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Introducción
Las religiones, en general, pueden entenderse como “modos de configurar
socialmente el descubrimiento de lo divino como esperanza contra el dolor, el pecado y
la muerte”.1 Dentro de ellas, el cristianismo, que se fundamenta en la osada afirmación
que Dios ha tocado la historia humana de un modo insuperable e irrevocable en la carne
de Jesús, se define como una religión ético-profética que acentúa la vida y la praxis en
la historia como lugar de revelación y salvación de Dios. Su identidad se caracteriza por
ser humanista, profética y utópica. Humanista, en cuanto el ser humano –y de un modo
preferencial el empobrecido– está en el centro del evangelio. Profética, en cuanto
denuncia las causas profundas de las disfunciones socio-religiosas y anuncia un orden
nuevo que se basa en vivir la filiación en la fraternidad. Utópica, en cuanto el
cristianismo es portador de esperanza en medio de una situación desesperanzada y dador
de sentido en medio del sin-sentido de la vida, y en cuanto es capaz de imaginar no otro
mundo al margen de éste, sino este mundo de otra manera.2
Desde este encuadre, la pregunta más radical a la que debe contestar la teología
en un continente empobrecido como el nuestro, es cómo hablar de Dios desde el reverso
de la historia, cómo dar razón de la esperanza (cf. 1 Pe 3,15) en una realidad atravesada
por injusticias repetidas e institucionalizadas, por muertes violentas y prematuras, donde
convergen mucha pobreza… y mucha fe. Y mucha fe sostenida por una
“desconcertante” esperanza; por ese principio-esperanza que emerge como un enorme e
inagotable potencial y dinamismo de la existencia humana que le permite decir
constantemente no a cualquier realidad concreta y limitada que encuentre. Porque a
través de ese no, se percibe un sí radical que es el móvil y la fuerza del no; y si dice que
no, es porque primero dice que sí: un sí a la vida, al sentido, a lo ilimitado, a la plenitud
1
A. TORRES QUEIRUGA, Esperanza a pesar del mal. La resurrección como horizonte, Santander,
Sal Terrae, 2005, 93.
2
Cf. J.J. TAMAYO-ACOSTA, Para comprender la escatología cristiana, Estella, Verbo Divino,
1993, 7.
2
Desautorizar a la muerte
Que no sea lo último. Que no sea lo definitivo. Que los ojos mientan. Que la
vida no termine así. Que la muerte muera… piensan, anhelan, todos los que la tocan o
son tocados por ella. Porque toda la vida está transida de muerte: comenzamos a morir
cuando comenzamos a nacer. Se muere en el instante de la muerte, lo mismo que se fue
muriendo a lo largo de la vida; así, escribe Libanio, “la vida es el lento madurar de la
muerte”.6
Producto de nuestra contingencia, la muerte es inevitable. No somos Dios.
Aunque “inevitable” no es sinónimo de “definitivo”. La resurrección de Jesús –y con la
de Él, la nuestra– proclama que la muerte no tiene la última palabra; pero la historia
testimonia, apesadumbrada, que sigue teniendo –y muchas– palabras penúltimas. Aquí
se presenta, entonces, el desafío a la esperanza: ¿cómo transitar esa historia sin que lo
tan-patente-penúltimo silencie lo latente-último? Entre la vida y la Vida, está(n), tozuda,
la(s) muerte(s).
3
Cf. L. BOFF, El destino del hombre y del mundo. Ensayo sobre la vocación humana, Santander,
Sal Terrae, 1979, 29.
4
Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, Al tercer día resucitó de entre los muertos, Madrid, PPC, 2001, 15.
5
Ibid., 17.
6
J.B. LIBANIO-M.C.L. BINGEMER, Escatología cristiana, Buenos Aires, Paulinas, 1985, 159.
3
7
Cf. A. TORRES QUEIRUGA, Esperanza a pesar del mal…, 122.
8
Cf. J. SOBRINO, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid, Trotta, 1999, 126; 133-
137.
4
9
Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva: ensayo de Cristología, Santander, Sal Terrae,
6
1984 , 214.
5
mal –Dios lo manda, lo quiere o lo permite– puesto que estas posturas terminan robando
a las víctimas la única esperanza verdadera de salvación.10
Ahora bien, la acción de Dios –resucitar– es en verdad una re-acción ante el
obrar de ciertos hombres –asesinar–: “Ustedes lo mataron, pero Dios lo resucitó” (Hch
2,23ss), repetirán los discursos inaugurales de la primitiva generación cristiana.11 Si hay
víctimas es porque hay victimarios; es lo que, plásticamente, Jon Sobrino ha descrito
como la estructura teologal-idolátrica de la realidad: en la historia existe el verdadero
Dios (de vida), su mediación (el reino) y su mediador (Jesús); y existen los ídolos (de
muerte), su mediación (el antirreino) y sus mediadores (los opresores). Y en la historia,
ambos esquemas aparecen formalmente en una disyuntiva duélica.12 Si en la cruz Dios
queda a merced de ellos, en la resurrección se muestra triunfando sobre ellos; si la cruz
simboliza el triunfo de los ídolos sobre Dios, la resurrección simboliza el triunfo de
Dios sobre los ídolos; si en la cruz Jesús resulta la víctima generada por los ídolos pre-
potentes, en la resurrección Dios devuelve la vida a la víctima Jesús, mostrándose como
el omni-potente que supera su deliberada y transitoria im-potencia.13 Y porque primero
–en la vida y en la muerte– se ha mostrado como un Dios escandalosamente cercano,
identificado con esas víctimas, su poder resucitador –que evidencia lo que el hombre no
puede lograr: la salvación absoluta– aparece como creíble, sobre todo para los
crucificados, que desconfían de un poder que venga sólo de arriba –alteridad– sin haber
probado lo que significa estar abajo –afinidad–.14
descontado que mañana seguirán viviendo y quienes son amenazados por un presente
circular-infernal. Verdad es que, dentro de la cultura actual, está de moda hablar en
contra de las utopías, pero como recuerda González Faus “cuando mueren las utopías
nacen las idolatrías, o pequeñas causas legítimas convertidas en absoluto y a las que se
acaba ofreciendo sacrificios humanos”.15 Utopía que debe batallar para emerger, porque
“La utopía no es lo que no tiene «ningún lugar» (éste es su significado etimológico).
Sino lo que tiene su lugar en este mundo, pero negado, reprimido, invadido y dominado
por otra fuerza extraña”.16 Y tiene lugar desde que en el acontecimiento de Jesucristo
eso imposible ha cobrado un ámbito de vigencia para nosotros en esta historia.17
Toda utopía desempeña una función crítica y otra propositiva.18 La primera y
fontal es la de la crítica o negación: la utopía niega lo negativo de la realidad. Se sustrae
al mundo tal como está configurado actualmente, quebrando el cerco supuestamente
natural que rodea a la realidad, desenmascarando los argumentos que pretenden
legitimarla, negando lo que parece son evidencias y considerando mudable lo que se
presenta como inmutable. Niega las pretensiones insolentes y absolutas de la realidad,
su supuesto carácter sagrado, circular y cerrado. Rompe la tendencia a instalarse en lo
dado. Y esto porque lo real no es circular y cerrado, sino procesual, inacabado,
dinámico. La otra virtualidad de la utopía es su capacidad transformadora. Además de
trascender la realidad y tender a la demolición del orden existente, la función utópica
diseña en positivo un nuevo orden y pugna por hacerlo eficazmente realidad en la
historia a través de las mediaciones.
Teniendo en cuenta esta doble virtualidad y leída desde el misterio pascual,
podemos afirmar que la Resurrección de Jesús –en una mirada retrospectiva de su vida–
es la confirmación de la pretensión del Jesús terreno, y esto significa que “el Resucitado
es la realización de aquella utopía humana por la que el Jesús terreno había apostado
y que, a través de Jesús, la Resurrección es confirmación de la pretensión del ser
humano: Jesús es el sí de Dios a todo lo que hay de promesa en el hombre (2 Co 1,19-
20)”.19 Y en una consideración prospectiva, por esa Resurrección que fecunda la
historia, Dios se revela como futuro del hombre, eliminando la ambigüedad de la vida
15
J.I. GONZÁLEZ FAUS, Al tercer día…, 16.
16
Id., Fe en Dios y construcción de la historia, Madrid, Trotta, 1998, 173.
17
Nos permitimos remitir a M. P. MOORE, Creer en Jesucristo. Una propuesta en diálogo con O.
González de Cardedal y J.I. González Faus, Salamanca, Secretariado Trinitario, 2011, 322-327.
18
Seguimos la síntesis presentada por J.J TAMAYO ACOSTA, Para comprender…, 28-30.
19
J.I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva…, 222.
7
20
Cf. G. GRESHAKE, “Escatología e historia”, Selecciones de teología 51 (1974) 6.
21
Cf. R. GIBELLINI, La teología del siglo XX, Santander, Sal Terrae, 1998, 322-323.
8
22
Cf. J.B. METZ, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista,
Santander, Sal Terrae, 2007.
23
G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, Sígueme, 1975, 319.
24
P. CASALDÁLIGA, Antología personal, Madrid, Trotta, 2006,110.