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Derrida apunta, en El tiempo de una tesis, el merodeo que le llevó la

defensa de una tesis suya: 25 años de inscribirse a un tema, luego


replantearlo, abandonar el proyecto, renunciar “definitivamente” a la
defensa, para que, al final, fueran los otros, siempre los otros, los que
arrancarían esa decisión de él: fue un impulso exterior, al final, lo que lo
llevó a sostener su tesis.

En el recorrido que Derrida hace hacia esa defensa, subrayo tres


nociones que considero fundamentales para la práctica de la escritura,
con o sin la defensa, de una tesis. La primera se refiere a la dirección —
en el sentido de rumbo— del proyecto: “si supiera a dónde voy, dice, no
tendría sentido encaminarme hacia ese lugar”. Primer exhorto a la tesis:
a que den tientos sin saber a dónde se llegará para apreciar el trayecto
y transformarse en él; no detenerse por la inseguridad que oferta un
sendero sino por el hecho mismo de agotarlo, de sentir que no dan más
de ustedes mismos. La segunda noción tiene que ver con el tiempo de
escritura —y defensa— de la tesis: a veces demasiado tarde o
demasiado pronto pero regularmente a destiempo. Segundo exhorto:
emprendan la tesis sin temor a la vigencia subjetiva de ustedes mismos
en su escritura, pues el lugar del texto no es el sitio donde pueden
encontrarse sino siempre fuera, al margen, antes o después del
pensamiento propio: el texto es una huella de uno mismo. La tercera
idea es la dirección —esta vez en el sentido del otro que guía, el tutor—,
la función del director de una tesis: acompañante siempre, lateral o al
margen, del trabajo propio; lector en todo caso pero no de los yerros o
aciertos sino de las posibilidades invistas, del trabajo que sucede entre
líneas. Tercer exhorto: a que no olviden que el proyecto es suyo y
tendrán que decidir —a veces pelear— la dirección que deberá adquirir;
obligar, a veces, al director de tesis a que restrinja su trabajo a los
bordes y nunca al interior del texto.
En México, la práctica escrituraria de los profesionistas no se
alienta ni se ejerce —síntomas que se expresan en la escasa producción
intelectual—; muy particularmente la escritura de una tesis, las más de
las veces queda secuestrada por un procedimiento propio de las
instituciones y, casi siempre, ajeno a la subjetividad. Este texto que
escribo pretende situarse como exordio de la ética en el inicio de la vida
profesional, al tiempo de alentar la escritura de la tesis. Espera ser un
recordatorio para subvertir los límites del formato y del tiempo con el
ejercicio subjetivo, al interior de los bordes: que tengan presente que al
profanar las limitaciones se puede llegar al límite de sí mismo pero sobre
todo será posible reconocer los límites propios.

Quizá debiera empujarlos con estas palabras hacia la pronta


titulación. Pero eso sería errar el camino de lo que quiero decir: ser fiel a
uno mismo, a lo que uno realmente es. Esa fidelidad no puede, creo,
estar marcada por los tiempos de la institución ni por las demandas del
medio: yace en el interior nuestro. En este sentido, la tesis puede ser un
trámite profesiográfico —que se escribe en el currículum— o un espacio
de escritura subjetiva —que traza la historia propia. No pienso que uno
sea mejor que el otro —ambos cuentan con ventajas y límites—: elegir la
tesis como trámite vincula y catapulta el desarrollo en lo formal, en el
trabajo profesional reconocido; volcarse en un ejercicio subjetivo permite
el desarrollo personal, el crecimiento interior; el primero implica adquirir
un título, una licenciatura; el segundo apunta hacia la cristalización del
conocimiento, ser licenciado.

Quisiera alentarlos, en todo caso, a que elijan conscientemente


pues en ese gesto anida la percepción de los límites, su reconocimiento,
la contingencia de una práctica ética. El tránsito por la tesis, en su
omisión o desplazamiento, en su escritura como trámite o como
expresión del ser, encuentro el primero gesto profesional que se tiene.
No piensen que después, con más experiencia en años y trabajos, su
modo de ejercer la carrera que hoy acuñan será diferente de la dirección
que hoy mismo, en este instante, imprimen en sus actos.

Espero que si algo pudo oírse en el salón de clases, en el tránsito


que compartimos, haya sido una reflexión sobre las implicaciones que
tiene el ejercicio de su profesión. Que las imágenes de ustedes mismos
ante sus límites de escucha, sus imposibilidades como clínicos, los
problemas no resueltos, no queden sepultadas por la vista oblicua, por el
intento de hacer como sí esas imágenes no fueran una expresión de
ustedes mismos. Que los relatos sobre el padecer del otro, en la clínica,
sean un recordatorio de lo frágil y vital de la materia con que se trabaja
en la escucha. Que su ejercicio profesional esté atravesado por la mirada
plena aunque no tengan claro el punto de llegada —y, sobre todo,
reconociendo que no es posible verlo todo. Que cada paso sea resuelto
por sus decisiones y puedan reconocerse y responsabilizarse de ellas.

En estas palabras encuentro el cruce y la marca del tiempo que


compartimos. Soy yo mismo el que se vuelca sobre la escritura —pues
es mi manera de enfrentar el mundo— en la memoria de lo que ha sido
nuestro encuentro; pero también son ustedes en la medida en que este
texto es suyo, porque por ustedes ha brotado en mí.

Que la marca de este escrito y no el texto mismo, es decir, el


instante que se pierde mientras lo pronuncio, se vuelva la promesa del
reencuentro o la cicatriz del recuerdo. La memoria viva de haber
aprendido juntos, alguna vez, en esta tierra.

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