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—Hay historias que se cuentan mucha veces, pero esta no es… ¡Pon más leña, mi
niña! Mis huesos no son lo que antes eran y no pienso congelarme en este maldito bosque —
dijo la anciana con el ceño fruncido—. Y ahora, deja de interrumpirme si es que quieres oír
el final, antes de que lo olvide.
—Te equivocas, comenzó hace muchos años… Basta, basta, es suficiente, estoy tan
seca y arrugada que con un poco más de calor me encenderé como yesca —agregó con una
sonora y desdentada carcajada—. Ahora deja de hablar, pequeña parlanchina. Calla y
atiende…
Hay historias que se cuentan muchas veces, pero esta no es una de ellas. Esta historia
no es un emocionante relato sobre galantes caballeros que cazan dragones con la ayuda del
fuego y el rayo. Tampoco es una historia de amor, aunque de eso sí que tiene un poco. La
historia que escucharás esta noche, ha sido parte de nuestra familia por generaciones. Y sólo
es contada una vez en la vida, y ahora te la entrego a ti, mi niña, igual que me la dieron mis
padres a mí. Será parte de ti por el resto de tus días y si tus días son largos y prósperos,
entonces podrás contársela a tus hijos.
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Hace muchos años, muy cerca de donde estamos, había una enorme ciudad dentro de
un imperio aún más grande. Era tan grande que cada habitante podía tener una granja si así
lo deseaba, pero no una como la de nosotros, no; ahí tenían animales extraños, asombrosos y
elegantes. Y casas tres veces más grandes y lujosas que la de nuestro alcalde. Otros habitantes
se dedicaban a trabajar metales y piedras preciosas con sus manos, y lo hacían por el simple
placer de crear algo hermoso. E incluso hasta la más humilde de las campesinas podía
adornarse con joyas tan hermosas, que no tendrían nada que envidiar a nuestros reyes.
Hombres y mujeres vestían las más suaves y coloridas telas. A nadie le faltaba la carne, y
cualquiera podía beber tanto como desearan: chocolate, café y bebidas que sólo podemos
imaginar. Eran buenos tiempos, tiempos de paz y abundancia, y esa paz era mantenida por
una mujer. Mi padre, mi abuelo y la madre de mi abuelo desconocían el antiguo nombre de
La Dama gobernante, y tampoco sabían el nombre de la ciudad, pero sí que recordaban el del
imperio. Este lugar, hace muchos años, era llamado R´gen.
La Dama era hermosa, tenía la piel tan suave y blanca como la nieve en invierno;
estaba llena de vida y energía como una jovencita y era tan sabia como sus mayores. Amaba
y respetaba a la gente de su pueblo, y a su vez, esa gente la respetaba y la amaba, pues ella
escuchaba a todos y valoraba sus consejos por igual.
Su belleza era particular y legendaria. Se contaba que hombres de todo el imperio la
pretendían y le traían regalos de las ocho ciudades tratando de ganar su favor. Y a pesar de
los rumores que corrían, donde decían que su cama nunca estaba fría, lo cierto es que no tenía
ningún interés romántico por nadie, ella sólo buscaba gobernar con justicia y sabiduría. Y así
lo hizo por muchos años. Hasta que la muerte llegó a su puerta.
—¿Pecados? —Respondió el anciano; usaba una túnica de lana gris, su cabello era
completamente plateado, y era tan delgado y alto que costaba diferenciarlo de la barra que
tenía el herrero entre sus manos—. ¿Qué sabe una chiquilla acerca de pecados? Sólo debéis
observarla, no es más que otra víctima de esta terrible guerra.
La niña se encontraba postrada en el suelo ante los pies del anciano; sudorosa y sin
fuerzas. Era víctima de fiebre, mareos y vómito. Su lengua estaba blanca e hinchada, por lo
que era difícil entender del todo sus palabras.
—Mi señora —dijo el anciano—, la guerra ha llegado a su ciudad y ella perdió a sus
padres y al resto de su familia, ahora no tiene a nadie que cuide de ella. No podéis permitir
que muera de esta forma.
—Entonces apártate de una maldita vez, anciano —dijo el herrero acercándose un par
de pasos—. Apártate de ese demonio y cerremos las puertas de la muralla antes de que sea
demasiado tarde. Pero antes debemos asegurarnos de que esta inmundicia no llegue a otros
sitios.
—Se necesita un alma demasiado fracturada para matar a otro ser humano —dijo la
mujer. Hablaba firme y serenamente, sin levantar la voz. Nunca elevaba la voz. A pesar de
eso, sus palabras cortaron el ambiente con facilidad—. Llevadla a mi casa y llamad a los
sanadores. Ésta pequeña será bienvenida, al igual que todo aquel que la siga y necesite
auxilio.
—Así lo haré, pero me temo que no será suficiente. Si es cierto lo que dice, entonces
la guerra llegará hasta nuestras puertas, tarde o temprano. Necesitamos ayuda —dijo el
anciano—. Necesitamos a Selitos.
—Selitos debe gobernar Myr Tariniel y no puede hacerse cargo de todo el imperio —
respondió la mujer—, es cierto que Lyra logró engañar a la muerte una vez, pero si las
palabras de esta niña son ciertas y Lyra ha caído, entonces sería de necios seguir dependiendo
de Lanre para protegernos a todos. Cuidaré de esta ciudad como siempre he hecho. Los
sanadores se encargarán de la pequeña y de todo aquel que padezca los mismos males. La
mayoría de nuestros valientes habitantes han partido a la gran Nagra y aunque nos pese en
nuestros corazones, muchos de ellos no volverán a casa. Así que a partir de ahora, cualquier
persona que pueda levantar una espada, sin importar su edad o género, comenzará a entrenar.
La niña fue la primera en morir y con ella murieron el anciano gris que la protegió y
el herrero que quería acabar con su vida. Y a ellos los siguieron cientos de personas.
—Si puedo hacer algo por ti y está en mis manos hacerlo, entonces lo haré —dijo ella,
ofreciendo lo único que podía ofrecer.
—Por mí no. Hazlo por ellos —dijo Lanre mientras se recargaba en el barandal. Desde
el balcón en la habitación de La Dama se podía contemplar el resto de la ciudad a la
perfección—. El enemigo se ha retirado y hemos ganado la batalla, pero la guerra está
perdida. Lo sabes bien, aunque aún no lo aceptes. Tu amor por ellos te tiene tan cegada que
no puedes ver la terrible enfermedad que azota el corazón de los hombres —dijo con voz
terrible y distante. Una voz que reflejaba un poder nuevo y profundo. Y La Dama se dio
cuenta de que le temía, como nunca antes había temido a nada ni a nadie.
—Los hombres no hacen más que luchar con fiereza por su vida y la de sus familiares.
Tu dolor no te permite verlo, pero aún hay esperanza.
—En eso te equivocas. La ciudad está perdida. Es cierto que he cambiado; no tengo
la visión de Selitos, pero he aprendido… cosas, y conozco el secreto de todas ellas, conozco
su esencia; ahora puedo ver los misterios que ocultan los corazones de los hombres y conozco
los demonios que caminan bajo la luna y te diré con seguridad que uno no es mejor que el
otro. Tal vez tengas razón —admitió Lanre—. Si es verdad que aún hay esperanza entonces
debemos salvarlos a todos. Debemos salvarlos de ellos mismos.
—No es posible que pienses así. Al igual que los demás, tú has sufrido las penurias
de esta funesta guerra y me atrevería a decir que incluso más. ¿Será que has dejado el camino
y tomado otra vereda? ¿Cuán seguro estás de que te llevará a la meta?
—He visto el resto del mundo y a donde quiera que dirijo mi mirada encuentro lo
mismo; es cruel, brutal y oscuro. Antes no podía verlo, pero ahora lo hago. Y debes saber
que no soy el único que se ha dado cuenta. Unos pocos se han unido a mí, para luchar contra
las desgracias de la vida y espero que hagas lo mismo —dijo Lanre tendiéndole una fría
mano.
—Antes confiaba en ti y creía que eras un buen hombre, pero si hay un corazón
podrido, ese es el tuyo. Quiero que te marches de aquí antes de que tus repugnantes palabras
puedan hacer mella en mi gente.
—¿Sabes?, el hombre es cruel y retorcido, sí. Pero te equivocas si piensas que los
juzgo por sus corazones. Los juzgo por sus actos. Y no tardarás en hacer lo mismo, y cuando
eso pase, volveré por ti, sólo por la amistad que alguna vez nos unió. Y entonces habrás
cambiado de opinión.
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De la niña que con fuerzas renovadas viajó hasta otra ciudad para pedir ayuda. Del
anciano que la recibió y protegió al llegar. Del herrero al no atreverse a blandir esa barra de
hierro. O de la mujer gobernante, que por su amor a la vida y a la gente de su pueblo, permitió
que ella y más personas entraran en su ciudad. Pero es seguro que se arrepentirían de aquella
decisión por el resto de sus cortas vidas.
La muerte no llegó en forma de batalla. Bestias y hombres perecían por igual. Las
personas morían en sus camas entre delirios y violentos temblores y los anillos de sus manos
reventaban las llagas supurantes. El ambiente apestaba a vómito, suciedad y humo, a sudor,
hierbas, y sobre esos olores predominaba uno más profundo y particular, similar al de la paja
podrida. Los campos se secaban sin ser cosechados y los animales que alguna vez fueron
espléndidos, morían entre la corrupción y la enfermedad. A todos los consumió el miedo y
perdieron la esperanza. Muchos dejaron la ciudad creyendo que podrían salvarse, pero a esos,
la muerte los encontró en el camino. Otros se quedaron por miedo a perder todo lo que alguna
vez tuvieron, y murieron entre los objetos que en otra ocasión les parecieron de valor pero
que ahora no les servían de nada. Los pocos que aún conservaban las fuerzas, las usaban para
robar y matar a sus hermanos y vecinos. Y muchos tomaban por la fuerza lo que creían que
les pertenecía, fueran objetos o personas. Y así es como tomaron a La Dama.
El hombre que la forzó era uno de los pocos que no había sucumbido ante la peste.
Era delgado, pues él también era víctima del hambre, tenía el cabello claro, fino y seco y un
pequeño bigote sucio sobre el labio. Ella lo conocía de antes, pues había tratado de ganar su
favor con canciones y poesías. Si hubiera sido solamente él, tal vez ella habría tenido alguna
oportunidad. Pero no fue el único. Lo acompañaba uno de los pocos que habían regresado de
la Gran Nagra. Era un guerrero experimentado, fuerte y temible, y la doncella se dio cuenta
de que ella no sería ni la primer ni la última mujer a la que forzarían.
A pesar del entrenamiento que recibió anteriormente, ella no tenía la fuerza de Lanre
ni sabía tanto de nombres como Lyra, y dependía más de su mente que de su habilidad con
las armas. Luchó con fiereza, primero con una daga y cuando se la arrebataron, peleó con
uñas y dientes, logró herir al hombre del bigote pero quedó medio inconsciente cuando el
más fuerte la golpeó con su puño enorme, perdiendo en el camino algunos dientes.
Rompieron su ropa dejando sus pechos al descubierto, y con la misma facilidad también
rompieron una de sus muñecas cuando la sujetaban con fuerza y ella, ignorando el dolor y a
causa de la desesperación, se rompió la otra cuando trató de liberarse.
Y la pobre mujer, que nunca elevaba la voz, pues creía que cuando una persona gritaba
a otra, era porque su corazón se encontraba lejos y necesitaba hacerse oír; ella que muy pocas
veces hablaba con dureza y nunca con crueldad, gritó como nunca antes había gritado.
Primero pidiendo ayuda a quien pudiera escucharla, y cuando nadie acudió, gritó maldiciendo
a esos repulsivos hombres, a la peste que había terminado con la vida de muchos otros y a la
miserable guerra que trajo tantas desgracias para todos. Y esa noche, le hicieron cosas que
sólo un monstruo podría hacer a otra persona. Y La Dama, que anteriormente había amado y
dado todo por proteger a las personas de su ciudad, se dio cuenta de que los únicos culpables
de la guerra, la corrupción, y todas las tragedias eran los mismos hombres y mujeres. Y su
corazón se volvió de piedra, y sus lágrimas se congelaron en sus mejillas.
La llegada del amanecer trajo consigo a Lanre, y con él a los dos hombres, ahora
muertos, pues Lanre los había encontrado tratando de escapar de la ciudad, y al ser hombres
sencillos, pudo ver en sus corazones lo que habían hecho. Llevó los cuerpos consigo y
encontró a la mujer medio muerta, en medio de un charco de sangre y suciedad. Observó con
curiosidad que el nombre de La Dama había cambiado e hizo lo que pudo por curar su cuerpo.
Sus costillas, rotas por las patadas que le propinaron anteriormente, se curaron en segundos,
al igual que sus muñecas y su rostro. Pero a pesar de que su cuerpo se había curado, Lanre
no pudo salvar del todo su mente, su alma, ni mucho menos su bondad.
—Sí, lo sabía —respondió Lanre con tranquilidad, mientras le cubría con su capa.
—El miedo.
Y mientras observaba el humo ascender de lo que antes fue una hermosa ciudad, y de
la que pronto no quedaría más que polvo y cenizas, se preguntó si todo había valido la pena.
— ¿Y ahora qué sigue? —preguntó Alenta, dándole la espalda al que una vez fue su
hogar.
—Ahora, debo hablar con un viejo amigo —dijo Lanre tendiéndole una mano. Una
mano que ya no le parecía tan fría como antes y que tomaría con lealtad y complicidad en
ese momento, y en los que estaban por venir.
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