You are on page 1of 20

Viejo con árbol (Roberto Fontanarrosa)

A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro
costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica
y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos


atrás, casi al comienzo del campeonato, con
su gorra, la campera gris algo raída, la
camisa blanca cerrada hasta el cuello y la
radio portátil en la mano. Jubilado
seguramente, no tendría nada que hacer los
sábados por la tarde y se acercaba al
complejo para ver los partidos de la Liga.
Los muchachos primero pensaron que sería
casualidad, pero al tercer sábado en que lo
vieron junto al lateral ya pasaron a
considerarlo hinchada propia. Porque el
viejo bien podía ir a ver los otros dos
partidos que se jugaban a la misma hora en
las canchas de al lado, pero se quedaba ahí,
debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de
Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las
mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada
muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada?-ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No
vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol,
casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto
sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía,
no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de
alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás,
cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo,
que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para
jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el

1
partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para
desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a
la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había
cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante
alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano
sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando
recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con
la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que
estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
-¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los
muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó
resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota,
que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—.
Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba
el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de
tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los
muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el
Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un
córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura
naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi
violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos
como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos,
vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la
pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro
nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca
del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con
todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el
pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal

2
vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión grave de la pelota cuando
bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de
la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de
los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara
aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo,
porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha,
algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese
picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro,
bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es
el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose
apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la
reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente
del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando
al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso,
incómodo.
—…¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.

Bibliografía Sugerida: Cortometraje basado en el cuento

https://narrativabreve.com/2013/12/cuento-cortometraje-fontanarrosa-viejo-
arbol.html

TÍO EUGENIO
por Roberto Fontanarrosa.
Publicado en el libro “No se si he sido claro” 1985

Esa vez que Gardel vino a Rosario fuimos a verlo con mi


amigo el Flaco Octavio, mamá y el tío Eugenio. Al tío hubo
que insistirle bastante para convencerlo. El decía que le
gustaba mucho la música, pero siempre había que rogarle
para cualquier cosa. Era una de esas personas que se
complacían en que le insistieran. Había logrado forjarse, en
la familia, una cierta fama de hombre misterioso, retraído,

3
que de tanto en tanto nos concedía la gracia de su presencia. Venía, eso sí, para Navidad y
Año Nuevo, y, en esas ocasiones, permanecía callado, escuchando condescendiente las
conversaciones de todos nosotros. A veces sonreía, con comprensión, ante los problemas
mundanos, otras veces su mirada se perdía en el vacío y nos daba a entender que se hallaba
sumergido en cavilaciones profundas, muy alejadas de las nimiedades que se hablaban en la
mesa.

Había ocasiones en que papá, a quien le reventaban bastante esas poses que adoptaba
Eugenio, le preguntaba su opinión sobre el tema en discusión. Eugenio, entonces, solía
acentuar un poco más la sonrisa bajo el bigote fino, cerraba los ojos e, inclinando la cabeza,
hacía un gesto como diciendo “Está bien, puede ser. Dejémoslo ahí. No tiene importancia”.
Esto lo ponía en llamas a mi viejo quien, a veces, optaba por no insistirle o bien le decía:
“¿Qué es eso de. . .?” y le imitaba a Eugenio el gesto con la cabeza que éste había hecho.
“Decí, carajo. ¿Qué te parece?”. Eugenio, entonces, hacía todo un prolegómeno antes de
hablar. Se acomodaba bien en su silla, barría con la mano algunas migas del mantel,
carraspeaba, decía “Bueno. . . bueno. . .”, tratando de conseguir que se hiciese un silencio
general, que nadie dejase de prestarle atención. Incluso llegaba a dirigirle una mirada
reprobatoria a los chicos que hacían ruido, o gritaban, mientras jugaban, porque cuando
terminaban de comer se les permitía levantarse de la mesa e ir a jugar. Y yo me doy cuenta
de que todos entrábamos en el circo. Siempre había alguna tía que, allí, se hacía cómplice y
chistaba a los chicos o les decía “Cállense chicos” y hasta mi vieja llegó a decirles alguna vez
“Cállense chicos, que va a hablar el tío Eugenio”, como si se tratase de Yrigoyen. Y por ahí el
tema que se estaba tratando era si a los sifones de soda convenía meterlos en el fuentón con
barras de hielo o no. Pero para Eugenio la ceremonia era la misma. Y cuando, por ejemplo,
mi vieja decía eso de “Chicos, cállense que va a hablar el tío Eugenio”, él tocaba el cielo con
las manos. A mí me hinchaba las pelotas cuando mi vieja hacía eso. Entonces Eugenio
largaba con el discurso y, ya te digo, aunque el tema fuera cómo hacer el chimichurri, él, a
los dos minutos, ya estaba hablando de los griegos, de la condición humana, del
descubrimiento del pararrayos. Un infierno. Un plomo total. Era un tipo trascendente. No
podía decir cosas sin importancia. No podía decir, por ejemplo, “Alcanzame la sal”. No, él
tenía que hablar del Todo y la Nada. De la Vida y la Muerte, de los grandes misterios de la
Existencia. Y la joda del caso es que todos sabíamos que era un rata. No te digo un croto, un
tirado. Pero era un tipo de clase media clase media como todos nosotros, que vivía con lo
justo. Pero andaba siempre muy elegante, muy cuidadoso de su presencia, muy dandy. Y
claro, como su palabra era un producto escaso, se cotizaba alto. Como todas las cosas
escasas. Como el caviar, los diamantes. Eso él lo sabía, y administraba avaramente sus
opiniones. Gracias a Dios, después de todo, porque a mí me reventaba. Además, fijate vos,
que no era mi tío. No era tío nuestro. Era casado con una tía de mi vieja, una cosa así. Un
parentesco bastante lejano. Pero se le decía “tío” como a tantos amigos de la familia que
vienen seguido a la casa y uno les dice a los pibes “Saluden al tío” o “A ver, mostrale al tío lo
que aprendiste hoy”. Pero no era tío nuestro. Lo que pasa es que cuando tía Nena —esta tía
que te digo de mi mamá— vivía, muchos domingos venían a casa a tomar el té con el
Eugenio. Mirá el programa. Claro. A Eugenio no lo ibas a llevar a una cancha de fútbol o al

4
hipódromo. Cuando murió tía Nena, Eugenio medio que se borró. Ya empezó a aparecer
menos o, como te digo, caía para las fiestas de fin de año. Pero en esa ocasión que vino
Gardel, no sé cómo había venido por casa. Papá ya había muerto y yo ya tendría unos 23
años. Andaban todos enloquecidos con Gardel, imagínate. Y la vieja fue la que le dijo a
Eugenio que nos acompañara a verlo. No sé si lo hizo de compromiso o porque a la vieja
siempre le gustó un poco el Eugenio. Decía que la parecía “un hombre muy interesante”. Por
supuesto, Eugenio se hizo rogar un poco. Pero al final aceptó acompañarnos. Dijo que había
despertado su curiosidad ese fenómeno popular a pesar de que él, aclaró, desconfiaba
bastante de los fenómenos populares. Pero nos dijo que había estado comentando el caso de
la repercusión de Gardel con Vitantonio. Vitantonio era, para aquella época, un profesor de
canto bastante conocido en la ciudad. Un italiano medio maricón, decían, pero muy
respetado. Parece que había sido tenorino, que había cantado en la Scala de Milán, al menos
así contaba él, pero debía ser verdad. La cuestión es que, cada tanto, tío Eugenio sacaba el
tema de su amistad con Vitantonio que, decía, era un hombre terriblemente culto y con el
que solían pasarse las noches hablando de música clásica, de ópera y esas cosas.

Muy bien, fuimos al teatro, me acuerdo que Gardel cantaba en el teatro Odeón, que
después fue el cine Broadway, ahí en calle San Lorenzo. Era un mundo de gente, Gardel
cantó como los dioses y nosotros salimos enloquecidos. Tanta sería nuestra euforia que nos
permitimos ir a tomar un cívico y comentar la velada a un café de por ahí. Tío Eugenio
permanecía ensimismado, como reconcentrado. El flaco Octavio, pobrecito, que era muy
suelto, muy dicharachero, no aguantó más y le preguntó. Le preguntó qué le había parecido
Gardel. Eugenio hizo su clásica rutina, se echó hacia atrás, perdió su vista en el vacío
entrecerrando un poco los ojos, se cruzó de brazos. . . “Bien” dijo “Bien ¿eh?. . . Bien”.
Pareció que no iba a agregar nada más pero siguió. “Tiene, realmente, grandes condiciones
vocales. Grandes condiciones vocales. Podría, tranquilamente, ser un excelente tenor. Un
excelente tenor. Puliendo, claro, algunas imperfecciones evidentes. Algunos vicios. Pero con
un buen profesor, alguien que lo guíe. . . Yo podría hablar con Vitantonio. . . Pero. . . está
visto que el muchacho prefiere el género popular. Está visto que no le interesa demasiado
abordar un género más exigente. Preferirá, es humano, el halago de la repercusión,
digamos, masiva. Pero. . . podría ser un excelente tenor, podría serlo. En fin. . . seguirá en
esto. . . “. Se acarició repetidamente el bigote, estiró la apretada sonrisa y culminó: “Qué
lástima . . . Qué lástima”.

5
ROSITA, LA OBRERITA
por Roberto Fontanarrosa. Publicado en “El mundo ha vivido equivocado y
otros cuentos”

Las madrugadas frías del barrio la veían pasar, caminando apurada, hacia el taller.
Pobrecita Rosita, la obrerita. Delgada y tierna, gorrión temprano. Toda la semana en la
tejeduría, soñando, soñando con el sábado a la noche. Las
mujeres del barrio al verla, aterida de frío, se decían: "Allá
va Rosita, la obrerita. Pobrecita." Gorrión temprano. Y ella
era un sol, un rimero de luz, en el aire pesado del oscuro
galpón de su trabajo.
Los muchachos del barrio la querían. Desde la amistosa
humareda del café, la miraban cruzar, ágil el paso en su
vestidito liviano de percal, y se decían: "Allá va Rosita,
pobrecita. La obrerita". Gorrión temprano. Y no apagaba su
sonrisa dulce el doble turno feroz de su trabajo, porque
Rosita esperaba el sábado a la noche. La gota feliz, la alegría corta, la inocente diversión del
baile.
Y el sábado a la noche Rosita era un pájaro liberto, una paloma que arañaba por fin un
pedazo de cielo, cuando se miraba en el espejo de su altillo pobre y se veía linda. Porque era
linda, Rosita. Pobrecita. Con esa belleza frágil, cristal apenas, de las muchachas sencillas. Su
madre, viejita dulce, nácar las manos bondadosas, la peinaba largamente con el mismo
peinetón gastado que les había dejado el cariño ausente de la abuela, que sin duda, desde
arriba, sonreía. ¡Y qué contenta se ponía Rosita, pobrecita! Era una flor nocturna, capullo
crecido en el yuyo sin malicia del zanjón urbano, peristilo que espera el fresco de la
oscuridad para abrirse en corola para mostrar su belleza.
Los sábados a la noche los muchachos la admiraban y se decían: "Allá va Rosita, la
obrerita. Pobrecita". Eran pocas horas nada más de gozo. La ilusión de una mirada varonil,
el rubor intenso en sus mejillas pálidas, la ensoñación de un tango que la hacía girar
locamente por la pista sintiendo el brazo firme del muchacho esbelto que la pretendiera.
Nada más que eso. Un relámpago fugaz. ¡Pero tan lindo! Después, el retorno a la rutina
cotidiana. El encuentro cruel con el frío crudo de la madrugada. Las dos horas de caminar
hacia el taller. Y esa tos. Esa tos que a veces la doblaba. Pero no se escuchaba una queja de
sus labios. La mantenía jovial la renovada esperanza de la noche del sábado, las luces de
colores que bordeaban la pista de baile del club de barrio, la amistad cristalina de esa gente
humilde y un sueño, un sueño que Rosita, pobrecita, no confiaba a nadie. Sólo su diario,
amables hojas de papel amarillento, sabía de su anhelo.
Cuando con mano trémula tomaba la pluma le contaba a su álbum confidente, la espera
paciente de aquél que la vendría a buscar para llevarla, para sacarla de allí, de aquella
fábrica y le regalara una casa sencilla, pero amplia. Un bienestar para su madre. Y tres
pequeños, rubios como debería ser él, cabellos de trigal, ojos celestes.

6
Ella sabía que alguna noche de sábado, ese hombre vendría. Y como suele pasar en los
cuentos de hadas, una noche de sábado, ese hombre, vino. Al patio humilde del club de
barrio llegó un joven distinguido, de hermoso porte y ropas elegantes. "Un príncipe"
cuchichearon las madres, asombradas. "Un hombre rico" comentaban las jóvenes, entre
ellas, entretejiendo sueños de bailar con el desconocido. Pero una sola mujer hubo esa
noche para el recién llegado, y fue Rosita, pobrecita, quien ya no se sintió tan solo una
obrerita. Esa noche ella fue, entre los brazos gentiles de aquel muchacho, una princesa, una
muñeca fina bailando sobre nubes de algodón. Más tarde que otras veces, volvió a su casa, y
le contó a su madrecita buena el sueño realizado. Con sus ojos buenos le contó del príncipe
aquél, de sus palabras, y de la promesa que le había dejado al partir, antes de alejarse en su
lujosa vuaturé: "Vendré a buscarte".
Desde aquella noche la cara buena de Rosita, era una fiesta. No le importaba ni el frío
cortante de la mañana, ni el sucio aire oscuro del taller, ni su rebelde tos, tan reiterada. Era
feliz Rosita, la obrerita. Pobrecita. Gorrión temprano. Sólo tenía que esperar, e hilvanar
sueños: la casa grande de ventanales por donde la luz se derramara generosa, la pieza alegre
para su madrecita y volver cada tanto hasta su barrio bueno, a ver a los amigos, a quienes la
vieron crecer, a los testigos sencillos de su vida. Pero pasó más de un año y del muchacho
aquél no tuvo ni una flor, ni una noticia, ni un recado apenas, pobrecita. En su pecho, la
congoja, comenzó a apretar su corazón joven con un puño duro.
Y fue una tarde, volviendo del taller, aquel taller que le compraba su juventud por un
puñado de monedas, que Rosita se encontró con don Nicola, el tano viejo y bueno que había
venido hasta aquí en el "Conte Grande" a poblar nuestra tierra con sus hijos, también
buenos. El organito de don Nicola desgranaba su melodía cadenciosa y algo triste, que sabía
tararear una cotorra. Una cotorrita de la suerte. Y Rosita quiso saber si su futuro podría
encontrarse entre los dobleces desprolijos de un papelito. Un papelito que la cotorrita buena
le alcanzó a Rosita con su pico. Y allí decía, estaba escrito: "Se está casando, el muchacho
aquél, en la parroquia, de San Miguel". Pobrecita Rosita, la obrerita. Deshecha en lágrimas,
un mar de llanto, cayó en su lecho quebrado el pecho por la tos convulsa. En la pobre
humildad de su altillo, pálida y apagándose como una llama de un fósforo de cera, dos cosas
nada más pidió a su pobre madre: que le trajese la muñeca vestida de colombina, y que
fuese a buscar al ingrato que la engañase con promesas vanas.
En la noche de cierzo zafiro, salió la anciana arrebujada en una pañoleta, mientras, en la
cama, Rosita, la obrerita, acunaba en un tango a su muñeca. Era un salón lujoso, brillaba el
piso de mármol como un espejo caro, y una gran orquesta esparcía por el aire los
evanescentes giros del vals de los novios. Él, flotando en el aire su pelo rubio, trigal al
viento, no supo de la entrada de la viejecita humilde cuando ella llegó bañada en lágrimas,
hasta la escalinata de la fiesta rica. Pero cruzó el salón la pobre anciana y la orquesta calló,
como una ofrenda. La pobre anciana tomó del brazo al petimetre y sólo dijo: "Mi hija se nos
marcha, camino del Señor". Del brazo de la otra se desprendió el mancebo. Y en su lujoso
coche, perseguido quizás por la culpa, se lanzó en busca de aquella que lo había esperado en
vano, tanto tiempo, y que ahora se marchaba en busca de otra cita, allá en el cielo.
Cuando subió al altillo, Rosita lo miró con esos ojos, resecos de llorar y sólo dijo: "Estos
son mis compañeros. Julio y Franco". Y señaló a dos obreritos, con ropa de trabajo, sudor

7
honesto. Y los dos obreritos, pájaros buenos le dijeron al muchacho aquel, al elegante, con
ese tono simple y sencillo del que se educó en la escuela popular de las veredas, que sería
mejor si retomaba a esos quince operarios, despedidos. Y el muchacho aquél, el elegante,
del taller tejedor único dueño, quizás ante el tono convincente de esos hombres, de esos
hombres puro sudor y herramientas de trabajo, quizás ante la vista de esas manos que
sostenían tal vez un fierro en "U", alguna llave en cruz, una barreta, firmó con mano veloz
cuanto papel le pusieron adelante los muchachos.
Y siguió el barrio viéndola pasar a la obrerita, de la casa al taller todos los días. Se curó
de la tos y sigue alegre, sencilla y buena. Las mujeres amigas de su madre, viejitas buenas,
dicen al verla: "Allá va Rosita, la obrerita. Pobrecita". O suelen comentar, curiosas ellas:
"Desde que vio Norma Rae ¡cómo ha cambiado!". Y Rosa sigue esperando el sábado, su día
dilecto, como un pájaro gris, gorrión temprano.

LOS ÚLTIMOS “SALILEROS”, DE ROBERTO FONTANARROSA.


Publicado en el libro “No se si he sido claro” 1985

Nos persiguieron, señor, nos persiguieron. Mismamente que animales, no que cristianos.
Nos echaron de todas partes, señor, nos quitaron todo. Usted nos ve ahora así, débiles y
desparramados, señor, pero los salileros supimos ser fuertes.

Claro, no estábamos aquí, estábamos en otra parte, lejos de aquí. Y era un gusto vernos
en los domingos de fiesta, señor, cuando había partido. ¡Así de gente los carros y los
camiones llenos de salileros hacia la cancha! Con estos colores, señor, los que usted ve en la
vincha. Y la cancha, señor. No sé si había alguna mejor en todo el país, vea lo que le digo, no
sé si había alguna mejor. Y venían Boca y River y también San Lorenzo y se iban
humillados, señor. Los grandes decían que eran, señor, los grandes, pero de ahí se iban con
la cola entre las piernas. Y era una fiesta eso, señor.

Ahora nadie se acuerda de los salileros nadie se acuerda de cuando éramos fuertes y
llenábamos de banderas y trapos las canchas. Nadie se acuerda, señor. Ni saben por qué nos
llamamos "salileros", señor, ni eso recuerdan las gentes. Venían River o Boca o San Lorenzo
con esos equipos bárbaros y cuando se venían al ataque todos nosotros gritábamos " ¡salíle!
¡salíle!" a los nuestros, para que les hicieran cara, señor. Por eso nos decían los "salileros".

Ellos se venían con esas estrellas famosas que salían en las figuritas y en las tapas de "El
Gráfico", señor, una vez por año venían, y ahí, en nuestra cancha se hacían pequeñitos, así
quedaban los pobrecitos cuando nos veían a nosotros en las tribunas repletas, que cuando
me acuerdo me vienen lágrimas a los ojos señor.
Y siempre la justicia en contra. Siempre la justicia en contra. Como no podan con
nosotros los porteños, nos ponían los jueces en contra. Nosotros éramos buenos, señor,

8
buenazos. Gritábamos nomás, a grito pelado, para alentar a los nuestros. Alguna piedra de
vez en cuando, también, cuando ya veamos que la injusticia era muy grande o los contrarios
muy superiores. Esa es la verdad, señor. A nadie le gusta verse humillado en su propio
campo. Pero nada más que eso. Y empezaron a perseguirnos, señor. Siempre los jueces en
contra, nos penalizaban, señor. Nos echaban jugadores por pavadas, señor. Y los linieres,
señor, cierro los ojos y veo todavía esas banderas amarillas o solferinas levantadas, señor,
porque alguno de los nuestros había invadido terreno prohibido. ¡Terreno prohibido, señor,
si la cancha era nuestra! La habíamos ido levantando nosotros mismos, con esfuerzo señor.
Con sacrificio. Era nuestro orgullo. Siempre los porteños persiguiéndonos. Es cierto que
degollamos a Candelo, señor. ¡Pero ellos habían quebrado a Solibarrieta! Candelo, el juez
Candelo Permítame que escupa señor. Y al domingo siguiente tuvimos que ir a jugar a otra
cancha porque nos habían suspendido la nuestra. Por ahí cerca, pero en otra cancha. Y
también hubo lo porque los salileros ya estábamos enojados, señor, muy enojados. Nosotros
somos buenos, pero la injusticia era mucha. Los porteños nos perseguían, señor, como a
animales. Nos provocaban para que nosotros más nos enojamos señor y más nos castigaran.
Al Junín tuvimos que ir a jugar después señor. Daba pena, le juro, ver esa caravana de
hombres, ancianos, mujeres y niños, en carros y camiones, yendo hacia el Junín para seguir
los colores de nuestro equipo señor, los mismos que usted ve en esa vincha, señor. Con un
frío terrible y la lluvia. Con los abuelos, con enfermos, con los perros. Le pegamos a un linier
en Junín, señor, un infame, y de ahí también nos echaron, también de ahí. ¿Adónde íbamos
a ir a jugar, señor, adónde íbamos a ir?

Cada vez éramos menos, castigados por la policía, por las cárceles, los salileros cada vez
éramos menos. Los más viejos se fueron quedando en el camino, por esos caminos,
cansados de seguir la divisa. Y perdimos la divisional, señor, la perdimos, nos fuimos a la
"B", que no es deshonra, señor, pero no es lo mismo. Los tiempos de gloria se habían
alejado de nosotros señor, nos habían dejado de lado.
Y siempre la justicia en contra señor. Siempre en contra. Nos castigaban por cualquier
cosa, por pavadas señor, por tonteras. De la "B" también bajamos, señor.

Ya ni cancha teníamos para jugar, nada era nuestro. Algunos de los muchachos jugaban
descalzos, señor, tan, pobres éramos. Y casi nadie para alentar, sólo un grupito, chico. Las
otras hinchadas se aprovechaban, señor, y nos pegaban, nos corrían, nos humillaban. A
nosotros a los salileros, que habíamos sido fuertes y poderosos y que cuando gritábamos
todos juntos no dejábamos que se escuchara ningún otro canto, señor. No nos perdonaban
el haber sido fuertes, señor. A la "C" nos fuimos señor, pero ya no teníamos más ganas de
pelear, ni jugadores, ni cancha, y ramos un puñadito los que alentaban, señor. Cada vez más
lejos de nuestras tierras, cada vez menos parecidos a nosotros mismos. Si hasta el color de
las camisetas se había borrado con el tiempo, señor, con las lavadas, con el tierras de los
potreros inmundos donde teníamos que ir a jugar, señor, nosotros, que habíamos sabido del
césped verde y el olor del césped verde recién cortado, señor.

Y aquí estamos, señor, para que cada tanto venga alguien como usted para investigamos
como a animales raros. Los últimos que quedamos, señor. Los últimos salileros. Los

9
porteños nos persiguieron mucho, señor. Muy mucho nos persiguieron. Si hasta los
domingos nos quitaron, señor. Hasta los domingos.

Maud emprende el vuelo


Publicado en el libro “No se si he sido claro” 1985

Cuando Maud llegó a la casa, la envergadura de sus alas no


superaba el metro y medio. De cualquier manera, se trataba ya de
un pichón de águila fornido y audaz, tal como lo demostró al
procurar llevarse entre sus garras el viejo porsche 64, de seis
cilindros, que era el orgullo de tío Saúl. Maud no consiguió su
objetivo, pero sus garras de acero destrozaron la capota del
arcaico sedán. El intento del águila no era novedoso para
nosotros, dado que, semanas atrás, la majestuosa ave se había elevado hacia las montañas
Bitterroot, ante nuestra sorpresa e impotencia, con la bicicleta de Buddy entre sus
poderosas patas. Por lo tanto, cuando el formidable pájaro se abatió por el conducto de la
chimenea de leños cayendo en el medio del living, la primera intención de tío Saúl fue
despanzurrarlo de un escopetazo. No hubiese sido fácil concretar ese propósito porque de
inmediato el águila se trenzó en lucha feroz con Silver, nuestra mangosta, y porque, además,
el viaje hasta el pueblo para comprar una escopeta, le hubiese insumido a cualquiera de
nosotros más de un día y medio entre ida y vuelta. Aún no sabemos cuál fue la causa que
indujo al pichón de águila a precipitarse por la chimenea de nuestro hogar, pero ya la
conducta del animal nos había desconcertado días antes cuando el pequeño Jeremy llegó a
la casa contando que lo había visto cabeza abajo de las ramas de un fresno, durmiendo al
más puro estilo murciélago. Nuestro rancho estaba en el valle que se extiende al pie de las
montañas Bitterroot y la presencia de aves de rapiña me era tan natural como la convivencia
con Eve, mi esposa. No pasaba día sin que nos atacase algún gavilán, sobrevolase nuestro
techo alguna pareja de gallinazos o cruzase el cielo algún helicóptero de la base aérea
enclavada al otro lado de la cadena montañosa. Las águilas no eran tan comunes, pero se
dejaban ver de vez en vez, especialmente tras la época de las grandes ligas de béisbol. De
cualquier manera, nunca habíamos tenido un contacto tan directo con una de esas reinas de
las alturas como cuando Maud irrumpió en nuestro grupo familiar. A pesar del lógico temor
del primer instante, pronto debimos decidir qué destino dábamos al ave quien, a dos horas
de su aparición intempestiva, continuaba enredada en lucha salvaje con la mangosta. Tras
largas discusiones, primó el sempiterno espíritu americano de ayuda al prójimo.
Comprendimos que el águila se hallaba enferma y que debíamos ayudarla. No era mucho
nuestro conocimiento sobre dichas aves y sólo tío Saúl podía esgrimir algunos
razonamientos acertados, ya que, cuando joven, había practicado aeromodelismo. Por lo
tanto, decidimos llamar a un vecino, el señor Edelmann, un criador de canarios flauta cuyos
pupilos habían arrasado con los primeros premios en la gran feria del instrumento de viento
que todos los años se llevaba a cabo en Missoula. El señor Edelmann respondió presto a

10
nuestro llamado y cuatro días después llegó a casa proveniente de Dinamarca, donde se
hallaba radicado desde hacía tres años. Maud, como habíamos decidido ponerle a nuestra
águila (en realidad eran siglas: mountain animal unknown domestic) a instancias de
Carolina, nuestra hija más pequeña, se hallaba, cuando llegó Edelmann, dentro del
lavarropas, donde se había hecho fuerte. Desde allí dentro nos miraba a través del visor de
cristal y en sus ojos implacables podíamos adivinar un nítido acento depredador. Nosotros
la alimentábamos con galletas marineras, cereales y tapioca. Cada tanto, pese a nuestros
esfuerzos, Silver, la mangosta, se deslizaba dentro del lavarropas y se reiniciaba la batalla.
Ya nos habíamos acostumbrado a la enemistad entre ambas criaturas, pero a lo que no
podía habituarse Eve era a los efectos que dichas riñas causaban en nuestras sábanas,
fundas y demás ropa blanca. Para colmo, el jabón en polvo produjo un raro efecto en el
rojizo pelaje de Silver, quien destiñó, transmitiendo a Maud una coloración extraña y
anormal en su plumaje. El señor edelmann, provisto de un guante de béisbol de mi hijo más
pequeño, Bessie, instó a Maud a salir de su refugio. Ante nuestra sorpresa, el águila aceptó
el envite, se encaramó sobre la protegida mano derecha de nuestro vecino y, salvo un
espasmódico picotazo que desprendió el labio superior de Edelmann, se dedicó a
contemplar a su nuevo amigo como si lo conociese desde siempre. Edelmann nos pidió
cordialmente que lo dejásemos a solas con el águila y, durante dos días, pudimos escuchar
desde la habitación contigua, cómo le hablaba en un tono convincente y monocorde. Al
tercer día, Edelmann salió de su encierro con un informe bastante completo: Maud estaba
totalmente sorda. Según Edelmann, el pichón se había visto afectado por la altura: la
presión del aire en los altos picos de la montaña había afectado notoriamente sus tímpanos.
Mis hijas, mi esposa y tío Saúl, quedaron muy impresionados con el diagnóstico. A mí no
me impactó, sin embargo, debido a que también yo había sufrido similar martirio,
elevándome en uno de los ascensores de las torres gemelas, cuando viajé en ocasión de la
fiesta aniversario por la ejecución de Caryl Chessman. Edelmann nos dijo, asimismo, que
deberíamos enfrentarnos a un difícil trabajo de rehabilitación de Maud, dado que en esas
circunstancias le era imposible volver a volar. La empresa no era fácil, debo confesarlo, pues
una casa de campo donde habitan un matrimonio con sus niños, no ha sido, generalmente,
diseñada para contener las ansias de horizonte de un águila real de Idaho. Pero,
nuevamente, primó el espíritu caritativo de nuestra familia: se resolvió la permanencia de
Maud en la casa hasta su total rehabilitación mediante el voto democrático. Venció la
tendencia afirmativa por seis votos contra cinco, tras una primera votación donde, aún hoy
no nos explicamos cómo, el recuento de los once votos dio una total paridad. De allí en más,
vivimos tres años apasionantes y bellos. Maud, nuestra orgullosa águila real, pasó a ser un
miembro más de nuestra familia. Poco a poco fue recobrando el sentido auditivo, gracias a
nuestros esfuerzos por hablar en voz baja y evitar toda manifestación ruidosa. Llegamos,
incluso, a festejarle sus cumpleaños o dejarle pequeños regalos de fin de año bajo el pino
navideño. Una luminosa tarde abril, cuando Maud emprendió carrera desde abajo de la
mesa del comedor para tomar vuelo y finalizar estrellándose contra la vitrina que atesoraba
los trofeos que el pequeño les había ganado compitiendo en "cave el pozo más hondo",
comprendimos, con emoción, que había recuperado el sentido del equilibrio y se hallaba en
los mismos umbrales de la perfecta condición física. Lo comprobamos con alegría, pero
también con inocultable tristeza. Aquello significaba, nada menos, que se acercaba el duro

11
momento de devolver a Maud a la vida salvaje. Aquella noche, encerrados en el sótano,
lloramos todos como chicuelos. A maud se la veía feliz dentro de la casa; se había convertido
a esa altura de la historia en una bella bestia cuyas alas extendidas alcanzaban una longitud
de 7,50 metros, y no me cansaba de admirarla aposentada sobre el techo del ropero de la
pieza de Franny, la más pequeña de nuestras hijas, contemplando, atenta, el movimiento
dentro del hogar. Le divertía juguetear con los niños y los perseguía picoteándoles los
talones. Sin embargo, Maud, con ese instinto propio de los rapaces, era consciente de la
fortaleza de su pico, y nunca llegó a herir malamente a ninguno de mis muchachos. Pese a
todo, pese al ambiente de regocijo que imperó en nuestro rancho durante aquellos felices
años, coincidimos con Eve en que debíamos abordar el último tramo en la recapacitación de
Maud, antes de su devolución a las montañas. Había que restituirle el ancestral llamado de
la caza. Si bien el águila lograba levantar en vilo algunos de los sillones Lafayette de nuestra
galería, o se empecinaba en elevar a tío Saúl y estrellarlo contra las rocas del arroyo cercano,
no veíamos en ella la clásica predisposición para detectar una presa y atraparla. Fue así que
recomendamos a Walt, el cuarto de nuestros niños, el adiestramiento de Maud. El sistema
era simple: Walt se estacionaba en el medio del prado que se extiende en el frente del
rancho, haciendo girar sobre su cabeza una larga cuerda en cuyo extremo se hallaba atado
un salame milanés. Maud, en tanto, era conducida dos kilómetros más abajo, casi junto al
río, por Georgie, con la cabeza cubierta por una capucha. Al llegar al punto establecido,
Georgie le quitaba la capucha y orientaba a Maud hacia su presa. La vista prodigiosa del
águila le permitía localizar de inmediato el vuelo circular del salame y se lanzaba sobre él
como un meteoro. El primer ensayo no fue exitoso debido a que Maud atrapó a Walt en
lugar del salame y se lo llevó hacia las alturas. Se perdió entre las nubes con nuestro hijo,
antes de que tuviésemos tiempo de ordenarle el regreso. Eramos conscientes de que Maud
gustaba de bromear con nuestros muchachos, pero aquella vez había llevado la broma
demasiado lejos. No era exagerada nuestra apreciación: dos días después, Walt telefoneó
desde Nampa, ciudad excesivamente alejada de nuestro estado (unos 480 kilómetros)
donde había caído, afortunadamente, sobre un ómnibus escolar. Tan distante se hallaba
Walt de nosotros que optó por radicarse en Nampa y, aún hoy, solemos cartearnos. Las
dificultades prosiguieron con Maud, dado que Ira tomó a su cargo su entrenamiento de
caza, siendo atacada por miles de buitres al segundo día en que se dispuso a revolear el
salame. Pese a todo, dos semanas después pudimos afirmar que el águila se hallaba en
óptimas condiciones de sobrevivir en su original habitat rocoso. Juro que aquella noche no
dormimos pensando en la despedida. Pero conscientes de que no podíamos alterar el
impertérrito rumbo de la naturaleza, al día siguiente, con Maud dentro de una bolsa de
dormir de Milton, el más pequeño de mis niños, partimos en el Land Rover hacia el pie de
las montañas Bitterroot. ¡Qué prístina mirada de comprensión adivinamos en los ojos de
Maud cuando la pusimos sobre el capot del coche! advertía la despedida de todos aquellos
que, durante cuatro años, habíamos velado y cuidado por ella. Le quitamos el arnés de
cuero, abrimos la cerradura de su collar, aflojamos el rigor de las ligaduras de soga que
contenían sus alas formidables y con gritos, movimientos ampulosos de brazos y voces de
aliento, la instamos a elevarse rumbo a las montañas. Maud no tuvo un solo instante de
vacilación, con una economía de gestos propia de su grandeza, emprendió el vuelo. Primero
describió un amplísimo círculo bordeando el bosque, ante nuestra mirada conmovida, luego

12
pasó oscilando levemente las alas en el internacionalmente conocido planeo de saludo y
finalmente se zambulló como una tromba dentro de nuestra casa. Por ocho veces repetimos
el intento. Llegamos a escalar nosotros mismos la ladera de la montaña hasta alcanzar uno
de los picos nevados, para convencer a Maud, acerca de cuál era su destino. Pero nada
surtió resultado. Maud había elegido el lugar donde madurar y reproducirse. A tres años de
esta historia, Eve y yo, ya nos hemos acostumbrado bastante bien a la vida de montaña, con
ese particular sentido práctico de la gente de campo. La caverna en la roca es amplia y el
aire, uno de los más puros que pueda uno imaginarse. Nuestros hijos permanecen con
nosotros, salvo el más pequeño, que optó por compartir el nido con un cuquejo gris, mil
metros más arriba. Tío Saúl se desbarrancó el invierno pasado en un abismo, pero
confiamos que, en el próximo verano, con el deshielo, recuperaremos su cuerpo. Cada tanto,
nos viene a visitar Maud, que revolotea gozosa en torno nuestro. El miércoles pasado no
vino sola, la seguía un hermoso pichón de su mismo plumaje. No se acercó tanto, esta vez,
quizás celosa de su cría, pero era obvio que no quería privarse del gusto de mostrárnoslo, en
su orgullo de madre. A veces, cuando el día es diáfano, desde nuestra altura alcanzamos a
ver los tejados de nuestro antiguo rancho. Incluso advertimos el humo que sale de su
chimenea en las tardes frías. Sabemos, entonces, que allí están Maud y los suyos, en torno al
fuego, quizás disputando por un pedazo de conejo, o bien saboreando un trozo de mofeta
cruda. Y, deben creerlo, somos felices.

13
Mamá
Por Roberto Fontanarrosa

A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero,
a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado
por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando
de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a
acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo
fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se
tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue
que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con nosotros,
mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreba la soda
con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando
una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía
adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una
vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso.
Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar,
pero agradecía.

Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el


vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si
tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía
de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato.
Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la
encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno
de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la
picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con
la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué
hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo,
para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la
zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba
huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no
sé dónde metía las botellas.

Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al
chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta,
con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y
le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el
hígado le latía". Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de
basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos
televisión -a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera- y de pronto se iba al
baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a
espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del

14
living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la
sorprendí con una petaca.

Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un


alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo
me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas
de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema
del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me
puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago.
"¡Mamá!", la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico,
aun siendo gaseosas. "Es que me ponés nerviosa", me dijo. Pero después se tomó todo lo
que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho
menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la
acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en
especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco
mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día.
Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera
frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho,
lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos
Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y
nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin
embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso
con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar,
por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un
cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia,
como decir: "Sacale la copa a Dora" o "Decile a Dora que pare", pero nada más. Algún
codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con
mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado
simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de
incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y
Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos
de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.

En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas
que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada
el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se
llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera
como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía
algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi
hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.

15
No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada
entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza,
porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los
animales con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se
hinchaba como un globo.

Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero
decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el
problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la
salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los
ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos.
Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el
alochol. Era el cigarrillo.

Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una
activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía
un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy
fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se
envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.

Dejaba el cigarrillo -fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro-, cortaba un pedazo de
milanesa, por ejempl; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el
dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.

Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la
mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. "Es mi único vicio", decía
mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra
después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso
que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que,
simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo
la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por
el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el
postre.

Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase media
típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al
mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el
postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba.
Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba
cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos
se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.

16
Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que
pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a
leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una
agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una
grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos -
para que quede claro- cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que
mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando
empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros.
Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las
metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un
momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los
labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante
sensible. Y de chico, más.

Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada
tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros.
Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy
aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las
puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama,
escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos,
masticando tabaco.

Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al
terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los
cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía
con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo
encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro,
cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que
fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga
de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá,
un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.

En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de


descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi
madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana,
pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó -le bebió,
digamos- un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo
Santiesteban.

Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las
noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo,

17
pero es así. Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con
aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.

Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la
pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los
pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que
llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba
miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar
huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo
solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar
una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella
soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del diecisiete".

Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos
pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi
lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De
inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de
garganta, producida por las bolitas de paraíso.

Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba
tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero
son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a
mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al
respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso
de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le
terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era
el juego.

Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las
hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre,
y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. "Es mi
único vicio", decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían,
apenas, rasgos de personalidad.

Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o
ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el
juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo,
verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera
de Marilú, una de las hermanas Mendoza.

18
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo
habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba
cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto.
Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a
mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la
lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que
se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la
bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la
llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había
dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.

Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el
Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel
problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un
grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con
los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa
con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso
en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que
estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa.
"Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella
jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos.
Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. "Me
sorprende de vos -le dije un día-. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la
gente." Se puso seria. "Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos", le insistí. Fue
la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. "Las deudas de
juego se pagan", me dijo, y encendió un Avanti.

Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue
demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al
divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a
ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas
mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el
subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me
costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.

La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada,
los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos
modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada
que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El
doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus
vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio
el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar

19
nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera
podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé,
por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo
enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi
memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital,
encantadora, cariñosa y alegre.

20

You might also like