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Y

la política hizo al hombre… tal como es. Si alguien ha reparado en que la


política y sus gobernantes modelan decisivamente a los pueblos, fue
Rousseau, firme partidario de gravar las grandes fortunas, al creer que la
cohesión social pasaba por propiciar una clase media, erradicando
simultáneamente la indigencia y la opulencia. Fue músico, novelista,
politólogo, filósofo moral, pedagogo, botánico, e inauguró el género
autobiográfico. Ilustrado atípico, el culto a la razón, propio de su tiempo, no le
hace olvidar el papel de las emociones. De ahí que sus escritos inspirasen
tanto a Kant como al romanticismo. Robespierre le idolatró y muchos vieron
en él al padre intelectual de la Revolución francesa, pero también se le ha
tenido por un ancestro de Marx sin que falten quienes lo consideran
precursor de los totalitarismos. El máximo interés de Rousseau consiste en
haber sabido atisbar todas las encrucijadas que caracterizan a la época
moderna: la nuestra.

Manuel Cruz (Director de la colección)

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Roberto R. Aramayo

Rousseau
Y la política hizo al hombre (tal como es)
Descubrir la Filosofía - 11

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Titivillus 27.10.16

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Roberto R. Aramayo, 2015
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus


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No empezamos propiamente a convertirnos en seres humanos hasta
después de haber sido ciudadanos
J. J. ROUSSEAU, Manuscrito de Ginebra.

Que ningún ciudadano sea tan opulento como para poder comprar a otro,
ni ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse
J. J. ROUSSEAU, El contrato social.

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Rousseau, el pensador de la desigualdad
social
Había visto que todo tendía radicalmente a la política y que ningún pueblo
sería nunca otra cosa que lo que la naturaleza de su gobierno le hiciese
ser; por eso la gran pregunta sobre el mejor gobierno posible me parecía
reducirse a esta: ¿Cuál es la naturaleza de gobierno apta para formar al
pueblo más virtuoso, más ilustrado, más sabio, el mejor en fin, tomando
ese término en sentido más lato? ¿Cuál es el gobierno que por su
naturaleza se mantiene siempre más cerca de la ley?
J. J. ROUSSEAU, Confesiones, Libro VIII

El presente libro admite varias formas de lectura. Se puede leer linealmente, pero
también admite ser iniciado por cualquiera de sus capítulos. Los Recuadros contienen
citas de Rousseau o de otros autores que resumen la idea del capítulo en cuestión, y el
Glosario está pensado, al igual que las secciones de bibliografía básica y cronología,
para quienes quieran dedicar más tiempo a familiarizarse con el «ciudadano de
Ginebra», cuyo pensamiento no puede resultarnos más actual en unos tiempos que
exigen revisar las reglas del juego democrático y definir nuevas políticas, tareas para
las que puede venir bien conocer sus avatares en la modernidad. Como dijo Voltaire,
refiriéndose a la época en que vivió Rousseau y dirigiéndose a Federico II de Prusia,
la palabra «político» significaba originariamente «ciudadano», mientras que hoy
viene a significar en muchos casos «embaucador de ciudadanos». Convendría, una
vez más, volver a dotar a la política de su sentido original, el de ponerse al servicio
del pueblo para gestionar los asuntos públicos en aras del interés general. Las
reflexiones de Rousseau podrían resultar de cierta utilidad para ese cometido.

De ahí el título del presente libro: Y la política hizo al hombre (tal como es).
Porque, si alguien reparó en que la política y sus gobernantes modelan decisivamente
a los pueblos, ese fue Rousseau, firme partidario, entre otras medidas, de gravar las
grandes fortunas, al creer que la cohesión social pasaba por propiciar una clase media
y así erradicar simultáneamente la indigencia y la opulencia. Nadie debería ser tan
rico como para poder comprar a otros, ni nadie tan pobre como para caer en la
tentación de venderse, nos dice en su Contrato social. En nuestros días, Thomas
Piketty, un afamado economista francés que ha rechazado la Legión de Honor para
mostrar su discrepancia con la política gubernamental de su país, autor de El capital
en el siglo XXI y especialista en desigualdad de la riqueza y redistribución de la renta
desde una aproximación estadística e histórica, se muestra partidario de implantar un

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impuesto mundial sobre la riqueza y una serie de impuestos progresivos con el fin de
evitar lo que denomina «un capitalismo patrimonial» y encomendar ese control a las
instituciones políticas. Todas estas ideas presentan notables tintes rousseaunianos.

Jean Jac​ques Rou​sseau, a la edad


de 41 años, pin​ta​do al pas​tel por
Quen​tin de La Tour.

Rousseau fue músico, novelista, politólogo, filósofo moral, pedagogo, botánico y


fundador del género autobiográfico moderno. Ilustrado atípico, el culto a la razón,
propio de su tiempo, no le hizo olvidar el papel de las emociones y del sentimiento.
Por eso sus escritos lograron inspirar tanto al racionalismo de Kant como al
romanticismo. Robespierre lo idolatró y muchos vieron en él al padre intelectual de la
Revolución francesa, pero también se le ha tenido por un antecesor de Marx, sin que
falten quienes por otra parte lo consideran precursor de los totalitarismos. El máximo
interés de Rousseau consiste en haber sabido atisbar todas las encrucijadas que
caracterizan a la época moderna: la nuestra, como bien supo ver Ernst Cassirer en El
problema Jean-Jacques Rousseau.

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Se han evitado las citas al final o a pie de página para facilitar la lectura. Sin
embargo, muchas veces, en lugar de glosar lo que dice Rousseau, entrecomillamos
pasajes literales. A todos los clásicos del pensamiento conviene leerlos de forma
directa, pero en el caso de Rousseau resulta más que aconsejable familiarizarse con
su pluma, puesto que, como luego veremos, no se puede desligar su estilo de su
pensamiento; exponer sus ideas marginando por completo la melódica fuerza retórica
de sus palabras es algo que no le haría justicia. «Mi estilo —escribió— formará parte
de mi historia.» Y así fue. Su musical elocuencia forma parte del mensaje.

Debido a esa misma razón, los recuadros de texto contienen citas explicativas que
vienen a resumir un aspecto fundamental del capítulo correspondiente; esto mismo
sucede con las definiciones del Glosario que cierra el libro, donde no dejan de
menudear los pasajes literales para definir conceptos clave de su pensamiento. La
bibliografía sobre Rousseau es algo extensa, entre otros motivos porque
recientemente se ha conmemorado el tricentenario de su nacimiento (1712-2012), lo
que ha dado lugar a publicaciones de todo tipo, tanto colectivas como individuales,
además de testimoniar el gran interés que sigue suscitando nuestro autor hoy en día.
Las recomendaciones que se dan en la bibliografía obviamente no desdeñan otras
opciones.

Con arreglo al espíritu de la presente colección, se ha intentado relacionar los


planteamientos de Rousseau con nuestros problemas del presente, lo que tampoco
resulta muy difícil en un autor cuyas críticas a la desigualdad social parecen escritas
tras haber leído hoy mismo uno de los periódicos del día y cuyas fórmulas para paliar
dichas desigualdades podrían, de alguna manera, ser adoptadas por nuevas
formaciones políticas o una regenerada socialdemocracia. Rousseau contribuyó
decisivamente a cambiar el modo de considerar nuestras emociones y las relaciones
con la sociedad o la naturaleza, lo que también determinó la forma en que nos vemos
a nosotros mismos. No es poco.

Estamos ante un pensador complejo que siempre prefirió la paradoja sin ceder un
ápice a las imposiciones del prejuicio, porque no le importó nadar a contracorriente
sin dejarse llevar por modas u opiniones, para reflexionar mejor por su cuenta y
emitir su propio juicio respecto a cualquier tema. Quiso revolucionar el método de las
anotaciones musicales, pero no lo consiguió. Sin embargo, sus aportaciones a la
teoría política, la educación, la literatura, la filosofía de la historia y del lenguaje o el
género autobiográfico fueron absolutamente revolucionarias, incluso en el sentido
más literal del término, al ejercer una enorme influencia sobre los protagonistas de la
Revolución francesa y ser un autor de cabecera para quienes han osado combatir a los
totalitarismos desde la historia de las ideas. No es casual que El contrato social y el
Emilio fueran en su momento condenados a la hoguera por atentar contra los poderes
establecidos. Sus planteamientos resultaban muy peligrosos tanto para la monarquía

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absoluta como para el dogmatismo eclesiástico. Rousseau se nutre de la tradición
política clásica, que no entiende la existencia del individuo sin su vínculo con el
Estado, con una comunidad política. Pero además se trata del gran pensador de la
desigualdad social, cuyas causas descubre en desequilibrios y disfunciones que
afectan a las formas políticas adoptadas por los pueblos. Su resistencia a aceptar la
injusticia social como un hecho inamovible y su perspicacia para rastrear su génesis
invitan a hacer de él un autor de cabecera en períodos de crisis, con el propósito de
recuperar en cualquier época la eficacia práctica de la teoría.

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Vida y obra, o viceversa

Pla​ca con​me​mo​ra​ti​va del na​ci​mien​to de Rou​sseau en su ca​sa na​tal de Gi​ne​-


bra.

El Siglo de las Luces o de la Enciclopedia

Jean-Jacques Rousseau nació en el año 1712, es decir, en los albores del siglo XVIII, el
denominado Siglo de las Luces o de la Ilustración. Una época que pretendía iluminar
las tinieblas de la superstición religiosa y los estereotipos políticos con las luces de la
razón, cuya laica e imponente autoridad amenazaba con desbancar a los poderes
enraizados en los tronos y en los altares al mismo tiempo. El indiscutible poder
absoluto de los monarcas e incluso la propia existencia de Dios fueron puestos en tela
de juicio. Immanuel Kant definió la Ilustración como el abandono por parte del ser
humano de una «minoría de edad» de la cual él mismo era responsable, puesto que
resulta tremendamente cómodo contar en todo momento con unos tutores que nos
ahorren el trabajo de pensar por cuenta propia. La divisa de la Ilustración, según
Kant, era «atreverse a pensar por uno mismo», servirse del propio entendimiento para
dirimir los dilemas con que nos enfrenta la vida y tomar todo tipo de decisiones sin

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delegar nuestra responsabilidad o hacer dejación de nuestra libertad. La pereza y la
cobardía suelen ser las causas por las que a tantos hombres les satisface seguir siendo
menores de edad durante toda su vida y a otros les resulta tan fácil erigirse en tutores
suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi
criterio, alguien que haga las veces de mi conciencia moral, un médico que prescriba
mi dieta, etcétera. «No me hace falta pensar, mientras que pueda pagar; otros
asumirán por mí tan engorrosa tarea», leemos en el opúsculo kantiano ¿Qué es la
Ilustración?, publicado en 1786 por una revista berlinesa, tan solo ocho años después
de la muerte de Rousseau en 1778, once años antes de la Revolución francesa.

La sociedad de Rousseau en el cine

Quienes todavía no hayan visto Las amistades peligrosas, de Stephen


Frears, película de 1988 protagonizada por un inolvidable John
Malkovich y una impagable Glenn Close, o Valmont de Milos Forman,
deberían aprestarse a hacerlo en cuanto encuentren la ocasión idónea,
ya que ambas son adaptaciones cinematográficas de una exitosa
novela epistolar publicada a finales del siglo XVIII, Las relaciones
peligrosas de Pierre Choderlos de Lacios, en la que se narran las
andanzas de dos nobles libertinos de la Francia de aquel momento. La
puesta en escena y la música de ambas películas, en particular de la
primera, pueden servir para ambientar la sociedad que conoció
Rousseau algunos años antes; aunque también pueda servir para ello
visionar Barry Lyndon, la cinta de Stanley Kubrick cuya maravillosa
banda sonora y excelente fotografía nos hacen viajar en el tiempo para
trasladarnos con la imaginación a esa misma época, careciendo de
importancia que aquí se trate de Irlanda e Inglaterra.

Para decirlo todo, el Siglo de las Luces tenía muchas sombras que esclarecer y
enormes desafíos contra los que luchar. Aun cuando ya quedaban lejos episodios
como la famosa masacre de San Bartolomé, durante la guerra de religiones que asoló
Francia a finales del siglo XVI, el fanatismo religioso seguía imponiendo su locura
entre la población, según testimonia el célebre «caso Calas», que hizo redactar a
Voltaire su famoso Tratado sobre la tolerancia. Un honesto comerciante de Toulouse,
Jean Calas, fue torturado hasta la muerte porque, al ser protestante, sus vecinos
católicos sospecharon que podría haber asesinado a su hijo por querer convertirse al
catolicismo, acusación desmentida con contundencia por los testimonios directos y la
investigación de los jueces, incapaces de erradicar ese absurdo brote de fanatismo
entre la población. Por otra parte, en París hay una pequeña plazoleta ajardinada de

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Montmartre, cerca de la basílica del Sagrado Corazón, con una estatua dedicada al
caballero de La Barre, un joven de diecinueve años que, en 1766, también fue
torturado y quemado en la hoguera, en este caso por no haberse quitado el sombrero
al pasar delante de una procesión y tener en sus aposentos el Diccionario filosófico de
Voltaire, lo cual lo convertía en un librepensador anticlerical sospechoso de haber
mancillado una imagen de Cristo apostada en un puente.

Por desgracia, en el siglo XXI el fundamentalismo religioso sigue generando


terribles consecuencias, como lo certifica el atentado cometido en París contra los
dibujantes de Charlie Hebdo a comienzos de 2015. El humor de unos caricaturistas
resultó «intolerable» para ciertos fanáticos que ahora, he ahí la enorme diferencia,
son perseguidos por una República Francesa y unos conciudadanos que, al margen de
sus creencias religiosas o convicciones políticas, condenan unánimemente y sin
paliativos semejante barbarie. De algo había de servir el movimiento ilustrado, por
mucho que la crítica satírica siga cosechando víctimas mientras persistan quienes
pretenden imponer a los demás sus dogmas a cualquier precio. En este orden de
cosas, resulta ilustrativo consultar el volumen colectivo Forjadores de la tolerancia,
donde se dedica un capítulo a Rousseau, con el fin de conocer la dialéctica histórica
de esta noción capital para las sociedades contemporáneas. Pero volvamos al
siglo XVIII.

Aunque los libros de viajes hacían las delicias de los lectores y en ocasiones
servían para comparar nuestras costumbres sexuales con las de otros pueblos muy
lejanos —como hizo, por ejemplo, Diderot con los tahitianos en el Suplemento al
viaje de Bougainville, o sobre el inconveniente de ligar ideas morales a ciertas
acciones físicas que no las entrañan—, a esas alturas ya quedaban pocos Nuevos
Mundos por descubrir y colonizar sobre la faz de la Tierra. Por esta razón, los
horizontes utópicos se habían trasladado desde el eje espacial hacia el temporal,
según testimonia la aparición del término ucronía, que transformaba la utopía
tradicional en un instrumento para la indagación del porvenir, utilizado por un
contemporáneo de Rousseau llamado Louis-Sébastien Mercier, autor de El año 2440.
Se confiaba en que el futuro sería mucho mejor que el presente, gracias a los avances
de la civilización y a la expansión de unos bienes culturales que nos convertirían a la
postre en seres morales, capaces de respetar los derechos ajenos y no causar daño a
los demás por nuestra propia iniciativa y sin tener que vernos coaccionados por leyes
jurídicas o amenazas sancionadoras.

La idea de progreso hacia lo mejor logra en esa época superponerse a las


cosmovisiones más pesimistas y cualquier retroceso es asumido como algo necesario
para tomar un renovado impulso. Por supuesto, esta visión del futuro está sujeta a la
ley pendular de los decursos históricos, que desgraciadamente ahora mismo ha

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quedado invertida, de suerte que todos los relatos futuristas de ciencia ficción, lejos
de imaginar un porvenir más halagüeño, tan solo muestran enormes desgracias y
hecatombes cada vez más siniestras. Cabría argumentar que eso también pasaba, por
ejemplo, hace medio siglo y que ahí está para mostrarlo, sin ir más lejos, el
impactante desenlace de la película El planeta de los simios (1968), con su antológica
escena final en la que Charlton Heston se topa con las ruinas de la estatua de la
Libertad varadas en una playa. Sin embargo, la enorme diferencia estriba en que
durante los años sesenta, a pesar de los pesares, de la amenaza de una guerra nuclear,
del muro de Berlín y de cuanto quiera traerse a colación, los padres pensaban que sus
hijos iban a vivir mejor que ellos mismos, convicción esta que muy pocos pueden
permitirse albergar en estos tiempos en que se han globalizado las injusticias.

Hay otro dato que merece ser destacado como un episodio muy representativo del
período que le tocó vivir a Rousseau, y es la elaboración de una obra monumental
cuyo impacto solo podría compararse al de Internet. Me refiero al gran proyecto
impulsado por Denis Diderot: la Enciclopedia, o Diccionario razonado de las
ciencias, las artes y los oficios, donde los artesanos eran ensalzados como piezas
clave del bienestar colectivo. Como dice Philipp Blom, justo al inicio de su
Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos difíciles, «lo que hace de ella el
acontecimiento más significativo de toda la historia intelectual de la Ilustración es su
particular constelación de política, economía e ideas revolucionarias que prevaleció,
por primera vez en la historia, contra la determinación de la Iglesia y de la Corona
sumadas, para ser un triunfo del pensamiento libre». Había que saber burlar a la
censura y en esto Diderot se mostró sencillamente magistral. Decidió tratar los
artículos más espinosos de una manera prudentemente ortodoxa, sin dejar de utilizar
referencias cruzadas para que los lectores llegasen a conclusiones dictadas por su
propio juicio. Valga un ejemplo como botón de muestra: en la entrada «Eucaristía» se
remitía a «Canibalismo», «Comunión» y «Altar», con lo que se hacía un guiño a los
lectores para que fueran ellos mismos quienes ataran cabos. Nada era en principio
sagrado y todo debía pasar por el cedazo de la crítica. Por eso la Enciclopedia
simboliza el espíritu de la Ilustración y, en consecuencia, presagia los valores de la
Modernidad, es decir, de las coordenadas culturales del mundo de hoy, una vez
cerrado el breve paréntesis de lo que se dio en llamar «posmodernidad», siempre y
cuando consideremos el espíritu crítico de la Ilustración como un proyecto inacabado.

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Ex​trac​to de la por​ta​da de la En​ci​clo​-
pe​dia. El di​bu​jo cor​rió a car​go de
Char​les-Ni​col​as Co​chin y fue gra​-
bado por Bo​na​ven​ture-Louis Pré​-
vost. El te​ma está car​ga​do de sim​-
bo​ lis​mo: la fi​gu​ra cen​tral re​pre​sen​ta
la ver​dad, ro​de​ada por una bri​llan​te
luz (el sím​bo​lo cen​tral de la ilu​mi​na​-
ción); las dos fi​gu​ras si​tua​das a la
de​re​cha, la ra​zón y la fi​lo​so​fía,
están ras​gan​do el ve​lo que cub​re la
ver​dad.

«El conjunto de la obra recibiría una fuerza interna y una utilidad secreta, cuyos
sigilosos efectos se dejarían notar por fuerza con el tiempo. […] Es el arte de deducir
tácitamente las consecuencias más fuertes. Si estas referencias de confirmación y de
refutación se preparan de manera apropiada darán a la Enciclopedia el carácter que
debe tener un buen diccionario: el de cambiar la manera común de pensar» nos
advierte el artículo dedicado a la «Enciclopedia» dentro de la propia Enciclopedia.
Tal fue la divisa seguida por Diderot al crear el Google de su época, esa Enciclopedia
para la que Rousseau redactó un sinfín de entradas sobre música y donde publicó su
interesantísimo artículo «Economía política». Según señala Jacques Proust en Diderot
y la Enciclopedia, los enciclopedistas son ante todo sabios y técnicos liberados de la
mayoría de las trabas de un pasado esclerotizado y que en su ámbito propio están
dispuestos a impulsar cualquier investigación e innovación tanto como sea posible.
«Así preparan las bases teóricas y técnicas de la revolución industrial de principio del
siglo XIX.» Sin embargo, Diderot no habría auspiciado con la Enciclopedia tan solo

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esta revolución industrial o la propia Revolución francesa, sino también una
revolución más radical de orden ético, al propiciar un concepto de ciudadanía
inspirado por una moral autónoma y obstinadamente antidogmática. Las
contribuciones técnicas e incluso filosóficas de Diderot no poseen un valor técnico ni
filosófico salvo en un segundo plano. Todo artículo de Diderot, al margen de cuál sea
su contenido, tiene como objetivo primordial modificar la opinión de sus lectores
para convertirlos en ciudadanos más ilustrados, haciendo prosperar con ello una
revolución necesaria en materia de costumbres y en lo tocante a la manera común de
pensar.

Tampoco deja de ser fundamental no ya cuándo, sino dónde nació Rousseau, ya


que lo hizo en Ginebra; de hecho, le gustaba firmar sus obras como «el ciudadano de
Ginebra». Los paisajes idílicos de aquellas tierras le dejarán una huella tan
imborrable como el orgullo de sentirse ciudadano. Ginebra tenía (tienta decir que aún
tiene, dada su proverbial neutralidad en las dos guerras mundiales y su indiscutible
poderío financiero) un significado simbólico en términos políticos que excedía con
mucho su talla y su peso económico real. D’Alembert, en el artículo «Ginebra» de la
Enciclopedia, que data de 1758, escribe cosas como estas: «Es harto singular que una
ciudad con apenas 24.000 almas, y cuyo territorio es muy poco extenso, no deje de
ser un Estado soberano y una de las ciudades más florecientes de Europa. Rica por su
libertad y comercio, los acontecimientos que agitan a Europa no suponen para ella
sino un espectáculo que contempla sin inmiscuirse. Ginebra brinda un cuadro tan
interesante como la historia de los grandes imperios». Desde luego, Ginebra era un
islote republicano y protestante en medio de una Europa monárquica e
intransigentemente católica.

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Isla de Rousseau en Ginebra.

Ginebra había alcanzado en esa época un dinamismo excepcional, igual que antes
lo habían hecho otras pequeñas ciudades-estado como Atenas, Venecia o Florencia.
Además de otros refinamientos artesanales, sus relojes ya eran famosos y muy
apreciados en todo el mundo. Pero también fue un espléndido laboratorio de ciencia
política. A lo largo de su historia, la ciudad se había ido dotando de distintos
organismos, como el Consejo General, que anualmente elegía a los síndicos
responsables de su gestión ante la comunidad, o el Consejo de los Doscientos,
encargado de nombrar a los miembros del Pequeño Consejo, que no solo ejercía el
auténtico poder, sino que a su vez cooptaba los integrantes del Consejo de los
Doscientos. El pueblo era nominalmente soberano, pero únicamente los ciudadanos
podían acceder al Pequeño Consejo y a las magistraturas, no así los meros burgueses
que habían comprado sus derechos, al margen de que fueran habitantes o nativos. Sin
embargo, en un texto fechado en 1734 y que se titula Representación de los
ciudadanos y burgueses de Ginebra, se postulaban algunos principios que encuentran
cierto eco en El contrato social de Rousseau: «El pueblo de Ginebra es libre y
soberano, merced a la revolución que siguió a la introducción de la Reforma en esta
ciudad. Nacemos libres y soberanos, toda la autoridad de que goza nuestro
magistrado no la recibe sino del Consejo General y debe verse limitada por las leyes
que este ha prescrito, a las cuales no le está permitido sustraerse». Desde que
abandona Ginebra en 1728 y llega a París en 1742, Rousseau vive la mayor parte del
tiempo en Saboya, lo que le hizo convertirse durante un tiempo al catolicismo y
perder su ciudadanía original. La elección de Saboya, donde conoció a dos abates que
inspirarían La profesión de fe del vicario saboyano, implicaba una auténtica

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transformación religiosa y cultural, merced a la cual Rousseau realizó un doble
trayecto religioso y social, que por añadidura fue de ida y vuelta, dado que volvió a
suscribir el protestantismo.

Tras el cuándo y el dónde, tampoco resulta irrelevante conocer cómo llegó


Rousseau a este mundo, por tratarse de un hecho que también marcaría su destino,
tanto como la época y el lugar. Su padre se había marchado a Constantinopla en 1705,
al poco de nacer su primer hijo, y no regresó hasta septiembre de 1711, después de
haber trabajado como relojero del serrallo, según fantasea el propio Rousseau. Jean-
Jacques fue el fruto de aquel reencuentro y nació el 28 de junio de 1712; su madre
falleció como consecuencia del parto tan solo nueve días más tarde. De su propio
nacimiento —dice Rousseau al comienzo de sus Confesiones—. «Costé la vida a mi
madre. No sé cómo soportó mi padre esa pérdida, pero sé que nunca se consoló por
ella. Creía verla en mí sin poder olvidar que yo se la había arrebatado; nunca me besó
sin que yo dejara de sentir en sus suspiros y sus abrazos convulsos una amarga pena
entremezclada con sus caricias; por eso eran más tiernas. Gimiendo me decía:
“Devuélvemela, llena el vacío que ha dejado en mi alma. ¿Acaso te amaría así si no
fueras más que mi hijo?”».

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Una enciclopedia para cambiar la manera de pensar

«Cuando sea menester, las referencias


opondrán las nociones; contrastarán los
principios; atacarán, desarbolarán, socavarán
en secreto ciertas opiniones ridículas que no
se atrevería uno a insultar abiertamente. Estas
referencias conllevarán una gran ventaja. El
conjunto de la obra recibiría una fuerza interna
y una utilidad secreta, cuyos sigilosos efectos
se dejarían notar por fuerza con el tiempo. Así
por ejemplo, siempre que medie un prejuicio
nacional, habrá que presentarlo de un modo
respetuoso en el artículo consagrado al
mismo, con toda su cohorte de verosimilitud y
seducción; pero sin dejar de sacar al edificio
del fango, al reenviar a los artículos donde
Por​ta​da de L’En​cy​clo​pé​die unos principios sólidos sirven de base a las
(1772).
verdades opuestas. Esta manera de
desengañar a los hombres opera con mucha
prontitud en las personas inteligentes y también opera de forma infalible,
sin consecuencia enojosa alguna, en secreto y sin llamar la atención,
sobre todos los espíritus. Es el arte de deducir tácitamente las
consecuencias más fuertes. Si estas referencias de confirmación y de
refutación se preparan de manera apropiada darán a la Enciclopedia el
carácter que debe tener un buen diccionario: el de cambiar la manera
común de pensar».
Artículo «Enciclopedia» de la Enciclopedia, o Diccionario razonado de las
ciencias, las artes y los oficios.

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Su pasión musical y el hechizo de su retórica

Esta prematura orfandad le hará buscar sin tregua una figura materna y, antes de
encontrarla en los brazos de su primera amante no imaginaria, la señora de Warens,
esa búsqueda inconsciente le hará amar la música desde un primer momento, hasta
volverla su pasión más constante. El canto era uno de los talentos cultivados por su
madre, lo que explicaría una ligazón entre la emoción musical y las voces femeninas,
habida cuenta de que Rousseau atribuye esa pasión por la música a su tía Suzanne,
encargada de sustituir a su madre, quien conocía una prodigiosa cantidad de
canciones que cantaba con un dulce hilo de voz. Como señala Martin Stern en su
Jean-Jacques Rousseau, la conversión de un músico filósofo, «la precoz sensibilidad
de Rousseau hacia las voces cantoras, y particularmente a las voces femeninas, indica
una relación con la música teñida de erotismo». La propia señora de Warens, según
leemos en las Confesiones, «tenía voz, cantaba aceptablemente y se complació en
darme algunas lecciones de canto».

Hasta cumplir los cuarenta años, Rousseau se consideró a sí mismo sobre todo
músico y, de hecho, la mayor parte de sus remuneraciones se debieron a su actividad
como copista de partituras musicales. Pero su relación con la música no solo fue
afectiva, sino también intelectual. Suele recordarse su faceta como compositor
citando la ópera El adivino de la aldea (1752), pero también redactó casi
cuatrocientos artículos sobre música para la Enciclopedia (1749) de Diderot, un
Diccionario de música (1764) y un Proyecto de nuevos signos para la música (1742),
con el que pensaba revolucionar la notación musical, simplificándola mediante cifras.
No tenía duda de que, al presentar su proyecto de notación musical en París y ante la
Academia de las Ciencias, sería aclamado como una revolución en este ámbito, según
señala al final del libro I de sus Confesiones. La decepción fue enorme, al comprobar
el desdén con que lo juzgó una comisión compuesta por un matemático, un químico y
un astrónomo. Este fracaso le hizo viajar hasta Venecia, donde conoció la música
italiana y aprovechó de alguna manera su código musical para descifrar la
correspondencia encriptada de la embajada francesa, de la que se hizo pasar por
secretario, aunque se le había contratado una vez más como simple lacayo. La
historia de Venecia le parecía apasionante y allí fue donde concibió el proyecto de
redactar algún día una obra titulada Instituciones políticas, de la cual solo vio la luz
una pequeña parte en El contrato social. Por otro lado, las vejaciones a que lo
sometió el embajador francés contribuyeron, junto a muchas otras experiencias
personales, a exacerbar su indignación frente a las injusticias sociales.

Buen lector de Rousseau, para Arthur Schopenhauer la música suponía el


lenguaje universal de la voluntad, es decir, de lo que hay al otro lado del velo de

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Maya, porque para ella «solo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad y,
al igual que Dios, solo ve los corazones», tal como escribe en el capítulo titulado
«Metafísica de la música» de El mundo como voluntad y representación. Rousseau
también veía una conexión directa entre la música y las emociones e incluso
trasladaba esa relación a las lenguas, lo que le hará tomar partido por la música coral
italiana en detrimento de la francesa, al entender que el italiano es un lenguaje más
apto para comunicar las pasiones y su carácter melódico precisa de menos artificios
armónicos. Aunque no lo parezca, esta opción tomaba partido de forma simbólica por
el pueblo y en contra del absolutismo monárquico. Según afirman Monique y Bernard
Cottret en su magnífico Jean-Jacques Rousseau en su tiempo, la música sería por
añadidura «el laboratorio secreto de los pensamientos de Jean-Jacques, allí donde
experimenta y elabora sus intuiciones». La melodía era para él sobre todo una
cualidad del lenguaje. Sus frases proporcionan la ilustración más perfecta de un
sentido musical, al estar su escritura más atenta a la melodía que a la armonía
concertante, lo cual supone un reto para sus traductores a cualquier idioma. Ese es
uno de los elementos que dotan a su escritura de una extraordinaria fuerza retórica
que hechiza sin remedio a sus lectores. Kant, por ejemplo, se hizo una nota mental de
que debía releer una y otra vez a Rousseau hasta no verse perturbado por su
elocuencia y poder examinarlo ante todo con la razón. Esto es lo que nos decide a
citarlo literalmente con frecuencia, para no desvirtuar su pensamiento al despojarlo
de un componente tan esencial como lo es el peculiar y melódico estilo literario con
que nos lo transmite.

La influencia decisiva de Rousseau en Kant

«Yo soy investigador por vocación. Siento en mí la sed de conocerlo


todo y la ávida inquietud por extender mi saber, así como la satisfacción
que produce cada nuevo descubrimiento. Hubo un tiempo en que creía
que solo esto podía dignificar a la humanidad y despreciaba al
ignorante vulgo. Rousseau fue quien me desengañó. Esa deslumbrante
superioridad se desvaneció y aprendí a honrar a los hombres; me
consideraría bastante más inútil que el más común de los trabajadores
si no creyera que esta labor reflexiva puede proporcionar a los demás
algún valor, el de abogar por los derechos de la humanidad».
Immanuel Kant, acotaciones a sus Observaciones sobre lo bello y lo
sublime.

La primera impresión —escribe Kant en sus acotaciones a las Observaciones


sobre lo bello y lo sublime— de quien lee los escritos de J. J. Rousseau con un ánimo

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distinto al de matar el tiempo es la de hallarse ante un ingenio poco común y ante un
alma tan sumamente sensible que quizá ningún otro escritor de cualquier época o
lugar haya poseído jamás. «En un segundo momento le embargará la perplejidad
suscitada por sus singulares puntos de vista, tan contrapuestos a los tópicos habituales
que uno llega incluso a pensar si este autor no consagra su extraordinario talento sino
a esgrimir la fuerza mágica de una cautivadora originalidad cuya agudeza le hace
descollar entre todos sus rivales.» El propio Rousseau hubo de reclamar; en sus
Cartas desde la montaña, que se analizaran sus razonamientos dejando a un lado su
estilo.

Ver​sión ma​nus​cri​ta de la pri​me​ra


pá​gi​na de Rou​sseau ju​ge de Jean-
Jaques (1772), de J. J. Rou​sseau.

Un estilo que, por otra parte, no fluye sin más y que es el resultado de un
laborioso proceso. Según nos dice en el libro III de las Confesiones, su dificultad para
escribir es extrema. Sus ideas fermentan hasta emocionarle y enardecerle, pero en
medio de tal aturdimiento no puede escribir nada. Sus manuscritos, llenos de
tachaduras y borrones, confusos e indescifrables, testimonian el esfuerzo que le han
costado. Tenía que transcribirlos cuatro y hasta cinco veces antes de darlos a la

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imprenta. Nunca pudo trabajar pluma en mano delante de una mesa y un papel. Las
ocurrencias fluyen durante sus paseos, de noche en la cama y durante sus desvelos.
Lamenta no haber llevado el diario de sus viajes. «Nunca pensé tanto, ni viví tanto ni
fui tanto yo mismo como en los que hice solo y a pie. La marcha tiene algo que anima
y aviva mis ideas: cuando estoy quieto apenas puedo pensar», leemos en el libro IV de
las Confesiones. Cree haber escrito sus obras en el declive de sus años, por lo que
aprecia mucho más aquellas que tejió durante sus viajes pero nunca escribió. Por
supuesto, nunca llevaba papel ni pluma. De haberlo previsto, no se le habría ocurrido
nada. «Las ideas vienen cuando les place, no cuando me place.» «Durante mis
caminatas —leemos en el libro IV de las Confesiones— podía sumergirme a capricho
en el país de las quimeras.»

Para Rousseau, la naturaleza era su gabinete de trabajo intelectual. Se diría que


Schopenhauer viene a coincidir con él, cuando compara el filosofar con una
excursión alpina. La filosofía sería como un elevado sendero alpino al que solo se
puede acceder siguiendo una escarpada y pedregosa vereda llena de punzantes cantos
rodados; «esta vía de acceso es una senda solitaria, que se torna tanto más
intransitada según se asciende por ella. Allí arriba, en medio del aire puro de la
montaña, ya se puede ver el sol, aun cuando todavía reine la noche mucho más
abajo», leemos en el fragmento sexto de sus Escritos inéditos de juventud. Y los
paisajes suizos, tan caros a Rousseau, también son aprovechados por Schopenhauer
para referirse a la tarea de filosofar: «El filósofo auténtico buscará sobre todo claridad
y precisión, y se esforzará siempre en parecer un lago de Suiza, que por su sosiego
resulta más nítido cuanto más profundo».

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Cómo acercarse a la obra de Rousseau

En la historia de las ideas hay pocos pensadores cuya vida y obra se


hallen tan entrelazadas. Tampoco es corriente manejar tanta información
sobre sus andanzas, pensamientos y sensaciones, dado que nos
encontramos ante un autor que nos legó varios escritos autobiográficos y
al que cabe reconocer como padre moderno de este género literario. El
más conocido de ellos lleva por título Confesiones, aunque quizá resulte
más accesible comenzar leyendo su deliciosa continuación, Las
ensoñaciones del paseante solitario. En cualquier caso, será harto
desaconsejable que un lector profano intente ponerse a bucear en sus
Diálogos, ya que se enfrentará a una redacción farragosa, muy poco
habitual en él, y una poliédrica estructura narrativa que desconcertarán
incluso a quienes estén familiarizados con su pluma. Las anécdotas
acerca de sus desventuras fueron en buena medida versionadas por él
mismo. Reconoce que lo más difícil de relatar no es lo criminal, sino «lo
ridículo y vergonzoso», como las ocasiones en las que declara haber
protagonizado algún episodio bastante ingenuo de exhibicionismo o
cuando describe cómo se masturba en su presencia quien le acaba de
proponer mantener una relación homosexual, sin que él alcance a
comprender ninguno de los dos gestos.

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Secuencias de su imaginario erótico

En un reciente libro colectivo titulado la cuestión sexual. Cuestiones relativas a la


sexualidad en la obra y el pensamiento de Rousseau, se apunta a que su vida erótica
distaba de ser satisfactoria, no solo por los problemas urológicos que le atormentaron
durante toda su vida, al tratarse de una malformación congénita, sino por causas de
otra índole, como la que se describe en un episodio que podía haber orientado su
sexualidad en una curiosa dirección. Se trata de la azotaina que le propinó como
castigo la señorita Lambercier. Quién iba a pensar —admite Rousseau al comienzo de
sus Confesiones— que ese castigo, recibido siendo un chiquillo de ocho años por
mano de una mujer de treinta, determinaría sus gustos, sus deseos y sus pasiones para
el resto de su vida. Atormentado durante mucho tiempo sin saber por qué, devoraba
con ojos ardientes a las mujeres hermosas: su imaginación se las recordaba sin cesar,
únicamente para utilizarlas a su modo y convertirlas en otras tantas señoritas
Lambercier. «En mis necias fantasías, en mis furores eróticos, recurría
imaginariamente a la ayuda del otro sexo sin pensar nunca que sirviera para un uso
distinto de aquel que ardientemente deseaba. Estar sobre las rodillas de un ama
dominante era para mí el más dulce de los favores. He poseído muy poco, aunque no
he dejado de gozar mucho a mi manera, es decir, con la imaginación.» Este pueril
masoquismo pareció encontrar también satisfacción en una tal señorita Gotón, «que
se dignaba a hacer de maestra de escuela».

La imaginación erótica de Rousseau asimismo se inclinaba por el simulacro


incestuoso, según testimonia su primera relación sexual no meramente imaginaria,
que tuvo lugar con aquella a quien él siempre llamó «mamá» mientras que ella lo
llamaba «mi pequeño». De ella afirma que fue para él «la más dulce de las madres» y
a su recuerdo dedica el final de sus memorias, es decir, de las Ensoñaciones,
evocando el momento en que la vio por primera vez, nada menos que medio siglo
antes. Ella tenía veintiocho años entonces y él tenía aún diecisiete: «Mi
temperamento naciente, aunque yo lo ignorase en ese momento, daba un nuevo calor
a un corazón naturalmente lleno de vida. Si no era sorprendente que ella albergara
benevolencia por un joven vivaz, pero dulce y modesto, de un porte bastante grato,
menos lo era que una mujer encantadora, llena de ingenio y de gracias me inspirase el
reconocimiento de los sentimientos más tiernos que yo aún no distinguía. Pero lo que
es menos común es que ese primer momento decidiese para mí toda mi vida y que
por una inevitable concatenación sellase el destino del resto de mis días. Ella me
había elegido. Todo me la recordaba y hube de regresar. Este retorno fijó mi destino e
incluso antes de poseerla yo no vivía sino en ella y para ella. ¡Ah, si yo hubiese
bastado a su corazón como ella bastaba al mío! ¡Qué apacibles y deliciosos días
habríamos compartido!».

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Lo que Rousseau insinúa en estas líneas es que, cuando regresó por primera vez a
casa de la señora de Warens, «mamá» compartía el lecho con otro lacayo, algo que no
parece importarle demasiado. Si un lector indignado juzgase que, al ser poseída por
otro hombre, se degradaba ante sus ojos y que un sentimiento de menosprecio
entibiaba los sentimientos que le habían inspirado, se equivocaría, asegura primero,
para añadir a renglón seguido: «Cierto que ese reparto me causaba una pena cruel y lo
encontraba poco digno, pero no alteraba mis sentimientos hacia ella, solo había una
mujer que pudiera protegerme de las demás mujeres y ponerme a cubierto de las
tentaciones. Sin desear poseerla a ella, me agradaba que me quitase el deseo de
poseer a otras. Para mí era más que una hermana, más que una madre, más incluso
que una amante. Me sentía como si hubiera cometido un incesto. A fuerza de llamarla
mamá y tener la familiaridad de un hijo, me había acostumbrado a considerarme tal».
Cualquier comentario desvirtuaría semejante confesión. «Mamá prodigaba sus
favores, pero no los vendía», enfatiza Rousseau. «No conoció más que un sólo placer
en el mundo: proporcionárselo a los que amaba.» La señora de Warens lograba
enternecer los corazones de sus dos amantes simultáneos, quienes se abrazaban
bañados en lágrimas, reconociendo que ambos eran necesarios para la felicidad de su
vida. «Así se estableció entre los tres una unión de la que tal vez no haya otro
ejemplo sobre la Tierra», seguimos leyendo en el libro V de las Confesiones.

Pero semejante arreglo no parecía tan satisfactorio, después de todo. Las


necesidades del amor lo devoraban en medio del goce. Tenía una madre tierna, una
amiga querida, pero le faltaba una amante. «Si una sola vez en mi vida hubiera
gozado en su plenitud todas las delicias del amor, no creo que mi frágil existencia
hubiera podido resistirlo.» Sin embargo, luego agradece a una tal señora de Larnage
«no morir sin haber conocido el placer», si bien añade: «Solo he sentido el amor
verdadero una vez en mi vida, y no fue a su lado; tampoco la amaba como amaba a la
señora de Warens, pero por eso mismo la poseía cien veces mejor». Su nueva amante
tenía una hija de quince años y a Rousseau le dio miedo enamorarse de ella. «¿Iba a
intentar corromper a la hija como premio a las bondades de la madre?» El caso es
que, cuando Rousseau regresa por segunda vez a casa de la señora de Warens,
encuentra su puesto ocupado por un nuevo galán, que no es aquel a quien sucedió
pues ya había fallecido mientras compartían a su amante. Sin embargo, en esta
ocasión no se ve capaz de asumir el anterior triángulo amoroso, algo que no le gustó
nada a mamá: «Tomad a la mujer más sensata y menos dominada por sus sentidos. El
peor crimen que puede cometer contra ella el hombre que menos le importe es poder
gozarla y no hacerlo».

Aunque siempre había desechado la idea, durante su estancia en Venecia


Rousseau tratará de forma simultánea con dos meretrices. El encuentro con la primera
le procuró la obsesión de haber contraído alguna enfermedad venérea, mas eso no fue

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óbice para intentar conocer carnalmente a la segunda: la hermosa Zulietta. «No tratéis
de imaginar la gracia y los encantos de aquella muchacha deliciosa. Son menos
frescas las jóvenes vírgenes de los claustros, menos vivas las bellezas del serrallo,
menos excitantes las huríes del paraíso. Jamás tan dulce goce se ofreció al corazón y
los sentidos de un mortal. ¡Ah, si al menos hubiera sabido gozarla entera y
plenamente un solo momento!» Según su propia crónica, de repente Rousseau deja de
apreciar sus encantos y solo piensa en cuál podría ser la razón por la que ella quiere
entregarse a él. Su actitud frustra la velada y pide una nueva cita. Cuando retorna con
el ánimo de deshacer tamaño entuerto, Zulietta ha abandonado la ciudad.

Más adelante aparecerá en su vida, y esta vez para quedarse. Thérèse Levasseur, a
quien conoce en su hospedaje parisino. Queda prendado de su mirada viva y dulce,
sin igual, aunque, a decir verdad, «necesitaba una sucesora de mamá. Era preciso que
la dulzura de la vida privada y doméstica me compensase por el destino brillante al
que renunciaba». Con ella vivió todo lo feliz que le fue posible, dado el curso de los
acontecimientos. No sabía leer bien, ni tan siquiera contar. Mas esa persona tan
limitada era de consejo excelente en las ocasiones difíciles. Rousseau cumplió su
promesa de no abandonarla, aunque incumplió la de no casarse nunca con ella.
Cuando Thérèse dio a luz a su primogénita. Rousseau no dudó en seguir la costumbre
del país y llevarla al hospicio, aunque le costó mucho convencer a la madre «para que
se valiese del único medio que había para salvar su honor». En esta primera ocasión
decidieron marcar la mantilla de la niña, para poder identificarla en un momento
dado. El resto de las veces ni siquiera tomó esta pequeña cautela que hubiera servido
para reconocerlos. Pero interrumpamos aquí esta sorprendente crónica sentimental, a
pesar de que aún no se haya mencionado a Sofía, la señora d’Houdetot, habida cuenta
de que por más de una razón esta merece un tratamiento aparte, como luego se verá.

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Diderot, la sexualidad y las cuestiones morales

Diderot aprovecha los relatos de viajes para sostener que no tiene


sentido entremezclar la sexualidad con las cuestiones morales, como
podemos leer en este fragmento: «¿Cómo queréis que se observen las
leyes cuando se contradicen? Recorred la historia de los siglos y las
naciones, tanto antiguos como modernos, y encontraréis a los hombres
sujetos a tres códigos; el código de la naturaleza, el código civil y el
código religioso; y conminados a obedecer alternativamente a esos tres
códigos que nunca están de acuerdo. Las instituciones religiosas
europeas han asociado el nombre de vicios y virtudes a cosas y acciones
que no eran susceptibles de moralidad alguna. El imperio de la
naturaleza no puede verse destruido: por más que se le intente contrariar
y poner obstáculos, ese imperio perdurará Escribid tanto como os plazca
sobre bloques de granito que, por servirme de la expresión del sabio
Marco Aurelio, el voluptuoso frotamiento de dos intestinos es un crimen;
el corazón del hombre quedará atenazado entre la amenaza de vuestra
inscripción y la violencia de sus inclinaciones. Pero ese corazón indómito
no cesará en sus reclamaciones; y cientos de veces en el transcurso de
la vida vuestros pavorosos preceptos desaparecerán ante sus ojos».

Denis Diderot, Suplemento al viaje de Bougainville, o diálogo entre A


y B acerca del inconveniente de añadir ideas morales a ciertos actos
físicos que no las comportan.

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Una mentira como génesis de su autobiografía

Al final del libro II de sus Confesiones, Rousseau asegura haberlas escrito con la
finalidad de librarse de la pesada carga impuesta por los remordimientos y aliviar su
conciencia por la comisión de una falta durante su juventud. Se trata de una culpa que
no había logrado confesar jamás a nadie, ni tan siquiera en la más estrecha de las
intimidades. «Este peso —nos asegura— ha permanecido sin alivio alguno hasta hoy
sobre mi conciencia, y puedo decir que el deseo de librarme de él ha contribuido
mucho a la resolución que he tomado de escribir mis confesiones.» Cabe preguntarse,
ciertamente, qué fue lo que hizo a Rousseau sentirse tan culpable como para
motivarle a redactar sus célebres Confesiones. Eso que él mismo califica de acción
atroz consistió en el robo de una pequeña cinta para el cuello (quizá por eso se
muestre tan ferozmente contrario a los adornos en sus escritos posteriores) del que
después culpó a otra persona, la joven y hermosa cocinera de una casa donde
Rousseau trabajó como lacayo en Turín cuando solo contaba dieciséis años. Veamos
el relato de los hechos que Rousseau nos brinda en las Confesiones. Quieren saber
dónde ha cogido la cinta. Azorado, balbucea y termina diciendo, mientras se ruboriza,
que Marión es quien se la ha dado. Marión no solo es bonita, sino que tiene una
frescura y una dulzura que hacen que resulte imposible mirarla sin amarla. Además
de una chica buena, es sensata y absolutamente leal. Por eso se sorprenden cuando
dice su nombre. «Llega ella, le muestran la cinta y yo la acuso descaradamente; ella
se queda desconcertada, se calla y me lanza una mirada que habría desarmado al
diablo en persona, pero que mi corazón resiste. Luego lo niega con rotundidad, pero
sin arrebatarse, me increpa y me exhorta para que recapacite y no deshonre a una
chica inocente que nunca me ha hecho mal alguno; yo, con una desvergüenza

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infernal, confirmo mi declaración y mantengo que me ha dado la cinta. La pobrecilla
se pone a llorar y me musita entre sollozos estas palabras: “¡Ah, Rousseau! Os creía
bueno. Me hacéis muy desdichada, mas no me gustaría estar en vuestro lugar.” Eso
fue todo. Continuó defendiéndose con tanta sencillez como firmeza, pero sin
permitirse la menor invectiva en contra mía. Esa moderación, que contrastaba con mi
tono resuelto, la perjudicó. Se nos despidió a los dos, pronosticándose que la
conciencia del culpable vengaría cumplidamente al inocente. Tal predicción no
resultó vana, pues no ha dejado de cumplirse ni un solo día.»

El remordimiento causado por esta mentira se volverá insoportable para


Rousseau. «Este recuerdo cruel —señala— me trastorna y me altera hasta el punto de
ver en mis desvelos a esa pobre chica reprocharme mi crimen como si lo hubiera
cometido ayer.» Sin embargo, Rousseau intenta excusarse transfiriendo a Marión
parte de tan onerosa culpa. Su belleza lo turbaba y acusó a su amada imaginaria de
haber hecho lo que él se proponía hacer, puesto que se había quedado con la cinta
para entregársela luego a ella. La vergüenza de verse obligado a confesar
públicamente aquella fechoría fue más fuerte que su posible arrepentimiento. Eso sí,
reconoce que su inconmensurable aversión a la mentira obedece al pesar que siente
por haber incurrido en una falsedad tan malvada. Algunos años después, en el
capítulo cuarto de Las ensoñaciones del paseante solitario, Rousseau vuelve a
subrayar la impronta que aquella calumnia dejó en su alma. «Esa criminal mentira de
que fue víctima la pobre Marión me dejó imborrables remordimientos que me
preservaron el resto de mi vida, no solo de toda mentira de este tipo, sino de todas
cuantas del mundo que sea pudieran afectar al interés y la reputación de otro.» Al
generalizar la exclusión de tal modo, quedó dispensado de sopesar con exactitud la
ventaja y el perjuicio, así como de señalar las lindes precisas entre la mentira
perjudicial y la mentira oficiosa; al considerar tan imperdonable la una como la otra,
se prohibió ambas. Al escribir Las ensoñaciones, en el ocaso de su vida, a Rousseau
le sigue atormentando aquella «espantosa mentira proferida en la primera juventud,
cuyo recuerdo me ha turbado durante toda mi vida y en mi vejez sigue entristeciendo
aún mi corazón, afligido ya de tantas otras maneras. Esta mentira, que fue de suyo un
gran crimen, debió serlo todavía más por efectos, que yo siempre he ignorado, pero
que el remordimiento me ha hecho suponer tan crueles como era posible».

Rousseau siempre se sintió culpable por esta mentira por la cual responsabilizó a
Marión de una fechoría que él había cometido. Si hemos de creer su testimonio, los
remordimientos con que su conciencia sancionaba esa culpa le atormentaron durante
toda su vida y le inspiraron a escribir sus famosas Confesiones. Parece más verosímil,
en cambio, que concibiera el proyecto de redactarlas en 1764, cuando un panfleto
publicado por Voltaire de forma anónima, bajo el título Sentimiento de los
ciudadanos, le reprochó haber abandonado a sus cinco hijos en el hospicio y, por lo

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tanto, no haber cumplido con lo que Hans Jonas, conocido por su libro titulado El
principio de la responsabilidad considera el paradigma o el arquetipo del concepto
mismo de responsabilidad. Según este filósofo alemán, en la moral tradicional
encontramos un caso, que conmueve profundamente al espectador, de una
responsabilidad y un deber elementales no recíprocos que se reconocen y que se
practican espontáneamente: la responsabilidad y el deber para con los hijos que
hemos engendrado y que perecerían sin los cuidados que a continuación precisan.
«Este es el único comportamiento totalmente altruista procurado por la naturaleza —
nos dice Jonas—; de hecho, el origen de la idea de responsabilidad no es la relación
entre adultos autónomos (la cual es origen de la idea de los derechos y deberes
recíprocos), sino esta relación, consustancial al hecho biológico de la procreación,
con la prole necesitada de protección. Este es el arquetipo de toda acción responsable,
arquetipo que, felizmente, no precisa ninguna deducción a partir de un principio, sino
que se halla poderosamente implantado por la naturaleza en nosotros (o, al menos, en
la parte de la humanidad que da a luz).»

La escrupulosa conciencia moral de Rousseau, que tanto le atormentó por su


conducta con Marión, se mostró extraordinariamente ambigua en cuanto a sus
deberes paternos. Escuchemos los alegatos de su abogado defensor, acudiendo al
libro VIII de las Confesiones: «Mientras que filosofaba sobre los deberes del hombre,
un suceso vino a hacerme reflexionar mejor sobre los míos. Thérèse quedó
embarazada por tercera vez. Mi tercer hijo fue llevado al hospicio, igual que los dos
primeros y lo mismo se hizo con los dos que siguieron; pues he tenido cinco en total.
Este arreglo me pareció tan bueno, sensato y legítimo que si no me vanaglorié
abiertamente del mismo fue únicamente por consideración hacia la madre, aun
cuando sí se lo manifesté a todos cuantos había hecho partícipes de nuestras
relaciones. Tras calibrarlo todo, elegí para mis hijos lo mejor o lo que yo creí tal. Yo
habría querido, y todavía lo querría, haber sido educado y alimentado como ellos lo
fueron». En un arrebato retórico. Rousseau sostiene que, al entregar a sus hijos a la
educación pública, creyó actuar como ciudadano y como padre, y se vio a sí mismo
como un miembro de la República de Platón. Sin embargo, el fiscal recurre a la
citación del tribunal de su conciencia y no deja de proclamar sus alegaciones. «Más
de una vez —reconoce—, los pesares de mi corazón me han enseñado que yo estaba
equivocado.» Ahora bien, eso no significa exactamente que se arrepienta de su
decisión ni que se reconozca como un padre irresponsable. Rousseau no habría
pisoteado sin escrúpulo el más dulce de los deberes. «No, eso no es posible. Jamás, ni
un solo instante de su vida, Jean-Jacques ha podido ser un hombre sin sentimiento,
sin entrañas, un padre desnaturalizado.» Esto le parece sencillamente impensable,
pues él no es insensible a la voz de su conciencia y se considera demasiado sincero
consigo mismo como para querer desmentirla con sus obras.

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En realidad, él había examinado con detenimiento el destino de sus hijos y había
elegido la opción que le pareció más aconsejable para ellos. El noveno paseo de Zas
ensoñaciones vuelve a tratar este asunto y allí Rousseau transfiere parte de su culpa
de nuevo a otra persona. Thérèse Levasseur, la madre de sus hijos, los habría echado
a perder y la familia de esta podría haberlos convertido en unos monstruos; ante
semejante probabilidad, la protección pública brindada por la educación en el
hospicio resultaba menos lesiva para ellos, de manera que los dejó en sus manos. Lo
contrario hubiera sido una irresponsabilidad por su parte y les hubiera granjeado un
destino mil veces peor. En el libro IX de las Confesiones aduce no haber querido que
sus hijos recibieran una educación similar a la que muestran las costumbres de su
desventurado cuñado. Rousseau no acepta que se le considere un padre
desnaturalizado capaz de odiar a los niños y alega en su defensa la prueba de sus
escritos, aduciendo que, «indudablemente, sería la cosa más increíble del mundo que
La nueva Eloísa y el Emilio fueran obra de un hombre que no quiere a los niños». Al
margen de que acertase o no al dejar a sus hijos en el hospicio, lo cierto es que
Rousseau supo rentabilizar los remordimientos de su conciencia y la culpa se
convirtió en acicate para escribir obras como las Confesiones o el Emilio.

Pero incluso sus admiradores más acérrimos no parecen haberle perdonado —


incurriendo en no pocos anacronismos— el no cumplir con ese paradigma de la
responsabilidad que, según Hans Jonas, representan los deberes del padre hacia sus
hijos y que solo sería equiparable a las responsabilidades asumidas por los políticos.
Poco les importa que abandonar a los propios hijos en un hospicio fuese una
costumbre muy extendida en la época, incluso una maniobra de protección dada la
menesterosa condición de muchas familias, como indica el propio Rousseau al final
del libro VII de las Confesiones. Se podría pensar que no se le aplica la misma vara de
medir que a sus contemporáneos. Por ello, algunos estudiosos de Rousseau alegan
que su presunta impotencia le impedía tener hijos y otros apuntan a las acreditadas
infidelidades de Thérèse para poner en duda su paternidad. Sin embargo, como
hemos visto, Rousseau estaba convencido de que los hijos alumbrados por Thérèse
eran suyos, o al menos los aceptaba como tales, y los remordimientos no dejaron de
atormentarlo hasta el final, como testimonia el libro I de su Emilio, donde se dirige
así a sus lectores: «Podéis creerme; a cualquiera que tenga entrañas y descuide tan
sacrosantos deberes, le vaticino que durante largo tiempo verterá por su falta muy
amargas lágrimas y nunca encontrará consuelo alguno».

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Re​ tra​to de Ma​rie-Thé​rè​se Le​va​-
sseur (1790), de E. Cha​rryére.

Y esto fue así pese a todas las justificaciones con que pretendió eludir su
responsabilidad. Dichas justificaciones quedaron compendiadas en una carta escrita
el 20 de abril del año 1751. En ella, Rousseau se declara incapaz de mantener una
familia con unos ingresos tan modestos y esporádicos que casi no alcanzan para su
propia manutención; eso sin contar con que su trabajo no le permite verse
importunado por las preocupaciones domésticas o los cuidados de la prole, así como
el hecho de que su dolorosa enfermedad no le permitiría vivir demasiado tiempo.
También estamos familiarizados ahora con muchas de las demás coartadas con que
Rousseau fue salpicando sus escritos. Recordemos que la familia de Thérèse suponía
una grave amenaza para educar a sus hijos, quienes después de todo iban a correr
mejor suerte viéndose confiados al Estado, tal como propusiera Platón en su
República, o que, a fin de cuentas, él se limitó a hacer lo mismo que muchas de las
personas con quienes trataba en aquella época, un dato que las estadísticas del
período corroboran. Su retórica intenta exculparlo, aduciendo que se habría tratado,
no tanto de un crimen que habría que reprocharle, sino de una desgracia por la que
compadecerle. La hechura de la sociedad habría determinado su decisión y, sin duda,
en ausencia de la desigualdad reinante entre los hombres, habría podido gozar de las
bendiciones de la paternidad. Serían los ricos quienes habrían robado el pan de sus

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hijos al sumirlo en la pobreza. «Me veo privado del placer de verlos y jamás he
saboreado el placer de los abrazos paternos. No veo en ello sino un motivo para
tenerme lástima. Los libero de pasar miserias a mis expensas; así quería Platón que
fuesen educados todos los niños en su República, que cada cual ignorase quién era su
padre y que todos fuesen hijos del Estado.» Con todo, el fiscal acabó ganando la
partida y el juez del tribunal de su conciencia lo encontró culpable y dictó una
sentencia condenatoria por mor de su irresponsabilidad que abría una dicotomía
insalvable entre el ciudadano y el hombre. Los alegatos retóricos del elocuente
defensor no consiguieron rebatir las pruebas presentadas contra el reo. Aunque a
veces Rousseau quiso creer lo contrario, terminó por inculparse a sí mismo. Su
conciencia le condenó con la pérdida de su autoestima y ni siquiera sus inestimables
obras lograron reconciliarle consigo mismo, puesto que su autosatisfacción se veía
diezmada y carcomida por los remordimientos.

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¿Un padre desnaturalizado?

«Comprendo que el reproche de haber llevado a mis hijos al hospicio


haya degenerado fácilmente, con un pequeño sesgo, en el de ser un
padre desnaturalizado y odiar a los niños. Sin embargo, es bien cierto
que fue el temor a un destino mil veces peor para ellos y casi inevitable
por cualquier otra vía lo que me determinó a hacerlo así. Si hubiera sido
más indiferente hacia lo que sería de ellos y, al estar fuera de cuestión
educarlos yo mismo, en mi situación tendría que haberlos dejado educar
por su madre, que los habría echado a perder, y por su familia, que los
habría convertido en unos monstruos. Todavía tiemblo al pensar en ello.
Lo que Mahoma hizo de Zaida no es nada comparable a lo que se habría
hecho de ellos para conmigo y las trampas que se me han tendido a
continuación al respecto me confirman suficientemente que el proyecto
estaba urdido. A decir verdad, yo estaba lejos de prever entonces estas
atroces tramas: pero sabía que la educación menos peligrosa para ellos
era la del hospicio y allí les llevé. Lo volvería a hacer de nuevo con
menos dudas, sabedor de que ningún padre podría ser más tierno de lo
que yo lo hubiera sido para ellos, a poco que el hábito hubiese ayudado
a la naturaleza.»
Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario.

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Del sentimiento a la voluntad general

El giro afectivo: «Siento, luego existo»

En su propia biografía, el célebre seductor Giacomo


Casanova dice de Rousseau que es un escritor tan
elocuente que es capaz de «insultar a sus lectores sin
indisponerlos en su contra». Casanova se refiere a lo
que Rousseau dice en el prefacio a su novela Julia, o
la nueva Eloísa: «Este libro no está hecho para
circular por el mundo. El estilo repelerá a la gente de
buen gusto; el tema alarmará a la gente seria. Debe
desagradar a los devotos, a los libertinos, a los
filósofos; debe chocar a las damas cortesanas y
escandalizar a las mujeres honradas. Así pues, ¿a
quién gustará? Quizá solo a mí. Pero es seguro que
gustará con pasión o disgustará del todo. Nunca las Ilus​tra​ción de Ju​lia, o La nue​va
jóvenes honestas han leído novelas. Aquella que, a Elo​ ísa, de Rou​sseau, de​ta​lle.
1876.
pesar del título, se atreva a leer una sola página, será
una joven perdida. Si un hombre austero, al hojear el libro, se siente asqueado desde
el principio, tira el libro con rabia y se indigna con el editor, no me quejaré en
absoluto de su injusticia; yo hubiera hecho lo mismo. Pero, si después de haberlo
leído por completo, alguien se atreve a censurarme por haberlo publicado, me parece
que no podría, en toda mi vida, estimar a ese hombre».

Sin embargo, la novela de Rousseau tuvo una excelente acogida. No solo fue un
clamoroso éxito de ventas con reediciones constantes, también lo fue de lectura, ya
que incluso se alquilaban ejemplares que se leían con toda voracidad. Fueron célebres
las reacciones de los lectores. Hubo desvanecimientos y varones anegados en
lágrimas. Algunos abandonaron sus obligaciones para leerla de un tirón, atrapados
por la trama y el embrujo del estilo. Esto es lo que señala Casanova. Se diría que
Rousseau puede permitirse casi cualquier cosa merced a su singular elocuencia, cosas
tales como denigrar a sus potenciales lectores, pero sin que se molesten por ello.
Kant, hechizado por otra de sus obras, el Emilio, también abandonó sus puntuales
paseos por Königsberg, incapaz de interrumpir la lectura ni siquiera para cumplir con

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sus legendarias rutinas cotidianas, que sus vecinos aprovechaban para poner los
relojes en hora.

A Rousseau no le singulariza el atender a nuestra vertiente sentimental en medio


del culto ilustrado a la razón. La escuela escocesa ya lo había hecho y Adam Smith
escribió una obra titulada La teoría de los sentimientos morales. Tampoco los
enciclopedistas franceses menospreciaron en absoluto el papel de las pasiones,
particularmente aquellos pensadores materialistas de los que nos habla Philipp Blom
en su libro Gente peligrosa. Diderot, sin ir más lejos, abre así sus Pensamientos
filosóficos: «Se vilipendia una y otra vez a las pasiones; se las acusa de todos los
males del hombre y se olvida que también son la fuente de todos sus placeres. Es
más, solo las pasiones, las más grandes, pueden elevar el alma hacia las cosas más
sublimes». El propio Kant no dejará de referirse al entusiasmo, a pesar de subrayar su
carácter ambivalente y sus peligros, cuando valore la Revolución francesa como un
hito histórico memorable.

Estaba en el ambiente. La razón sería divinizada como Ser Supremo por


Robespierre, pero ningún ilustrado europeo podía desdeñar el sentimiento ni las
pasiones o las inclinaciones, aunque fuese para intentar poner bridas a estas últimas
tildándolas de «patológicas». Los ilustrados escoceses, franceses y alemanes dieron
un buen testimonio al respecto. Lo que caracterizó a Rousseau fue convertir
sentimientos como el amor de sí o la piedad en ejes de su doctrina política, pero
sobre todo lo que le singulariza especialmente en lo que aquí nos atañe es el empeño
por imprimir un «giro afectivo» a todos y cada uno de sus escritos, al margen de su
contenido y con independencia de que se tratase del texto con el que opta a un premio
académico, una novela, unas cartas, un tratado sobre política o un ensayo pedagógico.
De alguna manera, era consciente de que los cambios profundos y radicales que
experimenta la humanidad parten de un resorte sentimental. Nada cambiará, por
ejemplo, con respecto a las causas responsables de la desigualdad humana, si esta se
percibe como una cuestión de hecho ante la que no cabe más opción que aceptarla
con resignación. Rousseau fue muy consciente de la importancia del estilo, de una
retórica que supiese cómo activar con eficacia los afectos del destinatario. De hecho,
en sus Fragmentos autobiográficos, como ya sabemos, asegura: «Mi estilo formará él
mismo parte de mi historia».

En los Esbozos de las Confesiones, Rousseau declara haberse visto compelido a


«inventar un lenguaje», al preguntarse por el tono u estilo más adecuado «para
desenredar ese caos de sentimientos tan diversos, tan contradictorios, a menudo tan
viles y a veces tan sublimes que me agitan sin tregua […] Diré cada cosa como la
siento, como la veo. Librándome a la vez al recuerdo de la impresión recibida y al
sentimiento presente describiré doblemente el estado de mi alma, a saber, en el
momento en que me sobrevino el acontecimiento y el momento en que lo he

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descrito». Como señala Jean Starobinski en Jean-Jacques Rousseau, la transparencia
y el obstáculo, «la perspectiva parte ahora del instante presente. El presente gobierna
el espacio retrospectivo en lugar de ser aplastado por él. Rousseau descubre que el
pasado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción actual… solo
aquí —prosigue Starobinski— se mide toda la novedad que aporta la obra de
Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una experiencia inmediata, a la
vez que sigue siendo el instrumento de una mediación; se puede decir que ha sido el
primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del yo con el lenguaje; la
“nueva alianza” en la que el hombre se hace verbo».

El legislador de El contrato social (capítulo VII del libro II) también tiene que
inventar un lenguaje para hablar al pueblo, ya que las miras generales están
demasiado fuera de su alcance y difícilmente percibe las ventajas aportadas por las
continuas privaciones que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo naciente
pudiera entender las sanas máximas de la política y atender a las reglas
fundamentales de la razón de Estado, sería preciso que el efecto pudiera volverse
causa y que «los hombres fueran antes de las leyes que deben llegar a ser por ellas».
Por eso, en el transcurso de la historia los legisladores han tenido que traducir sus
pretensiones a otro lenguaje y han hecho hablar a una autoridad divina con el fin de
arrastrar a quien no cabía mover mediante la prudencia humana; aunque por supuesto
«no a todos los hombres corresponde hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se
anuncia como su intérprete».

En esa invención de un lenguaje propio reside la verdadera y original exaltación


rousseauniana del sentimiento. Como dice justo al comienzo de sus Confesiones:
«Sentí antes de pensar; es el común destino de los humanos. Yo lo experimenté más
que ningún otro». Rousseau asegura no recordar cómo aprendió a leer, pero sí que de
muy niño pasó noches enteras leyendo con su padre las novelas que había dejado su
madre. «En poco tiempo adquirí no solo una extrema facilidad para leer y hacerme
escuchar, sino también una comprensión única, a mi edad, de las pasiones. No tenía
aún idea de las cosas, cuando ya me eran conocidos todos los sentimientos. No había
pensado nada y lo había sentido todo. Esas confusas emociones que experimentaba
una tras otra no alteraron la razón que aún no tenía, pero conformaron una de temple
distinto.» Reconociendo la dificultad implícita en «decir lo que no ha sido dicho, ni
hecho, ni tan siquiera pensado, sino degustado y sentido», Rousseau cree tener a su
disposición algo mejor que cualquier documento para narrar su vida. Cree disponer
de «una guía fiel con la que poder contar, y es la cadena de sentimientos que han
marcado la sucesión de mi existencia, y por ellos la de los acontecimientos que han
sido su causa o efecto». Los hechos no son sino deducciones de lo que nos habrían
hecho sentir y, a su vez, nuestras acciones podrían deducirse como simples corolarios
de lo que sentimos en un momento dado. «No puedo equivocarme sobre lo que he

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sentido, ni sobre lo que mis sentimientos me han llevado a hacer», sentencia
Rousseau al comienzo del libro VII de las Confesiones.

Rousseau decide no suscribir el «pienso, luego existo» popularizado por René


Descartes y opta por traducirlo a la formulación «siento, luego existo», siendo así que
su sentir se halla estrechamente vinculado a la ensoñación, como refleja el propio
título de Las ensoñaciones del paseante solitario. «A veces he pensado con bastante
profundidad —leemos al comienzo del séptimo paseo— mas raramente con placer,
casi siempre contra mi gusto y como a la fuerza: la ensoñación me relaja y me
divierte, la reflexión me fatiga y entristece; pensar fue siempre para mí una ocupación
penosa y sin encanto. De vez en cuando mis ensoñaciones culminan en una
meditación, pero mucho más a menudo mis meditaciones acaban en la ensoñación, y
durante esos extravíos mi alma vaga y planea sobre el universo en alas de la
imaginación con un éxtasis que supera cualquier otro goce.» Es curiosa la relación
establecida entre sus meditaciones y sus ensoñaciones. Parece que solo podía pensar
dejándose llevar por una determinada ensoñación y que sus reflexiones nunca podían
desvincularse de lo imaginado por una u otra ensoñación, al margen del orden de su
comparecencia. Pienso como siento, nos viene a decir. Ahora bien, la prodigiosa
elocuencia de Rousseau, aun cuando sea dictada por arrebatos de inspiración donde
prevalece una vertiente sentimental, no era en absoluto espontánea. Él mismo relata
en sus Confesiones cuánto le costaba escribir cualquier cosa, como luego veremos.
¿Acaso estamos ante otra paradoja más del maestro indiscutible de las paradojas?
Todo proviene del sentimiento, incluyendo sus meditaciones y sus escritos, sin
embargo, estos necesitan ser revisados una y otra vez en un proceso en que las
emociones quedan tamizadas por la razón, a pesar de lo cual se consigue transmitir a
los lectores la emoción primigenia.

Comoquiera que sea, lo cierto es que, según señala Cassirer en El problema Jean-
Jacques Rousseau, «a las fuerzas del entendimiento reflexivo sobre las que descansa
la cultura del siglo XVIII, Rousseau contrapone la fuerza del sentimiento; frente al
poder de la razón contemplativa y analítica, Rousseau será quien descubra la pasión y
su elemental impetuosidad originaria». De ahí el propio título de la obra que
Rousseau se propuso escribir y que no llegó a hacerlo nunca: La moral sensitiva, o el
materialismo del sabio. Este tratado ético se habría basado en sus propias
observaciones, que le habían hecho ver cómo la mayoría de los hombres, en el
transcurso de su vida, parecen transformarse y trocarse en hombres diferentes. Su
intención era indagar las causas de tales variaciones y atenerse a las que dependen de
nosotros, a fin de modificar los deseos en sus orígenes. La idea directriz era estudiar
todo cuanto condiciona nuestra peculiar maquinaria para «gobernar en su origen
aquellos sentimientos por los que nos dejamos dominar», escribe en el libro IX de las

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Confesiones. Lo único que llegó a escribir sobre este particular fueron sus epístolas a
Sofía D’Houdetot, que se conocen bajo el nombre de Cartas morales.

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Sentir antes de pensar

«Sentí antes de pensar; es el común destino de los humanos. Yo lo


experimenté más que ningún otro; no sé cómo aprendí a leer; solo
recuerdo mis primeras lecturas y su efecto sobre mí. Mi madre me había
dejado unas novelas. Mi padre y yo nos pusimos a leerlas después de la
cena. Al principio solo se trataba de ejercitarme en la lectura con libros
entretenidos; pero pronto se volvió tan vivo el interés que leíamos
alternativamente sin tregua y pasábamos las noches en esa ocupación,
solo al terminar el libro podíamos dejarlo. Con tan peligroso método, en
poco tiempo adquirí no solo una extrema facilidad para leer y hacerme
escuchar, sino también una comprensión única, a mi edad, de las
pasiones. No tenía aún idea de las cosas, cuando ya me eran conocidos
todos los sentimientos. No había pensado nada y lo había sentido todo.»
Jean-Jacques Rousseau, Confesiones.

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Las Cartas morales a Sofía

Todo el pensamiento rousseauniano gira en torno a un par de sentimientos que


constituyen sus ejes fundamentales: el amor hacia uno mismo y el sentimiento
derivado de este amor, que sería la compasión. A su modo de ver, «mediante la razón
por sí sola, independientemente de la conciencia, no se puede establecer ninguna ley
natural: y todo el derecho de la naturaleza no es más que una quimera, si no se funda
sobre una necesidad natural en el corazón humano. Sobran los tratados de metafísica
y moral; basta con observar el orden y el progreso de nuestros sentimientos», leemos
en el Emilio. «Para nosotros —escribe Rousseau en sus Cartas morales—, existir
equivale a sentir, y nuestra sensibilidad es incontestablemente anterior a nuestra
propia razón. No penséis que resulta imposible explicar el principio activo de la
conciencia al margen de la propia razón. Y en el caso de que fuera imposible,
entonces esta explicación no sería necesaria. Porque los filósofos que combaten este
principio no prueban en absoluto su inexistencia, sino que se contentan con afirmarla;
cuando afirmamos que existe, contamos con toda la fuerza del testimonio interior y la
voz de la conciencia que declara por sí misma. ¡Cuán dignos de lástima son esos
tristes razonadores! Al borrar en ellos los sentimientos de la naturaleza, destruyen la
fuente de todos sus placeres y solo saben zafarse del peso de la conciencia
volviéndose insensibles. Limitémonos en todo a los primeros sentimientos que
hallamos dentro de nosotros mismos.»

En su correspondencia literaria con Sofía, utilizada luego para redactar pasajes


clave de La profesión de fe del vicario saboyano, incluida en su Emilio, Rousseau
señala que «los actos de la conciencia no son juicios, sino sentimientos». Esta
definición de la conciencia parece tremendamente alejada del planteamiento kantiano
y, sin embargo, igual que cabe hacer una lectura kantiana de Rousseau, quizá cupiera
también hacer justo lo contrario. Después de todo, el respeto a la ley moral, del que
nos habla Kant, no dejaría de ser un sentimiento que difumina nuestro amor propio y
nos permite conectar con la voluntad general, dado que, como leemos en la Crítica de
la razón práctica, el respeto que nos infunde la ley moral es un «sentimiento moral»
y positivo capaz de aniquilar nuestra vanidad. Y si, de otro lado, el respeto a la ley
moral socava el amor propio, el sentimiento subjetivo de autosatisfacción o hallarse
contento con uno mismo, que también es calificado como un «sentimiento moral»,
podría ser considerado el equivalente funcional del amor de sí que reivindica
Rousseau (quien, por cierto, también utiliza, en el Emilio, la expresión usada luego
por Kant de hallarse contento con uno mismo, lo cual vendría a reforzar el
paralelismo apuntado).

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Independientemente de los paralelismos que puedan trazarse entre la conciencia
moral kantiana y la formulada por Rousseau, este último recalca las dos pulsiones
primitivas del hombre: la piedad y el instinto de conservación, es decir, la
repugnancia natural a ver sufrir a los demás y el interés por nuestro propio bienestar,
de suerte que «todas las reglas del derecho natural parecen derivarse no de la razón,
sino del concurso y de la combinación que nuestro espíritu está en disposición de
hacer de ambos principios, sin que sea necesario hacer entrar en juego a la
sociabilidad». Al introducir la sociedad en el contexto anterior, el instinto de
conservación deviene amor propio y cada cual se toma por el centro del mundo. El
papel de la piedad resulta entonces aún más capital. «Es la piedad quien, en lugar de
esta sublime máxima de justicia razonada: “Haz a los demás lo que quieres que se te
haga a ti”, inspira a todos los hombres esta otra máxima de bondad natural que, si
bien menos perfecta, acaso sea más útil que la precedente: “Procura tu bien con el
menor mal ajeno que sea posible”», dictamina Rousseau en su discurso sobre la
desigualdad. La piedad es una condición de posibilidad para vivir en sociedad, al
permitir a la razón argumentar en contra de sí misma. Sin empatía, la cohesión social
se desvanece y por eso resulta tan oportuno releer a Rousseau en nuestros días,
cuando dicha empatía brilla por su ausencia, eclipsada por una feroz competitividad
individualista.

Así pues, Kant y Rousseau se refieren a cosas muy diversas cuando apelan a la
conciencia, pese a que su función podría tener cierto aire de familia. En efecto, la
conciencia rousseauniana nada tiene que ver con el imperativo categórico de Kant en
tanto que imperativo de un desinterés absoluto, que exigiría renunciar a todas las
pasiones, toda vez que en Rousseau, bien al contrario, es la pasión por la justicia la
que debe cultivarse cuidadosamente, porque solo esta pasión puede oponerse a las
pasiones sociales del amor propio. «Si se concibe al hombre como un ser cuyo
sentimiento o pasión dominante es el amor propio, la conciencia se opone entonces a
las pasiones; pero Rousseau invierte los valores, porque ve en el amor de sí un
sentimiento bueno que, bien desarrollado, despierta una conciencia respetuosa del
amor de sí de cada hombre, es decir, de su derecho natural a la igualdad y a la
libertad, tanto en el plano físico como moral», señala Martin-Haag en su libro
Rousseau ou la conscience sociale des lumières (Rousseau o la conciencia moral de
las luces). Esta conciencia buscaría satisfacer nuestro interés particular mediante la
realización del interés común. Lo llamativo es que, a pesar de que tanto Kant como
Rousseau invocan la conciencia moral como piedra de toque para definir lo
éticamente correcto, el primero recurre para ello a la razón como instancia suprema,
mientras que el segundo remite más bien al sentimiento. La razón de esta divergencia
es que para Rousseau todo se reduce al «sentimiento interior», como le escribe a
Jacob Vernes en una carta, incluso la propia naturaleza, pues no existe otra naturaleza
que la de nuestro fuero interno, la propia intimidad.

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De hecho, en Rousseau no solo quedan entrelazados la ensoñación y el
pensamiento, sino que también resulta difícil discriminar entre ficción y realidad, tal
como testimonia la recreación de sus Confesiones, donde incidentes capitales para su
vida, como el robo de la cinta para Marión o el abandono de sus hijos en un hospicio,
son recreados como si fueran un relato literario cuyo protagonista puede interpretar
uno u otro papel al margen de las circunstancias. No es menos llamativa la
identificación ideal de Rousseau con Saint-Preux, el protagonista de su novela Julia,
o la nueva Eloísa al que cortejan dos hermosas primas con bellezas y caracteres
complementarios y que parece representar al joven preceptor que le habría encantado
ser. Aunque, sin duda, nada puede igualar a lo que le ocurrió con la señora
D’Houdetot, la Sofía de sus Cartas morales, quien, lejos de inspirar a la Julia que
protagoniza La nueva Eloísa, quedó por el contrario revestida con los atributos que
ya había proyectado sobre su personaje. Así es como lo relata el propio Rousseau:
«El retorno de la primavera había redoblado mi tierno delirio, y en mis transportes
eróticos había redactado para las últimas partes de Julia varias cartas que se resienten
del arrebato en que las escribí. Precisamente por entonces tuve una segunda visita
imprevista de la señora D’Houdetot, en ausencia de su marido y de su amante».

«Llegó y la vi —prosigue Rousseau en el libro IX de las Confesiones—; yo estaba


ebrio de amor sin objeto, esa ebriedad fascinó mis ojos, este objeto se fijó sobre ella,
vi a mi Julia en la señora D’Houdetot, y pronto no vi más que a la señora
D’Houdetot, pero revestida de todas las perfecciones con que yo venía de adornar al
ídolo de mi corazón. Para rematarme, ella me habló de Saint-Lambert como amante
apasionado. ¡Fuerza contagiosa la del amor! Ella hablaba y yo me sentía emocionado;
yo creía no hacer otra cosa que interesarme por sus sentimientos cuando en realidad
me invadían unos semejantes. En fin, sin que yo me diera cuenta y sin apercibirlo ella
tampoco, me inspiró hacia ella misma todo cuanto expresaba por su amante. En un
primer momento no me percaté de lo que ocurría: fue solo después de su marcha
cuando, al querer pensar en Julia, me asombró no poder pensar más que en Sofía.»
Ficción y realidad se dan la mano. El episodio es muy relevante dentro del opus de
Rousseau, no solo porque su célebre novela se viera implicada en él, sino también
porque las Cartas morales escritas para Sofía darán luego pie a La profesión de fe del
vicario saboyano insertada en el Emilio, donde a su vez se pergeñan algunas de las
líneas maestras de El contrato social.

Así pues, el giro afectivo dentro de las narraciones que imputamos aquí a
Rousseau tiene varios elementos. Por supuesto, no fue ni mucho menos el único
ilustrado que reparó en el papel de las pasiones y del sentimiento, pero sí el que lo
convirtió en un principio básico de su pensamiento, con la compasión y el amor hacia
uno mismo como elemento vertebrador de su sistema, e incluso de su propia vida, de
su obra y de su absolutamente idiosincrásico estilo narrativo. Nada mejor para

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recalcar esto que terminar citando un pasaje de su correspondencia con Sofía: «Basta
de humillar al hombre por vanagloriarse de dones que no tiene; si la razón le aplasta y
envilece, el sentimiento interior le realza y honra; el involuntario homenaje que el
malvado rinde al justo en secreto es el verdadero título de nobleza que la naturaleza
ha grabado en el corazón del hombre. Al menos sentimos dentro de nosotros mismos
una voz que nos impide menospreciarnos; la razón repta, pero el alma se yergue; si
somos pequeños por nuestras luces, somos grandes por nuestros sentimientos y, al
margen de cuál sea nuestro rango en el sistema del universo, un ser amigo de la
justicia y sensible a las virtudes no es en absoluto abyecto por su naturaleza», leemos
en la cuarta de sus Cartas morales. Con todo, Rousseau era consciente de lo que sus
personajes literarios podían influir en los lectores, ya que, como escribe a Vernes, «la
devota Julia es una lección para los filósofos y el ateo Wolmar lo es para los
intolerantes». Mediante ellos quiso «enseñar a los filósofos que se puede creer en
Dios sin ser hipócrita y a los creyentes que se puede ser incrédulo sin ser un tunante».
Su novela y sus contenidos encajan perfectamente dentro de su corpus doctrinal, ya
que toda la obra de Rousseau es un prisma en el que los mismos problemas son
abordados desde facetas o perspectivas muy diversas que se complementan
mutuamente.

Veamos un pasaje de La nueva Eloísa, en la carta XIV de su segunda parte, en el


que Saint-Preux, su antiguo amante y preceptor, escribe a Julia para describirle lo que
ha visto en París, una ciudad en que «se aprende a defender con arte la causa de la
mentira, a pintar de sutiles sofismas sus pasiones y sus prejuicios. Así, nadie dice
nunca lo que piensa, sino lo que le conviene que piensen los demás; y el aparente celo
por la verdad no es en ellos más que la máscara del interés; son como máquinas que
no piensan y a las que se hace pensar como por resortes. Uno no tiene más que
informarse de sus reuniones de sociedad, de los autores que conocen; con esto se
puede establecer por adelantado su futura idea sobre un libro que está próximo a
editarse y que aún no han leído. Hay así un pequeño número de hombres y de mujeres
que piensan por todos los demás, y por quienes los demás hablan y actúan. Cada
camarilla tiene sus reglas, sus valoraciones, sus principios, que no son admitidos en
otra parte. Por ejemplo, el hombre considerado honrado en una casa es considerado
un bribón en la del vecino: lo bueno, lo malo, lo bello, lo feo, la virtud, la verdad, no
tienen más que una vigencia local y circunscrita. Pero es que hay más; todo el mundo
se pone constantemente en contradicción consigo mismo, sin pensar si es bueno o
malo. Hay unos principios para la conversación y otros para la práctica. Ni siquiera se
exige a un autor, ni siquiera a un moralista, que hable como sus libros, ni que actúe
como habla; así, escritos, discursos, conducta son tres cosas muy diferentes y nadie le
obliga a que las concilie entre sí. Los sentimientos no salen de sus corazones, las
luces no son las de su mente, los discursos no representan sus ideas. Tal es la idea que
me he formado del gran mundo en general, por lo que he visto en París. Hasta ahora

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he visto muchas máscaras: ¿cuándo veré los verdaderos rostros de los hombres?». Así
es como describe Rousseau, a través de su personaje literario, los célebres salones
parisinos donde se dan cita los enciclopedistas y los ilustrados franceses que rinden
un culto exacerbado a la diosa Razón. Rousseau les reprocha no mirar hacia su
interior y no atender al dictado del sentimiento.

Lectura de la tragedia del orfelino de la China, de Voltaire, en el salón de


madame Geoffrin (Malmaison, 1812).
En la última fila, de izquierda a derecha figuran: Gresset, Marivaux,
Marmontel, Vien, Thomas, La Condamine, el abad Raynal, Rousseau,
Rameau, Mlle Clairon, Hénault, el duque de Choiseul, el busto de Voltaire
(donde se lee: «El orfelino de la China»), d’Argental, Saint-Lambert,
Bouchardon, Soufflot, Danville, el conde de Caylus, Bartolomeo de Felice,
Quesnay, Diderot, el barón de l’Auné Turgot, Malherbes, el mariscal de
Richelieu, más lejos: Maupertuis, Mairan, d’Aguesseau, y, por último, Clairaut,
el secretario de la Academia. En la primera fila, de derecha a izquierda:
delante de Clairaut: Montesquieu, la condesa d’Houdetot, Vemet, Fontenelle,
madame Geoffrin, el príncipe de Conti, la duquesa d’Anville, el duque de
Nivemais, Bemis, Crébillon, Pirón, Duclos, Helvétius, Vanloo, d’Alembert
detrás de la mesa, Lekaine en plena lectura, más a la izquierda Mlle de
Lespinase, madame de Bocage, Réaumur, madame de Graffígnin, Condillac,
más a la izquierda todavía Jussieu, delante de él Daubenton, y, por último,
Buffon.

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Una moral sensitiva, o el materialismo del sabio

«El proyecto debía la idea a observaciones hechas sobre mí mismo, y


me sentía incentivado a emprenderlo al esperar hacer un libro
verdaderamente útil para los hombres, e incluso uno de los más útiles
que cupiera ofrecerles, si la ejecución respondía dignamente al plan que
me había trazado. La mayoría de los hombres, en el transcurso de su
vida, parecen transformarse en hombres diferentes. Se trataba de
indagar las causas de estas variaciones y atenerme a las que dependen
de nosotros para mostrar cómo ellas pueden verse dirigidas por nosotros
mismos. Pues al hombre honesto le resulta más penoso resistirse a los
deseos ya formados que prevenir, cambiar o modificar esos mismos
deseos en su fuente. ¡Cuántos vicios quedarían abortados si se supiera
forzar la economía animal a favorecer el orden moral que turba con tanta
frecuencia! Los climas, las estaciones, los sonidos, los colores, la
oscuridad, la luz, los elementos, los alimentos, el ruido, el silencio, el
movimiento, el reposo, todo actúa sobre nuestra máquina y sobre
nuestra alma por consiguiente; todo nos ofrece mil asideros bastante
seguros para gobernar en su origen los sentimientos por los que nos
dejamos dominar. Tal era la idea fundamental que ya había esbozado
sobre el papel y, como esperaba un efecto tanto más seguro para las
gentes bien nacidas que aman sinceramente la virtud y desconfían de su
flaqueza, me parecía gustoso hacer un libro tan fácil de leer como de
componer. Sin embargo, no trabajé demasiado en esa obra cuyo título
era La moral sensitiva, o el materialismo del sabio.»
Jean-Jacques Rousseau, Confesiones.

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Camino de Vincennes…

Llegados a este punto, conviene recordar aquí lo que


se conoce como «la iluminación de Vincennes»
(octubre de 1749) y que Rousseau describe en varias
ocasiones (entre 1762 y 1774), dotándola siempre de
una aureola casi mítica, como un episodio comparable
a la caída del caballo de Pablo de Tarso camino de
Damasco, aunque modifique cada vez los detalles de
su presentación. El músico vocacional se convirtió
por un azar y muy a su pesar en un influyente
politólogo, al ver galardonado su primer Discurso y
obtener un éxito sin precedentes, dado su carácter
polémico, que generó trescientas reseñas y escritos de Denis Diderot.
réplica. En realidad, si la Academia de Dijon es
recordada, se debe justamente a haber premiado a Rousseau, y no al contrario. La
cuestión es que su gran amigo Diderot había sido encarcelado en la prisión de
Vincennes, porque su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven suponía una
respuesta peligrosamente materialista para los dogmas de la moral revelada, y
Rousseau decidió ir a visitarlo, haciendo el camino a pie, toda vez que no podía
permitirse el lujo de ir de otra manera.

Su correspondencia con Malherbes supone una primera tentativa de trazar un


relato biográfico; en la segunda de tales cartas (1762), Rousseau aseguraba que había
pasado casi cuarenta años descontento consigo mismo y que de repente una feliz
casualidad lo iluminó sobre lo que debía hacer. De inmediato pasa a describir ese
momento, acontecido camino de Vincennes, como si se tratara de una epopeya, con
tintes de relato homérico. «Me dirigía a ver a Diderot; llevaba en mi bolsillo un
ejemplar del Mercurio de Francia que me puse a hojear. Vi la cuestión planteada por
la Academia de Dijon que dio lugar a mi primer escrito. Si en alguna ocasión se ha
dado algo semejante a una inspiración súbita, esta fue la conmoción que produjo en
mí esa lectura: repentinamente sentí mi mente deslumbrada por un millar de luces; un
sinfín de ideas vivaces comparecieron a la vez con una fuerza y una confusión que
me precipitó en una inefable turbación; sentí como mi cabeza era presa de un
aturdimiento similar a la ebriedad. ¡Oh, Señor! Si hubiese podido escribir una cuarta
parte de lo que vi y sentí entonces, con cuánta claridad habría hecho ver todas las
contradicciones del sistema social. Todo cuanto pude retener del tropel de grandes
verdades que me iluminaron durante un cuarto de hora fue pálidamente esparcido en
mis tres escritos principales. El resto se ha perdido.» Según este relato, Rousseau no
meditaba, sino que se dejaba inspirar por sus ensoñaciones y transcribía lo que le

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dictaba su sentir o, como él afirma, «lo que siente su mente», colmada por un sinfín
de ideas vivaces. Pero también reconoce a renglón seguido que lo sentido en esa
inspiración de quince minutos le sirvió para escribir sus dos primeros Discursos y el
Emilio, que no es poco. Estas tres obras serían inseparables y formarían una unidad
en su conjunto. «Todo el resto se perdió y únicamente pude escribir durante ese
trance la prosopopeya de Fabricio.»

Ese mismo año (1762) referirá dicho acontecimiento a Cristophe de Beaumont,


arzobispo de París, pero con un tinte bastante más sombrío y exhibiendo la otra cara
del éxito: «Me acercaba a mi cuarentena y, en lugar de una fortuna que siempre había
menospreciado y de un nombre que se me ha hecho pagar tan caro, tenía sosiego y
amigos, los únicos dos bienes que codicia mi corazón. Una miserable cuestión de
academia, soliviantando mi ánimo a pesar mío, me lanzó a una carrera para la que no
estaba hecho; un éxito inesperado me mostró atractivos que me sedujeron. Me
convertí en autor a la edad que se suele dejar de serlo». El segundo de sus Diálogos
(1774) abunda en este mismo sentido, mediante referencias a sí mismo en tercera
persona y la adición de matices de cierto interés al enigma de la identidad humana.
Desde su juventud, Rousseau se había preguntado por qué los hombres no eran
capaces de vivir en sociedad con tranquilidad. «¿Por qué siempre, mientras acusan al
cielo de sus miserias, trabajan sin cesar por aumentarlas?» Admirando el progreso del
espíritu humano, se extrañaba de ver crecer en la misma proporción las calamidades
públicas. Vislumbraba una secreta oposición entre la constitución del hombre y la de
las sociedades, pero se trataba más de un sentimiento sordo, una noción confusa, que
de un juicio claro y desarrollado. Una desafortunada cuestión académica que leyó en
una memoria vino de repente a abrirle los ojos, a desenredar ese caos en su cabeza, a
mostrarle otro universo, una verdadera edad de oro, de sociedades de hombres
simples, prudentes y felices, y a convertir en esperanza todas sus visiones merced a la
destrucción de los prejuicios que le habían subyugado a él mismo, pero de los cuales
en ese momento creyó ver desprenderse los vicios y las miserias del género humano.
«Alentado por la idea de la futura felicidad del género humano y por el honor de
contribuir a ella, su corazón le dictaba un lenguaje digno de tan magna empresa.
Constreñido a ocuparse intensa y largamente del mismo tema, aprendió a meditar
profundamente y por un momento asombró a Europa con una producción en la que
las almas vulgares no vieron sino elocuencia e ingenio.» Más adelante, al igual que
luego hizo Schopenhauer, solo le interesó el juicio de la posteridad y no el de sus
coetáneos.

En el libro VIII de las Confesiones (1769) Rousseau aporta detalles adicionales


sobre este punto de inflexión en su vida y, por lo tanto, en la historia de nuestra
Modernidad. Al ser quien más se compadecía por el cautiverio de su amigo Diderot,
lo iba a visitar cada dos días. Como hacía calor, decidió llevar un libro para moderar

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su paso y, mientras caminaba leyendo el Mercurio de Francia, dio con el tema que
planteaba la Academia de Dijon para el año siguiente, a saber: «Si el progreso de las
ciencias y de las artes ha contribuido a corromper o a depurar las costumbres». Nada
más leerlo, enfatiza Rousseau, «vi un universo distinto y me volví otro hombre». Tras
hacer la parada que ya conocemos, «al llegar a Vincennes, me encontraba en una
agitación rayana al delirio.

Diderot se dio cuenta; le expliqué el motivo y le leí la prosopopeya de Fabricio


escrita a lápiz bajo una encina. Me animó a desarrollar mis ideas y a concurrir al
premio. Lo hice y desde ese instante estuve perdido. Todo el resto de mi vida y de
mis desdichas fue la secuela inevitable de ese instante de extravío. Mis sentimientos
se acomodaron con la rapidez más inconcebible al tono de mis ideas. Todas mis
pequeñas pasiones fueron ahogadas por el entusiasmo de la verdad, de la libertad y de
la virtud. Trabajé este discurso de una forma muy singular, y que casi siempre he
seguido en mis demás obras. Le consagraba los insomnios de mis noches. Meditaba
en la cama con los ojos cerrados, y daba vueltas y más vueltas a los períodos en mi
cabeza con esfuerzos increíbles; luego, cuando lograba quedar satisfecho con ellos,
los depositaba en mi memoria hasta que pudiese ponerlos sobre el papel, dictando
desde la cama. Cuando el discurso estuvo terminado, se lo enseñé a Diderot, que
quedó satisfecho y me indicó algunas correcciones».

¿Solo algunas correcciones? Se diría que Diderot hizo bastante más de lo que
Rousseau nos cuenta en sus Confesiones. Le aconsejó, por ejemplo, que comenzara
su trabajo con un elogio de la ignorancia entresacado de la Apología de Sócrates,
obra que, para amenizar su cautiverio, estaba traduciendo Diderot y cuya autoría, a
pesar de todo. Rousseau olvidó citar. El relato que hace Diderot acerca del mismo
encuentro resulta significativo para la historia de las ideas. «La Academia de Dijon
—leemos en su obra La Réfutation d’Helvétius (La refutación de Helvétius)—
propuso como tema del premio: “Si las ciencias eran más perjudiciales que útiles a la
sociedad”. Yo estaba entonces en el castillo de Vincennes. Rousseau vino a verme y,
ocasionalmente, a consultarme sobre la posición que adoptaría frente a esa cuestión.
“No hay que titubear —le dije—. Tomaréis el partido que nadie tomará.” “Lleváis
razón” —me respondió—; y trabajó en consecuencia.»

Por lo tanto, la gran paradoja que hizo célebre a Rousseau de un día para otro en
realidad había sido concebida por Diderot. Ciertamente. Rousseau se muestra
incómodo al evocar los hechos. Cuando le mostró el texto a Diderot —nos decía—,
este quedó satisfecho. «Sin embargo —añade Rousseau—, esta obra, llena de calidez
y fuerza, adolece por completo de lógica y orden; de cuantas han salido de mi pluma
es la más débil en lo tocante al razonamiento y la más pobre en materia de armonía.»
Esta última aserción parece más bien un ajuste de cuentas con su antiguo amigo. Se
podría decir que Rousseau no supo perdonar a Diderot que le hubiese inspirado su

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primer escrito, aquel que, por añadidura, le catapultó a la fama e inició su carrera
como ensayista. Diderot finaliza su propia crónica recurriendo a la ironía con un
toque de amargura: «Dejo ahí a Rousseau; retorno a Helvétius y le digo: “Ya no soy
yo quien está en Vincennes; es el ciudadano de Ginebra”. Llego; la pregunta que me
hizo, soy yo quien se la hago. Me responde como yo le respondí. ¿Y vos creéis que
yo habría pasado tres o cuatro meses en apuntalar con sofismas una mala paradoja?;
¿que habría dado a esos sofismas el colorido que él les dio y que a continuación
habría erigido un sistema filosófico a partir de lo que inicialmente solo era una
ocurrencia ingeniosa?». Esta célebre anécdota pone de manifiesto que Diderot no
tenía problemas para alumbrar pensamientos originales y que, tal como nos informan
quienes lo conocieron, lejos de tener que plagiar las ideas de otros, se mostraba bien
dispuesto a compartir las suyas por el simple placer de analizar un problema, sin
reivindicar paternidad alguna de tales ocurrencias, justamente porque, como ya
sabemos, su propósito era «cambiar la manera común de pensar» e incitar a hacerlo
por cuenta propia, como luego dirá Kant. En este objetivo radica la meta más original
y genuinamente revolucionaria de la Enciclopedia: transformar el modo de pensar y
hacerlo más autónomo, menos dependiente de los tutores y los estereotipos de toda
laya.

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Los héroes de la imaginación

«Con seis años Plutarco cayó en mis manos y a los ocho me lo sabía de
memoria; leí todas las novelas y me hicieron derramar torrentes de
lágrimas antes de alcanzar la edad en que el corazón toma gusto por
ellas. Así se fraguó dentro de mí ese gusto heroico y novelesco que no
ha hecho sino acrecentarse hasta el momento presente. Durante mi
juventud creía encontrar en el mundo a las mismas gentes que había
conocido en mis libros y me entregaba sin reservas a quien supiera
infundirme respeto mediante una jerga que siempre me ha embaucado.
Al volverme más experimentado he perdido paulatinamente la esperanza
de encontrarlo y por consiguiente el celo por buscarlo. Amargado por las
injusticias que había padecido y por aquellas de las que había sido
testigo, afligido con frecuencia por el desorden hacia el que me habían
arrastrado el ejemplo y la fuerza de las cosas, desprecié a mi siglo y a
mis contemporáneos, al sentir que en su seno jamás encontraría una
situación capaz de contentar a mi corazón, me fui desligando poco a
poco de la sociedad de los hombres y me forjé otra en mi imaginación, la
cual me parecía tanto más encantadora por cuanto podía cultivarla sin
esfuerzo y sin riesgo, encontrándola siempre segura y tal como me hacía
falta.»
Jean-Jacques Rousseau, segunda Carta a Malherbes.

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En torno al concepto de «voluntad general»

Desde luego, en la Enciclopedia hay textos muy destacables, como es el caso del
artículo de Rousseau «Economía (Moral y Política)», más conocido como el Discurso
sobre la economía política, donde Rousseau comienza a desarrollar su noción capital
de «voluntad general», en diálogo con Diderot acerca de su entrada «Derecho
natural», escrita a toda prisa y a última hora porque no lo entregó a tiempo quien
había recibido esa encomienda. La primera vez que Rousseau emplea la expresión
«voluntad general», tras haber descartado la de «voluntad colectiva», reconoce que la
entrada de Diderot en torno al derecho natural ha sido para él «la fuente de este gran
y luminoso principio», el cual se verá desarrollado en su propio artículo sobre la
economía política. Gracias a esta expresión tomada de Diderot, Rousseau definirá el
cuerpo político como «un ser moral que tiene una voluntad; y esta voluntad general
es la fuente de las leyes, al mismo tiempo que la regla de lo justo e injusto». De
alguna manera, toda la filosofía política rousseauniana será un despliegue del
concepto de «voluntad general».

Con su contribución de última hora en torno al derecho natural, Diderot quería


responder a Hobbes. Su definición de «malvado» le parece sublime, escribe Diderot
en el artículo «Hobbesianismo»: «El malvado de Hobbes es un niño robusto. En
efecto, la maldad es tanto mayor cuanto más débil es la razón y más fuertes las
pasiones. Imaginaos que un niño de seis semanas tuviese la imbecilidad propia del
juicio de su edad junto a las pasiones y la fuerza de un adulto de cuarenta años: sin
duda golpeará a su padre, violará a su madre y no habrá seguridad para quien se le
acerque. Luego, o la definición de Hobbes es falsa, o bien el hombre se vuelve bueno
a medida que se le instruye». Con este pasaje que tanto habrá de impresionar a
Sigmund Freud como atisbo de uno de los pilares de su teoría psicoanalítica, Diderot
asume como un hecho universal el deseo de satisfacer las pasiones a cualquier precio.
La voz de la naturaleza no habla con más claridad que cuando lo hace a nuestro favor.
Nuestra predilección por nosotros mismos no sería libre, porque no cabe confundir la
libertad con lo voluntario. «¿Quién, hallándose a punto de morir, no salvaría su vida
a costa de la mayor parte del género humano, si estuviera seguro de hacerlo secreta e
impunemente?», conjetura Diderot.

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Lec​ tu​ra en ca​sa de Di​de​rot. Gra​ba​-
do de Louis Mon​ziès.

Para responder a cuestiones como esta, Diderot decide retirarle al individuo el


derecho a decidir e invoca como instancia superior, a modo de tribunal supremo que
debe dirimir entre lo justo e injusto, al género humano, el cual sabría indicar a cada
particular lo que no contradice «el interés general y común». El individuo debe
dirigirse a la voluntad general. «La voluntad general —escribe Diderot en el artículo
“Derecho natural”— es en cada individuo un acto puro del entendimiento que razona
en el silencio de las pasiones sobre lo que el hombre puede exigir de su semejante, y
sobre lo que su semejante tiene derecho a exigirle a él.» Los derechos particulares
quedan así contrarrestados por una reciprocidad en los deberes que impone un límite
al propio deseo y descarta el razonamiento sofístico del malvado. «¿Dónde se halla
depositada esta voluntad general? —se pregunta igualmente Diderot—. ¿Dónde
puedo consultarla? En los principios del derecho escrito de todas las naciones
civilizadas —responde—; en las acciones sociales de todos los pueblos salvajes y
bárbaros; en las convenciones tácitas que tienen entre sí los enemigos del género
humano, e incluso en la indignación y el resentimiento, esas dos pasiones que la
naturaleza parece haber colocado hasta en los animales para suplir el defecto de las
leyes sociales y la venganza pública.» La indignación ante las injusticias supone para
Diderot un criterio moral de primer orden.

Al comienzo del Manuscrito de Ginebra, primera versión de El contrato social,


Rousseau alude al artículo de Diderot acerca del derecho natural. Numerosos pasajes
del escrito de Diderot son citados e incorporados con o sin comillas, fielmente o con
modificaciones, en el texto de Rousseau, quien libra una lucha contra Diderot, pero,
al fin y al cabo, con Diderot. Este habría ignorado, según Rousseau, el problema
fundamental: «No se trata de enseñarme lo que es la justicia, sino de mostrarme el
interés en ser justo». A la hora de consultar la voluntad general, ¿cómo estará uno

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seguro de no seguir la propia inclinación pensando que se obedece la ley, si la voz
interior no está formada sino por el hábito de juzgar y de sentir en el seno de la
sociedad y según las leyes? Así las cosas, habría que consultar, como sugería Diderot,
los principios del derecho escrito, las acciones de los pueblos e incluso las
convenciones tácitas de los enemigos del género humano. Llegado a este punto,
Rousseau supone lo contrario de lo que pretendía establecer Diderot: «Es del orden
social establecido entre nosotros de donde extraemos las ideas de cuanto nos
imaginamos y solo comenzamos a devenir hombres tras ser ciudadanos».

«El error de Hobbes —añade Rousseau— no es establecer el estado de guerra


entre hombres independientes ahora socializados, sino presumir este estado natural en
la especie, y haberle dado como causa los vicios de los que él es el efecto. Pero, aun
cuando los hombres se vuelvan desdichados y malvados al hacerse sociables,
esforcémonos por extraer del mal mismo el remedio que debe curarlo. Mediante
nuevas asociaciones, corrijamos, si es posible, el defecto de la asociación general.
Que nuestro interlocutor juzgue por sí mismo el éxito de una mejor constitución de
las cosas.» El juicio de su interlocutor es el que se lee en su artículo
«Hobbesianismo»: «La filosofía de Rousseau —escribe Diderot— es casi la inversa
de la de Hobbes. El uno cree bueno al hombre de la naturaleza y el otro lo cree malo.
Según Rousseau, el estado de naturaleza es un estado de paz; según Hobbes, es un
estado de guerra. Son las leyes y la formación de la sociedad lo que han vuelto al
hombre mejor, si se cree a Hobbes; y lo que lo han depravado, si se cree a Rousseau».
El uno nació en medio del tumulto y de las facciones; el otro vivía entre los sabios.
Otros tiempos, otras circunstancias, otra filosofía. Rousseau es elocuente y patético;
Hobbes, austero y vigoroso. Este último vio al trono socavado, a sus conciudadanos
armados los unos contra los otros y a su patria inundada de sangre por los furores del
fanatismo presbiteriano, lo que le llevó a sentir aversión hacia Dios, sus ministros y
los altares. El primero vio a hombres versados en todos los conocimientos
despedazarse y odiarse, librarse a sus pasiones, ambicionar la consideración, la
riqueza y las dignidades, y conducirse de una manera muy poco ajustada a las luces
que habían adquirido, por lo que acabó por despreciar a la ciencia y a los sabios.
Ambos fueron demasiado lejos. Entre el sistema de uno y de otro, cabe un tercero, a
saber: que aunque el estado de la especie humana esté sujeto a eternas vicisitudes, su
bondad y su maldad son las mismas; su dicha y su infortunio se hallan circunscritos
por límites infranqueables.

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Definiciones de la voluntad general

«La voluntad general es en cada individuo un acto puro del


entendimiento que razona en el silencio de las pasiones sobre lo que el
hombre puede exigir de su semejante, y lo que su semejante tiene
derecho a exigir de él.»
Jean-Jacques Rousseau, Manuscrito de Ginebra.

«La voluntad general es siempre recta y siempre tiende a la utilidad


pública; pero no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan
siempre la misma rectitud. Con frecuencia hay mucha diferencia entre la
voluntad de todos y la voluntad general; esta solo mira al interés común,
la otra mira al interés privado, y no es más que una suma de voluntades
particulares; pero quitad de estas mismas voluntades los más y los
menos que se destruyen entre sí, y queda por suma de las diferencias la
voluntad general.»
Jean-Jacques Rousseau, El contrato social.

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Desigualdad, educación y política

«La voz del pueblo es la voz de Dios»

El título del presente libro, Y la política hizo al hombre (tal como es), remeda el de la
famosa película erótica rodada por Roger Vadim en 1956, Y Dios creó a la mujer, con
una despampanante Brigitte Bardot que a la sazón era la esposa del cineasta.
Rousseau nos viene a decir que la política es cosa de todos y que casi todo viene a
depender directa o indirectamente del buen gobierno. Esto lo suscribirá sin paliativos
nada menos que Immanuel Kant, el máximo representante de la Ilustración europea,
quien en una obra titulada El conflicto de las Facultades, fechada en 1798, nos dice
lo siguiente: «Nuestros políticos aseguran que se ha de tomar a los hombres tal como
son y no como los soñadores bienintencionados imaginan que deben ser, pero ese
como son viene a significar en realidad lo que un determinado tipo de política ha
hecho de ellos».

Jean-Jacques Rousseau también dice con toda contundencia que ninguna voz
«divina», como, verbigracia, la del Fondo Monetario Internacional, la de los datos
macroeconómicos o cualquier otra instancia intangible, puede doblegar la voluntad
popular, por la sencilla razón de que «la voz del pueblo es la voz de Dios», tal como
dice literalmente en su artículo sobre economía política publicado en la Enciclopedia
de Diderot. Aunque, por otro lado, también diga en El contrato social que la
democracia es un sistema demasiado excelso para los hombres: «Si hubiera un pueblo
de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a
los hombres». Ahora bien, ese pesimismo antropológico no le hacía aceptar sin más
esa divisa que nos es tan familiar por haber calado tanto entre los más jóvenes,
debido a la falta de horizontes y expectativas que se les brindan. Resulta preocupante
que la juventud no deje de decir a cada paso y para lo que sea: «Esto es lo que
hay…», haciendo gala de un conformismo impropio de su edad. Bien al contrario,
Rousseau creía que uno podía contribuir a cambiar las cosas y por eso enfatizó en
gran medida algo tan elemental como la empatía, un factor básico para la
supervivencia de la especie y la cohesión social, magnífico antídoto contra ese
individualismo competitivo que se ha impuesto en aras de unos intereses ideológicos
muy determinados.

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Uno de los muchos clichés o estereotipos que circulan sobre Rousseau le hace
pasar por un precursor del comunismo, al querer abolir la propiedad, en la estela de
Platón o Tomás Moro, cuando en realidad Rousseau lo único que quería era reducir
su exceso, es decir, impedir la acumulación de propiedades que propicia los
monopolios y los abusos por acapararlo todo: «Mi idea —escribe Rousseau— no es
destruir la propiedad particular, porque eso es imposible, sino encerrarla en las más
estrechas lindes que sea posible». Para erradicar la opulencia y la indigencia,
simultáneamente, recomendaba gravar todo cuanto fuese lujoso y limitar la industria,
a la vez que se potenciaba la agricultura. Eso es lo que recomienda a los corsos
cuando redacta un Proyecto de constitución para Córcega, en el que advierte que
tales medidas les harán más ricos que el propio dinero, por ser el dinero algo que solo
incentiva el comercio internacional y el crecimiento artificial. En efecto, lo más
deseable sería tender a la autarquía de que goza el señor de Wolmar en la nueva
Eloísa y primar en todo caso el comercio local. Esto que a primera vista podría
parecer harto ingenuo hoy en día, cuando la especulación financiera asfixia la
economía de mercado y la deslocalización de las empresas propicia severas
desigualdades sociales, cobra una rabiosa actualidad si se presta atención a lo que
pasa, por ejemplo, en el nordeste de Estados Unidos, donde el pequeño estado de
Vermont reclama una «secesión sostenible», cuyas claves para la independencia son
la autosuficiencia alimentaria y energética y el establecimiento de una banca pública.
Ahí está igualmente el programa Chiemgauer que intenta promover una divisa para
fomentar el comercio local en una pequeña población de la región alemana de
Baviera. O el denominado «consumo colaborativo» (sharing economy) que propone
utilizar las nuevas tecnologías para facilitar el acceso a bienes y servicios sin requerir
la propiedad de los mismos, algo que por otra parte se practica eficazmente en el
antiguo Berlín Este desde la caída del Muro y sin necesidad de recurrir a la
tecnología. Algunas de estas ingeniosas iniciativas ciudadanas que intentan combatir
las graves injusticias que genera el fenómeno de la globalización recuerdan
fácilmente al pensamiento rousseauniano de forma no deliberada.

Rousseau se mostró firme partidario de fomentar una gran clase media, como
forma de combatir la pobreza y las riquezas extremas, aduciendo que ninguna ley
será capaz de coaccionar al rico si este logra imponer su poderío económico por
encima de la coacción legal ni tampoco sabrá constreñir a un indigente que no tiene
nada que perder. «Las leyes —leemos en su Discurso sobre la economía política—
son igual de impotentes contra los tesoros del rico y contra la miseria del pobre; el
primero las elude, el segundo las obvia, uno rompe la tela, el otro pasa a través de
ella.» Entre otras cosas, Rousseau propone gravar las grandes fortunas para equilibrar
las desigualdades abismales y auspiciar una saludable cohesión social, una medida
que hasta hace poco formaba parte del programa socialdemócrata.

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Al analizar este tipo de propuestas, Yves Vargas, en su Jean-Jacques Rousseau. El
aborto del capitalismo, ha señalado muy recientemente que, si bien Marx quiso ser el
enterrador del capitalismo, Rousseau habría soñado más bien con abortarlo en su
génesis. Con frecuencia tendemos a olvidar los factores económicos que precedieron
al símbolo por antonomasia de la Revolución francesa: la toma de la Bastilla. En esa
jornada del 14 de julio cristalizó un descontento que tenía escasa motivación política.
El 28 de abril de 1789 estalló en París un motín contra un fabricante de papeles
pintados, un tal Réveillon, por haber afirmado que un obrero podía vivir muy bien
con quince céntimos al día. Su casa fue saqueada y hubo un violento enfrentamiento
con la policía. Como dice Albert Seboul, en su Compendio de la historia de la
Revolución francesa, «los motivos económicos y sociales de esta primera jornada
revolucionaria son evidentes; no era un motín político. Las masas populares no tenían
puntos de vista precisos sobre los acontecimientos políticos. Fueron más bien móviles
de tipo económico y social los que les pusieron en acción. Para resolver el problema
de la penuria, el pueblo estima que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y
aplicarla con rigor».

La presentación que hace Seboul de la Revolución francesa suena realmente


actual. Al hablar de la crisis de la sociedad padecida por el Antiguo Régimen,
comenta que, a fin de cuentas, «los privilegiados no intentaban sino aumentar sus
rentas, sin preocuparse de resolver el problema, y las doctrinas de los economistas les
proporcionaban con frecuencia argumentos necesarios para ocultar, bajo la apariencia
del bienestar público, sus turbios manejos». Se podría decir que no solo se refiere a
los prolegómenos de la Revolución francesa, sino también a la situación vivida por
algunos países europeos mediterráneos como Grecia, Portugal, España, Italia o la
propia Francia. «La estrechez financiera —nos dice Seboul— fue una de las causas
más importantes de la Revolución; los vicios del sistema fiscal, la mala percepción y
la desigualdad del impuesto fueron los máximos responsables de la penuria
imperante. La deuda pública aumentó en proporciones catastróficas y se recurrió al
empréstito, ante la imposibilidad de cubrir el déficit aumentando los impuestos.»

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En defensa del interés general

«Si los políticos estuvieran menos cegados por su ambición, verían cuán
imposible resulta que cualquier establecimiento pueda marchar según el
espíritu de su institución, si no está dirigida por el deber; sentirían que el
mayor resorte de la autoridad pública está en el corazón de los
ciudadanos, y que nada puede suplir a las costumbres para el
mantenimiento del gobierno. No solo no hay gentes de bien que sepan
administrar las leyes, sino que en el fondo solo hay gentes honestas que
sepan obedecerlas. Quien acaba por desafiar a los remordimientos, no
tardará en desafiar a los suplicios, y por muchas precauciones que se
tomen, a quienes únicamente aguardan la impunidad para obrar mal no
les faltarán medios para eludir la ley o eludir el castigo. Entonces, como
todos los intereses particulares se reúnen contra el interés general que
ya no es el de nadie, los vicios públicos tienen más fuerza para debilitar
las leyes que las leyes para reprimir los vicios; y la corrupción del pueblo
y de los jefes se extiende a la postre hasta el gobierno, por sabio que
pueda ser. El peor de los abusos es obedecer tan solo aparentemente
las leyes para socavarlas de hecho con más eficacia Pronto las mejores
leyes devienen las más funestas: sería cien veces mejor que no
existieran.»
Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre la economía política.

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Indignación frente a las desigualdades

Para Rousseau, el estado de naturaleza es tan solo una mera hipótesis o experimento
mental que le permite llevar a cabo y armar la estructura de su reflexión. A su juicio,
al examinar los fundamentos de la sociedad, todos los filósofos habrían sentido la
necesidad de remontarse hasta el estado de naturaleza, pero lo habrían hecho
transfiriendo al estado de naturaleza ideas propias de la sociedad, atribuyendo al
hombre salvaje los rasgos propios del hombre civilizado, a saber, necesidad, avidez,
opresión, deseos y orgullos, tal como señala en su Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres. El reto consistiría en ver al hombre
exactamente como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios
producidos en su constitución original. De nuevo, Rousseau lo dice a su manera:
«Semejante a la estatua de Glauco que el tiempo, la mar y las tormentas habían
desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que a una estatua feroz, el
alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente
renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, y por
el choque continuo de las pasiones, ha cambiado de apariencia hasta ser casi
irreconocible».

A Rousseau no le parece nada liviana la empresa de discernir lo que hay de


originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre. Así las cosas, decide
dejar a un lado todos los libros científicos, que solo enseñan a ver a los hombres tal
como ellos se han hecho, para conjeturar las primeras y más simples operaciones del
alma humana, a saber, el principio de la propia conservación y el principio de la
piedad o compasión, es decir, la repugnancia natural que nos inspira ver sufrir a
cualquier ser sensible y particularmente a nuestros semejantes. De la combinación de
ambos principios podrían derivar todas las reglas del derecho natural, reglas que
luego la razón habrá de restablecer sobre otros fundamentos cuando termine por
ahogar a la naturaleza. Un gran estudioso de Rousseau, como es Jean Starobinski, ha
hablado de la búsqueda constante de un «remedio en el propio mal» —el mal de la
civilización, de la desigualdad y de la cultura— como principal guía para explorar el
pensamiento de Rousseau, autor para quien el derecho fundamental residiría en no
verse maltratado en vano.

Lejos de ser un canto a la nostalgia que iría en detrimento del hombre civilizado
para ensalzar al buen salvaje, como pretendió sarcásticamente Voltaire, el «estado de
naturaleza» es una mera hipótesis metodológica que quiere conocer «un estado que
ya no existe, que acaso no haya existido jamás, que probablemente nunca existirá y
del que, pese a todo, hace falta tener nociones justas para juzgar nuestro estado
presente». Rousseau explícita que no aboga por destruir las sociedades, abolir la

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propiedad y retornar a la vida en el bosque junto a los osos, como ironizan sus
adversarios. Como explicaba Kant al final de sus clases recogidas en Antropología,
sus tres escritos acerca del daño que causaron la salida de la naturaleza y el ingreso
de nuestra especie en la cultura, la civilización y una presunta moralización, y que
representaron el estado de naturaleza como un estado de inocencia, solo tenían el
propósito de servir de hilo conductor para salir de los males en los que se envolvió,
por su propia culpa, nuestra especie. Con su Discurso sobre las ciencias y las artes, el
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y
Julia, o la nueva Eloísa, Rousseau no quería «que el hombre retornase al estado de
naturaleza, sino que volviese la vista hacia él desde el estadio en que ahora se
encuentra», según sentencia Kant de forma certera en su ya citada Antropología en
sentido pragmático.

Aun cuando el hombre sea bueno por naturaleza, «nuestras diversas situaciones
determinan y cambian a pesar nuestro los afectos de nuestros corazones; seremos
malos y viciosos en tanto que tengamos interés en serlo. El esfuerzo de corregir el
desorden de nuestros deseos casi siempre resulta vano y muy raramente es verdadero;
lo que hay que cambiar no es tanto nuestros deseos como las situaciones que los
producen», leemos en La nueva Eloísa. Por lo tanto, convendría «evitar las
situaciones que ponen nuestros deberes en oposición con nuestros intereses, y que
nos muestran nuestro bien en el mal de otro». El hombre civilizado estaría en
contradicción consigo mismo. La voz de su conciencia se ve acallada por el alboroto
de las pasiones y los prejuicios. «Sus sentimientos naturales hablan a favor del bien
común», pero su razón, desarrollada en y por la sociedad, refiere todo al interés
particular.

Rousseau constata, también en el Emilio, que «aquel que, en el orden civil, quiere
conservar la primacía de los sentimientos, no sabe lo que quiere. Siempre en
contradicción consigo mismo, siempre oscilando entre sus inclinaciones y sus
deberes, nunca será ni hombre ni ciudadano; no será bueno ni para él ni para los
otros». La hipótesis metodológica del estado de naturaleza nos permite imaginar otra
situación distinta, donde prima el amor de si y todavía no ha entrado en escena el
amor propio. Este último es un sentimiento relativo y artificial nacido en el seno de la
sociedad que, paradójicamente, nos aleja de los demás y nos encierra dentro de
nosotros mismos. «El amor propio, al comparar, nunca está contento ni sabría estarlo,
porque este sentimiento, que nos hace preferirnos a los demás, exige también que los
otros nos prefieran a ellos, lo que resulta imposible.»

A juicio de Rousseau, en el estado de naturaleza «los altercados eran tan raros y


las ayudas mutuas tan frecuentes que de ese comercio libre debió desprenderse más
benevolencia que odio, disposición que junto al sentimiento de conmiseración y
piedad que la naturaleza ha grabado en todos los corazones debió hacer vivir a los

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hombres bastante apaciblemente», leemos en uno de sus Fragmentos políticos. Pero
todo cambia con el advenimiento de la sociedad civil, que surge al instaurarse la
propiedad privada. «El primero que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir
“esto es mío” y encontró gente lo bastante simple para creerle, fue el primer fundador
de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no
hubiese ahorrado al género humano quien arrancando las estacas hubiese gritado a
sus semejantes: “Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis
que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie”», según reza el pasaje tantas
veces citado del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres. De hecho, en el estado civil, a juicio del autor del Discurso sobre la
economía política, «el derecho de propiedad es el más sagrado de todos los derechos
de los ciudadanos, y más importante en ciertas consideraciones que la propia
libertad».

Al mismo tiempo, las comparaciones generan el amor propio y sus funestas


consecuencias, tal como se dictamina en los Fragmentos políticos. «Tan pronto como
un hombre se compara con los demás se convierte necesariamente en su enemigo,
porque entonces cada cual, queriendo en su corazón ser el más poderoso, el más feliz,
el más rico, no puede sino ver como un enemigo secreto a cualquiera que albergando
el mismo proyecto en sí mismo se convierta en un obstáculo para ejecutar ese
objetivo.» Todo ello produce unas necesidades impostadas y superfluas para cuya
provisional satisfacción requiere de los otros, «de quienes deviene esclavo en un
sentido, incluso convirtiéndose en amo y señor; si es rico, necesita de sus servicios; si
es pobre, necesita de su auxilio». Además, impulsados por el amor propio a poseer
siempre más, tan solo pueden conseguirlo a costa de los otros. «Las usurpaciones de
los ricos —leemos en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres—, los bandidajes de los pobres, las pasiones
desenfrenadas de todos asfixian la piedad natural y vuelven a los hombres avaros,
ambiciosos y pérfidos.»

Los ricos llevan la impostura hasta su paroxismo, al encubrir las ventajas que les
reporta el derecho de propiedad y revestirlas con el manto de una convención
ventajosa para todos, «trocando la usurpación en un genuino derecho y el disfrute, en
propiedad», según argumenta en El contrato social. Logran «utilizar a su favor las
mismas fuerzas de quienes los atacan, consiguen convertir en defensores suyos a sus
adversarios, inspirándoles otras máximas y dotándole de otras instituciones que les
sean tan propicias como contrario era el derecho natural», anunciaba ya el Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. ¿Quién sería
capaz de no suscribir este programa: «Unámonos para preservar la opresión sobre los
débiles y contener a los ambiciosos»? Así se inventa el Estado. El objetivo de tal
asociación sería «asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece, reparar en

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alguna medida los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al
débil a mutuos deberes».

El pacto social entre ricos y pobres queda sellado de una manera que resulta de
una pasmosa actualidad cuando la crisis económica socava los pilares del Estado de
bienestar europeo y se rinde a la lógica implacable de unos beneficios tan
desmesurados como injustificables: «Vosotros —escribe Rousseau— necesitáis de mí
porque yo soy rico y vosotros pobres: permitiré que tengáis el honor de servirme, a
condición de que me deis lo poco que os queda, a causa del trabajo que me tomaré
por mandaros», leemos en su Discurso sobre la economía política. Así las cosas, solo
importa el dinero y este se reproduce a sí mismo según el conocido «efecto Mateo»: a
quien más tiene más se le dará. Rousseau afirma que el dinero es la semilla del
dinero, y la primera moneda a veces resulta más difícil de ganar que el segundo
millón. Habitualmente, señala Rousseau, «la riqueza de una nación propicia la
opulencia de algunos particulares en perjuicio del público y los tesoros de los
millonarios aumentan la miseria de los ciudadanos», sentencia en sus Fragmentos
políticos. Si damos un paso más en su inmisericorde y, por desgracia, tremendamente
actual análisis político-sociológico, Rousseau mantiene que los ricos y poderosos
«solo estiman las cosas de que disfrutan mientras los demás se vean privados de ellas
y, sin cambiar su estatus, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable»,
escribe en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres.

La famosa nota 9 del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la


desigualdad entre los hombres, añadida con posterioridad, se muestra, si cabe, aún
más implacable. En ella se afirma lo siguiente: «Que admiren cuanto quieran la
sociedad humana, no por ello será menos cierto que conduce a los hombres a odiarse
mutuamente en la medida en que colisionan sus intereses, a prestarse recíprocamente
servicios aparentes y a infligirse todo tipo de males imaginables. ¿Qué puede
pensarse de un trato donde la razón de cada particular le dicta máximas directamente
contrarias a las que la razón pública predica al cuerpo social y donde cada cual saca
beneficio del mal ajeno? Quizá no haya un solo hombre acomodado a quien ávidos
herederos e incluso sus propios hijos no deseen en secreto la muerte, ni un barco en el
mar cuyo naufragio no supusiera una buena noticia para algún comerciante, ni un
pueblo que no se regocije con los desastres de sus vecinos. Así es como hallamos
nuestro provecho en el perjuicio de nuestros congéneres y como la pérdida de uno
significa casi siempre la prosperidad del otro. En cambio, el hombre salvaje, cuando
ha cenado, está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus semejantes.
Comparad sin prejuicios el estado del hombre civilizado con el del hombre salvaje e
indagad, si podéis, cuánto ha contribuido el primero a abrir nuevas puertas al dolor y
a la muerte merced a sus necesidades y miserias, al margen de su maldad».

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Ante semejante panorama. Rousseau pretende sondear cuál podría ser la
verdadera esencia del hombre, para tenerla en cuenta y pergeñar instituciones
políticas acordes. Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la
sociedad —aduce— han experimentado la necesidad de remontarse hasta el estado de
naturaleza, pero ninguno lo ha alcanzado. Rousseau se propone rastrear «las rutas
olvidadas y perdidas que a partir del estado de naturaleza han debido llevar al hombre
hacia el estado civil», a fin de identificar las pasiones artificiales que no tienen un
fundamento real en la naturaleza y discriminar así la genuina esencia virtual que se
actualiza cuando queda determinada por una u otra situación. Para llevar esto a cabo
no ve otra vía que la introspección y no conviene olvidar que las vivencias de
Rousseau, como en el caso de la desigualdad social, afloran por doquier en sus
escritos.

Veamos otra muestra. En el octavo paseo de Las ensoñaciones leemos lo


siguiente: «Jamás tuve mucha propensión al amor propio, pero esta pasión artificiosa
se había exaltado en mí en el mundo, sobre todo cuando fui autor; al volverse de
nuevo amor de sí volvió a entrar en el orden de la naturaleza y me libró del yugo de la
opinión». Reparemos ahora en este pasaje del Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres: «El hombre sociable, siempre
fuera de él, no sabe vivir sino en el parecer de los otros y, por decirlo así, es de ese
juicio del que extrae el sentimiento de su propia existencia; siempre preguntamos a
los otros lo que somos y nunca osamos a interrogarnos a nosotros mismos». Según el
dictamen de Rousseau, los gobiernos humanos necesitan una base más sólida que la
sola razón. Hay una clase de leyes «que no se graban sobre el mármol, sino en el
corazón de los ciudadanos» (El contrato social) y, mientras otras leyes envejecen o
caducan, estas mantienen la verdadera constitución del Estado. Estamos ante la
dimensión radical y cohesionada de las comunidades humanas que ejercen las
costumbres. No en vano, Kant decidió componer una Metafísica de las costumbres al
abordar cuestiones jurídico-políticas.

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Cuadro moral de la vida en sociedad

«Cuando el hombre está en sociedad, se trata en primer lugar de proveer


lo necesario, y luego lo superfluo; enseguida vienen los placeres, y
después las inmensas riquezas, y después los esclavos; no hay un
momento de reposo; y lo más singular es que cuanto menos naturales
son las necesidades, más aumentan las pasiones y, lo que es peor, el
poder de satisfacerlas; de suerte que tras largas prosperidades, tras
haber engullido muchos tesoros y destruido muchos hombres, mi héroe
terminará por degollar a todos hasta ser el único amo del universo. Tal
es, en resumen, el cuadro moral, sino de la vida humana, al menos de
las pasiones secretas de todo hombre civilizado.»
Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres.

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El contrato social y el Emilio: dos obras condenadas a la
hoguera

En Berlín, frente a la Universidad Humboldt, hay un ingenioso monumento que


conmemora la infame quema de libros que los nazis llevaron a cabo en 1933. Es un
cuarto subterráneo lleno de estanterías vacías visible a través de un cristal colocado
en el suelo. Una placa rememora las palabras de Heinrich Heine, quien dejó escrito
en 1817 que allí donde se queman libros fácilmente se acaba quemando luego a las
personas. Las dos obras más conocidas de Rousseau, El contrato social y el Emilio
no solo fueron publicadas el mismo año (1762), sino que fueron condenadas a la
hoguera al mismo tiempo y por partida doble: en Francia, la Facultad de Teología
censuró el segundo y el Parlamento de París haría lo propio con el primero, mientras
que el Pequeño Consejo de Ginebra condenó los dos escritos. Ambos fueron
quemados en la capital francesa, para gran consternación de su autor. ¿Qué tenían de
subversivas esas dos publicaciones de Rousseau? La voluntad de socavar los pilares
de la fe y del poder. En el Emilio se resumen las tesis de El contrato social, mediante
la afirmación de ideas tales como que «el derecho político está aún por nacer y es de
presumir que no nacerá nunca», mientras que en El contrato social se habla de una
«religión civil» y de una profesión de fe tan molesta para los católicos como para los
protestantes, debido a su naturalismo y al hecho de fiarlo todo al juicio del fuero
interno.

La bi​blio​te​ca va​cía, del es​cul​tor is​-


rae​lí Mi​cha Ull​man, si​tua​da en la
Be​bel​platz de Ber​lín.

De la misma forma que Lutero revolucionó el ámbito religioso con su traducción


de la Biblia y su aducción de que cada creyente debía enfrentarse directamente con la

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palabra de Dios contenida en los textos sagrados, en El contrato social Rousseau
viene a decir que no hace falta ser príncipe o legislador para interesarse por la vida
pública, es decir, por la política, y llega a mantener —en el capítulo dedicado a la
Monarquía— que Maquiavelo, al intentar dar lecciones a los reyes, las dio a los
pueblos; razón por la que El príncipe resulta un libro del que pueden aprender mucho
los republicanos. El proyecto se expresa muy claramente en las primeras líneas de la
obra, que se leyó poco en su momento, hasta que los revolucionarios franceses le
rindieron culto: «Me propongo indagar si en el orden civil puede haber alguna regla
de administración segura y legítima, tomando a los hombres tal como son, y las leyes
tal como pueden ser».

Consciente de que no es una tarea fácil, en el capítulo dedicado al Legislador,


Rousseau argumenta que «para descubrir las mejores reglas de sociedad que
convienen a los hombres, haría falta una inteligencia superior que viese todas las
pasiones de los hombres y no sintiese ninguna, que no tuviera ninguna relación con
nuestra naturaleza y que la conociese a fondo, que su felicidad fuera independiente de
nosotros y que, sin embargo, tuviera a bien ocuparse de la nuestra; en definitiva,
harían falta dioses para dar leyes a los hombres». Ya en su Discurso sobre la
economía política había descrito así la ley: «Solo a la ley deben los hombres la
justicia y la libertad. A ese saludable órgano de la voluntad de todos, que restablece
dentro del derecho la igualdad natural entre los hombres. A esa voz celestial que dicta
a cada ciudadano los preceptos de la razón pública y que le enseña a obrar según las
máximas de su propio juicio, así como a no caer en contradicción consigo mismo».
La expresión «voluntad de todos» se verá matizada en El contrato social, donde
señala que «con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la
voluntad general», ya que mientras la última solo mira al interés común, la primera
no es más que una suma de voluntades particulares; solo sí se detraen de estas
voluntades los más y los menos que se destruyen entre sí, queda por suma de las
diferencias la voluntad general. Y, según el pacto fundamental, «solo la voluntad
general obliga a los particulares», de tal modo que nunca se pueda asegurar que una
voluntad particular sea conforme con la voluntad general «hasta después de haberla
sometido a los sufragios libres del pueblo», algo que Rousseau no se cansa de repetir.

La soberanía, como principio de legitimidad del poder, recae tan solo en el pueblo
y el pueblo, una vez constituido, escoge la forma de su gobierno, siendo así que,
como ya sabemos, la democracia sería más bien un sistema propio de dioses, ya que
un gobierno tan perfecto difícilmente casa con los hombres. La democracia será
conservada como forma de soberanía, sin dejar de resultar rentable funcionalmente a
una «aristocracia» o élite de sabios y magistrados virtuosos. Los miembros del cuerpo
social «adoptan colectivamente el nombre de pueblo, llamándose en particular
ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana y súbditos en cuanto sometidos

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a las leyes del Estado». Cualquier gobierno legítimo ha de ser republicano, como
luego dirá Kant en la estela de Rousseau. No en vano, Kant reconoció, como vimos
anteriormente, que la lectura de Rousseau imprimió un giro a su pensamiento y que a
partir de entonces consagró su trabajo intelectual a abogar por los derechos de la
humanidad. El objetivo de Rousseau es cuadrar el círculo entre el interés personal y
el público, a saber, «encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y merced a la cual
cada uno al unirse a todos no obedezca sino a sí mismo, de suerte que queda tan libre
como antes». La voluntad general velará por la consecución del bien común,
poniendo en un segundo plano los intereses particulares.

«Se nos dice que un pueblo de auténticos cristianos sería la sociedad más perfecta
que puede imaginarse», señala Rousseau en el capítulo titulado «De la religión civil»;
sin embargo, «cada una de estas palabras excluye a la otra», dado que el cristianismo
«solo predica servidumbre y dependencia, siendo su espíritu demasiado favorable a la
tiranía para que esta no se aproveche siempre; los verdaderos cristianos están hechos
para ser esclavos», afirma en uno de los muchos pasajes provocadores que lograron
escandalizar a las autoridades civiles y eclesiásticas del momento, ya que suponía una
neta separación de la Iglesia y del Estado, al proponer el establecimiento de una
religión civil, una religión laica que restituiría, por ejemplo, la figura de un
matrimonio no eclesiástico, introducido por la Revolución francesa y mantenido por
la tradición republicana. Rousseau aboga con su religión civil por una secularización
de la sociedad que contenga los excesos del monopolio eclesiástico alentado por la
actitud intransigente de la Corona. «Me gustaría que en cada Estado hubiera un
código moral —había escrito en su Carta a Voltaire de 1756—, o una especie de
profesión de fe civil, que contuviera positivamente las máximas sociales que cada
cual estaría obligado a admitir, y negativamente las máximas fanáticas que estaría
obligado a rechazar, no como impías, sino como sediciosas. Así, toda religión que
fuera compatible con el código sería admisible, la que no lo fuera quedaría proscrita y
cada cual sería libre de no tener otra que el propio código.» La intolerancia sería el
enemigo a batir en primer lugar. ¿Cómo cabría ser tolerante con quien no ejerce la
tolerancia y quiere imponer a toda costa su propio criterio?

Desde luego, Rousseau experimentó esa intolerancia en carne propia cuando sus
dos obras mayores, El contrato social y el Emilio, fueron censuradas y condenadas a
la hoguera. Él se permitió bromear con que no le preocupaba ir a prisión, pero al ver
que no era la Bastilla su posible destino, sino que podía ser la muerte, optó por el
exilio. Primero se refugió en Neuchâtel, un principado que dependía de Federico II de
Prusia, ese rey filósofo con quien Voltaire había publicado, antes de acceder al trono,
el Antimaquiavelo y al que Rousseau dedicó este díptico: «Su gloria y su beneficio,
he ahí su Dios, su ley, Piensa como filósofo y se comporta como rey». Incapaz de

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asumir verse protegido por este monarca, Rousseau aceptará la invitación de David
Hume para viajar a Inglaterra durante un tiempo, lo que le llevó a enfrentarse con su
valedor, como también ocurriría con su gran amigo Diderot. La crónica de esa
estancia en tierras inglesas y de su creciente desencuentro con Hume está bien
narrada en El perro de Rousseau, de John Eidinow y David J. Edmonds. Pero
volvamos de nuevo a sus obras.

El Emilio pasa por ser un tratado sobre la educación, que Rousseau escribió, una
vez más, por motivos biográficos; en este caso, para aplacar la desazón por haber
abandonado a sus hijos en el hospicio, como prueba el hecho de que Emilio sea
huérfano y reciba solo la educación de su mentor. En una carta dirigida a la duquesa
de Luxemburgo en junio de 1761, Rousseau así lo reconoce: «Las ideas con que esa
falta colmaron mi espíritu han contribuido en una gran medida a hacerme meditar el
Tratado sobre educación», tras confesar que ni siquiera había anotado la fecha del
nacimiento de los niños y pedirle que intente encontrar a la primogénita, nacida en el
invierno de 1746 a 1747, ¡para que ayude a su madre en caso de que él muriese!
Porque solo en esa ocasión se tomó la molestia de incluir una señal en su ropaje. Así
pues, «Emilio es huérfano. No importa que tenga a su padre y a su madre. Encargado
de sus deberes, hago míos sus derechos. Debe honrar a sus padres, pero solo debe
obedecerme a mí. Es mi primera o más bien única condición».

Para Rousseau, educar a un niño viene a ser algo así como reescribir la historia de
la humanidad, estableciendo una simetría entre la ontogenia o destino del individuo y
la filogenia o decurso de la especie. Para ello retoma el tema de la bondad natural del
hombre abordado en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres. El Emilio será un tratado sobre esa bondad natural, donde se
mostrará «cómo el vicio y el error, ajenos a su constitución, se introducen desde fuera
y lo alteran sensiblemente», y se planteará en definitiva cómo restituir su humanidad
a la tan desfigurada estatua de Glauco, esa imagen que vimos anteriormente. Si
cerramos las puertas al vicio, el corazón humano será bueno por naturaleza. «Todo
está bien al salir de las manos del creador; todo degenera entre las manos del
hombre», afirma con una sentencia que Kant adoptará en su escrito Comienzo
conjetural de la historia humana. Rousseau se muestra partidario no de una
educación positiva, «que tiende a formar el espíritu antes de tiempo y a procurar al
niño el conocimiento de los deberes del hombre», sino de una educación negativa que
tiende a «perfeccionar los instrumentos de nuestros conocimientos antes de
procurarnos tales conocimientos», una educación que no proporciona virtudes, pero
previene los vicios, con la que no se aprende la verdad, pero preserva del error.

«Vivir es el oficio que se propone enseñar. Al salir de sus manos no será ni


magistrado, ni soldado, ni sacerdote; será todo cuanto un hombre debe ser.» Pretender

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educar a un niño desde la razón sería tanto como comenzar por el final. Recordemos
que Rousseau recuerda o recrea haber sentido antes de pensar. Su biografía siempre
anda detrás de sus discursos teóricos. «La única pasión natural del hombre es el amor
de sí mismo, o el amor propio en sentido lato. Este amor propio en sí o relativo a
nosotros es bueno y útil; solo se vuelve bueno o malo en la aplicación que se hace de
él en lo tocante a las relaciones con los demás.» Con esta tesis por delante, Emilio
solo tendrá un libro de cabecera en su pubertad: Robinson Crusoe, «el más logrado
manual de educación natural». «Este libro será el primero que leerá mi Emilio y el
único que compondrá durante largo tiempo su biblioteca, donde siempre tendrá un
lugar destacado.» En realidad, el progreso de la educación de Emilio reproduce el
progreso de la humanidad. A su juicio, la política y la educación están muy
estrechamente ligadas, como demostraría el hecho de que la República de Platón no
es tanto una obra política, sino el más hermoso tratado de educación que se haya
hecho jamás. El instructor jugaría el doble papel de educador y de legislador que
procura sus leyes a la ciudad.

Capítulo aparte merecería la aparición de Sofía, la mujer que Emilio desposará.


De hecho, Rousseau se propuso escribir una continuación de la obra que se hubiera
titulado Emilio y Sofía, o los solitarios, que hubiese adoptado el género epistolar de
la nueva Eloísa y de la que solo escribió las dos primeras cartas. En la primera,
Emilio escribe para su maestro, sin saber siquiera si todavía vive, y en ella Rousseau
traza, por enésima vez, un resumen de su propia biografía convenientemente
idealizada: «¡Ay! Si hubiera muerto siendo niño habría ya disfrutado de la vida y no
habría conocido sus infortunios. Me convertí en un joven y no dejaba de ser dichoso.
En la edad de las pasiones formé mi razón desde mis sentimientos. Aprendí a juzgar
rectamente acerca de las cosas que me rodeaban y del interés que debía tomar en
ellas: la autoridad, la opinión, no alteraban en modo alguno mis juicios. Para
descubrir las relaciones de las cosas entre ellas, estudiaba las relaciones de ellas
conmigo mismo. El que más se enfrenta con su suerte es el que resulta menos sabio y
siempre más desgraciado: aquello que puede cambiar de su situación le alivia menos
que la turbación interior que gana para que ello no le atormente».

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Ideas innatas de justicia y virtud

«Echad una ojeada sobre todas las naciones del mundo, recorred todas
las historias. Entre tantos cultos inhumanos y extravagantes, entre esa
prodigiosa diversidad de costumbres y caracteres, por todas partes
encontraréis las mismas ideas de justicia y honestidad, por todas partes
las mismas nociones de bien y de mal. Hay pues en el fondo de las
almas un principio innato de justicia y virtud por el cual, a pesar de
nuestras propias máximas, juzgamos nuestras acciones y las de los
demás como buenas o malas, y es a ese principio al que doy el nombre
de conciencia.»
Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o De la educación.

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Lecturas de Rousseau

Para finalizar, puede resultar útil consignar dos lecturas de Rousseau hechas en
momentos emblemáticos de la historia moderna, como son la Revolución francesa,
por un lado, y la lucha ideológica contra el nazismo acometida por Ernst Cassirer en
su lectura de la Ilustración, por el otro. Comencemos por esto último. En 1932, la
inefable situación política de Alemania lleva a Cassirer a reparar en un autor como
Rousseau, buscando en sus ideas una pedagogía política que le parece absolutamente
necesaria. Para Cassirer, como señala en El problema Jean-Jacques Rousseau, las
preguntas que el filósofo plantea y le hacen oponerse a su siglo no han quedado en
absoluto anticuadas ni tampoco se pueden despachar sin más. Cassirer juzga
imprescindible en pleno ascenso del nazismo recordar los planteamientos políticos de
Rousseau, como por ejemplo el de la libertad, que para este no sería sinónimo de
arbitrio, sino justamente la superación y el abandono de todo lo arbitrario. Significa la
vinculación a una ley estricta que el individuo erige por encima de sí mismo. No es el
alejamiento de esta ley sino la adhesión autónoma a la misma lo que constituye el
carácter auténtico de la libertad.

La lucha ideológica de Cassirer contra el nazismo

«La lectura que hizo Cassirer de la Ilustración puede verse como un


intento pedagógico. Presentar el cuadro de la Ilustración europea
cuando las ideas del nazismo campaban por sus respetos, reencontrar
en Rousseau el pensamiento que inspiró a Kant, Goethe y la idea
republicana, suponía, sin perspectiva de alcanzar éxito alguno, tanto
como poner del revés los mitos que por aquel entonces movilizaban a
las masas y que, en las universidades, encontraban filósofos e
historiadores bien dispuestos a propagarlas.»
Jean Starobinski, presentación a Ernst Cassirer, El problema Jean-
Jacques Rousseau.

Su exposición de Rousseau prosigue argumentando que la libertad no puede


alcanzarse sin una transformación radical del orden establecido. «La libertad es
negada cuando se exige la voluntad de uno solo —un Führer, un caudillo— o un
grupo dirigente. No puede haber excepciones en el seno del derecho y merced al
derecho; antes bien, cualquier excepción a la que se hallaran sometidos algunos
ciudadanos o ciertas clases significaría automáticamente el aniquilamiento de la idea

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misma de derecho, conllevaría la disolución del pacto social y el retorno al estado de
naturaleza.» En sus Confesiones, nos dice Cassirer, Rousseau constata haber
advertido que «todo en la existencia humana depende radicalmente de la política y de
que ningún pueblo será sino lo que haga de él la naturaleza de sus leyes y de sus
instituciones políticas. Mas no podemos permanecer meramente pasivos ante esa
naturaleza, ya que no la encontramos, sino que hemos de producirla, crearla a partir
de un acto libre». Esta reivindicación del pensamiento de Rousseau, que Cassirer hizo
contra la libre renuncia a la autonomía que se apoderó de buena parte de la sociedad
alemana durante la década de 1930, podría aplicarse igualmente a nuestros días, en
los que las democracias necesitan verse revitalizadas en su nervio interno, en el
fundamento de su cohesión interna.

Los asertos que Cassirer va desgranando en su lectura de Rousseau no tienen


desperdicio. «La hora de la salvación —escribe en el ensayo ya citado— llegará
cuando, en lugar de la actual sociedad coactiva, se instaure una comunidad ético-
política libre en la que, en vez de someterse al arbitrio ajeno, cada cual obedezca a
esa voluntad general que reconoce como suya propia. Ningún Dios puede
conducirnos a ella, siendo el hombre quien debe convertirse en su propio salvador e
incluso en su creador en un sentido ético». Cassirer quiere destacar el hecho de que,
gracias a Rousseau, la concepción del Estado de bienestar que monopoliza el poder se
ve confrontada con la de Estado de derecho. Lo que Rousseau exige de la comunidad
humana no es que aumente su felicidad, sino que le asegure su libertad y le devuelva
su destino. Por supuesto, prosigue Cassirer en su lectura, Rousseau distingue con la
mayor precisión entre la sociedad empírica y la sociedad ideal, entre lo que es bajo
las condiciones actuales y lo que puede y debe ser en el futuro. Por eso su plan
educativo intenta educar a los ciudadanos que están por venir, ya que la sociedad
presente no está madura para ese plan. «Rousseau —añade Cassirer— no dejó de
abordar problemas de significación universal, problemas que todavía hoy no han
perdido nada de su fuerza ni de su énfasis y que sobrevivirán largo tiempo a la forma
contingente, individual e histórica que Rousseau les dio.»

Detengámonos ahora un instante en el otro hito histórico que apuntábamos hace


un momento y en el que Rousseau ejerció un enorme influjo. La bibliografía sobre la
influencia de Rousseau en la Revolución francesa es voluminosa y comenzó muy
pronto. Louis-Sébastien Mercier publicó en 1791 un libro titulado De Jean-Jacques
Rousseau considéré comme l’un des premiers auteurs de la Révolution (De Jean-
Jacques Rousseau, considerado como uno de los primeros autores de la Revolución),
donde se dicen cosas como estas: «Rousseau veía, predicaba la igualdad política en
todos los órdenes de ciudadanos; quería que el hombre que vivía del trabajo de sus
manos fuese igual a otro hombre en todos los tiempos, indicando hasta qué punto el
trabajo y la independencia pueden elevar al individuo, mejorar a los hombres y

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disponerlos a la fraternidad universal». El contrato social se convirtió en la Biblia de
la Asamblea Nacional, al considerarlo «el templo más soberbio de la arquitectura
social, un código inmortal, guía de los legisladores, pirámide inquebrantable donde
están grabadas y se descifran hoy las verdades políticas fundamentales». Mercier
presenta el texto más célebre de Rousseau como clave de la Revolución. «El contrato
social: he ahí la fecunda mina de la que nuestros representantes han extraído los
materiales de la gran obra de la constitución que está ahora a su cargo. Las máximas
de Rousseau han formado la mayor parte de nuestras leyes, y nuestros representantes
han tenido la modestia y la lealtad de confesar que El contrato social fue entre sus
manos la palanca con la que han echado abajo ese enorme coloso del despotismo.»

Para otros, en cambio, ese libro resultaba menos comprensible que el Emilio, obra
que también fue muy apreciada por algunos de los revolucionarios, según certifica
Honoré Champion en su estudio Rousseau y la Revolución francesa. Comoquiera que
sea, Rousseau fue exhumado de su refugio en Ermenonville, donde había pedido
ubicar su tumba en medio de un islote, para ser trasladado con todos los honores al
Panteón de París, junto a los restos de Voltaire. Pero lo mejor será ceder la palabra a
uno de los principales protagonistas de la Revolución francesa y leer unas líneas del
Elogio de Rousseau ante la Convención que le hizo en 1794 Robespierre: «Atacó la
tiranía con franqueza, habló con entusiasmo de la divinidad; su elocuencia enérgica y
proba describió con ardor los encantos de la virtud. ¡Ah, si hubiera presenciado esta
revolución de la que fue precursor y que le ha llevado al Panteón, quién puede dudar
que su alma generosa hubiese abrazado con arrebato la causa de la justicia y de la
igualdad!».

De cualquier forma, lo cierto es que los intentos por casar política y moral han
resultado poco afortunados en la historia. Sin embargo, Rousseau daba por sentado,
igual que lo hará más tarde Kant, que la moral no puede conducirnos a una mejor
política, sino que esta es la llave o antesala de la moralidad. Parafraseando a
Rousseau, Kant nos dirá, en su irónico escrito titulado Hacia la paz perpetua, que el
problema del establecimiento de un Estado tiene solución incluso para un pueblo de
demonios, ya que basta con establecer normas que contengan mutuamente sus
antagónicas inclinaciones, a fin de que comporten públicamente la hipotética
inexistencia del antagonismo de la «insociable sociabilidad». La política es vista por
ambos como una condición de posibilidad para la vida moral, y no al contrario. De
hecho, para Rousseau el hombre no es moral dentro del estado de naturaleza, donde
solo imperarían las reglas insulares de un Robinson Crusoe, y solo devenimos seres
morales al hacernos ciudadanos.

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El es​tan​que, la is​la de los Cho​pos y
el cas​ti​llo de Er​me​non​ville. Jus​to
des​pués de su mue​rte, Jean-
Jacques Rou​sseau fue en​te​rra​do
en es​ta is​la.

El título del presente libro quiere aludir a esa doble dimensión que tendría la
política en el pensamiento de Rousseau. Por un lado, se refiere a ese hombre
civilizado que tiene todos los vicios inducidos por el amor propio y ese prurito que, al
hacerle compararse constantemente con los demás, le hace querer ser siempre
superior, así como pretender acaparar cuanto se le antoje; esto da pie a las mayores
injusticias y desigualdades de orden social, las cuales no comparecían en el estado de
naturaleza gracias a la preexistencia de una empatía luego perdida y que no se ve
invocada por la mala política. Sin embargo, por otra parte, también hace alusión a esa
política que podría dotarnos de moralidad gracias a la figura del contrato social y
merced a esa voluntad general que solo mirara por el bien común, al verse propiciada
por una educación pública centrada en la cohesión social. Desafortunadamente
resultan de plena vigencia sus planteamientos económicos. Con ellos pretende
erradicar simultáneamente los extremos de una pobreza y de una opulencia que
siempre se sabrían por encima de la ley, en aras de una clase media que propiciaría la
cohesión social, y hacer valer que cada cual pueda prosperar en virtud de sus méritos
y de su propio esfuerzo, sin verse lastrado ni apoyado por el linaje o las herencias. El
mensaje de Rousseau es muy claro. Los pueblos nunca podrán ser otra cosa que lo
posibilitado por sus gobiernos y por eso la política es cosa de todos. Como muy bien
subrayó Kant, allí donde no se producen a tiempo las reformas acaban sobreviniendo
revoluciones, tal como vino a demostrar la Revolución francesa. La noción de
contrato social y todo cuanto conlleva es de índole dinámica por naturaleza y no
puede ser estática, salvo que se esté dispuesto a pagar las consecuencias.

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Rousseau, profeta de la Revolución francesa

«Si la Razón era la diosa de los revolucionarios, Rousseau era el profeta


de la razón. Robespierre se lanzó a una deificación sistemática del
ginebrino: “¡Oh divino Rousseau —escribió—, tú me enseñaste a
conocerme. Quiero seguir tu venerado sendero. Seré feliz si, en el curso
peligroso que una revolución sin precedentes pone ahora ante nosotros,
me mantengo siempre fiel a la inspiración que he encontrado en tus
escritos!”. Y Robespierre se mantuvo fiel a su ídolo, hasta el punto de
llevar despiadadamente a la práctica la visión política de Rousseau,
considerándose a sí mismo la única encarnación legitima de la voluntad
general.»
Philipp Blom, Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración
europea.

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Su legado para la posteridad
A Jean-Jacques Rousseau se le puede presentar de
muchas maneras, pero acaso la mejor forma de hacerlo
sea explicitar su gusto por las paradojas, es decir, por
aquello que a primera vista parece contrariar lo más
evidente. Después de todo, se hizo célebre con su
primer Discurso por cultivar una de ellas, al defender
que las ciencias y las artes habrían pervertido nuestras
costumbres originarias, cuando lo conveniente hubiera
sido mantener la tesis opuesta y elogiarlas por su
aportación al desarrollo de la humanidad y sus
talentos. Poco importa que tomara o no ese paradójico
partido bajo la inspiración de su por aquel entonces
muy cercano amigo Denis Diderot, como ya se apuntó
con anterioridad. Y tampoco importa demasiado este
detalle, puesto que su propia vida y sus obras fueron
una continua concatenación de paradojas, una alegoría
cuya clave es la paradoja.

No cabe duda de que Rousseau es un ilustrado


atípico. Todos los pensadores ilustrados y
particularmente los franceses, conocidos por el
nombre de philosophes, eran sobremanera versátiles y
cultivaban muy diversos géneros. Voltaire, por
ejemplo, escribió libros de historia, biografías, cuentos
Es​ta​tua de Rou​sseau en la fa​-
cha​da del mu​seo del Lou​vre de y poemas, aparte de obras teatrales, diccionarios
Pa​rís. filosóficos, libelos y miles de cartas. Pero Rousseau no
solo es reconocido por sus ensayos de índole política
(El contrato social, o Principios del derecho político, cuya primera versión se conoce
como Manuscrito de Ginebra, los Discursos sobre las ciencias, la desigualdad o la
economía política), sino que también cobró cierta fama como novelista (Julia, o la
nueva Eloísa), pedagogo (Emilio, o De la educación), compositor musical (El adivino
de la aldea) y estudioso de la música (Diccionario de música), además de
apasionarse por la botánica (Cartas sobre la botánica) o incluso los experimentos de
alquimia (Instituciones químicas) y abrir el camino al relato autobiográfico moderno
(las Confesiones. Las ensoñaciones del paseante solitario y los Diálogos), por no

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mencionar otros trabajos que solo se han valorado recientemente, a raíz de la atención
que les han dedicado pensadores como Lévi-Strauss o como Derrida, como sería el
caso de su interesantísimo Ensayo sobre el origen de las lenguas. En su trayectoria
intelectual vienen a converger los dos hilos conductores que atraviesan nuestra
Modernidad. El culto a la razón, propio de su tiempo, no le hace olvidar el papel de
las emociones y de los sentimientos. Ese es el motivo por el que sus escritos pueden
servir de inspiración tanto al racionalismo voluntariamente desapasionado de
Immanuel Kant como a la sensibilidad exacerbada del romanticismo, según señala
Ernst Cassirer en Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en el Siglo de las
Luces.

El sanguinario Robespierre (que guillotinó a Luis XVI antes de subir él mismo al


cadalso) le idolatró como a un dios y muchos han visto en Rousseau al máximo
referente intelectual de la Revolución francesa, pero también se le ha tenido por un
antecesor de las teorías marxistas y tampoco faltan quienes le consideran precursor de
los más abominables totalitarismos. El contractualismo de Rawls, la teoría discursiva
de Habermas y estudiosos del ascendiente de las emociones en la esfera pública,
como Martha Nussbaum, se ven obligados a seguir dialogando con Rousseau, pese a
sus contradicciones, paradojas y aporías, es decir, pese a su apuesta por los
planteamientos que dejan un problema sin resolver pero que lo enfocan directamente
al enunciarlo. El máximo interés de Rousseau es haber sabido atisbar todas las
encrucijadas que caracterizan a la época moderna, en sus intentos por maridar la
razón con las emociones, y viceversa. ¿Qué aportan sus planteamientos a la
Ilustración y, por ende, a nuestros días? Una necesaria complejidad que rehuye
sistemáticamente cualquier simplificación. Nunca se dejó llevar por la opinión
dominante. Veamos un ejemplo.

El 1 de noviembre de 1755, los píos lisboetas se disponían a celebrar el día de


Todos los Santos acudiendo muy temprano a misa para luego visitar los cementerios,
sin saber que muchos de ellos morirían esa jornada como consecuencia de una de
estas tres causas: unos, por las casas e iglesias que se desplomaron sobre sus cabezas;
otros, ahogados por el tsunami que les sorprendió al intentar congregarse en la plaza
para evitar los derrumbamientos; y un último grupo, por los pavorosos fuegos que
habían originado los ricos cortinajes incendiados por un sinfín de cirios en las
iglesias. Mientras que quienes frecuentaban en esos momentos las casas de lenocinio
salvaban sus vidas a oscuras, por encontrarse en edificios bajos y muy juntos. La
moraleja que los creyentes a ultranza podían sacar de tales acontecimientos era muy
poco reconfortante, por decirlo de alguna manera. Este demoledor terremoto de
Lisboa hizo temblar también la fe y las justificaciones de una bondad divina que
consentía tales catástrofes pese a su presunta omnipotencia. Tal suceso motivaría el
Cándido de Voltaire, donde se critica satíricamente la teodicea o justificación racional

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de Dios propuesta por un Leibniz cuya filosofía nos situaba en el mejor de los
mundos posibles. La reacción de Rousseau en su réplica a Voltaire en relación con
esta tragedia fue defender una suerte de deísmo que, sin embargo, daba poco trabajo a
Dios, al tratarse tan solo de una idea reconfortante, como lo será luego para Kant.
¿Por qué culpar a la naturaleza o a la Providencia, cuando el verdadero responsable
de los devastadores efectos del terremoto habría sido una determinada política
urbanística? El caso es que Rousseau opta por salvar a la Providencia, nadando a
contracorriente de aquellos ateos radicales a quienes Philipp Blom denomina «gente
peligrosa» en el título de su libro (Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la
Ilustración europea). Y si opta por esta posición es para reivindicar aún con más
fuerza la responsabilidad que los individuos tienen sobre la gestación de su destino
civil.

Las contradicciones enhebran su biografía. Huérfano de madre al poco de nacer,


confió más tarde sus cinco presuntos hijos al hospicio. Le disgustaba enormemente
depender de sus amigos aristócratas, pero renunció a todo tipo de sinecuras; por
ejemplo, una del rey de Francia gracias a sus habilidades musicales y otra que David
Hume se ofreció a conseguirle por parte del rey de Inglaterra, que le hubieran evitado
esa dependencia. Quien rindió el mayor culto a la sociabilidad y a la amistad, se hizo
misántropo y solo se encontraba bien deambulando sin compañía por la naturaleza.
Aquel que coadyuvó decididamente a poner las bases de las teorías políticas
modernas acabó describiéndose a sí mismo como el paseante solitario. Quiso ser
músico e ideó una notación musical que consideraba revolucionaria y, sin embargo,
triunfó inicialmente como ensayista, con sus dos Discursos, el dedicado a las artes y
el que versa sobre la desigualdad.

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Re​tra​to de Jean-Jacques Rou​-
sseau, por Allan Ram​say, en 1766.
El fi​lóso​fo apa​re​ce ves​tido con un
atuen​do tí​pi​co ar​me​nio. El re​tra​to
tie​ne su ori​gen en el exi​lio que Rou​-
sseau pa​só en Lon​dres como in​vi​-
tado del pen​sa​dor es​co​cés Dav​id
Hu​me. La ves​ti​men​ta del fi​ló​so​fo

des​per​tó una gran cu​rio​si​dad a su
lle​ga​da a la ca​pi​tal lon​di​nen​se y da
buena mues​tra de la fas​ci​na​ción
que pro​vo​có. El re​tra​to fue un re​ga​-
lo de Ram​say a su ín​ti​mo ami​go y
com​pa​trio​ta Hu​me.

A decir verdad, las metamorfosis que sufrió durante su vida fueron tantas que
podrían representar varias reencarnaciones de una misma crisálida. En casi todas esas
transformaciones la historia del pensamiento registró lo que se conoce como «el
efecto mariposa». Tras cada nueva metamorfosis, Rousseau batía sus alas dialécticas
durante un corto lapso de tiempo y, haciendo bueno el proverbio chino que sirve de
base a la moderna teoría del caos —«el aleteo de las alas de una mariposa se puede
sentir al otro lado del mundo»—, la humanidad tomaba buena nota del evento y era a
su vez transformada de alguna manera por sus elocuentes escritos. Ahí están para
demostrarlo Julia, o La nueva Eloísa, Emilio, o De la educación y El contrato social
o Principios del derecho político.

Con toda seguridad nos encontramos ante uno de los pensadores más
caricaturizados. No faltan quienes le acusan de misoginia, mientras que otros
descalifican sus obras por no haber ejercido como padre; sin faltar a la verdad,
también se podrían recordar sus brotes de paranoia, como se hace en El perro de
Rousseau. Seguramente muchos asocian su nombre al mito del «buen salvaje», lo que
valida la sátira de Voltaire, que dijo sentir ganas de ponerse a gatear y caminar a
cuatro patas al leer su segundo Discurso. Con arreglo a esa caricatura, Rousseau
propugnaba retornar a la naturaleza y huir de la civilización. Es cierto que

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consideraba los bosques su mejor gabinete de trabajo y que pasear por ellos le
procuraba un enorme goce, mas no lo es que abominara de la civilización y la cultura,
puesto que solo en sociedad nos convertimos, a su juicio, en seres morales. Kant se lo
explicaba muy bien a sus alumnos de Antropología. Las tres paradojas u opiniones
refractarias a la obviedad que habría señalado Rousseau, según leemos en la
Antropología práctica de Kant, serían estas: «el perjuicio originado por la cultura o
las ciencias; el carácter lesivo de la civilización o la desigualdad de la constitución
civil, si bien no quepa concebir constitución alguna carente de desigualdad y que, por
tanto, no vaya de alguna manera en detrimento del hombre; el carácter nocivo de los
métodos artificiales tendentes a la moralización». Kant tampoco tiene nada contra las
paradojas. Más bien al contrario. Pues considera que una paradoja ingeniosa
estimulará nuestra meditación y nos alejará de los estereotipos. Hay algo en la
paradoja que está emparentado con la propia naturaleza humana y la contradicción
interna de sus facultades y capacidades. Ciertamente, resulta paradójico que solo en
la desigualdad propia del estado civil podamos lograr civilización y cultura, a pesar
de que dicha desigualdad resulte tan ingrata.

En la versión de su Antropología en sentido pragmático que Kant mismo revisó


leemos lo siguiente: «No es lícito tomar la malhumorada descripción que hace
Rousseau de la especie humana que osa salir del estado de naturaleza, como encomio
para invitarnos a entrar de nuevo en él y retornar a los bosques, por su verdadera
opinión». Los dos primeros Discursos y la nueva Eloísa presentarían,
respectivamente, los daños causados por el paso de la naturaleza hacia la cultura, la
desigualdad y la opresión recíproca que genera nuestra civilización, así como la
supuesta moralización generada por una educación antinatural y una deformación del
modo de pensar. Esas tres obras donde se presenta el estado de naturaleza cual
inocencia perdida estaban destinadas únicamente a servir de hilo conductor a El
contrato social, al Emilio y al Vicario saboyano, para salir del tortuoso laberinto de
males en que se adentró nuestra especie por su propia culpa.

Tal como dice Raymond Trousson en el espléndido libro Jean-Jacques Rousseau


publicado con ocasión del tricentenario de su nacimiento, «lo más extraordinario es
que el hombre que enseñó a Europa las delicias del sentimiento se revela al mismo
tiempo como uno de los más profundos pensadores de su siglo, cuyas ideas continúan
surtiendo efecto hoy en día». Realmente, si se quiere repensar la política y revisitar
los conceptos de ciudadanía o democracia, conviene acudir a los escritos de
Rousseau, un autor clave para comprender las encrucijadas de la época moderna, es
decir, de la nuestra. Las luces de la razón han demostrado ser insuficientes cuando se
obvia el papel jugado por el sentimiento y las emociones. Rousseau supo atender a
ambas vertientes de la naturaleza humana. Al Hall 9000 de 2001: Una odisea en el
espacio y a la Samantha que da nombre a un sistema operativo en la película Her les

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sobra «raciocinio» computacional, pero, igual que los replicantes de Blade runner,
carecen de la más elemental empatía, es decir, les falta justamente aquello que
constituye para Rousseau el pilar básico de nuestra urdimbre social. La política, como
nos dice Antonio Machado en su Juan de Mairena, no puede carecer de entrañas. No
puede reducirse a cálculos economicistas que difuminen las necesidades de los
ciudadanos. Tiene que verse presidida por la empatía, como muy bien señaló
Rousseau, y no es cosa de unos pocos, sino de todos. Hablando de política y
juventud, Juan de Mairena escribe lo siguiente: «La política es una actividad
importantísima. Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el
desdeño de la política mala que hacen trepadores y cucañeros, sin otro propósito que
el de obtener ganancia y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política, aunque
otra cosa digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra
vosotros».

Con todo, lo mejor es ceder la palabra al propio Rousseau, para familiarizarse con
un lenguaje y una expresión que, como él mismo subrayó, forma parte inalienable de
su legado. De ahí que, a modo de Epílogo, se halla confeccionado un breve Glosario
con algunos de los términos capitales o conceptos clave de su pensamiento que, sin
ánimo de ser exhaustivos, sí resulta significativo y proporciona una guía para transitar
por el interior de su obra.

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Epílogo

Glosario de conceptos clave

Amor de sí mismo / amor propio: Aunque Rousseau no es el inventor de tal


binomio, sí es quien lo consagra, dada la importancia que tal distinción juega en su
pensamiento. En la nota 15 de su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres es donde se desarrolla esta oposición: «No hay que
confundir el amor propio con el amor de sí mismo; dos pasiones muy diferentes por
su naturaleza y por sus efectos. El amor de sí mismo es un sentimiento natural que
lleva a todo animal a velar por su propia conservación y que, dirigido en el hombre
por la razón y modificado por la piedad, produce la humanidad y la virtud. El amor
propio no es más que un sentimiento relativo, ficticio y nacido dentro de la sociedad,
que lleva a cada individuo a hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a
los hombres todos los males que se infligen mutuamente y que es la genuina fuente
del honor. Mantengo que en nuestro estado primitivo, en el auténtico estado de
naturaleza, el amor propio no existe. Porque al mirarse cada hombre en particular a sí
mismo como el único espectador que le observa, como el único ser en el universo que
se interesa por él, como el único juez de su propio mérito, no es posible que tal
sentimiento, basado en unas comparaciones que no le cabe hacer, pueda germinar en
su alma: por esa misma razón este hombre no sabría albergar odio ni deseo de
venganza algunos, pasiones que no pueden nacer sino de alguna ofensa recibida; y
como es el desprecio o la intención de dañar, lo que constituye la ofensa, hombres
que no saben valorarse ni compararse ciertamente pueden causarse muchas violencias
recíprocas, cuando le reportan algún beneficio, sin ofenderse nunca mutuamente. En
una palabra, cada hombre, al no ver a sus semejantes sino como vería a los animales
de otra especie, puede arrebatar la presa al más débil o ceder la suya al más fuerte,
considerando tales rapiñas como sucesos naturales, sin el menor movimiento de
insolencia o despecho, y sin otra pasión que el dolor o la alegría de un resultado
bueno o malo».

En el octavo paseo de Las ensoñaciones se aplicará esta distinción a su propia


experiencia: «La estima de uno mismo es el mayor móvil de las almas orgullosas; el
amor propio, fértil en ilusiones, se disfraza y se hace pasar por esta estima, pero
cuando finalmente se descubre el fraude y el amor propio no puede seguir

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escondiéndose, a partir de entonces no hay nada que temer y, aunque se le ahogue con
pena, al menos se le somete con suma facilidad. Nunca tuve excesiva inclinación
hacia el amor propio, pero esta pasión ficticia se había exaltado dentro de mí en el
mundo y sobre todo cuando fui autor; puede que tuviera menos que otros, pero aun
así la tenía en dosis prodigiosas. Las terribles lecciones que he recibido pronto la
encerraron en sus primeros límites; comenzó por revolverse contra la injusticia, pero
ha terminado por desdeñarla. Al replegarse sobre mi alma y al cortar las relaciones
exteriores que la vuelven exigente, al renunciar a las comparaciones y a las
preferencias, se ha contentado con que yo fuese bueno para mí; entonces, al volverse
de nuevo amor hacia uno mismo, ha entrado en el orden de la naturaleza y me ha
liberado del yugo de la opinión».

El amor propio no existiría en el estado de naturaleza, mientras que el amor de sí,


ligado al instinto de conservación, no se limita al individuo y puede extenderse a la
especie cobrando la forma de piedad o compasión. A juicio de Rousseau, la amistad
sería un fruto del amor de sí, como le escribe a Sofía justo al borde de su ruptura: «El
amor de sí, al igual que la amistad que solo descansa en el compartir, no tiene otra ley
que el sentimiento que la inspira; por el amigo se hace todo como para uno mismo, no
por deber, sino por delectación, todos los servicios que se prestan al amigo son otros
tantos bienes que uno se procura a sí mismo». En cambio, el amor propio arrastra al
individuo a afirmar su superioridad frente al otro, constituyendo el facto de la
división social y la fuente de los falsos valores ensalzados por la civilización que
Rousseau condena en su primer Discurso sobre si el restablecimiento de las ciencias
y las artes ha contribuido a depurar las costumbres.

La oposición es recogida también en el Emilio: «La única pasión natural del


hombre es el amor de sí mismo, o el amor propio tomado en un sentido lato. Este
amor propio en sí, o relativo a nosotros, es bueno y útil, y como no guarda relación
con ningún otro se muestra relativamente indiferente a este respecto. […] La fuente
de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las otras, la única que nace con el
hombre y que no le abandona nunca mientras vive, es el amor de sí mismo; pasión
primitiva, innata, anterior a cualquier otra y de la que todas las otras no son en algún
sentido sino modificaciones. El amor de sí siempre es bueno y conforme al orden.
[…] El amor de sí que no mira sino a nosotros está contento cuando nuestras
necesidades están satisfechas. El amor propio, que se compara, nunca está contento ni
sabría estarlo, porque este sentimiento, de preferirnos a los otros, exige también que
los otros nos prefieran, lo cual es imposible». Al arzobispo de París le escribe lo
siguiente sobre esta cuestión: «Cuando finalmente entrechocan todos los intereses
particulares, cuando el amor de sí puesto a fermentar deviene amor propio y nadie
encuentra su bien sino en el mal ajeno, entonces la conciencia, más débil que las
pasiones exaltadas, se ve asfixiada por ellas».

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Buen salvaje: El mito del «buen salvaje» no hace su aparición con Rousseau, como
demuestra el hecho de que Platón mencione el mito de la Atlántida en su Critias.
Desde siempre ha sido común manifestar nostalgia por un paraíso perdido o una Edad
de Oro, cuyos supervivientes en la época de los grandes viajes y el descubrimiento de
nuevas tierras eran los brasileños o los tahitianos descritos por Bougainville. El
propio Montaigne contrapone la maldad de las gentes civilizadas a la ingenuidad y
bondad originarias de poblaciones lejanas. Desde su primer Discurso, Rousseau opta
por secundar esta contraposición entre la bondad natural y la corrupción del mundo
civilizado, para lo que evoca, por ejemplo, la Roma republicana y las comunidades
basadas en una economía agrícola autárquica. El «buen salvaje» es utilizado aquí para
ilustrar la libertad, un estado en el que el hombre, a salvo de necesidades artificiales y
ficticias, no puede ver sometida ni degradada su dignidad natural: «Los salvajes de
América, que van desnudos y que viven del producto de su caza, nunca pueden verse
domeñados. ¿Qué yugo cabría imponer a hombres que no necesitan nada?».

La figura del buen salvaje reaparecerá en el segundo Discurso como alguien que,
con arreglo a su medio ambiental, no desea nada que exceda sus necesidades
inmediatas: «Su imaginación no le muestra nada: su corazón no le pide nada. Sus
módicas necesidades se encuentran tan fácilmente a mano, y está tan lejos del nivel
de conocimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que no puede tener
previsión ni curiosidad. Su alma, que nada perturba, se entrega únicamente al
sentimiento de su existencia actual, sin tener ninguna idea del porvenir». El hombre
salvaje no sabría ser desdichado, al conformarse con su hábitat, al no depender sino
de sí mismo e ignorar las tensiones de las necesidades creadas por la sociedad, puesto
que el orden natural y el social serían heterogéneos. Una prueba de ello sería la
dificultad encontrada por los misioneros para hacerles adoptar otro modo de vida. «Si
estos pobres salvajes son tan desdichados como se pretende, ¿por medio de qué
increíble depravación del juicio rehúsan constantemente a emular nuestra urbanidad o
a aprender a vivir felices entre nosotros?»

En la evolución que conduce al hombre del estado de naturaleza al de civilización


habría que distinguir varias etapas. En su origen, su existencia es instintiva y solitaria.
Ciertos progresos como la caza y la pesca les hacen abrazar una asociación temporal.
Se desarrolla una especie de segunda naturaleza y aparece una forma de propiedad,
que no genera tensión por su carácter efímero. Al mismo tiempo que la reflexión, se
desarrollan ciertos sentimientos. La vida sedentaria establece una diferencia entre el
modo de vida de ambos sexos; mediante la formación de familias y grupos
constituyen una sociedad donde nacen las primeras desigualdades, fruto de la
comparación, y se introduce la moralidad en las acciones humanas. «Este período de
desarrollo de las facultades humanas, que mantiene un justo medio entre la indolencia

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del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, ha debido ser la
época más dichosa y perdurable», leemos en el segundo Discurso. Tras esa juventud
del mundo, se da paso mediante la invención de la agricultura y la metalurgia a un
tercer estado de naturaleza, época de anarquía y guerra de la que solo se consigue
salir merced a la aceptación de un pacto único que da lugar al orden de injusticia y
desigualdad. Por su propia perfectibilidad, el hombre no puede seguir anclado al
estado del buen salvaje, lo que no significa un elogio del primitivismo ni la quimera
del retorno a esos tiempos míticos. Como Kant señaló en varias ocasiones, la figura
del buen salvaje no invita a la especie humana a regresar a un pasado superado para
siempre por el desarrollo histórico, sino más bien a orientarse en este mismo plano
con la brújula de un ideal que denuncia la corrupción y la perversión de las
condiciones de lo humano. «Al formar al hombre de la naturaleza —dice Rousseau
en el Emilio— no se trata de convertirlo en un salvaje y de relegarlo al interior de los
bosques. El mismo hombre que debe seguir siendo un estúpido en las selvas debe
devenir razonable y sensato en las urbes.» Conservando las cualidades del salvaje,
Emilio no se adapta en menor medida al estado social. «Hay una gran diferencia entre
el hombre natural viviendo en el estado de naturaleza y el hombre natural viviendo en
el estado de sociedad. Emilio no es un salvaje a desterrar a los desiertos; es un salvaje
hecho para habitar las ciudades.» El buen salvaje no es un ideal ni un modelo, sino
una simple etapa ineludible del desarrollo humano.

Ciudadano: Rousseau entiende la ciudadanía como una suerte de segundo


nacimiento del ser humano, en virtud del cual este se reconoce como parte del todo
orgánico que es la unión civil y comienza a existir bajo la protección de las leyes del
derecho. Al asumir la condición ciudadana, los hombres se recuperan a sí mismos y,
sobre todo, comienzan a hacer un uso ordenado de su propia libertad. Algo capital
para quien gustaba identificarse como un «ciudadano de Ginebra». Veamos lo que
dice al respecto en el capítulo VIII del libro I de El contrato social: «El paso del estado
de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy significativo, al
sustituir en su conducta el instinto por la justicia y al conferir a sus acciones de la
moralidad de que adolecían anteriormente, solo entonces, cuando la voz del deber
sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no
había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar por otros principios, y a
consultar su razón antes que a escuchar sus inclinaciones. […] Sus facultades se
ejercitan, se desarrollan, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, toda
su alma se eleva hasta tal punto que debería bendecir sin cesar el dichoso instante en
que un animal estúpido y limitado, se convierte en un ser inteligente y en un ser
humano». Este acto de asociación produce un ser moral o colectivo que denomina
ciudad, república o cuerpo político.

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Conciencia: Se trata del foro en que se manifiestan las verdades más elevadas.
Rousseau apela a la conciencia como el espacio en que el ser humano se vuelve
consciente de sí mismo y del lugar que ocupa en el conjunto de los entes naturales,
con independencia del momento histórico o de la clase social a la que pertenezca. No
hay otro origen del culto a la divinidad ni de las leyes morales que el localizado en
este tribunal interior, cuya fenomenología se despliega especialmente en La profesión
de fe del vicario saboyano. «Del sistema moral formado por la doble relación para
con uno mismo y para con sus semejantes nace el impulso de la conciencia» se puede
leer en el Emilio, siendo así que la conciencia no es un juicio ni una operación de la
razón, sino la facultad del amor al bien, una voz imperativa, un dictamen de nuestro
fuero interno que atiende sobre todo a los sentimientos. Es la voz que aprueba o
condena de manera unívoca. «Echad un vistazo —nos exhorta Rousseau en sus
Cartas morales a todas las naciones del mundo—, revisad todas las historias: entre
tantos cultos inhumanos y extraños, entre esta prodigiosa diversidad de costumbres y
caracteres, hallaréis por doquier las mismas ideas de justicia y honestidad, los
mismos principios de moral, las mismas nociones de bien y de mal. […] Así pues, en
el fondo de todas las almas existe un principio innato de justicia y de verdad moral
anterior a todos los prejuicios nacionales, a todas las máximas de la educación. Este
principio es la regla involuntaria sobre la cual, a pesar de nuestras propias máximas,
nosotros juzgamos nuestras acciones y las ajenas como buenas o malas, y es a este
principio al que doy el nombre de conciencia. […] ¡Oh conciencia —exclama
Rousseau—, instinto divino, voz inmortal y celestial, guía segura de un ser ignorante
y limitado, pero inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, sublime
emanación de la sustancia eterna que vuelve al hombre semejante a los dioses, solo tú
constituyes la excelencia de mi naturaleza! Sin ti no siento nada en mí que me eleve
por encima de los animales, salvo el triste privilegio de perderme de error en error
con la ayuda de un entendimiento sin regla y de una razón sin principio.» En el cuarto
paseo de Las ensoñaciones escribe Rousseau: «En todas las cuestiones de moral
difíciles como esta, siempre me ha parecido más oportuno resolverlas merced al
dictamen de mi conciencia que mediante las luces de mi razón. El instinto moral
nunca me ha engañado; hasta el momento ha conservado su pureza en mi corazón lo
bastante como para que pueda confiarme a él y, si algunas veces se calla delante de
mis pasiones en mi conducta, luego retoma bien su imperio sobre ella en mis
recuerdos. Ahí es donde me juzgo a mí mismo quizá con tanta severidad como con la
que pueda ser juzgado por el soberano juez tras esta vida. […] El que tales
distinciones se hallen o no en los libros, no quita para que dentro de su corazón las
dirima consigo mismo cualquier hombre de buena fe, que no quiere permitirse nada
que su conciencia pueda reprocharle».

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Contrato social: Según Rousseau, el concepto de contrato social es el principio de la
autoridad civil fundadora de derecho político. La noción había sido utilizada con
anterioridad desde el pensamiento político medieval hasta Pufendorf, pasando por
Hobbes, Locke o Grocio, pero no es menos cierto que se halla indisolublemente
unido al autor de El contrato social, o Principios del derecho político. En el Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres se dice que el
conflicto provocado por la reclamación arbitraria de determinadas propiedades da
lugar al derecho del más fuerte y al nacimiento de un primer ocupante. Los más ricos
habrían concebido el plan de mantener un statu quo que les resultaba favorable con el
fin de obviar el derecho natural. «Unámonos —dice el rico al pobre—, juntemos
nuestras fuerzas en un poder supremo que nos gobierne según leyes sabias, que
proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, aleje a los enemigos
comunes y nos mantenga en una perenne concordia.» Pero aquí Rousseau no habla de
pacto ni de contrato y se trataría únicamente de poner de relieve las ventajas de la
vida política en general. Sin embargo, al creer asegurar su libertad merced a esa
unión, «todos corren en pos de sus cadenas»; la libertad natural es destruida y la
propiedad se transforma en un derecho irrevocable, mientras algunos ambiciosos
someten al género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. La unión que
propone el rico para establecer la justicia resulta radicalmente injusta y ese cálculo de
intereses no es desde luego el principio sobre el que debe reposar el derecho político.
Con todo, pese a su fracaso, prueba «la necesidad de instituciones políticas», por
medio de las cuales se proteja la vida, los bienes y la propia libertad como verdaderos
derechos, con el objetivo de defender al hombre, no contra la naturaleza, sino contra
el hombre mismo, y a falta de las cuales el género humano perecería, como enfatiza
el Manuscrito de Ginebra.

En El contrato social se insiste en que el auténtico derecho no proviene de la


naturaleza, sino de las convenciones y que por eso conviene remontarse a la primera
convención, pero no de modo material, sino más bien formal, e indagar los hechos a
través del derecho, es decir, adoptar el punto de vista normativo del «deber ser» al
preguntarse por el pacto que hace posible la fundación de sociedades civiles. Regir
una sociedad no es instaurar la relación de un señor con sus esclavos, sino establecer
la relación de un pueblo con su dirigente, y examinar el acto de asociación gracias al
cual un pueblo es un pueblo. «Hay que encontrar una forma de asociación que
defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y
por la cual cada uno al unirse a todos no obedezca sin embargo sino a sí mismo y
permanezca así tan libre como antes.» Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, creándose
un cuerpo moral y colectivo de la república. Todos los asociados toman el nombre de

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pueblo y son ciudadanos al participar de la autoridad soberana y someterse a las leyes
de la república.

Desigualdad: La sensibilidad rousseauniana por esta cuestión hace pie en su propia


experiencia personal. Pese a su baja extracción social, por ser hijo de un humilde
relojero suizo, Rousseau también disfrutó de alguna manera del lujo de la sociedad
francesa del Antiguo Régimen, lo que le proporcionaba una óptica privilegiada del
asunto desde ambas perspectivas. Su vida y su obra se ven marcadas por el conflicto
entre los valores personales propios del republicano pobre, sencillo, virtuoso y
sincero, y los de una sociedad marcadamente desigual, jerarquizada y fundada sobre
los privilegios de cuna, de rango y de riqueza. En el libro VII de las Confesiones,
después de relatar el mal trato que le dispensó el embajador de Francia en Venecia,
sentencia que «una de las grandes máximas de la sociedad es inmolar siempre al más
débil en aras del más poderoso y que el orden aparente no hace sino añadir la sanción
de la autoridad pública a la opresión del débil y a la iniquidad del fuerte». En el
noveno paseo de Las ensoñaciones, Rousseau evoca esa época que compartió con los
más adinerados: «Era en la malhadada época en que colado entre los ricos y las
gentes de letras a veces me vi obligado a compartir sus tristes placeres. Estaba en la
Chevrette durante la fiesta de cumpleaños del propietario. Juegos, espectáculos,
festines, fuegos artificiales, nada se escatimó. No se tenía tiempo de tomar aliento y
uno se aturdía en lugar de divertirse. Tras la cena fuimos a tomar el aire a la avenida,
donde había una especie de feria. Aburrido, abandoné tan buena compañía y me fui a
pasar solo por la feria. Al comparar esta diversión con las que acababa de dejar, sentí
con satisfacción la diferencia que hay entre los gustos sanos y los placeres naturales
con los que hace nacer la opulencia, que no suelen ser sino placeres burlescos y de
gustos exclusivos engendrados por el desprecio».

El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los


hombres distingue dos tipos de desigualdad: la natural o física y la moral o política,
que consiste en los privilegios de riqueza, rango o poder consentidos por los hombres.
Según su análisis, la desigualdad progresa y el poder evoluciona hacia el despotismo,
porque los ricos habrían usurpado el poder. La propiedad y la desigualdad política y
moral son producto de un estado de cosas asumido cuyo desenlace solo puede ser
derrocar a los déspotas, ya que su presunta legitimidad hace pie en las argucias de los
más poderosos. El pacto social, por el contrario, es rigurosamente igualitario, al
generar una igualdad moral entre los hombres en la que la fuerza se ve reemplazada
por el ingenio y solo se contempla el derecho a la propiedad de lo necesario, es decir,
a una propiedad limitada y justificada por el trabajo. Como se tiende a destruir la
igualdad, las instituciones deben estar especialmente vigilantes.

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En el Proyecto de constitución para Córcega, Rousseau prima que se dote de la
consistencia necesaria para preservar su independencia, privilegiando la agricultura,
las manufacturas y el comercio local, pues el dinero solo sirve para generar
desigualdad. La nobleza y sus privilegios de nacimiento deberían desaparecer y dejar
lugar a las distinciones acordes con el mérito. Y en las Consideraciones sobre el
gobierno de Polonia apuesta por una vía reformista que implante los cambios de
forma paulatina y confíe su enraizamiento a la educación pública. El capítulo
dedicado al «sistema económico» en El contrato social aconseja «aplicar los pueblos
a la agricultura y a las artes necesarias para la vida, volviendo el dinero algo
despreciable»; de lo contrario, el pueblo queda sometido sin remedio «a uno de los
dos extremos; de la miseria o de la opulencia, de la licencia o la esclavitud».

Enciclopedia: El encargo inicial consistía en una simple traducción del inglés al


francés de la Cyclopaedia: or, An Universal Dictionary of Arts and Sciences
(Cyclopaedia, o diccionario universal de las artes y las ciencias), publicada por
Ephraim Chambers en 1728. Corría por entonces el año 1745. Cuando falló el
patrocinio para esa empresa de mera traducción, se forjó un proyecto completamente
distinto, que solo pudo materializarse gracias al titánico empeño de Diderot, quien
llegó a redactar personalmente unas cinco mil entradas, aparte de supervisar toda la
edición en su conjunto, incluyendo las planchas con sus prolijas y detalladas
ilustraciones. Desde luego, la empresa tampoco hubiera culminado sin su cohorte de
colaboradores, entre los que destaca con luz propia el caballero de Jaucourt, autor de
ocho artículos diarios entre 1759 y 1765 por amor al arte y que se vio obligado a
vender una casa que tenía en París para poder pagar los salarios de los tres o cuatro
secretarios que tuvo empleados de forma ininterrumpida durante diez años. Lo
curioso de este asunto es que fue el librero Le Bretón quien le compró esa casa con el
dinero que el trabajo de Jaucourt le había hecho ganar.

Para empezar, ya era en sí misma revolucionaria la exaltación del trabajo


artesanal, algo que Diderot estaba obligado a hacer en una obra cuyo título completo
era Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios. En el artículo
«Oficio» se lee: «Ignoro por qué se ha convertido esta palabra en algo tan peyorativo,
pues de los oficios obtenemos todas las cosas necesarias para la vida. La antigüedad
divinizó a quienes habían inventado los oficios; los siglos siguientes han arrojado al
fango a quienes los han perfeccionado. Quienes tengan alguna equidad deben juzgar
si es una razón o un prejuicio lo que nos hace tratar de un modo tan desdeñoso a
hombres tan esenciales. El poeta, el filósofo, el orador, el ministro, el guerrero, el
héroe, estarían completamente desnudos y a falta de pan sin ese artesano objeto de su
cruel menosprecio». Sin lugar a dudas, la Enciclopedia exalta el trabajo de los

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artesanos que la nobleza despreciaba y que hizo avanzar a la burguesía, pero ¿acaso
cabría encontrar ideas originales en sus páginas, cuando todo comenzó como un
simple proyecto de traducción? Como hemos visto, en un primer momento no se
trataba sino de traducir al francés una enciclopedia inglesa de dimensiones bastante
modestas, tres volúmenes y treinta gráficos, pero la empresa se agigantó con el
tiempo: tras un cuarto de siglo se publicaron diecisiete volúmenes de texto y once de
gráficos y se contaba con más de ciento cincuenta colaboradores y cuatro mil
suscriptores.

Con el objetivo de hacer frente a la censura, Diderot decide divertirse y concibe


un plan para despistarla sistemáticamente. Sin embargo, en lugar de obrar con cautela
y mantener en secreto este ingenioso sistema ideado para burlarse de la censura, lo
expone con toda osadía en su artículo «Enciclopedia», donde explícita las ventajas de
las referencias cruzadas entre diversos artículos con razonamientos opuestos, para
dejar a los lectores escoger entre los mismos. «Cuando sea menester, las referencias
opondrán las nociones; contrastarán los principios; atacarán, desarbolarán, socavarán
secretamente ciertas opiniones ridículas que no se atrevería uno a insultar
abiertamente. Estas referencias conllevarán una gran ventaja. El conjunto de la obra
recibiría una fuerza interna y una utilidad secreta, cuyos sigilosos efectos se dejarían
notar necesariamente con el tiempo. Así por ejemplo, siempre que medie un prejuicio
nacional, habrá que presentarlo de un modo respetuoso en el artículo consagrado al
mismo, con toda su cohorte de verosimilitud y seducción, pero sin dejar de sacar al
edificio del fango, al reenviar a los artículos donde unos principios sólidos sirven de
base a las verdades opuestas. Esta manera de desengañar a los hombres opera con
mucha prontitud en las personas inteligentes y también opera infaliblemente, sin
consecuencia enojosa alguna, secretamente y sin llamar la atención, sobre todos los
espíritus. Es el arte de deducir tácitamente las consecuencias más fuertes. Si estas
referencias de confirmación y de refutación se preparan convenientemente darán a la
Enciclopedia el carácter que debe tener un buen diccionario: el de cambiarla manera
común de pensar».

Este fue sin duda el principal objetivo de Diderot al impulsar la Enciclopedia.


Con ella, como con el resto de su obra, quiere contribuir a «cambiar el modo común
de pensar» y se propone hacerlo siguiendo avant la lettre la divisa kantiana de pensar
por uno mismo, el principal capital de la Ilustración. Para propiciar su meta, Diderot,
fiel a su método del eclecticismo escéptico, acepta incluir algunos artículos que
presentan ciertos prejuicios que se han de combatir, al tiempo que reenvía a otras
colaboraciones donde queda expuesta la tesis contraria, para que su lector saque sus
conclusiones por sí mismo. Por supuesto, la ironía jugará un papel destacado en
semejante puesta en escena, como en el caso del artículo «Antropófagos», que nos
reenvía a los de «Eucaristía», «Comunión» y «Altar». De forma análoga, el artículo

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«Creer» remite al de «Credulidad», que Diderot se permite definir como «el vicio
más favorable a la mentira».

El artículo «Certeza» remite a «Probabilidad» y reproduce el discurso preliminar


de la disertación que De Prades había presentado a La Sorbona y en el que se
dialogaba con el autor de los Pensamientos filosóficos, la obra inédita de Diderot.
Esto fue suficiente para prohibir la venta de los dos primeros volúmenes en 1752.
Malherbes, el amigo de las luces que será condenado a la guillotina en 1794 por
defender a Luis XVI en su proceso, guarda en su casa los papeles de Diderot para
evitar que lo vuelvan a encerrar. Tres meses después, bajo la influencia de
Pompadour, que detesta al partido devoto, el Gobierno renueva su autorización a
condición de que los censores visen cada página, no del manuscrito, sino de las
pruebas. Todo esto supone una publicidad extraordinaria que hace incrementar las
reimpresiones ulteriores. Pese a ello, Diderot publica su artículo «Enciclopedia» en el
quinto volumen, es decir, que después de todo esto continúa explicitando sus ardides
contra la censura. Pero los problemas llegarán a causa de un significativo
malentendido. En 1758 aparece de forma anónima Del espíritu, cuyo autor era
Helvétius, antiguo cargo de confianza de la propia reina. Diderot reseña este libro
para la Correspondencia literaria, donde afirma que, «considerado en su conjunto,
supone un contundente mazazo para los prejuicios de todo género, por lo que tal obra
será útil a los hombres». El problema es que, al rumorearse que su autor sería él
mismo, se acusa a la Enciclopedia de conspirar contra el orden establecido, lo que
supone una nueva suspensión. Después de esto, Diderot rechaza las ofertas de
proseguir la empresa en Berlín o San Petersburgo y prefiere continuarla en París de
forma clandestina.

Un último e inesperado golpe de la censura aún estaba por llegar desde su


entorno. El autor no fue otro que Le Bretón, el síndico de los editores que publicaban
la Enciclopedia. Para evitar nuevos problemas con la censura, Le Bretón asume ese
papel. Corrige y mutila los diez últimos volúmenes y después quema los manuscritos
para hacer imposible su restitución. Diderot no acaba de creerlo y acusa a Le Bretón
de una traición imperdonable: «Vos me habéis engañado cobardemente —le escribe
Diderot—. Habéis masacrado o hecho masacrar el trabajo de veinte personas que os
han consagrado su tiempo y sus talentos, por amor al bien y a la verdad, con la única
esperanza de ver aparecer sus ideas. ¡He aquí el resultado de veinticinco años de
trabajos, de penurias, de peligros, de mortificaciones de toda especie! Un inepto
destruye todo en un instante. ¡Al final resulta que el mayor daño que hemos sufrido,
el desprecio, la vergüenza, el descrédito, la ruina nos llegan del principal propietario
de la empresa!». Sin embargo, Diderot ha triunfado, pues logra imponer el espíritu
enciclopédico en la opinión pública y se le considera el filósofo por excelencia, de
suerte que toda publicación acorde con tal espíritu ilustrado se le adscribe

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automáticamente, como hemos visto que sucedió con la obra de Helvétius. Si algo
discute cualquier autoridad religiosa o política, combate los prejuicios y quiere
cambiar el modo común de pensar, la culpa será seguramente de Diderot.

Voltaire desconfió de que una obra tan voluminosa pudiera propagar ideas
nuevas, pues creía más efectivos los textos cortos e incisivos. En abril de 1756,
Voltaire participaba sus dudas a D’Alembert: «Nunca veinte tomos de gran tamaño
propiciarán una revolución; los pequeños libros de bolsillo, a precio asequible, son
más temibles. Si el Evangelio hubiera costado dos mil sestercios, la religión cristiana
no se hubiera establecido». Pero Voltaire cambiará de parecer y se rendirá, como
todos, ante la evidencia. El titán de la Enciclopedia ha logrado hacer lo que parecía
imposible y Voltaire saludará ese inmenso trabajo, al escribir a Diderot en 1760:
«Esto es increíble. Solo vos en el mundo era capaz de un esfuerzo tan prodigioso; hay
tantos artículos admirables; las flores y los frutos se prodigan con tanta profusión que
se atraviesan cómodamente los zarzales. Os considero como un hombre necesario
para el mundo, nacido para esclarecerlo y aplastar el fanatismo y la hipocresía».

Ilustración: «Es un gran y bello espectáculo ver al hombre salir de alguna manera de
la nada por sus propios esfuerzos, disipar, por las luces de su razón, las tinieblas en
las cuales la naturaleza le había envuelto, elevarse por encima de sí mismo», leemos
al comienzo del Discurso sobre las ciencias y las artes. Esto testimonia que Rousseau
es hijo de su época, del Siglo de las Luces, aunque no deje de criticar el mal uso que
los hombres puedan hacer de esas luces ni de señalar la ambigüedad latente en ellas.
Para Rousseau, estas tienden a designar al saber, a los conocimientos y a las técnicas,
de manera que se asocia el progreso de los conocimientos con las mejoras en la
sociedad, cuando en realidad, a partir del establecimiento de la propiedad, la historia
de la humanidad descubrió el lujo, con un agravamiento progresivo de la injusticia y
de la inmoralidad. Sin embargo, tampoco cree que la humanidad pueda ganar nada
dando pasos atrás en ese itinerario; «Cuidémonos de concluir que haría falta quemar
todas las bibliotecas y destruir las universidades y academias, pues con ello solo
conseguiríamos volver a sumir a Europa en la barbarie y las costumbres no ganarían
nada».

Por tanto, Rousseau entiende por Ilustración un proceso necesario, dado que el
hombre ha abandonado la situación en que se encontraba en el estado de naturaleza,
pero debe ser consciente de tener que someter también a la debida crítica todos los
productos de la razón, evitando que propicien la manifestación de pasiones sociales
perniciosas. Rousseau entiende por Ilustración la imposición de fines racionales a
procesos sociales y políticos que por sí mismos carecen de sentido y dirección,

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capaces como son tanto de contribuir a la convivencia civil como de deshacer de un
plumazo los beneficios de la civilización.

Libertad política: «Renunciar a su libertad equivale a renunciar a su cualidad de


hombre, a los derechos de la humanidad e incluso a sus deberes», escribe Rousseau
en el capítulo IV del libro I de El contrato social. Al hombre le caracteriza una
bipolaridad esencial entre las pasiones egoístas, entre las cuales prima el deseo de una
libertad extrema, sin disciplinar, y la conciencia de la necesidad de imponerle límites.
Las cláusulas fundamentales del contrato social pretenden justamente conciliar el
interés de cada cual con el interés de todos los miembros del cuerpo social, ajustando
la lógica del utilitarismo con los requisitos de la libertad en un sentido político que es
al mismo tiempo ético. La libertad civil es una ganancia para cada cual, el resultado
de un cambio ventajoso, una libertad que emerge en la obediencia a la ley y funda su
legitimidad. En el capítulo VII del libro I de El contrato social se nos dice que
«quienquiera que rehúse obedecer a la voluntad general se verá constreñido por todo
el cuerpo social, lo que no significa sino que se le obligará a ser libre». La libertad del
ciudadano es a la vez causa y efecto de las leyes que la garantizan. La función de la
libertad política es conferir a los hombres el dominio moral de sus libertades
conforme al dictamen de una voluntad general que esclarece y orienta a las
voluntades particulares.

Religión civil: Rousseau somete a la religión a una profunda crítica, al hacer de ella
el corolario de una doble fuente de legitimidad, a saber, la conciencia moral y el
pacto civil. La religión civil procede justamente de la segunda y coadyuva a cimentar
la cohesión interna de los ciudadanos, al ayudarles a respetar como sagrados los
fundamentos del orden político. Esta génesis evita asociar el culto religioso con la
pertenencia a una determinada etnia, confesión o costumbres, y pone las bases de una
sociedad multicultural, pero convencida de la sacralidad de los símbolos de su unidad
republicana. En su Carta a Voltaire de 1756 leemos: «Me gustaría que en cada Estado
hubiera un código moral, o una especie de profesión de fe civil, que contuviera
positivamente las máximas sociales que cada cual estaría obligado a admitir, y
negativamente las máximas fanáticas que estaría obligado a rechazar, no como
impías, sino como sediciosas. Así, toda religión que fuera compatible con el código
sería admisible, la que no lo fuera quedaría proscrita y cada cual sería libre de no
tener otra que el propio código». Por otra parte, la religión natural del vicario
saboyano representa en cierto modo la religión ideal del ciudadano ideal. Pero es en
el capítulo VIII del libro IV de El contrato social donde Rousseau viene a explicar las
razones por las que una religión viene bien para sostener la integridad del Estado y

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describe aquellas que cumplirían mejor con esa función, tras distinguir tres tipos de
religión: la ceñida al culto puramente interior del Dios supremo y a los deberes
eternos de la moral; la que especifica a un solo país sus dogmas, sus ritos o su culto
externo prescrito por leyes; y aquella otra que, al dar a los hombres dos legislaciones,
dos jefes y dos patrias, les somete a deberes contradictorios y les impide poder ser
devotos y ciudadanos a la vez, como haría el cristianismo romano. En cambio, la
religión civil que propone Rousseau sería esencialmente utilitaria y no serviría sino
para fortalecer la santidad del contrato social. El enemigo a batir es ante todo la
intolerancia.

Volvamos a la carta citada al principio: «Existe, lo reconozco, una especie de


profesión de fe que las leyes pueden imponer, pero al margen de los principios de la
moral y del derecho natural, debe ser puramente negativa, porque pueden darse
religiones que ataquen los fundamentos de la sociedad y hay que comenzar por
exterminar estas religiones para asegurar la paz del Estado. Entre los dogmas a
proscribir, la intolerancia es sin duda el más odioso; pero hay que llegar a su fuente,
porque los fanáticos más sanguinarios cambian de lenguaje según la fortuna,
limitándose a predicar paciencia y dulzura cuando no son los más fuertes. Así,
califico de intolerante por principio a todo aquel que se imagina que no cabe ser
hombre de bien sin creer todo cuanto él cree y condena sin piedad a todos los que no
piensan como él. Desde luego, los fieles se inclinan raramente a dejar en paz en este
mundo a los réprobos; y un santo que cree vivir con condenados anticipa con gusto el
oficio del diablo. De haber incrédulos intolerantes, que quisieran forzar al pueblo a no
creer en nada, no los rechazaría menos».

Sentimiento: El sentimiento es la piedra angular de la antropología rousseauniana y


se prodiga en su léxico tanto como la palabra «corazón». Rousseau reduce las
pasiones primitivas al instinto natural (deseo, alegría, tristeza, pereza), a una energía
fundamental que deriva del amor de sí. Los sentimientos son naturales en la medida
en que conserven algo del instinto, de su hechura original, aunque también puedan ser
el efecto de la rivalidad social y desplegarse en elaboraciones completamente
artificiales. Si se cobra consciencia de ello, el sentimiento es la primera modalidad de
la existencia humana. «Para nosotros, existir es sentir, nuestra sensibilidad es
incontestablemente anterior a nuestra inteligencia, y albergamos sentimientos antes
que ideas. Cualquiera que sea la causa de nuestro ser, ha procurado nuestra
conservación dotándonos de sentimientos convenientes a nuestra naturaleza y es
innegable que al menos estos son innatos. Estos sentimientos, en lo que atañe al
individuo, son el amor de sí, el miedo al dolor, el espanto ante la muerte», leemos en
el Emilio. Con arreglo a lo expuesto en su Discurso sobre el origen y los fundamentos

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de la desigualdad entre los hombres, cabría distinguir tres tipos de sentimientos: los
sentimientos primarios, próximos aún a la naturaleza física: los tiernos y apacibles,
que fundamentan la cohesión social; y los sentimientos puramente sociales a los que
Rousseau denomina «pasiones». Todas las disposiciones que nos hacen más sensibles
e ilustrados, antes de que la sociedad las pervierta, constituirían la naturaleza humana.

Voluntad general: Una de las principales preocupaciones de Rousseau consiste en


encontrar la fórmula de unión que permite mantener la máxima libertad individual y,
a la vez, la máxima libertad colectiva, operación mediante la que se logra el mayor
rendimiento político, su principal fundamento. Solo en virtud de la voluntad general
será posible superar las disputas entre arbitrios individuales de la mano de una
autoridad superior e inapelable, al adoptar un punto de vista inalcanzable para la
perspectiva siempre miope y egoísta de individuos, así como de estamentos y
agrupaciones reunidos en torno a los mismos intereses. Las voluntades particulares
concentradas sobre el amor excluyente y comparativo del propio bienestar en la
relación social no encuentran ninguna conciliación perentoria, toda vez que «interés
particular y bien común se excluyen el uno al otro en el orden natural de las cosas»,
tal como escribe Rousseau en el Manuscrito de Ginebra, la primera versión de El
contrato social. La voluntad general tendería siempre a la igualdad, mientras que la
voluntad particular, por su índole, tiende a las preferencias arbitrarias. Esta voluntad
general, en ese silencio de las pasiones que sabe aprovechar nuestra conciencia, hace
oír su voz simultáneamente individual y colectiva. Por el contrario, la voluntad de
todos sería una suma de voluntades particulares orientadas por un interés privado,
mientras que la voluntad general solo contempla el bien público. En el capítulo III del
libro IV de El contrato social se distingue así entre la voluntad general y una presunta
voluntad de todos: «Con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y
la voluntad general; esta solo mira al interés común, la otra mira al interés privado, y
no es más que una suma de voluntades particulares; pero quitad de estas mismas
voluntades los más y los menos que se destruyen entre sí, y queda por suma de las
diferencias la voluntad general».

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APÉNDICES

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OBRAS PRINCIPALES

Obras principales de Rousseau


Todos los escritos de Rousseau dejaron una profunda huella, de una u otra manera,
pero cabría destacar, por ejemplo, los dos discursos escritos a propósito de sendos
concursos convocados por la Academia de Dijon. El primero respondía a la cuestión
de «Si el restablecimiento de las ciencias y de las artes ha contribuido a depurar las
costumbres». Rousseau dio una respuesta negativa con su Discurso sobre las ciencias
y las artes (1751) y esta paradoja de poner objeciones al proceso civilizatorio en una
época donde se rendía culto a la idea de progreso le hizo célebre de la noche a la
mañana, generando una gran polémica. Esto no significa que Rousseau añorara sin
más una Edad de Oro o un paraíso perdido y propusiera un retorno a la naturaleza,
como suele afirmarse de forma caricaturesca, sino que la hipótesis de un buen salvaje
le servía para decantar las desviaciones que serían fruto del orden social, un orden
social que por otra parte nos convierte en seres morales al devenir ciudadanos, dado
que la ética no serviría de nada para un solitario como Robinson Crusoe.

Su segundo Discurso no fue galardonado porque sus tesis eran demasiado


irreverentes. El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres aparece el mismo año en que la Enciclopedia de Diderot publica su
colaboración sobre Economía política (1755), donde se enfatiza la importancia de
una educación pública orientada por el gobierno para la formación del ciudadano. Sus
consideraciones sobre la desigualdad social siguen sorprendiendo hoy en día por su
radicalismo, el cual ha dado lugar a serias tergiversaciones, como la de tenerle por un
abolicionista de la propiedad privada, cuando en realidad solo critica los extremos en
esta materia tanto por exceso como por defecto. Por esa razón entiende que hace falta
propiciar una clase media que conjure simultáneamente la opulencia y la pobreza. La
empatía sería el pilar de toda cohesión social, mientras que el amor propio sería un
sentimiento ficticio muy peligroso, al generar envidia y afán de predominio merced a
una continua comparación con los demás.

Del contrato social, o Principios del derecho político (1762) cuenta con una
versión previa conocida como el Manuscrito de Ginebra y es lo único que se
conservó del ambicioso proyecto acariciado durante su estancia en Venecia de
redactar una magna obra titulada Instituciones políticas. La obra fue condenada a la
hoguera por el Parlamento de París. En una Francia donde todavía imperaba el
absolutismo y los reyes detentaban el poder por derecho divino, resultaba peligroso
hacer recaer la soberanía en el pueblo y hablar de una voluntad general que velaba

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por el interés público, además de proponer una religión civil que condenaba la
intolerancia. Esas mismas ideas convertirían a este libro en un objeto de culto para
algunos líderes de la Revolución francesa como Robespierre.

Emilio, o De la educación (1762) no solo se publica al mismo tiempo que El


contrato social, sino que corre su misma suerte, viéndose condenada igualmente a la
hoguera, en este caso por atentar no tanto contra el trono como contra el altar, dado
que en La profesión de fe del vicario saboyano se mantiene un deísmo muy
escasamente compatible con el dogmatismo de la religión católica del momento. Por
otra parte, la teoría pedagógica expuesta resultaba revolucionaria, al apostar por una
educación negativa que, lejos de inculcar unas doctrinas determinadas, solo buscaba
preparar al discípulo para elegir su destino y su profesión cuando estuviera en
disposición de hacerlo. Es muy posible que Rousseau escribiera este tratado como
catarsis personal, por el hecho de haber abandonado a sus cinco hijos en la inclusa, si
bien esto no era nada infrecuente en la Francia del siglo XVIII.

Julia, o la nueva Eloísa (1761) es una novela que fue un auténtico éxito de ventas
y de público, con la que Rousseau se proponía «enseñar a los filósofos que se podía
creer en Dios sin ser un hipócrita y a los creyentes que se puede ser incrédulo sin ser
un tunante». El descriptivo subtítulo reza como sigue: Cartas de dos amantes que
vivieron en una pequeña ciudad al pie de los Alpes. En esta obra se entrecruzan la
ficción con la realidad, porque mientras la escribía Rousseau se embelesó de la
señora D’Houdetot, Sofía, a quien por otra parte dedicará sus Cartas morales, donde
Rousseau expone las ideas éticas que tenía reservadas de nuevo para una obra más
ambiciosa titulada Moral sensitiva, o materialismo del sabio. Dicho sea de paso, la
vasta correspondencia de Rousseau merece verse consultada por la importancia que
tenía en aquel momento el género epistolar.

Las Confesiones aparecieron póstumamente (1782 y 1789) por expreso deseo de


Rousseau, que prefirió darlas a conocer cuando él hubiera fallecido y probablemente
hubieran muerto también las personas citadas en su autobiografía. Sin embargo,
fueron conocidas antes de pasar por la imprenta, dando incluso lugar a memorias
donde se precisaban o desmentían algunas de sus afirmaciones. La introspección a
que Rousseau se somete forma parte de su obra, ya que para conocer al hombre y
teorizar sobre la política, la moral o la educación, decidió que lo mejor era bucear en
el fondo de su alma y de sus vivencias, dada la suma importancia que concedía a los
sentimientos. Las ensoñaciones del paseante solitario (1782) constituyen una
deliciosa continuación de las Confesiones y resultan mucho más accesibles que ellas.

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Bibliografía para saber más
Algunas recomendaciones:
El primer libro, La Quimera del Rey Filósofo, puede servir para encuadrar las
relaciones mantenidas por la ética y la política en la historia de las ideas. Los dos de
Philipp Blom recrean de una forma tan amena como documentada el ambiente
intelectual de la época que le tocó vivir a Rousseau, partiendo de la Enciclopedia y de
los pensadores que de uno u otro modo trataron con él, algo que también hacen, cada
cual a su estilo, Carmen Iglesias y María José Villaverde. Jean Guéhenno proporciona
una buena presentación biográfica, que se puede complementar con la trayectoria
intelectual trazada por uno de los mejores conocedores del pensamiento de Rousseau:
Raymond Trousson, así como las lecturas del pensamiento rousseauniano que hacen
Ernst Cassirer y Jean Starobinski. EL perro de Rousseau narra su tormentosa relación
con David Hume.
ARAMAYO, ROBERTO R.: La Quimera del Rey Filósofo. Los dilemas del poder, o
el frustrado idilio entre la ética y la político, Taurus, Madrid, 1997.
BLOM, PHILIPP: Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos difíciles,
Anagrama, Barcelona, 2007.
—: Gente peligrosa. EL radicalismo olvidado de la Ilustración europea. Anagrama,
Barcelona, 2012.
CASSIRER. ERNST: Rousseau, Kant y Goethe. Filosofía y literatura en el Siglo de
las luces (edición de Roberto R. Aramayo), Fondo de Cultura Económica,
México, 2014.
EDMONDS, DAVID, y EIDINOW. JOHN: El perro de Rousseau. Los grandes
pensadores en la época de la Ilustración, Península, Barcelona, 2007.
GUÉHENNO, JEAN: Jean-Jacques Rousseau. Historia de una conciencia, Edicions
Alfons el Magnánim, Valencia, 1990.
IGLESIAS, CARMEN: Razón, sentimiento y utopía. Círculo de Lectores, Barcelona,
2006.
STAROBINSKI, JEAN: Jean-Jacques Rousseau, la transparencia y el obstáculo,
Taurus, Madrid, 1983
TROUSSON, RAYMOND: Jean-Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una
conciencia, Alianza Universidad, Madrid, 1995.
VILLAVERDE, M. J.: Rousseau y el pensamiento de las luces, Tecnos, Madrid,
1987.

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Textos de Rousseau en versión original:
El tricentenario del nacimiento de Rousseau (2012) propició distintas efemérides,
como la exposición del Panteón, decenas de congresos, centenares de publicaciones y
dos nuevas ediciones de sus escritos, una temática y otra cronológica. La primera
constará de 24 volúmenes (17 de obras y 7 de correspondencia), que ya han
comenzado a publicar conjuntamente Slatkine-Champion, bajo la dirección de
Raymond Trousson, junto a Frédéric S. Eigeldinger y Jean-Daniel Candaux. Por su
parte, bajo la dirección de Jacques Berchtold, François Jacob y Yannick Séité,
Classiques Garnier tiene programada una presentación cronológica compuesta por 21
volúmenes.

Entretanto, seguimos disponiendo de los magníficos 5 tomos editados en la


Pléiade (1959-1995) que tanto servicio han prestado para uniformar las citas de
Rousseau, y ahí están los 52 volúmenes de la correspondencia editada por Ralf
Alexander Leigh en la Voltaire Foundation (1965-1998) y que yo mismo utilicé para
mi traducción al español de algunas cartas del pensador ginebrino. Dicho epistolario
comprende 2700 cartas escritas por el propio Rousseau, 4480 debidas a sus
corresponsales y añade 1676 documentos posteriores a la muerte de Rousseau (2 de
julio de 1778), que llegan hasta 1806 y se cierran con una carta de Napoleón.

OC [Obras completas]: Jean-Jacques Rousseau, Oeuvres completes (edición


publicada bajo la dirección de Bernard Gagnebin y Marcel Raymond), Gallimard,
París, 1959-1995; 5 vols.

CC [Correspondencia completa]: Correspondence compléte de Jean Jacques


Rousseau (edición crítica fijada y anotada por R. A. Leigh), Institut et Musée Voltaire
/ Voltaire Foundation, Ginebra / Oxford, 1965-1998; 52 vols.

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CRONOLOGÍA

Vida y obra de Ro​usseau Histo​ria, pen​sa​mien​to y cul​tu​ra

1712. El 28 de ju​nio nace en Gi​ne​bra.


Su ma​dre mu​rió el 7 de ju​lio

1714. Go​tt​fried Wilhelm Lei​bniz pu​bli​-


ca Mo​na​do​lo​gía.

1719. Da​niel De​foe pu​bli​ca Ro​bin​son


Crusoe.

1728. Ro​usseau de​ci​de aban​do​nar Gi​ne​-


bra y en An​ne​cy se ve pro​te​gi​do por la
se​ño​ra de Wa​rens, En Tu​rín ab​ju​ra del
pro​testan​tis​mo y es bautiza​do como ca​-
tó​li​co.

1734. Vol​tai​re pu​bli​ca Car​tas fi​lo​só​fi​-


cas.

1735. Se in​sta​la en Les Char​me​ttes, a


las afue​ras de Cham​be​ry, con la se​ño​ra
de Wa​rens.

1742. Georg Frie​dri​ch Hän​del est​re​na


El Me​sías.

1743. En sep​tiem​bre via​ja has​ta Ve​ne​-


cia, don​de ofi​cia​rá como se​cre​ta​rio del
em​ba​ja​dor de Fran​cia.

1745. Co​no​ce a Thé​rèse Leva​sseur, una


co​stu​re​ra de vein​ti​trés años.

1746. En el cas​ti​llo de Che​non​ceaux


nace su pri​mer hijo, de​po​sita​do en el
ho​s​pi​cio, don​de man​da​rá igual​men​te a
los cua​tro si​guien​tes.

1748. Nace su se​gun​do hijo.

1749. D’Alem​bert le pide que co​la​bo​re


so​bre músi​ca con la En​ci​clo​pe​dia. En

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oc​tu​bre, ca​mino de Vin​cen​nes para
visitar a Di​de​rot en la prisión del cas​ti​-
llo, de​ci​de par​ti​ci​par en el con​cur​so
plan​tea​do por la Aca​de​mia de Di​jon.

1750. Su Dis​cur​so so​bre las cien​cias y


las ar​tes resul​ta ga​lar​do​na​do.

1751. Se pu​bli​ca su pri​mer Di​cur​so. 1751. D’Alem​bert y Di​de​rot co​mien​zan


Em​pren​de su «re​for​ma» per​so​nal ha​- la En​ci​clo​pe​dia.
cién​do​se co​pista de músi​ca. Nace su
ter​cer hijo.

1752. Se re​pre​sen​ta su ópe​ra El adivino


de la al​dea en Fon​tai​ne​bleau. Pro​ba​ble
na​ci​mien​to de otro hijo.

1755. Apa​re​ce su Dis​cur​so so​bre el ori​-


gen de la desi​gual​dad y pu​bli​ca en la
En​ci​clo​pe​dia el ar​tí​cu​lo so​bre la Eco​no​-
mía po​líti​ca.

1756. Revi​sa para su edi​ción el Pro​yec​- 1756. Ini​cio de la Gue​rra de los Sie​te
to de paz per​pe​tua de Sa​int-Pie​rre. Años.
Mien​tras da un pa​seo por los bo​s​ques
de Mon​tmo​ren​cy con​ci​be las car​tas que
ser​vi​rán como ger​men a La nueva Elo​í​-
sa.

1758. Con​cluye La nueva Elo​í​sa.

1760. Tra​ba​ja en El contra​to so​cial y en 1760. Pri​me​ras ex​presio​nes ar​tísti​cas


el Emi​lio. del Ro​man​ti​cis​mo.

1761. La nueva Elo​í​sa ob​tie​ne un éxito


enor​me. En ju​nio pide a la mar​que​sa de
Luxem​bur​go que bus​que a su pri​mo​gé​-
nita, para que esta pue​da cui​dar de Thé​-
rèse si él mue​re, pero cuan​do casi ha
dado con ella se arre​pien​te y pone fin a
las pes​qui​sas.

1762. En ene​ro es​cri​be sus Car​tas a


Malher​bes. Esa pri​mave​ra apa​re​cen El
contra​to so​cial y el Emi​lio. El Par​la​-

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men​to de Pa​rís y La Sor​bo​na or​de​nan la
que​ma de am​bos li​bros.

1763. Fi​nal de la Gue​rra de los Sie​te


Años.

1764. Con​ju​ga su afi​ción por la bo​tá​ni​-


ca con el pro​yec​to de re​dac​tar unas
«Me​mo​rias», que su editor —Rey— le
ha pe​di​do para en​ca​be​zar la edi​ción de
sus obras com​ple​tas.

1765. Ro​usseau de​ci​de acep​tar la ho​s​- 1765. Ja​mes Watt in​ven​ta la má​qui​na de
pita​li​dad que le brin​da Hume y em​pren​- va​por.
de via​je ha​cia In​gla​te​rra, pa​sa​n​do por
Ber​lín, Ba​si​lea, Est​ra​s​bur​go e in​cluso
Pa​rís.

1767. Vuel​ve a Fran​cia. Se pone a la


ven​ta su Dic​cio​na​rio de músi​ca.

1770. Ese ve​rano vuel​ve a Pa​rís, don​de


hace al​gu​nas lec​tu​ras priva​das de las
Con​fe​sio​nes y se gana la vida co​pian​do
músi​ca.

1772. Fi​na​li​za sus Con​si​de​ra​cio​nes so​-


bre el go​bierno de Po​lo​nia.

1773. Em​pren​de las re​dac​cio​nes de Ro​-


usseau, juez de Jean-Ja​c​ques. Diá​lo​gos
y de Las en​so​ña​cio​nes del pa​sean​te so​-
lita​rio.

1774. Goe​the pu​bli​ca Las cuitas del jo​-


ven Wer​ther.

1776. De​cla​ra​ción de In​de​pen​den​cia de


Esta​dos Uni​dos.
Adam Smith pu​bli​ca La ri​queza de las
na​cio​nes.

1777. Pro​si​gue Las en​so​ña​cio​nes has​ta


el sép​ti​mo pa​seo y aban​do​na el pe​no​so
tra​ba​jo de co​pista.

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1778. Re​dac​ta los úl​ti​mos pa​seos de
Las en​so​ña​cio​nes. El 2 de ju​lio, tras pa​-
sear por el par​que de Er​me​mon​vi​lle, su​-
fre vio​len​tos do​lo​res de ca​be​za y mue​re
de apo​ple​jía.

1781. Im​ma​nuel Kant pu​bli​ca la Críti​ca


de la ra​zón pura.

1782. Se pu​bli​ca en Gi​ne​bra la pri​me​ra


par​te de las Con​fe​sio​nes, Las en​so​ña​-
cio​nes del pa​sean​te so​lita​rio y los tres
Diá​lo​gos.

1789. Apa​re​ce la se​gun​da par​te de las 1789. Revo​lu​ción Fran​ce​sa. De​cla​ra​-


Con​fe​sio​nes. ción de los De​re​chos del Hom​bre y del
Ciu​da​dano.

1794. El 11 de oc​tu​bre, los restos mor​-


ta​les de Ro​usseau se tra​s​la​dan a Pa​rís y
son en​te​rra​dos por la Con​ven​ción en el
Pan​teón.

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