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David Viscott

EL LENGUAJE
DE LOS SENTIMIENTOS
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Título original : The Language of Feelings

Traducción: Lucrecia Moreno de Sáenz

Diseño de la cubierta: Eduardo Ruiz

Copyright © David Viscott, 1976


Copyright © Emecé Editores, 1997

Emecé Editores España, S.A.


Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Te]. 215 11 99

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin


la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la
reprografía y el tratamiento informática, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 84-7888-368-1
22.108
Depósito legal: B-31.055-1997

Printed in Spain

Impresión: Romanyá-Valls, Pl. Verdaguer 1,


Capellades, Barcelona
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Para Kathy
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AGRADECIMIENTOS

El autor desea agradecer a Ms. Jayne Chamberling por su ayuda


en la organización de las notas preliminares para el manuscrito.
Está también profundamente reconocido a Donald Fine, su
editor, por el cuidado, y paciencia que demostró trabajando con un
libro muy dificultoso.
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COMENTARIO DEL AUTOR

Nuestros sentimientos son un sexto sentido, el sentido que interpreta, ordena, dirige y resume los otros cinco. Los sentimientos nos
dicen si lo que experimentamos es amenazador, doloroso, lamentable, triste o regocijante. Podemos describirlos y explicarlos de
manera sencilla y directa, ya que no hay en ellos nada de místico ni de mágico. Conforman todo un lenguaje propio. Cuando
hablan los sentimientos, nos vemos obligados a escuchar y a veces, a actuar, aun cuando no siempre comprendamos el porqué. No
tener conciencia de los propios sentimientos, no comprenderlos o no saber cómo utilizarlos y expresarles es peor que la ceguera, la
sordera o la parálisis. No sentir es no estar vivo. Más que ninguna otra cosa, los sentimientos nos hacen humanos. Nos hacen, en
fin, semejantes.
Los sentimientos son nuestra reacción frente a lo que percibimos y a su vez tiñen y definen nuestra percepción del mundo. Son,
en realidad, el mundo en el que vivimos. Dado que buena parte de lo que conocemos depende de nuestros sentimientos, flotar a la
deriva en medio de sentimientos confusos o vagamente percibidos equivale a sentirse avasallado por un mundo confuso.
Mi objeto al escribir esta obra es explicar la naturaleza de los sentimientos: su significado, su manera de actuar, su origen, y por
último, la forma de comprenderlos y utilizarlos. La explicación que propongo proviene tanto de mi formación profesional y
experiencia en la clínica psiquiátrica, como de la familiaridad y conocimiento que tengo de mí mismo, los cuales, según confío, por
ser aún incompletos, continúan aumentando. Durante el desarrollo de mis puntos de vista he llegado a adquirir la conciencia de
mis propias limitaciones y por ello he tratado de evitar que ellos interfieran en forma negativa. No pretendo proveer aquí la
totalidad de las respuestas, pero creo haber adquirido cierto conocimiento de los sentimientos en el curso del tiempo. Intentaré,
pues, formular aquí los conceptos formados en los términos más directos y sencillos posibles.
El lenguaje de los sentimientos es el medio por el cual nos relacionamos con nosotros mismos. Si no podemos comunicarnos
con nosotros mismos, no podernos comunicamos con los demás. Como he señalado, percibimos el mundo por medio de los cinco
sentidos. Las impresiones sensoriales que nos llegan por dichos sentidos deben ser integradas nuevamente por cada uno de
nosotros, la manera como cada uno percibe con un sentido determinado varía, pero no tanto corno la manera como cada uno "crea
un sentido" del mundo que percibe. Este proceso de integrar el mundo a nosotros a nuestra propia manera, es un proceso mental
básico, así como también un proceso creativo.
Nuestros sentimientos son la reacción a lo que percibimos por medio de los sentidos y dan forma a nuestras reacciones frente a
lo que percibiremos en el futuro. La persona que lleva dentro una gran dosis de enojo no resuelto, por ejemplo, puede tender a
hallar que el mundo que encara es un mundo también lleno de enojo y con ello justificar y perpetuar su propio sentimiento.
Creo que de esto cabe inferir que el mundo es en buena parte el que nosotros mismos nos creamos. En realidad, el mundo se
halla mucho más bajo nuestra influencia de lo que la mayoría de nosotros advierte. Cuando asumimos la responsabilidad de
nuestros sentimientos, asumimos, además, nuestra responsabilidad frente a nuestro mundo. En la comprensión de nuestros propios
sentimientos reside la clave del dominio de nosotros mismos, la verdadera independencia, lo cual significa lograr el único poder
real que merece ser obtenido. Si bien la idea implica que cada uno de nosotros actúa en forma autónoma, también significa que
cada uno puede hacer mucho para reconstruir las piezas inconexas de su vida y llevarlas a una armonía. Sospecho, en verdad, que
si cada uno aceptase la responsabilidad de poner orden en su propio mundo emocional, el mundo más amplio podría adquirir
también mayor realidad, armonía y aun paz.
Es mi esperanza que este libro contribuya a despejar el misterio que rodea a los sentimientos, permita en mayor medida
reconocer y comprender lo que sentimos, muestre el origen de los sentimientos, así como su dirección, a fin de que se transformen
en aliados, en lugar de enemigos de nuestro propio desarrollo normal. No es mi propósito proponer soluciones llamativas o sujetas
a modas efímeras. El método básico es la comprensión, mediante la cual aspiro a que cada uno de mis lectores llegue a adquirir
una conciencia renovada de sí mismo.
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Hay mucho en estas páginas, sin duda, que muchos han pensado ya, o por lo menos, sentido con anterioridad. Intentaré aquí,
no obstante, ordenar este material y darle con ello mayor utilidad, indicando cuál es el lenguaje de los sentimientos sobre el que sea
posible articular una sintaxis apropiada de las emociones.
A medida que expresamos en forma más abierta nuestros sentimientos, tenemos menos necesidad de precavernos con cosas que
hallamos amenazadoras en el mundo, ya que en lugar de ocultarlos, la persona abierta los utiliza como guía para interpretar el
mundo que vive. Quienes confían exclusivamente en el intelecto para encontrar su camino en el mundo no tienden a estar tan en
armonía con él como quienes utilizan sus sentimientos. Los más altos logros del hombre no se encuentran en la precisión de su
ciencia, sino en la perfección de su arte. El arte del hombre es la celebración de sus sentimientos en su punto de mayor coherencia.
No es posible captar la realidad sin tener en cuenta los sentimiento. Las abstracciones del intelecto y el razonamiento tienen
importancia, pero cuando ellas pierden contacto con los sentimientos, abren el camino para los actos inhumanos y destructivos.
Cuando perdemos contacto con nuestros sentimientos, perdemos a la vez el contacto con nuestras cualidades más humanas.
Recordemos a Descartes y digamos, en una paráfrasis de su célebre frase: "Siento, luego, soy".
En este libro aspiro a crear un marco de referencia dentro del cual el lector pueda analizar sus propios sentimientos y su vida.
con ello espero asimismo proporcionar un elemento de guía que permita a los sentimientos hallar su expresión más natural de la
manera más económica y socialmente aceptable y que en el proceso cuente con las mayores probabilidades de resolver conflictos y
estimular su propio desenvolvimiento. Podemos manejar nuestros sentimientos en forma defensiva o bien constructiva. En la
primera, nos volvemos hacia adentro, mientras que la segunda es un expresivo volverse hacia afuera.
Todo lo antedicho es, como bien lo comprendo, una empresa altamente ambiciosa y por lo tanto, imposible de lograr en su
totalidad, aun con las mejores intenciones. El lector podrá, según espero, aceptar las ideas y métodos propuestos aquí y utilizarlos
como mejor le convenga para solucionar interrogantes, reunir los pormenores de su propia experiencia y con ellos crearse la mejor
vida posible por y para sí mismo.

DAVID VISCOTT
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Ya que el sentimiento
es el primero en prestar atención
a la sintaxis de las cosas,
nunca te besará completamente

e.e. cummings
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CAPÍTULO UNO

Los sentimientos
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Los sentimientos son la forma en que nos percibimos. Los sentimientos son nuestra reacción al mundo que nos rodea. Son la
forma en que sentimos el estar vivos. Cuando nuestros sentimientos son armoniosos experimentamos nuestro máximo nivel de
conciencia Sin sentimientos no hay existencia, no hay vida. En términos simples, cada uno de nosotros es sus propios
sentimientos. Lo que sentimos sobre cualquier cosa refleja nuestra historia y desarrollo, las influencias sobre nuestro pasado,
nuestro conflicto actual y nuestro potencial futuro. Comprender nuestros sentimientos es comprender nuestra reacción al mundo
que nos rodea.
Sin conciencia de lo que significan nuestros sentimientos no hay verdadera conciencia de la vida. Nuestros sentimientos
resumen lo que hemos vivido y nos dicen si ha sido grato o doloroso. No hay dos personas que incorporen a sí mismas del mismo
modo lo que perciben. La realidad derivada de nuestras percepciones es, en gran parte, la creación derivada de nuestras propias
necesidades y aspiraciones. Aun así, hay ciertas formas comunes en las que cada uno de nosotros manejamos nuestra reacción
frente a la experiencia, nuestros sentimientos. Cualquiera sea la forma en que reunimos los fragmentos de este mundo dentro de
nuestra perspectiva, existen ciertas estructuras universales en los sentimientos y tales reacciones son previsibles y fáciles de
comprender.
Si bien cada uno de nosotros puede ser diferente en cuanto a lo que considera importante, todos nos asemejamos mucho en
cuanto a nuestra forma de reaccionar, por ejemplo, frente a una pérdida de importancia. Cuando la experiencia se reduce a
sentimientos básicos como éstos, es posible sentir compasión por el prójimo, ya que los sentimientos crean un vínculo común entre
todos los seres humanos. Cuando comenzamos a comprender este hecho, muchos de los misterios de la vida quedan disipados.
Los sentimientos constituyen la reacción más directa a nuestra percepción. Cuando recurrimos tan sólo a las palabras para
describir lo que percibimos estamos tratando, en realidad, de manejar nuestros sentimientos, más bien que experimentarlos. El
pensamiento es una forma mucho más indirecta de manejar la realidad que el sentimiento. Los sentimientos nos dicen cuándo algo
resulta doloroso o nos hiere, porque los sentimientos son la herida. El pensamiento explica la herida, justificándola,
racionalizándola, poniéndola en perspectiva.
Los más inteligentes entre los hombres no están en una posición de especial ventaja en cuanto a su comprensión de lo que
sienten. En verdad una inteligencia superior suele ofrecer severas desventajas cuando la utilizamos para racionalizar sentimientos
para ofrecer rodeos lógicos, pero no por ello menos engañosos para alejarnos de la verdad. Todos conocemos a individuos
inteligentes que no parecen poseer la menor comprensión de sus propios sentimientos y que en consecuencia resultan amigos
deficientes y poco merecedores de nuestra confianza. Estos individuos distorsionan el mundo, si bien lo hacen a veces con una
convincente elegancia y con gracia, aunque continúan estando lejos de comprenderse a sí mismos. Parecen funcionar mejor dentro
de los estrechos límites de su sistema intelectual el cual les proporciona un refugio seguro desde donde pueden contemplar el
mundo, comentar sabiamente sobre él y al mismo tiempo mantenerse fuera de la corriente del sentimiento humano. Tales
individuo ponen su enfoque en un aspecto del crecimiento humano, en el ordenamiento del detalle por medio de la lógica.
En esta esfera intelectual se forman las defensas, utilizan palabras en lugar de sentimientos. El mundo se crea en forma
bidimensional con conceptos y no cabe confiar en los sentimientos por resultar, en términos literales, tan capaces de desarmamos.
El mundo es tan complicado que no podemos depender en forma exclusiva de nuestra capacidad intelectual para evaluar
nuestras percepciones percibimos un gran número de estímulos y debemos buscar el denominador común. Nuestra capacidad de
pensar nos permite formarnos conceptos y clasificar nuestras impresiones. Afortunadamente, no obstante, contamos con atajos en
el proceso mental y el lazo que comprendemos con mayor facilidad entre los estímulos externos y las impresiones percibidas es un
sentimiento. Por ejemplo, podemos experimentar un súbito temor que nos advierte que nuestra supervivencia está amenazada
mucho antes de que lleguemos a elaborar el concepto mental que nos llevará a idéntica conclusión. A veces, en cambio,
permitimos que nuestros sentimientos actúen sobre nuestras percepciones. Si bien esto puede intensificar nuestro estado de alerta y
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nuestro sentido de la propia protección, también puede distorsionar el mundo que percibimos, en particular cuando nos lleva a
sentirnos excesivamente vulnerables frente a él.
El mundo es un rompecabezas cuyas piezas cada uno de nosotros arma de diferente manera. A pesar de ello, todos podemos
aprender a encararlo mediante el uso de nuestras aptitudes naturales en forma más eficaz, en lo cual está incluido el aprender a
sentir con mayor sinceridad. Cuanto más sinceros nos volvamos, mayor energía tendremos para hacer frente a nuestros problemas.
Estar en contacto con nuestros propios sentimientos es el único medio de lograr ser abiertos y libres, el único modo de llegar a ser
dueños de nosotros mismos. Ver al mundo en términos "intelectuales" es tan distinto de sentirlo, como lo es estudiar un país en un
libro de geografía de vivir en él.
Cuando no vivimos con nuestros sentimientos, no vivimos en un mundo real. Los sentimientos son la verdad. Lo que hagamos
con ellos determinará si vivimos la verdad o la mentira. El uso de defensas en un intento de manejar los sentimientos puede
distorsionar nuestra percepción de la verdad, pero ella no cambia por eso. La explicación de los sentimientos hasta creerlos
eliminados no los resuelve ni los exorciza. Están allí y es necesario encararlos.
Culpar a otros no les quita su capacidad de herir ni disminuye su intensidad. Es posible disfrazarlos, negarlos, racionalizarlos,
pero el sentimiento doloroso no desaparece hasta que ha recorrido su curso natural. En realidad, cuando eludimos un sentimiento,
sus efectos dolorosos suelen prolongarse y resulta cada vez más difícil manejarlo.
Para comprender los efectos psicológicos y emocionales del dolor resulta útil comprender su naturaleza física. Fisiológicamente
la sensación de dolor se transmite por determinadas fibras nerviosas y es percibido cuando cualquier receptor sensorial se ve
sobrecargado por encima de su capacidad normal de recibir transmitir información. Cuando la presión se vuelve demasiado severa,
o la temperatura demasiado elevada, o el sonido demasiado intenso, el estímulo deja de ser percibido como presión, temperatura o
sonido, para serlo como dolor. La corriente eléctrica llamada de lesión, se inicia en el extremo nervioso y es enviada al cerebro. El
impulso doloroso provoca una respuesta de evasión que nos lleva a apartar la parte del cuerpo amenazada, reacción que a menudo
se produce en forma automática.
La respuesta de evasión resulta básica para la comprensión de los sentimientos humanos, porque los sentimientos humanos
dolorosos también producen una corriente de lesión que nos informa que estamos en peligro y que debemos protegemos. Es tan
posible sobrecargar los sentimientos como cualquier otro sistema de energía.
Cuando existe la amenaza de una lesión emocional, nuestra reacción natural es evitarla. Si la lesión no es evitable, debemos
aceptarla como una amenaza real, con el fin de hacer los preparativos necesarios para reducir la intensidad de la lesión y con ello
decidir en cuanto al mejor remedio. Así como durante el desarrollo del espíritu de esfuerzo independiente del niño, también
durante el proceso de la lesión y su curación existe un momento para prestar apoyo y ayuda y un momento en el que la persona
misma deberá contribuir al proceso de su curación, que es a la vez un período de crecimiento.
A veces, no obstante, reaccionamos exageradamente frente a sentimientos dolorosos y elaboramos defensas impenetrables.
Cuando nuestros sentimientos están alterados por estas defensas que nos separan del dolor, el proceso de manejar los sentimientos
puede hacerse difícil porque perdemos de vista nuestro problema.
Existe un momento apropiado para las defensas y un momento en el cual es necesario bajarlas. El objeto de las defensas es el
de protegernos contra mayores daños al proporcionamos algo de distancia y de tiempo. Cuando las utilizamos en exceso para
protegemos contra todo dolor, requieren el uso de tanta energía que sus efectos desgastan casi tanto como el daño mismo. La
energía consumida por las defensas interviene en la construcción y mantenimiento de una barrera contra la realidad. Todos
nosotros necesitamos establecer el equilibrio entre el dolor y las defensas y para ello debemos utilizar como guía nuestra
experiencia individual. Si bien a menudo solemos tener pocas posibilidades de elección en cuanto a usar o no una defensa,
podemos bajarla cuando aprendemos a soportar tanto dolor como nos sea tolerable hasta que éste haya cedido en su mayor parte.
No es fácil y requiere valor, pero resulta eficaz.
Existen, básicamente, dos tipos de sentimientos: los positivos y los negativos. Los sentimientos positivos incrementan el propio
sentido de fuerza y bienestar, el sentido de plenitud, de vida, de totalidad y de esperanza. Los sentimientos negativos interfieren
con el placer, agotan la energía y dejan al sujeto extenuado, con un sentido de bloqueo, vacío y soledad. Los sentimientos positivos
son regocijantes, como las expresiones sexuales entre dos seres que se aman o los que acompañan el reencuentro con un amigo, o
la consecución de una meta largamente buscada. Los sentimientos negativos acarrean todo el impacto de la pérdida, como la
percepción de pequeñas muertes por dondequiera que miremos. Los sentimientos positivos con frecuencia hallan expresión en la
obra creativa, como la artística, o bien una nueva idea. También pueden traducirse en un acto de amor o de altruismo. Llevan
involucrado un sentido de renovación.
El objeto de comprender nuestros propios sentimientos y permitir que fluyan hacia su conclusión natural es que lleguemos a
sentirnos tan abiertos y tan libres de sentimientos negativos como sea posible, para convertimos en una personalidad más elevada,
más creadora y más productiva. Más elevada, porque en forma creciente nos sentimos libres del peso de defensas que tienen su
raíz en el temor y el sufrimiento. Más creadora, porque nuestra energía se expresa hacia afuera en forma positiva, realzando todo
cuanto entra en contacto con ella de un modo que nos es propio e individual. Más productiva, porque nuestras energías no se ven
ya drenadas por la necesidad de impedir que nuestros sentimientos tengan expresión y porque ganamos fuerza al expresarles con
naturalidad.
Cuando sufrimos las heridas emocionales que todos debemos sufrir de vez en cuando, es posible que nos falten las energías y
nos sintamos heridos y sin esperanzas durante un tiempo. Es el resultado natural de sentirnos heridos. Si nos permitimos a
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nosotros mismos vivir las etapas naturales del dolor emocional sin intentar evitar la realidad, podremos resolver nuestro dolor en
forma más completa. Recuperaremos más pronto nuestras energías y con ellas, nuestra creatividad y productividad.
Los sentimientos deben reflejar el presente y proporcionar una perspectiva personal de los hechos que encaramos. Ello no
quiere decir que no quepan en el presente los recuerdos de momentos felices o de sucesos desgraciados. Significa, más bien, que
los sentimientos deben brotar fundamentalmente de lo que suceda ahora y no de los hechos no resueltos del pasado. Es por esta
razón, sin duda, que debemos tratar de resolver el dolor del pasado y gozar de libertad para repasar los pormenores de nuestra vida
desde una perspectiva de comprensión, la cual abra el camino hacia un crecimiento continuado. El pasado no debe quedar
prisionero en un recuerdo rígido que hayamos mantenido en forma defensiva, por ejemplo, para apoyar sobre él una impresión
favorable de nosotros mismos. Cuando bloqueamos las partes del pasado que no nos halagan, o bien nos avergüenzan, con
frecuencia perdemos mucho más de lo que habíamos previsto. Las defensas que bloquean los recuerdos desagradables también
bloquean los agradables. Más aún, esta incapacidad de recordar lo que es positivo nos despoja de energía y alegría y nos impide
formar y mantener una actividad optimista. El ideal es estar libre de toda necesidad de distorsionar la realidad, de manera que si lo
deseamos nos sea posible evocar sentimientos del pasado y examinarlos para volver a resolverlos.
Este proceso de resolver problemas emocionales a lo largo de toda la vida hace posible un auténtico crecimiento y desarrollo.
Los problemas de crecimiento de la infancia, por ejemplo, reaparecen constantemente como conflictos en nuestra vida y continúan
formándonos. Cuando nos mantenemos abiertos, continuamos creciendo. Cuando nos cerramos y adoptamos una actitud
defensiva, malgastamos nuestra energía y nunca aprovechamos nuestro potencial. El problema en la fase inicial del desarrollo es la
dependencia; la meta de la vida, alcanzar la independencia. El problema de la fase siguiente es el dominio y el control; la meta de
la vida, alcanzar la libertad. En la siguiente fase existe el problema de la identidad, inclusive en lo sexual, y el objetivo de la vida
es, simplemente, sentirnos cómodos con nosotros mismos y aceptar nuestros sentimientos sin fingimientos.
La adolescencia representa la primera oportunidad de volver a elaborar estos problemas iniciales, proporcionándonos una
ocasión para poner a prueba la validez de conceptos previos, la solidez de defensas anteriores. Es, además, el momento de
reconsiderar ciertas transacciones surgidas del temor de perder el amor de nuestros padres, el control de nuestras emociones, o bien
pasar vergüenza. Los adolescentes típicos despliegan una serie de defensas amplias y en constante variación y desconciertan a las
personas que los rodean al cambiar de posición frente a los problemas, así como la imagen de sí mismos, de un momento a otro. El
adolescente se ve frente a todas las lecciones que hace mucho tiempo se le exigió aprender, o por lo menos, las que sus padres
esperaban que aprendiese. No cabe extrañarse de que se sienta perplejo.
A medida que las energías sexuales cada vez mayores del adolescente comienzan a buscar expresión, tienden asimismo a
hacerle sentirse sin control. Ellas le crean fantasías y sentimientos que pueden hallar inaceptables y por ello actuar de manera
autodestructiva con el fin de castigarse. El adolescente siente a veces que está loco y con frecuencia actúa como si lo estuviera. La
imagen clásica del torbellino del adolescente nos resulta harto familiar a todos, con sus movimientos pendulares y la expresión por
medio de la simulación de los sentimientos, en lugar de “disentir” dichos sentimientos, auténticamente.
La conducta del adolescente es su lenguaje para la expresión de sus sentimientos. Tan válida es para él como lo es para los
adultos “hablar de sus sentimientos”. Cuando un padre siente pánico en presencia de la rebelión de su hijo adolescente, tiende a
reforzar los peores temores que éste abriga acerca de sí mismo. Entonces el padre es quien se presenta como fuera de control para
el adolescente, quien puede llegar a creer, en este punto, que nadie puede ayudarlo, situación que puede conducirlo a poner a
prueba sus límites y a enfrentarse con la ley.
A menudo los padres tratan de sofocar los sentimientos de sus hijos cuando a ellos mismos les provocan malestar. Esta falta de
sinceridad al negarse a admitir sus propios sentimientos puede llevar al niño a revelarse más aún, por cuanto puede ver, o por lo
menos intuir, su defensa "adulta".
Algunos padres llegan a estimular secretamente la rebeldía de sus hijos para vivir a través de ellos su propia rebeldía, cuando
hacen cosas que ellos mismos desearían haber tenido el valor de hacer, ya sea cuando eran adolescentes o bien en ese mismo
momento. El padre que se siente prisionero en su matrimonio, por ejemplo, puede estimular a su hijo a que se escape de casa y
consecutivamente seguirlo con sus fantasías.
Así como la adolescencia proporciona una segunda oportunidad de que el niño resuelva los problemas no resueltos durante
etapas anteriores de la infancia, suele también inducir una segunda adolescencia en los padres.
El niño es en tal caso, no sólo, como se suele decir, el padre del hombre en su propio interior, sino también, el de su padre
exterior.
Debemos recordar siempre lo siguiente. Cuando no tratamos los sentimientos de nuestros hijos como si fueran importantes,
¿cómo podrá ser posible esperar de ellos que actúen según lo que más les conviene, o sea dando la mejor expresión posible a sus
propios sentimientos? La postergación en el niño de asumir responsabilidad por su propia conducta, o bien forzar tal asunción de
responsabilidad en forma prematura, puede originar problemas, por una parte, de violenta ira y de sentimiento reprimido, y por
otra, de sentirse abandonado y avasallado.
Se ha afirmado que el adolescente pasa a ser adulto cuando puede hacer lo que quiere, aun cuando sus padres están en favor de
que lo haga. Los padres eficaces no hacen más difícil esta opción al oponerse a algo que su hijo desee, simplemente por temer
ellos sus propios sentimientos.
Durante los años consecutivos a la adolescencia, los problemas del pasado continúan surgiendo y se resuelven por lo menos en
forma parcial, a medida que el tiempo derriba las defensas de las actitudes de resistencia aún más intensas. En años posteriores es
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inútil mentir. El espejo dice la verdad y debemos aceptarla. No se trata aquí de una simple "toma de conciencia" de las cosas.
Significa asimismo aprender a disfrutar de lo que nos agrada. Es lástima que no hayamos sabido antes lo que ahora sabemos
acerca de nosotros mismos, que somos lo que somos y que lo hemos sido todo el tiempo. ¡Qué difícil es aprender sencillamente a
ser.
Excepto que... ¿cómo aprendemos a ser? Abriéndonos a nuestros sentimientos. ¿Y cómo funcionan los sentimientos? ¿Cuál es
el proceso natural por el cual se hacen manifiestos? Tomemos en forma breve un ejemplo. Comencemos por la ansiedad. Es un
sentimiento negativo, pero como hemos visto, los sentimientos negativos pueden llevar a resultados positivos cuando sabemos
cómo manejarlos.
La ansiedad es el temor al daño o a la pérdida, sea real o imaginada, que aún no se ha producido o bien se ha producido pero no
ha sido del todo aceptada.
Cuando una persona experimenta un daño o una pérdida, siente dolor.
El dolor crea un desequilibrio y exige una respuesta de energía. Esta respuesta correctivo tiene que ser dirigida hacia afuera en
el punto de origen del dolor. La expresión de esa energía es el enojo. Cuando esa energía no puede ser exteriorizada como enojo, y
en lugar de ello se interioriza contra el yo, es percibido como culpa.
Cuando no se alivia pronto esta culpa mediante la aceptación del enojo original, como respuesta razonable al daño inicial, se
vuelve contra la persona que la siente. La culpa se hace más profunda y se transforma en depresión. Tal depresión puede destruir a
una persona y consumir toda su energía.

LA ANSIEDAD ES EL TEMOR AL DAÑO O A LA PÉRDIDA.


EL DAÑO O LA PÉRDIDA LLEVAN AL ENOJO.
EL ENOJO CONTENIDO LLEVA A LA CULPA.
LA CULPA NO ALIVIADA LLEVA A LA DEPRESIÓN.

Tales sentimientos surgen en forma natural cuando sufrimos una pérdida. Existen tres clases fundamentales de pérdida: la
pérdida de alguien que nos ama o bien la pérdida de su amor o de nuestra sensación de ser amados, la pérdida del propio control y
la pérdida de la autoestima. Cada sensibilidad particular a la pérdida tiene origen en una etapa de desarrollo determinada de los
primeros años de la infancia. Desde luego todos somos sensibles a todos estos tipos de pérdida, el amor, el control y la autoestima,
pero cuando una persona es en especial sensible a un tipo de pérdida, tiende a utilizar un determinado tipo de defensas para
manejar dicha pérdida. La persona que teme perder el control por ejemplo, ve el mundo en términos de control. Responde a cada
pérdida como si ella reflejara su propia falta de control. Del mismo modo, otras personas interpretan todas las pérdidas como
pruebas de que no merecen ser amadas y otras, ven todas las pérdidas en términos de una disminución de la propia estima.
Más adelante me referiré con mayor extensión a estos tres tipos de pérdida; pero, en general, la forma en que percibimos una
pérdida depende de nuestra ubicación en nuestro propio desarrollo emocional.
Es común a todas estas distorsiones de la pérdida, el convencimiento de que debemos ser, sencillamente, perfectos. Decidimos
que son nuestras propias imperfecciones, que por lo general nos cuesta admitir, las responsables de nuestro daño. Si creemos estar
en falta, pero no podemos, en realidad, admitirlo, es probable que marchemos por la vida tratando de probar que carecemos de todo
defecto. Ninguno de nosotros, como es obvio, deja de tener defectos pero es mucho más saludable encarar dichos defectos y
aprender a manejarlos que negar su existencia. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros es responsable de vivir la mejor, es decir, la
vida más plena posible. Comprendo que la responsabilidad resulte alarmante a quien la haya eludido siempre, pero al mismo
tiempo constituye un acto de liberación una vez aceptada realmente la idea.
¿A quién más habríamos de confiar la responsabilidad de nuestros sentimientos, de nuestra vida?
¿Quién, salvo nosotros, puede saber con certeza lo que sentimos de verdad, especialmente cuando no nos conocemos a nosotros
mismos?
Otros pueden formular conjeturas aproximadas sobre nuestros sentimientos, pero la responsabilidad de nuestro propio viaje por
este mundo está en nuestras propias manos. Siempre fue así. Siempre lo será.
Es en el terreno de los sentimientos donde los errores del pasado y los problemas del futuro desarrollo individual tienen las
mayores posibilidades de ser resueltos una vez mas y mejor. Los problemas que se presentan como cerrados y las defensas que nos
parecen rígidas pueden ser llevadas a un movimiento renovado, de tal manera que podamos desplazamos desde el daño hacia la
curación, desde el dolor hacia el bienestar, desde la fantasía y la defensa hacía la realidad y la aceptación.
Cuando aprendemos a permitir que nuestros sentimientos hallen su expresión natural, el mundo que percibimos puede también
cambiar y volverse más real y nosotros mismos, más seguros y más sinceros en nuestra apreciación de dicho mundo. Sin ello, no
existen muchas probabilidades de lograr la felicidad ni la propia realización. La vida puede malgastarse en un intento por ser algo
distinto de nuestro propio ser en su expresión más elevada y auténtica.
No temamos ser nosotros mismos, y apoyar siempre nuestros sentimientos sin fingir que tienen importancia.
¿Qué es ese yo? ¿Quienes somos'? Somos las personas que experimentan sus propios sentimientos y crean su propio mundo.
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CAPÍTULO DOS

Daño y pérdida
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El hecho de sentirse dañado o lesionado es conocido asimismo como sentirse "mal". Sentirse mal es una expresión amplia y vaga
que utilizamos para describir toda clase de sentimientos, sin admitir demasiado.
Como lo esbocé en el capítulo anterior, la gente se siente herida cuando siente que ha perdido algo. Cuanto más importante es
la pérdida, tanto más importante el daño. A menudo no comprendemos la importancia que tiene algo para nosotros hasta que lo
perdemos. Las defensas que nos ayudan a manejar nuestro mundo actúan en gran medida protegiéndonos de la vulnerabilidad a la
pérdida.
Todos nos sentimos vulnerables frente a algo y ninguno de nosotros se siente completamente seguro. Aceptar nuestra
vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a la realidad. Cuando vivimos fingiendo que no es
posible herirnos, o bien que sólo es capaz de herirnos un número limitado de pérdidas, hacemos algo más que engañamos a
nosotros mismos. Nos subestimamos en cuanto a nuestras posibilidades. Decir que no podemos ser heridos es otra manera de
decir que no nos importa nada de nosotros mismos, de nuestro mundo, ni de quienes viven en él. Si no somos vulnerables a la
pérdida, el grado en que estamos involucrados en el mundo no es, con toda probabilidad, muy profundo.
Las personas que sólo forman lazos superficiales tienen un exagerado temor de acercarse demasiado a otras personas. Temen
ser objeto de abandono, traición o rechazo, a pesar de que su estilo exterior de vida dé a otros la impresión de que no hay nada en el
mundo capaz de molestarlas nunca. Si alguien se crea un estilo de vida a manera de foso que lo aísle de verse envuelto en otras
relaciones, cabe abrigar pocas dudas de que en la vida de dicha persona hay poca felicidad, ya que cualquier cosa que actúa como
defensa rígida aísla al individuo de la dicha, a la vez que del dolor. La gente con defensas rígidas vive a menudo en un mundo con
aspecto neutro y sin color y que ofrece poco movimiento o variedad. Tanto es retenido por el tamiz de sus defensas, que su opaca y
aburrida percepción del mundo se autoperpetúa. La alegría es lo opuesto del dolor. En lugar de algo que se agota se recibe con ella
algo que nutre. Quienes son incapaces de aceptar ser heridos son también incapaces de dar placer a otros. Ambos procesos exigen
la apertura. Ser abierto significa ser vulnerable, ser capaz de sentirse herido y también de dar placer.
Todo el mundo ha experimentado el ser herido en su vida. A menudo las pérdidas más obvias, aun para el observador
superficial, son difíciles de reconocer para nosotros, porque sufrimos más intensamente en los puntos donde actúan nuestras
defensas. El Descubrir qué significa una pérdida para nosotros es el primer paso para comprender el dolor de ser heridos y
sobreponemos a él.
Los niños tienden a sentirse inseguros y vulnerables porque son pequeños y hasta cierto punto indefensos, y dependen de la
fuerza de otros. Tienen que mantener una buena relación con su benefactor, lo cual implica no hacer nada que les prive de la
relación protectora. La gente joven no siente que es su propia persona. No siente que puede ser su propia persona, sin incurrir en
cierto riesgo de perder la protección de los otros. Cuando crecemos llegamos a comprender que por fuerte que haya sido la persona
que nos protegió no siempre es posible contar con dicha protección, y aun cuando podía dárnosla, no siempre sabía por qué nos
sentíamos amenazados, ni contra qué protegernos.
La condición infantil de ser vulnerables también implica ser abiertos. La mayoría de las personas, sin embargo, no puede
soportar mucho tiempo esta condición sin colocarse Pronto en posición defensiva. Preferimos ser protegidos a arriesgarnos a
quedar abiertos a la herida. Para aceptar esta condición de vulnerables sin que ello implique volvernos defensivos, debemos tener
la convicción sólida de nuestra propia bondad y fuerza interior, la convicción de que, sea lo que fuere que surja en nuestro camino,
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seremos capaces de encararlo de alguna manera. También es necesario saber que cualesquiera sean nuestros defectos, no son
únicos, ni muy diferentes de los de otros. Tampoco son tan graves como creíamos. Cuando tenemos oportunidad de cambiar
opiniones y experiencias con otros, descubrimos que, en realidad, son pocas las personas con quienes estaríamos dispuestos a
cambiar nuestros defectos por los de ellos.
El punto decisivo para un cambio de actitud en la mayoría de la gente es aquel en el que se acepta la inseguridad y se abandona
el esfuerzo para ocultarla. Cabrá celebrar, entonces, el día que comprendemos que nuestras imperfecciones son humanas y que
tratar de ocultar nuestros problemas no hace más que hacerlos más evidentes para los demás y más difíciles aún de corregir.
Cuando se vierten energías para ocultar faltas, resta poca para corregirlas. Lo esencial es hacer uso de nuestra experiencia y dejar
que ella nos señale nuestras fallas al mismo tiempo que nuestras cualidades. Tal proceso nos da la definición de nosotros mismos.
¿Por qué perder el tiempo señalando problemas que advertimos en otros, pero que somos incapaces de contemplar en nosotros
mismos?
El sentirnos heridos señala lo que es importante para nosotros mucho más que ningún otro sentimiento. Esto es verdad sobre
todo en las personas vulnerables y en las que cuentan con menos defensas contra el daño. No es posible aprender ni crecer a partir
de una experiencia que negamos, incluida la de sentirnos heridos. Por su naturaleza misma el dolor es difícil de negar. El dolor
duele. Si aceptamos nuestra condición de vulnerables y la consideramos como prueba de que estamos en una posición abierta y de
sensibilidad frente a nuestro mundo, aceptando que no somos perfectos, dejando de proyectar la imagen de alguien que no lo es,
podemos sacar gran provecho de la experiencia de haber sido heridos, ver y comprendernos a nosotros mismos con todas nuestras
fallas, con mayor claridad, para tener oportunidad de sobreponernos a ellas y crecer como individuos. Cuando necesitamos fingir
ante nosotros que hemos alcanzado ya el éxito, no logramos otra cosa que preparar el camino para una pérdida grave en el futuro,
cuando suframos la herida de no haber llegado a la altura de nuestras pretensiones.
Como nuestra energía es limitada, es malgastarla hacer cualquier uso de ella que no sea la búsqueda de la verdad y de lo que
nos ayuda a crecer o a decidir lo que es mejor para nosotros. Hacer otra cosa significa un drenaje de energías en el que terminamos
por tratar de justificar algo que sencillamente no es verdad.
Más aún, cuando utilizamos la energía para sostener una mentira, resulta cada vez más difícil distinguir qué es real, ya que hemos
dedicado tanto de nosotros mismos y de nuestra energía a algo que es falso, que renunciar a ello es semejante a perder parte de
nosotros mismos. Con el tiempo el temor a aceptar la verdad se agudiza y nos obliga a negar más y más de lo que es real.
Cuando buscamos expresar un sentimiento que en su origen es doloroso, en lugar de sentir dolor o enojo por haber sido heridos,
a menudo enterramos dicho sentimiento doloroso o bien lo expresamos de otra manera, o sea como un síntoma. Por ejemplo,
existen síntomas compulsivos cuyo objeto es destruir "malos" sentimientos o bien alejarlos en forma mágica, como lo hace, por
ejemplo, el lavado compulsivo de las manos. Existen los llamados síntomas de conversión, mediante los cuales, en lugar de sentir,
una parte del cuerpo es simbólicamente afectada, como si en realidad se sufriera la ceguera antes que “mirar ” sentimientos
dolorosos. Existen enfermedades físicas que se agravan a causa de factores emocionales, desdoblamientos de la personalidad y
negación de la realidad. La lista de síntomas posibles es interminable. El significado de cada uno de ellos es, con frecuencia,
altamente personal y resulta claro solamente cuando se descubre el significado de los sentimientos simbólicamente contenidos en
él. Los sentimientos pueden bloquearse en cualquier punto del proceso, en la amenaza, en la herida, en la ira, en la culpa o en la
depresión.
Lo esencial es que a menos que decidamos que vale la pena alcanzar nuestra máxima personalidad y el riesgo de experimentar
la verdad de nuestros sentimientos, nos hallamos condenados a ser conducidos a dondequiera que nos lleven nuestras defensas.
¿Qué es posible aprender sobre nosotros mismos que no sospechemos ya? ¿Creemos, acaso, ser tan malvados que el descubrir la
verdad nos destruirá? Es poco frecuente que la gente se desmorone al descubrir la verdad acerca de sí misma. La verdad es que,
en general, como todo el mundo, tenemos defectos y no somos tan buenos como esperábamos, aunque al mismo tiempo somos
mejores de lo que temíamos. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de corregir aquellas fallas que son posibles de corregir
y aceptar aquellas que no lo son para poder continuar creciendo y lograr convertirnos en lo que encierra nuestro potencial.
Si aspiramos a crecer como individuos, debemos comenzar por aceptar el hecho de que como todos, somos humanos,
vulnerables y susceptibles de ser heridos y que de todo ello puede surgir la posibilidad de liberarnos mediante la verdad.
Ciertos individuos no fingen ser perfectos sino todo lo contrario, sugieren lo opuesto, que son lo peor de la especie humana, que
no tienen cualidades compensatorias y que su vida es sin esperanzas, inútil. Estos individuos tienen los mismos problemas
defensivos, aunque lo ignoran, que quienes afirman ser perfectos.
Los que viven criticándose a sí mismos y proclamando su inferioridad están diciendo, en realidad: "No se molesten en
atacarme, pues yo mismo me he atacado ya y realizado la tarea mucho mejor que nadie". Encaran una herida potencial tratando de
neutralizarla de antemano, superando a cualquier crítico que pueda surgir. ¿Cómo, en verdad, será posible atacarlos, cuando ellos
mismos se encargan de atacarse? Mucho de lo que afirman sobre sí mismos puede ser verdad, pero no tanto, ni mucho menos,
como llevan a otros a suponer. En otros términos, no son tan irredimibles como afirman ser. Están además tratando de ocultar, y lo
logran dando a sus problemas una apariencia tan abrumadora, que se diría que es una tarea sin esperanzas de éxito decidir cuál es el
problema más importante y, mucho menos, intentar resolverlo. ¿Por qué tomarse el trabajo, entonces? El resultado final de este
proceso de denigrarse a sí mismo es precisamente idéntico que el registrado en quienes niegan la existencia de todo problema.
Ambos grupos consideran que no tiene objeto tratar de hacer nada en cuanto a sus propios problemas, en un caso, porque no los
tienen; y en el otro, porque sólo tienen problemas insolubles.
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En presencia de sentimientos heridos y de pérdida, resulta notable cuánto nos asemejamos todos.
Muchos de nosotros contribuimos asimismo a que nos hieran. Ser heridos prueba que no hemos cometido falta o bien que
estamos indefensos y por lo tanto, no podemos asumir la responsabilidad de nuestras dificultades. Implica, además, que alguien
más es el agresor en nuestra vida. Tales individuos suelen utilizar el ser heridos para controlar a otros consiguiendo que se sientan
culpables. Son capaces de causar mucha infelicidad a cualquiera que caiga prisionero dentro de esa trampa. ¡Tratan de dirigir y
controlar creando situaciones en las que los otros se ven obligados a hacer algo! Una vez que los otros lo hacen, reaccionan ante
ello sintiéndose profundamente heridos. Se logra así que la parte causante de la “herida” que se encuentra atrapada en la red se
sienta culpable, lo cual la lleva a mostrarse enojada con la persona a quien ha "herido". El enojo lo confunde, le hace sentirse más
culpable, ya que le resulta difícil ver a la "víctima" como el agresor que es en realidad. Su sentimiento de culpa pasa a controlarlo,
hasta la próxima vez que se repita el proceso.
Nunca es posible actuar con éxito frente a estos individuos. Con frecuencia crean una situación en la cual no hacer nada parece
equivalente a permitirles que se destruyan a sí mismos. Por otra parte, si respondemos a su condición indefensa, se sienten heridos
y afirman que nos inmiscuimos, imponemos nuestra propia voluntad o los despojamos de sus derechos. Si, por el contrario, no
prestamos nuestra ayuda, ello se interpreta como prueba de que no nos importa de ellos. Estas personas se aferran habitualmente a
su sentimiento de "ultraje" hasta pasado el momento y esperan la ocasión más propicia para atacarnos por nuestra conducta
negligente. La mejor manera de encarar el problema es señalarles, simplemente, que nos han puesto en situación de herirlos, y que
estamos enojados con ellos por habernos manipulado. Es esencial aquí no aguardar tanto tiempo como ellos en abordar el tema.
Debemos decírselo tan pronto como advirtamos nuestros propios sentimientos. En materia de sentimientos, la oportunidad en
cuanto al tiempo es sumamente importante.
Los problemas que tenga una persona en el manejo de sus sentimientos heridos son en general característicos de sus otros
problemas en la vida. Las personas incapaces de expresar sus sentimientos heridos suelen verse atrapadas por defensas que
controlan sus reacciones. Toda herida a la cual no se le da expresión deja algún dolor dentro. El dolor involucra energía negativa.
Cuando este dolor es guardado, desgasta la energía positiva, que se utiliza entonces para equilibrarlo y contenerlo. La vida parece
menos dichosa. Los pensamientos y sentimientos carecen de libertad. La concentración y la productividad disminuyen. Cuando el
dolor causado por una herida se acumula, continúa buscando expresión, pero las defensas impiden que lo haga en forma directa.
Los sentimientos negativos que persisten pueden unirse a otros sentimientos negativos o bien teñir nuestra percepción de tal
manera que hallamos motivos para sentirnos heridos frente a casi todo lo que nos rodea en el mundo. La herida negada exige que
se la sienta en otra parte. Cuando, por ejemplo, recibimos un regalo, podemos ver en él un soborno, más bien que un acto de
generosidad. Estamos siempre en actitud suspicaz, imaginando móviles ulteriores ocultos, cuando en realidad no existen.
La mejor manera de superar esta situación es tratar de identificar la causa original de la herida y sufrir y lamentar la pérdida
inicial que la provocó. Nada resuelve mejor una pérdida que sufrir y llorarla como es debido. No resulta fácil localizar las
pérdidas cuando constantemente proyectamos nuestros sentimientos heridos en lugar de reconocerlos. En el caso de otra persona
que actúa de este modo, lo mejor que cabe hacer es señalarle los sentimientos que nos parecen irracionales y tratar de inducirla a
atenerse a los hechos.
Muchos individuos suelen sentirse asimismo heridos cuando pierden una amistad. Un malentendido entre amigos puede ser
uno de los hechos más desgarradores y dolorosos de la vida. Las amistades suelen quebrarse a menudo porque un amigo traiciona
la confianza de que lo ha hecho objeto el otro. Dos amigos comparten la misma vulnerabilidad. Una amistad construida sobre una
vulnerabilidad común puede ser estrecha y hermosa. Ambos amigos tienen puntos débiles semejantes, y cada uno trata de evitar
herir al otro, del mismo modo que él no desearía ser herido. Los problemas surgen cuando un amigo no es capaz de aceptar una
ofensa o pérdida y en lugar de ello hiere a su amigo exactamente de la misma manera, exactamente como se confiaba en que no lo
hiciera. Traiciona la amistad y por traicionar una vulnerabilidad compartida, también se traiciona a sí mismo. Las heridas más
grandes siempre tienen sus raíces en el hecho de que alguien haya actuado con poca honestidad. Éste es el peor tipo de dolor, ya
que al perder un amigo tan íntimo, sentimos dolor, como si hubiésemos perdido parte de nosotros mismos.
La manera de corregir tal situación consiste en desplegar una total sinceridad, permitir a un amigo expresar la profundidad de
su dolor y al otro aceptar la culpa por su falta de sensibilidad, su imprevisión y su crueldad. Si un amigo no está dispuesto a admitir
su propio papel al causar dolor, el otro amigo tiene todo el derecho de evitar mantenerse próximo a él. ¿Por qué habría una persona
de buscar sentirse próxima a otra que lo ha herido profundamente, a menos que esta persona esté dispuesta a aceptar sus errores?
Quien posee tan poca intuición o responsabilidad explícita para sus actos, no es muy digna de confianza. Si le permitimos volver a
acercarse sin haber alcanzado antes un nuevo nivel más sincero de comprensión, no haremos más que colocarnos en situación de
ser heridos nuevamente. En tal caso, sería oportuno, además, que nos preguntemos "por qué" ya que esta vez somos nosotros
quienes nos exponemos solicitando la herida que según sabemos ya, habrán de inferirnos. Es una insensatez continuar una amistad
tan dolorosa.
Sin duda, en una verdadera amistad ambos amigos saben que ocasionalmente herirán al otro o bien serán heridos por éste.
Pueden aceptar este hecho no como una debilidad, sino como prueba de la condición humana de ambos. No ven los sentimientos
heridos como pretexto para interrumpir una amistad sincera.
Las pérdidas más difíciles de soportar son las que no es posible reemplazar, pues sólo cabe aceptarlas. La muerte de alguien
amado resulta horrorosamente real, totalmente definitiva. Las palabras conciliadoras que quisimos decir alguna vez no pueden ser
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ya dichas. Las reparaciones que pensábamos hacer en nuestro amor no se materializarán nunca. Es demasiado tarde. Los únicos
cambios que pueden tener lugar ahora están dentro de nosotros mismos y en nuestra actitud.
Mucho de lo que sucede en el proceso del duelo tiene que ver con la aceptación de la pérdida y con la comprensión de nuestro
enojo por haber sido abandonados y dejados solos. Existe asimismo, con frecuencia, mucha culpa por haber sobrevivido al otro y
al recordar antiguos conflictos no resueltos entre la persona que vive el duelo y la persona amada perdida.
Cuando perdemos a alguien a quien amamos, tendemos a utilizar todos los mecanismos defensivos de que disponemos. En
general, al oír la noticia de la muerte de un ser querido, la primera reacción es negar el hecho. El deudo suele repetir: "No, no, no",
como si tratase de negar la realidad de la pérdida. Los sentimientos de vacío y de aislamiento se hacen más profundos. La persona
abrumada por la pena trata de controlar sus sentimientos, de limitar la pérdida y de circunscribir el duelo. Puede desear perder la
razón o bien comportarse como si la hubiese perdido para obtener alivio a su pena. En su mayoría los ofrecimientos simbólicos se
efectúan antes, pero también después de sufrida la pérdida: "Que me muera yo en lugar de él, o de ella", por ejemplo. Se proponen
tratos y promesas de reforma y purificación. Es inútil. El dolor se intensifica y el deudo se encuentra tratando de fingir que esto no
sucedió, o bien creyendo en la magia, siguiendo rituales ciegamente, haciendo cualquier cosa para mantener viva la esperanza y
alejado el dolor. Tales recursos son muy frágiles y la pérdida, con toda su tristeza, comienza a hacerse sentir. Poco a poco se va
agotando la energía, al serle quitada parte de ese mundo propio que amó una vez.
Cada individuo debe resolver su duelo a su manera. Algunas pérdidas no se resuelven nunca y quien las ha sufrido aprende a
vivir con una sensación de estar incompleto y eternamente triste. Habitualmente la herida de haber sido dejado solo, así como el
enojo causado por esa herida, encuentran poco a poco alguna expresión. A menudo se manifiesta contra alguien que no es quien ha
muerto, ya que enojarse con un muerto amado sólo aumenta los sentimientos de culpa, muy comunes en el proceso del duelo. Por
lo común, cuando el enojo contra el muerto es justificable, la culpa pasará. A veces, cuando se pierde a alguien importante durante
la infancia y más tarde en la vida, a alguien más, el proceso del duelo se extiende. Estos individuos tienden a recurrir una vez más
a sus mecanismos defensivos de la infancia, en su mayor parte de negación de la realidad, lo cual no resulta eficaz. En otros casos
se sumergen también en la pérdida sufrida durante la infancia, además de la experimentada en el presente. Otros pasan la vida
tratando de elaborar su culpa viviendo una vida de autocastigo. Estos individuos necesitan dirigir su enojo hacia afuera para poder
ser libres. La pena que es inhibida por fin despoja de su propia vida a quien vive el duelo.
Además, sentir el dolor de la herida no es mas que la prueba de nuestra vulnerabilidad de seres humanos. La herida es la
reafirmación de nuestra capacidad de establecer lazos de afecto, de comprometernos emocionalmente en el mundo y hallarle un
sentido.
La persona que vive una vida inmune a las heridas vive una vida inmune a la dicha. No hay manera de evitar el dolor si
aspiramos a estar abiertos a la felicidad.
Cuando nos sentimos heridos, necesitamos preguntarnos: "¿Qué he perdido?" ¿Sabíamos que era tan importante para nosotros?
Si no teníamos conciencia de que lo era., ¿por qué no teníamos tal conciencia? No tener conciencia de nuestros compromisos
emocionales significa ser peligrosamente vulnerables, incapaces de adaptarnos y protegernos como debemos. No todas las pérdidas
permiten que nos protejamos contra ellas, pero por lo menos, debemos tener una noción clara de lo que es importante para
nosotros. ¿Dé qué otro modo podemos tener una reacción apropiada, realista, al hecho de perderlo?
También es importante saber cómo nosotros, como individuos, experimentamos la herida. Todo el mundo tiene sus propias
señales. Algunos sienten dolor de estómago. Otros viven la herida como dolor en el pecho. Es posible tener una representación
física de cualquier sentimiento. La tensión y la ansiedad se viven en general como músculos que se ponen tensos en la región del
cuello, así como en otras regiones del cuerpo. El enojo provoca a menudo dolores de cabeza. La culpa y la depresión afectan la
parte inferior de la espalda. Por ello, cuando analicemos cualquier situación en nuestra vida y abriguemos ciertos sentimientos
frente a ella, analicemos asimismo nuestras reacciones físicas. Ello nos permitirá familiarizarnos con ellas y comprender el
significado de nuestros propios síntomas físicos. A menudo esta expresión física aparece mucho antes de que cobremos conciencia
del sentimiento que la provocó, como por ejemplo, la sensación de "cosquilleo" en el estómago antes de que nos demos cuenta de
que estamos ansiosos. Nunca nos será posible utilizar esta información física con un máximo de beneficio hasta que hagamos el
inventario de nuestros propios síntomas y establezcamos su relación con nuestras emociones. Esto puede exigir algún tiempo,
pero, una vez adquirido este conocimiento significará un atajo en la búsqueda de soluciones que habrá merecido el esfuerzo
realizado.
Tal vez la pérdida más difícil de aceptar entre todas es la que nos obliga a mirar el interior de nosotros mismos para descubrir
que tenemos deficiencias en aspectos que nunca hemos admitido ante nadie y muy especialmente, ante nosotros mismos. Al
mismo tiempo, no obstante, nos abre el camino para la forma más importante de crecimiento que nos lleva hacia la realidad.
A riesgo de ser repetitivo, quisiera destacar lo dicho ya con anterioridad en este capítulo. ¿Qué debemos hacer cuando hemos
sido heridos? Si alguien hiere nuestros sentimientos o nos causa dolor, debemos expresar ese dolor a esa persona en forma tan
directa y sincera como sea posible. La forma más sencilla consiste en decir "Me heriste en mis sentimientos cuando hiciste tal o
cual cosa". Este procedimiento puede no producir indefectiblemente los resultados que buscamos, pero el hacer que la otra persona
sepa que nos ha herido es la mejor manera de restablecer el equilibrio de nuestros propios sentimientos. Sentirnos heridos desgasta
nuestras energías. Podemos compensar este desgaste dirigiendo nuestros sentimientos negativos fuera de nosotros mismos,
descargándonos de los sentimientos heridos, o bien expresando en términos apropiados nuestro enojo frente a quien lo provocó.
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Dejemos que nuestra herida sea problema de la otra persona, si ella la provocó. La otra persona podrá intentar señalarnos de
qué manera nosotros mismos nos pusimos en posición de ser heridos, o bien evitar aceptar culpa alguna, utilizando otros
argumentos. Por nuestra parte, no dejemos de hacer saber de nuestra herida a la persona que nos hirió. Ello no significa que no
debamos escuchar las explicaciones que nos dé, pero no debemos dejar que ellas se interpongan entre la expresión de nuestro dolor
y enojo. Analicemos, entonces, los juicios del otro en busca de elementos de verdad. Tal vez nosotros lo indujimos a herirnos. Si
es así, es importante saberlo.
La importancia de tomar contacto con el dolor y el, placer de la vida, con nuestros sentimientos y experiencia en su existencia
real, es lo que nos confiere libertad para hacer la más realista y positiva adaptación posible al mundo. Nuestros sentimientos deben
fluir naturalmente. Necesitamos resolver problemas cuando se presentan en forma directa y sincera. Si no logramos aprender algo
acerca dé nosotros mismos cuando nos hieren, habremos perdido una oportunidad de crecer o de cambiar en cuanto a nuestra
manera de encarar el mundo, así como de verificar la validez de nuestras expectativas. Las expectativas determinan de qué manera
contemplamos por anticipado al mundo. Por esta razón nuestras expectativas son fuentes potenciales de heridas.
Expectativas. La vida que está llena de ellas está también, por lo general, llena de desilusiones. Las vidas más llenas de
desesperación son las vidas cuyas expectativas carecen en mayor grado de realidad. Esperar que los demás sean siempre amables y
actúen en beneficio de nuestros propios intereses, aun a expensas de los de ellos, o suponer que otros quieren escuchar nuestra
historia melancólica o disfrutar de nuestra compañía cuando nos mostramos cargosos o cansadores, es otra forma de decir que
esperamos que los demás actúan en su propia vida conforme con nuestras propias, esperanzas en lugar de hacerlo sobre la base de
su propia experiencia y sentimientos. El prójimo tiende a cuidar sus propios intereses. Si creemos lo contrario, pecamos de poco
realistas y nos colocamos sin necesidad en la posición de ser heridos. Los demás no están en este mundo para servimos ni para
compensar las pérdidas y malos negocios que puedan habernos afectado. Los otros están en el mundo para hallar su propio camino
lo mejor que puedan. Toda expectativa poco realista en cuanto a su conducta tendrá como consecuencia que sientan que hacemos
uso de ellos, o que los tratamos como objetos carentes de sentimientos o de derechos propios.
En resumen, diré que perder algo importante hiere. Hiere más aún fingir que no es así. Esperar más de lo que puede ofrecernos
la realidad sólo nos coloca en posición para que se nos hiera intensamente y sin necesidad.
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CAPÍTULO TRES

Ansiedad
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La ansiedad es el temor de ser heridos o de perder algo. Sea el temor real o imaginario, el sentimiento es el mismo. La ansiedad
varía desde la leve aprensión de quien prueba la temperatura del agua antes de nadar, hasta el pánico rayano en el caos, de la
persona totalmente incapaz de controlar sus funciones corporales. Entre estos dos extremos se encuentran los sentimientos de
temor, miedo, irritabilidad, agitación, preocupación, impotencia, inseguridad, tensión, nerviosidad, cobardía, terror, todos ellos
grados diferentes de un sentimiento de incertidumbre en cuanto a la propia seguridad.
El temor, como todos los sentimientos, obedece a un fin importante, en este caso, alertarnos para que nos defendamos. Por ello
es que cuando tratamos de fingir que no lo tenemos, rara vez somos beneficiados por tal actitud. El temor nos protege y cuando lo
ignoramos, lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo, ya sea por un deseo de impresionar como fuertes o bien de eludir la realidad de
nuestros sentimientos. Cuando el temor nos advierte sobre el peligro, está resumiendo toda la información que recibe por los cinco
sentidos. El temor llama nuestra atención a una posible amenaza a nuestro bienestar.
Cuando nos vemos expuestos a una amenaza, el organismo reacciona liberando poderosas hormonas estimulantes dentro de la
corriente sanguínea. Estas hormonas hacen latir el corazón con mayor fuerza y rapidez, además de orientar la corriente de la
sangre hacia el punto donde es más necesaria. En un momento de esfuerzo el suministro sanguíneo disminuye, por lo general en el
abdomen y la piel y aumenta en los músculos. La mayoría de los síntomas físicos de ansiedad, pies fríos, “cosquilleo” en el
estómago, transpiración, dilatación de las pupilas y palidez son causados por estas hormonas.
Estas hormonas del esfuerzo hacen "volar" a nuestra mente y adquirir una conciencia más aguda de nuestro ambiente
inmediato. Un exceso nos lleva a una guardia constante, que a su vez tiende a inmovilizar. Los niños residentes en ciudades bajo
ataque aéreo durante una guerra, por ejemplo, se vuelven tan defensivos frente a su estado de ansiedad crónica que parecen perder
su personalidad. La mayoría de nosotros no podemos sobrevivir a la ansiedad crónica sin sufrir serias consecuencias.
La intensidad de la ansiedad depende a menudo de la severidad de la pérdida inminente, de la cercanía de la amenaza, de la
importancia de la pérdida para el individuo y de la fuerza del individuo y de sus defensas.
¿De qué nos sentimos ansiosos la mayoría de nosotros? La respuesta en términos generales sería de “perder la vida”. Cualquier
psicología que no tenga en cuenta la importancia del instinto de sobrevivir tiene poco que ver con la realidad. Pocos de nosotros
podemos observar el instinto de la propia conservación tal como actúa en la vida real, pero nos es posible, en cambio, detectarlo o,
por lo menos, responder a él con cierta facilidad en el mundo de la fantasía. Por ejemplo, la gran historia y película de aventuras
nos absorbe y nos mantiene inmóviles en nuestros asientos mientras nos identificamos con personajes ficticios amenazados por
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seres, espíritus, holocaustos, terremotos, tiburones en apariencia invencibles. El grado en que nos envuelven estas aventuras refleja
nuestro instinto básico de sobrevivir. El sentimiento de asumir un riesgo y sobrevivir resulta vigorizante. Nos da un sentido de vida
renovado. Ello es, sin duda, la razón por la cual los deportes que encierran ciertos riesgos son tan apasionantes.
En el mundo real la ansiedad es bien frecuente, pero los agresores potenciales a nuestras vidas rara vez se presentan definidos
con tanta claridad. Es más probable que sean representados por la burocracia local que nos exige que llenemos una cantidad de
papeles que sin sentido durante una emergencia, haciéndonos perder el tiempo y provocándonos una tensión innecesaria, o por un
gobierno que gasta nuestro dinero en forma irresponsable y nos amenaza con la cárcel cuando no pagamos nuestros impuestos, o
por la inflación, o la recesión con sus amenazas de desempleo. Con frecuencia nos sentimos indefensos para encarar tales
amenazas. El agresor es, sencillamente, demasiado poderoso. A veces no estamos seguros, siquiera, de dónde proviene la
amenaza. El gobierno, la economía, son amenazas gigantescas y abstractas, amenazas sin rostro y sin personalidad que podamos
afrontar.
Los productores de cine, novelistas y autores de guiones de televisión crean aventuras en las cuales las amenazas, por lo menos,
aparecen identificadas como personajes reales a quienes es posible buscar, vencer o sobrevivir. Nuestra ansiedad se despierta,
vemos al enemigo vencido y sentimos una sensación de liberación de nuestra inquietud, una sensación de alivio.
Casi todos vivimos vidas en las cuales buena parte de la ansiedad que experimentamos está fuera de nuestro control. Buscamos
maneras de expresar nuestro instinto de supervivencia o de poner fin a nuestro sentimiento de impotencia. Nuestro instinto de
supervivencia se despierta no exclusivamente a raíz de una amenaza concreta de muerte, sino también de un temor más general de
morir. La mayoría de la gente teme la finalidad horrible del hecho que la hundirá en la nada, en el no ser.
Cuando afrontamos la muerte inminente, como por ejemplo, si nos vemos en el camino de un automóvil que ha perdido el
control, los hechos de nuestra vida se recuerdan en forma vívida. Este abrupto playback de hechos pasados surge del aflojamiento
súbito y sin discriminación de nuestras defensas, lo cual nos permite ver nuestro mundo interior y también el exterior con mayor
claridad, tal como son. Las defensas son una táctica de postergación que disminuyen la velocidad de las reacciones y nos protegen
contra daños emocionales potenciales.
Existe un momento para las defensas y un momento para sobrevivir. Afortunadamente, bajo una tensión considerable, la
decisión queda fuera de nuestras manos. La supresión de las defensas se transforma en un acto instintivo para sobrevivir. La
mente se abre en busca de seguridad. Esta apertura de último minuto de la conciencia ha sido observada asimismo en los
hospitales de enfermos mentales donde, en presencia de la muerte inminente, algunos pacientes severamente perturbados y mudos
han comenzado de pronto a hablar en términos emotivos de su propia vida. Es como si la amenaza de muerte implicase tanto
castigo, que no quedase ya nada que reprimir para estos pacientes y por ello actuasen sin las restricciones que dieron forma a su
conducta durante tantos años.
Sólo en raras ocasiones nos sentimos amenazados en nuestra supervivencia inmediata. Tenemos poco sentido de la amenaza
física que al ser superada nos trae el consiguiente alivio. Nuestra era moderna nos ha privado, probablemente, de algo, al alejarnos
del contacto personal directo con los elementos de la naturaleza. Nos encontramos en un circo artificial donde nuestros adversarios
son los patrones arbitrarios, los horarios exigentes, las prácticas poco equitativas y la burocracia, todos los cuales crean
sentimientos de frustración y nos amenazan sin darnos una oportunidad adecuada de expresar nuestros sentimientos frente a la
situación. Vivimos en una injusta esclavitud emocional. Se nos ha obligado a despojamos de nuestro instinto personal de
sobrevivir, en nombre de algo llamado “seguridad a largo término”, sin que se nos hayan señalado de antemano las consecuencias.
Nunca imaginamos que en el curso de nuestra vida cotidiana y nuestra experiencia de trabajo, nuestra mayor amenaza provendría
de nuestros protectores. Peor aun, parecemos disponer ya de pocos recursos para combatir estas amenazas, por cuanto luchar
contra el sistema nos parece una tarea abrumadora. Puede que Don Quijote haya sabido bien lo que hacía cuando eligió como
adversarios a los molinos de viento.
Si tuviésemos que analizar el "sistema", comprobaríamos que la seguridad que nos ofrece es ficticia. Depende de que el sistema
funcione. Cuando sobrevienen tiempos duros el sistema no funciona y puede ser difícil ver con claridad la lealtad de la compañía
frente a su personal, situación conducente a provocar más ansiedad que seguridad. El mundo moderno nos lleva a muchos a perder
la razón.
La respuesta es que cada uno de nosotros, en el grado en que sea posible, debemos asumir una vez más la tarea de nuestra
propia supervivencia. Es posible que no prosperemos tanto desde el punto de vista económico, pero si logramos disminuir el nivel
de nuestra ansiedad asumiendo un mayor control de nuestro destino, habremos ganado mucho.
Cuando parece imposible manejar en forma directa la tensión de trabajar para una gran compañía o de enfrentarse con la
burocracia gubernamental, es necesario encontrar otras salidas para resolver la tensión. Entre éstas puede encontrarse el deporte
que les ofrece un desafío físico y emocional posible de superar. Resulta altamente gratificante hacer frente a una montaña durante
el invierno y conquistar sus pendientes más empinadas. Quizá no hayamos logrado vencer al patrón, ni tampoco hacer más justas
las leyes impositivas, pero habremos, en cambio, enfrentado con éxito un desafío concreto y probado nuestra capacidad de "llegar".
¡Puede que el sistema no funcione ya, pero nosotros, sí!
Es la civilización moderna misma que se encuentra en el fondo de buena parte de nuestra ansiedad y tensión. La
industrialización se ha desarrollado con frecuencia a expensas del individuo. Las exigencias de la vida colectiva e industrial
dictaminan que suprimamos nuestro instinto de sobrevivir y suframos en silencio las ansiedades derivadas de este género de vida,
experiencia que nos desgasta, porque suprimir cualquier emoción requiere un gasto de energía. Vivir en un mundo donde una
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compañía cualquiera afirma saber qué es mejor para nosotros y pretende que sigamos ciegamente su política, implica colocar la
supervivencia de dicha compañía antes que la nuestra. Ninguna compañía u organización que coloque su propia supervivencia por
encima del bienestar de cualquiera de sus miembros, considerados individualmente, puede actuar conforme con las verdaderas
necesidades de los mismos. Intuimos esto y nos sentimos incómodos en nuestro trabajo, un poco utilizados, tal vez, un poco como
si fuésemos una cifra anónima. Muchas firmas de hoy están creando productos en un extremo de la línea de producción y
trabajadores deshumanizados por el otro. Trabajar con máquinas sin rostro que ofrecen para nosotros como único interés el de
evitar que nuestras manos o nuestra ropa queden atrapadas en los engranajes resulta aburrida. La forma habitual de defenderse
contra esta monotonía consiste en bloquearla y retirarse hacia un mundo interior. Este apartarse del mundo no hace más que
intensificar el sentimiento de tedio. La ansiedad y el aburrimiento tienden a ser concomitantes, y a menudo dan lugar a trastornos
como la depresión y el alcoholismo.
Este sentimiento de impotencia en un mundo mecanizado mina poco a poco nuestra capacidad de asumir el control de nuestra
vida privada. Tendemos a levantar un muro protector de tal magnitud contra nuestra ansiedad en el trabajo que cuando volvemos a
casa todavía nos acompañan estos muros defensivos. Cuando buscamos la ternura y el amor que nos faltan en el trabajo, solemos
sentirnos defraudados, si, como ocurre a menudo, imponemos exigencias poco realistas a quienes amamos, en el intento de
compensar nuestra infelicidad. Con frecuencia nuestra ansiedad cargada de tensión nos dificulta la tarea de comprender que los
familiares a quienes recurrimos en casa también tienen sus necesidades. Al aumentar la tensión del trabajo, aumenta también la
solidez de nuestras defensas y disminuye la riqueza de nuestra vida personal y familiar. A menudo no sabemos reconocer lo que ha
sucedido en realidad hasta que el daño está hecho. La intimidad de la unidad familiar ha sido socavada. El marido se siente no
realizado, la mujer se siente mártir, los hijos se rebelan. Toleramos tal situación porque no reconocemos o admitimos el problema.
"Razonamos" que los tiempos no son los mejores, que deberíamos estar agradecidos por el pan que llevamos a nuestra mesa. Sin
embargo, ¿qué empleo vale, en verdad, este tipo de suicidio emocional? Es poco mejor y a veces, peor que la nada.
La única forma de reaccionar frente a una amenaza en cuanto la percibimos es con un sentido de dirección. En general no nos
conocemos tan bien como para lograr comprender con exactitud qué tememos y, por lo tanto, no podemos aliviar del todo nuestro
sentimiento de ansiedad. Algunos de nosotros llegamos al punto de ignorar que lo que sentirnos es ansiedad.
¿Qué sentimos, exactamente, cuando estamos ansiosos? En primer lugar, nos sentimos inseguros, agitados, inestables. Hay
una sensación creciente de que está por sucedernos algo malo, un sentido vago de pérdida inminente. Los acontecimientos parecen
estar fuera de nuestro control y producirse en nuestro perjuicio.
¿Cómo manejar estos sentimientos? Antes de poder hacer nada frente a nuestra ansiedad, debemos ser capaces de admitir que
estamos ansiosos. Esto puede no resultar tan sencillo como suena. Muchos individuos abrigan nociones peculiares acerca de sus
propios sentimientos. Consideran que admitir que están asustados es admitir una debilidad. Niegan, entonces, su ansiedad y tratan
de fingir que no sucede nada. Cada vez que negamos nuestra ansiedad minamos nuestra capacidad de defendernos contra lo que
nos amenaza. Decir que no estamos ansiosos equivale a decir que no existe la amenaza. ¿Cómo explicar, entonces, nuestros
sentimientos? ¿Y qué fin tienen éstos?
Cuando nos sentimos ansiosos estamos percibiendo la amenaza, aun cuando no tengamos conciencia de ello. No ignoremos
nuestra ansiedad, pues ella significa que algo que consideramos importante está bajo amenaza.
Cuando un individuo tiene un severo problema de percepción, suele distorsionar la realidad que enfrenta. El mundo de la
persona sorda o ciega se diferencia mucho del mundo del resto de nosotros. Sin embargo, el mundo del sordo o del ciego se
diferencia menos del mundo de la persona que ve o que oye, que del de una persona tan rígida en sus defensas que altera la
realidad. La persona ciega carece sólo de vista, pero no de perspectiva. La persona sorda no percibe el sonido, pero no carece de
comprensión. Estas personas tienen sus maneras propias de percibir la realidad. Las personas con defectos físicos cuentan con
menor espacio para funcionar, con menor margen para cometer errores. La viveza y la facilidad con que responden a un
sentimiento de advertencia tal como la ansiedad da la medida de este hecho. Prestan mayor atención a los sentidos que poseen y a
los sentimientos derivados de éstos y como resultado de tal actitud tienen mayor conciencia del mundo que los rodea que el resto
de nosotros.
Encender un fósforo en la habitación donde se encuentra un ciego con frecuencia le provoca agitación y de inmediato busca el
origen del humo. Este aumento en su estado de alerta en el uso del olfato es una compensación de su falta del sentido de la vista.
No se trata tan sólo de que la persona disminuida tiene mayor agudeza en los sentidos que posee. Los sentidos del resto de
nosotros se ven tan bombardeados por nuestro entorno que tendemos a bloquear los estímulos que nos llegan y nos alertarían de
ordinario acerca de lo que nos amenaza.
Cada uno de nosotros necesita aumentar el nivel de su propia conciencia en cuanto a sus propios sentimientos y percepciones.
Esto no significa que, como el ciego, debamos investigar cada rastro de humo, pero sin duda debemos saber que el humo está allí,
con el fin de estar preparados para reaccionar en caso necesario.
Cuando tratamos de bloquear lo que nos pone ansiosos, lo que nos asusta, preparamos nuestro camino para mayores
sufrimientos. Es mejor hacer algo frente a los problemas mientras sean menores y sea posible dominarlos. El constante bloqueo de
las amenazas que se presentan a nuestra conciencia consume una cantidad cada vez mayor de energía. En la medida en que tal
gasto aumenta, termina por romper nuestras vallas defensivas y por abrumarnos.
Cuando existe una defensa entre nosotros y nuestra capacidad de percibir nuestros verdaderos sentimientos, dicha defensa
también se levanta entre nosotros y nuestras mayores probabilidades de sobrevivir. Sentirse ansioso es sentirse incómodo. Tiene
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que hacernos sentir incómodos. Si la ansiedad no fuera incómoda, no haríamos nada por vencerla. La mejor manera de eliminar
un sentimiento de ansiedad reside en evitar la amenaza que la provocó, en lugar de negar dicha amenaza o soslayarla mediante
mecanismos defensivos.
Cuando estamos en peligro, debemos saberlo. Cuando debemos apoyarnos en otra persona para que actúe según nuestros
mejores intereses en el caso de vernos amenazados, hay algo que marcha muy mal en nuestra vida. Pasar la responsabilidad de
nuestra propia seguridad a otra persona o bien a una institución puede ser útil para acallar nuestros temores en forma momentánea
pero en definitiva socava el proceso natural de la propia supervivencia.
Los sentimientos de ansiedad y de temor pueden contribuir a reavivar sentimientos infantiles de impotencia, pero admitir que
sentimos temor no significa que seamos niños. Cuando sentimos temor es natural desear que alguien “más grande”, más capaz y
más fuerte, venga en nuestro auxilio. Estas esperanzas infantiles tienden a disiparse, por lo general, con la adquisición de
experiencia como adultos. Cada día percibimos con mayor claridad, si mantenemos los ojos bien abiertos, que la única persona
con quien podemos contar en verdad para obtener ayuda somos nosotros mismos.
La sociedad moderna nos trasmite dos mensajes contradictorios. Debemos depender de nosotros mismos, ser nosotros mismos,
hacernos cargo de nuestro propio destino y al mismo tiempo, conformarnos, jugar el juego con el resto, ser un "buen" ciudadano. A
menudo se da al individualismo el nombre de "excentricidad", tolerada tan sólo en teoría, en la práctica se requiere el
conformismo.
El cumplimiento de nuestros deberes para con la sociedad y la obtención de las recompensas tradicionales puede, con harta
frecuencia, no llenar nuestras necesidades emocionales. Queremos algo más, pero no sabemos dónde buscarlo. Lo que hallamos
es un mar de ansiedad. Por temor, tendemos a seguir el camino elegido por quienes afirman conocer el camino "correcto". No
cabe sorprenderse de que sintamos ansiedad durante buena parte del tiempo. Comenzamos a perder la iniciativa, el sentido de
nosotros mismos, el de nuestras metas y objetivos en la vida.
Para muchos estos conceptos pueden parecer inconsistentes con las realidades duras y prácticas de la vida. Debemos trabajar,
debemos llevarnos bien y preocuparnos de que puedan despedirnos de nuestro empleo. La verdad es... sí, y no. Ése es el mensaje
que estamos condicionados a aceptar, pero no es necesariamente la realidad de nuestros mejores intereses o aun supervivencia. Es
el mensaje de otros, de una estructura con sus propios intereses creados, no necesariamente idénticos o consistentes con los del
individuo en cuestión. Un hecho cierto en la vida es que muchos de nosotros renunciamos o bien cedemos con demasiada
facilidad, sin buscar, siquiera, alternativas o someter a prueba su validez. Tenemos la incertidumbre de lo novedoso. No quiero
decir con esto que debamos renunciar al trabajo, la familia y la sociedad para obedecer a alguna mística voz interior, sino que por
lo menos, debemos dar una oportunidad de expresión a lo mejor de nosotros mismos. Tratemos de escucharnos, aceptemos nuestra
responsabilidad en cuanto a la solución de amenazas a nuestra vida y bienestar, por lo menos en la medida en que nos sea posible
dentro de los recursos que llevamos dentro. Tenemos con esto un principio para llegar a ser seres libres. ¿Acaso no es esto algo a
que todos debemos aspirar?
Aparte de la ansiedad creada simplemente por nuestra sociedad, cada individuo necesita llegar a transar con las amenazas y
temores de su propia vida interior personal, basados ambos en prejuicios de su propia educación (llamamos prejuicios a una serie
organizada de sentimientos capaces de ser desencadenados por algún estímulo exterior). Sea el objeto del prejuicio un grupo, una
idea o una actitud, el prejuicio se altera solamente mediante la experiencia.
Cuando somos niños adquirimos nuestros prejuicios a causa del temor. Lo que comienza como el temor a un objeto, situación o
persona determinados, tiende a volverse generalizado. El temor frente a un lugar oscuro, por ejemplo, se transforma en temor a la
oscuridad. Nuestros prejuicios son como reservorios de sentimientos negativos y se interponen en el camino de la búsqueda de la
verdad. Tememos al extraño sólo en parte porque puede causamos daño, pero mas aun porque no participa de nuestra percepción
particular de la verdad. Lo que dice acerca de nosotros deriva de lo que él percibe en nosotros. Tendemos a temer al extraño
porque es capaz de ver nuestra imperfección y porque puede dañarnos al revelar la verdad sobre nosotros mismos.
Cada uno se siente vulnerable de manera diferente. Cuando conocemos nuestra propia vulnerabilidad, sabemos mucho acerca
de nosotros mismos. Como hemos visto ya, todo el mundo es vulnerable a la perdida de un ser querido, a la pérdida del control, a
la pérdida de la autoestima. Cada uno de estos tipos de pérdida crea la correspondiente categoría de ansiedad. Ciertas personas
están tan sensibilizadas por la experiencia particular de su propia vida que una de las categorías mencionadas toma precedencia
sobre las otras y tiñe su forma de ver el mundo.
La gente que tiende a depender de otros es especialmente vulnerable a la pérdida del amor, sea porque durante la infancia
experimentó una pérdida de este género, o bien porque vivió con la amenaza de la separación o el rechazo. Estos individuos viven
su vida sintiendo una pérdida aun antes de haber perdido nada. Pueden llegar a precipitar una pérdida potencial con el exclusivo
fin de desprenderse de su ansiedad. A menudo crean un sentimiento de impotencia en otras personas, quienes sienten enojo contra
ellas por haberlos hecho sentir así y las rechazan, con lo cual se produce una nueva pérdida. A causa de que la gente con poca
independencia tiende a actuar en forma regresiva e infantil cuando se ve amenazada, muy poco de lo que hace parece ser eficaz
para prevenir las pérdidas que temen. Su poca disposición a asumir responsabilidad frente a su propia vida sólo aumenta su dolor y
aleja más todavía a las personas cuyo amor y afecto temen perder.
Los individuos con poca independencia ven el mundo en el marco del rechazo o de la pérdida y hallan, seguramente, en todas
partes, pruebas de que tal pérdida es inminente. Tomemos el caso, por ejemplo, de la mujer tan lastimada por pérdidas y
separaciones sufridas durante su infancia, que veía las pérdidas entretejidas en la textura de su vida con mucha mayor claridad que
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su vida misma. Una tarde, al salir furiosa de la casa de su nuera después de haber reñido con ella, comenzó a sentirse ella misma
abandonada, a raíz del hecho de haber partido por su iniciativa. Condujo su automóvil por la autorruta, siguiendo otro automóvil.
Recorridos unos cuantos kilómetros comenzó a sentir un extraño afecto hacia ese automóvil, pues, en su imaginación, lo veía como
indicándole el camino hacia su casa. Estaba cuidándola. Cuanto más se alejaba de la casa de su nuera, con tanta más intensidad
volvían antiguos sentimientos de abandono vividos durante su infancia. Al cabo de un rato el automóvil que iba siguiendo salió de
la carretera y ella quedó reducida a las lágrimas, sintiéndose abandonada por el mundo e incapaz, tanto en sentido figurado como
literal, de encontrar el camino a su propia casa.
La experiencia de esta mujer es típica de las formas en que los incidentes registrados en el presente pueden dar salida a dolores
no resueltos de nuestro pasado y hacer del mundo una pantalla sobre la cual proyectamos nuestras heridas.
El siguiente tipo de pérdida que provoca ansiedad es la pérdida del control. Se trate de poder, dinero, posición, influencia o
título lo que valoremos más que nada, pocos de nosotros nos sentimos tan desgraciados ni tan desesperados como la gente que
"controla" y siente que está por perder dicho control.
Los individuos que más temen perder el control son los que hacen especial hincapié en poseerlo todo el tiempo. Viven
conforme a reglas. Se sienten más cómodos cuando conocen los límites precisos de una situación dada. Se aflojan solamente
cuando están seguros de comprender cómo se integra todo. Aun entonces suelen estar alertas a cosas que podrían marchar mal e
inventan procedimientos adicionales para asegurarse que lo que no ha marchado mal hasta entonces no marche mal en el futuro.
Cuando, en efecto, las cosas amenazan salir del control, tienden a envolverse más y más en las reglas y detalles del sistema y
comienzan a verlos como dotados de una calidad permanente y aun religiosa. Les confieren entonces atributos rituales o mágicos
en su esfuerzo por exorcizar su propia ansiedad. Pensemos en la persona que revisa su lista de compras por hileras que
corresponden a los pasillos que ofrecen la mercadería en el supermercado, que mantiene su casa impecable, que paga sus facturas a
vuelta de correo, cuya libreta de cheques está correcta hasta el último centavo, cuyo calendario está planeado con meses de
anticipación, con lo cual consigue incluir aun el futuro dentro de su propio control. ¿Controla todo, en realidad, esta persona?
De hecho, en el caso de estas personas que tienden a controlar todo, el orden y la rutina parecen tener mayor importancia que
los sentimientos. Por ser la pérdida de control tan alarmante para ellas, intentan controlar las piezas de su mundo en forma cada
vez más minuciosamente detallada, realizando siempre listas más largas y precisas, limpiando cada vez con mas empeño su casa o
su lugar de trabajo. Más beneficioso para ellas sería admitir que se sienten heridas y ansiosas y comprender que es esto lo que las
hace sentirse fuera de control. Cuando experimentamos un sentimiento sin ocultarlo, se disipa más pronto y nos agota mucho
menos.
La pérdida de la estima también provoca ansiedad. Puede manifestarse como temor al fracaso, temor a ser descubierto como un
individuo sin valor alguno o como temor al ridículo. Quienes viven en el temor de ser avergonzados a menudo tratan de ocultar sus
verdaderos sentimientos. Pueden fingir que sus sentimientos son poco importantes., o que la prueba a que fue sometido su propio
valor no tenía trascendencia, como por ejemplo, el estudiante que pasa por la escuela aprobando apenas sus materias, por temor a
correr el riesgo de hacer el esfuerzo y no salir el mejor. Siempre puede repetirse: “Si en realidad hubiese estudiado, habría sido el
mejor de la clase”. Puede llegar a creerlo.
Estos individuos son a menudo competitivos y al mismo tiempo, están inseguros de su propio valor. Se sienten ansiosos no
solamente cuando los critican sino además cuando otras personas los superan. Rara vez actúan como ellos mismos, sino de tal
manera que a su juicio parezcan de mayor valor ante los otros. Rara vez hacen un esfuerzo honrado por triunfar, sino sólo la
impresión que limitan dicho esfuerzo a dar tan sólo la impresión de éxito. Es un hecho irónico que el esfuerzo necesario para
lograr el éxito sea sólo un poco mayor que el requerido para salvar el prestigio.
No es posible alcanzar el verdadero éxito hasta que estemos dispuestos a ser juzgados en cuanto a nuestro rendimiento. Al
negarse a ser objeto de este juicio, el individuo que se preocupa en exceso por la estima que merece, elude hacer el esfuerzo
máximo con el fin de proteger su frágil imagen propia. En realidad no está seguro de que podría ser el primero y como no sabe en
qué medida podría rendir, teme determinarlo.
Estos tres problemas de pérdida, como orígenes de ansiedad, reflejan etapas del crecimiento que todos hemos vivido. En la
medida en que estos problemas del pasado continúan irresueltos, seguimos vulnerables a situaciones semejantes en el presente. Y
también en cierta medida los tres problemas, el de perder el amor, el control o la estima, son capaces de desencadenar sentimientos
de ansiedad en cada uno de nosotros.
La cuestión en este punto es: ¿Cómo procedemos a manejar nuestra ansiedad? Puesto que la ansiedad es una advertencia,
resulta esencial que comprendamos en primer término qué peligros nos señala y sacar de ella información útil.
A veces es sumamente difícil determinar si la causa de la alarma está en el presente o bien en el pasado. La señora que se apegó
al automóvil sencillamente no era capaz de hacer tal distinción. Cuando era niña su madre se había ido con un hombre. No pudo
hacer frente a la pérdida y optó por negarla. Actuó como si no hubiera sucedido. Ante los demás, apenas daba la impresión de
extrañar a su madre. El precio que pagó por ello fue vivir una vida en la cual cualquier cosa que pudiese recordarle el haber
perdido a su madre reactivaba los sentimientos originales de pérdida. Al eludir el dolor por la pérdida original, cada nueva pérdida
importante o pequeña desencadenaba en forma simbólica la antigua.
Al manejar una ansiedad proveniente de una pérdida presumiblemente demasiado terrible para reconocer y afrontar, esta mujer
fue inducida a pasar revista a los puntos fuertes de su personalidad. Revisó su vida y comprobó que en muchos aspectos era capaz
de manejarla adecuadamente.
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Llegó a comprender que el impacto de la pérdida original dependía en su intensidad de su falta de defensa que por ser una niña.
Con el tiempo comenzó a reconstruir su propia imagen. Vista desde esta nueva perspectiva, su vida ofrecía indicios de que podría
soportar en este punto la pérdida de la madre ocurrida durante su infancia. Se permitió a sí misma vivir un duelo que era
irremediable, y aceptó el hecho de que estaba fuera de control. En el proceso se liberaron sus sentimientos y quedaron así
disponibles para una nueva inversión en el presente. Todo esto llevó tiempo y la mujer sigue siendo muy sensible a la pérdida. Lo
será siempre. Por lo menos ha dejado ahora de estar cautiva de su propia ansiedad. Ya no esgrime sus pérdidas por anticipado. Es
capaz de disfrutar de la vida, porque ésta no está ya automáticamente contaminada por el pasado.
El manejo de la ansiedad en el plano primordial del presente resulta menos difícil. Cuando nos sentimos ansiosos por razones
que no nos resultan claras, o cuando una situación que tendría que hacernos felices sólo nos hace sentirnos amenazados, cabe
detenerse a pensar. El primer paso para llegar al control de situaciones de ansiedad es: “¿Qué es lo que tanto temo perder?”
Formular esta pregunta nos coloca a veces a una distancia suficiente del problema como para encarar su solución. La pregunta
comienza a esbozar la respuesta. La empleada de oficina temerosa de pedir un aumento, el inquilino temeroso de provocar la ira de
su vecino, cuya radio estruendosa lo ensordece todas las noches, el muchacho temeroso de invitar a una chica a salir... o el caso
opuesto en estos tiempos de cambio... todos ellos pueden estar presa de una ansiedad general, sin saber el motivo de ella hasta que
se detienen a pensar y se preguntan: "¿Qué tengo miedo de perder?" Como respuesta pueden surgir, respectivamente, las siguientes:
mi empleo, una “amistad”, mi masculinidad, mi feminidad.
Casi todos debemos afrontar la ansiedad a diario a través de nuestra vida. Los abogados sienten ansiedad cuando tienen que
actuar en el juzgado. Los contadores la sienten poco antes de una auditoría. Los profesores se ponen tensos antes de pronunciar
una conferencia, los estudiantes, antes de un examen. Las dueñas de casa sienten aprensión antes de dar una fiesta, los directores
teatrales, minutos antes del estreno. La de ellos es una ansiedad preparatoria, el temor de ser un fracaso, de quedar desprestigiados.
Esta ansiedad en cantidades moderadas, nos ayuda a cargarnos de energía que nos permita realizar nuestro máximo esfuerzo. Es
común a toda persona que participa activamente en algo. Sin embargo, suele suceder que el nivel de ansiedad que acompaña la
producción es tan elevado que impide a quien la sufre emprender, siquiera, dicho esfuerzo. El llamado susto del actor en grado
moderado, en cambio, no es una enfermedad y sólo cuando llega a impedirle trabajar es necesario tratarlo.
Algunos personas, no obstante, viven toda su vida corno si estuviesen por ofrecer una producción tras otra durante todas las
horas del día. Temen que todos cuantos las ven los juzguen. Por no haberse aceptado a sí mismas se preocupan por la posibilidad
de que nadie los acepte. Temen la confirmación de que no valen nada. Viven un hecho poco satisfactorio tras otro y preguntándose
quién será el próximo en descubrirlos.
La ansiedad crónica es difícil de manejar y dolorosa de soportar. La persona que la sufre siente sin cesar que está por sufrir una
gran pérdida. Utiliza la mayor parte de su energía en el esfuerzo de controlar su ansiedad. Como consecuencia, aun el grado
mínimo de tensión no tarda en neutralizar en forma total su capacidad de manejar la situación. Al tener que desplegar sus defensas
sobre un sector demasiado extenso, para cubrir el mayor número posible de amenazas, su ansiedad comienza a filtrarse por todas
partes. Las defensas se hacen inútiles. En realidad, se enreda tanto en el manejo de sus propias defensas, que le queda muy poca
energía para vivir.
El manejo de una ansiedad tan severa como ésta puede requerir apoyo profesional, incluida la medicación contra la ansiedad,
para que el paciente pueda recobrar parte de la energía que ha estado usando en sus defensas y aplicarla a la solución de sus
problemas. Es difícil que la terapia tenga éxito, a menos que se logre reducir la ansiedad a niveles manejables. No hay nada como
sentirse mejor para mejorar. La ansiedad crónica se agrava con las tensiones de la vida cotidiana: el tránsito, las compras, los
medios de comunicación masiva, las exigencias de una familia, las relaciones personales, para no mencionar la economía, las
perspectivas inciertas del mundo, los recursos agotables, el envejecimiento y la enfermedad.
Muchas personas sufren ansiedad sin darse cuenta de ello, porque sus defensas contra esa ansiedad les impiden advertir que la
tienen. La actitud defensiva del neoyorquino medio es un buen ejemplo. Los habitantes de Nueva York tienen que hacer ojos y
oídos sordos a muchas cosas todos los días sólo para poder digerir el desayuno. Nuestra sociedad nos convierte en lisiados
emocionales cuando como individuos no podemos hacer frente a la falta de objetivos bien definidos y a las recompensas que tienen
poco significado real. Todavía nos es necesario contar con algún espacio, tiempo, soledad y paz, aunque sea por unos pocos
minutos cada día. Necesitamos tener oportunidad de tomar contacto con nosotros mismos, de escuchar nuestros propios
pensamientos, de prestar atención a nuestros sentimientos.
Aun cuando parezca imposible a veces, la mejor manera de manejar la ansiedad es evitar las situaciones innecesariamente
amenazadoras y emprender la tarea de hacer de nosotros mismos las personas más completas y fuertes que nos sea dado ser. Para
lograrlo debemos aceptarnos, asumir la responsabilidad de nuestra propia vida, asegurarnos de que vamos en la dirección correcta
para nosotros. Es una empresa difícil. Para ser uno mismo no es necesario estar enteramente libres de ansiedad, pero por lo menos
debemos saber qué tememos y sentimos libres de cambiar lo que nos amenaza.
La persona libre acepta la responsabilidad tanto para lo bueno como para lo malo que hay en su vida. Tiene conciencia de su
propia vulnerabilidad y en lugar de ocultarla, la utiliza. Se permite a sí mismo estar abierto al dolor existente en su mundo. A
través de esa ventana especial ve con mayor claridad, porque siente más. La persona libre no pierde el tiempo y las energías
dejándose envolver en cosas que no es posible cambiar, sino que concentra su esfuerzo en las áreas que es capaz de afectar. No
deja que el mundo "le llegue". Simplemente define sus metas y trabaja con honradez. Uno de los objetivos más importantes es
llegar a familiarizarse con uno mismo de una manera positiva. Llegar a este punto requiere la aceptación de las propias
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limitaciones. Debemos comprender que por mal que nos hayan tratado, cualesquiera sean las circunstancias de nuestra vida
personal, por mucho que nos hayan abandonado o rechazado con crueldad, o cualquiera sea nuestra situación en la vida en este
momento, siempre estamos a cargo de nuestra propia vida y tenemos la responsabilidad básica de realizar al máximo nuestros
dones y aptitudes. Cabe esperar con fe que los desengaños y rechazos que experimentamos sean contemplados algún día como
pruebas superadas.
Si como individuos nos hemos formado en una situación de dependencia, nuestro punto de vista no tiene por qué ser
invariablemente el del desengaño y dolor por las pérdidas sufridas.
Nuestra propia sensibilidad individual frente a esa situación de dependencia puede permitimos llegar a ser individuos con
extraordinarias cualidades de ternura y comprensión que nos permiten identificarnos con quienes no han superado aún sus propios
lazos de dependencia y prestarles nuestra ayuda . Una vez que una persona logra vencer sus propios problemas de dependencia,
adquiere la libertad necesaria para dar, sostener, estimular y apoyar, es decir, para hacer todo aquello que es la antítesis de agotar a
otros. La ansiedad sentida al temer pérdidas relacionadas con su dependencia desaparecerá en forma gradual a medida que
comience a verse como persona fuerte.
De la misma manera los individuos dominantes, una vez que aprenden a vencer su actitud defensiva, tienen mucho que dar.
Estos individuos tienen particular comprensión frente a la soledad y el aislamiento. Las personas que han aprendido a superar su
necesidad de ser quienes controlan situaciones todo el tiempo pueden ser muy útiles para los demás cuando les enseñan a
organizarse y a movilizarse en dirección a un objetivo lleno de satisfacciones personales.
Los individuos, por último, que han sufrido ansiedad referente a su autoestima pueden aprender a ser menos egocéntricos y a
preocuparse más por el trabajo que realizan que por la impresión que hacen a los demás. Pueden, asimismo, aprender a respetar lo
que hacen por su valor mismo, en lugar de preocuparse en forma constante sobre si son o no merecedores de estima desde el punto
de vista de los demás.
Así pues, cuando las debilidades se convierten en fuerzas, nos transformamos también, de miembros dependientes de la
sociedad, dominantes o ansiosos de lograr la estima ajena, en educadores, dirigentes y realizadores. Como tales tenemos, sin duda,
mucho que dar y enseñar al resto.
Si bien la ansiedad involucra la amenaza de pérdida o daño inminentes, no disminuye la validez de los aspectos decididamente
reales o positivos de su otra función, la de alertar y formar el yo en la medida de su máximo potencial. Es posible lograrlo
aceptando las heridas que ha sufrido cada uno de nosotros, dando por terminado nuestro dolor, aprendiendo las lecciones dejadas
por nuestras experiencias del pasado, y transformándonos, mediante un crecimiento ininterrumpido, en la mejor persona posible
que seamos capaces de rescatar de nuestro pasado y de crear mediante nuestras acciones del presente.
Cada uno es el arquitecto de su propio futuro. Si hacemos uso de nuestros mejores materiales de construcción personal, nada
tenemos que temer. El solo hecho de encontramos en el camino hacia el descubrimiento de lo mejor de nosotros mismas
disminuye la ansiedad. El resto requiere trabajo y tiempo. Cada individuo se mueve según su propio paso y a su propio modo.
Nadie puede crearnos la propia vida. Nadie tiene por qué hacerlo. Otros pueden señalarnos el camino, ayudamos a definir
nuestras metas; pero el trabajo, la carga, la responsabilidad y por lo tanto, la alegría, nos pertenecen exclusivamente.
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CAPÍTULO CUATRO

Rabia
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La rabia es el sentimiento de estar irritados, frustrados, enojados, contrariados, fastidiados, furiosos, iracundos, ardiendo".
Nos enojamos cuando nos han herido y por ello todos abrigamos sentimientos de enojo o rabia de vez en cuando. Cuando
alguien nos dice que nunca se enoja, nos está diciendo, en realidad, que no reconoce su rabia, o bien la oculta porque teme lo que
pueda revelar acerca de él mismo.
No es necesario que estemos ardiendo de rabia para llenar las condiciones que nos califican como enojados. De hecho, la
mayor parte de la rabia que sentimos todos no es violenta ni difícil de controlar. Se trata, más bien, de irritación o fastidio, la
respuesta habitual a los desengaños de todos los días. La rabia, como la ansiedad, es sólo una denominación general para toda una
gama de sentimientos, todos los cuales tienen en común el ser reacciones a la herida o a la pérdida.
¿Cómo surge la rabia como consecuencia de haber sido heridos? Toda herida emocional agota nuestra energía al crear un
sentimiento negativo que debe ser resuelto de algún modo. La reacción natural es la de desviar ese sentimiento negativo fuera de
nosotros y hacia lo que sea que nos provocó el dolor. Esta es la forma más eficaz de manejar la rabia, pero no resulta tan sencilla
como suena, porque la causa de la herida no siempre es claramente identificable. He aquí un ejemplo que ilustra esto. La rabia de
una reacción de pesar.
Al perro de un niño de diez años lo mata un automóvil. Él siente una gran pérdida. El perro fue su compañero constante. El
niño no puede creer que su perro haya muerto realmente. Le duele demasiado aun llorar a su animalito, pues el dolor de la pérdida
es tan grande que no puede expresarla, ni siquiera en parte, en forma directa. No puede trabajar en la escuela ni concentrarse en
nada importante. Se sienta en su cuarto y contempla el televisor sin disfrutar de la audición. Toda su energía parece haberse
agotado en el esfuerzo de manejar su dolor. La parte de sí mismo que se identificaba con el perro ha dejado de existir y el extraña
profundamente esa parte. Siente rabia de que el perro haya muerto. ¿Pero contra quién debería sentir rabia por la muerte de su
perro?
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Al cabo de unas semanas el niño comienza a hablar con ira sobre el conductor del automóvil. Tendría que haber tenido más
cuidado, conducía con demasiada velocidad y, en una oportunidad, llega a acusar al conductor de haber tratado de atropellar al
perro. Comienza a soñar que vio el automóvil que mató a su perro estrellándose contra una pared. Después de un tiempo recuerda
que su perro siempre corría detrás de los, automóviles y que nunca consiguió quitarle esa costumbre. Se siente enojado consigo
mismo por haber fracasado como adiestrador e irritado con sus padres porque no le ofrecieron ayuda para enseñar mejor al animal.
Después empieza a dirigir sus sentimientos contra el perro por haber sido tan tonto de correr detrás de los automóviles. Poco a
poco, la rabia del niño se libera y su energía para realizar otras actividades reaparece lentamente. Vuelve a ser capaz de
concentrarse en la escuela y de reanudar la vida de siempre.
La expresión de la rabia contra la herida que la provocó da lugar a que la herida emocional cicatrice. En este caso fue natural
que el chico buscase objetos contra los cuales le fuera posible expresar rabia: primero contra el conductor del automóvil, después,
contra el automóvil y aun, un poco, contra sí mismo. Buena parte de la rabia tenía cierta calidad que podría expresarse como "si
hubiese actuado bien no habría perdido mi perro". A continuación desplazó la culpa de sí mismo a sus padres y por fin, muy
diluida por el tiempo, la rabia pasó al perro. Una vez dirigido este enojo contra todos los blancos posibles, cayó por fin en el
correcto, el pobre perro mismo, con lo cual la herida del niño comenzó a cerrarse.
Para que una pérdida se supere y cure de la manera mejor y más completa posible, la rabia que provoca debe contar con total
libertad de expresión. El primer paso para la reparación de una herida es hacerla conocer mediante el enojo. El segundo consiste
en dirigir ese enojo contra un blanco apropiado. Expresar enojo o rabia es una respuesta natural y saludable, necesaria para
mantener el equilibrio de nuestras emociones.
Esto no quiere decir que la rabia sea un sentimiento agradable. En ella está involucrado un gran volumen de tensión, cuando
aumenta nuestra presión sanguínea y se acelera el ritmo cardíaco. No obstante ello, si la persona enojada es capaz de liberar la
tensión emocional y física que ha acumulado en su interior, al final se sentirá mejor. La dificultad se produce cuando no es posible
llegar al origen de la herida para enojarse con él, o bien cuando enojarse con él crea tanto dolor inaceptable que el enojo o rabia se
bloquean y los sentimientos de rabia crecen en nuestro interior.
Algunos individuos consideran que no está bien sentir rabia y se niegan a admitir que sufren aun el mas leve fastidio. A otros
no les gusta enojarse porque es desagradable. Algunos creen, erróneamente, que la rabia se irá sola, si no le prestan atención, o
bien temen que si se enojan perderán el control, harán una escena, pasarán vergüenza, o bien herirán a otros. Cualesquiera sean las
razones que da una persona por no mostrar enojo no hace más que engañarse. Nunca se justifica enterrar el propio enojo.
Refrenarlo no hace más que intensificar la herida que lo causó. Las defensas que impiden que la rabia fluya naturalmente hacia
afuera pasan a canalizarla hacia adentro y la dirigen contra uno mismo. Alguien siempre paga por esa rabia. Mucho mejor es que
ese alguien sea quien causó el dolor que la persona que fue objeto de él. Cuando se contiene la rabia, el único individuo castigado
es uno mismo.
¿Cuánta rabia es necesario expresar para neutralizar una herida? Varía de una persona a otra. A algunos les basta mencionar la
herida a la persona que la causó para que se les pase la rabia en forma definitiva. Otros tienen tanta rabia contenida, que se
enfurecen cuando llaman por teléfono y les da un número equivocado. Sin duda, nunca es posible contar con un equilibrio perfecto
entre la herida y la rabia. Ello significaría que una pérdida determinada puede cancelarse mediante un sentimiento en particular.
Por muy enojado que haya estado el chico cuyo perro murió, por ejemplo, su herida nunca se curaría completamente. Por mucha
que fuera su rabia, ella no podría devolverle el perro. Por otra parte, no haber mostrado rabia por la pérdida habría sido equivalente
a negar que ésta había ocurrido y, en el mismo proceso, negar los propios sentimientos. Permitir que fluya el enojo limpia la herida
emocional e inicia la curación.
Algunas personas temen admitir que están doloridas porque no quieren aparecer como débiles Por una circunstancia irónica,
este dolor y esta rabia no expresados minan sus fuerzas y sólo hacen que se sientan menos fuertes, menos capaces de aceptar
heridas futuras, y con ello establecen un círculo vicioso que por fin les oculta toda realidad.
Si bien mostrar el enojo es necesario para equilibrar el dolor, a veces resulta difícil establecer qué es lo apropiado". Por
ejemplo, ¿cómo expresar en forma apropiada la rabia frente a un ser querido que acaba de morir de una enfermedad larga y
dolorosa? ¿Es apropiado clamar contra el cielo por haber hecho a la persona amada de tan frágil sustancia? ¿Es apropiado maldecir
al muerto por sus fallas físicas o su negligencia al no haber consultado antes a los médicos? Estos sentimientos de rabia, aunque
sean justificados, son difíciles de admitir cuando la persona que los ha provocado está muerta. Nos sentimos culpables al sentir
rabia contra alguien que ha pagado ya el más alto precio. A pesar de ello, a menudo estamos enojados con la persona amada que
murió y nos dejó, por irracional o inapropiado que parezca. Entonces, ¿cómo expresar nuestra rabia ante semejante pérdida?
Una mujer mayor, viuda de poco tiempo, buscaba ayuda para su implacable dolor. Cuando hablaba de su difunto marido se
quejaba de que le ardían los ojos. Su marido había sido un hombre más bien sumiso y simple, quien, a pesar de haber hecho
siempre todo lo que pudo, apenas logró proporcionarle las comodidades básicas. La mujer apretaba los puños al hablar de su
desesperado esfuerzo por manejar el pequeño departamento en un complejo habitacional en pleno deterioro. Haber mostrado rabia
contra su marido muerto habría intensificado su tristeza al aumentar su culpa. Corno lo había amado de verdad y su memoria era
una de las cosas que ella valoraba, mostrar rabia contra él habría sido un riesgo demasiado grande. Por eso, elegía como blancos
más inofensivos de su enojo algunas de las organizaciones oficiales, como la administración de Veteranos de Guerra que no le
enviaba una pensión suficiente, y otras personas con quienes tenía contacto en su vida diaria, la secretaria del Centro de Salud, por
su falta de cortesía; sus hijos, por su falta de cariño. Tal vez estos ataques no siempre fuesen justificados, pero con el tiempo, la
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rabia contra su marido por haber muerto se dispersó entre varios objetos, ninguno de los cuales advirtió nunca, en apariencia, la
rabia adicional que les dirigían. De ese modo el pesar de la mujer comenzó a disiparse poco a poco.
Este proceso de liberar el enojo dirigiéndolo hacia afuera en forma apropiada es el centro de todo el problema de la herida y la
rabia. Cuando no se expresa la rabia, sino que en forma defensiva se la encierra en el interior, comienza a destruir a la persona en
quien habita, provocando la erosión de todo lo que es grato a esa persona. Es un hecho, sin embargo, que muchos individuos dan la
impresión de estar siempre enojados y a pesar de ello, irritables y susceptibles. ¿Por qué no se sienten equilibrados y felices?
Después de todo, nunca dejan de dar expresión a sus sentimientos de rabia. ¿O será así? El hecho de que una persona actúe como
si estuviera enojada no significa que está resolviendo su dolor de tal manera que le sea posible encararlo concretamente.
La gente crónicamente enojada suele sentirse defraudada por la vida y culpa a terceros por sus problemas. Rara vez recibe lo
que cree merecer. No advierte que pocas personas en la vida obtienen mucho sin luchar por obtenerlo. Admitirlo, sin embargo,
exigiría que la persona aceptase parte de la culpa por su propio fracaso. En general, esto alarma muchísimo, porque abre ciertos
diques de contención: "Si tengo la culpa de algunos de mis fracasos, quizá tengo la culpa de todos." Contemplar esta posibilidad es
demasiado deprimente y sobrecogedor. Más fácil es protegerse contra cualquier iniciativa de culparnos a nosotros mismos y dirigir
el propio enojo hacia afuera, enojo que se convierte en un mecanismo de defensa y aun en un estilo de vida. Cualquier ofensa
pasajera aumenta la reserva de dolor. La rabia se descarga sin cesar -sin blanco definido- sin llegar a entrar en contacto real con el
punto de origen de la herida. La frustración, la confusión y una amargura que aumenta en forma casi vertical son la consecuencia:
el buscar una meta que no podemos localizar o que se niega a ser localizada.
La expresión adecuada y directa del enojo, por otro lado, es parte necesaria de una vida emocional sana. No debemos lamentar
nuestros sentimientos de rabia. Todos nos enojamos cuando nos lastiman. Las únicas personas que no se sienten doloridas y, por
lo tanto, no se enojan, son las que afirman no tener puntos vulnerables. La gente sin puntos vulnerables, en fin, carece de
sensibilidad. Tampoco es capaz de responder a los sentimientos de otro ser humano, de compartirlos o de llegar a una relación de
intimidad con él, porque no tiene acceso a sus propios sentimientos.
A veces, cuando una herida es relativamente leve, podemos enterrarla en lugar de expresarla en forma de enojo. Esto puede
convertirse en una mala costumbre, ya que muchas pequeñas heridas mudas pueden sumarse para constituir una gran rabia.
Cuando ocurre esto no hay causa aislada del dolor que parezca de importancia suficiente como para justificar que nos sintamos
enojados. Dejar escapar la rabia frente a cualquiera de esas heridas menores resultaría en apariencia poco apropiado, y por ello se
la contiene, lo cual señala el camino hacia el desastre.
Cuando permitimos que los sentimientos de rabia fluyan con naturalidad, cualquiera sea el punto a donde se dirigen, dentro de
lo adecuado, ¿qué sucede? La respuesta varía para cada individuo, porque cada individuo tiene su propio estilo y personalidad y,
por lo tanto, siente cada herida de manera distinta y conforme con su propia personalidad. Fundamentalmente, una vez que el
problema es encarado en forma abierta y con sinceridad y el enojo ha salido de nosotros, queda afuera. Es como si la pizarra
estuviese de nuevo limpia. Las dificultades se producen cuando tratamos de modificar nuestros sentimientos naturales para que
resulten más aceptables a los demás. En este caso expresamos sólo parte de nuestra rabia y seguimos sintiéndonos prisioneros.
Nada contribuye tanto a un sentimiento de frustración como el sentirnos prisioneros de nuestro enojo.
El individuo que comprende de verdad sus sentimientos no se sienta a cavilar en silencio sobre el dolor, creando fantasías llenas
de rabia alrededor de una eventual venganza. En lugar de ello se encara abiertamente con la persona que lo hirió y en los términos
más breves posibles le dice ni más ni menos lo que piensa de la situación, con el menor despliegue de adjetivos y exageraciones de
que sea capaz. No frota la nariz del otro en el mal que ha causado, por ejemplo, ni desempeña el papel de la víctima que en este
momento tiene el derecho no sólo de vengarse sino también de humillar.
Las personas que expresan con acción sus fantasías de venganza no quieren tan sólo venganza, sino también destruir. Admitir
que sentimos rabia es un buen primer paso para colocamos en una perspectiva correcta. Muchos se resisten a enojarse porque sus
fantasías son tan violentas que les provocan susto y confusión. Se preocupan por el temor de salirse realmente de las casillas si se
expresan y con ello prueban al mundo que ellos son los monstruos, no los demás. No advierten, en este caso, que las fantasías son
resultado del mecanismo de represión en sí. En vista de ello, no actúan. Ambas alternativas, la de reaccionar exageradamente y la
de no reaccionar son malsanas.
Existen maneras mejores de dar expresión al enojo. Recordemos los puntos que siguen: Cuando alguien nos hiere, digámosle
en forma directa y sincera... "Me heriste"... y digamos, además, exactamente por qué. Hagámoslo en privado. No pongamos al
otro en la defensiva, pues ello lo llevará a sentir el deseo de tomar represalias en lugar de escucharnos. Despleguemos toda la
firmeza que sea necesaria para dejar bien claro lo que deseamos expresar, pero tratemos de evitar una actitud punitiva. Si la otra
persona niega habernos herido, volvamos a señalar los hechos y repitamos que sabemos lo que sentimos. Si nos dice que somos
demasiado sensibles, que no hizo más que bromear, señalemos que la sensibilidad de la gente varía, que lo que es broma para
algunos para otros es dolor. Digámosle que queremos ponerlo en conocimiento de nuestra sensibilidad para que la tenga en cuenta
en el futuro. Si sentimos que la otra persona nos hirió deliberadamente, digámoslo. Cuando un individuo hiere a otro en forma
intencional, suele hacerlo porque está enojado. De ser éste el caso pidámosle que la próxima vez se muestre más directo en la
expresión de su enojo y nos diga cuál es el problema sin causarnos heridas innecesarias. Cuando alguien nos hiere de esta manera,
depende de nosotros actuar con control de la situación, ya que la otra persona actúa en forma infantil. Desquitarse rara vez
soluciona el problema y con gran frecuencia lo vuelve borroso en cuanto al punto que ambos contrarios están tratando de resolver.
Causa culpa, separa a las personas y significa un despilfarro de tiempo y de energía.
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La expresión adecuada del enojo es saludable y restauradora, pero hay individuos que aparentemente son incapaces de manejar
ningún tipo de enojo. Sentir rabia les hace sentirse mal respecto de sí mismos y como consecuencia, mantienen sus sentimientos
reprimidos. Temen enojarse por diferentes razones, que dependen, en cierta medida, de los propios antecedentes experiencias.
Volvamos a los tres tipos y de personalidad, el dependiente, el dominante y el ávido de estima.
Los individuos dependientes temen que sentir rabia sea prueba de que no son dignos de ser amados. Temen que expresar su
propio enojo ahuyentará a las personas cuya ayuda y sostén necesitan. Muchas de estas personas tuvieron dificultades durante su
propia crianza dentro del afecto, cuando eran niños, y crecieron con un sentimiento de inseguridad en cuanto a su propia valía
como individuos. Los individuos como éstos aprendieron a tragarse la mayor parte de su rabia y a menudo se sienten prisioneros,
impotentes y vacíos. Cuando se enojan suelen mostrar poco tacto en cuanto a su elección del objeto de su enojo y carecer de
control. Su rabia puede dirigirse contra un objeto “inofensivo”, como un niño indefenso, exactamente igual a ellos. Muchos de los
llamados maltratadores de niños están dentro de esta categoría. La gente que se sintió no querida durante su infancia casi nunca se
sintió cómoda al enojarse con alguien a quien querían. En lugar de enojarse pueden actuar como seres indefensos o bien vencidos,
como forma de vengarse de los otros. Es como si estuvieran diciendo: "Mira, fíjate en lo que me haces hacerme a mí mismo". Tal
actitud casi nunca da resultados, pues lo único que se logra es alejar más aún a la otra persona.
Las personas dependientes viven su vida luchando con su rabia y, de mala gana, por su propia independencia. Pueden sentir
que alguien les impide avanzar privándolos de aquello a lo que creen tener derecho. Su rabia se asemeja mucho a la del niño que
se siente maltratado y quiere vengarse, pero no sabe cómo. Como sus propios objetivos tienden a depender tanto de los demás, no
realizan ningún esfuerzo por sí solos, en la dirección que en realidad sería eficaz. El enojo se vuelve contra sí mismo y su energía
se agota con rapidez.
Los individuos dominantes tienden a equiparar la expresión del enojo con la pérdida del control. Tratan de eludir las heridas y
la rabia consecutiva, mediante complicados mecanismos mentales. Sucede no obstante, que no es posible manipular los
sentimientos como se quiere. Los sentimientos exigen expresión. Tratar de controlarlos no hace más que dar lugar a su reaparición
bajo otra forma, pero no los cambia en sí mismos ni disminuye su impacto. Las personas intensamente preocupadas por mantener
el control parecen estar siempre buscando excusas para sus sentimientos. Intelectualizan, racionalizan, proyectan, aíslan y
confunden mediante otros recursos los verdaderos problemas. Rara vez ven en forma sencilla o sin complicaciones. Resulta
sumamente difícil para la persona dominante decir: "Me heriste y estoy enojada contigo". Ser vulnerable, para ella, es no dominar
o controlar.
La rabia es un sentimiento poderoso y canalizarlo por vías no emocionales, por medios intelectuales, requiere mucha fantasía e
ideación que consumen energías. Estas fantasías e ideas nos alejan, a su vez, tanto de los hechos y sentimientos reales que a
menudo podemos llegar a olvidar en qué consistía la herida. El primer paso para resolver la rabia, o sea, la admisión de la herida,
se convierte en el primer obstáculo que debe vencer la persona dominante. Para ella resulta muy difícil, porque si bien es capaz de
hablar con facilidad sobre sus sentimientos en forma verbal, las palabras no se traducen en emociones.
No sólo tienen dificultades en expresar el enojo, sino que hallan, asimismo, sumamente doloroso aceptar la debida
responsabilidad en cuanto a haber herido a otra persona. Cuando nos enojamos con una persona dominante porque nos ha herido,
nos resultará, tal vez, una experiencia muy poco fructífera. Cuando señalamos lo que nos ha herido, la persona dominante nos dará
seguramente una detallada explicación para probar que sus intenciones eran las mejores. Nosotros tenemos la culpa. La herida que
nos infligió no fue en realidad una herida, sino nuestro propio defecto animado, por fin, merced a su propia conducta generosa que,
desde luego, fue movida por nuestro propio bien. ¿Nos sentimos confundidos? Ése es el objeto buscado.
Puede ser difícil tratar con personas dominantes por el hecho de que estáis simplemente tan envueltas en el plano intelectual y
tan apartadas de sus sentimientos, que en realidad no son sinceras. Peor que ello, tienen una capacidad limitada para aceptar su
propia falta de sinceridad y por esta razón ofrecen excusas defensivas cuando se sienten acorraladas. Se ven a sí mismas como
personas que tienen que ser perfectas y utilizan sus formidables mecanismos defensivos para alejarnos de cualquier consideración
de sus sentimientos, enojo y puntos débiles que tengan verdadero significado.
Cuando estos individuos expresan enojo, resulta sumamente desagradable. Tenemos la sensación de estar en el mismo cuarto
con un tirano enloquecido. Son incapaces de limitarse a decir: "Me heriste". Su enojo está tan atado a sus defensas
intelectualizadas que nunca están verdaderamente libres como para expresar dicho enojo en forma sencilla y directa. En lugar de
ello, dejan escapar torrentes de ira. Tales individuos necesitan expresar su rabia en cantidades limitadas cada vez y, sobre todo,
llegar a comprender que pueden enojarse sin perder el control, sin desmoronarse.
Las personas a quienes preocupa más el problema del prestigio o de las apariencias superficiales suelen reprimir su rabia
ocultándola debajo de un acto de uno u otro tipo. Al exagerar sus reacciones niegan sus propios sentimientos. Por ejemplo, pueden
actuar en forma incontrolada, mostrar un enojo que raya en la histeria, pero cuando se les pide explicaciones, se niegan a admitir
que les sucede nada. "Estaba fingiendo", pueden decir. Estos individuos prefieren representar el papel de alguien enojado a
admitir sus verdaderos sentimientos de enojo. Revelarlos abiertamente significa correr el riesgo de que los juzguen. En lugar de
arriesgarse a perder nuestro respeto o nuestra admiración, disfrazan su enojo. Sus sentimientos suelen manifestarse como dolencias
físicas. Todo el mundo está familiarizado, por ejemplo, con los dolores de cabeza causados por el enojo contenido. "Tengo otra
vez una de mis jaquecas", se oye decir, cuando "Querría hundirte los dientes", sería decir algo que se aproxima mucho más a la
rabia que se siente. Al enmascarar los verdaderos sentimientos estos síntomas físicos libran a la persona de ser juzgada y
rechazada por mostrarse enojada, o en otros términos, por ser "mala".
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Otra forma en que estos individuos manejan su rabia consiste en "cortar" de sí mismos cualquier acceso de enojo como si no les
perteneciera. Más tarde pueden olvidar con toda conveniencia el acceso y negarse a aceptar la rabia como propia. El problema de
manejar el enojo de esta manera es que exige mucho gasto de energía, agota y nunca el enojo se dirige en realidad y en forma
directa a quienes lo provocaron. Las personas culpables ni siquiera se enteran de que han causado dolor. La persona lastimada no
se ha defendido ni expresado directamente y por ello no obtiene alivio para su círculo vicioso de sentimientos heridos y rabia.
Estos tres tipos de personalidad en su relación con el sentimiento de rabia han sido considerados con cierto detenimiento porque
todos nosotros somos una combinación única de los tres. Todos compartirnos ciertos mecanismos de defensa comunes a los tres
tipos, aunque en grados que varían mucho.
Algunos de nosotros tenemos reservas de rabia cuyo manejo exige todas nuestras energías. Tal cantidad acumulada de
sentimientos no resueltos debe ser reducida a niveles que nos permitan contar con suficientes energías como para invertirlas en el
mundo exterior. Es difícil reaccionar frente al mundo en forma más o menos serena e introvertida cuando constantemente sentimos
ansiedad en cuanto al riesgo de perder el control y estallar.
Cuando estamos llenos de sentimientos negativos, podemos estar dispuestos a dar batalla ante la más mínima provocación, para
no mencionar ya una palabra o una mirada. Sin duda hay días en que esto nos ocurre a todos. Hay días en que algo marcha mal
pero no es posible identificarlo, y vivimos ese día llenos de irritabilidad y malhumor, buscando con quien discutir y mostrándonos
en general desagradables. Lo que es intolerable es vivir toda la vida así.
En las formas tradicionales de psicoterapia, los pacientes con sentimientos dolorosos como los señalados, que se han reprimido
durante largo tiempo, son llevados hasta su propio pasado para descubrir el origen del dolor inicial, con el cual el paciente deberá
reconciliarse. La teoría es que el individuo, más grande y con mayor sabiduría ahora, además de poseer la perspectiva de muchos
años de crecimiento y de considerable sufrimiento, podrá contemplar el viejo dolor desde gran distancia y con mayor precisión, lo
cual le permitirá despojarse de sus antiguos mecanismos defensivos para manejar ese dolor. El método no siempre da resultados
tan directos y precisos en la práctica. Crecer, simplemente, significa obtener una nueva perspectiva de las heridas, éxitos, afectos y
fracasos pasados, de tal manera que podemos ver un presente más acorde con lo que es y menos con lo que fue.
La mejor manera de cambiar la propia perspectiva del pasado consiste en encarar con sinceridad los sentimientos del presente y
resolverlos, en forma tan completa como sea posible, a medida que se producen. Si estamos enojados, mostrémoslo. No nos
refugiemos en un dolor de cabeza. No finjamos estar por encima de estos sentimientos. Tampoco tratemos de ignorarlos o de
enterrarlos en el pasado.
Todo proceso terapéutico tiene lugar en el presente, sean los hechos que consideramos pertenecientes a dicho presente o bien al
pasado. Lo que debemos aprender, en definitiva, en cualquier forma de terapia, es una forma mejor de descargar nuestros
sentimientos, de tal suerte que quede un mínimo de residuo de los encuentros emocionales y quedemos en libertad de actuar
recíprocamente sin cargas del pasado.
La manera de cambiar nuestra actitud frente al pasado es mostrarnos lo más sinceros posibles frente al presente. De todos
modos, ser del todo sinceros es la mejor manera de vivir. La existencia basada en grados menores de sinceridad insume
demasiadas energías y debe apoyarse siempre en defensas. No podemos vivir nuestra máxima calidad de vida en la mentira, en
particular cuando nos mentimos a nosotros mismos. La sinceridad total es el primer paso hacia la libertad. El segundo es la
expresión abierta de nuestros sentimientos.
Otros podrían pensar que exageramos la nota cuando por primera vez expresamos abiertamente sentimientos intensos, como lo
es el enojo. Recordemos, tan sólo, que la mayoría de los individuos evitan cualquier tipo de altercado. "No hagas olas", nos dicen
y nuestro enojo, aun cuando sea leve, aparecerá como inusitado. Nuestra franqueza sorprenderá o molestará a algunos. Lástima.
No hacemos más que expresar la verdad tal como la sentimos. La mayoría de las personas con quienes vale la pena enojarse
aceptarán o, por lo menos, tolerarán nuestra actitud. Quienes no lo toleren no respetan nuestros derechos a ser personas.
Puede llevarnos meses llegar a sentirnos naturales en la expresión de nuestros sentimientos, en especial los de enojo. Cuando
por primera vez somos abiertos, puede que sintamos que nuestras emociones se hacen intensas y bullen hasta la superficie,
amenazando arrastrarnos. Resulta tentador, en este punto, cerrarse y volver a frenarlas. Valor. No nos contengamos. Dejémoslas
salir. El proceso de aprender a expresar los sentimientos es doloroso. Exige toda nuestra voluntad. Hagámoslo. Tendremos
nuestra recompensa cuando los sentimientos prisioneros de dolor y rabia del pasado surjan y escapen en la grupa de los
sentimientos semejantes del presente.
Dejaremos, por fin, de sentir que debemos estar siempre en guardia para contener sentimientos prohibidos. Al habituarnos a ser
más abiertos nos asombrará qué poco tiempo y energía se requieren para mantener nuestros sentimientos al día. Decir me heriste"
será, literalmente, una expresión espontánea. Las personas poco sinceras hallarán más difícil encararnos y mantendrán cierta
distancia, hecho del que cabe complacernos. La vida será más plena y más rica, porque dispondremos más de nosotros mismos
para los seres y las cosas que amamos en el presente.
Con el tiempo sucederá algo más importante, además. Los sentimientos que contenemos ahora no son los del pasado, hace ya
mucho olvidado, los de nuestra infancia, sino los del presente, de nuestra vida cotidiana. La rabia de esta semana, de ayer, de esta
mañana, son ahora los culpables. No hay grandes heridas, sino hechos mínimos que nos ofenden y nos hieren a diario. Es nuestro
sistema defectuoso de manejar los sentimientos día tras día que causa la mayor parte de nuestras dificultades en la vida y dicho
sistema puede ser identificado y reajustado sin necesidad de extraer todas esas pesadas cargas del pasado. El proceso de crecer y
transformarse es constante. Sí estamos abiertos a él, nos brindará oportunidades renovadas de encontrarnos y de readaptar el curso
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de nuestra vida. Así como la adolescencia ofrece nuevas oportunidades para volver a analizar problemas de autonomía de control,
de estima o de identidad, los años restantes de nuestra vida nos dan la oportunidad de redefinirnos, de buscar nuestra libertad y de
aprender a ser nosotros mismos sin disculparnos ante nadie por serlo.
Por último, el secreto del éxito en este crecimiento continuado es ser sinceros con nuestros sentimientos en todo momento.
Cada vez que no lo somos nos creamos un problema, reforzamos energías negativas, que a su vez distorsionan la realidad e
interfieren con nuestra capacidad de manejamos en el mundo.
Si somos heridos y no experimentamos el consiguiente enojo, debemos preguntamos por qué. ¿Adónde se fue este enojo?
¿Estamos ocultándolo? O bien fingimos que no nos molesta? ¿Por qué no sentimos enojados cuando nos hieren? ¿Tememos
parecer vulnerables en presencia de alguien en particular? Cuando tememos abrirnos en presencia de una determinada persona,
pero podemos hacerlo frente a otros, ello significa que en realidad no confiamos en esa persona. Tememos que mostrarnos delante
de ella sea un riesgo. Podría herimos más aun, o vengarse. ¡Digámoselo! Si nuestra expresión natural de un sentimiento está
bloqueada por la presencia de otra persona, esta persona nos impide ser sinceros y libres. Las inhibiciones que sentimos pueden
ser, en realidad, sus defensas, que actúan para contenernos. Señalar que su presencia nos inhibe y nos hace difícil ser lo mejor y lo
más sincero de nosotros mismos es nuestra mejor arma y nuestro instinto más valioso. Seguramente no es mala idea, de todos
modos, evitar a quienes estimulan o intensifican actitudes poco sinceras en nosotros. Ya es bastante difícil ser sinceros, sin tener
que provocar situaciones que nos llevan a expresar lo peor de nuestras cualidades.
Sin duda hay momentos en que expresar nuestro enojo crea problemas. Todos conocemos al patrón exigente y desagradecido
que trata a sus empleados como objetos, los hace sentirse insignificantes y los hiere sin cesar, utilizando su autoridad para
intimidarlos. Los empleados se sienten irritables y defensivos y tienden a percibir al patrón en términos negativos, aun cuando éste
no tenga tal intención negativa. Expresar enojo ante tal individuo trae complicaciones, entre ellas, la posibilidad de perder el
empleo. Frente a un empleador como éste tenemos dos alternativas, aprender a aceptar ese aspecto negativo sin involucrarnos
personalmente, o bien cambiar el empleo.
Ocurre que esto no es tan fácil como suena. Muchos individuos se sienten presos por un empleo porque temen el cambio, o
bien porque no quieren perder su antigüedad. La estructura de protección provista por el escalafón y por los sindicatos es análoga
en grado notable a nuestros mecanismos psicológicos de defensa. Al principio se crearon para evitar que fuéramos vulnerables y
para protegernos contra posibles heridas. Después pasamos a depender de ellas y nos costaba funcionar sin su apoyo. Tenemos la
tendencia a recrear en nuestro ambiente inmediato los mismos problemas y mecanismos que nos aprisionan mentalmente.
Concedo como cierto que en nuestra sociedad actual, tal como está construida aun cuando nos liberemos de nuestras propias
defensas, nuestra apertura tiende a colocarnos en situaciones de conflicto con las defensas y estructuras de control del mundo en el
que tratamos de subsistir. Con todo, siempre hay cierta latitud para aumentar la apertura y capacidad de acceso a nuestros propios
sentimientos y a los de los demás. Ése es el mundo real, el más accesible, el más compensador, el mundo sobre el cual podemos
ejercer el máximo de control saludable en nuestro propio beneficio.
A menudo las personas con quienes nos enojamos no tienen rostro ni nombres. Son gente que pasa junto a nosotros con tanta
rapidez que apenas reparamos en ella: el conductor de ómnibus que nos da un portazo en la cara, el agente de policía resentido, la
camarera mal educada, el empleado de boletería descortés, el conductor de taxi agresivo, el abogado autoritario, el médico
pomposo. Todos ellos nos hieren de modos que provocan nuestro enojo , pero necesitamos de sus servicios y atención, y nos
vemos obligados a soportar sus modales negativos y sus actitudes hostiles.
¿Cómo manejar, entonces, el enojo provocado por estos individuos? El médico se pondrá en actitud defensiva y arrogante si lo
afrontamos. El abogado hallará la manera de vengarse y, sin duda, hacernos pagar muy caro. En un mundo ideal, tendría que ser
posible manifestar que nos han herido. La verdad es que a mucha de esa gente no le importa herirnos. ¿Qué hacer? Ofenderse por
estos episodios y tomarlos como personales es lo peor que podemos hacer. Terminaremos malgastando mucha energía y ganando
muy poco. A pesar de ello, aun en estas situaciones puede llegar el momento en que nos sea posible dar nuestra opinión de su
conducta en términos directos y sinceros y con cierto resultado. Digamos al conductor de taxi mal educado que no le daremos
propina. Digamos a la persona malhumorada que aunque ella está resentida, nosotros no lo estamos.
Una vez más, lo importante es que ellos, no nosotros, carguen con el problema. Agradezcamos el hecho de que nuestros propios
sentimientos estén resueltos en forma tal que nos mantienen dentro de lo humano. ¿No estamos, acaso, contentos, de no ser ese
conductor de ómnibus constantemente enojado? Si alguien nos hiere intencionalmente, el problema es suyo, mientras que dejar
que adquiera control sobre nuestros sentimientos y nos deje enojados por el resto del día lo convierte en el nuestro. La mejor
manera de encarar a estas personas es estar a tono con nuestros propios sentimientos. Cuando lo estamos, no pueden empujarnos
fácilmente a actitudes de enojo.
Cuando sentimos que se acumula nuestro enojo, he aquí algunos modos de descargarlo. Imaginemos a la persona que nos
ofendió disfrazada en forma ridícula, por ejemplo con calzas rojas y plumas. O bien, en un banquete, desnuda y comiendo con las
manos. La fantasía que ridiculiza es eficaz para disipar el enojo y dibujará en nuestro rostro una sonrisa que desconcertará
totalmente al otro. Por otra parte, el disfraz de iracundo de la otra persona es en sí ridículo. Nuestra fantasía contribuirá a colocar
el hecho dentro de la perspectiva correcta.
Hay otras formas de dar salida al enojo. Podemos escribir una carta furiosa y no despacharla, guardándola, en lugar de ello,
para volver a leerla dentro de un mes. Podemos llamar por teléfono a quien nos ofendió, pero mantener la horquilla apretada
mientras le expresamos todo nuestro enojo. Cualquier cosa que nos ponga en contacto imaginario y libere nuestros sentimientos
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será eficaz. Aunque nos parezcan tonterías, probemos estos medios. Nos sorprenderá comprobar lo bien que nos sentimos. Dar
puñetazos a una almohada durante diez minutos proporciona una enorme descarga en algunos, lo mismo que lanzar gritos en el
caso de otros. Debemos cuidar, no obstante, que tales medios no se conviertan en fines en sí mismos y hagamos uso de ellos sólo
como sustitutos de lo real, cuando la persona implicada no está a nuestro alcance, o bien cuando carecemos del coraje y la
capacidad de enfrentaría directamente.
Dediquemos, asimismo, algún tiempo a identificar las manifestaciones físicas de nuestro enojo. Todos tenemos un lugar
predilecto. Algunos sienten tensión en el cuello, otros, una sensación de ardor. Pensemos en dónde lo sentimos nosotros y
recordémoslo. Se trata de nuestra señal de que debemos dar salida a nuestro enojo.
Dejarlo salir en el momento en que lo sentimos es de importancia fundamental.

CAPÍTULO CINCO
Culpa
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El sentimiento de culpa nos hace vernos como inmerecedores, malvados, crueles y llenos de remordimiento, de reproches y de odio
contra nosotros mismos.
La culpa es el resultado de reprimir tanto tiempo el enojo, que se vuelve contra nosotros. Es un sentimiento complicado y, así
como podemos sentimos heridos de distintas maneras, también podemos sentirnos culpables con distintas manifestaciones.
Las personas que se sienten culpables castigan a otros simplemente con su sola presencia. Tienden a enfatizar lo negativo del
mundo y a ignorar lo positivo. Carecen de alegría. No se consideran dignas de aceptar lo que les ofrecen otros y por ello no se
sienten colmados, ni capaces de dar a su vez. Aunque estas personas no pueden admitir su enojo, hay una cualidad de rabia en su
actitud que lleva a los otros a sentirse rechazados o agotados. Dan la sensación de gozar de sus propios sentimientos negativos,
como forma de autocastigo. Como muchos nos sentimos culpables por algo en el curso de nuestra vida, la persona llena de culpa
reactiva en nosotros sentimientos desagradables que preferiríamos olvidar. Nos invita a rechazarla y a herirla al resistir ofertas de
ayuda y amistad. Parecen sentirse mejor cuando las tratamos mal.
Como la persona enojada, la que se siente culpable halla muy difícil dirigir sus sentimientos hacia la fuente de su enojo
largamente reprimido. Ataca sin discriminar y se coloca en posiciones difíciles de defender. Cabe imaginar lo tonta, odiosa e
indigna que debe de sentirse cuando da un puntapié al gato de la casa, grita a los niños o da un portazo a un total desconocido para
aliviar su frustración. La culpa consecutiva proviene no sólo de haber advertido que su reacción es extemporánea, sino que,
además, es innecesariamente cruel e injustificada. Se siente tan cruel, en efecto, como la persona que lo atacó en el punto de
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origen. Comienza, entonces, a dudar de su propia valía y a volear su enojo hacia adentro, con lo cual refuerza sus sentimientos de
culpa.
Como vimos en el capítulo anterior, cuando se internaliza el enojo, es una infección que se expande hasta ocupar todo nuestro
mundo interior. Sin la debida expresión, suele tomar la forma de fantasías y sueños cargados de odios. Casi todos los hemos
experimentado. Alguien nos hiere y las circunstancias, o bien nuestra propia inseguridad, nos impide decírselo. Sentimos que
hemos sido usados y que se han aprovechado de nosotros. Mentalmente vemos a nuestro verdugo y hervimos de rabia. Mientras
caminamos por la calle, nos absorbemos tanto en esta rabia y en formas imaginarias de venganza, que doblamos en la dirección
equivocada. Comenzamos a revivir las escenas de nuestra afrenta y mentalmente tornamos fuertes represalias. Tal vez humillamos
públicamente a nuestra víctima y la avergonzamos al señalarle sus faltas. O bien nos imaginamos llamando por teléfono a un amigo
influyente, a quien solicitamos que la despida de su empleo o, por lo menos, la reprenda por habernos herido ... a nosotros, amigos
tan importantes de su poderoso empleador. O es el amanecer. Nuestro verdugo está atado a un poste. Se niega a que le venden los
ojos. Muy bien, podremos mirarlo fijo. Damos la orden al pelotón. Listos, apunten... ¡Venganza!
Cuando se deja crecer estas fantasías con la represión del dolor y de la rabia, pueden provocar sentimientos de culpa. Pronto
nos veremos... sí, nosotros, normalmente tan calmos y razonables, abrigando fantasías de violencia física y de indescriptible
tortura. Los inquisidores medievales no eran nada, comparados con nosotros. Nuestra imaginación, nutrida por el enojo,
aprisionada, es digna rival del peor de los monstruos de la audición televisiva "Trasnoche". ¡Peor aún, nos sorprendemos frente al
espejo sonriendo! ¡Estamos gozando de ser monstruos! ¿Qué hacer, ante estas siniestras revelaciones sobre nosotros mismos?
¿Sentirnos avergonzados, deshechos, o sencillamente extenuados? Podríamos comenzar por comprender que la herida que nos
infirieron no fue intencional y que estamos magnificando la situación. A veces basta esto para comenzar a aliviar nuestro enojo,
para liberamos de nuestra preocupación y para ahorrarnos la culpa consecutiva.
Otras veces no basta. Las fantasías de rabia y la culpa que genera siguen nutriéndose de sí mismas. Podemos llegar a olvidar la
herida de origen hasta absorbernos en pensamientos de venganza que no podemos desechar. Al mismo tiempo advertimos que
somos nosotros quienes abrigamos estos malos pensamientos y no el otro. El otro sólo nos hirió, mientras que nosotros estamos
viviendo un mundo de odio. Nos sentimos peor y en este punto empezamos a sospechar que nosotros somos malos. Tal vez
merecemos, en realidad, que nos traten como lo hicieron. Tal vez ellos vieron esa maldad potencial en nosotros, cuya existencia
acabamos de demostrar tan cabalmente. Comenzamos a sentirnos tan mal frente a nosotros mismos, que pensar en la herida de
origen nos hace sentimos mejor. Alguien tan culpable como nosotros merecía lo que le hicieron, ¿no?
La culpa de tales dimensiones puede hacer presa de un individuo e internaliza su energía al comenzar a castigarlo, a menudo, de
maneras ilógicas e incontrolables. La memoria selecciona sólo los recuerdos negativos. La evidencia de logros y buenas acciones
pasadas que apoyen una imagen positiva de uno mismo son más difíciles de hallar. Estamos tan convencidos de nuestra maldad
que luchamos con tanta más intensidad por ocultar nuestro enojo, ya que, después de todo, no tenemos derecho a sentirlo. Nos
volvemos más cerrados, menos comunicativos y nuestra presencia nos parece incómoda para los demás. Es tanta la energía que
internalizamos, que agotamos la de quienes nos rodean.
Así la culpa intensa se convierte en un cepo terrible. Si la persona cargada de culpa comienza a expresar enojo, puede sentir
que con ello no hace más que probar ser la persona malvada que sospecha ser en secreto. Con frecuencia, este individuo teme el
castigo de su enojo, castigo que para sus adentros cree merecer. Aun puede actuar en forma que induzca a que lo rechacen o lo
hieran, porque en realidad siente alivio cuando lo castigan. Parece tener una tendencia a buscar empleos poco satisfactorios y
situaciones punitivas en la vida. No cabe sorprenderse ya de que el constante tormento exterior por lo menos le evite la carga del
autocastigo. Vive torturado.
La resolución de esta culpa no es fácil. Debemos buscar las razones que nos impidieron expresar nuestro enojo al principio. ¿De
qué teníamos miedo? ¿No advertimos que nos herían? ¿Temimos el rechazo de la persona que nos hería? ¿Cómo caímos en la
trampa de internalizar nuestro enojo? ¿Qué temimos que ocurriría si lo expresábamos? Necesitamos tener cierta comprensión del
origen de nuestra dificultad antes de poder volver sobre ella e intentar resolverla. El enojo que llevamos dentro tiene que estar
justificado por la herida inicial, por lo real y no por nuestras fantasías. El enojo mal dirigido o infundado nos provoca sentimientos
pésimos, que no resuelven nada y en realidad, nos hacen sentimos peor aún.
El tipo de culpa más difícil de resolver es el creado no por un episodio aislado, sino por una serie de ellos a lo largo de un
período prolongado. Nuestro mecanismo de conducta se vuelve rígido, ocultamos todas las heridas y negamos todo enojo. Vivimos
cargados de culpa y nos culpamos por todo lo que marcha mal.
Algo que provoca mucha culpa es sentir enojo contra alguien a quien se supone debemos amar: nuestros hijos y nuestros
padres, por ejemplo.
La madre o el padre ansioso puede abrigar sentimientos mezclados frente a sus hijos y llegar, en ocasiones aisladas, a desear
secretamente estar libre de la responsabilidad de ser progenitor, de ser adulto en general. Sin embargo, estos mismos padres suelen
ser incapaces de aceptar estos sentimientos terribles y, en lugar de aceptarlos, se sienten culpables y vuelven su enojo hacia
adentro. Muchos creemos que estar enojados con nuestros hijos significa ser malos padres. Y estar tan enojados con ellos como
para desear que no existieran es un pecado capital. Pero el pensamiento no es padre de los actos, y son los actos, no los
pensamientos, los que son objeto de castigo racional exterior.
En realidad, todos sentimos enojo contra nuestros hijos algunas veces. La dificultad surge cuando estamos enojados con ellos y
fingimos no estarlo. Esto suele traducirse en un despliegue de afecto compensatorio carente de sinceridad, proveniente no tanto de
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un afecto auténtico, como de un sentimiento de culpa. Los niños sienten que sucede algo, pero a su vez están confundidos y, como
es natural, son reacios a mostrar sus verdaderos sentimientos. Como padres, hemos disfrazado tan bien nuestro enojo bajo la forma
de dádivas y nuestros hijos las anhelan tanto, que sienten que está mal pensar, siquiera, que sus maravillosos padres no son
sinceros. Sus necesidades los llevan a distorsionar su propia perceptividad. Necesitan padres amantes y por ello perciben a sus
padres como amantes... o casi amantes. Al mismo tiempo los niños son bastante perspicaces. Todo esto contribuye a una
orientación malsana frente al mundo cuando el niño de corta edad comienza a dejar que sus necesidades den forma a su realidad.
La dádiva excesiva dificulta el crecimiento del propio progenitor, quien puede sentirse en este punto obligado a reforzar su imagen
de padre generoso y por lo tanto da para afianzar dicha imagen y no porque siente deseos de hacerlo. Este tipo de padre puede ver
en su hijo un obstáculo para su propio crecimiento y desarrollo. El verdadero obstáculo, en realidad, reside en el padre mismo.
Temeroso de crecer, usa al hijo como una excusa, pero oculta el hecho. Nos toca, entonces, la tarea de descubrir su juego.
Los padres de este tipo por lo general contienen toda manifestación de enojo en sus hijos, sobre todo cuando éste está dirigido a
ellos. Si nuestro hijo nos dice: "Te odio", como suelen decirlo los niños a menudo, aun por motivos triviales, y por nuestra parte
nos sentimos inseguros frente a nuestro propio enojo con ellos, puede que digamos: "Cómo te atreves... me heriste en mis
sentimientos...". El niño siente culpa y aprende que manifestar enojo es malo, en especial contra los padres. Además, es peligroso...
puede perder el afecto de sus padres. Es mejor callar, ya que sin duda es un chico muy, pero muy malo. Por otra parte, llegará a
ser un adulto muy lleno de rabia si este intercambio se hace habitual entre él y sus padres.
Contemplemos el problema desde otro punto de vista, el nuestro, cuando sentimos culpa y enojo frente a nuestros padres. Nos
agrada verlos como seres que lo dan todo y que siempre nos cobijarán y aceptarán. Desgraciadamente, nuestras expectativas sobre
cómo son o cómo deben ser nuestros padres no siempre se basan en la realidad. Los padres no son mas que individuos que tienen
hijos. El hecho de tenerlos no los hace automáticamente más responsables o aún más amantes. Ofrece una oportunidad y un
desafío pero no forma, necesariamente, el carácter. La verdad es que en algunos individuos la paternidad desgasta las pocas
reservas emocionales que puedan tener. No todo el mundo debe ser padre y no todos quienes lo son pueden ser buenos padres.
El resentimiento entre los padres que lo son de mala gana y sus propios hijos se nutre del enojo recíproco y no reconocido. A
menudo el producto de tales padres es un adulto incapaz de manejar su propio enojo. Siente rencor contra sus padres, a quienes ve
como artificiales y falsos, personas que representan la comedia de ser generosos, pero que se abstienen de dar lo que más necesita
una persona, amor y apoyo. El enojo que no puede ser manifestado durante la infancia sigue buscando expresión, y con esto se
prepara la escena para la aparición de un adulto que se siente culpable por seguir abrigando enojo y resentimiento. Puede llegar a
temer hacer nada que sea exclusivamente para sí, por sentir que al satisfacer sus propios deseos y necesidades expresa, de algún
modo, sentimientos contra sus padres que reactivan su antiguo enojo y hacen resurgir los sentimientos de culpa encerrados.
Es difícil romper un mecanismo como éste, pero nunca lo será tanto como continuar viviendo una vida cargada de culpa. Si
estamos obligados a vivir en un constante temor de herir los sentimientos de nuestros padres, nuestra vida se convierte en una
dolorosa repetición de nuestra infancia llena de confusión. Por otra parte, hacer frente a los padres encierra el riesgo de provocar
mayor cantidad de sentimientos negativos que los que resuelve, a menos que a esta altura, como adultos, hayamos depuesto nuestra
actitud defensiva y encaremos el problema con serenidad y franqueza, en lugar de hacerlo como cuando los niños miden sus
respectivas fuerzas "pulseando". Es oportuno aquí advertir que los padres que crean sentimientos de culpa en sus hijos tienen
tendencia a actuar, al envejecer, como si fueran indefensos y estuvieran heridos. Son capaces de dar tal impresión de soledad y
aislamiento, que la culpa provocada por el enfrentamiento directo puede resultar abrumadora para nosotros.
La mejor táctica consiste en dejar de fingir ante nuestros padres que no sentimos lo que sentimos, o que nuestros sentimientos
no tienen importancia. Si nuestros padres nos han molestado o nos han hecho sentirnos culpables, debemos señalarlo. Si se lo
decimos y todo lo que pueden replicar es cuánto los herimos al decírselo, no podernos hacer casi nada en cuanto a esto. Nadie nos
escucha. Si ése es el caso, si no hay en ellos siquiera disposición o capacidad para escuchar, nos quedan pocos recursos, salvo
nuestra propia capacidad de autocastigarnos con nuestra empecinada insistencia. ¿Qué hacer para agradar a tal padre o madre?
Mejor será dedicarnos a vivir lo mejor que podamos y esperar, sin mayor certeza, que nuestra felicidad les cause alegría. Éstos son
los términos sobre lo que cabe actuar para romper las cadenas emocionales que nos han aprisionado con nuestra culpa.
Quienes provocan tales sentimientos, como ocurre con algunos padres, reaccionan mejor frente a la total sinceridad y franqueza
de nuestra parte, sin que ello implique que adoptemos actitudes provocativas como las de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? He
aquí un ejemplo, una conversación telefónica entre una mujer y su madre manipuladora, creadora de culpa. Tiene por objeto
ilustrar el hecho de que la sinceridad contribuye a eliminar la carga de expresar enojo y devuelve el problema al progenitor, a quien
pertenece, de todos modos.

Madre: No volviste a llamarme.


Hija: Estuve muy ocupada. Bobby está resfriado y Charlie está preparando su informe para la reunión de ventas de
California y por eso está bastante tenso.
Madre: Bien, decidí que no sería mala idea ir a Los Angeles con ustedes dos. Podría llegar después de la reunión y
pasaríamos juntos las dos semanas siguientes.

La hija, que no ha tenido intención de incluir a su madre en su proyecto de vacaciones, imagina varias maneras de decírselo.
Considera la posibilidad de decirle: "Mira, mamá, todavía no hemos planeado nada concreto y además, no conseguiríamos
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“reservas”. Sabe, no obstante, que su madre hará objeciones y sospechará de pretextos tan frágiles. La acusará de que no quiere a
su madre, de no desear tenerla cerca. Tendrá que reaccionar exageradamente y decirle que la quiere, además de ofrecerle la
oportunidad de que se reúnan, de ser ello posible. Sin duda su madre investigará las posibilidades de reservas en Los Angeles,
como si fuera un agente de turismo y en menos de una hora volverá a telefonear para decirle que tiene reservadas habitaciones para
los tres. ¡Con esta madre no se juega! Se hace la indefensa para suscitar lástima, pero tiene más iniciativa que un sabueso de
Agatha Christie para descubrir que la rechazan. La hija de nuestro ejemplo prueba, pues, un enfoque directo y veraz:

Hija: Charlie dice que preferiría estar a solas conmigo durante nuestras vacaciones después de la reunión, pues ha
trabajado mucho y no quiere estar con nadie. Lo cual significa que no quiere ni chicos, ni suegra, ni trabajo.
Madre: ¡Aah! (La verdad la ha dejado muda un instante). ¡Pero, yo contaba con ir! Aparte de que no daré trabajo. Tu
hermana y tu cuñado me invitaron a pasar las vacaciones con ellos.
Hija: (Sincera, franca y con sospecha de que su hermana está en su sano juicio y no ha pensado hacer tal cosa): ¿Por
qué no vas con ellos?
Madre: La verdad es que todavía no está decidido. Además, les dije que probablemente iría con ustedes. Pero si no
quieren que los acompañe...
Hija: No debiste decirles nada antes de conocer nuestros planes...

Era importante para la hija no apartarse de la verdad. Al decirla, obligó a su madre a reaccionar ante la situación real, más bien
que ante las posibles defensas de su hija. No trató de eludirla. "Eludir" es un viejo juego que su madre conocía muy bien. Su
único poder frente a su hija residía en la posibilidad de que ésta mintiese, en sorprenderla, y entonces, en un despliegue de dolor,
crearle culpa. Al decir la verdad, la hija utilizó su mejor arma. De no haberlo hecho, o de haber dicho algo que según suponía
sería más aceptable, se habría visto presa en el juego de su madre. Dijo la verdad. Si su madre no podía soportarla, ella no tenía la
culpa y por lo tanto no tenía que cargarla sobre sus hombros. Tendría que aprender a aceptar, en cambio, los sentimientos de
rechazo y la manera de ser de su madre, sin sentirse culpable por ellos.
Recordemos que no tenemos obligación de mentir frente a nadie. En cambio, siempre nos debemos la verdad frente a nosotros
mismos.
Lo que nuestros padres esperan de nosotros también puede crear culpa. Sus planes respecto de nosotros pueden reflejar sus
propias metas no alcanzadas, más que nuestro propio potencial o aptitudes. Como consecuencia, debemos medir nuestro esfuerzo
contra un nivel de logro que nuestros padres mismos no alcanzaron. Nos vemos, entonces, en la difícil situación de complacerlos
antes que a nosotros mismos. Cuando tenemos este tipo de padres, podemos alcanzar gran éxito a los ojos de ellos y sentirnos, con
todo, desdichados, por no saber qué significa el éxito auténticamente ganado por nosotros mismos. Si vivimos para nuestros
padres, ¿quién vivirá para nosotros? ¿Nuestros hijos? Con ello se crea un círculo vicioso. Es ya difícil, realizar lo mejor que
podemos una tarea difícil, sin sentir, además, que defraudamos a nuestros padres cuando buscamos y alcanzamos nuestras metas.
No olvidemos que, en definitiva, somos nosotros quienes sabemos lo que más nos conviene. Cuando no actuamos según lo que
creemos y sentimos, no nos es posible funcionar con el máximo de nuestra capacidad. En todo caso, actuar contra nuestras
convicciones para complacer a otros da malos resultados. Nunca es posible defender una causa o una meta en la cual no creemos.
Ciertas presiones sutiles de los padres pueden atarnos mucho después de haber alcanzado la edad adulta y, según cabría esperar,
la de la sensatez. Nos sentimos sumamente culpables de enojarnos con padres que han hecho grandes sacrificios para educarnos o
para darnos una carrera, aun en el caso de que ellos hayan estado tratando, además, de vivir su propia vida a través de la nuestra.
Por sutiles que sean las alusiones, el martirio de los padres no pasa inadvertido. Nos sentimos obligados a compensarlos por estos
sacrificios... "La lucha y el sacrificio de mis padres no será en vano", nos decimos, como hijos nobles, abnegados y llenos de culpa
que somos.
Hay otra consecuencia desgraciada, aun cuando logremos realizar los sueños de nuestros padres, la de sentirnos siempre
incómodos. Por lo menos, pensamos, no los hemos herido al ser dóciles. Ahora se sentirán complacidos y orgullosos de vernos
convertidos en médico, dentista, farmacéutico, plomero, modista, maestro, o lo que sea. No siempre ocurre esto. Nuestro éxito
puede llegar a ser tanto, que es visto por muchos padres no como la realización de sus sueños, sino como una humillación. “Mi
hijo, el doctor”, puede involucrar emociones contradictorias, de envidia combinada con orgullo. Lograr complacer puede
significar, a la vez, lograr contrariar. ¿Qué sentimos, entonces? ¿ Cómo podemos salir airosos de tal situación? No es posible.
Sentirnos, sobre todo, enojo, dolor y culpa. Es mejor tratar de ser nosotros mismos.
Sin duda es cierto, así como natural, que cuando somos jóvenes buscamos la aceptación y comprensión de nuestros padres y
tendemos a confiar en su consejo y orientación más que en la de ninguna otra persona. Lo más probable es que las intenciones de
ellos hayan sido las mejores, tanto frente a nosotros como frente a si mismos. El hecho es que son seres humanos, unos más sabios
que otros. Todos los padres tienden a tener, en grado variable, los mismos problemas y puntos de escasa sensibilidad en cuanto se
refiere a sus hijos. Todos creen sinceramente que sólo aspiran a lo mejor para sus hijos, pero tal creencia no es sinónimo de
realidad, y puede crear una enorme carga para un hijo. En conflicto entre hallarse a sí mismo y complacer a sus padres, carece del
suficiente apoyo emocional para perseguir sus propios intereses y del talento necesario para tener éxito en las disciplinas
estimuladas por sus padres. Puede que nunca tenga la experiencia de actuar en su máxima capacidad. En lugar de ello, se siente
derrotado y sin valor. Peor aún, puede sentirse incapaz de justificar la búsqueda de lo que ama. Al no desarrollar las aptitudes que
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puede tener, llega a dudar de que existan. Es desgraciado y se siente inepto. Además, está enojado con sus padres, lo admita o no
y, si no lo admite, termina sintiendo culpa por su enojo.
Liberarse de semejante atadura exige una aceptación previa de nuestros sentimientos, y de nosotros mismos tal como somos. Si
nuestros padres no se han aceptado, ¿cómo pueden aceptarnos a nosotros? Si necesitan probar que habrían tenido éxito de haber
mediado otras circunstancias, también necesitan vivir a través de nosotros la oportunidad que perdieron, lo cual, con toda certeza,
no dará resultados para ellos ni para nosotros. Sea como fuere, el objeto de nuestra vida no es justificar la de ellos. Es ya bastante
responsabilidad llegar a ser aceptables ante nosotros mismos y dicha responsabilidad debe ser prioritaria. ¿Qué valor tiene nuestra
vida cuando está regida por algo que no sea la búsqueda de la verdad acerca de nosotros mismos?
Es obvio, sin embargo, que en algún punto no deja de ser probable que nuestros padres se sientan heridos. La verdad es que, en
lo profundo de su ser, la herida no tiene tanto que ver con nosotros como con el hecho de que no han logrado realizarse ellos
mismos. La revelación tarda mucho en producirse. Con todo, al permitirnos estimular sus expectativas irreales del mundo, no
hacernos más que postergarla, en el mejor de los casos y en definitiva, prolongar su desdicha. Es insensato vivir nuestra vida
protegiendo a nuestros padres para que no contemplen la propia con sinceridad. Tal vez no lo desean, o no pueden hacerlo, lo cual
es comprensible. Al mismo tiempo es un hecho que aceptarnos mutuamente como somos es la mejor solución, la única realista,
quizá. Es probable que nos toque tomar la iniciativa, lo cual es peligroso, doloroso y puede dejamos heridos. Si lo intentamos
conviene ser cautos, pero, por otra parte, no nos abstengamos de vivir nuestra propia vida.
Cuando tememos que actuar en nombre de nuestros mayores intereses hiera a otros, tal temor puede invadir toda nuestra acción.
Es natural sentir ansiedad ante el riesgo de perder el amor de otros actuando según lo que sinceramente creemos ser mejor para
nosotros. No es inevitable, a pesar de ello, que la relación sea de “bueno para nosotros, malo para ellos”, pero puede plantearse en
estos términos, por lo menos, desde el punto de vista del otro. Tal situación, cuando nos domina, puede atarnos en grado
considerable.
En el caso de un niño las ataduras emocionales de este tipo pueden ser intensamente dolorosas. Imaginemos, por ejemplo, al
niño a quien sus padres le dicen sin cesar algo así como “Si eres bueno, actuarás como nosotros queremos, y sin duda eres bueno,
porque si no lo fueras, no te amaríamos... ”. En lugar de enseñarle a juzgar lo malo y lo bueno sobre la base de sus sentimientos y
experiencias se induce a este pobre niño a contener los primeros, así como su propio juicio, para aceptar el de sus padres sin
cuestionarlo. La dificultad sobreviene cuando el niño desea hacer algo que sus padres no aprueban. Si lo hace, teme perder su
afecto. Si reprime su deseo de hacerlo, está conspirando contra su capacidad de crecer a tono con sus sentimientos y experiencias.
Queda así preso y con una actitud confusa y ambivalente en cuanto a tomar cualquier iniciativa.
Para resolver sentimientos ambivalentes nada es tan inútil como un fuerte sentido del propio yo. Éste no se forma de la noche a
la mañana, aparte de que nadie ve su propio yo de manera fija. Todos tenemos la capacidad de crecer y de definirnos cuando
encaramos sinceramente la realidad. Cuando en lugar de eludir los problemas de ambivalencia los encaramos de frente y tratamos
de resolverlos, cada vez tenemos menor cantidad de ellos.
Las cuestiones sobre las que se basa la ambivalencia son universales. ¿Soy bueno o malo? ¿Débil o fuerte? ¿Inteligente o tonto?
¿Independiente o dependiente? ¿Libre o dominado? Cuando estamos inseguros en cuanto a las respuestas, nos sentiremos
ambivalentes cada vez que debamos encarar tales preguntas. Por el hecho de temer que al encarar la verdad sobre nosotros mismos
descubramos tener fallas, tendemos a eludir preguntas tan fundamentales como éstas. Encararlas es el primer paso y, con
frecuencia, el más importante para resolverlas. Aceptar, en fin, las respuestas, por difícil que nos resulten, es la mejor manera de
atenuar el malestar de la ambivalencia.
¿Qué deseamos en la vida? ¿Qué estamos haciendo para lograrlo? ¿Qué se interpone en nuestro camino? ¿Quién colocó el
obstáculo? ¿Por qué esperamos hasta que una crisis nos obliga a actuar? He aquí las preguntas más amplias que siguen a las
primeras. Una vez más, al encararlas, comenzamos a liberarnos de la parálisis de la ambivalencia. Las preguntas llevan casi
implícitas la respuesta: decidamos quiénes somos y qué es lo mejor para nosotros.
Existe, desde luego, un equilibrio que cabe alcanzar entre dejar que otros nos organicen la vida y vivir sin otra preocupación
que nosotros mismos. No hay en este capítulo una invitación a que hagamos siempre nuestro antojo para evitar toda culpa. Las
consideraciones modificadoras, como siempre, implican el trato de los demás con un espíritu de reciprocidad y compasión, el
aprender a amarnos y respetarnos con todo nuestro potencial, desarrollarnos como seres cuya vida es preciosa y tratar a los demás
de la misma manera. No dejemos que otros nos utilicen ni ejerzan coerción hasta llevarnos a negar nuestros sentimientos por
temor de herirlos. Cuidemos, también, el no atropellarlos durante el proceso. Estar libre de sentimientos de culpa no depende por
cierto de abusar del prójimo.
El tipo de culpa más común es el derivado de comprobar que hemos hecho un verdadero daño a otra persona. Negar nuestra
responsabilidad no hace más que intensificar nuestro sentimiento de culpa. La mejor forma de aliviarla es aceptar nuestras
acciones, disculparnos y reparar el daño causado. Resulta inmejorable como medio de atenuar la tensión interior y lograr que todos
nos sintamos mejor.
Todos sentimos culpa a veces, pero ella se convierte en problema sólo cuando no la comprendemos. Hemos visto que en su
mayor parte proviene de enojo que no ha tenido suficiente expresión. Cuando nos sintamos culpables, establezcamos de dónde
proviene nuestro enojo.
Comprendamos cómo nos hirieron. Hagamos las reparaciones apropiadas si nosotros herimos a alguien, pero no un
interminable mea culpa. Que la reparación esté de acuerdo con el “crimen” que cometimos. Si nos sentimos culpables por haber
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defraudado a alguien, volvamos a pensar en ello desde el punto de vista del interés que nos movió y del de quien a su juicio, se
considera defraudado. Por lo menos, veamos la situación. Existe la posibilidad de que la culpa no sea exclusivamente nuestra y
hasta de que no la tengamos.
Las personas que nos hacen sentirnos culpables suelen usar como arma el hecho de sentirse heridas. Provocar sentimientos de
culpa en otros es el procedimiento más poderoso y cruel que hace que se entierren sentimientos y se confunda el conflicto que
provocó el enojo en primer término. Es difícil resolver conflictos con otra persona cuando ésta nos coloca en la posición más débil
y defensiva. Cuando alguien hace uso de nuestra culpa, nos lleva a manifestamos por medio de lo que hay de más inmaduro y
defensivo en nosotros. La culpa provoca la aparición de nuestros rasgos infantiles, los de quien teme ser castigado y más aún, que
no lo amen. Es también el aspecto de nosotros mismos que por fin, si el otro persiste en su actitud, puede ceder a la tentación de
atacar con las mismas armas, lo que a su vez, provoca idéntica reacción en el otro: "Tú me heriste, yo te hiero... " En definitiva los
dos nos llenamos de culpa y el enojo no se resuelve.
Lo único que cabe hacer en tal situación es ver con claridad nuestros sentimientos y manifestarlos con igual claridad.
Señalemos que creemos que el otro está utilizando sus sentimientos de culpa para herirnos y que por mucho que lo hayamos
lastimado nosotros, ello no justifica las represalias excesivas que crean más culpa aún. Uno de los dos debe asumir la
responsabilidad de fijar límites. El individuo más sano, el que comprende mejor sus propios sentimientos es quien debe decir
"basta"". Para reñir se requieren dos partes. Esperemos ser nosotros la más estable de las dos.
Aun en estas circunstancias, dicho y hecho ya todo lo bueno, lo apropiado y lo saludable, la mayoría de nosotros seguiremos
sintiendo cierta culpa cada vez que nos enojamos con quienes se supone debemos amar. En este punto debe estar claro ya que hay
que expresar el enojo y el dolor, quienquiera sea que nos haya herido. La expresión apropiada del dolor recanaliza los sentimientos
negativos fuera de nosotros mismos y es esencial para restablecer nuestro equilibrio emocional. Es verdad que expresar nuestro
enojo puede ser visto como hiriente por los demás, pero no podemos permitimos aceptar las cargas ajenas, por lo menos, cuando
está en juego nuestra propia salud emocional.
Nuestra meta definitiva en la vida es ser lo mejor de nosotros mismos. La inmediata es tomar el camino que nos conduce a la
definitiva. ¿Por qué, entonces, sentirnos culpables de no dejarnos intimidar por quien persiste en interponerse en nuestro camino, o
se siente “herido” cuando por fin lo hallamos? En realidad, nunca daremos satisfacción ni apaciguaremos a nadie que tenga estas
características, aun cuando vivamos disculpándonos. Si nuestro propio crecimiento saludable es vivido por alguien como una
herida, el problema no es nuestro.
El mayor amor que puede manifestarnos una persona es el deseo de que desenvolvamos al máximo nuestra personalidad. No
somos propiedad de nadie, cualquiera sea nuestra relación. No estamos en el mundo para realizar los sueños de un padre frustrado,
ni para proteger a otros de tener que encarar la realidad de sí mismos o de su propio mundo. Vivimos para crecer y desarrollarnos,
para compartir la tarea de hacer un mundo mejor, de hacer el mundo inmediato, el que nos rodea y del cual somos parte, tan
auténtico y representativo de nuestros propios sentimientos como sea posible. Sin duda, es necesario transar en cuanto a los
recursos disponibles de tiempo y dinero, pero cabe esperar que ello no nos desvíe demasiado de nuestra propia vida. De ocurrir
esto, por muchos esfuerzos que hagamos sólo seremos una aproximación de nuestro verdadero yo, nuestra contribución a la
felicidad de quienes amamos se verá limitada por esa falta de autenticidad y nos hallaremos en la amarga ruta donde el enojo
profundo y la culpa se unen para destruir nuestras mayores aspiraciones.
No es inevitable. No lo permitamos. Espero que algo de lo manifestado en estas páginas ayude a evitar que suceda.
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CAPÍTULO SEIS

Depresión
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La depresión es el sentimiento de estar tristes, infelices, melancólicos, “en el pozo”.


Como la culpa, la depresión sobreviene cuando el enojo queda prisionero en nuestro interior. En este caso, el enojo se
transforma en odio y comienza a despojar a la vida de todo significado. Hacer del propio mundo un lugar habitable requiere
energía, de la cual a la persona deprimida le queda poco para invertir. Es evidente que la persona deprimida y la feliz que
contemplan el mismo paisaje otoñal reaccionan frente al mismo mundo exterior. Si suponemos que los sentidos de ambas son
normales, las impresiones sensoriales recibidas tienen que ser en gran parte las mismas. Con todo hay una gran diferencia en el
mundo experimentado por cada una de ellas. La persona feliz contempla el paisaje y ve en él un reflejo de sus sentimientos
positivos. La persona deprimida sólo halla en él razones adicionales para sentirse deprimida, al recordar la gente ausente, el vacío
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interior, la propia autoestima limitada y peor que todo ello, el contraste entre su tristeza interior y el mundo de brillantes tonos que
lo rodea.
Nuestros estados de ánimo tiñen nuestro mundo y moldean nuestra realidad.
En la depresión la energía parece volverse contra el yo. En lugar de permitir el libre fluir de sus sentimientos, la persona
deprimida ve cada sentimiento de enojo como prueba de su poca valía y retrocede ante toda expresión de dicho enojo. Aun en este
caso, da la impresión de estar enojada, porque sus defensas excesivamente cargadas dejan escapar expresiones del enojo aquí y
allá.
Si bien estas personas se sienten a menudo tristes, la depresión se diferencia de la tristeza. La tristeza es un sentimiento de
vacío que sigue a una herida o una pérdida. Cuando nos sentimos tristes y nos preguntamos "¿Qué he perdido?""¿ De qué modo he
sido herido?", por lo general tenemos una respuesta que tiene sentido. Podemos expresar rabia por nuestra herida y dolor por
nuestra pérdida. Nuestro enojo no ha sido enterrado y si lo resolvemos, es habitual que la tristeza desaparezca.
Cuando un individuo permanece triste durante largo tiempo, sin comprender qué significa esta tristeza, a menudo pierde
contacto con el hecho que provocó la tristeza. El resultado es la depresión. La tristeza permanece en él, alimentada por un
abundante reservorio de enojo y odio. Se siente desvalorizada. La gente deprimida está siempre tratando de contener su enojo y el
acto mismo de contenerlo la agota más aún y puede llegar a enfermarla. Si bien la tristeza y la depresión pueden tener la misma
apariencia en un momento dado, no son lo mismo. La tristeza de todos los días se disipa. La tristeza de la depresión, por otra
parte, se encuentra prisionera. Si no se la trata, aumenta. La tristeza normal pasa con los cambios de fortuna. La depresión no. La
tristeza es una fase pasajera en el fluir natural de los sentimientos. La depresión, en cambio, es la interrupción en el fluir de los
sentimientos.
Para comprender un tipo determinado de depresión necesitamos conocer los verdaderos sentimientos que se ocultan detrás de
ella. ¿Parece razonable la tristeza cuando la comparamos con lo perdido, o bien se la exagera fuera de toda proporción? Si el
sentimiento de depresión concuerda con la pérdida, a menudo podemos aliviarnos identificando dicha pérdida, dejando escapar el
enojo y haciendo las reparaciones apropiadas cuando ello es necesario.
Se trata aquí de una depresión sin complicaciones, del tipo que responde bien a la conversación con buenos amigos o al solo
hecho de sentarse a solas y cotejar nuestros propios sentimientos con los hechos que los provocaron.
Desgraciadamente la mayoría de las depresiones no son tan fáciles de delinear. Señalar los hechos que causaron la herida
inicial rara vez es suficiente para eliminar una depresión severa. Cuando volvemos el enojo contra nosotros mismos, este
sentimiento crece fuera de toda proporción con la realidad, llevándonos a una actitud de defensa oculta. (Esta reserva no siempre es
perjudicial, ya que es señal de que la persona por lo menos reconoce que le pasa algo y puede tomar ciertas medidas para corregir
su situación. Las personas con este tipo de depresión parecen mejorar en medio del silencio. Al ocultar sus pensamientos,
protegen al mismo tiempo la marcha de su recuperación. Su actitud defensiva las hace a menudo inaccesibles a las palabras).
Las personas con depresión severa pueden ser alcanzadas a veces cuando actuamos sobre sus sentimientos de culpa, ya que la
culpa es con frecuencia el más accesible de sus sentimientos. En un experimento llevado a cabo en un hospital se envió una
cantidad de pacientes con depresión a la sala de laborterapia durante ocho horas por día, cinco días por semana. A cada paciente se
le daba un gran bol lleno de millares de cuentitas de colores y un par de pinzas finas, además de unos cuantos boles más pequeños.
Debían clasificar las cuentitas por colores y distribuirlas en los boles más chicos. El trabajo era sumamente cansador y no era
posible completarlo en una jornada. Al final de cada una, la terapeuta observaba el trabajo de cada paciente, volvía a arrojar las
cuentitas tan cuidadosamente clasificadas dentro del bol grande, decía al paciente que volviera al día siguiente para emprender otra
vez la misma tarea.
Como estos pacientes no eran comunicativos y no era posible tomar contactos con ellos por los métodos de psicoterapia
habituales, nunca se discutió nada referente a sus problemas. A pesar de ello, evidenciaron una marcada mejoría. El método dio
resultados, aparentemente, porque de alguna manera estos pacientes sentían que estaban siendo castigados por sus "malas acciones"
y que se les permitía hacer penitencia por su "maldad". Se les daba la oportunidad de elaborar sus sentimientos de culpa alejando
de sí mismos el enojo y canalizándolo por una vía inofensiva. En este proceso poco a poco su depresión fue desapareciendo.
La necesidad de castigo en los estados de depresión, por lo menos, la oportunidad de compensar el mal que algunos individuos
deprimidos creen haber hecho a otros, parece ser una parte importante de la cura. Es frecuente que cuando ciertos pacientes con
depresión severa comienzan a sentirse mejor, asuman tareas humildes, como fregar pisos y retretes. Este tipo de conducta, dentro,
o bien fuera del hospital, parece proporcionar una combinación eficaz de autocastigo y de redirigir el enojo y la energía hacia
afuera y sobre objetos aceptables, proceso que se realiza en forma simultánea.
De hecho, dirigir la energía hacia afuera es el primer paso para romper el ciclo de depresión que tiende a autoperpetuarse. La
persona que se siente deprimida puede tener poca inclinación para salir y hacer algo, cualquier cosa. Estar deprimido consume una
enorme cantidad de energía. El mejor comienzo puede ser la actividad solitaria, como el dibujo, la costura, la jardinería, las
reparaciones de aficionado, la limpieza de sótanos, desvanes y armarios. Todos estos elementos proporcionan una salida externa
sin imponer la presión de establecer contacto social. A veces reconstruir un diario resulta útil para clasificar los hechos que
llevaron a la dificultad actual. También es eficaz hacer un programa de actividades diarias y tratar de ajustarse a él, de tal manera
que cada día ofrezca la oportunidad de proveer algo positivo y compensador. No es necesario estar en un estado de óptima alegría
para realizar las tareas de rutina, pero ellas pueden ayudarnos a “despegar del fondo del pozo”.
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Todos tenemos sentimientos de tristeza y la mayoría de nosotros nos hemos sentido deprimidos en uno u otro momento de
nuestra vida. Sentirse deprimido es sentirse sin vida, inhibido, y drenado. Las funciones corporales se vuelven lentas. Los
deprimidos suelen sufrir, a menudo, de estreñimiento y de trastornos del sueño. En forma característica despiertan muy temprano
por la mañana y no pueden volver a dormirse. También les cuesta conciliar el sueño y son inquietos, despertándose con facilidad.
Cuando duermen, no tienen un sueño reparador. A menudo este sueño es interrumpido por pesadillas perturbadoras en las cuales
los sentimientos prisioneros buscan expresión.
La persona deprimida tiene un aspecto acorralado, preocupado, en su desesperación por contener su enojo y odio de sí misma.
Tolerar este estado de cosas durante demasiado tiempo resulta agotador. Las defensas se desgastan y en los casos peores la energía
deja de fluir hacia afuera. Cuando el individuo deprimido se siente incapaz de contener más su rabia y llega al convencimiento de
que las cosas no mejorarán, puede volver el enojo contra sí mismo en una tentativa final de terminar con todo, ya sea mediante un
grito con el que pide ayuda o bien mediante un intento real de poner fin a su vida.
Sin embargo, la depresión no siempre deja de tener su aspecto positivo. Aun cuando sea muy doloroso soportarla, puede servir
para bajar ciertas defensas que han sido demasiado rígidas o demasiado causantes de confusión, con lo cual se obtendrá una visión
más clara y menos distorsionada de uno mismo. Durante una depresión muchas personas comienzan a comprenderse por primera
vez y también por primera vez entran en contacto con otros sentimientos que les revelan aspectos de si mismas. Tiene por ejemplo
un sentido de haber perdido algo que era muy importante, pero de lo cual no tenía conciencia antes. Puede sentir que ya ha perdido
tanto que no tiene más que perder al ser sincera consigo misma y volver a analizar lo que considera importante en su vida.
La depresión cuando está acompañada por este tipo de nueva conciencia del propio ser puede convertirse en un punto decisivo
de cambio para quien ha vivido hasta ese momento mal organizado y aún hallar una dirección. La caída de las defensas puede
ayudar a dar nueva forma a nuestra vida, a encontrar valor para poner en tela de juicio lo que antes considerábamos tan importante
y a decirnos, por ejemplo: "Si lo que tenía era, según suponía, tan importante para mi, ¿por qué no era feliz?" Podemos, en este
punto, darnos cuenta de que todavía tenemos mucho tiempo de cambiar. Un gran número de individuos dejan, por fin, de dar
muchas cosas por supuestas cuando se sobreponen a una depresión.
No cabe recomendar, desde luego, una depresión como método ideal para establecer quiénes somos en realidad; pero ignorar
las realidades de nosotros mismos que se hacen manifiestas cuando bajan nuestras defensas implica perder una oportunidad valiosa
de crecer. Peor aún, el antiguo enojo derivado de pérdidas permanece encerrado, irresuelto, todo nuestro sufrimiento resulta inútil.
No hay, en definitiva, una virtud inherente en el hecho de sufrir, Es necesario que aprovechemos este sufrimiento.
Los sentimientos depresivos no resueltos pueden comenzar a interferir con la capacidad de trabajar y de vivir. Cuando el dolor
es demasiado grande la intuición suele ser al mismo tiempo escasa. Es necesario obtener ayuda. Existen diversos tipos de
tratamiento cada uno de ellos con sus propios méritos y desventajas. El método utilizado depende del tipo y severidad del
desorden y debe llevarse a cabo bajo la responsabilidad de un profesional.
El tratamiento de la depresión por la psicoterapia involucra ayudar al paciente a liberar su enojo reprimido e impedir que se
acumule en mayor medida. A menudo el terapeuta desempeña el papel de persona “segura” con quien el paciente puede enojarse
sin que aumente su sentimiento de culpa.
El electroshock es una forma física de terapia que crea una amnesia parcial y con ello fortifica la defensa de la negación
mediante la cual la persona deprimida ha tratado sin éxito de contener su enojo. provocado por medios artificiales Este olvido
suprime el enojo y la culpa que el paciente no ha conseguido negar. Puede ser de utilidad para que el paciente que sufre una
depresión psicótica se sienta mejor en forma transitoria, pero lo deja con menores recursos con los cuales trabajar a causa de su
pérdida parcial de la memoria. Con frecuencia, una vez pasados los efectos del electroshock el paciente vuelve a caer en la
depresión. Este tratamiento puede dificultar el trabajo de psicoterapia más adelante, por interferir con nuestra capacidad de
recordar y resolver sentimientos dolorosos.
Como la psicoterapia y el electroshock, el tratamiento de la depresión por medio de medicación antidepresiva es eficaz sólo en
parte y con algunos pacientes, pero no con otros. La eficacia de las drogas antidepresivas es con frecuencia psicológica,
comenzando por el médico. Da a éste algo concreto con qué tratar al paciente y con ello puede hacer que aquél proyecte una
actitud de mayor confianza, que a su vez puede ayudar al paciente a creer en él. Hoy en día consideramos que se hace un uso
abusivo de estas drogas.
Se ha demostrado que la droga antidepresiva llamada Imipramina aumenta el volumen de enojo expresado en los sueños de los
pacientes deprimidos, los cuales disminuyen en forma gradual a medida que mejora el paciente. Esto sugiere que parte de la
mejoría obtenida mediante esta medicación puede ser la consecuencia de vaciar por medio de los sueños las reservas de enojo que
han servido para alimentar la culpa y la depresión del enfermo. La Clordiazepoxida, tranquilizante de amplia difusión, parece
aumentar la ansiedad expresada en los sueños del paciente, sueños que de esta manera permite, en apariencia, expresar
sentimientos que estarían prohibidos en otras manifestaciones.
En general, tanto los médicos como los pacientes confían demasiado en la medicina y la tecnología y demasiado poco en las
cualidades humanas y en la comprensión del mecanismo de los sentimientos. En la depresión, como se ha mencionado a, llegar a
lo profundo de nuestros sentimientos y ver nuestro mundo interior tal como es puede permitirnos tomar decisiones que éramos del
todo incapaces de formular con anterioridad. Las personas que se recuperan de una depresión dicen a menudo: “He recibido ya
bastante castigo por mis propios sentimientos y ahora es el momento de que haga algo por mí mismo”. Sé cuál es la de mi
infelicidad y sé que no puedo seguir viviendo como lo he hecho hasta ahora. De seguir viviendo así, sería un farsante, un
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simulador. No quiero pasar el resto de mi vida fingiendo que debo ser feliz cumpliendo los deseos que tiene otro respecto a mí.
No quiero pasar el resto de mi vida tratando de corregir los errores sin remedio ya de mi pasado. Quiero vivir mi vida.”
Todo el tiempo pensamos cosas como éstas, pero con frecuencia sentimos demasiada culpa como para dar un paso constructivo
en nuestro propio beneficio. La depresión puede permitirnos ver que somos responsables de nuestra propia vida y que debemos
asumir la carga de realizarnos. Nadie lo hará por nosotros. A menos que nos ocupemos en primer término de nosotros mismos,
seremos de muy poca utilidad para nosotros y para los demás.
Los adolescentes se sienten muchas veces deprimidos porque, como se ha señalado en páginas anteriores, la visión que tienen
de si mismos cambia en forma constante y sufren sin cesar un menoscabo de su autoestima. Sin embargo esta disminución de la
autoestima puede ser el punto de partida para el crecimiento y para la corrección de errores, para renunciar a las formas infantiles y
artificiales de actuar con el solo fin de ser como los otros chicos o chicas, a costa de ser ellos mismos.
En cierto modo la depresión vuelve a hacer de todos nosotros adolescentes, con un nuevo potencial y oportunidad para crecer.
La depresión nos dice que hay algo que no marcha en la forma en que estamos manejando el mundo, que hay algo que no marcha
en la forma en que estamos manejando nuestras vidas. El dolor de la depresión con frecuencia nos permite volver a crecer y dejar
de sacrificarnos sin necesidad por los demás.
No ser lo mejor de nosotros mismos es doloroso. Aceptar la responsabilidad de nuestros propios sentimientos y decidir descubrir
qué es lo mejor dentro de nosotros es el legado más valioso que puede dejarnos una depresión.
Ser lo mejor de nosotros mismos significa que somos sinceros con nuestros sentimientos, que renunciamos a las expectativas de
que seamos perfectos y, por lo tanto, a la necesidad de ocultar lo que sentimos, ya que lo que sentimos es nuestro propio ser.
Ser lo mejor de nuestro propio ser significa que la combinación única de sentimientos que forman ese ser es lo mejor que
podemos ser, sean cuales fueren dichos sentimientos.
Es mejor aceptar la depresión como prueba de que somos reales y que tenemos sensibilidad. Aceptemos que somos
fundamentalmente buenos aun cuando a veces lo dudemos y que, lo que es más, podemos aducir pruebas para apoyar la convicción
de nuestra bondad esencial. El problema no es que seamos malos, sino que sentimos que lo somos y que este prejuicio acerca de
nosotros mismos nos ha llevado a perdernos dentro de nuestro propio sentimiento de culpa.
Tengamos el valor de volver a crecer.
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CAPÍTULO SIETE

Cómo saldar nuestras deudas


emocionales y liberarnos
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Una vez que hemos aprendido a comprender nuestros sentimientos y a ser abiertos y sinceros en la expresión de éstos, podemos
liberarnos de las deudas emocionales del pasado y ver con claridad cada vez mayor nuestra forma de percibir el mundo. Una vez
libre de la necesidad de distorsionar, una vez que dejamos de tener expectativas preconcebidas respecto de la realidad, la vida deja
de ser complicada. El momento actual el ahora, parece alargarse a medida que gozamos de mayor disponibilidad frente a nosotros
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mismos y a las personas que amamos. La vida se hace más completa porque nuestras experiencias son más completas. Mientras
en una época eludíamos el dolor, y aislábamos parte del mundo para que contuviera su avance, ahora estamos libres para sentir
todas nuestras heridas y pérdidas, resolverlas, y seguir marchando hacia el próximo momento de la vida con una carga mínima
proveniente del pasado. De máxima importancia es que una vez saldadas nuestras deudas emocionales, estamos en el camino hacia
nosotros mismos. Hacia el verdadero conocimiento de nosotros mismos. Es más fácil tomar decisiones que resultarán beneficiosas
y estructurar nuestra vida de tal modo que nos dé la mayor oportunidad de alcanzar nuestro máximo potencial. Sin sinceridad en la
aceptación de nuestros sentimientos, seguida por la comprensión de los mismos, nada de esto podría ser posible.
Todos encontraremos deudas emocionales de tiempo en tiempo. La deuda emocional es la situación de desequilibrio en la cual
los sentimientos se encuentran prisioneros en lugar de estar expresados. He señalado que la expresión natural de los sentimientos
exige el uso de defensas y de energía. Cuantos más sentimientos contenemos menos energía tenemos para ser nosotros mismos y
menor libertad nos queda. Cuando tenemos deudas emocionales sucederá que nuestros sentimientos escapen, por fin, en una
dirección poco saludable, o bien que nuestras defensas se vuelvan tan rígidas que no nos sea posible actuar con espontaneidad.
Nuestro mundo será frenético o bien abrumador, fuera de nuestro control y desprovisto de alegría. Será la proyección de nuestro
pasado preso en nuestro interior y no de nuestro presente abierto. Será una distorsión.
Saldar nuestras deudas emocionales es menos complicado de lo que suena. Permanecemos prisioneros de sentimientos no
expresados en nuestro pasado, en parte, porque tenemos miedo y en parte, porque no sabemos bien cómo funcionan esos
sentimientos. Si somos capaces de comprender cómo fluyen los sentimientos al responder a la pérdida, y a estas alturas confiamos
en que ello nos sea posible, y si además sabemos aceptar nuestro enojo por haber sido heridos, estaremos ya en el camino que nos
llevará a saldar totalmente estas deudas emocionales. En primer lugar sólo cuando no se expresa el dolor y el enojo con toda
sinceridad comienza a acumularse la deuda emocional.
El primer paso reside en permitirnos sentir lo que sea que sentimos, sin formular juicios de valor. No tratemos de sentir,
sintamos, simplemente. No temamos sentir por creer que una determinada emoción nos hará aparecer bajo una luz desfavorable.
Nuestros sentimientos pueden decirnos mucho sobre el mundo y sobre nosotros mismos, pero no debemos considerarlos como
elementos de prueba para evidenciar nuestro propio valor como individuos. El hecho de que tengamos sentimientos de enojo no
nos vuelve personas “malas”, ni tampoco nos convierten nuestros actos altruistas necesariamente en personas buenas.
Para quedar libres de nuestras deudas emocionales debemos aceptarnos en toda nuestra condición humana, incluidos nuestros
defectos. Debemos aceptar la idea de que por imperfectos que seamos, tenemos valores, y que nuestros sentimientos y nosotros
mismos tenemos importancia. Debemos asumir la responsabilidad de nuestros propios sentimientos y aprender a amarnos lo
suficiente como actuar en conformidad con ello. Esto significa que si sentimos algo, debemos tener el valor de expresarlo. ¿Cómo
nos será posible crecer si no admitimos nuestros propios sentimientos, ni aceptamos las responsabilidad de tenerlos? No es posible
aceptar sentimientos cuya existencia no reconocemos.
Dejarlos salir puede ser, sin duda, alarmante, pues es en el terreno de los sentimientos que tendemos todos a sentirnos con
menor control y, por ello, con mayor temor. Es también en este punto, donde rechazamos nuestros sentimientos, que levantamos
nuestras defensas. Si permitimos que ellas se afiancen opondrán un muro entre nosotros y nuestros sentimientos. Cuando estamos
demasiado apartados de ellos, cualquier sentimiento que emerja, por poco importante o común que sea, tiene el poder de quitarnos
el equilibrio, de confundirnos y aun de inmovilizarnos. Los individuos con sólidas defensas contra sus sentimientos utilizan toda
su energía para mantenerlas intactas. Tienen terror de sentir algo. Ya es bastante difícil levantarse por la mañana. Tienden a temer
más los sentimientos que los hechos que los provocaron y por ello poco hacen para resolver sus problemas. En lugar de ello,
malgastan sus energías tratando de convencer a los demás de que no tienen miedo, de que no están heridos ni enojados ni tristes.
"No... la verdad es que estoy muy bien... claro que estoy bien... ¿Quién dijo que tengo cara de estar triste?... ¿Qué quieres decir?...
déjame en paz... por favor... " Si se permitieran, por lo menos, comenzar a expresar el dolor o el enojo a medida que lo sienten, por
lo menos la cantidad acumulada se reduciría, así como la actitud defensiva y la tensión que los acompañan.
Bajo la carga de las emociones no expresadas podemos vivir bajo una tensión continuada, surgida de ocultar todo el tiempo
algo que consideramos inaceptable. Nuestra vida emocional está tan guardada que no vemos el mundo como es. Creemos que es
el mundo que nos rodea que se ha conjurado para provocarnos tensión y nerviosidad, cuando en realidad la dificultad está dentro de
nosotros, donde, mientras permanezca sin ser reconocida, también permanecerá irresuelta.
Para salir de esta situación de deuda emocional es necesario estar convencidos de que ni nosotros ni el mundo se desmoronar án
porque expresemos nuestros sentimientos. La expresión apropiada de los mismos rara vez lleva a la pérdida del propio control.
Enojarse y llorar, por ejemplo, no es perder el control, sino simplemente expresar sentimientos intensos. Algunas personas no
consideran “agradable” abrigar sentimientos tan fuertes. La noción misma de lo que es "agradable" resulta limitada. El temor
mismo de perder el control a menudo puede ser originado por la resistencia a dejar que estos sentimientos se manifiesten. Cuando
ellos están prisioneros, se intensifican al punto de desencadenar disputas, explosiones y tendencia a magnificar las ofensas fuera de
toda proporción. Todo esto tiende a dar a la persona inhibida la sensación de haber perdido el control, lo cual, según su propio
modo de ver, le ha sucedido. La sensación de que cualquier sentimiento tenga expresión, de que de alguna manera atraviese su
línea Maginot de defensas es una sorpresa y tiende a crear consternación. “Mi Dios... qué me pasa... ” es la reacción probable,
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llena de terror. La respuesta es, sin duda. "Nada, salvo lo que es natural que te pase". Sí, la respuesta puede ser fácil, pero
aceptarla no es tan fácil para esta persona. Hay que desplegar sensibilidad y comprensión.
Saldar nuestras deudas emocionales y permanecer abiertos, he aquí objetivos para todos quienes deseamos liberarnos de la
carga abrumadora de expectativas poco reales nacidas en nuestro pasado. Por terrible que haya sido nuestra vida pasada o por
rígida que haya sido nuestra educación, hay abundante fundamento para confiar en nuestro crecimiento futuro si aprendemos a
aceptar nuestros sentimientos y a dejar de disculparnos por ellos. Si ni siquiera nos sentimos con libertad para expresar lo que
sentimos, somos esclavos, por mucha libertad que reine en la sociedad en que vivimos. Tanto en la comuna "hippie" como en el
departamento de un barrio aristocrático de Boston, los sentimientos son los que reinan. Quienquiera que no nos acepte porque los
expresamos es una persona que no nos acepta como seres reales y es casi seguro que podemos vivir muy bien sin su amistad.
La feliz consecuencia de liberarnos de emociones que imponen una carga es volvernos abiertos. Para ser abiertos debemos
comprender lo que sentimos, saber de dónde provienen dichos sentimientos, y ser capaces de expresarlos frente a quien sea
apropiado hacerlo. En la solución de nuestros problemas cabe confiar ahora en nuestros sentimientos, los que nos indicarán el
camino a seguir. El intelecto y su instrumento, la lógica, pueden desviarnos. Necesitan de la activa participación de nuestros
sentimientos para que no alteren la realidad de acuerdo con necesidades que son falsas. Los sentimientos dicen la verdad. Cuando
somos abiertos, las necesidades siguen existiendo, pero las percibimos con claridad porque estamos abiertos a los sentimientos que
las definen y las interpretan.
Ser abiertos es estar en constante contacto con el mundo que nos rodea a través de nuestros sentimientos. Permanentemente
nos elevamos hacia un nivel más alto y libre de percibir el mundo, con un punto de vista cada vez menos defensivo. A medida que
nos volvemos abiertos, dependemos menos de lo que dicen los demás y más de nuestra propia visión del mundo, de lo que nos
dicen nuestros sentimientos.
Cuando estamos abiertos estamos menos ansiosos. No tenemos más que detenernos a pensar: "-¿Qué temo perder? ¿Qué me
amenaza en este momento? ¿En qué forma puedo ser herido? ¿Estoy en algún peligro? ¿Temo aceptar alguna parte de mí mismo?
¿Temo asumir la responsabilidad de haber hecho algo que hirió a otra persona? ¿Temo aceptar y manejar la culpa que me toca en
algún hecho o palabras, a causa de un sentimiento de culpa?" A medida que nos formulamos estas preguntas, conocedores ya de los
sentimientos involucrados, de la forma en que actúan y libres del peso de deudas emocionales, podemos responder a ellas en forma
casi automática para resolver nuestra ansiedad y, cuanto con mayor frecuencia nos la formulemos, con tanto mayor facilidad y
rapidez tendrán su respuesta. Cuando utilizamos nuestros músculos, adquieren tonicidad y nos sirven con mayor eficacia. Cuando
ejercitamos nuestra mente encarando problemas complejos, también la convertimos en un instrumento más eficaz. Del mismo
modo, si nuestros sentimientos actúan en libertad, nuestra salud emocional, nuestro bienestar y nuestro desarrollo individual no
dejarán de responder a esta actitud de apertura.
Esta voz de nuestros sentimientos más profundos habla en nombre de la parte de nuestro yo que tiene mayores probabilidades
de lograr el éxito en la vida con un mínimo de esfuerzo malgastado. No es necesario crear a esta persona, porque somos ya esta
persona. Son nuestras defensas las que se interponen en nuestra expresión de este aspecto superior de nuestra personalidad. Una
vez expresado, es posible refinarlo y moldearlo más aún, aunque está presente, o bien no lo está, desde el principio.
En realidad no hay grandes misterios en la vida, sino puertas que conviene abrir y explorar en cada paso de nuestro crecimiento.
Cada nuevo paso significa un poco de dolor. Así como se requiere cierta energía para bloquear una emoción también se la requiere
para liberarla. Aun cuando sepamos qué está bloqueando nuestro avance, no nos será posible crecer hasta que bajemos las defensas
que nos lo impiden. Bajar defensas nos permite vernos como somos. Eso puede resultar alarmante, pero es esencial si en realidad,
aspiramos a ponemos en marcha y dar el paso siguiente. Damos cada paso sucesivo experimentando en forma abierta y sincera los
sentimientos que previamente estaban ocultos.
La forma de descubrir la verdad comienza por la sinceridad en nuestros sentimientos. Ser sinceros significa manifestar la
máxima verdad tal como la vemos, sin disculpas ni defensas, sin falsedad y sin selectividad. Bombardear a los demás con
dolorosas revelaciones sobre ellos mismos puede significar decir "la verdad," pero se trata de sólo una parte seleccionada de ella.
La mayor verdad puede ser que no hacemos más que ser hirientes por un sentido de enojo que tal vez no estemos expresando en
forma apropiada. La mayor sinceridad consiste en una búsqueda que vaya más allá de nuestras propias distorsiones y en la que no
intervengan las ilusiones.

Los sentimientos sin sinceridad son defensas


El mundo sin sinceridad es una ilusión
El recuerdo sin sinceridad es sólo fantasía
El tiempo sin sinceridad no puede nunca ser el presente
El espacio sin sinceridad nunca puede ser aquí
El amor sin sinceridad es espíritu posesivo
Sin sinceridad no hay libertad
Sin sinceridad no hay crecimiento real
Sin sinceridad no hay esperanza
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Sin sinceridad nada es real


Sin sinceridad nada es

Cuando comenzamos a ser sinceros podemos experimentar una misma realidad. Cuando dos personas comparten la misma
realidad no sólo dan validez a su propia vida sino a la vida misma. Con la sinceridad no sólo aumenta nuestro sentido de la
realidad sino también nuestra fuerza y nuestra aceptación de nosotros mismos, todo lo cual es reforzado por quienes nos
acompañan por el mismo camino.
El camino comienza de la misma manera para todos nosotros, cuando nos preguntamos con la mayor sinceridad posible,
haciendo uso de nuestra comprensión recién lograda: "¿Qué siento? ¿De dónde proviene ese sentimiento? ¿Me es familiar? ¿En
qué sentido? ¿Cuándo lo tuve antes? ¿Con qué hecho está relacionado? ¿Es este hecho una amenaza de pérdida, una pérdida real,
una herida, o bien otro sentimiento?" Sabemos ahora que el sentimiento de ansiedad estará, por lo general, asociado con la
amenaza de una pérdida y que a veces el sólo recordar una vieja pérdida es capaz de recrear el sentimiento original de ansiedad.
Esto puede significar que todavía no hemos aceptado del todo la pérdida y que no es posible resolver nuestra ansiedad hasta que se
produzca esta aceptación total y permitamos a nuestro dolor llegar a la superficie. También sabemos que si el suceso recordado
implica herida, el sentimiento bloqueado es casi siempre de enojo. Permitir la salida de este enojo es la forma de eliminar este
sentimiento permanente de dolor. Por otra parte, cuando el suceso doloroso involucra mucho enojo, es probable que los recuerdos
se refieran tanto al dolor como a la culpa que provoca nuestro enojo. Una vez más, la forma de disipar estos sentimientos es
aceptar la pérdida y el dolor y expresar el enojo.
No hay ningún elemento misterioso en este método. Cualquier persona sensible y normal puede aplicarlo y el cociente de
inteligencia no es un factor determinante. En verdad, si lo fuera, la mayoría de nosotros nos hallaríamos en considerables
dificultades. ¿Cuántas veces nosotros o algún amigo nuestro, nos hemos sentado a “pensar” un problema y terminamos
sintiéndonos vacíos, sin solución? ¿Tan incómodos como antes? Sólo cuando nuestros sentimientos, nuestro sexto sentido,
intervienen en el proceso y cuando podemos prestarles una atención constructiva, disminuye el malestar y podemos proseguir
nuestra vida con renovada eficacia y alegría. Cuando sentimos malestar desde el punto de vista emocional, tenemos muy pocas
posibilidades de rendir nuestra máxima capacidad, sin que en ello intervenga para nada nuestra inteligencia. Nada de esto, desde
luego, significa sugerir que debamos incurrir en una especie de inconsciencia antiintelectual. Una vez más, señalamos que el pensar
en un problema sin acompañar el proceso por el de sentir, significa, en el mejor de los casos, encontrar solamente una solución
parcial, transitoria y superficial. Lo importante aquí es hallar lo que da resultado.
A medida que nos volvemos abiertos, estamos también cada vez más conscientes de nuestra así llamada intuición. Podemos
"intuir" más acerca de otras personas, porque podemos recibir lo que nos llega desde ellas sin distorsionarlo con nuestras defensas.
Veamos concretamente cómo se produce esto haciendo el siguiente ejercicio. Permanezcamos quietos y a solas unos cinco minutos
en un cuarto, con los ojos cerrados y despejemos de nuestra mente total las imágenes y pensamientos anteriores. Dejémosla vacía.
Concentrémonos en las imágenes detrás de nuestros ojos. Hagamos que entre otra persona en el cuarto sin decir una sola palabra.
Abramos los ojos. Experimentaremos una "sensación" de la otra persona al percibir su presencia como un cambio sutil en nuestros
sentimientos.
Tal percepción se produce cada vez que se encuentran dos personas, lo adviertan o no. Es resultado de la acción recíproca de la
respectiva energía, que actúa en cada una de ellas con distinta fuerza y calidad. Podemos notar una vaga sensación de calidez o
bien de frialdad, de poder o de vulnerabilidad. El cambio que percibimos es el "aura" emocional de la otra persona, que varía y
cambia en cada individuo en la misma forma que sus sentimientos. El "aura" de cada individuo nos dice algo importante acerca de
él. El fenómeno no tiene nada especialmente nuevo. Todo el mundo, por ejemplo, se ha sentido, en algún momento, amenazado
por la presencia de una persona amenazadora, aun cuando esa persona no diga nada. Tampoco esto encierra nada de misterioso.
Estamos hablando de lo que existe en el interior de cada ser humano. No es necesaria ninguna preparación en ciencias ocultas para
percibirlo. Depende de cada uno de nosotros, de nuestra evolución tendiente a lograr la máxima eficacia como individuos sensibles
y, por ello, perspicaces.
Cuando practicamos el "intuir" de esta manera, podemos aprender a desarrollar la propia percepción e intuición en un grado
altamente consciente. Cuando aprendemos a intuir cosas en los demás, aprendemos asimismo a intuir más en nosotros mismos y
por fin más cada día en otros. Los sentimientos de los cuales no teníamos antes conciencia se atenúan. Una vez que aprendemos a
llegar a este punto donde se encuentran el intelecto y los sentimientos podemos gozar de la acción recíproca de ambos. Nos resulta
más fácil determinar qué es lo real. Nuestra habilidad para ello, como cualquier otro arte, mejora y se agudiza con la práctica.
Cuando aprendemos a sentir de esta manera, nos encontramos en contacto con una nueva fuente de sabiduría la verdad dada por
nuestra propia experiencia, que ahora tenemos a nuestro alcance. Nos transformamos en un instrumento confiable, por medio del
cual podemos medir todo lo que recibimos del mundo exterior. Cuando algo nos causa incertidumbre, es muy probable que
estemos justificados y no tenemos más que decir “no estoy seguro” y pedir al otro una explicación, o bien un margen mayor de
tiempo para considerar la situación o los juicios manifestados. Sí lo que nos dice alguien suena como una excusa, como una
defensa, o no suena a real o sincero, digámoslo sin rodeos. Si otra persona ejerce presión sobre nosotros para que hagamos algo,
señalémoslo. Es muy posible que obtengamos de esa persona una respuesta adecuada o por lo menos real, ya que nuestra
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apreciación de su conducta ha sido correcta y ella lo sabe, quiera admitirlo o no. Le proporciona así feedback, le hacemos saber en
términos realistas los efectos de su conducta sobre nosotros y con ello abrimos el camino para el diálogo, que comenzará con las
preguntas que le formulemos en cuanto a la razón por la cual nos presiona, o no nos deja proceder según nuestro propio ritmo. No
estamos ya en la situación de ataque-reacción-ataque, sino en el intercambio basado en nuestra correcta percepción de la realidad,
percepción que hemos manejado bien por haber estado abiertos a los sentimientos del otro y a los propios. No necesitamos probar
lo que sentimos, sino saber tan sólo lo que sentimos y comunicarlo.
Casi siempre resulta poco provechoso en sí ocultar frente a nosotros mismos la verdad de lo que experimentamos. La persona
que considera que hay cosas de las que no debe hablar o sobre las que no debe abrigar sentimientos debe volver a analizar los
motivos que la llevan a ser tan cautelosa. Lo normal es que hablemos de nuestros sentimientos. Es muy ingrato mantener un
diálogo con alguien que no puede o bien no está dispuesto a decirnos lo que siente frente a nosotros. Cuando las dos partes
participan en este ocultamiento mutuo, nuestro intercambio se volverá artificial y rebuscado. Lo mismo sería consignarlo por
medio de una tarjeta de computación. La dificultad reside en que estos sentimientos tienden, en general, a aparecer en la superficie
bajo una forma u otra casi siempre menos apropiada, lo cual es origen de mucha confusión, daño y probablemente mayor
acumulación de defensas.
Cuando somos abiertos nuestros sentimientos dirigen y proporcionan datos a nuestro proceso mental. Nos alertan de inmediato
sobre una situación que no sentimos como normal. Es entonces que debemos hacer una pausa y preguntar: "¿qué pasa aquí?" De
ser ello posible, conviene compartir esta reacción con otra persona. No somos perfectos, ni infalibles pero cuando hemos
conseguido, a través de un proceso de comprensión gradual, volvernos abiertos, tenemos una base muy sólida para suponer, con
poco riesgo de equivocarnos, que nuestra apreciación es la correcta.
Cuando somos abiertos estamos alertas, cada persona, cada impresión hacen su impacto total y único sobre nuestra experiencia
y nuestra conciencia. Cuando aprendemos cómo actúan los sentimientos, podemos comprender y manejar la conducta de los
demás, saber, por ejemplo, si nos hieren porque están enojados, o bien están tratando de hacernos suponer que nosotros los herimos
a ellos, con el fin de evitar sus propios sentimientos de culpa.
Ser abiertos significa, además, que nuestra energía sexual está plenamente disponible. Para la persona normal esto tiene, sin
duda, una importancia esencial, ya que la mayoría de nosotros no podemos existir en ese nivel del sexo sublimado en las grandes
obras que se ha atribuido a algunos artistas famosos. Los problemas que obstaculizan la expresión y goce de la sexualidad rara vez
son específicamente sexuales. Son todos los problemas relacionados con la expresión de sentimientos considerados en esta obra.
Cuando nos sentimos a gusto con nosotros mismos como individuos, cuando somos abiertos y espontáneos en la manifestación de
nuestros sentimientos, no nos resulta difícil disfrutar totalmente de nuestra vida sexual. Los problemas relacionados con técnicas
son, por lo general, de orden menor. Pocas cosas mejoran nuestra actividad sexual y nuestra capacidad de disfrutar de ella tanto
como llegar a estimarnos más como individuos.
La intención de este libro ha sido dar respuesta a algunas cuestiones fundamentales en la vida: ¿Quiénes somos? ¿Cómo
llegamos a ser como somos? ¿Hacia dónde nos dirigimos?
El camino hacia la expresión más elevada de nuestra propia personalidad tiene como base los sentimientos percibidos con la
mayor sinceridad posible y expresados sin circunloquios. Debemos tratar de crearnos la mejor vida que podamos imaginar,
esforzándonos para unir los mejores aspectos de nuestro pasado con nuestra mejor visión de nuestro presente y nuestro futuro.
Sólo nosotros conocemos bien nuestros sueños sobre nosotros mismos. Sólo nosotros podemos lograr que se realicen. Sólo
nosotros conocemos a nuestro yo interior. Nuestra meta debe ser dejarlo en libertad.
Para alcanzar dicha meta será necesario lograr la máxima apertura posible en cuanto a nuestros sentimientos, dejándolos aflorar
y asumiendo la responsabilidad por ellos y por nuestra vida. Ellos son la forma mejor y más directa de descubrir la verdadera
personalidad que albergamos. En el trayecto hacia esta meta veremos que poco a poco vamos saldando nuestras deudas
emocionales con el pasado. Podremos ser nosotros mismos, sin exagerar y sin disculparnos.
En la mejor acepción de la expresión, habremos llegado a la meta.
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Epílogo
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La persona que no comprende los sentimientos debajo de sus actos no se comprende, en realidad, a sí misma. Pasa la vida presa en
un mundo lleno de rincones oscuros, desde donde lo controlan y lo dirigen en sus acciones muchas fuerzas solapadas.
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Los sentimientos nos definen la realidad en forma más directa y más completa que nada. Nos definen además nuestro tiempo.
La pérdida en el futuro es percibido como temor. La pérdida en el presente es sentida como dolor. La pérdida en el pasado es
experimentada como enojo. Son entonces el centro de nuestro mundo y lo hacen accesible. Sin ellos el mundo permanece alejado.
Es necesario vivir la vida en el presente, ya que es sólo en el presente que podemos ejercer algún control sobre ella. No
podemos cambiar nuestro pasado y el futuro se forma constantemente del presente. Debemos aprender a invertir nuestra energía en
el presente, donde rendirá sus máximos beneficios. Si encaramos nuestro presente con sinceridad y sin fingimiento ni disculpas el
futuro se realizará por sí solo.
Todas las creaciones del genio humano y todos los ejemplos de compasión desplegados a través de los siglos no alteran el
hecho de que el hombre está siempre preso por una mente finita dentro de un sistema infinito. El más elevado de sus sentidos, el
de la creación, si bien puede haberle conferido ciertos atisbos de inmortalidad al haberle permitido crear obras que perdurarán
después de su muerte, no parece haberle dado mucho en materia de descubrir el puente que salve la brecha entre sus limitaciones
intelectuales y la infinidad de fuerzas que actúan sobre él. Es posible que nunca se cierre esta brecha. Es posible que nadie logre
nunca comprender realmente el universo, o comprender por qué nos tocó a nosotros tener conciencia del viaje que realizamos por
él. A pesar de ello, estamos vivos porque sentimos nuestra propia vida y tenemos el deber de velar por la conservación de los
dones que nos han sido conferidos.
Si no podemos captar el mundo amplio, podemos concentrar nuestra atención en el mundo interior, el mundo de nuestros
sentimientos y establecer el orden y la comprensión en él. Si somos capaces de sentir y de ser nosotros mismos y de dejar que
nuestros sentimientos fluyan por sus vías naturales, descubrimos que somos individuos mejores, porque somos lo mejor de
nosotros mismos.
Tal vez esto sea, en definitiva el máximo a que podemos aspirar, ser lo mejor de nosotros mismos. Dentro de esta libertad de
serlo, podemos permitir a otros ser como son. Asumimos la responsabilidad de nuestra propia vida y de actuar según nuestros
sentimientos, haciendo lo que nos parece correcto, haciendo las decisiones importantes de acuerdo con nuestros intereses
determinados con sensatez. Solamente después de haber asegurado nuestra propia supervivencia podemos prestar ayuda a los
demás en formas que no sean dictadas por nuestras propias necesidades. Rara vez se observa la codicia en la gente que ha colmado
su propia vida.
Ser rico es no tener necesidad de nada. Es imposible adquirirlo todo, aunque algunos insisten en intentarlo y desgraciadamente
muchos más están poco dispuestos a correr el riesgo de ser lo mejor de sí mismos, de descubrir quiénes son en realidad y de utilizar
sus sentimientos como guía óptima en esa búsqueda.
Cada uno de nosotros tiene el derecho de tomar su vida con seriedad y descubrir lo que por naturaleza está mejor capacitado
para hacer. Si todos obedeciéramos las sugerencias de nuestra "voz" interior, nuestro mundo cambiaría y sería mejor. También lo
sería, según sospecho, el mundo a nuestro alrededor.
Si todos usáramos nuestros sentimientos como guía para hallar el camino que nos lleva a ser lo mejor de nosotros mismos, por
lo menos estaríamos en vía de hallar realización en nuestra vida y el mundo que nos rodea comenzaría a tener mayor sentido. La
persona que no se comprende a sí misma no puede pretender experimentar un mundo que tenga algún sentido.
Si todos siguiéramos los dictados de nuestros sentimientos, hallaríamos el rumbo que buscarnos en realidad, sin dogmas, sin
cultos, sin gobiernos y sin gurú.

La luz que buscas está dentro de ti.


La luz es vida, es amor, eres tú.
Hállala, cuídala, compártela.
Buscarla es participar en el infinito.
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ÍNDICE

Comentario del autor 5


1. Los sentimientos 9
2. Daño y pérdida 15
3. Ansiedad 23
4. Rabia 33
5. Culpa 41
6. Depresión 49
7. Cómo saldar nuestras deudas emocionales y liberarnos 55
Epílogo 63

TÍTULOS PUBLICADOS EN ESTA COLECCIÓN

ISBN: 84-7888-
1 El DÉCIMO MANDAMIENTO, Lawrence Sanders 128-X
2 LAZOS DE SANGRE, Sidney Sheldon 125-5
3 RASTRO EN EL CIELO, Wilbur Smith 127-1
4 CEREBRO, Robin Cook 126-3
5 VENGANZA DE ÁNGELES, Sidney Sheldon 136-0
6 FIEBRE, Robin Cook 134-4
7 EL CUARTO PECADO MORTAL, Lowrence Sonders 133-6
8 TENTAR AL DIABLO, Wilbur Smith 135-2
9 TEMPORADA EN EL INFIERNO, Jack Higgins 138-7
10 EN El NOMBRE DEL PADRE, A. J. Quinnell 137-9
11 VORAZ COMO EL MAR, Wilbur Smith 150-6
14 UN EXTRAÑO EN EL ESPEJO, Sidney Sheldon 155-7
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15 CONLA, Robin Cook 149-2


17 TRAFICANTES DE DINERO, Arthur Hailey 172-7
20 EL APAGÓN, Arthur Hailey 173-5
23 RIO SAGRADO, Wilbur Smith 187-5
24 MUJERES DE LA MAFIA, Lynda la Plante 195-6
27 CONSPIRACIÓN DEL JUICIO FINAL, Sidney Sheldon 196-4
28 PINTADO EN EL VIENTO, Cathy Cash Spellman 188-3
31 VUELA EL HALCÓN, Wilbur Smith 211-1
32 CARRUSEL, Rosamunde Pilcher 212-X
35 MÁS ALLÁ DE LA MEDIANOCHE, Sidney Sheldon 221-9
36 CONTRABANDO BLANCO, Stuart Woods 220-0
39 HOMBRES MUY HOMBRES, Wilbur Smith 234-0
40 LA ESFINGE, Robin Cook 235-9
43 RECUERDOS DE LA MEDIANOCHE, Sidney Sheldon 237-5
44 VOCES DE VERANO, Rosamunde Pilcher 236-7
45 EL LLANTO DE LOS ÁNGELES, Wilbur Smith 238-3
48 CARIBE, James A, Michener 248-0
51 ESCRITO EN LAS ESTRELLAS, Sidney Sheldon 250-2
52 DÍAS DE TORMENTA, Rosamunde Pilcher 249-9
53 EL GUARDAESPALDAS, A. J. Quinnell 274-X
55 EL LEOPARDO CAZA EN LA OSCURIDAD, Wilbur Smith 251-0
56 MEDICO INTERNO, Robin Cook 247-2
59 LA PROMESA, Danielle Steel 252-9 64
EL CANTO DEL ELEFANTE, Wilbur Smith 255-3
67 INSTANTÁNEA, A. J. Quinnell 327-4
70 FALSO PROFETA, A. J. Quinnell 325-8
71 NADA ES ETERNO, Sidney Sheldon 307-X
73 PÁJARO DE SOL, Wilbur Smith 31 0-X
74 LA NUEVA PSICOLOGÍA DEL AMOR, M. Scott Peck 311-8
75 AL FINAL DEL VERANO, Rosamunde Pilcher 312-6
79 UN EXTRAÑO EN LA CASA, Patricia J. MacDonald 155-7
82 CUANDO COMEN LOS LEONES, Wilbur Smith 315-0
83 BAJO EL SIGNO DE GÉMINIS, Rosamunde Pilcher 316-9
87 LA SANGRE DEL HIJO, A. J. Quinnell 317-9
88 PUERTO SECRETO, Jack Higgins 239-1
90 RETUMBA EL TRUENO, Wilbur Smith 318-5
91 REENCUENTRO, Anne Rivers Siddons 319-3

De venta exclusiva en Hispanoamérica

ISBN: 950-04-
12 CEMENTERIO DE ANIMALES, Stephen King 1390-6
13 LA CAZA DEL OCTUBRE ROJO, Tom Clancy 1391-4
16 EL PEREGRINO, Lean Uris 1392-2
18 CORAZÓN DESNUDO, Jaqueline Briskin 1393-0
19 PARQUE JURÁSICO, Michael Crichton 1445-7
21 PELIGRO INMINENTE, Tom Clancy 1457-0
22 ACOSADA, Mary Higgins Clark 0532-6
25 LA SUMA DE TODOS LOS MIEDOS, Tom Clancy 1493-7
26 NOTICIAS DE LA TARDE, Arthur Hailey 1494-5
29 AMOR, Leo Buscaglia 1471-6
70

30 EL SEGUNDO ANILLO DE PODER, Carlos Castañeda 1472-4


33 CONGO, Michael Crichton 1527-5
34 JUEGOS DE PATRIOTAS, Tom Clancy 1474-0
37 SER PERSONA, Leo Buscaglia 1551-8
38 EL FUEGO INTERIOR, Carlos Castañeda 1552-6
41 SOL NACIENTE, Michael Crichton 1560-7
42 EL CARDENAL DEL KREMLIN, Tom Clancy 1561-5
46 NO ME IRÉ SIN Mi HIJA, Betty Mahmoody 1473-2
47 EL CONOCIMIENTO SILENCIOS Carlos Castañeda 1563-1
49 NO LLORES MAS, Mary Higgins Clark 1572-0
50 LA MUJER DE TU HERMANO, Andrew Greeley 1573-9
54 HISTORIA DE UNA HERENCIA, Rosamunde Pilcher 1574-7
57 EL GRAN ROBO DEL TREN, Michael Crichton 1575-5
58 EL ARTE DE ENSOÑAR, Carlos Castañeda 1576-3
60 MARTE Y VENUS JUNTOS PARA SIEMPRE, John Gray 1613-1
61 EL EXTRANJERO, Albert Camus 0245-9
62 EL SOLITARIO, Guy des Cars 1379-5
63 !A IMPURA, Guy des Cars 0123-1
65 SEPTIEMBRE, Rosamunde Pilcher 1674-3
66 REFLEXIONES SOBRE EL AMOR, Leo Buscaglia 1675-1
68 MARTE Y VENUS HACEN LAS PACES, John Gray 1671-9
69 EL DON DEL AGUILA, Carlos Castañeda 1677-8
72 LA PASIÓN SEGÚN EVA, Abel Posse 1678-6
76 ACOSO SEXUAL, Michael Crichton 1679-4
77 PRESUNTAMENTE INOCENTE, Scott Turow 1682-4
78 CUANDO NADA TE BASTA, Harold Kushner 1721-9
80 ESFERA, Michael Crichton 1709-X
81 PECADOS CARDINALES, Andrew M. Greeley 1710-3
85 VIVIR, AMAR Y APRENDER, Leo Buscaglia 1737-5
86 EL PESO DE LA PRUEBA, Scott Turow 1737-5
92 LE GUSTA LA MÚSICA, LE GUSTA BAILAR, M. H. Clark 1735-9

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