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La Loca Justina

A lo largo de la calle los postes de telégrafo dormitaban sus tres metros. La vi cuando se
acercaba con sigilo, casi en puntillas en el incendio del mediodía. Inclinó suave la cabeza y
puso el oído como para escuchar susurros inéditos. De pronto se paró y bruscamente huyó en
carrera despavorida. A la distancia se detuvo. Lloraba presa de agitación y espanto. Le oí
decir:

- La esposa del voluntario me despide desde su mirada.

Con la mirada perdida y fija en el poste retrocedió unos pasos y agregó:

- Cuando la misericordia conocida calentaba las cavidades.

Se volvió hacia mí y bajando la vista dijo, mientras seguía andando:

- La maldad suele echar sangre delante de los malos.

Le decían la loca Justina. Era una espiga envejecida en forma de mujer. Andaba por los
cincuenta.

Cuando el aire estaba de septiembre y los durazneros comenzaban a teñirlo de pequeñas


alboradas, la Justina dejaba su casa y se entregaba a una andanza sin norte ni término, como
buscando en el polvo de sendas y callejones o en los postes del camino algo que había perdido
en su juventud. Durante un mes era una mujer reducida a un camino. A la distancia la
escuché:

- El arte del vencido abre paso por doquier.

Aunque tales expresiones parecían disparatadas no me impresionaron como


amontonamiento caprichoso de palabras. Intuía yo un sentido profundo que se me escapaba.
Algo había detrás que las vertebraba en un modo oscuro e impreciso. Comencé a averiguar los
detalles de su vida. Todos coincidían en la misma noticia.
- Le han hecho mal en un durazno. No ve que cuando florecen estas plantas pierde el
juicio?

Pero adentro me trabajaban curiosos interrogantes. Cada vez más cavadores. ¿Acaso no
tenía un detrás lógico la presencia de palabras como “arte”, “por doquier”? Sobre todo en la
boca de esta mujer sola y casi desconocida que, vestida de desamparo y de locura, andaba
hallando viajes en un pedazo de tiempo? Esa mujer que en el resto del año llevaba una vida
ordenada y común?
Me intrigaba el pedazo de tiempo que estaba detenido en ella, ese trecho de vida que la
acompañaba muy adentro y se renovaba en su delirio.

Otro día llegó hasta nuestra casa y pidió un poco de agua. La miré desde cerca y desde el
fondo de mi lástima. Mojada casi la mirada nos contempló casi un segundo apenas, como a
través de un siglo. Después bajó los ojos en silencio. Y yo me atreví a tocar ese silencio. Sin
que nadie le preguntara nada nos dijo ensimismada:

- Un buey pesa en mi lengua.

Y de inmediato recordé al trágico griego. Elaboré mi conjetura: el tiempo que le quitaba la


razón le devolvía una memoria. Su suerte estaba ahí, en lo perdido, sucediendo adentro.
Aquella misma tarde, aprovechando su ausencia mi osadía penetró en su rancho abandonado.
En un viejo baúl, cubierto de polvo, estaban las Fábulas de Fedro, el Bello Gallico de César y
la Ilíada. Allí estaba su juventud universitaria, según lo supe después por un pasajero que la
había conocido antes. Allí comenzaba la lengua que iba caminándola, en el más aquí de los
recuerdos.

Una versión más cerró las conjeturas: -Había quedado loca por haberse lavado la cabeza
andando con la menstruación.

Nunca se sabe.

Juan Bautista Zalazar


La tierra contada
1989
Catamarca, Talleres Gráficos La Verdad

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