You are on page 1of 8

TEMA: Psicoterapia experiencial con familias (Walter Kempler)

Los modelos experienciales al respecto García (2000) menciona: surgieron de la


necesidad de construir una psicología a partir del estudio del trabajo con la persona sana,
y no desde las personas con neurosis graves o psicosis. Los modelos experienciales
proponen dejar de pensar en términos de enfermedad, tanto si está presente como futura,
para pasar a concebir la vida en términos de una actualización o realización de potenciales
biopsicosociales. Así, la actitud humanista concibe al hombre como capaz de una
conducta equilibrada de una manera espontánea que lo lleva hacia la plenitud, el
desarrollo, la libertad, la independencia y la plena realización. (p.7)

Las leyes sobre las cuales se funda toda psicoterapia experiencial con familias se vinculan
con dos preceptos:

1) El punto central de toda toma de conciencia e intervención es la atención que se preste


a las interacciones presentes, y 2) el terapeuta debe participar plenamente con toda su
persona y no simplemente con un bagaje de triquiñuelas denominadas «habilidades
terapéuticas», ejerciendo un franco y generoso influjo personal en las familias con las que
trabaja. Hay muchos terapeutas que abogan por estos principios fundamentales, pero en
la práctica hay una tendencia a levantar una barrera frente al compromiso que entrañan
esos dos principios. Ofrecemos este artículo como un modo de derribar esa barrera.

La interacción presente el encuentro actual exige estar constantemente alerta. Ello implica
que se debe prestar atención al aquí y ahora, no hasta el punto de excluir el pasado y el
futuro pero sí hasta el punto de considerar cualquier desviación pertinente respecto del
aquí y ahora como un apartamiento transitorio aunque necesario, y de hacer que cada
rodeo sea prontamente integrado a la interacción actual. Daremos como ejemplo el de un
matrimonio con una hija de ocho años, que se ha embarcado en una discusión sobre la
conducta de esta última. El padre sostiene clara y firmemente que la hija es perfectamente
capaz de expresarse por sí sola, mientras que la madre afirma que nunca defiende sus
ideas y necesita recibir ayuda en esta materia. El terapeuta, que sabe que debe darse
preferencia a la confrontación directa cuando ello es posible, urge a la madre para que
examine su preocupación por la hija en vez de discutir con su esposo acerca de ella.
M (madre, dirigiéndose a su hija, en un tono francamente condescendiente): Me gustaría
que pudieras hablar libremente con nosotros de todo lo que se te antoje. ¡Sería tan
importante para ti poder hacerlo! H (hija, prestamente): ¡Si yo digo lo que se me antoja!

M: No, no lo haces. Deberías ser capaz de decir todo lo que deseas.

H (vuelve a responder con rapidez): Lo hago.

A (haciendo caso omiso de sus palabras): Me gustaría que lo hicieras.

T (terapeuta, a la madre): Usted ignora lo que ella dice.

A (al terapeuta): Porque estoy segura de que tengo razón.

T (en un intento de ayudarlas a salvar la distancia que las separa y comenzar otra vez las
negociaciones): ¿Puede usted dar un ejemplo a su hija?

M: No creo que ella diga aquí lo que quiere.

T: ¿Por ejemplo? (El terapeuta no percibe o no comparte la preocupación de la madre,


pero quiere darle la oportunidad de calar más hondo.)

A: Que según ella somos malos padres. Por ejemplo, no la dejamos hablar de las cosas
nuestras que no le agradan... Que le molestan los gritos del padre y mi llanto, tal vez.

T (luego de que la madre hubo aclarado ese punto): Verifique con su hija si eso es cierto.

H (después de ser interrogada por la madre al respecto): No me gustan los gritos de papá,
pero tampoco me molestan demasiado, salvo cuando me grita a mí (.Ya se lo he dicho. Y
no me molesta verte llorar a ti. Antes sí me molestaba, pero ahora lo haces tan seguido
que ya no te llevo el apunte.

Ante esta respuesta, la madre sacude tristemente la cabeza, como diciendo: «Sé que
sufres, pobrecita... si pudiera ayudarte a comprender cuánto sufres...».

En este momento, tanto el terapeuta como el padre y la niña saben perfectamente que esta
última no sufre (al menos, no en lo que toca a este punto). El terapeuta así se lo dice a la
madre y le pide que reflexione sobre ello. Ella lo hace durante un rato, y dice finalmente:
Yo sé lo que es que a una la hagan callar siempre. Es terrible.

La madre se ha apartado del aquí y ahora para remontarse a su propia niñez; está, por así
decirlo, en el «allí y entonces»: su conciencia actual se ha escapado a otra época. El
terapeuta la estimula a que permanezca en el pasado diciéndole: ¿Podría usted convertirse
ahora en la pequeña niña? Ella ya lo ha hecho; el terapeuta no hace más que permitirle
que lo reconozca abiertamente. Cierre los ojos y dígales a sus padres cómo se siente una
cuando la obligan siempre a callar.

La madre cierra los ojos y comienza a llorar. El terapeuta le dice: Hábleles.

Luego de algunos sollozos, la madre dice con los ojos cerrados: Oh, mamá, si lo supieras.
No creo que lo hayas sabido jamás. Llora con más fuerza. Yo nunca puede contarte nada.
Y no todas las cosas eran malas. Quería únicamente que me escuchases... que lo hicieras
una vez tan solo. .. que me dejaras decirte lo que pensaba.

Continúa hablándole a su madre en la fantasía (su realidad del momento), mencionando


un caso que le resultó particularmente penoso. Cuando pareció que había terminado, el
terapeuta le sugirió que respondiese ahora como si fuera su madre. Esta idea era nueva
para ella. Al iniciar sus tanteos, empezó por disculparse alegando ignorancia, y al seguir
adelante —convertida ya en su propia madre— defendió, en primer lugar, su derecho a
no escuchar a la hija; luego explicó, llorando, que se sentía tan inepta como madre que
no se atrevía a escucharla. Habiendo tomado conciencia de esto, volvió a su papel de niña,
y exclamó entre fuertes sollozos: —Nunca lo supe. Nunca se me ocurrió. Nunca lo supe.
Creí que yo no te gustaba: eso era lo terrible. Nunca pensé que fueras tú... que tú no podías
escuchar. Pensaba que no te interesabas por mí. ¡Oh, que horrible tiene que haber sido
esto para ti! Yo también siento algo parecido casi siempre. —En este momento, está
volviendo a ser la madre-padre del presente, y deja de llorar.Por eso es que siempre le
digo a Kathy [su hija] que diga lo que siente. Ella 1« hace, sabes, mejor que lo hacía yo.

En este proceso, la madre reunió fragmentos de su psique que se habían vuelto extraños
a ella durante su crecimiento. Cuando terminó de hablar, se quedó pensativa y en silencio,
con los ojos fijos en una silla vacía. Después de una cognición importante siempre se
produce un silencio meditativo, como si el aparato psíquico necesitara tiempo para
reorganizarse.

Luego de transcurridos varios minutos de tranquilo silencio, la madre comenzó a moverse


y a mirar en torno suyo. El terapeuta, deseoso de que integrara la experiencia en su mundo
actual, la instó a hablarle a su hija.
Sonriente ya, le dice: —No soy tan mala madre como tú puedes creer... creo que es más
exacto decir «como yo creía que era». Lo cierto es que tú dices lo que piensas mejor que
yo lo hice nunca.

La hija sonríe. El encuentro entre ambas parece haberse completado. Se invita entonces
a hablar al padre. Este dirigiéndose al terapeuta, empieza diciendo: Yo sabía que estaba
en lo cierto pero nunca creí... El terapeuta lo interrumpe y sugiere que le hable a su mujer.
Así lo hace, y continúa: Nunca me detuve a pensar qué es lo que estaba sucediendo. Sólo
que me enfurecía ver cómo la regañabas. Ahora ese sentimiento ha desaparecido. Tal vez
retorne si vuelves a regañarla, pero sin duda siento algo distinto con respecto a ti en este
momento. La madre replica: Me siento tan aliviada sobre todo esto. Lamento haber sido
tan molesta.

El padre elabora algo por sí mismo, y haciendo caso omiso de sus disculpas agrega: —
Bueno, quizá te pueda ayudar en el futuro si vuelves a futirte trastornada por Cathy.

Ambos callan. El terapeuta piensa que ya no le queda nada más que hacer con padre e
hija; para completar su labor del momento con la madre, le dice: —No me gustó su pedido
de disculpas. Usted no tiene por qué ser tampoco la esposa perfecta.

El registro de la historia individual, la rumiación acerca de la génesis de la conducta


actual, la discusión sobre el poiqué de esa conducta: todo ello es opuesto al enfoque que
acabamos de esbozar. Para llevar adelante un encuentro, se juzga indispensable prestar
atención al tema de dicho encuentro; sin embargo, lo mejor es desprenderse de él cuanto
antes para hacer lugar a una experiencia que nos permita tomar conciencia de lo que
hacemos con las demás personas y la manera como lo hacemos. En pocas palabras: el qué
y el cómo de la conducta desplazan al porqué, la experiencia desplaza a la discusión.

Cuando una familia llega a presencia del terapeuta, este observa su apariencia, la forma
en que lo impresiona. ¿Se muestran particularmente ansiosos uno o varios de sus
miembros? ¿Qué hacen delante de él? ¿Cómo entran al consultorio? ¿Entra d padre antes
que los demás y los presenta, o es uno más en el grupo? ¿Qué estado de ánimo impera
entre ellos? ¿Le caen sin prácticas al terapeuta sus miradas? ¿Se muestran amables unos
con otros?

La conciencia potencial del terapeuta acerca de lo que ve es infinita y, por supuesto, está
coloreada por sus propias necesidades del momento. Tal vez salude a la familia como un
buen anfitrión, sonriéndoles y extendiéndoles su mano, y se presente ante ellos si ninguno
toma antes la iniciativa. Pero sea cual fuere su conciencia de la situación, cabe esperar
que habrá de acercarse a la familia con curiosidad por saber qué desean de él, con interés
por averiguar cómo se manejan para procurarse lo que necesitan, y dispuesto a unírseles
con su sentir en esa circunstancia.

Si ningún integrante de la familia inicia el intercambio verbal, el terapeuta se verá


obligado a hacerlo él. Las mejores formulaciones iniciales (y las mejores intervenciones,
en general) son las que se hacen en primera persona del singular, identificando al
terapeuta con el aquí y ahora; verbigracia, una observación sobre sí mismo: «En un
momento estoy con ustedes. Me quedé pensando en lo que ocurrió la sesión anterior, que
fue muy emotiva». Y si eso no basta para apartarlo por completo de la consulta previa,
será oportuno que agregue algún comentario adicional sobre el remanente que le queda.
El terapeuta tiene, no solo la necesidad, sino la obligación, de desembarazarse de lo que
pueda estorbarle para estar en el presente en forma más cabal.

Su conciencia puede luego desplazarse hacia la inquietud que revela algún integrante de
la familia, el peinado poco habitual de algún otro o la ropa llamativa de un tercero. Un
comentario inicial que haga saber a los demás que ha tomado conciencia de esos detalles
es preferible a un estudiado silencio o a formular una pregunta trillada que no facilite las
confidencias, del tipo de « ¿Cómo está usted hoy?» o « ¿Qué puedo hacer por ustedes?».
Aunque parezca trivial, la mejor manera de crear un clima de confidencia es dando el
ejemplo, y el comentario inicial es un excelente punto de partida. En los comienzos de la
terapia, el terapeuta actúa fundamentalmente como un catalizador, afanándose por
fomentar las negociaciones entre los miembros de la familia. Con el transcurso del tiempo
pasará a ser, en ciertas ocasiones, el centro de todas las refriegas.

Quiero que usted conozca a mi familia comienza diciendo una madre, al par que presenta
al terapeuta a sus hijos Daryl, dé 15 años, y Steve, de 12, y luego a su marido, quien entra
detrás de los demás, extiende su mano sin sonreír, esboza un gruñido de cortesía y busca
una silla para sentarse: sin lugar a dudas, un celoso guardián arrastrado al consultorio
contra su voluntad. .

Todo el mundo se sienta, y pasados los momentos iniciales de callada ubicación de cada
cual en su sitio, la madre visualiza sonriente a uno por uno y dirige la mirada luego al
terapeuta, como diciendo: «Ya puedo empezar». Los niños miran al terapeuta o recorren
con su vista la habitación. Los ojos del padre saltan del terapeuta a la madre
alternativamente, hasta detenerse en esta última. Tras un breve silencio, la madre pregunta
al terapeuta: ¿Por dónde quiere que comencemos? El terapeuta evita la pregunta « ¿Por
dónde querría comenzar usted?», y en vez de ello da un buen ejemplo, dice lo que quiere:
—Puesto que usted parece mostrarse muy dispuesta a intervenir, sugiero que comience
diciéndole a cada miembro de su familia qué es lo que le disgusta de su convivencia con
él.

Podría haber realizado el encuentro desde el principio centrando la atención en la


diferencia entre el padre y la madre en cuanto a su «.lis- posición a tomar la delantera y
participar. Pero prefiere un comienzo más suave, acepta la disposición a participar de la
madre y actúa de modo de crear participación dentro de la familia.

Pero la madre reacciona volviéndose hacia el padre y preguntándole: ¿Quieres empezar


tú?

Haciendo caso omiso de la sugerencia del terapeuta, estimula al padre para que tome la
iniciativa. Tomar la iniciativa con una pregunta no es, por lo general, participar, sino más
bien una tentativa de mantenerse en la oscuridad, en la esperanza de que alguna otra
persona inicie la interacción. La madre, al dirigirse a su marido luego de haber escuchado
la solicitud del terapeuta, confirma que tal es su intención, al menos en parte. El terapeuta
sospecha ahora que ella sabe muy bien por dónde le gustaría comenzar.

El padre contesta: —Tú has comenzado. Continúa, pues.

El terapeuta advierte que ha dado una excusa («Tú has comenzado»), bastante
inconsistente por añadidura hecho que ambos ignoran, en la medida en que la madre, que
ahora cuenta con la afirmativa de su marido y con la solicitud del terapeuta en su haber,
comienza sin titubeos.

A: El principal problema lo tenemos con Steve...

T (interrumpiéndola): Dígale a él qué es lo que más le disgusta de su comportamiento.

A: Él sabe muy bien qué es lo que me disgusta. De nada sirve decírselo.

T: Entonces le sugiero que consulte con su marido. Para eso están marido y mujer.

A: Sí, lo sé. He hablado con él, pero no le interesa.


T: Entonces le sugiero que discuta eso mismo con él.

A: Lo hago, pero entonces, o bien no me lleva el apunte, o bien se enfurece con los chicos
y les pega. Y yo no creo que esa sea la forma de manejar la cuestión.

T: Dígaselo.

A: Lo hago. No me presta atención.

T: Entonces discuta eso con él.

Bruscamente, pasa de un tono indolente y coloquial a un estado de tristeza. Mira hacia el


piso diciendo: No vale de nada y se calla, apartándose del encuentro.

Su postura indolente y coloquial podía ser compartida con nosotros, pero...


evidentemente, piensa que no ocurre lo mismo con su tristeza. Como los sentimientos son
los amortiguadores de nuestros encuentros con la gente, que evitan que choquemos
violentamente contra los demás y nos rompamos, al sofrenar sus sentimientos en la
ocasión ella convirtió este valiosísimo equipo de batalla en una pared que inhibe, en lugar
de fomentar, toda negociación ulterior. Trayendo a la liza verbal su conducta no verbal
es posible restablecer el encuentro.

T: Me gustaría saber qué es lo que siente en este mismo instante.

A (sin alzar la vista): Me siento triste y desconsolada.

T (prestando atención al obstáculo más que a la tristeza, dado que esta es su conducta
observable): Parece que a usted le resulta difícil compartir su tristeza y desolación con
nosotros. (La paciente acepta la invitación, y comienza a llorar débilmente). Oigamos
ahora las palabras que acompañan a esas lágrimas.

La madre sacude la cabeza, en evidente negativa. El terapeuta decide que no conviene


insistir por el momento. Pese a su renuncia a continuar, la madre está a la sazón más
dispuesta a negociar que el padre. El terapeuta vuelve su atención hacia él.

T: Usted sigue en silencio. Me gustaría saber por dónde anda ahora.

P (pasando por alto la tristeza de la madre y las críticas que le ha dirigido, responde sobre
terreno más seguro): Les digo a los chicos que deben hacerle caso a su madre.
M (con ira hacia el padre, en medio de su llanto): Pero no lo haces bien. Tampoco a ti te
escuchan, y entonces les pegas. No es esa la manera de tratar a los muchachos. No se
puede estar golpeándolos todo el tiempo.

Bibliografía:

Ferro García, R. (2000). Aplicación de la terapia de aceptación y compromiso en un ejemplo de


evitación experiencial. Psicothema, 12(3).

You might also like