto y desde entonces
no me lo he vuelto a topar.
Toma la palabra el cauchero Martínez Franco, que también era
hombre de vastos itinerarios:
—Estando yo en el Caura, cuando la sarrapia del año pasado,
se me presentó por allá pidiéndome trabajo. Ya estaban repartidas to-
das las manchas y no me fue po sible concederle nada de provecho; pero,
como tal vez ustedes sepan, la zona sarrapiera del bajo Caura, hasta el
salto de Pará, se despide con tres grandes árboles que producen de se-
senta a ochenta kilos de pepas cada uno, y le dije:
—Trabaja esas matas, si quieres, que es lo único que puedo
darte–.
Se pegó a coger las pepas y a machacarlas él mismo y ya tenía
sus cinco quintales, que le representaban seiscientos pesos macuquinos,
a como entonces los pagaban Dalton y Boccardo, cuando se presentó en
la estación "El Alemán". Un indio albino, de cabellos amarillos tirando
a blanco y ojos azules, por lo cual le dábamos el apodo, hombre de ca-
rácter suave y juguetón, piachi de las tribus maquiritarés, que cuando
estábamos sarrapiando siempre se llegaba hasta allí en busca de sal y
papelón a cambio de cachorros de esos perros salvajes que viven en las
cuevas de las sierras de Merevari–jiri y Aguari–jiri entre el Erevato y el
Caura, por donde andan las tribus errantes de los sarisañas. Marcos

311 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Vargas no conocía aquella región y apenas le oyó hablar de ella al "Ale-


mán", cuando, ya resuelto a irse con él, vino y me propuso, lo mismo
que a ti en el Ventuari:
—Dame bastimentos por unos días y es tuya otra vez la sarrapia
que he recogido–.
Y se fue con el albino aquella misma noche.
—Eso es Marcos Vargas –interviene otro–. Un mozo que a estas
horas estaría rico si le hubiera tenido apego al dinero.
Y otro:
—Ése es Marcos Vargas. Ése y el de las grandes parrandas
como las que ya se han hecho famosas en San Fernando de Atabapo, en
las cuales se gasta cuanto tenga, sin reparar con quién, y el de las te-
merarias apuestas al dado corrido, que no hay quien se las aguante.
—Y el de la noche de la yucuta –interrumpe otro–. El que siem-
pre está dispuesto a jugarse la vida junto con quien sea y contra quien
sea, y cuando sabe que en tal parte se está preparando una matazón,
allí mismo amarra su magaya rumbo para allá, a soltar entre el roz-
nido de los machetes y los tarrayazos de los tiros un grito jacarandoso:
"¿Qué hubo? ¿Se es o no se es?"
—Ese también –admite el interrumpido–. Pero ahora voy a en-
senarles otro Marcos Vargas que quizás ustedes desconozcan: el que ha-
bla con los palos del monte y lo ha sido él también algunas veces.
—¿Cómo es eso, Ramón Maradé? –interrogan varios a un
tiempo.
—Ya verán. Esto fue en el costo del Casiquiare. Se había pre-
sentado por allí Marcos Vargas, a nada de provecho, como de costum-
bre, y un día domingo por la tarde, por más señas, iba yo con él por una
pica de la montaña a inspeccionar el trabajo de unos peones a quienes
había puesto a tumbarme un rastrojo, conversando los dos de todo y de
nada muy alegremente, cuando de pronto me interrumpe y me dice:
"
—Aguárdame aquí un momento, que voy a ver qué quieren de-
cirme aquellos amigos que me están haciendo señas para que me les
acerque."

312 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Miro en derredor nuestro y no descubriendo a nadie por todo


aquello, le pregunto:
—¿Cuáles, chico?– Y él me responde, ya separándose de mí:
—Aquellos que están allá–. Eran cuatro palos del monte que
estaban separados de los demás y realmente como personas reunidas
conversando. No le di mayor importancia a la cosa y pensando que mi
compañero tuviera que hacer algo que yo no tenía por qué presenciar, le
dije:
—Anda y vuelve, pues. Aquí te espero–. Y me senté sobre el
tronco de un seje caído a la vera de la pica. Allí estuve un buen rato, y
viendo que mi compañero no regresaba, atravesé el monte en dirección
a los árboles mencionados. ¡Ni rastro de hombre por todo aquello!
—¿Qué se habrá hecho?– me pregunto, y en eso sien to algo ex-
traño en derredor mío.
Miro para aquí y para allá buscando la causa de aquello, y en-
tonces caigo en la cuenta de que no eran cuatro, como endenantes me
había parecido, sino cinco los palos del monte que estaban allí cual per-
sonas reunidas conversando.
Sueltan la risa los caucheros y Martínez Franco exclama:
—¡Cuando no iba a salir Ramón Mercadé con una de las suyas!
—Un momento, compañero. Que todavía no he dicho que los pa-
los fueran cuatro al principio y luego cinco, sino que así me había pa-
recido.
—Uno que estaría tapado con otro, vistos desde la pica.
—Eso me dije, precisamente. Y como me interesaba llegar a ras-
trojo a buena hora, después de haber pegado unos lecos llamando a
Marcos Vargas, seguí mi camino.
Fui y vine y cuando regresaba me encontré a Marcos sentado
sobre el tronco del seje donde enantes lo había estado yo. ¿Qué te hiciste?
–le pregunté–. No me respondió de momento. Tenía una cara sombría,
muy distinta de la que llevaba cuando iba conversando conmigo, y así,
sin contestarme una palabra, echó a andar por delante mío. Pero luego
se me encaró de pronto y se soltó a boca de jarro esta pregunta textual:
"

313 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¿Tú me oíste, Ramón Maradé?"


—¿Qué, chico? –repúsele, e inmediatamente me acordé de aque-
llo que había sido ruido sin dejar de ser silencio y me voltié a contar los
árboles, que todavía se veían desde la pica. Eran cuatro por donde-
quiera que se los mirara. No me gustó aquello –lo confieso, aunque Mar-
tínez Franco se sonría como desde aquí lo estoy viendo–, pero tampoco
quise pedirle explicaciones a Marcos Vargas, que además no me las ha-
bría dado, pues ya iba enguayabado, y cuando él está así no hay modo
de sacarle palabra, y me puse a observarlo quedándome atrasito.
—Y viste que le reventaban pimpollos por encima del cuerpo –
interrumpe socarronamente el de la sonrisa, que era el único que toda-
vía se mostraba incrédulo.
—No. Ni nada extraño le noté, ni por el camino ni después en la
estación, salvo el enguayabamiento.
Así llegó la noche y me quedé dormido, cuando de pronto me
desperté sintiendo que me sacudían las cabuyeras del chinchorro. Era
uno de los bogas de Marcos Vargas, un acarabisi buen mozo, por cierto,
y que le era muy fiel.
"
—Despertándote –me dijo–. No durmiendo más. Escuchando si-
burene".
Palabra ésta que en su lengua significa jefe y con la cual desig-
naba a Marcos Vargas. Me incorporo en el chinchorro y pongo el oído a
lo que me indicaba el acarabisi.
—¡Uuu! –sonaba por allá. Un lamento feo, que impresionaba
oírlo en el silencio de la montaña. Pero le dije al indio:
"
—¡Indio zoquete! Alguna arañamona llamando a su pareja."
—No, cuñao –me replica el acarabisi–. No siendo arañamona.
Siendo Canaima gritando en cabeza de siburene. Viniendo con-
migo y yo enseñándotelo.
Salté del chinchorro y no encontrando a Marcos Vargas en el
suyo salí al monte junto con el indio. A poca distancia de la estación,
en el medio de un claro donde daba la luna, se divisaba una sombra

314 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

blanca, inmóvil, de donde salía aquel lamento impresionante. El indio


no se atrevía a acercársele y preguntó alzando la voz:
—¿Ginécoro?
—¿Para qué preguntás quién es si ya sabes que es siburene? –
Interrogo yo a mi vez, porque tanto como los lamentos de la sombra me
había causado mal efecto aquella palabra indígena gritada así en el
silencio de la montaña–. Quédate aquí, indio miedoso, mientras yo voy
a ver qué le pasa a tu jefe.
—Y cuando llegaste al sitio –interrumpe otra vez Martínez
Franco– no estaba por allí Marcos Vargas, sino un palo más en el
monte, ¿no es eso?
—Sí, estaba –responde Maradé, sin inmutarse–. Pero me costó
trabajo hacerlo volver en sí. De golpe y dándose una batida salió de su
encantamiento, preguntándome:
"
—¿Qué es? ¿Qué pasa?"
—Que estabas dormido y soñando parado –le respondí, sin que-
rer decirle que fuera sonámbulo. Pero al día siguiente, cuando me em-
peñé en que me explicara todo aquello, me dijo que nada recordaba, ni
de lo de la noche ni de lo de la tarde, pero que sentía el cuerpo –fueron
sus palabras– como si alguna vez hubiera sido de madera.
Pausa. Y luego uno de los oyentes, a Martínez Franco:
—¿Qué dice usté a eso, compañero?
—Que Ramón Maradé siempre ha sido muy fantaseador y
amigo de contar embustes recién inventados como cosas que le hubieran
sucedido; pero que esta vez como que ha referido algo que se le puede
creer.

315 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Oro

Si para el cauchero faltó aquel año el invierno copioso que ali-


menta el látex, para el minero fue extraordinariamente propicio el ve-
rano recio. Se secaron las quebradas auríferas del alto Cuyuni, queda-
ron al descubierto los placeres que doran las playas de este río, y en la
del Caroni, nunca tan menguado, aparecieron diamantes.
—El diamante se recoge garzoneado –dice plásticamente el gua-
yanés–, porque los buscadores de este mineral precioso recorren las ri-
beras del río que los cría en el faneo producido por la descomposición
de los esquistos férricos de su álveo, agachándose de trecho en trecho
donde lo vean brillar entre las arenas, a la manera del garzón, que come
caminando y picando aquí y allá. Y ese año fueron muchos los que gar-
zonearon a lo largo de aquellas playas.
Hacia el Cuyuni se encaminó el grueso de la legión aventurera
en pos del oro que prometía el verano riguroso y en Tumeremo pronto
comenzaron a correr las noticias perturbadoras:
—¡Ya la gente de Néstor Salazar le cayó al oro! Marcos Vargas
anda con él y han hecho un descubrimiento estupendo en Quebrada de
las Garzas. ¡Una bomba del tamaño de una casa! Vámonos allá, Artea-
guita.

316 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y Arteaguita, después de pensarlo un rato royéndose las uñas,


se decidió por fin, cerró "La Tijera de Oro" –que, por lo demás, apenas
le estaba dando para comer, porque a causa del mal invierno aquel año
casi no se recogió purguo y nadie estaba para mandar hacerse ropa– y
se incorporó a la legión que de todas partes acudía presurosa al ha-
llazgo magnífico.
El oro de aluvión no era todo de libre aprovechamiento, pues la
mayor parte de los terrenos auríferos –y, naturalmente, los que se con-
sideraban más ricos– estaban acusados por los caciques políticos y por
los capitalistas más poderosos, entre ellos principalmente los comer-
ciantes corsos, quienes, sin explotarlos o arañando apenas a flor de tie-
rra, esperaban el pingüe negocio de la venta a compañías extranjeras
que les diesen, por un mina más o menos problemática, otra de oro acu-
ñado. Este monopolio de una riqueza retenida bajo tierra decíase que
era una de las causas del malestar que ya empezaba a sentirse por allí;
pero los privilegiados defendían su tesis aduciendo que el libre aprove-
chamiento traería por consecuencia inevitable las matanzas que se pro-
ducirían entre los que acudieran a disputárselo, aparte de que prácti-
camente existía, pues todo el mundo podía ir a extraer el oro que por
allí apareciese, sin más limitación que la de obligarse a vendérselo al
concesionario, quien lo compraba en el propio terreno a precio razona-
ble. Sólo que éste lo recibía el minero en víveres cazabe y papelón por
único alimento las más de las veces– y por ellos tenía que pagar lo que
quisieran cobrarle. Si bien cuando el hallazgo era abundante, no con-
sumiéndolo todo en la mina, podían los afortunados salir de ella enri-
quecidos.
Pero como el oro del alto Cuyuni se consideraba inagotable, en
cuanto lo sacaban ya estaban derrochándolo, jugándoselo a los dados
junto al barranco mismo o desperdiciándolo a puñados en el placer
torpe y fugaz de la parranda, cual si fuera ineludible maldición del oro
embrutecer y envilecer.
En busca de él, aunque sólo por la emoción de hallarlo, venía
aquella vez Marcos Vargas, Cuyuni abajo, en compañía de Néstor Sa-
lazar, superviviente de aquella pareja inseparable que el primero cono-
ció en casa del americano Davenport y minero práctico de ojo zahorí
para descubrir los escondrijos del filón.

317 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Sin embargo, no lo habían encontrado en cantidad que valiera


la pena en la ganga de varias quebradas donde plantaron el "tame" y
el "chis" y ya venían algo descorazonados cuando, al pasar frente a la
desembocadura de una que rompía la ribera barrancosa para verter a
las del Cuyuni sus aguas amarillas, como viesen por allí dos garzas
posadas sobre un mogote que hacían buen blanco para buenos tiradores
sacaron sus revólveres y las apuntaron.
Pero las garzas volaron para posarse más allá, quebrada
arriba, y como el caudal de ésta permitía que la remontase la piragua,
así lo hicieron, y las garzas volando de mogote en mogote y ellos siguién-
dolas llegaron a un paraje sombrío y agradable a la vista que invitaba
a acampar y ante cuyo aspecto el ojo zahorí de Néstor Salazar desistió
de la presa que se le escapaba.
—¡Aquí hay oro! –exclamó–.
Acampemos aquí.
Y Marcos Vargas, prestando atención más a lo plástico y agra-
dable que a lo significativo del paisaje, como oyese el canto de un pájaro,
bosque adentro:
—Ya lo está anunciando el minero –dijo–. ¡óyelo cómo campa-
nea! Acamparon. Procedieron a desviar las aguas de la quebrada para
dejar al descubierto el lecho prometedor y comenzaron a funcionar las
herramientas: el palín para levantar el fango del "realce" que cubría la
"formación"; el pico para romper esta capa de cuarzo; el "criminel" para
recogerla y echarla en el cajón del "tame"... Pero sin que fuera necesario
lavarla allí, ni siquiera aplicarles a los trozos de cuarzo el índice mo-
jado en saliva para ver si el oro "pintaba", ya Néstor Salazar había
podido decir.
—¡Mira cómo viene ese filón veteando bonito! Y luego, al golpe
de vista:
—Este filón corta por aquí –dijo, indicando la dirección que de-
bía de seguir por entre el bosque–. Vamos a pegarle un barranco allí y
otro allá, para acosarlo.

318 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y al primer golpe de pico en uno de los sitios señalados, apenas


barrida la hojarasca por el pie del peón, apareció en la punta de la he-
rramienta un trozo esponjoso de la aboyadura aurífera, indicio de una
rica estructura profunda.
—¡Bomba! –exclamó Salazar–.
!Esta vez salimos de abajo, Marcos Vargas! Y sacando ambos
sus revólveres los descargaron disparando al aire.
Que si aquellos proyectiles hubieran llegado a dar en el blanco
de las garzas, aquel "oraje" no habría sido descubierto.
Entretanto el peón cuya piqueta había dado el golpe inicial al
ha llazgo, no había vuelto de la impresión que éste le causó y recostado
al tronco del árbol más próximo, decía, contemplando otros que frente
a él se alzaban:
—Quince días estuve yo íngrimo y solo en este piazo e monte
castrando esos palos y era sobre melcocha de oro que estaba pisando sin
saberlo. ¡Maldita sia la suerte cuando es desgracia! ¡Quince días yo
solo, sacando oro! ¡Ni el polvo me verían a estas horas los que me han
mandao a pegá este barranco!
—¿Y no cantó el minero cuando tú estabas por aquí?
—¡Qué va a cantá, don Marcos! La arañamona era todo lo que
sonaba para mí.
Salvas de disparos al aire atronaban el bosque cuando llegó Ar-
teaguita. Ahora era una chimenea lo que acababa de descubrirse,
cuando todavía la bomba seguía dando su melcochada de oro, y del
"tame", por los agujeros del "tamayán", pasaba el abundante metal pre-
cioso a amalgamarse con el azogue en los compartimientos del "chis".
Y eran cerca de cien hombres los que allí abrían solapas y ba-
rrancos, acosando al filón, que continuaba "veteando bonito" y tritu-
rando el cuarzo en pequeños morteros, porque a todos que llegaron pi-
diendo:
—Dénme un recorte.
Tanto Marcos Vargas como Néstor Salazar les dijeron:

319 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Coja lo que quiera! ¡Aquí hay para todos! Unos llegaron con
sus bastimentos y siendo escasos, todavía no los habían consumido por-
que el oro les quitaba toda gana que no fuera de hallarlo; otros llevaban
días sin probar bocado y cuando llegó Arteaguita acababan de sacar de
un barranco a uno que allí murió de hambre y de agotamiento, días y
noches cavando, ya enloquecido. Y todos tenían el rostro devastado y la
mirada fulgurante de la fiebre del oro.
Algunos se habían marchado a derrocharlo, considerándose ya
ricos para siempre; de ellos se revolvieron los que por el camino detuvo
la codicia, pero en seguida los recuperó la ilusión de riqueza y volvieron
a marcharse para otra vez regresar, ya insensatos, a juntarse su tesoro
para multiplicarlo más rápidamente, hasta que al fin lo perdieron. Y
otra vez al barranco.
Desconocido casi, como de cuarenta pasados cuando apenas
trasponía los veinticinco, encontró Arteaguita a Marcos Vargas, mas no
por la fiebre del oro, que en su alma no hallaba asideros la codicia, sino
por la tempestad que hacía cuatro años se había desatado en su espí-
ritu. Las recias intemperies del itinerario gigantesco le habían curtido
el rostro, en los ojos cavados le fulguraba una mirada huidiza, se le
encanecían ya los cabellos y en vez de aquel carácter expansivo y aquel
aplomo y dominio de sí mismo ante los demás, mostrábase ahora reser-
vado y tímido, hasta el punto de que en el primer momento trató de
usted a Arteaguita, y a la cordialidad con que éste lo saludó le corres-
pondió cohibido.
Pero no había perdido aquella propensión a las bromas pesadas
y pronto hubieron de sufrirlas Arteaguita y los otros "patiquines" que
junto con él llegaron, todos novatos en materia de oro.
—Aquí tienen sus recortes –díjoles, ofreciéndoles unas bateas
llenas de mineral triturado–. Péguense a lavar de una vez.
Y allí mismo empezaron los gritos de júbilo de los novicios.
Grandes "cochanos" aparecían en aquellas bateas, apenas re-
movidas.
Arteaguita, especialmente, estaba a punto de volverse loco de
alegría, corriendo de aquí para allá para demostrarles a sus compañe-
ros la extraordinaria fortuna que ya empezaba a tener:

320 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Mira, valecito! ¡Oro!, ¡oro! ¡Cógele el peso! Marcos Vargas


reía a carcaja das y junto con él Néstor Salazar y los peones que estaban
en el secreto, hasta que el segundo, pareciéndole ya demasiado:
—Tranquilícese, Arteaguita –le dijo–. Ésas son bromas de su
amigo Marcos Vargas. Todos esos cochanos que están apareciendo en
esas bateas han sido puestos por él para divertirse con ustedes. Aquí
hay oro para todos, pero no tanto como así. Tiren ese material, que ya
está lavado, y cojan de aquél.
Y Arteaguita, desconsoladamente:
—¡Marcos! ¿Para qué me haces eso, valecito? ¡Ha podido ma-
tarme la emoción! Y luego le confesó que "La Tijera de Oro" andaba mal
porque la de hierro casi no tenía trabajo desde hacía algunos meses;
que aún sus recursos no le habían permitido casarse; que para salir de
abajo había recurrido al juego, donde acabó de perder lo que no se es-
taba ganando, de donde quedó endeudado y a punto de perder la repu-
tación.
Concluyendo:
—¡Imagínate! ¡Para que yo me haya atrevido a tirar esta pa-
rada!
—No te pesará, Arteaguita –díjole Marcos–. De aquí saldrás
fondeado y lo que es más importante: hombreado también. Porque es
bueno que sepas a qué atenerte desde luego. La mayor parte de esta
gente que ves aquí es peligrosa para quien se le agüe el ojo en el mo-
mento dado y no son pocos los que están cazando la oportunidad para
darle una puñalada al primero que se descuide y quitarle el oro que
tenga. De modo que, ¡ojo de garza, Arteaguita! Aquí el que pega un ba-
rranco tiene que colgar su chinchorro encima de él y dormir con el re-
vólver en la mano. No te confíes de nadie, ten presente que estás entre
el fieraje del Cuyuni, donde el que menos es el "Sute" Cúpira.
En efecto, estaba por allí el temible Cúpira, esta vez sin su ha-
bitual escolta de antes. Se había presentado pidiendo "su recorte", pero
había motivos para sos pechar que sus verdaderos propósitos fueran
otros, pues no se afanaba en procurarse el oro que habría podido obte-
ner, ocioso la mayor parte del día, contemplando en silencio la agitación

321 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

de los demás y sobre todo siguiendo con la vista a Marcos Vargas por
donde quiera que estuviese.
—¿Te has fijao en el "Sute"? –le había preguntado ya Néstor
Salazar a Marcos Vargas.
—No –repúsole éste, mintiendo–. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada. Porque no sería malo que te fijaras un poco en él.
—Bueno. Trataré de hacerlo.
Pero desde el primer momento había comprendido Marcos que
el "Sute" no iba por oro. Era la primera vez que volvía a vérselo después
de aquel choque que estuvieron a punto de tener la noche del baile del
ñopo en las cabeceras del Cuyubini, pues desde entonces no había vuelto
Marcos a la región del Cuyuni, de donde nunca salía Cúpira, y aunque
las últimas palabras que allí se cruzaron no podían haberlos dejado en
calidad de amigos, así llegó, sin embargo, pidiéndole "su recorte" y así
se lo permitió él cuando Néstor Salazar quería negárselo. Porque si
comprendió que el hombrón del Cuyuni podía venir a liquidar cuentas
pendientes, arrepentido de no haberse "matado con el hijo del hombre
que lo vio cumplir su gran juramento", a él también le había escaraba-
jeado muchas veces el recuerdo de aquella gracia de la vida que con
tales palabras le hiciera. La fiera divinidad de la hombría a que tanto
el uno como el otro rendían culto los llevaba a enfrentarse una vez más.
Ya se había dado cuenta Marcos de que Cúpira no lo perdía de
vista. Pero se hacía el desentendido procurando darle siempre la es-
palda y el encontradizo cuando por las noches el segundo se alejaba del
campamento, llegándose hasta la orilla del Cuyuni, cuyos raudales le
arrullaban con sus bramidos los torvos pensamientos que acariciaba.
Se detenía junto a él, dirigiéndole, invariablemente, estas pala-
bras.
—¡Hola, "Sute"! ¿Cogiendo fresco? Y Cúpira respondía siempre
lo mismo:
—Criandito sueño con este runrún de los raudales en la noche
silencia.
—Se ha vuelto usted muy amigo de estar solo.
—Y usted de buscar malas compañías.

322 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—Tal vez no sean tan malas.


—En los talveces está el peligro, Marcos Vargas. Acuérdese de
que seguro mató a confiado.
Luego callaban y al cabo de un rato largo proponía Marcos:
—Bueno, compañero. ¿No será hora de revolvernos por donde
hemos venido? A lo que respondía Cúpira:
—No habiendo otra cosa que hacer...
Y esto, una y otra noche, siempre lo mismo, era al propio tiempo
la provocación y el respeto mutuo.
La llegada de Arteaguita alteró oportunamente esta costumbre,
pues ahora Marcos se quedaba en el campamento conversando con él, y
así supo que Gabriel Ureña ya tenía dos hijos y había resultado un ex-
celente administrador, pues "Tupuquén", "Guaricoto" y "La Hondo-
nada" prosperaban cuando otras fincas mejores decaían y pasaban de
las manos de sus dueños a las de acreedores hipotecarios, y que en
Upata se esperaba de un momento a otro el regreso de Francisco Vello-
rini –cuyas dos hijas mayores se habían casado en Francia– porque ni
él podría vivir ya sino en Guayana, ni mucho menos la mujer, tan de
su tierra, y Aracelis, todavía soltera y más bonita que nunca, según los
que habían visto retratos suyos últimamente llegados.
Y el intencionado noticiero concluyó preguntando:
—Bueno, Marcos. ¿Y tú, qué proyectos tienes? Ya es tiempo de
que te regreses, chico. Y ahora, con el dineral que sacarás de aquí... Ya
basta de exponer la vida corriendo raudales.
—Sí. Eso quiere Néstor Salazar: que me vaya con él. Me está
animando para hacer un viajecito a Europa con lo que saquemos de
aquí. Pero quién sabe si a mí no me sirvan ya zapatos, ni de percha ni
a la medida. ¡En fin! Ya veremos... Además, eso de correr raudales no
es cosa del otro mundo.
Aquí como en tu sastrería el todo está en no comerse el trazo,
con la diferencia a mi favor de que si tú te lo comes tienes que pagar la
tela estropeada, mientras que a mí nadie me va a cobrar lo que me
rompa contra las piedras si me salgo del trazo de la chorrera. ¡En fin –

323 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

repito– ya veremos! Una noche, ya recogido a su chinchorro Néstor Sa-


lazar y conversando todavía Marcos con Arteaguita en el silencio del
campamento dormido, notó que de uno de los barrancos salía luz.
—Allí están jugando –dijo–.
Ándate allá, Arteaguita, y diles a los que sean que aquí está
prohibido el juego y que de orden mía te entreguen los dados y se vaya
cada cual a su chinchorro, si no quieren oír roznar el machete.
Pero cuando ya Arteaguita se disponía a obedecer, aunque muy
a pesar suyo, pues no quería enemistarse con nadie y menos después de
lo que le había advertido Marcos a propósito de la clase de gente que
era aquélla, uno de los mineros que por allí estaba se acercó diciendo:
—Ése es el "Sute", don Marcos.
—¡Ajá! –exclamó éste a tiempo que a Arteaguita lo abandonaba
toda gana de desempeñar su cometido–. ¿Conque ése era el recorte que
estaba trabajando? ¿Y usted lo sabía y se lo reservaba?
—Yo sólo no, don Marcos –repuso el minero–. Aquí semos varios
los que hemos visto esa luz toas estas noches; pero, tratándose de quien
pone esa jugada...
Pero ya Marcos Vargas iba a lo que le deparase la ocasión.
Era realmente Cúpira quien ponía aquella jugada clandestina
y con dados acondicionados, de modo que uno por lo menos siempre se
parara en suertes. El barranco, todavía no profundo, era ancho y aden-
tro estaban haciéndole el juego a el "Sute" cuatro de los compañeros de
Arteaguita, ya perdido casi todo el oro que había sacado.
—¡Acá esos dados! –ordenó imperiosamente Marcos Vargas,
sorprendiendo a Cúpira cuando ya iba a echarlos para arramblar con
todo el oro en paro–. ¿No sabe usted que aquí está prohibido el juego?
—¡Hombre! –exclamó el "Sute", con su hablar arrastrado–. No
soy yo solo el que está jugándose lo suyo.
—¡Acá esos dados! ¡Y no replique! –reiteró Marcos, ya revólver
en mano.
Y Cúpira, sin inmutarse:

324 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Bueno, pues! No se sofoque, que no es para tanto. Está usted


en lo suyo y entre los suyos. Ahí van los dados. En sus propias manos
se los entrego parados en suerte.
Y Marcos, al sopesarlos:
—¡Como que de otro modo no se pueden parar, porque para eso
están compuestos, grandísimo bribón! ¡Entrégueles inmediatamente a
esos jóvenes lo que les ha robado! ¡Y lárguese de aquí en seguida! El
"Sute" se demudó de coraje reprimido. Ya no era su "gran juramento"
lo que le impedía matarse con el hijo de quien se lo vio llevar a cabo,
sino la desigual pelea que habría sido, pues junto a Marcos Vargas ya
estaban Néstor Salazar y todos los que a las voces acudieron, revólver
en mano la mayor parte, entre los cuales varios habían sido ya víctimas
de los dados compuestos.
—Está bien –repuso–. No grite más, que ya es bastante la gente
que se ha despertado. Devuelvo lo que gané y por donde vine me voy.
Ésa la ganó usted, otra puede que sea mía si alguna vez vuelven
a cruzarse nuestros caminos. Que ya van dos y a la tercera dicen que va
la vencida.
Dicho lo cual se marchó. Marcos Vargas quiso seguirlo, pero to-
dos se lo impidieron y hubo de quedarse con el reconcomio de no haber
sido él solo contra Cúpira.
Y esta preocupación se adueñó por completo de su espíritu de
allí adelante.
Días después –terminada la explotación del filón, que no tardó
en desaparecer– ya en El Dorado y en apariencia decidido a abandonar
la selva como se lo aconsejaba Néstor Salazar, propúsole a Arteaguita:
—Vamos a echar una jugadita para matar el rato, mano a
mano los dos.
—Por complacerte –accedió aquél–. Porque para mala suerte la
mía. Pero no me cargues la mano, pues la pelea es desigual: tú traes
más de mil onzas y las mías no llegan a sesenta. Pero sí: siempre que
no sea con los dados del "Sute".
—¡Ah, caramba, chico! ¿No me viste tirarlos al Cuyuni?
—Ya lo sé. Ya lo sé –dijo Arteaguita–. Lo dije en broma.

325 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Jugaron un rato ganando y perdiendo alternativamente peque-


ñas cantidades de oro en bruto. Algunos querían agregarse a la partida,
pero Marcos no se lo permitía, diciéndoles:
—Éste es un mano a mano, porque ese oro que se lleva Artea-
guita es mío y voy a ver si se lo quito. Hasta ahora no he podido rasparle
sino unas cinco o seis onzas, pero lo que es del cura va para la iglesia.
O viceversa.
Pero de golpe se asentó la racha favorable al sastre y éste co-
menzó a animarse aceptando paradas de importancia. Marcos Vargas
perdía, al parecer contrariado y enardeciéndose. Ya las puestas eran
puñados de oro que iban a engrosar el de Arteaguita y éste temblaba de
pies a cabeza, desorbitados los ojos, pálido y silencioso, sacudiendo ex-
cesivamente los dados con una contracción nerviosa del puño que hacía
recordar aquella mímica que empleó en Tumeremo cuando, en víspera
de salir para el Guarampín, le confesó a Marcos que tenía miedo.
Y por este recuerdo que se le vino a la mente empezó Marcos a
reír a carcajadas y a duplicar y triplicar sus puestas, diciendo:
—No los maraquees tanto, chico, que no vas para el Guarampín
y no hay peligro de que te salgan contrarios. ¡Échalos sin miedo! Pero
no era miedo de perder, sino que Arteaguita nunca se había visto con
tanto oro suyo por delante y aquello lo tenía perturbado a más no poder,
mientras Marcos reía y exclamaba:
—¡Ah, sastrería buena que vas a poner, Arteaguita! ¡Ahora sí
va a ser de oro la tijera que no se come el trazo! Aprovecha tu racha y
echa los dados sin miedo, que eso no es robado. Ya me has vaciado la
mitad de la batea, pero yo espero mi racha, que ya tendrá que venir, y
entonces veremos quién canta victoria. ¡Ah, sastrería buena la que vas
a poner, Arteaguita! Pero en eso intervino Néstor Salazar, a quien fue-
ron a contarle lo que estaba sucediendo:
—¡Arteaguita! ¿No comprendes que ése es el mismo cuento del
cochano? Esos dados son los del "Sute".
Boquiabierto, tembloroso, a punto de echarse a llorar, Artea-
guita abrió la mano para contemplar los dados; pero Marcos Vargas se
los arrebató, diciéndole a Salazar:
—Éstos no son los del "Sute".

326 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

!Éstos son los de Marcos Vargas! Y vaciando en la mesa el oro


que le quedaba:
—¡Y todo esto es tuyo, Arteaguita! Para que montes una sastre-
ría de lujo y te cases y tu mujer te llene de hijos que nunca pasen ham-
bre. ¡Llévatelo! Que en el Cuyuni queda todavía mucho para Marcos
Vargas.
Y aquella misma tarde embarcó otra vez en su curiara y aban-
donó el Dorado, Cuyuni arriba, por donde debía encontrarse con el
"Sute" Cúpira, hombre a hombre.

XVIII

Aymará

Un camino ancho, limpio, despejado, por entre la selva tupida.


Y esto ya había sucedido otra vez.
Un camino por donde avanzaba la pequeña cosa inmensa del
espantoso clamor de una muchedumbre silenciosa. Él tropezaba contra
aquella muda y errante masa compacta, atravesándola sin encontrar
resistencia y los hombres se iban iluminando por dentro como la selva
oscura al resplandor del relámpago.
—¡Me andó alante el joven! –gemía uno, llevándose la mano al
pecho por donde él lo había traspasado, inmensidad tenebrosa.
—¿Qué desea, joven? –le preguntaba otro, oponiéndole resisten-
cia; pero él lo traspasaba también y la pequeña cosa inmensa se apa-
gaba murmurando–: Diga usted que lo vio morir como un hombre ma-
cho.
Pero él no podía detenerse.
Sus brazos ya se rendían al peso de la pequeña cosa inmensa...
¡Y aquel puño crispado que no lo dejaba pasar!
—¡Acaba de echar los dados, que llevo prisa! Y la pequeña cosa
yerta se acurrucaba buscando el calor de su pecho inmenso.

327 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Otro bebía en su pequeño vaso interminablemente y era como


atravesar un gran campo calcinado bajo una lluvia copiosa. Pero el ca-
charro, ya vacío, había rodado por la mesa y se había roto contra el
suelo. Cuando lo recogieron era un guiñapo de hombre tirado por los
caminos. La sed inmensa de la pequeña cosa había consumido toda el
agua. Sólo los troncos de los árboles rezumaban humedad viscosa y allí
se aplacaba el fulgor de la fiebre de los hombres.
—¡Apaga, Bordona! ¡Apaga, que nos quemamos! Alguien que se
estaba abrasando por dentro corría de aquí para allá lamiendo aque-
llos troncos, desde la raíz hasta los copos más altos, mientras se desan-
graba por el muslo cortado hasta el blanco de los huesos; pero su lengua
era una llama a cuyo contacto se evaporaba de golpe toda aquella hu-
medad, envolviéndolo en una niebla ardiente, dentro de la cual un hom-
bre desgalichado caminaba sin cesar moviendo continuamente su ca-
beza mecánica y murmurando:
—¡Canaima! ¡Canaima! ¡Canaima! Y desde la raíz hasta los
copos se iban secando todos los árboles y comenzaban a arder en una
gran llama pálida.
Corría por la pica anchurosa lanzando su nombre al silencio.
!Cinco años! Y era el incendio penetrando en la selva y al mismo
tiempo un pequeño pájaro negro que volaba por encima de ella y cuya
inmensa sombra negra errante por el suelo era él mismo, carbonizado
ya por aquella llama pálida.
De pronto sintió que los pies se le habían convertido en raíces
hundidas hasta el centro de la tierra y mientras por todo el cuerpo le
corría una savia espesa y oscura, cien años subiendo hasta los copos
más altos, para detenerse otros ciento a oír el paso del viento que hacía
gemir los vapururos por la muerte del indio Maremare:

Maremare se murió en el paso de Angostura; yo no lo vide morí,


pero vi la sepultura.
Maremare se murió en el paso e la tormenta; yo no lo vide morí,
pero vi la huesamenta.
Maremare se murió y no fue de calentura.

328 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

¿De qué murió Maremare si no fue de su amargura? Maremare


se murió.
Ya se murió Maremare.
Maremare se murió.
¡Pobrecito Maremare!

Y bajo los techos de las churuatas esparcidas por la inmensa


tierra bárbara toda la indiada rompe en llanto por la muerte de Mare-
mare... La triste canción del indio, destemplada, monótona, extraña,
inmensamente triste. Él le ha dado una entonación melancólica, ya mu-
sical, y hay un gran dolor de razas maltratadas corriendo en lágrimas
entre los gemidos del carrizo indígena.
Y Ponchopire le dice:
—No contando más, cuñao. Indio sufriendo mucho con mare-
mare tuyo. Descansando tú ahora.
Ahora ya todo aquello había pasado: la fiebre delirante y el
errar continuo de aquellos años de extravagancias. Y Ponchopire le ex-
plicaba por qué su tribu no habitaba ya en el Padamu, como cuando él
fue a Angostura en compañía del cauchero Federico Continamo, sino en
la gran sabana del Ven tuari donde ahora había plantado su churuata:
—Catarro matando indio en el Padamu. Muriendo piache, mu-
riendo indio mucho. Nosotros dejando churuata bajo Padamu, alto Pa-
damu, Raudal de Tencua, y catarro persiguiéndonos. Aquí seis lunas
perdiéndonos la huella. Racional Continamo también resultando ma-
luco: indio sacando goma para él vendiéndola en Angostura y comiendo
hielo sabroso y él robando mujé.
Aquí viviendo tranquilo porque no habiendo goma. Goma te-
niendo Canaima: Indio no queriendo sacarla más.
Los enemigos implacables del aborigen, causas de la migración
de sus tribus: la tuberculosis, que los diezma y el cauchero, que los ex-
plotaba y los tiranizaba. La muerte, a la que había que dejarle la chu-
ruata cuando penetraba en ella –dentro de un cutumari el cadáver in-
sepulto de la víctima– e ir a plantarla más allá. Bajo Padamu, alto

329 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Padamu, Raudal de Tencua, eran ya muchos los hitos macabros –osa-


mentas al aire dentro de las viviendas abandonadas– que marcaban el
éxodo de la tribu de Ponchopire a lo largo de aquel itinerario, perse-
guida por el catarro, la más temible para ellos de todas las formas que
puede revestir Canaima. En la gran sabana del Ventuari donde ahora
se los encontraba Marcos Vargas, parecían soplar por fin aire de Ca-
juña el bueno, el que da la salud y procura la pesca abundante y librada
de las garras del "racional" conduciendo al indio a donde no creciera el
árbol de la goma.
Un sol tierno alumbraba en torno a Marcos Vargas sencillas
escenas de comienzos de mundos y una nueva sensación de sí mismo,
pasada la tormenta espiritual, lo envolvía en la suave voluptuosidad de
una paz profunda. Y así estuvo durante varios días, en el chinchorro de
urdimbre sutilísima tejida con plumas de raros pájaros de la selva –
agasajo especial de Ponchopire–, contemplando, como a través de una
niebla de ensueño, la quietud o la actividad que lo rodeaba. La paz si-
lenciosa, cuando los hombres se iban en sus conchas a la pesca diaria
por los remansos del Ventuari y las mujeres a los conucos, acompaña-
das de las guarichitas que ya pudiesen ayudarlas en el laboreo de la
tierra, y sólo quedaban por allí los viejos decrépitos, tumbados al sol de
la playa o acuclillados a la sombra de la churuata, inmóviles como mo-
mias o hurgándose las greñas para sacarse los piojos o rascándose las
niguas –delicia del indio, éxtasis animal de la comezón provocada– y
los indiecitos de teta durmiendo dentro de sus mapires, en el suelo, al
cuidado de las grullas domesticadas, niñeras celosas que no permiti-
rían que se les acercasen insectos ni serpientes, pues así se alimentarían
ellas mismas mientras defendieran a los críos. Quieto silencio que ape-
nas turbaba el chapichapi del río bajo el soplo del viento o el sordo ru-
mor distante del gran raudal de Tencua. Paz soporosa de días soleados
en tierras melancólicas que se quedaron atrás en la marcha del mundo.
La actividad cuando regresaban las mujeres, a la espalda el
guayare colmado de yucas, y se entregaban a preparar el mañoco de la
comida cotidiana, o el yaraque y la yucuta para las fiestas, y cuando
volvían los hombres con el producto de la pesca y les entregaban a aqué-
llas los morocotos y los aymaras para que los destripasen y pusiesen a
secar, que luego los macerarían hasta convertirlos en la harina del pi-
raricú.

330 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Y la cháchara de las guarichas provocando la algarabía de los


loros y guacamayos mientras tejían los chinchorros de cumari o de cu-
rana o las mantas de palo marimba para defenderse de los mosquitos,
y los mapires para los críos que esperasen, o las esteras, talegas y gua-
pas adornadas con grecas vistosas para el menaje de la vivienda co-
mún. Y el trabajo taciturno de los hombres fabricando las curiaras y
las conchas, preparando las puyas de juajua y de cocorito para las fle-
chas, y los cañutos para las cerbatanas o machacando el barbasco para
la pesquería del alba siguiente.
Vida simple y compartida en común, bajo un solo techo, el ma-
ñoco y el piraricú tomados de una misma fuente y con las solas manos,
acuclillados en el centro de la churuata, donde había unas topias sobre
las cuales a veces se asaba un chigüire o un paujil que uno de ellos cazó
para que comiesen todos; el bureche o la cupana bebidos de una misma
casimba pasando de boca en boca. Vida tan de todos por igual, que si a
veces los vapores de la yuca fermentada se les subían a la cabeza, como
generalmente tienen la borrachera triste, bastaba con que uno se acor-
dase de alguno de los muertos de la comunidad e invitase a los otros a
llorarlo para que en la churuata resonara el llanto unánime.
Sólo el amor tenía sus fueros propios. En la churuata se convi-
vía, mas para el amor eran la soledad discreta y la Naturaleza plena:
la curiara en el remanso del río o el campo raso lejos de la ranchería.
De noche bogaban las parejas o se internaban por la espesura, tal vez
en busca del nahual para el hijo: el espíritu del árbol o del animal o de
la estrella fugaz que debe compenetrarse con el alma del indio desde el
primer instante de su encarnación.
El nahual del cacique de la comunidad era el váquiro salvaje
del cual tomaba su nombre de Ponchopire, acaso por haber sido engen-
drado y concebido en algún paraje de playa a tiempo que alguna ma-
nada de tales bestias bajara a abrevarse en el río, y el nahual de su
hermana Aymara era el pez de este nombre, de carne exquisita, pero
muy espinosa; cuya sería el aguaje que estremeció la curiara del amor
en la quietud del remanso dormido.
No le eran desconocidos a Marcos Vargas ni las rudas costum-
bres ni los ingenuos misterios de aquella existencia, aunque hasta allí
no había sido sino espectador de unos ratos y de todo aquello sólo había

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Canaima Rómulo Gallegos

captado lo que estimulaba o complacía la curiosidad del civilizado. Mas


si aún no compartía la convivencia maloliente bajo el techo de la chu-
ruata –dentro de la cual sólo existía la familia como algo distinto e in-
dependiente de la comunidad, mientras dormía, ocupando un sector de
los dos círculos concéntricos de horcones que sostenían la cónica te-
chumbre pajiza, abajo el chinchorro del hombre, más arriba el de la
mujer y finalmente los de la prole– y si tampoco se había allanado to-
davía a la desagradable costumbre de comer con la mano, de una sola
fuente donde todos metían las suyas nada limpias, de todos modos ya
era uno más en la pesca por los remansos del Ventuari, con flecha o
cerbatana, silencioso dentro de la concha, y en el ruedo que por las no-
ches, a las primeras horas, formaba toda la comunidad en el centro de
la churuata, sentados en el suelo, fumando los hombres el cigarrillo de
tabari mientras se referían las peripecias de la jornada, para que no
hubiese experiencia de uno que todos no conociesen, pero sin mirarse a
las caras, fijos los ojos en el suelo o en el aire, donde se deshacían las
volutas del humo, porque las miradas de un hombre no pueden cruzarse
con las de otro sin que sus nahuales se confundan o se destruyan mu-
tuamente –así sean de animales o cosas afines o adversas entre sí–, ca-
sos ambos que serían la muerte, ya comenzando por aquella parte de la
doble personalidad. Y esto, así como –entre otras muchas prácticas su-
persticiosas– la de la que el piache se rodeara de oscuridad y de misterio
para preparar el curare con sus innominadas lianas amargas y sus pol-
vos de colmillos de ser pientes, manipulaciones especialmente vedadas
a las mujeres, porque los ojos de la hembra malogran los efectos del
terrible veneno, ya Marcos Vargas aprendía a considerarlos no como
tales supersticiones, sino como cosas sencillas, de un sentido natural y
evidente.
Durante aquellas veladas, Aymara, sabrosa y arisca como ape-
tecible y espinosa la carne del pez homónimo, ya sintiendo las urgencias
de la mujer que despuntaba en ella, se refugiaba a lo más oscuro de la
churuata para contemplar al racional, encendidos los ojos en lumbre
de amor; pero si Marcos, buscándola entre el mujerío atento a la charla
de los hombres, alcanzaba a descubrirla y se quedaba mirándola, ella
rebullía y se acurrucaba más en la sombra, mezclando la risa con los
gruñidos, anticipos del instinto con que suele entregarse la india volup-
tuosa y huraña.

332 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Ya Ponchopire se había fijado en esto y un día le preguntó a


Marcos:
—¿A ti gustándote Aymara, cuñao?
—Gustándome más que el piraricú del pescado de su nombre.
—Pues cogiéndotela para ti después de su fiesta.
Y luego a la hermana, en su dialecto y como jefe de la comuni-
dad:
—Tú serás la mujer del racional. Saca de ese hombre el mayor
provecho para ti y para tu gente.
La fiesta de Aymara a que se refirió Ponchopire era la ceremo-
nia con que se celebraría su entrada en la pubertad. Ya las ancianas,
las grandes madres de la tribu, venían observándola detenidamente, y
cuando advirtieron que ya declinaba la última luna de la Aymara nú-
bil, ésta fue encerrada en una garita de palma construida al efecto a
cierta distancia de la churuata, dentro de la cual permanecía aislada y
sometida a riguroso ayuno hasta el plenilunio próximo.
En el momento de cerrarse aquella especie de crisálida donde
se operaría la misteriosa transformación, todas las mujeres de la tribu
prorrumpieron en llanto por la Aymara a quien no verían más y por la
que saldría de allí, apta para las tremendas delicias del amor que per-
petúa la dura existencia del indio.
Luego, en seguida, comenzaron los preparativos para la fiesta.
De las sementeras, a las espaldas de las indias, venían los gua-
yares colmados de yuca, no descansaban los brazos preparando el ma-
ñoco y el piraricú que se consumiría en la gran comilona, ni quedó por
allí casimba donde pronto no estuviese fermentando la yucuta, en tanto
que los hombres se ocupaban en la confección de las tinturas de curare,
chica, drago y conopia, con las cuales, pintándose, adorna el indio su
desnudez. Y mientras las guarichas se dedicaban a aquellas alegres
faenas, las viejas, taciturnas y celosas de la tradición, montaban guar-
dia día y noche en torno a la clausura de palma donde se estaba efec-
tuando el misterio.
Pero Marcos Vargas, haciendo esta vez burlas del rito, se dio
sus mañas para que no fuese tan severo el ayuno de su prometida, pues
ni de ésta los huesos –decíani de su nahual las espinas era lo que le

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Canaima Rómulo Gallegos

gustaba. Y así fue para Aymara menos dura la anticipada expiación de


sus pecados de mujer.
La antevíspera del plenilunio señalado, cuando ya se habían
reunido allí todas las comunidades vecinas adonde llegó la noticia de
la fiesta, al ocultarse el sol, comenzó la algazara que de allí en adelante
formaría toda la indiada en torno a la garita, en tanto que se entregaba
al festín de mañoco y yucuta y a fin de que la recluida no pudiese con-
ciliar el sueño.
Dos noches y dos días sin tregua duró aquel tormento y a tiempo
que comenzaba el otro de la luna llena, con cuya aparición terminaría
el retiro purificador de Aymara, cesó de pronto la algarabía, sobrevino
un silencio imponente, se abrió la garita y junto con el astro luciente,
apareció, quebrantada por el ayuno y el insomnio, pero ya propicia al
amor, la nueva mujer de la tribu.
Y comenzó el baile, que todavía sería tormento para ella, apli-
cado por los hombres: la prueba del látigo.
Girando en torno a la guaricha, pintarrajeados de negro y de
rojo y otra vez con gran algazara de cantos y gritos y provistos de beju-
cos de mamure, cada hombre debía propinarle dos azotes y luego uno a
sí mismo, acaso porque en culpas del amor dos terceras partes son de la
mujer.
—Dándole suavecito, cuñao –recomendábales Marcos Vargas,
que junto con ellos bailaba y azotaba–. No maltratándome mucho a la
guaricha.
No le asentaban demasiado la mano, pero eran tantos los ver-
dugos que ya Aymara estaba a punto de soltar el llanto. Sin embargo,
a través de las lágrimas asomadas a sus ojos había miradas sonrientes
cuando era Marcos quien aplicaba los azotes.
La prueba del látigo no duró mucho, pero el baile ya no termi-
naría en toda la noche. Ya la luna estaba en la mitad del cielo y la
embriaguez se había apoderado de toda la indiada. Enronquecidos y
con aire de alucinados danzaban continuamente al destemplado com-
pás de un canto bárbaro y desapacible, sin ritmo ni melodía, al son de
los yapururos.

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Canaima Rómulo Gallegos

Pero hacía rato que Aymara no estaba por allí. Aquella noche
también la curiara de Marcos Vargas bogó hacia la alta soledad de los
remansos del Ventuari, sobre cuyas aguas flotaban los nahuales...

335 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

El racional

Para la comunidad de Ponchopire antes había sido el cauchero


Federico Contimano el racional por antonomasia. Que luego resultó
como casi todos: un explotador brutal que les pagaba con abalorios, pu-
ñados de sal y trozos de papelón el caucho que para él recogían. Pero
como el indio fatalista ya nada espera de su raza humillada y vencida,
para librarse de las expoliaciones del blanco, o del supuesto civilizado
sin distingos de matices de la piel, procura siempre ganárselo a partido
sometiéndolo a su patrocinio, a veces gustosamente. Y así procedió Pon-
chopire respecto a Marcos Vargas, de quien, por otra parte, conservaba
un recuerdo grato de cuando lo conoció en Angostura.
Por el momento no estaba amenazada su tribu por los cauche-
ros, pero siempre sería conveniente tener a su favor a un racional a
quien los otros respetasen, y viendo en Marcos un buen defensor para
su gente, le había dado por mujer a su hermana, previa la recomenda-
ción a ésta que en tales casos siempre hace el indio.
Por otra parte, al proceder así, Ponchopire había obedecido
tanto al sentido hospitalario, muy desarrollado en el indio, como al que
éste tiene de la comunidad humana, dentro de la cual ni el individuo
ni la familia pueden existir en sí solos ni para sí mismos.

336 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Sin vestigios de economía personal o doméstica, todos consu-


miendo por igual lo que cada uno producía, todos compartiendo la
misma vida, la churuata era ya un símbolo: pertenecía a todos, todos
contribuían a levantarla y sólo se adquirían derechos individuales bajo
su techumbre para la temporal ausencia de la vida durante el sueño, en
uno de los sectores de los círculos concéntricos que formaba la horco-
nadura, o para la definitiva y perenne dentro del cutumari colgado del
horcón central.
En uno de aquellos sectores fueron colgados, uno por encima del
otro, los chinchorros de la nueva pareja; pero si Marcos prefirió conti-
nuar habitando con Aymara la vivienda aislada que Ponchopire le ha-
bía hecho construir desde su llegada a la comunidad, ya bajo el espíritu
uniforme de ésta era uno entre todos y el cacique parecía esperar de él
grandes cosas para el beneficio común.
—Bueno, cuñao –díjole una tarde, después de una larga pausa
silenciosa, ambos contemplando la puesta del sol sobre el Ventuari–.
Ya Ponchopire enseñándote las cosas como ofreciéndote en An-
gostura; ahora tocándote a ti.
—Bueno. Tú diciendo lo que queriendo que te enseñe –repuso
Marcos, que ya de otro modo no se expresaba.
El indio sonrió y con el resplandor de una gran esperanza a
punto de realizarse iluminándole la faz, interrogó:
—¿Sí? ¿Tú enseñándome, cuñao, lo que yo queriendo?
—¡Sí, hombre! Siempre que yo sabiéndolo, por supuesto.
—Bueno. Enseñándome hacer hielo.
Era lo único que le había interesado en la civilización, a lo que
de ella columbró durante su permanencia en Ciudad Bolívar, y lo pri-
mero que se le ocurrió pedirle a Marcos Vargas después que se hubiera
efectuado la fiesta de Aymara. Con lo demás podían quedarse los racio-
nales. Y así fue grande su desencanto cuando Marcos le repuso:
—¡Ah, caramba, cuñao! En buen apuro poniéndome tú. Yo no
sabiendo fabricar hielo, ni eso tampoco pudiendo hacerse aquí.
Era lo mismo que le había respondido Federico Continamo
cuando igual petición hubo de hacerle.

337 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Ah! –exclamó–. ¡Tú tampoco sabiendo! Y no se explicaría


nunca cómo podía ignorar un racional lo que otros sabían, cuando entre
ellos –los indios– era tesoro común la ciencia de las cosas necesarias
para la vida. Ni por su parte llegaría a darse cuenta Marcos Vargas de
hasta qué punto había defraudado las esperanzas de Ponchopire.
Días después llegaron por allí dos guainaris de las riberas del
Arapani, de evidentes rasgos mestizos ensombrecidos por un aire de em-
brutecimiento profundo. Traían un cutumari con despojos y reliquias
de su cacique recién muerto de manera misteriosa y venían a consultar
con Caricari, viejo piaima de la tribu, famoso como adivino por aque-
llas regiones, acerca de las causas de aquella muerte, para lo cual eran
los mechones de cabellos y las uñas del difunto que venían dentro del
cutumari, junto con objetos que habían sido de su uso personal.
Caricari, momia decrépita, salió penosamente del letargo senil
en que vivía sumido, tomó unas polvadas del ñopo que le ofrecía Pon-
chopire a fin de que entrase en el trance adivinatorio y comenzó a ab-
sorberlas por la nariz, primero despacio y progresivamente más aprisa,
mientras la comunidad y los forasteros lo contemplaban con religioso
respeto.
De pronto el vejete entró en estado convulsivo y en seguida deli-
rante, mascullando palabras extrañas, las más de ellas sin sentido al-
guno, con las cuales anunciaba que ya su nahual lo llevaba volando por
los aires sobre grandes ríos torrentosos y altísimas sierras, y cuando los
guainaris le oyeron decir que ya veía, allá abajo, la churuata de ellos,
sacaron del cutumari los despojos mortales y se los pusieron entre las
manos trémulas de senectud y de delirio de yopo.
Ya Ponchopire le había ex plicado previamente que se trataba
de una muerte misteriosa, de la cual había sido víctima un racional que
hacía treinta años regía aquella tribu del Arapani, padre de los mesti-
zos que ahora le pedían ahincadamente que les dijese de qué había
muerto.
El visionario provecto, gimiendo como un crío, palpó, olfateó y
luego apretó contra su pecho aquellas repugnantes cosas, mientras sus
ojos en blanco seguían por los aires del delirio el vuelo del gavilán de
su nahual, y al cabo de un rato de gimoteos y de convulsiones de trance

338 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

comenzó a balbucir frases entrecortadas y en su mayor parte ininteligi-


bles, que si nada preciso decían respecto a lo que se le preguntaba, en
cambio, parecían expresar una esperanza mesiánica, pues –traducidas
y reconstruidas por Marcos Vargas– anunciaban que en todas partes ya
estaban colmadas las calabazas donde se prepara el curare, porque los
ríos comenzaban a correr hacia sus cabeceras y esto significaba que ya
"ella" venía contra "él" desde el fondo de la gran noche sin lunas. Pero
la alusión al curare fue suficiente para que los mestizos se convencieran
de que su padre había sido envenenado.
Ya metían dentro del cutumari los despojos y reliquias por los
cuales esperaba el muerto, solitario morador de la churuata allá en la
ribera del Arapani, cuando Marcos advirtió que una de aquéllas era un
papel impreso, pringoso y ya roto por los dobleces, y apoderándoselo,
sin hacer caso de las protestas de los mestizos, se dirigió a su choza para
examinarlo.
Era un periódico de Ciudad Bolívar, de un día indeterminable
de hacía muchos años, por haber desaparecido el trozo que contenía la
fecha y cuya pringue denunciaba frecuentes lecturas, así como sus do-
bleces cuidadosa conservación.
No contenía nada que fuera ya ni pudiese haber sido nunca in-
teresante: era uno de esos periódicos de ciudades pequeñas que nunca
salen de ellas para asomarse al resto del mundo ni jamás contienen
nada que en ellas ya todos no sepan; pero había sido, sin duda, el único
contacto de aquel "racional" con el mundo civilizado del cual se apar-
tara, quién sabe por qué, y Marcos Vargas se quedó largo rato cabizbajo
con el sucio papel entre las manos, mientras en su interior resonaban
palabras de cinco años atrás:
—... y es que te quiero tanto, tanto, tanto! Y Ponchopire tuvo que
repetirle varias veces:
—Cuñao. Los guainaros esperando su papel, porque allá su pa-
dre necesitándolo para irse todo.
Hijos no pudiendo regresar sin cutumari completo.
—¡Hijos! –murmuró Marcos.
Y al representarse la profunda estupidez que expresaban los
rostros de los mestizos, maquinalmente dirigió su mirada al vientre de

339 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Aymara, ya madre, que estaba hacía rato por allí sin que él lo advir-
tiese.
Devolvió el papel entregándoselo a Ponchopire y éste a Aymara
para que se lo llevase a los guainaros, mientras él se quedaba allí para
cambiar impresiones.
—Yo estando pequeñito cuando llegó racional de Arapani –dijo
para empezar–. Allá queriéndolo mucho; ahora envenenándolo...
Pero Marcos abandonó la choza dejándolo con la palabra en la
boca.
Vagó todo el día en su concha por el río solitario, y aunque fue-
ron frecuentes los aguajes que rizaron los remansos, por la tarde regresó
sin pesca. Y así uno y otro día.
Aymara sufría viéndolo tan desganado de ella, que no le dirigía
la palabra ni la consentía a su lado; pero ya había tomado sus medidas
a fin de que no se le escapase: le había aprisionado las huellas, cu-
briendo con casimbas disimuladas entre el monte y diariamente vigi-
ladas las que su planta había estampado por allí.
Mas no era sólo ella quien custodiaba estas prisiones, sino toda
la comunidad interesada en retenerlo y si él las hubiese descubierto, se
habría explicado –ya él también pensaba así– por qué nunca bogó deci-
didamente Ventuari abajo hacia el Orinoco, que lo restituyera al mundo
civilizado, cuando esto se proponía siempre al abandonar la ranchería.
Así las cosas, una tarde le salió el encuentro Aymara y abrazán-
dose a él se quedó mirándolo con aire extraño y gestos reveladores de
inquietud.
—¿Qué te pasa, mujer? –le preguntó, molesto. Y como en seguida
advirtiese lo que al llegar se le había escapado del aspecto de la ranche-
ría–: ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está esto tan solo? Aymara le respon-
dió con mudas señas hacia la churuata y él se encaminó a la vivienda
común con vagos presentimientos. ¿Acaso una muerte? ¿O la vuelta del
cauchero Continamo a someterlos de nuevo a su tiranía? Pero la guari-
cha, siempre con mudas señas, le aconsejó que no entrase, sino se apos-
tase afuera a oír lo que adentro se hablaba y así lo hizo.

340 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Era un dialecto maquiritare, pero con acento arinacota, y un


hombre, que debía de ser joven, el que hablaba mientras toda la comu-
nidad escuchaba en silencio. Contaba cosas que había visto o le habían
acontecido durante un largo viaje. Uno de esos prodigiosos viajes que
emprenden a menudo los aborígenes, solos y escoteros a través del vasto
mundo de sierras escabrosas, selvas enmarañadas o todavía desconoci-
das por el civilizado, sabanas desiertas, tortuosos caños y torrentosos
ríos, generalmente en busca de mujeres para reanimar con cruzamien-
tos de tribu a tribu la raza que languidece. En las riberas del Merevari
residía la del arinacota que allí dentro hablaba contando su odisea, de
regreso del bajo Rionegro con una india huarequena.
Refería que por todas aquellas tierras recorridas se advertía un
inusitado movimiento de indios; que por las sabanas se divisaban a lo
lejos largas hileras de gente caminando hacia el sur; que muchas chu-
ruatas habitadas cuando él iba para el Sererehuene –río de aguas ne-
gras– las había encontrado abandonadas a su regreso; que le habían
dicho que el cerro del Duida y el de Uaraco ya estaban echando candela
toda la noche, señal de que se aproximaban grandes y terribles aconte-
cimientos; que en todas partes había oído hablar de la aparición de una
india, de una raza desconocida, que por fin había descifrado lo que es-
taba escrito en una de las rocas de las cataratas del Sererehuene, lo cual
significaba que se aproximaban los tiempos del indio otra vez dueño y
señor de su tierra. Finalmente, dijo que desde el sur venía avanzando
un gran incendio a través de toda la selva, en vista de lo cual se estaban
saliendo de ella todos los racionales, chupadores de la sangre del árbol
de la goma, violadores del sueño del oro con cuyo despertar se había
desatado Canaima sobre la tierra del indio.
Aymara temblaba, abrazaba a Marcos Vargas y éste recordó las
palabras de Caricari, días antes:
—Ya están llenas todas las calabazas de curare... Ya han em-
pezado los ríos a correr hacia las cabeceras...
Se zafó de Aymara y entró en la churuata, haciendo callar al
arinacota sorprendido.
Al primer golpe de vista advirtió la reserva en todos los rostros
que horas antes se le habían manifestado francos y amistosos; pero no
se dio por entendido y conforme a la costumbre indígena tomó asiento

341 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

en silencio en el ruedo que formaba la comunidad, sin dirigir palabras


ni ademanes de saludo al arinacota ni a la huare quena, una guaricha
altiva y ceñuda, de ojos verdosos, color de las aguas de su sombrío Ua-
ramoto natal.
En seguida Ponchopire tomó la palabra para referirle al foras-
tero –que ya había pasado por allí cuando iba para Rionegro– cuanto
había ocurrido en la comunidad desde esa fecha, como es costumbre lo
haga el jefe de una tribu después que su visitante ha contado lo que vio
o le ocurrió durante el viaje. Y con una voz monótona, sin matices para
las distintas emociones de las cosas narradas, estuvo hablando largo
rato mientras los demás callaban mirando al suelo.
Menos Marcos Vargas, que no hizo sino contemplar a la huare-
quena, quien a su vez se atrevió a sostenerle la mirada varias veces, y
menos Aymara, que todo el tiempo estuvo espiando aquellas miradas.
Luego fue la comida y después el maremare, pero esta vez no lo
cantó Marcos Vargas.
Una idea bullía en su cerebro y se había ido a ventilarla a ori-
llas del Ventuari, ante la noche fosca con un ruedo de rojizos resplan-
dores en el horizonte y en su vasto silencio el mugido del gran raudal
de Tencua.
¿Sería posible –se preguntabasacar algo fuerte de aquellos in-
dios melancólicos? ¿Quedarían rescoldos avivables de la antigua rebel-
día rabiosa bajo aquellas cenizas de sumisión fatalista? ¿Quién sería
aquella india, de una raza desconocida, de que hablara el arinacota?...
Él quería llamarla Tararana –algo de guarura guerrera sonaba en esta
palabra guaraúna– e imaginársela anunciada en alguna leyenda me-
siánica... Pero ¿no sería él capaz de reunir bajo su mando todas aque-
llas comunidades dispersas en un vasto territorio y a la cabeza de ellas
emprender aquella obra grande que una vez le aconsejara Gabriel
Ureña? Decirle al blanco explotador:
—¡Fuera de aquí!– Y crear un gran pueblo indio... Pero ¿no se-
ría ya la raza indígena, degenerada por enfermedades, sin cuidado ni
precaución y por falta de cruzamientos y por alimentación insuficiente
algo total y definitivamente perdido para la vida del país? ¿Y él mismo,
por su parte, qué ideas se había traído en la cabeza que sirviesen para
algo?...

342 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Cruza una exhalación por la noche fosca, dejando un rostro de


luz azulenca que luego se extingue en silencio... ¿Qué deseo le ha encon-
trado ahora el fondo de su alma al fugitivo instante? ¡Cuán lejos de todo
se estaba en aquella solitaria ribera del Ventuari, ante la negra noche!
Unos gemidos ahogados lo hicieron volver de su ensimismamiento. Era
Aymara, a pocos pasos de él, sin atreverse a acercársele.
Ahora murmuraba entre sollozos:
—¡Y yo queriéndote tanto, tanto, tanto! Al oír estas palabras se
estremeció de que fueran las mismas de cinco años atrás en otra boca:
pero luego sintió una compasión generosa, mezclada con tris-
teza de sí mismo, y llamó a la mujer colmada de su amor ante el porve-
nir sin esperanza:
—Ven acá, guaricha.
Le echó el brazo al cuello y la atrajo en silencio hacia su pecho,
con ganas de llorar, como si con ella se hubiese quedado sólo por algo
definitivamente perdido o que nunca llegó.
Frente a ellos, bajo la noche fosca, el Ventuari arrastraba su
inútil caudal. Aguas perdidas sobre la vasta tierra inculta.

343 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

XIX

344 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

¡Esto fue!

—¡Nueve pies! ¡Fondo duro! Bocas del Orinoco. Puertas, no bien


despejadas todavía, de una región por donde pasó la aventura que ari-
dece el esfuerzo y donde clavó la violencia sus hitos funestos. Aguas de
tantos y tantos ríos por donde una inmensa tierra inútilmente se ha
exprimido para que sea grande el Orinoco.
Guayana frustrada. La que todavía no ha sido y la que ya no
es.
La de los caudalosos ríos desiertos por cuyas aguas sólo nave-
gan las sombras de las nubes, la de las inmensas energías baldías de
los fragorosos saltos desaprovechados, y la de los pueblos tristes, ruino-
sos, sin tránsito por el día ni luz por la noche, donde el guayanés sus-
pira y dice al forastero:
—¡Esto fue! Por los caminos del Yuruari, sembrados de baches,
ya las colleras de las mulas no entonan el canto de la abundancia y en
los paraderos donde ahora nadie se detiene están abandonados a la in-
temperie los carros de los antiguos convoyes. Los sustituyó el progreso
aparente del camión, pero sólo muy de trecho en trecho y de tiempo en
tiempo jalona el silencio el alarido del bocinazo, y en Upata de los ca-
rreros la gente suspira y murmura:
—¡Esto fue! La del caucho sin precio para ganancias, que ya no
se explota, la del oro que poco aparece y sólo para enriquecer avariciosas

345 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

manos extrañas, la de la sarrapia, apenas, que continúa manteniendo


la ilusión de riqueza conquistable sólo con unos meses de montaña.
—¡Esto fue! Y en Tumeremo dicen y en Guasipati lo repiten:
—Si este año no aparece oro en Cuyuni, este pueblo se acaba
definitivamente.
Por El Callao, a orillas del Yuruari, el negro Ricardo, ya viejo,
va todavía saltando sobre su muleta de palo, con una piedra en la mano
libre en busca de botellas que romper.
—¿Cuántas, Ricardo? –le preguntan diariamente los que con su
demencia se divierten.
Y él responde, satisfecho del estrago causado:
—¡Veinte, chico! ¡Veinte! Y prosigue su marcha, zangoloteando
la pierna tronchada.
Pero en las riberas del turbio Yuruari, todavía la negra Da-
miana continúa lavando las arenas que ya no arrastran oro.
—¡Esto fue! Por los caminos de los alrededores de Upata toda-
vía vaga José Francisco Ardavín de regreso de su ilusoria pelea de El
Caujaral, desquijarado, babeante, mustia de demencia la mirada. Pero
musiú Giacomo, ya viejo también, aún conserva el pergamino de "El
Españolito" y junto con él muchos esperan que algún día se descubrirá
el tesoro de los frailes y que entonces Upata volverá a ser Upata.
Mientras que Childerico continúa diciendo que él tiene su corcel
y algún día lo jineteará por los caminos del orbe asombrado, porque
está escribiendo un libro que lo hará famoso, una gran obra que estre-
mecerá al mundo... Aún se ignora sobre qué versará y se sospecha que
la escriba durante las horas muertas, porque ahora en "Los Argonau-
tas" no hay mucho que vender.
—¡Esto fue! En Tumeremo, la intemperie y las lluvias han des-
colorido la tijera de oro pintada en la muestra de la sastrería de Artea-
guita, que ya a veces se come el trazo estropeando la tela, y cuando el
sastre, agobiado de hijos mal vestidos, se sienta a la puerta por las no-
ches y levanta la mirada hacia la polvareda de mundos del Camino de
Santiago, suelen asaltarlo nostalgias de su ciudad natal y se le oye mur-
murar:

346 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

—¡Caracas! ¡Caracas! ¡Quién estuviera a esta hora en la es-


quina de Las Gradillas!...
Sólo en "Tupuquén" restan esperanzas bien cifradas. La tierra
produce, los ganados se multiplican, los hijos crecen y van saliendo bue-
nos. De tiempo en tiempo allí se recuerda a Marcos Vargas e invaria-
blemente se exclama:
—¿Qué se habrá hecho? ¡Aquella esperanza fallida! ¡Aquella
fuerza gozosa que se convirtió en atormentada! Aracelis, cansada de
esperarlo, se casó con un ingeniero inglés de las minas de El Callao. Él
había insistido mucho y ella por fin tuvo que decidirse, para luego ac-
ceder:
—¡Esto fue! Pero un día se detiene en "Tupuquén" un viajero
acompañado de un joven como de doce a catorce años.
—Don Gabriel –dice el primero–, aquí le mandan este mucha-
cho para que usted lo eduque como está educando a sus hijos.
—¿Quién lo manda? –pregunta Ureña–. ¿Quién es ese chico?
—Pregúnteselo a él mismo –responde el viajero.
Ureña lo mira a los ojos y ve brillar la inteligencia, le oprime
luego los músculos de los brazos y siente la fortaleza, se lo queda con-
templando, porque ya lo reconoce, y descubre la bondad. Es un mestizo,
bien templado el rasgo indio.
—¿Cómo te llamas? –le pregunta.
Y el muchacho responde:
—Marcos Vargas.
Bocas del Orinoco. Aguas del Padamu, del Ventuari... Allí
mismo está esperándolas el mar.
Apoyado sobre la barandilla del puente de proa va otra vez Mar-
cos Vargas. Ureña lo lleva a dejarlo en un colegio de la capital donde
ya están dos de sus hijos, y es el Orinoco quien lo va sacando hacia el
porvenir... El río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atu-
res... Ya le rinde sus cuentas al mar...

Fin

347 | P á g i n a
Canaima Rómulo Gallegos

Rómulo Gallegos

Nace el gran novelista venezolano en Caracas en 1884, donde


muere en 1969. Empieza desde muy joven a hacerse notar en el campo
de las letras. Su primera novela, Reinaldo Solar, ya incluida en nuestra
Colección, data de 1921. Ella le consagró plenamente ante el público
venezolano, y la crítica le saludó como el más firme valor de la nueva
generación. En 1925, la publicación de La Trepadora reafirma y conso-
lida su prestigio dentro de las fronteras patrias; pero es solamente cua-
tro años más tarde, al lanzar las prensas españolas a la publicación
Doña Bárbara, cuando el nombre de Gallegos adquiere una vastísima
repercusión. En todas las capitales del mundo de habla española –en
Madrid como en Buenos Aires, en La Habana igual que en México– re-
gistróse como un suceso impar la aparición de un libro que libertaba la
inspiración americana de toda actitud servil frente a las literaturas eu-
ropeas. Cantaclaro, Canaima, Pobre negro, Sobre la misma tierra, La
rebelión y otros cuentos, Cuentos venezolanos y El forastero aparecen a
continuación. El público hispanoamericano puede familiarizar con este
autor, al haberse publicado en Colección Austral todos sus citados li-
bros. Como muy bien dijera uno de sus críticos, Gallegos ha llegado a
un grado tal de maestría que entre sus obras hay campo para la prefe-
rencia, pero no para regatearle a ninguna la más encendida admira-
ción. Acaso no sea inoportuno agregar unas cuantas palabras respecto
a la recia personalidad de Gallegos, que también se destacó como hom-
bre público y maestro –desde las aulas del Liceo de Caracas– de varias
generaciones venezolanas. Entre otros importantes cargos, desempeñó
en 1936 –apenas un semestre– la cartera de Educación, fue diputado al
Congreso Nacional por el Distrito Federal y presidente de la República.

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