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Fue la música africana, sin duda fue aquella bellísima melodía la que lo hizo levantarse de aquel

círculo en el que había estado sentado las últimas tres horas. No sabía a dónde iba, pero sabía
que no volvería a pisar aquella tierra roja ni a escuchar aquellas notas malditas. Sin zapatos, sin
camiseta y sin miedo, se alejó del grupo y se adentró en la llanura oscura y fría. Nadie volvió a
saber de él, él no volvió a saber de ellos. Cuando dejó atrás todo sonido humano, se quitó los
pantalones y siguió caminando, desconociendo a donde lo guiaban sus pasos. El frío entumeció
sus pies y sus manos y sus dientes comenzaron a castañear a ritmo de tresillos, acompañado por
el sonido de las hojas movidas por un viento que se levantaba y los arrítmicos latidos de su
corazón desbocado. Antes de despuntar el alba, tres figuras alargadas aparecieron en el
horizonte y cantaron al peregrino paso del vagabundo. Nueve gacelas jugaron a no respetar su
espacio personal, una leona lo vio pasar y no se molestó en imaginarlo en su estómago. El
hombre siguió caminando bajo el sol, ya sin el calzoncillo ni los calcetines. Su piel blanca
adoptó un tono rojizo y los coyotes decidieron acompañarlo mientras esperaban a que le
crecieran plumas. Los buitres lo observaron y decidieron en consejo que no era su momento. Él
siguió caminando y su piel oscureció, cruzó riachuelos y apartó lianas, fue el guía de unos
jabalíes y las serpientes bailaron bajo sus pies. Su piel se oscureció todavía más, cruzó unas
hierbas altas y llegó a un claro. Allí recogió troncos e hizo una hoguera en el centro de un
círculo, buscó las plantas que necesitaba y las cocinó en una olla de barro. Miró al cielo azul y
bajó la mirada cuando las estrellas se lo indicaron. Había tres hombres y cuatro mujeres, a cada
uno de ellos les dio un cazo con el mejunje. Todos acabaron tumbados. Caminó entre ellos y vio
tendido en el suelo el eco de una vida pasada.

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