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Es un principio que parte de una afirmación muy básica: “El que afirma un
hecho debe probarlo”. En el caso del proceso penal le corresponde al
Ministerio Público probar aquellos hechos que expresa; así lo ha
establecido el Nuevo Código Procesal Penal, en su Título Preliminar, al
señalar: “El Ministerio Público es titular del ejercicio público de la acción
penal en los delitos y tiene el deber de la carga de la prueba(…)”. Así, por
tanto él es único que tiene la obligación de probar los hechos, el imputado
no tiene tal obligación (más allá de que sea recomendable que ejercite su
derecho de defensa y contradiga los hechos), pero puede él mismo
quedarse en silencio durante toda la investigación e incluso mentir, si así
lo desea, ya que serán los Fiscales quienes mediante sus pruebas
acrediten que el imputado miente e inclusive el por qué de dicha acción.
Hay una posibilidad que es la que genera más dudas, pero solo superficialmente.
Me refiero a un caso en el que se pueda demostrar que el investigado ha mentido
en el juicio pero, a la vez, no se han encontrado pruebas que puedan condenarlo
por el delito investigado. En un caso así se podría argumentar que se le podría
acusar, al menos, de perjurio. Pues no, eso no es posible, ni siquiera en ese caso
hipotético se le podría condenar por perjuro. Tampoco en el supuesto de que
confesara haber mentido en sus declaraciones.
Sé de mucha gente que esto del derecho a mentir no le parece bien, pero si
queremos mantener un derecho a la defensa, ¿qué otra opción nos quedaría?
Yo sí que estoy totalmente de acuerdo en este derecho a mentir del investigado.
Inmerso en las primeras líneas de la página 40 me topé con una palabra que me
es familiar: “delito”. La persona a la cual el autor retrata, Enric Marco, conocido
por inventar una estancia en un campo de concentración nazi que le valió la
presidencia de la asociación Amical de Mauthausen, afirmaba que sus mentiras
no eran un delito. En un mismo sentido se pronuncia la hermana del autor en la
página 241. Entonces pensé en una reflexión recurrente en el libro, y es que todo
lo que rodea la mentira la matiza. Por ello hay momentos en que una mentira no
parece tan mala, y otros en que sí y hasta se convierte en un delito.
Dado que la novela realiza otras tantas consideraciones con una vertiente
jurídica por explicar, he pretendido complementarla con este artículo. Y para los
que no la han leído, dar una visión legal al respecto de la mentira, que adquiere
distintos matices en su regulación en el Código Penal.
La gente piensa que un presunto delincuente puede mentirle al juez de turno sin
represalia alguna. Que es una garantía recogida expresamente en el artículo 24
CE, derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.
Pero eso no es todo correcto a la luz de una interpretación literal del precepto,
que habilita a los imputados “a no declarar contra sí mismos, a no confesarse
culpables”. Esto implicaría que el atracador de un banco que disparó al pobre
banquero debería responder que no a la pregunta de si disparó al banquero, pero
no podría negar que alguien disparó al banquero. No al menos que la correlación
significara autoinculparse; por ejemplo porque estaban solos, pero si había más
personas en el lugar del crimen, no se debería descartar automáticamente la
posibilidad de que otro sujeto fuera quién le accionara el gatillo.
Otro fallo de este mismo año (STS de 3 de marzo), en cambio, expone que “el
acusado, a diferencia del testigo, no sólo no tiene obligación de decir la verdad,
sino que puede callar total o parcialmente o incluso mentir (STC 129/1996; en
sentido similar STC 197/1995)”. En la diversidad está el gusto, supongo.
Sucede algo parecido a con la víctima, pero a menor escala. Porque puede haber
otros testigos que contradigan lo que uno afirma, porque puede existir algún tipo
de relación con una de las partes, o incluso por el riesgo inconsciente e
irresistible que supone ver un final dramático, asociar velozmente hechos y
afirmar haber visto lo que no se vio. Por ello, en sede judicial el falso testimonio
es un fenómeno tipificado de forma extensiva en el Capítulo VI del Título XX y
cuya responsabilidad delictual abarca al testigo en sí (458), al perito o experto
(459) y al que los presenta a sabiendas (461). La SAP Las Palmas de 3 de mayo
de 2011 condenaba a un testigo porque atribuyó expresiones amenazantes que
significaron una condena en juicio paralelo. Pero lo cierto es que, si la versión de
los hechos es corroborada por dos o más testigos, las posibilidades de que no
sea la que convence al juez son escasas.
También ahora es interesante hacer alusión a una frase comprendida entre las
páginas 329 y 330 por la cual un relato real es el que se ajusta lo más posibles
a los documentos y por tanto a los hechos. ¿Pero no es otro medio de prueba
que permite mentir? Sin duda alguna; la falsedad documental está al orden del
día. Que se lo digan a Marco. El Capítulo II del Título XVIII previene diferentes
tipos: de documentos públicos (390), de documentos privados (395), de
certificados (397) y de métodos de pago (399 bis). Pero a su vez el documento
acostumbra a ser un medio decisivo en sede judicial. A modo de ejemplo; la STS
de 1 de abril de 2014 declara la falsedad de documento mercantil, ya que se
usaron membretes y formularios de una empresa para concertar unos contratos
no autorizados por la entidad por cuya cuenta se fingía actuar, y reconstruye los
hechos delictivos conforme otras pruebas; mientras que la ratio decidendi en un
procedimiento monitorio ante el JPI Valladolid de 4 de diciembre de 2014 y
posterior apelación ante la AP Valladolid de 2 de junio de 2015 tiene su origen
en el contenido de una certificación bancaria. Una bonita paradoja que justifica
el anglicismo del método case-by-case.
En otras palabras, STS de 13 de marzo de 2013: “Que un testigo pueda mentir
no significa que haya de desecharse por principio la prueba testifical; que un
documento pueda ser alterado, tampoco descalifica a priori ese medio
probatorio. (…) Corresponde al Tribunal determinar si esa posibilidad debe
descartarse in casu y le merece fiabilidad, o no.”
En general, no se puede mentir a según quién para conseguir según qué. Más
allá de las paradigmáticas defraudaciones (estafa, administración desleal y
apropiación indebida) del Capítulo VI del Título XIII, a modo de lista no
exhaustiva: a quien se quiere coaccionar según el 172, a los agentes que
intervienen en el mercado para alterar sus precios (284) o falsificando
medicamentos (326 bis y ter), moneda (386) o efectos timbrados (389); a la
Hacienda Pública ni a la Seguridad Social según el Título XIV; a los trabajadores
conforme el Título XV; y a los servicios de asistencia o salvamento simulando un
peligro a tenor del 561. Aunque los que son “verdaderamente” cotidianos son los
delitos contra el honor.
¿Por estos preceptos Bermejo, quien delató a Marco, podría haber sido a la
postre un delincuente? No por el primero pero sí por el segundo, porque en el
contexto que mintió no delinquía pero la revelación sí buscaba destruir el
reconocimiento de una figura. Eso, siempre y cuando hubiera estado
equivocado.
Observada esta extensa regulación penal, podría parecer que puede salir caro
mentir, pero dos conclusiones a tener en cuenta: la conducta de Marco no fue
delictiva. Por eso, con perspectiva, la petición en caliente recogida en la página
370 del presidente de la Federación Española de Deportados de que fuera
juzgado y condenado por un tribunal carece de sentido. Y, para el caso que tu
mentira sí sea un delito, no hay que sobrepreocuparse porque antes deben
suceder una serie de catastróficas desdichas (dudas, investigaciones, pruebas,
etc.) para que exista la posibilidad de que tengas que “pagar” por ella. Partiendo
de aquí y de que en todos los perfiles que he analizado he hallado mentirosos,
me siento obligado a proponer el reconocimiento del Derecho a mentir.
Abiertamente, sin limitaciones. Puede parecer desvergonzado, pero ambos
sabemos que no dejaría de ser la constatación de una realidad, esto es, de una
verdad.
El art. 24.2 de la Constitución establece, entre otros derechos del ciudadano ante
la Justicia, el de no declarar contra sí mismo y el de no confesarse culpable. Este
derecho supone la garantía de no autoincriminarse, de tal modo que supone la
facultad del concernido en un proceso penal, imputado hasta ahora, de
abstenerse a declarar, esto es, la plena voluntariedad de su declaración, y la
libertad de decir durante la declaración lo que quiera. Ahora bien, ¿esto
constituye un derecho a mentir? La facultad de no declarar contra sí mismo y no
confesarse culpable, ¿debe permitir que el acusado que voluntariamente decide
declarar también tenga derecho a mentir? Esta previsión está establecida en
todas las modernas Constituciones del mundo democrático, siendo la más
conocida la famosa quinta enmienda de la Constitución americana,
fundamentalmente por las películas. Significa también que no puede obligarse a
ninguna persona acusada de cometer un delito a declarar contra sí misma, de
tal suerte que una persona que ha sido detenida por la Policía puede negarse a
responder cualquier pregunta relacionada con el delito del cual se le acusa. Pero
la principal diferencia con nuestro sistema es que este derecho en Estados
Unidos consiste en no declarar, pero, si decide declarar, está obligado a decir la
verdad. Nuestro Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de sancionar que
estos derechos están estrechamente relacionados con el derecho de defensa y
con el derecho de presunción de inocencia (STC 161/1997), de tal suerte que no
es posible obligar al imputado a proporcionar información sobre lo que conoce,
sino que dependemos de su voluntad expresada libremente y sin coacción. La
cuestión es si es posible establecer en nuestro sistema una previsión similar a la
norteamericana, de tal manera que este derecho se agote en la decisión de
declarar o no, pero que no pueda mentir si decide declarar, de tal modo que, ante
tal posibilidad, podría constituir esta mentira un delito de falso testimonio. Resulta
obvio que ello supone importantes reformas legales, pero, al margen de esto, las
cuestiones son dos: primero, si este sistema es mejor que el nuestro; y segundo,
si sería o no conforme a nuestro texto constitucional. En mi opinión, y desde una
mera aproximación a la oportunidad del cambio, me apunto sin ningún tipo de
reserva. Es cierto que, como decía Marco Tulio Cicerón, «la verdad se corrompe
tanto con la mentira como con el silencio», pero en el proceso penal no es lo
mismo el silencio que la mentira, de tal modo que lo segundo debería constituir
un delito y lo primero un derecho.
No olvido lo que recoge la sentencia 129/1996 de 9 de julio en el párrafo noveno
del quinto de sus fundamentos jurídicos: «Es cierto, como ya se ha recordado a
través de nuestra jurisprudencia, que el juez está obligado a poner de manifiesto
al sujeto el hecho punible que se le imputa para que pueda exculparse de él por
cualquiera de las vías legales, y que en el mismo sentido debe ilustrarle de sus
derechos, sin que, por otra parte, tenga valor de declaración, como tal imputado,
aquella que se produce con anterioridad a la imputación, actuando como testigo,
porque, cuando declara como tal tiene obligación de decir la verdad y, en cambio,
el acusado no sólo no tiene esta obligación, sino que puede callar total o
parcialmente o incluso mentir, pues hasta ahí llega el derecho de defensa». Sin
embargo, esta extensión del derecho a la no autoincriminación a la mentira es
una opción interpretativa que puede ser modificada. Este derecho a mentir tiene
hoy ya sus limitaciones –no perjudicar a terceros–, pues incluso se puede llegar
a cometer un delito de acusación o denuncia falsas. Creo que el fin no justifica
jamás los medios y garantizar la libertad de la declaración no debe suponer un
derecho a mentir. En todo caso, habremos de apostar por la ineficacia de la
prueba ilegítimamente obtenida. En otro orden de cosas, no podemos perder de
vista el efecto moralizador del proceso penal. A su vez, debemos profundizar en
la valoración moral y el íntimo entronque con la jurídica, asignable a la
presunción de inocencia proclamado en el art. 24.2 de la CE.
La jurisprudencia ha sentado clara y reiteradamente los pilares en los que se
apoya y se traduce la presunción de inocencia. Esto no se puede soslayar, pero
¿es admisible y oportuno soportar las mentiras, las falsedades y, en definitiva, el
perjurio, amparándose en este derecho? Yo creo que no y la simple facultad y
libérrima decisión de declarar o no ya supone por sí mismo un claro cumplimiento
y desarrollo del derecho a la presunción de inocencia. Esto supone que al
silencio no se le debe conceder valoración probatoria alguna, más allá de la mera
expresión y desarrollo del derecho a la no autoincriminación. Podemos pensar
sobre ello.