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DESEO BAJO LOS ROBLES

Por: ANTONIO CABALLERO

FEBRERO 19 1985

El ministro de Gobierno, Jaime Castro, llevaba días dejándole saber a quien quisiera
escucharle que no permitiría que se realizara el Congreso por la Paz y la Democracia
organizado por el M-19 en su campamento de Los Robles del 13 al 17 de febrero. El
Ejército, por su parte, llevaba semanas tendiendo un lento y largo cerco en torno a las
verdes y ásperas montañas de la zona de Corinto, Las Dantas, Los Robles, en el límite del
Cauca y el Valle con el objeto de impedir el paso de los cientos de invitados al evento. Pero
nada era oficial todavía, y los organizadores continuaban los preparativos para uno de los
espectáculos--pues se trataba ante todo de un espectáculo- más insólitos del insólito
proceso de paz que vive el país desde hace seis meses: un congreso guerrillero abierto a los
observadores. Se cruzaban apuestas. "Es una provocación", clamaban unos. "No va a pasar
nada": aseguraban otros. "Eso tiene que acabar a tiros", vaticinaban otros más.

El lunes once, por fin, el Ministro rompió oficialmente su silencio diciendo que el gobierno no
podía permitir que los guerrilleros hicieran un acto público con armas y uniformes de uso
privativo de las Fuerzas Armadas. Pero ya de todo el país habían partido buses cargados de
invitados resueltos a asistir, provistos de botas pantaneras, sacos de dormir, platos y
cucharones de lata para el rancho.

Los periodistas empezaban a llegar al pueblo de Florida, Valle, copando de a seis por cuarto
los hoteles--el Real, el Central--en donde era posible encontrar a los enviados del M-19
encargados de conducir a la gente a la sede del congreso. Porque el punto de cita original--
una heladería llamada "El Sitio", perteneciente a unos parientes del general Yusef Arias--
había sido clausurado precautelativamente por la Policía. Ya había retenes militares en las
carreteras que interceptaban a todos los viajeros extraños a la zona. Buses enteros venidos
de Puerto Tejada, o aun de ciudades tan lejanas como Santa Marta, esperaban parados al
borde de la cuneta, con sus ocupantes derritiéndose lentamente al sol. Y de Florida iban
saliendo en grupos discretos, a pie, guiados por baquianos, grupos de fotógrafos, de
periodistas, de camarógrafos de la televisión, resueltos a burlar a campo traviesa los cercos
militares. Atravesaban cañaduzales, vadeaban ríos, trepaban cerros, empezaban a caer
derrengados al llegar a las primeras y empinadas cuchillas de la cordillera.

Poco a poco, inexorablemente, las cosas empezaban a salirse de madre. En Armenia los
ocupantes de los buses interceptados de Medellín se tomaron la Catedral en señal de
protesta. En Cali, otros viajeros frustrados se tomaron la Iglesia de San Fernando Rey. En
Florida, los de Puerto Tejada ocuparon la iglesia vieja del pueblo. Y desde el Hotel Central,
doña Clementina Cayón, madre de Jaime Bateman, fundador del M-19, vomitaba fuego ante
los micrófonos de todas las radios del país. Los noticieros de televisión y radio no hablaban
de otra cosa que de la prohibición gubernamental del congreso, y la prensa, que en los días
precedentes había querido reducir a un mínimo la información al respecto, le dedicaba
ahora al asunto anchos titulares de primera página y editoriales preocupados. La tensión
crecía. La policía de Florida, desbordada por los acontecimientos, intentó desalojar la iglesia
por la fuerza, y ante la protesta de la población disparó al aire salvas de fusil automático. El
Ejército, que había dispuesto en el pueblo dos tanques y una tanqueta Cascabel, colaboró
con el cañón de la tanqueta. El capitán que comandaba la operación corría sudoroso bajo los
árboles del parque, gritando órdenes, agitando un revólver, mientras la gente gritaba vivas
y corría ante los policías nerviosos que apuntaban sus armas y se tropezaban con las
bicicletas de los niños.
Entre tanto, mañana y tarde, retenido a veces durante horas por los retenes camineros, un
jeep amarillo del ministerio de Gobierno iba y venía entre Cali y el punto llamado la mipa de
Grisales, donde muere una atroz carretera de volquetas. "Allá va el "zancudo amarillo",
advertían por radioteléfono los capitanes de los retenes."Allá viene". Y en el "zancudo
amarillo", como ringletes, llevando y trayendo propuestas y contrapropuestas del ministro
de Gobierno y de los comandantes guerrilleros, iban el representante del Ministro, Horacio
Montes, y los negociadores del M-19, Carlos Alonso Lucio y Alberto Caicedo Borda. "¿Otra
vez por aquí, doctor Montes?", se extrañaban las avanzadas del campamento guerrillero. Y
el doctor Montes suspiraba, aferraba con fuerza su grueso bastón herrado de caminante, y
echaba montaña arriba por la empinada trocha que conduce a Los Robles.

Arriba, en espera de que el congreso anunciado se celebrara por fin en algún lugar de la
región autorizado por el gobierno --si no en Los Robles, en Las Dantas, una hora más abajo,
al borde de la carretera, o si no en Corinto, o si no en Florida--el M-19 celebraba su Novena
Conferencia, de la cual debían salir, en particular, su nueva dirección, los detalles orgánicos
de la ampliación de sus estructuras como movimiento, y una propuesta política al país sobre
la profundización de la democracia. (Ver recuadro).

La conferencia guerrillera debería culminar con el Congreso por la paz y la Democracia que
había anunciado Antonio Navarro Wolf la tarde de la inauguración del Diálogo Nacional en
Bogotá, a mediados de enero. No sólo periodistas, sino sindicalistas de la CTC, un grupo de
cristianos por la paz, campesinos del Cauca y del Valle, delegados de un sector del
torrijismo panameño, políticos del Magdalena, habían atravesado el cerco militar Para llegar
al campamento.

Pero el M-19, ante las dilaciones interminables del gobierno con respecto a la prohibición o
el permiso, y en vista del aumento de las tropas desplegadas en las montañas y de su
creciente cercanía al campamento --menos de cien metros en algunos puntos de avanzada-
se preparaba más bien para resistir el hostigamiento militar que para recibir a sus invitados.
Doce mil hombres del Ejército, según sus cálculos, participaban ya en el cerco.

En las alturas circundantes habían sido instaladas piezas de artillería, morteros del 60, 80 y
120, lanzacohetes y ametralladoras punto 30. Los casi cuatrocientos hombres y mujeres de
la guerrilla y sus más de doscientos visitantes empezaban a temer que se estuviera
preparando una operación como la del campamento de Yarumales: la llamada "batalla de
Corinto" de fines del año pasado.

El problema, sin embargo, no se plantea tanto en términos militares cuanto en términos


políticos. Pues si bien es cierto que la prohibición y el cerco frustraron el deseo del M-19 de
darse un nuevo "pantallazo" publicitario con su congreso, también lo es que la publicidad
que el gobierno le dio involuntariamente con su prohibición y los militares con su cerco son
mucho mayores. "El congreso--decían los jefes guerrilleros--no se hizo aquí en Los Robles,
pero se hizo en todo el país". Y efectivamente, durante toda una semana el M-19 estuvo
copando radio y prensa como no lo hacía desde la firma de los acuerdos de tregua, y tuvo a
la opinión pública pendiente de su existencia, de su conferencia interna, y de sus
propuestas.

Y semejante interés, no tratándose de las convenciones internas de alguno de los partidos


tradicionales, es absolutamente insólito en Colombia.

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