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GABRIEL

Y EL RECIPIENTE DE CRISTAL

Jair Mendoza Ceballos

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2006
Gabriel y el recipiente de Cristal 2

Entonces dijo: "Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla
y árboles frutales, que den sobre la tierra frutos de su misma especie con
su semilla adentro". Y así sucedió.
Génesis 1-11
Gabriel y el recipiente de Cristal 3

La aldea

Sucedió hace muchísimos años, en una lejana y perdida aldea, a


orillas de un profundo mar azul, fundada en una isla alejada del
mundo conocido.

Isla habitada por pacíficos pescadores, quienes vivían y se


alimentaban de lo que el mar les proporcionaba, además de
legumbres y suculentos frutos que plantaban en sus huertos.
Eran personas tranquilas que no conocían otra forma de vida,
pero aun así eran muy, pero muy felices.

Muy raras veces llegaban barcos de mercaderes que venían de


darle la vuelta al mundo, incluso tardaban años en pasar, pues
dicha isla no figuraba en los mapas de navegación.

Eran barcos enormes, con muchos hombres a bordo, marineros


fuertes y con espíritu de conquistadores que se admiraban de la
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forma sencilla como vivían los personajes de esta historia, y no


tenían inconvenientes en intercambiar productos como vasijas y
medicamentos por alimentos que se daban en aquella isla, y
algunas hermosas artesanías que elaboraban con perlas y
conchas de mar y que eran fabricadas por las mujeres de la isla.

Los alimentos que intercambiaban eran cangrejos y langostas,


que conservaban en hierbas y especias que crecían en la isla.

Los aldeanos vestían trajes elaborados con fibras de algas


marinas hermosamente coloreadas con tintas que extraían de
piedras multicolores. Vivían en casas labradas en las rocas y con
entradas cubiertas por cortinas hechas de pequeños caracoles
incrustados en fibras de algas. Era la aldea más hermosa de los
siete mares del mundo.

Lo mejor de la gente que habitaba en esta aldea era su forma de


vivir, ya que no conocían la envidia ni el egoísmo, cada persona
o cada familia tomaba tan solo lo que necesitaba para abrigarse
y comer. Todos compartían el trabajo y por supuesto los
alimentos y productos que ellos mismos fabricaban. Era la gente
más sencilla y feliz que habitara el planeta.

Gabriel, el héroe de nuestra historia, era un niño listo, de


grandes ojos negros, siempre se le veía muy activo, corría y
jugaba como todos los niños de su edad, y tenía otra virtud:
aprendía fácilmente todo lo que le enseñaban los mayores, pues
siempre ponía mucha atención y gran interés a las tareas que le
ordenaban hacer.

Pero lo que más le gustaba hacer a Gabriel, era sentarse en las


escalinatas de piedra en la plaza de la aldea, en donde los
ancianos narraban las historias de todo cuanto habían hecho sus
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antepasados y las aventuras que muchos habían vivido antes de


llegar a la isla.

Igualmente enseñaban del amor a sí mismo y a los demás; de la


bondad, como el concepto más puro que existe en el corazón
humano; además, que la misión más importante de toda
persona es encontrar ese gran poder interior que llevamos en
nosotros mismos y que permite alcanzar todo cuanto deseamos
en la vida y nos lleva a lograr nuestros más preciados sueños.

Igualmente a Gabriel le encantaba sentarse en los acantilados


cerca a la aldea, donde pasaba largas horas contemplando la
puesta del sol, con la esperanza de ver aquellas magníficas
gaviotas doradas, cuyas alas medían de extremo a extremo
cuatro metros y medio y que en muy raras ocasiones cruzaban
ese hermoso cielo en busca de un destino desconocido.
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Gabriel pensaba que viajaban de una isla a otra en busca de


alimentos o que simplemente retornaban de darle la vuelta al
mundo. Uno de los hombres mayores de la aldea contaba que
las había visto una tarde durante su encuentro con un anciano
muy sabio llamado Joa, en un lejano continente en donde había
naufragado, muchos años atrás.
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El recipiente de Cristal

Una tarde en que Gabriel jugaba con sus mejores amiguitos


Filip y su hermanita Jenny, dedicados a buscar conchas en la
parte baja de los acantilados, su vista se detuvo al observar a lo
lejos un extraño objeto en la playa. Dudó por un momento, pero
corrió hasta el sitio y descubrió que se trataba de un recipiente
cubierto por diminutas algas y barro pegado al cristal, solo en
algunas partes dejaba ver su interior.

El recipiente tenía grabado un extraño paisaje en su superficie,


en el cual se podían distinguir algunas plantas que nunca había
visto en su corta vida. Además estaba dibujada una mujer que
tenía en sus manos un raro objeto.

Lo tomó con sumo cuidado y para verlo mejor, lo alzo a la


altura de sus ojos. Había algo en su interior, pero era muy difícil
saber de qué se trataba.

Sus pequeños amigos llegaron corriendo a su lado; con mucha


ansiedad querían saber de qué se trataba, pero Gabriel aun no lo
sabía.

Para salir de la duda, lavó las algas con un poco de agua y arena
de las olas que en ese momento llegaban hasta sus pies. Al
quitar las algas y el barro quedó al descubierto una hermosa
botella de un raro cristal muy transparente y grueso, en cuyo
interior había un pergamino delicadamente enrollado y una
extraña bolsa transparente que contenía unas pequeñas pepas
color amarillo.

- ¡Debe ser el mapa de un tesoro! – Exclamó Jenny –


Abrámoslo y miremos donde se encuentra.
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Y así, durante varias horas de esa cálida tarde, los tres niños con
mucha emoción, intentaron destapar la botella, pero no
pudieron. Por cierto, se trataba un misterioso recipiente cubierto
con una tapa igualmente de cristal que no salía con la facilidad
de las botellas que usaban en la aldea. Sobre la misma tapa de
cristal tenia dibujadas unas extrañas flechas en diferentes
sentidos, además tenía varios símbolos que no entendieron, ya
que nunca los habían visto.

Intentaron de muchas maneras abrirlo, incluso lo golpearon con


piedras grandes, pero era imposible romperlo; de verdad este sí
era un rarísimo recipiente de cristal.
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Después de algún tiempo, cansados y desilusionados - al fin y al


cabo ese gran tesoro los estaba esperando en alguna parte, y
nunca llegarían a saber en dónde estaba - se sentaron en una
enorme roca pensando que hacer. Cada uno lo tomaba en sus
manos y al no poder hacer nada para abrirlo, lo pasaba del uno
al otro; así sucesivamente estuvieron un buen tiempo.

De pronto Filip, exclamo:

- ¡Ya se! - Llevémoslo donde Bernardo.

Casi sin pensarlo, Gabriel tomó el recipiente y partieron tan


aprisa como sus piernas les permitían; él iba adelante y como
llevaba el frasco en sus manos, corría con cierta dificultad, pero
esto no impedía que avanzara a gran velocidad, bueno no como
una centella o algo parecido, pero sí muy deprisa para su edad;
y los dos hermanitos corrían detrás, haciendo un gran esfuerzo
por seguirlo de cerca.

Atravesaron la plaza, a saltos subieron los seis escalones de


piedra que formaban la escalinata que conducía a una empinada
cuesta para salir de la aldea. Llegaron hasta la casa de su buen
amigo Bernardo, que quedaba un poco retirada de las demás,
podría decirse que Bernardo vivía a las afueras del poblado.
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En casa de Bernardo

Bernardo era un hombre gordo y de baja estatura, dedicado al


estudio de antiguos manuscritos y a la construcción de raros
aparatos. Su casa era un taller repleto de extraños cachivaches y
plantas de varias especies que estudiaba y que cultivaba en
macetas que colgaban del techo o simplemente estaban ubicadas
en el piso.

Bernardo era un hombre admirado y respetado por todos en la


isla, sus enseñanzas y consejos eran tomados en cuenta y gracias
a su creatividad e ingenio había desarrollado algunos artefactos
que servían para hacer mejor y más fáciles, los trabajos que
todos desempeñaban.

Desarrolló un aparato que les permitía hacer tejidos con los


cuales fabricaban las ropas que usaban. Igualmente adaptó
elementos para la pesca y caretas para sumergirse en el mar y
poder extraer almejas en donde había perlas, que luego
intercambiaban con los mercaderes que llegaban a la isla.

Los tres niños llegaron a la casa de Bernardo muy agitados y


con la respiración entrecortada. Como sus visitas donde
Bernardo eran frecuentes, dada la curiosidad natural de los
niños por saber de sus inventos, no les prestó mayor atención,
mientras seguía concentrado en los movimientos de una
pequeña máquina que intentaba hacer funcionar desde hacía
varios días, sin ningún resultado.

- ¡Bernardo! ¡Bernardo!
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Gritaban los tres pequeños con voces entrecortadas.

Con una sonrisa en sus labios, y la calma de todos los años que
había vivido, su buen amigo Bernardo dejó sus tareas y se
dirigió hasta donde estaban los tres niños.

- Veamos qué se traen entre manos estos tres pilluelos. - Les


dijo, mientras que con su mano izquierda se ajustaba sus
lentes sobre su nariz para poder enfocarlos y verlos mejor.

- ¡Hemos encontrado el mapa de un tesoro! – Gritó muy


entusiasmada Jenny, mientras Gabriel le entregaba el
recipiente a Bernardo sin decir ninguna palabra, pues no
podía hablar ya que estaba más agitado que los otros dos
niños.

- Veamos! Veamos! Qué fantástico tesoro encontraron estos


aventureros de los siete mares. - Dijo Bernardo, mientras se
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reía un poco de sus simpáticos amiguitos y tomaba en sus


manos el recipiente.

Él también era muy curioso y lo observaba con mucha


extrañeza, pues a pesar de ser algo así como un científico, nunca
había visto algo similar.

Gracias a que había dedicado muchos años de su vida a estudiar


símbolos y escrituras de otros sitios del planeta, rápidamente
entendió que las flechas de la tapa indicaban una secuencia
lógica de movimientos que permitían abrirla.

Giró en un sentido, empujó hacia dentro, giró en sentido


contrario y luego extrajo la tapa, que hizo un leve sonido pues
estaba cerrado al vacío, es decir, que en el interior del recipiente
no había aire.

- Niños! - dijo Bernardo - creo que no es el mapa de un tesoro


enterrado en alguna parte del mundo.

Los niños se miraron entre sí, un poco extrañados y


desilusionados. Estaban seguros de que se trataba de un gran
tesoro y lo que allí había eran pepitas de oro, como una muestra
de lo que habría oculto en alguna isla del mundo.

Con sumo cuidado, Bernardo extrajo el pergamino y lo colocó


sobre una mesa, extendiéndolo con sus dos manos; fue
necesario hacer cierta fuerza, pues se trataba de un pedazo de
piel seca de algún animal y sobre el cual había una serie de
inscripciones y dibujos muy similares a los que estaban tallados
en el exterior del recipiente.
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Luego tomó la bolsa en donde estaban las pepitas amarillas.


Rasgó el extraño material y vació algunas pepas en su mano.

Los chicos estaban cada vez más ansiosos, querían saber cuál
era el misterio que encerraba aquel recipiente

El tesoro

Bernardo tomó una vasija en forma de cubo de un estante de su


taller y colocó las pepitas en ella; eran cincuenta y ocho, todas
igualitas.

Tomó entre sus dedos una pepita y la examinó detenidamente,


usando un cristal en forma de círculo que extrajo de uno de sus
cajones.

Este cristal tenía la propiedad de hacer que las cosas se vieran


de mayor tamaño del que tenían realmente, se lo había
obsequiado un capitán de barco, llamado Nemo, quien
comandaba un hermoso barco que tenía la capacidad de
sumergirse en el agua y en algunas ocasiones llegaba hasta la
aldea con el único propósito de conversar con los adultos que
allí vivían, pero esto hace parte de otra historia.

Observaba la pepita y luego estudiaba el extraño pergamino.


Volvía a mirar la pepita y otra vez el pergamino. Así pasaron
varios minutos, que para los niños fueron toda una eternidad.

- ¿Saben qué? – Por fin dijo algo – Lamento desilusionarlos,


pero ésto no es oro; se trata de una semilla de alguna planta.
Y aquí explica cómo sembrarla y como se debe preparar.
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- No puede ser! - dijo Filip – Estábamos seguros de que sería


nuestro gran tesoro.

- Pues cómo les parece que no es así. Y si ustedes me lo


permiten voy a sembrar algunas semillas en este recipiente y
entre todos las cuidaremos para saber cómo será cuando
hayan germinado. ¿Están de acuerdo?

Los niños estuvieron de acuerdo, confiaban en las buenas


intenciones y conocimientos de aquel hombre que les había
enseñado muchas cosas.

Y así, finalizando la tarde, entre todos dispusieron una maceta


en forma rectangular que llenaron con tierra abonada.
Sembraron en ella doce semillas, guardando las restantes en el
recipiente; pues según les explicó Bernardo, no deberían
arriesgarse a perder todas las semillas, ya que eran muy raras, y
no estaba seguro si germinarían.

Al parecer llevaban muchos años en el mar y era posible que se


hubieran dañado, pero como tenía la fe de quien cree en el
futuro, arriesga una semilla con la absoluta certeza de que al
morir, inevitablemente se convertirá en una planta que a su vez
producirá muchas más semillas.

Cuando una semilla muere brota una nueva planta, es así como
la mayoría de las especies han sobrevivido sobre el planeta
durante millones de años.
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Las manzanas de oro

Tan sólo habían transcurrido unos pocos días desde que


estuvieron en casa de Bernardo y habían plantado aquellas
semillas que llegaron hasta sus playas en un recipiente de cristal
que las mantuvo vivas durante muchos años. Lo más extraño es
que, en tan poco tiempo, había crecido un frondoso árbol.

Las ramas permanecían muy bajas por el gran peso de muchas


manzanas.

Gabriel conocía manzanas verdes y rojas, por que en los


huertos había varios árboles y comía durante la cosecha, pero
estas manzanas eran amarillas y brillaban.

Poco a poco, se fue acercando al árbol, caminó rodeado de una


espesa neblina que no le permitía ver a lo lejos, miró a todos los
lados y solo alcanzaba a divisar las luces de tres lámparas que
alumbraban la plaza principal.

Recordó que funcionaban con una vela en su interior y por eso


su luz era muy tenue.

Tomó una manzana y esta se desprendió sin ninguna dificultad.


Su sorpresa fue muy grande al comprobar que pesaba mucho y
era de consistencia dura.

- ¡Cielos Santos! – exclamó – es de oro, debo llamar a Filip y


Jenny, de todas formas hemos encontrado un tesoro.

Gabriel no podía creerlo. Había cientos de manzanas de oro. Y


estaba seguro que con ellas podría intercambiar muchas cosas
con los marineros que surcaban el gran océano.
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Se imaginó intercambiando aparatos grandes y extraños para su


amigo Bernardo, pues entre más raros, pensó, sería más feliz.
Igualmente podría obtener telas, vasijas y objetos para sus
padres y para los padres de sus amigos y para todos los que
habitaban la aldea, al fin y al cabo, todo lo que allí había era de
todos ellos.

Conseguirían muchas lámparas de aceite, como las que usaban


los marineros, para ubicarlas en todas las calles empedradas de
la aldea. Y él personalmente se encargaría de llenarlas de aceite
y encender el fuego.

Pero pensándolo mejor, esa era una tarea para niños más
pequeños. El construiría un gran faro y se mudaría a vivir allí.

En poco tiempo, la noticia del árbol de manzanas de oro


recorrería el mundo entero. Y entonces cientos de barcos
empezarían a llegar para hacer intercambios de productos por
aquellas fantásticas manzanas.

Sería una época de mucha prosperidad para la aldea y llegaría a


ser muy conocida en todo el mundo.

Se había sentado al pie del gran árbol mientras pensaba en los


grandes acontecimientos que estaban por llegar, gracias al
fabuloso encuentro de él y sus amiguitos.

Estaba sumido en sus pensamientos cuando escuchó que a lo


lejos, alguien lo llamaba.
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La manzana desapareció de su mano, y también el gran árbol y


la neblina, todo desaparecía. A su lado Filip, lo sujetaba por los
hombros y lo sacudía.

- Gabriel!. Gabriel! despierta – le decía.

En un instante comprendió que el árbol de manzanas de oro


había sido un sueño. Y se encontró recostado en un pequeño
árbol de manzanas que creció a un costado de la plaza de la
aldea.

- Vamos donde Bernardo, las semillas que encontramos el otro


día ya germinaron! – decía Filip.

La nueva especie

Aun sin despertar del todo, Gabriel recordó que algunos días
atrás habían encontrado unas extrañas semillas en un recipiente
de cristal; también recordó que las plantaron en una maceta en
la casa de Bernardo.

Se levantó, tan ágil y dispuesto a descubrir cosas nuevas, como


siempre lo había hecho desde que dio sus primeros pasos
cuando era un bebé.

Los dos niños corrieron sin mucha prisa, uno al lado del otro,
hasta la casa de su amigo Bernardo. Entraron sin golpear a la
puerta, pues estas casas no tenían puertas. Solo tuvieron que
abrirse paso entre unas cortinas hechas de caracoles, y ya
estaban dentro.
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Al entrar vieron que Jenny y Bernardo estaban muy felices.


Con solo agacharse y mirar un poco de cerca, vieron unos
pequeños brotes verdes que erupcionaba de la tierra, formando
dos filas en los lugares donde habían colocado cada una de las
semillas.

Con humildad y alegría, como toda creación, brotaba de la


tierra, despertaba a la vida una nueva especie.

Una especie que había permanecido dormida durante muchos


años, conservada del paso del tiempo en el interior de una vasija
de cristal y que ahora, gracias a que un hombre tuvo fe y estuvo
dispuesto a que muriera, nacía para el mundo, una especie que
posiblemente ya se había extinguido con otras civilizaciones del
pasado.

Según les explicó Bernardo, quien ya había interpretado las


escrituras del pergamino que llegó en el mismo recipiente de
cristal, estos objetos habían permanecido durante dos mil años
en el mar; habían estado en islas que desaparecían y volvían a
aparecer por la acción de los terremotos.

Les contó que una antigua civilización, en un continente que fue


cubierto por el mar, cultivaba esta especie para alimentarse de
sus frutos y que como un legado a otras civilizaciones habían
depositado varios recipientes en un cofre que seguramente se
había destruido con el paso del tiempo y liberado los
recipientes que debieron permanecer mucho tiempo en el mar.

Tenían que transplantar las plantas al suelo y esperar a que


transcurrieran varias lunas llenas para que dieran frutos, que
serían una mazorcas de las cuales podrían desgranar muchas
pepitas, similares a las que habían encontrado y sembrado.
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Estas pepitas eran semillas comestibles llamadas maíz.

Debido a su alto valor alimenticio, Bernardo, creía que tendría


un valor mucho mayor que si fueran de oro, pues si todo salía
bien, podrían obtener de cada planta cinco mazorcas, cada una
con seiscientos granos.

Las cincuenta y ocho semillas, serían el comienzo de una gran


plantación que podría alimentar a mucha gente. Y en el
manuscrito explicaba claramente cómo conservar las semillas y
cómo preparar una gran diversidad de alimentos que podían
calmar el hambre de personas y de animales domesticados por
el hombre.

Bernardo tenía mucha razón, aquellas semillas tenían un valor


mucho mayor que si fueran pepitas de oro. Su valor consistía en
que aumentaría el comercio, pues una vez cultivadas a gran
escala, podrían ser llevadas a ciudades y reinos por los grandes
barcos que pasaban cerca de la isla. Claro está que esto tomaría
varios años.

Verdaderamente, Gabriel y sus amigos habían hecho un gran


descubrimiento y esto traería mayor prosperidad a todos en la
aldea.

Mientras tanto, nuestros pequeños amiguitos seguirían


creciendo, aprendiendo y disfrutando de sus aventuras en la
tranquilidad de aquella isla perdida en un remoto océano del
mundo.
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Fin

¿o es solo el comienzo?

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