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No soy el primero al que se le ocurre algo de este tipo. David Van Reybrouck, en
su libro Contra las elecciones, propone conformar un Congreso de ciudadanos
por sorteo. La idea viene de la Grecia clásica y de Rousseau, y Borges sugiere
algo de eso en su cuento La lotería en Babilonia. En los últimos años algunos
países como Canadá, Islandia, Holanda e Irlanda la han intentado poner en
práctica en niveles locales. En un país como el nuestro, la idea tiene aún más
sentido, dado que, como se sabe, una buena parte de los elegidos no logran su
objetivo por méritos, sino por maquinaciones clientelistas. No hay razón para
pensar que el político clientelista sea mejor legislador que un ciudadano del
común que se gana el sorteo.
Se sabe, además, que cuando a un ciudadano cualquiera, que no ha sido
malogrado por la política, le encargan la tarea de legislar por un período fijo y
único, lo asesoran y le dan recursos para ello, asume su tarea con responsabilidad
y buen juicio. Estoy casi seguro de que, por ejemplo, mis compañeros jurados de
votación serían mejores legisladores que el congresista promedio que elegimos el
domingo pasado. El azar y el honor del cargo hacen que gente del común
delibere y decida seriamente, mientras que el voto conduce a que una porción
importante de políticos profesionales se corrompa y solo busque su lucro
personal.