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Esperar con los desesperanzados, a la luz del misterio pascual.


Meditación teológica
Un hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico (P. Laín Entralgo)

Introducción
Las religiones, en general, pueden entenderse como “modos de configurar
socialmente el descubrimiento de lo divino como esperanza contra el dolor, el pecado y
la muerte”.1 Dentro de ellas, el cristianismo, que se fundamenta en la osada afirmación
que Dios ha tocado la historia humana de un modo insuperable e irrevocable en la carne
de Jesús, se define como una religión ético-profética que acentúa la vida y la praxis en
la historia como lugar de revelación y salvación de Dios. Su identidad se caracteriza por
ser humanista, profética y utópica. Humanista, en cuanto el ser humano –y de un modo
preferencial el empobrecido– está en el centro del evangelio. Profética, en cuanto
denuncia las causas profundas de las disfunciones socio-religiosas y anuncia un orden
nuevo que se basa en vivir la filiación en la fraternidad. Utópica, en cuanto el
cristianismo es portador de esperanza en medio de una situación desesperanzada y dador
de sentido en medio del sin-sentido de la vida, y en cuanto es capaz de imaginar no otro
mundo al margen de éste, sino este mundo de otra manera.2
Desde este encuadre, la pregunta más radical a la que debe contestar la teología
en un continente empobrecido como el nuestro, es cómo hablar de Dios desde el reverso
de la historia, cómo dar razón de la esperanza (cf. 1 Pe 3,15) en una realidad atravesada
por injusticias repetidas e institucionalizadas, por muertes violentas y prematuras, donde
convergen mucha pobreza… y mucha fe. Y mucha fe sostenida por una
“desconcertante” esperanza; por ese principio-esperanza que emerge como un enorme e
inagotable potencial y dinamismo de la existencia humana que le permite decir
constantemente no a cualquier realidad concreta y limitada que encuentre. Porque a
través de ese no, se percibe un sí radical que es el móvil y la fuerza del no; y si dice que
no, es porque primero dice que sí: un sí a la vida, al sentido, a lo ilimitado, a la plenitud

1
A. TORRES QUEIRUGA, Esperanza a pesar del mal. La resurrección como horizonte, Santander,
Sal Terrae, 2005, 93.
2
Cf. J.J. TAMAYO-ACOSTA, Para comprender la escatología cristiana, Estella, Verbo Divino,
1993, 7.
2

y a la total convergencia realizadora de los dinamismos que siente y vivencia dentro de


su existencia.3
Más en concreto, podemos focalizar tres grandes cuestiones que marcan
desafiantemente la vida y la historia humanas: muerte, injusticia y fracaso, y claman por
alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo
ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas.4 En este contexto, “es
enormemente humana la pregunta por si en algún lugar se ha producido alguna vez
algún suceso o palabra que proclame decisivamente la desautorización de la muerte,
quitándole su poder, la desautorización de los vencedores, restableciendo a sus
víctimas, y la desautorización de esta realidad que acaba por imponerse”.5 Desde la fe
y la teología respondemos que en el acontecimiento Jesucristo ha ocurrido algo que
cambia totalmente el significado de este mundo y esta historia, y de la relación de los
hombres con Dios. Es la Resurrección de Jesús ‒que “supone” su vida y muerte‒ la que
permite afirmar que el sinsentido, los verdugos, la injusticia, el desamor, el pecado ‒de
los que también fue víctima el Jesús histórico‒ no tienen la última palabra.

Desautorizar a la muerte
Que no sea lo último. Que no sea lo definitivo. Que los ojos mientan. Que la
vida no termine así. Que la muerte muera… piensan, anhelan, todos los que la tocan o
son tocados por ella. Porque toda la vida está transida de muerte: comenzamos a morir
cuando comenzamos a nacer. Se muere en el instante de la muerte, lo mismo que se fue
muriendo a lo largo de la vida; así, escribe Libanio, “la vida es el lento madurar de la
muerte”.6
Producto de nuestra contingencia, la muerte es inevitable. No somos Dios.
Aunque “inevitable” no es sinónimo de “definitivo”. La resurrección de Jesús –y con la
de Él, la nuestra– proclama que la muerte no tiene la última palabra; pero la historia
testimonia, apesadumbrada, que sigue teniendo –y muchas– palabras penúltimas. Aquí
se presenta, entonces, el desafío a la esperanza: ¿cómo transitar esa historia sin que lo
tan-patente-penúltimo silencie lo latente-último? Entre la vida y la Vida, está(n), tozuda,
la(s) muerte(s).

3
Cf. L. BOFF, El destino del hombre y del mundo. Ensayo sobre la vocación humana, Santander,
Sal Terrae, 1979, 29.
4
Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, Al tercer día resucitó de entre los muertos, Madrid, PPC, 2001, 15.
5
Ibid., 17.
6
J.B. LIBANIO-M.C.L. BINGEMER, Escatología cristiana, Buenos Aires, Paulinas, 1985, 159.
3

Muerte que queda desautorizada, pero luego de haber descargado su aguijón. En


otros términos: Jesús resucita… pero después de haber muerto. Con esta evidencia
queremos subrayar que la muerte es vencida desde dentro, es incorporada y superada
dialécticamente. Verdad que, desde la fe, resulta escandalosa; y que empujó,
rápidamente, a la primera generación de cristianos a intentar entender lo que se les
presentaba como una aporía: “si es el Hijo de Dios, no puede morir en la cruz; si muere,
no es el Hijo de Dios”. Aporía que, a pesar de conocer hoy la respuesta en la fe, sigue
planteándose, desafiante, ante cada historia que es truncada por la muerte y que quiere
ser iluminada por la del Cristo. Porque Jesús sí muere, y sí es el Hijo de Dios; pero no a
pesar de haber muerto sino, precisamente, por haber muerto. Es decir, no evitando –o
no pudiendo evitar– la muerte de su Hijo muy amado, en el escandaloso respeto por la
libertad de los hombres, se nos revela quién y cómo es Dios, y por dónde pasa todo
mesianismo que quiera pensarse en clave cristiana.
Los sumos sacerdotes, escribas y ancianos de ayer y de hoy, ante la cruz
lanzamos la apuesta: si es el hijo de Dios que baje de la cruz y creeremos en Él (cf. Mt
27, 40-42). Pero Él no se baja. Y su Dios no lo baja… ¿es que no lo ama? (cf. Mt 27,
43). Evidentemente, la revelación alcanza en la cruz su paroxismo, porque habla de la
impotencia de Dios en la historia… cuando no cuenta con la potencia –con la libre
colaboración– del hombre para cambiar esa misma historia. En efecto, la vida de Jesús
de Nazaret, máxima manifestación de lo divino en lo humano, finaliza en la cruz; en una
muerte abyecta que en lo inmediato patentiza el fracaso de Dios en la historia. Porque la
resurrección, como acto meta-histórico y trascendente no interfiere en la autonomía del
mundo y sus leyes, pero sí desvela el último destino de lo humano en cuanto rescata a
Jesús del mal, y lo introduce a la vida plena de Dios.7
El Padre sólo desautoriza la muerte luego que ésta desautoriza a Jesús. Y esta
inacción del Padre ante la cruz de su Hijo muy amado hay que entenderla
dialécticamente: la acción –definitiva y escatológica– de Dios en la resurrección
acontece después de su in-acción en la cruz.8 Y desde esta revelación dialéctica habrá
que pensar y descubrir la presencia misteriosa de Dios en medio de nuestras cruces y
crucifixiones.

7
Cf. A. TORRES QUEIRUGA, Esperanza a pesar del mal…, 122.
8
Cf. J. SOBRINO, La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid, Trotta, 1999, 126; 133-
137.
4

Ya la vida de Jesús está impregnada de gestos y palabras que desautorizan la


muerte, mostrando que el amor es más fuerte, y anticipando, escatológicamente la
victoria final. Cada vez que Jesús hace que el Reino venga, que es siempre un Reino de
Vida, está desautorizando la muerte. Pero también Él prueba durante su existencia la
prepotencia de la muerte, y descubre su impotencia: “Si hubieras estado aquí mi
hermano no habría muerto” (Jn 11,21) reclama Marta, pero se equivoca: Lázaro habría
muerto igual. Por eso Jesús llora. Llora por el amigo perdido y llora por la inevitabilidad
de la muerte. Llora, pero espera. Llora mientras espera.

Desautorizar a los victimarios


Que los verdugos no tengan la última palabra. Que los victimarios sean objeto de
una justicia distinta. Que los arbitrariamente poderosos descubran la (im)potencia del
amor… rezan, sueñan, quienes son ninguneados por los prepotentes de turno.
La desautorización de los victimarios resulta de la resurrección-reivindicación de
Jesús, que fue una víctima, en su vida y en su muerte. Porque en verdad histórica, Jesús
no “se muere”, sino que es matado: es asesinado. Es una víctima temprana. Y “lo que”
Dios resucita, por tanto, es una víctima con toda su historia. Teológicamente hay que
afirmar que es desde un inocente donde Dios revela definitivamente su poder sobre la
muerte y muestra el destino último de todos sus hijos.
Dado que la encarnación no es aséptica, desde el momento en que Dios elige
entrar a la historia desde los márgenes, se nos revela su opción por las víctimas. Por la
encarnación, Dios, de algún modo, se une a todo hombre (cf. GS 22) pero esa unión con
todos la realiza y revela desde algunos: desde el lugar del pobre, de quien no tiene una
vida digna asegurada. En efecto, ya en su breve ministerio Jesús se irá convirtiendo en
víctima de la prepotencia del poder religioso y del poder político que lo llevará a una
muerte prematura. Esta identificación kenótica explica la aparente ausencia de Dios en
el Jesús terreno, y permite interpretarla como revelación de la identidad solidaria de
Dios con las víctimas.9 Así, la encarnación, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús
hablan de las “preferencias” de Dios. Por tanto, habrá que tener sumo cuidado en no
incurrir en afirmaciones que directa o indirectamente convierten a Dios en causa de su

9
Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva: ensayo de Cristología, Santander, Sal Terrae,
6
1984 , 214.
5

mal –Dios lo manda, lo quiere o lo permite– puesto que estas posturas terminan robando
a las víctimas la única esperanza verdadera de salvación.10
Ahora bien, la acción de Dios –resucitar– es en verdad una re-acción ante el
obrar de ciertos hombres –asesinar–: “Ustedes lo mataron, pero Dios lo resucitó” (Hch
2,23ss), repetirán los discursos inaugurales de la primitiva generación cristiana.11 Si hay
víctimas es porque hay victimarios; es lo que, plásticamente, Jon Sobrino ha descrito
como la estructura teologal-idolátrica de la realidad: en la historia existe el verdadero
Dios (de vida), su mediación (el reino) y su mediador (Jesús); y existen los ídolos (de
muerte), su mediación (el antirreino) y sus mediadores (los opresores). Y en la historia,
ambos esquemas aparecen formalmente en una disyuntiva duélica.12 Si en la cruz Dios
queda a merced de ellos, en la resurrección se muestra triunfando sobre ellos; si la cruz
simboliza el triunfo de los ídolos sobre Dios, la resurrección simboliza el triunfo de
Dios sobre los ídolos; si en la cruz Jesús resulta la víctima generada por los ídolos pre-
potentes, en la resurrección Dios devuelve la vida a la víctima Jesús, mostrándose como
el omni-potente que supera su deliberada y transitoria im-potencia.13 Y porque primero
–en la vida y en la muerte– se ha mostrado como un Dios escandalosamente cercano,
identificado con esas víctimas, su poder resucitador –que evidencia lo que el hombre no
puede lograr: la salvación absoluta– aparece como creíble, sobre todo para los
crucificados, que desconfían de un poder que venga sólo de arriba –alteridad– sin haber
probado lo que significa estar abajo –afinidad–.14

Desautorizar el presente pecaminoso


Que el presente no sea lo único. Que no sea absoluto. Que no sea definitivo. Que
lo utópico se vuelva tópico… claman y apuestan quienes viven no dando por
10
Cf. A. TORRES QUEIRUGA, Esperanza a pesar del mal …, 196.
11
“En la primera predicación cristiana, aunque de forma estereotipada, la resurrección de Jesús
fue expresada en un esquema dialéctico-antagónico. Así parece en los seis discursos programáticos de los
Hechos: «Vosotros lo matasteis clavándole en una cruz [...] A éste Dios le resucitó liberándole de los
dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (2, 23s.). «Vosotros renegasteis del
Santo y del Justo, y pedisteis que os hiciera gracia de un asesino, mientras que al Jefe de la Vida le
hicisteis morir. Pero Dios le resucitó de entre los muertos» (3, 14s.). «Jesucristo Nazareno, a quien
vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos» (4, 10). «El Dios de nuestros padres
resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero» (5, 30s.). «A quien llegaron a
matar colgándole de un madero, Dios le resucitó al tercer día» (10, 39s.). «Pidieron a Pilato que le hiciera
morir [...] pero Dios le resucitó de entre los muertos» (13, 28.30)”: J. SOBRINO, La fe en Jesucristo…,
130-131.
12
cf. Id., Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Madrid, Trotta
2
1993 , 213.
13
Cf. Id., La fe en Jesucristo…, 131.
14
Remito a las bellas y profundas reflexiones de J. Sobrino tituladas “Alteridad y afinidad”, en
La fe en Jesucristo…, 134-136.
6

descontado que mañana seguirán viviendo y quienes son amenazados por un presente
circular-infernal. Verdad es que, dentro de la cultura actual, está de moda hablar en
contra de las utopías, pero como recuerda González Faus “cuando mueren las utopías
nacen las idolatrías, o pequeñas causas legítimas convertidas en absoluto y a las que se
acaba ofreciendo sacrificios humanos”.15 Utopía que debe batallar para emerger, porque
“La utopía no es lo que no tiene «ningún lugar» (éste es su significado etimológico).
Sino lo que tiene su lugar en este mundo, pero negado, reprimido, invadido y dominado
por otra fuerza extraña”.16 Y tiene lugar desde que en el acontecimiento de Jesucristo
eso imposible ha cobrado un ámbito de vigencia para nosotros en esta historia.17
Toda utopía desempeña una función crítica y otra propositiva.18 La primera y
fontal es la de la crítica o negación: la utopía niega lo negativo de la realidad. Se sustrae
al mundo tal como está configurado actualmente, quebrando el cerco supuestamente
natural que rodea a la realidad, desenmascarando los argumentos que pretenden
legitimarla, negando lo que parece son evidencias y considerando mudable lo que se
presenta como inmutable. Niega las pretensiones insolentes y absolutas de la realidad,
su supuesto carácter sagrado, circular y cerrado. Rompe la tendencia a instalarse en lo
dado. Y esto porque lo real no es circular y cerrado, sino procesual, inacabado,
dinámico. La otra virtualidad de la utopía es su capacidad transformadora. Además de
trascender la realidad y tender a la demolición del orden existente, la función utópica
diseña en positivo un nuevo orden y pugna por hacerlo eficazmente realidad en la
historia a través de las mediaciones.
Teniendo en cuenta esta doble virtualidad y leída desde el misterio pascual,
podemos afirmar que la Resurrección de Jesús –en una mirada retrospectiva de su vida–
es la confirmación de la pretensión del Jesús terreno, y esto significa que “el Resucitado
es la realización de aquella utopía humana por la que el Jesús terreno había apostado
y que, a través de Jesús, la Resurrección es confirmación de la pretensión del ser
humano: Jesús es el sí de Dios a todo lo que hay de promesa en el hombre (2 Co 1,19-
20)”.19 Y en una consideración prospectiva, por esa Resurrección que fecunda la
historia, Dios se revela como futuro del hombre, eliminando la ambigüedad de la vida

15
J.I. GONZÁLEZ FAUS, Al tercer día…, 16.
16
Id., Fe en Dios y construcción de la historia, Madrid, Trotta, 1998, 173.
17
Nos permitimos remitir a M. P. MOORE, Creer en Jesucristo. Una propuesta en diálogo con O.
González de Cardedal y J.I. González Faus, Salamanca, Secretariado Trinitario, 2011, 322-327.
18
Seguimos la síntesis presentada por J.J TAMAYO ACOSTA, Para comprender…, 28-30.
19
J.I. GONZÁLEZ FAUS, La humanidad nueva…, 222.
7

de Jesús con la entrada de la dimensión definitiva en la historia humana y convirtiendo


la utopía en ley para la historia.
En la misma línea, la resurrección de Jesucristo –afirma Greshake– es la
implantación definitiva de un horizonte universal de la promesa, que se extiende incluso
a lo humanamente desesperado. Siendo como es universal, la promesa provoca también
a una misión universal: la de ponerse en camino, totalmente y sin reservas, hacia el
futuro prometido, buscando cambiar lo “penúltimo” en dirección a lo “último”.20 Para
ello debe ir anticipando esa consumación en múltiples representaciones y utopías reales,
pero sin olvidar la reserva escatológica que recuerda la provisionalidad de todo presente
histórico.21
Conclusión
En Jesús de Nazaret el sentido se hizo sensible y palpable. El Logos que transía
toda la realidad y era descifrado como sentido de la vida y de la historia por los
hombres, no se quedó en una idea abstracta, sino que “se hizo carne y plantó su tienda
entre nosotros” (Jn 1,14). Y con su vida, muerte y resurrección, reveló al hombre la
verdad profunda de la vida y de la muerte, de lo que es y de lo que puede ser.
Por eso, urge siempre recuperar la historia concreta del Dios hecho historia; no
deshistorizar su existencia: Jesús muere como muere porque vive como vive; y es
resucitado –rescatado de la aniquilación y glorificado– en virtud de esa vida –agradable
al Padre– que lo llevó a esa muerte –sufrida por el Padre–. Así, la resurrección es la
ratificación de esa historia concreta ante la desautorización de los poderosos que
pretendían la “rectificación” del mesías y su Dios. En Jesús, plenitud de la revelación,
se nos muestra que Dios no es sólo creador –más fuerte que la nada– sino también
resucitador –más fuerte que la muerte–; más largo que el presente y más humano –
siendo víctima– que los victimarios. Y que no hace pasar de largo en su Hijo el cáliz de
la negatividad suprema. Getsemaní representa la tentación de huir de la muerte,
pactando con los victimarios, y el Hijo de Dios también la sufre. Vacila, pero no cae.
Espera… aunque es de noche.

Esa cruz es escándalo porque es muerte; porque es muerte de un inocente; y


porque ese inocente era el Hijo de Dios. Y porque dio la vida por defender la verdad de
Dios y la verdad del hombre… que le da muerte en nombre de ese Dios o, mejor, de su
dios. Somos, pues, interpelados a cultivar una esperanza crítica que, mediante el uso de

20
Cf. G. GRESHAKE, “Escatología e historia”, Selecciones de teología 51 (1974) 6.
21
Cf. R. GIBELLINI, La teología del siglo XX, Santander, Sal Terrae, 1998, 322-323.
8

la razón anamnética, pueda mantener presente la memoria del sufrimiento pasado y


latente la esperanza para las víctimas.22
Sin embargo, habrá que conceder carta de ciudadanía en el pensamiento a
quienes piensan y sienten que la resurrección llega demasiado tarde. Porque un dios así
no les sirve. Aunque nosotros, desde la fe, afirmamos que ese Dios sirve desde la cruz,
doblemente: porque se pone al servicio de la libertad humana –que decide su inutilidad–
y porque sirve a quienes se sienten cómodos con una redención que pasa antes por los
lugares que les son tan habituales.
Con la historia puesta en nuestras manos –y sostenidas por las de Dios– habrá
que ir apurando la utopía, esa imposible ansia humana de plenitud, porque cuando se
abandona ese punto de mira, se imposibilita toda crítica… y se cae en la canonización
del estado de cosas. Sustentados por la esperanza en el Dios-más-fuerte-que-la-muerte,
habremos de tener siempre presente que “lo definitivo se está construyendo en lo
provisional”23, sobre todo, cuando el anhelo de esperanza se cristaliza en un grito que
retumba en las paredes de la historia desde los crucificados, desde dentro de Auschwitz:
¿Cómo
hablar de Dios
después de Auschwitz?,
os preguntáis vosotros,
ahí, al otro lado del mar, en la abundancia.
¿Cómo
hablar de Dios
dentro de Auschwitz?,
se preguntan aquí los compañeros,
cargados de razón, de llanto y sangre,
metidos en la muerte
diaria
de millones…24

22
Cf. J.B. METZ, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista,
Santander, Sal Terrae, 2007.
23
G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, Sígueme, 1975, 319.
24
P. CASALDÁLIGA, Antología personal, Madrid, Trotta, 2006,110.

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