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Roberto R. Aramayo
Rousseau
Y la política hizo al hombre (tal como es)
Descubrir la Filosofía - 11
ePub r1.0
Titivillus 27.10.16
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Roberto R. Aramayo, 2015
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera
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No empezamos propiamente a convertirnos en seres humanos hasta
después de haber sido ciudadanos
J. J. ROUSSEAU, Manuscrito de Ginebra.
Que ningún ciudadano sea tan opulento como para poder comprar a otro,
ni ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse
J. J. ROUSSEAU, El contrato social.
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Rousseau, el pensador de la desigualdad
social
Había visto que todo tendía radicalmente a la política y que ningún pueblo
sería nunca otra cosa que lo que la naturaleza de su gobierno le hiciese
ser; por eso la gran pregunta sobre el mejor gobierno posible me parecía
reducirse a esta: ¿Cuál es la naturaleza de gobierno apta para formar al
pueblo más virtuoso, más ilustrado, más sabio, el mejor en fin, tomando
ese término en sentido más lato? ¿Cuál es el gobierno que por su
naturaleza se mantiene siempre más cerca de la ley?
J. J. ROUSSEAU, Confesiones, Libro VIII
El presente libro admite varias formas de lectura. Se puede leer linealmente, pero
también admite ser iniciado por cualquiera de sus capítulos. Los Recuadros contienen
citas de Rousseau o de otros autores que resumen la idea del capítulo en cuestión, y el
Glosario está pensado, al igual que las secciones de bibliografía básica y cronología,
para quienes quieran dedicar más tiempo a familiarizarse con el «ciudadano de
Ginebra», cuyo pensamiento no puede resultarnos más actual en unos tiempos que
exigen revisar las reglas del juego democrático y definir nuevas políticas, tareas para
las que puede venir bien conocer sus avatares en la modernidad. Como dijo Voltaire,
refiriéndose a la época en que vivió Rousseau y dirigiéndose a Federico II de Prusia,
la palabra «político» significaba originariamente «ciudadano», mientras que hoy
viene a significar en muchos casos «embaucador de ciudadanos». Convendría, una
vez más, volver a dotar a la política de su sentido original, el de ponerse al servicio
del pueblo para gestionar los asuntos públicos en aras del interés general. Las
reflexiones de Rousseau podrían resultar de cierta utilidad para ese cometido.
De ahí el título del presente libro: Y la política hizo al hombre (tal como es).
Porque, si alguien reparó en que la política y sus gobernantes modelan decisivamente
a los pueblos, ese fue Rousseau, firme partidario, entre otras medidas, de gravar las
grandes fortunas, al creer que la cohesión social pasaba por propiciar una clase media
y así erradicar simultáneamente la indigencia y la opulencia. Nadie debería ser tan
rico como para poder comprar a otros, ni nadie tan pobre como para caer en la
tentación de venderse, nos dice en su Contrato social. En nuestros días, Thomas
Piketty, un afamado economista francés que ha rechazado la Legión de Honor para
mostrar su discrepancia con la política gubernamental de su país, autor de El capital
en el siglo XXI y especialista en desigualdad de la riqueza y redistribución de la renta
desde una aproximación estadística e histórica, se muestra partidario de implantar un
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impuesto mundial sobre la riqueza y una serie de impuestos progresivos con el fin de
evitar lo que denomina «un capitalismo patrimonial» y encomendar ese control a las
instituciones políticas. Todas estas ideas presentan notables tintes rousseaunianos.
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Se han evitado las citas al final o a pie de página para facilitar la lectura. Sin
embargo, muchas veces, en lugar de glosar lo que dice Rousseau, entrecomillamos
pasajes literales. A todos los clásicos del pensamiento conviene leerlos de forma
directa, pero en el caso de Rousseau resulta más que aconsejable familiarizarse con
su pluma, puesto que, como luego veremos, no se puede desligar su estilo de su
pensamiento; exponer sus ideas marginando por completo la melódica fuerza retórica
de sus palabras es algo que no le haría justicia. «Mi estilo —escribió— formará parte
de mi historia.» Y así fue. Su musical elocuencia forma parte del mensaje.
Debido a esa misma razón, los recuadros de texto contienen citas explicativas que
vienen a resumir un aspecto fundamental del capítulo correspondiente; esto mismo
sucede con las definiciones del Glosario que cierra el libro, donde no dejan de
menudear los pasajes literales para definir conceptos clave de su pensamiento. La
bibliografía sobre Rousseau es algo extensa, entre otros motivos porque
recientemente se ha conmemorado el tricentenario de su nacimiento (1712-2012), lo
que ha dado lugar a publicaciones de todo tipo, tanto colectivas como individuales,
además de testimoniar el gran interés que sigue suscitando nuestro autor hoy en día.
Las recomendaciones que se dan en la bibliografía obviamente no desdeñan otras
opciones.
Estamos ante un pensador complejo que siempre prefirió la paradoja sin ceder un
ápice a las imposiciones del prejuicio, porque no le importó nadar a contracorriente
sin dejarse llevar por modas u opiniones, para reflexionar mejor por su cuenta y
emitir su propio juicio respecto a cualquier tema. Quiso revolucionar el método de las
anotaciones musicales, pero no lo consiguió. Sin embargo, sus aportaciones a la
teoría política, la educación, la literatura, la filosofía de la historia y del lenguaje o el
género autobiográfico fueron absolutamente revolucionarias, incluso en el sentido
más literal del término, al ejercer una enorme influencia sobre los protagonistas de la
Revolución francesa y ser un autor de cabecera para quienes han osado combatir a los
totalitarismos desde la historia de las ideas. No es casual que El contrato social y el
Emilio fueran en su momento condenados a la hoguera por atentar contra los poderes
establecidos. Sus planteamientos resultaban muy peligrosos tanto para la monarquía
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absoluta como para el dogmatismo eclesiástico. Rousseau se nutre de la tradición
política clásica, que no entiende la existencia del individuo sin su vínculo con el
Estado, con una comunidad política. Pero además se trata del gran pensador de la
desigualdad social, cuyas causas descubre en desequilibrios y disfunciones que
afectan a las formas políticas adoptadas por los pueblos. Su resistencia a aceptar la
injusticia social como un hecho inamovible y su perspicacia para rastrear su génesis
invitan a hacer de él un autor de cabecera en períodos de crisis, con el propósito de
recuperar en cualquier época la eficacia práctica de la teoría.
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Vida y obra, o viceversa
Jean-Jacques Rousseau nació en el año 1712, es decir, en los albores del siglo XVIII, el
denominado Siglo de las Luces o de la Ilustración. Una época que pretendía iluminar
las tinieblas de la superstición religiosa y los estereotipos políticos con las luces de la
razón, cuya laica e imponente autoridad amenazaba con desbancar a los poderes
enraizados en los tronos y en los altares al mismo tiempo. El indiscutible poder
absoluto de los monarcas e incluso la propia existencia de Dios fueron puestos en tela
de juicio. Immanuel Kant definió la Ilustración como el abandono por parte del ser
humano de una «minoría de edad» de la cual él mismo era responsable, puesto que
resulta tremendamente cómodo contar en todo momento con unos tutores que nos
ahorren el trabajo de pensar por cuenta propia. La divisa de la Ilustración, según
Kant, era «atreverse a pensar por uno mismo», servirse del propio entendimiento para
dirimir los dilemas con que nos enfrenta la vida y tomar todo tipo de decisiones sin
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delegar nuestra responsabilidad o hacer dejación de nuestra libertad. La pereza y la
cobardía suelen ser las causas por las que a tantos hombres les satisface seguir siendo
menores de edad durante toda su vida y a otros les resulta tan fácil erigirse en tutores
suyos. Es tan cómodo ser menor de edad. Basta con tener un libro que supla mi
criterio, alguien que haga las veces de mi conciencia moral, un médico que prescriba
mi dieta, etcétera. «No me hace falta pensar, mientras que pueda pagar; otros
asumirán por mí tan engorrosa tarea», leemos en el opúsculo kantiano ¿Qué es la
Ilustración?, publicado en 1786 por una revista berlinesa, tan solo ocho años después
de la muerte de Rousseau en 1778, once años antes de la Revolución francesa.
Para decirlo todo, el Siglo de las Luces tenía muchas sombras que esclarecer y
enormes desafíos contra los que luchar. Aun cuando ya quedaban lejos episodios
como la famosa masacre de San Bartolomé, durante la guerra de religiones que asoló
Francia a finales del siglo XVI, el fanatismo religioso seguía imponiendo su locura
entre la población, según testimonia el célebre «caso Calas», que hizo redactar a
Voltaire su famoso Tratado sobre la tolerancia. Un honesto comerciante de Toulouse,
Jean Calas, fue torturado hasta la muerte porque, al ser protestante, sus vecinos
católicos sospecharon que podría haber asesinado a su hijo por querer convertirse al
catolicismo, acusación desmentida con contundencia por los testimonios directos y la
investigación de los jueces, incapaces de erradicar ese absurdo brote de fanatismo
entre la población. Por otra parte, en París hay una pequeña plazoleta ajardinada de
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Montmartre, cerca de la basílica del Sagrado Corazón, con una estatua dedicada al
caballero de La Barre, un joven de diecinueve años que, en 1766, también fue
torturado y quemado en la hoguera, en este caso por no haberse quitado el sombrero
al pasar delante de una procesión y tener en sus aposentos el Diccionario filosófico de
Voltaire, lo cual lo convertía en un librepensador anticlerical sospechoso de haber
mancillado una imagen de Cristo apostada en un puente.
Aunque los libros de viajes hacían las delicias de los lectores y en ocasiones
servían para comparar nuestras costumbres sexuales con las de otros pueblos muy
lejanos —como hizo, por ejemplo, Diderot con los tahitianos en el Suplemento al
viaje de Bougainville, o sobre el inconveniente de ligar ideas morales a ciertas
acciones físicas que no las entrañan—, a esas alturas ya quedaban pocos Nuevos
Mundos por descubrir y colonizar sobre la faz de la Tierra. Por esta razón, los
horizontes utópicos se habían trasladado desde el eje espacial hacia el temporal,
según testimonia la aparición del término ucronía, que transformaba la utopía
tradicional en un instrumento para la indagación del porvenir, utilizado por un
contemporáneo de Rousseau llamado Louis-Sébastien Mercier, autor de El año 2440.
Se confiaba en que el futuro sería mucho mejor que el presente, gracias a los avances
de la civilización y a la expansión de unos bienes culturales que nos convertirían a la
postre en seres morales, capaces de respetar los derechos ajenos y no causar daño a
los demás por nuestra propia iniciativa y sin tener que vernos coaccionados por leyes
jurídicas o amenazas sancionadoras.
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quedado invertida, de suerte que todos los relatos futuristas de ciencia ficción, lejos
de imaginar un porvenir más halagüeño, tan solo muestran enormes desgracias y
hecatombes cada vez más siniestras. Cabría argumentar que eso también pasaba, por
ejemplo, hace medio siglo y que ahí está para mostrarlo, sin ir más lejos, el
impactante desenlace de la película El planeta de los simios (1968), con su antológica
escena final en la que Charlton Heston se topa con las ruinas de la estatua de la
Libertad varadas en una playa. Sin embargo, la enorme diferencia estriba en que
durante los años sesenta, a pesar de los pesares, de la amenaza de una guerra nuclear,
del muro de Berlín y de cuanto quiera traerse a colación, los padres pensaban que sus
hijos iban a vivir mejor que ellos mismos, convicción esta que muy pocos pueden
permitirse albergar en estos tiempos en que se han globalizado las injusticias.
Hay otro dato que merece ser destacado como un episodio muy representativo del
período que le tocó vivir a Rousseau, y es la elaboración de una obra monumental
cuyo impacto solo podría compararse al de Internet. Me refiero al gran proyecto
impulsado por Denis Diderot: la Enciclopedia, o Diccionario razonado de las
ciencias, las artes y los oficios, donde los artesanos eran ensalzados como piezas
clave del bienestar colectivo. Como dice Philipp Blom, justo al inicio de su
Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos difíciles, «lo que hace de ella el
acontecimiento más significativo de toda la historia intelectual de la Ilustración es su
particular constelación de política, economía e ideas revolucionarias que prevaleció,
por primera vez en la historia, contra la determinación de la Iglesia y de la Corona
sumadas, para ser un triunfo del pensamiento libre». Había que saber burlar a la
censura y en esto Diderot se mostró sencillamente magistral. Decidió tratar los
artículos más espinosos de una manera prudentemente ortodoxa, sin dejar de utilizar
referencias cruzadas para que los lectores llegasen a conclusiones dictadas por su
propio juicio. Valga un ejemplo como botón de muestra: en la entrada «Eucaristía» se
remitía a «Canibalismo», «Comunión» y «Altar», con lo que se hacía un guiño a los
lectores para que fueran ellos mismos quienes ataran cabos. Nada era en principio
sagrado y todo debía pasar por el cedazo de la crítica. Por eso la Enciclopedia
simboliza el espíritu de la Ilustración y, en consecuencia, presagia los valores de la
Modernidad, es decir, de las coordenadas culturales del mundo de hoy, una vez
cerrado el breve paréntesis de lo que se dio en llamar «posmodernidad», siempre y
cuando consideremos el espíritu crítico de la Ilustración como un proyecto inacabado.
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Extracto de la portada de la Enciclo-
pedia. El dibujo corrió a cargo de
Charles-Nicolas Cochin y fue gra-
bado por Bonaventure-Louis Pré-
vost. El tema está cargado de sim-
bo lismo: la figura central representa
la verdad, rodeada por una brillante
luz (el símbolo central de la ilumina-
ción); las dos figuras situadas a la
derecha, la razón y la filosofía,
están rasgando el velo que cubre la
verdad.
«El conjunto de la obra recibiría una fuerza interna y una utilidad secreta, cuyos
sigilosos efectos se dejarían notar por fuerza con el tiempo. […] Es el arte de deducir
tácitamente las consecuencias más fuertes. Si estas referencias de confirmación y de
refutación se preparan de manera apropiada darán a la Enciclopedia el carácter que
debe tener un buen diccionario: el de cambiar la manera común de pensar» nos
advierte el artículo dedicado a la «Enciclopedia» dentro de la propia Enciclopedia.
Tal fue la divisa seguida por Diderot al crear el Google de su época, esa Enciclopedia
para la que Rousseau redactó un sinfín de entradas sobre música y donde publicó su
interesantísimo artículo «Economía política». Según señala Jacques Proust en Diderot
y la Enciclopedia, los enciclopedistas son ante todo sabios y técnicos liberados de la
mayoría de las trabas de un pasado esclerotizado y que en su ámbito propio están
dispuestos a impulsar cualquier investigación e innovación tanto como sea posible.
«Así preparan las bases teóricas y técnicas de la revolución industrial de principio del
siglo XIX.» Sin embargo, Diderot no habría auspiciado con la Enciclopedia tan solo
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esta revolución industrial o la propia Revolución francesa, sino también una
revolución más radical de orden ético, al propiciar un concepto de ciudadanía
inspirado por una moral autónoma y obstinadamente antidogmática. Las
contribuciones técnicas e incluso filosóficas de Diderot no poseen un valor técnico ni
filosófico salvo en un segundo plano. Todo artículo de Diderot, al margen de cuál sea
su contenido, tiene como objetivo primordial modificar la opinión de sus lectores
para convertirlos en ciudadanos más ilustrados, haciendo prosperar con ello una
revolución necesaria en materia de costumbres y en lo tocante a la manera común de
pensar.
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Isla de Rousseau en Ginebra.
Ginebra había alcanzado en esa época un dinamismo excepcional, igual que antes
lo habían hecho otras pequeñas ciudades-estado como Atenas, Venecia o Florencia.
Además de otros refinamientos artesanales, sus relojes ya eran famosos y muy
apreciados en todo el mundo. Pero también fue un espléndido laboratorio de ciencia
política. A lo largo de su historia, la ciudad se había ido dotando de distintos
organismos, como el Consejo General, que anualmente elegía a los síndicos
responsables de su gestión ante la comunidad, o el Consejo de los Doscientos,
encargado de nombrar a los miembros del Pequeño Consejo, que no solo ejercía el
auténtico poder, sino que a su vez cooptaba los integrantes del Consejo de los
Doscientos. El pueblo era nominalmente soberano, pero únicamente los ciudadanos
podían acceder al Pequeño Consejo y a las magistraturas, no así los meros burgueses
que habían comprado sus derechos, al margen de que fueran habitantes o nativos. Sin
embargo, en un texto fechado en 1734 y que se titula Representación de los
ciudadanos y burgueses de Ginebra, se postulaban algunos principios que encuentran
cierto eco en El contrato social de Rousseau: «El pueblo de Ginebra es libre y
soberano, merced a la revolución que siguió a la introducción de la Reforma en esta
ciudad. Nacemos libres y soberanos, toda la autoridad de que goza nuestro
magistrado no la recibe sino del Consejo General y debe verse limitada por las leyes
que este ha prescrito, a las cuales no le está permitido sustraerse». Desde que
abandona Ginebra en 1728 y llega a París en 1742, Rousseau vive la mayor parte del
tiempo en Saboya, lo que le hizo convertirse durante un tiempo al catolicismo y
perder su ciudadanía original. La elección de Saboya, donde conoció a dos abates que
inspirarían La profesión de fe del vicario saboyano, implicaba una auténtica
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transformación religiosa y cultural, merced a la cual Rousseau realizó un doble
trayecto religioso y social, que por añadidura fue de ida y vuelta, dado que volvió a
suscribir el protestantismo.
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Una enciclopedia para cambiar la manera de pensar
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Su pasión musical y el hechizo de su retórica
Esta prematura orfandad le hará buscar sin tregua una figura materna y, antes de
encontrarla en los brazos de su primera amante no imaginaria, la señora de Warens,
esa búsqueda inconsciente le hará amar la música desde un primer momento, hasta
volverla su pasión más constante. El canto era uno de los talentos cultivados por su
madre, lo que explicaría una ligazón entre la emoción musical y las voces femeninas,
habida cuenta de que Rousseau atribuye esa pasión por la música a su tía Suzanne,
encargada de sustituir a su madre, quien conocía una prodigiosa cantidad de
canciones que cantaba con un dulce hilo de voz. Como señala Martin Stern en su
Jean-Jacques Rousseau, la conversión de un músico filósofo, «la precoz sensibilidad
de Rousseau hacia las voces cantoras, y particularmente a las voces femeninas, indica
una relación con la música teñida de erotismo». La propia señora de Warens, según
leemos en las Confesiones, «tenía voz, cantaba aceptablemente y se complació en
darme algunas lecciones de canto».
Hasta cumplir los cuarenta años, Rousseau se consideró a sí mismo sobre todo
músico y, de hecho, la mayor parte de sus remuneraciones se debieron a su actividad
como copista de partituras musicales. Pero su relación con la música no solo fue
afectiva, sino también intelectual. Suele recordarse su faceta como compositor
citando la ópera El adivino de la aldea (1752), pero también redactó casi
cuatrocientos artículos sobre música para la Enciclopedia (1749) de Diderot, un
Diccionario de música (1764) y un Proyecto de nuevos signos para la música (1742),
con el que pensaba revolucionar la notación musical, simplificándola mediante cifras.
No tenía duda de que, al presentar su proyecto de notación musical en París y ante la
Academia de las Ciencias, sería aclamado como una revolución en este ámbito, según
señala al final del libro I de sus Confesiones. La decepción fue enorme, al comprobar
el desdén con que lo juzgó una comisión compuesta por un matemático, un químico y
un astrónomo. Este fracaso le hizo viajar hasta Venecia, donde conoció la música
italiana y aprovechó de alguna manera su código musical para descifrar la
correspondencia encriptada de la embajada francesa, de la que se hizo pasar por
secretario, aunque se le había contratado una vez más como simple lacayo. La
historia de Venecia le parecía apasionante y allí fue donde concibió el proyecto de
redactar algún día una obra titulada Instituciones políticas, de la cual solo vio la luz
una pequeña parte en El contrato social. Por otro lado, las vejaciones a que lo
sometió el embajador francés contribuyeron, junto a muchas otras experiencias
personales, a exacerbar su indignación frente a las injusticias sociales.
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Maya, porque para ella «solo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad y,
al igual que Dios, solo ve los corazones», tal como escribe en el capítulo titulado
«Metafísica de la música» de El mundo como voluntad y representación. Rousseau
también veía una conexión directa entre la música y las emociones e incluso
trasladaba esa relación a las lenguas, lo que le hará tomar partido por la música coral
italiana en detrimento de la francesa, al entender que el italiano es un lenguaje más
apto para comunicar las pasiones y su carácter melódico precisa de menos artificios
armónicos. Aunque no lo parezca, esta opción tomaba partido de forma simbólica por
el pueblo y en contra del absolutismo monárquico. Según afirman Monique y Bernard
Cottret en su magnífico Jean-Jacques Rousseau en su tiempo, la música sería por
añadidura «el laboratorio secreto de los pensamientos de Jean-Jacques, allí donde
experimenta y elabora sus intuiciones». La melodía era para él sobre todo una
cualidad del lenguaje. Sus frases proporcionan la ilustración más perfecta de un
sentido musical, al estar su escritura más atenta a la melodía que a la armonía
concertante, lo cual supone un reto para sus traductores a cualquier idioma. Ese es
uno de los elementos que dotan a su escritura de una extraordinaria fuerza retórica
que hechiza sin remedio a sus lectores. Kant, por ejemplo, se hizo una nota mental de
que debía releer una y otra vez a Rousseau hasta no verse perturbado por su
elocuencia y poder examinarlo ante todo con la razón. Esto es lo que nos decide a
citarlo literalmente con frecuencia, para no desvirtuar su pensamiento al despojarlo
de un componente tan esencial como lo es el peculiar y melódico estilo literario con
que nos lo transmite.
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distinto al de matar el tiempo es la de hallarse ante un ingenio poco común y ante un
alma tan sumamente sensible que quizá ningún otro escritor de cualquier época o
lugar haya poseído jamás. «En un segundo momento le embargará la perplejidad
suscitada por sus singulares puntos de vista, tan contrapuestos a los tópicos habituales
que uno llega incluso a pensar si este autor no consagra su extraordinario talento sino
a esgrimir la fuerza mágica de una cautivadora originalidad cuya agudeza le hace
descollar entre todos sus rivales.» El propio Rousseau hubo de reclamar; en sus
Cartas desde la montaña, que se analizaran sus razonamientos dejando a un lado su
estilo.
Un estilo que, por otra parte, no fluye sin más y que es el resultado de un
laborioso proceso. Según nos dice en el libro III de las Confesiones, su dificultad para
escribir es extrema. Sus ideas fermentan hasta emocionarle y enardecerle, pero en
medio de tal aturdimiento no puede escribir nada. Sus manuscritos, llenos de
tachaduras y borrones, confusos e indescifrables, testimonian el esfuerzo que le han
costado. Tenía que transcribirlos cuatro y hasta cinco veces antes de darlos a la
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imprenta. Nunca pudo trabajar pluma en mano delante de una mesa y un papel. Las
ocurrencias fluyen durante sus paseos, de noche en la cama y durante sus desvelos.
Lamenta no haber llevado el diario de sus viajes. «Nunca pensé tanto, ni viví tanto ni
fui tanto yo mismo como en los que hice solo y a pie. La marcha tiene algo que anima
y aviva mis ideas: cuando estoy quieto apenas puedo pensar», leemos en el libro IV de
las Confesiones. Cree haber escrito sus obras en el declive de sus años, por lo que
aprecia mucho más aquellas que tejió durante sus viajes pero nunca escribió. Por
supuesto, nunca llevaba papel ni pluma. De haberlo previsto, no se le habría ocurrido
nada. «Las ideas vienen cuando les place, no cuando me place.» «Durante mis
caminatas —leemos en el libro IV de las Confesiones— podía sumergirme a capricho
en el país de las quimeras.»
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Cómo acercarse a la obra de Rousseau
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Secuencias de su imaginario erótico
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Lo que Rousseau insinúa en estas líneas es que, cuando regresó por primera vez a
casa de la señora de Warens, «mamá» compartía el lecho con otro lacayo, algo que no
parece importarle demasiado. Si un lector indignado juzgase que, al ser poseída por
otro hombre, se degradaba ante sus ojos y que un sentimiento de menosprecio
entibiaba los sentimientos que le habían inspirado, se equivocaría, asegura primero,
para añadir a renglón seguido: «Cierto que ese reparto me causaba una pena cruel y lo
encontraba poco digno, pero no alteraba mis sentimientos hacia ella, solo había una
mujer que pudiera protegerme de las demás mujeres y ponerme a cubierto de las
tentaciones. Sin desear poseerla a ella, me agradaba que me quitase el deseo de
poseer a otras. Para mí era más que una hermana, más que una madre, más incluso
que una amante. Me sentía como si hubiera cometido un incesto. A fuerza de llamarla
mamá y tener la familiaridad de un hijo, me había acostumbrado a considerarme tal».
Cualquier comentario desvirtuaría semejante confesión. «Mamá prodigaba sus
favores, pero no los vendía», enfatiza Rousseau. «No conoció más que un sólo placer
en el mundo: proporcionárselo a los que amaba.» La señora de Warens lograba
enternecer los corazones de sus dos amantes simultáneos, quienes se abrazaban
bañados en lágrimas, reconociendo que ambos eran necesarios para la felicidad de su
vida. «Así se estableció entre los tres una unión de la que tal vez no haya otro
ejemplo sobre la Tierra», seguimos leyendo en el libro V de las Confesiones.
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óbice para intentar conocer carnalmente a la segunda: la hermosa Zulietta. «No tratéis
de imaginar la gracia y los encantos de aquella muchacha deliciosa. Son menos
frescas las jóvenes vírgenes de los claustros, menos vivas las bellezas del serrallo,
menos excitantes las huríes del paraíso. Jamás tan dulce goce se ofreció al corazón y
los sentidos de un mortal. ¡Ah, si al menos hubiera sabido gozarla entera y
plenamente un solo momento!» Según su propia crónica, de repente Rousseau deja de
apreciar sus encantos y solo piensa en cuál podría ser la razón por la que ella quiere
entregarse a él. Su actitud frustra la velada y pide una nueva cita. Cuando retorna con
el ánimo de deshacer tamaño entuerto, Zulietta ha abandonado la ciudad.
Más adelante aparecerá en su vida, y esta vez para quedarse. Thérèse Levasseur, a
quien conoce en su hospedaje parisino. Queda prendado de su mirada viva y dulce,
sin igual, aunque, a decir verdad, «necesitaba una sucesora de mamá. Era preciso que
la dulzura de la vida privada y doméstica me compensase por el destino brillante al
que renunciaba». Con ella vivió todo lo feliz que le fue posible, dado el curso de los
acontecimientos. No sabía leer bien, ni tan siquiera contar. Mas esa persona tan
limitada era de consejo excelente en las ocasiones difíciles. Rousseau cumplió su
promesa de no abandonarla, aunque incumplió la de no casarse nunca con ella.
Cuando Thérèse dio a luz a su primogénita. Rousseau no dudó en seguir la costumbre
del país y llevarla al hospicio, aunque le costó mucho convencer a la madre «para que
se valiese del único medio que había para salvar su honor». En esta primera ocasión
decidieron marcar la mantilla de la niña, para poder identificarla en un momento
dado. El resto de las veces ni siquiera tomó esta pequeña cautela que hubiera servido
para reconocerlos. Pero interrumpamos aquí esta sorprendente crónica sentimental, a
pesar de que aún no se haya mencionado a Sofía, la señora d’Houdetot, habida cuenta
de que por más de una razón esta merece un tratamiento aparte, como luego se verá.
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Diderot, la sexualidad y las cuestiones morales
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Una mentira como génesis de su autobiografía
Al final del libro II de sus Confesiones, Rousseau asegura haberlas escrito con la
finalidad de librarse de la pesada carga impuesta por los remordimientos y aliviar su
conciencia por la comisión de una falta durante su juventud. Se trata de una culpa que
no había logrado confesar jamás a nadie, ni tan siquiera en la más estrecha de las
intimidades. «Este peso —nos asegura— ha permanecido sin alivio alguno hasta hoy
sobre mi conciencia, y puedo decir que el deseo de librarme de él ha contribuido
mucho a la resolución que he tomado de escribir mis confesiones.» Cabe preguntarse,
ciertamente, qué fue lo que hizo a Rousseau sentirse tan culpable como para
motivarle a redactar sus célebres Confesiones. Eso que él mismo califica de acción
atroz consistió en el robo de una pequeña cinta para el cuello (quizá por eso se
muestre tan ferozmente contrario a los adornos en sus escritos posteriores) del que
después culpó a otra persona, la joven y hermosa cocinera de una casa donde
Rousseau trabajó como lacayo en Turín cuando solo contaba dieciséis años. Veamos
el relato de los hechos que Rousseau nos brinda en las Confesiones. Quieren saber
dónde ha cogido la cinta. Azorado, balbucea y termina diciendo, mientras se ruboriza,
que Marión es quien se la ha dado. Marión no solo es bonita, sino que tiene una
frescura y una dulzura que hacen que resulte imposible mirarla sin amarla. Además
de una chica buena, es sensata y absolutamente leal. Por eso se sorprenden cuando
dice su nombre. «Llega ella, le muestran la cinta y yo la acuso descaradamente; ella
se queda desconcertada, se calla y me lanza una mirada que habría desarmado al
diablo en persona, pero que mi corazón resiste. Luego lo niega con rotundidad, pero
sin arrebatarse, me increpa y me exhorta para que recapacite y no deshonre a una
chica inocente que nunca me ha hecho mal alguno; yo, con una desvergüenza
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infernal, confirmo mi declaración y mantengo que me ha dado la cinta. La pobrecilla
se pone a llorar y me musita entre sollozos estas palabras: “¡Ah, Rousseau! Os creía
bueno. Me hacéis muy desdichada, mas no me gustaría estar en vuestro lugar.” Eso
fue todo. Continuó defendiéndose con tanta sencillez como firmeza, pero sin
permitirse la menor invectiva en contra mía. Esa moderación, que contrastaba con mi
tono resuelto, la perjudicó. Se nos despidió a los dos, pronosticándose que la
conciencia del culpable vengaría cumplidamente al inocente. Tal predicción no
resultó vana, pues no ha dejado de cumplirse ni un solo día.»
Rousseau siempre se sintió culpable por esta mentira por la cual responsabilizó a
Marión de una fechoría que él había cometido. Si hemos de creer su testimonio, los
remordimientos con que su conciencia sancionaba esa culpa le atormentaron durante
toda su vida y le inspiraron a escribir sus famosas Confesiones. Parece más verosímil,
en cambio, que concibiera el proyecto de redactarlas en 1764, cuando un panfleto
publicado por Voltaire de forma anónima, bajo el título Sentimiento de los
ciudadanos, le reprochó haber abandonado a sus cinco hijos en el hospicio y, por lo
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tanto, no haber cumplido con lo que Hans Jonas, conocido por su libro titulado El
principio de la responsabilidad considera el paradigma o el arquetipo del concepto
mismo de responsabilidad. Según este filósofo alemán, en la moral tradicional
encontramos un caso, que conmueve profundamente al espectador, de una
responsabilidad y un deber elementales no recíprocos que se reconocen y que se
practican espontáneamente: la responsabilidad y el deber para con los hijos que
hemos engendrado y que perecerían sin los cuidados que a continuación precisan.
«Este es el único comportamiento totalmente altruista procurado por la naturaleza —
nos dice Jonas—; de hecho, el origen de la idea de responsabilidad no es la relación
entre adultos autónomos (la cual es origen de la idea de los derechos y deberes
recíprocos), sino esta relación, consustancial al hecho biológico de la procreación,
con la prole necesitada de protección. Este es el arquetipo de toda acción responsable,
arquetipo que, felizmente, no precisa ninguna deducción a partir de un principio, sino
que se halla poderosamente implantado por la naturaleza en nosotros (o, al menos, en
la parte de la humanidad que da a luz).»
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En realidad, él había examinado con detenimiento el destino de sus hijos y había
elegido la opción que le pareció más aconsejable para ellos. El noveno paseo de Zas
ensoñaciones vuelve a tratar este asunto y allí Rousseau transfiere parte de su culpa
de nuevo a otra persona. Thérèse Levasseur, la madre de sus hijos, los habría echado
a perder y la familia de esta podría haberlos convertido en unos monstruos; ante
semejante probabilidad, la protección pública brindada por la educación en el
hospicio resultaba menos lesiva para ellos, de manera que los dejó en sus manos. Lo
contrario hubiera sido una irresponsabilidad por su parte y les hubiera granjeado un
destino mil veces peor. En el libro IX de las Confesiones aduce no haber querido que
sus hijos recibieran una educación similar a la que muestran las costumbres de su
desventurado cuñado. Rousseau no acepta que se le considere un padre
desnaturalizado capaz de odiar a los niños y alega en su defensa la prueba de sus
escritos, aduciendo que, «indudablemente, sería la cosa más increíble del mundo que
La nueva Eloísa y el Emilio fueran obra de un hombre que no quiere a los niños». Al
margen de que acertase o no al dejar a sus hijos en el hospicio, lo cierto es que
Rousseau supo rentabilizar los remordimientos de su conciencia y la culpa se
convirtió en acicate para escribir obras como las Confesiones o el Emilio.
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Re trato de Marie-Thérèse Leva-
sseur (1790), de E. Charryére.
Y esto fue así pese a todas las justificaciones con que pretendió eludir su
responsabilidad. Dichas justificaciones quedaron compendiadas en una carta escrita
el 20 de abril del año 1751. En ella, Rousseau se declara incapaz de mantener una
familia con unos ingresos tan modestos y esporádicos que casi no alcanzan para su
propia manutención; eso sin contar con que su trabajo no le permite verse
importunado por las preocupaciones domésticas o los cuidados de la prole, así como
el hecho de que su dolorosa enfermedad no le permitiría vivir demasiado tiempo.
También estamos familiarizados ahora con muchas de las demás coartadas con que
Rousseau fue salpicando sus escritos. Recordemos que la familia de Thérèse suponía
una grave amenaza para educar a sus hijos, quienes después de todo iban a correr
mejor suerte viéndose confiados al Estado, tal como propusiera Platón en su
República, o que, a fin de cuentas, él se limitó a hacer lo mismo que muchas de las
personas con quienes trataba en aquella época, un dato que las estadísticas del
período corroboran. Su retórica intenta exculparlo, aduciendo que se habría tratado,
no tanto de un crimen que habría que reprocharle, sino de una desgracia por la que
compadecerle. La hechura de la sociedad habría determinado su decisión y, sin duda,
en ausencia de la desigualdad reinante entre los hombres, habría podido gozar de las
bendiciones de la paternidad. Serían los ricos quienes habrían robado el pan de sus
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hijos al sumirlo en la pobreza. «Me veo privado del placer de verlos y jamás he
saboreado el placer de los abrazos paternos. No veo en ello sino un motivo para
tenerme lástima. Los libero de pasar miserias a mis expensas; así quería Platón que
fuesen educados todos los niños en su República, que cada cual ignorase quién era su
padre y que todos fuesen hijos del Estado.» Con todo, el fiscal acabó ganando la
partida y el juez del tribunal de su conciencia lo encontró culpable y dictó una
sentencia condenatoria por mor de su irresponsabilidad que abría una dicotomía
insalvable entre el ciudadano y el hombre. Los alegatos retóricos del elocuente
defensor no consiguieron rebatir las pruebas presentadas contra el reo. Aunque a
veces Rousseau quiso creer lo contrario, terminó por inculparse a sí mismo. Su
conciencia le condenó con la pérdida de su autoestima y ni siquiera sus inestimables
obras lograron reconciliarle consigo mismo, puesto que su autosatisfacción se veía
diezmada y carcomida por los remordimientos.
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¿Un padre desnaturalizado?
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Del sentimiento a la voluntad general
Sin embargo, la novela de Rousseau tuvo una excelente acogida. No solo fue un
clamoroso éxito de ventas con reediciones constantes, también lo fue de lectura, ya
que incluso se alquilaban ejemplares que se leían con toda voracidad. Fueron célebres
las reacciones de los lectores. Hubo desvanecimientos y varones anegados en
lágrimas. Algunos abandonaron sus obligaciones para leerla de un tirón, atrapados
por la trama y el embrujo del estilo. Esto es lo que señala Casanova. Se diría que
Rousseau puede permitirse casi cualquier cosa merced a su singular elocuencia, cosas
tales como denigrar a sus potenciales lectores, pero sin que se molesten por ello.
Kant, hechizado por otra de sus obras, el Emilio, también abandonó sus puntuales
paseos por Königsberg, incapaz de interrumpir la lectura ni siquiera para cumplir con
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sus legendarias rutinas cotidianas, que sus vecinos aprovechaban para poner los
relojes en hora.
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descrito». Como señala Jean Starobinski en Jean-Jacques Rousseau, la transparencia
y el obstáculo, «la perspectiva parte ahora del instante presente. El presente gobierna
el espacio retrospectivo en lugar de ser aplastado por él. Rousseau descubre que el
pasado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción actual… solo
aquí —prosigue Starobinski— se mide toda la novedad que aporta la obra de
Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una experiencia inmediata, a la
vez que sigue siendo el instrumento de una mediación; se puede decir que ha sido el
primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del yo con el lenguaje; la
“nueva alianza” en la que el hombre se hace verbo».
El legislador de El contrato social (capítulo VII del libro II) también tiene que
inventar un lenguaje para hablar al pueblo, ya que las miras generales están
demasiado fuera de su alcance y difícilmente percibe las ventajas aportadas por las
continuas privaciones que imponen las buenas leyes. Para que un pueblo naciente
pudiera entender las sanas máximas de la política y atender a las reglas
fundamentales de la razón de Estado, sería preciso que el efecto pudiera volverse
causa y que «los hombres fueran antes de las leyes que deben llegar a ser por ellas».
Por eso, en el transcurso de la historia los legisladores han tenido que traducir sus
pretensiones a otro lenguaje y han hecho hablar a una autoridad divina con el fin de
arrastrar a quien no cabía mover mediante la prudencia humana; aunque por supuesto
«no a todos los hombres corresponde hacer hablar a los dioses ni ser creído cuando se
anuncia como su intérprete».
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sentido, ni sobre lo que mis sentimientos me han llevado a hacer», sentencia
Rousseau al comienzo del libro VII de las Confesiones.
Comoquiera que sea, lo cierto es que, según señala Cassirer en El problema Jean-
Jacques Rousseau, «a las fuerzas del entendimiento reflexivo sobre las que descansa
la cultura del siglo XVIII, Rousseau contrapone la fuerza del sentimiento; frente al
poder de la razón contemplativa y analítica, Rousseau será quien descubra la pasión y
su elemental impetuosidad originaria». De ahí el propio título de la obra que
Rousseau se propuso escribir y que no llegó a hacerlo nunca: La moral sensitiva, o el
materialismo del sabio. Este tratado ético se habría basado en sus propias
observaciones, que le habían hecho ver cómo la mayoría de los hombres, en el
transcurso de su vida, parecen transformarse y trocarse en hombres diferentes. Su
intención era indagar las causas de tales variaciones y atenerse a las que dependen de
nosotros, a fin de modificar los deseos en sus orígenes. La idea directriz era estudiar
todo cuanto condiciona nuestra peculiar maquinaria para «gobernar en su origen
aquellos sentimientos por los que nos dejamos dominar», escribe en el libro IX de las
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Confesiones. Lo único que llegó a escribir sobre este particular fueron sus epístolas a
Sofía D’Houdetot, que se conocen bajo el nombre de Cartas morales.
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Sentir antes de pensar
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Las Cartas morales a Sofía
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Independientemente de los paralelismos que puedan trazarse entre la conciencia
moral kantiana y la formulada por Rousseau, este último recalca las dos pulsiones
primitivas del hombre: la piedad y el instinto de conservación, es decir, la
repugnancia natural a ver sufrir a los demás y el interés por nuestro propio bienestar,
de suerte que «todas las reglas del derecho natural parecen derivarse no de la razón,
sino del concurso y de la combinación que nuestro espíritu está en disposición de
hacer de ambos principios, sin que sea necesario hacer entrar en juego a la
sociabilidad». Al introducir la sociedad en el contexto anterior, el instinto de
conservación deviene amor propio y cada cual se toma por el centro del mundo. El
papel de la piedad resulta entonces aún más capital. «Es la piedad quien, en lugar de
esta sublime máxima de justicia razonada: “Haz a los demás lo que quieres que se te
haga a ti”, inspira a todos los hombres esta otra máxima de bondad natural que, si
bien menos perfecta, acaso sea más útil que la precedente: “Procura tu bien con el
menor mal ajeno que sea posible”», dictamina Rousseau en su discurso sobre la
desigualdad. La piedad es una condición de posibilidad para vivir en sociedad, al
permitir a la razón argumentar en contra de sí misma. Sin empatía, la cohesión social
se desvanece y por eso resulta tan oportuno releer a Rousseau en nuestros días,
cuando dicha empatía brilla por su ausencia, eclipsada por una feroz competitividad
individualista.
Así pues, Kant y Rousseau se refieren a cosas muy diversas cuando apelan a la
conciencia, pese a que su función podría tener cierto aire de familia. En efecto, la
conciencia rousseauniana nada tiene que ver con el imperativo categórico de Kant en
tanto que imperativo de un desinterés absoluto, que exigiría renunciar a todas las
pasiones, toda vez que en Rousseau, bien al contrario, es la pasión por la justicia la
que debe cultivarse cuidadosamente, porque solo esta pasión puede oponerse a las
pasiones sociales del amor propio. «Si se concibe al hombre como un ser cuyo
sentimiento o pasión dominante es el amor propio, la conciencia se opone entonces a
las pasiones; pero Rousseau invierte los valores, porque ve en el amor de sí un
sentimiento bueno que, bien desarrollado, despierta una conciencia respetuosa del
amor de sí de cada hombre, es decir, de su derecho natural a la igualdad y a la
libertad, tanto en el plano físico como moral», señala Martin-Haag en su libro
Rousseau ou la conscience sociale des lumières (Rousseau o la conciencia moral de
las luces). Esta conciencia buscaría satisfacer nuestro interés particular mediante la
realización del interés común. Lo llamativo es que, a pesar de que tanto Kant como
Rousseau invocan la conciencia moral como piedra de toque para definir lo
éticamente correcto, el primero recurre para ello a la razón como instancia suprema,
mientras que el segundo remite más bien al sentimiento. La razón de esta divergencia
es que para Rousseau todo se reduce al «sentimiento interior», como le escribe a
Jacob Vernes en una carta, incluso la propia naturaleza, pues no existe otra naturaleza
que la de nuestro fuero interno, la propia intimidad.
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De hecho, en Rousseau no solo quedan entrelazados la ensoñación y el
pensamiento, sino que también resulta difícil discriminar entre ficción y realidad, tal
como testimonia la recreación de sus Confesiones, donde incidentes capitales para su
vida, como el robo de la cinta para Marión o el abandono de sus hijos en un hospicio,
son recreados como si fueran un relato literario cuyo protagonista puede interpretar
uno u otro papel al margen de las circunstancias. No es menos llamativa la
identificación ideal de Rousseau con Saint-Preux, el protagonista de su novela Julia,
o la nueva Eloísa al que cortejan dos hermosas primas con bellezas y caracteres
complementarios y que parece representar al joven preceptor que le habría encantado
ser. Aunque, sin duda, nada puede igualar a lo que le ocurrió con la señora
D’Houdetot, la Sofía de sus Cartas morales, quien, lejos de inspirar a la Julia que
protagoniza La nueva Eloísa, quedó por el contrario revestida con los atributos que
ya había proyectado sobre su personaje. Así es como lo relata el propio Rousseau:
«El retorno de la primavera había redoblado mi tierno delirio, y en mis transportes
eróticos había redactado para las últimas partes de Julia varias cartas que se resienten
del arrebato en que las escribí. Precisamente por entonces tuve una segunda visita
imprevista de la señora D’Houdetot, en ausencia de su marido y de su amante».
Así pues, el giro afectivo dentro de las narraciones que imputamos aquí a
Rousseau tiene varios elementos. Por supuesto, no fue ni mucho menos el único
ilustrado que reparó en el papel de las pasiones y del sentimiento, pero sí el que lo
convirtió en un principio básico de su pensamiento, con la compasión y el amor hacia
uno mismo como elemento vertebrador de su sistema, e incluso de su propia vida, de
su obra y de su absolutamente idiosincrásico estilo narrativo. Nada mejor para
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recalcar esto que terminar citando un pasaje de su correspondencia con Sofía: «Basta
de humillar al hombre por vanagloriarse de dones que no tiene; si la razón le aplasta y
envilece, el sentimiento interior le realza y honra; el involuntario homenaje que el
malvado rinde al justo en secreto es el verdadero título de nobleza que la naturaleza
ha grabado en el corazón del hombre. Al menos sentimos dentro de nosotros mismos
una voz que nos impide menospreciarnos; la razón repta, pero el alma se yergue; si
somos pequeños por nuestras luces, somos grandes por nuestros sentimientos y, al
margen de cuál sea nuestro rango en el sistema del universo, un ser amigo de la
justicia y sensible a las virtudes no es en absoluto abyecto por su naturaleza», leemos
en la cuarta de sus Cartas morales. Con todo, Rousseau era consciente de lo que sus
personajes literarios podían influir en los lectores, ya que, como escribe a Vernes, «la
devota Julia es una lección para los filósofos y el ateo Wolmar lo es para los
intolerantes». Mediante ellos quiso «enseñar a los filósofos que se puede creer en
Dios sin ser hipócrita y a los creyentes que se puede ser incrédulo sin ser un tunante».
Su novela y sus contenidos encajan perfectamente dentro de su corpus doctrinal, ya
que toda la obra de Rousseau es un prisma en el que los mismos problemas son
abordados desde facetas o perspectivas muy diversas que se complementan
mutuamente.
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he visto muchas máscaras: ¿cuándo veré los verdaderos rostros de los hombres?». Así
es como describe Rousseau, a través de su personaje literario, los célebres salones
parisinos donde se dan cita los enciclopedistas y los ilustrados franceses que rinden
un culto exacerbado a la diosa Razón. Rousseau les reprocha no mirar hacia su
interior y no atender al dictado del sentimiento.
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Una moral sensitiva, o el materialismo del sabio
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Camino de Vincennes…
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dictaba su sentir o, como él afirma, «lo que siente su mente», colmada por un sinfín
de ideas vivaces. Pero también reconoce a renglón seguido que lo sentido en esa
inspiración de quince minutos le sirvió para escribir sus dos primeros Discursos y el
Emilio, que no es poco. Estas tres obras serían inseparables y formarían una unidad
en su conjunto. «Todo el resto se perdió y únicamente pude escribir durante ese
trance la prosopopeya de Fabricio.»
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su paso y, mientras caminaba leyendo el Mercurio de Francia, dio con el tema que
planteaba la Academia de Dijon para el año siguiente, a saber: «Si el progreso de las
ciencias y de las artes ha contribuido a corromper o a depurar las costumbres». Nada
más leerlo, enfatiza Rousseau, «vi un universo distinto y me volví otro hombre». Tras
hacer la parada que ya conocemos, «al llegar a Vincennes, me encontraba en una
agitación rayana al delirio.
¿Solo algunas correcciones? Se diría que Diderot hizo bastante más de lo que
Rousseau nos cuenta en sus Confesiones. Le aconsejó, por ejemplo, que comenzara
su trabajo con un elogio de la ignorancia entresacado de la Apología de Sócrates,
obra que, para amenizar su cautiverio, estaba traduciendo Diderot y cuya autoría, a
pesar de todo. Rousseau olvidó citar. El relato que hace Diderot acerca del mismo
encuentro resulta significativo para la historia de las ideas. «La Academia de Dijon
—leemos en su obra La Réfutation d’Helvétius (La refutación de Helvétius)—
propuso como tema del premio: “Si las ciencias eran más perjudiciales que útiles a la
sociedad”. Yo estaba entonces en el castillo de Vincennes. Rousseau vino a verme y,
ocasionalmente, a consultarme sobre la posición que adoptaría frente a esa cuestión.
“No hay que titubear —le dije—. Tomaréis el partido que nadie tomará.” “Lleváis
razón” —me respondió—; y trabajó en consecuencia.»
Por lo tanto, la gran paradoja que hizo célebre a Rousseau de un día para otro en
realidad había sido concebida por Diderot. Ciertamente. Rousseau se muestra
incómodo al evocar los hechos. Cuando le mostró el texto a Diderot —nos decía—,
este quedó satisfecho. «Sin embargo —añade Rousseau—, esta obra, llena de calidez
y fuerza, adolece por completo de lógica y orden; de cuantas han salido de mi pluma
es la más débil en lo tocante al razonamiento y la más pobre en materia de armonía.»
Esta última aserción parece más bien un ajuste de cuentas con su antiguo amigo. Se
podría decir que Rousseau no supo perdonar a Diderot que le hubiese inspirado su
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primer escrito, aquel que, por añadidura, le catapultó a la fama e inició su carrera
como ensayista. Diderot finaliza su propia crónica recurriendo a la ironía con un
toque de amargura: «Dejo ahí a Rousseau; retorno a Helvétius y le digo: “Ya no soy
yo quien está en Vincennes; es el ciudadano de Ginebra”. Llego; la pregunta que me
hizo, soy yo quien se la hago. Me responde como yo le respondí. ¿Y vos creéis que
yo habría pasado tres o cuatro meses en apuntalar con sofismas una mala paradoja?;
¿que habría dado a esos sofismas el colorido que él les dio y que a continuación
habría erigido un sistema filosófico a partir de lo que inicialmente solo era una
ocurrencia ingeniosa?». Esta célebre anécdota pone de manifiesto que Diderot no
tenía problemas para alumbrar pensamientos originales y que, tal como nos informan
quienes lo conocieron, lejos de tener que plagiar las ideas de otros, se mostraba bien
dispuesto a compartir las suyas por el simple placer de analizar un problema, sin
reivindicar paternidad alguna de tales ocurrencias, justamente porque, como ya
sabemos, su propósito era «cambiar la manera común de pensar» e incitar a hacerlo
por cuenta propia, como luego dirá Kant. En este objetivo radica la meta más original
y genuinamente revolucionaria de la Enciclopedia: transformar el modo de pensar y
hacerlo más autónomo, menos dependiente de los tutores y los estereotipos de toda
laya.
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Los héroes de la imaginación
«Con seis años Plutarco cayó en mis manos y a los ocho me lo sabía de
memoria; leí todas las novelas y me hicieron derramar torrentes de
lágrimas antes de alcanzar la edad en que el corazón toma gusto por
ellas. Así se fraguó dentro de mí ese gusto heroico y novelesco que no
ha hecho sino acrecentarse hasta el momento presente. Durante mi
juventud creía encontrar en el mundo a las mismas gentes que había
conocido en mis libros y me entregaba sin reservas a quien supiera
infundirme respeto mediante una jerga que siempre me ha embaucado.
Al volverme más experimentado he perdido paulatinamente la esperanza
de encontrarlo y por consiguiente el celo por buscarlo. Amargado por las
injusticias que había padecido y por aquellas de las que había sido
testigo, afligido con frecuencia por el desorden hacia el que me habían
arrastrado el ejemplo y la fuerza de las cosas, desprecié a mi siglo y a
mis contemporáneos, al sentir que en su seno jamás encontraría una
situación capaz de contentar a mi corazón, me fui desligando poco a
poco de la sociedad de los hombres y me forjé otra en mi imaginación, la
cual me parecía tanto más encantadora por cuanto podía cultivarla sin
esfuerzo y sin riesgo, encontrándola siempre segura y tal como me hacía
falta.»
Jean-Jacques Rousseau, segunda Carta a Malherbes.
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En torno al concepto de «voluntad general»
Desde luego, en la Enciclopedia hay textos muy destacables, como es el caso del
artículo de Rousseau «Economía (Moral y Política)», más conocido como el Discurso
sobre la economía política, donde Rousseau comienza a desarrollar su noción capital
de «voluntad general», en diálogo con Diderot acerca de su entrada «Derecho
natural», escrita a toda prisa y a última hora porque no lo entregó a tiempo quien
había recibido esa encomienda. La primera vez que Rousseau emplea la expresión
«voluntad general», tras haber descartado la de «voluntad colectiva», reconoce que la
entrada de Diderot en torno al derecho natural ha sido para él «la fuente de este gran
y luminoso principio», el cual se verá desarrollado en su propio artículo sobre la
economía política. Gracias a esta expresión tomada de Diderot, Rousseau definirá el
cuerpo político como «un ser moral que tiene una voluntad; y esta voluntad general
es la fuente de las leyes, al mismo tiempo que la regla de lo justo e injusto». De
alguna manera, toda la filosofía política rousseauniana será un despliegue del
concepto de «voluntad general».
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Lec tura en casa de Diderot. Graba-
do de Louis Monziès.
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seguro de no seguir la propia inclinación pensando que se obedece la ley, si la voz
interior no está formada sino por el hábito de juzgar y de sentir en el seno de la
sociedad y según las leyes? Así las cosas, habría que consultar, como sugería Diderot,
los principios del derecho escrito, las acciones de los pueblos e incluso las
convenciones tácitas de los enemigos del género humano. Llegado a este punto,
Rousseau supone lo contrario de lo que pretendía establecer Diderot: «Es del orden
social establecido entre nosotros de donde extraemos las ideas de cuanto nos
imaginamos y solo comenzamos a devenir hombres tras ser ciudadanos».
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Definiciones de la voluntad general
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Desigualdad, educación y política
El título del presente libro, Y la política hizo al hombre (tal como es), remeda el de la
famosa película erótica rodada por Roger Vadim en 1956, Y Dios creó a la mujer, con
una despampanante Brigitte Bardot que a la sazón era la esposa del cineasta.
Rousseau nos viene a decir que la política es cosa de todos y que casi todo viene a
depender directa o indirectamente del buen gobierno. Esto lo suscribirá sin paliativos
nada menos que Immanuel Kant, el máximo representante de la Ilustración europea,
quien en una obra titulada El conflicto de las Facultades, fechada en 1798, nos dice
lo siguiente: «Nuestros políticos aseguran que se ha de tomar a los hombres tal como
son y no como los soñadores bienintencionados imaginan que deben ser, pero ese
como son viene a significar en realidad lo que un determinado tipo de política ha
hecho de ellos».
Jean-Jacques Rousseau también dice con toda contundencia que ninguna voz
«divina», como, verbigracia, la del Fondo Monetario Internacional, la de los datos
macroeconómicos o cualquier otra instancia intangible, puede doblegar la voluntad
popular, por la sencilla razón de que «la voz del pueblo es la voz de Dios», tal como
dice literalmente en su artículo sobre economía política publicado en la Enciclopedia
de Diderot. Aunque, por otro lado, también diga en El contrato social que la
democracia es un sistema demasiado excelso para los hombres: «Si hubiera un pueblo
de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a
los hombres». Ahora bien, ese pesimismo antropológico no le hacía aceptar sin más
esa divisa que nos es tan familiar por haber calado tanto entre los más jóvenes,
debido a la falta de horizontes y expectativas que se les brindan. Resulta preocupante
que la juventud no deje de decir a cada paso y para lo que sea: «Esto es lo que
hay…», haciendo gala de un conformismo impropio de su edad. Bien al contrario,
Rousseau creía que uno podía contribuir a cambiar las cosas y por eso enfatizó en
gran medida algo tan elemental como la empatía, un factor básico para la
supervivencia de la especie y la cohesión social, magnífico antídoto contra ese
individualismo competitivo que se ha impuesto en aras de unos intereses ideológicos
muy determinados.
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Uno de los muchos clichés o estereotipos que circulan sobre Rousseau le hace
pasar por un precursor del comunismo, al querer abolir la propiedad, en la estela de
Platón o Tomás Moro, cuando en realidad Rousseau lo único que quería era reducir
su exceso, es decir, impedir la acumulación de propiedades que propicia los
monopolios y los abusos por acapararlo todo: «Mi idea —escribe Rousseau— no es
destruir la propiedad particular, porque eso es imposible, sino encerrarla en las más
estrechas lindes que sea posible». Para erradicar la opulencia y la indigencia,
simultáneamente, recomendaba gravar todo cuanto fuese lujoso y limitar la industria,
a la vez que se potenciaba la agricultura. Eso es lo que recomienda a los corsos
cuando redacta un Proyecto de constitución para Córcega, en el que advierte que
tales medidas les harán más ricos que el propio dinero, por ser el dinero algo que solo
incentiva el comercio internacional y el crecimiento artificial. En efecto, lo más
deseable sería tender a la autarquía de que goza el señor de Wolmar en la nueva
Eloísa y primar en todo caso el comercio local. Esto que a primera vista podría
parecer harto ingenuo hoy en día, cuando la especulación financiera asfixia la
economía de mercado y la deslocalización de las empresas propicia severas
desigualdades sociales, cobra una rabiosa actualidad si se presta atención a lo que
pasa, por ejemplo, en el nordeste de Estados Unidos, donde el pequeño estado de
Vermont reclama una «secesión sostenible», cuyas claves para la independencia son
la autosuficiencia alimentaria y energética y el establecimiento de una banca pública.
Ahí está igualmente el programa Chiemgauer que intenta promover una divisa para
fomentar el comercio local en una pequeña población de la región alemana de
Baviera. O el denominado «consumo colaborativo» (sharing economy) que propone
utilizar las nuevas tecnologías para facilitar el acceso a bienes y servicios sin requerir
la propiedad de los mismos, algo que por otra parte se practica eficazmente en el
antiguo Berlín Este desde la caída del Muro y sin necesidad de recurrir a la
tecnología. Algunas de estas ingeniosas iniciativas ciudadanas que intentan combatir
las graves injusticias que genera el fenómeno de la globalización recuerdan
fácilmente al pensamiento rousseauniano de forma no deliberada.
Rousseau se mostró firme partidario de fomentar una gran clase media, como
forma de combatir la pobreza y las riquezas extremas, aduciendo que ninguna ley
será capaz de coaccionar al rico si este logra imponer su poderío económico por
encima de la coacción legal ni tampoco sabrá constreñir a un indigente que no tiene
nada que perder. «Las leyes —leemos en su Discurso sobre la economía política—
son igual de impotentes contra los tesoros del rico y contra la miseria del pobre; el
primero las elude, el segundo las obvia, uno rompe la tela, el otro pasa a través de
ella.» Entre otras cosas, Rousseau propone gravar las grandes fortunas para equilibrar
las desigualdades abismales y auspiciar una saludable cohesión social, una medida
que hasta hace poco formaba parte del programa socialdemócrata.
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Al analizar este tipo de propuestas, Yves Vargas, en su Jean-Jacques Rousseau. El
aborto del capitalismo, ha señalado muy recientemente que, si bien Marx quiso ser el
enterrador del capitalismo, Rousseau habría soñado más bien con abortarlo en su
génesis. Con frecuencia tendemos a olvidar los factores económicos que precedieron
al símbolo por antonomasia de la Revolución francesa: la toma de la Bastilla. En esa
jornada del 14 de julio cristalizó un descontento que tenía escasa motivación política.
El 28 de abril de 1789 estalló en París un motín contra un fabricante de papeles
pintados, un tal Réveillon, por haber afirmado que un obrero podía vivir muy bien
con quince céntimos al día. Su casa fue saqueada y hubo un violento enfrentamiento
con la policía. Como dice Albert Seboul, en su Compendio de la historia de la
Revolución francesa, «los motivos económicos y sociales de esta primera jornada
revolucionaria son evidentes; no era un motín político. Las masas populares no tenían
puntos de vista precisos sobre los acontecimientos políticos. Fueron más bien móviles
de tipo económico y social los que les pusieron en acción. Para resolver el problema
de la penuria, el pueblo estima que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y
aplicarla con rigor».
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En defensa del interés general
«Si los políticos estuvieran menos cegados por su ambición, verían cuán
imposible resulta que cualquier establecimiento pueda marchar según el
espíritu de su institución, si no está dirigida por el deber; sentirían que el
mayor resorte de la autoridad pública está en el corazón de los
ciudadanos, y que nada puede suplir a las costumbres para el
mantenimiento del gobierno. No solo no hay gentes de bien que sepan
administrar las leyes, sino que en el fondo solo hay gentes honestas que
sepan obedecerlas. Quien acaba por desafiar a los remordimientos, no
tardará en desafiar a los suplicios, y por muchas precauciones que se
tomen, a quienes únicamente aguardan la impunidad para obrar mal no
les faltarán medios para eludir la ley o eludir el castigo. Entonces, como
todos los intereses particulares se reúnen contra el interés general que
ya no es el de nadie, los vicios públicos tienen más fuerza para debilitar
las leyes que las leyes para reprimir los vicios; y la corrupción del pueblo
y de los jefes se extiende a la postre hasta el gobierno, por sabio que
pueda ser. El peor de los abusos es obedecer tan solo aparentemente
las leyes para socavarlas de hecho con más eficacia Pronto las mejores
leyes devienen las más funestas: sería cien veces mejor que no
existieran.»
Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre la economía política.
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Indignación frente a las desigualdades
Para Rousseau, el estado de naturaleza es tan solo una mera hipótesis o experimento
mental que le permite llevar a cabo y armar la estructura de su reflexión. A su juicio,
al examinar los fundamentos de la sociedad, todos los filósofos habrían sentido la
necesidad de remontarse hasta el estado de naturaleza, pero lo habrían hecho
transfiriendo al estado de naturaleza ideas propias de la sociedad, atribuyendo al
hombre salvaje los rasgos propios del hombre civilizado, a saber, necesidad, avidez,
opresión, deseos y orgullos, tal como señala en su Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres. El reto consistiría en ver al hombre
exactamente como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios
producidos en su constitución original. De nuevo, Rousseau lo dice a su manera:
«Semejante a la estatua de Glauco que el tiempo, la mar y las tormentas habían
desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que a una estatua feroz, el
alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente
renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, y por
el choque continuo de las pasiones, ha cambiado de apariencia hasta ser casi
irreconocible».
Lejos de ser un canto a la nostalgia que iría en detrimento del hombre civilizado
para ensalzar al buen salvaje, como pretendió sarcásticamente Voltaire, el «estado de
naturaleza» es una mera hipótesis metodológica que quiere conocer «un estado que
ya no existe, que acaso no haya existido jamás, que probablemente nunca existirá y
del que, pese a todo, hace falta tener nociones justas para juzgar nuestro estado
presente». Rousseau explícita que no aboga por destruir las sociedades, abolir la
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propiedad y retornar a la vida en el bosque junto a los osos, como ironizan sus
adversarios. Como explicaba Kant al final de sus clases recogidas en Antropología,
sus tres escritos acerca del daño que causaron la salida de la naturaleza y el ingreso
de nuestra especie en la cultura, la civilización y una presunta moralización, y que
representaron el estado de naturaleza como un estado de inocencia, solo tenían el
propósito de servir de hilo conductor para salir de los males en los que se envolvió,
por su propia culpa, nuestra especie. Con su Discurso sobre las ciencias y las artes, el
Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y
Julia, o la nueva Eloísa, Rousseau no quería «que el hombre retornase al estado de
naturaleza, sino que volviese la vista hacia él desde el estadio en que ahora se
encuentra», según sentencia Kant de forma certera en su ya citada Antropología en
sentido pragmático.
Aun cuando el hombre sea bueno por naturaleza, «nuestras diversas situaciones
determinan y cambian a pesar nuestro los afectos de nuestros corazones; seremos
malos y viciosos en tanto que tengamos interés en serlo. El esfuerzo de corregir el
desorden de nuestros deseos casi siempre resulta vano y muy raramente es verdadero;
lo que hay que cambiar no es tanto nuestros deseos como las situaciones que los
producen», leemos en La nueva Eloísa. Por lo tanto, convendría «evitar las
situaciones que ponen nuestros deberes en oposición con nuestros intereses, y que
nos muestran nuestro bien en el mal de otro». El hombre civilizado estaría en
contradicción consigo mismo. La voz de su conciencia se ve acallada por el alboroto
de las pasiones y los prejuicios. «Sus sentimientos naturales hablan a favor del bien
común», pero su razón, desarrollada en y por la sociedad, refiere todo al interés
particular.
Rousseau constata, también en el Emilio, que «aquel que, en el orden civil, quiere
conservar la primacía de los sentimientos, no sabe lo que quiere. Siempre en
contradicción consigo mismo, siempre oscilando entre sus inclinaciones y sus
deberes, nunca será ni hombre ni ciudadano; no será bueno ni para él ni para los
otros». La hipótesis metodológica del estado de naturaleza nos permite imaginar otra
situación distinta, donde prima el amor de si y todavía no ha entrado en escena el
amor propio. Este último es un sentimiento relativo y artificial nacido en el seno de la
sociedad que, paradójicamente, nos aleja de los demás y nos encierra dentro de
nosotros mismos. «El amor propio, al comparar, nunca está contento ni sabría estarlo,
porque este sentimiento, que nos hace preferirnos a los demás, exige también que los
otros nos prefieran a ellos, lo que resulta imposible.»
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hombres bastante apaciblemente», leemos en uno de sus Fragmentos políticos. Pero
todo cambia con el advenimiento de la sociedad civil, que surge al instaurarse la
propiedad privada. «El primero que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir
“esto es mío” y encontró gente lo bastante simple para creerle, fue el primer fundador
de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no
hubiese ahorrado al género humano quien arrancando las estacas hubiese gritado a
sus semejantes: “Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis
que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie”», según reza el pasaje tantas
veces citado del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre
los hombres. De hecho, en el estado civil, a juicio del autor del Discurso sobre la
economía política, «el derecho de propiedad es el más sagrado de todos los derechos
de los ciudadanos, y más importante en ciertas consideraciones que la propia
libertad».
Los ricos llevan la impostura hasta su paroxismo, al encubrir las ventajas que les
reporta el derecho de propiedad y revestirlas con el manto de una convención
ventajosa para todos, «trocando la usurpación en un genuino derecho y el disfrute, en
propiedad», según argumenta en El contrato social. Logran «utilizar a su favor las
mismas fuerzas de quienes los atacan, consiguen convertir en defensores suyos a sus
adversarios, inspirándoles otras máximas y dotándole de otras instituciones que les
sean tan propicias como contrario era el derecho natural», anunciaba ya el Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. ¿Quién sería
capaz de no suscribir este programa: «Unámonos para preservar la opresión sobre los
débiles y contener a los ambiciosos»? Así se inventa el Estado. El objetivo de tal
asociación sería «asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece, reparar en
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alguna medida los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al
débil a mutuos deberes».
El pacto social entre ricos y pobres queda sellado de una manera que resulta de
una pasmosa actualidad cuando la crisis económica socava los pilares del Estado de
bienestar europeo y se rinde a la lógica implacable de unos beneficios tan
desmesurados como injustificables: «Vosotros —escribe Rousseau— necesitáis de mí
porque yo soy rico y vosotros pobres: permitiré que tengáis el honor de servirme, a
condición de que me deis lo poco que os queda, a causa del trabajo que me tomaré
por mandaros», leemos en su Discurso sobre la economía política. Así las cosas, solo
importa el dinero y este se reproduce a sí mismo según el conocido «efecto Mateo»: a
quien más tiene más se le dará. Rousseau afirma que el dinero es la semilla del
dinero, y la primera moneda a veces resulta más difícil de ganar que el segundo
millón. Habitualmente, señala Rousseau, «la riqueza de una nación propicia la
opulencia de algunos particulares en perjuicio del público y los tesoros de los
millonarios aumentan la miseria de los ciudadanos», sentencia en sus Fragmentos
políticos. Si damos un paso más en su inmisericorde y, por desgracia, tremendamente
actual análisis político-sociológico, Rousseau mantiene que los ricos y poderosos
«solo estiman las cosas de que disfrutan mientras los demás se vean privados de ellas
y, sin cambiar su estatus, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable»,
escribe en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres.
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Ante semejante panorama. Rousseau pretende sondear cuál podría ser la
verdadera esencia del hombre, para tenerla en cuenta y pergeñar instituciones
políticas acordes. Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la
sociedad —aduce— han experimentado la necesidad de remontarse hasta el estado de
naturaleza, pero ninguno lo ha alcanzado. Rousseau se propone rastrear «las rutas
olvidadas y perdidas que a partir del estado de naturaleza han debido llevar al hombre
hacia el estado civil», a fin de identificar las pasiones artificiales que no tienen un
fundamento real en la naturaleza y discriminar así la genuina esencia virtual que se
actualiza cuando queda determinada por una u otra situación. Para llevar esto a cabo
no ve otra vía que la introspección y no conviene olvidar que las vivencias de
Rousseau, como en el caso de la desigualdad social, afloran por doquier en sus
escritos.
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Cuadro moral de la vida en sociedad
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El contrato social y el Emilio: dos obras condenadas a la
hoguera
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palabra de Dios contenida en los textos sagrados, en El contrato social Rousseau
viene a decir que no hace falta ser príncipe o legislador para interesarse por la vida
pública, es decir, por la política, y llega a mantener —en el capítulo dedicado a la
Monarquía— que Maquiavelo, al intentar dar lecciones a los reyes, las dio a los
pueblos; razón por la que El príncipe resulta un libro del que pueden aprender mucho
los republicanos. El proyecto se expresa muy claramente en las primeras líneas de la
obra, que se leyó poco en su momento, hasta que los revolucionarios franceses le
rindieron culto: «Me propongo indagar si en el orden civil puede haber alguna regla
de administración segura y legítima, tomando a los hombres tal como son, y las leyes
tal como pueden ser».
La soberanía, como principio de legitimidad del poder, recae tan solo en el pueblo
y el pueblo, una vez constituido, escoge la forma de su gobierno, siendo así que,
como ya sabemos, la democracia sería más bien un sistema propio de dioses, ya que
un gobierno tan perfecto difícilmente casa con los hombres. La democracia será
conservada como forma de soberanía, sin dejar de resultar rentable funcionalmente a
una «aristocracia» o élite de sabios y magistrados virtuosos. Los miembros del cuerpo
social «adoptan colectivamente el nombre de pueblo, llamándose en particular
ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana y súbditos en cuanto sometidos
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a las leyes del Estado». Cualquier gobierno legítimo ha de ser republicano, como
luego dirá Kant en la estela de Rousseau. No en vano, Kant reconoció, como vimos
anteriormente, que la lectura de Rousseau imprimió un giro a su pensamiento y que a
partir de entonces consagró su trabajo intelectual a abogar por los derechos de la
humanidad. El objetivo de Rousseau es cuadrar el círculo entre el interés personal y
el público, a saber, «encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y merced a la cual
cada uno al unirse a todos no obedezca sino a sí mismo, de suerte que queda tan libre
como antes». La voluntad general velará por la consecución del bien común,
poniendo en un segundo plano los intereses particulares.
«Se nos dice que un pueblo de auténticos cristianos sería la sociedad más perfecta
que puede imaginarse», señala Rousseau en el capítulo titulado «De la religión civil»;
sin embargo, «cada una de estas palabras excluye a la otra», dado que el cristianismo
«solo predica servidumbre y dependencia, siendo su espíritu demasiado favorable a la
tiranía para que esta no se aproveche siempre; los verdaderos cristianos están hechos
para ser esclavos», afirma en uno de los muchos pasajes provocadores que lograron
escandalizar a las autoridades civiles y eclesiásticas del momento, ya que suponía una
neta separación de la Iglesia y del Estado, al proponer el establecimiento de una
religión civil, una religión laica que restituiría, por ejemplo, la figura de un
matrimonio no eclesiástico, introducido por la Revolución francesa y mantenido por
la tradición republicana. Rousseau aboga con su religión civil por una secularización
de la sociedad que contenga los excesos del monopolio eclesiástico alentado por la
actitud intransigente de la Corona. «Me gustaría que en cada Estado hubiera un
código moral —había escrito en su Carta a Voltaire de 1756—, o una especie de
profesión de fe civil, que contuviera positivamente las máximas sociales que cada
cual estaría obligado a admitir, y negativamente las máximas fanáticas que estaría
obligado a rechazar, no como impías, sino como sediciosas. Así, toda religión que
fuera compatible con el código sería admisible, la que no lo fuera quedaría proscrita y
cada cual sería libre de no tener otra que el propio código.» La intolerancia sería el
enemigo a batir en primer lugar. ¿Cómo cabría ser tolerante con quien no ejerce la
tolerancia y quiere imponer a toda costa su propio criterio?
Desde luego, Rousseau experimentó esa intolerancia en carne propia cuando sus
dos obras mayores, El contrato social y el Emilio, fueron censuradas y condenadas a
la hoguera. Él se permitió bromear con que no le preocupaba ir a prisión, pero al ver
que no era la Bastilla su posible destino, sino que podía ser la muerte, optó por el
exilio. Primero se refugió en Neuchâtel, un principado que dependía de Federico II de
Prusia, ese rey filósofo con quien Voltaire había publicado, antes de acceder al trono,
el Antimaquiavelo y al que Rousseau dedicó este díptico: «Su gloria y su beneficio,
he ahí su Dios, su ley, Piensa como filósofo y se comporta como rey». Incapaz de
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asumir verse protegido por este monarca, Rousseau aceptará la invitación de David
Hume para viajar a Inglaterra durante un tiempo, lo que le llevó a enfrentarse con su
valedor, como también ocurriría con su gran amigo Diderot. La crónica de esa
estancia en tierras inglesas y de su creciente desencuentro con Hume está bien
narrada en El perro de Rousseau, de John Eidinow y David J. Edmonds. Pero
volvamos de nuevo a sus obras.
El Emilio pasa por ser un tratado sobre la educación, que Rousseau escribió, una
vez más, por motivos biográficos; en este caso, para aplacar la desazón por haber
abandonado a sus hijos en el hospicio, como prueba el hecho de que Emilio sea
huérfano y reciba solo la educación de su mentor. En una carta dirigida a la duquesa
de Luxemburgo en junio de 1761, Rousseau así lo reconoce: «Las ideas con que esa
falta colmaron mi espíritu han contribuido en una gran medida a hacerme meditar el
Tratado sobre educación», tras confesar que ni siquiera había anotado la fecha del
nacimiento de los niños y pedirle que intente encontrar a la primogénita, nacida en el
invierno de 1746 a 1747, ¡para que ayude a su madre en caso de que él muriese!
Porque solo en esa ocasión se tomó la molestia de incluir una señal en su ropaje. Así
pues, «Emilio es huérfano. No importa que tenga a su padre y a su madre. Encargado
de sus deberes, hago míos sus derechos. Debe honrar a sus padres, pero solo debe
obedecerme a mí. Es mi primera o más bien única condición».
Para Rousseau, educar a un niño viene a ser algo así como reescribir la historia de
la humanidad, estableciendo una simetría entre la ontogenia o destino del individuo y
la filogenia o decurso de la especie. Para ello retoma el tema de la bondad natural del
hombre abordado en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres. El Emilio será un tratado sobre esa bondad natural, donde se
mostrará «cómo el vicio y el error, ajenos a su constitución, se introducen desde fuera
y lo alteran sensiblemente», y se planteará en definitiva cómo restituir su humanidad
a la tan desfigurada estatua de Glauco, esa imagen que vimos anteriormente. Si
cerramos las puertas al vicio, el corazón humano será bueno por naturaleza. «Todo
está bien al salir de las manos del creador; todo degenera entre las manos del
hombre», afirma con una sentencia que Kant adoptará en su escrito Comienzo
conjetural de la historia humana. Rousseau se muestra partidario no de una
educación positiva, «que tiende a formar el espíritu antes de tiempo y a procurar al
niño el conocimiento de los deberes del hombre», sino de una educación negativa que
tiende a «perfeccionar los instrumentos de nuestros conocimientos antes de
procurarnos tales conocimientos», una educación que no proporciona virtudes, pero
previene los vicios, con la que no se aprende la verdad, pero preserva del error.
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educar a un niño desde la razón sería tanto como comenzar por el final. Recordemos
que Rousseau recuerda o recrea haber sentido antes de pensar. Su biografía siempre
anda detrás de sus discursos teóricos. «La única pasión natural del hombre es el amor
de sí mismo, o el amor propio en sentido lato. Este amor propio en sí o relativo a
nosotros es bueno y útil; solo se vuelve bueno o malo en la aplicación que se hace de
él en lo tocante a las relaciones con los demás.» Con esta tesis por delante, Emilio
solo tendrá un libro de cabecera en su pubertad: Robinson Crusoe, «el más logrado
manual de educación natural». «Este libro será el primero que leerá mi Emilio y el
único que compondrá durante largo tiempo su biblioteca, donde siempre tendrá un
lugar destacado.» En realidad, el progreso de la educación de Emilio reproduce el
progreso de la humanidad. A su juicio, la política y la educación están muy
estrechamente ligadas, como demostraría el hecho de que la República de Platón no
es tanto una obra política, sino el más hermoso tratado de educación que se haya
hecho jamás. El instructor jugaría el doble papel de educador y de legislador que
procura sus leyes a la ciudad.
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Ideas innatas de justicia y virtud
«Echad una ojeada sobre todas las naciones del mundo, recorred todas
las historias. Entre tantos cultos inhumanos y extravagantes, entre esa
prodigiosa diversidad de costumbres y caracteres, por todas partes
encontraréis las mismas ideas de justicia y honestidad, por todas partes
las mismas nociones de bien y de mal. Hay pues en el fondo de las
almas un principio innato de justicia y virtud por el cual, a pesar de
nuestras propias máximas, juzgamos nuestras acciones y las de los
demás como buenas o malas, y es a ese principio al que doy el nombre
de conciencia.»
Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o De la educación.
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Lecturas de Rousseau
Para finalizar, puede resultar útil consignar dos lecturas de Rousseau hechas en
momentos emblemáticos de la historia moderna, como son la Revolución francesa,
por un lado, y la lucha ideológica contra el nazismo acometida por Ernst Cassirer en
su lectura de la Ilustración, por el otro. Comencemos por esto último. En 1932, la
inefable situación política de Alemania lleva a Cassirer a reparar en un autor como
Rousseau, buscando en sus ideas una pedagogía política que le parece absolutamente
necesaria. Para Cassirer, como señala en El problema Jean-Jacques Rousseau, las
preguntas que el filósofo plantea y le hacen oponerse a su siglo no han quedado en
absoluto anticuadas ni tampoco se pueden despachar sin más. Cassirer juzga
imprescindible en pleno ascenso del nazismo recordar los planteamientos políticos de
Rousseau, como por ejemplo el de la libertad, que para este no sería sinónimo de
arbitrio, sino justamente la superación y el abandono de todo lo arbitrario. Significa la
vinculación a una ley estricta que el individuo erige por encima de sí mismo. No es el
alejamiento de esta ley sino la adhesión autónoma a la misma lo que constituye el
carácter auténtico de la libertad.
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misma de derecho, conllevaría la disolución del pacto social y el retorno al estado de
naturaleza.» En sus Confesiones, nos dice Cassirer, Rousseau constata haber
advertido que «todo en la existencia humana depende radicalmente de la política y de
que ningún pueblo será sino lo que haga de él la naturaleza de sus leyes y de sus
instituciones políticas. Mas no podemos permanecer meramente pasivos ante esa
naturaleza, ya que no la encontramos, sino que hemos de producirla, crearla a partir
de un acto libre». Esta reivindicación del pensamiento de Rousseau, que Cassirer hizo
contra la libre renuncia a la autonomía que se apoderó de buena parte de la sociedad
alemana durante la década de 1930, podría aplicarse igualmente a nuestros días, en
los que las democracias necesitan verse revitalizadas en su nervio interno, en el
fundamento de su cohesión interna.
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disponerlos a la fraternidad universal». El contrato social se convirtió en la Biblia de
la Asamblea Nacional, al considerarlo «el templo más soberbio de la arquitectura
social, un código inmortal, guía de los legisladores, pirámide inquebrantable donde
están grabadas y se descifran hoy las verdades políticas fundamentales». Mercier
presenta el texto más célebre de Rousseau como clave de la Revolución. «El contrato
social: he ahí la fecunda mina de la que nuestros representantes han extraído los
materiales de la gran obra de la constitución que está ahora a su cargo. Las máximas
de Rousseau han formado la mayor parte de nuestras leyes, y nuestros representantes
han tenido la modestia y la lealtad de confesar que El contrato social fue entre sus
manos la palanca con la que han echado abajo ese enorme coloso del despotismo.»
Para otros, en cambio, ese libro resultaba menos comprensible que el Emilio, obra
que también fue muy apreciada por algunos de los revolucionarios, según certifica
Honoré Champion en su estudio Rousseau y la Revolución francesa. Comoquiera que
sea, Rousseau fue exhumado de su refugio en Ermenonville, donde había pedido
ubicar su tumba en medio de un islote, para ser trasladado con todos los honores al
Panteón de París, junto a los restos de Voltaire. Pero lo mejor será ceder la palabra a
uno de los principales protagonistas de la Revolución francesa y leer unas líneas del
Elogio de Rousseau ante la Convención que le hizo en 1794 Robespierre: «Atacó la
tiranía con franqueza, habló con entusiasmo de la divinidad; su elocuencia enérgica y
proba describió con ardor los encantos de la virtud. ¡Ah, si hubiera presenciado esta
revolución de la que fue precursor y que le ha llevado al Panteón, quién puede dudar
que su alma generosa hubiese abrazado con arrebato la causa de la justicia y de la
igualdad!».
De cualquier forma, lo cierto es que los intentos por casar política y moral han
resultado poco afortunados en la historia. Sin embargo, Rousseau daba por sentado,
igual que lo hará más tarde Kant, que la moral no puede conducirnos a una mejor
política, sino que esta es la llave o antesala de la moralidad. Parafraseando a
Rousseau, Kant nos dirá, en su irónico escrito titulado Hacia la paz perpetua, que el
problema del establecimiento de un Estado tiene solución incluso para un pueblo de
demonios, ya que basta con establecer normas que contengan mutuamente sus
antagónicas inclinaciones, a fin de que comporten públicamente la hipotética
inexistencia del antagonismo de la «insociable sociabilidad». La política es vista por
ambos como una condición de posibilidad para la vida moral, y no al contrario. De
hecho, para Rousseau el hombre no es moral dentro del estado de naturaleza, donde
solo imperarían las reglas insulares de un Robinson Crusoe, y solo devenimos seres
morales al hacernos ciudadanos.
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El estanque, la isla de los Chopos y
el castillo de Ermenonville. Justo
después de su muerte, Jean-
Jacques Rousseau fue enterrado
en esta isla.
El título del presente libro quiere aludir a esa doble dimensión que tendría la
política en el pensamiento de Rousseau. Por un lado, se refiere a ese hombre
civilizado que tiene todos los vicios inducidos por el amor propio y ese prurito que, al
hacerle compararse constantemente con los demás, le hace querer ser siempre
superior, así como pretender acaparar cuanto se le antoje; esto da pie a las mayores
injusticias y desigualdades de orden social, las cuales no comparecían en el estado de
naturaleza gracias a la preexistencia de una empatía luego perdida y que no se ve
invocada por la mala política. Sin embargo, por otra parte, también hace alusión a esa
política que podría dotarnos de moralidad gracias a la figura del contrato social y
merced a esa voluntad general que solo mirara por el bien común, al verse propiciada
por una educación pública centrada en la cohesión social. Desafortunadamente
resultan de plena vigencia sus planteamientos económicos. Con ellos pretende
erradicar simultáneamente los extremos de una pobreza y de una opulencia que
siempre se sabrían por encima de la ley, en aras de una clase media que propiciaría la
cohesión social, y hacer valer que cada cual pueda prosperar en virtud de sus méritos
y de su propio esfuerzo, sin verse lastrado ni apoyado por el linaje o las herencias. El
mensaje de Rousseau es muy claro. Los pueblos nunca podrán ser otra cosa que lo
posibilitado por sus gobiernos y por eso la política es cosa de todos. Como muy bien
subrayó Kant, allí donde no se producen a tiempo las reformas acaban sobreviniendo
revoluciones, tal como vino a demostrar la Revolución francesa. La noción de
contrato social y todo cuanto conlleva es de índole dinámica por naturaleza y no
puede ser estática, salvo que se esté dispuesto a pagar las consecuencias.
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Rousseau, profeta de la Revolución francesa
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Su legado para la posteridad
A Jean-Jacques Rousseau se le puede presentar de
muchas maneras, pero acaso la mejor forma de hacerlo
sea explicitar su gusto por las paradojas, es decir, por
aquello que a primera vista parece contrariar lo más
evidente. Después de todo, se hizo célebre con su
primer Discurso por cultivar una de ellas, al defender
que las ciencias y las artes habrían pervertido nuestras
costumbres originarias, cuando lo conveniente hubiera
sido mantener la tesis opuesta y elogiarlas por su
aportación al desarrollo de la humanidad y sus
talentos. Poco importa que tomara o no ese paradójico
partido bajo la inspiración de su por aquel entonces
muy cercano amigo Denis Diderot, como ya se apuntó
con anterioridad. Y tampoco importa demasiado este
detalle, puesto que su propia vida y sus obras fueron
una continua concatenación de paradojas, una alegoría
cuya clave es la paradoja.
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mencionar otros trabajos que solo se han valorado recientemente, a raíz de la atención
que les han dedicado pensadores como Lévi-Strauss o como Derrida, como sería el
caso de su interesantísimo Ensayo sobre el origen de las lenguas. En su trayectoria
intelectual vienen a converger los dos hilos conductores que atraviesan nuestra
Modernidad. El culto a la razón, propio de su tiempo, no le hace olvidar el papel de
las emociones y de los sentimientos. Ese es el motivo por el que sus escritos pueden
servir de inspiración tanto al racionalismo voluntariamente desapasionado de
Immanuel Kant como a la sensibilidad exacerbada del romanticismo, según señala
Ernst Cassirer en Rousseau, Kant, Goethe. Filosofía y cultura en el Siglo de las
Luces.
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de Dios propuesta por un Leibniz cuya filosofía nos situaba en el mejor de los
mundos posibles. La reacción de Rousseau en su réplica a Voltaire en relación con
esta tragedia fue defender una suerte de deísmo que, sin embargo, daba poco trabajo a
Dios, al tratarse tan solo de una idea reconfortante, como lo será luego para Kant.
¿Por qué culpar a la naturaleza o a la Providencia, cuando el verdadero responsable
de los devastadores efectos del terremoto habría sido una determinada política
urbanística? El caso es que Rousseau opta por salvar a la Providencia, nadando a
contracorriente de aquellos ateos radicales a quienes Philipp Blom denomina «gente
peligrosa» en el título de su libro (Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la
Ilustración europea). Y si opta por esta posición es para reivindicar aún con más
fuerza la responsabilidad que los individuos tienen sobre la gestación de su destino
civil.
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Retrato de Jean-Jacques Rou-
sseau, por Allan Ramsay, en 1766.
El filósofo aparece vestido con un
atuendo típico armenio. El retrato
tiene su origen en el exilio que Rou-
sseau pasó en Londres como invi-
tado del pensador escocés David
Hume. La vestimenta del filósofo
despertó una gran curiosidad a su
llegada a la capital londinense y da
buena muestra de la fascinación
que provocó. El retrato fue un rega-
lo de Ramsay a su íntimo amigo y
compatriota Hume.
A decir verdad, las metamorfosis que sufrió durante su vida fueron tantas que
podrían representar varias reencarnaciones de una misma crisálida. En casi todas esas
transformaciones la historia del pensamiento registró lo que se conoce como «el
efecto mariposa». Tras cada nueva metamorfosis, Rousseau batía sus alas dialécticas
durante un corto lapso de tiempo y, haciendo bueno el proverbio chino que sirve de
base a la moderna teoría del caos —«el aleteo de las alas de una mariposa se puede
sentir al otro lado del mundo»—, la humanidad tomaba buena nota del evento y era a
su vez transformada de alguna manera por sus elocuentes escritos. Ahí están para
demostrarlo Julia, o La nueva Eloísa, Emilio, o De la educación y El contrato social
o Principios del derecho político.
Con toda seguridad nos encontramos ante uno de los pensadores más
caricaturizados. No faltan quienes le acusan de misoginia, mientras que otros
descalifican sus obras por no haber ejercido como padre; sin faltar a la verdad,
también se podrían recordar sus brotes de paranoia, como se hace en El perro de
Rousseau. Seguramente muchos asocian su nombre al mito del «buen salvaje», lo que
valida la sátira de Voltaire, que dijo sentir ganas de ponerse a gatear y caminar a
cuatro patas al leer su segundo Discurso. Con arreglo a esa caricatura, Rousseau
propugnaba retornar a la naturaleza y huir de la civilización. Es cierto que
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consideraba los bosques su mejor gabinete de trabajo y que pasear por ellos le
procuraba un enorme goce, mas no lo es que abominara de la civilización y la cultura,
puesto que solo en sociedad nos convertimos, a su juicio, en seres morales. Kant se lo
explicaba muy bien a sus alumnos de Antropología. Las tres paradojas u opiniones
refractarias a la obviedad que habría señalado Rousseau, según leemos en la
Antropología práctica de Kant, serían estas: «el perjuicio originado por la cultura o
las ciencias; el carácter lesivo de la civilización o la desigualdad de la constitución
civil, si bien no quepa concebir constitución alguna carente de desigualdad y que, por
tanto, no vaya de alguna manera en detrimento del hombre; el carácter nocivo de los
métodos artificiales tendentes a la moralización». Kant tampoco tiene nada contra las
paradojas. Más bien al contrario. Pues considera que una paradoja ingeniosa
estimulará nuestra meditación y nos alejará de los estereotipos. Hay algo en la
paradoja que está emparentado con la propia naturaleza humana y la contradicción
interna de sus facultades y capacidades. Ciertamente, resulta paradójico que solo en
la desigualdad propia del estado civil podamos lograr civilización y cultura, a pesar
de que dicha desigualdad resulte tan ingrata.
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sobra «raciocinio» computacional, pero, igual que los replicantes de Blade runner,
carecen de la más elemental empatía, es decir, les falta justamente aquello que
constituye para Rousseau el pilar básico de nuestra urdimbre social. La política, como
nos dice Antonio Machado en su Juan de Mairena, no puede carecer de entrañas. No
puede reducirse a cálculos economicistas que difuminen las necesidades de los
ciudadanos. Tiene que verse presidida por la empatía, como muy bien señaló
Rousseau, y no es cosa de unos pocos, sino de todos. Hablando de política y
juventud, Juan de Mairena escribe lo siguiente: «La política es una actividad
importantísima. Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el
desdeño de la política mala que hacen trepadores y cucañeros, sin otro propósito que
el de obtener ganancia y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política, aunque
otra cosa digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra
vosotros».
Con todo, lo mejor es ceder la palabra al propio Rousseau, para familiarizarse con
un lenguaje y una expresión que, como él mismo subrayó, forma parte inalienable de
su legado. De ahí que, a modo de Epílogo, se halla confeccionado un breve Glosario
con algunos de los términos capitales o conceptos clave de su pensamiento que, sin
ánimo de ser exhaustivos, sí resulta significativo y proporciona una guía para transitar
por el interior de su obra.
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Epílogo
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escondiéndose, a partir de entonces no hay nada que temer y, aunque se le ahogue con
pena, al menos se le somete con suma facilidad. Nunca tuve excesiva inclinación
hacia el amor propio, pero esta pasión ficticia se había exaltado dentro de mí en el
mundo y sobre todo cuando fui autor; puede que tuviera menos que otros, pero aun
así la tenía en dosis prodigiosas. Las terribles lecciones que he recibido pronto la
encerraron en sus primeros límites; comenzó por revolverse contra la injusticia, pero
ha terminado por desdeñarla. Al replegarse sobre mi alma y al cortar las relaciones
exteriores que la vuelven exigente, al renunciar a las comparaciones y a las
preferencias, se ha contentado con que yo fuese bueno para mí; entonces, al volverse
de nuevo amor hacia uno mismo, ha entrado en el orden de la naturaleza y me ha
liberado del yugo de la opinión».
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Buen salvaje: El mito del «buen salvaje» no hace su aparición con Rousseau, como
demuestra el hecho de que Platón mencione el mito de la Atlántida en su Critias.
Desde siempre ha sido común manifestar nostalgia por un paraíso perdido o una Edad
de Oro, cuyos supervivientes en la época de los grandes viajes y el descubrimiento de
nuevas tierras eran los brasileños o los tahitianos descritos por Bougainville. El
propio Montaigne contrapone la maldad de las gentes civilizadas a la ingenuidad y
bondad originarias de poblaciones lejanas. Desde su primer Discurso, Rousseau opta
por secundar esta contraposición entre la bondad natural y la corrupción del mundo
civilizado, para lo que evoca, por ejemplo, la Roma republicana y las comunidades
basadas en una economía agrícola autárquica. El «buen salvaje» es utilizado aquí para
ilustrar la libertad, un estado en el que el hombre, a salvo de necesidades artificiales y
ficticias, no puede ver sometida ni degradada su dignidad natural: «Los salvajes de
América, que van desnudos y que viven del producto de su caza, nunca pueden verse
domeñados. ¿Qué yugo cabría imponer a hombres que no necesitan nada?».
La figura del buen salvaje reaparecerá en el segundo Discurso como alguien que,
con arreglo a su medio ambiental, no desea nada que exceda sus necesidades
inmediatas: «Su imaginación no le muestra nada: su corazón no le pide nada. Sus
módicas necesidades se encuentran tan fácilmente a mano, y está tan lejos del nivel
de conocimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que no puede tener
previsión ni curiosidad. Su alma, que nada perturba, se entrega únicamente al
sentimiento de su existencia actual, sin tener ninguna idea del porvenir». El hombre
salvaje no sabría ser desdichado, al conformarse con su hábitat, al no depender sino
de sí mismo e ignorar las tensiones de las necesidades creadas por la sociedad, puesto
que el orden natural y el social serían heterogéneos. Una prueba de ello sería la
dificultad encontrada por los misioneros para hacerles adoptar otro modo de vida. «Si
estos pobres salvajes son tan desdichados como se pretende, ¿por medio de qué
increíble depravación del juicio rehúsan constantemente a emular nuestra urbanidad o
a aprender a vivir felices entre nosotros?»
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del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, ha debido ser la
época más dichosa y perdurable», leemos en el segundo Discurso. Tras esa juventud
del mundo, se da paso mediante la invención de la agricultura y la metalurgia a un
tercer estado de naturaleza, época de anarquía y guerra de la que solo se consigue
salir merced a la aceptación de un pacto único que da lugar al orden de injusticia y
desigualdad. Por su propia perfectibilidad, el hombre no puede seguir anclado al
estado del buen salvaje, lo que no significa un elogio del primitivismo ni la quimera
del retorno a esos tiempos míticos. Como Kant señaló en varias ocasiones, la figura
del buen salvaje no invita a la especie humana a regresar a un pasado superado para
siempre por el desarrollo histórico, sino más bien a orientarse en este mismo plano
con la brújula de un ideal que denuncia la corrupción y la perversión de las
condiciones de lo humano. «Al formar al hombre de la naturaleza —dice Rousseau
en el Emilio— no se trata de convertirlo en un salvaje y de relegarlo al interior de los
bosques. El mismo hombre que debe seguir siendo un estúpido en las selvas debe
devenir razonable y sensato en las urbes.» Conservando las cualidades del salvaje,
Emilio no se adapta en menor medida al estado social. «Hay una gran diferencia entre
el hombre natural viviendo en el estado de naturaleza y el hombre natural viviendo en
el estado de sociedad. Emilio no es un salvaje a desterrar a los desiertos; es un salvaje
hecho para habitar las ciudades.» El buen salvaje no es un ideal ni un modelo, sino
una simple etapa ineludible del desarrollo humano.
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Conciencia: Se trata del foro en que se manifiestan las verdades más elevadas.
Rousseau apela a la conciencia como el espacio en que el ser humano se vuelve
consciente de sí mismo y del lugar que ocupa en el conjunto de los entes naturales,
con independencia del momento histórico o de la clase social a la que pertenezca. No
hay otro origen del culto a la divinidad ni de las leyes morales que el localizado en
este tribunal interior, cuya fenomenología se despliega especialmente en La profesión
de fe del vicario saboyano. «Del sistema moral formado por la doble relación para
con uno mismo y para con sus semejantes nace el impulso de la conciencia» se puede
leer en el Emilio, siendo así que la conciencia no es un juicio ni una operación de la
razón, sino la facultad del amor al bien, una voz imperativa, un dictamen de nuestro
fuero interno que atiende sobre todo a los sentimientos. Es la voz que aprueba o
condena de manera unívoca. «Echad un vistazo —nos exhorta Rousseau en sus
Cartas morales a todas las naciones del mundo—, revisad todas las historias: entre
tantos cultos inhumanos y extraños, entre esta prodigiosa diversidad de costumbres y
caracteres, hallaréis por doquier las mismas ideas de justicia y honestidad, los
mismos principios de moral, las mismas nociones de bien y de mal. […] Así pues, en
el fondo de todas las almas existe un principio innato de justicia y de verdad moral
anterior a todos los prejuicios nacionales, a todas las máximas de la educación. Este
principio es la regla involuntaria sobre la cual, a pesar de nuestras propias máximas,
nosotros juzgamos nuestras acciones y las ajenas como buenas o malas, y es a este
principio al que doy el nombre de conciencia. […] ¡Oh conciencia —exclama
Rousseau—, instinto divino, voz inmortal y celestial, guía segura de un ser ignorante
y limitado, pero inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, sublime
emanación de la sustancia eterna que vuelve al hombre semejante a los dioses, solo tú
constituyes la excelencia de mi naturaleza! Sin ti no siento nada en mí que me eleve
por encima de los animales, salvo el triste privilegio de perderme de error en error
con la ayuda de un entendimiento sin regla y de una razón sin principio.» En el cuarto
paseo de Las ensoñaciones escribe Rousseau: «En todas las cuestiones de moral
difíciles como esta, siempre me ha parecido más oportuno resolverlas merced al
dictamen de mi conciencia que mediante las luces de mi razón. El instinto moral
nunca me ha engañado; hasta el momento ha conservado su pureza en mi corazón lo
bastante como para que pueda confiarme a él y, si algunas veces se calla delante de
mis pasiones en mi conducta, luego retoma bien su imperio sobre ella en mis
recuerdos. Ahí es donde me juzgo a mí mismo quizá con tanta severidad como con la
que pueda ser juzgado por el soberano juez tras esta vida. […] El que tales
distinciones se hallen o no en los libros, no quita para que dentro de su corazón las
dirima consigo mismo cualquier hombre de buena fe, que no quiere permitirse nada
que su conciencia pueda reprocharle».
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Contrato social: Según Rousseau, el concepto de contrato social es el principio de la
autoridad civil fundadora de derecho político. La noción había sido utilizada con
anterioridad desde el pensamiento político medieval hasta Pufendorf, pasando por
Hobbes, Locke o Grocio, pero no es menos cierto que se halla indisolublemente
unido al autor de El contrato social, o Principios del derecho político. En el Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres se dice que el
conflicto provocado por la reclamación arbitraria de determinadas propiedades da
lugar al derecho del más fuerte y al nacimiento de un primer ocupante. Los más ricos
habrían concebido el plan de mantener un statu quo que les resultaba favorable con el
fin de obviar el derecho natural. «Unámonos —dice el rico al pobre—, juntemos
nuestras fuerzas en un poder supremo que nos gobierne según leyes sabias, que
proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, aleje a los enemigos
comunes y nos mantenga en una perenne concordia.» Pero aquí Rousseau no habla de
pacto ni de contrato y se trataría únicamente de poner de relieve las ventajas de la
vida política en general. Sin embargo, al creer asegurar su libertad merced a esa
unión, «todos corren en pos de sus cadenas»; la libertad natural es destruida y la
propiedad se transforma en un derecho irrevocable, mientras algunos ambiciosos
someten al género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. La unión que
propone el rico para establecer la justicia resulta radicalmente injusta y ese cálculo de
intereses no es desde luego el principio sobre el que debe reposar el derecho político.
Con todo, pese a su fracaso, prueba «la necesidad de instituciones políticas», por
medio de las cuales se proteja la vida, los bienes y la propia libertad como verdaderos
derechos, con el objetivo de defender al hombre, no contra la naturaleza, sino contra
el hombre mismo, y a falta de las cuales el género humano perecería, como enfatiza
el Manuscrito de Ginebra.
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pueblo y son ciudadanos al participar de la autoridad soberana y someterse a las leyes
de la república.
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En el Proyecto de constitución para Córcega, Rousseau prima que se dote de la
consistencia necesaria para preservar su independencia, privilegiando la agricultura,
las manufacturas y el comercio local, pues el dinero solo sirve para generar
desigualdad. La nobleza y sus privilegios de nacimiento deberían desaparecer y dejar
lugar a las distinciones acordes con el mérito. Y en las Consideraciones sobre el
gobierno de Polonia apuesta por una vía reformista que implante los cambios de
forma paulatina y confíe su enraizamiento a la educación pública. El capítulo
dedicado al «sistema económico» en El contrato social aconseja «aplicar los pueblos
a la agricultura y a las artes necesarias para la vida, volviendo el dinero algo
despreciable»; de lo contrario, el pueblo queda sometido sin remedio «a uno de los
dos extremos; de la miseria o de la opulencia, de la licencia o la esclavitud».
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artesanos que la nobleza despreciaba y que hizo avanzar a la burguesía, pero ¿acaso
cabría encontrar ideas originales en sus páginas, cuando todo comenzó como un
simple proyecto de traducción? Como hemos visto, en un primer momento no se
trataba sino de traducir al francés una enciclopedia inglesa de dimensiones bastante
modestas, tres volúmenes y treinta gráficos, pero la empresa se agigantó con el
tiempo: tras un cuarto de siglo se publicaron diecisiete volúmenes de texto y once de
gráficos y se contaba con más de ciento cincuenta colaboradores y cuatro mil
suscriptores.
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«Creer» remite al de «Credulidad», que Diderot se permite definir como «el vicio
más favorable a la mentira».
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automáticamente, como hemos visto que sucedió con la obra de Helvétius. Si algo
discute cualquier autoridad religiosa o política, combate los prejuicios y quiere
cambiar el modo común de pensar, la culpa será seguramente de Diderot.
Voltaire desconfió de que una obra tan voluminosa pudiera propagar ideas
nuevas, pues creía más efectivos los textos cortos e incisivos. En abril de 1756,
Voltaire participaba sus dudas a D’Alembert: «Nunca veinte tomos de gran tamaño
propiciarán una revolución; los pequeños libros de bolsillo, a precio asequible, son
más temibles. Si el Evangelio hubiera costado dos mil sestercios, la religión cristiana
no se hubiera establecido». Pero Voltaire cambiará de parecer y se rendirá, como
todos, ante la evidencia. El titán de la Enciclopedia ha logrado hacer lo que parecía
imposible y Voltaire saludará ese inmenso trabajo, al escribir a Diderot en 1760:
«Esto es increíble. Solo vos en el mundo era capaz de un esfuerzo tan prodigioso; hay
tantos artículos admirables; las flores y los frutos se prodigan con tanta profusión que
se atraviesan cómodamente los zarzales. Os considero como un hombre necesario
para el mundo, nacido para esclarecerlo y aplastar el fanatismo y la hipocresía».
Ilustración: «Es un gran y bello espectáculo ver al hombre salir de alguna manera de
la nada por sus propios esfuerzos, disipar, por las luces de su razón, las tinieblas en
las cuales la naturaleza le había envuelto, elevarse por encima de sí mismo», leemos
al comienzo del Discurso sobre las ciencias y las artes. Esto testimonia que Rousseau
es hijo de su época, del Siglo de las Luces, aunque no deje de criticar el mal uso que
los hombres puedan hacer de esas luces ni de señalar la ambigüedad latente en ellas.
Para Rousseau, estas tienden a designar al saber, a los conocimientos y a las técnicas,
de manera que se asocia el progreso de los conocimientos con las mejoras en la
sociedad, cuando en realidad, a partir del establecimiento de la propiedad, la historia
de la humanidad descubrió el lujo, con un agravamiento progresivo de la injusticia y
de la inmoralidad. Sin embargo, tampoco cree que la humanidad pueda ganar nada
dando pasos atrás en ese itinerario; «Cuidémonos de concluir que haría falta quemar
todas las bibliotecas y destruir las universidades y academias, pues con ello solo
conseguiríamos volver a sumir a Europa en la barbarie y las costumbres no ganarían
nada».
Por tanto, Rousseau entiende por Ilustración un proceso necesario, dado que el
hombre ha abandonado la situación en que se encontraba en el estado de naturaleza,
pero debe ser consciente de tener que someter también a la debida crítica todos los
productos de la razón, evitando que propicien la manifestación de pasiones sociales
perniciosas. Rousseau entiende por Ilustración la imposición de fines racionales a
procesos sociales y políticos que por sí mismos carecen de sentido y dirección,
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capaces como son tanto de contribuir a la convivencia civil como de deshacer de un
plumazo los beneficios de la civilización.
Religión civil: Rousseau somete a la religión a una profunda crítica, al hacer de ella
el corolario de una doble fuente de legitimidad, a saber, la conciencia moral y el
pacto civil. La religión civil procede justamente de la segunda y coadyuva a cimentar
la cohesión interna de los ciudadanos, al ayudarles a respetar como sagrados los
fundamentos del orden político. Esta génesis evita asociar el culto religioso con la
pertenencia a una determinada etnia, confesión o costumbres, y pone las bases de una
sociedad multicultural, pero convencida de la sacralidad de los símbolos de su unidad
republicana. En su Carta a Voltaire de 1756 leemos: «Me gustaría que en cada Estado
hubiera un código moral, o una especie de profesión de fe civil, que contuviera
positivamente las máximas sociales que cada cual estaría obligado a admitir, y
negativamente las máximas fanáticas que estaría obligado a rechazar, no como
impías, sino como sediciosas. Así, toda religión que fuera compatible con el código
sería admisible, la que no lo fuera quedaría proscrita y cada cual sería libre de no
tener otra que el propio código». Por otra parte, la religión natural del vicario
saboyano representa en cierto modo la religión ideal del ciudadano ideal. Pero es en
el capítulo VIII del libro IV de El contrato social donde Rousseau viene a explicar las
razones por las que una religión viene bien para sostener la integridad del Estado y
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describe aquellas que cumplirían mejor con esa función, tras distinguir tres tipos de
religión: la ceñida al culto puramente interior del Dios supremo y a los deberes
eternos de la moral; la que especifica a un solo país sus dogmas, sus ritos o su culto
externo prescrito por leyes; y aquella otra que, al dar a los hombres dos legislaciones,
dos jefes y dos patrias, les somete a deberes contradictorios y les impide poder ser
devotos y ciudadanos a la vez, como haría el cristianismo romano. En cambio, la
religión civil que propone Rousseau sería esencialmente utilitaria y no serviría sino
para fortalecer la santidad del contrato social. El enemigo a batir es ante todo la
intolerancia.
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de la desigualdad entre los hombres, cabría distinguir tres tipos de sentimientos: los
sentimientos primarios, próximos aún a la naturaleza física: los tiernos y apacibles,
que fundamentan la cohesión social; y los sentimientos puramente sociales a los que
Rousseau denomina «pasiones». Todas las disposiciones que nos hacen más sensibles
e ilustrados, antes de que la sociedad las pervierta, constituirían la naturaleza humana.
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APÉNDICES
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OBRAS PRINCIPALES
Del contrato social, o Principios del derecho político (1762) cuenta con una
versión previa conocida como el Manuscrito de Ginebra y es lo único que se
conservó del ambicioso proyecto acariciado durante su estancia en Venecia de
redactar una magna obra titulada Instituciones políticas. La obra fue condenada a la
hoguera por el Parlamento de París. En una Francia donde todavía imperaba el
absolutismo y los reyes detentaban el poder por derecho divino, resultaba peligroso
hacer recaer la soberanía en el pueblo y hablar de una voluntad general que velaba
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por el interés público, además de proponer una religión civil que condenaba la
intolerancia. Esas mismas ideas convertirían a este libro en un objeto de culto para
algunos líderes de la Revolución francesa como Robespierre.
Julia, o la nueva Eloísa (1761) es una novela que fue un auténtico éxito de ventas
y de público, con la que Rousseau se proponía «enseñar a los filósofos que se podía
creer en Dios sin ser un hipócrita y a los creyentes que se puede ser incrédulo sin ser
un tunante». El descriptivo subtítulo reza como sigue: Cartas de dos amantes que
vivieron en una pequeña ciudad al pie de los Alpes. En esta obra se entrecruzan la
ficción con la realidad, porque mientras la escribía Rousseau se embelesó de la
señora D’Houdetot, Sofía, a quien por otra parte dedicará sus Cartas morales, donde
Rousseau expone las ideas éticas que tenía reservadas de nuevo para una obra más
ambiciosa titulada Moral sensitiva, o materialismo del sabio. Dicho sea de paso, la
vasta correspondencia de Rousseau merece verse consultada por la importancia que
tenía en aquel momento el género epistolar.
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Bibliografía para saber más
Algunas recomendaciones:
El primer libro, La Quimera del Rey Filósofo, puede servir para encuadrar las
relaciones mantenidas por la ética y la política en la historia de las ideas. Los dos de
Philipp Blom recrean de una forma tan amena como documentada el ambiente
intelectual de la época que le tocó vivir a Rousseau, partiendo de la Enciclopedia y de
los pensadores que de uno u otro modo trataron con él, algo que también hacen, cada
cual a su estilo, Carmen Iglesias y María José Villaverde. Jean Guéhenno proporciona
una buena presentación biográfica, que se puede complementar con la trayectoria
intelectual trazada por uno de los mejores conocedores del pensamiento de Rousseau:
Raymond Trousson, así como las lecturas del pensamiento rousseauniano que hacen
Ernst Cassirer y Jean Starobinski. EL perro de Rousseau narra su tormentosa relación
con David Hume.
ARAMAYO, ROBERTO R.: La Quimera del Rey Filósofo. Los dilemas del poder, o
el frustrado idilio entre la ética y la político, Taurus, Madrid, 1997.
BLOM, PHILIPP: Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos difíciles,
Anagrama, Barcelona, 2007.
—: Gente peligrosa. EL radicalismo olvidado de la Ilustración europea. Anagrama,
Barcelona, 2012.
CASSIRER. ERNST: Rousseau, Kant y Goethe. Filosofía y literatura en el Siglo de
las luces (edición de Roberto R. Aramayo), Fondo de Cultura Económica,
México, 2014.
EDMONDS, DAVID, y EIDINOW. JOHN: El perro de Rousseau. Los grandes
pensadores en la época de la Ilustración, Península, Barcelona, 2007.
GUÉHENNO, JEAN: Jean-Jacques Rousseau. Historia de una conciencia, Edicions
Alfons el Magnánim, Valencia, 1990.
IGLESIAS, CARMEN: Razón, sentimiento y utopía. Círculo de Lectores, Barcelona,
2006.
STAROBINSKI, JEAN: Jean-Jacques Rousseau, la transparencia y el obstáculo,
Taurus, Madrid, 1983
TROUSSON, RAYMOND: Jean-Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una
conciencia, Alianza Universidad, Madrid, 1995.
VILLAVERDE, M. J.: Rousseau y el pensamiento de las luces, Tecnos, Madrid,
1987.
1756. Revisa para su edición el Proyec- 1756. Inicio de la Guerra de los Siete
to de paz perpetua de Saint-Pierre. Años.
Mientras da un paseo por los bosques
de Montmorency concibe las cartas que
servirán como germen a La nueva Eloí-
sa.
1765. Rousseau decide aceptar la hos- 1765. James Watt inventa la máquina de
pitalidad que le brinda Hume y empren- vapor.
de viaje hacia Inglaterra, pasando por
Berlín, Basilea, Estrasburgo e incluso
París.