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Antología de cuentos de terror

Edelberto padilla Samaniego (técnica #9)

Cuentos de terror

Maestra:

Rosalva devora

Integrantes:

Lizbeth Olivas

Jesus Alan Armenta Sevilla

Jose Medina Osorio

Damian Parra Felix

Javier Omar Acosta

Moises Agundes Parrales

Jesus Alejandro Agundez

Brayan Alessandro Tarin

3 ‘A’

Fecha de entrega 21|nov|2013


Prologo
Esta antología reúne diferentes historias de terror y misterio con las
que el lector o lectora experimentara emociones aterradoras.

Deseamos que este libro sirva a los lectores para entretenerse y


asustarse, y que los jóvenes se interesen en leerlo y les empiece a
gustar la lectura.

En esta antología integramos algunas historias redactadas nosotros


nos gustan las historias terroríficas, las historias hablan sobre algunas
creaturas horrendas y extrañas y sobre lo que le pasa a las personas
que tuvieron contacto con ellas. El aprovechaba el miedo a lo
desconocido para hacer sus historias más misteriosas y terroríficas,
nos sorprenden estas historias tienen muchos detalles y están muy
bien elaboradas.

Todas las historias de esta antología son escalofriantes.


Índice
-El peso del monstruo……………………………………1
-La cabellera……………………………………….2
-La madre…………………………………………………3
-La madera……………………………………………….4
-Los muñecos…………………………………5
-En halloween………………………………………….6
-El tren nocturno…………………………………………………7
-La maldición……………………………8
-Solo………………………………………………….9
-El cuento…………………………………..10
-Desenterrada……………………………………………11
-Gente de circo (3)………………………………..12
-Espiando desde la ventana………………………………..13
-La foto……………………………………………….14
-los vigilantes…………………………………………….15
-con el terror golpeando a mi puerta…………………..16
Cuentos de
terror
El peso del monstruo
El cielo ya se había oscurecido y llovía copiosamente. El agua se deslizaba por la pared de vidrio
del consultorio; la pared cristalina separaba un patio interior donde algunas plantas temblaban bajo
la lluvia.
Dentro del consultorio estaba Ortiz y su paciente. El paciente estaba recostado en un diván de
esos que usan los psicólogos; Ortiz tomaba notas tras su escritorio escribiendo en una libreta. Se
sacó los lentes, dejó la libreta en el escritorio y le dijo al paciente:

- Le aseguro que lo suyo es solo una perturbación del sueño -afirmó nuevamente Ortiz-. Usted se
despierta cuando aún está paralizado, como ya le expliqué, y por eso no puede moverse por un
instante. No es que haya algo sentado sobre su pecho, nada de eso.
- Sí, sí, pero, ¿y si lo mío es algo diferente? No solo siento que no puedo moverme, también siento
las patas de lo que me aplasta con su peso. Nunca me atreví a abrir los ojos, pero siento que esa
cosa aproxima su cara a la mía. No oigo que respire, pero está ahí, a centímetros de mi rostro,
seguramente sonriendo asquerosamente, y…
- No siga -lo interrumpió Ortiz-. Todo eso que se imagina solo contribuye a su confusión. Tiene que
creer en mí, de otra forma las sesiones no servirán, ¿entiende?
- Comprendo, doctor, pero, ¿cómo usted puede estar tan seguro si no está ahí cuando duermo,
cuando esa cosa aparece?
- Bueno, confío en lo que me han enseñado y en mi experiencia. Sabe, me ha dado una idea.
Usted es el último paciente. Hoy pensaba quedarme algunas horas aquí leyendo un libro que
publicó un amigo. Quédese y duerma un rato, yo lo vigilo. No le voy a cobrar nada extra, claro.
¿Qué le parece?
- No sé si podré dormir aquí… mas me parece buena idea. Si aparece algo usted tendría que verlo,
¿no?
- Si hubiera algo, sí, pero no lo hay. Cierre los ojos y trate de dormir.

Ortiz comenzó a leer el libro. Fuera seguía lloviendo monótonamente, y el agua se deslizaba sin
cesar por el vidrio. El ruido de la lluvia era un susurro que invitaba a dormir, y contra lo que el
paciente suponía, se rindió ante un sueño que lo dominó rápidamente.
Ortiz lo vigilaba cada tanto mirando por encima de sus lentes. El libro resultó ser bastante aburrido.
Se acomodó mejor en el sillón e hizo un esfuerzo por mantenerse concentrado.
De pronto le pareció que el texto no tenía sentido. Cuando miró hacia el paciente, había un
monstruo peludo sobre su pecho. Tenía una apariencia simiesca, pero su cara era demoníaca,
tenía dos cuernos retorcidos y el rostro oscuro. El monstruo volteó hacia Ortiz y sonrió
repulsivamente.

El psicólogo nunca había sentido tanto terror en su vida, era como una descarga de locura, del
miedo más puro. Pero como era un hombre fuerte de espíritu reaccionó ante aquel terror, tomó el
libro y se lo arrojó al monstruo. Y en ese mismo instante se sacudió en el sillón como si hubiera
caído en él, y al mirar hacia el paciente ya no había ningún monstruo; el libro que creía haber
arrojado estaba sobre sus piernas. ¿Había sido solo una pesadilla? Nunca lo supo con certeza,
siempre le quedó una duda, porque desde esa noche el paciente no volvió a experimentar aquella
sensación horrible.
La cabellera
Iba a pie por un camino desolado que apenas podía distinguir debido a la oscuridad que dominaba
esa noche. Forzando la vista lograba entrever los oscuros contornos de los árboles y arbustos que
se agitaban en el costado del camino. El viento no dejaba de gemir sobre los árboles. Crujían y
rechinaban ramas que se mecían en la oscuridad. Sobre el fondo completamente negro del cielo
cruzaban nubes más claras y ligeras que parecían disolverse y formarse espontáneamente
mientras las arrastraba con rapidez el viento.
En noches tan convulsionadas como esa es difícil distinguir el origen y la naturaleza de algunos
sonidos. Me detuve y volteé. ¿Había sentido un sonido metálico seguido de un golpe? ¿Escuchaba
ahora unos quejidos? El viento sopló más fuerte como queriendo despistarme.
Recordando lo antes percibido me imaginé alguien cayendo de su bicicleta. ¿Algún insensato se
atrevería a pedalear en aquella oscuridad? De ser así debía poseer una vista más aguda que la
mía.

Permanecí quito tratando de escuchar algo más.


Aquella silueta apareció de pronto, asustándome. Forcé la vista. Era, a juzgar por la cabellera, una
mujer, y su voz me hizo estar seguro de eso:

- Buenas noches -saludó, sorprendiéndome nuevamente.


- Buenas -llegué a decir, mas reponiéndome un poco del susto le pregunté.
- ¿Se ha caído usted de la bicicleta?
- No, vengo a pie. ¿Me acompañaría?
- Por supuesto, vamos.

Y seguimos caminando. A pesar de que estaba cerca no podía distinguirle ni un rasgo, su cara era
una sombra. Cuando intenté conversar sobre el tiempo y la noche que hacía, noté que sofocaba
una risa con la mano, y ya no era un tono de mujer. Me iba apartando cuando no pudo detener su
carcajada y salió corriendo rumbo a unos arbustos. Aquella carcajada no era de mujer ni era
humana, parecía emitida desde el fondo de un pozo, y se me erizó la piel y un escalofrío subió por
mi espalda. El resto del camino lo hice completamente aterrado.
Al otro día escuché las noticias. En el camino encontraron una ciclista muerta, y no había sido un
accidente, pues le habían cortado completamente el cuero cabelludo, y no lo hallaron en el lugar.
La madre
Clara salió a la vereda del hospital cargando el bebé en sus brazos. La noche se había presentado
bastante fría. Envolvió mejor al bebé y procuró un taxi con la vista, pero solo había autos de
particulares estacionados en aquella cuadra. Entró de nuevo al hospital y le pidió a una enfermera
que le llamara un taxi. La enfermera, que estaba tras una ventanilla, llamó con desgano y volvió a
ojear una revista. Clara le agradeció, sonriendo con falsedad, y volvió a esperar en la vereda.
Pasaron los minutos y nada, el taxi no llegaba. Impaciente por la espera, Clara decidió irse a pie;
su casa no estaba tan lejos.
Caminaba rápido porque todavía estaba enfadada. Había llevado al niño de tarde, a un control
programado que no podía evitar, pues no deseaba tener problemas, y demoraron tanto en
atenderla que cuando lo hicieron ya estaba de noche. Clara quiso marcharse pero un doctor la hizo
pasar. Ella temía que le hallaran algo raro, que se dieran cuenta, pero cuando lo examinaron solo
era un niño normal.
Al llegar a una cuadra oscurecida por las sombras de unos árboles, una silueta humanoide
contrahecha, pequeña y de andar desparejo le salió al cruce y le exigió:

- ¡Dame el bebé!, ¡dame el bebé!…


- ¡Nunca! -gritó Clara, y sacando un amuleto de un bolsillo de su abrigo se lo presentó al ser aquel.
- ¡Ah! ¡Dame el bebé! ¡Dame… ah! -y contra su voluntad la criatura retrocedió hasta las sombras.

Entonces el bebé abrió con sus brazos la manta que lo cubría y dijo con una voz aguda y áspera:

- ¡Suéltame, maldita bruja! ¡Suéltame!…


- ¡Silencio! -le ordenó ella, y le puso el amuleto frente a la cara, haciendo que el bebé se volviera a
cubrir.
- Pronto me apreciarás. He domesticado a peores engendros que tú -le aseguró la bruja.
La madera
Una amiga que es maestra en una escuela me pidió un favor bastante curioso. El municipio había
donado unos pupitres (de esto hace muchos años, aún se usaban pupitres) que fueron a dar en el
salón donde ella daba clases, y creía que aquellos asientos de alguna forma estaban
embrujados. Quería que averiguara de dónde los habían sacado.
Anticipándose a mi escepticismo me invitó al salón aquel, al atardecer, después que los alumnos
se fueron, y ante los pupitres aludidos me contó más o menos lo siguiente:

“Cuando llegaron, personalmente quedé muy agradecida -empezó a contarme mi amiga, mirando
de reojo los bancos-; eran nuevos y desprendían un aroma agradable; veía que los niños se
inclinaban a oler la madera. Pero no demoraron en empezar las cosas raras. Un alumno se pinchó
con la punta de un compás y sangró un poco sobre el pupitre, y, presencié asombrada como la
madera absorbía completamente toda la sangre en un instante, sin que quedara una mancha.
Lógicamente, inventé algo para convencer a los que vieron aquello, pero no era algo normal. Unos
días después, un olor asqueroso que enseguida asocié con la muerte invadió repentinamente el
salón, aunque enseguida desapareció. Los días siguientes todos empezaron a desconcentrarse
fácilmente, y se acusaban unos a otros por algún jalón que sentían o un pupitre que se inclinaba de
golpe como si lo empujaran de atrás. Pero lo más horrible me pasó a mí. ¡Ay…! Hasta me cuesta
contarlo… disculpa. Fue así: Olvidé mis llaves y volví un poco más tarde que ahora, ya
prácticamente estaba de noche. El salón ya estaba oscurecido, pero como solo son unos pasos e
igual distinguía el manojo de llaves no encendí la luz. Cuando fui a marcharme, estaban… en los
pupitres había gente, y por sus contornos se notaba que estaban muertos”.

En ese momento a mi amiga se le quebró la voz y se tapó la boca. Me dejó completamente


impresionado. Cuando intenté analizar fríamente aquello, del salón emanó un olor nauseabundo
que recordé inmediatamente. Cuando salimos de allí le prometí que iba a averiguar todo lo que
pudiera.
Después de sentir aquel olor, lo que descubrí no me sorprendió, aunque igual me hizo estremecer:
Los pupitres estaban hechos con las maderas de unos cipreses talados de la parte vieja del
cementerio.
Después de cobrar algunos favores y quedar debiendo otros en el municipio, hice que retiraran
aquellos bancos, y un tiempo después que los destruyeran.
Los muñecos
Sebastián me contó que sus hermanos eran diferentes. Cuando llegué a la casa los dos estaban
jugando en el suelo, haciendo ruidos guturales que solo ellos entendían, pues parecían
comunicarse con ellos; eran gemelos.
Había entablado amistad con Sebastián en la escuela, y en esa ocasión me invitó a pasar el día en
su casa. Ambos teníamos nueve años; sus hermanos seis.
Su casa era enorme, y a esa edad me pareció un palacio. Cuando entramos a la habitación donde
tenían los juguetes quedé con la boca abierta. Tenían estantes y estantes repletos de juguetes de
todo tipo, también había cajas donde se amontonaban algunos. Los hermanos de Sebastián se
entretenían “hablando” entre si con aquellos sonidos incomprensibles para los demás.

- ¿Ellos no juegan? -le pregunté a Sebastián, con la imprudencia y falta de tacto que tenía a esa
edad.
- Antes jugaban -me contestó-, pero últimamente no, ya no les gustan estos juguetes.
- Nos gustan los muñecos de la ventana -dijo uno de ellos, volviéndose hacia nosotros.
- Sí, los muñecos de la ventana -afirmó el otro, señalando la abertura.

Sebastián se notó algo sorprendido, evidentemente creía que no estaban prestando atención a lo
que hablábamos, y creo que no escuchaba muy seguido la voz de sus hermanos.

- ¿Los muñecos de la ventana? -pregunté, y miré hacia la única ventana que tenía la habitación.
- Es algo que inventaron -me susurró Sebastián.

Jugamos casi toda la tarde. Después tomamos té junto a sus padres en un salón inmenso. Aquello
no estaba mal, comparado con comer un trozo de pan con manteca sentado en un escaloncillo del
fondo de mi casa, sin embargo, no cambiaría el familiar escenario donde el sol descendía filtrando
rayos de luz entre los naranjos, por la vastedad fría de aquel salón.
Les caí tan bien a los padres de mi amigo que me invitaron a cenar. Cuando acepté fueron hasta
mi casa (porque no teníamos teléfono) para avisarle a mis padres.
Bajo las sombras de la noche aquel inmenso hogar me resultaba ahora algo inquietante. Cualquier
ruido se amplificaba y deformaba al pasar por las inmensas habitaciones.
Mirábamos televisión cuando los hermanos de mi amigo voltearon a la vez hacia un corredor, como
si los hubieran llamado, se levantaron y fueron rumbo al salón de los juguetes. Poco rato después
tuve que ir al baño. Cuando volvía por el corredor recordé lo de los muñecos de la ventana.

La puerta donde se hallaban los gemelos estaba entornada. Los dos estaban sentados en el suelo,
con la vista levantada hacia la ventana, y sonreían. Entonces entré a la habitación y también vi a
los “muñecos”. Eran dos monstruos pequeños, como duendes, tenían la cara ennegrecida y lucían
rasgos demoníacos, pues tenían cuernos y cabeza alargada. Se movían como si estuvieran
danzando o representando algo. Estaban tras el vidrio. Al verme se desvanecieron, pero antes
dijeron algo incomprensible. Inmediatamente los gemelos me miraron disgustados.
Después de aquel susto ya no quería quedarme allí, pero de todas formas esperé la cena.
Nunca más volví a pisar aquella casa, y no mucho desde esa época la casa está abandonada.
En halloween
La algarabía de halloween había quedado atrás, junto con las luces de la ciudad. Habíamos
tomado un camino de tierra que pasaba por zonas de monte y pastizales, y esa noche todo estaba
oscuro. Yo iba conduciendo. La camioneta vibrada y saltaba con las irregularidades del camino,
pero a pesar de eso Mónica igual dormía, porque iba muy cansada.
En un tramo del camino que era recto, las luces del vehículo iluminaron a lo lejos a cuatro
contornos humanos. Cuando estuve lo suficientemente cerca creí que eran unos tipos disfrazados
de muertos andantes. Me sorprendió que hubieran llegado hasta allí a pie. Después supuse que
los habían arrimado en algún coche, pero el próximo pueblo estaba tan lejos que igual era raro.
Caminaban muy lento, arrastrando los pies, y creí que aquello era una actuación. Marchaban
alineados, y dos de ellos iban por el medio del camino. Disminuí la velocidad un poco, pero como
no se apartaban toqué la bocina.

Mónica despertó con un sobresalto por la bocina. En ese momento los caminantes se apartaron y
giraron sus caras hacia nosotros. ¡Eran horribles! Ni el mejor maquillaje del cine luciría tan
aterrador.
A Mónica se le escapó un grito de terror; yo aceleré y pronto estuvimos lejos de allí.
Después intenté calmarla, pues seguía asustada, pero ni yo creía lo que le decía:

- Eran unos borrachos con máscaras -le dije.


- ¡No, eran reales. A uno se le estaba cayendo la piel! ¡Eran muertos! ¡Muertos!
- Está bien. Puede ser que no fueran gente, tal vez eran apariciones -tuve que reconocer-, pero las
apariciones no hacen nada, y quedaron allá atrás.

Unos kilómetros más adelante sentimos un sacudón que por poco no nos hizo voltear. Me detuve
en un costado y bajé.

- Es un neumático, se le abrió un agujero -le dije.


- Cámbialo rápido. No quiero estar aquí. ¿Quieres que te ayude? -me dijo ella, asomándose por la
ventanilla.
- No, yo puedo solo. Son unos minutos nomás.

Estaba por terminar de colocar la rueda cuando los vi surgir de la oscuridad. Eran los cuatro
muertos. La luz intermitente del vehículo parado los hacía lucir todavía más espeluznantes.
Mónica los vio por el retrovisor y se puso a gritar. Terminé de ajustar la última tuerca y me lancé
hacia el interior de la camioneta. Nuevamente los dejamos atrás, pero como evidentemente eran
apariciones o alguna otra cosa sobrenatural, fuimos a tranquilizarnos recién cuando vimos el
amanecer.
El tren nocturno
Chirriaron los frenos del tren y la maquina se fue deteniendo. El chirrido y la súbita sacudida
despertaron a Ramón, que dormía sentado en un compartimiento del tren.
Se limpió la comisura de la boca con una mano, y descubrió que la saliva había llegado hasta el
cuello del abrigo. En ese momento se alegró de ser el único ocupante del compartimiento.
Desempañó el vidrio de la ventanilla y miró hacia afuera. Árboles altos y arbustos entrelazados
con la oscuridad de la noche fue lo que alcanzó a distinguir. Era obvio que por allí no se
encontraba ninguna estación ni parada. Pensó que si se habían detenido allí era por alguna
emergencia.
Descorrió la puerta del compartimiento. Otros pasajeros también se asomaron en el angosto
pasillo.
Un guarda cruzaba apresuradamente por él, y Ramón aprovechó para preguntarle:

- ¿Sabe por qué nos hemos detenido aquí, señor?


- No lo sé. Alguien accionó el freno de emergencia. Voy hasta el frente a ver qué pasa. Usted no se
preocupe. Vuelva a sentarse que ya regreso a informarles a los de este vagón.
- Gracias.

El guarda fue detenido por las preguntas de otros pasajeros, les contestó casi lo mismo y consiguió
llegar al siguiente vagón, donde lo asaltaron con más preguntas.
Ramón regresó a su asiento, pero ahora presentía algo malo. Siempre se había considerado muy
intuitivo, y la experiencia lo corroboraba.
Siempre viajaba liviano, solo con un bolso, pero con cosas útiles en él, una buena costumbre que
provenía de su pasado, cuando fuera niño explorador. Bajó su bolso del portaequipaje y lo dejó
sobre sus piernas.
Al escuchar el primer grito se puso de pie. Casi al instante sonaron otros gritos. Eran gritos de
terror y agonía. Algo muy malo estaba ocurriendo en los primeros vagones.
Siguiendo la naturaleza del ser humano, y como no sabían de qué se trataba, muchos intentaron
llegar a los primeros vagones, pero los detuvo la gente aterrada que huía en dirección contraria.
Entonces el miedo controló la situación. El griterío creció. Entre los gritos de terror se escuchaban
ahora gruñidos extraños y órdenes que se gritaban en una lengua desconocida.

Ramón reaccionó más fríamente que los otros. Por largo que fuera el tren no servía de nada huir
hacia el último vagón. Intuyó que las puertas estaban obstruidas de alguna forma, o bloqueadas
por los causantes de aquel desorden, o lo que fuera aquello.
Abrió la ventanilla, arrojó su bolso y saltó después hacia afuera. Cayó rodando para minimizar el
impacto y utilizar ese impulso para escabullirse rápidamente entre la maleza que crecía al lado de
la vía. Tras la maleza había una canaleta. Desde allí vio que otro pasajero intentaba ahora salir por
la misma ventanilla que utilizara él, pero algo lo detuvo y lo jaló hacia adentro, para seguidamente
atacarlo con rápidas y voraces mordidas. El ser que atacaba al hombre era un vampiro, y su cara
lucía horribles rasgos de murciélago. En todo el tren se desataba ahora una horrible carnicería.

El hombre que intentó seguir a Ramón fue el que lo salvó, pues si el vampiro hubiera encontrado la
ventanilla abierta sin alguien intentando salir por ella, concluiría inevitablemente que alguien había
escapado por allí, y después vendría la persecución.
Ramón se escabulló entre las sombras y se alejó bosque adentro. Esa noche caminó sin parar.
Su odisea no fue corta, pero gracias a que iba bien preparado y sus conocimientos en
supervivencia eran muchos, consiguió llegar a una ciudad. Apenas comenzó a transitar las calles
buscó información sobre el tren. ¿Sería el único sobreviviente? ¿El mudo estaría enterado ahora
de la existencia de los vampiros? Al encontrar un diario de unos días atrás confirmó algo que
presentía: los vampiros encubrieron la masacre con un descarrilamiento y posterior incendio del
tren, quemando en él todas las evidencias.
La maldición
Parecía que la casa se iba a derrumbar en cualquier momento. La tormenta era terriblemente
intensa.
Estallaba un rayo y al instante otro. La noche se iluminaba con aquellos fuegos ensordecedores, y
las paredes de la vivienda temblaban, y un chaparrón estruendoso golpeaba contra el techo con
mucha fuerza. Las luces blancas de los relámpagos entraban al cuarto donde me hallaba, y al
venir desde distintos puntos del cielo, cada una creaba sombras ligeramente diferentes en la
habitación, formando la ilusión de movimiento. Una tormenta así es desagradable en cualquier
lado, pero lo es más en una casa ajena.
Me encontraba en un establecimiento rural, en la casa de un peón. Durante el día trabajé
cambiando la instalación eléctrica del lugar junto a Ernesto, mi socio. Como todavía quedaba
mucho trabajo y el lugar está en una zona muy apartada tuvimos que quedarnos. Apenas se hizo
noche empezó la tormenta.
No me podía dormir. Me levanté y fui hasta la ventana. El enorme patio estaba lleno de charcos
crispados por la lluvia. En el otro extremo estaba la casa principal, la del dueño del lugar.
Sentía que mis pupilas se dilataban de golpe y volvían a contraerse al mirar aquel escenario donde
luchaban la oscuridad y la luz de los relámpagos.

Súbitamente, de ser observador pasé a ser observado. Apareció no sé cómo en un costado de la


ventana. Era una mujer muy vieja con acentuados rasgos de bruja. Estaba cubierta con una capa
negra. ¡Nunca vi un rostro tan grotesco! Supongo que durante el día no luce así. Su rostro debía
estar transformado con magia negra; o por el contrario, aquel era su verdadero aspecto y lo
cambiaba durante el día. Sin dudas era una bruja, y me observaba tras el vidrio.
Se llevó la mano al rostro, y extendiendo el dedo índice delante de su ennegrecida boca hizo un
gesto claro que me resultó aterrador. Aquel gesto decía que no hablara sobre ella, que no le
contara a nadie. Con otro gesto lento y horrible dejó claro que si hablaba me iba a matar, y sonrió
con infinita malicia.
Aterrado, duro de miedo, la vi avanzar hacia el centro del patio. Sacó algo de su abrigo, escarbó el
suelo con su huesuda mano y lo enterró, tapándolo luego con tierra. Desde allí me recordó que no
hablara, con la misma seña del dedo frente a la boca, y se marchó para desaparecer en un
instante de oscuridad.

La tormenta se disipó al amanecer. Cuando íbamos a retomar nuestra tarea vi que partieron
raudamente en una camioneta. Un peón nos informó. La esposa del dueño del lugar había
enfermado por la madrugada. Seguramente fue obra de la bruja, de la cosa que enterró.
Luego me enteré de algo que me indignó. Antes de partir, el patrón de lugar le dijo a su capataz
que nos pagara menos de lo acordado, alegando un retraso.

- Si no les sirve se pueden ir -dijo el capataz-. Pero si lo hacen no van a cobrar nada.
- Y si fuera así, ¿usted va a asumir las consecuencias por su patrón? -le pregunté, acercándome
más a él.
- Yo solo sigo órdenes, no es que esté de acuerdo con lo que él dice -aclaró el capataz, bajando el
tono.

Si me metía en un lío solo iba a empeorar todo, pero el asunto no iba a quedar así.
Terminamos el trabajo ese día y nos marchamos de aquel lugar maldito (ahora literalmente maldito
gracias a lo que plantó la bruja).
Días después supe que la esposa del dueño del establecimiento murió, que el mismo se enfermó
misteriosamente, y, que un incendio arraso con casi todo el lugar.
Opino que el tipo se merecía lo que le hizo la bruja, como también se merecía que su propiedad se
incendiara debido a una “falla” eléctrica de la instalación.
Solo
Maximiliano notó al otro peatón al doblar en una esquina. En una zona lejana del cielo nocturno se
estaba formando una tormenta, y un viento cargado de humedad recorría aquella calle desolada.
Sucesivas inundaciones habían alejado a la gente de allí, y las viviendas se hallaban vacías y
estragadas.
Maximiliano pensó que había tomado una mala decisión al cortar por esa zona, pero igual siguió.
El otro peatón iba detrás de él. Cuando el desconocido apuró el paso para alcanzarlo, Maximiliano
se volvió rápidamente.

- Hola -lo saludó el tipo, sonriendo-. Disculpe, señor, ¿tiene hora?


- Son las dos y media -le contestó, acercando el reloj a su cara, para no perder de vista las manos
del otro.
- Gracias.

El desconocido no tenía apariencia de ser un malviviente. Maximiliano lo evaluó con la mirada. El


tipo parecía ser un debilucho de carácter tímido. Maximiliano intuyó que aquel joven quería
alcanzarlo para no atravesar aquella zona solo. Por eso le dirigió otras palabras mientras avanzaba
nuevamente, como invitándolo a que lo acompañara:

- Creo que anunciaron lluvia, y por este vientito parece que no le erraron.
- Cierto. El aire está enrarecido, debe ser la humedad, y en esta parte de la ciudad la sensación
parece más fea. No sabía que esta parte estaba tan así, tan abandonada; es como un barrio
fantasma.
- Es un barrio fantasma -afirmó Maximiliano-, y seguramente dentro de esas casas andan algunos.
- ¿Usted ha visto alguno hoy? -preguntó el muchacho, y miró hacia varias casas.
- No. Dije eso en broma.
- ¿No cree en fantasmas?
- No, francamente no.
- Yo estoy empezando a creer, porque hasta la esquina sentía que me seguían, pero no había
nadie. Ahora esa sensación se fue, creo.
- La apariencia del lugar lo habrá sugestionado.
- Puede ser. Espero que fuera eso -y echó otra mirada en derredor mientras caminaba.

Siguieron juntos unas cuadras. Maximiliano doblaba en la próxima esquina, y al llegar a ella se
despidió de su casual compañero de caminata:

- Aquí doblo yo. Que le vaya bien, joven. Adiós.


- ¿Dobla aquí…? Bueno, que le vaya bien, señor -dijo el joven, evidentemente sorprendido, y sin
ganas de seguir solo.

A Maximiliano le dio algo de pena: “Pobre tipo. Tiene miedo”, pensó. Cuando se había separado
unos pasos, volteó, y vio que detrás del otro se deslizaba la aparición de una niña toda blanca. En
ese mismo momento la aparición giró la cabeza hacia él, luego desapareció.
Después sintió que algo lo seguía, y esa sensación aterradora lo acompañó hasta que salió del
barrio fantasma.
El cuento
Se encontraban bebiendo y jugando a las cartas. Ya era de madrugada y el bar estaba casi vacío.
El cantinero pasaba un paño por la barra, limpiando las marcas de los vasos. Un reloj de pared
viejo que se empeñaba aún en funcionar emitía un sonoro tic tac que era parte del ambiente, así
como lo eran el olor a cigarro y alcohol.
Cuando los integrantes de aquel grupo de veteranos se aburrieron de jugar a las cartas empezaron
a contar anécdotas y cuentos, para dilatar la noche.
El mejor narrador de cuentos era Rómulo, y generalmente contaba cuentos de terror.
La mesa que rodeaban estaba cerca de la barra. Cuando el cantinero advirtió que don Rómulo iba
a comenzar una de sus historias de terror, dejó lo que estaba haciendo y prestó atención.

“A este me lo contó un tipo que fue policía muchos años -comenzó su historia Rómulo-, se
apellidaba Rosales, el nombre no recuerdo, ya es muerto él. Según él realmente le pasó esto, y fue
lo siguiente: En esa época trabajaba en una comisaría rural, y andaban investigando una matanza
de ovejas. El comisario del lugar no era muy suspicaz que se dijera, y quiso resolver el asunto con
una simple vigilancia a las ovejas que quedaban vivas. Un método directo pero que en ese caso
podía ser muy eficaz.
Cuando llegó el ocaso dejaron a Rosales y otro policía en el borde de un campo. Desde ahí
siguieron a pie. Al encontrar el rebaño buscaron donde esconderse. Eligieron un pequeño matorral,
se agazaparon y comenzó la espera.
Por un buen rato creyeron que aquel plan iba a fracasar, porque las ovejas no dejaban de mirar
hacia donde estaban ellos, pero después los animales se acostumbraron a los espías y dejaron de
prestarles atención.

“Apenas se hizo noche salió la luna llena. La vieron asomar detrás de un cerro bajo, y cuando la
luna se despegó del todo del horizonte, desparramó cerro abajo una claridad que ahuyentó a las
sombras hasta acorralarlas en unas arboledas que se elevaban no muy lejos de allí.
Y la noche fue avanzando, y los pastos se cubrieron de rocío. Una bruma blanca que merodeaba
en las zonas bajas parecía ser sólida bajo la pupila lunar, y bien podría tomarse por un ente
gigantesco que ocultaba algo. Y desde esa bruma resonó de pronto un aullido largo y
escalofriante.
Los policías se miraron en silencio y desenfundaron sus pistolas. Las ovejas se agruparon más y
empezaron a balar inquietas. Un animal salió al trote de la bruma, y parecía ser un perro. Era
grande, de pelaje desordenado, avanzaba con la cabeza gacha, con la vista puesta en sus
asustadas presas.

“No había dudas de que aquel era el culpable de las matanzas. Atraparlo vivo no era una opción
razonable, debían sacrificarlo.
Desde donde estaban no tenían un buen tiro. Acordaron levantarse al mismo tiempo con señas.
Saltaron del matorral y corrieron hacia el perro. Este quedó sorprendido un instante, para luego
salir corriendo rumbo a una arboleda. Los policías corrían detrás, apuntando pero sin disparar. En
medio de la arboleda había una gran roca, y en ella un hueco, una cueva pequeña, y vieron que el
animal se metió allí.
Al acercarse escucharon unos gruñidos, después unos sonidos extraños que se mezclaban con
quejidos. Iluminaron la entrada de la cueva para descubrir que tenía un recodo, y el animal estaba
más allá de este, pero de todas formas estaba atrapado.
Rosales propuso sacarlo con humo. Cuando estaban por encender unas matas de pasto, una voz
salió de la cueva:

- Si me matan van a quedar malditos -afirmó una voz ronca.

¡Imagínense la sorpresa y el susto de Rosales y el otro! Y la cosa pasó a ser más extraña todavía.
Algo salió del recodo y se arrastró hasta salir de la cueva, levantando los brazos después
indicando que se rendía: como deben suponer, era un hombre, estaba como vino al mundo, y el
perro había desaparecido”.
Desenterrada
Caminábamos por el bosque buscando huellas de animales. Éramos cuatro amigos, y fue Santiago
el que hizo el descubrimiento.

- Ahí enterraron algo -dijo Santiago de pronto, señalando el suelo con la mano.
- Parece que sí -observó Carlos, otro amigo-. Seguramente ahí hay algún bicho muerto.
- ¿Y por qué enterrar a un animal aquí, en medio de la nada? -pregunté, y miré a todos.
- Puede ser el perro de un cazador -opinó Aníbal.
- ¿Vos dejarías a tu perro aquí, o te lo llevarías? -le pregunté a Aníbal.

Ninguno de nosotros enterraría a su perro allí, y nos costaba creer que algún cazador lo hiciera.
Curiosos por saber qué era, escarbamos la tierra recién removida. Primero asomó un trozo de tela,
y al tirar de él, sufrí por un instante una impresión sumamente desagradable; por los gestos de sus
rostros diría que a mis amigos les pasó lo mismo. Pero después nos dimos cuenta, y fue Carlos el
primero que lo dijo:

- ¡Es una muñeca!


- Una bien fea -agregó Aníbal.

Tenía el tamaño de un bebé grande y era muy realista. ¿Por qué alguien había enterrado una
muñeca allí? Era un misterio. Hicimos varias conjeturas, bromeando, y finalmente la dejamos tirada
sobre el pasto. Cuando íbamos a marcharnos les dije a los otros sino sería mejor volverla a
enterrar, pero ninguno quería hacerlo. Miré el hueco en la tierra y a la muñeca, dudé, pero como
mis amigos ya iban desapareciendo en el bosque corrí para alcanzarlos, dejándola como estaba.
Después colocamos unas trampas en la zona y acampamos no muy lejos de allí.
Cuando se hizo noche y rodeábamos una fogata retomamos el tema de la muñeca, hablando luego
de brujerías y contando algunos cuentos de terror. En ese entorno de sombras intranquilas, de
penumbras que parecían mostrar cosas que temblaban en el límite de la oscuridad cerrada, las
ideas que resultaban graciosas por la tarde ahora causaban inquietud. Esa noche dormí poco.
Al amanecer salí de mi sobre de dormir para revivir el fuego. Estaba colocando ramas sobre las
cenizas humeantes cuando la vi; estaba parada contra un árbol, recostada a él, era la muñeca que
desenterramos. Desperté a mis amigos y les señalé la muñeca. Observé sus reacciones
intentando descubrir quién la había arrimado hasta allí. Los tres se veían realmente sorprendidos.

Yo estaba despierto desde antes del amanecer. Que alguno se hubiera internado en el bosque
para buscar a la muñeca cuando estaba oscuro, después de aquellas historias y cuentos de terror,
me pareció poco probable. Cuando los tres juraron por sus madres que no lo habían hecho les
creí. Yo juré también, pues reconozco que era el principal sospechoso, ante los ojos de los otros.
Obviamente, era posible que algún extraño la hubiera colocado allí, mas lo que sucedió después
me hace creer que la muñeca llegó sola.
Ya sin ninguna gana de permanecer en aquel bosque, levantamos el campamento rápidamente,
sin perder de vista a la muñeca. Pero esta vez no pensaba marcharme así nomás. Si alguien la
había enterrado era por algo. Empecé a cavar con una pala plegable que llevábamos. Los otros la
vigilaban, aunque debieron descuidarla un instante, y al volverla a mirar, la muñeca ahora tenía la
boca medio abierta y enseñaba unos dientes retorcidos y rojizos que terminaban en una delgada
punta.
Hasta ahí llegó nuestra valentía; solo éramos unos muchachos, ninguno era mayor. Salimos
corriendo, despavoridos, y por suerte nunca más vimos a la muñeca.
Gente del circo (3)
Francisco salió a la calle y consultó su reloj. Era más de media noche. El aire estaba frío, helaba, y
en aquella parte de la ciudad no andaba casi nadie.
Pensó que si caminaba rápido no iba a sentir frío. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y
partió. Avanzó unos cuadras y llegó a una avenida con árboles en las veredas.
Escuchó a un vehículo que avanzaba en el mismo sentido que él. Al pasar a su lado gritaron desde
el vehículo; Francisco se sobresaltó por la sorpresa y lo fuerte del grito, y al voltear vio que eran
dos payasos. Tenían la cara completamente pintada y unas narices rojas, enormes.
Al ver la reacción de Francisco los payasos se echaron a reír grotescamente, aceleraron y doblaron
imprudentemente dos calles más adelante.
“¡Payasos idiotas!”, pensó Francisco. Creyó que debían andar de parranda, y que seguramente
pertenecían al circo que estaba en la cuidad desde hacía unos días.

Más adelante, reconoció el ruido del vehículo. Los payasos habían girado hasta volver a la
avenida.
Pero esta vez no lo iban a sorprender. Antes de que cruzaran por él giró hacia ellos y les hizo un
gesto con la mano, mas inmediatamente se arrepintió, porque los payasos lo miraron con una
fiereza endiablada.
Por un momento creyó que iban a detenerse, pero siguieron, aunque el que iba de pasajero
evidentemente no estuvo de acuerdo, y Francisco vio que se alejaron forcejeando.
Por culpa del forcejeo el vehículo aceleró, se desvió hacia un costado subiendo a la vereda y se
estrelló ruidosamente contra un árbol.
Francisco pensó que aquellos dos se merecían lo que les pasó, mas como era un tipo correcto,
sacó su celular y llamó a emergencias. Luego corrió hacia el auto accidentado.

Uno de los payasos había salido despedido por el parabrisas y se hallaba tirado bocabajo; el otro
estaba entre las chapas retorcidas del auto. Al que estaba tirado se le había desprendido en parte
la piel de la cara, y cuando se levantó rápidamente todo el rostro de payaso se le cayó al suelo, era
una máscara, su verdadera cara era monstruosa, no era humana. A Francisco le recorrió un
escalofrío de terror por la espalda.
Ahora el otro payaso aterrador intentaba salir de los restos retorcidos, y el que estaba en la vereda
caminaba hacia Francisco, que ya no era capaz de huir.

- Has visto demasiado. Este es tu fin -dijo el monstruo que perdiera su disfraz.
- ¡Atrápalo! -gritó el otro-, que te has dejado ver. ¡Atrápalo!

En ese momento se escuchó una sirena, venía por una calle transversal. El monstruo se detuvo y
miró al otro. Ya no tenían tiempo. Levantó su máscara, se la puso como pudo y se acostó bocabajo
en el lugar donde había caído; el otro se echó hacia atrás y quedó quieto.
Francisco, temblando de miedo, vio como un médico los revisaba, para después declararlos
muertos. La policía no lo retuvo mucho tiempo; solo era un peatón que fue testigo de un accidente.
Llegó a su casa aterrado y confundido. ¿Qué eran aquellos payasos? ¿Qué descubrirían al
hacerles la autopsia?, pero… si no estaban muertos.
Al otro día escuchó la noticia: los cuerpos de los payasos habían desaparecido.
Espiando desde la ventana
Mauricio odiaba el apartamento donde vivía. Estaba ubicado en el tercer piso de un edificio, y
desde la ventana del cuarto de Mauricio se veía casi todo el terreno de un cementerio.
Desde que su familia se mudó a ese apartamento sus noches ya no tuvieron paz, y como la
curiosidad es algo muy fuerte y a veces es insana, algunas noches espiaba hacia el cementerio, y
casi siempre creía ver algo que se movía entre los panteones, y después del susto se metía en la
cama y se tapaba hasta los ojos.
Con el tiempo aquellos sustos se volvieron adictivos, y pasaron a ser lo más importante de su día.
Aunque las noches estuvieran oscuras algo de la luz de la calle sobrepasaba el muro y mostraba
una parte del cementerio. Las noches de luna los mármoles del campo santo reflejaban parte de
los rayos lunares, y una bruma que siempre estaba suspendida sobre el suelo parecía
encenderse.
Un día Mauricio reveló a su abuela lo que hacía, creyendo que ella era la mejor confidente, pero
esta enseguida pareció asustarse, y mientras se santiguaba le dijo:

- No vuelvas a hacer eso. Puede que sin querer perturbes a alguien, aunque Dios no lo quiera…
- ¿Y qué me puede pasar?
- No sé, no quiero ni imaginarme, pero no lo hagas más. Tienes que prometérmelo.
- Está bien, abuela.

Mas la noche siguiente volvió a espiar hacia el cementerio. La bruma que siempre emanaba del
lugar estaba más espesa, se había elevado más, y súbitamente aparecieron en ella unas figuras
borrosas que avanzaban hacia el muro. Mauricio cerró la persiana y se llevó las manos al pecho.
El corazón le latía desbocado. Cuando fue a meterse en la cama, escuchó que detrás de él la
persiana se abría completamente, y al voltear, el terror le arrancó un grito que hizo que sus padres
se despertaran sobresaltados. Un grupo de apariciones espeluznantes se amontonaban en la
ventana, y con la cara recostada al vidrio lo miraban con malicia.
Cuando sus padres irrumpieron en el cuarto en la ventana no había nada. Le preguntaron qué
había pasado, pero Mauricio no les contestó; estaba mudo de miedo. Y así quedó, porque después
ya no volvió a hablar, y no pudo contar que desde esa experiencia aterradora empezaron a
espiarlo todas las noches, y que unas siluetas decrépitas cruzaban levitando frente a la ventana.
La foto
Mi estadía en Norteamérica no fue como esperaba, y terminó siendo aterradora.
Estaba gozando de mi licencia cuando fui a visitar a unos parientes que viven allá. La
zona rural donde está la casa no es muy diferente al lugar donde vivo, y como mis
parientes trabajaban casi todo el día comencé a aburrirme desde el primer día.

- Ve a pescar al arroyo -me dijo un día mi tía-, pero no vengas muy tarde, que aquí no es
como allá.

“Aquí no es como allá”, no comprendí su advertencia. La poca gente que había visto era
tan saludadora y servicial como la gente que conozco, y las pocas zonas de la región que
no estaban plantadas eran campos agradables y bosques, que, comparados con los
montes que frecuento eran jardines.
Sin muchas esperanzas de una pesca buena, partí con una caña al hombro, silbando
despreocupadamente. “Sus bosques son un paseo para mí”, pensé. Llevaba en un bolso,
además de agua y algo de comer, una cámara de fotos; me habían pedido que devolviera
los peces que atrapara, pero que les sacara una foto para mostrarles y como recuerdo. Y
siguiendo instrucciones bordeé una plantación de maíz, después atravesé una pradera, y
al final de esta se encontraba el bosque. Encontré fácilmente un sendero ancho que
serpenteaba entre los árboles, y caminé por él algunos cientos de metros. Al llegar a una
parte baja y sombría escuché el rumor de una corriente, tal como me habían dicho. No
mucho más allá estaba el arroyo.

Minutos después observaba una boya que apenas se movía en el agua turbia. Me senté
con la espalda recostada a un árbol y esperé.
El sol fue cruzando por los árboles que se erguían en la otra orilla. Todo estaba calmo, tan
sereno como el agua, y no había indicios de peces; pero como soy muy paciente seguí
esperando.
Al final de la tarde, cuando unos rayos verticales del sol atravesaban el bosque
penumbroso, la boya se hundió repentinamente, y, tras una lucha corta saqué un bagre
pequeño.
Igual le tomé una foto. Lo devolví al agua y seguí intentando. Pero pronto los rayos
verticales desaparecieron, y tuve que desistir.
Al tomar el sendero ancho ya estaba de noche, mas como era tan limpio, sin ramas
caídas ni nada que me hiciera tropezar, la poca luz que aportaban las estrellas y la luna
creciente era suficiente para mí.

Pero de un momento a otro sentí una sensación aterradora. No había escuchado pasos ni
visto movimiento entre los árboles ni en el sendero, pero sentía claramente que había
alguien detrás de mí, avanzando conmigo. No podía ser alguien que me hubiera
sorprendido, todo estaba silencioso y tengo muy buen oído. Por alguna razón supe, que
además de aterradora aquella situación era peligrosa, y con la vida en juego pensé
rápido. Sin detenerme, saqué disimuladamente del bolso la cámara de fotos. Mi plan era
encandilar con el flash a lo que estuviera detrás de mí, y con esa pequeña ventaja voltear
y defenderme como pudiera. Apreté el botón apuntando sobre mi hombro y cerré los
ojos, giré inmediatamente y, no había nada. En el resto del camino no sentí nada
extraño.
No comenté nada por orgullo; contar que me había asustado en aquel bosque, jamás.
Pero de todas formas mis parientes se enteraron, porque al revelar el rollo de la cámara,
salió una foto que mostraba mi hombro, parte de mi cara y cuello, y detrás de mí estaba
un hombre sin rostro, era alto y por demás delgado, y vestía de traje.
Los vigilantes
Casi todo el inmenso y viejo edificio del colegio estaba oscuro. Afuera también dominaban
las tinieblas, y las delgadas siluetas de los pinos que había más allá del patio apenas se
distinguían en la oscuridad de aquella noche sin luna.
Dentro del colegio, en una pequeña pieza, tres vigilantes jugaban a las cartas. El más
joven de ellos se llamaba Luciano, y era su primer noche trabajando allí.
Habían llegado casi al mismo tiempo, y aún no habían recorrido el lugar, entonces
Luciano creyó que debía tomar la iniciativa. Apartó los ojos de las cartas y, mirando a sus
compañeros les dijo:

- Voy a hacer la primer recorrida, si les parece… No sé cómo nos vamos a organizar…
- No te apures, muchacho -dijo el más veterano-. No es necesario que hagamos ningún
recorrido. ¿Has visto los muros que rodean todo el predio, y el tejido de alambre que hay
sobre este? Nadie va a entrar aquí.
- Sí, los he visto, pero igual nuestro trabajo es recorrer el edificio, ¿no? Nos pagan para
eso.
- Nos pagan para sentir que su colegio está más seguro, pero para hacer que recorramos
este edificio de noche, el sueldo que nos dan no alcanza, créeme.

Luciano no insistió. No quería enemistarse con sus compañeros. El que había


permanecido callado era un tipo canoso, de ojos claros, y lo miraba sobre las cartas con
una mirada de, no sigas con el tema, y el veterano que había dado sus razones ahora se
abocaba a tomar café. Luciano intuyó también, por lo que dijo su compañero, que temían
recorrer el lugar. “¡Vaya vigilantes que son!”, pensó.
Pasada la medianoche, Luciano giró de pronto la cabeza y prestó atención. Los otros
demostraron haber escuchado lo mismo que él, pero no se alarmaron y enseguida
trataron de desviar su atención hacia otra cosa; mas Luciano se puso de pié tras unos
segundos de escuchar atento.

- Esa música viene de aquí adentro -afirmó Luciano, mirando a sus compañeros.
- Sí, hay noches que se la escucha -comentó el canoso aparentando indiferencia, pero el
esfuerzo que hacía él y su compañero para restarle importancia al asunto era, a pesar
suyo, revelador: tenían miedo.
- ¿Y qué es, quién toca esa música? ¿Qué hacemos…? ¿Es un violín?
- Mira, estamos seguros que no es una persona, no necesitamos ir a ver para saberlo.
Crees que alguien va a venir a tocar el violín a la media noche, ¿te parece? Hemos
entrado a ese salón cuando ya está de día y no hay nada. El edificio está embrujado, o
como quieras llamarlo. También se escuchan otras cosas, que de solo contártelas te
asustarías. Te acostumbras o renuncias, tú decides, o, si quieres, ve y recorre el lugar, ve
ahora a ver qué hay en ese salón.

Luciano se tomó en serio el desafío. Eligió la linterna más grande que tenían y salió al
corredor.
Con cada paso que daba la melodía se escuchaba más fuerte, resonaba en todo el lugar
y reverberaba en los corredores más lejanos.
Las palabras de sus compañero le parecían ahora muy sensatas, pero igual siguió
andando.
Al pasar frente a una puerta esta se abrió de golpe. Desde el interior oscuro de aquel
salón se deslizó rápidamente hacia él la aparición de una monja que lucía enfadada. Al
estar más cerca la aparición empezó a sonreír diabólicamente. Luciano estaba paralizado.
De pronto lo tomaron por un brazo y el cuello del abrigo y lo jalaron violentamente hacia
un costado; era su compañero canoso, el más veterano también estaba allí.

- No corras -le advirtió aquel-. Y no voltees.

Mientras los tres desandaban el pasillo Luciano sintió que los seguían, pero no volteó.
Cuando llegaron a su pieza le ofrecieron café mientras le palmeaban el hombro.

- ¡Muchacho valiente! Eres el primero que se atreve a investigar después de escuchar


algo, pero, como ya has visto, este lugar realmente está embrujado, y es cosa seria -le
dijo el veterano-. Acostumbrarse de todo a esto, uno no se acostumbra, para ser franco,
todavía me asusta, pero es un trabajo. ¿Te quedas?
- Me quedó -afirmó Luciano, ya algo repuesto del terrible susto que había experimentado.
Ahora creía que sus compañeros eran muy valientes. ¡Vaya vigilantes que son!
Con el terror golpeando mi puerta
Cuando cerré el libro estaba profundamente impresionado. Los cuentos de terror que
había leído en él eran realmente aterradores, además me encontraba solo en una cabaña
solitaria. Fuera la noche estaba completamente oscura, pero como conozco el lugar de
memoria, cualquier mínimo ruido que escuchaba (o creía escuchar) hacía que me
imaginara alguna parte del bosque cercano. Y mi imaginación avivada por los cuentos
asociaba crujidos con pisadas, el rumor del follaje de los árboles rozando entre si me
sonaban a voces susurrantes y malévolas, y el canto lejano de un búho me resultaba
aterradoramente humano.
Resuelto a no dejarme impresionar más por ese terror que dominaba mi aliento, fui a
acostarme y traté de dormir.
De pronto golpearon desesperadamente la puerta. Salté de la cama y miré por la ventana.
Aunque todo lo demás estaba oscuro, vi perfectamente que se trataba de una muchacha
aparentemente aterrada por algo. Miró hacia atrás como quien es perseguido, y, mientras
se volvía hacia la puerta para golpearla nuevamente, me vio y corrió hacia la ventana.

- ¡Señor! ¡Déjeme entrar señor! ¡Ya vienen, no deje que me atrapen! ¡Por favor…! -me
imploró la muchacha.

Inmediatamente me solidaricé con ella. Entró a toda prisa y se acoquinó en un rincón,


temblando.
Lucía tan asustada que hacerle preguntas me pareció algo inútil. Se había cubierto el
rostro con las manos y sollozaba desesperadamente.
No se equivocaba al decir que ya venían. Un griterío furioso se aproximaba rápidamente.
Nuevamente miré por la ventana. Ahora era un grupo de hombres iracundos los que
estaban afuera. Llevaban antorchas y herramientas de mano que esgrimían como armas.
Aquella escena me pareció salida de una vieja película de terror. Cuando alguien del
grupo gritó a todo pulmón: “¡Sal de ahí, bruja!”, giré la cabeza hacia ella. Noté que me
observaba espiando entre sus dedos, después apartó las manos de la cara, y era una
bruja horriblemente espantosa, y sentí un terror atroz que nunca olvidaré.
Después, un sobresalto terrible y me enderecé bruscamente en la cama. Cuando
empezaba a sentirme mejor al darme cuenta que solo soñaba. Golpearon enérgicamente
la puerta. Enseguida volví a experimentar el terror que me dominara en la pesadilla (si es
que fue una pesadilla común), y permanecí en silencio mientras seguían golpeando. No
me atreví a mirar por la ventana por miedo a enloquecer de terror. Golpearon varias veces
y luego, silencio, no escuché pasos alejándose de allí, y la noche estaba ahora tan
silenciosa que hubiera escuchado incluso una retirada furtiva y cuidadosa, por lo que
llegué a creer que permanecía al lado de la puerta; pero cuando amaneció no había
nadie.
Prologo
Cuando se me propuso la idea realizar la antología de poemas y biografías me sentí muy
atraído con la idea. Este proyecto me sumergió en el mundo de la poesía de todas las
épocas y los todos los continentes. Me permitió releer obras que ya se me habían
presentado en mi vida y otras que desconocía totalmente.
Índice

Biografía de Octavio Paz………………….

Poemas de Octavio Paz……….

Biografía de Jaime Torres Bodet………..

Poemas de Jaime Torres Bodet……………………

Biografía de Manuel Acuña…………………..

Poemas de Manuel Acuña…………………………..

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