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Conoscere e distinguere, por Soledad

Chavez F.
30 Ago, 2012 | cronicas, letras

Se tiende a generalizar el quehacer de un lingüista. Se habla de ‘los


lingüistas’ así como de una masa homogénea de sujetos que se dedican a
estudiar los fenómenos del lenguaje. Se piensa en los lingüistas como en
un grupo más o menos uniformado que ocupa algún piso de un
departamento universitario. El lingüista, dentro de este mundo
universitario es, además, un tipo de persona más bien de bajo perfil, si lo
comparamos con sus pares historiadores, filósofos o literatos, mucho más
extrovertidos y populares. Por ejemplo, no sería extraño encontrar a un
colega -en uno de esos almuerzos de comedor universitario en día hábil-,
del popular Centro de Estudios Latinoamericanos [1], por poner un caso,
que afirme que nunca, en sus veinte años de servicio, ha ingresado al
Departamento de Lingüística de la facultad. Para ellos ese departamento,
y lo que se hace allí, suele ser un misterio, por Planeta lingüística suele
ser conocido.
La generalización (por ejemplo, encontrarse a un lingüista y pensar en
estructuralismo o en Chomsky o en la gramática, por solo recordar las
asociaciones más usuales) también es producto del misterio. Dentro de
este misterio, la lingüística histórica lo es mucho más. Es adorable
contemplar las caras de asombro de los alumnos en su último año de
licenciatura, al empezar el año académico cuando -instalados en la sala de
su primera clase de Lingüística románica- se enteran de que la lingüística
no es solamente estructuralismo, generativismo y gramática[2]. Es en este
último año cuando se asoman por vez primera a la lingüística histórica.
En este momento comprenden que los cursos de lingüística histórica que
tendrán en su último año de estudio no tienen nada que ver con lo visto
antes [3].Esto no significa que la disciplina guarde un aspecto más bien
‘popular’ entre las especialidades de la lingüística propiamente tal. Es solo
la pervivencia de un plan de estudios que lleva décadas y décadas
impuesto [4] el cual, según el profesor de turno dentro de la secta
histórica, puede resultar para el alumno una pesadilla más dentro de la
tortura lingüística o un buen recuerdo para poder comprender, de una vez
por todas, por qué seseamos los latinoamericanos o por qué se debe usar
la letra h si no suena. Fuera de ello, el espécimen histórico suele ser un
bicho raro. Más en estos momentos, donde se vive un boom relacionado
con la sicolingüística, la lingüística cognitiva, la neurolingüística y los
estudios de escritura académica y escolar, sobre todo. Boom muy actual,
muy posmoderno, muy requerido y muy interdisciplinario, claro está. En
cambio, la lingüística histórica, entre los colegas, huele a premodernidad,
a filólogo decimonónico o a escuela vieja: a lo ya visto. Es por esto que la
realidad del extraño mundo de los lingüistas históricos sigue siendo un
enigma para quien no lo sea o sepa poco de la disciplina.
Lo interesante sería internarse en estos espacios premodernos, por un
lado, y comprender qué redes se tejen allí. Una muestra perfecta para
conocer este mundo y enterarse de la extraña trama de la que está urdida
esta tela es ir a merodear a un congreso de relativa importancia. Los
congresos que interesan para nuestros fines -saber cuál es la fauna de
lingüistas históricos- solo pueden encontrarse en las viejas reuniones de
romanistas, las cuales se celebran cada cuatro años -van en su vigésima
sexta edición- o en el de lengua española, relativamente nuevo -va en su
novena edición- y se celebra cada tres años. No nos meteremos en el
maremágnum que es el de romanistas. Con solo imaginarnos lo que puede
significar eso, no daríamos con una crónica sucinta. Solo hay que
imaginar que cada idioma derivado del latín, tenga el mote de nacional,
oficial, regional, en peligro de extinción o extinto tiene cabida en este
congreso. Solo por motivos pedagógicos -y para ofrecer una panorámica
de la disciplina- nos detendremos en el Congreso Internacional de
Historia de la Lengua Española. El último se celebró en Galicia hace tres
años y fue la muestra perfecta para ver de qué madera están tallados estos
sujetos.
Antes de cualquier cosa, es necesario precisar una obviedad -la cual se
dirá de todos modos por motivos, una vez más, pedagógicos-: la
lingüística histórica solo se diferencia, dentro de la disciplina, por su
adjetivo. Por lo tanto, un lingüista histórico estudia la lengua desde todos
sus posibles aspectos desde un punto de vista histórico o, si se entiende
algo de estructuralismo, podemos hablar de un punto de vista diacrónico
y, si algo nos quedó del estructuralismo, precisaremos que el cambio
lingüístico es la palabra clave de la disciplina histórica en general. Por lo
tanto, no se puede suponer ni generalizar, una vez más, con uno de estos
lingüistas. La lingüística histórica posee casi todas las ramas de la
lingüística. Por ahora solo nos detendremos en la lingüística histórica que
se ocupa de una lengua (como se ve, la cosa parece una caja china). Si se
estudia una sola lengua, por ejemplo, la historia de la lengua española, se
podrá hacer desde la óptica y con la metodología que más entretenga, se
desee, se imponga o se vaya conociendo o descubriendo (un lingüista
histórico puede pasar por todas o por muchas de las disciplinas o
quedarse solo con una). Hay, de este modo, quienes se ocupan de la
fonología, otros de la grafemática, otros de la morfología, otros de la
sintaxis, otros de la lexicología y semántica, otros de la lexicografía, otros
de dialectología, otros de la sociolingüística, otros de la pragmática, otros
del análisis del discurso, otros de las ediciones críticas, otros de
toponimia y onomática y otros de la historiografía. Y, no se me tenga por
adivino si dentro de algunos años (pocos) a alguien se le ocurra mezclar la
sicolongüística con lo histórico y tendríamos una disciplina más. Por lo
tanto, como se puede ver -con cierto asombro, claro está- la disciplina es
extensísima y para cada especialidad hay un grupo, unas tendencias, unos
gurús, unos antigurús, publicaciones clásicas, publicaciones de avanzada y
publicaciones de moda.
Un congreso internacional de historia de la lengua española, por lo tanto,
debe organizarse, como máximo, con trece mesas paralelas. En esas trece
mesas paralelas se incluyen los especialistas y sus comunicaciones. Claro.
Líneas atrás se exponía el halo a naftalina que podría tener, o que se cree
que puede tener, una disciplina como esta, pero si solo se piensa en los
especialistas de países como Rusia, Checoslovaquia, Finlandia, Francia,
Japón o Dinamarca -uno o dos-; Estados Unidos, Inglaterra Suiza o Italia
-uno o dos por universidades de renombre-; Alemania -unos cuatro por
las universidades donde se la estudia- o España -unos cuatro o cinco en
las universidades de todo el país- más lo que se encuentra -que nunca
será suficiente- en México, Argentina o Chile, se verá que la cantidad no
es despreciable. A esto se le debe sumar la cantidad de tesistas de grado,
de máster o doctorandos- que van pasando por la formación histórica: un
tesista en los países con pocos especialistas y unos tres por profesor en
países con muchos especialistas. De esta forma se puede comprender que
una disciplina que suele ser la extraña en cada departamento de
lingüística donde encontramos su presencia, en conjunto, se transforma
en un micromundo interesantísimo. Y he aquí el congreso en cuestión.
Debemos descartar cualquier homenaje en pos de este festival histórico
que se celebra cada tres años. Es más, hay que precisar que lo que menos
se encuentra en la disciplina es la armonía. De hecho, hay una serie de
antagonismos que hacen de este micromundo, una buena forma de
representar la naturaleza humana.
La gramática está de moda. Tenemos, en primer lugar, el antagonismo
generado por la disciplina de moda en el momento, la cual suele ser la de
más reciente data. En este momento el trono es para la morfosintaxis
histórica, le siguen la sociolingüista y la pragmática histórica y, en último
lugar, el análisis histórico del discurso. Si no formas parte de este
panteón, pasas a ser de inmediato un segundón, un poco interesante, un
aburrido exponente de la disciplina. De esta forma, las mesas redondas,
las conferencias y las plenarias suelen versar sobre este tema y las mesas
correspondientes a estas temáticas suelen ser las más concurridas. Los
jóvenes tesistas, a quienes les encanta seguir la moda, son los más
detestables exponentes de lo in en lingüística histórica y mutan su
lenguaje coloquial, en el café, en la cerveza después del congreso o en la
cena y posterior farra nocturna con detestables frases como: “¿Este bar lo
gramaticalizamos o no, chicos?”. Como se puede ver, hasta en la más
objetiva de las disciplinas humanas podemos encontrar estas
deformaciones. ¿Cuál podría la disciplina más alejada de la moda en estos
momentos? Creo que los escasos sujetos que se dedican a la toponimia y
onomástica. Disciplina ingrata: requiere de trabajo de campo y del
conocimiento de lenguas aborígenes (sea esto donde sea: conocer el
quechua o tener claras las hipótesis del celtíbero, por ejemplo), se funde
con la dialectología y es absolutamente tributaria de otras ciencias como
la arqueología[5]. Los objetos de estudio son tan escasos como los
eruditos de este quehacer y, suele suceder, que de cinco días que dura el
congreso, la sección destinada a ellos solo dura dos. Otras disciplinas son
consideradas extrañas, ya, dentro de la extrañeza de los lingüistas
históricos, algo que es mucho decir. Por ejemplo, los lexicólogos y
semánticos, quienes pueden pasarse meses, incluso años, en la búsqueda
de un étimo para una palabra. O su posible fuente. Una comunicación
puede versar acerca de dos palabras. Como se imaginará, los pobres son
tomados como verdaderos cultores de la sexualidad del erizo y la
insumergibilidad del corcho entre sus mismos pares, pero, de todas
formas, se les trata como a los hermanos extraños de una familia, con
atenciones, incluso con ternura.
Maestros, maestros. Otro motivo de antagonismo es la universal
controversia -y usual, desde que el mundo académico es mundo
académico- de seguir a determinado maestro. Controversia que incluye el
modo en que se sigue al sujeto en cuestión. En la línea hispánica histórica
hubo dos grandes maestros quienes fundaron, por así decirlo, la escuela.
A estos dos grandes maestros se les sigue o no se los sigue, así de simple.
Son más los que los siguen -a su particular modo- que los que los
desmitifican. Quienes no los siguen poseen un argumento de peso: los
grandes maestros falseaban fuentes, datos, fechas [6]. O bien, entregaban
datos precisos como si tuvieran las fuentes a mano [7], fuentes muchas
veces mal editadas o de fuentes que no estaban. Todo esto en pos de la
reivindicación innecesaria del concepto ‘lengua española’ y su dialecto
rey, el castellano, como clave vital de todo lo que vino después –
españolejos los llama un colega romanista y catalanista quien, claro está,
no comulga con este tipo de congresos-. Un peligro público el de estos
grandes maestros. Sin embargo, fueron quienes iniciaron el método en la
península y armaron un paradigma que lucha contra sus constantes
anomalías. A estos maestros, si los descalificas con lo que se sabe
sobradamente (lo que se acaba de exponer aquí), se les excomulga por
mala leche. Y así de simple. No los ves. No son invitados a los congresos.
En ese festival autocomplaciente y manipulador del citar, como se verá,
no son citados. Son unos expatriados que arman solos una escuela en los
departamentos de sus universidades. De esta forma no es de sorprender
que un gran maestro de los expatriados muera en el año en que se celebra
el congreso y en vez de armarse un in memoriam o una semblanza, uno
solo puede encontrarse con un poco disimulado silencio. Quienes aceptan
a los maestros se dividen, a su vez, entre los que aceptan este lado oscuro
de ellos y lo remozan y los que los aceptan sin juicios ni críticas. Los
primeros se pasan la vida en ello, en remozar: reescriben lo que los
maestros escribieron, pero con ediciones críticas, fuentes precisas y datos
verídicos. Y así se van modificando -paulatinamente, las cosas como son-
las cimientes de la historia de la lengua española. Ellos se reúnen entre
ellos y se citan entre ellos y arman historias de la lengua en grandes
compilaciones, invitándose entre ellos a escribir y creando una amable
familia de parafraseros actualizados. Suelen reírse de los que aceptan a los
maestros “absolutamente”. Este segundo tipo, quienes aceptan a los
maestros sin más, son una cepa afable, amistosa, quizás un poco
conservadora en todo ámbito. No se puede discutir el punto crítico de los
maestros con ellos, ya que lo cierran con un tajante “Eran los tiempos”;
“Pero qué quiere usted, si no estaban las fuentes”o “Ante una obra
monumental, X no podía estar en todo”, por ejemplo. Suelen ser, además,
una casta interesante, ya que avanzan y ahondan donde los maestros no
llegaron. Demás está decir que los reyes de los congresos son los
discípulos de quienes aceptan a los maestros. De ambos bandos. Quizás
más los parafraseadores remozados, ahora que lo pensamos bien, a
quienes les gusta el protagonismo de sus obras de avanzada.
RAE o no RAE. Como un tercer lugar en los antagonismos, tenemos el que
se da entre el lingüista histórico ambicioso, el no ambicioso y el
antiespañolista. Este panorama es interesantísimo. Los ambiciosos
quieren, a toda costa, llegar a ser académicos de la Real Academia
Española. Sería el último peldaño, después de ser catedráticos de
universidad, para sellar su gloria. Para lograr esto, trabajan duro. Son
tipos listos: se les ocurren ideas inéditas y novedosas, las que transforman
en proyectos que se consolidan en grandes avances para la disciplina.
Puede esto traducirse en un grupo investigador de renombre; en muchas
publicaciones; en armar un corpus cibernético inédito o en dar con un
estudio enciclopédico, de muchos volúmenes. En síntesis: en cualquier
producto que sea un aporte revolucionario para una disciplina que solo
bebe los logros ella misma. Estos ambiciosos creen que con este tipo de
actividades lograrán la vida eterna con una silla de una letra en la calle
Felipe IV. Estos suelen ser los héroes -logrando o no el preciado sillón- en
estos congresos. En las antípodas se encuentran los antiespañolistas. Este
grupo rechaza de lleno a la RAE misma (por lo general son gallegos,
catalanes, vascos, andaluces o latinos antimperialistas que ven en la RAE
el último reducto de colonialismo godo)[8] y la imposición del español
como lengua (de hecho, no hablan de español, hablan de castellano). Para
ellos, ser españolista es el resabio de toda monarquía absolutista y/o
franquismo, impositivo, arbitrario, monológico, monolingüe y, por lo
tanto, estrecho. Son tipos de adelantada, de izquierdas, pro lenguas
regionales y los primeros en dar cuenta de primeros testimonios
medievales que no sean del castellano. Críticos acérrimos de ciertas
actitudes lingüísticas como, por ejemplo, ser chileno y no saber mapuche.
Por lo general, no se les encuentra en estos congresos -sí en el de
romanistas- y si van, ocupan un bajísimo perfil. Los no ambiciosos suelen
trabajar en líneas de investigación no en boga y ser los seguidores de los
maestros sin meterse con ellos. Interesante es cuando alguno de estos
tipos logra un sillón en la RAE sin proponérselo (son peticiones, por lo
general, de tipo política o ideológica o, justamente, por esa no ambición) o
logran un trabajo en solitario, monumental. Por lo general, suele ser así.
Muchos de ellos, de hecho, rechazan ser académicos de la RAE,
justamente, por mantener su bajo perfil. Tipos y tipas admirables.
Fuera de estas distinciones, que pueden ayudar a imaginarse un
panorama como el de un congreso de historia de la lengua española, hay
otras dinámicas interesantes, episodios deliciosos que ayudan a graficar
un congreso de este tipo, como el director de una importante academia de
la lengua latinoamericana, quien, frente a la crítica de cómo se ha tratado
en los estudios e investigaciones la “Historia del español de América” -de
una absoluta nulidad, señalaba, donde no se representaban los quinientos
años de la lengua trasplantada- obtiene, por respuesta, que los históricos
parafraseros remozados, junto a su séquito de discípulos tesistas, se
levanten furiosos -se sienten tocados, ya que creen que esa es una crítica a
sus nuevas compilaciones de historias de la lengua españolas- y
abandonen la sala de conferencia. O de otra connotada lingüista histórica,
con delirios de grandeza por su vasta obra -es de las ambiciosas que ya
son académicas- quien, frente al enojo, producto de la humillación que le
significó no ser invitada a dar una conferencia ella sola, toma sus quince
minutos de turno en una mesa redonda para hablar dos horas de la
historia del complemento indirecto. O de antiespañolistas que les toca
organizar el congreso y hablan en todo momento en su lengua regional
marginada, equivocándose a cada momento y mostrando, con esto, que
casi nunca la hablan. Un absoluto absurdo.
Fuera de toda sensación crítica que un lector pueda tener de una
radiografía como esta, hay que destacar un punto como conclusión. Solo
queda una cosa: la materia. Lo que se expone, lo que se escribe, lo que se
investiga. Puede parecer una exageración, pero no hay nada,
absolutamente nada que sea innecesario, inútil o aburrido en lo que
exponen estos sujetos. Cada una de las comunicaciones, conferencias,
charlas y clases de inauguración o cierre, son verdaderas cátedras para un
lingüista histórico. Y como la naturaleza humana es contradictoria, no
sorprende lo aborrecible que pueda resultar el comportamiento de
ciertas personas, ciertos maestros, ciertas estrellas del firmamento y, al
mismo tiempo, uno haga el ejercicio fenomenológico de distinguir sujeto y
producto y seguir allí, en ese barro, refocilándose como un cerdo. Si la
cosa cambiará o que uno se unirá a quizás qué grupo, nadie lo sabe. Por
ahora, a seguir como lingüista histórico y ser espectador del cambio, del
aumento de la discordia o de un gozador de tanta extrañeza humana.
Notas
[1] Aquella nueva y exitosa fórmula que reúne, en pos
de la transdisciplina, a una serie de humanistas que
estudian y escriben acerca del
caso Latinoamérica desde las más variopintas ópticas.

[2] Ese año es especialmente peculiar. Un chico de 21


ó 22 años se siente lo suficientemente apto como para
calificar o descalificar cualquier producción
humanística. Siente que lo ha leído todo. O ha leído
lo suficiente y se instala en ese limbo de
satisfacción y autocomplacencia. Solo por dar un
ejemplo de lo poco que se lee en estos cuatro años
introductorios, recordamos al poeta Gonzalo Rojas,
quien también se sorprendía de este estado de gracia
del pregrado. Al hacer él un recuento de su canon (el
poeta tenía su canon, como cualquier sujeto que le
guste la literatura y se dedique, en cualquiera de sus
facetas, a trabajar con y sobre ella) vimos que lo que
se leía en cuatro años no es ni el 15% de la totalidad
medianamente requerida (de su canon, claro está.
Medida que se aplica, huelga decir, a cualquier canon
de algún intelectual respetable). Algo normal en todo
caso, ya que la actividad de leer y trabajar con lo
que se lee es algo de por vida. Está demás decir, en este pie
de página, que la actividad eterna de lectura
requiere, incluso, el acto de volver a leer lo leído,
porque la recepción no es la misma a los 17, que a los
21, que a los 30, que a los 37 y así, suma y sigue.

[3] Hay que precisar que los alumnos que estudian


lingüística o literatura tienen, desde el primer
semestre de su primer año solo cursos de lingüística
sincrónica. Esto es: lingüística estructural,
fonología, morfología, sintaxis, semántica y
pragmática y sociolingüística, todo pensado en un
estado ideal de lengua que no suele tocar lo
temporalmente anterior. Además, aunque suene de mala
leche decirlo, las clases suelen hacerlas
los lingüistas furiosos. El lingüista furioso es un
curioso espécimen muy usual en Latinoamérica (sucesor
sudaca de la lingüística norteamericana, por lo que
estoy descubriendo). Es aquel sujeto brillante y
destacado en lo que se refiere a la lingüística. Tiene
un razonamiento cartesiano y racional de lujo. Punto
aparte para referirnos a su tipo escritural: es una
escritura seca, objetiva, sin adjetivos ni guiones.
Una escritura de paper científico, para hacernos una
idea. Es común que este tipo de lingüista suela
despreciar la literatura: le aburre, la encuentra
mediana, hasta mediocre en algunos casos. Para qué
hablar de la filosofía y el arte. Salvo contados casos
de lecturas no lingüísticas (que eso vale para otra
reflexión, no pertinente aquí), el lingüista furioso
es el ejemplo más claro de las esferas kantianas: la
división más absoluta del quehacer disciplinario y el
rechazo al perfil humanista más clásico. Para consuelo
y amparo de muchos, cada vez abunda más el prospecto
davinciano o filólogo clásico (así en términos
europeos): el que exige el conocimiento del latín y
griego, tanto como de la poesía o de la historia
medieval o la filosofía del setecientos. Otra
reflexión para otro pie de página. Baste aquí concluir
con el siguiente panorama: el prelicenciado está algo
harto o intoxicado o con cierto pavor frente al
profesor de lingüística, el cual suele ser el
implacable cortador de cabezas.

[4] Desde que el fundador del departamento en


cuestión, un alemán con formación neogramática,
incorporó una malla con los saberes que estaban en
boga en los plazos, esta rama, para gloria de algunos
o incógnita de otros, se ha mantenido casi intocable.

[5] Supe de un connotado indoeuropeísta y la situación


que le generó un descubrimiento arqueológico (el
indoeuropeísmo es una rama histórica escasa y extraña:
digamos que exótica. A sus pocos representantes se les
suele admirar y respetar. Hay otros mucho más extraños
aun: los protoindoeuropeístas. De todos los
históricos, son estos quienes más trabajan sobre
hipótesis y conjeturas. Un mundo de posibilidades y
verbos conjugados en condicional. Extrañísimos. Este
connotado indoeuropeísta, en el congreso internacional
más importante de su área (congreso que también sufre
de lo que estamos exponiendo) apenas terminó su
conferencia agarró su maleta y voló a Petra. Hay que
precisar que la maleta la llevaba consigo al momento
de dar su conferencia y tanta premura fue porque la
mañana del día de su conferencia, recibió un llamado
singular, emocionante para el señor en cuestión y de
emergencia: un equipo de arqueólogos había dado con
unas ruinas cuyas extrañas inscripciones podrían dar
con la clave de un eslabón perdido dentro de la
historia del hitita (la lengua indoeuropea más
hipotética, junto con el enigmático tocario).
Inscripciones que después se determinaron como
topónimos. Esta es, por ejemplo, una de las
situaciones más usuales dentro de la toponimia.

[6] Algo que no es propio de estos dos maestros dentro


de la lingüística histórica. Hasta el día de hoy, por
ejemplo, en la historia de la lengua latina, hay dos
bandos marcadísimos de latinistas en relación con el
primer testimonio del latín. El problema radica en el
testimonio mismo -una joya femenina, a manera de
prendedor, conocido como fíbula dentro del mundo
antiguo y esta en particular es la llamada fíbula
prenestina-. Al parecer la inscripción en la misma
joya (lo que hace de esta un objeto de culto, por ser
la primera inscripción del latín en la historia) fue
falsificada por un equipo de japoneses. Hasta el día
de hoy, pese a pruebas, rayos equis y cuanto adelanto
hay para dataciones, hay dos grupos: el pro fíbula y
el anti fíbula. Ambos grupos no se cansan de publicar
contundentes argumentos en relación con la veracidad o
no del testimonio, el cual sigue en eterna exposición,
en un museo de Roma.

[7] Es una obviedad decir que para la lingüística


histórica es fundamental el testimonio escrito. Sin
esto no hay lingüística histórica. Por lo tanto, el
texto debe estar en las mejores condiciones posibles y
estar sujeto a un trabajo minucioso y detallado, a
cargo de una de las disciplinas más respetadas dentro
del rubro: la crítica textual. La crítica textual, por
esta razón, nunca está o no está de moda: simplemente
está. Lamentablemente suele tener problemas, disputas
y devenires, sobre todo por uno de sus quehaceres
fundamentales: el arte de dominar las escrituras de
antaño y editarlas. Es decir, la paleografía. Por
estos enigmas vitales, muchos paleógrafos suelen ser
historiadores, no lingüistas especializados en crítica
textual. Quizás más que enigma, haya una consecuencia
lógica: frente al testimonio, en primer lugar, está el
historiador. Es quien lo edita y hace de paleógrafo.
Sin embargo, no tiene los conocimientos lingüísticos
diacrónicos necesarios para que un texto se edite de
la mejor forma (no sabe de historia de la puntuación,
de historia de la ortografía, de historia de las
mayúsculas, de historia de la grafemática, que es como
la historia de las letras, entre otros tantos ‘no
sabe’). El paleógrafo historiador, por lo tanto, ante
cualquier escollo en la transcripción del testimonio;
ante un usus scribendi nuevo o anómalo; ante una
grafía confusa o un problema de lectura -por ejemplo,
con una letra procesal encadenada- no se hace
problemas ni toma la dificultad de lectura como un
desafío que puede durar semanas, meses. Nada, no se
complica la vida y agrega un [sic.] o un [Nota: grafía
borrosa] o, más osado aun, inventa y propone (y, al
proponer, impone) una voz -el lector facilior que lo
llaman-. No señores: un crítico textual es aquel
experto en el papel, la letra, la unión de letras y
así, al infinito, cual hormiga, trata de presentar la
versión más íntegra de un texto cualquiera (y cuando
se habla de un texto cualquiera, es un texto
cualquiera: una lista de quesos, un testamento de un
tendero, una ordenanza, lo que sea con tal de poder
testimoniar un determinado momento dentro de la
historia de una lengua) y lo entrega a la comunidad
estudiosa, cual héroe anónimo (y, por lo demás, le
encanta ese rol: el del héroe anónimo. El que trabajó
duro, se entregó, entregó su tiempo y su vida en pos
de la gloria anónima. Todos unos derviches). Dura
labor la de esta disciplina.

[8] Este es otro punto interesante dentro de las


reflexiones: qué sucede con las lenguas que no
son español (o castellano) en la Península Ibérica.
Cuál es su estado actual, quiénes las hablan, quiénes
escriben con ellas, quiénes piensan con ellas. Y,
dentro de la disciplina que nos convoca en esta
crónica: cuáles son sus historias, cuál fue y es su
importancia. Como a los latinoamericanos nos forman en
el españolismo más absoluto, poco conocimiento tenemos
de esta realidad lingüística, la cual es el reflejo de
una realidad política. Bien pensado, el reflejo
lingüístico podría entregar muchas pistas de lo que
es, realmente, esta realidad política, la cual es
ejemplificada con estos antiespañolistas. Esta
contingencia es una de las aristas que estudia la
política lingüística, una de las disciplinas más
nuevas que hay, más conflictivas, además, y más
novedosas. Poco a poco va entrando dentro de los
espacios de la lingüística histórica. Es más. Hace un
par de meses, un grupo de políticos lingüísticos
furiosos (que son, a su vez, fuente de activismos
políticos) organizaron un extraño congreso en
Salamanca, justamente, de esta temática, pero a nivel
mundial. Por lo tanto, se discutió acerca de chino
cantonés frente al chino mandarín; el alemán de Suiza
y Austria frente al alemán de Alemania; el español de
América frente al español de España, el árabe marroquí
o dariya frente al árabe estandarizado y así, suma y
sigue. Se dio espacio (pequeño, claro está, por el
ínfimo número de exponentes de la disciplina) a la
política lingüística histórica como momento
inaugural.

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