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A lo largo de la calle los postes de telégrafo dormitaban sus tres metros. La vi cuando se
acercaba con sigilo, casi en puntillas en el incendio del mediodía. Inclinó suave la cabeza y
puso el oído como para escuchar susurros inéditos. De pronto se paró y bruscamente huyó en
carrera despavorida. A la distancia se detuvo. Lloraba presa de agitación y espanto. Le oí
decir:
Le decían la loca Justina. Era una espiga envejecida en forma de mujer. Andaba por los
cincuenta.
Pero adentro me trabajaban curiosos interrogantes. Cada vez más cavadores. ¿Acaso no
tenía un detrás lógico la presencia de palabras como “arte”, “por doquier”? Sobre todo en la
boca de esta mujer sola y casi desconocida que, vestida de desamparo y de locura, andaba
hallando viajes en un pedazo de tiempo? Esa mujer que en el resto del año llevaba una vida
ordenada y común?
Me intrigaba el pedazo de tiempo que estaba detenido en ella, ese trecho de vida que la
acompañaba muy adentro y se renovaba en su delirio.
Otro día llegó hasta nuestra casa y pidió un poco de agua. La miré desde cerca y desde el
fondo de mi lástima. Mojada casi la mirada nos contempló casi un segundo apenas, como a
través de un siglo. Después bajó los ojos en silencio. Y yo me atreví a tocar ese silencio. Sin
que nadie le preguntara nada nos dijo ensimismada:
Una versión más cerró las conjeturas: -Había quedado loca por haberse lavado la cabeza
andando con la menstruación.
Nunca se sabe.