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Ante la muerte

Actitudes, espacios y formas en la España medieval


Ante la muerte
Actitudes, espacios y formas
en la España medieval

Jaume Aurell y Julia Pavón (Eds.)

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
Consejo Editorial de la Colección HISTÓRICA
Director: Prof. Dr. Agustín González Enciso
Vocales: Prof. Dra. Cristina Diz-Lois Martínez
Vocales: Prof. Dra. Julia Pavón Benito
Vocales: Prof. Dr. Francisco Javier Caspistegui Gorasurreta
Secretaria: Prof. Dra. M.ª del Mar Larraza Micheltorena

Primera edición: Mayo 2002

© 2002. Jaume Aurell y Julia Pavón (Eds.)


© Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54
e-mail: eunsa@cin.es

ISBN: 84-313-1981-X
Depósito legal: NA 1.275-2002
Ilustración cubierta:
Cantigas de Alfonso X el Sabio.
Cantiga CXLIX. El sacerdote escéptico de la Sagrada Eucaristía.
Texto de la miniatura: cómo o crérigo morréu depóys a tempo e os ángeles lli levaron a alma.
Fuente: Alfonso X el Sabio. Cantigas de Santa María. Edición facsímil del CÓDICE T. I. 1
de la Biblioteca de San Lorenzo el Real de El Escorial. Madrid, 1979.
Fotografía: Manuel Castells. Universidad de Navarra.

Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Ipertegui II. Orcoyen (Navarra)


Printed in Spain - Impreso en España

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quiler o préstamo públicos.
Índice general

1. Introducción. La transversalidad de la historia de la muerte


en la Edad Media
Jaume Aurell Cardona ........................................................... 9

2. La muerte primera y las otras muertes. Un discurso para


las postrimerías en el Occidente Medieval
Emilio Mitre Fernández ........................................................ 27

3. Ut post nostrum obitum mereamur regna caelorum. Acti-


tudes ante la muerte en la Navarra altomedieval
Julia Pavón Benito ................................................................ 49

4. La impronta de los testamentos bajomedievales: entre la pre-


cariedad de lo corporal y la durabilidad de lo espiritual
Jaume Aurell Cardona ........................................................... 77

5. Sicut ut decet. Sepulcro y espacio funerario en la Cataluña


bajomedieval
Francesca Español Bertran .................................................. 95

6. Mors bifrons: Las élites ante la muerte en la poesía corte-


sana del Cuatrocientos castellano
María Morrás Ruiz-Falcó ..................................................... 157

7. Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval


Alfonso Puigarnau ................................................................. 197
8 Ante la muerte

8. Del modelo medieval a la Contrarreforma: la clericaliza-


ción de la muerte
Fernando Martínez Gil .......................................................... 215

9. Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama


Manuel Núñez Rodríguez ...................................................... 257

10. “Ars bene moriendi”. La muerte amiga


Ildefonso Adeva Martín ......................................................... 295

Índice de ilustraciones ...................................................................... 361

Índice onomástico ............................................................................. 365


Introducción
La transversalidad de la historia
de la muerte en la Edad Media

Jaume Aurell Cardona


Universidad de Navarra

En 1980, en el prefacio de una importante monografía sobre la


muerte, Jacques Le Goff afirmaba, en las palabras iniciales, que el
tema de la muerte estaba de moda1. Han pasado veinte años y el inte-
rés de los historiadores sobre esta cuestión incluso se ha acrecentado.
No se trata ya de una simple moda, quizás pasajera, sino de un ámbito
de estudio plenamente consolidado en la historiografía contemporá-
nea. Un tema que, además, es muy propicio al diálogo interdisciplinar
y al diálogo transversal entre especialistas de diferentes períodos his-
tóricos, como la misma variedad de los trabajos incluidos en este volu-
men se encarga de confirmar.
El mismo título elegido para el ciclo de conferencias que ahora se
recogen en esta publicación, es bien ilustrativo de esta realidad: “La
muerte en la Edad Media. Actitudes, Espacios y Formas”. Unas actitu-
des analizadas por el historiador a través de la documentación, unos
espacios descubiertos y representados por los arqueólogos a través de
los vestigios materiales y unas formas dibujadas e interpretadas por los
historiadores del arte a través del análisis de las imágenes.

1. “La mort est à la mode. Pour l’historien, le récent intéret porté à la mort com-
me objet historique, est le fruit de sa rencontre avec les autres sciences sociales, la
conséquence de l’ouverture de nouveaux domaines de l’histoire, en l’occurence la
démographie historique et l’histoire des sensibilités” (del prefacio de J. Le Goff de la
obra de J. Chiffoleau, 1980, V).
10 Ante la muerte

Las ponencias presentadas por Emilio Mitre, Jaume Aurell y Julia


Pavón se inscribirían en el primer ámbito: el estudio de las actitudes a
través de la documentación de archivo. Los artículos de María Morras
y Manuel Núñez estudian también esa dimensión del hombre medie-
val, si bien a través del análisis de la rica y sugerente documentación
literaria. La colaboración de Ildefonso Adeva pone de manifiesto el ex-
celente complemento de la ciencia teológica para un tema de talante
tan escatológico como es el de la muerte. Los estudios de Alfons Pui-
garnau, Fernando Martínez Gil y Francesca Español son la mejor
muestra de la eficacia del método hermenéutico aplicado a la interpre-
tación de las imágenes como representaciones de una mentalidad.
Se trata, en definitiva, del análisis del mismo objeto histórico (la
vivencia y la representación escrita y formal de la muerte en la Edad
Media) bajo diferentes prismas de la realidad histórica (la historia de
las mentalidades, la historia del arte, la arqueología, la teología). Un
esfuerzo interdisciplinar que, ciertamente, viene facilitado por la mis-
ma naturaleza del tema analizado. Probablemente, el estudio de la
muerte ha sido uno de los temas que, a lo largo de estos últimos seten-
ta años, ha abierto más dominios históricos y ha favorecido un mayor
diálogo de la ciencia histórica con las más dispares disciplinas de las
ciencias sociales. Un intento que ya estaba en la mente de los fundado-
res de la escuela de los Annales, a finales de los años veinte del siglo
pasado.

* * *

La trayectoria historiográfica y epistemológica de la percepción de


la muerte por parte de una sociedad no es, desde luego, nada sencillo
de precisar. Hay que retrotaerse, por tanto, a principios del siglo XX,
para iniciar el recorrido –aunque sea de modo sumario– de la historio-
grafía dedicada al estudio de la muerte en la Edad Media y en la Edad
Moderna. Antes de su definitiva consolidación como tema de interés
entre medievalistas y modernistas, ha habido intentos de acercarse a él
desde los más variados ámbitos del saber. Después de unos inicios algo
escorados hacia la antropología y la sociología2, el estudio de la muer-
te pasó a manos también de la historia del arte. El estudio iconológico
de los grabados referentes al tránsito del hombre medieval fueron uno

2. Como ejemplo paradigmático, el artículo publicado por Robert Hertz (1907).


Introducción 11

de los temas que inspiraron la bella obra de Émile Mâle, publicada en


1908 3.
La primera incursión importante desde el punto de vista netamen-
te historiográfico fue la de Johan Huizinga. En 1923, el historiador ho-
landés describía la imagen de la muerte asentada en el ideal caballeres-
co, en franca oposición con la “imagen idílica de la vida” que había
analizado en el capítulo anterior. Huizinga fundamentaba su argumen-
tación casi exclusivamente a través de las Crónicas medievales, lo que
le daba pie a dos conclusiones ciertamente terminantes. La primera
aparecía ya en el inicio de ese capitulo: no hay época que haya impre-
so a todo el mundo la imagen de la muerte con tan continuada insisten-
cia como el siglo XV4. La segunda, enlazando con el capítulo siguien-
te, referente a la espiritualidad y su expresión práctica: el pensamiento
religioso de la última Edad Media sólo conoce los dos extremos, la la-
mentación por la caducidad y el júbilo por el alma salvada en la biena-
venturanza5. Huizinga recogía algunos bellos y macabros testimonios
de la época, transitando entre lo estético y lo escabroso, imitando aca-
so esa misma tendencia del hombre medieval hacia los extremos sin
matices, que él mismo acababa de reseñar. Al final, aparece un cuadro
abigarrado y barroco, lleno de sugerentes y expresivas imágenes, que
hacen presente al hombre medieval la realidad, tan cercana y tan leja-
na a la vez, de la muerte.
Lucien Febvre, con la autoridad que le confería la creación de un
foro de la trascendencia de la revista fundada en 1929 junto a Marc
Bloch6, se preguntaba en 1941 por qué no se había trabajado todavía,
de modo generalizado, el tema de la muerte7. Tendrían que pasar, sin
embargo, bastantes años, para que se recogiera su sugerencia. Fernand
Braudel estaba demasiado ocupado por los procesos de larga duración
como para prestar atención a un tema aparentemente superficial, todo
lo más événementelle. Años más tarde, sin embargo, Michel Vovelle
reivindicó un lugar de la historia de las mentalidades como un fenóme-
no de longue durée 8. El estudio de las actitudes y las representaciones
colectivas no era otra cosa, para el historiador francés, que acometer el

3. É. Mâle (1908).
4. J. Huizinga (1985, 194).
5. J. Huizinga (1985, 212).
6. P. Burke (1994).
7. L. Febvre (1941).
8 . M. Vovelle (1985, 203-233).
12 Ante la muerte

análisis del “tiempo de la larga duración” de las sociedades del Anti-


guo Régimen. La historia del pensamiento y la historia cultural estaban
dejando paso a una historia de las mentalidades que trabajaba en el
campo de las actitudes, de los comportamientos y del “inconsciente
colectivo”, tal como lo había definido Philippe Ariès. Con este plantea-
miento, el “tiempo de larga duración”, se imponía de manera innega-
ble. Una larga duración que venía confirmada por el hecho de que era
una evolución no percibida por los hombres que la vivían.
Aquello era algo así como una declaración solemne de la labor que
habían realizado los componentes de la “tercera generación” de los An-
nales, abanderada por Georges Duby y Jacques le Goff para los estu-
dios medievales, quienes consolidaron definitivamente el tema de la
muerte entre la historiografía. El primero de ellos declaró explícita-
mente, en su biografía intelectual, que consideraba al tema de la muer-
te, junto con el de la historia de las mujeres, “dos problemas claves de
la historia de las sociedades” y lamentaba no haberlos podido afrontar
sino hasta las postrimerías de su labor como historiador9. Los ambicio-
sos proyectos de Philippe Ariès y del mismo Michel Vovelle, que abar-
caban un arco cronológico llamativamente amplio (precisamente am-
parados en la longue durée), era la mejor constatación de que no se
trataba tan sólo de meras especulaciones teóricas y que el tema de la
historia de la muerte estaba tomando verdadero cuerpo como uno de
los clásicos en la historiografía10.
Por aquel entonces, Jacques Le Goff señalaba, tal como se ha se-
ñalado al principio de esta Introducción, que este tema estaba de moda.
Una moda que, poco a poco y casi imperceptiblemente, estaba dejan-
do de serlo para convertirse sencillamente en una realidad historiográ-
fica tan asentada que no necesitaba de “modas” para su implantación
como un tema nuclear en la ciencia histórica del siglo XX.

* * *

La consolidación de la historia de la muerte, que se constató de


una vez por todas en los años ochenta con la aparición de alguna de las
obras de síntesis reseñada, venía ya avalada por una larga trayectoria
historiográfica. En efecto, desde los años cincuenta, habían ido apare-

9. G. Duby (1991, 194-196).


10. Ph. Ariès (1977) y M. Vovelle (1983).
Introducción 13

ciendo, sucesivamente, algunas de las monografías que se han consti-


tuido en puntos de referencia obligados sobre esta materia: el bello tra-
bajo de Alberto Tenenti sobre la iconografía de la muerte a finales de
la Edad Media (1952)11, la perspicaz utilización del testamento como
fuente para abordar la descristianización de una sociedad por parte de
Michel Vovelle12, el audaz estudio de Philippe Ariès sobre la actitud
del hombre ante la muerte13, el exhaustivo análisis de Pierre Chaunu
sobre los testamentos Parisinos durante la época moderna14 y, como
culminación, la excelente monografía de Jacques Chiffoleau sobre los
testamentos en la región de Avignon15. A todos ellos habría que añadir
una larga lista de monografías, publicadas sobre todo a lo largo de los
años setenta. También habría que anotar el influjo metodológico que
ejercieron Edgar Morin y E. Panofsky, desde sus respectivos campos,
especialmente el de las formas estéticas.
La publicación de la monografía de Jacques Chiffoleau representa,
a nuestro juicio, un “antes” y un “después” en lo que hace referencia al
tratamiento de la historia de la muerte. No tanto por su ambición espa-
cial y temporal –se trata del estudio de una región francesa no demasia-
do extensa, en un período de tiempo de unos 160 años– como porque
representa, de algún modo, la recepción de buena parte de los avances
que se habían verificado en el estudio de la muerte en la Edad Media. A
través del cuidado plan de la obra, aparecían temas tan nucleares como
las imágenes de la muerte, el testamento como fuente esencial para su
estudio, la realidad de las epidemias y su relación con la nueva visión
de la muerte, la simbiosis entre la conciencia de crisis y el aumento del
macabrismo, el influjo del arte gótico recargado de la última Edad Me-
dia con las nuevas representaciones de la muerte, la relación con los an-
tepasados a través de las sepulturas (en un momento en que la inmigra-
ción urbana es masiva y se corre el peligro de perder las raíces), el papel
de los “intermediarios” (los santos del Paraíso, las nuevas órdenes men-
dicantes, etc.), la Misa como viático esencial, la proliferación de los su-
fragios y, por no alargar más esta enumeración, la función del Purgato-
rio como un atenuante de la visión dicotómica de la Salvación16.

11. A. Tenenti (1952).


12. M. Vovelle (1973).
13. Ph. Ariès (1977).
14. P. Chaunu (1978).
15. J. Chiffoleau (1980).
16. J. Le Goff (1981).
14 Ante la muerte

Durante los años ochenta se siguieron creando estudios sobre la


muerte, aunque se detecta un renovado interés por afrontar el tema
desde otros puntos de vista, así como por la búsqueda de nuevas fuen-
tes documentales. Buena muestra de esto es el trabajo publicado en
1982 por Philip Ziegler, en el que afronta el tema de la muerte desde la
perspectiva de las calamidades17. Poco más tarde, Carlos M. N. Eire
acudió a testimonios de corte hagiográfico en su estudio sobre la muer-
te en el Madrid del Dieciséis18.
La mencionada evolución ha continuado en la década de los no-
venta, y todo parece indicar que no se ha dicho sobre este tema, ni mu-
cho menos, la última palabra. Frederick Paxton inauguró la década con
la publicación de un interesante estudio, basado en una renovada vi-
sión de los testimonios litúrgicos19. Ariel Guiance contribuyó al debate
con un completo estudio sobre la muerte, adentrándose en una época
ciertamente poco roturada para el tema de la muerte: la alta Edad Me-
dia. En su estudio incluía además los testimonios historiográficos
como una fuente para acercarse a la muerte desde una perspectiva po-
lítico-espiritual20. Flocel Sabaté dio un nuevo paso hacia la renovación
del tema, acertando en su monografía sobre las exequias del monarca
aragonés durante la Edad Media, en un sugerente análisis cargado de
la simbología que toda ceremonia conlleva21.

* * *

El estudio de la actitud ante la muerte en la España medieval y mo-


derna experimenta ciertas diferencias, que no “retrasos”, con respecto
al modelo francés, en parte debido a la tardía recepción de la historia
de las mentalidades en España. El influjo de la escuela de los Annales
se verificó a través de la incasable labor de Jaume Vicens Vives y de
algunos otros historiadores de su generación22. Sin embargo, su máxi-
ma preocupación era la asimilación de los postulados de los primeros

17. Ph. Ziegler (1982).


18. Carlos M. N. Eire (1995).
19. Frederick S. Paxton (1990).
20. A. Guiance (1998).
21. F. Sabaté (1994).
22. Tal como se puso de manifiesto en el Coloquio organizado en la Casa de Ve-
lázquez del 24 al 26 de noviembre de 1999, “La historiografía francesa y su acogida
en España”.
Introducción 15

Annales, que partían de la prevalencia de los procesos socioeconómi-


cos sobre todos los demás. A esa labor, se unió la monopolización de
buena parte de la historiografía hacia los postulados del marxismo, que
escoró todavía más los límites de la escuela francesa hacia el economi-
cismo.
Con todo, la entrada de la historia de las mentalidades a través de
las versiones de las obras de algunos autores transpirenaicos (Georges
Duby, Jacques Le Goff, Michel Vovelle) pronto despertó la atención de
sus colegas españoles. Algunos adoptaron de una manera entusiasta los
modelos propuestos, mermando de alguna manera la originalidad de
los textos hispanos; aunque la mayor parte de los especialistas hallaron
el filón de una nueva forma de detenerse en la historia cultural. Entre
las incontables aportaciones quizá haya que destacar la labor escalona-
da de Emilio Mitre, quien al afrontar sus intervenciones ha demostran-
do una mayor riqueza metodológica y un buen conocimiento de la bi-
bliografía europea existente23. Sus postulados, que parten de una
profunda reflexión de los elementos configuradores del omnipresente
tema de la muerte en la sociedad medieval, reportan una análisis nove-
doso de los discursos utilizados durante aquellas centurias.
Merece la pena, por otro lado, detenerse brevemente en lo realiza-
do en nuestra Península hasta la aparición de obras que recogen las in-
fluencias del país vecino. Hay que retrotraerse unas cuantas décadas
antes de los setenta para hallar la publicación de los primeros artículos,
centrados más bien en cuestiones histórico-jurídicas, relacionadas con
el mundo testamentario medieval24. Esfuerzos que hoy incluso siguen
cuajando en obras que transmiten cuestiones de cierta relevancia para
los historiadores, al tomarse el testamento todavía como uno de los
materiales clave para ahondar en estos menesteres. Téngase en cuenta,
además, que una de las vertientes de la investigación más fructíferas
aborda cuestiones sobre el sentido y actitudes religiosas ante la muerte
a través de lotes concretos de documentación notarial.
Otra de las líneas, tempranamente iniciadas, fue la de la literatura,
que cuenta con la inagotable fuente del legado medieval. Textos imbui-
dos de alusiones, referentes y significaciones de las actitudes del hom-

23. E. Mitre (1988).


24. Hay trabajos de L. García de Valdeavellano (1932), José Maldonado y Fer-
nández del Torco (1944), Matías Martínez Pereda (1953); aunque el más clásico lo
firmará Alfonso García Gallo (1977, 425-498). El último de ellos ha sido realizado
por María Angustias Martos Calabrús (1998).
16 Ante la muerte

bre ante la muerte. Así uno de los pioneros fue Rafael Lapesa al cen-
trarse en “La muerte en el Libro del Buen Amor”25 a quien han segui-
do incontables historiadores de la literatura hispana y europea con el
ánimo de desentrañar los mensajes y vivencias de aquella sociedad.
A pesar de la copiosa bibliografía española, puede considerarse
como un punto de inflexión la organización, en el otoño de 1985, de la
prestigiosa XIII Semana Internacional de Estudios Medievales de Bar-
celona, dedicada monográficamente al tema La muerte en la Edad Me-
dia. Y tan sólo un año después, el congreso La idea y el sentimiento de
la muerte en la historia y en el arte en la Edad Media de Santiago de
Compostela coordinado por M. Núñez y E. Portela. Estos eventos, a
parte de concitar a peritos e investigadores de la materia, trajeron
como fruto sugerentes trabajos y reflexiones, que hoy siguen siendo
fundamentales a la hora de acomodarse en este campo.
Otro encuentro a significar fue el organizado por la Institución
“Fernando el Católico” que versó sobre Muerte, religiosidad y cultura
popular (siglos XII-XVIII) que aunó igualmente las ilusiones y conclu-
siones científicas de un nutrido grupo de historiadores. Y hace un año
el seminario ¿Dejar a los muertos enterrar a sus muertos?. El difunto
entre el aquí y el Más Allá en España y Francia (ss. XI-XV) de la Casa
de Velázquez, junto con el simposio que ha dado pie a esta publica-
ción.
Al margen de las citadas reuniones, hay que revelar que estas dos
últimas décadas testimonian la seriedad de las variadas y numerosas
aportaciones, centradas en el estudio de la muerte medieval, ya sea en
forma de tesis doctorales, artículos o libros, y cuya enumeración huel-
ga detallar. Con todo, queda mucho por hacer. En el horizonte siguen
surgiendo obras de los argentinos S. Royer de Cardenal26 y Ariel
Guiance27, así como las monografías de Daniel Piñol28 y la que redac-
taron conjuntamente Jaume Aurell y Alfons Puigarnau29, a las que ha-
bría que añadir la ya citada de Flocel Sabaté.
Sigue pendiente la tarea de realizar una obra de conjunto para todo
el espacio peninsular que abarque prismas de diferente calado, sabien-
do las dificultades que ello entraña. Y en ese orden, aunque localizado

25. Vid. “La muerte en el Libro del buen amor” en Rafael Lapesa (1967).
26. S. Royer de Cardenal (1992).
27. A. Guiance (1998).
28. D. Piñol (1998).
29. J. Aurell - A. Puigarnau (1998).
Introducción 17

para el viejo reino pirenaico de la Navarra medieval, están trabajando


en estos momentos media docena de especialistas en arqueología, arte,
historia y teología. Se persigue así dar una visión, en la medida de lo
posible, con carácter global, teniendo en cuenta, eso sí, que sigue sien-
do imposible encajar esta materia en unas coordenadas de espacio y
tiempo.

* * *

Lo apuntado hasta aquí es una apresurada enumeración desde el


punto de vista cronológico sobre la historiografía de la muerte en el pa-
norama internacional y en el panorama español. Sin embargo, cabe re-
hacer también ese itinerario siguiendo un criterio más temático y dis-
ciplinar que temporal, que es donde verdaderamente se demuestra el
carácter transversal de la historia de la muerte al que hacemos referen-
cia en el título de esta Introducción. Y que por tanto demuestra, a su
vez, su capacidad por aglutinar en su seno las más diversas disciplinas
humanísticas, desde la antropología a la historia del arte, de la filolo-
gía a la arqueología, de la iconología a la teología.
Si las principales fuentes para el estudio de la muerte fueron, en
los inicios, los testimonios literarios y la iconografía, más tarde se les
unieron otras de muy diversa procedencia. De este modo, literatura e
iconografía se han podido complementar por otros nuevos y variados
testimonios documentales, lo que sin duda ha contribuido a enriquecer
las temáticas estudiadas y a consolidar la metodología. El análisis de
los testamentos, en concreto, ha permitido darle una dimensión cuan-
titativa al estudio sobre la muerte en la Edad Media y la edad moderna
que sin duda le ha proporcionado una mayor rigurosidad científica.
La enumeración de algunas monografías, focalizadas hacia una de-
terminada fuente, puede ayudar a percibir esta evolución. A través de
su Otoño de la Edad Media, publicado en su primera edición el año
1927, Johan Huizinga se basó fundamentalmente en fuentes litera-
rias30. Alberto Tenenti, ya en 1952, se basó en los testimonios icono-
gráficos para acercarse al fenómeno de la muerte a través del arte de la
época31. En los años setenta, Michel Vovelle32, Pierre Chaunu33 y Jac-

30. J. Huizinga (1985).


31. A. Tenenti (1952).
32. M. Vovelle (1973).
33. P. Chaunu (1978).
18 Ante la muerte

ques Chiffoleau34 consagraron definitivamente al testamento como uno


de los documentos más ricos para el estudio de la muerte en el pasado.
Ha habido que esperar a los años noventa, sin embargo, para la in-
corporación de nuevas subdisciplinas, que también han sido capaces
de integrarse en el estudio de la muerte en la Edad Media. Un dato
que, por otra parte, no deja de ser tremendamente significativo de la
vitalidad que todavía se aprecia en este tipo de estudios. Porque ya no
se trata solamente de estudios monográficos sobre la muerte en la
Edad Media, sino de la inclusión natural de los temas y la documen-
tación relacionados con la muerte en los más dispares temas de estu-
dio.
Dos ejemplos pueden ayudar a concretar esta idea. Se trata de dos
recientes estudios, publicados, respectivamente en los años 1997 y
2000. El primero de ellos es la original y documentada investigación de
Vincent Serverat sobre la retórica de los estados de la sociedad en la Es-
paña medieval35. En un capítulo de esa monografía, el autor utiliza una
fuente tan “tradicional” como la Danza de la Muerte para profundizar
en un campo tan aparentemente alejado del tema de la muerte como la
idea de la “pluralización estamental”, que ya había apuntado José An-
tonio Maravall en una de sus monografías36. El resultado es una reno-
vada visión de la estructura social de aquel período a partir de una do-
cumentación aparentemente alejada de esa realidad.
Más integrador es todavía el intento de Eric Palazzo de incluir el
tema de la muerte en su audaz síntesis de la liturgia en la Edad Me-
dia37. Su trabajo es un intento de situar la liturgia en el lugar que se me-
rece en la historia medieval. Se trata no sólo de analizar el lugar que le
corresponde a la liturgia en la Edad Media, sino también de sus funcio-
nes, de sus interacciones con otros sectores de la sociedad medieval: la
historia social, la historia religiosa, la antropología, la sociología de lo
sacro. Al amparo de su lectura, se van redescubriendo, paradójicamen-
te, algunos de los temas que más interesan actualmente a la historio-
grafía dedicada al estudio de la muerte.
Es bien conocido el valor que la sociedad medieval daba a la ges-
tualidad. Jacques le Goff demostró la importancia del valor simbólico
de los gestos en la sociedad medieval, analizando una institución fun-

34. J. Chiffoleau (1980).


35. V. Serverat (1997).
36. J. A. Maravall (1983, 466-467).
37. E. Palazzo (2000).
Introducción 19

damental de aquel tiempo, el vasallaje38. Allí se demuestra que para in-


terpretar históricamente un ritual, no hay que analizar aisladamente los
elementos que lo componen (objetos, palabras, gestos) sino buscar su
significación en el marco del sistema global en el que se inscriben.
Este es el espíritu con el que hay que afrontar el estudio de la litur-
gia y, más concretamente, su inclusión en el marco de la muerte en la
Edad Media. La ceremonia, el gesto público, es, desde luego, un ele-
mento bien presente en todas las manifestaciones de la cultura tardo-
medieval, como ya lo demostró con maestría Johan Huizinga en su es-
tudio sobre el otoño de la Edad Media. En el ámbito de la concepción
de la muerte en la Edad Media, la ceremonia cobra también una extra-
ordinaria importancia. Trabajos como el de Flocel Sabaté, también ci-
tado anteriormente, ayudan a profundizar en esta realidad.
En este contexto, la Eucaristía ocupa un lugar de primer orden en
la sociedad medieval, en la medida de su valor sacramental: una actua-
lización de la realización del plan divino, la Redención. Históricamen-
te, la misa se puede considerar como una realidad sacramental y como
un acto ritual. La segunda dimensión está supeditada a la primera, ya
que el rito expresa la validez sacramental de la misa. Esto tiene una
aplicación directa para el tema de la muerte, ya que la baja Edad Me-
dia asiste a una llamativa proliferación de la petición de la misa como
sufragio39. La Misa es como la culminación de la acción litúrgica de la
Iglesia, de ahí su importancia. Durante los siglos IX y X las prácticas
litúrgicas de la eucaristía sufren una intensa evolución, en el momento
del reencuentro de múltiples tradiciones litúrgicas. Esta aceleración de
las interacciones de las tradiciones será ya un patrimonio del resto de
la Edad Media en Occidente.
Otra consecuencia directa de la importancia de los sufragios en el
período bajomedieval es nacimiento y la proliferación de las misas pri-
vadas40. Esto se reflejará de modo masivo en los testamentos bajome-
dievales. Aumentan las peticiones de misas por el alma de los muertos,
incluso previendo muchos años por adelantado. Con este fin, se multi-
plican los altares en las grandes iglesias y en las catedrales. En las igle-
sias monásticas, demasiado pequeñas para acoger muchos altares, se
ponen en servicio pequeños altares privados para la celebración de las

38. Vid. “Le rituel symbolique de la vassalité” en J. Le Goff (1977, 349-420).


39. Algunos datos estadísticos que demuestran esta realidad en J. Chiffoleau
(1980, 323-357) y J. Aurell (1996, 217-224).
40. E. Palazzo (2000, 23-29).
20 Ante la muerte

misas privadas41. Aumentan las misas celebradas en privado por esta


circunstancia, lo que no contraviene la idea eclesiológica de la presen-
cia de la asamblea, aunque ésta no esté físicamente presente.
Otro elemento relacionado con la concepción de la muerte en la
Edad Media es la proliferación de las procesiones, cuyo desarrollo y
planificación están minuciosamente descritos en los testamentos bajo-
medievales. Aunque sobrepasan ampliamente el dominio de la liturgia
cristiana, las procesiones son un elemento muy característico de la so-
ciedad y la liturgia medieval. De la “peregrinación bíblica” –la marcha
del pueblo judío por el desierto durante cuarenta años– se pasa a la
“procesión medieval”. Esta conexión del mundo vetero-testamentario
con el novo-testamentario contribuye a estrechar los lazos de solidari-
dad con los antepasados, otro de los temas más recurrentes del sentido
que el hombre medieval da a la muerte.
Los testamentos de los ciudadanos bajomedievales, contagiados
por esa costumbre tan arraigada, se esmeran en planificar detallada-
mente cómo debe desarrollarse la procesión que trasladará su cuerpo
del hogar a la iglesia, de la iglesia a la sepultura. No con poca razón, la
relación entre la preparación para la muerte y las procesiones urbanas
ha sido repetidamente puesta de manifiesto por la historiografía dedi-
cada al estudio de la muerte en Occidente, sobre todo durante los si-
glos XIV y XV.
La importancia de las procesiones en toda la Europa medieval es
tal, que incluso alcanzan una notable trascendencia política y diplo-
mática. Por poner tres ejemplos significativos, cabría recordar las pro-
cesiones del París del 1412 –donde se mezclan incluso motivaciones
religiosas42–, y las procesiones de Maycene, en el contexto de la coro-
nación del emperador alemán Conrado II, donde se producen algunos
desórdenes también significativos43 y las procesiones del Corpus en la
Barcelona del siglo XV, donde los asuntos de protocolo cobran una ex-
cepcional importancia, en un ambiente ya de por sí muy enrarecido po-
líticamente44.
Otro de los fundamentos de la abigarrada redacción de las últimas
voluntades del hombre medieval es su profunda creencia en el Purga-
torio. Éste es considerado como un tiempo intermedio entre la muerte

41. C. Vogel (1986, 271-272).


42. J. Chiffoleau (1991, 37-76), (1994, 215-145).
43. G. Alfhoff (1993, 27-50).
44. C. Batlle (1973, 138-140) y J. L. Palos (1994, 212-215).
Introducción 21

terrestre y la resurrección en el Juicio Final45. A partir del siglo XII, la


idea de una necesaria purgación después de la muerte antes de la entra-
da en el Paraíso es concretada todavía más por el Magisterio eclesiás-
tico y por la especulación teológica, lo que tiene indudables conse-
cuencias cara a la concepción que el hombre medieval tiene de la
muerte46. El tiempo de la escatología es vivido como un objetivo a al-
canzar; la creencia en el purgatorio del Más Allá ayuda al hombre me-
dieval a adelantar esa purgación al tiempo vivido en la tierra. Las ma-
nifestaciones penitenciales cobran así mayor vigor. Se entiende así que
nunca falte una cláusula, ubicada entre las primeras anotaciones del
testamento, en la que el testador pide que sean restituidos económica-
mente todos aquellos a los que ha podido faltar en justicia.
El tiempo de la Iglesia (materializado en el calendario litúrgico) y
el tiempo de los hombres (materializado en el ritmo de las transaccio-
nes mercantiles) encuentran un ligamen a través del Purgatorio. Y esto
ocurre en el preciso momento en que ambos “tiempos” tienden a ale-
jarse47. Una dicotomía entre “tiempo terrestre” y “tiempo celestial”
que se pone especialmente de manifiesto en la época tardomedieval,
pero que ya desde sus inicios había tenido unas claras implicaciones
respecto a la vivencia de la muerte y la percepción del Más Allá48. La
misma liturgia, como oración de la Iglesia, se une, al fin, a esta nueva
concepción del tiempo del hombre bajomedieval49.
Quizás esta nueva concepción del tiempo –cuyo “descubridor” o,
al menos, su principal divulgador, se puede afirmar que fue Jacques
Le Goff– que se refleja en el hombre bajomdieval esté relacionada
con aquella otra intuición genial de Erwin Panofsky, quien encontró
una concomitancia –no sólo temporal sino también conceptual– entre
el desarrollo de la arquitectura gótica y el nacimiento de la escolásti-
ca50.
Junto al purgatorio, otras nociones espacio-temporales se agolpan
entre las vívidas creencias del hombre de este período, como el origi-
nal y pluridisciplinar trabajo de J. Baschet puso de manifiesto en su
día, en su estudio sobre la iconografía del lugar a donde se dirigen las

45. Remitimos de nuevo a J. Le Goff (1981).


46. E. Palazzo (2000, 112).
47. J. Le Goff (1983).
48. J. C. Schmitt (1994).
49. A. Hossiau (1990, 327-337).
50. E. Panofsky (1967).
22 Ante la muerte

almas que mueren sin haber recibido el Bautismo51. Este trabajo de-
muestra que una inteligente utilización de las fuentes iconográficas
puede dar también muchas luces para el estudio de la muerte en la
Edad Media, como también lo pone de manifiesto el estudio que pre-
sentan Alfons Puigarnau, Fernando Martínez Gil y Francesca Español
en este mismo volumen. Unas imágenes que pueden ser igual de gráfi-
cas aunque surjan de las fuentes literarias o de las fuentes notariales,
como los trabajos de María Morras y de Jaume Aurell, respectivamen-
te, así lo demuestran.
Otro tema que cada vez genera más interés entre el medievalismo
es la relación entre el hombre medieval y sus intercesores celestiales,
los santos. Hagiografía e historia de la muerte encuentran también im-
portantes puntos de conexión. La generosa presencia de la advocación
a los santos en los testamentos bajomedievales pone de la manifiesto
la estrecha relación que se establecía entre esos intercesores y quien se
estaba preparando para el traspaso hacia la vida eterna. La hagiografía
es un género que ha atraído cada vez más la atención a los medievalis-
tas, conscientes de la riqueza que contiene como uno de los articulado-
res principales de la devoción del hombre medieval52.
Ante este exuberante panorama historiográfico y metodológico, no
es difícil aventurar un futuro todavía muy esperanzador para un cam-
po tan consolidado ya en el medievalismo como el estudio de la muer-
te. Una muerte que es vista ya no sólo exclusivamente como algo ex-
plícitamente vivencial, sino también como una realidad imaginada.
Una realidad, por tanto, que remite directamente al mundo del imagi-
nario, de las mentalidades, de lo narrado. Una realidad cuyo objeto
debe ser considerado no sólo desde la perspectiva de lo que directa-
mente se puede “leer” en la documentación (testamentos, imágenes, li-
teratura) sino también procurando analizar la realidad transmitida por
esos mismos documentos como mediadores de una realidad objetiva53.

* * *

51. J. Baschet (1996, 71-94).


52. Desde los clásicos, no muy lejanos en este caso en el tiempo: P. Brown (1984)
y A. Vauchez (1981).
53. Algo así como el tercer nivel de la lectura histórica que proponía reciente-
mente el medievalista José Enrique Ruiz-Domènec, de modo sintético: “En la base
de todo se sitúa de nuevo la investigación de las fuentes primarias, la auténtica mate-
ria prima del conocimiento histórico. Luego, en segundo lugar, la lectura interpreta-
Introducción 23

Se ha seguido un criterio cronológico para ordenar las diferentes


colaboraciones del volumen que ahora se presenta. Después de la In-
troducción, de marcado talante historiográfico, aparece el artículo de
Emilio Mitre, que hemos considerado que es un buen pórtico porque
aborda el tema de la muerte desde una amplia perspectiva, tanto espa-
cial como metodológica. Aparecen después las colaboraciones basadas
en la documentación notarial, iconográfica y literaria: la de Julia Pa-
vón se refiere a la alta Edad Media y las de Jaume Aurell, Francesca
Español, María Morrás Ruiz-Falcó y Alfons Puigarnau a la baja Edad
Media y las de Fernando Martínez Gil y Manuel Núnez Rodríguez a la
época renacentista. El volumen finaliza con una extensa colaboración
de Idelfonso Adeva, al que se ha concedido un mayor espacio al tratar-
se de un detallado comentario de una de las principales fuentes con
que los historiadores se han acercado al fenómeno de la vivencia de la
muerte en la Edad Media: los Ars bene moriendi.
Este libro es fruto del Ciclo de Conferencias que tuvo lugar en la
Universidad de Navarra del 30 de marzo al 1 de abril de 2000, con el
título “La muerte en la Edad Media. Actitudes, espacios y formas”, or-
ganizado conjuntamente por la Facultad de Filosofía y Letras y el De-
partamento de Historia de la Universidad de Navarra, en el contexto
del proyecto de investigación de la Universidad de Navarra, “La muer-
te en la Navarra Medieval”. Julia Pavón y Jaume Aurell se han encar-
gado de reunir los textos de todas esas comunicaciones en el volumen
que ahora se presenta, y Jaume Casamitjana llevó a cabo una concien-
zuda labor de corrección.

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talmente una narración.” (J. E. Ruiz-Domènec, 2000, 19).
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La muerte primera y las otras muertes.
Un discurso para las postrimerías
en el Occidente Medieval

Emilio Mitre Fernández


Universidad Complutense de Madrid

Teología de la muerte, filosofía de la muerte, sociología de la


muerte, antropología de la muerte, tanatosemiología... historia de la
muerte en definitiva. Estamos ante términos que en la actualidad resul-
tan de uso habitual en el mundo académico. ¿Cómo han llegado a ser-
nos familiares, especialmente el último de ellos?
Permítasenos, para dar una respuesta a esta pregunta, que hagamos
algunas reflexiones previas sobre las circunstancias bajo las cuales al-
gunos maduramos nuestra vocación de medievalistas en los ya lejanos
Sesenta. Se trató de un proceso en el que incidieron –hablo por propia
experiencia– diversos estímulos.
En primer lugar, es de justicia recordar la deuda contraída con quie-
nes han sido nuestros primeros maestros; aquellos que ejercieron pri-
mero como profesores, luego como guías en nuestros iniciales pasos
como investigadores1. Pasos que, con el discurrir del tiempo, se irían
diversificando en virtud de factores sobre los que no viene al caso ex-
tenderse ahora.
Conviene destacar, en segundo término, el impacto que en noso-
tros causó la lectura de algunas síntesis interpretativas del pasado me-
dieval. En puestos de honor figurarían dos cuya excelencia no está re-

1. Sería destacable, por ejemplo, el papel del profesor Luis Suárez Fernández en
la formación de un nutrido grupo de medievalistas en la Universidad de Valladolid
cuya dedicación investigadora fue, en principio, la Castilla bajomedieval.
28 Ante la muerte

ñida con sus dispares puntos de vista. Me refiero al excelente trabajo


de L. Genicot que constituye toda una exaltación de la Edad Media de
las alturas, de las grandes conquistas del espíritu2; y al muy sugestivo
de J. Le Goff, que se redactó como un anti-Genicot, y supuso una agu-
da exploración en la Edad Media de las profundidades, de las grandes
limitaciones materiales y morales3.
Procede recordar por último los contactos, un tanto irregulares por
lo general, con corrientes historiográficas vinculadas al materialismo
histórico o –dada la estrecha relación con el tema que ahora vamos a
tratar– a la escuela de Annales hija del manifiesto lanzado en 1929 por
Lucien Febvre y Marc Bloch. Enfáticamente hablamos de “nueva his-
toria” al referirnos a la investigación de grandes fenómenos colectivos
tradicionalmente poco tratados por los historiadores más académicos;
fenómenos que han marcado el devenir material y mental de las socie-
dades. Serán las grandes catástrofes naturales, la pobreza, la violencia,
las carestías de todo tipo, las hambrunas, las relaciones sexuales y,
para lo que ahora nos concierne, las enfermedades y la muerte4.

1. Muerte y “nueva Historia”

Hace quince años una difundida revista de alta divulgación histó-


rica tocó monográficamente la trayectoria de algunas de las más im-
portantes enfermedades erigidas en verdaderos flagelos de la humani-
dad, desde la peste y la lepra hasta la tuberculosis y el cáncer5.
La historia de las enfermedades (“neurosis obsesivas de la huma-
nidad” en expresión de S. Freud) es historia de estructuras profundas
que han convertido en emblemáticas ciertas carencias con el consi-
guiente cortejo de miedos, sentimientos de culpa, especiales estigmas,
etc. Como las enfermedades, la muerte también tiene una historia.
Hace años se decía que constituía “un jardín francés cultivado espe-

2. Les lignes de faite du Moyen Âge (L. Genicot, 1951). Se tradujo al castellano
–una de las pocas veces que no se ha traicionado la filosofía de la obra con un título
oportunista– como El espíritu de la Edad Media (Barcelona, 1961).
3. La civilisation de l’Occident Medieval (J. Le Goff, 1964). Se vertió al castella-
no bajo este mismo título cinco años más tarde. Para una comparación entre ambas
vid. P. Zerbi (1976).
4. Vid. para ello J. Le Goff – R. Chartier – J. Revel (1988); un texto que, desde la
perspectiva del marxismo más estricto, ha sido objeto de severas críticas.
5. J. Le Goff – J. C. Sournia (1985).
La muerte “primera” y las otras muertes 29

cialmente por modernistas”. Clara referencia a autores –franceses de


nacimiento o de adopción– como P. Ariès6, M. Vovelle7 o A. Tenenti8.
Estamos indudablemente ante figuras de obligada referencia al margen
de la época hacia la que se muestre proclividad como investigador.
Tan rotunda afirmación no hacía justicia a las páginas excelentes
que sobre la visión de la muerte en la Edad Media escribieron J. Hui-
zinga y E. Mâle a principios del siglo XX9 o H. Patch a mediados de la
centuria10.
Un coloquio celebrado en Strasburgo en 1975 organizado por la
Societé des Historiens Médiévistes de l’Enseignement Supérieur Pu-
blic, tendría decisiva importancia para impulsar el estudio de la histo-
ria de la muerte en época medieval11. A partir de esta fecha, en efecto,
se fue reforzando todo un utillaje conceptual, se multiplicaron los en-
cuentros científicos que permitieron el intercambio de puntos de vista
y, por supuesto, creció sin cesar el número de publicaciones sobre el
tema con el Medievo como escenario: extensas monografías, artículos
varios, puestas al día, trabajos de síntesis, etc.
Toda fecha como punto de arranque para un determinado impulso
(incluida la anterior) tiene mucho de reduccionista y convencional.
Con todo, vamos a destacar como significativa para el mundo hispáni-
co el 1985. En ese año, se celebró en Barcelona la XIII Semana Inter-

6. Entre otras obras de este autor destaca su L’homme devant la mort (P. Ariès,
1977).
7. Entre sus títulos más relevantes, La mort et l’Occident de 1300 à nos jours
(M. Vovelle, 1983).
8. A destacar entre otros trabajos de este autor el muy conocido La vie et la mort
à travers l’art du XVe siècle (A. Tenenti, 1952).
9. “No hay época que haya impreso a todo el mundo la imagen de la muerte con
tan continuada insistencia como el siglo XV”, decía J. Huizinga, al inicio de un capí-
tulo de su archiconocida obra El otoño de la Edad Media (1961) titulado precisamen-
te “La imagen de la muerte”. Al Ars moriendi a su vez, dedicó bellísimas páginas É.
Mâle que sintetizó en una obrita publicada en Francia en 1945, posteriormente tradu-
cida al castellano: El arte religioso del siglo XII al siglo XVIII (1966, 134 y ss.).
10. En una obra excelente enmarcable dentro de la más clásica de las historias de
la literatura: El otro mundo en la literatura medieval (H. Patch, 1983). Se acompaña
de un utilísimo apéndice a cargo de Mª R. Lida de Malkiel: “La visión de trasmundo
en las literaturas hispánicas”.
11. Bajo el título La mort au Moyen Âge. Se trataba, según decía Bernard Guille-
main en el prólogo, no tanto de presentar una summa sobre el tema, sino simplemen-
te de ensayar algunas aproximaciones a él. No habría que olvidar tampoco una obra
colectiva de fecha anterior: Il dolore e la morte nella spiritualitá dei secoli XII-XIII
(VV. AA., 1967).
30 Ante la muerte

nacional de Estudios Medievales, dedicada al tema que ahora vuelve a


ocuparnos. Los organizadores de dicho evento tuvieron a bien invitar
al que estas páginas ahora redacta y quizá por ello se permite la vani-
dad de resaltar su trascendencia12.
A lo largo de los últimos tres lustros ha sido muy crecido el núme-
ro de trabajos que han aparecido en España dedicados a la muerte en el
Medievo. En algunos casos estamos ante tratamientos de ésta desde la
óptica de unos discursos dominantes que se desea calen en el conjunto
de la sociedad13. En otros se trata de monografías que tienen como es-
cenario un ámbito territorial de mayor o menor extensión. Puede tratar-
se de todo un estado como la Corona de Castilla tratada por S. Royer de
Cardenal o Ariel Guiance14, o de una ciudad y su entorno: el reciente es-
tudio sobre Reus de Daniel Piñol15 por citar algunos ejemplos cercanos.
La muerte se ha estudiado también como dimensión de una sociedad a
la que se analiza desde las más variadas perspectivas: caso de la Barce-
lona bajomedieval recientemente abordada por dos jóvenes investiga-
dores catalanes16. En ningún caso hay que olvidar tampoco el importan-
te impulso que se ha dado a los estudios sobre la muerte a través de las
artes plásticas: diversas artes moriendi, escultura funeraria, etc., en
donde la renovación ha sido también notable17.
Todos estos trabajos pueden tomarse como una muestra más de la
“normalización” del medievalismo hispánico que, de esta forma, ha
colaborado también a su integración en el estudio de los grandes temas
que preocupan al medievalismo europeo en general.

12. El título de la Semana era también el de La muerte en la Edad Media. Se


abordó por los asistentes desde distintas perspectivas. No se llevó a cabo, sin embar-
go, la publicación en bloque de las conferencias pronunciadas.
13. Vid. E. Mitre (1988). En uno de los capítulos de este libro se recogía el texto
de la intervención pronunciada en la Semana antes citada.
14. S. Royer de Cardinal (1992) y A. Guiance (1998). Este último arranca en sus
planteamientos de bastantes años atrás de la constitución de la Corona de Castilla.
15. D. Piñol Alabart (1998).
16. J. Aurell – A. Puigarnau (1998, esp. 251 y ss.).
17. Vid. a este respecto los dos ciclos de conferencias celebrados en la Universi-
dad de Santiago bajo el título La idea y el sentimiento de la muerte en la Historia y
en el Arte de la Edad Media en 1986 y 1991. De uno de los coordinadores de estas
jornadas es el excelente y pionero La idea de inmortalidad en la escultura gallega
(La imaginería funeraria del caballero, s. XIV-XV) (M. Núñez, 1985). Supone una
renovación de planteamientos tradicionales como los de R. Del Arco en sus dos clá-
sicas obras: Sepulcros de la casa real de Aragón (1945) y Sepulcros de la casa real
de Castilla (1954).
La muerte “primera” y las otras muertes 31

Hechos estos sumarios planteamientos historiográficos, ¿Qué legó


la Edad Media a un particular sentido de la muerte y hasta qué punto
somos hoy depositarios de ese patrimonio?
A. Gurievich ha recordado que la cultura dominante del Medievo
–la que vamos a seguir fundamentalmente en esta exposición– conci-
bió el mundo de las realidades visibles como un reflejo de esencias su-
periores más perfectas (archetypus mundus)18 o más terribles con las
que estaban relacionadas. De ahí que se pudiera hablar de otras enfer-
medades y otras muertes... y también de otras vidas de las que las te-
rrenales eran un pálido reflejo. Con esta idea es obligado que jugue-
mos a partir de ahora.

2. Otras enfermedades y otras muertes.


La construcción de un discurso dominante

Si nos preguntamos de qué enfermedades se muere en la Edad Me-


dia, la respuesta sería frustrante. Los textos narrativos son extraordina-
riamente vagos, incluso cuando se refieren a los monarcas. Dirán, así:
“murió de su propia muerte”, “murió de su propia enfermedad”, “le sa-
lió el alma del cuerpo”, “había cumplido el tiempo de su vida”, “ingre-
só en el destino universal de la carne”, etc19.
Las enfermedades mejor documentadas son las más impactantes
por su carácter epidémico, su letalidad o la especial repugnancia que
producen. Será el ergotismo conocido como “mal de los ardientes”,
“fuego de San Antonio”, “fuego de San Andrés” o “fuego del infier-
no”. Se trata de un flagelo relacionado, a su vez, con otro de los gran-
des riesgos de la época: la ingestión de alimentos en malas condicio-
nes; en este caso, pan cuya harina de centeno había sido contaminada
por el cornezuelo20. Será la lepra, con especial incidencia en los siglos
XII y XIII21. O será la peste negra, con dos brotes especialmente gene-
ralizados: el de mediados del siglo VI22 y el bien documentado de me-

18. A. Gurievich (1990, 82-83).


19. Cfr. el viejo artículo de A. Ruiz Moreno (1946, 100). Trabajos posteriores
–entre ellos alguno redactado por el que estas páginas suscribe– no han podido ser
tampoco mucho más esclarecedores.
20. Un resumen de esta enfermedad, cuya etiología solo consiguió ser esclareci-
da en el siglo XIX, se encuentra en M. J. Imbault-Huarts (1985, 66-67).
21. Vid. VV. AA. (1984).
22. Cfr. P. Fuentes Hinojo (1992, 2-29).
32 Ante la muerte

diados del siglo XIV23. En este último momento, se calcula que la epi-
demia se cobraría un tercio de la población europea. En tales términos
se expresan distintos testimonios: desde las grandes crónicas de Jean
Froissart a otros escritos mucho más modestos como el referido a Es-
cocia en donde se dice que la pestilencia “atacó a todos los habitantes
/ de forma que mató a un tercio de los vivos / tanto hombres como mu-
jeres y niños”24.
Al margen de las consideraciones “técnicas” de los tratados de me-
dicina25, la enfermedad tiene en el Medievo un valor instrumental y
moral de primer orden. Valor no exento de ambigüedad.
La enfermedad es, evidentemente, la potenciadora del milagro, la
mejor prueba de santidad26. Los distintos males acaban tomando el
nombre de los santos a los que se invoca para la curación27: la gota será
el “mal de San Mauro”; la peste el “mal de San Roque”; la epilepsia el
“mal de San Juan”... Las escrófulas serán el “mal del Rey” dada la creen-
cia en los poderes curativos poseídos por algunos monarcas, especial-
mente los de Francia e Inglaterra, tal y como magistralmente estudió
en su momento Marc Bloch28.
La enfermedad sirve también para medir la fortaleza de personajes
de excepción. Hildegarda de Bingen padeció “desde su misma infancia
casi de modo constante dolorosas enfermedades... Cuantas más fuerzas
del hombre exterior le faltaban, tanto más accedía al interior a través del
espíritu de la sabiduría y de la fortaleza. Mientras languidecía el cuer-
po, crecía y crecía de un modo asombroso el ardor de espíritu”29. En
ocasiones las enfermedades son auténtico sucedáneo del martirio. El

23. Cfr. la útil síntesis de R. S. Gottfrieed (1989) y la colección de textos de R.


Horrox (1994). Ello sin olvidar el excelente y ya casi un clásico de J.- N. Biraben
(1975).
24. Recogido en J. C. Crapoulet (1972, 42).
25. Tal y como recientemente lo ha hecho M. V. Amasuno (1996).
26. Cfr. el prólogo de Guillermo de Saint-Pathus a la compilación de milagros rea-
lizados por la intercesión de San Luis, en donde el monarca aparece como sanador
de espaldas curvadas, tumores, gota, fístula, fiebre, languidez, ceguera, sordera, etc.
(P. B. Fay, 1932, 1).
27. Quizás porque, según J. Huizinga, eran ellos quienes las enviaban como vica-
rios de la cólera divina (1961, 236).
28. Nos referimos, naturalmente a su Les rois thaumaturges. Étude sur le caràc-
tere surnaturel attribué a la puissance royale particulièrement en France et en An-
gleterre (M. Bloch, 1961). Una de las últimas ediciones francesas (1983) corrió a car-
go de J. Le Goff que destacaba en el prólogo el carácter vanguardista de esta obra.
29. Hildegarda de Bingen (1997, 41).
La muerte “primera” y las otras muertes 33

caso de San Francisco, verdadero alter ego del Salvador, es uno de los
más notorios. Uno de sus biógrafos, San Buenaventura, diría: “Clavado
ya en cuerpo y en alma a la cruz juntamente con Cristo... a una con
Cristo crucificado, estaba devorado por la sed de acrecentar el número
de los que han de salvarse”30. Las enfermedades de ciertos monarcas
pueden contribuir también a su enaltecimiento. Son, así, una prueba
para resaltar la entereza de su carácter: la lepra de Balduino IV de Jeru-
salén; las fiebres periódicas de Luis IX de Francia; la parálisis que pos-
tró a Carlos V de Francia buena parte de su vida; o esas enfermedades
indefinidas que minaron la salud del rey castellano Enrique III “El Do-
liente” pero que no mermaron su ánimo para preparar, en los últimos
días de su vida, una campaña contra el reino musulmán de Granada31.
Y la enfermedad –como cualquier otra limitación del hombre– es,
por supuesto, expresión del castigo divino en el sentido más estricto.
Castigo producto de la pena original, que se da a nivel personal pero
también colectivo tal y como se manifestará en las grandes mortanda-
des. El cronista florentino Juan Villani, ante la epidemia de 1348, ha-
blará de conjunción de planetas, de efluvios venenosos surgidos del
seno de la tierra tras conmociones sísmicas... pero, a la postre, acabará
remitiéndose al juicio de Dios como causa del terrible mal32.
Por una especie de deslizamiento semántico, la enfermedad –con-
secuencia del pecado– se convierte en metáfora del pecado mismo.
Así, bajo la palabra lepra se designará al paganismo de Constantino o
Clodoveo33 antes de su conversión al cristianismo. Y en el siglo XII,
Eckberto de Schönau, uno de los grandes debeladores del catarismo,
definirá la herejía como “lepra volatilis”. Una expresión a la que se su-
marán otras que, igualmente, identifican heterodoxia con enfermedad:
locura, ceguera, cáncer, peste, etc.34
Este juego de metáforas en torno a la enfermedad se da igualmen-
te en el discurso que rodea a la muerte. En el léxico utilizado se conju-
gan elementos bíblicos, patrísticos y de la Antigüedad clásica (ideas
estoicas, neoplatónicas, etc.). Estamos ante una filosofía que fragua en

30. San Buenaventura (1980, 468).


31. Tal y como recogemos en nuestro libro recientemente aparecido Una muerte
para un rey: Enrique III de Castilla (Navidad de 1406) (2001).
32. Juan Villani (1967, 138).
33. Cfr. Gregorio de Tours (1970, 59).
34. Para estos juegos de palabras vid. R. Moore (1976, 1-11) y E. Mitre (1995,
63-84).
34 Ante la muerte

los tiempos del “clasicismo medieval” –siglos XI-XIII–, se plasma en


las grandes sumas y, con distintas alternativas, se transmite más allá
del Medievo.

3. Los matices de un discurso para la muerte

Como ante la enfermedad, los monolitismos discursivos no son


nunca absolutos. Más aún cuando en la base del cristianismo se encon-
traba una muerte atroz que desde San Anselmo de Canterbury se razo-
nó en términos de satisfacción condigna. A una falta horrible cometida
por la humanidad a través de los primeros padres, debía corresponder
una expiación de dimensiones similares que sólo el Hijo de Dios era
capaz de protagonizar: “después que el hombre pecó no puede recon-
ciliarse plenamente sino por la muerte del Hijo de Dios prefigurada en
los diferentes sacrificios de la antigua Ley”35.

a) El contemptus mundi supone la más áspera filosofía de la vida y


de la muerte. Implica un absoluto desprecio de las cosas mundanas y
una consiguiente miserabilización del cuerpo. R. Bultot escribió hace
años una excelente obra sobre este tema que cubre un amplio arco cro-
nológico: desde el triunfo del cristianismo a finales del siglo XII36.
Inocencio III, en efecto, sería autor antes de su ascenso al pontificado
en 1198, de una obra de extraordinaria proyección titulada precisamen-
te De contemptu mundi. Gozaría de numerosas imitaciones, entre ellas
la castellana Libro de miseria de omne37.
Esta agria visión de todo lo terrenal tendría, sin embargo, sus con-
trapartidas. V. Fumagalli ha recordado, por ejemplo, que un San Fran-
cisco de Asís no condena la corporeidad sino que la toma como parte
de un mundo de la naturaleza considerado, a su vez, como espejo de
Dios. La muerte, en tal contexto, no es tanto una vergonzosa derrota
del cuerpo como un dormirse sereno de la vida38.

35. San Buenaventura (1963, 555-556).


36. R. Bultot (1972).
37. Datado hace algún tiempo por Artigas a finales del siglo XIV. Para P. Tesau-
ro se trataría de la copia (que podía ser también de principios del XV) ya que el ori-
ginal se redactaría en la primera mitad del XIV. Vid. “Introducción” a su edición de
Libro de Miseria de Omne (1983, 18-19).
38. V. Fumagalli (1990, 87-95). Cfr. San Buenaventura (1963, 469-471).
La muerte “primera” y las otras muertes 35

Si nos remitimos a un texto redactado hacia 1400 –el diálogo entre


el campesino de Bohemia y la muerte– nos encontraremos con toda
una dialéctica entre la idea del cuerpo miserable (comida de gusanos,
cajón de moho, pestilente cazuela de barro) y la idea del hombre –y
consiguientemente también de su cuerpo– como la más perfecta y libre
de las obras de Dios39.

b) En cualquiera de estos dos casos –cuerpo prisión o cuerpo sa-


grario del alma– el hombre era en la tierra una especie de transeún-
te/peregrino/viador en marcha hacia una situación totalmente distinta
a la de este mundo visible40.
Varios ejemplos pueden servirnos de ilustración.
Cipriano de Cartago a mediados del siglo III y a propósito de una
epidemia de peste escribiría: “vivimos aquí durante la vida como hués-
pedes y viajeros... ¿quién estando lejos no se apresura a volver a su pa-
tria?”41. Una patria que no es ya el lugar en el que se ha nacido o el
conjunto del Imperio tomado como communis patria, sino el reino de
la vida eterna en el Más Allá.
Diez siglos después Jacobo de Voragine se pronunciaría en térmi-
nos parecidos al inicio de su más popular obra: “El tiempo de Peregri-
nación es este de la vida presente en la que viajamos y combatimos
siempre”42.
Por los mismos años, el vulgarizador Vicente de Beauvais (o un
desconocido discípulo suyo) hablaría de la muerte en su Speculum mo-
rale como: “salida de la cárcel”, “fin del exilio”, “fin de las penalida-
des”, “evasión de todos los peligros”, “vuelta a la patria”, “ingreso en
la gloria”, “ingreso en la vida eterna”...43
Estamos ante claros intentos de desdramatizar el momento supre-
mo que, a mediados del siglo XIV, F. Petrarca resumiría en uno de sus
Triunfos: “La muerte es fin de una prisión sombría / para las almas no-
bles, y amargura / para aquellos que viven en el fango”44.

39. J. von Tepl (1999, 91-93).


40. Tema tratado por G. B. Ladner (1967, 233-259). Recientemente tomado de
nuevo por E. Mitre (1999, 47-60).
41. Cipriano de Cartago (1963, 271).
42. Jacobo de Vorágine (1967, 25).
43. Recogido por E. Mitre (1988, 75-76).
44. F. Petrarca (1983, 123).
36 Ante la muerte

c) Al igual que la enfermedad, la muerte en la Edad Media no sólo


tiene un significado físico sino también plural y místico45:
San Juan, en el texto que cierra el canon de las Escrituras habla de
la condenación en el Hades como de una segunda muerte; la muerte
más horrible: “Entonces el infierno y la muerte serán lanzados al estan-
que del fuego. Esta es la muerte segunda, el estanque del fuego”46.
Nos encontramos ante una imagen que dará extraordinario juego
en el que se relaciona con frecuencia la muerte física y el pecado como
causa de la muerte47.
Se hablará así, en lo sucesivo, de la muerte física como muerte
“primera”. Hay luego una muerte “segunda” que designa la situación
del alma caída en pecado. Y hay incluso una muerte en la gehena (“ter-
tia mors”) referida a la condenación eterna48.
Son tres muertes concebidas como fines de tres vidas. Así lo enten-
día un Jorge Manrique en su más conocida composición poética: hay
una vida terrenal que es el campo de lo hedonístico; una vida de la
fama que es el terreno de lo ético; y una vida eterna referida al ámbito
de lo trascendente49.

4. La muerte, término pero no final

Hablar de la muerte a través de las más diversas disciplinas es no


sólo hablar del instante en que se produce la extinción física. Es tam-
bién hablar de un antes y de un después50. Y es también hablar de los

45. Hoy en día, hablar de enfermedades y de muerte supone referirse casi exclu-
sivamente a carencias físicas y extinción física. Sin embargo hablamos también de
sociedades enfermas o de muerte política. ¿Mera retórica? ¿Reflejo de imágenes, fi-
guras y representaciones de un pasado en el que, por ejemplo, se hablaba de ostracis-
mo o de damnatio memoriae?
46. Ap. 20, 14.
47. Así lo expresará en el siglo XIV Santa Catalina de Siena (1980, 111).
48. Vid. el caso de San Vicente Ferrer en P. M. Cátedra (1994, 277-281). Un es-
quema que, más allá del 1500 seguiría el maestro Alejo Venegas (1969, 25-27).
49. Vid. la “Introducción” de G. Caravaggi a Jorge Manrique (1984, 23-24). Para
la cuestión de la vida de la fama, sigue siendo capital el erudito estudio de Mª R. Lida
de Malkiel (1952): para Jorge Manrique son especialmente destacables las páginas
291-294.
50. Sobre esa trilogía -más acá de la muerte, el instante mortal y el más allá de la
muerte- se articula una obra redactada desde la óptica filosófica; la de W. Jankelo-
vitch (1977).
La muerte “primera” y las otras muertes 37

“profesionales de la muerte” que asisten al moribundo y de los artesa-


nos del duelo que actúan a renglón seguido51.
Si, como hemos anticipado, el cristianismo buscó una explicación
racional a la cruel muerte de su fundador, realizó todo un tour de force
al presentarle como un triunfador sobre la muerte y convertir su resu-
rrección en prenda de la resurrección de los muertos52. ¡Cristo ha ven-
cido a la muerte! es una expresión con la que todo cristiano está fami-
liarizado.
“Domesticar” o “vencer” el miedo a la muerte “primera” ha sido,
evidentemente, una obsesión para todas las civilizaciones. La del Oc-
cidente Medieval trató de alcanzar esta meta a través de la sistematiza-
ción de un conjunto de gestos en los que se presentaba la muerte “se-
gunda” como infinitamente más terrible.
Ello supuso la creación de todo un ars bene moriendi que –se su-
ponía– había de ser culminación de un ars bene vivendi. Para una vida
bien llevada se escriben numerosos “espejos”, verdaderos modelos de
conducta especialmente dedicados a los gobernantes53. Y para una
muerte cristiana se considerará necesaria la administración de unas
“medicinas de las almas” por unos “médicos de las almas” desde el
momento en que los “médicos de los cuerpos” hubieran agotado sus
posibilidades de actuación. La idea del Christus medicus se encuentra
ya en algunas pinturas de las catacumbas y los penitenciales célticos
dirían, asimismo, que hay distintas medicinas según las enfermedades
y hay distintas penitencias según los pecados54.
Los gestos que habían de rodear la muerte física se encuentran ya
bien definidos en vísperas de las grandes epidemias de 1348. Suponen:
redacción de testamento, recepción de los sacramentos de penitencia,
eucaristía y extremaunción e invocaciones especiales. Serán las de
Santa Bárbara, Santa Ana, San José, Nuestra Señora o Jesucristo como
único redentor55. En los más altos estratos sociales, la narración de las
modélicas muertes de algunos monarcas –San Luis56, su primo San

51. Es lo que ha destacado de manera fundamental D. Alexandre-Bidon (1998).


52. I Cor. 15, 12-18.
53. Uno de los más populares sería el de Egidio Romano De regimine principum
escrito en los años setenta del siglo XIII y que sirvió de modelo para otros muchos.
Cfr. B. Palacios (1994, 463-483).
54. P. Binski (1996, 30).
55. Para estas generalizaciones vid. E. Mitre (1994, 24-26).
56. Tal y como la recoge Jean de Joinville: portando la cruz como el Salvador, y
a la misma hora que éste (1952, 364).
38 Ante la muerte

Fernando57– escenifica lo que se quiere sea ese obligado tránsito al


Más Allá. En un nivel más bajo, a un magnate como Guillermo el Ma-
riscal, el más famoso caballero de su época, no se le puede suponer
otra muerte que aquella en la que aparezca afirmando la moral que per-
mite mantenerse en pie el cuerpo social58.
Hablamos de ceremonias y rituales con los que el cristiano se ha-
bía de preparar para la muerte en la Edad Media. Era, después de todo,
el tramo final de una vida encuadrada también por especiales gestos y
ritos. Se abría con un sacramento: el bautismo. Se marcaba por la obli-
gatoria recepción anual de otros dos según disposición del IV concilio
de Letrán IV: penitencia y eucaristía59. Y se dignificaba, en lo que a re-
lación entre sexos se refería, con otro: el matrimonio. La extremaun-
ción, a la que antes nos hemos referido y que cerraba el ciclo de la vida
en la tierra, podría considerarse un sacramento menor en lo teológico,
pero tenía una indudable importancia sociológica. Como todo ritual
–según advirtió uno de los padres de la sociología moderna, E. Durk-
heim– es un elemento de control social. Un control que ejercen los clé-
rigos: esos “médicos de las almas” que, en expresión de Paul Binski,
son auténticos tecnócratas de la muerte60. Y de la vida, podríamos aña-
dir nosotros.
La muerte física o “primera” era para los mentores ideológicos del
medievo el término de esa peregrinación a la que nos hemos referido,
pero no era el final.
No lo era por varias razones:

a) Una por el sentido mismo que el enterramiento adquiere:


La sepultura, suele decirse, es un permanente recuerdo para los vi-
vos: decir que los muertos viven en la memoria es usar una expresión
harto tópica.
La muerte física podía considerarse como el elemento nivelador de
poderosos y débiles. Testimonios como “Las Danzas de la Muerte” tie-

57. Con la muy piadosa muerte de Fernando III se cierra precisamente la Prime-
ra Crónica General de España mandada componer por su hijo Alfonso X. A diferen-
cia de lo ocurrido con San Luis, elevado a los altares en 1297, la canonización del
monarca castellano habría de esperar aún varios siglos.
58. G. Duby (1985, 9).
59. “Decretos del IV concilio de Letrán”, nº 2l, en R. Foreville (1972, 174-175).
60. P. Binski (1996, 32). Esta cuestión también se trata en E. Mitre (1988, 89 y
ss.).
La muerte “primera” y las otras muertes 39

nen, de acuerdo a este principio, un punto de vindicación social cuan-


do ésta llama a “los nacidos / que en el mundo soes de qualquier esta-
do”61.
Sin embargo, en la Edad Media, como en cualquier otro momento
de la historia, la muerte no anula las viejas diferencias sino que las
mantiene y las prolonga: reproduce las categorías sociales y morales
del peregrinar por esta vida.
Hay para ello ilustrativos ejemplos. Así:
– Judíos, herejes, excomulgados, usureros públicos, leprosos, sui-
cidas o no bautizados en general son enterrados fuera de sagrado. Su
exclusión social en esta vida continúa con otra exclusión en el momen-
to de recibir sepultura62.
– La legislación del Rey Sabio dispone que sólo se entierre en el
interior de las iglesias a gente de calidad (personas ciertas)63. Disposi-
ciones que, pese a su reiterado incumplimiento, se siguen recordando
más allá del período estrictamente medieval64. Una reproducción des-
pués de la muerte de las jerarquías sociales de este mundo65. Según
acertada expresión de una autora francesa, quien ha vivido noblemen-
te desea también morir noblemente y ser enterrado de forma distinta a
la gente vulgar66.
– Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta idea se expresa en
los panteones reales. Su visualización trata de demostrar al espectador
la teoría de lo que un destacado autor ha llamado “los dos cuerpos del
rey”: el cuerpo mortal y el cuerpo político o místico que el monarca di-
funto transmite a su sucesor67. Los enterramientos reales –como los
más cualificados enterramientos familiares– simbolizan la continuidad
del linaje y, a su modo también, la del propio estado68.
– Las reliquias de los santos, asimismo, convertirán a sus sepul-
cros en una residencia de distinta calidad que las de los restantes mor-

61. Vid. “La danza de la muerte”, en la edición de E. Rincón de Coplas satíricas


y dramáticas de la Edad Media (1968, 96).
62. P. Binski (1996, 56-57).
63. Primera Partida, tít. XIII, ley XI.
64. Cfr. Manuel Espinar (1999, 55-77).
65. P. Binski (1996, 72-74).
66. C. Beaune (1977, 125-143).
67. Vid. para ello el excelente libro de E. Kantorowicz (1985).
68. Tal y como sucederá con Westminster y Saint Denis para las monarquías in-
glesa y francesa respectivamente.
40 Ante la muerte

tales aunque sólo sea por constituir el soporte de las corrientes peregri-
natorias más constantes69.
b) Hay otra forma de considerar que la muerte no es el final. Se
basa en la doctrina de las postrimerías, de los “novísimos”, de las “re-
alidades últimas” que, en el lenguaje estrictamente teológico, garanti-
zan el “cumplimiento y plena realización a todo lo que no ha tenido
más que un desarrollo fragmentario”70.
Se ha destacado que la creencia en un Más Allá se apunta en algu-
nos textos del Antiguo Testamento. Así, en el Libro de los Salmos:
“porque no dejarás mi alma en los infiernos y no permitirás que co-
rrupción tu santo vea”71; o en el Libro de la Sabiduría: “más las almas
de los justos están en la mano de Dios; y no llegará a ellas el tormento
de la muerte... si delante de los hombres han padecido tormentos, su
esperanza está llena de inmortalidad”72.
– La idea de un juicio universal al final de los tiempos constituyó
un tema recurrente en la literatura apocalíptica medieval73. Junto a ella
fue tomando cuerpo la de un juicio individual inmediatamente después
de la muerte. Vicente de Beauvais –o uno de sus discípulos– decía que,
en ese momento, serán sólo las almas quienes reciban la reprensión74.
Siglo y pico más tarde, San Vicente Ferrer, vuelve a recordar la exis-
tencia de un juicio particular en el que la sentencia será según el ánima
haya sido “de buena vida santa” lo que supone ir directamente al paraí-
so; “impenitente de mala vida” lo que la conducirá al infierno con los
diablos; o que “ha hecho penitencia más non tanta como rrequieren los
sus pecados”, que implicará una estancia en el purgatorio75.
– Hablar de un Más Allá de premios y castigos conducirá así a ha-
blar no sólo de estados o situaciones –adjetivos– sino de espacios –sus-
tantivos– en donde éstos tienen lugar. Espacios dotados de cierta sime-
tría con los del más acá de la muerte. Una circunstancia que contribuye
a crear una marcada interdependencia entre ambos mundos: el físico y
el metafísico.

69. P. A. Sigal (1974, 25).


70. G. Greshake (1981, 17).
71. Salm, 15, 9-11.
72. Sab, 3, 1-9.
73. Entre la amplísima producción bibliográfica sobre el tema, vamos a permitir-
nos destacar dos recientes obras de autores españoles: J. Guadalajara Medina (1996)
y J. A. Ruiz Domínguez (1999, esp. 290-291).
74. Vicente de Beauvais, Speculum morale, col. 777.
75. Cfr. P. M. Cátedra (1994, 499).
La muerte “primera” y las otras muertes 41

Quien mejor expresó este principio fue sin duda Dante Alighieri,
uno de los personajes más geniales de la cultura medieval. Resulta una
obviedad recordar que su producción literaria se presta a abundantes
reflexiones en lo que a la muerte se refiere.
Su idea de ésta, se ha dicho, no es la de un teólogo ni la de un me-
tafísico, sino la de un ético para quien lo fundamental es la muerte se-
gunda, la ética, al estilo de Boecio. Ello supone la pérdida del renombre
para la posteridad76. Igualmente se ha sostenido que Dante concibió el
género humano de acuerdo a las ideas aristotélicas de la potencia y el
acto. Durante la vida terrenal el hombre es potencia. Se realiza en acto
en el Más Allá, en un proceso de metamorfosis que puede ser progre-
sivo o regresivo en función del comportamiento en este mundo77. Se
caerá, así, en el campo de los bienaventurados que gozarán de la Vi-
sión Beatífica, o en el de los réprobos condenados a las penas del in-
fierno. O bien se permanecerá temporalmente en ese lugar de purifica-
ción de las almas que es el purgatorio. Una vía intermedia frente a la
dualidad agustiniana que predestinaba drásticamente a las dos ciuda-
des a gozar eternamente de Dios o a sufrir eternamente las penas del
infierno78.
El purgatorio cristiano como invención esencialmente medieval fue
tema hace algunos años de una sugerente obra de Jacques Le Goff79 que
dio pie a un rico debate80. La idea de ese “tercer lugar” purgatorio reci-
bió un fuerte impulso –tradiciones populares aparte– a cargo del abad
Odilón de Cluny a principios del siglo XI con el establecimiento de la
fiesta de los Fieles Difuntos. Su sistematización y popularización ven-
drán entre fines del XIII y comienzos del XIV a través de Jacobo de Vo-
ragine81 y de Dante82. El ascenso de las ánimas hacia la luz inmortal que
nos presenta el genial florentino en La divina comedia, sería imitado
años más tarde, con bastante menos fortuna, por el místico estrasbur-
gués Rulman Merswin. En su Tratado de las nueve peñas presenta el

76. G. H. Allard (1979, 217-221).


77. Á. Crespo (1979, 119).
78. San Agustín (1978, 332).
79. J. Le Goff (1981).
80. Recordemos a título de ejemplo, el anexo que A. Gurievich introdujo en Las
catego-rías de la cultura medieval (1990) en el que bajo el título “La aparición del
Purgatorio y cuestiones de metodología de la historia de la cultura” defendía que la
historia de éste comenzó ya antes de que teólogos y escolásticos la reconocieran.
81. Jacobo de Vorágine (1967, 322-325).
82. J. Le Goff (1981, 449 y ss).
42 Ante la muerte

diálogo de un hombre con Dios ante un monte surcado por nueve rella-
nos rocosos que corresponden a otras tantas debilidades en que el ser
humano ha podido incurrir a lo largo de su vida83.
En definitiva, la Iglesia –tomada en clave de comunidad de fieles–
estaba constituida por el conjunto de vivos y muertos. Era un cuerpo
triforme en el que sus elementos colaboraban, prestándose recíproco
apoyo, en la tarea de la salvación: los que están en este mundo, los que
purifican su alma en el Más Allá y los que ya han accedido a la gloria.
Lo que en la terminología de la Iglesia católica sigue llamándose: Igle-
sia militante, Iglesia purgante e Iglesia triunfante84.
Estas relaciones a tres refuerzan esa idea de prolongación de las
desigualdades de la vida terrenal más allá de la muerte física. En efec-
to, los sufragios por los muertos, las misas por los difuntos, sólo tienen
el límite de la fortuna del testador. Se acaba creando así toda una “ma-
temática de la salvación” o “contabilidad del Más Allá” que, en último
caso, juega a favor de los más pudientes85.

5. La progresiva erosión de un discurso

¿Hasta qué punto esa filosofía de la muerte vertebrada bajo el cla-


sicismo medieval trascendió de las elites eclesiásticas para calar en el
conjunto de la sociedad? ¿Puede hablarse en algún momento de una
muerte “domesticada”, por utilizar la conocida expresión de P. Ariès?
Hace años recordé el viejo interrogante de si el emblemático 1348
fue una auténtica bisagra entre un discurso que nos habla de una muer-
te “vencida” y otro que abunda en una muerte “vencedora”86.
Ni en aquella oportunidad ni en otras posteriores resultaba fácil
dar una respuesta categórica. De una detallada consulta de las fuentes
puede deducirse que el deterioro de esa filosofía es producto de un lar-
go proceso.
¿Qué jalones se perciben en él?

83. Esta obra se ha atribuido (y se sigue atribuyendo en alguna de sus ediciones)


a Enrique Suso (E. Mitre, 1993, 24). Uno de los más recientes aportes sobre el tema
lo constituye D. Baloup (1999).
84. G. Colzani (1986, 25).
85. D. Alexandre-Bidon (1998, 77), sobre expresiones acuñadas por J. Chiffoleau
(1980).
86. E. Mitre (1988, 131-139).
La muerte “primera” y las otras muertes 43

a) Se ha hablado del papel devastador en lo social y en lo mental


de las catástrofes del Bajo Medievo: las hambrunas, las epidemias, la
guerra endémica. Hoy tiende a rebajarse su importancia como factor
de cambio en las actitudes ante la muerte. E. Mâle recordó en su mo-
mento que, frente al pudor con que la muerte aparece en el arte a lo lar-
go del siglo XIII, los años finales del XIV la presentan ya en todo su
horror87. Pero en otras manifestaciones culturales, la ruptura no parece
tan brusca, e incluso podría hablarse de una continuidad del discurso:
caso de predicadores como Bernardino de Siena o Simon Cupersi tal y
como ha destacado un reconocido especialista en la materia88. Y, como
contrapartida, podría alegarse además que algunos de los textos bajo-
medievales que se han considerado “rupturistas” tienen sus fuentes de
inspiración en el período anterior. Así, las Danzas de la muerte, dispo-
nen de un claro precedente en el Decir de los tres muertos y los tres vi-
vos, de origen posiblemente oriental y expandido en el occidente a par-
tir del siglo XIII89.

b) Se ha hablado de transformaciones introducidas por las corrien-


tes reformadoras antipapalistas del Quinientos. Frente al miedo a la
muerte y a la condenación, el protestantismo avivaría la fe en la gracia
de Jesucristo, único redentor90. Prescindiría, así, de muchos de los ges-
tos, rituales y creencias sistematizados por Roma en tiempos del clasi-
cismo medieval. Pero en tal caso estaríamos hablando de un cambio
que afecta a una parte –importante desde luego– de Europa, pero no a
su totalidad.

c) Y se ha hablado –y aquí estamos ante el hecho decisivo– del


avance del individualismo como factor fundamental en la erosión de la
filosofía medieval de la muerte. El individualismo destrascendentaliza
la vida pero también hace lo propio con la muerte. En definitiva abre
el camino hacia la progresiva secularización de ambas.
¿Cuándo se hace irreversible ese proceso?
Este interrogante fuerza a una larga respuesta, cargada de matices
y que, además, quedaría fuera del ámbito de investigación del medie-
valista stricto sensu. Algún relevante especialista ha hablado de los

87. É. Mâle (1966, 124).


88. H. Martin (1977, 103 y ss.).
89. F. Rapp (1977, 58).
90. F. Rapp (1977, 66).
44 Ante la muerte

años centrales del siglo XVIII como momento decisivo para la madu-
ración del fenómeno, al menos en ciertos territorios franceses91.
Sin embargo, la contemplación de los hechos nos demuestra que
las claves religiosas del discurso medieval nunca han sido desarraiga-
das en el Occidente europeo en beneficio de las de signo secular92; por
el contrario, siguen gozando de un amplio crédito. Quizás en este cam-
po nos veamos obligados, al igual que hizo en su momento J. Le Goff,
a tomar la palabra a Ernest Labrousse y reconocer que lo social retrasa
lo económico y lo mental, a su vez, tiende a retrasar lo social93.

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91. Cfr. M. Vovelle (1973). Del 1774 data la aparición de Las desventuras del jo-
ven Werther en donde J. W. Goethe concluye, al referirse al sepelio del héroe, con un
taxativo “No le acompañó sacerdote alguno” (1995, 182).
92. Recordemos que unos años después de la inmortal obra de Goethe, R. de
Chateaubriand publicaba su Atala. La heroína, una suicida también, muere sin em-
bargo confortada por el Padre Aubry y diciéndole a su amado Chactas que le estará
“esperando en el imperio celestial” (1989, 192). El corolario de la obra es que el cris-
tianismo vence “sobre el más ardiente de todos los sentimientos y el peor de todos los
temores: el amor y la muerte” (1989, 201).
93. J. Le Goff (1980, 82).
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Ut post nostrum obitum mereamur
regna celorum.
Actitudes ante la muerte
en la Navarra altomedieval

Julia Pavón Benito


Universidad de Navarra

Todo aquello que acontece en la protomedievalidad suele enmar-


case en una nebulosa histórica, muchas veces por ausencia de textos
escritos y otras por ser escasos y fragmentarios. Así el historiador par-
te no sólo de los silencios del legado de las fuentes, sino de esa eti-
queta que tan erróneamente califica aquellas centurias. Pero si difícil
resulta reconstruir el pasado sin puntos de apoyo lo suficientemente
elocuentes, más será el abordar una temática como la propuesta, que
intenta desentrañar actitudes humanas, comportamientos, modos de
conducta y creencias personales.
Con la intención de ahondar conjuntamente en esta materia, bajo
diferentes prismas y durante un largo proceso temporal, surgió hace
dos años en la Universidad de Navarra la iniciativa de formar un equi-
po interdisciplinar de investigadores de historia, arqueología, arte y teo-
logía1. Enmarcado en este ambicioso proyecto, y con el ánimo de de-

1. Este equipo de investigación está formado por los doctores Javier Martínez de
Aguirre (titular de Historia del Arte Medieval, Universidad Rovira i Virgili), Ildefon-
so Adeva (Facultad de Teología de la Universidad de Navarra), Ángeles García de la
Borbolla (Departamento de Historia Medieval, Universidad de Navarra) y los licen-
ciados Mikel Ramos y Julia Baldó (Universidad de Navarra). Todos ellos bajo la di-
rección de Julia Pavón Benito y con financiación de los Fondos de la Universidad de
Navarra, del Ministerio de Cultura y del Gobierno de Navarra.
50 Ante la muerte

tectar las particularidades de la alta Edad Media, se acomete en estas


páginas una primigenia exposición sobre las actitudes religiosas ante
la muerte que aparecen en un concreto lote de testimonios documenta-
les, sabiendo las limitaciones que comporta. La tarea, sin embargo,
pretende a medio plazo ser continuada y enriquecida con la idea de
ofrecer una panorámica completa para este reino peninsular, de paten-
te cuño hispanogodo.
Iniciando este estudio se acotan y describen los materiales de tra-
bajo, además de indicarse las barreras cronológicas elegidas. Se pasa a
continuación al análisis de las relaciones entre algunos aspectos del
misterio y doctrina custodiado por la Iglesia y las prácticas religiosas
como son ritos y rituales, plegarias o devociones. Es decir, los rasgos
de la espiritualidad cristiana que se detectan en la voluntad de los pro-
tagonistas de los diplomas y cuyo denominador común es el anhelo de
la salvación de sus almas.
En ese orden surgen las muestras de piedad y los sentimientos de
los hombres, que confían plenamente en las oraciones de los más cer-
canos a Dios, sus intercesores celestiales y terrenales, al parecer con un
toque mayor de la Gracia. Embebido de su condición pecadora, pre-
senta un camino remoto e inmediato para acceder al cielo que pasa por
la practica de vías purgativas como la penitencia y la limosna, esta úl-
tima con un manifiesto eco externo y por tanto de buen agrado para la
práctica testamentaria.
Y por último, se calibra la importancia que pudo tener la elección
de sepultura, que como se verá no llegó a tener la carga ideológica de
las centurias bajomedievales.

1. Reflexiones previas

No cabe duda que el estudio de un tema como éste ha de basarse,


inicialmente, sobre los testimonios documentales así como las mani-
festaciones plásticas, además de todas aquellas corrientes intelectuales
de pensamiento elaboradas desde los círculos cultos. Tampoco debe
olvidarse el magisterio de la Iglesia, cuajado en la definición y aclara-
ciones doctrinales a través de su tradición y escritos. Y también sus re-
presentaciones de vida litúrgica dirigida hacia la societas christiana.
En esta ocasión y sabiendo las limitaciones que supone se ha ele-
gido como material básico de análisis inicial el grueso de los textos do-
cumentales referidos al reino de Pamplona-Navarra (entre febrero y
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 51

septiembre de 1162, con Sancho el Sabio) con el objetivo de detectar


aquellas singularidades propias de este tramo peninsular relacionadas
con la muerte.
En segundo lugar, se ha marcado una inicial cota cronológica a
partir de las primeras noticias fehacientes de finales del siglo X2, y otra
final sobre las informaciones de mediados del siglo XII, momento en
el que, y bajo las dinastías francesas, el reino entra en un período his-
tórico de influencias y flujos político-sociales con ultrapuertos. Eso sí,
sin desechar un nutrido número de catas en los diplomas del XIV y
XV, ya que hubiera sido arriesgado y quizá empobrecedor no prolon-
gar temporalmente aquellos rasgos y caracteres advertidos, que cuaja-
rán o desaparecerán en las centurias bajomedievales.
En los casi cuatrocientos documentos revisados, continentes de
una información más o menos privilegiada, es decir desde elocuentes
cartas testamentarias hasta escuetas noticias de cementerios o funda-
ción de algún aniversario, se advierten una serie de características for-
males. No sorprenderá cuando se remarque la sencillez estructural de
gran parte de los diplomas altomedievales –sobre todo hasta entrado el
siglo XI–, escuetos, átonos, carentes de la riqueza y expresividad de
los que se redactan en las grandes cancillerías europeas o bajo mano
notarial en la baja Edad Media. Además sus frases repetitivas y rígidos
modelos concebidos desde centros religiosos siguen sin despertar la
atención de los especialistas como fuentes de estudio que reflejen as-
pectos mentales.
No es por tanto casual que sean lugar común para trabajar los pre-
cedentes bajomedievales, siempre en este campo de la muerte, las ac-
tas de los concilios y sínodos, la liturgia, la hagiografía y la doctrina de
la Iglesia –en concreto la tardoantigua e hispanogoda– además de tex-
tos legislativos (desde los fueros hasta compilaciones como Las Parti-
das), crónicas y la literatura. Materiales que no se van a obviar, sino
que también servirán como apoyo al ser, sin duda, el marco oficial y de
fondo en el que se desenvuelven los contenidos de los diplomas anali-
zados.
Conviene también determinar sobre qué parte de la estructura do-
cumental se ha fijado la atención. Sabido es el interés que para algunos

2. A. Martín Duque (1983, XI) cifra en 23 los diplomas referentes al reino de Na-
varra anteriores a 1004. De ellos 14 pertenecen al fondo de Leire, 4 a la catedral de
Pamplona y los mismos para San Millán, y de Irache tan sólo 1. Esta obra se citará
DMLe.
52 Ante la muerte

medievalistas ha suscitado el contenido de una parte de los textos, en


concreto las cláusulas penales, y más especialmente las llamadas espi-
rituales, expresiones e incluso riquísimas o pintorescas formulaciones
que para dar firmeza al acto jurídico, en un mundo en el que todavía no
han aparecido los notarios, conminaban bajo castigos infernales y
amenazas de corte apocalíptico a los posibles infractores.
Si bien, en este caso, se han tenido en cuenta este tipo de sancio-
nes, se preferirán el preámbulo y la exposición, preliminares y acce-
sorios del texto, además, lógicamente, de todas aquellas noticias con-
tenidas en el propio dispositivo. Ninguna mención, aunque parezca
secundaria, prototípica3 o casual ha sido desechada, ya que una pos-
terior visión de conjunto permite esbozar cautelarmente algunos as-
pectos de la espiritualidad y vivencias cristianas y por tanto los com-
portamientos e interpretaciones del hombre y de su fin terreno. Eso
sí, teniendo en cuenta las limitaciones de las cartas documentales
como transmisoras e indicadoras de las actitudes y sentimientos de
los individuos medievales.

2. El hombre y la muerte

No es este el caso de reflexionar acerca de las definiciones, signi-


ficados y dimensiones de la historia de las ideologías y de las mentali-
dades, así como debatir los contenidos de tan controvertidos modelos4.
Está claro que “la historia de la muerte”, tema de gran amplitud, cuen-
ta con elaborados marcos teóricos además de otras construcciones para
relacionarlo con la historia de la religiosidad y espiritualidad, la histo-
ria de las ideas, la antropología histórica o la historia cultural.
En este último punto merece la pena detenerse. Para realizar un
acercamiento a las concepciones, vivencias e interpretaciones de la
muerte del hombre altomedieval habrá que considerar no sólo el lógi-
co contexto histórico sino más detalladamente las repercusiones del
mensaje cristiano en el espíritu y comportamiento de una gran parte de

3. La exposición, como estructura documental, quedó reducida a meras volunta-


des, que recogen gran parte de los diplomas fechados entre el siglo IX y el XI (P. Gar-
cía Toraño, 1971).
4. A. Guiance (1998, 17-31) ahonda en su introducción en ambas corrientes his-
toriográficas, identificando Ideología con construcción ideológica y Mentalidades
con visiones del mundo.
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 53

los individuos5. Se trataría por tanto de ver las relaciones entre algunos
aspectos del misterio y doctrina custodiado por la Iglesia y las prácti-
cas religiosas como son ritos y rituales, plegarias o devociones, parte
importante de la pietas christiana.

2.1. Basamento y rasgos de la espiritualidad


en la alta Edad Media
Se advierte, en el marco de las centurias estudiadas, que la cosmo-
visión humana aparece en estrechísima relación con la historia de la
salvación. Hasta finales del siglo XI y comienzos del XII los fieles lai-
cos acuden, en un número elevado de casos, a los centros religiosos
con la idea de estrechar vínculos, ya que para acceder a la vida eterna
los suelos sagrados, monasteria o ecclesiae, se consideran como los
instrumentos más idóneos. Es decir, estas instituciones representan,
para el caso pamplonés o navarro, no sólo el paradigma político del
poso cultural y religioso, como inicialmente fue Leire6, sino todo un
símbolo de la santidad. Allí se custodian en concreto las reliquias de
las santas mártires oscenses Nunilon y Alodia (martirizadas el 21 de
octubre de 851) y de algunos de sus santos abades (Virila) y obispos
(Marcial) elevándose a la categoría de foco consolador para quien en-
tra en relación con ellos, siendo beneficiario de sus gracias.
El culto y la búsqueda de la intercesión de estas vírgenes y márti-
res reforzará el prestigio de Leire y motivará la devoción de los senio-
res de este espacio pirenaico7, ya desde el momento de la traslación de
las reliquias (880)8 con sus generosas donaciones9.
Así son numerosos los textos que manifiestan la presencia bajo el
atrio de las mártires y otros santos, a cuya intercesión se acude para ac-
ceder a la patria celestial. Baste para ilustrarlo un par de textos: el an-
helo manifestado por Fortún Muniz de participar en las oraciones:

“sanctis virginibus Nunoli et Elodie [que] quiescunt in cenobio quod


dicitur Leior, ut post obitum meum fratres ibidem Deo servientes cuncta

5. A. Vauchez (1985, 10).


6. L. J. Fortún (1993, 77-89).
7. Este tipo de donaciones se documenta en toda la Península (J. Mattoso, 1992,
25).
8. AGN, Breviario de Leire, fº 95 v. col. a.
9. L. J. Fortún (1993, 81-83).
54 Ante la muerte

integratim possideant, qualiter in eorum sanctis orationibus partem abe-


am et regni celestis gaudia cum eis obtinere valeam”10.

También la encomendación que realiza doña Sancha de Aoiz (25


de septiembre de 1066):

“Venit mihi voluntas ut traderem me et comendarem meum corpus et


animam ad Sanctum Salvatorem, vel ad sanctas martires Christi Nunilo-
nem et Helodiam et sanctum Berilam et beatum Marcialem episcopum,
necnon et ad omnes sanctos quorum reliquie honorifice recondite sunt
sub atrio supradicti Sancti Salvatoris in monasterio quod vocatur Leior...
ut habeant nostras animas comendatas in suis orationibus, ut mereamur
evadere penas inferni, et cum illis et omnibus sanctis valeamus habere
partem in patria celi, amen”11.

Tampoco debe menoscabarse la trayectoria y estímulo vital de am-


bas hermanas para enriquecer los cimientos espirituales del naciente
reino de Pamplona, configurado bajo el programa neogótico astur de
liberación cristiana y enfrentamiento con el Islam. De hecho, en la pri-
mera expansión a la Rioja comandada por Sancho Garcés I (905-925)
se fundó un monasterio femenino bajo la advocación de las santas cer-
ca de Nájera12.
De todas formas, los diplomas no sólo recogerán dádivas piadosas
post mortem sino también ingresos en la orden, oblaciones y encomen-
daciones además de peticiones de entierro intra claustro. Sancha de
Huarte (1100), mujer de un destacado senior del círculo del monarca
Sancho Ramírez, Fortún Sanz, solicita al abad Raimundo (1083-1121):

“post obitum vero meum intrent et permaneant in potestate predicti


cenobii (el alodio de Arguedas) cum corpore meo”13.

Y más de setenta diplomas para Navarra, recogen oblaciones per-


sonales o encomendaciones expresadas bajo diferentes modelos:

10. DMLe, 60.


11. DMLe, 77. Un elevado número de donaciones, testamentos, oblaciones y de-
más tipos documentales refieren, acuden y rememoran a San Salvador, las santas
mártires y vírgenes Nunilo y Alodia y otros santos (vid. el índice de nombres propios
en DMLe, 530, voz Leire - Santas Nunilo y Alodia).
12. L. J. Fortún (1993, 83).
13. DMLe, 181.
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 55

“Venit mihi voluntas ut comendarem meum corpus et animam ad...,


ut in vita mea facerem Deo oblacionem quam post mortem prestarem ani-
me mee..., dono me ipsum corpus et animam..., accepi societatem in ipso
monasterio..., do a mi mesmo...”14.

Leire, cenobio primado y tutelado por la familia regis, y más tarde


Irache, Nájera o San Miguel de Excelsis son en definitiva los lugares
idóneos para concretar y asegurarse la meta ultraterrena, a través de las
plegarias de sus comunidades que garantizan ayudas a los que han he-
cho méritos para su salvación. Monarcas y nobles, previendo que un
día van a morir, manifiestan su búsqueda de los avales eternos incardi-
nándose a las instituciones sagradas, depositarias y custodias de la su-
perioridad de la Gracia y de los medios para la supervivencia y salva-
ción del mundo. Algunos además de pedir oraciones o elegir sepultura
acaban por tomar el hábito monástico, hecho que aseguraba una total
participación en los sufragios, plegarias y méritos de los religiosos.

2.2. Poder intercesor de plegarias y oraciones


La idea predominante que el hombre cristiano tiene de sí hasta en-
trado el siglo XII se corresponde a la figura de homo pecator, con cier-
to distanciamiento de las fuentes de la Gracia de Dios, un ser que más
que un Padre, se identifica como una fuerza misteriosa o potencia tras-
cendente. Dios, garante del bien, la ley moral y la justicia –Dios-Juez
supremo, Pantocrátor– es un ser omnipresente pero lejano que opera
en la Historia a través de los santos.
De ahí el recurso a los intermediarios como los ángeles, en espe-
cial San Miguel arcángel –en el valle de Araquil–, muy popular en
Europa la novena y décima centuria, guardián del Paraíso e intercesor
de los hombres en el momento del Juicio Final, así como santos y
mártires, estén o no relacionados con este territorio soberano, “ut abea-
mus remissionem omnium peccatorum nostrorum intercedente beate
Marie vel aliorum sanctorum, apostolorum, martirum, confesorum,
virginumque, sive quoque ut post nostrum obitum mereamur consequi
Christo iubente regna celorum”15.

14. DMLe, 59 (1059), 78 (1066) y 229 ([1105-1109]). C. Monterde (1978, n. 202


del año 1184). Se citará CDFi. J. Mª Lacarra (1965-1986, n. 407 de 1269). Esta obra
documental se citará CDIr.
15. CDIr, 47.
56 Ante la muerte

También son elocuentes las palabras de la donación post obitum de


García Ordóñez y su mujer Urraca (1084):

“nullo nostro merito confidimus posse salvari, nisi sanctorum patro-


cinio et continua eorum intercessione”16.

Sin embargo, a partir de la citada centuria, el peso de la condición


pecadora del ser humano (“meorum multorum memor peccaminum
vanitatemque simul et debilitatem huius considerans mundi”17), va
perdiendo protagonismo ante la posibilidad de salvación eterna por los
propios méritos unidos a los del Hijo de Dios, que se ha encarnado y
participado de la condición humana para que los hombres se salven.
Cuajarán nuevas formas de religiosidad al considerarse y meditarse
con profundidad desde centros eclesiásticos y eruditos los misterios de
la Encarnación y Pasión de Jesucristo, precozmente expuestos por San
Anselmo a mediados del XI.
La presencia de estos nuevos planteamientos irá calando poco a
poco en el conjunto de las societas christiana, reflejándose incluso,
con las lógicas cautelas, en la redacción de testamentos y demás docu-
mentos. La mayor parte de los analizados para los siglos X, XI y XII
contienen una serie de preliminares piadosos genéricos del tipo “prop-
ter Deum et remedium anime mee et propter vitam eternam”18, “pro
peccatis meis”19, “post mortem meam pro remissione omnium pecca-
torum meorum et mariti mei et parentum meorum”20, “pro absolutione
et remissione omnium peccatorum meorum et redemptione parentum
meorum”21.
Sin embargo, estas fórmulas pasarán a intercalarse desde el siglo
XIII en el meollo documental, acompañadas de las cada vez más habi-
tuales variantes de “in meo pleno sensu et in mea memoria firma”22.
Incluso desaparecerán para ceder paso a una mera enumeración inicial
de disposiciones testamentarias tanto materiales y espirituales, ya que
prima “la voluntad de ordenar et de layssar les mies coses per tal que

16. J. Goñi (1997, n. 34). Esta colección se citará CCP.


17. CDIr, 72, del año 1097.
18. DMLe, 128, del año 1088.
19. CCP, 22, del año 1070.
20. CCP, 63, de 1096.
21. CCP, 130, de 1117.
22. En este caso concreto se trata de S. García Larragueta (1975, n. 214). Se cita-
rá PSJ.
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 57

apres mes dies ira nin discordia, pl[ait] ni contenda non se puyssa mau-
re entre ... mes parentz”23.
O como recogerán los protocolos notariales del XIV, XV y XVI:

“deseando prevenyr el beneficio e refrigerio de mi anima hordina-


cion e disposicion de todos mis bienes”24.

Aunque en el caso de la serie notarial, así como de los textos pri-


vados, llama la atención la “densidad teológica” de la parte introduc-
toria de los testamentos, que si bien se repetirá seriadamente, muestra
la devoción a la persona de Jesucristo y ese cambio enriquecedor de la
espiritualidad cristiana:

“seyendo enfermo del cuerpo litigado, temiendo las penas del infierno
et copdiciando yr a la santa Yglesia del santo paradiso, empero seyendo en
mi buen seso et en mi buena memoria a laudor et reverencia del nuestro
Seynor Ihesu Christo et de la Virgen Santa Maria et de toda la cort celestial
et oviendo firme et cierta creyença que toda persona que en carne es puest
segunt dize la santa scriptura sines muert corporal escapar non pueda”25.

Esto se refleja muy bien en el testamento original de D. Martín de


Mezquita (Tudela, 11 de septiembre de 1497):

“Que como por el pecado de nuestro padre Adán toda natura huma-
na sea subiugada e obligada a la muerte corporal de la qual persona algu-
na en carne puesta evadir ni escapar no puede e no haya cosa más cierta
a los peregrinantes en la present vida que la muerte ni más incierta que
la hora de aquella. Acerca de lo qual el verdadero [...] salvador nuestro
señor Ihesu Christo en su sacro Evangelio amonestandonos dize “estar
aparerados ca no sabeys el dia ni la hora”... Primeramente humil et de-
votamente encomiendo mi anima en manos de mi Señor Dios Padre que
la creo y formo a su ymagen e semeianca llamandole devotamente mer-
ced e misericordia que por la su sancta inmiensa piedat et clemencia,
meritos e intercession de la gloriosa et más piadosa Virgen Maria Madre

23. S. García Larragueta (1976 , n. 3), (1309), 13 (1328).


24. Archivo Municipal de Tudela, Protocolos notariales, Sancho Ezquerro, carp.
12 (fajo 1482-1507), testamento de Martín de Antor fechado en Tudela el 1 de Mayo
de 1487.
25. AMT, Protocolos notariales, Pedro Lorenz, carp. 1, testamento del propio no-
tario de la ciudad de Tudela Pedro Lorenz, marido de María Martín Cajal, fechado el
año 1439.
58 Ante la muerte

de mi Redemptor e Salbador Ihesu Christo et meritos de la su sagrada


passion...”26.

Este lento y progresivo cambio religioso operado durante la etapa


finimedieval no supone que con anterioridad hubieran sido obviadas
las alusiones al dogma divino de la encarnación. Así, Ramiro, hijo de
los reyes García el de Nájera y Estefanía en lo que cabe interpretarse
como su testamento (18 de abril, 1081) dirigido a Santa María de Ná-
jera, se redacta un bellísimo preliminar:

“Sub nomine sancte et individue Trinitatis quam ego corde credo, ore
profiteor Patrem esse ingenitum, Filium a Patre solo genitum, Spiritum
Sanctum ab utroque in Trinitate perfecta procedente, unos Deus agnosci-
tur, cuius nutu et providentia imperant reges cuiusque arbitrio amnis regi-
tur mundus; qui in plenitudine temporum pro salute humani generis misit
unicum Filium suum in mundum, ut abnoxios diabolica servitute, a mor-
tis dominio erveret sua morte, liberatosque a captivitate antiqua perdonis
suo triumpho Regni sui consortes facere..”27.

Al observar estos cambios de la religiosidad en el hombre medie-


val y en concreto a la hora de valorar su condición humana y méritos
salvadores de cara a la muerte, no deben olvidarse otros aspectos, ya
esbozados pero en los que se va a entrar en detalle a continuación. En
primer lugar hay que volver a retroceder a los lustros altomedievales
para situarse en la mentalidad predominante del homo pecator –“nullo
nostro merito confidimus posse salvari, nisi sanctorum patrocinio et
continua eorum intercessione”28– cuyo programa de vida cristiana fre-
cuenta la oración, la penitencia (peregrinación, ya practicada por los
monjes irlandeses desde el siglo VI) y la limosna, vías preferentes para
triunfar ante el mal-pecado. Y en el caso de la oración, bajo una pers-
pectiva propia y característica.
No es posible hasta tiempos muy recientes contar con testimonios
que hablen y perfilen la vida interior de los miembros de nuestras so-
ciedades, ya sea de la confesión que sea. Por tanto no puede saberse
con qué profundidad se vivían las creencias religiosas o si en realidad
lo que dicta un testamento aparentemente piadoso pertenece a un hom-
bre de fieles convicciones cristianas. Lo mismo ocurre con la oración,

26. AMT, Archivo del Marqués de San Adrián, carp. Álava, leg. 7, n. 7.
27. M. Cantera (1991, n. 23). Se citará CDNa.
28. CCP, 34 (1084).
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 59

al no saber hasta qué punto y en qué manera se rezaba en la vida coti-


diana. Pero lo que sí se puede afirmar es que reyes y seniores, repre-
sentantes y modelos para el resto de los grupos sociales, se apoyaban
firmemente en las plegarias de quienes, ante sus ojos, vivían la pleni-
tud del cristianismo.
La intercesión y súplica elevadas por las comunidades monásticas
parecen tener mayor poder intercesor ante Dios:

“ut habeamus partem in intercessione sanctorum martirum vel virgi-


num que ibidem celebrantur vel in omnium sanctarum oblacionum vel
orationum quas in ipsis sacris altaribus omnipotenti Deo offertur et coli-
tur”29.

Recuérdese que a lo largo del siglo IX se instituye la fiesta de To-


dos los Santos y el memento de los muertos en el Canon de la Misa.
Una centuria más tarde el abad Odilón de Cluny introduce la festividad
de los fieles difuntos o día de las ánimas (2 de noviembre) celebrándo-
se diariamente una de sus dos misas conventuales en memoria de los
fallecidos30.
Lope Enecones de Benoz (1092) esgrime en la donación de sus
bienes:
“quod non habeo filios neque filias neque nepotes qui post mortem
meam habeat in mente animam meam vel quis oret pro me”31.

Y Guillermo de Mendoza un siglo después (1199) remarca el po-


der de la oración de la comunidad de Fitero para su salvación:
“reciptis me in orationibus vestris, in vigiliis scilicet ieiuniis et in
omnibus beneficiis Cisterciensi[s] ordinis ut pro eius ego in die iudicii
illam Domini vocem quam dilectis suis dicturus est ‘Venite benedicti Pa-
tris mei participe regnum quod vobis paratum est ab origine mundi audi-
re merear et cum eis regnare in perpetuum amen’”32.

Es necesario “ut sim comendatus in orationibus que ibi fiunt a ser-


vis Dei die et nocte”33 porque “divina providentia sic exposui actus hu-

29. DMLe, 72 (1064).


30. A. Vauchez (1985, 39).
31. DMLe, 136.
32. CDFi, 221
33. CCP, 37 (1085).
60 Ante la muerte

manos, ut nec nascendi initium nec moriturus diem noscat extremum.


Ut enim Dominus: ‘Vigilate et orate, quia nescitis diem neque ho-
ram’”34. Ante la presencia de Dios, nadie como su madre para interce-
der por las almas. La oración de María destaca entre todas, y aunque
será la espiritualidad del XII la que señale y difunda más especialmen-
te la grandeza de la Virgen, su figura se recuerda en muchos testamen-
tos navarros anteriores a tales fechas, pero ligado a la advocación de
sus templos (Santa María de Pamplona y Santa María de Irache). Así
aunque Eneco Fortuniones recurra en 1078 “ut sit mediatrix Dei geni-
trix Maria ad Dominum, et monachi qui ibi degunt fundant preces pro
me ad Omnipotentem, ut liberer a tormentis inferni et merear interces-
sione omnium sanctorum in celis gratulari”35, o haga lo mismo Toda
Aznáriz (“beate Marie de Iraz pro anima mea et pro anima mariti mei
senioris Fertunii Lopiz, ut ipsa intercedat pro peccatis nostris ad Domi-
num”36), habrá que esperar para que se familiarice su intercesión y tra-
to (“ofresco mi cuerpo e mi alma a Dios e a Santa Maria”37).

2.3. Misas, aniversarios y capellanías

Destacado el papel de los intercesores, quienes ruegan a Dios por


el alma de los difuntos, queda entonces realizar algunas consideracio-
nes acerca de las preces del sacrificio de la Misa como medio que pu-
rifica a los hombres del pecado.
No se van a exponer aquí como singulares los comportamientos y
ejemplos del caso navarro, ya que la petición expresa de misas y ora-
ciones por el alma del testador es una práctica común para Europa oc-
cidental y la Península Ibérica. Tampoco es novedosa la fundación de
aniversarios y capellanías, con sus lógicas variantes regionales depen-
diendo de las devociones personales, la intensidad de vida cristiana y
las posibilidades económicas. Así, en concreto, 32 de los testamentos
analizados proveen rentas, bienes o cantidad en metálico “pro missas
cantare”38. Misas acompañadas de ofrenda de candela y oblada:

34. Se trata del testamento del sacerdote Eneco Garcés, fechado en 1074, dejan-
do dos viñas en Sansoáin a Santa María de Pamplona (CCP, 29).
35. CDIr, 60.
36. CDIr, 66.
37. PSJ, 520. Testamento de doña María Beltrán de 1290.
38. DMLe, 275. Testamento de Lope Garcés y su mujer María [1120-1121].
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 61

“e lixamos annos ensemble .II. clerigos por .II. anno que cante missa
en sancta Maria de l´Olivar en el dia de mi sepultura, que sia miradament
enterado, e a los siete dias entradament de glerigos e de clamantes de vos
e de otros ommes, e candela e oblada e por .II. anno”39.

O del repique de “campanas ita ut in uniuscuiusque nostrorum ani-


versario omnia signa monasterio pulsentur, tam maiora quam minora,
et officium fiat festive, similiter et missa generalis”40, o del solicitado
por el miles Sancho de Valtierra “singulis annis in die obitus mei fa-
ciant anniversarium pro anima mea et parentum meorum et pulsent
campanas ad vesperas et ad matutinas et ad Missam”41.
Y es este último diploma de Sancho de Valtierra el que introduce
un aspecto a destacar. Los testamentos cuando recogen y exponen la
intención del disponente de encargar oraciones y más en concreto mi-
sas y aniversarios, decantan sin duda, además de la omnipotencia divi-
na, los lazos entre vivos y muertos. La sociedad altomedieval, que tan
elocuentemente describe Abalderón de Laón a principios del siglo XI,
se funda en la división de funciones, pero estrechamente vinculadas,
solidarias. Solidaridad que aparece en los círculos de poder y nobilia-
rios de esta monarquía pirenaica. El parentesco figura como una fuer-
za manifiesta a la hora de recordar a los fallecidos, acogiendo así con
gran profundidad la comunión de los santos.
Son una constante las citas al memento de padres, esposos, abue-
los y demás familia ya fallecida con la intención de adherirlos a los be-
neficios espirituales “ut sit semper memoria mei et parentum meorum
in ecclesia Sancte Marie Pampilonensis et ut in concessisdiebus pro
me et parentibus meis missa cotidie dicatur”42. También “qui cotidie
celebret missam pro animabus eorum et tocius generis sui, omniumque
fidelium defunctorum”43, voluntad parecida a la “IIos cappellanos to-
dos los dias que canten missas enpues los dias de la muestra fin por
nuestras almas e de tos nuestros parientes”44.

39. Mª I. Ostolaza (1978, n. 284). Testamento de Miguel del Poyal de 1281. Se


citará CDRo.
40. CDNa, 51. Testamento de García Fortúnez y su mujer Teresa dirigido a Santa
María de Nájera de 1140.
41. CCP, 447. Documento del siglo XIII sin data exacta.
42. CCP, 85, del año 1100.
43. CCP, 494, de 1213.
44. PSJ, 232, de 1230.
62 Ante la muerte

2.4. “Scimus enim quia helemosina a morte liberat animam...”


Otra de las vías destacadas y priorizadas durante las centurias me-
dievales para librar al hombre de la “muerte eterna” es la limosna, que
ya recoge el Decreto del monje Graciano (hacia 1140)45. Y esto cuadra
con la convicción altomedieval hasta ahora expuesta porque el hom-
bre, limitado ante las fuentes de la Gracia, depende de la expiación
para redimir los pecados y se eleva a Dios a través de los medios espi-
rituales y materiales que le rodean. Se corresponden los primeros a la
oración “santa” de intercesores celestiales y terrenales; y los segundos
a su esfuerzo y obras personales, es decir, las manifestaciones de pie-
dad y obras de caridad.
De una manera explícita y con frases evangélicas lo recoge el tes-
tamento de María López (1138):

“cogitans et pertractans verbum quod dicit apostolus: ‘Nolite dilige-


re mundum neque ea que in mundo sunt’ quia ‘mundus transit et concu-
piscentia eius’, et iterum quod Dominus in Evangelio dicit ‘Thesaurizate
vobis thesauros in celo ubi neque erugo neque tinea demolitur et ubi fu-
res non effodiunt nec furantur’”46.

La vida del cristiano albergaba una acción propiamente no litúrgi-


ca que permitía purgar el pecado y atesorar en el cielo “quia helemosi-
na a morte liberat animam et ipsa est que purgat peccata et facit inve-
nire vitam eternam”47.
Lejos está todavía la identificación popular de la caritas con la
cura animarum, es decir un ejercicio activo y compromiso directo para
la salvación de almas (sequela Christi de los Franciscanos) que com-
portó el desarrollo de la predicación y la hospitalidad. El cambio espi-
ritual y religioso operado desde la reforma de los siglos XI-XII y len-
tamente cuajado en el XIII y XIV supuso la apertura de una verdadera

45. Aemilius Friedberg (ed.), Decretum Magistri Gratiani, Graz: Akademische


Druck - U.Verlagsanstalt, 1959. Secunda Pars, Causa XII, q. 1, c. 7, p. 678: “His (se
refiere a los laicos) concessum est uxorem ducere, terram colere, inter virum et virum
iudicare, causas agere, oblationes super altaria ponere, decimas reddere, et ita salva-
ri poterunt, si vicia tamen benefaciendo evitaverint” (los laicos se podrán salvar si
evitan los vicios a través de la práctica de la beneficiencia).
46. CDNa, 50.
47. DMLe, 148. Donación post obitum de doña Oria Aznar y sus hijos Jimeno y
García Fortuñones (1095).
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 63

vita apostolica con la finalidad de redimir y liberar a los pauperes


–imagen del Cristo sufriente y copartícipes de su función salvadora–,
al margen de las herejías que le dieron un contenido terrenal. La limos-
na y la atención a los pobres se transformará en un deber de justicia,
desplazando a un segundo plano su significación purificadora o meri-
toria48, más presente en la etapa analizada.
Son muy numerosas, entre los textos recogidos, las alusiones a la
caridad como mérito que conmina el pecado:
“Verba Domini sunt dicentis: ‘Date et dabitur vibis’...ait: ‘Date hele-
mosinam et omnia munda sunt vobis, et sicut [aqua extinguir ignem] ita
helemosina extinguit peccatum’”49.

O frases parecidas:
“a dari in helemosinam pro peccatorum suorum redemptione”50.

Además al ser una de las virtudes evangélicas es sin duda uno de


los mejores medios para alcanzar el reino de los cielos “ut carvitatem
habeamus multorum scelerum seu evadere forsam possimus eternum,
penalemque supplitium inferorum sive collocet numine volente in pa-
tria cum sanctis regno celorum”51.
Otra de las dimensiones de la charitas cristiana e indisociable de
la virtud personal es su proyección hacia el “otro”, generalmente el ne-
cesitado. Las epístolas apostólicas de San Pablo exponen y difunden
entre las primeras comunidades cristianas las enseñanzas recogidas en
los cuatro evangelios sinópticos y de las que también se hacen ecos los
diplomas altomedievales:
“...suis sanctis apostolis sacram doctrinam et taliter docens pro seme-
tipsum:...’vade, vende omnia que habes et da pauperibus et veni sequere
me’”52.

48. A. Vauchez (1985, 112).


49. CCP, 55. Se trata en este caso de una donación de Tecla, comitissa e hija de
Diego Álvarez, a la catedral de Pamplona fechada el año 1094.
50. Fragmento de la voluntad testamentaria de Martín de Úriz dirigida a Santa
María de Roncesvalles, donde quiere ser sepultado (CDRo, 107, fechada en 1240).
51. CCP, 21. Donación post obitum del monasterio de San Miguel (Zuazu, Ara-
quil) por parte de Eximino Aznárez y su mujer Sancha Sanciz a la catedral de Pam-
plona (14 de abril de [1068]).
52. Se trata del testamento de Ramiro, hijo de García el de Nájera, anteriormente
citado (CDNa, 23).
64 Ante la muerte

Entre los testamentos se mencionan como beneficiarios los “pau-


peres”53 y “captivos”54, concretándose en algunas ocasiones las dádi-
vas:

“faciendo unoquoque anno unam procurationem conventi pampilo-


nensi festivitate Sancti Michaelis ubi reficiantur semper XII pauperes
dando C et XII panes et duas coquas de pigmento cum nebullis et corbe-
llis et unam coquam de vino, et carnem totam unius vacce et unam coxam
et carnem VII arietum et XXX gallinas et C ova et libram piperis”55.

Hasta ahora se ha citado la línea de actuación caritativa de los fie-


les cristianos que se preparan para la muerte, y que en definitiva imita
uno de los principios básicos de actuación de la Iglesia como institu-
ción jerárquica durante toda la etapa medieval: el desvelo por los más
necesitados, “ad recreandos pauperes”56. Y es a esta actuación agrada-
ble a Dios a la que se unen los testadores “ut habeamus partem in sanc-
tis orationibus et helemosinis et beneficiis quod fuerint facte in sancta
domus [Hospital de San Juan de Jerusalén]57, et simus comissi in ora-
tionibus, in vigiliis et elemosinis et in omnibus operibus bonis que
fiunt in cenovio Irazense”58 [centros asociados a la atención hospitala-
ria de la ruta jacobea navarra].

2.5. “ut ibi sepeliatur corpus meum post mortem meam...”


Si bien en los otros aspectos analizados se advierten prácticas ge-
neralizadas para todo el espacio peninsular y europeo occidental, no lo
es menos en éste que recoge la elección del lugar de entierro. No se
van a especificar, en esta ocasión, las formas y modos de sepelio por-
que la documentación manejada no contiene referencias directas. Ha-
brá que esperar al manejo de otros textos.

53. DMLe, 247 (1112) y 358 (1196). CCP, 405 (1193) y 515 (1217). CDNa, 18
([1066]) y 51 (1140). CDRo, 124 (1244). PSJ, 252 (1234) y 267 (1236).
54. DMLe, 275. Testamento de Lope Garcés y su mujer María [1120-1121] cuyos
beneficiarios son, entre otros, Leire, San Juan de la Peña, Santo Sepulcro, Hospital de
Jerusalén, Santa María de Irache y Santa María de Pamplona.
55. CCP, 405. Se trata de la fundación del aniversario del mayordomo Miguel en
la catedral de Pamplona, fechada en 1193.
56. DMLe, 247.
57. María, hija del senior Lope Fortuñones, otorga post obitum [1125-1144] sus
bienes en Ripas, Murillo y Uncastillo al Hospital (PSJ, 3).
58. CDIr, 66, del año 1087.
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 65

Tal y como refleja la práctica cristiana tardoantigua, la elección de


sepultura no representa en estos momentos uno de los temas centrales
entre las disposiciones post mortem. Resalta más bien, a tenor de lo
que repiten los documentos manejados, la intención de recibir un en-
tierro cristiano “me honorifice sepulturum spoponderunt”59. Eso sí,
hay ocasiones en las que la nobleza local explicita el deseo de hallar
descanso eterno en el suelo sagrado de las grandes instituciones:

“in iam dicto cenobio elegit nichilominus sepulturam (Irache)60,


mandavit sepeliri corpus suum in hospitali [Roncesvalles]61 o corpus
meum ad sepeliendum in hoc cimiterio” [Santa María de Pamplona]62.

Cementerios ubicados junto a las iglesias, espacios consagrados


que se identifican con los símbolos de la santidad, de la cercanía a
Dios y de la segura súplica, determinada en las mandas piadosas, por
las almas.
Esta íntima decisión de buscar el amparo de cementerios parro-
quiales o monacales no significa miedo frente a posibles profanacio-
nes, aunque en algunos casos concretos si que pudo existir tal actitud.
Más bien cabe observar la habitual práctica cristiana de acogerse en los
espacios reservados por la tradición eclesiástica. Buena prueba de ello
se manifiesta a través de las escasas noticias sobre la ubicación de los
enterramientos que remiten los textos analizados hasta el siglo XI, ya
que los corpora quedaban generalmente destinados para los cemente-
rios. Tampoco ha de olvidarse que la normativa canónica contemporá-
nea viene prohibiendo los enterramientos en el interior de las iglesias,
al menos desde el año 561 (concilio de Braga)63 y que no sería hasta el
siglo XII cuando se conquistarían progresivamente esos espacios intra
ecclessia64.
Por tanto, para estos momentos hay que pensar que, en caso de
destinar el enterramiento en soli diferenciales –fuera de los ámbitos

59. CCP, 236. Testamento de Fernando Díez de 1143.


60. CDIr, 339, de 1228.
61. CDRo, 46, del 1217.
62. Se refiere a la catedral de Pamplona (CCP, 370) en un documento de 1183.
63. J. Vives (1963, 75). Se refiere al I Concilio de Braga, canon XVIII: “ut cor-
pora defunctorum nullo modo intra basilicam sanctorum speliantur, sed si necesse est
de foris circa murum baselicae...”
64. De ese cambio progresivo, que analiza detalladamente I. Bango (1992, 106 y
ss.), ya advirtió J. Orlandis (1950, 20 y ss.).
66 Ante la muerte

más propios–, primaron las devociones personales y estrechas relacio-


nes, tanto familiares como patrimoniales, con determinadas institucio-
nes religiosas.
Como elemento guía para conocer las singularidades de este pe-
queño reino pirenaico, habrá que dar un repaso a los lugares en que
fueron sepultados los miembros de sus familias dirigentes65. Y en con-
creto se fijará la atención en la influencia de las devociones personales
de los monarcas para elegir sus lugares de inhumación66, ya que estos
emplazamientos acabarán por convertirse en referentes para imitatio
regis. Al margen de dotar a la soberanía de una elocuente imagen sim-
bólica.
En este reino, de indudable y honda tradición hispanogoda, des-
puntaría como primer gran centro devocional San Salvador de Leire,
cenobio consolidado a mediados del siglo IX, según el excepcional
testimonio de San Eulogio de Córdoba (851)67, y donde se custodiaban
las reliquias de las Santas Nunilo y Alodia. La predilección y tutela de
los primeros caudillos de Pamplona bien le merece el calificativo de
“monasterio propio” de la estirpe Íñiga, aunque parece impropio atri-
buirle la custodia de un “panteón” familiar68. Sí que resulta lógico pen-
sar que fuesen enterrados Fortún Garcés (c. 925), retirado a la vida mo-
nástica tras el relevo dinástico, y su padre69.
La iglesia de San Esteban de Deyo, próxima a Estella, fue el lugar
elegido por el constructor de la primera dinastía con tintes soberanos
de Pamplona. Sancho Garcés I extendió la línea territorial cristiana
allende los Pirineos hacia las riberas del río Ega, Arga y Aragón, ade-
más de la Rioja Alta. La desintegración de la plataforma de poder de
los Banu Qasi propiciaría, por tanto, la primera expansión hacia el va-
lle del Ebro y el renombre de Sancho, obtime imperator70, sepultado en

65. Se recoge la referencia de la segunda parte del libro Sedes reales de Navarra
que dirigió L. J. Fortún en 1991 titulada “Panteones regios”. En sus cerca de ciento
cincuenta páginas se describen y estudian detalladamente con ilustraciones las once
sedes que albergaron sepulturas de los reyes de Navarra.
66. R. Jimeno (1998, 50-53).
67. San Eulogio (1959, 416-431).
68. J. Martínez de Aguirre (1996, 201).
69. Fortún, con el advenimiento de Sancho Garcés I, abraza la vida monástica:
“venio ad Legerense cenobium fraternitatem accipere, sicut vidi patrem meum face-
re” (DMLe, 4). Y esto ha llevado a pensar que Leire también debió custodiar los res-
tos mortales de García Iñiguez.
70. J. Mª Lacarra (1945, 234).
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 67

“sancti Stefani portico” a tenor de lo recogido por la Adicción sobre


los reyes de Pamplona a la Crónica Albeldense (976). Con posteriori-
dad su hijo García “tumulatus est in castro sancti Stefani”71. En la ac-
tualidad del castillo y su iglesia tan sólo quedan restos fragmentarios;
si bien el Padre Moret describe la existencia de una piedra utilizada
como ara de altar en la que se leía el epitafio que nombraba a un rey de
Pamplona y Deyo72.
De los enterramientos de estos dos primeros miembros de la dinas-
tía Jimena, llama la atención la elección de esta avanzadilla ante los
musulmanes como lugar de enterramiento. No resulta paradójico que
se descartara Leire, exento de la carga ideológica dinástico-sepulcral
que tradicionalmente se le atribuye, y se escogiera un señuelo de los
nuevos tiempos, un castro arrebatado a los qasíes, además de copiarse
los usos asturianos prefiriendo el pórtico del templo73.
Esto no supuso el abandono de la devotio a San Salvador, sino qui-
zá la expresión formal de significar los nuevos empeños políticos de
esta rama colateral de los Arista. Puede que Leire acoja los restos de
Sancho Garcés II y García Sánchez II, sin tomar rigurosamente y al pie
de la letra las informaciones del Libro de la Regla74, elaborado a fines
del siglo XI o comienzos del XII (hace un resumen genealógico de los
primeros reyes de Pamplona, no exento de errores). También Ramiro
de Viguera (fallecido en la batalla de Torrevicente, Soria, 981), el her-
manastro del citado Sancho II (970-994), quien aseguró las oraciones
por su alma y dotó aniversarios mediante la donación de las villas de
Navardún y Apardués75. Si no hubieran intervenido su hijo Fernando y
su esposa Munia, el cuerpo de Sancho el Mayor, enterrado en el mau-
soleo de la familia condal castellana de Oña, habría recalado también
en tierras pamplonesas.
Al elegirse Nájera como sede del reino y fundarse en 1052 su mo-
nasterio de Santa María, este pujante centro urbano de la ruta jacobea
acabaría por custodiar un importante panteón real dentro del conjunto

71. J. Gil Fernández (1985, 188).


72. De ese “teórico” epitafio no se conservan vestigios (J. Moret, 1988, n. 209,
144-145).
73. I. Bango (1992, 97 y 100-102); destaca el uso de los primeros reyes de la mo-
narquía asturiana, que eligen la forma constructiva del contraábside de Santa María
de Oviedo para ubicar un primigenio espacio privilegiado de enterramiento.
74. L. J. Fortún (1990-1991, 279).
75. DMLe, 9 y 11. Ramiro era tenente de Viguera (cuencas de los ríos Iregua y
Leza) y Sos (Aragón).
68 Ante la muerte

religioso mencionado. La reconquista de esta urbe de gran vigor socio-


económico y además lugar de paso para los peregrinos incitó a estable-
cer allí su residencia preferida a los Jimenos. Pero la quiebra dinástica
de 1076 conllevaría la incorporación de estos espacios riojanos en Cas-
tilla, sin que por ello se desbarataran las tumbas de monarcas e infan-
tes pamploneses de los siglos X y XI.
Se observa que hasta el advenimiento de la casa aragonesa, con
Sancho Ramírez, tanto el monasterio de Leire como Nájera, fueron los
lugares primados por la familia regis. El primero de ellos llegó a repre-
sentar hasta la undécima centuria el más importante foco de aliento de
la tradición hispanogoda, y por tanto desplegó para la imagen mental
del que será naciente reino de Pamplona todos aquellos atributos vale-
dores de generosas incardinaciones piadosas. Así, se certifica, entre el
gran volumen de donaciones nobiliarias dirigidas al abad legerense, la
intencionalidad de hallar descanso eterno bajo su amparo. Urraca Ji-
ménez, al entregar sus heredades de Arazuri (1097), manifiesta:

“ut habeant et accipiant una cum meo corpore, quod deprecor illic se-
peliri, scilicet in monasterio Leirensi post obitum meum”76.

Voluntad que también recogen los textos otorgados por Toda de


Olaz, Aznar de Mutiloa con su mujer Jimena, Toda de Leoz y Jimena
de Berroya77.
Así como Leire fue cenobio primado de Pamplona, San Juan de la
Peña en tierras aragonesas. Allí recibiría sepultura el primogénito ile-
gítimo de Sancho Garcés III, con su hijo y nieto. Es decir Ramiro I,
Sancho Ramírez y Pedro I. No así su hermano Alfonso el Batallador,
cuyos restos descansaron en la cripta de la Iglesia de Jesús Nazareno
de Montearagón hasta su traslado a San Pedro el Viejo de Huesca en
184378.
Con la “restauración” de la monarquía pamplonesa por mano de
un bisnieto por línea bastarda del de Peñalén, renace también el papel
de su sede episcopal y catedral románica, consagrada en 1127. Este
monumental edificio albergaría los más importantes eventos de la fa-
milia reinante, hasta incluso las centurias bajomedievales con las di-

76. DMLe, 156.


77. No se trata de documentos de encomendación, sino de aquellos que manifies-
tan voluntad expresa de enterrarse en Leire (DMLe, 201, 234, 260 y 263).
78. L. J. Fortún (1990-1991, 303-337).
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 69

nastías francesas. Pero en lo tocante al momento que concierne, baste


decir que aquí hallaron sepultura García Ramírez y su hijo Sancho VI.
Sin embargo, los restos de Sancho el Fuerte, fallecido en Tudela aca-
barían por ser cobijados, tras unos intensos pleitos con arbitraje papal,
en la colegiata de Santa María de Roncesvalles79.
La catedral de Pamplona recuperaría lentamente a lo largo del si-
glo XII toda la categoría de una sede episcopal. La renovación de la
Iglesia occidental europea alcanzaría también a los territorios peninsu-
lares y ello se traduciría, para Pamplona, en una renovación del presti-
gio episcopal frente a la polvareda de establecimientos monacales y de
“iglesias propias”, en proceso de desaparición. Al levantarse un nuevo
edificio, cuya fisonomía correspondería al de su pretendida categoría,
las miras devocionales de los fieles se dirigen más intensamente hacia
Santa María. Y sobre todo desde el esfuerzo de Sancho el Sabio de do-
tar a la ciudad de Pamplona de una renovada categoría.
A tenor de los testimonios expresamente analizados para esta oca-
sión, es posible afirmar la voluntad de algunos de los miembros del
grupo nobiliario por enterrarse junto al cenobio que mantiene sus prin-
cipales devociones religiosas. Sin embargo, no hay que pensar en com-
portamientos anómalos porque la mayor parte de los fieles difuntos
cristianos recabarían en los cementerios parroquiales de sus villas de
origen o residencia y en sus iglesias propias. Baste la mención de una
donación destinada a Leire donde Lope López (s. XII) entrega unos
bienes en Muro y Olave “pro anima de mea matre qui iacet in Sancto
Salvatore et de meo patre qui iacet in Larrassoaing”80.

3. Valoración final

A pesar de no ser tan voluminosa o significativa como la recogida


para los condados precatalanes, la documentación altomedieval corres-
pondiente al reino de Navarra presenta una serie de datos con riquísi-
mas matizaciones, válidas para un estudio evolutivo de las actitudes
del hombre ante la muerte. Además los contenidos señalan la suficien-
te información como para ver que estos comportamientos apenas difie-
ren de los ya estudiados para la Europa Occidental o el resto de nues-
tra Península.

79. L. J. Fortún (1990-1991, 342).


80. DMLe, 319, cuya data, restituida, es de 1142.
70 Ante la muerte

Se ha tratado, por tanto, de realizar un trabajo sin el ánimo de en-


cajar la propia información en los modelos preexistentes, y seguro bien
conocidos. Más bien, partiendo de un lote documental original, se ha
pretendido entresacar y, en la medida de lo posible, reflexionar, sobre
aquellos aspectos de la espiritualidad y piedad cristiana que rodean las
vivencias en torno a la muerte. Y todo ello, por supuesto, sabiendo de
las limitaciones de los textos, no exentos de falsificaciones, interpola-
ciones o reconstrucciones.
No parece que los disponentes que figuran tomando decisiones mor-
tis causa, ya que todavía no existe el testamento por antonomasia, adop-
ten posturas temerosas. Tampoco se manifiesta una acusada presencia de
esta realidad, a pesar de sus vínculos tan estrechos con la guerra, corta
esperanza de vida o coyunturas desfavorables. Más bien, cabe apuntar
que la sociedad navarra altomedieval participa y está involucrada con
mayor intensidad de los modelos religiosos predominantes. Tanto por ra-
zones físicas, al vivir en pequeños núcleos de población, como persona-
les, rodeados de todo tipo de imágenes y símbolos que plasman la doc-
trina teológica, se identifica formalmente con los modelos cristianos.
La muerte se significa como un paso importante hacia la vida eter-
na. Así, se cuidan todo tipo de detalles para cuando llegue el momen-
to, y más teniendo en cuenta que estamos en unas centurias en las que
tiene gran peso la condición pecadora del hombre con la consiguiente
necesidad de incardinarse a las vías de intercesión y salvación como
las instituciones monásticas o los intermediarios celestiales. Se necesi-
tan oraciones, se pagan misas y aniversarios, se fundan capellanías, y
también se practica la limosna. Además si es oportuno se prevé un lu-
gar diferencial de sepultura, del descanso eterno, ya sea en cementerios
de importantes enclaves religiosos o en claustros y ubicaciones que
rompen las antiguas tradiciones.
Se erige como característica singular la solidaridad vivos-muertos
o más correctamente comunión de los santos, puesta de manifiesto me-
diante la oración y las celebraciones litúrgicas, destacando entre todas
el del sacrificio eucarístico.
Por lo tanto, un acontecimiento ineludible, biológico e inherente a
la condición humana como es la muerte, se presenta, durante los siglos
altomedievales, bajo una innegable y evidente dimensión trascenden-
te. Las actitudes, comportamientos y sentimientos de estos individuos
traducen una vivencia personal imbuida de unas profundas connota-
ciones religiosas. Y la razón fundamental de todo ello es que la muerte
es ante todo un tránsito a la verdadera vida.
Ut post nostrum obitum mereamur regna celorum 71

Bibliografía

Se presentan las colecciones y catálogos documentales manejados,


por un lado, y los estudios consultados, por otro.

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La impronta de los testamentos bajomedievales:
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Jaume Aurell Cardona


Universidad de Navarra

El hombre medieval acostumbraba a percibir la realidad a través


de lo sensible, que se manifestaba principalmente en una arraigada cul-
tura de gestos, de símbolos, de imágenes visuales. El ejercicio de la
abstracción filosófica y de las demás ciencias quedaba relegada a los
centros culturales de las elites eclesiásticas. El pueblo adquiría una de
este modo profunda vivencia de las realidades sensibles, de lo tangible,
de lo simbólico.
En este contexto de dominio de lo iconográfico y de lo gestual, lo
que quedaba más profundamente grabado en la conciencia del hombre
medieval eran no tanto las ideas abstractas como las manifestaciones
del lenguaje del cuerpo1. El lenguaje de los gestos, tan arraigado en la
cultura medieval, podía manifestarse principalmente de dos modos
bien diversos: privadamente o socialmente. El gesto privado se carac-
terizaba habitualmente por la postura que acompañaba la demostración
de dependencia o servitud: es la actitud física de los orantes, que se
arrodillaban para mostrar su indigencia y servilismo ante Dios, unien-
do sus manos como manifestación de sumisión, tal como también ha-
bían hecho durante siglos los siervos al manifestar la sujeción a su se-
ñor feudal. El gesto social, por contraste, se experimentaba a través de
las celebraciones religiosas (liturgia de la iglesia), las procesiones pú-

1. Hemos expuesto algunas de estas ideas en J. Aurell (1997-1998, 23-44).


78 Ante la muerte

blicas con motivo de una fiesta, las abigarradas procesiones mortuorias


o el folklore en las fiestas populares.
La piedad personal, el pacto feudo-vasallático, la liturgia de la
Iglesia y el folklore popular son, en efecto, cuatro de las principales
notas específicas de la cultura del hombre medieval, regidas por unas
precisas manifestaciones exteriores: un hombre arrodillado, la unión
de manos del vasallo con su señor, la parsimoniosa procesión eucarís-
tica o los alegres desfiles de la fiesta del patrón de un pueblo. Todo ello
eran gestos con un significado bien preciso para el hombre medieval,
con una simbología cargada de significado, con una trascendencia que
iba mucho más allá de una concreta postura de las manos o de una de-
terminada posición dentro de una procesión.
En este mundo dominado por las imágenes y los gestos, las cir-
cunstancias que rodeaban el traspaso del hombre medieval al otro
mundo eran extraordinariamente sentidas y experimentadas, de modo
que se puede llegar a hablar que el hombre medieval tenía una especial
y paradójica vivencia de la muerte, con una liturgia bien precisa.

1. El testamento: “hacer memoria del pasado, ordenar lo


presente y prever lo venidero”

La época que Johan Huizinga definió con brillantez el otoño de


la Edad Media y que Jacques Le Goff rebautizó como flamboyant, se
caracteriza, entre otras cosas, por una mayor concienciación de la rea-
lidad de la muerte2. En este contexto, el hombre bajomedieval ad-
quiere una mayor vivencia de la muerte. Todos los acontecimientos
que rodean el momento del traspaso adquieren entonces una signifi-
cación y una simbología que va mucho más allá del monótono y ru-
tinario cumplimiento de unos ritos establecidos o recibidos por la tra-
dición.
Es probable que este fenómeno haya sido acrecentado por las lace-
rantes epidemias que asolaron Europa a mediados del siglo XIV, así
como el aumento de la crueldad de las guerras y el aumento de las
aglomeraciones urbanas, que favoreció una mayor percepción de los
fenómenos más morbosos de la experimentación de la enfermedad y la

2. Remito al interesante prefacio de J. Le Goff para la no menos sugerente mono-


grafía de J. Chiffoleau (1980).
La impronta de los testamentos bajomedievales 79

muerte3. Otros han puesto más énfasis en el desarraigo que supone


para la gente del campo su llegada masiva a la ciudad en los siglos ba-
jomedievales. Este desarraigo actuaría como catalizador de la necesi-
dad de acrecentar la solidaridad con sus antepasados, que se manifesta-
ría principalmente en la abigarrada liturgia que rodea todo lo relacionado
con la muerte en este período, tal como demuestran con exuberancia los
testamentos.
En todo caso, es indudable que la arraigada conciencia escatológi-
ca del hombre medieval, una de cuyas manifestaciones más significa-
tivas es la profunda convicción de la existencia de la vida eterna, está
fundamentada en su cercanía vital con lo sobrenatural. Por tanto, más
allá de estas motivaciones que podríamos denominar coyunturales, el
hombre y la mujer medievales reciben, en los siglos XIV y XV, unas
tradiciones bien establecidas sobre la vivencia de la muerte. Pero lo
que quizás más llama la atención de estas tradiciones es que son tre-
mendamente dinámicas, recibiendo el continuo influjo de las innova-
ciones, lo que les da un dinamismo que es fácilmente perceptible en la
documentación.
La fuerza con que la idea de la muerte se arraiga en el hombre de
este período, aunque no es exclusiva de esta época, difícilmente tiene
parangón: nunca como a finales del siglo XIV y durante todo el siglo
XV la imagen de la muerte ha sido tan explicitada, a través de múlti-
ples manifestaciones que van desde las expresiones más íntimas y pri-
vadas (la redacción del testamento y la disposición espiritual al bien
morir) a las más populares y folklóricas (la minuciosidad con que se
preparan las procesiones mortuorias y la escenificación de la danza de
la muerte)4, así como el reflejo de estas realidades en el arte de la épo-
ca5.
La cercanía y la experimentación de la muerte excitan algunos de
los valores latentes en la siempre sensible sociedad bajomedieval: la
consideración del más allá desde una perspectiva apocalíptica, la con-

3. La conciencia de la crisis del hombre bajomedieval, un tema clásico en la his-


toriografía dedicada a este período, esta bien aplicada a la problemática de la con-
ciencia de la muerte en J. Chiffoleau (1980, 101 y ss): las pestes, las epidemias, las
guerras y las crisis son factores que marcan decisivamente las conciencias y, por tan-
to, la forma de enfocar el tema de la muerte.
4. H. Saugniex (1972) y E. Dubruck (1964). Para el Ars moriendi, vid. A. Tenen-
ti (1951, 433-446).
5. É. Mâle (1908). Vid. también el estudio iconológico de la segunda parte de la
monografía de J. Aurell – A. Puigarnau (1998).
80 Ante la muerte

ciencia de la fugacidad de la vida, la vanidad de la gloria humana o el


incremento de la conciencia cronológica de la existencia corporal, en
contraposición de la sempiterna vida sobrenatural.
Todas las consideraciones anteriores cobran toda su fuerza al con-
siderar la trascendencia que para el hombre medieval tiene la redac-
ción y disposición del testamento, envuelto también en una liturgia
bien precisa y meticulosa6. El testamento se convierte, para la mentali-
dad del hombre bajomedieval, en un auténtico pasaporte para la vida
eterna7, aunque es bien consciente de que ese documento tiene que ir
acompañado de las buenas obras y completado por los correspondien-
tes sufragios. Con todo, es evidente que para el historiador de las men-
talidades y de la espiritualidad es una excelente oportunidad disponer
de una fuente de estas características.
Los testamentos constituyen sin duda un instrumento privilegiado
para el estudio del comportamiento espiritual y religioso del hombre
medieval. En el momento de redactar el testamento, independiente-
mente de la cercanía o lejanía objetiva del momento de la muerte, el
testador adquiere una viva conciencia de su traspaso. Lo jugoso de esta
documentación no viene determinado por la mayor o menor cercanía
cronológica de la hora de la muerte como por su expresiva carga sub-
jetiva, sino simplemente de la mayor vivencia que el testador adquiere
de su traspaso al redactar su última voluntad8.
La redacción de la última voluntad estaba rodeada de un notable
simbolismo en la última Edad Media, pudiéndose hablar de una autén-
tica liturgia del testamento. En muchos de los testamentos se hace
constar la causa próxima que ha decidido al interesado hacer efectiva
su última voluntad: la inminencia de un viaje comercial, el adveni-
miento de una enfermedad o, simplemente, la conciencia de la terrible
justicia divina.
En este sentido, son bien conocidos los temores del hombre medie-
val por la posibilidad de una muerte súbita, que le haga enfrentarse al

6. En este sentido es como se ha hablado de la función social del testamento y su


ceremonialización, tan característica y específica de los últimos siglos medievales (J.
Chiffoleau, 1980, 32-35).
7. Según la conocida y afortunada expresión utilizada por J. Le Goff: “passeport
pour l’au-delà” (1967, 240).
8. El estudio del testamento como fuente histórica ha sido realizado en los últi-
mos decenios por la historiografía francesa más emparentada con la tercera genera-
ción de los Annales, bien entroncada con la corriente de la historia de las mentalida-
des: M. Vovelle (1973), P. Chaunu (1978), P. Ariès (1975), (1977).
La impronta de los testamentos bajomedievales 81

juicio divino sin las debidas disposiciones. Algunos testamentos de la


Barcelona bajomedieval son bien elocuentes de la necesidad de la vi-
gilancia, ante la precariedad de la salud humana, lo que exige una vi-
gilancia especial. El mercader barcelonés Bartomeu Trillo lo expresa
de un modo sintético y explícito, con un cierto regusto oriental por su
forma proverbial:

“qui hodie sanus est, continuo se debet expectare infirmum”9.

Y, como consecuencia de la fragilidad del cuerpo, el alma debe es-


tar en continua vigilia, conociendo lo incierto del momento de la muer-
te. Así es como lo expresa otro ciudadano barcelonés, Pere Savila, en
su testamento:

“In Dei nomine, licet incerta mortis ora semper debeat in prudentis
anima esse suspecta, corporis cum iminente langore ipsius plus naturali-
ter forimidatur eventus...”10.

Hay otro motivo de incertidumbre, que hace que el hombre medie-


val no pueda confiarse, ni mostrarse negligente: las consecuencias de
morir intestado, aunque no consta jurídicamente su punición, son temi-
das. El mercader barcelonés Pere Salelles es quien quizás explica me-
jor la necesidad del testamento en su propio documento, que –traduci-
do del original catalán– suena más o menos así: “por este motivo,
cualquiera que esté en su sano juicio y en recta razón, debe sabiamen-
te proveer y disponer de sus bienes, de tal manera que después de su
muerte no permanezcan ni puedan ser encontrados sin orden, ya que el
Soberano Juez y Dios Eternal pedirá un recto régimen y administra-
ción de esos bienes, y se le deberá dar leal y debida cuenta y clara y
verdadera razón”11. Las motivaciones de la redacción del testamento
asumen –según nos transmite este valioso documento– el plano natu-

9. Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona (en adelante, AHPB), Joan Fe-


rrer (major), Secundus liber testamentorum, 1432-1451, fº 9v.
10. AHPB, Joan Franch (major), Primus liber testamentorum, 1409-1430, fº 85r.
11. “E per ço cascú de sana pensa, mentre la rahó regonex aquella, deu saviament
provehir e disposar de los béns en tal manera que aprés sa mort no romanguen ne
pusquen ésser inordonadament atrobats perquè del regiment e administració de
aquells puxa al Sobiran Jutge e Déu eternal, com demanat ne ferà, retre leyal e degut
compte e clara vertadera rahó” (AHPB, Francesc Barau, Primus liber ultimarum vo-
luntatum, 1416-1433, fº 44r).
82 Ante la muerte

ral y el sobrenatural, como la mayoría de las realidades que se reflejan


en los testamentos bajomedievales: la transmisión de los bienes tem-
porales, por un lado, y la conciencia de la necesidad de presentarse li-
bre de acusaciones ante el juicio divino.
Además, como indica en su testamento Arnau de Senyecs, es nece-
sario no retrasar excesivamente el momento de la redacción del testa-
mento porque éste tiene que redactarse en plenas condiciones psíqui-
cas y morales. Su argumentación es bien precisa y contundente,
apelando no sólo a la incerteza del momento de la muerte sino también
a lo contingente de la razón humana, que tantas veces puede verse tur-
bada por la enfermedad corporal: “atendiendo a que no hay cosa más
cierta que la muerte, ni menos cierta que la hora de la muerte, y que-
riendo disponer de mis bienes temporales mientras estoy sano en mi
persona y mientras la razón rige en el pensamiento; porque la razón
muchas veces es turbada por la enfermedad, no sólo por los bienes
temporales sino que también llega a olvidarse a sí misma. Y, por tanto,
ahora que me encuentro con buena salud, con sano juicio y con buena
memoria, hago y ordeno mi testamento”12.
Partiendo de estas expresivas consideraciones, es fácil adivinar la
tensión y la carga emocional del momento de la redacción del testa-
mento, que contrasta con la de otros documentos notariales. En los in-
ventarios post mortem, por ejemplo, los escribas y notarios van repa-
sando meticulosamente los objetos de la casa del difunto, analizando
habitación por habitación13. El resultado es una información objetiva,
sin lugar a la emotividad, el dramatismo circunstancial u otros factores
que puedan distorsionar la rigurosidad que estas noticias tienen para el
historiador14. Las circunstancias que rodean al testamento son bien di-
ferentes, lo que genera también una atmósfera de mayor emotividad15.

12. “Atenent que alguna cosa no és pus certa que la mort, ne res menys cert que
la hora de la mort, e volent dels béns temporals ordonar de mentre son sa, en ma per-
sona e la rahó reig la pensa, la qual moltes veus és entrant per la malaltia torbada, que
no tan solament los béns temporals, ans encara oblida hom si mateix, per tal en ma
bona sanitat e en mon bon sen e bona memòria fas e ordon mon testament” (AHPB,
Ramon Morell, Secundus capibrevium testamentorum, 1359-1362, fº 13v).
13. Una interesante ilustración de este proceso en G. Duby (1988, II, 462) que re-
produce un Libro de Horas de París, del siglo XV, en el que aparece un notario ela-
borando un inventario: el notario está escribiendo, mientras que sus ayudantes abren
los cofres y van disponiendo los objetos encima de una mesa.
14. Nos hemos referido a estos aspectos metodológicos en J. Aurell (1994, 107-121).
15. M. García Fernández (1990, 1073-1090) y M. Vovelle (1984, II, 9-26, esp. el
subapartado “Le testament, révélateur des attitudes devant la mort”, 10-17).
La impronta de los testamentos bajomedievales 83

En todo testamento, hay cláusulas que dan una valiosa informa-


ción objetiva (la parroquia del testador, la procedencia de sus padres,
el lugar de la defunción, el tiempo que transcurre entre la redacción del
testamento y la muerte) que permite al historiador un estudio contex-
tual. Pero el historiador de las mentalidades sabe encontrar a través de
algunos datos aparentemente anodinos que aparecen en los testamen-
tos (como por ejemplo las rígidas fórmulas notariales, los comentarios
marginales, la jerarquía de las donaciones) abundantes noticias refe-
rentes a la espiritualidad y la vivencia de la muerte en el hombre de
aquel período.
El testamento se constituyó, desde los primeros siglos medievales,
en un auténtico seguro de vida eterna para el testador, siempre y cuan-
do fuera acompañado de las buenas obras y de un verdadero arrepenti-
miento, que las mismas disposiciones del documento debían acreditar.
Era como un pacto, una póliza de seguros que se establecía entre la
Iglesia y el testador, la cual cubría el ámbito natural y el sobrenatural.
De hecho, en los testamentos bajomedievales se establece desde el
principio una dicotomía bien característica entre las donaciones terre-
nas (pago de deudas pendientes, establecimiento de donaciones a los
familiares, recompensas a los amigos, retribución a los colegas profe-
sionales) y las espirituales (limosnas de todo tipo, donaciones a las pa-
rroquias, solicitud de oraciones y, por fin, el abigarrado mundo del es-
tablecimiento y pago de los sufragios que el testador establece para
entrar en la vida eterna con la mayor premura posible).
De este modo, lo que en un principio ejercía simplemente la fun-
ción de la transmisión de los bienes del difunto a sus herederos, se ha-
bía ido convirtiendo con el tiempo en un auténtico paso previo para la
preparación de la vida eterna, rodeado de una precisa liturgia y de unos
procedimientos notariales bien específicos16. No sería ajeno a esta evo-
lución el aumento progresivo del horror del hombre medieval a morir
intestado, lo que podría acarrear consecuencias funestas para su alma.
Como consecuencia de todo lo anterior, a finales de la Edad Media se
produce una elocuente democratización del testamento, que pasa a ser
una práctica masivamente utilizada17.

16. P. Ariès (1982, 73).


17. La expresión es de J. Chiffoleau, que habla de una démocratisation de la
practique testamentaire, a finales del siglo XIII e inicios del XIV (1980, 60 y 76).
84 Ante la muerte

2. El momento i el memento de la muerte:


entre la angustia y la esperanza

La evidencia y la proximidad de la muerte ejercen de catalizadores


y excitadores de la espiritualidad del hombre medieval. Una de las fra-
ses que aparecen con más asiduidad en los testamentos es aquella atri-
buida a San Agustín: “Nada más cierto que la muerte, ni menos cierto
que la hora de la muerte”18. El sentido de lo sobrenatural, de lo trascen-
dente, tan arraigado en la sociedad medieval, recupera aquí todo su
significado, toda su expresividad, toda su fuerza, toda su carga emo-
cional.
Por otra parte, la proximidad de la muerte en la mentalidad del
hombre medieval, no tiene porqué manifestarse explícitamente en la
percepción de su inminencia temporal. De hecho, una buena parte de
los testamentos bajomedievales que han llegado hasta nosotros están
redactados por personas sanas, lo que implica que la conciencia de la
muerte no está directamente relacionada con un estado de salud preca-
rio19. En efecto, lo que se desprende de los testamentos bajomedieva-
les no es tanto el efecto de la proximidad temporal de la muerte como
la misma conciencia que tiene de ella.
La mayoría de los ciudadanos barceloneses bajomedievales redac-
tan su testamento sans de cos i d’esperit (“sanos en el cuerpo y en el
alma”), lo que no les hace perder una viva conciencia de la fugacidad
de la vida. Indudablemente, los que redactan su testamento egritudine
detenctus (“gravemente enfermos”)20 están marcados por una carga
emotiva mucho más profunda. Pero esta circunstancia no se percibe al
comparar la redacción de unos y otros testamentos, que no suelen variar
según el estado de salud sino por otros factores mucho más heterogé-
neos. De este modo, independientemente de las motivaciones concretas
que llevan al hombre bajomedieval a disponer de su última voluntad
(que van desde el contagio de una grave enfermedad hasta la inminen-
cia de un largo viaje comercial por las riberas mediterráneas)21, los tes-

18. Por recoger un ejemplo entre muchos, esta expresión la utiliza el barcelonés
Arnau de Senyecs quien inicia su testamento: “Atenent que alguna cosa no és pus
certa que la mort, ne res menys cert que la hora de la mort” (AHPB, Ramon Morell,
Secundus capibrevium testamentorum, 1359-1362, fº 13v).
19. J. R. Julià (1990, 15-51, esp. “Causas que mueven a testar”, 18-21).
20. R. García Cárcel (1984, 120).
21. En efecto, una causa muy característica de la redacción de los testamentos en-
tre los barceloneses de la baja Edad Media es el acometimiento de un viaje comercial
La impronta de los testamentos bajomedievales 85

tamentos tienen una indudable connotación escatológica, que facilita


enormemente la labor del historiador de las mentalidades. Al fin y al
cabo, si el testamento era un pasaporte para la vida eterna, tenía una su-
ficiente entidad como para que se le otorgara a su redacción una tras-
cendencia que iba mucho más allá del hecho concreto de un precario es-
tado de salud.
No es ajeno a esta realidad la percepción de que las introducciones
más jugosas y expresivas de los testamentos suelan hallarse en aque-
llos que testan estando sanos. Es de suponer que estas expresivas invo-
caciones, redactadas por hombres en plenitud de fortaleza física, sus
motivaciones vendrían determinadas por el hecho de la necesidad de
justificar la redacción del testamento con unas palabras introductoras,
apelando a la fugacidad de la vida y a la seguridad de la vida eterna. En
cambio, aquellos que lo hicieran estando gravemente enfermos no se
verían en la necesidad de justificar su redacción, por la misma eviden-
cia de los hechos.
Quizás sea más sencillo entender esta idea con la transcripción de
una de estas introducciones tan jugosas a las que me vengo refiriendo.
Aunque la traducción deviene menos expresiva y vigorosa que el ori-
ginal, suena de este modo: “En nombre del muy alto y soberano Crea-
dor Nuestro Señor Jesucristo y de la muy excelente y pura Virgen
Nuestra Señora Santa María, madre suya, y a salvación de mi alma en
remisión de mis pecados, amén. Y como todo lo compuesto según lo
natural, por la misma naturaleza, tiende a disolverse, y como el cuerpo
del hombre está compuesto por cuatro elementos que al mismo tiempo
se contraponen a sí mismos, pues es necesario que el cuerpo del hom-
bre se disuelva naturalmente, por todos estos motivos toda criatura ra-
cional debe pensar en tres cosas, a saber: hacer memoria del pasado,
ordenar lo presente y prever lo venidero. En efecto, como todos, según
dice el Apóstol, estaremos delante del juicio divino para recibir según
lo que hayamos obrado, cada fiel cristiano tiene que identificarse con
las obras celestiales para salud de su alma, ya que no hay cosa más
cierta que la muerte, ni más incierta que la hora de aquella, y, por amor
de todo lo reseñado, yo, Valentín Sapera, ciudadano de Barcelona, ...
por la gracia de Dios, sano y alegre de cuerpo y de pensamiento, en

por mar, tal como hizo Ramon Sabater, quien redacta su última voluntad “volens traf-
ficare ad parte Alexandrie” (AHPB, Berenguer Ermengol, Manual de testaments,
1385-1405, fº 51r).
86 Ante la muerte

pleno y bueno juicio y sana e íntegra memoria, hago y ordeno mi pro-


pio testamento, escrito de mi propia mano...”22.
Bastaría el atento comentario y la oportuna divulgación de este
tipo de documentos para desmentir muchos de los tópicos aún extendi-
dos sobre la pretendida pobreza de matices del mundo medieval. En
este caso, este mercader barcelonés de principios del siglo XV expresa
de su propia mano, con todo rigor filosófico –y con no escaso talento
poético– una cosmovisión que podrían firmar gran parte de sus con-
temporáneos, aunque quizás no expresarla de este modo. Al mismo
tiempo, con un trazo deductivo magistral, enumera los tres pilares que
sintetizan el estado de ánimo de todo hombre a la hora de redactar su
última voluntad: “haver memòria del pessat, ordonar en lo pressent e a
provehir en lo sdevenidor” (“hacer memoria del pasado, ordenar lo
presente y prever lo venidero”). Pasado, presente y futuro, en un orden
cronológico y escatológico perfectamente definido, se halla presentes
de un modo conjunto en la mentalidad de este ciudadano barcelonés a
la hora de redactar su última voluntad.
Ante esos expresivos testimonios, cabe concluir que es en los
preámbulos de los testamentos donde quizás se muestra de modo más
explícito el temor a la muerte y la conciencia de su proximidad que los
ciudadanos bajomedievales tienen. Allí, el testador suele explayarse,
manifestando en algunas ocasiones el estado de ánimo con el que
afronta –de un modo inminente o no– la muerte natural. En estas cláu-
sulas es donde se refleja con más hondura la conciencia de la profun-
da pequeñez del hombre medieval ante la magnitud de lo sobrenatural
o la idea de la fugacidad de la vida, que se nos va como el agua del río
entre las manos cuando pretendemos retenerla demasiado tiempo. En

22. “En nom del molt alt e sobiran Creador Nostre Senyor Jhesu Christ, e de la
molt ecel.lent e pura Verge Nostre Dona Santa Maria, mare sua sia, e a salvació de
ma ànima e en remissió de mos pecats, amén. E com to ço qui es compost a natura,
per aquella se haja a dissolre, e com lo cos de l'hom sia compost de quatre alements
qui ensemps contrariegen, donchs de necessitat se cové que lo cos de l’hom se haja a
dissolre per natura e per tant cascuna crehatura rahonable deu cogitar en tres coses, e
és a saber: haver memòria del pessat, ordonar en lo pressent e a provehir en lo sdeve-
nidor, com tots, segons que diu lo Apostol starem devant lo divinal juyci per reebre
segons que fet haurem, donchs cascun fel crestià se deu apperellar a les obres sales-
tials a salut de sa ànima, com no sia neguna cosa pus certa que la mort e pus incerta
que la hora de aquella, e per amor de açò jo, Valentí Çapera, mercader ciutadà de Bar-
chinona..., per la gràcia de Déu sa e alegra de cos e de pensa, en mon bo e ple seny e
sana e entegra memòria, fas o ordon mon testament, scrit de ma pròpia mà” (AHPB,
Joan Reniu, Manual de testaments, 1421-1431, fº 5r).
La impronta de los testamentos bajomedievales 87

fin, el hombre medieval percibe con toda claridad el contraste del


tiempo caduco del paso del hombre sobre la tierra con el interminable
transcurrir del tiempo eterno.

3. La fragilidad de lo caduco y la seguridad de lo perdurable

Hace ya bastantes años, Jacques Le Goff contrapuso, de modo bri-


llante y expresivo, el tiempo del mercader al tiempo de la Iglesia23. El
historiador francés se refería al progresivo cambio de mentalidad que
se estaba obrando en el universo urbano bajomedieval, con la progre-
siva sustitución del tiempo tradicional (caracterizado por una cadencia
rítmica bien marcada y una notable dependencia respecto a la luz na-
tural y a las condiciones climáticas y estacionales) por un nuevo tiem-
po instaurado por el ambiente comercial que se estaba imponiendo de
modo generalizado en todas las ciudades en los últimos siglos medie-
vales.
A esta dicotomía tan sugerente, la atenta lectura de los testamentos
de los ciudadanos bajomedievales sugieren otra posible distinción que
va haciéndose cada vez más explícita en la medida que avanza la Edad
Media: la dicotomía entre tiempo caduco y tiempo perdurable. En
efecto, la primera idea que transmiten con toda claridad los testamen-
tos bajomedievales es la idea de la fugacidad de la vida terrena, en
contraposición de la vida eterna.
El formulario con que los ciudadanos de la Barcelona bajomedie-
val expresan este contraste adquiere tintes entre dramáticos y poéticos,
aunque siempre bien enraizados en una arraigada confianza en la pro-
videncia divina y un profundo conocimiento de las Escrituras. Un co-
nocimiento que, todo hay que decirlo, se basaba en la lectura asidua
que de ellas hacían los barceloneses de finales de la Edad Media. En
este sentido, es bien significativo que muchos de ellos suelan tener un
ejemplar de la Biblia en su mesa de noche, en contraste con la ubica-
ción de los libros profesionales o de entretenimiento, que solían guar-
dar en el escritorio o en una caja ad hoc24.
En cualquier caso, las imágenes que los barceloneses utilizan para
describir la fugacidad de la vida terrestre son bien expresivas. Algunos

23. J. Le Goff (1960, 417-433).


24. Hemos documentado esta realidad en el capítulo referente a la cultura litera-
ria de los mercaderes barceloneses en J. Aurell (1996).
88 Ante la muerte

comparan la duración de la vida terrena con el florecimiento y la cadu-


cidad de una flor de primavera:
“attendens et experimento cognoscens, sicut et scriptum est, quod
omnis caro fenum et omnis gloria eius tamquam flors agri”25.

Otros acuden a la imagen de la sombra, que pasa con tanta celeri-


dad como tiempo dura el humo en evaporarse: “considerando que la
vida presente pasa como una sombra, que mientras es vista más larga
es como vapor o humo que poco dura”26.
La fugacidad de la vida viene expresada en términos de escasa du-
ración temporal (como se marchita la flor del campo o como tarda en
evaporarse el humo) pero también por la profunda conciencia de la
muerte del hombre bajomedieval, como una manifestación de algo que
está inserido e impreso en la naturaleza humana:
“attendens quod nullus in carne positus mortem potest evadere cor-
poralem et... quodque natura humana est mortis lex obligata”27.

La humillación de la muerte está ya inscrita en la ley natural, y el


hombre tiene que ser consciente de esta realidad si quiere orientar co-
rrectamente su existencia.
Otros barceloneses de este período prefieren describir la idea de la
fugacidad de la vida de un modo más filosófico, con un razocinio que
adquiere tintes de elevada escolástica. Así, el mercader Bernat Vidal
inicia su testamento a mediados del siglo XIV con la siguiente premisa:
“Attendens quod illa que habent visibilem essenciam tendunt visibli-
ter ad non esse...”28.

25. Es el caso del mercader barcelonés Lluís de Parets (AHPB, Bernat Nadal, Lli-
bre de testaments, 1385-1397, fº 135v). La imagen utilizada por este ciudadano bar-
celonés recuerda las palabras de la Escritura recogidas en una de las epístolas de San
Pedro: “quia omnis caro ut fenum et omnis gloria eius tamquam flos feni; exaruit fe-
num, et flos decidit; verbum autem Domini manet in aeternum” (“Toda carne es
como el heno, y toda su gloria dura como la flor de heno; se seca el heno y la flor se
marchita; la palabra de Dios, en cambio, dura por siempre”: I Pet. 1, 24-25).
26. “Considerant que la vida present traspassa com a hombra, e dementra que hés
vista pus larga és axí com a vapor o fum qui poch dura...” (AHPB, Antoni Vilanova,
Liber testamentorum,,1457-1469, fº 7v).
27. AHPB, Pere Ullastrell, Manual de testaments, 1382-1387, fº 59r.
28. AHCB (Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona), Arxiu Notarial, III, 1,
testamento del 1.IV.1365.
La impronta de los testamentos bajomedievales 89

También se mueven en el ámbito filosófico las palabras del ciuda-


dano Guillem de Pere, cuyas expresiones adquieren un sesgo escatoló-
gico: este mercader barcelonés tenía muy claras algunas ideas respec-
to a la naturaleza corporal y espiritual del hombre: la corruptibilidad
material del cuerpo (“a disoldra per natura”), la dicotomía y las pecu-
liares contradicciones cuerpo-alma (anotadas en la bellíssima expre-
sión “qui ensemps contrariegen”) y la existencia del juicio inexorable
después de la muerte corporal (“per rebre segons que fet haurem”)29.
Las imágenes y metáforas se multiplican entre los testamentos ba-
jomedievales. Se habla de lo transitorio y lábil de las realidades crea-
das (“Attendens quod omnia que in presenti vita miserabili adquirun-
tur labilia et transitoria sunt”)30 y del evidente contraste entre las
realidades materiales y las espirituales, que son “durabilia sine fine”31.
En este contexto, no es extraño que algún ciudadano exprese con toda
su crudeza la radical contraposición entre las realidades materiales
(miserables y transitorias, evanescentes como una sombra) y las espi-
rituales (cuya duración no tiene fin)32. ¿Quién no podría encontrar, tras
estas contraposiciones, un resello y una clara reminiscencia de los
planteamientos dualistas del platonismo? Quizás algún día los filóso-
fos puedan decir algunas palabras sobre esto.
Por otra parte, otra de las realidades que los testamentos procuran
realzar es que las realidades visibles tienen una tendencia natural al no-
ser, mientras que las sobrenaturales o invisibles tienen el carácter de la
no-caducidad:

“...attendens quod illa quae sunt visibilem essenciam tendent visibi-


lia ad non esse, et quod nullus in carne positus mortem potest evadere
corporalem”33.

Como consecuencia de todos estos pensamientos, de todas estas


profundas reflexiones, el hombre de este período se preocupa (timeo,
utilizan los testamentos) por su muerte corporal, no tanto por su muer-
te espiritual, tal como especifican de modo explícito los testamentos en

29. AHPB, Joan Reniu, Manual de testaments, 1420-1439, fº 141r.


30. AHPB, Jaume de Carrera, Primus liber testamentorum, 1397-1403, fº 22r.
31. AHPB, Jaume de Carrera, Primus liber testamentorum, 1397-1403, fº 22r.
32. “...quoniam ea que in presenti vita miserabili possidentur transitoria sunt et
labilia vel ut umbra ea vero que in celesti gloria sperantur fieri eterna erunt et dura-
bilia sine fine” (AHPB, Jaume Just, Llibre de testaments, 1372-1403, fº 13r).
33. AHPB, Simó Carner, Primus liber testamentorum, 1409-1446, fº 140v.
90 Ante la muerte

su distinción muerte corporal/muerte espiritual (“detentus egritudine


de qua timeo mori morte corporali”)34. La finalidad natural de la carne
es la muerte, la descomposición y, por lo tanto, existe una realidad per-
fectamente asumida –y no por eso menos temida–, que es la muerte
corporal, utilizando la misma expresión de la documentación. Pero,
como consecuencia de la dualidad cuerpo-alma que hay en todo hom-
bre, este debe preocuparse en primer lugar por la salud del alma, más
que por la salud corporal. Y este es uno de los fines del testamento:
asegurar el pasaporte para la vida eterna del alma inmortal, a través de
una oportuna imbricación entre la conversión de las obras pasadas, la
correcta ordenación de las presentes y la oportuna previsión de las ve-
nideras.

4. Conclusiones

En no pocas ocasiones se ha hablado de la rigidez y la repetitividad


de las fórmulas notariales, que ahogarían con su monótona cadencia
toda posible interpretación histórica a través del estudio de los testa-
mentos. Una atenta mirada a los testamentos de la Barcelona de finales
de la Edad Media que hemos utilizado como fuente documental para
estas reflexiones, desmiente de modo categórico esta afirmación. El
historiador de las mentalidades se encuentra con unos documentos lle-
nos de fuerza y de expresividad, aprovechando las abundantes grietas
abiertas por entre las tradicionales fórmulas notariales. Ciertamente,
esta expresividad viene favorecida por la expansión de las lenguas ro-
mances (en este caso, el catalán) y su implantación como lengua jurí-
dica, asimilable al latín en algunos casos. En este sentido, el contraste
entre la documentación redactada en lengua latina y la redactada en
lengua catalana son bien elocuentes, en lo que se refiere a su expresi-
vidad. Pero lo que es indudable es que la misma heterogeneidad de los
testamentos legitima al historiador poder sacar diversas conclusiones
respecto a la mentalidad del hombre bajomedieval en lo que se refiere
a su vivencia de la muerte propia y ajena.
Los testamentos dejan de ser una mera formalidad jurídica en or-
den a solemnizar la transmisión de los bienes materiales del difunto

34. AHPB, Guillem Jordà (major), Primus liber testamentorum, 1426-1455, fº


18v.
La impronta de los testamentos bajomedievales 91

para entrar en el universo de la justificación de la actuación de toda un


vida. El momento de la muerte se acerca –de modo real y explícito en
el caso de los enfermos o de modo figurado e implícito en el caso de
los sanos– y hay que hacer balance de las buenas y las malas obras.
Ahí radica precisamente el interés de esta tipología documental: en su
misma funcionalidad, que a finales de la Edad Media se desborda en
una expresividad, una sensibilidad y un barroquismo desconocidos
hasta ese momento.
Los testamentos reflejan también una sociedad que está plenamen-
te persuadida del contraste entre un frágil mundo corporal y un inco-
rruptible mundo espiritual. La sociedad medieval, en su dimensión po-
pular, sabía poco de matizaciones. Dante, con su viaje por el Más Allá,
ideó un maravilloso edificio que refleja de modo preciso el ánimo del
hombre medieval, donde se conciliaba con toda naturalidad la corrup-
tibilidad de la vida natural y la eternidad de la vida sobrenatural. La
documentación es, en este sentido, inequívoca. Los ciudadanos barce-
loneses de este período son plenamente conscientes de la precariedad
de su vida corporal, expresión utilizada frecuentemente por ellos mis-
mos. Pero, al mismo tiempo, están plenamente persuadidos de que, si
obran con una prudencia evangélica, alcanzarán de la divinidad el pre-
mio de la vida eterna.
La confianza en la misericordia divina no es capaz de atenuar, sin
embargo, un profundo temor ante el imprevisible pero indudable adve-
nimiento de la muerte. Todos los testamentos están dominados por una
atmósfera de angustia o, quizás mejor, de una temerosa prudencia. Es
necesario dejarlo todo atado y bien atado para llegar al juicio divino
con las suficientes garantías: esta es el verdadero sentido del testamen-
to medieval y el modo como el historiador debe interpretarlo si quiere
llegar a una verdadera hermenéutica de la vivencia de la muerte en el
hombre de ese período.
La vivencia de la muerte en el hombre bajomedieval es una expre-
sión que esconde una aparente paradoja. Pero es precisamente esta
aparente contradicción (vivir la realidad de la muerte) la que da senti-
do al perceptible aumento de la emotividad y la expresividad con que
es experimentado el momento del traspaso al Más Allá. Y es que la
profunda vivencia de la muerte en el hombre bajomedieval remite au-
tomáticamente a la vivencia de lo espiritual, de lo trascendente, que
son valores plenamente insertos en la cultura de aquel período.
92 Ante la muerte

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testament, révélateur des attitudes devant la mort”, 10-17).
Sicut ut decet.
Sepulcro y espacio funerario en la Cataluña
bajomedieval*

Francesca Español Bertran


Universitat de Barcelona

1. Pórfidos para un rey siciliano en la diáspora: Jaime II y el


sepulcro de Pedro el Grande

En 1291, poco después de su regreso desde Sicilia, el nuevo rey


Jaime II encargó a maestro Bartomeu de Girona la obra del sepulcro
paterno en Santes Creus. Pedro el Grande había elegido el cenobio cis-
terciense como última morada, sin preocuparse por las particularidades
de su mausoleo. Fallecido en 1286, fue enterrado con gran solemnidad
según lo refieren las crónicas contemporáneas. El desinterés por la mo-
numentalidad de su tumba resulta por completo coherente con la acti-
tud de sus inmediatos predecesores1. Sin embargo, contrasta con la de
algunos miembros de la casa real aragonesa y con la de los condes de
Barcelona, antes de la unión –siglos XI y XII–, ejemplo unos y otros
de la valoración a que estaba sujeto el sepulcro suntuoso en época ro-

*. El texto que sigue se beneficia en gran parte de las conclusiones de mi tesis de


doctorado (1987) que permanece inédita, aunque algunos de los trabajos que iré ci-
tando en las páginas que siguen han partido de ella.
1. El panteón real de Santes Creus ha sido abordado por diversos historiadores:
V. Carderera y Solano (1855, I y XIII bis), R. Del Arco (1945, 209-213), G. Lo Bue
di Lemos (1956, 279-286), J. Vives Miret (1964, 359-379), B. C. Rosenman (1983),
(1984, 229-240). Sobre maestro Bartomeu y la naturaleza de su intervención en San-
tes Creus: F. Español Bertran (1999 [1996], 467-474). Vid. también los trabajos cita-
dos en las notas 3 y 6.
96 Ante la muerte

mánica. Lo confirman, entre los primeros, tanto el de la reina Sancha


en Santa Cruz de la Serós y quizá el de Ramiro el Monje en San Pedro
el Viejo de Huesca, así como, entre los segundos, los desaparecidos de
la catedral de Barcelona y los existentes en el monasterio de Ripoll2.
El hijo de Pedro el Grande modificará este estado de cosas. Llega
a Cataluña el 13 de agosto de 1291 desde Sicilia, para suceder al her-
mano primogénito, Alfonso el Liberal, fallecido inesperadamente, y
pocos días más tarde visita del monasterio donde descansan los restos
de su padre. Es entonces cuando contacta con maestro Bartomeu, res-
ponsable de la fachada monumental de la catedral de Tarragona y le
encomienda la obra del sepulcro3.
El comienzo del proyecto va a demorarse unos años, pero en 1300
está lo suficientemente adelantado para proceder al traslado definitivo
de los restos reales. Aunque no disponemos de una información equi-
parable a la que las crónicas consagran a las exequias celebradas en el
momento de la muerte, la dinámica del ritual funerario obligaba a reu-
nir de nuevo, para el traslado, a los representantes estamentales más
significativos y el sepulcro concebido para Pedro el Grande en la igle-
sia del monasterio, tuvo que contar con un público de excepción. Con-
siderando lo novedoso de la obra –en los territorios de la Corona no
conocemos nada equiparable por entonces– podemos imaginar su im-
pacto entre los asistentes, confirmado por los proyectos que impulsan
poco después algunos de los que presumimos asistieron al traslado.
Sin embargo, lo que había imaginado Jaime II para Santes Creus
no estaba en modo alguno concluido. Años más tarde, a la muerte de
su esposa Blanca de Anjou, el rey emplazará un nuevo sepulcro en el

2. Para los enterramientos reales aragoneses de época románica vid. R. Del Arco
(1945, 13-38); sobre el de Doña Sancha vid. D. Simon (1979, 107-124); para el de
Ramiro el Monje vid. J. Traggia (1805), que plantea dudas razonables sobre la iden-
tidad del destinatario del sarcófago y por ello sobre su género de reutilización. Sobre
el mismo sarcófago, S. Moralejo (1984 [1982], 191). Para los panteones condales ca-
talanes en la catedral de Barcelona y en el monasterio de Ripoll vid. F. Español Ber-
tran (1998, 107-116), (2001, en prensa).
3. Sobre la inhumación de Pedro el Grande en Santes Creus a partir de las fuen-
tes que aluden a las exequias y la documentación histórica conocida vid. E. Fort i Co-
gul (1966). Los datos relativos al sepulcro han sido publicados por A. Giménez Soler
(1903-1904, 189-192), H. Finke (1908, II, 905-907), A. Rubió y Lluch (1908-1921,
II, 6-7) y M. de Barcelona (1990, 245-247 y 249), (1991, 131-132, 137, 147-148,
157-158, 187-188, 205-206 y 473-474). Para el estudio del mausoleo vid. los traba-
jos citados en la nota 1.
“Sicut ut decet” 97

transepto de la iglesia cisterciense haciendo pendant con el primero


(fig. 1). Con este segundo mausoleo, equiparable tipológicamente al
anterior, pero doble, pues está destinado a la reina y a acoger sus pro-
pios restos, culminará el proyecto4. En su conjunto, es el primero que
ejemplifica el cambio de rumbo que imprimirá Jaime II a la monarquía
que encarna, en lo concerniente a la utilización de las formas artísticas
como elemento de prestigio. Al igual que tras los cambios introducidos
por el monarca en la dinámica de la Casa y Corte, se han reconocido
determinadas fórmulas importadas desde Sicilia con las que se familia-
rizó en sus años de estancia en la isla, este pasado insular justifica tam-
bién la instrumentalización sistemática de las formas artísticas que ad-
vertiremos desde ahora en la casa real, un hecho que acabará siendo
decisivo en la penetración y asentamiento del gótico en los territorios
de la Corona de Aragón dada la capacidad mimética que tendrá la ac-
tuación del rey entre sus contemporáneos5.
Es precisamente esa vía la que explica el éxito del sepulcro monu-
mental entre la nobleza catalana durante la primera mitad del siglo
XIV, tras su soberbia irrupción de la mano de Jaime II en Santes Creus.
Como viene señalándose desde antiguo, Sicilia proporcionó el modelo
para el sepulcro de Pedro el Grande. No hay duda que tras el recurso a
una bañera de pórfido como sarcófago, están los sepulcros sicilianos
de los reyes normandos y de los Hohenstaufen en Palermo y Cefalú. Se
trata, además, de mausoleos cobijados bajo baldaquinos confecciona-
dos en este mismo material, imbuido desde la Antigüedad de un gran
prestigio por su uso restringido al ámbito imperial6.

4. La documentación de este nuevo sepulcro se ha dado a conocer en A. Giménez


Soler (1903-1904, 191), A. Rubió y Lluch (1908-1921, II, 23-24), M. de Barcelona
(1990, 218) y I. Companys – N. Montardit (1989, 19-29). Sobre el sepulcro vid. J. Vi-
ves Miret (1964, 370-376).
5. Para los ecos sicilianos en la política de Jaime II: J. Trenchs – A. M. Aragó
(1983), y J. E. Martínez Ferrando (1948, I, cap. 1). Sobre el monarca también J. E.
Martínez Ferrando (1980 [1954], 59-166). La instrumentalización de los proyectos
artísticos por parte del rey se analizan en F. Español Bertran (1992, 217s) y J. Yarza
(1997, 47s).
6. Sobre el recurso al pórfido en la Antigüedad vid. R. Delbrück (1932). Para los
sepulcros de pórfido en época medieval, con especial atención a los sicilianos: J.
Deér (1959), I. Herklotz (1994, 321-326), E. Bassan (1995, 33-45), también I. Her-
klotz (1985, 104-114); sobre este material y su uso en época medieval en Sicilia: B.
Brenk (1990, 135-150); sobre el recurso a la bañera de pórfido en el sepulcro de Pe-
dro el Grande y su origen: J. Vives y Miret (1964, 363-369) y S. Moralejo (1984
98 Ante la muerte

Fig. 1. Sepulcros reales de Pedro el Grande, Jaime II y Blanca de Anjou en la igle-


sia de Santes Creus (Archivo fotográfico de la Diputació de Barcelona).
“Sicut ut decet” 99

En el caso del proyecto real en Santes Creus, un documento poste-


rior a los hechos, alude con carácter retroactivo a “illis lapidibus quos
nos ad hoc misimus de Sicilia” lo que prueba que, a su regreso a Cata-
luña en 1291, el monarca había traído consigo pórfidos con destino a
la sepultura paterna7. Desconocemos el número total de piezas impor-
tadas, pero aparte la bañera, quizá se incluyeran las destinadas al bal-
daquino. Hasta la segunda mitad del XIV, en la iglesia de Santes Creus
se conservaron varios elementos erráticos de este material de los que
nos queda algún rastro documental –fueron incorporados por entonces
al nuevo palacio del abad– pero quizá a comienzos de siglo hubo más8.
En todo caso, y atendiendo al formato que presenta el baldaquino de
Pedro el Grande, lo que es evidente es que el artífice encargado de su
diseño no lo resolvió según el modelo imaginado por el rey, sino de
acuerdo con las fórmulas góticas con las que estaba familiarizado. Por
sus tracerías y sistema de cubrición, el primer baldaquino construido
en Santes Creus nada tiene en común con sus antecedentes palermita-
nos y mucho, en cambio, con soluciones que documentamos tempra-
namente como ecos tempranos del arte francés septentrional en el Lan-
guedoc y Provenza. Son elocuentes de lo que apuntamos tanto el
baldaquino que se instaló sobre el arca de las reliquias de Saint-Sernin
en su basílica de Toulouse –ahora perdido–, como las tracerías de los
sepulcros, desaparecidos, de los condes de Provenza en la iglesia de
San Juan de Malta, en Aix9.
Cuando a la muerte de Blanca de Anjou el rey impulsa el nuevo se-
pulcro, lo concibe como una réplica del primero. Para ello buscará
nuevos pórfidos y escribe con ese fin al duque de Atenas. Conserva-
mos dos cartas fechadas en 1310 donde le reclama:

[1982], 193-194). Para su filiación, X. Dupré (1996-1997[1995], 973-982). La llega-


da de pórfidos sicilianos a la Corona de Aragón va a repetirse en época de Martín el
Humano, otro monarca con pasado “insular”. Sobre la petición reiterada de estos ma-
teriales con destino al jardín de su palacio barcelonés y el secretismo que recomien-
da a los que deben proporcionárselos, da buena cuenta la documentación conocida.
La reúne y analiza H. Bresc (1996 [1993], 375-386).
7. Publica el documento H. Finke (1908, II, 905).
8. Publica los documentos A. López de Meneses (1952, 716-717 y 720). Para su
historia posterior en relación al palacio abacial vid. F. Español Bertran (1996, 172-
173).
9. Sobre el baldaquino de Saint-Sernin de Toulouse vid. M. Durliat (1976 [1971],
141-155). Los dibujos de los sepulcros de Aix se publican en J. - P. Babelon (1970),
y J. - M. Roux (1986, 33 y 35).
100 Ante la muerte

“lapides poreffideos qui in partibus vestris plures, ut intelleximus, in-


veniuntur, de quibus egregius tumulus effici valeat...”10.

El fracaso de estos intentos supondrá abordar el mausoleo desde


una perspectiva plenamente gótica y el escultor Pere Bonhul, cuyo
nombre en función de la filiación de su trabajo hemos propuesto leer
como Bonneuil, será el encargado de ejecutar el proyecto11. A partir
de 1313 confeccionará un sepulcro presidido por una cubierta a doble
vertiente sobre la que emplazará dos soberbias figuras yacentes –la
del rey y la reina– (fig. 2) y por encima de todo ello un nuevo balda-
quino que armoniza perfectamente con el precedente de Pedro el
Grande.
Aunque estamos insistiendo en el valor de la empresa real en San-
tes Creus por su carácter pionero, no debemos olvidar otros proyectos
de la monarquía en este mismo campo. El propio Jaime II impulsará la
obra del sepulcro de su segunda esposa María de Chipre en los Fran-
ciscanos de Barcelona12. Es, en cambio, su tercera esposa, Elisenda de
Montcada, la que determina directamente todo lo que tiene que ver con
el suyo en la iglesia de Pedralbes, su fundación privada13. A la muerte
del rey, Alfonso el Benigno al ser designado su sucesor –hasta enton-
ces ostentó el título de conde de Urgell– tomará el testigo y le veremos
actuar en relación al monumento de su hermano el arzobispo de Tarra-
gona Juan de Aragón14. Por su parte, Pedro el Ceremonioso, nieto e
hijo de los anteriores, seguirá esta política ya desde sus primeros años
de gobierno, período en el que concibe el sepulcro monumental de su
madre Teresa de Entenza para los Franciscanos de Zaragoza, y el del

10. Publica esta documentación J. E. Martínez Ferrando (1948, II, 41-42).


11. Sobre esta lectura vid. F. Español Bertran (1991c, 185).
12. Se trabajaba en él hacia 1324 y fue obra del escultor Joan de Tournai, que en
la documentación se descubre como artista-empresario. Para el documento acredita-
tivo vid. M. de Barcelona (1991, 434). Para el análisis del proyecto vid. F. Español
Bertran (1994b, 382-384).
13. Para Elisenda y su proyecto en Pedralbes vid. F. Español Bertran (1997, 11-
37).
14. Ha resuelto un aspecto importante de la cronología de este sepulcro –no se
había ni siquiera iniciado a la muerte del arzobispo– un documento de 1334 que la
historiografía había pasado por alto: la carta del rey a los canónigos de Tarragona en-
careciéndoles a impulsar la obra del sepulcro, enviada un día después de producirse
el óbito. La publica J. Vincke (1936, 371). La hemos utilizado en un análisis del pro-
yecto en F. Español Bertran (1994, 31-34). Sobre el sepulcro vid. también los traba-
jos de A. Franco Mata (1983, 57-64) y G. Previtali (1991, 93-99).
“Sicut ut decet” 101

padre para la iglesia de la misma orden en Lleida15. Ambos proyectos


–perdidos– constituyen el brillante comienzo de lo que será una de las
empresas más personales del monarca: la ordenación del panteón di-
nástico en el monasterio de Poblet (fig. 3), cuyos trabajos se prolonga-
rán a lo largo de todo su reinado y que no va a concluirse hasta finales
del siglo XV, durante el reinado de Fernando el Católico16.

Fig. 2. Figura yacente de Jaime II. Iglesia del monasterio de Santes Creus (Foto J.
Yarza).

15. Los escultores Aloi de Montbrai y Pere de Guines fueron los encargados de di-
chos proyectos. La documentación del primero se rastrea desde 1337, la del segundo
desde 1338. La publican J. Rius Serra (1928, 140-141 y 161) y A. Rubió y Lluch
(1908-1921, II, 62-66). El sepulcro de la madre fue restaurado en 1381 por el escultor
Pere Moragues, de nuevo a instancias del Ceremonioso. Vid. A. Ivars (1926, 245-250).
16. Sobre las vicisitudes del panteón de Poblet a lo largo del siglo XIV, se ha pu-
blicado abundante documentación. La reúne, ordena y analiza A. Altisent (1974, 262-
292). Vid. también los trabajos citados en la nota 32.
102 Ante la muerte

Fig. 3. Vista general de los sepulcros reales de Poblet, antes de su destrucción a


mediados del siglo XIX (Alexandre Laborde, Voyage Pittoresque, Plancha LXXVI).

Jaime II era rey en Aragón y Valencia, pero era conde en Cataluña.


Con motivo de la traslación del cadáver de su padre al nuevo sepulcro
el 30 de noviembre de 1300, su relevante empresa fue conocida por
otros magnates catalanes que se le equiparaban en rango. Uno de los
asistentes pudo ser Ermengol X, conde de Urgell. Como veremos, los
hechos demuestran que existió una gran sintonía entre este personaje y
el monarca en lo relativo a la valoración del sepulcro monumental.
Aunque lo más probable es que se trate de un simple mimetismo, no
podemos descartar que tras la actitud del conde de Urgell se halle una
influencia más o menos directa de los sepulcros monumentales de la
Italia meridional y de Sicilia, que pudo conocer durante el desarrollo
de la campaña militar dirigida por Jaime II contra su hermano Federi-
co, en la que participó.
Aunque lo analizaremos con detalle algo más adelante, remarque-
mos que data también de 1300 el proyecto de fundar una capilla fune-
raria en la catedral de Lleida destinada a los Montcada y que en ella se
había previsto de nuevo que desempeñaran un papel importante los se-
“Sicut ut decet” 103

pulcros monumentales. Pere de Montcada, el patriarca de una de las


ramas del linaje, expresó este deseo en su testamento dictado ese año17.

2. Ermengol X de Urgell y el panteón de Bellpuig de les Avellanes

Vamos a abordar ahora la cuestión en el contexto de los Urgell, en


quienes el desarrollo de los hechos resulta extremadamente elocuente.
En 1282 Ermengol había manifestado solemnemente su voluntad de
enterrarse en el monasterio cisterciense de Santa María de Poblet18. Sin
embargo, a su muerte, ocurrida en 1314, dejó tras de sí un complejo
panteón familiar en el convento premostratense de Bellpuig de les
Avellanes, antigua fundación familiar, y uno de los panteones habitua-
les de los miembros del linaje. Había reedificado a sus expensas una
nueva cabecera en la iglesia y su interior cobijaba cuatro soberbios se-
pulcros presididos por figuras yacentes, incluido el suyo propio (fig.
4). En un margen de treinta y dos años, había cambiado de opinión res-
pecto al lugar de sepultura e impulsado un proyecto sin parangón en el
ámbito catalán, puesto que afectaba tanto a los sepulcros como al es-
pacio destinado a acogerlos. Aunque han sido muchas las vicisitudes
posteriores de esta empresa arquitectónica y artística –los sepulcros en
la actualidad se conservan en el Museo de los Cloister’s de Nueva
York– y su estudio ha estado sujeto a graves errores historiográficos
–hasta no hace mucho la identificación de los destinatarios de los mau-
soleos ha sido incorrecta– la importancia del proyecto es remarcable19.
Acabamos de acotar un período de treinta y dos años para enmar-
carlo, pero en realidad el margen temporal es mucho menor y proba-

17. Vid. el trabajo citado en la nota 26.


18. Madrid, AHN, Monacales (Poblet), pergaminos Caj. 55, nª 8. Se trataba de
una ratificación puesto que en un testamento del conde dictado en 1272 ya había ma-
nifestado ese deseo. El abad de Poblet lo invocará, ante el conflicto de intereses que
va a plantearse con respecto a Bellpuig en relación a este tema. Alude a todo ello E.
Corredera Gutiérrez (1963, 91).
19. Sobre estos sepulcros la bibliografía es abundante. La nueva atribución de los
sepulcros que propongo fue una de las conclusiones de mi tesis doctoral (F. Español
Bertran, 1987, I, 218-250). El contenido de este capítulo ha sido publicado aparte (F.
Español Bertran, 1995, 149-183). Remitimos a él para un estado de la cuestión sobre
el proyecto, la identificación de los sepulcros, etc., aunque hay que tener en cuenta
que mis pies de fotografía fueron manipulados, extremo que se comprueba al cotejar-
los con el texto.
104 Ante la muerte

Fig. 4. Planta de la iglesia premostratense de Bellpuig de les Avellanes (Lérida)


con la indicación del emplazamiento primitivo de los sepulcros de los condes de
Urgell y del vizconde de Ager.
“Sicut ut decet” 105

Fig. 5. Sepulcro de Alvar de Cabrera, vizconde de Ager. Iglesia de Bellpuig de les


Avellanes (Archivo fotográfico I. E. I. Lleida).

blemente lo desencadenó la muerte en 1299 de Alvar vizconde de


Ager, el hermano del promotor. Como hemos señalado, el Conde par-
ticipó junto a Jaime II en la campaña siciliana de 1298. También tomó
parte en ella el hermano que fue hecho prisionero y falleció durante el
cautiverio. La problemática abierta en el Condado de Urgell tras este
hecho nos es desconocida, pero podemos imaginar a Ermengol, casa-
do ya en segundas nupcias y sin hijos de ninguno de sus matrimonios,
concibiendo el vasto proyecto que estaba destinado a perpetuar la me-
moria de la dinastía que encarnaba, abocada irremisiblemente a extin-
guirse con él. Confluían en este momento varias circunstancias a con-
siderar: la muerte del hermano que hacía inviable una línea sucesoria
alternativa, el modelo que proporcionaba la empresa impulsada por
Jaime II en Santes Creus, y puede que el directo conocimiento de tes-
timonios italianos por parte del conde, que el proyecto real pudo ayu-
darle a rememorar.
Probablemente el túmulo de Alvar de Cabrera fue el primero de los
cuatro en concluirse, después debieron seguirle los de Alvar II (ca.
106 Ante la muerte

Fig. 6. Sepulcros de Alvar II de Urgell y de Cecilia de Foix en su emplaza-


miento originario. Iglesia de Bellpuig de les Avellanes (Lérida). Lado del
Evangelio (Archivo fotográfico I. E. I. Lleida).
“Sicut ut decet” 107

Fig. 7. Sepulcro de Ermengol X de Urgell en Bellpuig (s. XIX) antes de


ser desmontado y emigrar a los Estados Unidos. Obsérvese que todavía
se conservaba, a la izquierda del arcosolio, el relieve del “correr les ar-
mes”.
108 Ante la muerte

†1268-1270) y Cecilia de Foix, los padres del promotor, y, finalmente,


el suyo propio (figs. 5, 6 y 7). Nos fundamos para establecer esta se-
cuencia en las divergencias estilísticas observables en las figuras ya-
centes que presiden los sepulcros, en particular entre la del vizconde y
las tres restantes. Paralelamente se había edificado la cabecera y tran-
septo de la iglesia que debía albergarlos20. Situar esta compleja obra
tras la campaña siciliana tiene otro argumento a favor. A su regreso, las
compañías que participaron en ella obtuvieron la correspondiente
compensación económica. El Conde de Urgell entre 1303-1304 perci-
bió unos 25.000 sueldos21. Obviamente es un total lo bastante elevado
para permitirle abordar la transformación operada en Bellpuig, que si
quedó inconclusa fue por la indiferencia de quienes le sucedieron y por
los problemas derivados de la sucesión en el condado22.
Tanto Jaime II como Ermengol X, actuaron decididamente en tor-
no a 1300 a favor de la incorporación del sepulcro monumental a tie-
rras catalanas con toda la carga de significados que lleva implícita una
empresa de este género, y más si se concibe como un elemento esen-
cial en la ordenación de un panteón dinástico. La dinámica de años
posteriores confirma el éxito de la iniciativa puesto que asistimos a la
plena asimilación de este producto artístico por parte de las restantes
dinastías nobiliarias. En muchas ocasiones, además, la creación de un
panteón familiar será el medio a través del cual los miembros del es-
tamento militar contactarán con gran número de artífices: desde el la-
picida que remodelará o construirá ex novo la capilla y podrá labrar el
sepulcro, al pintor que confeccionará el retablo destinado a presidir el
nuevo espacio, al vidriero, el orfebre, el brodador, etc. Así ocurre con
los condes de Empúries, los Cardona, los Rocabertí o los Cabrera, en-
tre la alta aristocracia23, aunque quizás el caso más significativo sea el
de la familia Montcada también parte destacada de esta elite. Su ac-
tuación en ámbito funerario es paradigmática y permite plantear otro

20. La contemporaneidad de la obra arquitectónica y de los mausoleos que soste-


nemos no tiene base documental, pero hay que sobreentenderla a partir de la propia
génesis del proyecto. Además, la figura del conde Ermengol X es lo que da sentido al
inicio de una fábrica de esa ambición arquitectónica, al igual que su muerte explica
la interrupción de las obras.
21. Para este dato vid. E. González Hurtebise (1911, 38, 41, 81-82, 102, 250, 365
y 375).
22. Sobre la liquidación de la testamentaría resuelta 36 años después de la muer-
te del conde vid. E. Corredera Gutiérrez (1963, 235-236).
23. Para los panteones de estos linajes vid. F. Español Bertran (1987, I, 192 y ss.).
“Sicut ut decet” 109

aspecto importante del problema: la competitividad surgida en el mis-


mo seno de ciertas familias ante el impulso de proyectos de esta ín-
dole.

3. Los Montcada

La situación de los Montcada hacia 1327, año en el que se inaugu-


ra el monasterio de Pedralbes auspiciado por la reina Elisenda, esposa
de Jaime II y hermana del patriarca, era óptima24. Emparentados direc-
tamente con la familia real –Elisenda se había casado con Jaime II en
1322–, Ot de Montcada “el Vell” gozaba de un prestigio político in-
cuestionable. Cercano tanto al monarca como a su hijo –el futuro Al-
fonso el Benigno, de cuyo círculo más directo formaba parte–, con el
tiempo será designado también tutor de quien gobernará como Pedro
el Ceremonioso. Esta estrecha relación con el poder les reportó nume-
rosos beneficios y lo expresa elocuentemente el nepotismo ejercido
por Elisenda. Su tutela sobre las carreras eclesiásticas de los familiares
más próximos queda confirmada abundantemente por la documenta-
ción. Es el caso de la de su propio hermano Gastó de Montcada, suce-
sivamente obispo de Huesca (1324-1328) y de Girona (1328-†1334),
y de la de Guillém Ramon, su sobrino, deán en la catedral de Lleida
(ca.1356-†1371) y canciller de esa Universidad desde 134425.
Posiblemente la inauguración del convento de Pedralbes en cuya
solemnidad se registra la presencia de Ot “el Vell”, constituyó un estí-
mulo para impulsar una empresa que latía desde 1300: la proyectada
capilla familiar en la catedral leridana26. Sólo unos meses después, Ot
formalizaba la fundación. Paralelamente, en Avinganya, un antiguo
monasterio trinitario del que eran patronos los miembros de otra rama
familiar, se lleva a cabo por estos mismos años la transformación radi-
cal de su iglesia, adecuándola a usos funerarios. Para ello se abrió una
gran capilla del lado del Evangelio, con varios arcosolios a lo largo de
los muros perimetrales interiores, y otra capilla de menores proporcio-

24. Para una panorámica sobre la familia en época bajomedieval vid. S. Sobre-
qués (1980, 112 y ss.). Sobre los Montcada y sus iniciativas funerarias vid. los traba-
jos citados en las notas 26 y 27.
25. Para esta política nepótica de la reina vid. F. Español Bertran (1997, 20-24).
26. Había dispuesto esta fundación el patriarca de la familia Pere de Montcada en
su testamento dictado ese año. Se analiza en F. Español Bertran (1991d, 65).
110 Ante la muerte

nes en el lado de la Epístola, con una hornacina destinada a albergar un


nuevo enterramiento27 (fig. 8).
Tanto el proyecto de la catedral como éste, se concretan entre ca.
1328 y 134128. La capilla de San Pedro, aun habiéndose acordado su
fundación en 1328, debió conservar la fábrica románica original hasta
las proximidades de 1334. Ese año falleció inesperadamente el primo-
génito del promotor, lo que contribuyó a acelerar la obra. Hacia 1340,
ya levantado con toda probabilidad el nuevo edificio gótico, compues-
to de un tramo recto y otro poligonal, bellamente rematado en su inte-
rior con profusas labores escultóricas, se encargan los retablos al pin-
tor Ferrer Bassa (fig. 9). La capilla, situada en la cabecera de la iglesia
y contigua al presbiterio, abre al brazo sur del transepto. Su interior se
previó que acogiera los cuerpos de numerosos miembros del linaje. Así
lo expresa un documento de 1339, en el que Ot “el Vell” manifiesta su
voluntad de trasladar a ese espacio común los cadáveres de una serie
de miembros de la dinastía dispersos por monasterios del área lerida-
na. Probablemente la idea no pasó de proyecto, por cuanto algunos de
los personajes mencionados permanecieron enterrados en los lugares
primitivos, pero se trata de una iniciativa muy reveladora de las inten-
ciones que animaban al promotor.
Entre quienes debían trasladarse, estaban los fundadores de la lí-
nea familiar de la que él descendía. Ambos esposos estaban inhumados
en el convento trinitario de Aviganya y es dudoso que la comunidad y
la rama de los Montcada que ostentaba el patronazgo de la fundación,
llegaran a permitirlo. Sin embargo, no hay duda que para Ot “el Vell”
estos ancestros eran muy importantes. Se trataba de Guillem Ramon I
y de Constanza, ésta una hija natural del rey Pedro fallecido en la ba-
talla de Muret. Esa unión de la que descendía Ot, evidenciaba la estre-
cha vinculación del linaje a la familia real, en un momento en el que
los Montcada, a través de Elisenda, la hermana del promotor, habían
vuelto a emparentar con la monarquía.

27. Sobre Avinganya vid. F. Español Bertran (1987, I, 355-369), F. Español Ber-
tran – M. Escolà i Pons (1987, 147-182) y F. Español Bertran (1991d, 40-65). Todas
las noticias históricas a las que se alude en el texto se referencian y comentan en los
trabajos que recogemos en esta nota.
28. Sobre la capilla de San Pedro de la catedral de Lleida y sus sepulcros: F. Es-
pañol Bertran (1987, I, 369-384), F. Español Bertran (1991a, 84-85), F. Español Ber-
tran (1991b, 115-117) y F. Español Bertran (1991d, 65-78). Todas las noticias histó-
ricas a las que se alude en el texto se referencian y comentan en los trabajos que
recogemos en esta nota.
“Sicut ut decet” 111

Fig. 8. Planta de la iglesia del convento trinitario Avinganya (Lérida) –dibujo D.


Solé–.

El 26 de abril de 1341, cuando Ot “el Vell” dicta su testamento


poco antes de fallecer, el proyecto aún carece del que va a ser su ele-
mento más singular. Los sepulcros están por realizar y en el documen-
to se detallan minuciosamente las características previstas. Aunque los
mausoleos se han conservado desigualmente, podemos suponer que las
directrices del promotor se siguieron fielmente ya que quien parece ha-
112 Ante la muerte

Fig. 9. Planta de la catedral de Lérida con indicación de las capillas construidas


a lo largo del siglo XIV.
“Sicut ut decet” 113

berse encargado de hacerlas efectivas fue uno de sus hijos: Guillem


Ramon de Montcada, el deán de la catedral. En la actualidad se conser-
van dos figuras yacentes incompletas que corresponden a un caballero
y a una dama, el frontal de un sarcófago, cuatro relieves que configu-
raron en origen dos escenas relativas a las exequias, independientes
entre sí, y un relieve que decoraba la zona de impostas exterior de un
arcosolio, presidido por un jinete a caballo que arrastraba un estandar-
te con las armas familiares (fig. 10).
Todo este material, fuera de su emplazamiento primitivo desde an-
tiguo, confirma que el proyecto ideado por Ot de Montcada se materia-
lizó. Lo demuestran en particular los emblemas heráldicos que deco-
ran la indumentaria de la figura yacente femenina, unos emblemas por
completo incoherentes si los monumentos se interpretan como sepul-
cros personales, pero idóneos si los juzgamos a partir del guión en que
convirtió su testamento el promotor del panteón, en vistas a sentar
unas directrices firmes para quien, a su muerte, debía supervisar la
conclusión de la empresa. Los escudos aparecen partidos: uno de los
campos lo ocupan los panes de oro de los Montcada y, el segundo, los
palos de Aragón. Nadie usaba esa heráldica hacia 1341 pero había per-
tenecido a la fundadora de la línea dinástica de la que descendía Ot “el
Vell”. Cuando se constata este hecho se entienden los términos de su
testamento. Concibió un panteón familiar en el que los diversos miem-
bros del clan recibirían sepultura ordenadamente y en función de su
vinculación a uno u otro estamento y al grado alcanzado en él. Los se-
pulcros eran de carácter dinástico y estaban presididos, respectivamen-
te, por las figuras de un obispo, un militar, un diácono y una dama, las
distintas “acepciones” de los miembros del clan.
Dadas las circunstancias, al igual que la figura del caballero co-
rrespondía al fundador de la rama familiar, la figura yacente femenina
debía identificarse con la esposa de éste. Sin embargo, mientras en el
yacente masculino esta correlación no tiene incidencia heráldica, en el
femenino sí. Por esto sabemos que se trata de Constança. No importa-
ba que sus restos siguiesen en Avinganya. El panteón de la catedral de
Lleida había nacido con vocación hegemónica y para consolidarlo en
este papel se recurrió a la manipulación de la historia a través de las
formas artísticas. La operación resulta a nuestros ojos por completo
equiparable a la falsificación documental tan común en los siglos alto-
medievales, porque se pretende instrumentalizar un sepulcro y conver-
tirlo en un documento que pruebe algo que en verdad no existía: una
inhumación en un determinado lugar.
114 Ante la muerte

Fig. 10. Figura yacente del sepulcro di-


nástico de los Montcada destinado a los
miembros del estamento militar. Cate-
dral de Lérida (Valentín Cardedera,
1855-1864).
“Sicut ut decet” 115

Todo ello es doblemente interesante si consideramos el contexto


en el que se desarrolló. En el momento en que Ot muere, está enzarza-
do en graves disputas patrimoniales con la otra línea familiar, tras el
fallecimiento hacia 1336 y sin descendencia directa de Berenguera de
Montcada, su último miembro. Aunque hasta ese momento los proyec-
tos funerarios de ambas familias habían venido desarrollándose al uní-
sono, en este último capítulo se advierte la firme voluntad de Ot “el
Vell” de convertir “su” proyecto en la catedral en el panteón familiar
por excelencia y por ello es tan importante subrayar su carácter dinás-
tico. Su ahijado Pedro el Ceremonioso, aunque sin fraudes, estaba lle-
vando a cabo algo similar en Poblet29.
El papel destacado de los Montcada en este ámbito no sólo se ma-
terializa en los proyectos referidos. Significativamente, los vizcondes
de Rocabertí, a pesar de haber manifestado su predilección por el mo-
nasterio de Vilabertran a lo largo de todo el siglo XIII y comienzos del
XIV y haberlo elegido mayoritariamente como lugar de sepultura, no
construyen su capilla funeraria hasta mediados del XIV, presumible-
mente en vida de Elisenda de Montcada, una hija de Ot “el Vell” casa-
da con Jofre V de Rocabertí. Aunque por el momento carecemos de la
documentación acreditativa, dada la rica variedad de modelos que su
linaje de origen le ofrecía, no es improbable que fuera Elisenda quien
impulsara el proyecto. Considerando la espléndida donación que otor-
ga a la capilla antes de su muerte, es indudable que hay que conceder-
le protagonismo en su génesis30.

4. Otros proyectos

Si bien la totalidad de la alta aristocracia catalana acusará similar


fascinación por el sepulcro monumental a partir de la primera mitad
del siglo XIV, su respuesta ante la idea de un panteón en el que se reú-
ne el mayor número de miembros del linaje, no es uniforme. Parece

29. Vid. los estudios reunidos en la nota 32.


30. Falleció en 1348, presumiblemente a causa de la Peste Negra. En 1359, si-
guiendo sus disposiciones testamentarias, el notario Jaime Berga entregaba al sacris-
tán de Vilabertran un importante ajuar litúrgico con destino a la capilla de San Miguel
y Santa Catalina consagrada un año antes. Se reúnen las noticias de los Rocabertí con
respecto a Vilabertran y a esta capilla familiar en F. Español Bertran (1987, I, 275-
302). Más recientemente en J. M. Marqués (1991, 116).
116 Ante la muerte

tratarse de una iniciativa que tiene mayor eco en los territorios meri-
dionales. La asumen, por ejemplo, los Cardona o los Montcada, en
cambio, los condes de Pallars, no parecen valorarla especialmente, al
igual que ocurre en mayor o menor grado con los Cabrera. Ese parece
ser también el caso de los condes de Empúries. Sin embargo, esa apre-
ciación podría deberse a la imposibilidad de evaluar desde nuestros
días la mayor o menor magnitud del panteón que ordenaron en la igle-
sia dominica de Castelló, un proyecto que se ha visto reducido a los
vestigios de los antiguos sepulcros, depositados ahora en la iglesia pa-
rroquial de Santa María31.
Dada la cronología de los proyectos en los que la cohesión de los
miembros del clan se mantiene más allá de la muerte, no podemos dejar
de considerarlos dependientes de uno mucho más ambicioso que va a
prolongarse a lo largo del siglo XIV y que seguirá desarrollándose duran-
te el XV: el que impulsa en Poblet a partir de 1340 el rey Pedro el Cere-
monioso32 (fig. 3). Se trata de una de las empresas más personales del
monarca, de quien conocemos otra iniciativa del mismo signo extrema-
damente original para su época. Es el caso de la remodelación a partir de
1385 de unos antiguos sepulcros condales existentes en la catedral de Gi-
rona. Una serie de noticias conocidas pueden ponerse en relación con esta
empresa. Se perseguía confeccionar los sepulcros de unos condes que ha-
bían vivido en el siglo XI –Ramon Berenguer “Cap d’Estopes” y Ermes-
senda– y para realizar sus imágenes yacentes era imprescindible conocer
la “moda” de esta época tan remota. Al final se le indicó al escultor Gui-
llem Morey que vistiera al conde y a la condesa a la manera antigua y el
resultado está bien a la vista: un arnés de comienzos del siglo XIV, para
él (fig. 11) y una indumentaria tomada directamente del que quizá pueda
considerarse el sepulcro con imagen yacente femenina más antiguo de la
catedral de Girona: el de Elionor de Cabrera, fallecida en 133733.

31. Sobre estos linajes y sus respectivos proyectos funerarios vid. F. Español Ber-
tran (1987, I, 194 y ss.).
32. Para el panteón real de Poblet en tiempos del Ceremonioso vid. R. Del Arco
(1945), F. Marés (1952), A. Altisent (1974, 262-292) y J. Bracons (1989, 209-243).
Para su historia posterior vid. también F. Español Bertran (1998-1999, 81-106).
33. El interés “arqueológico” del rey está acreditado con anterioridad a esta em-
presa. Lo advertimos en la carta que envía al abad de Ripoll interesándose por cono-
cer la apariencia e indumentaria que presentaban en sus sepulcros cada uno de los
condes enterrados en el monasterio. La publica A. Rubió y Lluch (1908-1921, I, 185-
186). Para el de-sarrollo del proyecto funerario de la catedral de Girona vid. F. Espa-
ñol Bertran (1992b, 236-237).
“Sicut ut decet” 117

Fig. 11. Figura yacente del conde de Barcelona Ramon Berenguer “Cap d’Esto-
pes” (†1082) en la catedral de Gerona (Guillem Morey, 1385).

Si bien entre los obispos se hallan los pioneros del sepulcro monu-
mental en Cataluña, se trata de casos muy esporádicos localizados a fi-
nales del XIII34. A lo largo de los siglos XIV y XV, los prelados recu-
rrirán a él e impulsarán a la par relevantes capillas funerarias, pero
hasta el primer tercio del siglo XIV, las catedrales de Girona o Tortosa
ejemplifican una solución que también fue bastante habitual: la de la
inhumación en una denominada “sepultura común”. Se trata de una de-
signación bien elocuente, pero no debemos olvidar tampoco que mu-
chas veces correspondía a un espacio que aceptaba el sepulcro indivi-
dualizado y monumental, como lo prueba el testamento del obispo de
Girona Arnau de Montrodon en 1348. En Girona este “lugar” se loca-
lizaba por entonces en la sala capitular, a imagen de lo que acontece en
monasterios y conventos35. En Tortosa, por el contrario se creó un es-

34. Es el caso de los de Arnau de Gurb en la capilla de Santa Lucía (anexa al


claustro de la catedral de Barcelona), de Bernat d’Olivella (en la de Tarragona), o del
obispo de Huesca Jaume Sarroca (en Poblet), este último contratado en 1300 con el
escultor Guillem de Tournai. Cfr. A. Altisent, 1982, 281-285.
35. Lo estudia J. Morera (1962, 25-28).
118 Ante la muerte

pacio ex professo. A mediados del siglo XIV, los restos de los distintos
prelados se trasladaron a osarios de parecido formato, tipología y orna-
mentación, y se dispusieron en las paredes de la recién construida ca-
pilla de Santa Cándida, contigua al claustro36.
Junto a esta solución, la capilla funeraria en la que se instala el se-
pulcro monumental más o menos ambicioso, tiene desde el primer ter-
cio del siglo XIV gran eco entre los prelados y las altas dignidades
eclesiásticas. Los laicos, por el contrario, se decantarán por otros espa-
cios, entonces mucho más atractivos por los beneficios espirituales que
les reportaban los conventos mendicantes. A diferencia de éstos, ma-
yoritariamente desaparecidos, los proyectos catedralicios se han con-
servado, al igual que la documentación que les concierne, lo que per-
mite un análisis atento de muchos de ellos37. A veces la iniciativa es
por completo parangonable a la que puede impulsar un integrante del
estamento militar, ya que un alto dignatario de la Iglesia puede llegar
a actuar exactamente igual que el primero en relación a los miembros
del clan al que pertenece, particularmente en el caso de linajes meno-
res cuya promoción social depende en gran medida de la capacidad de
maniobra que tengan aquellos de entre los suyos que llegan al más alto
nivel en su cursus honorum. El caso del arzobispo de Tarragona Arnau
Cescomes (†1346), es bien representativo. Funda dos capillas funera-
rias, una en la catedral de Tarragona para si mismo, otra en la de Llei-
da. En esta última serán inhumados los miembros de su familia que

36. De la capilla de Santa Cándida de Tortosa, antes de la dispersión de los osa-


rios episcopales que custodiaba –ahora localizados en el interior de la catedral–, in-
forma J. Villanueva (1806, V, 75 y ss.).
37. En la catedral de Barcelona tienen su capilla funeraria, entre otros, los obis-
pos: Berenguer de Palou (†1241), Arnau de Gurb (†1284), Ponç de Gualba (†1334),
Ramon d’Escales (†1398), el arcediano Huguet de Cardona, etc. Reproducen algunos
de estos sepulcros y reúnen la información conocida sobre las distintas fundaciones
J. Ainaud – J. Gudiol – F.- P. Verrié (1947). En la de Lleida impulsaron la construc-
ción de capillas funerarias: Ferrer Colom (†1340), Arnau Cescomes y Guerau de Re-
casens, cfr. F. Español Bertran (1991, 80-83, con la bibliografía anterior). En Tarra-
gona, Arnau Cescomes y el paborde Guerau de Rocabertí. Para el primero, J. Rius
Serra (1930, 231-149); para el segundo, J. Serra Vilaró (1944, 125-133), (1950, 156-
167). En Girona, durante el siglo XIV se entierran en capillas propias los obispos
Guillem y Bernat de Vilamarí, Pere de Rocabertí y Arnau y Bertran de Montrodón;
durante el XV Bernat de Pau y el arcediano Dalmau de Raset. Reúnen noticias sobre
esta serie de proyectos: M. Durliat (1959, 92), P. Freixas i Camps (1983, 104 y ss.),
F. Español Bertran (1994b, 402-405) y F. Español Bertran (1993, 383-403). Vid. tam-
bién la nota 76.
“Sicut ut decet” 119

mueren en la ciudad, en la que han recalado durante su prelatura, atraí-


dos y favorecidos por su política nepótica (fig. 8)38.
En lo que respecta a la cuestión funeraria, la nobleza menor no se
rige por pautas generales, pero se observan comportamientos más
usualmente en ciertos territorios que en otros. De algún modo la línea
que separa la Cataluña situada por encima del río Llobregat, más feu-
dalizada, y la meridional conquistada a los árabes a mediados del siglo
XII, define también ámbitos diferenciados en el orden funerario39. En
área gerundense o en la zona contigua a Vic, por ejemplo, las familias
tienen su lugar de sepultura desde la Alta Edad Media en lugares espe-
cíficos –capillas del señorío, pequeños prioratos benedictinos o canó-
nicas–. Son espacios propios que en muchos casos van a mantenerse
durante los siglos bajo medievales, sin que ello implique la incorpora-
ción del sepulcro monumental. En su lugar –particularmente en la ciu-
dad y área próxima a Girona– podrá recurrirse a unos sarcófagos con
cubierta plana –producto presumiblemente seriado y obra de los talle-
res gerundenses acomodados a esta dinámica–, cuyo frontal ostenta a
ambos extremos la heráldica del difunto y en el centro el correspon-
diente epitafio.
En la Cataluña más meridional el comportamiento es distinto y el
cambio se aprecia ya en zonas limítrofes con el Bages. Se escogen
como lugar de inhumación cenobios de prestigio secular, cuyo claustro
da acogida a más de un linaje. Es el caso paradigmático de Sant Benet
de Bages o de Santes Creus que hasta principios del XIV son focos in-
discutibles de atracción para las familias asentadas en el área inmedia-
ta: los Rocafort, por ejemplo, en el primer caso, los Montcada, Queralt,
Aguiló o Cervelló, en el segundo. Con el cambio de siglo, ciertas dinas-
tías buscarán su espacio funerario propio. Los Rocafort en Rocafort del
Bages (Barcelona), Los Queralt en el convento mercedario de Belloc,
en Santa Coloma (Tarragona), los Aguiló en la iglesia parroquial de Ta-
lavera (Lleida); en todos los casos, el cambio supone privilegiar el cen-
tro del señorío territorial como ámbito funerario40. Otros linajes, por el
contrario, van a abandonar los monasterios benedictinos y cistercienses

38. Cfr. J. Rius Serra (1930, 149-231).


39. Estas diferencias desde el punto de vista histórico las ha constatado S. Sobre-
qués (1970-1971, 513-530), (1963-1965, 71-220). El historiador llega a afirmar: “el
nord i el sud son dos móns ben diferents”.
40. Se estudian estos sepulcros en F. Español Bertran (1990, 76-86), F. Español
Bertran (1984, 125-176) y F. Español Bertran (1994, 62-65).
120 Ante la muerte

por los de otras órdenes de mayor atractivo: la franciscana y la domini-


ca41. Los conventos fundados en Manresa, aunque desaparecidos, pare-
cen haber jugado en este campo un papel más destacado que la magní-
fica iglesia parroquial de Santa Maria. Contemporáneamente, la casa
franciscana de Vilafranca del Penedés acapara las demandas que antes
absorbía Santes Creus. Para ello, los miembros de ciertas familias se
ven obligados a obtener la correspondiente dispensa papal, porque en-
terrarse en los franciscanos, como desean, supone romper una promesa
solemne hecha previamente a los cisterciense. El caso de los Cervelló
es bien paradigmático42.
Es obvio que los frailes menores y los predicadores tuvieron una
gran incidencia en este campo, y no sólo en la Cataluña más meridio-
nal. También en Girona, en Puigcerdà y en la misma Barcelona, verán
multiplicar la demanda de sepultura. Aquí, además, alentados por el
ejemplo de la familia real que elige San Francisco como lugar de inhu-
mación provisional antes del traslado definitivo de los restos a Poblet.
Por desgracia, la desaparición de muchos de estos conventos y las se-
pulcros que custodiaban, así como la pérdida de sus fondos documen-
tales impide, en muchos casos, evaluar en profundidad este capítulo.
Por lo que respecta a las catedrales, aunque excepcionalmente algún
miembro relevante del estamento nobiliario podrá disponer su panteón
en ellas, por lo general son territorio restringido a los eclesiásticos in-

41. Sobre el éxito de la orden franciscana en este ámbito, recoge numerosos da-
tos Jill R. Webster, en los diversos trabajos que ha dedicado al tema. Destacamos el
interés de la documentación publicada sobre los conventos de Vic, Girona, Puig-
cerdà, Manresa, etc. Remitimos a su estudio de conjunto (con indicación de toda la
bibliografía anterior): J. R. Webster (2000).
42. Sus miembros, extraordinariamente afectos a Santes Creus donde habían fun-
dado incluso un hospital de pobres a mediados del siglo XIII (E. Fort i Cogul, 1970,
181-213; E. Fort i Cogul, 1979, 64-70 y 106-136; E. Fort i Cogul, 1968, 101-102),
cambian a principios del XIV este antiguo panteón familiar por los franciscanos (F.
Español Bertran, 1995, 62-68). Conocemos, en particular, los problemas que tuvo
uno de ellos en relación a este punto. Guerau de Cervelló había prometido enterrarse
en el cenobio cisterciense pero a su muerte, atraído por la orden franciscana, su cuer-
po fue depositado en el convento de Barcelona. Esto dio lugar a la solicitud de la co-
rrespondiente licencia absolutoria (J. Baucells i Reig, 1980, 344). Otro miembro de
la misma familia será enterrado en la primera mitad del siglo XIV en el convento de
la orden mendicante de Vilafranca del Penedés, iglesia en la que se depositarán con-
temporáneamente los restos de Bertran de Castellet, el miembro de otro linaje que,
con anterioridad, había mantenido también vínculos fuertes en lo funerario con San-
tes Creus.
“Sicut ut decet” 121

tegrados en sus cabildos. La topografía funeraria comprende, en este


caso, desde las capillas abiertas en la propia iglesia o en el claustro, al
enterramiento en sus distintas galerías y la sepultura común, que en el
caso de los obispos, como se ha visto, suele ser un espacio específico
preparado con ese fin.

5. Los monumentos funerarios y sus tipologías

Aunque hayamos situado en el 1300 la llegada del sepulcro monu-


mental a Cataluña de la mano del rey Jaime II y casi contemporánea-
mente los inicios del panteón de Bellpuig de les Avellanes que impul-
sa el conde Ermengol X de Urgell, las soluciones tipológicas a las que
va a recurrirse en uno y otro caso tienen poco que ver entre sí. Si en el
monasterio cisterciense, al menos en lo que respecta al sepulcro de Pe-
dro el Grande, se sigue un prototipo italiano con algunas licencias, en
el premostratense se recurre a uno francés. El primero va a tener una
incidencia restringida, pero el segundo gozará de una extraordinaria
fortuna y va a mantenerse vigente hasta avanzado el siglo XV.
En Santes Creus, contiguo al pilar situado en el lado del Evangelio
que señala la frontera entre la nave y el transepto, se levanta uno de los
sepulcros monumentales más ambiciosos del gótico catalán. No sólo
se ha recurrido a un magnífico recipiente para el cadáver –una bañera
romana de pórfido– y a un originalísimo sistema para cubrirla que re-
cuerda por su formato e iconografía –su exterior lo ocupan una serie de
figuras entre las cuales está un Apostolado, la Virgen con el Niño y
santos de la orden– al de las arquetas-relicario de diseño arquitectóni-
co (fig. 12); sobre este conjunto, extremadamente original, se sitúa
además un espléndido baldaquino. Lo más genuinamente siciliano del
proyecto radica precisamente en este ciborium43 y en la urna de pórfi-
do que, aún distanciándose formalmente de los modelos palermitanos,
constituye la prueba evidente de la voluntad de “copia” que estaba im-
plícita en la mente del rey, y por lo mismo, del fuerte componente ideo-
lógico que subyace tras el monumento consagrado a su padre por Jai-

43. No se trata de un elemento exótico en el contexto funerario, puesto que su di-


fusión en Francia e Inglaterra está plenamente consolidada durante el siglo XIII, pero
en Cataluña, por el contrario, resulta totalmente novedoso. Vid., además del comen-
tario que dedica al tema J. Deér (1959, 31-41), los trabajos de L. L. Gess (1973, 420-
439), o J. Gardner (1973, 420-439).
122 Ante la muerte

me II. En realidad, este carácter de réplica respecto a los sepulcros de


los Hohenstaufen en Palermo que percibimos en el mausoleo, lo con-
vierte en algo próximo al sepulcro de un rey siciliano en la diáspora.
La solución adoptada en el mausoleo de Pedro el Grande en San-
tes Creus, tiene continuidad, pero reducida exclusivamente al uso del
baldaquino, en el monumento posterior de Jaime II y Blanca de Anjou.
En cambio, el sepulcro de este último va a servir como modelo de va-
rios enterramientos dobles de la nobleza menor, localizados en las pro-
ximidades del cenobio. Es el caso del de los Aguiló en Talavera (Llei-
da) y del de los Queralt en Santa Coloma (Tarragona), ambos exentos
y con la cubierta a doble vertiente sobre la que se sitúan las figuras del
esposo y la esposa44. A diferencia del primero, muy sobrio en la zona
del sarcófago, en el segundo la escultura invade profusamente esta
zona que se decora con distintas secuencias del ritual funerario. Tam-
bién obedece a estas premisas el sepulcro del noble Bertran de Caste-
llet (†1323) en los franciscanos de Vilafranca del Penedés, aquí con el
sarcófago decorado con una serie de escudos en los que campea el em-
blema familiar, y con la singularidad de presidir su cubierta, no dos
personajes diferentes como en los casos anteriores, sino el mismo in-
dividuo vistiendo el arnés militar, en un caso, y el hábito franciscano,
en otro. Se trata de una solución que conoce otros ejemplos en Catalu-
ña y cuyo origen parece situarse en el norte de Francia45.
Si la incidencia de los sepulcros reales de Santes Creus desde el
punto de vista tipológico es muy restringida, las fórmulas empleadas
en Bellpuig de les Avellanes tendrán, en cambio, una dilatada inciden-
cia en numerosos proyectos a lo largo del siglo. Es el caso, por un lado,
de la solución más simple que comprende la imagen yacente sobre un
sarcófago decorado con la heráldica familiar, que apoya sobre leones,
y que fue adoptada en los sepulcros de los condes Alvar II y Cecilia de
Foix y del hijo de ambos, Alvar, vizconde de Ager. La fortuna de esta
solución en la Cataluña trecentista es, según veremos, equivalente a la
que presenta el sarcófago apoyado sobre columnillas de la que tratare-
mos más adelante.
La solución más espectacular, utilizada en Bellpuig de les Avella-
nes en el sepulcro destinado al conde Ermengol X, también tendrá un
eco remarcable en obras posteriores del área leridana. En este caso, el
prototipo quizá conoce tantas réplicas en razón de la “calidad” de quie-

44. Para estos sepulcros vid. la nota 40.


45. Vid. más adelante el capítulo iconográfico.
“Sicut ut decet” 123

Fig. 12. Sepulcro del rey Pedro el Grande en Santes Creus. Cubierta con el Cole-
gio Apostólico, la Virgen con el Niño y santos de la orden (Foto J. Yarza).
124 Ante la muerte

nes recurrieron a él. Los Urgell o los Montcada lo utilizaron y tras


ellos diversos obispos y los miembros de otros linajes hasta acabar
convirtiéndolo en uno de los formatos de mayor incidencia en este
contexto en la Cataluña de época gótica.
El mausoleo de Ermengol X (fig. 7) estaba emplazado bajo arco-
solio en el lado de la Epístola de la capilla mayor. El sarcófago se de-
coró en sus tres frentes mediante un sistema corrido de arquerías bajo
las cuales se sitúa la figura de la Maiestas y el Colegio Apostólico,
flanqueándola. La cubierta la preside la imagen yacente del difunto,
vestido con túnica inferior y manto, y al fondo, la escena de la absolu-
ción del cadáver, de modo similar a cómo la presentaba el desapareci-
do sepulcro del obispo de Poitiers Pierre de Chatellerault (†1135) en
Fontevrault46. En Bellpuig este episodio se dobló, al añadirse un relie-
ve al fondo del arcosolio consagrado de nuevo a la escena de la abso-
lución. La zona externa del arco, estaba decorada con sendos relieves,
ahora perdidos, localizados en la línea de impostas. Los presidían dos
jinetes arrastrando el estandarte con las armas del linaje, relacionados
con la ceremonia conocida en la Corona de Aragón como correr les ar-
mes y que hallaremos en este mismo emplazamiento en sepulcros pos-
teriores, como el que se destina a los miembros del estamento militar
de la familia Montcada en la capilla de la catedral de Lleida47. Otros
elementos escultóricos, difíciles de situar con exactitud tras las múlti-
ples peripecias del monumento, corresponden a una elevatio animæ y
a una imagen en bulto redondo de la Virgen María y a un ángel con una
naveta.
En Bellpuig, el introductor de esta fórmula es un artífice de forma-
ción francesa. Lo evidencia el análisis de la escultura del sepulcro
principal que, aunque desde antiguo viene relacionándose con la pro-
ducción del denominado “maestro de Anglesola”48, otro escultor de

46. El dibujo de este sepulcro desaparecido, perteneciente a la colección Gaigniè-


res, se publica en K. Bauch (1976, fig. 84). El origen de esta tipología funeraria pa-
rece francés pero irrumpe pronto en otras zonas. Para aspectos generales vid. el estu-
dio consagrado al sepulcro del cardenal Annibaldi (†1276) de Arnolfo di Cambio, en
Roma: H. Keller (1934, 205-228) y E. Panofsky (1964, 58-61). Sus ecos se dejan no-
tar muy pronto en León. Para su recepción en el sepulcro del obispo Rodrigo (†1232)
vid. R. Sánchez Ameijeiras (1992 [1988], 81-86). Para los ecos romanos, I. Herklotz
(1985, 170 y ss.).
47. Sobre este tema remitimos al apartado que dedicamos a la iconografía.
48. Para esta vinculación estilística vid. A. Duran Sanpere – J. Ainaud de Lasarte
(1956, 187-188).
“Sicut ut decet” 125

formación septentrional, patentiza, en nuestra opinión, otras coinci-


dencias estilísticas mucho más directas y reveladoras. Es el caso de al-
gunos de los relieves consagrados a la Pasión y Resurrección de Cris-
to, encastados en el claustro de Elna, entre ellos el consagrado al
Descensus ad inferos que resulta a todas luces el más paradigmático.
Se trata de unas piezas anónimas de alabastro, de desigual calidad, en-
tre las cuales, las mejores, podrían corresponder al entorno de los
Camprodón, una dinastía de escultores radicada en Perpiñán en los
años iniciales del siglo XIV, pero con un radio de acción que compren-
de Cataluña y la isla de Mallorca y uno de cuyos miembros, Arnau,
confecciona en 1312 la arqueta-relicario de San Cugat del Vallés, que
por fortuna conservamos. La vinculación del artífice a Sant Cugat del
Vallés se refleja incluso en el necrologio del monasterio que lo recuer-
da como ejecutor del “tabernaculum altaris sancti Cucuphatis”49. Mu-
rió dos años después. Sería pues en el período inmediatamente anterior
cuando podría situarse la obra de los sepulcros condales de Bellpuig,
en total acuerdo con la cronología que venimos otorgando al proyecto.
Desde entonces, el sepulcro bajo arcosolio con la escena de la absolu-
ción del cadáver en forma de relieve rectangular, al fondo del mismo,
habría circulado por la Cataluña meridional.
Uno de los sepulcros de los Montcada, en Avinganya, repetía este
esquema y también lo hacían los de la misma familia en la capilla fa-
miliar fundada en la catedral50. Pero la siguieron igualmente una serie
de sepulcros episcopales de la catedral leridana, algunos de ellos per-

49. La dinastía de los Camprodon la integran varios miembros, pero los principales
son Arnau, que fue escultor y orfebre, un hijo de éste llamado también Arnau, que fue
escultor, y un sobrino del primero llamado Guillem. Sobre la revisión de la dinastía y
la corrección de ciertos errores en torno a sus integrantes que se habían ido repitiendo
vid. M. E. Ripoll i Roig (1998, 437-451). El contrato para el arca de Sant Cugat lo des-
cubrió y lo ha dado a conocer A. Torra Pérez (1993, 560-561). Por lo que respecta al ne-
crologio de Sant Cugat, el 16 de diciembre conmemora la muerte de un laico hasta aho-
ra sin identificar. Se trata de un “Arnaldus de campo rotundo anno domini MCCCXIIII
laycus qui composuit tabernaculum”, que no puede ser más que nuestro artífice. Publi-
ca íntegro este documento E. Compte (1964, 159). Las relaciones de los sepulcros de
Bellpuig con los relieves de la catedral de Elna y con la obra del arca-relicario de Sant
Cugat las desarrollaremos con más detalle en un futuro trabajo.
50. Lo confirman los restos de dos de ellos, especialmente los cuatro fragmentos
que componían dos frisos consagrados a la absolución del cadáver repartidos ahora
entre la catedral de Lleida y el Museo Frederic Marès de Barcelona. Estas piezas se
analizan en los trabajos citados en la nota 28.
126 Ante la muerte

didos en la actualidad51, y asimismo el monumento de los Ardevol de


Tárrega (Lleida), ahora en el MNAC de Barcelona (fig. 13), aquí con
un desarrollo escultórico mayor en la zona de los montantes exteriores
del arcosolio, que puede ponerse en relación con el mundo italiano52.
Se adoptó nuevamente en tres monumentos destinados a mercaderes,
localizados en sendas capillas abiertas en la cabecera de la iglesia de
Santa María de Cervera (Lleida), alguno ya próximo al 140053.
Fuera del ámbito leridano también tiene su eco, pero es mucho me-
nor. Es el caso, por ejemplo, del sepulcro de uno de los condes de Em-
púries, inicialmente en el convento dominico fundado a sus instancias
en Castelló d’Empúries, el centro de su señorío, y montado ahora en la
parroquia de Santa Maria, o el de un eclesiástico localizado en esta mis-
ma iglesia. De la mano de los escultores catalanes trecentista llegará a
Aragón, Valencia y Mallorca. Así Pere Moragues recurrirá a una varian-
te de este esquema compositivo para los sepulcros del arzobispo de Za-
ragoza Lope Fernández de Luna de Zaragoza y para el del maestre de
Rodas Juan Fernández de Heredia en la iglesia de Caspe. Otro escultor
va a seguir este esquema en Cantavieja (Teruel). Bartomeu de Robio, lo
hará en el sepulcro de los Boil que se conserva en la sala capitular de
los dominicos de Valencia y que le hemos atribuido y en Segorbe un ar-
tífice anónimo lo utilizará en un sepulcro doble de la catedral. Quizá
Llorenç Tosquella activo en Valencia por entonces será el responsable
de la irrupción de esta fórmula en Mallorca: la sigue el sepulcro del
obispo Galiana, en la catedral que ha sido puesto en su órbita54. Este es-
quema, que tuvo similar fortuna en otros reinos hispánicos55, seguirá

51. De acuerdo con antiguas descripciones, seguían este esquema varios mauso-
leos perdidos y los monumentos episcopales trecentistas conservados total o parcial-
mente de Ponç de Vilamur y Ferrer Colom. Ya dentro del XV, el del arcediano Beren-
guer Barutell instalado en el lado de la Epístola dentro del ámbito presbiteral, y el del
ciudadano Berenguer Gallart, adosado ahora, en alto, en la nave norte de la iglesia.
Reunimos los textos acreditativos procedentes de antiguas descripciones de la cate-
dral en F. Español Bertran (1991b, 200-201).
52. Este sepulcro se analiza en F. Español Bertran (1993, 120-125). Para el ascen-
dente italiano de las figurillas dispuestas en los montantes del arco vid. la nota 62.
53. Se trata de los enterramientos de Ramon Serra “Menor” (†1355), Ramon Se-
rra “Major” (†1379) y Berenguer de Castelltort (†1389). Se analizan en F. Español
Bertran (1987, II, 661-711).
54. Se reproducen muchos de estos mausoleos en A. Duran Sanpere – J. Ainaud
de Lasarte (1956, figs. 219, 256, 291 y 292).
55. El sepulcro del obispo Rodrigo II (†1232) es el primer testimonio documen-
tado en León, pero lo siguen otros muchos a lo largo de los siglos XIII y XIV en la
“Sicut ut decet” 127

utilizándose en Cataluña hasta muy avanzado el siglo XV y en los años


iniciales del XVI56.
En paralelo a la divulgación por la Cataluña más meridional de la
tipología que acabamos de analizar, en Girona y Barcelona se recurre
muy frecuentemente al sepulcro dispuesto sobre columnillas y presidi-
do por la correspondiente imagen yacente. La catedral de Barcelona
ofrece una serie de testimonios bien elocuentes de esta variante que
tuvo en el escultor Joan de Tournai a uno de sus más afamados difuso-
res57. Utilizada regularmente ya durante el siglo XIII, a lo largo del
XIV su acabado podrá asumir distintos grados de suntuosidad, depen-
diendo siempre de lo ornamentado que vaya el sarcófago, al igual que
en el caso de los mausoleos que apoyan sobre leones. Así el frontal del
sarcófago podrá acoger desde los emblemas heráldicos y el epitafio, a
escenas historiadas de distinto género. En los ejemplares conservados
éstas comprenden desde la absolución del cadáver o un cortejo de plo-
rantes, a la presentación del difunto ante la Virgen (fig. 14), pasando
por el Colegio Apostólico, la Crucifixión, o la resurrección de los
muertos58.
Como se ha señalado, el sepulcro de Jaime II y Blanca de Anjou,
en Santes Creus, puede considerarse el precedente directo de un pe-
queño grupo de sepulcros exentos dobles que ostentan las dos figuras
yacentes sobre una cubierta a dos aguas59 (fig. 15). Aunque debidos to-
dos ellos a distintos artífices, su localización en un área próxima al
monasterio cisterciense explica estas coincidencias formales. Junto a
ésta solución en la disposición de los yacentes, el sepulcro doble si se
adosaba al muro podía presentar las dos figuras sobre una amplia cu-

misma catedral, en las de Burgos, Ávila, etc. Ya en el XV rastreamos su presencia en


Navarra donde uno de los ejemplares más paradigmáticos corresponde al canciller
Villaespesa. Cfr. A. Duran Sanpere – J. Ainaud de Lasarte, 1956, figs. 160 y 161.
56. Lo prueban, respectivamente, el monumento del arcediano Dalmau de Raset
(†1448) en su capilla funeraria de la catedral de Girona, o el sepulcro de Luis Reca-
sens (†1510) en la correspondiente de la catedral de Lleida.
57. Se sigue en los sepulcros de los obispos Berenguer de Palou y Ponç de Gual-
ba conservados en las capillas abiertas en el deambulatorio. La presenta también el
del arcediano Huc de Cardona de Jean de Tournai, ahora en el MNAC. Este mismo
escultor la había aplicado en el arca-relicario de San Narciso de Girona. Se reprodu-
cen los primeros en J. Ainaud – J. Gudiol – F.- P. Verrié (1947, figs. 184-186). Para
Jean de Tournai vid. mi trabajo citado en la nota 12.
58. Tratamos de estos temas con más detalle en el apartado dedicado a la icono-
grafía.
59. Vid. la nota 40.
128 Ante la muerte

Fig. 13. Sepulcro de Guerau y otro miembro de la familia Ardevol, primiti-


vamente en su capilla funeraria de Tárrega, ahora en el MNAC (Foto J. Yar-
za).
“Sicut ut decet” 129

Fig. 14. Presentación del difunto ante la Virgen. Frontal del sarcófago del merca-
der Ramon Serra “Major” en su capilla funeraria de Santa María de Cervera
(Lérida). Jordi de Déu ca. 1377-1379 (Foto J. Yarza).

bierta inclinada, o bien desplazar una de ellas hacia el frontal del sar-
cófago, de acuerdo con una solución para la que conocemos preceden-
tes en Italia60. Siguen esta última modalidad varios osarios de la igle-
sia del convento de Pedralbes (Barcelona), un osario parcialmente
destruido procedente de Avinganya (Lleida) que perteneció a los
Montcada y el sepulcro de Ferrer Alamany de Toralla y de Beatriz de
Guimerà en el monasterio cisterciense de Vallbona de les Monges
(Lleida)61.
Los sepulcros individuales, apoyados sobre columnillas o sobre leo-
nes, incluyen habitualmente figura yacente tanto si se trata de sarcófa-

60. Se trata de sepulcros de la Italia meridional, concretamente napolitanos. Se


reproducen en J. W. Hurting (1979, 168 y ss.).
61. Los de Pedralbes se reproducen en J. Ainaud – J. Gudiol – F.- P. Verrié (1947,
figs. 775, 776 y 777). Se estudian en F. Español Bertran (1987, II, 488-493). El de
Vallbona se reproduce y estudia en F. Español Bertran (1993, 118-120).
130 Ante la muerte

Fig. 15. Sepulcro doble de Bertran de Castellet (†1323) en la iglesia de los fran-
ciscanos de Vilafranca del Penedés (Barcelona). Yacente con indumentaria mili-
tar (Foto J. Yarza).

gos de gran tamaño como de osarios. Sin embargo, existen excepcio-


nes a la regla. Puntualmente podremos encontrar ejemplares en los que
se ha recurrido a la cubierta a dos vertientes o en forma de artesa en
una de cuyas caras puede emplazarse desde una elevatio animæ hasta
la heráldica del difunto (Santa María de Manresa, iglesia parroquial de
Moià) o bien una Anunciación, entre otros asuntos, como sucede en el
caso de ciertos osarios episcopales de la catedral de Tortosa.
Si el sepulcro o bien el osario responde a los caracteres que acaba-
mos de citar, pero puede adoptar incluso una apariencia mucho más
sencilla, limitándose al ornamento heráldico y epigráfico, la lauda se-
pulcral, por el contrario, puede llegar a ser muy remarcable desde el
punto de vista figurativo. Su difusión corre paralela a la del sepulcro
monumental y descubrimos a los mismos artífices tres uno u otro pro-
ducto. Puede ser de piedra o alabastro y oscilar de tamaño, pero predo-
minan las de formato medio consagradas mayoritariamente a la depo-
sición del cadáver en la tumba (fig. 16). Los ejemplares conservados
en el claustro de Ripoll, en el pórtico de Sant Joan de les Abadesses, en
“Sicut ut decet” 131

Fig. 16. Lauda sepulcral destruida de Berenguer del Coll. Sant Andreu del Coll
(Gerona) (Archivo fotográfico de la Diputació de Barcelona).

el claustro de la catedral de Tortosa, o las procedentes de Puigcerdà,


ahora en el MNAC, constituyen los ejemplares más sobresalientes.
Si en la introducción del sepulcro en Cataluña señalábamos la in-
fluencia de los panteones sicilianos, tanto en lo relativo a la propia idea
de panteón como en lo tipológico, hay que reconocer que los ecos ita-
lianos desde una perspectiva puramente formal van a dejarse notar de
nuevo años después. Determinadas soluciones como la que se utiliza
para decorar el perfil exterior de los arcosolios en los monumentos de
los Montcada de la catedral de Lleida y más tarde en el sepulcro de los
Ardevol de Tárrega (ahora en el MNAC), tienen su precedente en los
túmulos napolitanos que incorporan en esa zona pequeñas figuras de
santos y santas bajo doseletes62.

62. Figurillas de santos y santas o ángeles bajo doseletes decoran el sepulcro del
rey Roberto de Anjou en Santa Clara de Nápoles. Aunque la obra se contrató en 1343
y es, por lo tanto, casi contemporánea a los ejemplos de este mismo tipo que locali-
zamos en el Levante hispano, es posible sospechar que sus artífices pudieron recurrir
132 Ante la muerte

Fig. 17. Sepulcro-relicario de San Narciso en San Félix de Gerona. Joan de Tour-
nai, primer tercio del siglo XIV (Foto J. Yarza).

Francia va a proporcionar paralelamente otro género de recetas.


Desde el norte y de la mano de Jean de Tournai llegará el rutilante vitri-
ficado nielado en oro que hallamos en una de las obras más emblemáti-
cas del primer gótico catalán: el arca-relicario de San Narciso (fig. 17),

a esta fórmula ya en su etapa florentina de la que no conservamos testimonios. Re-


cordemos que el sepulcro es obra de Giovanni y Pacio Bertini de Florencia, próximos
a Andrea Pisano, cfr. P. Toesca (1971, 337). Esta obra perdida podría ser un buen pre-
cedente para los ejemplos catalanes y valencianos. La fórmula se utiliza en el sepul-
cro de la reina Elisenda de Montcada en Pedralbes, cuya cronología exacta está por
determinar. Sobre el escultor de este sepulcro publicaron un catálogo de su obra A.
Duran Sanpere – J. Ainaud (1956, 204-207). Más recientemente se insiste de nuevo
en la misma dirección especulando con la posibilidad que se trate de Pere de Guines,
vid. P. Beseran Ramon (1991-1993, 215-230). Asimismo la hallamos en los sepulcros
de la familia Entenza en el Puig de Valencia en los que se trabajaba hacia 1341. Exis-
te una referencia documental de ese año que confirma la vinculación de Aloi de
Montbrai a este proyecto, cfr. P. Freixas i Camps (1982-1983, 79, n. 6). Por lo que
respecta al sepulcro de los Ardevol de Tárrega, su realización puede situarse en un
margen de tiempo que va de 1365 a 1370 (vid. la nota 52). Como ya se ha apuntado,
también es en Italia donde hallamos los precedentes para la modalidad que sitúa al
yacente sobre el frontal del sarcófago (vid. la nota 60).
“Sicut ut decet” 133

Fig. 18. Sepulcro de Bertran de Montrodon (†1384) en la catedral de Gerona.


Jean Avesta de Carcasona desde 1380.

pero que el mismo artífice aplica al sepulcro del arcediano de la cate-


dral de Barcelona Huc de Cardona (MNAC) y al de su hermana –perdi-
do–, destinados ambos a la capilla fundada con fines funerarios por el
primero en la catedral63. También llega de Francia la tipología que se si-
gue en el sarcófago de Ermengol X en Bellpuig de les Avellanes, de tan-
ta fortuna posterior, y una fórmula iconográfica que afecta sin embargo
a lo tipológico que es aquella que muestra el doble retrato del difunto
sobre la cubierta del sarcófago: vestido según los dictados de la moda
profana y con el hábito de la orden a la que ha elegido integrarse a su
muerte64. A lo largo del Trescientos estos intercambios no cesarán y ya
en las proximidades del gótico internacional, se confecciona un túmulo
en Girona que confirma el trasiego constante de los artífices estableci-
dos en el Midi francés hacia Cataluña. Se trata del sepulcro del obispo

63. Para esta técnica y su uso por parte de Jean de Tournai en el proyecto funera-
rio citado vid. F. Español Bertran (1994b, 379 y ss.).
64. Vid. el capítulo iconográfico.
134 Ante la muerte

Bertran de Montrodon (fig. 18) de innegables conexiones no sólo tipo-


lógicas sino estilísticas, con la tradición que deriva del taller de Rieux
activo en Toulouse desde las proximidades de 133365.
Naturalmente, el asentamiento de artistas franceses en Cataluña du-
rante el siglo XIV, justifica estos débitos. Si la documentación descubre
sus nombres66, ha sido menos proclive a desentrañar los de origen ita-
liano que llegaron contemporáneamente. Afortunadamente la escueta
referencia que apuntaba a la responsabilidad de un artífice pisano en la
realización del sepulcro de Santa Eulalia, ha podido complementarse
recientemente con un dato que sitúa en Barcelona al artífice Lupo di
Francesco el año 1327 lo que, de acuerdo con una antigua hipótesis, lo
convierte en el más firme candidato de la obra inicial del sepulcro67.

6. Variantes iconográficas

El sepulcro monumental en Cataluña presenta una menor variedad


iconográfica en comparación con otras áreas peninsulares, particular-
mente si lo comparamos con el repertorio al que se recurre en Castilla-
León. Sin embargo, los escultores supieron plasmar convenientemente
las dos intenciones complementarias que confluían en él: el compo-
nente soteriológico ( y/o apotropaico) y el emblemático, este último
mediante elementos como la heráldica, la indumentaria del yacente, e
incluso en el caso de los miembros del estamento militar, a través de la
reproducción de determinados rituales caballeresco-funerarios consti-
tutivos de las propias exequias.
El capítulo de los temas con vocación soteriológica comprende no
sólo los de carácter sagrado. Mostrar la imagen del difunto sobre un
sarcófago en cuyo frontal se ha reproducido el Colegio Apostólico pre-
sidido por una Maiestas –solución de gran fortuna desde lo paleocris-
tiano–, o en su caso una Crucifixión, cuando el fondo del arcosolio lo
preside la escena de la absolución del cadáver, supone exponer la sal-
vación del difunto como algo plenamente consumado. Mientras el ofi-
ciante y sus acólitos ejecutan el ritual sobre el simulacro del finado, su
redención se expresa a partir de una imagen simbólica. El Apostolado

65. F. Español Bertran (1993, 383-403).


66. Los reúne M. Durliat (1959, 91-103).
67. Sobre la presencia de italianos vid. F. Español Bertran (1995, 161-167). So-
bre el sepulcro santo: J. Bracons (1993, 43-51).
“Sicut ut decet” 135

y la Maiestas bajo arquerías que presiden el frontal del sarcófago (fig.


7) constituyen la esencia de la Jerusalén Celeste, y es en el interior de
la “ciudad”, que se evoca, donde reposa el cadáver68.
La frecuencia de escenas alusivas a las exequias en contextos fu-
nerarios peninsulares, sólo puede explicarse si las concebimos como
algo más que una simple crónica figurativa del funeral. Si considera-
mos el valor otorgado al agua bendita como elemento protector frente
al diablo, se hace evidente la dimensión apotropaica de un tema que re-
flejaba el preciso momento en el que el oficiante realizaba la absolu-
ción del cadáver y lo purificaba. Con la incorporación de ese episodio,
frecuentemente al fondo del arcosolio, se aseguraba la purificación
eterna del lugar de sepultura.
En lo relativo a los temas de carácter sagrado, la Anunciación apa-
rece con bastante frecuencia. A menudo no se integra en el propio se-
pulcro y forma parte de la decoración externa del arco que lo cobija69.
En el trasfondo de este particular asunto puede que no debamos buscar
tanto una interpretación genérica fundada en el papel de María como
figura antitética de Eva, e imagen, por tanto, de redención. En los si-
glos bajomedievales su invocación tenía connotaciones más inmedia-
tas para el difunto que explican el papel que en numerosos sepulcros se
le asigna directamente como intercesora. Localizada habitualmente en
el frontal del sarcófago, aparece con el Hijo en sus brazos, y el difunto
es introducido ante ella por ángeles o santos (fig. 14). La escena, está
presente en una serie de sepulcros de la Cataluña interior (Rocafort del
Bages, Cervera), pero tiene unos orígenes muy antiguos. Surgida en
contexto pagano, fue objeto de una reinterpretatio cristiana que garan-
tizó su éxito en todo el occidente europeo en época bajomedieval70.

68. Para la interpretación del Colegio Apostólico como imagen de la Jerusalén


Celeste vid. M. L. Gatti Perer (1983, 200-213). Recordemos que este tema decora la
cubierta del sepulcro de Pedro el Grande en Santes Creus y el frontal de varios más:
el del obispo de Huesca de Jaime Sarroca (en Poblet), el de Ermengol X de Urgell, el
de Ramon Alemany de Cervelló en Santes Creus. Sobre la presencia del Colegio
Apostólico en contexto funerario vid. también F. Baron (1979, 169-186).
69. En relación a la presencia de este tema en el contexto funerario vid. M. J. Gó-
mez Bárcena (1983, 65-72) para el caso burgalés. Los sepulcros catalanes que la inclu-
yen son varios osarios episcopales de Tortosa y los sepulcros en arcosolio de Avingan-
ya (Montcada) y Tárrega (Ardevol) a los que venimos aludiendo a lo largo del texto.
70. Para el tema vid. I. Herklotz (1985, 191 y ss.) y K. Bauch (1976). Analiza los
ejemplos catalanes R. Alcoy (1987, 39-65). Vid. también F. Español Bertran (1990,
78-80).
136 Ante la muerte

La muerte de Cristo, expresada por medio de su Crucifixión, cono-


ce varios testimonios. Además de presidir, por ejemplo, una serie de
laudas sepulcrales en la catedral de Tarragona, algunas muy tempra-
nas, ocupa la zona central del frontal del sarcófago del obispo de Hues-
ca Jaume Sarroca, en Poblet, el de la familia Albà en el claustro de
Santes Creus y uno conservado en el Museo Episcopal de Vic, proce-
dente de la catedral. Una formulación más compleja –pueden aparecer
la Virgen y San Juan, las santas mujeres e incluso los dos ladrones– la
encontramos en los relieves que ocasionalmente se encastan sobre al-
gunos enterramientos. Lo incorporaba el destruido de Berenguer del
Coll, en la capilla de Sant Andreu del Coll, en las proximidades de
Olot (fig. 16), y lo presentan algunos sepulcros episcopales y eclesiás-
ticos de la catedral de Barcelona71. También recurrió a un Calvario el
escultor Jordi de Déu en el monumento que labró hacia ca. 1377-1379
para el mercader de Cervera Ramon Serra “Major”, donde ocupa la
zona superior del arcosolio, sustituyendo el Juicio Final que pueden
presentar otros sepulcros de idéntica tipología72.
El Juicio Final tuvo un relativo protagonismo en la zona alta de
dos mausoleos de Santa María de Cervera. Las figuras de la Virgen
y San Juan, éste barbado, de acuerdo con la tradición bizantina, flan-
quean a Cristo que aparece sentado y mostrando sus llagas. Junto a
ellos se sitúan los ángeles tenentes de las Arma Christi73. Dentro del
contexto afín a este tema, puede señalarse el recurso a una resurrección
de los muertos para decorar el frontal de un sepulcro de yeso, existen-
te en la iglesia de los franciscanos de Vilafranca del Penedés, a tenor
de lo conservado en este campo, un unicum desde el punto de vista ico-
nográfico74 (fig. 19).
En este capítulo, el papel de los santos como intermediarios es
también remarcable. Junto a los de devoción personal, aparecen algu-
nos más frecuentemente que otros y son sus biografías y la capacidad
apotropaica que se deriva de ellas las que lo justifican. Entre éstos úl-
timos destacan Margarita, Catalina, Cristóbal. Dos de los sepulcros

71. Aunque lo usual sea mostrar la Crucifixión sin más, ocasionalmente podrá in-
corporarse el donante a los pies de la cruz. Es lo que sucede en el sepulcro episcopal
de Poblet, o en el del canónigo Santa Coloma en la catedral de Barcelona, por ejem-
plo.
72. Para este sepulcro vid. F. Español Bertran (1987, II, 670-678).
73. Idem (661-711).
74. Se analiza el último sepulcro, entre otros del mismo material, en F. Español
Bertran (1993, 692-695, fig. 10).
“Sicut ut decet” 137

Fig. 19. Sepulcro de un miembro de la familia Penyafort (?). Resurrección de los


muertos. Iglesia de los franciscanos en Vilafranca del Penedés (Barcelona) (Foto
J. Yarza).

que expresan mejor a través de sus respectivos programas iconográfi-


cos la mediación de los santos son de carácter episcopal. El primero,
corresponde al arzobispo de Tarragona e infante real Juan de Aragón
(†1334) (fig. 20). Dispuesto bajo arcosolio en el lado de la Epístola
del presbiterio de la catedral de Tarragona, constituye uno de los
ejemplares más relevantes del primer gótico catalán. Labrado excep-
cionalmente en mármol, en el hueco del arco y en torno a la figura ya-
cente se sitúan una serie de figuras exentas, del todo coherentes con
las devociones particulares del difunto. Se identifican santos familia-
res (San Luis rey de Francia y San Luis de Tolosa), santos propios de
la iglesia que gobierna el prelado (Santa Tecla) o aquellos a quienes
138 Ante la muerte

por sus propias inquietudes intelectuales puede reconocer como muy


cercanos, como sucede con San Agustín. Es más dudosa la identifica-
ción y razón de ser de una quinta figura femenina, quizá santa Isabel
de Hungría75.
Otro monumento funerario resulta igualmente significativo en este
aspecto. Corresponde al obispo de Girona Bernat de Pau (†1457). Co-
bijado bajo arcosolio en la capilla erigida por el prelado en la catedral,
constituye desde muchos puntos de vista la realización más ambiciosa
de todo el gótico catalán. Estructurado en diversos registros superpues-
tos, el superior lo ocupa la figura yacente del prelado acompañada por
una serie de personajes masculinos y femeninos que leen los salmos o
conforman el séquito funerario. En el registro situado por debajo de
éste, se distribuyen una serie de figuras exentas. Aparte el propio di-
funto arrodillado ante la Virgen con el Niño, identificamos a santa Ca-
talina, santa Margarita, santa Tecla (?), San Juan Evangelista (?) y a un
santo obispo. El carácter intercesor de María se subraya de nuevo en el
enmarcamiento del arcosolio, donde reaparece, y de nuevo el propio
difunto arrodillado ante ella76 (fig. 21).
Si antes nos referíamos al carácter aprotropaico de la iconografía
funeraria, debemos reseñar ahora aquellos temas que inciden más di-
rectamente en este aspecto. Ciertamente, recurrir al Colegio Apostó-
lico/Jerusalén Celeste para decorar el frontal de un sarcófago, conlle-
va hacer partícipe al difunto albergado en él, de la idea de redención.
No obstante, el concepto se revela por medio de una metáfora. Los
asuntos más genuinamente propiciatorios serán aquellos que expresan
el acto soteriológico de un modo absolutamente explícito. La elevatio
animæ resulta el más elocuente de todos ellos. La mayor parte de los
monumentos estudiados la incluyen, habitualmente al fondo del arco-
solio, el lugar más adecuado para subrayar el carácter ascensional del
tránsito del alma. Excepcionalmente, podrá localizarse en la propia cu-
bierta del sarcófago según lo vemos, entre otros, en uno de los sepul-
cros conservados en el interior de Santa María de Manresa77. La elec-
ción obedece al hecho que el osario es independiente por completo del
contexto mural contiguo, de modo que el escultor no disponía de un lu-
gar mejor en el que ubicarla.

75. Vid. los trabajos que citamos en la nota 14.


76. Sobre este sepulcro y su iconografía vid. F. Español Bertran (2001, 438-443).
77. Se reproducen varios ejemplares que la incluyen en X. Sitjes i Molins (1994,
figs. 125, 143 y 153).
“Sicut ut decet” 139

Fig. 20. Sepulcro del infante Juan de Aragón (†1334), arzobispo de Tarragona.
Lado de la epístola en el presbiterio de la catedral (Foto J. Yarza).

Junto a los temas reseñados, en la decoración de los sepulcros gó-


ticos catalanes se reserva un gran protagonismo a los signos heráldicos
que identifican a sus destinatarios como miembros de un clan determi-
nado. Junto a esta función de los emblemas familiares, otros elemen-
tos sirven de código en la identificación del estamento al que pertene-
cieron los personajes enterrados en ellos. No se trata en modo algunos
de aspectos secundarios. Tanto la emblemática como la indumentaria
que lucen los yacentes son distintivos de clase. En relación a esta últi-
ma, los eclesiásticos de alto rango, incluso cuando pertenezcan a una
orden monástica78, vestirán de pontifical (figs. 18 y 20). Los arcedia-
nos, por su parte, lo harán de acuerdo a un modelo plenamente asenta-
do a comienzos del XIV que los muestra vestidos con la indumentaria

78. Es el caso de los obispos de Girona, Lleida y Vic: Fra Berenguer de Castell-
bisbal (†1253), Fra Guillem de Barberà (†1255) y Fra Bernat de Mur (†1264). Su
pertenencia a los dominicos les llevó a elegir sepultura en el convento de la orden de
Barcelona y fueron inhumados en sepulcros de similares características (conservados
ahora en el MNAC) donde son representados con hábito.
140 Ante la muerte

Fig. 21. Sepulcro del obispo Bernat de Pau (†1457) en su capilla funeraria de la
catedral de Gerona (Foto J. Yarza).

habitual y sosteniendo el Evangeliario79 (fig. 21). Por su parte, los


miembros del estamento militar ostentarán el preceptivo arnés, aunque
existen excepciones significativas a la norma. Por un lado, la que cons-
tatamos en el caso del panteón real de Poblet, y con anterioridad en el
de los condes de Urgell en Bellpuig de les Avellanes. Aquí, de las tres
figuras yacentes masculinas sólo una de ellas viste arnés militar: la que
corresponde al vizconde de Ager. Las otras dos, que pertenecen a los
condes Alvar II y Ermengol X lucen túnicas y manto superior. Recor-
demos que, de todos ellos, sólo el primero falleció en una campaña mi-
litar. Puede que ambos hechos no estén relacionados, pero nos resisti-
mos a dejar de considerar esa posibilidad. La indumentaria fue un
distintivo de clase y según lo confirman numerosos textos contempo-
ráneos se la consideró imbuida, además, de un profundo valor simbó-
lico. Aunque el paso del tiempo fuera alejando a los miembros del es-

79. Responden a este modelo, entre otros, el yacente de Guillem de Montgrí y el


de Arnau de Soler, ambos en el claustro de la catedral de Girona, y el de Huc de Car-
dona, éste originariamente en la catedral de Barcelona, ahora en el MNAC. Se repro-
duce el segundo en A. Duran Sanpere – J. Ainaud de Lasarte (1956, fig. 200).
“Sicut ut decet” 141

tamento nobiliario de sus ideales, en el campo de lo imaginario mantu-


vieron viejas pautas que permitían su asimilación corporativa al miles
christi. No puede extrañarnos, por tanto, que algo de todo ello se refle-
jara en sus sepulcros. En todo caso, en la nómina de los pertenecientes
a militares que datan del siglo XIV, se otorga un lugar especial a los
destinados a miembros del estamento muertos en combate. La muerte
heroica parece haber sido conmemorada adecuadamente80, al igual
quizá que la participación en una cruzada. Una serie de yacentes ingle-
ses que presentan una pierna cruzada sobre la otra han venido siendo
interpretados en este sentido81. En Castilla-León los ejemplos de esta
especificidad iconográfica no parecen justificarse por la misma vía82.
Sin embargo, el ejemplar más antiguo censado en Cataluña, de corres-
ponder al conde de Empúries IV (†1230) como es viable sospechar,
obedecería a los planteamientos más ortodoxos ya que había participa-
do en la tercera83 (fig. 22).
Algún sepulcro presenta al difunto travestido en monje cistercien-
se o franciscano, particularidad que se hizo extensible también al ám-
bito real y lo prueba en su ejemplo más antiguo la imagen yacente de
Jaime el Justo en Santes Creus (fig. 2). Probablemente siguió el mode-
lo que le servía el sepulcro real, uno de los túmulos situados actual-

80. Aunque no fue exactamente en el campo de batalla dado que murió en el cau-
tiverio posterior a la guerra siciliana, lo cierto es que se trató de una relación causa-
efecto. Algunos de los fallecidos en las campañas de Cerdeña fueron conmemorados
también por medio de sepulcros monumentales. Es el caso de Bertran de Castellet
(†1323) en los franciscanos de Vilafranca del Penedés, de Ramon Amat de Cardona
en Montserrat, de Ramon Alemany de Cervelló (†1324) en Santes Creus y de Huc de
Copons (†1354) en la iglesia del que fue centro del señorío familiar, El Llord. Todos
los sepulcros se conservan in situ, excepto el último que se exhibe en el Museo Dio-
cesano y Comarcal de Solsona. Se estudian en F. Español Bertran (1987) y se repro-
ducen en M. de Riquer (1968, figs. 85-86, 87 y 114). Para el de Santes Creus vid. mi
trabajo citado en la nota 42.
81. Cfr. H. A. Tummers (1980, 117 y ss.).
82. Cfr. J. Yarza (1984, 13).
83. Se trata de un sepulcro de yeso ubicado bajo arcosolio en la capilla axial
abierta en el deambulatorio de la iglesia de Castelló d’Empúries. Frente a éste se
halla el de una dama, presumiblemente Sibil.la de Palou. Lo estudiamos en F. Es-
pañol Bertran (1993, 678-683). Otro sepulcro, procedente de Perpiñán, de caracte-
rísticas similares, y fechado algo más avanzado el siglo XIII, se conserva ahora en
el Museo Hyacinthe Rigaud. Corresponde a Jazpert de Castellnou. Aunque atribui-
do en algún momento a otro destinatario (M. Durliat, 1958, 69-75), las fuentes an-
tiguas confirman la nueva atribución. Se recogen en F. Español Bertran (1993, 679,
n. 26).
142 Ante la muerte

Fig. 22. Sepulcro del conde de Empúries Huc IV (†1230), en la capilla funeraria
de Santa María de Castelló d’Empúries (Gerona) (Foto J. Yarza).

mente en la galería sur de Santes Creus –el de los Albà–84. Se trata de


una dinastía no muy relevante pero estrechamente vinculada al ceno-
bio, que sabemos se acogió durante varias generaciones a los benefi-
cios de la traditio corporis et animæ85. Precisamente la figura yacente
que preside el sepulcro traduce fielmente esta idea. Existe, en este mis-
ma línea una segunda posibilidad aún más interesante. La hallamos en
el túmulo de Bertran de Castellet (†1323) en los franciscanos de Vila-
franca del Penedés (Barcelona)86. El monumento de este noble falleci-
do durante la campaña de Cerdeña es exento y presenta una cubierta a
doble vertiente. Uno de sus lados (fig. 15) lo preside la figura de un
militar que sostiene un gran escudo con las armas familiares, el opues-

84. La comparación de ambos yacentes (el real y el nobiliario) evidencia que el


segundo copia muy de cerca al primero. Cfr. F. Español Bertran (1987, II, 577-581).
85. Sobre esta práctica vid. J. Orlandis (1950), (1954). La documentación de San-
tes Creus, como la de otros monasterios contemporáneos, atestigua abundantemente
su implantación.
86. Sobre este sepulcro vid. F. Español Bertran (1987, II, 589-592).
“Sicut ut decet” 143

Fig. 23. Sepulcro doble de Bertran de Castellet (†1323) en la iglesia de los fran-
ciscanos de Vilafranca del Penedés (Barcelona). Yacente con hábito franciscano
(Foto J. Yarza).

to lo ocupa la imagen de un franciscano (fig. 23). Es el mismo perso-


naje representado por dos veces, de acuerdo a una tradición que tiene
sus precedentes en el norte de Francia y que conocerá un cierto desa-
rrollo en el Rosellón y Cataluña87. Seguían esta modalidad dos de los
sepulcros reales de Poblet: el de Alfonso el Casto y Jaime I el Conquis-
tador, según informan antiguas descripciones y la documentación rela-
tiva al proyecto88. También se adecuan a ella los sepulcros de la reina

87. M. Durliat (1964, 268). El historiador menciona un sepulcro existente en San


Martín del Canigó, labrado en 1332. Según lo confirma un dibujo de la colección
Gaignières, en la abadía de Longpont había un sepulcro que respondía a estas mismas
características: el de Jean de Montmiraill. Lo reproduce H. Jacob (1954, Pl. XVII a).
Otro de la abadía de Nestle repite esta fórmula.
88. Pedro el Ceremonioso previó que estos reyes tuvieran doble retrato sobre sus
tumbas. Sobre los términos de los contratos respectivos vid. A. Altisent (1974, 278-
281). La descripción del sepulcro de Jaime I en el manuscrito conocido como “Anti-
gualles de Poblet” lo indica claramente: “Mostras lo seu bulto a una part de la sepul-
144 Ante la muerte

Elisenda de Montcada y probablemente, a imitación de éste, el osario


atribuido a Romia Sarrià Despalau, ambos en la iglesia conventual de
Pedralbes89.
La abundancia de sepulcros femeninos en ámbito catalán justifica
dedicar un aparte a sus figuras yacentes. Su disposición sobre la cu-
bierta no introduce variante alguna respecto a las masculinas, aunque
sea preceptiva la presencia de perros a los pies, mientras hallamos in-
distintamente canes y leones en el caso de los caballeros. La indumen-
taria se rige por las pautas dictadas por la moda en el período de ejecu-
ción, pero son frecuentes los casos en que se recurre al vestido usual
entre las viudas. Cuando se trata de personajes que han recibido el há-
bito de una orden antes de morir, se las representará con él, sirviéndo-
se los artistas del mismo sistema usado en los yacentes masculinos que
responden a similar casuística: la doble imagen de la difunta vistiendo
respectivamente indumentaria laica y religiosa. Así sucede en el mo-
nasterio de Pedralbes en el monumento de la reina Elisenda de Mont-
cada y en el Romia Sarrià Despalau, ya citados.
Habitualmente, cuando se trata de sepulcros individuales femeni-
nos, hay que sospechar que la destinataria fue a la vez promotora. Se
confirma en ciertos casos90. Puede, no obstante, que lo más atractivo
en el análisis del tema esté en aquellos ejemplares que muestran sobre
la cubierta a ambos esposos. No sólo el posible promotor que está tras
ellos, sino las particularidades que reviste la imagen de la dama encie-
rran un gran interés. Sobre un total de ochenta y siete sepulcros nobi-
liarios registrados en Cataluña durante el siglo XIV, doce o son dobles
o, siendo independientes, se contrataron al unísono y para ser empla-
zados próximos el uno del otro. Los primeros derivan lejanamente de
aquellos modelos de la Antigüedad que representaban sobre la urna la

tura vestit de cogulla y en la altra en habit real”. Publica esta fuente R. Del Arco
(1945, 458). Por lo que respecta al sepulcro de Alfonso el Casto véanse los comenta-
rios de A. Altisent (1974, 278-281).
89. Se reproducen en J. Ainaud – J. Gudiol – F.- P. Verrié (1947, figs. 770-774 y
776).
90. No poseemos mucha información al respecto, pero sucede así con la condesa
Sibil.la de Pallars o con Margarida de Bellera. La primera lo dispuso en su testamen-
to dictado en 1327, aunque dejó en manos de los albaceas su construcción. Sobre el
documento acreditativo vid. I. Puig (1981, 330). La segunda, casada con un miembro
de la familia Cardona, encargó personalmente la labra del suyo a Pere Moragues (J.
M. Madurell Marimón, 1944, 167).
“Sicut ut decet” 145

Fig. 24. Detalle de la figura yacente de Berenguera de Montcada (ca. †1336).


Iglesia del convento trinitario de Avinganya (Lérida). Atribuido a Pere Seguer de
Lleida (Foto J. Yarza).

fórmula de las nozze eterne91. Para apoyar esta lectura contamos con
un ejemplo de excepción: el sepulcro de un Montagut y una Ça Torra
originario de Santa Perpetua de Gayà, ahora en el Museo Diocesano de
Tarragona, donde el caballero abraza a la esposa92. No siempre el mo-
delo se plasmó con tanta rotundidad. Lo habitual fue disponerlos uno
al lado del otro, sin mostrar relación alguna entre ambos. El testimonio
más antiguo para lo catalán lo tenemos en el monumento de Jaime II y
Blanca de Anjou en Santes Creus, pero, como ya se ha señalado, a su
imagen, la fórmula conocerá nuevos ejemplos en años posteriores.
Entre los casos más paradigmáticos de la misma se cuentan los se-
pulcros de los condes de Urgell Alvar II y Celia de Foix, inicialmente
en Bellpuig de les Avellanes, el de Berenguera de Montcada y Bernat
Jordà d’Illa en Avinganya, o el de los Queralt en Santa Coloma, ejem-

91. Cfr. A. Quacquarelli (1985, 5-34).


92. F. Español Bertran (1992c, 112-113).
146 Ante la muerte

plares en los cuales creemos haber identificado al posible promotor.


Tanto el de los Urgell como el de los Queralt se debieron a los hijos
respectivos de los personajes inhumados, el de los Montcada surge
como posible proyecto de uno de sus destinatarios, concretamente el
esposo93. Es muy significativo advertir en todos los casos, que en los
escudos presentes en la “zona femenina” del sepulcro (ya sea en los
que decoran el sarcófago o en los que se utilizan ocasionalmente para
el adorno de la indumentaria de la figura yacente) aparecen partidos
los emblemas del linaje de origen de la dama con los del marido (fig.
24). No disponemos de ejemplos, ni en estos casos, ni en los restantes
registrados de características similares, en los que se advierte un claro
protagonismo del emblema heráldico femenino.
Si en los monumentos de Bellpuig y de Santa Coloma de Queralt
esto puede tener una justificación por cuanto es el hijo quien patroci-
na el proyecto, en el de Avinganya el hecho está fuera de todo propó-
sito porque quien parece impulsar la obra es el viudo. Bernat Jordà
d’Illa al emparentar con los Montcada lo había hecho con una dinas-
tía de mayor prestigio que la suya. Además, su esposa controlaba un
importante señorío. A pesar de todo, tanto en la almohada como en
los brocados del vestido que ésta luce descubrimos la combinación
de ambos escudos. Esto puede carecer de significado o decirnos mu-
cho si sopesamos aspectos complementarios. Cotejar esta evidencia
presente también en enterramientos individuales, con lo conocido en
un caso particular –lo acaecido entre la condesa de Pallars y Huc de
Mataplana, su marido–94, apunta a un hecho inequívoco: la pérdida
de protagonismo de la mujer durante el siglo XIV registrado también
a otros niveles95.
Pasando a nuevos aspectos de la iconografía funeraria catalana,
concretamente a los temas utilizados en la ornamentación de los fron-
tales de los sarcófagos y otras zonas de los monumentos, es incuestio-
nable que entre lo más llamativo y original, se halla la incidencia de un
asunto extraído de las propias exequias. Nos referimos a la ceremonia

93. Para la génesis de los dos primeros proyectos vid. los apartados iniciales de
este estudio; para el de los Queralt, F. Español Bertran (1984, 125-176).
94. La condesa deja entrever los difíciles problemas que le planteó su marido en
el testamento que dicta en 1327 (I. Puig, 1981, 313). Huc de Mataplana no sólo se
aprovechó de su matrimonio para obtener privilegios y otros beneficios sino que,
como lo confirma la documentación, ejerció más la dignidad condal que su propia es-
posa.
95. Sobre este punto vid. M. Aurell Cardona (1985, 5-32).
“Sicut ut decet” 147

denominada correr les armes96. El tema hace su aparición en el sepul-


cro de Ermengol X de Urgell, ubicándose en las impostas del arco que
lo cobija, y reaparecerá en este mismo lugar en el dinástico de los Mont-
cada en la catedral de Lleida. Otros sepulcros lo habían desplazado ya
por entonces al relieve situado al fondo del arcosolio (mausoleo de los
Montcada en Avinganya). Se trata de la evocación de un ritual reserva-
do a los miembros del estamento militar, cuyo origen remonta a la épo-
ca romana. La celebración, a pesar del empeño de la Iglesia por erradi-
carlo, se documenta en los distintos reinos hispanos a lo largo de los
siglos XIII al XVI. Sin embargo, los ejemplos más explícitos entre los
testimonios iconográficos conservados, son algunos catalanes. Induda-
blemente éste es el caso del sepulcro de los Queralt, en cuyo sarcófa-
go el episodio se desarrolla en los relieves situados a la cabecera y a
los pies del mismo (fig. 25). Los testimonios que han sobrevivido y los
que conocemos por medio de las fuentes se reparten a lo largo de los
siglos XIV y XV. Los hay nobiliarios y reales, éstos en el panteón de
Poblet.

7. Reflexiones finales

Teniendo en cuenta la amplia difusión que alcanza en Castilla-


León durante el último cuarto del XIII, el sepulcro monumental gótico
llega a Cataluña con retraso, pero su incidencia a partir de 1300 es in-
negable. No sólo el rey, sino los miembros de la alta aristocracia, de
los linajes nobiliarios menores, del estamento eclesiástico e incluso los
burgueses, estimaron su valor como elemento de prestigio dentro del
culto general a las formas externas que se desplegó a lo largo de los si-
glos XIV y XV. La fama más allá de la muerte se expresará a través de
él o mediante proyectos de índole funeraria de mayor alcance –los
panteones y todo lo que llevaban implícito–. Si bien la atracción ejer-
cida por las órdenes mendicantes en este campo queda suficientemen-
te confirmada por la documentación, su ideario específico en lo relati-
vo a la vanitas tuvo un eco muy restringido. La demanda de sepultura
en sus conventos fue considerable, pero no se tradujo en un alza de los

96. Hemos ido tratando esta particularidad iconográfica en diversas ocasiones al


analizar los sepulcros que la incorporaban, pero recientemente la hemos abordado
con carácter monográfico. Vid. F. Español Bertran (en prensa).
148 Ante la muerte

valores que impulsaban. La búsqueda de la fama va a prevalecer sobre


el ideario que emana de las corrientes eclesiásticas más rigoristas, y el
sepulcro, signo tangible de la voluntad de eludir la muerte o su efecto
más directo –el olvido–, sirvió magníficamente a los intereses de una
oligarquía que por medio de artificios supo transgredir la muerte, el
acontecimiento más universal e ineludible del ser humano.

Fig. 25. “Correr les armes”. Relieve situado en los pies del sar-
cófago doble de los Queralt en Santa Coloma (Tarragona), la-
brado por el escultor leridano Pere Aguilar entre 1369-1370
(Foto J. Yarza).
“Sicut ut decet” 149

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55.
Mors bifrons:
Las elites ante la muerte en la poesía cortesana
del Cuatrocientos castellano*

María Morrás Ruiz-Falcó


Universitat Pompeu Fabra

No revelo nada nuevo al afirmar que el Cuatrocientos es el siglo


del culto a la muerte. Es ya casi un tópico después de que J. Huizinga
escribiera que “no hay época que haya impreso a todo el mundo la
imagen de la muerte con tan continuada insistencia como el siglo
XV”1. Por lo general, se han aducido razones de índole histórica para
explicar la presencia visible que adquiere el momento final de la vida
en el pensamiento religioso, en el arte, en los documentos y en la lite-
ratura. Las periódicas epidemias de peste que azotaron con diverso
grado de intensidad los países europeos a partir de 1348, los sucesivos
asesinatos en masa contra los judíos, las guerras civiles que asolaron
tantas tierras y los subsiguientes movimientos de protesta social hubie-
ron indudablemente de marcar en la conciencia de generaciones de
hombres cuán frágil es la vida humana, cuán presente está en ella la
muerte2. Es más que probable que los agitados y turbulentos tiempos
que caracterizaron la política y, en consecuencia, la existencia cotidia-
na, de Castilla desde la época de Pedro I hasta el triunfo definitivo de

*. Trabajo elaborado con ayuda del proyecto “Poesía y cancioneros del siglo
XV”, dirigido por el prof. V. Beltrán.
1. 1984, 194.
2. Al respecto, vid. los libros imprescindibles de M. Vovelle (1983) y P. Ariès
(1982), (1983); así como las páginas introductorias de E. Mitre (1988a) y F. Martínez
Gil (1996). Un buen panorama crítico sobre la historiografía sobre la muerte se halla-
rá en A. Guiance (1989).
158 Ante la muerte

los Reyes Católicos contribuyeron a hacer de la Fortuna –trasunto unas


veces de la providencia divina, otras del azaroso destino– y de la muer-
te los grandes temas de la literatura de la época. Y sin duda, el cambio
dinástico, la cambiante suerte política –no pocas veces acabada con
trágico final para los cabecillas de uno u otro bando nobiliario– y el re-
levo de una vieja y en apariencia bien enraizada nobleza por otra nue-
va daría motivo de meditación a más de un caballero sobre el propósi-
to de su vida y el futuro de su linaje. Algunos, testigos y protagonistas
destacados de los acontecimientos descritos, buscaron respuesta a sus
inquietudes en los textos a los que su formación y su interés por la lec-
tura, cada vez mayor3, les daba acceso; otros dejaron testimonio de su
angustia, sus dudas y su pesimismo también por escrito. El Rimado de
Palacio, de Pero López, el canciller Ayala, partidario de Pedro I hasta
que su instinto político –y quizá también, según quiere su crónica, su
hastío de tanta muerte injusta y violenta– le hizo pasarse al bando del
ganador, Enrique el de las Mercedes, del que fue fiel cronista, emba-
jador y consejero, es, para el tema que nos interesa, valiosísimo expo-
nente de cómo la denuncia social, política y moral, la reflexión sobre
la muerte y el sufrimiento, la sátira mundana y la preocupación reli-
giosa no constituyen al filo de 1400 ni desde el punto de vista temáti-
co ni desde el punto de vista de los géneros literarios unidades discre-
tas que puedan segregarse y estudiarse de modo aislado. El Rimado
también nos recuerda que, lo que con Ariel Guiance (1998) llamare-
mos el discurso o discursos sobre la muerte, esto es, su representación
en el imaginario medieval, es tanto el resultado de unas circunstancias
históricas como de una elaboración cultural, pues si Ayala es figura de
referencia obligada para quien se asome a la historia de los turbulen-
tos años en que se produce la implantación de la dinastía Trastámara
en Castilla no lo es menos para el estudioso de la literatura que se in-
terese por la introducción del humanismo vernáculo en este reino4,
que hunde sus raíces en el abono que le proporcionaron las traduccio-
nes de San Isidoro, Tito Livio y Bocaccio de Pero López, en el valor
narrativo de sus crónicas y en el ensayo de cancionero que es en rea-
lidad el Rimado; todo lo cual fructificó sus piezas más granadas en el
siglo XV en las ramas de su linaje: los Pérez de Guzmán, los Mendo-
za y los Manrique.

3. J. Lawrance (1986).
4. Para el concepto de Humanismo vernáculo, vid. P. Russell (1978) y J. Lawran-
ce (1986), así como algunas precisiones en M. Morrás (1993), (1994), (1995).
“Mors bifrons” 159

Porque si la muerte se hace visible a la sensibilidad religiosa, so-


cial, artística y literaria del hombre a fines del medioevo no es sólo
porque su presencia salte a los ojos debido a las circunstancias históri-
cas, que multiplican el número de muertos, sino también porque en la
época confluyen una serie de corrientes espirituales e intelectuales que
prepararon las conciencias para percibir con mayor intensidad que en
otros tiempos –que los hubo igual de catastróficos (y piénsese si no en
épocas de destrucción y hambruna como la caída del imperio romano)
sin que se aprecie una sensibilidad similar– lo que significa el morir5.
En efecto, en la ya extensa bibliografía sobre la muerte en la Edad
Media se echa en falta que se tenga en cuenta la literatura de creación
de la época, así como las tradiciones literarias que hayan podido in-
fluir en el desarrollo de nuevas mentalidades, ideologías incluso, ante
la muerte6. Es cierto que existen excepciones tan destacadas como la
representada por los libros de Tenenti (1952 y 1957) o, en el ámbito
hispánico, Morir en España de Royer Cardenal y últimamente el ya ci-
tado Los discursos sobre la muerte en la Castilla medieval de A. Guian-
ce, donde a pesar de todo escasean los testimonios estrictamente lite-
rarios7. Tampoco puede negarse que no hay estudio sobre la muerte
que no se refiera, siquiera de pasada, a los tópicos del ubi sunt y del
contemptus mundi, o a las danzas de la muerte, pero a mi parecer en la
mayor parte de las ocasiones los textos se interpretan como si fueran
un documento más, sin que se tengan en cuenta condicionantes como
pueda ser el género al que pertenece la obra, el peso de la tradición li-
teraria o su importancia a la hora de orientar la expresión de compor-
tamientos y mentalidades. Al llamar la atención sobre la pobreza en el
manejo de las fuentes literarias en la historiografía sobre la muerte, no
pretendo restar importancia a los estudios iconográficos, o a aquellos

5. Acerca de este proceso, que convierte a la muerte en una presencia visible en


la baja Edad Media, vid. P. Dinzelbacher (1997), G. Schulz-Bourner (1997) y, sobre
todo, V. Pace (1993). Un magnífico panorama desde la perspectiva literaria para Es-
paña se hallará en A. Krause (1960).
6. Para estos conceptos, remito al capítulo introductorio de A. Guiance (1999).
7. No quiero decir con ello que en los numerosos estudios sobre el tema se pres-
cinda por completo del marco cultural, pero escasean las perspectivas integradoras,
que vayan más allá de algunas referencias a la iconografía y a las crónicas. No obs-
tante, existe un nutrido grupo de útiles monografías que tiene en cuenta alguno de los
ámbitos de la cultura, en especial la religiosidad. A lo largo de las notas que acompa-
ñan estas páginas encontrará el lector constancia de las obras con las que estoy en
deuda.
160 Ante la muerte

otros que han prestado especial interés a los rituales, la religiosidad o


la historiografía, pero sí creo que mientras no se estudie en mayor de-
talle este aspecto, el literario, faltará una pieza importante de ese mo-
saico que componen las manifestaciones del espíritu y la sociedad en
los que se reflejan las actitudes ante la muerte del hombre del medioe-
vo8. Por otro lado, ha de reconocerse que desde la vertiente literaria se
ha adoptado con frecuencia una perspectiva excesivamente limitada,
ceñida al estudio de tal obra o de determinado pasaje, y más de una vez
el análisis se ha restringido a los aspectos retóricos o formales del tex-
to, prescindiendo del todo –o casi– de un examen serio del contexto
histórico y social, así como de las aportaciones realizadas desde la his-
toria de las mentalidades9.
La literatura, así contemplada, es un terreno privilegiado para la
investigación de las formas de vida y de pensamiento de cualquier
época, pero en especial de las de la elite del siglo XV –que será el tema
de nuestro estudio–, cuando los poetas hacían doblete de nobles o de
letrados al servicio de los anteriores; o mejor dicho, cuando los nobles
y quienes les servían como letrados veían en la literatura la prolonga-
ción natural de su forma de vida10 y el medio lógico donde expresar, a
modo de espejo no siempre fiel, sus aspiraciones y sus afanes no sólo
sociales, sino también, claro está, culturales. Por ello, los textos litera-
rios constituyen por sí mismos discursos en el sentido que recibe este

8. Tampoco quiero decir con ello que falte atención a todas las obras y épocas
de la literatura medieval. Los siglos XIII y XIV con autores y obras tan representati-
vas para el tema que nos ocupa como Berceo, el famoso planto por Trotaconventos
en el Libro de buen amor y la Danza de la muerte son referencia casi obligada en la
bibliografía española y en más de una ocasión han sido utilizadas con mesura y pro-
vecho (por ejemplo, en F. Martínez Gil, 1996).
9. Por ello, los estudios más destacados se han ocupado de tópicos literarios
como la muerte como amada (F. J. Díez de Revenga, 1970-1971) o el ubi sunt (M.
Liborio, 1952; M. Morreale, 1975), y sobre todo de la presencia de la muerte a pro-
pósito de textos concretos como la Danza de la muerte, las Coplas a la muerte de su
padre de Jorge Manrique y Celestina, acerca de los cuales existen estudios modéli-
cos como los de J. Sagnieux (1972), A. Krause (1960) y E. Berndt (1963).
10. Recuérdese aquí, sin ir más lejos, lo que escribe Juan Alfonso de Baena al
frente del cancionero que lleva su nombre. Sobre la función social de la poesía en el
siglo XV, vid. R. Boase (1981 [1978]), aunque ahora hay que matizar sus conclusio-
nes a la vista de J. Weiss (1990) y, sobre todo, de A. Mª Gómez-Bravo (1999), quien
pone de manifiesto el alto aprecio que tenían los nobles castellanos por la actividad
poética y su relación con la revalorización de la retórica asociada al Humanismo,
todo lo cual no modifica sino que apoya lo dicho aquí.
“Mors bifrons” 161

concepto en la historia cultural y es que, como recuerda R. Chartier11,


“son los ‘grandes’ escritores o filósofos los que expresan o reflejan con
mayor coherencia, a través de sus obras esenciales, la conciencia posi-
ble del grupo social del que forman parte”. Pero esa conciencia, social
y literaria, se ha nutrido a su vez no sólo de la realidad sino también de
otros textos, vivos en virtud de una conjunción de factores de natura-
leza muy diversa (moda literaria, afinidad con los intereses de una épo-
ca o de un grupo, impacto estético, azar...), de manera que entre las
obras literarias y su época se establece una relación dialéctica de in-
fluencias mutuas en la que no es siempre fácil distinguir entre la reali-
dad y su imagen. Fuera de estas breves advertencias –a mi parecer im-
prescindibles para abordar sin confusiones el territorio entre historia y
literatura–, las presentes páginas no pretenden desplegar una metodo-
logía para el empleo de fuentes literarias en la historia de la cultura. Mi
objetivo es mucho más modesto. Me propongo tan sólo analizar cómo
una parte de la literatura cultivada por y para la elite castellana del si-
glo XV, la poesía cancioneril, representó la muerte y el papel que las
corrientes intelectuales desempeñaron en el dibujo de algunos trazos;
eso sí, fundamentales en la imagen de la muerte.
La elección del grupo social y el género como centro de este estu-
dio no son fruto del azar. Por una parte, este de la imagen de la muerte
entre la nobleza a fines de la Edad Media no es un tema excesivamente
explorado. Cuando se habla de la muerte de los poderosos, normalmen-
te las publicaciones se centran en la muerte del rey, objeto de excelen-
tes análisis, o, todo lo más, en la muerte heroica tal como se plasma en
los poemas épicos y las primeras crónicas vernáculas12. En cambio,
apenas hay estudios sobre el estamento caballeresco a finales de la

11. 1991, 28.


12. Interesan aquí sobre todo los que tienen en cuenta las fuentes literarias, tales
como los de A. Adler (1968-1971), J. M. Filgueira Valverde (1945), S. C. Aston
(1971) y P. Zumthor (1963) sobre el planto, y aquellos otros que tratan de los ritua-
les y actos sociales que rodeaban la muerte. Una introducción a estos temas, con bi-
bliografía, puede encontrarse en las obras citadas en las notas 1 y 5, a las que hay
que añadir S. Royer de Cardinal (1992), D. Menjot (1988), F. Martínez Gil (1996,
38-41) y A. Guiance (1999), con una interpretación muy original sobre la sencillez
y ascetismo del ceremonial funerario de los reyes castellanos; análisis más específi-
cos se hallarán en varios trabajos recogidos en L. Kolmer (1997), así como E. Mitre
(1988b y 1992), M. Núñez (1999), H. M. Schaller (1993) y J. Yarza (1988). Dejo a
un lado las excelentes monografías que sobre esta cuestión existen para la Edad Mo-
derna.
162 Ante la muerte

Edad Media13, y ello a pesar del evidente interés de este grupo y época
para nuestro tema, como ya destacó en 1927 Huizinga en el capítulo
que dedicó a la imagen de la muerte en su Otoño de la Edad Media14.
Por otra, falta aún por explicar cómo un período que es caracterizado
mayoritariamente desde el citado libro por la irrupción de lo macabro15
vive al mismo tiempo la creación de esa respuesta esperanzada y sere-
na a la desintegración física que son las artes moriendi. Es probable
que ambas corrientes no sean tan dispares como se nos ha hecho creer,
pues se trata en ambos casos de una negación de la vida terrenal que
tiene su origen en el ascetismo cristiano que tiene su máxima expre-
sión en el contemptus mundi. En realidad, el acento en la desintegra-
ción física y el horror que ello despierta y que caracteriza a lo macabro
tienen su razón de ser si la muerte se considera ianua vitae, proceso de
tránsito necesario hacia la eternidad que prometen las artes moriendi.
De hecho, una revisión de las danzas de la muerte obliga, de entrada,
a revisar la tajante división entre las corrientes macabras y el concepto
de la buena muerte. El hallazgo de un testimonio nuevo de la Danza
castellana16 que viene a sumarse a los dos conocidos hasta ahora, con
un texto que atenúa el carácter macabro de la muerte, acentuando tam-
bién su carácter cristiano, me impulsó a leer de nuevo los poemas cor-
tesanos en los que aparece una imagen de la muerte como figura des-
tructora que alcanza a todos los estamentos por igual. Y de la lectura
de los textos fueron emergiendo otras actitudes ante la muerte que po-
nen de relieve que en la literatura cortesana compuesta en Castilla en
el siglo XV se manifiesta una voluntad de diferenciarse socialmente
incluso en el fin de la vida. Se trata de una actitud de rechazo ante el
poder igualatorio de la muerte que puede resumirse en una negación de
que el fin de la vida suponga la nivelación de las clases y orígenes so-
ciales que lleva a proponer y regular diferentes formas de morir y de

13. Con notables excepciones para la Península como M. Núñez (1985), E. Mitre
(1988b) o, para la vecina Francia, C. Beaune (1977) y para Alemania, P. Dinzelba-
cher (1997, 39-41) y G. Schulz-Bourner (1997).
14. J. Huizinga (1984, 194-212).
15. Cfr. para España A. Rucquoi (1988) y para Italia R. Gigliucci (1994), que vie-
ne a rectificar la tan extendida idea de que en el área mediterránea lo macabro no tuvo
tanta difusión como en el norte de Europa (como sostiene A. Tenenti [1957] y a su
zaga, A. Guiance [1993, 22-28] entre otros muchos). Como veremos, lo macabro no
se limita a las danzas de la muerte y aparece con bastante insistencia en la poesía can-
cioneril.
16. M. Morrás – M. Hamilton (2000).
“Mors bifrons” 163

celebrar las muertes que refleje la diversidad de las vidas y la proce-


dencia de los muertos. Además, no se trata de un indicio aislado. Otras
manifestaciones de esta perspectiva son la donación de cuantiosas li-
mosnas y el encargo de cada vez más número de misas –algo sólo al
alcance de los ricos, como han subrayado Ph. Ariès17 y M. Vovelle18–
que garanticen la redención de los pecados o la elaboración de compli-
cadas exequias determinadas por el rango social del difunto19, costum-
bre que llega a hacerse tan habitual, también en los reinos hispánicos20,
que los testamentarios pueden limitarse a dejar indicado que se les en-
tierre “según se acostumbra” o “según su estado”21; también, aunque
parezca paradójico, el rechazo expreso contra el boato y la ostentación
en los propios funerales ha de interpretarse en esta dirección22. Asimis-
mo, me pareció que la propia cantidad, abrumadora, de textos literarios
dedicados a la muerte y a los muertos en el ámbito cortesano era ya de
por sí una señal que había de tomarse en cuenta como parte de este fe-
nómeno de reacción de la elite, política y literaria, ante el alcance uni-
versal de la muerte. Al fin y al cabo, al dedicar sus versos a cantar la
muerte de tal o cual personaje, los poetas del XV no hacían sino subra-
yar lo que el destino de éste tuvo de individual y, por tanto, de único,
frente a las innominadas figuras prototípicas (del Papa, el emperador,
el obispo, el duque, el cura o el labrador) que aparecen en las Danzas,
al tiempo que al señalar su linaje, reivindicaban su posición social. En
este sentido, se ha afirmado que todo el género de plantos y lamenta-
ciones supone una afirmación elitista del grupo social al que pertene-
cen los personajes que son así conmemorados23.

17. 1982, 64-83; 1983, 178-82.


18. 1983, 13.
19. C. Beaune (1977, 140-142).
20. Donde la clase determina desde la indumentaria que vestirá el difunto como
“forma de inmortalidad social” (M. Núñez, 1988b), el lugar del entierro y los ritos fu-
nerarios (M. Núñez, 1985 y 1999; A. Rucquoi, 1981, esp. 89 y 94), así como el he-
cho de que los signos de poder y los temas heráldicos ocupen cada vez más espacio
en los monumentos fúnebres (J. Yarza, 1988; M. J. Gómez Bárcena, 1988, 31; M. Nú-
ñez, 1985). En suma, puede concluirse con A. Rucquoi (1988, 54) que “la codifica-
ción de los ritos de la muerte [es lo] que permite a cada uno abandonar este mundo
en el estado y condición en los que viviera en él”. Para todos estos aspectos remito a
otras contribuciones en estas mismas actas, donde se hallarán abundantes datos.
21. Variantes de esta formulación aparecen en diversos testamentos castellanos
citados por M. J. Gómez Bárcena (1988, 36) y A. Rucquoi (1988, 54-56).
22. Vid. A. Rucquoi (1988, 55).
23. C. Thiry (1985, 40-41 y 49).
164 Ante la muerte

Ha de subrayarse también que no es una la actitud ante la muerte


lo que encontramos en los textos cortesanos del XV castellano, sino
que son varias las representaciones que de ella aparecen. El detalle ma-
cabro, el canto hedonista a los placeres de la vida, la fe en la salvación,
la angustia y el terror ante el vacío, el elogio del bien morir y la espe-
ranza de triunfar sobre la muerte a través de la fama conviven en los
mismos cancioneros, en ocasiones en un mismo autor, incluso en un
único poema. Son elementos de larga y honda raigambre en la historia
de Occidente: unos marcadamente asociados a la doctrina cristiana
surgida en los primeros siglos (recordemos que el concepto de buena
muerte cuaja ya en el siglo IV con San Ambrosio y San Cipriano),
otros recuperados de la Antigüedad clásica. Desde la perspectiva de
una longue durée puede afirmarse desde luego con Arranz (1986) que
existe una continuidad en la historia de la muerte medieval, una persis-
tencia de ciertas actitudes, pero conviene matizar tal idea. Aunque es
cierto que a lo largo de los siglos no se aprecia una ruptura, no lo es
menos que se da una reformulación de las actitudes y los conceptos,
puestos al servicio de funciones sociales e ideologías diferentes. Este
es el tema central de mi ponencia: determinar –aunque sin afán de ex-
haustividad ni en la exploración del tema ni en los textos traídos a co-
lación– qué actitudes ante la muerte se observan en la literatura corte-
sana del siglo XV, cuáles conviven entre sí y cuáles se excluyen, cómo
se transforman a lo largo del tiempo, si es que lo hacen, y al servicio de
qué se esgrimen en cada momento. Pero comencemos ya sin más pre-
ámbulos.

* * *

Son varios los elementos que, a grandes rasgos, configuran el ho-


rizonte cultural castellano en los inicios de 1400 y que influirán de ma-
nera decisiva en las representaciones de la muerte que hallamos en los
textos literarios de la época. Además, de las circunstancias políticas y
sociales a las que hemos aludido, y en las que no entraremos aquí
puesto que son el punto de partida general para cualquier estudio sobre
el tema de la muerte24, es necesario referirse, aunque sea someramen-

24. Existe una extensa bibliografía sobre estos temas que podrá encontrarse en la
historiografía sobre la muerte. Remitimos de manera especial, además de los estudios
ya citados, a los panoramas generales de T. S. R. Boase (1972) y P. Binski (1996).
“Mors bifrons” 165

te, a las corrientes religiosas e ideológicas, que junto a las tradiciones


literarias constituyen el material que nutre a los textos de creación.
Aunque es un terreno en el que aún queda mucho por desbrozar,
por lo que sabemos asoman ya desde finales del siglo XIV en Castilla
los primeros signos de inquietud y de afán de renovación espiritual
que, andando el tiempo, explican el arraigo en tierras del emperador
Carlos V de las doctrinas erasmistas y otras corrientes espirituales afi-
nes a la devotio moderna25. En general, y a riesgo de simplificar exce-
sivamente, se percibe una intensa preocupación por el desarrollo de
una piedad auténtica. Estrechamente relacionados con ella encontra-
mos los llamamientos a la reforma de la vida conventual, que a finales
de la centuria cristalizarán en la campaña emprendida por el cardenal
Cisneros, y que con la marcada influencia de las órdenes mendicantes,
en especial de los franciscanos, no está reñida con una ostentosa devo-
ción mariana y el culto de los santos. También cabe destacar la presen-
cia notable en el campo doctrinal de personajes como San Bernardo (y
del pseudo-San Bernardo) o San Albertano de Brescia, ambos italianos
del siglo XIII, representantes, por así decirlo, de una ética de inspira-
ción religiosa pero de dimensión urbana. A nivel literario todo ello se
refleja en la circulación de traducciones y adaptaciones de sus obras y,
claro está, en la rápida difusión que con la imprenta alcanzaron a par-
tir de 1470 las artes moriendi, cuyo éxito editorial viene precedido del
de las ideas que en ellas se encuentran en casi una centuria. En la poe-
sía cortesana destacan, por ejemplo, el predominio de temas tan co-
nectados con la idea del juicio final, que ya Ph. Ariès26 vinculaba al
concepto de la buena muerte y de la muerte propia, como el de la pre-
destinación y el libre albedrío en los debates literarios del Cancionero
de Baena, debates en los que intervienen activamente varios frailes
como fray Diego de Valencia y fray Migir, autores también de algunos
poemas fúnebres por Enrique III de Castilla, y la abundancia de poe-
mas dedicados a la Virgen o a santos diversos en todos los cancioneros
nobiliarios hasta el siglo XVI.
Paralelamente, en el ámbito del pensamiento político se produce
una eclosión de obras en las que se busca construir un sistema ético re-
novado. Con él se busca establecer un modelo de conducta no sólo
para el rey, sino también para la nobleza. La articulación social que se

25. Omito las referencias bibliográficas por lo conocido de los hechos que expon-
go aquí y que no harían sino multiplicar la ya larga lista de obras citadas.
26. 1982, 32-42.
166 Ante la muerte

pretende apunta a la creación de un paradigma que reúna al buen cris-


tiano y al buen gobernante; es decir, que concilie los intereses terrena-
les y la ordenación de la sociedad con la salvación espiritual de gober-
nante y gobernados. Con estas preocupaciones al fondo se realizan
incontables traducciones, que abarcan desde la obra de Santo Tomás y
la de Egidio Romano hasta las Décadas de Tito Livio y el De militia
del humanista florentino Leonardo Bruni. A estos hay que sumar otros
títulos originales en literatura vernácula pertenecientes al floreciente
género de los espejos o regimientos de príncipes, al de los llamados
doctrinales y tratados sobre la nobleza, al subgénero de las coplas de
“vicios y virtudes” que se incluyen dentro de ese apartado y a ese nue-
vo en la historiografía medieval, de las galerías de “claros varones”,
que no son sino biografías de personajes del pasado más o menos re-
ciente, construidas con un propósito claramente ejemplar y didáctico27.
Una ojeada a cualquiera de estas obras revela enseguida el peso
cada vez más visible de los modelos éticos y políticos procedentes, de
un lado, del mundo grecolatino y de otro, del Humanismo italiano, que
se vienen a sumar a los ya habituales, desde el siglo XIV, derivados de
fuentes francesas, muy importantes en cuanto espejo para buena parte
de las actitudes nobiliarias y caballerescas en Castilla, y las ideas de la
Iglesia. La convivencia entre las distintas corrientes no se produce sin
tensiones y su peso relativo se modifica con los autores, los géneros y
la cronología. En cualquier caso, sea la que fuere la orientación litera-
ria o ideológica de sus miembros, es importante subrayar el creciente
interés por la cultura por parte de la nobleza, en cuyas filas se forma
por primera desde el Imperio romano una clase lectora que acude a las
letras movida por la afición y el interés, no por motivos profesionales,
y cuyo mecenazgo y papel como autores resulta fundamental para en-
tender el llamado Humanismo vernáculo28. Es precisamente en este
contexto donde hay que situar los discursos sobre la muerte en la lite-
ratura del siglo XV. Su diversidad y la coexistencia de actitudes distin-
tas tiene mucho que ver, como enseguida se verá, con la multiplicidad

27. Un buen punto de partida para el estudio de estas cuestiones, en la primera


parte de J. Rodríguez Velasco (1996). Vid. además el volumen coordinado por J. M.
Nieto Soria (1999), en especial la contribución de Á. Gómez Moreno (Idem, 315-
340). Allí se encontrará abundante bibliografía sobre las cuestiones aquí reseñadas.
28. Sobre el carácter pragmático y sui generis que tiene la introducción del Hu-
manismo en Castilla, vid. J. Lawrance (1990) y F. Rico (1983), (1998). Por mi parte,
he insistido en el carácter coyuntural y retórico de muchas de las manifestaciones li-
terarias (M. Morrás, 1994 y 1995).
“Mors bifrons” 167

de elementos que componen dicho marco y con la disparidad de las


tradiciones –cristiana, humanista, grecolatina, etc.– de los que éstos
derivan en última instancia.
Lo primero que hay que hacer notar es que el interés por la muerte
tiene un efecto literario inmediato, mesurable en la cantidad de obras
que se ocupan del tema y la diversificación de géneros que le sirven de
cauce. Frente a los siglos anteriores, en los que el planto eran práctica-
mente el único género literario específico que trataba el tema de la
muerte, la nomenclatura al uso en la literatura cortesana del siglo XV
ofrece una variedad enorme de posibilidades: junto a los plantos flore-
cen las danzas o invitaciones a sumarse al desfile de la muerte, los de-
zires contra el mundo herederos de los poemas de contemptu mundi,
las defunziones, endechas, elegías y coplas por la muerte de algún per-
sonaje, las coronaciones en que se celebran en visiones alegóricas los
méritos del difunto; los poemas, epístolas y tratados consolatorios; los
epitafios, en los que la circunstancia de arranque es la visión de la tum-
ba del personaje; las confesiones rimadas, muchas veces en boca de di-
funtos; los testamentos, con frecuencia también en primera persona, en
los que se repasan los hechos que justifican el dictamen condenatorio
o absolutorio final del así biografiado; las lamentaciones, diálogos y
razonamientos sobre la muerte de algún hombre ilustre; los triunfos, de
clara raigambre petrarquista, que proclaman la inmortalidad del que ha
muerto a través de la fama, y, en fin, relacionados con éstos las gale-
rías de retratos o “loores de los claros varones”, a las que ya nos hemos
referido, donde se presenta la vida y muerte de personajes del pasado
remoto o inmediato con carácter ejemplar29.
La propia denominación de estos géneros advierte ya sobre el ca-
rácter con el que se aborda la representación de la muerte. Sin que po-
damos ahora repasar todos estos géneros, un breve recorrido por algu-
no de ellos resulta suficientemente significativo a nuestro propósito.
En las coplas contra el mundo el punto de partida es, como puede su-
ponerse, una postura ascética que subraya la transitoriedad de los bie-
nes temporales. Así, Alfonso Álvarez de Villasandino, en su “Dezir
contra el mundo”, insiste en la falta de permanencia de todo cuanto
pertenece a este que califica de “falso mundo”, donde, dice, “todo lo
veo olvidado / sueño es e muy pesado” y es “muy gran devaneo / el pen-

29. Dejo a un lado los poemas estrictamente religiosos, como los dedicados al
tránsito de María o la contemplación de la cruz, de larga tradición medieval en len-
gua latina y vernáculas.
168 Ante la muerte

sar desordenado”30. Muy habitual es también poner el acento en la des-


composición del cuerpo, la parte perecedera del hombre dentro de las
coordenadas del tópico del memento mori: “Tú hombre que estás le-
yendo / este mi sinple tratado”, interpela Fernán Pérez de Guzmán, se-
ñor de Batres, “miénbrate que eres formado de mui vil composición /
e sin toda escusación / has de ser a ella tornado”31. Por aquí, y enlazan-
do con otro de los tópicos medievales de la muerte, el ubi sunt?, com-
parece lo macabro, que en el poema que vamos citando, el “Dezir por
contemplación de los Emperadores e Reyes e prínçipes que la muerte
cruel mató e levó deste mundo”, va aumentando en intensidad según se
avanza en los versos. Primero se menciona a Hércules y Gerión, que
“en la fin murieron / e son en ceniza tornados” (vv. 23-24). Les siguen
Héctor, Aquiles y Ulises “tornados polvo e tierra / segund testo verda-
dero” (vv. 38-40). Pero es al hablar de la humanidad en general cuan-
do Pérez de Guzmán lanza su advertencia más gráfica, pues “que al feo
e al fermoso / tierra los ha de comer”, “ca toda tu gentileza / e fermo-
sura loada / conviene de ser tornada / gusanos e grand vileza” (vv. 83
y 101-104)32. Otros poetas, sin embargo, prefieren no andarse con ro-
deos y desde el comienzo mismo del poema recuerdan al hombre su
naturaleza caduca. Tal sucede, por ejemplo, en un dezir de Juan Martí-
nez Escribano “en el qual fabla el mundo desengañando al ome e dice
así: ‘Ome mesquino, manjar de gusanos, / polvo e ceniza fediente muy
vil’”33. Con todo, es en los poemas más cercanos a las danzas de la
muerte desde el punto de vista de la estructura y el planteamiento don-
de, como puede suponerse, más se abunda en los detalles desagrada-
bles que conlleva la muerte34.
En ocasiones, el pesimismo traspasa el poema entero. Entonces, la
visión negativa alcanza por igual a la vida y a la muerte, que no es aquí
promesa de descanso para el cristiano por cuanto pende sobre él la

30. B. Dutton (1990-1995, II, 252, vv. 4-5 y 7-8).


31. B. Dutton (1990-1995, II, 251-252, vv. 1-8).
32. Otros poemas del mismo autor insisten en estos aspectos. Vid., por ejemplo,
el dezir “quando muryó el muy onrrado e noble cauallero Diego Furtado de Men-
doça” (R. Foulché-Delbosc, 1912-1915, nº 294, I, 689-690), que comentamos más
abajo. De aquí en adelante puntúo y acentúo los textos de acuerdo con las normas ac-
tuales para facilitar su lectura.
33. B. Dutton (1990-1995, II, 244, vv. 1-2).
34. Aunque éstos no sean necesariamente macabros, como sucede en el poema
que empieza “Muerte que a todos convidas” (Cfr. B. Dutton, 1990-1995, I, 35 y tam-
bién en 523-524).
“Mors bifrons” 169

amenaza constante de la condenación eterna. Como escribe Ferrán


Sánchez Calavera, “Dyuso del cielo ome no alcanza / tal certidum-
bre”35, la de la salvación, claro está. En algunos casos, a este peligro se
añade el sufrimiento y el dolor que entraña la cercanía de la muerte.
Para Villasandino, por ejemplo, la vejez y los dolores, forman parte de
“este vado”36, es decir, del tránsito hacia la muerte, y

Nin el santo Job tentado


non pudo tanto sufrir [‘soportar’]
que non ovo a maldecir
el día que fue engendrado. (vv. 41-44)

Incluso, sigue diciendo en su dezir, Jesucristo en cuanto hombre se


resistió al horror de la muerte, o al menos no la aceptó de grado:

El Jesús glorificado
quanto a la carne humana
padesció muerte sin gana
segund nos es demostrado. (vv. 49-53)

Por eso, también Sánchez Calavera afirma que la única salida que le
queda al hombre consciente de su destino es la amargura y mientras
“fuelgan muy ledos los sus corazones / de los omnes sinples e torpes pe-
sados, / los entendidos e agudos letrados / penan e amargan las sus en-
tenciones”37. El escepticismo que domina en esta curiosa composición
lleva a su autor, según comenta la rúbrica, a maravillarse “cómo los que
mueren nunca tornan acá para decir lo que allá pasa”. Y ante la incerti-
dumbre de lo que ocurra más allá, representa a Dios riéndose de los va-
nos intentos de los hombres por hallar un atisbo de luz que los guíe:

Los sesos humanos non cesan ardiendo


texendo e faciendo obras de arañas;
al cabo se fallan más vanos que cañas.
E tengo que desta se está Dios reyendo. (vv. 26-29)

El sentimiento de abandono y de desolación ante la muerte no po-


dría ser expresado con mayor amargura. La desesperanza, el descrei-

35. B. Dutton (1990-1995, II, 254, vv. 9-10).


36. Idem (252, vv. 38 y 40).
37. Idem (254, vv. 22-24).
170 Ante la muerte

miento y una actitud cercana al nihilismo nietzschano que tan propios


del siglo XX nos parecen no están, pues, lejanos del sentir del hombre
medieval.
En esta y otras composiciones del mismo tenor, morir es visto
como un castigo que cae sobre todos por igual. Villasandino, por ejem-
plo, tiene una visión tan negativa del juicio divino, que se limita a pre-
sentar su faceta penitencial, ya que de acuerdo con sus versos –”¡Guay
de los que mal obraron / en este mundo cuitado!”– sólo cabe aguardar
el castigo de los pecadores sin que siquiera haga mención de la posibi-
lidad de redimirse mediante las buenas obras o merced a la misericor-
dia de Dios. En consecuencia, la existencia, que conduce a ese morir
que acaba con todo y que no es promesa de ningún futuro mejor, se
tiñe de pesimismo y desesperanza, de modo que ambos, vida y muer-
te, adquieren un mismo e indistinguible cariz tenebroso pues que el
“mal aventurado / vee que non se escusa / el morir, e siempre usa / mal
tras mal e mal doblado” (vv. 54-56). No extraña que esta representa-
ción negativa y terrible de la muerte despierte un intenso pavor, que a
veces se convierte en el eje del poema. En un conocido texto a la muer-
te de Enrique III –acontecimiento sobre el que hay un auténtico ciclo
de poemas en el Cancionero de Baena–, el autor hace que el monarca
mande desde ultratumba una carta a todas las personas del reino a
modo de advertencia sobre lo que han de esperar y entre otras cosas,
pone en su boca lo siguiente: “a todos los dichos invío grand miedo /
terror e espanto; sabed por salud / que preso de muerte en un ataúd /
yago en Toledo. A mi pesar quedo”38. Es un temor que aparece también
en autores posteriores, como el Marqués de Santillana que, a pesar de
contar en su haber con varias composiciones dedicadas a la buena
muerte, también se refiere a ella como el “espantable / passo” en un so-
neto significativamente dedicado a San Cristóbal, al que pide ayuda
para el tránsito39, y “el doloroso morir”40. No obstante, y aunque podría-
mos multiplicar los ejemplos de expresiones de desesperanza y amar-
gura ante la muerte en la poesía cancioneril, lo cierto es que lo maca-

38. B.Dutton (1990-1995, II, 254, vv. 21-24). El profesor E. Mitre ha estudiado
la imagen y fama de este monarca en un libro de próxima aparición. Sólo la muerte
de otro personaje real, el príncipe Don Juan, el malhadado heredero de los Reyes Ca-
tólicos, originará un ciclo mayor de textos literarios. Cfr. sólo la recopilación y estu-
dio de Á. Alcalá y J. Sanz (1998).
39. Í. López de Mendoza (1988, 75, soneto XXXVIII, vv. 12-13).
40. Bías contra Fortuna (1988, 324, v. 1167).
“Mors bifrons” 171

bro y la insistencia en la caducidad de lo terrenal desemboca en mu-


chos poemas en una conclusión optimista, sirviendo para poner de re-
lieve, por contraste, la necesidad de asegurar la salvación de la parte
perdurable de la persona en concreto a la que se dirige el poema me-
diante el ejercicio de las virtudes cristianas. Característico es en este
sentido el poema al que nos referíamos antes de Pérez de Guzmán, cu-
yas últimas estrofas aconsejan seguir una conducta cristiana y apelar a
la misericordia de Dios a través de la Virgen:

Mas cura de bien obrar


en todo tiempo e sazón
todo siempre a Dios amar
limosnando,
viviendo en contemplación.
Porque el tiempo espantoso
de aquel postrimero día
que será tan dolioso [‘doloroso’],
esquivo sin alegría,
la dulce Virgen María
te cubra con el tu manto
e te diga el Ihesús santo:
“vente tú a la diestra mía”41.

Es también el mensaje que transmite, de manera más sobria, Juan


Martínez de Burgos a un fraile, cuando le escribe que adorne “el vues-
tro esquero [‘panel heráldico’] / con costumbres virtuosas / e dexat las
otras cosas / cobdiciando el bien entero”42. En cualquier caso, no encon-
tramos aquí una actitud de resignación, y mucho menos de aceptación
serena de la muerte. Como máximo podríamos afirmar que, ante lo que
aparece como inevitable, se opta por el mal menor, que es evitar la se-
gunda muerte, la espiritual. Es esta una actitud que incita a llevar una
vida virtuosa, pero que se ve forzada contra la inclinación natural del
hombre, que es disfrutar de la vida sin pensar en las consecuencias. Es
lo que expresa Pero Vélez de Guevara con motivo de la muerte de En-
rique III:

La razón muy justa me fuerça e requiere


que biva cuidoso [‘preocupado’], non sé dezir quánto,

41. B. Dutton (1990-1995, II, 251, vv. 105-121).


42. Idem (247, vv. 29-32).
172 Ante la muerte

cadaque me mienbro de quál guisa fiere


el maço sin miedo de muy grant espanto;
quien ojos e orejas e seso toviere,
en su buenandança esfuérçese tanto
fazer buenas obras en quanto pudiere;
lo ál todo torna en bozes e llanto43.

Surge así, contra lo que expresaba Villasandino, lo que podríamos


llamar una desigualdad ante la muerte. Una desigualdad que comienza
negando que la muerte afecte con la misma fuerza a justos y pecado-
res.
Pero si llevar una vida de virtud se convierte en la única forma de
asegurarse la vida eterna, parece claro, y así lo manifiestan varios poe-
tas, que se trata de una carrera desigual para los diferentes grupos so-
ciales, pues los religiosos llevan de ventaja que viven dedicados a esa
contemplación y buenas obras a las que se refería Pérez de Guzmán.
Esta idea aparece, entre otros, en un dezir de Diego Martínez44 en el
que tras desarrollar durante varias estrofas el tema del poder de la
muerte, que acaba con “Todos los imperios e gloria que ovimos” que
“fueron como sombra e sueño que pasa” (vv. 13-14), en la última co-
pla, en la finida, se afirma la superioridad del tipo de vida de los reli-
giosos. Frente a los héroes del pasado remoto (vv. 1-8), convertidos en
imagen de la humanidad universal (vv. 10-16), cuyas hazañas caerán
ineludiblemente en el olvido y la derrota ante el tiempo y la muerte
(vv. 17-32), aparecen las figuras triunfantes de “Jerónimo, Domingo,
el predicante / Bernaldo e Françisco e la su mongía / tengo que biuen
con más alegría / sin temor de fuego e llama quemante” (vv. 34-37).
Por el contrario, el autor –afirma en el dezir siguiente– vive

Espantado toda ora


comediendo en lo que digo
fallo que es mi enemigo
la mi carne pecadora
..............................
mi alma siempre llora
temerosa de aquel día
que juyzio atendemos
.............................

43. Baena (nº 36, vv. 1-9).


44. B. Dutton (1990-1995, I, 527).
“Mors bifrons” 173

a los malos sin follía


darán penas infernales
estos pensamientos tales
me atormentan todavía [‘siempre’]45.

Como muestra de que tal idea no era una extravagancia citaré otro
poema, salido de la pluma Fernán Pérez de Guzmán con motivo de la
muerte del almirante de Castilla46, donde se expresa la superioridad del
estado clerical en cuestiones de salvación. Tras varias estrofas en las
que reflexiona sobre el carácter universal e inexorable de la muerte, in-
sistiendo en su poder igualatorio, que no diferencia entre necios y sa-
bios (est. IV), feos y hermosos, valientes y cobardes (est. V), siguen
otras cinco en las que se contrasta el final de personajes célebres (est.
VI: Alejandro, César, Pompeyo; est. VII: Héctor, Aníbal; est. VIII: Oc-
taviano; est. IX: Sansón, Salomón, Absalón; est. X: Hércules, Gerión,
Jasón) con el de la humilde figura de santos y frailes (est. VI: Agustín;
est. VII: Francisco; est. VIII: Bernardo; est. IX: “aquel frayle que se
nombró”). Los primeros no sólo son condenados mientras a los segun-
dos “Dios reçibrá abriendo la mano” (est. VII), sino que las hazañas y
heroicidades de aquellos caerán en el olvido y, en cambio, sobrevivirá
la memoria de las buenas acciones de éstos:

Allí serán un punto nonbradas


las cavallerías de Éctor el troyano
nin las sus proezas serán rrecontadas
de aquel Aníbal, muy fuerte africano;
e más dulçemente serán publicadas
las de Agostino, pilar fuerte, sano. (est. VII)

Pero no podía el estamento caballeresco permanecer sin reaccio-


nar. Si la muerte era olvido y condena para ellos, ¿qué quedaba enton-
ces de los valores que encarnaba la caballería medieval?
Porque la idea de que la muerte acaba con lo que ha supuesto el paso
por la tierra debía resultar difícil de aceptar, como no era menos de espe-
rar, por todos aquellos grupos sociales, como nobles o comerciantes cu-
yas actividades terrenas iban asociadas a factores como el poder o las ri-
quezas, consideradas negativamente de acuerdo con la ética cristiana.
Quedaba entonces el recurso de abjurar en el último momento de las ac-

45. B. Dutton (1990-1995, I, 527, vv. 25-29, 32-34 y 37-40).


46. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, nº 294, 689-90).
174 Ante la muerte

tividades pasadas, negarlas, despojándose de todo símbolo de poder –y


no me cabe duda que este razonamiento contribuyó a difundir costum-
bres como el de vestir el hábito de San Francisco o de Santo Domingo a
modo de mortaja47– o bien manifestando que se consideraban las rique-
zas no como una posesión, sino como un bien en usufructo, prestado por
Dios, al que se devuelve a través de su donación a la Iglesia48. De nuevo,
por lo que vemos en los textos literarios, no era una solución adoptada
con entusiasmo, puesto que de alguna manera suponía renegar de lo que
se había sido en vida, pero la razón (casi podría decirse que el cálculo)
obligaba a tomar drásticas medidas. Obsérvese si no, cómo Sánchez de
Calavera invita al bien obrar como forma para vencer el miedo a la
muerte y ganar el cielo después de haber contado la atribulada muerte
del “honrado e famoso caballero Ruy Díaz de Mendoza”: “Por ende
buen seso era guarnecer” –y fíjense que habla en pasado– “de virtudes
las almas que están despojadas; / tirar esas honrras del cuerpo juntadas /
pues somos ciertos que se han de perder. / Quien este consejo quisiere
facer, non abrá miedo jamás de morir / mas trapasará de muerte a vevir /
vida por siempre sin le fallecer”49. Asoman, sin embargo, como de refi-
lón dos ideas de origen cristiano que la nobleza hará suyas y que desa-
rrollará como forma de garantizar para sí el triunfo sobre la muerte den-
tro de su estado: la muerte ejemplar y la buena muerte.
La esperanza de que la muerte no sea el acto final de la vida sino
el comienzo de otra, la eterna, es un pensamiento en la raíz del cristia-
nismo y ha existido en todas las épocas. Sin embargo, parece que fue
hacia 130050 cuando la Iglesia comenzó a difundir de manera efectiva
esta idea. Consecuencia de ello fue, por una parte, la clericalización
del ritual de la muerte y por otro, la aparición en germen del concepto
de la buena muerte. Por la primera, la Iglesia estableció todo un proce-
so de preparación sacramental (por el que se recibía la unción de los
enfermos, la eucaristía) que pronto incluyó la disposición u ordenación
de los actos de la vida cara a la muerte mediante la obligatoriedad tes-

47. Vid. por ejemplo A. Rucquoi (1988).


48. La difusión de estas ideas, bien explícitas en la doctrina de la Iglesia en el si-
glo XIV (Ph. Ariès, 1982, 64-83), debía ser extraordinaria, pues aparecen en el cuen-
to sobre el mercader genovés que pierde su alma por aferrarse a su dinero en El con-
de Lucanor (ejemplo IV) a pesar de que Don Juan Manuel defiende en los demás la
idea de que cada cual puede –y más aún, debe– salvarse dentro de su propio estado.
49. B. Dutton (1990-1995, II, 253, vv. 90-97).
50. vid. en general P. Ariès, M. Vovelle, P. Binski y T. S. R. Boase; E. Mitre
(1988b) y F. Martínez Gil (1996) para España.
“Mors bifrons” 175

tamentaria (que incluía no sólo la disposición de bienes, sin o también


declaraciones de fe, peticiones de perdón a familiares y deudos pre-
sentes, ordenación de las propias exequias, etc.). En su origen, aun
transcurridos casi dos siglos, todavía en el siglo XV, ambas ideas no
estaban necesariamente fundidas en una sola, pues en un principio la
muerte serena, la buena muerte, era una gracia que Dios concedía a
quien no moría en pecado. Frente a la muerte súbita, asociada al casti-
go de algún pecado oculto hasta el punto que a quien moría de viaje,
aunque fuera víctima de la violencia a manos de otros, se le negaba el
enterramiento en lugar consagrado, como a los suicidas, en cambio
morir preparado, anticipando el propio final, era interpretado como el
signo visible de que quien así terminaba su vida gozaba del favor ce-
lestial y por tanto, casi de modo automático, se podía postular que una
muerte serena, sin miedo, significaba poco menos que la garantía de la
salvación eterna. Esta idea fue, lo que a mi parecer, hizo arraigar los ri-
tos preparatorios ante la muerte. Puesto que resignarse a la muerte,
aceptarla y hacerla propia, suponía tanto como vencerla –de paso que
se convertía el tránsito en la última hazaña caballeresca, que muchas
veces se describía en términos militares–, pronto los hombres vieron
en ella una parte de la vida, la más importante que se convertía así en
cifra y testimonio de toda la biografía anterior. Morir una buena muer-
te significaba haber vivido una vida ejemplar y ambos hechos llegaron
a entenderse en algunos momentos como intercambiables. Este hecho,
muy visible en las artes moriendi que comienzan a surgir en torno a
1400 y se difunden de modo extraordinario merced a la imprenta des-
pués de 1470, aparece en los textos literarios tímidamente a finales del
siglo XIV, pero está plenamente arraigada, ya casi como un tópico, a
mediados de la centuria siguiente. Sirvan como muestra sólo un par de
poemas de los muchos que podríamos traer a colación.
Encontramos, por ejemplo, una descripción del morir según el ri-
tual que se recogen habitualmente en las artes moriendi en el poema
de Juan Agraz a la muerte de Juan de Pimentel, conde de Mayorga, al
que representa con

Un crucifixo delante
el su postrimero día,
la postrera voz clamante
fue: ¡Valme Santa María!

En la su postremería
ovo mucha contrición,
176 Ante la muerte

demandando redención
sus lágrimas dependía51.
..................................

Y Juan Álvarez Gato, uno de los poetas más representativos de la ge-


neración siguiente a la de Íñigo López de Mendoza (†1456), escribe un
breve mote o divisa que lleva por rúbrica “Dize alrededor duna tunba”:

Aparéjate a querer
bien morir,
y el morir será nasçer
para bevir;
y por Dios, mira y avisa,
por este siglo mudable
no pierdas el perdurable52.

Estas apelaciones a bien morir pronto se acompañan de admoni-


ciones paralelas a bien vivir, como las que hace Santillana cuando es-
cribe “Aborresce mal bevir / con denuesto / e siempre te falla presto /
a bien morir”53 y cuando pide a su ángel de la guarda que “onesta vida
e muerte” le procure54. La muerte ajena deviene entonces en el mejor
recordatorio para los vivos de que han de estar preparados en cualquier
momento y con este sentido didáctico se componen bastantes de los
poemas en primera persona. Así queda explícito en el poema de Fernán
Pérez anteriormente citado y que termina diciendo: “Quien quisyer
que tú eres o de qual estado / aquesta mi muerte enxenplo te sea” (De-
zir a la muerte de Diego Hurtado de Mendoza55). La perspectiva que
convirtió la muerte propia (y con ella la vida) en ejemplo para los de-
más fue la otra vía por la que la elite recuperó el tema de la muerte al
servicio de sus intereses: la pervivencia del linaje y la fijación de un

51. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, I, 208-209, est. III-IV).


52. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, II, 260).
53. Proverbios (1988, nº LVIII, 248, vv. 457-60).
54. Í. López de Mendoza (1988, 78, Soneto XLII, v. 13). Cfr. el mismo tipo de ide-
as en las artes de finales del siglo XV y principios del XVI descritas en A. Tenenti
(1952, 41-68, esp. 62 y 65); para España, vid. D. Briesemeister (1985), F. Martínez Gil
(1996, 135-40) y E. Blanco (1997). El concepto de buena muerte y la posibilidad de
que ésta redima una mala vida son cuestiones que interesan profundamente en la épo-
ca y que reciben distintas respuestas, a veces ambiguas, como sucede en los relatos
cronísticos sobre la muerte de Álvaro de Luna. Pero este sería tema para otro trabajo.
55. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, I, nº 294, 690).
“Mors bifrons” 177

modelo social, y la salvación de su alma. Como ha escrito C. Thiry,


“par l’éloge qu’elle présente, la plainte funèbre contribue à fixer l’ima-
ge de ce qu’une société attendait de son elite”, pues si es cierto que el
elogio fúnebre pretende glorificar una vida pasada, no lo es menos que
“elle est aussi tournée vers un futur conçu comme une continuation si
possible une amélioration du passé. La géneration qui assure la relève
doit prendre exemple [...] pour ne retenir comme guide d’action que la
perfection vers laquelle il faut tendre et qui est énoncée dans un mo-
ment d’intense réceptivité”56. Surgen así –y por influjo también de mo-
delos y géneros procedentes de la literatura humanista– a partir de
1430-1440 algunos de los géneros nuevos a los que antes me refería:
coronaciones, testamentos, epitafios, loores y triunfos.
Hemos visto, en efecto, que no fueron sólo las composiciones más
vinculadas a los géneros y tópicos más medievalizantes los únicos
donde predominó el espanto ante la muerte. Pero es sobre todo en los
plantos, en algunas defunciones, en los poemas compuestos “a la tum-
ba de” y, en general, en los poemas sobre la muerte o en las reflexio-
nes de carácter general sobre el poder y los efectos de la muerte inser-
tas en los llamados “poemas de muertos”57 –es decir, aquellos que
conmemoran o deploran una muerte individual– donde encontramos
un amplio repertorio de elementos que muestran una actitud de recha-
zo y resistencia contra la muerte. Pesan aquí también razones de índo-
le literaria. El planto, un género cuya estructura y tópicos estaban prác-
ticamente fijadas en la literatura latina, era ante todo –como indica su
nombre– una ocasión para manifestar el duelo por el difunto, compar-
tido por los oyentes en razón del alcance universal de la muerte, en el
que por lo general falta el epicedio o encomio del personaje que solía
introducir la nota esperanzadora que aparece en otras composiciones.
Un ejemplo típico es el planto por la muerte de Ruy Díaz de Mendoza
(post. 1453) de Ferrán Sánchez de Calavera58. Comienza el poema con
una invitación a enfrentarse directamente a la muerte (“Miremos la
muerte qu’el mundo conquista”, v. 3), una muerte que altera violenta-
mente el orden social, haciendo tabla rasa de las diferencias (“lançan-

56. C. Thiry (1985, 66).


57. E. Camacho Guizado (1969, 68).
58. Baena (nº 530, 398-400). Para el planto, vid. la bibliografía citada en n. 9;
para su evolución hasta la elegía funeral renacentista en la literatura española es útil
la síntesis de E. Camacho Guizado (1969). No obstante, resulta mucho más rico en
sugerencias a pesar de su brevedad el libro de C. Thiry (1985).
178 Ante la muerte

do lo alto e baxo por suelo”, v. 4), que aparece de improviso sumiendo


al ser humano en la angustia y la incertidumbre (“ca non es vida la que
vivimos, / pues que viviendo se viene llegando / la muerte cruel, esqui-
va /.../ ... non somos çiertos adónde morremos; / çertidumbre de vida
un ora no avemos”, vv. 9-11 y 14-15). Esta visión negativa y dramáti-
ca del morir se subraya una y otra vez en el poema. Así, se insiste en la
condición de pecadores propia de los hombres, lo que hace incierta la
salvación (“Los nuestros gemidos traspassen el çielo, / a Dios deman-
dando cada uno perdón”, vv. 5-6), en las manifestaciones de duelo
(“con llanto venimos, con llanto nos imos”, v. 16), en el final común a
todos los mortales, no importa su estado ni méritos según el patrón re-
tórico del ubi sunt? (“¿Qué se fizieron los emperadores / papas e reyes,
grandes prelados, / duques e condes, cavalleros famados / los ricos, los
fuertes e los sabidores / .../ doctores, poetas e los trobadores”, est. 3),
en la aniquilación que conlleva la muerte, que no conoce límites, pues
alcanza no sólo a las personas sino también a las cualidades abstractas
que éstas cultivaron y las obras que resultaron de su ejercicio (“Pues
¿dó los imperios e dó los poderes, / reinos e rentas e los señoríos? /
¿adó los orgullos, las famas e bríos, / adó las empressas, adó los trahe-
res, / adó las çiençias, adó los saberes, / adó los maestros de la poetría,
adó los rimares de grant maestría?”, est. 7; cfr. est. 8-9) y se represen-
ta la descomposición corporal que produce el morir sin ahorrar detalles
macabros del “fedor podrimiento” (v. 84):

los unos son fechos çeniza e nada,


los otros son huesos, la carne quitada,
e son derramados por los fossados;
los otros están ya descoyuntados,
cabeças sin cuerpos, sin pies e sin manos,
los otros comiençan comer los gusanos. (est. 6, vv. 42-47).

Con todo, el poeta insinúa la idea de la buena muerte, concebida


desde el punto de vista cristiano, del que cuida de “tirar esas honras del
cuerpo juntadas / pues somos çiertos que se han de perder” (v. 98)
para, en cambio, “guarnesçer / de virtudes las almas” (v. 97). El poema
termina prometiendo a quien actúe así, centrándose en la salvación del
alma con olvido total de las acciones y cualidades terrenas, que “non
avrá miedo jamás de morir” (v. 101) puesto que a cambio “traspassará
de muerte a bevir / vida por siempre sin le fallecer” (vv. 102-103). Es
la consideración de la muerte como iauna vitae, cuya aparición ha sido
situada hacia 1300, pero que afecta sólo al espíritu.
“Mors bifrons” 179

Hallamos, por consiguiente, aquí todos los tópicos en torno a la


muerte que podemos encontrar ya en el siglo XIV en obras tan dispa-
res como en el planto por doña Trotaconventos del Libro de buen amor
o el Rimado de palacio del Canciller Ayala. Son actitudes que des-
mienten la pretendida ausencia de lo macabro en el ámbito hispánico y
que prolongan, exacerbada, una imagen de la muerte que empieza a di-
bujarse dos siglos antes. En este sentido, hay que convenir con A.
Arranz que no se puede hablar de rupturas en la representación de la
muerte en el medioevo hispánico. Por otro lado, el espanto a la muerte
y la incertidumbre del final han sido considerados por A. Rucquoi
(1988) a partir del estudio de los testamentos vallisoletanos como un
elemento que hace aparición con fuerza por primera vez a finales del
XIV y principios del XV y que desmentiría que para los hombres de
Castilla de la época la muerte fuera algo “natural” (M. Vovelle), estu-
viera “vencida” (Ph. Ariès, E. Mitre) o fuera “vivida” (F. Martínez Gil)
sin más. No en vano la ilustre historiadora francesa titulaba significa-
tivamente su trabajo “De la resignación al miedo: La muerte en Casti-
lla en el siglo XV”. Sin embargo, el planto de Calavera, con ser repre-
sentativo, no es manifestación de la única posible actitud ante la
muerte.
Por el contrario, se observa una reformulación de las actitudes ante
la muerte cuando el punto de partida no es ya la muerte en abstracto,
sino la muerte vivida en singular por un individuo. Ya lo dejó señalado
Pedro Salinas al escribir sobre las Coplas a la muerte de su padre de
Jorge Manrique (1974, 67) que “las elegías [...] que hemos denomina-
do personales [...] celebran la figura del difunto, ensalzan no su simple
humanidad, sino lo que tenía de extraordinario y descollante: son em-
blemas de ejemplaridad, y nos deben de servir como guías de conduc-
ta”. Es en este afán de distinguir la vida de una figura en concreto, de
singularizar de alguna manera, al protagonista del dezir fúnebre o de-
función, de la coronación, de los triunfos y de los loores por donde
poco a poco el apartado dedicado al elogio y a narrar los hechos que
han hecho merecedor de permanecer en la memoria de los hombres a
través de la “escriptura perdurable” apunta una representación de la
muerte típica en el período siguiente por efecto de la influencia de tex-
tos recuperados de la Antigüedad y la corriente humanista: la muerte
hace posible la fama póstuma59 –esto es, la gloria inmortal distinta de

59. Recuérdese a este propósito el conocido motivo “murió el hombre, pero no su


nombre” del que se hacen eco El Victorial, los Hechos del Condestable Miguel Lu-
180 Ante la muerte

la reputación perecedera– y ésta, según el esquema que populariza Pe-


trarca en sus Trionfi, es la manera de vencer sobre la muerte. Por otro
lado, la fama era idea de hondo raigambre, que no podía dejar de sedu-
cir a un estamento que había cultivado durante siglos una tradición de
culto a la caballería como forma de perpetuar el prestigio y la posición
social a través del linaje.
Como recuerda D. Poirion, “la fonction la plus noble et la plus ca-
ractéristique du lyrisme aristocratique a sans doute été d’abord de cé-
lébrer le héros et de chanter sa gloire. [...] Il faut voir que cette démar-
che s’inscrit dans un effort universel de l’homme pour vaincre la mort
par tous les arts: ‘Se ce n’est sens ou grant chevalerie, / chastel ou lieu
de gran auctorité, / le demourant ne dure fors a vie, / que tout ne soit a
la mort expiré: / mais memoire, qui tant a proufité / par le moien de let-
tre et d’escripture, / et figures de taille ou en painture, / le sens d’au-
trui, al prouesce et vaillance’ (Deschamps, balada 967)”60. Poirion se
refiere a la Francia de la segunda mitad de la centuria, pero al sur de
los Pirineos y por los mismos años no escasean los textos que siguen
esa senda, en la que el culto caballeresco al linaje y la fama se dan la
mano con el concepto de la Antigüedad clásica de la gloria inmortal re-
cobrado por los humanistas. Ya Mª Rosa Lida de Malkiel61 había de-
tectado en Amadís de Gaula el efecto de caja de resonancia que la re-
novación cultural del cuatrocientos había ejercido sobre el concepto
caballeresco de la fama. Así, el emblemático libro es, al entender de la
ilustre investigadora argentina, “receptáculo de antiguos ideales encen-
didos por la cercanía del Renacimiento”62. No de otro modo aparecen
ante nuestros ojos un número importante de poemas cancioneriles,
donde la esperanza cristiana de lograr mediante la virtud otra vida, el
afán de fama caballeresca y nobiliaria a través de los actos guerreros y
la gloria, fijada en la memoria para siempre a través del arte y singu-
larmente de las letras y que se remonta al pensamiento grecolatino,
conviven en un mismo texto: unas veces apareciendo las segundas
como efecto de la primera, otras identificadas las tres, o al menos dos
de ellas.

cas de Iranzo, la Crónica de Enrique IV de Diego Enríquez del Castillo o las Coplas
de vicios y virtudes de Fernán Pérez de Guzmán (Mª R. Lida de Malkiel, 1983, 237,
257 n. 100, 258 y 269-70).
60. D. Poiron (1965, 103 y 105-106).
61. 1983, 261.
62. loc. cit.; vid. también en Mª R. Lida de Malkiel (1983, 262, n.101). El reco-
nocimiento por parte de la nobleza cuatrocentista de valores caballerescos en actitu-
“Mors bifrons” 181

Del razonamiento, expresado en El Victorial63, de que la fama debe


ser apreciada desde el punto de vista religioso porque es Dios quien da
las victorias, y del concepto –que acabará confluyendo con el horacia-
no pro patria mori– de la militia christiana de San Bernardo nace otra:
la de que la muerte en batalla, sobre todo si es en lucha contra el infiel,
es garantía de salvación64. Esta fue idea extendidísima en los siglos
medievales y puede espigarse con facilidad en los cancioneros del si-
glo XV. Juan Agraz pone en boca del conde de Niebla en el dezir a su
muerte: “Perdónenos Dios, amén. / Amén, porque fenescemos en la fe
de los cristianos / e martirio padescemos [...]”65 y lo afirma de modo
hiperbólico Juan de Mena en varios lugares del Laberinto de Fortuna
al otorgar a un caballero muerto en Granada “la corona del cielo e la
tierra / que ganan los tales en la santa guerra” (vv. 1574-1575) o al ca-
lificar la reconquista simultáneamente de “virtuosa” y “magnífica”,
pues en ella “los nuestros muriendo bivían / por gloria en los çielos e
fama en la tierra” (vv. 1210-1213)66. El paso siguiente desde la óptica

des y valores de la Antigüedad da ímpetu a la recuperación de ciertos textos y auto-


res clásicos (Cfr. M. Morrás, 1993 y 1994); también constituye la auténtica razón de
fondo que explica la asunción de algunas actitudes humanistas entre la clase noble
(Cfr. F. Rico, 1998). En el tema que nos ocupa aquí de la inmortalidad y la gloria des-
pués de la muerte, habría que plantearse de nuevo qué deben al ascetismo cristiano y
qué a la corriente humanista las Coplas de Manrique, pero es cuestión que exige más
espacio del que conviene a estas páginas ya excesivas, por lo que espero ocuparme
de ello en otro lugar. Apuntemos sólo que, escritas en la década de 1470, son uno de
los primeros testimonios en lengua romance de una actitud que no se generaliza sino
en el siglo XVI. Así, A. Tenenti (1952, 68) situó el cambio de clima general hacia
1520, fecha de aparición del De doctrina moriendi de Josse Clichtove (cfr. F. Jou-
kouvsky, 1969, 120-136). Sin embargo, los primeros indicios se hallan casi dos siglos
antes en las artes escultóricas, tanto en España (M. Núñez, 1985), como en Italia (A.
Tenenti, 1957, 21-47). Allí la reivindicación de la gloria inmortal cuaja definitiva-
mente con los primeros humanistas –Salutati, Flavio Biondo– y singularmente con
Petrarca. También cincuenta años antes de que concluya el Cuatrocientos la idea se
encuentra en la poesía francesa, según señalan M. Zsuppan (1966) y C. Thiry (1983
y 1985). A pesar de lo ambicioso de sus planteamientos, o precisamente por ello, re-
sultan decepcionantes los vastos panoramas de la literatura y poesía francesa de este
período realizados por E. Dubruck (1964), C. Martineau-Geneys (1978) y C. Blum
(1989).
63. Mª R. Lida de Malkiel (1983, 233).
64. Vid. E. Kantorowicz (1984).
65. B. Dutton (1990-1995, I, 472, vv. 52-55).
66. Recordados asimismo por Mª R. Lida de Malkiel (1983, 279). También allí se
citan los versos que siguen sobre Álvaro de Luna y se identifica la fuente bíblica (Mt
6, 19-20 y Lc 12, 33-34), aunque se sitúa en otro contexto (de la “desmesura sacro-
182 Ante la muerte

humanista era atribuir a las letras –fundamentalmente a la historia y a


la poesía– la misión de fijar en la memoria imperecedera tal fama, mi-
sión que hasta el otoño de la Edad Media había quedado reservada a la
escultura funeraria. De este modo, por ejemplo, aseguraba el autor de
la Crónica de Álvaro de Luna a su biografiado una gloria que parece
pertenecer tanto al ámbito terrenal como, merced a una alusión bíblica
hábilmente descontextualizada, al celestial:

Pues por fazañas buenas


se vos debe mucha gloria,
rescibid vos la historia
de vos mismo las estrenas,
que es bien digna de memoria;
la qual en toda Castilla
durará fasta la fin
sin comerse de polilla,
nin gastarse de orín67.

Porque al lado de la actitud ascética que hemos visto en los deci-


res contra el mundo, donde se insistía en la caducidad terrena de nom-
bradía y hazañas, encontramos poemas como el recién citado y otros,
de clara influencia italiana, en los que se sitúa aparte de los demás bie-
nes terrenales la fama del caballero, a la que se atribuye una naturale-
za distinta, y, por implicación, casi divina:

Todos los bienes del mundo


pasan presto y su memoria,
salvo la fama y la gloria.

El tiempo lieva a los unos,


a los otros su fortuna e suerte,
che non nos descia ningunhos;
todos son bienes fortunos

profana” característica de la poesía cancioneril) el sincretismo que implica eximir a


la fama de la polilla y el orín que el texto sagrado había considerado común a todos
los bienes terrenales. Cfr.: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín
corrompe, y donde los ladrones minan y hurtan; mas haceos tesoros en el cielo, don-
de polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan”.
67. Edición de J. de Mata Carriazo (1940, 285). El relato de la “buena muerte”
del condestable que recogen varias crónicas y las implicaciones ideológicas que de
ello se derivan merece sin duda un análisis más pormenorizado que el de estas pobres
líneas.
“Mors bifrons” 183

i de muy poca memoria


salvo la fama y la gloria.

Procuremos buena fama,


che gia más nuncha se pierde [...].
La fama bive segura,
aunche muera su duegno;
los otros bienes son suegno
y una cierta sepultura.
La maior y más ventura
passa presto y su memoria
salvo la fama y la gloria68.

No debe extrañar que en otros lugares se sugiera abiertamente que


fama y salvación van de la mano, de modo que Juan de Mena loa a Al-
fonso Onceno escribiendo de él “e por que sea más famoso, perfeto /
avrá mayor gloria do goza en el cielo” (Laberinto de Fortuna, vv.
2299-2300). Y así, en los círculos poéticos de la segunda mitad del si-
glo, como sucedía en Francia por esas fechas69, la memoria terrena lle-
gó si no a sustituir, sí a situarse al mismo nivel que la certidumbre en
la salvación como principal argumento consolatorio para poetas según
se desprende de las palabras de Gómez Manrique a la madre de Garci-
laso de la Vega:

Por ende, señora, pues perdió la vida


ganando por siempre la çeleste gloria,
dejando de sí perpetua memoria
no debe ser su muerte plañida70.

Es decir, en la poesía cortesana hallamos una representación bi-


fronte de la muerte. En los cientos de versos dedicados al tema de la
muerte en los cancioneros del siglo XV coexisten el miedo a la muerte
y la esperanza de vencerla, la fe en la salvación y la incertidumbre de
alcanzarla, la postura ascética que renuncia a este mundo para conse-
guir el otro y la perspectiva que ve en los actos terrenales la posibili-
dad de lograr simultáneamente salvación y fama. Para esta diversidad
de actitudes pueden aducirse sin duda razones antropológicas y psico-

68. B. Dutton (1990-1995, I, 76).


69. C. Thiry (1985, 47 y 87-90).
70. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, II, nº 346, 31a, est. 25).
184 Ante la muerte

lógicas universales: ante la muerte es humano vacilar entre el temor y


la esperanza, entre el deseo de inmortalidad y la evidencia de la des-
composición y la ruina corporales. Pero no es menos evidente que las
actitudes ante la muerte –y más en su reflejo literario– están fuerte-
mente condicionadas por movimientos religiosos y culturales, que en
el cuatrocientos apuntan hacia la secularización. Una secularización
que se ve acompañada e impulsada en ese siglo por el humanismo y su
revalorización de los textos grecolatinos, con lo que ello supone de re-
vitalización del pensamiento de la Antigüedad. La influencia de nue-
vas lecturas y nuevos modelos se deja notar de manera perceptible en
la Península Ibérica a partir de 1450, cuando los indicios apuntan a que
la elite cultural y nobiliaria busca respuestas a la angustia de la muerte
en lugares que no eran libros piadosos, ni sermones, ni los cuatro no-
vísimos, ni las danzas de la muerte. Son textos que hablan de la muer-
te y de la posibilidad de superarla a través de una ética y una actitud
ante la vida que en parte coincidía con el cristianismo (lo que hizo po-
sible que fuera acogida sin graves problemas), pero que ponía el acen-
to en la posibilidad de trascender el fin último por lo que cada hombre
había sido y había hecho en esta tierra71.
En los anaqueles de bibliotecas ilustres, y en traducciones no pocas
veces realizadas por encargo expreso de sus poseedores, se hallan des-
pués de 1440 textos cuya lectura debió influir no poco en los nuevos de-
rroteros que trazábamos antes. Así, por ejemplo, hacia 1440 se traducía
el Fedón, vertido al castellano por encargo de Don Íñigo López de
Mendoza, en el que se defiende la inmortalidad del alma. Poco antes,
los nobles podían acceder a una selección de obras y extractos debidos
a Séneca (o atribuidos a él) que con el título de Libros o Tratados de Sé-
neca, romanceó y glosó por extenso Alonso de Cartagena, obispo de
Burgos, por encargo de Juan II de Castilla, un autor, como es bien sabi-
do, en el que abundan las reflexiones sobre la vida y la muerte desde
una perspectiva estoica y que a juzgar por el número de códices conser-
vados (más de cuarenta) debió de gozar de una enorme difusión. De sus
Epístolas familiares también circulaba una versión castellana realizada

71. En el párrafo que sigue doy unas pinceladas sobre la difusión de traducciones
y de la literatura humanística en la época. Para no sobrecargar la ya larga bibliogra-
fía con más referencias, remito como punto de partida a los trabajos citados en las no-
tas 2, 8 y 17. Para los manuscritos y ediciones es imprescindible la consulta de BETA
(Bibliografía Española de Textos Antiguos), dirigida por Charles Faulhaber, y que
ahora puede consultarse en la red (http://sunsite.berkeley.edu/PhiloBiblon).
“Mors bifrons” 185

bajo el mecenazgo de Fernán Pérez de Guzmán. Si en el filósofo cordo-


bés pudieron los nobles castellanos aprender que no hay muerte prema-
tura si se vive con plenitud y que nacimos para morir, Cicerón les ayu-
daría a comprender que esa plenitud corresponde de modo privilegiado
a los gobernantes, es decir, al estamento en el que se incluían, y que la
gloria, acicate imprescindible para la realización de hazañas, haría su
memoria inmortal. Son ideas a las que tenían acceso al menos desde
1422, cuando el mismo Alfonso de Cartagena, entonces todavía deán de
Santiago, tradujo el De officiis y De senectute. Otros autores, como
Aristóteles y su De anima, seguramente no eran conocidos de primera
mano por los nobles, pero sus ideas debían serles conocidas a través de
sus conversaciones con letrados y hombres de Iglesia y de fuentes indi-
rectas, como San Agustín y Santo Tomás, así como por obrillas atribui-
das como el llamado Libro de pomo, del que existe una traducción al
catalán, pero que además fue impreso en fecha muy temprana al latín
con obras auténticas del estarigita (Venecia 1482, 1496) y solo (Colonia
1472; Amberes 1487), lo que es indudable muestra de su popularidad
en toda Europa. En este breve opúsculo se cuenta con intención ejem-
plar la muerte de Sócrates, cuya alma, presa del cuerpo, se libra de la ig-
norancia y el mundo sensible que le empujan a la corrupción gracias a
las virtudes y el saber, que le permiten finalmente arrostrar el tránsito de
manera serena. A estas obras hay que sumar otras, como la Consolación
de la filosofía de Boecio, conocidas antes pero que ahora se leen con re-
novado interés y cuyo espíritu y huella literaria son especialmente pro-
fundas en el género consolatorio que florece por entonces72.
Es ocioso recordar el especial papel desempeñado por Petrarca, el
fundador del humanismo italiano. Aunque no hay lugar aquí para ex-
tenderse sobre su difusión en España, basten un par de botones de
muestra para poner de relieve su importancia para el tema que nos ata-
ñe. Decíamos antes que los poetas cancioneriles pronto convierten el
cumplimiento de las tareas seculares (el buen gobierno, las proezas mi-
litares) en causa que garantizaría tanto la salvación del alma cuanto la
inmortalidad de la fama. A los testimonios que entonces allegábamos
podrían añadirse otros, como aquel poema que dedica Fernant Manuel
a Enrique III, en el que el monarca, hace relación en primera persona
de los actos –por cierto, todos menos uno pertenecientes a la esfera po-
lítica– que le hacen confiar en su salvación:

72. Remito a los numerosos trabajos que le ha dedicado P. Cátedra.


186 Ante la muerte

fuy muy franco e verdadero,


nunca cre de ligero;
bien guardé sus previllejos
a fidalgos e concejos.
Conosçiendo a Dios primero,
de quien galardón espero
mi alma va muy gozosa....73

De manera menos directa, versos antes (en el v. 12), había procla-


mado también la fama ganada (“fue rey de gran nombradía”). Otros
poetas algo posteriores se muestran aún más conscientes de la posibi-
lidad de vencer al tiempo y la muerte a través del renombre, pues como
advierte el marqués de Santillana, “Porqu’el largo bevir nos es negado,
/ ínclito rey, tales obras fezed / que vuestro nombre sea memorado”74.
Son ideas caras a Petrarca, que en el Secretum escribió que la gloria es
consecuencia de la virtud (“virtutem fama, ceu solidum corpus, conse-
quitur”)75, justificando así que el buen cristiano la persiga, y que en el
segundo de sus Trionfi hizo que la fama venciera a la muerte. Puede
ser que tales conceptos fueran propios de la época, pero no cabe duda
que la autoridad y los argumentos de Petrarca contribuyeron a bañar-
los con el prestigio cultural que necesitaban para que la elite los hicie-
ra suyos. Algo semejante puede decirse de otra idea de que afrontar la
muerte de manera adecuada –en una muerte ejemplar por piadosa o
por heroica– puede redimir una vida entera.
Tenía que ser a la fuerza una creencia vista por buenos ojos por
quienes, con frecuencia, ponían su vida en peligro en hazañas y gue-
rras, que cultivaban el heroísmo como ideal de vida: a los que en defi-
nitiva resulta fácil pensar que les costaría mucho más esfuerzo llevar
una vida recta y cristiana que morir en el estruendo de una batalla. No
es de extrañar, entonces, que los más destacados nobles del turbulento
cuatrocientos y aún después –Don Pedro Fernández de Velasco, conde
de Haro; el rey Don Sebastián de Portugal; los condes de Revillagige-
do– hicieran suyo un verso del Canzionere (CCVII, v. 65), “un bel mo-
rir tutta la vita onora”, y lo elevaran a rango de divisa caballeresca76.
Es concepto implícito en numerosas defunziones y poemas, donde se

73. B. Dutton (1990-1995, I, 527-528, vv. 20-28).


74. Í. López de Mendoza (1988, 72, Soneto XXXIII, vv. 1-3).
75. En sus Prose (Petrarca, 1955, III, 204).
76. Tomo los datos de F. Rico (1990, 205 y n. 27), que los aduce a otro propósi-
to.
“Mors bifrons” 187

describe el fin como la última y más honrosa batalla que vencer. Con
todo, su presencia en los textos no es de por sí indicio de humanismo,
pues se trata de una reflexión que existía ya en la Antigüedad (Petrar-
ca la toma, cómo no, de Cicerón) y que aparece en San Ambrosio y
otros santos padres en su exaltación del martirio. De hecho, esta cues-
tión acerca del peso relativo que ha de tener el momento de la muerte
–la manera de afrontarlo, la fe y el arrepentimiento de última hora, la
causa gloriosa o virtuosa que la ha causado– frente a la trayectoria vi-
tal había ocupado ya a San Agustín en el siglo IV con argumentos que
son recordados diez siglos más tarde, por ejemplo, por Pedro Díaz de
Toledo en su Diálogo e razonamiento de la muerte del Marqués de
Santillana.
Vemos, pues, que en el tema que nos ocupa, como por cierto suce-
de en otros ámbitos de la cultura del cuatrocientos castellano, hay una
confluencia de tradiciones ascéticas, medievales, y del pensamiento
humanista. En los poemas, algunos muy destacados y que no analiza-
remos aquí, como las archifamosas Coplas a la muerte de su padre de
Jorge Manrique77, hay lo que hoy llamaríamos un sincretismo cultural,
por el que se entremezclan la mayor parte de las veces la lección mo-
ral cristiana que reclama que el fiel afronte con serenidad la muerte
que lleva al Más Allá, que se logra mediante el ejercicio de la virtud, y
la enseñanza estoica romana que incita a conquistar la inmortalidad de
la gloria, a la que se accede mediante los hechos heroicos y nobles. No
se trataba, por consiguiente, de elegir entre una visión cristiana y otra
humanista. Ambas alternaban según lo establecía la tipología del poe-
ma, planto o visión triunfal, aunque lo habitual a medida que avanza el
siglo es que se combinen, aunque no siempre con la calidad estética y
el grado de fusión que logra Jorge Manrique. Incluso Fernán Pérez de
Guzmán, poeta de tinte ascético y con fama de pesado moralizante en-
tre los estudiosos de la literatura, dedica en sus Coplas de los vicios y
virtudes un apartado –cinco de las 363 estrofas que integran la compo-
sición– al deseo de fama, que califica de “Inclinación natural”. Ésta se
traduce en dos aspiraciones: tener un “buen fijo en quien su nombre /
quede en la vida mortal” y realizar “actos famosos” (de los que espe-
cifica que se trata de actos de buen gobierno no contrarios a la ética
cristiana: “Yo hablo de fuertes actos / mezclados con grant nobleza, /
humanidad e franqueza / e limpios de limpios tractos, / de vil avaricia
intactos, / sin fictión [‘mentira’] ni venganza, / con la fe que nada

77. Cfr. M. Morrás – M. Hamilton (2000).


188 Ante la muerte

trança [‘rompa’], / conveniencias e pactos”)78. Desde el otro costado,


el de las aspiraciones e imitaciones aparentes de los modelos humanis-
tas, no falta tampoco la oscilación entre lo macabro y la exaltación de
la fama, la denuncia de la vanagloria y la promesa de la inmortalidad
mediante el recuerdo. Muy representativo me parece a este propósito
la Visión sobre la muerte del rey Don Alfonso (el Magnánimo, por su-
puesto), de Diego del Castillo79, donde a vueltas con las pertinentes re-
ferencias clásicas, nada menos que Átropos, la Parca, le reprocha que
persiguiera la fama (“A todos gentíos tu fama cantavas / por tal que tu
nombre non fuese callado. / Restarás por cierto, mejor consejado, si
parte me dieras de quanto pensabas”, est. 11; “¿Qué te aprovecha si
fueste temido / e nombrado uno de tres en grandeza?”, est. 12, p. 217),
para a continuación prometerle que aunque

Caerá la memoria de tal nombradía


mas non la tu fama de ser renombrada;
dispenso con ella de aquesta vegada,
ya, pues, que toviste la grant señoría,
que siempre se vea vevir todavía,
por tal que silencio no mate su gloria:
non tema de muerte tu noble victoria,
que vida le damos de rica valía. (est. 19, p. 217)

Y a pesar de que también le recuerda la aniquilación total que con-


lleva el morir, pues, según le dice, “tus carnes reales serán como lodo,
/ en chico lugar avrán su cabida, / será la tu silla real decaída, / en otro
mudado tu nombre de godo” (est. 52, p. 221), el autor concluye prome-
tiéndole la pervivencia eterna de su nombre:

Serás tú castillo del bueno nombrado,


será tu memoria jamás decaída,
será la tu fama por siempre crescida,
irá por el mundo tu ser más loado,
pues solo tú fuiste tan digno fallado
que en ti peresciese un rey tanto grande.
Razón es por cierto que gloria demande
Tu muy rico nombre sin ser olvidado. (est. 61, p. 222)

78. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, I, 599, est. 211 y 214).


79. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, II, 215-222).
“Mors bifrons” 189

Los testimonios podrían alargarse pues son muchos e interesantes


los poemas a la muerte y a los muertos entre la abundantísima produc-
ción cancioneril que ha llegado hasta nosotros. Espero, sin embargo,
que los ejemplos espigados hayan servido para dar una idea de la di-
versidad de actitudes ante la muerte de la elite que cultivó la poesía
cortesana y que constituía también su público principal, así como del
gradual cambio de orientación y modelos que llevó a sustituir la máxi-
ma clerical de la “mors ianua vitae” por aquel otro pensamiento que
Petrarca expresaba en su carta a Tommaso de Messina fechada en
mayo de 1350 de “vita finis principium est glorie”80 y que algo más de
cien años más tarde un poeta de la corte de Alfonso V el Magnánimo,
Carvajales, recogía en su poema a la muerte de Juamot Torres como
“muriendo más honra haber”81.

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80. La cita de Petrarca en Familiarium rerum liber primus (cit. por A. Tenenti,
1957, 27).
81. R. Foulché-Delbosc (1912-1915, II, 618-19, est. 4).
190 Ante la muerte

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Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval

Alfons Puigarnau
Universitat Internacional de Catalunya

La historia del cristianismo como religión nos conduce a la consi-


deración de un elevado número de paradojas que, como si fueran luces
y sombras de una buena pintura, van configurando, con los siglos, esa
misma historia. Es el contraste entre la gracia y la naturaleza, entre la
luz y la tiniebla, entre lo visible y lo invisible. Evidentemente, la gran
paradoja del cristianismo es el mismo acontecimiento central de su fe:
el hecho del Verbo de Dios que se encarna y entra en la historia de los
hombres. Es posible que con este hecho la gran paradoja desaparezca,
para dar lugar al gran misterio; que incluso el misterio quede afectado
por la paradoja. En palabras de Hans Urs von Balthasar, “la elevación
de un solo hombre al rango de lo irrepetible, del monogenes (unigéni-
to), tenía que ser el más hondo descenso de Dios, su bajada, su humi-
llación, su kenosis (lit. “vacío”, “evacuación”, “anodadamiento”), has-
ta esa penetración unitiva en un solo hombre, que, aunque único, no
deja de ser hombre entre los hombres”1.
Se trata de una paradoja que proviene del discurso racional y que
afecta profundamente a la intuición estética a lo largo de la historia de
la cultura de los pueblos. La paradoja de la representación estética de
la imagen del Dios invisible se perpetúa siempre que cualquier imagen
estética se eleva a la categoría de icono de poder. Cuando el poder –lai-
cal o eclesiástico– se reviste de cualidades sacramentales, se hace litúr-
gico y atraviesa la frontera de lo profano para irrumpir en lo sagrado,
esa paradoja se repite.

1. H. U. von Balthasar (1959, 22).


198 Ante la muerte

El presente trabajo plantea la extinción de la relación “imagen es-


tética-poder espiritual” en el momento de la muerte de algunos reyes y
personajes ilustres de la historia de la Corona de Aragón. Los señores
de la tierra imprimen su imagen en un sello que autentificará y ejecu-
tará las órdenes emitidas por escrito en cancillerías reales y scriptoria
monásticos y catedralicios. A la muerte del dignatario, las dos matrices
del sello, portador de su imagen en el anverso y en el reverso del lacre,
serán destruidas en una ceremonia religiosa que asociará la muerte del
hombre poderoso con la extinción de su poder y, con ella, la extinción
de su imagen estética. Una verdadera ceremonia iconoclasta del poder
que, con la muerte de quien lo ostenta, cristaliza, precisamente, en una
muerte que va más allá de la corporal: en una auténtica “muerte políti-
ca” del jerarca correspondiente. El hecho iconológico de la fractura del
sello debe enmarcarse en el contexto más amplio de la manipulación
del símbolo del poder (en este caso su ruptura) buscando un significa-
do que va más allá de este mismo simbolismo. Desde el momento en
que se borra voluntariamente la imagen del jerarca (una ocultación) se
busca un nuevo icono de poder (una epifanía: la del heredero o sucesor
en el poder de turno)2.
Ese sello es un instrumento de poder elevado a la categoría de in-
fluencia mística, que subyuga a sus semejantes, generando relaciones
feudo-vasalláticas, compraventas y otros vínculos jurídicos permanen-
tes entre los hombres. Esa imagen de dos caras estampada en la cera y
vinculada a un texto en pergamino participa de la gran paradoja de la
Edad Media: que la imagen estética sea capaz de sacramentalizar lo
mundano elevándolo a la categoría de lo sobrenatural, haciendo que
las relaciones sociales entre los hombres queden tocadas por un víncu-
lo de carácter estético-teológico.

1. Iconos de poder en la sigilografía catalana

La costumbre de validar documentos mediante un sello con el


nombre o el busto del emperador o del rey es anterior a la Edad Media.
Las matrices sigilares aparecen a finales del siglo X, o inicios del XI.
Los emperadores de Alemania, Carlos el Grande (878) y Luis III (899-

2. Por esta razón es importante destacar la siguiente referencia bibliográfica, que


agradezco a la Dra. María Morrás, de la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona): A.
Mackay (1998).
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 199

911) todavía utilizan, para sellar documentos, piedras grabadas con


bustos de carácter romano. En Odón II (980) empieza a aparecer el
tipo mayestático, más o menos rudimentario3. Los sellos mayestáticos
de los reyes de Inglaterra se conocen a partir del tiempo de Eduardo el
Confesor (1043-1066). En Francia, el rey Roberto (997) se hace repre-
sentar en su sello su propio busto, sosteniendo los atributos de la rea-
leza. Este modelo se perfecciona con Enrique I (1035), al aparecer el
primer ejemplo, en Francia, de sello llamado de majestad. En Castilla
los sellos mayestáticos se empiezan a utilizar con Alfonso VII, y en
Aragón con Alfonso II, primeramente como conde de Barcelona. Has-
ta el siglo XI el uso del sello para validar documentos es restringido,
siendo utilizadas, para la validación de documentos, subscripciones
con el signum y el nombre del bajofirmante o, sencillamente, la lista de
los testigos prevista para ese acto. En el decurso del siglo XII se ex-
tiende la utilización del sello mayestático4, y en el XIII queda genera-
lizada, hasta llegar al XVI.
Hay que agradecer la monumental obra de Ferran de Sagarra dedi-
cada a la sigilografía catalana. También en otros países hay quien ha
estudiado a fondo el tema5. Pero, con independencia de los particula-
rismos de cada área, conviene destacar una idea fundamental: el sello
real representa la figura del personaje y la hace realmente presente –y
no sólo simbólicamente– en el momento de validar un documento.

3. F. de Sagarra (1915, 5, 13, 17 y 29).


4. Con independencia de otros tipos, si es que hay que sujetar esas variantes a al-
guna clasificación específica. Cfr. F. de Sagarra (1915, 60).
5. Heineccius, De veteribus Germanorum aliarumque nationum sigillis eorum-
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Leizpig, 1709; Wredius, Sigilla comitum Flandriae ac inscriptiones diplomatum,
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ternational des archives, Palais Soubise, 1950; R.–H. Bautier (1990); B. R. Brigitte
(1993).
200 Ante la muerte

Esto es cierto hasta el punto de que el propio Sagarra recoge un testi-


monio histórico que se refiere a este carácter enteramente personal de
cada sello. Ya en época moderna, es Salazar de Mendoza quien comen-
ta que Don Juan Tello de Sandoval, presidente de Valladolid, más tar-
de del Consejo de Indias y obispo de Osma, al ver caer al suelo un se-
llo real desprendido de un documento lo recogió, lo levantó con suma
reverencia, lo besó y se lo puso sobre la cabeza diciendo: “Es el cuer-
po místico y figurativo del rey nuestro señor”6. Ciertamente, la anéc-
dota aparece rodeada del dramatismo y la escenificación teatral, casi
caricaturesca, propia de la época en que esto sucede. Sagarra recoge
también un pasaje de Ramón Llull, que en su Blanquerna (1284) acen-
túa esta dimensión místico-política de los sellos de autoridad: “Com
Evast e Aloma volgueren lexar lo càrrec de l’alberc e volgren que
Blanquerna…Evast… près lo segell e Aloma près les claus de l’alberc
e volgren que Blanquerna presés lo segell e les claus”7. Por encima del
espacio y del tiempo se revela una identificación que se halla en el fon-
do de toda una mentalidad: la imagen del rey impresa en el sello que
autentifica un diploma es una imagen mística y figurativa. Tiene un ca-
rácter religioso-místico y estético-concreto, sea cual sea la época en la
que se halle. El poder real, en resumidas cuentas, tiene un signo icono-
gráfico: la imagen del rey es un verdadero icono de poder.

2. Muerte política-Juicio estético

Al tratar del tema de la muerte en relación a la imagen del rey, es


preciso hacer algunas anotaciones sobre el significado estético de esa
muerte. Conviene explicar que lo que se puede llamar “muerte políti-
ca” puede, hasta cierto punto, devenir en una verdadera “muerte esté-
tica”. La muerte del rey aparece, en la época medieval, revestida de un
marcado carácter ético-estético. En la época que nos ocupa, no sólo se
medita sobre la muerte del rey sino que se procura que sea una “buena
muerte”8. La defunción del rey debe elevarse por encima de lo común
y alcanzar altos grados de ejemplaridad. Una buena muerte y la prácti-
camente segura salvación que la seguía ayudaban a legitimar la monar-

6. Salazar de Mendoza, Origen de las dignidades seglares de Castilla y León,


Madrid, 1794, II, VIII. Cfr. F. de Sagarra (1915, 92).
7. Blanquerna de R. Llull (1914, 28). Citado en F. de Sagarra (1915, 92).
8. F. Martínez Gil (1996, 38 y ss.).
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 201

quía en cuanto garantizaban la armonía no fracturada entre el rey y la


divinidad. La providencia divina planeaba sobre todo acontecimiento
histórico y una muerte regia lo era, por lo que a través de ella se trans-
mitía un mensaje edificante o revelador del plan divino. Si un rey ac-
tuaba de acuerdo con lo que se esperaba de su misión en la tierra, lo ló-
gico es que fuese recompensado con una buena muerte, prueba de que
no había perdido la protección divina y de que, por tanto, no la había
perdido el reino9.
Junto a la pedagogía en torno a la buena muerte aparece la de la
mala muerte y, sobre todo, la del juicio final, que constituye la culmi-
nación de la vida y de la historia. San Agustín había insistido en que la
verdaderamente temible era la muerte segunda ya mencionada en el
Apocalipsis, aquélla que sobrevendría al final de los tiempos cuando
los cuerpos volviesen a unirse a sus almas para padecer el castigo eter-
no. Siempre se había temido el juicio. Lo que sí se dio a partir del si-
glo XII fue la superposición de la iconografía apocalíptica y la evangé-
lica. En estas escenas, esculpidas por doquier en las catedrales góticas
y antes, pintadas en las bóvedas del románico europeo acompañadas
de la forma almendrada de la Maiestas domini, Le Goff verá una pro-
yección del aparato judicial de la sociedad feudal, que habría servido a
los teólogos del siglo XII y comienzos del XIII para sus teorías sobre
la justicia del Más Allá10.
El juicio va imponiéndose lentamente, se va precisando cada vez
más como desenlace escatológico, al tiempo que en la vida terrena el
derecho tiende a su difusión y uniformización. De hecho esta crecien-
te concreción conducirá a la progresiva individualización del juicio, al
paso desde un juicio universal y más o menos lejano a un inmediato
juicio particular, ligado más a la muerte corporal que a la escatológi-
ca11. Sin embargo, también este juicio, asociado a la muerte, supone

9. Sobre las muertes de los reyes y el ceremonial que llevaban aparejadas vid. E.
Mitre (1998, 168-183), (1992, 17-26) y J. L. Martín (1991, 5-39), citado en F. Martí-
nez Gil (1996, 38).
10. J. Le Goff (1981, 252); vid. A. Puigarnau: “Un espíritu y una imagen. Espa-
cio religioso y hombre estético” en J. Aurell – A. Puigarnau (1998, 195-330), espe-
cialmente: “El drama escatológico” (211-213), “Los santos, paradigmas e interceso-
res” (238-240), “La conversión, adelanto de la muerte del espíritu” (247-250), “La
muerte como dormición de lo estético” (266-267), “La muerte como imponderable”
(267-269), “La muerte como límite” (269-271), “El trabajo de morir” (271-276), etc.
11. F. Martínez Gil (1996, 49). Este proceso de particularización del Juicio Final
lo reflejaba con claridad la documentación que se refiere a los mercaderes de la Bar-
202 Ante la muerte

una especia de “pausa estética en el tiempo”: “Estas dos coordenadas,


el tiempo cronológico y escatológico, a primera vista parecen constre-
ñir poderosamente su vida. Aparentemente no hay tiempo para soñar.
Pero el mercader sabe interponer, entre esos dos tiempos, una pausa
estética”, referida al tiempo que dedica a la lectura de novela caballe-
resca, que aparece por doquier en su biblioteca personal12. Pero esta
transformación no es apreciable en obras como las de Berceo, aún pre-
ocupado, como hombre de su época, por el día terrible del Juicio Final,
cuando “combidará los iustos Dios por regnar consigo” y “enviará los
malos con el mal enemigo”13. Berceo prefiere desdramatizar la muerte
y centrar su atención y sus temores en el final de los tiempos, enume-
rando los quince Signos que aparecerán antes del Juicio Final14.
Naturalmente, no es una preocupación nueva, pues el canto popular
llamado de la Sibila procede de la época de San Agustín, y se utiliza
por doquier en las pequeñas y grandes iglesias de la época medieval y
moderna15, al menos hasta el Concilio de Trento, que lo elimina de la
Liturgia de las Horas.
El canto de la Sibila es una pieza célebre a lo largo de la Edad Me-
dia, que tuvo gran influencia educativa y en la ejecución del cual inter-
vino el pueblo16. Aparece en Ripoll, al menos a partir del siglo X de la
época condal en Cataluña. Los versos Judicii signum ya alegados en
griego por Constantino en el concilio de Nicea, traducidos al latín por
San Agustín en La Ciudad de Dios, fueron ejecutados después de la
sexta o novena lección de los maitines de Navidad en Francia17, Italia,
Castilla18 y principalmente en Cataluña19. Primero en latín20, y desde el

celona del siglo XV: “Starem devant lo divinal juyci per reebre segons que fet hau-
rem” (Arxiu Històric de Protocols de Barcelona, Joan Reniu, Manual de testaments,
1421-1431, fº 5r. Citado en J. Aurell – A. Puigarnau, 1998, 227).
12. J. Aurell – A. Puigarnau (1998, 227-228).
13. Loores de Nuestra Señora, estrofa 175. Citado en F. Martínez Gil (1996, 49).
14. Gonzalo de Berceo (1980). Citado en F. Martínez Gil (1996, 49).
15. M. Gómez Muntané (1996), (1980, 31-55); R. B. Donovan (1958).
16. Sobre este tema vid. A. Puigarnau (en prensa 1).
17. A. Gastoué (1924); F. Raugel (1923-1924, 774-783).
18. M. Gómez Muntané (1996); R. B. Donovan (1958).
19. M. Gómez Muntané (1980, 31-55).
20. Para el texto latino vid. Analecta hymnica, medii aevi IV, nº 9876, 15 (Nueva
York-Londres: Johnson Reprint Corporation, 1961-1978 [1ª ed. 1886-1922]); Patro-
logiae Cursus Completus, Series Latina (J. P. Migne, ed.), París, 1844-1864, vol. 42,
1117ss. En adelante citado como PL, seguido del volumen y del número de columna;
Dreves, Cantiones Bohemicae, 107; Migne, PL 42, 1117ss, donde se encontrará el
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 203

siglo XIII es ejecutado en vernácula en Francia, Provenza y Cataluña,


donde perdura hasta el siglo XVI en que es prohibido para los templos
catalanes y mallorquines21. Al final del sermón nocturno de los maiti-
nes de Navidad, se añaden los versos sibilinos por los cuales, además
del anuncio del Mesías, se profetiza el segundo advenimiento del Cris-
to en el fin del mundo. Son los mismos versos que San Agustín enca-
jaba en su Ciudad de Dios al hablar de la Sibila Eritrea como testimo-
nio profético del Cristo que vendría22. Se trata de un documento
litúrgico de larga tradición manuscrita23. El texto latino aparece repro-
ducido en la obra de Anglès, teniendo en cuenta las variantes de los
manuscritos conocidos, fechados entre los siglos X y XIII24.
Los primeros versos de la Sibila en catalán encajan con el estrecho
vínculo que se establece entre la preparación para una muerte política
y la ejecución de un juicio estético:

“Ell iorn del judizi para qui aura fag servizi (Judici signum: tellus su-
doret madescet)”25.

Sermo de Symbolo del Pseudoagustín, Contra Judaeos, del cual se utilizaba los capí-
tulos XI-XVI para la última lección del segundo nocturno de los maitines de Navidad.
21. “Sibillae carmina et pastorum nugas, aliasque vulgares cantilenas, nullo tem-
pore in ecclesiis cani permittantur”, dicen las Sinodales de Tarragona de Antoni
Agustí; J. Villanueva (1806, XXII, 185).
22. Sobre su origen oriental y su relación con el tema apocalíptico en relación al
Emperador vid. B. McGinn (1979, 122-125).
23. En latín hay abundancia documental: en Córdoba un curioso ejemplar del si-
glo X, correspondiente a la liturgia visigótica, aun cuando lleva una notación parecida
a la aquitana de los manuscritos catalanes (Córdoba, Catedral sign. I [olim 72], Homi-
liarium, fº 69b, en H. Anglés, 1988, fig. 75); el manuscrito procedente de Ripoll, tam-
bién del X, reproducido por H. Anglès ACA, Ripoll 106, fº 92v, en H. Anglès, 1988,
fig. 27; el de París, llamado Collectaneum, originario de San Marcial de Limoges
(PBN, lat. 1154, fº 122a, Collectaneum, siglo X, en H. Anglès, 1988, fig. 74). Del si-
glo XI, un Lectionarium conservado en París (PBN, lat. 5304, fº 112v, siglo XI, en H.
Anglès, 1988, fig. 76); otro manuscrito que no ofrece el añadido del Pseudoagustín
(PBN, lat. 2832, fº 123v, s. XI, en H. Anglès, 1988, fig. 77); y otro documento, esta
vez de Saint Marcial (PBN, lat. 1139, fº 58, s. XI, en H. Anglès, 1988, fig. 78), y otro
leccionario catalán del mismo siglo (PBN, lat. 5302, fº 82, s. XI, en H. Anglès, 1988,
fig. 79), además del de la Colegiata de San Félix de Girona (Girona, Colegiata de San
Félix, Antiphonarium, s. XI, fº 21v: “Alme rex Criste nunc noster quoque alleluya”;
“Lumen de lumine adesto Criste...”, en H. Anglès, 1988, fig. 70). Del siglo XII: el Lec-
tionarium de Montpellier (Montpellier, Archives de l’Hérault. Lectiunarium, s. XII, fº
52, en H. Anglès, 1988, fig. 81) y otros (H. Anglès, 1988, 292).
24. H. Anglès (1988, taula I).
25. Barcelona, ACA, Ripoll 106, fº 92v, Collectaneum, s. X.
204 Ante la muerte

Es la primera imprecación, a la que se contesta:


“Us reis venra perpetuals Del cel ques anc non fon aitals: En carn
venra sertanament, Per far del segle jugamen (Ecce lo rex adveniet per se-
cla futurus, Scilicet in carne presens ut iudicet ordem”)26.
Y otra vez se repite: “Ell iorn...”27. Evidentemente, tras este texto,
y tras la conciencia de los que lo cantan, hay un espíritu de Juramento;
laten, en el fondo, consecuencias políticas y sociales concretas: Dios
ha prometido un juicio para quien le haya servido (servizi), explicita el
texto. La relación con Dios se estetiza de un modo paralelo a como se
producen las relaciones entre los hombres: el vasallo, la creatura, pres-
ta un homenaje (immixio manuum y juramento, básicamente)28; y Dios
protege y, finalmente, juzga.
La iconografía literaria del canto de la Sibila, la abundancia de re-
presentaciones del Juicio Final en tímpanos de iglesias, manuscritos
iluminados y pinturas de diverso género conecta los dos elementos
aludidos al principio: una “muerte política” de los personajes constitui-
dos en autoridad (reyes, príncipes, nobles y eclesiásticos principalmen-
te) y un “juicio estético”, es decir, un enfrentamiento sensible de esos
personajes con el rostro sensible de la muerte: la posibilidad de un Cie-
lo y de un Infierno que se pintan con trazos eminentemente plásticos a
lo largo de toda la Edad media europea. Estudiando la conexión de la
imagen del jerarca estampada en su sello personal con lo que ocurre a
su muerte es posible llegar a conectar el concepto de muerte con el de
iconoclastia en la Cataluña medieval.

3. Una iconoclastia del poder político

A primera vista, la palabra iconoclastia aparece prioritariamente


vinculada a dos períodos esenciales de la historia de la imagen. Cuan-
do se habla de iconoclastia se piensa, en primera instancia, en la polé-
mica bizantina por el culto a las imágenes, iniciada en el siglo VIII de
nuestra era29. En segundo lugar, este término recuerda la época de la

26. Girona, Bibl. Sombola, fº 8, lectionarium, s. XII.


27. Texto del Lectionarium del siglo XII con añadidos del XIII, según el ms. de
Montpellier.
28. Cfr. F. L. Ganshof (1974).
29. Cfr. C. Emerau (1967, 575); J. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et Am-
plissima Collectio, vol. 13, Nicaea II, Florence, 1767, reimpr. Graz 1960, 11, 977E-
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 205

Reforma, cuando se propone, como uno de los elementos que estructu-


rará la nueva liturgia, la abolición del culto a los santos y la desapari-
ción exterior de la veneración por la mayoría de las imágenes30. La
elección de las imágenes no-figurativas de Dios no implicó, en los tér-
minos de la iconoclastia, el rechazo del arte per se. Los iconoclastas no
van contra la imagen como tal, sino contra la imagen de lo deificado.
El antropomorfismo es su bête noire porque para ellos conduce a la
idolatría y no es cristiano porque no tiene precedente en la Tradición31.
Reduciendo el espectro de objetos susceptibles de devoción cristiana,
los iconoclastas polarizan la atención en las representaciones no figu-
rativas: éste es el mecanismo utilizado.
Sin embargo, hay un sentido más amplio de la palabra iconoclas-
tia, que es el que en este trabajo se pretende manejar. Comparte con el
sentido clásico del término el hecho de que hay una resistencia a la re-
presentación antropomórfica de lo divino. Sin embargo tiene un senti-
do más amplio porque, apartándose del contexto literalmente histórico
bizantino o luterano, apunta a una realidad que va más allá de una po-
lémica sobre las imágenes en un momento determinado de la historia
de la imago dei. La iconoclastia en sentido amplio32 sería una extinción
de la imagen en sí misma y no sólo porque es sospechosa de suplantar
la divinidad que representa, lo cual ocurría –sin duda– en la iconoclas-
tia bizantina y protestante. Nuestra “iconoclastia” va dirigida a anular
la imagen y arrastrar a la destrucción no sólo un símbolo de poder sino
un poder real: desde el momento en que se celebra la ceremonia litúr-
gica de fragmentación del sello real, el poder político se extingue
arrastrado por la destrucción de la imagen estética del rey, por su ico-
no de poder33. Por eso se habla de una “iconoclastia del poder políti-
co”.

980B. Traducción al inglés de la sexta sesión en D. Sahas (1986). Vid. K. Parry


(1996, 70, n. 1); M. Anastos (1955, 177-188).
30. H. Belting (1994); J. Wirth (1984); J. Obelkevich (1979); M. Aston (1993); P.
C. Finney (1977).
31. Horos de 754, Mansi 13, 337CD: J. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova
et Amplissima Collectio, vol. 13 Nicaea II, Florencia, 1767, reimp. Graz 1960. Tra-
ducción al inglés de la sesión sexta en D. Sahas (1986).
32. Esta “iconoclastia en sentido amplio” también es sugerida en otros autores:
K. Parry (1996); A. Vega (1994).
33. Sobre el concepto de icono de poder vid. A. Puigarnau (en prensa 2).
206 Ante la muerte

4. Fractura del sello a la muerte del rey:


muerte iconográfica y aniconismo

La primera noticia que recibe el municipio sobre la gravedad de


salud del rey llega en forma de rumores. Por ejemplo, ante la incerti-
dumbre de la vox populi sobre la muerte del rey Pere III, el municipio
de Tortosa manda un mensajero a la Font del Perelló para interceptar a
todo aquel que venga de Barcelona y pueda conocer las últimas noti-
cias. El mensajero esperará el desenlace, manteniendo informado al
municipio hasta el final34. El caso es que a su muerte, aparte de las exe-
quias acostumbradas y otros menesteres35, se procederá a la fractura de
su sello real. Lo mismo ocurrirá con las matrices de los grandes seño-
res eclesiásticos. Douët d’Arcq afirma que la práctica de la fragmenta-
ción de las matrices de los sellos fue un hecho generalizado en los mo-
nasterios, y cita el ejemplo de Saint Alban, en el condado de Helford
(Inglaterra). A la muerte del abad, la matriz de su gran sello fue guar-
dada y sellada hasta el día de los funerales. En ese día, después del Ofi-
cio, la matriz fue llevada ante el altar mayor, donde fue fracturada36.
En 1255, habiendo fallecido Margarita de Sargines, abadesa de Monti-
villiers, la priora escribe al rey, pidiéndole permiso para elegir a la nue-
va abadesa, y sella la carta con el sello de la difunta, antes de que fue-
se fracturado37. En un inventario de Durham (Inglaterra) consta que,
habiendo muerto en 1345 el obispo Richard Bury, la matriz de su sello
fue fracturada y de los fragmentos se hizo un cáliz de plata para el al-
tar de Juan el Bautista38.

34. F. Sabaté (1994, 17).


35. Cfr. F. Sabaté (1994).
36. “Defuncto abbate, prout mos exigit nostri monasterii, sigillum ejus magnum
in qudam loculo reponendum est cum sigillis suis minoribus; cum sigillo communi
signabitur custodiendum usque ad die sepulturae suae. Quo quidem die, coram omni
populo, post missam majoremm ante altare proferendum est, cum martello confrin-
gendum. In Prioris vero magni dispositione constat quod de aliis sigillis suis sit agen-
dum, Monasticum Anglicanum”, Londres, 1819, en fº, II, 236. Citado por F. de Saga-
rra (1915, 92-93).
37. “Quia vero non consuevimus habere sigillum, imo semper sigillo nostre aba-
tisse utimur; sigillum dicte M. antequam fractum fuisset, una cum sigillo decani nos-
tri presentibus litteris fecimus” (Douët d’Arcq, Collection des Sceaux, París, 1863-
1868, I, XXXIV).
38. Bloom, English Seals, Londres, 1906, fº 111. Vid. también, del mismo autor,
la cita de una ceremonia de bendición del sello del nuevo obispo (Citado en F. de Sa-
garra, 1915, 93).
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 207

En el ámbito de Cataluña, uno de los casos más antiguos de frac-


tura de matriz de sello es el del Capítulo de la Catedral de Vic. A 19 de
junio de 1309, llamados a Capítulo los canónigos de dicha sede, presi-
didos por el señor obispo, Berenguer de Guardia, se estipuló que las
escrituras a rubricar con el sello del Capítulo se sellasen con el nuevo
sello redondo, recién elaborado. Esto significa que la fractura de la ma-
triz anterior era reciente39. Más tarde, en el mismo Capítulo catedrali-
cio, en 1404, fue fragmentado su sello, con las solemnidades acostum-
bradas, ante el propio obispo que entonces era Diego de Heredia40. En
su viaje literario, Villanueva, al tratar del obispo de Mallorca, Antoni
de Galiana, dice que al día siguiente de su muerte, 10 de abril de 1375,
su secretario, Joan Vilanova, presentó sus dos sellos de plata al Capí-
tulo y que allí mismo se procedió a su fractura41.
En el caso de los condes-reyes catalanes el fenómeno sigue siendo
el mismo. Ya cercano a la muerte (“ideo nos nunc gravi infirmitate de-
tente”) el rey Jaume II, el 2 de noviembre de 1327, ordenó a su notario
y depositario de las matrices de sus sellos, Bernat d’Aversó, que lla-
mando a gente notable (“vocatis aliquibus notabilibus personis”), les
indica que procedan a la quiebra de los tales sellos (“frangi faciatis per
frustra taliter…dicta sigilla nostra, videlicet bulla, tabularum seu ma-
jestatis et commune”) y que hagan entrega de los tres sellos ya quebra-
dos (“ipsa tria sigilla sic confracta tradatis personaliter”) a la persona
del ínclito infante Alfonso, “nuestro querido primogénito y heredero
universal”42. Por su parte, el rey Alfonso III, declarará al notario que se
ha cumplido la voluntad de su padre, referente a la fractura de los se-
llos en la presencia de gente de la corte (“frangeretur coram notabili-
bus personis”)43.
Al hacerse la relación de la sepultura de la reina Dona Violant de
Bar, la que fue esposa de Juan I, en el mes de julio de 1431, se encuen-
tra, también una curiosa reseña del acto de fragmentación de sus sellos.
Dice que un tal Galcerán de Sentmenat, camarlengo de la reina, ante el
rey y sus nobles, prelado y servicio, muestra en público los sellos de

39. Archivo Capitular de Vic, Ex libro prime vite, fº 34. En F. de Sagarra (1915,
93).
40. Archivo Capitular de Vic, Ex libro Primo Porterii. Capituli Vicensis, fº 84v.
En F. de Sagarra (1915, 93).
41. J. Villanueva (1806, XXII, 14).
42. Según el documento que cita F. de Sagarra en el Anexo XXI, procedente del
Archivo de la Corona de Aragón, reg. 230, fº 135 (F. de Sagarra, 1915, 153).
43. F. de Sagarra (1915, 153 y anexo XXII).
208 Ante la muerte

plata de la reina y después de una ceremonia rompe los sellos ante los
presentes con múltiples golpes de martillo. La reacción de los asisten-
tes no se hace esperar: mientras se golpea los sellos de la reina parece
asistirse a una segunda muerte de la Señora: la muerte iconográfica, la
fractura de su imagen real, que tantas gracias y provisiones había otor-
gado entre sus súbditos. Sonoros gritos, lloros, lamentaciones y con-
vulsiones acompañan a esta extinción de la imagen y del poder de la
reina44.
En resumen, a la muerte natural de la reina, ocurre una muerte de su
icono de poder, algo que podríamos denominar como una segunda
muerte, que da sentido a la primera. Tras la primera muerte biológica,
inevitable, se incurre en una muerte provocada de su imagen iconográ-
fica, sigilográfica. El rito de reconocimiento litúrgico de la muerte de la
reina pasa por un proceso, subsiguiente, de vida anicónica: se extingue
la iconodulia de la vida para dar paso a una iconoclastia de la muerte,
porque, en la poética del cristianismo imperante en esta mentalidad, la
imagen del rey debe quedar aniquilada, enterrada, para dejar paso a una
imagen anicónica, abstracta, de ese personaje que existió y cuya ima-
gen, carnal e iconográfica, se ha borrado para siempre del mundo ico-
nográfico de los que viven. Y en algunos casos en que las matrices no
se rompen, se entierran, simplemente, en la misma tumba donde yace el
difunto. Este enterramiento del sello real sin fracturar constituye una
forma de muerte iconográfica paralela a la fractura del sello, y consiste
en borrar, literalmente, la imagen del rey, incorporándola a su propio tú-
mulo para que nunca jamás vuelva a representar al que desapareció de
entre los vivos45.

44. “E com l’ordenacio de totes les dites coses fou feta per los dits honorables
consellers, ans que’l dit cors partis de la dita sala lo honorable mossen Galceran de
Sentmanat, cavaller, lo qual era camarlench de la dita senyora dona Yoland levantse
en peus en presencia de lo dit senyor rey, e del dit rey de Navarra, arcabisbe, bisbes,
prelats, barons, nobles, cavallers, e honorables ciutadans dessus ordonats, e altres
aquí aiustats en multitud copiosa mostra a uyll en publich los segells d’argent de la
dita senyora, ab los quals se segellaven les gratias e provisions que la dita senyora
feye. E apres, promeses algunes paraules molt pertinents e provocants a plors, trenca
los dits segells, e aquells sclafa ab multiplicats colps de martell, los quals colps du-
rants foren aquí, scampats grans crits, plors, lamentacions, e senglots per la nobla
dona Alienor de Cervello, e per los domestichs, e servidors de la dita senyora reyna”,
Arxiu Municipal de Barcelona, Ceremonial de coses antigues notables, I, fº 30. En F.
de Sagarra (1915, 94).
45. Se conservan ejemplos de sepulcros en cuyo interior queda enterrada, acom-
pañando al difunto, esta imagen sigilográfica del jerarca. Dice F. de Sagarra que en
Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 209

Parecida ceremonia se describe a la muerte del rey Juan II, en el mes


de enero de 1479. Este es el testimonio de Pere Miquel Carbonell, en el
capítulo LI de su tratado De Exequiis, sepultura et infirmitate Regis Jo-
annis secundi: primero, una procesión llevando en andas el cuerpo del
rey para llevarlo a su sepultura. Una vez detenida la comitiva y ante la
presencia del gran catafalco real, en la parte derecha de la litera, el ca-
marlengo mayor, tomando el sello secreto del rey Don Juan, y alzando
su brazo derecho ante los pies del señor rey y dirigiéndose a la multitud,
les muestra las matrices del sello secreto. Evidentemente, esta ostenta-
ción implica una revelación, pues hasta entonces el sello era secreto: se
enseña al pueblo una imagen escondida, desconocida, de su rey. Ésta es,
pues, una versión iconográfica de la imagen del rey. Dice el camarlengo:
“¡Oh caballeros y gentiles hombres!: Éste es el sello secreto del rey”. Y
empezando a llorar prosigue diciendo: “¡El rey nuestro señor ha muerto,
ha muerto nuestro señor el rey! Lloremos su muerte y sean fracturados
sus sellos, ya que nunca jamás volverá a utilizarlos”. Seguidamente rom-
pe las matrices del sello secreto con un martillo y tomando los sellos co-
munes de Aragón y el sello de Sicilia en la mano izquierda los quiebra,
utilizando el martillo con la mano derecha46.

5. Conclusión: muerte e iconoclastia, abstracción


y aniconismo en la Cataluña medieval

Al introducir este trabajo habíamos hablado de las paradojas que


plantea la propia religión cristiana, a su paso por la historia de las so-

ocasiones las matrices eran depositadas en la tumba del personaje al que pertenecían.
La violación de las sepulturas reales de S. Denis hizo descubrir en la tumba de Cons-
tanza de Castilla, esposa de Luis VII de Francia, la matriz de plata de su sello, de ple-
no siglo XII (F. de Sagarra, 1915, 95).
46. “‘O cavallers e gentils homens e vosaltres tots qui sou aci presents vaus açi lo
segell del senyor rey’. E començant fortment plorar dix ab grans plants e suspirs ‘Lo
rey nostre senyor es mort, mort es lo rey nostre senyor, plorem doncs tots pus es mort
lo senyor rey e los seus segells sien açi romputs pus lo dit senyor rey no se’n pot ser-
vir’ e prenent en la ma esquerra lo dit segell e en la ma dreta un gros martell, posa lo
dit segell sobre una esclusa que fou aquí presta e donant grans colps ab lo dit martell
sobre lo dit segell rompe aquell. E apres prenent en la ma esquerra los grans segells
comuns de Arago e lo segell de Sicilia e en la ma dreta lo dit martell ab grans colps
rompe aquells fahent hi semblant serimonia que fou en rompre lo dit segell secret”,
cfr. Colección de Documentos inéditos del Archivo general de la Corona de Aragón,
XXVII, fº 217 (F. de Sagarra, 1915, 94-95).
210 Ante la muerte

ciedades occidentales de la Edad Media. Hemos examinado una docu-


mentación, ya publicada, pero tal vez no lo suficientemente meditada.
El estudio de la imagen del poder en cualquier sociedad de la Edad
Media plantea, en el fondo, la misma paradoja que se constituye en el
eje del planteamiento cristiano: que el Verbo viva entre los hombres,
injertando su invisibilidad divina con la esteticidad de un cuerpo de
hombre. La muerte del hombre, en sí misma, ya constituye una cierta
iconoclasta; la muerte deshace los cuerpos y los desfigura, borrando en
ellos cualquier antigua apariencia iconográfica, figurativa. Sobre este
fenómeno connatural a la especie humana, los monarcas europeos, si-
guiendo una antigua tradición, a su muerte desean aniquilar, también,
su icono de poder, las matrices de los sellos que, en vida, eran motores
de su vida política. La quebradura del sello real, noble o eclesiástico
constituye un testimonio de hasta qué punto una muerte biológica es
acompañada de una muerte política y de una defunción iconográfica:
es toda una escenificación de un aniconismo post mortem.
De un modo paradójico y misterioso, también en la persona intan-
gible del rey, tras su aspecto mítico-simbólico, hay asociada una ima-
gen poderosa que, a su muerte, debe ser eliminada. Esto debe ser así
porque al trascendentalismo religioso siempre debe corresponder un
trascendentalismo en el arte47. Hay una conexión paradójica, en el ico-
no del poder real, entre lo estético y lo místico. Más allá del clasicis-
mo, de la simple metáfora o del vulgar signo sensible, la creación y la
vivencia artísticas significan el ejercicio de una función anímica que,
lejos de toda afirmación de lo terreno y de toda presencia del mundo
de los fenómenos, procura crearse una imagen de las cosas, que las
desplace más allá de la limitación y del condicionamiento de lo vivo,
en una zona de necesidad y de abstracción. En el fondo de la predis-
posición del rey que ordena a su camarlengo la destrucción de su pro-
pia imagen post mortem hay una teología estética del poder.
Envuelta en el juego inextricable, en el cambio constante de los fe-
nómenos pasajeros, el alma tan sólo conoce una sola posibilidad de
bienaventuranza: crear un Más Allá de los fenómenos, algo absoluto
donde pueda descansar del martirio de la relatividad. Hacia este punto
debe fugar, por decirlo así, la fractura sigilográfica, el aniconismo de
los sellos reales: hacia una autorredención. Porque sólo cabe esperar
ser redimidos allá donde hayan sido eliminadas las ilusiones de apa-
riencia y la exuberante arbitrariedad de lo orgánico. En otro orden de

47. W. Worringer (1987, 157).


Muerte e iconoclastia en la Cataluña medieval 211

situaciones, cabría hacerse algunas inquietantes preguntas: ¿Es éste el


nervio de un agitador cultural de la categoría de un Bernardo de Clara-
val? ¿No es la metáfora, contra la que iría toda iconoclastia, ese ele-
mento orgánico que dificulta la trascendencia en el arte? El propio Wo-
rringer contesta, indirectamente, nuestras preguntas. Todo arte
trascendental tiende a eliminar el valor orgánico de los elementos or-
gánicos, o sea, a traducir lo condicionado y variable en valores de ne-
cesidad absoluta. Sin embargo, el hombre sólo es capaz de sentir esta
necesidad, más allá de lo vivo, en el ámbito inorgánico. Esto le lleva a
hacer la línea rígida y a la representación de formas cristalinas muer-
tas. ¿Qué es el sello real fracturado, sino una auténtica forma cristali-
na muerta, destrozada por una búsqueda trascendente del Más Allá?
¿No es mejor que el rey acceda a la gloria que le corresponde, después
de muerto, sin sellos ni sedas ni riquezas que obstaculicen su tránsito a
lo eterno? Todo lo vivo deberá traducirse al lenguaje de estos valores
absolutos y eternos. Ciertamente, con la fractura de la imagen del sello
real, el icono del poder del rey queda elevado a la categoría de lo abs-
tracto. Porque estas formas abstractas, liberadas de todo lo finito, son
las únicas y las más elevadas, donde el hombre puede reposar de la
perturbación que le ofrece la imagen del cosmos48.

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Del modelo medieval a la Contrarreforma:
La clericalización de la muerte

Fernando Martínez Gil


Universidad de Castilla-La Mancha

Después de no pocos años de estudios e investigaciones debo con-


fesar que no sé nada acerca de la muerte. Cuando ésta golpea en una
persona cercana se pone en evidencia la artificiosidad de todo conoci-
miento que trata de aprehenderla, y el investigador se siente pretencio-
so y hasta ridículo; no es menos absolutamente irracional la muerte le-
jana que se nos hace visible desde las imágenes de un informativo o las
columnas de un periódico.
En realidad los historiadores no estudiamos la muerte, sino al ser
humano que se enfrenta a ella, que valora la vida en relación a su
opuesto, que es lo que le da sentido o al menos obliga a buscárselo. Por
eso seguramente Philippe Ariès tituló su libro El hombre ante la muer-
te1 y la mayoría de los estudios sobre el tema giran en torno a concep-
tos como la idea y representación de la muerte, las actitudes y compor-
tamientos que motiva o las mentalidades que se desprenden de esas
actitudes y comportamientos. Desde los planteamientos propios de la
historia social cabe asimismo analizar las consecuencias políticas, eco-
nómicas y sociales que en cada momento histórico se han derivado de
la utilización del temor a la muerte.
La muerte ha sido siempre el protagonista invisible, por mucho
que se haya intentado representarla o darle una imagen. El historiador
debe contentarse con interlocutores a este lado del espejo, y la infor-
mación que le proporcionen se limitará necesariamente a las reaccio-

1. P. Ariès (1983).
216 Ante la muerte

nes frente a sus temores y a sus experiencias, tanto en lo que respecta,


por usar la terminología de Ariès, a la muerte propia como a la muerte
del otro.
¿Han sido y son siempre iguales tales reacciones humanas frente al
temor y la experiencia de la muerte? Las fuentes demuestran clara-
mente que no, y que las diferencias no se establecen solamente entre
personas, sino que pueden apreciarse variaciones de índole social o
cultural que se han ido modificando en el tiempo. Desde esta perspec-
tiva es lícito hablar de la historicidad de la muerte y, en consecuencia,
de la historicidad de la vida. Porque el historiador de la muerte no es
alguien que se complace en una morbosa necrofilia, sino que, en el es-
pejo de la muerte, intenta aprehender la realidad que está a este lado,
el amor y el apego a la vida propios del ser humano, de modo que más
bien debería considerársele historiador de la vida o del valor que el
hombre dio a su vida en el pasado.
Los cambios experimentados en torno a la idea y la experiencia de
la muerte son fácilmente apreciables. La relación contenida en el bino-
mio vida-muerte ha presentado matices diversos en la Edad Media, el
barroco o nuestros días; no se interpretan de igual forma la agonía y el
dolor; a la muerte plenamente consciente exigida por la prioridad de la
salvación ha desplazado hoy el ideal de la muerte limpia, rápida e
inadvertida; a un discurso omnipresente, su reclusión en el ghetto del
mal gusto y la inconveniencia; a la familiaridad con la muerte, su apar-
tamiento en cementerios extraurbanos, pulcros tanatorios e inexpugna-
bles salas en los hospitales.
Pero esos cambios que parecen evidentes han necesitado de largos
segmentos de tiempo para producirse. La sutileza y lentitud de tales
transformaciones ha movido a los historiadores de las mentalidades a
llevar a sus máximas consecuencias la noción braudeliana de larga du-
ración, de modo que el modelo cuadripartita de la historia se ha mos-
trado a veces insuficiente y hasta distorsionador.
Del estudio de las actitudes ante la muerte, en particular, se dedu-
ce que carece de fundamento una separación radical entre Edad Media
y Edad Moderna, pues el modelo que se va forjando en aquélla culmi-
na su desarrollo en ésta y se prolonga por lo menos hasta el siglo
XVIII en el caso francés estudiado por Vovelle2 y hasta épocas aún
más recientes en otros, entre ellos el de España. Cierto que en el Rena-
cimiento hubo intentos de cambio a cargo de humanistas, particular-

2. M. Vovelle (1978).
Del modelo medieval a la Contrarreforma 217

mente Erasmo, y de reformadores religiosos, pero sobre todo en el


mundo católico el modelo encontró su refrendo en el concilio de Tren-
to y gozó de las circunstancias favorables para su conservación y re-
producción. En general, pues, hay muchas más similitudes que dife-
rencias en el modo en que afrontaron la muerte los que vivieron en el
siglo XV y los que lo hicieron en el siglo XVII, lo que no es óbice para
que también sean perfectamente constatables algunos procesos alta-
mente significativos entre ambas centurias.

1. Los testamentos

El testamento, un documento abundante, rico en informaciones y


susceptible de serialización, ha sido y es muy utilizado por los histo-
riadores para seguir en el tiempo las transformaciones de las sensibili-
dades colectivas en relación a la muerte. Su importancia es asimismo
reconocida por el hecho de haber posibilitado el encuentro de la histo-
ria cuantitativa con la historia de las mentalidades. Sus innegables po-
tencialidades, sin embargo, han sometido a la historia de la muerte a
una excesiva dependencia, consistiendo muchas monografías en la
mera explotación cuantitativa de un número más o menos elevado de
tales documentos. La articulación de la mayoría de estos trabajos res-
ponde así a la sucesión de las diversas cláusulas testamentarias, desde
las circunstancias de redacción a la forma de amortajamiento, la com-
posición del cortejo funerario, la elección de sepultura, las misas soli-
citadas, las mandas piadosas, los legados, memorias y capellanías.
Pero, al igual que ocurre con cualquier otro documento, la fuen-
te testamentaria presenta importantes limitaciones, por lo que no
conviene magnificarla en exceso ni reducir la labor del historiador a
una irritantemente minuciosa labor de contable, si con ello no se está
en condiciones de añadir nada nuevo a lo ya dicho por los abundan-
tes historiadores que han utilizado antes esta técnica.
El uso exclusivo del testamento puede llevar incluso a deformacio-
nes de la realidad histórica o a tomar una parte por el todo, pues dife-
rentes estudios han demostrado que la práctica testamentaria, lejos de
estar generalizada, era francamente minoritaria, variando la proporción
según la época, el sexo o el grupo social. No quiere decir esto que los
desfavorecidos se abstuviesen por completo de otorgar testamento,
pero sí que lo hicieron en muy menor medida que los grupos más aco-
modados. Basta examinar los registros parroquiales de defunciones
218 Ante la muerte

para comprobar que las razones alegadas por los que no formalizaron
su testamento suelen consistir en ser menor de edad o bien ser pobre o
no tener de qué testar. Una gran mayoría de la población, en torno al
80% en lo que respecta al Toledo de los siglos XVI y XVII, moría sin
haber expresado por escrito y ante escribano sus últimas voluntades,
menos por descuido o por razón de la tibieza tan denunciada por los
clérigos que por las condiciones de miseria en que se desarrollaba la
vida de buena parte de la sociedad3. Difícilmente, pues, un estudio ba-
sado sólo en el testamento puede llevar a conclusiones generalizables
a toda la realidad social.
Por otra parte, no está de más llamar la atención sobre algunas la-
gunas de la información testamentaria. Si bien la proporcionan abun-
dante sobre el momento en que se redacta el documento y sobre los ri-
tuales que suceden a la muerte, aportan en cambio muy poca acerca del
proceso de la agonía y de la vivencia de los instantes trascendentales
en que se produce el fallecimiento, que durante varios siglos constitu-
yeron la piedra angular del llamado arte de saber bien morir.
No se trata de desacreditar al testamento como documento esencial
para el conocimiento de las actitudes ante la muerte, sino de llamar la
atención sobre la necesaria complementariedad de otras fuentes, ya
sean de índole cualitativa o cuantitativa. Entre todas ellas, cada vez más
numerosas a medida que los historiadores exploran sus posibilidades,
vamos a destacar aquí las artes moriendi y sus continuadoras en el Re-
nacimiento y el Barroco (a las que llamaremos artes de bien morir),
puesto que el propósito de este trabajo es el de analizar algunos cam-
bios observables en el proceso de agonía y muerte, momentos que, se-
gún se dijo, están ausentes de los testamentos y, sin embargo, constitu-
yen el núcleo del discurso de las artes.

2. Las artes de bien morir

Los tratados de ayudar a bien morir nacieron antes que la impren-


ta, pero fue ésta la que, en la segunda mitad del siglo XV, les dio una
difusión sin precedentes en la forma del llamado ars moriendi. Con él
se imponía el nuevo modelo de la muerte propia que, dejando muy
atrás los escenarios multitudinarios del Juicio Final, y partiendo de la
figuración de la muerte y su personalización en las danzas macabras,

3. F. Martínez Gil (1993, 24-28).


Del modelo medieval a la Contrarreforma 219

consistía en la vivencia íntima de la muerte, entendida como el mo-


mento culminante de la experiencia humana, de cada vida singular-
mente considerada. En su lecho de enfermo y rodeado de pocas perso-
nas de su confianza, el agonista se enfrentaba a las últimas y más
poderosas tentaciones del demonio y al juicio individual que seguía al
momento preciso de la muerte y del que dependía el destino futuro del
alma, ya fuese la salvación directa, la condenación o, en la mayoría de
los casos, el purgatorio. El trascendentalismo del momento de la muer-
te propia y de la sentencia del juicio individual llevó a los autores de
las artes moriendi, frailes mendicantes o en todo caso eclesiásticos, a
subrayar aún más su importancia con vistas a la salvación, dando a en-
tender que una buena muerte pesaba más que la trayectoria de toda una
vida de pecado y, a la inversa, el peligro que suponía morir mal para el
que había vivido de forma justa.
Fue el afán de convertir al pecador en el último instante lo que lle-
vó a esta simplificación perversa en que la muerte cobraba la forma de
un examen decisivo y el aspirante a la salvación debía aprender nece-
sariamente el arte de bien morir. Contra esa supuesta legitimación de
una vida de pecado cargaron los humanistas, que entre los siglos XV y
XVI tendieron a equilibrar la balanza entre vida y muerte haciendo
evolucionar el género hacia lo que Alberto Tenenti llamó artes de bien
vivir y de bien morir4. Las artes renacentistas alcanzaron su culmina-
ción en dos obras muy influyentes y que vieron la luz en un breve lap-
so de tiempo, De Praeparatione ad mortem5 de Erasmo de Rotterdam,
que apareció en 1534, y la Agonía del tránsito de la muerte, escrita por
el toledano Alejo Venegas y publicada en su primera edición en 15376.
Erasmo propuso un modelo sobrio e interiorizado, despojado de su-
persticiones y ceremonias externas, y en el que la imitación de Cristo
se convertía en la línea directriz; Venegas, en cambio, fue menos des-

4. A. Tenenti (1982), (1983).


5. Erasmo de Rotterdam (1964, 491-529). La obra de Erasmo puede ser consul-
tada también en alguna de las traducciones al castellano que aparecieron en los años
inmediatos al de su primera edición. Vid. por ejemplo el Apercibimiento de la muer-
te, traducción de Bernardo Pérez de Chinchón, Valencia, 1535, o el Libro del apare-
jo que se deue hazer para bien morir, Burgos, 1536.
6. Toledo, 1537; y numerosas ediciones posteriores: Toledo, 1540 y 1543; Zara-
goza, 1544; Toledo, 1547 y 1553; Alcalá de Henares, 1565 y 1568; Madrid, 1570-
1571; Alcalá de Henares, 1574-1575; Valladolid, 1583; Barcelona, 1682. Incluida por
M. Mir en el volumen XVI de la Nueva Biblioteca de Autores Españoles (1911, 167-
190).
220 Ante la muerte

deñoso con la tradición –incluyendo el ars moriendi–, aunque no dejó


de pasarla por un tamiz de moderación y de racionalidad.
Pero fue después de la conclusión del concilio de Trento cuando se
produjo el mayor auge de los tratados de bien morir, tanto en lo que
respecta a la diversificación de su discurso como al número de edicio-
nes y a su difusión editorial. El discurso de las artes es entonces, más
que nunca, pieza maestra de la pastoral religiosa y se inscribe en el
marco ideológico de la Contrarreforma y el absolutismo monárquico.
No debe extrañar que los jesuitas figuren a la cabeza en cuanto a nú-
mero de autores, seguidos por los frailes de órdenes mendicantes y
muy en especial los franciscanos. La decisiva importancia antes otor-
gada al último momento se fue diluyendo al tenerse en cuenta ahora el
resto de la vida. El que aspiraba a la salvación debía vivir y morir bien,
y puesto que la muerte era inevitable pero su hora incierta, y que la
existencia era una carrera hacia la muerte (el vivir muriendo barroco),
se recomendaba la permanencia en un continuo memento mori que se
convertiría en el leitmotiv de las artes barrocas. Muchas de ellas se or-
ganizaban en dos partes bien diferenciadas: la primera tenía por obje-
tivo la preparación cotidiana de una muerte todavía lejana; la segunda
funcionaba como arma de choque, como el antiguo ars moriendi, con-
tra las zozobras de la agonía y las tentaciones del demonio7.
Los tratados de bien morir se revelan como una de las mejores
fuentes para conocer las actitudes colectivas en los momentos previos
a la muerte física, lo que no era el caso de los testamentos. Al igual que
éstos, sin embargo, presentan también limitaciones y puntos débiles.
Aunque los títulos son numerosos, pudiendo contabilizarse un cente-
nar entre los siglos XVI y XVII, además de un número muy superior
de reediciones, su serialización es muy problemática, de modo que
sólo es posible dar a la información que proporcionan un valor cualita-
tivo con una fuerte carga subjetiva8. La proliferación de títulos, ade-
más, no debe llevar a pensar en una generalización de su uso en todas
las capas sociales. Escritos en buena parte por eclesiásticos, también

7. Así se estructura por ejemplo una obra titulada Muerte prevenida o christiana
preparación para una buena muerte, Sevilla, s. a. (¿1736?). El ejemplar que he utili-
zado, perteneciente a la colección Borbón-Lorenzana de la Biblioteca de Castilla-La
Mancha, sólo dice que su autor fue un jesuita. Una nota manuscrita aclara, sin embar-
go, que “el Author de esta obra fue el P. Francisco Arana, que no quiso poner su nom-
bre”.
8. Vid. F. Martínez Gil (1993, 32-68).
Del modelo medieval a la Contrarreforma 221

iban dirigidos especialmente a ellos, para facilitarles su labor de ayu-


dar a bien morir. Cierto que se pretendía que esta literatura pudiera ser
consumida por cualquiera que se tomara en serio la meditación y pre-
paración de su propia muerte, sin esperar a la dolencia de una enferme-
dad peligrosa, pero solamente una minoría de seglares constituía una
biblioteca y en la mitad de ellas no se menciona libro alguno relacio-
nado con la pedagogía de la muerte. Parece prudente limitarse a afir-
mar que algunos letrados y acomodados adscritos a la administración
o a los negocios prestaron oídos a la necesidad de prevenir su muerte
o de controlar la ajena con ayuda de manuales concebidos para tal
efecto.
Las artes de morir son así, como los testamentos, fuentes muy
abundantes y ricas en informaciones, pero de ámbito social restringi-
do, siendo en ambos casos muy problemático suponer que existiese
una difusión auténticamente popular.
Hay que insistir además en que las artes no suelen transmitir he-
chos que verdaderamente hubieran sucedido ni pueden considerarse un
reflejo de la realidad. Su contenido es sólo un modelo ideal al que los
promotores del género, fundamentalmente eclesiásticos, querían que
se ajustasen los comportamientos colectivos. Después de haber exami-
nado docenas de estos tratados, el historiador se ve atrapado en un di-
lema: dar crédito a la implantación del modelo y suponer que tal era la
forma generalizada de morir, o sospechar que ha sido persuadido por
sus fuentes a otorgar estatuto de realidad a lo que no eran más que as-
piraciones interesadas. Hoy creo que la segunda opción está más cerca
de la verdad y que el historiador debe tratar a las artes de bien morir
como discursos ideológicos y no como bancos de datos de los que ex-
traer descripciones y hechos reales. Esta reflexión no les quita un ápi-
ce de su valor como fuentes históricas. No solamente puede encontrar-
se en ellas el complejo sistema de pensamiento elaborado a lo largo de
los siglos para dar respuesta a la irracionalidad de la muerte, para en-
contrarle un significado que hiciese de ella algo aceptable o incluso la
transformase en una experiencia positiva conducente a la salvación;
también el proceso de la buena muerte refleja el entramado de la ideo-
logía dominante que no dudó en hacer del mismo un instrumento esta-
bilizador e integrador. La buena muerte, en efecto, daba un sentido a la
angustia y el dolor humanos, contrarrestaba el miedo al final terreno y
a la definitiva muerte que era la condenación, afianzaba la certidumbre
en las consoladoras creencias sobre el Más Allá y evitaba que la ines-
tabilidad emocional derivada de la desconfianza pudiese desplazarse a
222 Ante la muerte

la esfera de lo social. La contemplación de una buena muerte, en que


el agonista hubiese dispuesto su voluntad “para rrescebir la muerte en
paciencia e conformar su voluntad con la voluntad de Dios”, como
reza el texto del Ars moriendi9, era por eso altamente ejemplificadora
y edificante. Y, por el contrario, una muerte sin resignación, en la que
aflorasen a última hora la duda o el descreimiento, no podía ser sino
piedra de escándalo por desestabilizadora del sistema de creencias y,
por ende, amenazadora del orden social10.
La buena muerte había de ser, por consiguiente, lo más pública po-
sible, ya fuera por la asistencia de circunstantes junto al lecho del enfer-
mo, concurrencia de acompañantes en el cortejo del entierro y los fune-
rales, o difusión de sus edificantes incidencias por medio del púlpito o
la imprenta. Las muertes plenamente ejemplares eran sobre todo las pro-
tagonizadas por los santos, que ya no tenían por qué producirse entre los
padecimientos del martirio, sino en la serena aceptación de la voluntad
divina, como hiciera San Francisco de Asís en la sencillez y total despo-
jamiento con que recibió su muerte, tan imitada posteriormente. La
muerte santa fue en seguida adjudicada a los reyes, convirtiéndose en
requisito imprescindible de sus biografías en las crónicas ensalzatorias
de sus personas y de la institución que les sobrevivía. De su importan-
cia ideológica da idea el hecho de que se repitiese, de forma casi inva-
riable, en los relatos biográficos de todos los monarcas, de quienes se
esperaba tanto una ejemplar buena muerte como un justo gobierno11.
Fue este modelo a la vez estabilizador y edificante, ejemplarizado
en las personas de los santos y de los reyes, el que los tratados de bien
morir aspiraron a difundir y generalizar, como mecanismo de acepta-
ción de la muerte pero también en provecho de la conservación de un
sistema de valores que consolidaba el orden político-religioso. Otra
cuestión es el éxito de tal aspiración y el grado en que el modelo pro-

9. Este texto aparece en todas las versiones largas del Ars. Aquí se ha utilizado
el Tractado de bien morir conservado en la Biblioteca Capitular de la Catedral de To-
ledo. Vid. infra.
10. Decían las Constituciones de la Compañía de Jesús que la muerte de un reli-
gioso debía estar abierta a todos cuantos quisiesen verle morir, pero en el caso de los
que entraban en “frenesía” y perdían el uso de la razón, “o si alguno acaeciese ser que
no tanto edificase en su enfermedad como convernía, podrían ser asistentes pocos y
de los más confiados”, en San Ignacio de Loyola (1963, 541).
11. Sobre este tema pueden consultarse los trabajos de D. Menjot (1988, 127-
138), E. Mitre Fernández (1988a, 168-183), J. Varela (1990) y F. Martínez Gil (1993,
612-634).
Del modelo medieval a la Contrarreforma 223

puesto fue aceptado socialmente. Las artes de bien morir, en fin, se


configuran no como un reflejo de la realidad sino como un discurso
que trata de incidir sobre ella.
Pero es precisamente esta característica la que hace de esta fuente un
instrumento de gran valor para conocer las variaciones en las mentalida-
des de los que la auspiciaron, seguramente mucho más que si se le diera
un uso meramente descriptivo. De este modo se perciben en las artes ba-
rrocas del siglo XVII importantes pervivencias de algunos de los plantea-
mientos del ars moriendi bajomedieval y, a la vez, no menos significati-
vos cambios que, de forma genérica, podrían responder al concepto de
clericalización de la muerte, uno de los procesos a mi entender más car-
gados de consecuencias entre los que han sido desvelados por los estu-
dios de historia social sobre las actitudes ante la muerte.
Las artes moriendi cobraron gran auge durante el siglo XV, prime-
ro en forma manuscrita y después impresa. El texto primitivo se des-
dobló en dos versiones, una larga y otra corta, pero ambas centradas en
torno a las tentaciones que supuestamente experimentaban los agoni-
zantes antes de que el alma se separara definitivamente del cuerpo. La
primera versión se articula en unos pocos capítulos que tratan de las re-
comendaciones sobre el arte de morir, las tentaciones diabólicas, las
cuestiones que se han de plantear al moribundo, las oraciones que éste
debe hacer y el proceder que habrán de seguir los circunstantes. La
versión abreviada, a menudo ilustrada con xilografías, se limita a des-
cribir las tentaciones y el modo de vencerlas, todo ello entre una breve
introducción y una conclusión. Aunque más adelante se utilizarán al-
gunos ejemplos de la versión xilográfica, conviene ahora centrarse en
la de texto más amplio. Se conocen al menos cuatro manuscritos cas-
tellanos12 que, con alguna salvedad, pueden considerarse traducciones
de un mismo texto latino. Nos serviremos aquí del menos conocido, el
Tractado de bien morir incluido en un volumen misceláneo, datable a
mediados del siglo XV y que se ha conservado entre los fondos de la
Biblioteca de la Catedral de Toledo13.

12. Conservados en la Biblioteca Nacional (Arte de bien morir, ms. 6.485), Bi-
blioteca de San Lorenzo de El Escorial (Arte y doctrina de bien morir, ms. h.III.8, ff.
132-148v.), Biblioteca del Palacio Real de Madrid (Art de saber bien morir, II, 795,
ff. 213-237v.) y Biblioteca Capitular de la Catedral de Toledo (Tractado de bien mo-
rir, ms. 17.25).
13. Los textos que integran el volumen manuscrito presentan, sin embargo, cier-
ta unidad. Siguen al Tractado varias obras de Aristóteles (De Regimine Principium,
Secreta Secretorum y unas “sentencias de sus libros”), Séneca (un extracto de sus
224 Ante la muerte

Con el resto de las artes moriendi, el Tractado toledano parte de la


trascendencia de la muerte, cosa peligrosa y espantosa para el cuerpo,
cuánto más para el alma. Bien morir es recibir la muerte con paciencia
y acomodar la propia voluntad a la de Dios. Para conseguirlo es nece-
sario saberse “aparejar y disponer en el articlo de la muerte”, un verda-
dero arte que el Tractado se propone enseñar a sus lectores14. El dis-
curso se divide en seis partes, de las que falta la última, a saber:
1) Las cosas que se deben saber para bien morir.
2) Las tentaciones de los que mueren.
3) Las preguntas que deben hacerse a los que mueren.
4) Algunas doctrinas con algunas buenas oraciones.
5) Algunas amonestaciones.
6) “algunas oraciones que se han de decir por el enfermo si pudie-
re o si non por algunos de los que fueren presentes con el que está en
el passo de la muerte”.
Partiendo del manuscrito toledano se tratarán algunos aspectos de
modo comparativo con las artes barrocas de la segunda mitad del siglo
XVI y de la centuria siguiente, prestando especial atención a una obra
que puede servir de colofón cronológico al período que se pretende es-
tudiar y en la que ya encontramos plenamente fijado el discurso del mo-
delo medieval-contrarreformista: las Prácticas de visitar a los enfermos
y ayudar a bien morir, del clérigo reglar de los Ministros de los Enfer-
mos Baltasar Bosch de Centellas y Cardona15. El libro, como su lejano
precursor, presta destacada notoriedad a la agonía y las tentaciones dia-
bólicas, e incluye asimismo soliloquios, oraciones y, como especifica

obras y otro de sus sentencias alfabetizadas), un anónimo De Consolatione Theolo-


gis y unas Indulgencias en la fiesta de Corpus otorgadas por los papas Urbano VI
(1378-1389), Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447).
14. “la qual arte e sciencia de bien morir segund dize vn sabio es tener aparejado
el coraçón siempre con toda diligencia en las cosas celestiales por que quando vinie-
re la muerte falle a lo menos aparejado para la rescibir sin algund enojo mas con mu-
cho goso e alegría”, Tractado de bien morir, fº 2.
15. La primera edición apareció en Madrid, oficina de Melchor Álvarez, 1687.
Utilizo la edición de Amberes, Balthasar de Wolschaten, 1701. El Diccionario de his-
toria eclesiástica de España, dirigido por Q. Aldea Vaquero y otros (1972, I, 281),
habla de veinte ediciones de esta obra entre 1687 y 1869. Baltasar Bosch de Cente-
llas nació en Amberes en 1645 y murió en Madrid en 1714. Profesó en la orden de los
Agonizantes en 1672, se incorporó a la casa de Madrid en 1672 y en 1703 fue nom-
brado Provincial de España. Es autor, además de las Prácticas, de una Guirnalda
mística, Madrid, 1694, y del Ejercicio angélico en obsequio de María, Amberes,
1701.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 225

en el subtítulo, “piadosos y saludables avisos contra las engañosas astu-


cias del enemigo común”. Entre el ars moriendi, las artes barrocas y en
concreto las Prácticas de Bosch de Centellas, se hará referencia, natu-
ralmente, a los dos grandes hitos del género en el Renacimiento: las
obras de Erasmo de Rotterdam y Alejo Venegas, ya citadas.

3. Las pervivencias

A menudo se subraya la diferencia entre las artes de morir medieva-


les y las “artes de bien vivir para bien morir” de los siglos XVI y XVII.
En las primeras el trascendentalismo del suceso daría a la muerte un
enorme dramatismo, pues del modo de recibirla dependía el destino de
cada persona en la eternidad; en las segundas, en cambio, el momento de
la muerte, aun conservando su importancia, vendría equilibrado por la
conducta observada a lo largo de la vida. No se trata, a mi entender, de
dos concepciones distintas, sino de los matices extremos de una misma
intencionalidad que nunca cambió: la de convencer a todos de que, a pe-
sar de una vida plagada de crímenes y pecados, era posible salvarse en el
último momento por medio de un sincero arrepentimiento y de la reali-
zación de una buena muerte. Pero, con todo, era mejor no arriesgar la
salvación previendo la muerte con suficiente antelación mediante una
buena vida. Dentro de estos presupuestos cabía poner el acento en el te-
mor o en la misericordia divina, pero el uno y la otra, como la vida y la
muerte, eran las dos caras de una misma moneda.
Así, en el Tractado de bien morir se distingue entre la espantosa
muerte del pecador y la preciosa muerte del justo, y el primer capítulo
acaba con la siguiente sentencia:

“Por ende pues que todos desseamos bien morir conviene que quera-
mos bien beuir. Ca de la buena vida siempre se sigue buena muerte”16.

Cierto es que en las artes renacentistas y barrocas se tendió a mo-


derar el discurso desdramatizando el momento de la muerte, pero el
mensaje aterrador, en los términos que lo planteaba el texto primitivo,
reapareció no pocas veces, incluso en las etapas más tardías del géne-
ro. Apoyándose en San Agustín aseguraba el jesuita Arana que “en el
estado que nos cogiere la muerte, o de gracia, o de desgracia, en esse

16. Tractado..., fº 2v.


226 Ante la muerte

hemos de permanecer por todos los siglos”17. Y su compañero Luis de


la Puente resaltaba aún más el carácter de sentencia definitiva que pre-
sentaba el último instante al recordar que “el daño de la mala muerte
es irremediable, porque no se muere más que una vez”18. El también
jesuita Alfonso de Andrada parecía reproducir el viejo texto del ars
moriendi cuando escribía:

“aunque uno viua toda su vida bien, si muere mal, pierde todo lo tra-
bajado,y es contado en el número de los condenados, como si siempre
huuiera viuido mal; y al contrario, aunque aya viuido mal toda la vida, si
sabe tener buena muerte, será escrito en el libro de la vida, y contado con
los Bienauenturados en el cielo” 19.

Claro que este discurso iba dirigido a convencer de que la mejor


preparación para una buena muerte era una buena vida, y a ella alenta-
ban sus autores, pero la casuística empleada por los jesuitas no renun-
ciaba a cargar las tintas de la dramatización de la muerte cada vez que
lo exigían sus objetivos pastorales. Lo mismo habían hecho, compar-
tiendo probablemente el fondo de la cuestión, los autores de los textos
de las artes moriendi.
Otro de los elementos esenciales del modelo bajomedieval que
pervivieron en los siglos siguientes fue la interpretación que se daba
a la agonía. La acepción moderna de la palabra oculta hoy la primiti-
va, identificada con su origen etimológico en el significado de lucha,
contienda20. La postrera enfermedad era entendida como una contien-

17. Francisco Arana, op. cit., II, 423.


18. Luis de la Puente, Práctica de ayudar a bien morir, Madrid: Viuda de Ibarra,
1790 (1ª edición en 1636), 4.
19. Alfonso de Andrada, Lecciones de bien morir y Iornadas para la eternidad, Ma-
drid: Ioseph Fernández de Buendía, 1662, 43-44. Y fray Alonso de Herrera, atribuyendo
a San Isidoro esta idea terrible, la comentaba de forma inequívoca y contundente: “A
cada uno juzga Dios, no de la vida passada, sino del fin de su vida. Quiere dezir, que aun-
que uno aya hecho muchos bienes en todo el discurso de su vida, si en el fin le coge la
muerte con algún pecado le condenará Dios por él, sin tener respeto a los bienes que
hizo; y al contrario, si todo el tiempo de su vida lo empleó en mal, y le coge la muerte en
gracia y amistad de Dios, le saluará sin acordarse de sus males”, Consideraciones de las
amenazas del juicio y penas del Infierno, Sevilla: Mathías Clauijo, 1617, 300.
20. Sebastián de Covarrubias Orozco menciona dos acepciones. La primera es
“un temor, una congoxa y solicitud que aflige al hombre”, como la que le domina en
el último trance; la segunda es la mencionada de “contienda”, Tesoro de la lengua
castellana, o española, Madrid: Melchor Sánchez, 1674. Todavía fue empleada con
este significado por Miguel de Unamuno en su obra La agonía del cristianismo.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 227

da no sólo porque en ella concluía con su separación el “pleito matri-


monial” entre alma y cuerpo21, sino porque el demonio la aprovecha-
ba para combatir el alma del agonista e impedir en último extremo su
salvación. Alejo Venegas tituló su importante obra Agonía del tránsi-
to de la muerte, y Jerónimo de los Ríos, de forma más explicativa, dio
a la suya el título de La última batalla con que afflige el demonio en
el artículo de la muerte22. Fray Luis de Granada definió la agonía
como “la mayor de las batallas de la vida”23 y Luis de la Puente des-
cribía el ataque del demonio que, aprovechándose de la debilidad del
enfermo, “cerca su cama como león, espantándole con bramidos de
tentaciones, abriendo la boca para tragarle”24. Francisco Arana hacía
culminar la guerra de la vida “con una batalla de cuerpo a cuerpo en
la hora de la muerte; y batalla en que se decide y declara la dicha o
desdicha mayor del hombre, y en que éste, o ha de quedar victorioso
y coronado con corona de gloria y honor para siempre; o ha de quedar
ignominiosamente vencido y condenado a la cárcel funestísima del
Infierno”25. De este modo estarían suficientemente explicadas de for-
ma racional las extrañas palabras y gestos, a veces nada edificantes,
así como la intranquilidad y la angustia expresadas en el comporta-
miento de los agonizantes.
El Tractado de bien morir es bastante sobrio en la descripción de
esta contienda. Después de alabar la buena muerte y establecer dife-
rencia entre la del alma y la del cuerpo pasa directamente a desarrollar
las cinco tentaciones del demonio, limitándose a señalar que “los que
trabajan en el artículo de la muerte padecen más graves tentaciones
que en toda su vida”26. Para encontrar textos que se correspondan con
el escenario de lucha representado en el ars moriendi xilográfico hay
que recurrir paradójicamente a algunas artes tardías. En las Prácticas
de Bosch de Centellas los últimos momentos recuperan toda su impor-
tancia, reaparece la lucha entre las fuerzas celestiales y las infernales
alrededor de la cama del enfermo y se concede gran atención (uno de
los cuatro libros) a las tentaciones diabólicas. Las descripciones de vi-

21. Así denominaba a la vida Pedro Calderón de la Barca en el título de uno de


sus autos sacramentales.
22. Valladolid, 1593.
23. Vid. De la oración y consideración (Fray Luis de Granada, 1945, 39).
24. Luis de la Puente, op. cit., ff. 6-7.
25. Francisco Arana, op. cit., 50.
26. Tractado..., fº 2v.
228 Ante la muerte

siones y demonios revisten tal materialidad que cuesta trabajo sustraer-


las del mundo de lo real:
“Antes de salir el alma del cuerpo, en el último conflicto de la vida,
suele auer apariciones Celestiales (...) y también suele aparecer horrible
Lucifer, y los espíritus infernales. Los unos ayudan, y esfuerzan al enfer-
mo agonizante a que pida misericordia de la clemencia de Dios, facilitan-
do la esperança de su salvación. Los espíritus malignos representan la
vida del enfermo, llena de culpas, odios y torpezas, para que desesperan-
do cayga en aquel abysmo de miserias”27.

Y todavía en pleno siglo XVIII el jesuita Miguel Díaz parece ha-


ber tenido a la vista un grabado del ars moriendi para redactar el si-
guiente cuadro:
“La cama en que está agonizando un pecador se ha de considerar
como un campo de batalla en que Lucifer, con otros muchos espíritus ma-
lignos, puesto invisiblemente al lado derecho de la misma cama (...) le
dará repetidos assaltos de fortíssimas tentaciones, para que el pecador,
que en vida fue su cautivo por la culpa, no se le escape en la muerte por
medio de alguna confessión bien hecha, o de algún acto de verdadera
contrición”28.

Tampoco variaron en lo esencial las tentaciones clásicas estableci-


das por las artes moriendi. El Tractado de bien morir, como los demás
manuscritos de la época, las describe minuciosamente:
1) Tentación contra la fe. Puesto que sin ella nadie se puede salvar,
“el diablo con todas sus fuerças tienta al que está en la postrimería de
su vida por le arredrar y apartar de la fe e por le poner en algunos he-
rrores e eregías”.
2) Tentación de desesperación, contra la esperanza y confianza que
el hombre ha de tener en Dios. El diablo intenta que el enfermo deses-
pere trayendo a su memoria los pecados cometidos.
3) Tentación de impaciencia, contra la virtud de la caridad. Son los
dolores y tribulaciones de la enfermedad los que llevan al hombre a
perder la paciencia y a murmurar y a maldecir a Dios.
4) Tentación de soberbia y vanagloria, por la que el diablo le indu-
ce a enaltecer sus virtudes y minimizar sus pecados.

27. Baltasar Bosch de Centellas, op. cit., 248.


28. Miguel Díaz, Espejo christiano del último instante entre la vida y la muerte,
Madrid: Francisco Fernández, 1718, 128-129.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 229

5) Tentación de avaricia y apego a los bienes terrenales. El gran


amor a las riquezas y los seres queridos impide acoger la muerte con la
debida resignación29.
Las artes renacentistas fueron las que más se significaron en tratar
de variar este esquema, pero sin cuestionar la realidad de las tentacio-
nes. Aunque prestándoles no mucha atención, el mismo Erasmo las
aceptó, destacando entre todas ellas la de desesperación. Alejo Vene-
gas les dedicó mayor espacio y crédito, asegurando que el diablo no
“dexa vado ni portillo ni piedra que no mueua para turbar el agonista”
en su última oportunidad de ganarle, aprovechando que tiene el ánima
turbada. Venegas repite las tentaciones de impaciencia y de desespera-
ción, a la que llama “del diablo meridiano”, pero enumera otras cinco
de gran originalidad y que se derivan de no apartarse de las ocasiones
o de los pecados propios de las distintas complexiones, oficios, estados
o incluso nacionalidad30. Una anónima Memoria eterna, publicada en
1542, multiplica las tentaciones hasta el número de diez, consistiendo
la última en la aparición y visión de los enemigos malignos31. Las ar-
tes barrocas repiten una y otra vez las tentaciones típicas. Pueden ser
menos o más de cinco, pero casi siempre giran en torno a los temas ya
conocidos. De no ser efectivas, el tentador pone en marcha la que Ve-
negas llamara “del demonio meridiano”, “quando se aparece visible-
mente en horrible figura, para perturbar y espantar al alma, y assí per-
turbada, hazerla que reniegue o desespere”32. La obra de Bosch de
Centellas supone también en este tema una vuelta al punto de partida,
pues las tentaciones que señala son exactamente las cinco de las artes
moriendi: la que ataca los Misterios de la Fe, el pecado de desespera-
ción, el de presunción y vanagloria, el de impaciencia y el temor de la

29. Tractado..., ff. 2v.-7v. Idénticas son las tentaciones consideradas en los demás
manuscritos castellanos del ars moriendi, si bien el manuscrito del Palacio Real alte-
ra el orden para dejar el primer lugar a la tentación de impaciencia. En cambio, las
versiones xilográficas que conozco repiten escrupulosamente este orden.
30. Alejo Venegas, op. cit., ff. 64v.-67. De este modo las tentaciones derivadas de
las debilidades de los españoles serían: el lujo, la holgazanería, las “alcuñas” de los
linajes y la ignorancia.
31. Este devoto libro se llama Carro de las donas, trata de la vida y de la muerte
del hombre christiano. Lo traduce un franciscano de Valladolid, copilando otro libro
de la memoria que el christiano ha de tener de la muerte, Valladolid: Juan de Villa-
quirán, 1542, ff. 73v.-74. El primero es, claro está, la obra de Francesc Eiximenis.
32. La cita pertenece, sin embargo a Jerónimo Gracián de la Madre de Dios,
“Arte de bien morir”, en Obras, Madrid: Viuda de Alonso Martín, 1616, 420.
230 Ante la muerte

muerte que impide el desapego de los bienes terrenales. El diablo no


había mudado su táctica dos siglos después.

4. La escenografía de la buena muerte

La escenografía de la buena muerte apenas cambia entre los siglos


XV y XVIII, pero sí se perciben variaciones en el reparto de los acto-
res, así como en la diversa importancia de los papeles que éstos repre-
sentan. Ni siquiera el protagonista es siempre el mismo.
En el Tractado de bien morir está muy claro que es el enfermo el
director de su propia muerte. Él es quien debe reaccionar frente a las
tentaciones de que es víctima, ya sea diciendo los artículos de la fe y
manifestando que quiere morir en la obediencia de la Iglesia, ya no de-
sesperando o sabiendo soportar con paciencia los dolores y tribulacio-
nes de la enfermedad, o bien humillándose y plegándose a la voluntad
divina; proclamando con su boca, en fin, las oraciones que le propone
el arte de bien morir. Sin embargo, no está solo. Necesita de alguien
que le formule las preguntas y amonestaciones de rigor, y sobre todo
que diga por él las oraciones en caso de que ya no le sea posible hablar.
Pero el Tractado no especifica quiénes han de ser los que acompañen
al agonista y se refiere solamente a “aquellos que están presentes”33.
Por razones de solidaridad y ejemplaridad la buena muerte fue
siempre pública. Alejo Venegas recomendaba que, una vez comenzada
la agonía, se abriesen las puertas de la cámara a todo el que quisiese
entrar “para hacer un cuerpo de yglesia y rogar todos a una por el ago-
nizante, que Dios le ayude contra las tentaciones del enemigo”34. Veci-
nos, amigos, incluso niños, todos orando y encomendando a Dios el
alma presta a partir, llenaban la escena en forma muy alejada de la idea
que hoy tenemos de privacidad. Ahora bien, tanto Venegas como los
autores de las artes barrocas, estuvieron muy de acuerdo en qué tipo de
personajes debían estar ausentes de este escenario. Por supuesto, todos
aquellos que pudiesen inquietar la preparación de una buena muerte,
ya fuesen enemigos o personas relacionadas con los pecados del ago-
nizante, como compañeros de juego, amantes o hijos adulterinos; pero
lo más sorprendente para nuestras sensibilidades actuales es la prohi-
bición de que los familiares más allegados y queridos pudiesen acer-

33. Tractado..., ff. 8 y 11.


34. Agonía..., fº 165.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 231

carse a su cabecera. Venegas subrayaba de este modo la conveniencia


de apartar de su vista a “todos aquellos a quien mucho ama el enfer-
mo”, pues “no solamente muchas vezes no ayudan a quitar las tenta-
ciones, más aún con la passión que toman con la presencia de los que
han de dexar se urde materia para augmentar las passiones del ago-
nía”35. Fray Luis de Granada consideraba esta exigencia más una obra
de piedad que un acto inclemente. Para evitarle el dolor motivado por
el sentimiento de pérdida de los seres queridos, escribía el dominico,
“quitan a los dulces hijos de la presencia del padre que se está murien-
do, y se esconde la buena mujer en este tiempo”36. Muy pocos autores
de tratados de bien morir dejaron de hacer, con más o menos vehemen-
cia, esta exhortación, llegando Juan de Madrid, a fines del siglo XVII,
a afirmar que “aquellos que más le amaron, son en aquella hora sus
mayores enemigos”37.
En cambio, la presencia de otros personajes se va haciendo no ya
conveniente sino imprescindible. Venegas insta al enfermo a pedir la
colaboración de dos o tres amigos muy católicos, discretos y caritati-
vos que le amonesten y dispongan a bien morir, fomentando su desa-
pego a las cosas mundanas; pero no olvida recomendar la asistencia de
dos o tres religiosos de buena vida y conciencia que recen todo el tiem-
po, confiesen al agonista y le administren los sacramentos38. Es un sín-
toma de la importancia creciente que la figura del sacerdote irá alcan-
zando en la escenografía de la agonía, hasta arrebatar el protagonismo
al médico (si es que alguna vez lo tuvo), a los demás circunstantes y
hasta al mismo enfermo. En el libro de Venegas se percibe aún una si-
tuación de equilibrio entre las iniciativas del agonista y del sacerdote,

35. Idem, fº 28.


36. Vid. “Guia espiritual” en Fray Luis de Granada (1945, 33).
37. Juan de Madrid, Milicia sagrada instituyda contra todo el poder del infierno,
para socorro de las Almas en el Artículo de la Muerte, Madrid: Antonio Francisco de
Zafra, ¿1697?, 442. Parecidas exhortaciones encontramos en todas las artes de bien
morir: “de ninguna suerte permita ni consienta [el sacerdote] que entren ya más allí
la muger, los hijos ni otra persona que le pueda distraer o causar ternura”, Juan de Sa-
lazar, Arte de ayudar y disponer a bien morir a todo género de personas, Roma: Car-
lo Vulliet, 1608, 40-41; “Saquen del aposento donde muere el enfermo la muger, hi-
jos o parientes que lloran”, Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, op. cit., fº 422v.;
“haga que salgan del aposento todas aquellas personas que al enfermo puedan tur-
bar”, Francisco Pérez Carrillo, Vía Sacra, y exercicios espirituales, y arte de bien mo-
rir, Zaragoza: Pedro Cabarte, 1619, fº 226v.
38. Alejo Venegas, op. cit., ff. 28v. y 29v.
232 Ante la muerte

pero este último acabaría pronto desplazando al primero a la pasividad


de un segundo término. Durante la baja Edad Media ya es notorio el
avance del control eclesiástico sobre la muerte: sobre los lugares de
enterramiento, al disputarse los muertos el interior de los templos; so-
bre los cuerpos, al reprimirse el duelo inmoderado e imponerse el há-
bito religioso como mortaja; sobre el destino escatológico de la mayo-
ría, pues la misa es el más eficaz sufragio para aliviar a los que penan
en el purgatorio; sobre la muerte como discurso, que se convierte en un
instrumento fundamental del adoctrinamiento religioso y de encauza-
miento de las conductas sociales39. Y muy en particular sobre el mo-
mento del óbito, ya que los religiosos monopolizan el protagonismo y
la dirección del ceremonial de la buena muerte.
La constatación de ese proceso movió a Erasmo a criticar los abu-
sos a que podía conducir. Para el humanista holandés no podía ser
mala la muerte que venía precedida por una vida buena. La forma de
morir de una persona no tenía por qué indicar su condena o su salva-
ción. La vida interior era más importante que los ritos externos; la fe y
la caridad, pues, estaban por encima de los sacramentos. Algunas de
sus ideas se oponían claramente a la validez absoluta del modelo de
bien morir y cuestionaban el control eclesiástico de la muerte:

“Es opinión mía personal que muchos que no fueron absueltos por el
sacerdote ni viaticados ni ungidos de los santos óleos, ni sepultados según
el ceremonial de la Iglesia, van al descanso eterno, al paso que otros, en
cuya muerte se cumplieron solemnemente todos los requisitos y fueron
sepultados en el templo, cabe el altar mayor, son arrebatados al infier-
no”40.

De aquí pudiera desprenderse que los sacramentos son muy conve-


nientes, pero en modo alguno imprescindibles; luego la Iglesia, enten-
dida como los ritos de la buena muerte, no es estrictamente necesaria
en el último instante de la vida para obtener la salvación. Esta idea está
muy claramente expuesta en el coloquio conocido como Funus. El
agonista ideal que aquí describe, y al que da el nombre de Cornelio, no
llama a religiosos a su cabecera, sino a sus familiares y a dos amigos
íntimos. Sintiéndose morir llama, sí, a un sacerdote para que le admi-
nistre el viático y la extremaunción, pero sin cederle el protagonismo

39. F. Martínez Gil (1996, 129).


40. Vid. “Preparación para la muerte” en Erasmo de Rotterdam (1964, 518).
Del modelo medieval a la Contrarreforma 233

de la escena. Es el enfermo quien da instrucciones claras sobre el


modo en que discurrirán enterramiento y funeral. Después se va el sa-
cerdote y aquél continúa en posesión del control sobre su propia muer-
te41. El destacado erasmista Alfonso de Valdés no hizo nada por suavi-
zar las posiciones de su maestro. En su famoso Diálogo de Mercurio y
Carón es paradójicamente un hombre casado el que obtiene de mejor
manera la salvación (“Monachatus non est pietas”). Y sin embargo
éste había reducido al mínimo el ceremonial de la buena muerte y la
participación del sacerdote. Cierto que le había llamado para que le
diera la extremaunción, pero rogándole al tiempo que no le fatigase
con cuestiones relativas al entierro. Incluso había desechado la idea de
llamar a dos religiosos que le ayudasen a bien morir, “pues viviendo no
les había dado trabajo, tampoco se lo quería dar muriendo”42.
El cuestionamiento del modelo medieval no fue más allá de Eras-
mo y de algunos de sus seguidores. El concilio de Trento terminó de
consolidarlo y, con él, el control eclesiástico de la muerte. Los padres
conciliares se mostraron dispuestos a erradicar las supersticiones, pero
admitieron la pompa y el fasto ceremonial que presidían los entierros
y ritos funerarios. Y del mismo modo refrendaron la interpretación de
la agonía procedente de las artes moriendi, según se refleja en el si-
guiente párrafo de la sesión XIV:

“aunque nuestro enemigo busca y anda a caza de ocasiones en todo


el tiempo de la vida, para devorar del modo que le sea posible nuestras al-
mas; ninguno otro tiempo por cierto hay en que aplique con mayor vehe-
mencia toda la fuerza de sus astucias para perdernos eternamente, y si pu-
diera, para hacernos desesperar de la divina misericordia, que las
circunstancias en que ve estamos próximos a salir de esta vida”43.

Con la definición de los sacramentos, además, Trento consolidó


las prerrogativas del clero otorgándole la exclusividad en su adminis-
tración. Mediante el bautismo el sacerdote controlaba la entrada en
este mundo, mientras que la extremaunción le daba las llaves de la
buena muerte y la eucaristía las de la salvación, pues el más importan-
te de los sufragios cobraba toda su relevancia al afirmarse oficialmen-

41. Erasmo de Rotterdam (1947, 221-245). Fue traducido al castellano en 1528


bajo el título de Coloquio de la manera de morir mundana e católica.
42. Alfonso de Valdés (1987, 111).
43. El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, traducido al idioma castella-
no por Don Ignacio López de Ayala, Madrid: Imprenta Real, 1785, 217.
234 Ante la muerte

te “que hay purgatorio”. De este modo la influencia del sacerdote salía


reforzada y se acrecentaba la figura del especialista que ayudaba a bien
morir, del que disponía de las armas para enfrentarse eficazmente a las
últimas tentaciones del demonio, sabía las oraciones pertinentes, podía
administrar los sacramentos y conducir de forma adecuada todo el ri-
tual de la buena muerte.

5. El especialista en ayudar a bien morir

Las artes de bien morir son una buena guía para observar el pro-
gresivo dominio clerical sobre el momento de la muerte. En el Tracta-
do de bien morir solamente hay una mención a la presencia eclesiásti-
ca. Cuando un religioso agoniza existe la costumbre “de se ayuntar
todo el convento cerca del enfermo e allí con continente bos e con mu-
cha devoción dizen todos el credo In deum e quicumque vult repitién-
dolo muchas veses por que el enfermo se esfuerçe mucho más en la fe
e por que los diablos fuyan de allí, ca ellos non pueden estar donde se
dizen los articlos de la fe”44. Nótese, sin embargo, que se trata de un
ejemplo reducido al ámbito conventual y en el que todos sus persona-
jes, incluyendo al protagonista postrado en su lecho de muerte, son
eclesiásticos. Por lo demás, no vuelve a mencionarse la presencia de
religiosos en el curso de la buena muerte cuyo arte desgrana el manus-
crito. Por el contrario, en la época postridentina, y desoyendo las críti-
cas erasmistas, todas las artes dan por sentado que no es posible la bue-
na muerte sin la especializada dirección de un sacerdote. El agustino
fray Alonso de Orozco afirmaba que “es gran fruto que el enfermo, en-
tendiendo que está con peligro de muerte, llame a personas eclesiásti-
cas y religiosas que allí hagan oración y le ayuden a bien morir”45, y el
franciscano Melchor de Yebra era de la opinión de que “sería gran bien
para el enfermo, que si ser pudiesse, fuesse sacerdote el que le ayude a
bien morir”46. En una obra sobre el purgatorio el franciscano Dimas
Serpi dedicó un capítulo a demostrar “de quánto prouecho sea el lla-

44. Tractado..., fº 3v.


45. A. de Orozco (1921, 219).
46. Melchor de Yebra, Libro llamado Refugium Infirmorum... En el qual se con-
tienen muchos auisos espirituales para socorro de los afligidos enfermos y para ayu-
dar a bien morir a los que están en los último de su vida, Madrid: Luys Sánchez,
1593, 8-9.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 235

mar clérigos y religiosos para ayudar a bien morir”47. Y Pedro de la


Fuente, copiando el texto de Venegas, advertía que “el verdadero Ca-
thólico mandará que dos o tres sacerdotes de buena vida y conciencia
estén rezando en la pieça... todo el tiempo de su tránsito”48. El protago-
nismo pleno del sacerdote, obtenido a costa del enfermo, queda mag-
níficamente reflejado en un texto del franciscano José Maldonado es-
crito a mediados del siglo XVII:

“unos [religiosos] encomiendan el Alma; otros echan agua bendita, y


con un Christo en las manos, le dan vozes [al agonista] por si percibe
algo; repiten la dulce palabra Jesús, para que acordándose deste Señor, le
invoque con el coraçón: susténtale la candela bendita en la mano; detié-
nese el aliento, llega el último instante, y despídese el Alma de su amigo
el cuerpo”49.

El gran ausente de las artes es el médico. Supeditado a la prioridad


absoluta de la salvación del enfermo, tenía prohibido visitar a éste si no
consentía en confesarse50 y desaparecía completamente de la escena
una vez comprobada la improbabilidad de la curación. La familia y to-
dos los circunstantes se subordinaban asimismo al máximo organizador
del ceremonial de la buena muerte. El sacerdote, según consejos del ca-
nónigo Juan de Salazar, debía tomar enseguida las riendas de la situa-
ción impartiendo órdenes a todos los presentes para adelantarse a la
muerte. La esposa es enviada a las iglesias para encargar misas; los hi-
jos, a monasterios y escuelas de niños para impetrar oraciones; los ve-
cinos y amigos, a buscar religiosos humildes y personas santas que di-
gan las letanías y encomienden el alma del agonizante; y el resto de los
asistentes, a requerir el Santísimo Sacramento y la Unción, así como los

47. Dimas Serpi, Tratado de Purgatorio contra Lutero, y otros hereges, según el
decreto del S. C. Triden., con singular doctrina de SS. DD. Griegos, Latinos, y He-
breos, con un Tratado de consideraciones espirituales, sobre las liciones del oficio
de Difuntos, Madrid: Luys Sánchez, 1617, 384.
48. Pedro de la Fuente, Breve compendio para ayudar a bien morir, Sevilla: Ioan
Gómez de Blas, 1640, fº 234v.
49. Fray José Maldonado, El más escondido retiro del alma en que se descubre
la preciosa vida de los muertos y su glorioso sepulcro, Zaragoza: Diego Dormer,
1649, 91.
50. El enfermo debía, ante todo, confesarse y, para ello, llamar a un sacerdote an-
tes que al médico. Inocencio III había decretado en el Concilio Lateranense de 1215
que los médicos no visitasen por segunda vez a un enfermo que no hubiese consenti-
do en confesarse. Tal decreto fue renovado por motu proprio de Pío V en 1566.
236 Ante la muerte

servicios del escribano. Mientras tanto el sacerdote, el único necesario


al lado del enfermo, no se movía de su cabecera ocupándose de la tarea
fundamental51. El agonista, por su parte, representaba en estas descrip-
ciones un papel tan pasivo como en el ars moriendi xilográfico, con la
diferencia de que aquí ya no son los demonios y las visiones celestiales
quienes dirigen la acción, sino los religiosos especialistas en el comple-
jísimo arte de bien morir.

6. Del ars moriendi al arte de ayudar a bien morir

El control eclesiástico de la muerte es también perceptible en los


destinatarios de las artes impresas y en sus mismos títulos. En el siglo
XV se impone en estos últimos el concepto de arte o tratado. El pri-
mero es el que encontró mayor fortuna, prolongándose su uso en los si-
glos XVI52 y XVII53. Las artes de morir no hacían al principio distin-
ciones entre sus destinatarios. El Tractado toledano se presentaba
como “muy prouechoso para que el ome se sepa bien ordenar” y afir-
maba que “para que todo xristiano seguramente e bien pueda morir ne-
cessario es que sepa las artes de bien morir”. Especificaba, en fin, que
tal ciencia era tan útil a los eclesiásticos como a los seglares, especial-
mente a los primeros. Pero todos sin excepción podían y debían utili-
zar el manuscrito y aprender la forma adecuada de afrontar la muerte
con garantías para alcanzar la salvación.
En el siglo XVI, tal vez por reacción humanista frente a la excesi-
va trascendencia que las artes daban a la forma de morir, este término

51. Juan de Salazar, Arte de ayudar y disponer a bien morir a todo género de per-
sonas, Roma: Carlo Vulliet, 1608, 279 y ss.
52. Rodrigo Fernández de Santaella, Arte de bien morir, s. 1, c. 1508; Jaime Mon-
tañés, Espejo y arte muy breue y prouechoso para ayudar a bien morir en el incierto
día y hora de la muerte, Valencia: Joan Nauarro, 1565. Arte es definido por Sebastián
de Covarrubias Orozco como la “recta ratio rerum faciendarum”, op. cit., fº 93v.
53. Antonio de Alvarado, Arte de bien morir y guía del camino de la muerte, Ira-
che, 1607; Juan de Salazar, Arte de ayudar y disponer a bien morir a todo género de
personas, Roma, 1608; Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, Arte de bien morir,
Bruselas, 1614; Francisco Pérez Carrillo, Vía Sacra, y exercicios espirituales, y arte
de bien morir, Zaragoza, 1619; fray Alonso de Vascones, Píctima del alma, y arte de
ayudar a bien morir, Madrid, 1620; Roberto Belarmino, Arte de bien morir, Barce-
lona, 1624; Juan de Jesús María, Arte de bien morir, Alcalá de Henares, 1625; Pedro
de Espinosa, Arte de bien morir, Cuenca, 1637; Emmanuel de Ortigas, Arte de bien
morir, Zaragoza, 1659.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 237

cae momentáneamente en desuso y es sustituido por los de aparejo54,


memoria55 y sobre todo preparación56, ninguno de los cuales sugiere
un cambio en su metodología ni en sus destinatarios. Tampoco el títu-
lo de Agonía del tránsito de la muerte, absolutamente original dentro
del género de las artes de morir.
La variación más reseñable comienza aproximadamente a media-
dos del siglo XVI. La obra de Bartolomé Cucala, aparecida exacta-
mente en 1550, es a este respecto importante. Junto a un Baculus cle-
ricalis, también de significativo título, el autor presenta “un tratadico
breue para esforçar a bien morir”, y define a ambos como “obra muy
prouechosa no sólo para los reuerendos sacerdotes, rectores, curas y
vicarios, mas también para los mismos penitentes, y en fin para todo
fiel christiano”57. La dedicatoria sigue siendo general, pero ahora esta-
bleciendo dos niveles y haciendo de los eclesiásticos los destinatarios
principales. La obra consta, en efecto, de un tratado de confesión y un
breve arte de bien morir en que se proporcionan al sacerdote los recur-
sos necesarios para interrogar al penitente y al enfermo o, dicho en los
propios términos del largo subtítulo, “cómo se aurá el sacerdote en dis-
poner y ordenar su conciencia y la del penitente para la administración

54. Pedro Covalrrubias, Aparejo de bien morir, Toledo, 1526; Aparejo de bien
morir, traducción de la obra de Erasmo, en varias ediciones: Burgos, 1536; Amberes,
1549; Sevilla, 1551; Amberes, 1555; y ya en el siglo XVII la obra de Luis Fondoni,
De la muerte y del modo de aparejarse para ella, Valencia, 1621. En su Tesoro defi-
ne Sebastián de Covarrubias Orozco este término como “lo necessario para hazer al-
guna cosa”, op. cit., 77. Recordemos también que aparecía ya con frecuencia en los
textos castellanos de las artes moriendi.
55. De la memoria que el christiano ha de tener de la muerte, junto al Carro de
las donas de Francesc Eiximenis traducido por un franciscano de Valladolid, Valla-
dolid, 1542; Fernando de Villarreal, Memoria de la muerte, Alcalá de Henares, 1557;
y el sexto libro de la Imagen de la vida christiana, de Heitor Pinto (“De la memoria
de la muerte”), Alcalá de Henares, 1595.
56. El punto de partida es De praeparatione ad mortem de Erasmo. Además,
Francisco de Evia, Praeparatio mortis, Alcalá de Henares, 1558; Pedro Alfonso de
Burgos, Libro de la preparación para la muerte, Barcelona, 1568; Antonio de Rojas,
Luz de la noche obscura, y preparación eucharística para bien morir, 1630; Marco
Antonio Alós y Orraza, Tratados píos y preparatorios para morir bien, Valencia,
1637; Juan Caramuel, Musaeum mortis, sive de praeparatione ad eam, Bruselas,
1638; Ignacio de Santamaría, Praeparatione al ben morire, 1642; Juan Eusebio Nie-
remberg, Partida a la eternidad y preparación para la muerte, Zaragoza, 1643; Fran-
cisco Arana, Muerte prevenida o christiana preparación para una buena muerte, Se-
villa, 1736.
57. Publicada por el impresor Luis Gutiérrez en Alcalá de Henares, 1550.
238 Ante la muerte

del sanctíssimo sacramento”. Debe subrayarse también la intención


declarada no ya de aprender a bien morir uno mismo, como era el caso
de las primeras artes, sino de “esforçar” a bien morir a otros; es decir,
el género empieza a transformarse en un instrumento didáctico, en un
manual dirigido en particular a los especialistas a quienes les es enco-
mendada la tarea de dirigir el proceso de la buena muerte. Parecida in-
tención está implícita en el texto latino que, sobre el consuelo de los
agonizantes, dio a la imprenta Juan Viguer en 155358, y sobre todo en
las obras del carmelita Jaime Montañés59 y el jesuita Juan Polanco60,
ambas escritas con el objetivo expreso de “ayudar a bien morir”. Esta
expresión se impone en adelante, a partir de los últimos años del siglo
XVI, como una declaración de intenciones acerca de los principales
destinatarios de las artes y de su utilización didáctica a cargo no de los
que mueren sino de los profesionales que ayudan a morir. No todos los
curas estaban preparados para ejercer el que fray Juan de Madrid de-
nominaría “arte de los artes” y “ciencia de las ciencias”61. Esta fue la
razón de que se publicasen en época postridentina numerosos manua-
les, a menudo en pequeño formato, que guiaban a los profesionales de
ayudar a bien morir en todos los pasos de su trabajo, adiestrándoles
para enfrentarse a todas las situaciones y todas las psicologías. Inten-
tando ser sumamente práctico proponía Jaime Montañés tomar “este
librito y espejo en la una mano, y el santo crucifixo en la otra, co-
mençando del principio, y de capítulo en capítulo yr adelante según
está ordenado y al propósito”62. De este modo se multiplicaron, duran-
te el siglo XVII, los tratados para “ayudar” a bien morir63, combinán-

58. Juan Viguer, De consolatione agonizantium, Lovaina, 1553.


59. Jaime Montañés, Espejo y arte muy prouechoso para ayudar a bien morir en
el incierto día y hora de la muerte, Valencia: Joan Nauarro, 1565.
60. Juan Polanco, Regla y orden para aiudar a bien morir a los que se parten de
esta vida, traducida en lengua castellana por Pedro Simón Abril, Zaragoza: Iuan So-
ler, 1578.
61. Fray Juan de Madrid, Milicia sagrada instituyda contra todo el poder del in-
fierno, para socorro de las Almas en el Artículo de la Muerte, Madrid: Antonio Fran-
cisco de Zafra, ¿1697?, 164.
62. Jaime Montañés, op. cit., prólogo.
63. Melchor de Yebra, Libro llamado Refugium Infirmorum. En el qual se contie-
nen muchos avisos espirituales para el socorro de los afligidos enfermos y para ayu-
dar a bien morir a los que están en lo último de su vida, Madrid, 1593; Martín Carri-
llo, Tratado de ayudar a bien morir, Zaragoza, 1596; Miguel Guerra, Modo de
ayudar a bien morir, Valladolid, 1604; Pedro Egidio, Modo de ayudar a bien morir,
Barcelona, 1605; Juan de Salazar, Arte de ayudar y disponer a bien morir a todo gé-
Del modelo medieval a la Contrarreforma 239

dose en los títulos este verbo con términos como arte, exercicios64, avi-
sos65, manual66, prácticas67, o lecciones68, todos ellos dirigidos en pri-
mer lugar a los especialistas y sólo en segunda instancia al resto de los
fieles, pues tampoco el barroco renunció al memento mori que ayuda-
ba a todos a prevenir la propia muerte con una buena vida y con la su-
ficiente antelación69.
Buen indicio de la importancia otorgada a la asistencia de los mo-
ribundos, confirmada en los sacerdotes por el Concilio, fue la creación
en 1584 de una congregación, elevada a orden religiosa en 1591, que
se especializó en esta tarea, la de los Clérigos Reglares y Ministros de
los Enfermos, popularmente conocida en España como Orden de los
Agonizantes, Compañía del Padre Camilo o simplemente Padres Ca-

nero de personas, Roma, 1608; Francisco Tirado, Manual para ayudar a bien morir
en la incierta hora de la muerte, Zaragoza, 1614; Pedro Manrique, De la oración y
de ayudar a bien morir, Madrid, 1615; Juan Bautista Poza, Práctica de ayudar a bien
morir, Madrid, 1619; fray Alonso de Vascones, Píctima del alma, y arte de ayudar a
bien morir, Madrid, 1620; Esteban de Castro, Modo de ajudar a ben morrer, 1621;
Luis de la Puente, Práctica de ayudar a bien morir, Tortosa, 1636; Marco Antonio
Alós y Orraza, Tratados píos y preparatorios para morir bien, y ayudar a bien mo-
rir, Valencia, 1637; Pedro de la Fuente, Breve compendio para ayudar a bien morir,
Sevilla, 1640; Francisco Medrano, Oración para ayudar a bien morir fundada sobre
la del Padre Nuestro, Madrid, 1648; Baltasar Bosch de Centellas y Cardona, Prácti-
cas de visitar los enfermos y de ayudar a bien morir, Madrid, 1687.
64. Juan López Caparroso, Memorial de diversos exercicios, que frequentados en
vida, disponen a morir bien, Roma, 1600; Martín de la Madre de Dios, Práctica y
ejercicios de bien morir, Madrid, 1628.
65. Martín Pérez de Ayala, Avisos de bien morir, Milán, 1552; Gaspar de Avilés,
Muerte christiana y auisos para bien morir, Valladolid, 1603; Pedro de la Fuente,
Passo riguroso del Jordán de la muerte, y aviso al hombre interior para morir y vi-
vir bien, Sevilla, 1664.
66. “dízese toda cosa que se puede llevar en la mano, o con facilidad sin que em-
barace. De allí se llamaron manuales las sumas de libros abreuiados en ellas”, Sebas-
tián de Covarrubias Orozco, op. cit., 538. Francisco Tirado, Manual para ayudar a
bien morir en la incierta hora de la muerte, Zaragoza, 1614.
67. Juan Bautista Poza, Práctica de ayudar a bien morir, Madrid, 1619; Martín
de la Madre de Dios, Práctica y ejercicios de bien morir, Madrid, 1628; Luis de la
Puente, Práctica de ayudar a bien morir, Tortosa, 1636.
68. Juan de Ribera Saavedra, Lecciones para saber morir, Sevilla, 1642; Alfon-
so de Andrada, Lecciones de bien morir y Iornadas para la eternidad, Madrid,
1662.
69. Francisco de Jesús, Desengaños para vivir y morir bien, Nápoles, 1684; Fran-
cisco Arana, Muerte prevenida o christiana preparación para una buena muerte, Se-
villa, 1736.
240 Ante la muerte

milos, por haber sido su fundador el italiano Camilo de Lelis70. No pa-


rece que la orden llegase a tener una fuerte implantación en España an-
tes del siglo XVIII71, pero el género de las artes de morir le debe una
de las obras más difundidas en este siglo e incluso en el siguiente, la
publicada en 1687 por el clérigo reglar Baltasar Bosch de Centellas
como continuación a la de su compañero Jacobo Mancini72. En el libro
del antuerpiense el religioso especialista es claramente ya el protago-
nista absoluto que eclipsa incluso al enfermo, el profesional que domi-
na las técnicas de bien morir, que mantiene a raya a los demonios, ad-
ministra los sacramentos y conoce las jaculatorias capaces de consolar
y animar a los moribundos, cualquiera que sean sus pecados y su psi-
cología, para “disponerlos suavemente a que mueran en el Señor”.
Buena prueba de ello es el tratamiento de la figura del sacerdote en
las ilustraciones incluidas en el libro. El género de las artes de morir no
es nada prolífico en grabados e ilustraciones gráficas, pero creo que no
es desdeñable la comparación que con las antiguas viñetas del ars mo-
riendi xilográfico nos brinda esta originalidad de algunas de las edicio-
nes del tratado de Bosch de Centellas. El ars moriendi impreso en Za-
ragoza hacia 1480-1481, uno de cuyos ejemplares se conserva en la
biblioteca de El Escorial, sirve perfectamente para marcar el contraste.
Consta de once grabados: los diez primeros se centran en las tentacio-
nes del demonio y las inspiraciones del ángel, mientras que el último
reproduce la escena de la buena muerte73.

70. El padre Camilo nació en los Abruzzos en 1550 y murió en Roma en 1614. Su
congregación, formada en 1584 con el objetivo de ayudar a los enfermos de los hos-
pitales romanos, fue confirmada por Breve Apostólico de Sixto V el 18 de marzo de
1586. Vid. la biografía de Sanzio Cicatelli, Vita del P. Camillo de Lellis fondatore de-
lla religione de chierici regolari Ministri degli Infermi, Napoli, 1627.
71. En 1634 llegaron a Madrid los padres Miguel Juan Montserrat y Alfonso Ló-
pez del Corral con la orden de fundar, pero no consiguieron establecer la primera
casa, Asunción in Damaso, hasta 1642, matriz y modelo para España, Portugal y
América. Además de Madrid, donde se fundaría la casa noviciado de Santa Rosalía,
la orden fue implantándose en Granada, Málaga, Zaragoza y Barcelona, pero sus ma-
yores avances en España y América sólo se produjeron en el siglo XVIII. Vid. Q. Al-
dea Vaquero y otros (1972, I, 323-324).
72. La ya citada Prácticas de visitar a los enfermos y ayudar a bien morir, Ma-
drid, 1687. Manejo edición posterior en Amberes: Balthasar de Wolschaten, 1701. La
obra de Jacobo Mancini es la Practica visitandi infirmos. Pars prima, Madrid: Ex.
Typograph Melchioris Alvarez, 1687.
73. Arte de bien morir, Zaragoza, c. 1480-1481. A. Palau y Dulcet (1948-1977)
lo atribuye al “impresor anónimo del Turrecremata”. Otros se lo adjudican al impre-
Del modelo medieval a la Contrarreforma 241

Fig. 1. Tentación del diablo contra la Fe y buena inspiración del ángel. “Ars Mo-
riendi”, Zaragoza, hacia 1480-1481, Biblioteca de El Escorial.

Lo más llamativo de estas estampas es la pasividad del enfermo,


que, salvo en la escena en que se representa su pecado de impaciencia,
permanece inmóvil en su lecho, soportando las tentaciones diabólicas
y beneficiándose de las buenas inspiraciones angélicas. Ángel y dia-
blo, enfrentados en sus opuestas intenciones, son los verdaderos prota-
gonistas que conducen la acción. En la primera escena los demonios
ocultan al enfermo la visión de Cristo, la Virgen y los santos, mostrán-
dole en cambio a los reyes adoradores de ídolos y las religiones infie-
les con objeto de minar su fe (fig. 1). El ángel contraataca enseñando a
Cristo y los santos mártires que se salvaron gracias a su fe e instando
al enfermo a permanecer firme rezando el Credo, con lo que huyen los
diablos y se esconden bajo la cama. Para llevarle a desesperar los de-

sor Juan Hurus. El ejemplar que he consultado lleva la signatura 32-V-19, nº 4 de la


biblioteca de San Lorenzo de El Escorial.
242 Ante la muerte

Fig. 2. Tentación de Desesperación y buena inspiración del ángel, “Ars Morien-


di”, idem.

monios le enseñan ahora la gravedad de los innumerables pecados que


ha cometido durante su vida, pero el ángel desactiva la tentación po-
niendo ante sus ojos los que se salvaron después de haber pecado gra-
vísimamente, como el buen ladrón, la Magdalena, San Pedro y San Pa-
blo (fig. 2). Transtornado por el dolor, el enfermo es empujado a pecar
contra la virtud de la caridad, rechazando a sus parientes y arrojando al
suelo cuanto le traen, a lo que el ángel responde haciéndole considerar
las pasiones infinitamente superiores de los mártires, quienes supieron
soportarlas a pesar de todo (fig. 3). A la vanagloria se combate con la
humillación ejemplificada en la actitud de los santos (fig. 4); a la ten-
tación de avaricia y apego a los bienes terrenales, simbolizada en la vi-
sión de sus bienes y seres queridos, contrarresta la confianza en Cristo
que vela por sus ovejas y ordena al ángel que cubra con la protección
de su manto a los familiares por cuya suerte teme el enfermo (fig. 5).
El último grabado representa la buena muerte que finalmente alcanza
el moribundo después de haber superado las tentaciones diabólicas
Del modelo medieval a la Contrarreforma 243

Fig. 3. Tentación de Impaciencia y buena inspiración del ángel, “Ars Moriendi”,


idem.

(fig. 6). El personaje muere al fin consolado con la vela en la mano


mientras el que parece un monje encomienda el alma en el momento
en que sale del cuerpo y es acogida por los ángeles. Los diablos se la-
mentan de su fracaso y la Pasión de Cristo domina la escena. A dife-
rencia de la versión larga del ars moriendi, el enfermo es reducido aquí
a elemento pasivo por el protagonismo que alcanzan las visiones, sean
diabólicas o angélicas; pero es aún más llamativa la ausencia casi com-
pleta del sacerdote74, que en las artes barrocas, y en los grabados del li-
bro de Bosch de Centellas en particular, se adueñarán de la escenogra-
fía de la cámara del agonista.
Las Prácticas de visitar los enfermos y ayudar a bien morir, en su
edición de Amberes en 1701, es un libro en octavo y que abre sus ca-

74. Solamente aparece en este último grabado, si es que el que ayuda al agonista
a sostener la vela es realmente un sacerdote. En cualquier caso, es un personaje más
de una escena abigarrada en la que no adquiere ni mucho menos protagonismo.
244 Ante la muerte

Fig. 4. Tentación de Vanagloria y buena inspiración del ángel, “Ars Moriendi”,


idem.

pítulos con seis grabados firmados por Gaspar Bouttats, de no muy


buena calidad pero extraordinariamente significativos75. En la edición
de Madrid de 1713 se mantienen los seis grabados, pero tres de ellos
son sustituidos por otros tantos firmados por Math de Yrala y Grego-
rius Fosman, y dos son modificados parcialmente, quizás tanto por ra-
zones de calidad como de eficacia en la emisión del mensaje76. En las
reediciones posteriores que he consultado, sin embargo, todos los gra-
bados desaparecen por completo77. En la imagen de la portada se re-

75. En la imprenta de Baltasar de Wolschaten. Existe un ejemplar de la primera edi-


ción, Madrid, 1687, en la Biblioteca Nacional de Madrid. En él aparece sólo uno de los
grabados, aquél en que San Camilo muestra a un compañero la excelsitud de la angéli-
ca tarea de ayudar a bien morir. La edición de Amberes incluye este mismo grabado.
76. La edición salió de la imprenta de Francisco de Villa-Diego.
77. Se trata de las aparecidas en Madrid: Imprenta de Gregorio Hermosilla, 1722;
y Madrid: Casa de Juan Muñoz, 1737.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 245

Fig. 5. Tentación de Avaricia o apego a los bienes mundanos e inspiración del án-
gel, “Ars Moriendi”, idem.

presenta el momento de la expiración, cuando, habiendo vencido el án-


gel a los diablos, el alma en forma de niño sale de la boca del agoni-
zante y es recibida por el cielo, una cruz en la edición de Amberes y
Cristo con la Virgen en la de Madrid78 (fig. 7a y 7b). En esta última un
texto exalta, en la página opuesta, la importancia de la labor especiali-
zada que cumple la orden de los Ministros de los enfermos: “Nulla uti-
lior scientia, quam discere mori. Disces ergo bene mori, si didiceris
bene vivere”. La segunda imagen, que abre el libro I y viene de la pri-
mera edición, se conserva idéntica en ambas ediciones: la pareja de ca-
milos, con sus cruces rojas en los hábitos, se dispone a entrar en la cá-

78. Las imágenes son muy distintas. El alma niña es sustituida en la edición ma-
drileña por un corazón inflamado; la asistencia del ángel al moribundo, por una lucha
explícita entre ángel y demonio.
246 Ante la muerte

Fig. 6. Escena de la buena muerte, “Ars Moriendi”, idem.

mara del moribundo, donde ya desempeña sus funciones un sacerdote


asistido por el ángel79 (fig. 8). En el libro II vemos a los camilos, siem-
pre en pareja, mostrando el camino del cielo al exaltado enfermo, que
tiene un corazón marcado en su pecho (fig. 9a). En la edición madrile-

79. La leyenda de la ilustración les sirve de presentación: “Ecce Ministrantes so-


ciis pia verba CAMILLI caelicolae Haec NERIUS: qui videt, ipse refert”.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 247

Fig. 7 (7a y 7b). Portadas de las Prácticas de visitar a los enfermos, de Baltasar
Bosch de Centellas, en sus ediciones de Amberes, 1701, y Madrid, 1713.

ña se mejoró el dibujo, tomaron más cuerpo en la composición los sa-


cerdotes y en el cielo fueron representadas las alegorías de la Fe, la Es-
peranza y la Caridad80 (fig. 9b). En el siguiente grabado se asiste al
momento de la agonía, de la lucha entre los diablos, que acaban huyen-
do despavoridos, y los religiosos que les vencen por medio de la ora-
ción y la aspersión de agua bendita81 (fig. 10a y 10b). Finalmente se re-
presenta una buena muerte en la que el enfermo, ya confortado y con
una vela en su mano, se dispone a recibir la muerte mientras uno de los
camilos blande triunfante un crucifijo y el cielo se abre en un haz lu-
minoso que conduce a la visión de una cruz82 (fig. 11a y 11b). En las

80. Dice la leyenda: “Spes, Charis, atque Fides, solatia trina refulgent: Gratia LE-
LLIADUM corda mouere DEO”.
81. En la edición de Madrid es incluido el ángel junto a los religiosos. Debajo se
lee: “Aspicis ut Sathanam benedictae aspersio Lymphae pellit, Agonizans sic pia fata
subit”.
82. “Cereus in tristi Moribundo fertur agone, signa Crucis dantur, signa salutis
habet”.
248 Ante la muerte

Fig. 8. Los Padres Camilos ante una escena de la buena muerte, idem.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 249

Fig. 9 (9a y 9b). Los Padres Camilos mostrando al enfermo el camino del cielo,
idem, ediciones de 1701 y 1713.

últimas páginas se incluye además un sencillo dibujo con las cuatro


postrimerías alrededor de un círculo central que simboliza la eterni-
dad83 (fig. 12a y 12b).
En todos estos grabados son claramente perceptibles las perviven-
cias del ars moriendi. Los ángeles y diablos siguen muy presentes en
la agonía. Los primeros ayudan a expirar y combaten armados, en la
edición madrileña, contra los diablos que, siempre derrotados, huyen
o se esconden. También permanecen las principales armas que se uti-
lizan en la batalla: la candela encendida, el libro de oraciones (tal vez
un manual de bien morir), el crucifijo y el hisopo para asperjar el agua
bendita. La diferencia fundamental es, una vez más, el cambio de pro-
tagonista. No lo es el enfermo; tampoco los ángeles y demonios. Los
dos padres camilos se adueñan de casi todas las escenas y reducen a

83. La edición de Madrid conserva este grabado, pero sustituye la primera ima-
gen del infierno, con un diablo en las fauces de un monstruo, por otra mucho más pa-
vorosa en que un condenado, sumergido en llamas, es mordido y ahogado por sierpes
y monstruos.
250 Ante la muerte

comparsas al resto de los personajes. Ellos son los que exhortan al en-
fermo, combaten a los diablos y confortan el ánimo del moribundo
disponiéndole para el tránsito. Ennoblecidos por la prestancia y auto-
ridad que les otorgan hábitos y manteos, erguidos junto al lecho del
enfermo y enarbolando el hisopo o el crucifijo, los religiosos se erigen
en los verdaderos héroes del proceso de la buena muerte, sin los cua-
les ésta ya sería inconcebible. Ausentes de los grabados del ars mo-
riendi, en las artes barrocas son, por el contrario, omnipresentes y ex-
hiben su autoridad y absoluto protagonismo. En la orden de los
agonizantes culmina, además, la creciente especialización que reque-
ría la compleja y trascendente labor de los profesionales del bien mo-
rir.

7. Conclusiones

Por medio de las artes renacentistas y barrocas, tomando un ars


moriendi como punto de partida y el manual de ayudar a bien morir
compuesto por Bosch de Centellas como referencia final, se ha podi-
do seguir la evolución de algunos rasgos cruciales en las actitudes
ante la muerte. Como se puede comprobar, las pervivencias del mode-
lo construido en la baja Edad Media son muy importantes todavía a la
altura de 1700, tanto en lo que respecta a representaciones mentales
como iconográficas. Es prácticamente idéntica la interpretación de la
muerte, de la agonía y del Más Allá, con la consolidación del purga-
torio como tercer lugar escatológico; el ritual ha sido depurado en
parte, pero a la vez se ha intensificado, multiplicando misas y sufra-
gios y magnificando las ceremonias externas. Tampoco ha variado
apenas el uso social dado al temor de la muerte y que se traduce en el
reforzamiento de las certidumbres recibidas y la salvaguarda de la es-
tabilidad social. La agonía sigue siendo así una pieza esencial en la re-
producción del sistema de valores, ya que ejemplifica –y de ahí su ca-
rácter público– el premio que finalmente obtienen los que se
mantienen firmes en las creencias y actitudes socialmente correctas, a
la vez que combate cualquier género de desconfianzas y de conductas
indeseables por desestabilizadoras. Tampoco se perdió en ningún mo-
mento el viejo mensaje con que el discurso del ars moriendi llamó la
atención sobre la importancia que para la salvación tenía el momento
de la muerte. De Felipe II, por ejemplo, predicó fray Lorenzo Cabre-
ra que “quando toda su vida huuiera sido perdida y desbaratada, bas-
Del modelo medieval a la Contrarreforma 251

Fig. 10 (10a y 10 b). Los Padres Camilos luchando contra las tentaciones del de-
monio, idem, ediciones de 1701 y 1713.

tara a honestarla esta buena muerte: que un bel morir tutta la vita ho-
nora”84.
En el interior de este modelo medieval, sin embargo, se producen
cambios importantes. El que aquí se ha destacado es el ascenso de los
sacerdotes como maestros de ceremonias y directores del proceso del
bien morir; y, por tanto, el progresivo control que la Iglesia va obte-
niendo sobre la muerte y, de reflejo, sobre la vida. Solamente los reli-
giosos conocen los secretos del arte de las artes, sólo ellos están facul-
tados para administrar los sacramentos, y eso pone en sus manos las
llaves de entrada y salida de este mundo y, lo que es más importante,
las llaves de la salvación. Ya queda perfectamente claro que ésta es im-
posible al margen de la Iglesia. Un modelo de morir reducido en su
origen a los ámbitos monacales y eclesiásticos, proyectado si acaso a

84. Sermón predicado en 1598 en Santo Domingo el Real de Madrid, en Sermo-


nes funerales en las honras del Rey Nuestro Señor Don Felipe II..., Madrid: Iuan Íñi-
guez de Lequerica, 1601, 64.
252 Ante la muerte

Fig. 11 (11a y 11b). La buena muerte, idem, ediciones de 1701 y 1713.

Fig. 12 (12a y 12b). Las cuatro postrimerías, idem, ediciones de 1701 y 1713.
Del modelo medieval a la Contrarreforma 253

las personas de las que se exigía una mayor ejemplaridad, como era el
caso de los monarcas, ahora se intenta generalizar a toda la diversidad
social. La muerte se clericaliza, tanto en sus formas como en las perso-
nas que la controlan y monopolizan; y mediante doctrinas como la ne-
cesidad de su preparación anticipada y el memento mori se trata tam-
bién de clericalizar la vida.
Pero, como ya se dijo, las artes de morir no son reflejo de una rea-
lidad, sino de una aspiración de determinados grupos sociales e inte-
lectuales. No podemos cuantificar la proporción de los que realmente
eran ayudados a bien morir por un sacerdote, ni las verdaderas actitu-
des que los agonistas adoptaban en los últimos instantes de su vida. Tal
vez esa ofensiva clericalizadora que se desprende de las artes y de las
fuentes doctrinales fuese emprendida como reacción a un avance cada
vez mejor percibido de la secularización de la vida y, más tardía, de la
propia muerte. La fundación de la orden de los camilos se produjo por-
que había un hueco en la atención a los enfermos de los hospitales, sí,
pero también en la de llevar a la práctica las teorías de la buena muer-
te. Y dos siglos después de la fundación de esta orden el propio Bosch
de Centellas no era muy optimista cuando se lamentaba de que los fa-
miliares o no llamaban a los sacerdotes o lo hacían “quando ya los en-
fermos están sin habla, y sin sentidos, y están casi muertos, y ya no les
pueden hablar al alma, anteponiendo su interés personal a la salud es-
piritual del próximo”85.
Sea como fuere, las artes de bien morir muestran el desplazamien-
to experimentado en el control de la muerte propia. El enfermo y su fa-
milia lo pierden en beneficio del sacerdote que, más adelante, lo habría
de devolver a los familiares y muy en especial al médico, quien en
nuestros días es el actor principal en una escenografía muy distinta a la
clásica cámara del agonista. El profesional de la medicina monopoliza
hoy buena parte de la toma de decisiones sobre la forma de morir en un
hospital, que más que al logro de la salvación tiende a la evitación del
dolor e incluso de la conciencia. Pero a esta situación radicalmente
nueva se ha llegado sólo después de una larga duración en que ha ido
desmantelándose lentamente ese modelo medieval que, sin embargo,

85. Baltasar Bosch de Centellas, op. cit., 186 (de la edición de Amberes). Otras
veces el problema estaba en los propios sacerdotes. Los pobres no se atrevían a lla-
marlos “por no ser molestos, y porque saben que suelen ir de muy mala gana a sus ca-
sas, estando las de los poderosos llenos de Eclesiásticos, que a porfía pretenden cada
uno assistir más, y ser el primero”, idem, 10.
254 Ante la muerte

conservó toda su vigencia durante los siglos de la Edad Moderna y del


que aún no es raro descubrir algún vestigio en la muerte que, hoy como
ayer, sigue angustiándonos en nuestra frágil condición de seres huma-
nos.

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Honra, memoria y fama

Manuel Núñez Rodríguez


Universidad de Santiago de Compostela

“Quien de vivo nada haga por su memoria futura y no deje recuer-


do alguno después de su muerte, se le olvidará tan pronto como doblen
las campanas. El dinero que yo gasto para asegurar mi memoria no
está perdido”1.
Esta intención del Emperador Maximiliano I (1459-1519) no ocul-
taba la necesaria exaltación de su posición soberana en vida para perdu-
rar entre los vivos como señal visible que no perece. Archiduque de
Austria y emperador de Alemania, quien reforzó la autoridad de los
Habsburgo en el Imperio y en Europa, sentía la necesidad de encauzar
en vida el verdadero “salvoconducto” que ayudaba a eclipsar el triunfo
de la muerte biológica (su inacabado mausoleo), para sobrevivir en
aquella sociedad del parecer (memoria). Sobre esta base, “el dinero que
yo gasto para asegurar mi memoria” supone, sin duda, una forma de
“domesticar la muerte” (Ph. Ariès), pero tal criterio no estaba exento de
referencias justificadoras con respecto a la necesidad de resaltar en tal
conjunto memorial los valores asociados a su genealogía o gens Habs-
purgensis (las 28 esculturas que hoy flanquean su cenotafio) y a los he-
chos y premisas que perfilan “mi discurso político”; concepto aplicable
a los veinticuatro relieves complementarios de alabastro con los hechos
principales de su gestión, a manera de crónica con intencionalidad enal-
tecedora. Despliegue que reconstruye las señas de identidad del que fue
“rey de romanos”, puesto que, en justicia, nunca fue coronado por el

1. L. Campbell (1990, 201).


258 Ante la muerte

Fig. 1. Conjunto memorial de Innsbruck. De izquierda a derecha: Emperador Al-


berto II (†1439), Emperador Federico III (†1439), Leopoldo III de Babenberg
(†1136), Alberto IV de Habsburgo (†1240), Leopoldo III (†1386), Federico IV
(†1439), Alberto I (†1308), Godofredo de Bouillon.

Papa. Del mismo modo, los recursos puestos en juego en lo que hoy
(fig. 1) se muestra en la iglesia de corte en Innsbruck –posterior a su
muerte– reivindican su fama en el sentido latino (renombre), legitima-
da por las batallas y victorias consideradas en aquellos relieves y por la
dilatada práctica de una gens cuyos orígenes históricos cobran forma en
la imagen de Alberto IV el Sabio (†1240). Y ello sobre un importante
trasfondo que no apela a los antepasados bíblicos, como en tantas genea-
logías o Cronología Universal del momento, sólo a cuatro (fig. 2) an-
cestros mítico-históricos (Clodoveo, Arturo, Teodorico el Grande y Go-
dofredo de Bouillon) que contribuyen a prefigurar la larga duración en
la Historia de una monarquía que ansía reforzar la fidelidad dinástica y
la identidad nacional2. En este sentido hay que llamar la atención sobre
un dato: la larga génesis de este mausoleo responde a un proyecto in-
concluso en tiempos de Maximiliano, para la Capilla Real de Wiener

2. Sobre este apartado cfr. C. Raynaud (1992, 119-130); T. Voronova – A. Sterli-


gov (1998).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 259

Fig. 2. Flanco derecho y en sucesión hacia la izquierda: Clodoveo I, Felipe el


Hermoso (†1506), el fundador de la dinastía de Habsburgo, Rodolfo I (†1291),
Alberto el Sabio (†1358), Teodorico el Grande, Ernesto -duque de Austria-
(†1424), Fernando de Portugal, Arturo.

Neustadt, de modo que será la voluntad de su nieto Fernando I (1503-


1564), rey de Bohemia y Hungría y elevado al imperio por abdicación
de Carlos V (1555-1564), quien otorgue particular importancia a su re-
mate en la iglesia renacentista de los franciscanos junto al Palacio Im-
perial de Innsbruck. Tal circunstancia tuvo consecuencias a la hora de
dar forma a las señas de identidad de este conjunto memorial que sólo
es cenotafio y que, según parece, Maximiliano I no “había previsto ro-
dear con esculturas fundidas”3. Opinión desconcertante cuando la idea
inicial se enraíza en el sueño de una monarquía universal en torno a la
idea de imperio. Mito encarnado por César y Carlomagno (hoy ausen-
tes, pero presentes en su proyecto) junto con la efectividad solidaria del
doble árbol genealógico (el grupo de las 28 esculturas) y los emperado-
res de la antigua Roma, lo que da sentido a la serie de 34 bustos de los
antiguos césares, fundidos entre 1509-15174. Posteriormente su nieto

3. K. Schütz (1992, 233-251).


4. A. Auer (1992, 460-461).
260 Ante la muerte

Fernando I, cuando concluye el proyecto habrá de otorgar prioridad a


los referentes que dan fuerza a sus intereses dinásticos, después de ha-
cer hereditaria la corona de Hungría y de Bohemia. En consecuencia,
desde el momento en que recibe los estados patrimoniales de Austria,
Stiria, Carniola y Tirol, es decir, los dominios hereditarios de Habsbur-
go (1521-1522), y amplía sus dominios con los reinos de Bohemia y
Hungría5, sus propósitos giran en torno al que alimentó la grandeza de
la Casa de Austria (Maximiliano), junto con el recuerdo de quienes con-
tribuyeron a su hegemonía en el tablero de Europa: el séquito de las ac-
tuales 28 esculturas.
De este modo, la supuesta laudatio de los 28 en torno a la imagen
arrodillada del emperador Maximiliano I, provoca el consenso de los
Habsburgo (desde su fundador Alberto IV el Sabio), de la Casa de Bor-
goña (a partir de Felipe el Bueno), de España (Fernando el Católico,
Juana y su esposo Felipe I, rey de Castilla), de la desaparecida Casa de
Babenberg (Leopoldo III el Santo), de Portugal (Fernando V), etc.
Conforme al principio “Historia perfecta”6, si el proyecto inicial reco-
nocía al propio Carlomagno entre los ascendientes7, será excluido de
los posteriores propósitos de Fernando I. En realidad, la inclusión ini-
cial del carolingio estaba argumentada puesto que Austria fue inicial-
mente la Marca Oriental (Östermark) fundada por aquel para proteger
a su imperio frente a los ávaros8.
La propuesta de Fernando I, en definitiva, constituía una valora-
ción preferente de la grandeza de la Casa de los Habsburgo, de mane-
ra que los personajes de las otras Casas eran la consecuencia de la po-
lítica dinástica de aquella que, por medio de alianzas matrimoniales, se
vincula con diversas potencias, a modo de cerco en torno a Francia,
quien reivindicaba en aquel entonces (1526-1529) la Borgoña, ante los
derechos que ostentaban de Felipe el Bueno, Carlos el Temerario –sue-
gro de Maximiliano I– y sus antepasados9. Cierto es que la situación en
el Imperio no es favorable al reconocimiento de la autoridad del empe-
rador y no pocos príncipes electores se adhieren a la resistencia protes-
tante, pero tal circunstancia no impide a Fernando I ser nombrado rey
de romanos en 1531. Claro que, aunque Alemania era un damero, por

5. P. Aguado Bleye (1952, 328-332).


6. Cfr. G. Huppert (1973).
7. E. Scheicher (1992, 458-459).
8. Cfr. la nota 5.
9. F. Braudel (2000, 36).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 261

el particularismo de los príncipes y el antagonismo religioso de los


protestantes, los Habsburgo sustentaban y defendían la dignidad impe-
rial, “con mayor o menor eficacia”10, así como los derechos al Imperio.
En estas circunstancias, era altamente significativa la reagrupación, en
torno al mausoleo del emperador Maximiliano, de aquellos miembros
de la Casa de Habsburgo que alcanzaron la condición de emperador
germánico: Alberto I (†1308) y su esposa Isabel del Tirol (†1313), Al-
berto II (†1439, era Alberto V de Habsburgo y rey de Bohemia y Hun-
gría) y su consorte Isabel de Hungría (†1442), Federico III (†1493) y
el propio Maximiliano I. De alguna manera, desde el punto de vista de
la retórica política la presencia de tales figuras (fig. 3) en el grupo de
los 28, en aquel momento de dificultades para los Habsburgo, se anto-
ja con pretensiones de crónica y con estrategia operativa proimperial.
Desde este punto de vista se impone considerar que, también por aque-
llos años del replanteamiento memorial de Maximiliano I, el Papa Cle-
mente VII ceñía a Carlos V la corona de hierro de los reyes lombardos
y la corona de oro del Sacro Imperio (22 y 24 de marzo de 1530).
Institucionalmente, Carlos V alcanzaba la condición de emperador au-
téntico. Dejaba de ser rey de romanos y emperador electo; condición
que pasa a ostentar Fernando I el 5 de Enero (en Colonia) y el 11 de
enero (en Aquisgrán) de 153111. Entre ambas datas decisivas para los
dos hermanos se produce su reencuentro en Innsbruck (7 de mayo de
1530), donde “prolongó su estancia un mes por varias razones”12.
Innsbruck, inevitablemente, dejaba constancia en aquel conjunto
iconográfico de la opción de los Príncipes Electores alemanes por los
Habsburgo; opción que constituye una obsesión en el rey francés Fran-
cisco I, en tanto que supone relegar sus aspiraciones al cargo imperial
y “asignarle un papel de segundo orden” (M. Fernández Álvarez).
Esta seña de identidad de la genealogía de los Habsburgo, prime-
ro, y del proceso dinástico o presencia de los Habsburgo en el Imperio
alemán, después, al tiempo que propone un principio de continuidad,
el planteamiento iconográfico de aquellas 28 figuras de bronce flan-
queando el gran sarcófago de mármol, contribuye a dar una perspecti-
va nueva; es decir, no están referidas a la celebración de la deploratio
et lamentatio pro morte. Pese a la aparente conformidad con la pompa
de las grandes ceremonias litúrgicas, parecen ser la consecuencia de un

10. J. Vicens Vives (1966, 276).


11. Cfr. M. Fernández Álvarez (2000).
12. M. Fernández Álvarez (2000, 427).
262 Ante la muerte

Fig. 3. A la izquierda y en sucesión hacia la derecha: Emp. Isabel de Hungría, Emp.


María de Borgoña, Emp. Isabel de Tirol y Cunegunda, hermana de Maximiliano.

principio de legitimidad en la Historia, de continuidad en la Historia en


un momento de intensa transformación. No es por ello extraño que se
pueda argüir que los valores apreciables en estas 28 figuras de bronce
constituyen lo que Ch. Raynaud denominaba “un esfuerzo meritorio de
historicidad”. Concepto muy presente en las ilustraciones miniadas
que acompañan la Cronología Universal o genealogía destinada a las
distintas Casas que componen aquel mapa político, conforme a un or-
denamiento que pone el acento en el principio de continuidad. Concep-
ción no ajena al propio Maximiliano. Así, por vía de ejemplo, Karl
Schütz cita, en esta tarea de búsqueda y entre otras genealogías, el en-
cargo hecho a Peutinger, “con los ascendientes directos de Maximilia-
no hasta Héctor”13. Esta relación mito-historia carga la cuenta en una

13. K. Schütz (1992, 245).


Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 263

“casta” especial de hombres que, como Teodorico y Arturo (ambos in-


tegrados en el grupo de las 28 figuras de bronce), cierto es que son fi-
guras legendarias dentro del mundo germánico, pero su consideración
como “ascendientes” válidos no deriva hacia el puro relativismo. D.
Boutet en su elaborado análisis sobre estas figuras sincréticas del me-
dievo caballeresco, llama la atención sobre su vigencia en el imagina-
rio colectivo, de manera que su aceptación es más de sello emblemáti-
co que mítico, a la vez que forman parte de las propuestas a seguir en
tantos Espejos de príncipes14. Aspectos que no sorprenden en Maximi-
liano, considerado “el último coleccionista de la literatura medieval”
que supo combinar el interés por la cultura caballeresca con la impor-
tancia por la Historia15. En esta línea Arturo y Teodorico (fig. 2) em-
blematizaban en cierto modo los dos mundos fusionados que formaron
parte de sus valores educativos, afirma L. Boehm: “la idea caballeres-
ca de la libertad (Arturo) como compromiso personal” y la “formación
en la teoría del estado con referentes históricos”: Teodorico como tam-
bién Clodoveo (fig. 2) y Godofredo de Bouillon (fig. 1); los cuatro
complementan el grupo de los 28. Pero todos estos aspectos que for-
man parte de la educación del príncipe, nunca deberán ser ajenos a una
postura receptiva con la Antigüedad. ¿Cómo, si no es así, valorar en su
dimensión precisa aquellos bustos de los césares romanos que tanto in-
sinúan la probable dimensión histórica que Maximiliano idea para su
proyecto?

1. A la búsqueda de la Historia perdida

Este es el apartado que inevitablemente se impone para un mayor


fundamento del nudo expositivo de aquel proyecto memorial que no se
inspira en una ficción, sí al amparo de la Historia.
Cuando Carlos V, en su recta final como hombre público, manifes-
taba su deseo por “conservar la grandeza de nuestra casa”16 ante el en-
friamiento vinculante con su hermano Fernando I, de alguna manera
intuía el troceamiento que iba camino de hacerse efectivo: los domi-
nios de la Casa de Austria-Borgoña que, a costa de grandes esfuerzos,
Maximiliano había perfilado frente a los sueños imperialistas de Fran-

14. Cfr. D. Boutet (1985, 3-17), (1992, 8-9).


15. L. Boehm (1989, 178 y 156).
16. F. Braudel (2000, 67).
264 Ante la muerte

cia y que, por lo mismo, hubiera deseado hereditarios en un solo can-


didato, estaban a punto de quebrarse en dos ramas, la “fernandina”
(centro en Viena) y la “filipina” (en Madrid). Se afirmaba así en la pri-
mera rama la dignidad imperial y en la segunda el concepto de monar-
quía universal. En consecuencia, el mensaje memorial de Innsbruck
cobraba vigencia; no era lícito prescindir de aquella síntesis de consa-
guinidad o parentesco (las 28 figuras de bronce, llamadas popularmen-
te “hombres negros”) que justifica derechos adquiridos al transformar
el principio electivo en hereditario, una vez que Fernando tome pose-
sión de la corona de oro imperial (1555) y elija antes de su óbito (1564)
a su hijo Maximiliano en la sucesión del Imperio.
A partir de esta premisa, cabe otra observación implícita en el es-
tudio “Reyes y Mecenas” (VV. AA., 1992); de alguna manera se des-
taca la eficacia propagandística en el mecenazgo artístico de los Reyes
Católicos y de Maximiliano I por su validez en situaciones límite. No
es por ello extraño el beneficio que inspira a Fernando I aquel epitafio
de su predecesor en Innsbruck en tanto que expresión evidente de la
preponderancia casi arcana (de nuevo el valor emblemático de la figu-
ra de Arturo, junto al merovingio Clodoveo, el rey de los godos Teodo-
rico y el rey de Jerusalén Godofredo) de los Habsburgo, pero también
calculadamente apologética, al incorporar los 24 relieves de alabastro
que inmortalizan la presencia de Maximiliano en la Historia y sus vir-
tudes políticas, atentas a asumir un concepto imperial ajeno a un domi-
nio feudal. O, por lo menos, interesado en un poder dinástico “consti-
tuido por encima de los pueblos y en torno a una familia”, añade J.
Pirenne17. Por esto, ante la Historia, la familia o Parentela (Santos de
la Estirpe y la Parentela es el título exacto que recoge K. Schütz) es-
taba llamada a tener un protagonismo muy importante en las búsque-
das de quien engrandeció a la Casa de Habsburgo: Maximiliano.
En aquella época de intensa transformación, el interés de Maximi-
liano en rescatar la línea de antepasados es recurrente con las búsque-
das genealógicas18 o Cronología Universal de aquellas Casas que,
como Felipe el Bueno de Borgoña19, proponen el rastreo de la línea ag-
nada mediante tronco ramificado del que penden medallones con figu-
ras portando atributos de poder o la armadura completa de caballero

17. J. Pirenne (1987, 971-972).


18. Sobre los planteamientos genealógicos de Maximiliano, cfr. K. Schütz (1992,
243-246).
19. Cfr. T. Voronova – A. Sterligov (1998, nº 362-373).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 265

(fig. 4); repertorio iconográfico cortado en capas para integrar en un


volumen, que suscita el recuerdo de aquel rollo en pergamino de Jörg
Kölderer sobre el árbol genealógico de los Habsburgo20 (fig. 5) y, en
consecuencia, de algunas figuras broncíneas de Innsbruck. Como ade-
lanto, resta preguntarse hasta qué punto el planteamiento general de
Gilg Sesselschreiber no apela a tales repertorios, que no el taller de Pe-
ter Vischer, más novedoso en su capacidad de trasladar los diseños de
Albert Dürer.
En líneas generales, el interés genealógico, a pesar de los devaneos
historia-mito, obliga a recordar el despliegue de la apoyatura docu-
mentada en tal andadura. El género literario no era el único capítulo a
rescatar, sino también, y sobre todo, las obras históricas, tan indispen-
sables para la identificación de origen y para afirmar la identificación
nacional o territorial. La Historia se ponía al servicio del poder, pero
también de la grandeza sobre el pasado de un pueblo, tantas veces en-
garzado en la epopeya o leyenda. En este sentido, la referencia más
oportuna sobre el resurgir de aquella conciencia política que Maximi-
liano pretendía, en medio de un mosaico de príncipes soberanos, fue la
Germania de Tácito. Publicada en 1473 y referencia obligada en las
clases de Historia del futuro emperador, en dicha obra se contraponía la
energía de los germanos a la decadencia de la Roma imperial. Su con-
tenido parecía idóneo para ayudar a recobrar una centralización del po-
der. Pero aunque el Reichstag, o tribunal supremo llegó a poner coto a
la autonomía de las ciudades y de la pequeña nobleza, poco más se
pudo hacer en aquel Imperio que era un damero territorial desmesurado
compuesto por más de trescientos principados (pequeñas monarquías).
La Germania demostraba que estaban en posesión de una historia pro-
pia y los Habsburgo, como familia de añeja tradición, aspiraban a re-
cobrar aquella concepción soberana, frente a las aspiraciones universa-
listas de Francia, de los Orleans. Circunstancia que contribuye a una
coincidencia para valorar con eficacia la exaltación territorial y alabar
como fundadora la imagen dinástica: si la Cronología Universal de
Francia rastrea su origen en Noé21, lo propio hizo Johann Stabius, his-
toriador de los Habsburgo, con los ascendientes de esta Casa, como re-
cuerda K. Schütz22. De igual modo, en ambas genealogías se valoran
las supuestas raíces troyanas; utilidad propagandística no manifestada

20. Cfr. VV. AA. (1992, nº 199).


21. C. Raynaud (1992, 126).
22. K. Schütz (1992, 244).
266 Ante la muerte

Fig. 4. Cronología Universal (Brujas, ca. 1480, M. el Ermitage).

en el proyecto de este mausoleo, pero sí cimenta la genealogía plasma-


da en la xilografía de Hans Springinklee para el Arco de Triunfo23. En
tal ejemplo el recurso troyano estaba puesto al servicio de un concepto
muy concreto: no tanto para conducir la imaginación hacia el campo

23. VV. AA. (1992, nº 189).


Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 267

quimérico, como para dilucidar lo arcano y no alimentar la duda sobre


el nuevo orden político, puesto que allí está la clave que señala “el mo-
mento de la introducción en la Historia universal”24. Finalmente otro
rasgo afín entre franceses y alemanes. En la ascendencia se combina la
eficacia de algunos componentes definidos como Paladines: Arturo,
Carlomagno, Godofredo de Bouillon; sus imágenes fueron recogidas
en el dibujo de Jörg Kölderer referido a los héroes, príncipes y reyes
emparentados con la Casa de Habsburgo (fig. 5). Sin embargo, la estir-
pe de los Orleans y Habsburgo es excluyente con Alejandro y Judas
Macabeo; dos componentes fundamentales en el citado grupo de los
Paladines que ahora, sin tapujos, se convierten en elemento extraño
para alabar la obra política y propagar la imagen de los “reyes muy
cristianos”, puesto que se trataba de canalizar el fervor religioso en
aquella hora de peticiones reiteradas para reformar la Iglesia. De ma-
nera que, mientras el personaje anclado en la ficción pseudohistórica
(Arturo) constituía la supuesta dimensión sin tacha (concepto muy en-
raizado en el medievo), Alejandro Magno era mostrado por los Orleans
como prueba viviente del mal ejemplo, puesto que logró un imperio a
punta de lanza y fue asesinado por los allegados al confundir la amis-
tad (el poderoso deberá huir de la confraternidad) con las mercedes (en
la aduana del poderoso sólo se otorga premio al acto de servicio). En
cuanto a Judas Macabeo, su memoria le recuerda como héroe pagano
y judío25. En este sentido no deja de ser expresivo el grabado en made-
ra de 1518 que representa el triunfo de Johannes Reuchlin, donde se la-
cera la imagen del judío, como testimonio de una situación que Fran-
cia y Alemania arrastraba desde el s. XII.
Al igual que el Arco de Triunfo, en el proyecto para el mausoleo
parece evidente una trama ideológica recopilatoria del liderazgo de
Maximiliano a la vez que panegírico de sus pretensiones imperialistas
y exaltación combinada de su propia dinastía. Planes que son punto de
encuentro con los eruditos humanistas de aquel entonces y que el pro-
pio emperador invitó a integrarse en la Universidad de Viena. Alianza
que también se utilizó para prestigio del Imperio y anular así los cali-
ficativos negativos que les adjudicara Piccolomini (1442). Pero esta
puesta en escena que, dentro del espíritu de la Antigüedad clásica, ates-
tigua tan bien el arco triunfal en su honor, contribuye a divulgar la idea
de Imperio como orden instituido por gobernante y gobernados. A

24. Cfr. la nota 21.


25. M. Núñez Rodríguez (2000, 43-78).
268 Ante la muerte

Fig. 5. Proyecto de Cronología Universal para Maximiliano de Austria (VV. AA.,


1992, nº 199). Carlomagno (7), Arturo (10), Godofredo (11), Teodorico (38).

modo de ejemplo, tanto la xilografía Carro Triunfal, como su equiva-


lente en la corte de los Reyes Católicos, Coplas fechas sobre el casa-
miento de la hija del rey de España con el hijo del emperador26 incide
en celebrar esa armonía “ideal” de una política imperial unitaria, para
desprestigio de Francia y sus encendidas aspiraciones universalistas.
¿Qué se pretende decir? A pesar de la actitud de la asamblea de prínci-
pes alemanes, entre la clase ilustrada próxima a Maximiliano “el pa-
triotismo alemán no era una verdad oculta” (N. Mann). En tal línea,
ejemplos como Sebastian Brant (ca. 1458-1521) se muestran defenso-
res del estudio de la Historia alemana y proponen al emperador la de-
fensa de una Alemania restaurada en su perdida grandeza27. Igual én-
fasis se observa en otros humanistas, así Jacobo Wimpfeling, autor de
una historia de Alemania desde la época de Tácito (Epítome de los
asuntos alemanes, 1505). Ambos ejemplos, entre otros, son valiosos
por su alegato en pro de la propia Historia y del conocimiento de los
clásicos. En consecuencia y con este trasfondo contemporáneo del pro-
yecto memorial, parece inevitable su utilidad para exaltación del Im-
perio y de quien lo gobierna, en un momento de rivalidad con Francia
e Inglaterra, pero de doble alianza con España por la boda de Juan y
Juana con Margarita y Felipe.
E. Panofsky en el año 1964 declaraba que la “tumba [de Maximi-
liano I] era espectacular y no demasiado buen gusto”, de manera que
le parecía terreno abonado la cita de Heinriche Heine que no duda en
acuñar cuando compara las 24 figuras en bronce y cobre con “figuras
en cera negra de una barraca de feria”28. Desde tal perspectiva se pro-
mueve el desenfoque de algo que hoy tanto interesa al Historiador del
Arte, pero también al Historiador, como es la clave que explica, entre
otros, un concepto político de estado y los factores determinantes de la

26. A. I. Carrasco Machado (1995, 533-534).


27. N. Mann (1992, 14).
28. E. Panofsky (1964, 74).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 269

propaganda monárquica, cimentada en los bustos de emperadores ro-


manos, la Parentela y los Santos de la Estirpe.
Sobre estas prevenciones ya se pronunciaban, en 1982, Ph. Ariès,
M. Vovelle o L. V. Thomas, entre otros, en el Coloquio de Saint-Maxi-
min: la muerte y cuanto contribuye a expresarla, “conforma un espejo
donde reconocer la identidad de las sociedades, se ubica entre lo ínti-
mo y lo social, entre lo indecible y el código..., en fin, se eleva sobre un
conjunto de categorías de análisis”. Hay que evitar el riesgo, concluye
R. Chartier, de atribuirle un significado distinto de lo que es29. Como
quedó indicado, el discurso de Maximiliano ante “su” muerte no es el
mismo discurso que el hecho sobre dicha muerte (lo que hoy se mues-
tra en Innsbruck) por su nieto el emperador Fernando I. En el primer
caso se buscaba dar forma al principio de Cronología Universal (fig.
5), puesto que Germania resurgía y su emperador era el predestinado a
recoger la antorcha que se había apagado en la mañana del 23 de mayo
de 1453, al sucumbir Constantino IX Paleólogo y con él el Imperio ro-
mano de Oriente. En el proyecto de Fernando I, por el contrario, más
atento al reconocimiento de su hijo Maximiliano –elegido en 1562 y
coronado emperador en 1564– y a mostrar simpatías –de tono táctico–
por la Reforma, parecía legítima una imagen apologética de ese poder
imperial que se transforma de electivo en monarquía hereditaria. La
imagen de una dinastía cuya superioridad nacional queda representada
desde el conde de Habsburgo y fundador de la rama, Alberto IV
(†1240) y desarrollada en continuidad lógica por Rodolfo I (†1291, rey
de Romanos), Alberto I (†1308, coronado en Aquisgrán), el duque de
Austria Alberto II el Sabio (†1358), el duque de Austria, Leopoldo III
(†1386) y el duque de Austria, Ernesto I (†1424) (figs. 1 y 2).
Puesto que las ramas de la Casa de Habsburgo se fraccionan y co-
rresponde al hijo (emperador Federico V, †1493) y nieto (emperador
Maximiliano I) de Leopoldo III acumular la herencia del emperador
Alberto II (†1439) y de los condes de Tirol (Federico IV el de la Bolsa
vacía y su hijo Segismundo), la legitimidad hace inevitable que todos
los nombres citados –y algunas esposas– estén llamados a tener prota-
gonismo entre el grupo de los 28, junto con los Trastámara y la Casa
de Borgoña.
En líneas generales, el sensus historiae de este “conjunto parlante”
en bronce y cobre participa de un ordenamiento preceptivo que esti-
mula a recordar aquello que Hugo de San Víctor ya adelantaba en el s.

29. R. Chartier (1982, 113-114).


270 Ante la muerte

XII sobre la interpretación de la historia humana y que todavía posee


validez, en tanto que ayuda a no zozobrar en esta hipótesis de trabajo.
Si, como parece, Innsbruck acogió y dio forma a un conjunto memo-
rial inacabado en la iglesia levantada junto al Palacio Imperial, aunque
con datos posibles para afirmar que estaba predestinado el “conjunto
parlante” para la Capilla Real de Wiener Neustad (donde yacen sus
restos, según disposición final), consecuentemente, el proyecto de Ma-
ximiliano I y su confirmación con Fernando I, responde a un criterio
histórico, a una conducta, a un momento y para un destino, con mati-
ces diferenciados para ambos momentos. Si se pretende comprender
este conjunto memorial en tanto en cuanto es un dato histórico, es en-
tonces cuando la ley preceptiva de Hugo de San Víctor todavía es legí-
tima: “en la historia deberán considerarse, ante todo, estos cuatro as-
pectos: la persona, el hecho, el tiempo y el lugar. No puedo considerar
que os mostréis sutiles hacia/con la alegoría, si antes no os consolidáis
en la Historia”. (Didascalion VI, III).
Sin duda, la génesis del conjunto memorial de este fundador de la
grandeza de los Habsburgo es una síntesis de varios conceptos inevita-
blemente asociados a los nombres que resaltan la continuidad históri-
ca, para propiciar en la comunidad política que rige la crónica o sem-
blanza de su linaje a lo largo de siglos –y que tiene su equivalencia en
un amplio patrimonio territorial– así como la fuerza vinculante con las
Dinastías más importantes de Europa. De igual modo, junto a este re-
quisito que abona la legitimidad de Maximiliano, también se trataba de
promover otro concepto clave para el que se confirma heredero del Sa-
cro Imperio Romano Germánico y creador de un gran estado; en orden
a tal valoración parecen decisivas las pequeñas imágenes devotas y los
bustos de emperadores romanos. El poder de la imagen se pone así al
servicio de la Historia. Nada era fruto de la casualidad. Recuerda K.
Schütz que “la preocupación por el mausoleo inacabado acompañó a
Maximiliano hasta sus últimos días”30; sin duda el coste económico fue
factor determinante ante las recientes campañas con reveses en Italia.
Sin embargo, afirmada su posición internacional por su alianza con los
Reyes Católicos31, todavía en el año anterior a su muerte (†1519) Ja-
kob Mennel concluía el encargo de dirimir o ajustar la Crónica Princi-
pesca, llamada Espejo del Nacimiento de Maximiliano32; verdadera ga-

30. K. Schütz (1992, 251).


31. J. Vicens Vives (1966, 56).
32. K. Schütz (1992, 244-245).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 271

lería genealógica que apunta al sueño de una Cronología Universal y,


ante todo, un desaprovechado instrumento de propaganda por sus po-
sibilidades desde la óptica ideológico-política del que –como ya que-
dó indicado– se considera heredero del Sacro Imperio Romano Ger-
mánico.
En un esfuerzo de síntesis, ajustado el sensus historiae de Hugo de
San Víctor, ¿qué fue lo hecho, hasta aquel 1519, y con qué fin?

2. En los posibles supuestos de una historia comparada

Aquel amplio proyecto no cabe duda que estaba destinado a ilus-


trar la síntesis de varias ideas33. Parecía predestinado a constituir un
complejo heterogéneo sobre lo que fue “mi auctoritas” –en aquel en-
tonces electiva e intransferible–, la “grandeza de nuestra casa” –como
declaraba enfáticamente su nieto Carlos V–, “mi amicitia” –en su sig-
nificado de alianzas políticas que tanto contribuían a poner un cerco al
sueño de una Francia Imperial– y, de alguna manera, asegurar la con-
tinuidad de “mi obra” tras la muerte; resulta inevitable el cálculo de tal
empujón hacia una candidatura imperial en el marco dinástico de los
Habsburgo. Con independencia de que tal selección venía impuesta
por los siete electores, no es menos cierto que Maximiliano accedió al
trono imperial a la muerte de su padre Federico III y éste a la de su pri-
mo Alberto II. Complementariamente no puede dejar de señalarse el
engrandecimiento de la Casa de Habsburgo por la política matrimonial
con la Casa de Borgoña y la doble boda de sus hijos con los de aque-
llos que propagaban imagen de “reyes cristianísimos” (Isabel y Fer-
nando). En conexión con esta hipótesis, hay otro dato de gran impor-
tancia para valorar. Cuando el pintor de Westfalia Gilg Sesselschreiber
(†1520) fue llamado a la corte de Munich para hacer frente al proyec-
to (1502) que ha de recrear “mi cronología universal”, la superioridad
moral de “mi progenie” (los denominados Santos de la Estirpe) y “mi
soberanía universal” (perspectiva a la que contribuye el apreciable nú-
mero de bustos de emperadores romanos), sin duda estos conceptos
vertidos en imágenes estaban destinados a fijar el panegírico y modelo
de soberanía ideal, de la mano de una larga serie de genealogistas, di-
señadores, escultores, fundidores34. Por otra parte, paralelamente a los

33. G. Bazin (1968, 72).


34. Sobre este apartado cfr. K. Schütz (1992, 242-251).
272 Ante la muerte

prolegómenos a lo que todavía era proyecto en gestación, su hijo Feli-


pe I el Hermoso (†1506) ya era una realidad en el terreno político, tras
la muerte de su madre, del infante D. Juan de Castilla, de la infanta Isa-
bel, reina de Portugal, y del hijo de ésta, D. Miguel (1500). Óbitos en-
cadenados que le confirman (junto a su esposa Juana de Castilla) en la
herencia de los Países Bajos y como rey consorte de Castilla al fallecer
Isabel la Católica (†1504). Con independencia de su inexperiencia po-
lítica y antes de su temprano fallecimiento, Felipe y Juana eran la evi-
dencia de aquel proyecto de Alianza entre dos reinos, previsto y exal-
tado en su momento por lo que representaba como conjunto soberano
frente a Francia35. Proyecto dinástico España-Imperio que incorporaba
un factor más: la “ola de nacionalismo alemán (que) convencía a los
electores de la decisión por un Habsburgo” (L. Febvre). Desde esta
amplia perspectiva, el objetivo de este mausoleo diseñado desde 1502
por el pintor de la corte de Munich, Gilg Sesselschreiber, de alguna
manera parecía predestinado a constituir una referencia argumentada
para gloria del imperio y prestigio imperial. Es decir, un punto de refe-
rencia conceptual en el marco de la ideología política y de la monar-
quía ideal.
Aunque se incidirá en este aspecto en páginas sucesivas, parece
esencial llamar la atención sobre tres cuestiones que resultan comple-
mentarias:

a) Gil Sesselschreiber (†1520), originario de Westfalia, se suele


asociar a “proyectos monumentales”36. Cierto es que sus primeras in-
cursiones en el grupo de los 28 no son muy afortunadas (así Fernando
V de Portugal o Ernesto el Férreo [fig. 6]), sin embargo la imagen de
Zimburgis de Masovia (fig. 7), a los siete años de las dos anteriores
(1516), denota una evolución desde la ankilosis limitativa en la arti-
culación (Fernando V y Ernesto el Férreo, 1509) a un lenguaje elabo-
rado y de elegancia en el gesto, así como un conocimiento del retrato
ad vivum. Por ello, no parece refrendar “su despido en 1518”37 la apo-
yatura de sus limitaciones en el discurso plástico. Tal vez quepa una
relación con los acentos antirrítmicos de la economía imperial, cuan-
do la toma del Milanesado (1515) por el rey de Francia coronó el des-
prestigio militar de Maximiliano y la aristocracia alemana le retira su

35. Cfr. A. I. Carrasco Manchado (1995, 532-534).


36. G. Bazin (1968, 354).
37. K. Schütz (1992, 248).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 273

Fig. 6. Arturo, Fernando de Portugal, Ernesto el Férreo –abuelo de Maximiliano–


y Teodorico el Grande.

ayuda, tanto económica como miliciana. Su imagen de heredero del


Imperio Romano de occidente asistía al desplome de su política italia-
na. Otra cuestión muy diferente era la grandeza de la Dinastía de los
Habsburgo, sin duda; pero ¿no quedaba cuestionada, no era una fic-
ción aquella dimensión que le situaba por encima de los restantes so-
beranos?
Quizás, la proclamación de su nieto Carlos como duque de Borgo-
ña (Bruselas, 18 de julio de 1507) se repute como dato obligado para
entender el impulso efectivo en imágenes a partir de 1508, cuando to-
davía el fracaso imperial en Italia –aún siendo preámbulo sintomático–
sólo acontece ante los muros de Verona (1509) y el pueblo alemán apo-
ya su posición ante la oligarquía aristocrática. Desde esta perspectiva,
y a partir de aquella data, cobra sentido lo que es evidente: el empeño
de Maximiliano por dar veracidad al proyecto; sin duda las palabras
que mejor definen aquel conjunto cronístico-histórico para exaltación
de su memoria y del discurso institucional.
274 Ante la muerte

Fig. 7. De izquierda a derecha: Segismundo el Rico, Bianca María Sforza, segun-


da esposa de Maximiliano, Margarita, hija de Maximiliano, Zimburgis, abuela de
Maximiliano y Felipe el Bueno y Carlos el Temerario, abuelo y padre de María de
Borgoña, primera esposa de Maximiliano.

b) La segunda circunstancia, en consecuencia, es la referida al


avance de los trabajos sometidos a un profundo proceso de revisión o
control desde la propia corte, con encargos a artistas de Munich,
Landshut, Augsburgo, Nüremberg, para un espacio de grandes dimen-
siones. Sólo así –en otra ubicación diferente a la actual de Innsbruck–
el gran tamaño (2,30m) de las teóricas 40 imágenes, hoy 28, dispon-
dría del aliado óptimo para no quebrantar el atractivo visual, actual-
mente tan cercenado por su proximidad al gran sarcófago de mármol
en el centro de la nave.
En el proceso de diez años (hasta la muerte de Maximiliano) se re-
aliza la mitad del grupo de aquellas 28 grandes imágenes. Destacan,
como revelación de la evolución artística de la época, las obras reali-
zadas en el taller de Peter Vischer el Viejo (Nüremberg, 1513) a partir
de los dibujos de Albert Dürer: el mítico Arturo y el ya legendario Teo-
dorico (fig. 6). Ejemplos que unen capacidad de dominio técnico sobre
bronce-cobre y sentido genérico. Incursiones en el terreno de lo imagi-
nativo que Hans Leinberger prefiere tomar de las ilustraciones genea-
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 275

lógicas o círculos librescos en una imagen diferente –que no de infe-


rior calidad– destinada a perdurar la memoria del fundador de la Casa
de Habsburgo, el conde Alberto IV el Sabio (fig. 1). Atribuida a los
años 1517-1518, es el digno epílogo al concepto gótico sobre el caba-
llero.
Toda Cronología Universal o genealogía gira en torno a la supe-
rioridad moral de una Casa o Dinastía. El proyecto de Maximiliano es
el resultado de una deliberación cuidada de manera que cada figura del
programa es punto de encuentro del criterio entrecruzado entre el ge-
nealogista, el diseñador y la supervisión de quienes, como Konrad
Peutinger asumen tal control por delegación imperial. Como se indicó
en párrafos anteriores, las cuestiones referidas a la ascendencia agna-
da o genealogía dieron paso a un amplio inventario que ya fue analiza-
do y no corresponde reiterar38, pero sí indicar el interés puesto en una
Historia auténtica que, en ocasiones, combina el componente ideal; en
este sentido K. Schütz recuerda, con ejemplos, las discrepancias de los
genealogistas sobre las averiguaciones a evitar. Sin duda es Jakob
Mennel quien traza las líneas maestras de un árbol que puede inducir a
la duda, pero que es comprensible en las circunstancias que rodean al
Imperio, al emperador y, en consecuencia, a la exaltación del poder y
de la persona. Se impone un ejemplo. Cuando en la España de los Re-
yes Católicos se rastrean los orígenes, aflora el vínculo con una reali-
dad pretérita: la Hispania antigua y el mundo visigodo39, al tiempo que
se precisa el providencialismo con el fin de resaltar la superioridad deon-
tológica, la “dimensión mesiánica” del reinado de los Reyes Católi-
cos40. Esta necesidad también logra su suerte en la “pasarela” de quie-
nes conforman la Parentela de los Habsburgo en Innsbruck, donde
entra de lleno con valor propio el Rey Clodoveo; su presencia ya era
vigencia en las indagaciones genealógicas de Mennel o en los diseños
de J. Kölderer, posteriores al óbito de Maximiliano. El providencialis-
mo, la superioridad deontológica de la Casa tiene su correspondencia
en los denominados Santos de la Estirpe (fig. 8) y que, previstos en un
grupo de 100 imágenes, sólo se fundieron los suficientes (24) para re-
saltar junto al sepulcro imperial el sello de la dinastía predestinada y
con lugar propio en el santoral de la Iglesia romana. Incluso en el gru-
po escultórico de la actual Parentela se intercala la presencia de Leo-

38. Cfr. VV. AA. (1992).


39. Cfr. J. P. Barraqué – B. Le Roy (1999, 9).
40. J. M. Nieto Soria (1995, 498-499).
276 Ante la muerte

Fig. 8. Santoral agnaticio de los Habsburgo.

poldo III el Piadoso (†1136), miembro de la extinguida casa ducal de


los Babenberg (fig. 1) y supuesto ascendiente de Maximiliano, canoni-
zado en aquel momento (1485). Este acercamiento prospectivo al san-
toral agnaticio de la Casa tiene un trasfondo –no analizado– que mere-
ce particular atención: en tiempos de Maximiliano se asiste a los
prolegómenos de la crisis o discrepancias dogmáticas de los reformis-
tas, circunstancia que convocó la gestión mancomunada del Papa León
X y el propio emperador. De manera que, el añadido del santoral a su
mausoleo, como decidía Maximiliano en su testamento de 1518, al
mismo tiempo caracteriza su compromiso con los intereses de la cris-
tiandad en el Sacro Imperio; rasgo no ajeno a la política de su nieto
Carlos V que muestra el compromiso de quien es titular de autoridad
moral y deberá ensamblar la unidad de fe y de gobierno, cuando Lute-
ro (1517) comienza a encontrar “simpatías declaradas” entre la aristo-
cracia alemana (Federico, duque de Sajonia).

c) Resulta reveladora la preocupación de Maximiliano ante una


obra que resulta interminable y abundante en su programa, disponien-
do como espacio idóneo la capilla del Palacio Real de Wiener Neus-
tadt, donde fue inhumado su cuerpo al fallecer en Wels (Alta Austria).
Sin embargo, nada se consolida en aquel espacio, como es sabido. Las
velocidades y el azar jugaron su papel evidentemente. Ante lo impre-
visible y las múltiples situaciones críticas del momento (económicas,
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 277

religiosas, políticas y un largo etcétera) siempre restarán dudas sobre


la gama de variantes aplicadas al proyecto inicial. La respuesta es res-
baladiza. Ahora bien, parece evidente que las disposiciones testamen-
tarias de Maximiliano en 1518 resultan campo abonado para la duda,
cuando cobraba fuerza la llamada “generación reformista de 1517” (J.
Vicens Vives) y las circunstancias no parecían óptimas en lo dogmáti-
co, como también comenzaba a difuminarse la devoción nacionalista
por rehacer la pretérita grandeza del Imperio. En este marco, la identi-
dad posible de su proyecto memorial parece justificar –siempre desde
el aval de las esculturas– el deseo de impulsar: la legitimidad de los
Habsburgo o legitimidad dinástica, la exaltación imperial –ante el fra-
caso de las tentativas centralizadoras– y, con la incubación reformista,
su condición mesiánica de garante de la ortodoxia. Las pruebas de
fuerza son: 14 imágenes de su solar y parentela (las catorce restantes
corresponden al proyecto readaptado posteriormente en la Hofkirche
de Innsbruck), el santoral que consolida el componente canonizado de
dicho solar (sobre un proyecto de 100, diseñado por J. Kölderer, Leo-
nard Magt tallaría 24, fundidos ca. 1514-20)41 y 22 bustos de empera-
dores romanos, doce menos que en el programa original.
Sabido es que toda imagen asociada al mausoleo del poderoso bus-
ca avalar o justificar la historia de una presencia continuada; incluso en
momentos críticos, tanto el arte como la literatura son referentes idó-
neos para llamar la atención sobre el principio de legitimidad. Lo que
explica que la necrópolis regia de Saint-Denis fuera el objetivo por ex-
celencia del movimiento que puso fin al Antiguo Régimen en Francia.
Por esto en el caso alemán, la nueva situación creada con el emperador
Fernando I (elegido rey de romanos en 1531 y elevado al imperio en
1555) es circunstancia que explica la continuidad del proyecto inicia-
do por su abuelo Maximiliano I como recurso que liga y no quiebra,
puesto que certifica a la hora de dar justificación a un sistema que tro-
ca el antiguo sistema electivo en hereditario. A la búsqueda de tal apo-
yatura cobra sentido el encargo a Andrea Crivelli de la amplia hallen-
kirche de Innsbruck (1553-1563), en equivalencia histórica con la
elección del futuro Maximiliano II como rey de romanos en 1562.
Evidentemente todas estas afirmaciones tienen un punto de ver-
dad: la continuidad del proyecto de Maximiliano es el factor causal
para afirmar el factor final. Esto es, cuando el escultor flamenco Ale-

41. VV. AA. (1992, 460).


278 Ante la muerte

xander Colyns asume el remate del conjunto memorial en Innsbruck


(1561-1583), la nueva rama de los Habsburgo, a la vez que rehuye una
situación límite dentro del Imperio, para no cuestionar la permanencia
en aquel poder de sello sincrético (era electivo, aunque de apariencia
troncal o hereditaria), tiene en cuenta la necesidad de controlar su legi-
timidad histórica. Tal circunstancia tiene su identidad en Maximiliano
I y en la doble genealogía de los Habsburgo, la profana y la sacra. Eso
era Innsbruck, un símbolo, aunque entre en la categoría de testimonio
del mecenazgo de aquella dinastía. Por todo ello, su intento final tam-
bién propone la exteriorización de una argumentación jurídica, en tan-
to que el repertorio iconográfico de reyes, reinas, príncipes, archidu-
ques, condes, constituían la prueba legal que corrobora la autoridad
arcana de aquella dinastía dentro del Imperio, con dilatada genealogía
por sus alianzas de política matrimonial. Complementariamente el san-
toral agnaticio (fig. 8) proclamaba la superioridad moral de aquel so-
lar, cuya apología como dinastía predestinada y elegida había recogi-
do J. Mennel en su “Escalera de plata”, donde Maximiliano I es
coronado por los ángeles, precedido por los ascendientes inmediatos
que daban fe de su autoridad ortodoxa: el emperador Federico III (con-
sagrado en Roma), el archiduque Ernesto I el Férreo, Federico IV el de
la bolsa vacía, etcétera; es decir, la llamada “línea leopoldina”, reuni-
da con la “línea albertina” por Maximiliano I.
Este concepto de superioridad moral vuelve a quedar ilustrado con
las imágenes de las cuatro virtudes que dignifican la imagen orante de
Maximiliano sobre el sarcófago de mármol (cenotafio), dispuesto en el
centro de la nave; obra delineada por Alexander Colyns, autor del pan-
teón imperial de la catedral de Praga, convertida por Rodolfo II (hijo
de Maximiliano II y emperador de Alemania en 1576) en capital del
Imperio.
Ahora bien, existe otro punto de verdad. Si con Maximiliano I
quedaba en el recuerdo la idea de Sacro Imperio, heredero del Imperio
Romano de occidente, con su nieto Fernando I era otro el concepto po-
lítico de estado, lo que permite añadir que el estratégico programa que
daba título a Maximiliano como heredero de los césares (los bustos de
emperadores romanos) ya no constituía un mecanismo de control ope-
rativo. Respecto del grupo agnaticio de las 28 grandes esculturas, tam-
poco era el preciso enunciado de la Cronología Universal contenida en
el programa inicialmente proyectado. No se olvide la presencia delibe-
rada de Carlomagno. Alternativa suprimida en el grupo de los 28. Tan
es así, que para muchos historiadores una conciliación agnaticia con
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 279

Carlomagno, antaño justificable por la unión de las Casas de Austria y


Borgoña, ya no concitaba un valor legítimo, en tanto que Felipe II
(1527-1598) era ahora el soberano de los estados hereditarios de la
Casa de Borgoña (Los Países Bajos y el Franco Condado).

* * *

Las precedentes aclaraciones no anulan la certeza fundamental.


Según J. Mattoso, los túmulos regios expresan ante la comunidad “una
cohesión indestructible para que se mantenga a pesar de los cambios
introducidos por su sucesor”42. No cabe duda de que en Innsbruck pa-
rece innegable exaltación de la posición soberana de Maximiliano,
provocando una dimensión epifánica o de culto a la institución impe-
rial que sitúa, curiosamente, ante un síntoma muy medieval. En ver-
dad, que tales valores existen parece incuestionable, de manera que
este conjunto configura el honor debitus memoriae, que no sepulturae,
para encumbrar la memoria, o “desafío a la muerte”43, y, en consecuen-
cia, el renombre del Imperio y de los Austrias. Se diría que Fernando I,
cuando retoma el proyecto en 1528, de alguna manera propone a Ale-
xander Colyns lo que por añadidura legitima su propio poder, en tanto
que la Casa de Austria llevaba casi un siglo al frente del Imperio, des-
de que su bisabuelo, Federico III, fuera reconocido emperador germá-
nico a la muerte de su primo Alberto II (Alberto V de Habsburgo). Si
así es, la propuesta del cenotafio de Innsbruck carga en la cuenta de
una dinastía que también cuenta en su haber con una “casta especial”
de seres venerables y puros (los 23 santos y beatos). Sin embargo, las
diferencias existen. En tiempos de Fernando I nada parecía justificar la
homologación de la Cronología Universal proyectada. Cierto es que se
cataloga la presencia de Arturo o Teodorico; elite de “notables” muy
arraigados entre la propia voluntad popular. Pero ya no se prevé la
imagen de Carlomagno. Al argumento esgrimido en páginas anteriores
cabe añadir que la nueva dignidad imperial ya no era la misma en
aquel momento de querellas teológicas. Es decir, las circunstancias de
Fernando I difieren incluso de los años de Carlos V, cuando Gattinara
ponía énfasis en su equivalencia con Carlomagno, por encima de “to-
dos los reyes y príncipes” y así “colocarse en camino para reunir a toda

42. J. Mattoso (1995, 397).


43. M. Vovelle (1983, 217).
280 Ante la muerte

la cristiandad”44. Panegírico sobre el ideal del buen soberano y sus atri-


buciones que centró la atención de A. Durero al representar a Carlo-
magno y al emperador Segismundo –antecesor de su yerno Alberto II–
en dos tablas análogas (1512-1513, Germanisches Museum) por encar-
go oficial para la Sala de las Insignias, destinada a exponer los atribu-
tos de Karolus Magnus45.
Otro aspecto es el de las reglas que alimentarían el verdadero em-
plazamiento del grupo de imágenes en el proyecto de Maximiliano. K.
Schütz encuentra afinidades entre lo que denomina “un cortejo fúnebre
en movimiento” y el funeral clásico en el que portan los retratos de los
antepasados”, conforme a la narración sobre las exequias “del empera-
dor Augusto, por Dio Cassius”46. Ni que decir tiene que el proyecto de
Maximiliano está mantenido, desde su génesis, por un principio lega-
lista. Hay un ordenamiento –conforme al esquema de J. Wirth– verte-
brador que es inseparable de la trilogía Historia-Arte-Lógica. ¿En vir-
tud de qué criterio? Se pueden aducir varias razones para justificar tal
propuesta:

a) Reforzó la posición de los Habsburgo en el Imperio por sus he-


rencias y alianzas, pero aunque era emperador nunca fue coronado por
el Papa. En esta enorme diferencia parecía inspirarse A. Durero en su
retablo para la iglesia de los mercaderes alemanes en Venecia (San
Bartolomeo de Rialto [1506, Narodni Galería de Praga]). Dispuesto en
posición de igualdad con el Papa Alejandro VI Borgia, ambos repre-
sentan la autoridad soberana, por encima de todos los reyes y prínci-
pes de la cristiandad, y la autoridad espiritual. Maximiliano estaba en
el apogeo de su posición internacional y representaba los intereses su-
periores de la cristiandad. Esto justifica que María le distinga con la
corona de rosas, al tiempo que Jesús otorga la guirnalda al pontífice.
Don coronario floral que constituía el atributo de los césares en su vic-
toria.

b) Por los años de su tercer matrimonio, con Bianca María Sforza


(1494), hija del duque de Milán, la cultura y la historia aspiran a dar
forma a la vida moral del Imperio y a dar razón cabal de aquel momen-
to en unas circunstancias especiales que dejan huella indeleble: la re-

44. Cfr. la nota 11.


45. S. Zuffri (1998, 81).
46. K. Schütz (1992, 242).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 281

cién fundada Universidad de Viena, junto con la de Colonia, Erfurt,


entre otras, era centro de acogida de intelectuales huidos de Milán a
causa de la invasión francesa. Ellos serán el “puente” para el renaci-
miento y el humanismo en el norte; para la recuperación cultural (de
ello puede dar una cierta dada el célebre Arco del Triunfo y el propio
mausoleo imperial) y para la práctica de la memoria histórica (los múl-
tiples encargos genealógicos de Maximiliano).

c) Eran los años del despertar a una cultura y a un arte plural, cuan-
do todavía no se afirmaba la Reforma con sus efectos y disputas enco-
nadas; por poner unos ejemplos conocidos, basta recordar las obras
memorables de Durero, Lucas Cranach, Mathis Grünewald, Bernhard
Strigel, o la lista de nombres citados en páginas anteriores, que repre-
sentan el apogeo de la escultura y de una cultura germana, sin olvidar
al inconfundible Veit Stoss, con su innovador conjunto de esculturas
en piedra para el coro de San Sebaldo de Nuremberg.

d) Finalmente, se impone la referencia a un axioma o regla en Ma-


ximiliano: su interés por la Historia. No es este el lugar para analizar
en qué medida tal despertar a la Historia puede ser un instrumento de
manipulación política, aunque parece obvio que aquellos 22 bustos de
emperadores romanos para su proyecto memorial de alguna manera
concitan una ficción, un tema para debate. Y sin embargo eran un ine-
vitable referente para la memoria de quien se consideraba heredero del
Imperio Romano de Occidente. En consecuencia, si se trata de hallar
los fundamentos posibles sobre el carácter de aquella reichkamer (ais-
lada de la imagen orante de Maximiliano por el enrejado de Jörg Sch-
miedhammer, 1537), cabe preguntarse ¿hasta qué punto tal cursus ho-
norum no tomó su inspiración en el santuario de Augusto, asentado en
la buscada asociación con los númenes tutelares y con la doble ascen-
dencia del emperador, la política y la que corresponde a la estirpe o
gens?; ¿no representaban ambos, Octavio y Maximiliano, la revelación
de una nueva imagen política, pero sin ruptura y continuista?; ¿no con-
centraban en sus manos sólo los poderes civiles y militares? Pero lo
expuesto sería estéril si no se reseñan razones. Procede añadir alguna
consideración más.
Por aquel entonces, Flavio Biondo (†1463) recuperaba, sobre fuen-
tes clásicas, el sentido de la Roma restaurada e Italia ilustrada, obra de
alcance fundamental para la generación de humanistas alemanes. Hu-
manistas cuya presencia combinada se afirma en la génesis del Arco del
282 Ante la muerte

Fig. 9. Supuestas imágenes del memorial a Luois de Male, Lille (Rijksmuseum,


Ámsterdam). A la izquierda Carlomagno o Lotario, y a la derecha Felipe el Bueno.

Triunfo, para gloria de la gens imperial y propia, así, por vía de ejem-
plo, Statius y Willibald Pirkheimer, traductor de Tucídides y defensor
de su concepto de la historia. En aquella hora de los intelectuales en la
corte imperial, la mejor demostración de su compromiso y demanda te-
nía su ejemplo en las citas de W. Pirckheimer contenidas en las largas
inscripciones del Arco del Triunfo. Ejemplo demostrativo de la expre-
sión conciliadora y de diálogo con el mundo clásico, con la Roma im-
perial. Mas, ¿en qué medida el proyecto de Maximiliano dista de ser la
expresión del principio de libre creatividad? En verdad, resulta justifi-
cable una tarea de búsqueda..., desde una postura fundamentada en la
experiencia; esto es, en el efecto mediático de las tradiciones clásicas y
cristianas. Entre las primeras se legitima el eco de los despuntes arque-
ológicos en el área de los foros, de la misma manera que cobra entidad
la referencia inspiradora de las monedas imperiales en los bustos de
emperadores romanos, como también el sentido histórico de Tucídides,
sobre la concepción de los actos humanos, en los 24 relieves de alabas-
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 283

tro diseñados por Alexander Colyns. Y sin embargo, tampoco parece


vago e impreciso el criterio establecido en la tumba de su ascendiente
Louis de Male, en Lille (fig. 9), o en los catálogos de Cronología Uni-
versal (fig. 4), sobre el protagonismo de quienes, conforme al principio
de historicidad, constituyen la Parentela o solar.
El dualismo de estas fuentes autorizadas, tanto clásicas como de
sello gótico (dos mundos culturales ya fusionados en la educación de
Maximiliano) no oscurece la originalidad del proyecto iniciado por
Gilg Sesselschreiber, al amparo de referentes germánicos, romanos y
cristianos. Concepción trimembre para honra del autodenominado ca-
put del Sacro Imperio Romano Germánico que no renuncia al pasado
romano, a la sucesión fundada del Imperio Romano. Inherente a tal
principio de legitimidad fue la propia Cronica Habspurgensis (1507),
en la que “por primera vez el origen de los Habsburgo se remontaba a
Troya”47; ideal que rastrea la primacía en lo universal del supuesto ar-
biter mundi, conforme a la exposición de De Rosellis48, y, a la vez,
muestra hasta qué punto se pretende argumentar aquella certificación
continuista con el Imperio romano “en base al hecho indudable de que
los germanos eran, como los romanos, de origen troyano”49; visión que
obliga a recordar el ideal del emperador Enrique II en el pasado. El
historiador puede argumentar que tal pensamiento político imperial es
más simbólico que real, del mismo modo que su autoridad en el Sacro
Imperio Romano está asentada sobre una realidad fragmentada de nú-
cleos de poder, mas no por ello “el prestigio imperial dejó de ser enor-
me a lo largo de todo el siglo (XVI)” (J. I. Fortea), dado que tenía tras
de sí una larga tradición. De hecho, lo mismo las preocupaciones ge-
nealógicas de aquellas crónicas que el citado Arco del Triunfo o las
pretensiones para su inacabado y aplazado conjunto memorial son re-
ferencias que subrayan con enorme claridad hasta qué punto “el dine-
ro que yo gasto para asegurar mi memoria futura” busca incorporar
una imagen de la superior autoridad del emperador. Así lo subrayaba
con enorme claridad el propio Dürer en el citado retablo para la iglesia
de San Bartolomeo de Rialto, de manera que Alejandro VI y Maximi-
liano dejaban establecida la analogía entre los dos poderes, el espiri-
tual y el temporal. Circunstancia que envuelve un “panegírico” que
forma parte de las propias pretensiones (“propagandísticas”, dice el

47. K. Schütz (1992, 244).


48. J. I. Fortea Pérez (1992, 1895).
49. L. Gonzáles Seara (1995, 118-119).
284 Ante la muerte

historiador) de autoridad superior, no omitidas, por ejemplo, en los po-


emas que narran la alianza de España con el Emperador, cuando acon-
tece la doble boda real50.
En el obrar político o acumulación de las (supuestas) virtudes po-
líticas del titular del Sacro Imperio, resulta de gran interés la sensibili-
dad hacia una imagen ideal alimentada en textos que han ejercido una
gran influencia, por su difusión y –a menudo– complemento ilustrati-
vo: desde los Nueve Paladines (reseña genealógica que se entremez-
cla, en parte, con la Parentela de Innsbruck) a las sugerencias conteni-
das en los Hechos de los Romanos (referente nutricio para un amplio
inventario de miniaturas, tapicerías, escudos, medallones, pinturas), la
Vida de los Doce Césares de Suetonio51, junto a las obras de Plutarco,
entre otras. No es menos cierto que César, Trajano52 y Marco Aurelio
constituyeron una cita obligada sobre la autoridad y atributos del prín-
cipe, pero el mito imperial del Sacro Imperio se construye, sobre todo,
en torno a César y Carlomagno. Podrá sorprender que ambos constitu-
yan el sueño de monarquía universal en torno a la idea de imperio,
pero César era considerado “el primer emperador” y el águila bicéfala,
símbolo de los Paleólogo, como luego habría de serlo del Sacro Impe-
rio Romano Germánico, constituía el referente heráldico característico
también de César en varios ejemplos de la pintura alemana de enton-
ces (vid. gr. La batalla de Alesia, de Melchor Feselen53, pintor integra-
do en el círculo de A. Altdorfer, máximo representante de la “Escuela
del Danubio” y con actividad en la corte imperial).
Cierto es que César resta excluido, como resalta E. Scheicher, del
programa de Jörg Kölderer para el proyecto memorial retomado por
Fernando I54; pero también lo fueron los orígenes troyanos o la presen-
cia de Carlomagno. Sin embargo César, no sólo fuera el reconocido re-
ferente de los duques de Borgoña (Carlos el Temerario, suegro de Ma-
ximiliano, “se hacía pasar por el César Borgoñón”55), también era la
pauta legitimada de modelo político y militar en Maximiliano y Carlos

50. Cfr. A. I. Carrasco Machado (1995,532-534).


51. Incomprensiblemente no alcanza gran difusión entre el Historiador del Arte
la serie de coloquios del Centre de Recherches A. Piganiol de l’université de Tours
sobre la influencia de la antigüedad grecolatina en el Occidente Moderno. Grupo de
trabajo pluridisciplinar al que se hace referencia en notas sucesivas.
52. Cfr. M. A. Ladero Quesada (1999, 501-525).
53. M. Hano (1985, 54-55).
54 . VV. AA. (1992, 459).
55. P. Heuzé (1985, 44).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 285

Fig. 10. Los nueve paladines, detalle (Castillo La Manta, Saluzzo, Piamonte).

V; es decir, por su reputación victoriosa y, sobre todo, aquellas pautas


de comportamiento moral que le aproximan a los atributos del héroe56.
Tal vez la justa combinación de la admiración hacia César y en asocia-
ción con el mundo cristiano, haga inevitable recordar dos ejemplos que
proclaman el cursus honorum atribuido a César en aquel entonces: el
Retablo del Espejo de Salvación, políptico de K. Witz, muy fragmen-
tado y el conservado en el Museo de Basilea mostrando a César con la
tiara y cetro. Atributos de autoridad que ya quedaban probados (o
abiertos a la posibilidad de suponer) en representaciones de los Nueve
Paladines, así en el fresco (fig. 10) del castillo de La Manta (Piamon-
te). Aunque no constituye ejemplo único, la imagen de César y la de
Carlomagno tienen correspondencia idéntica, a diferencia de los otros
Siete Paladines, al resaltar su autoridad con las insignias imperiales: el
globo coronado por la cruz, el cetro y la corona. Sin embargo, la pre-
gunta que inevitablemente surge es ¿en qué medida César constituía un
precepto obligado?, ¿hasta qué punto César (Antigüedad pagana) no
era una prefiguración cristiana? Aplicación no desconocida a propósi-
to de la autoridad de otro Paladín: Arturo, quien en la Porta della Pes-
cheria di Modena (inic. s. XII) era la “esperanza bretona”57 que, en
momentos de crispación histórica en Occidente, no restaba al margen

56. M. Hano (1985, 68).


57. A. H. Krappe (1934, 355-361) y K. Holzermayr (1984, 480-494).
286 Ante la muerte

del pensamiento cristiano, en tanto que rey-caballero por excelencia,


cuya espada es atributo de justicia, lealtad y poder58.
Arturo, como César, permiten deducir que su imagen oscila entre
lo que es verdad y lo que es evidente. Es decir, en la propuesta de Cé-
sar, el propio Konrad Witz no duda en evidenciar su asociación al Papa
y frente al antipapa. Era la evidencia de su fama frente a la veracidad.
Preceptos que orientarán la asociación buscada por Carlos el Temera-
rio, Maximiliano y por el descendiente de ambos: el César Carlos. Cé-
sar constituía, como Arturo, el ideal de una conducta. Una iconografía
de prestigio y autoridad o ideal normativo que, al ajustarse elocuente-
mente a Carlos V, su hermano Fernando I suprime, en tanto que no era
preceptiva entre los Habsburgo alemanes, pero sí, en cambio, en la ge-
nealogía de Carlos, tal como queda registrado en su ascendencia polí-
tica recogida en la fachada de San Marcos de León.
Ahora bien, en la concepción de Maximiliano ¿hasta qué punto
operó una asociación de su mausoleo a los preceptos clásicos? Existen
unos preceptos primarios que ya fueran operativos antes de Maximilia-
no I. Si entre los duques de Borgoña, Felipe el Bueno y Carlos el Te-
merario, César constituía una “iconografía de estado” reconocible en
retablos o tapices59, de igual modo su recuerdo era preceptivo en los
círculos culturales italianos de Mantua, Florencia o Milán. Casa con la
que se vincula Maximiliano por su matrimonio con María Bianca Sfor-
za, hija del duque de Milán; curiosamente su proyecto memorial trans-
curre por las mismas fechas. Junto a los preceptos primarios están los
secundarios, asociados a los anteriores. Son los que contribuyen a
apuntalar la imagen del César y su ordenamiento como iconografía de
autoridad para dar origen a la consolidación de una “iconografía de es-
tado”. En este sentido se impone “la mirada” hacia el discurso de los
textos clásicos (Dion Casio, Suetonio, Plutarco, Lucano, junto a otros)
utilizados por los humanistas alemanes desde los años finales del s.
XV. En ellos la biografía de César da rienda suelta a una radiografía
mitológico-histórica. Finalmente, los preceptos terciarios son los que
cobran veracidad en los controles que definen el programa iconográfi-
co del Foro de Augusto. Foros imperiales que al aflorar mediante las
excavaciones reclamaron la atención del propio Carlos V60. El de Cé-
sar fuera elevado sobre su pira funeraria. En él quedaba planteado la

58. C. G. Loomis (1933, 473-482).


59. M. Hano (1985, 67).
60. M. Fernández Álvarez (2000, 525-526).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 287

universalidad moral del descendiente de una familia patricia, la gens


Iulia, o de los Iuli, con origen en Julo (Ascanio) hijo de Eneas, quien,
a su vez, lo era de Venus. Pero la genealogía del que impuso una nue-
va forma de gobierno, también crecía y tomaba estructura a partir de
las ramas más poderosas del pasado: su abuelo había desposado a un
miembro de la gens Marcia (sucesora de Ancus Marcius, tercer rey de
Roma) y su tía Julia era la viuda de Mario. Por otra parte, su esposa era
Cornelia (hija de Cinna, cabecilla del partido plebeyo) y su hija Julia,
esposa de Pompeyo. Esta ósmosis agnaticia mundo divino/realidad
histórica cierto es que invoca el principio mito-historia de tantos catá-
logos de Cronología Universal de fines del Gótico, pero la consolida-
ción mundo divino/mundo real también es materia regulada en los me-
canismos reconocibles en los Santos de la Estirpe y la Parentela de la
Casa de Habsburgo. Por otra parte, por lo que se sabe, en el foro rigu-
rosamente axial de César, todo se ordenaba en torno a un principio sus-
ceptible de confrontar con la propuesta de Maximiliano: exaltar la gens
Iulia (en el marco de Innsbruck sería la afirmación de la gens Habs-
purgensis), mientras que en Venus Genitrix se resaltan los orígenes sa-
cros de César; noción que tiene su equivalente alemán en el reconoci-
miento y culto a los santos del solar imperial. De alguna manera, en el
foro de César se ponía sordina a lo que se confirmó posteriormente en
el programa iconográfico del Foro de Augusto61, a la vez que se ilus-
traba y desvelaba una cuidada estrategia que también era percibida por
Maximiliano: la consolidación en el poderoso de lo natural y lo sobre-
natural, en tanto que ser hecho a imagen divina (César divinizado o di-
vus Iulius); aspecto sobre Maximiliano también puntualizado por Du-
rero en el citado retablo de 1506 (hoy en Praga) o en la ilustración de
Jakob Mennel que reclama para la gens Habspurgensis su identidad
sobrehumana. Complementariamente, en ambos ejemplos se da acogi-
da a la propuesta mítica de cada saga: Eneas y Arturo, símbolos ambos
de mitología política62. Cuestión diferente es la presencia del Rey Clo-
doveo o la de Godofredo de Bouillon; ambas introducen en la obra del
que fuera heredero del Sacro Imperio Romano y defensor de los inte-
reses superiores de la cristiandad, un precepto básico en las propias
doctrinas agustinianas: el ecumenismo cristiano fundido con el ecume-
nismo político desde Clodoveo, el rey que sometiera a los alemanes y
renegara de su fe para convertirse al catolicismo. En cuanto a Godofre-

61. Cfr. P. Zanker (1972) y F. Perego (1983).


62. Cfr. D. Boutet (1992).
288 Ante la muerte

do, su presencia abunda en significados. Integrado en el grupo de los


Nueve Paladines, había sido uno de los primeros en tomar el hábito de
cruzado. Residuo del panteón universal caballeresco, como lo era Ar-
turo, su condición de Rey de Jerusalén y la actitud política allí asumi-
da, le convierten en modelo político que engrosa el número de los
“modelos de príncipes”. Fue precisamente este aspecto el que le con-
vierte en protagonista De informatione principium, o formación del so-
berano sobre las cualidades (sabiduría, justicia, deberes) en la práctica
de poder. Consejos sobre los valores morales a considerar por el pode-
roso, cuando cobraba actualidad Tito Livio, la guía abrumadora de Cé-
sar y Augusto63 o los fértiles tratados de Pico della Mirandola, Erasmo
o Sebastián Brant, entre otros.
Por circunstancias de orden práctico, en aquella hora del arqueolo-
gismo, del interés por la antigüedad de aquella ciudad que era el cen-
tro del mundo cristiano y también del antiguo Imperio Romano, no pa-
rece lícita la actitud indiferente hacia el Foro de Augusto, en tanto que
recupera y amplía el discurso del correspondiente a César, conforme a
un programa al servicio de la propaganda imperial. Circunstancia que
no fue indiferente a K. Schütz al asociar el criterio regulador del “cor-
tejo” de los 28 en Innsbruck con “la narración de exequias del empera-
dor Augusto”.
En dicho foro nada es espejismo. Sí crónica ordenada en dos fren-
tes con su correspondiente exedra. Preside la del flanco N. la imagen
de Eneas y a ambos lados los ancestros de la gens Iulia y los reyes de
Alba Longa, fundada según la leyenda por el hijo de Eneas. En el pór-
tico frontal, cuya exedra está destinada a Rómulo, fundador epónimo
y primer rey de Roma, se orla la presencia de los protagonistas de la
República, puesto que, teóricamente, Augusto era su continuador.
Todo ello contrastado con la imagen de Augusto en el centro de ambas
hileras y, al fondo de la plaza y en posición axial, la ascendencia divi-
na: Marte, Venus y César divinizado. Cierto es que los fundamentos
esenciales de este programa encuentran un temprano eco en el zaguán
del poderoso con las imagines maiorum, pero, en la medida en que
Rómulo es considerado descendiente de Eneas, la línea agnada Augus-
to-Eneas de nuevo es reincidente en el largo camino genealógico con
divisa omnipotente en la cumbre. Principio de continuidad sin ruptura
que el iconógrafo personifica con la inscripción, cargos y elogio de
cada personaje para invocar sin dificultad su legitimidad y remontar el

63. Para este apartado cfr. R. Strong (1988) y P. de Sandoval (1956, 11-12).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 289

principio “familia nuclear”, puesto que todo gira en torno a una iden-
tificación propagandística de la institución imperial. Sin entrar en de-
bate, el mundo clásico no parece referencia nutricia exclusiva en el
proyecto de Maximiliano. También está presente la influencia o cono-
cimiento de ejemplos contemporáneos nada desdeñables. Por ejemplo
el memorial que Felipe el Bueno de Borgoña elevó en memoria de
Louis de Male (fig. 9), ante la necesidad de reforzar los orígenes de
Flandes y separar así la luz de las tinieblas que arrojaba Francia en sus
reivindicaciones. Y esto en el marco de una costumbre que ya cobrara
entidad en la tradición funeraria de los Plantagenet en Westminster.
Así, el honroso colofón funerario de Enrique III64, si bien con una fun-
damental diferencia: mientras en la propuesta inglesa el complemento
iconográfico sella el principio de “familia nuclear” (los doce hijos de
Enrique III con el atributo heráldico que les otorga franquicia), en la
propuesta borgoñona el punto de partida es la Historia y el de arribada
es el mundo del Derecho. Redoble que trasciende a la imagen los as-
pectos y el alcance desvelados con sumo detalle en las miniaturas y
medallones de la Genealogía o Cronología universal realizada en Bru-
jas supuestamente para Felipe el Bueno65. En consecuencia, aquel
Mausoleo para Louis de Male, conde de Flandes, y por los intereses
reivindicativos que Felipe el Bueno, duque de Borgoña, defendiera
enérgicamente, no hace aconsejable la presencia de la “familia nu-
clear”; sí, en cambio, la unidad de “la gran familia”, reforzada por un
cortejo de 24 figuras que honran a sus ancestros de Flandes y Braban-
te: Louis de Male y su esposa Margarita de Brabante. Cortejo de sello
político, fiel a lo que fue su Historia en la antigua Lotaringia, lo que
justifica la presencia de una enigmática imagen (¿Lotario?, ¿Carlo-
magno?).
En la universalidad de la propuesta de Maximiliano sólo es facti-
ble una conclusión general: si se impone la deducción racional para al-
canzar preceptos reguladores, habrá que dar a César lo que le corres-
ponde y reconocer en el duque Felipe de Borgoña su reencuentro con
la mitología política, dinástica y nacional66, puesto que ambos ejem-
plos diseñan y condensan lo que Maximiliano pretendía configurar y
lo que su retomado proyecto dejó concertado en Innsbruck más allá de
su vida temporal.

64. P. Binski (1995, 195-198).


65. T. Voronova – A. Sterligov (1998, nº 362-373).
66. L. Mariganc (1992, 87-106).
290 Ante la muerte

Maximiliano marca el colofón de la cultura caballeresca pero, por


otro lado, era un claro representante de los nuevos ideales, de manera
que su interés por las artes es muy vinculante a cuanto afirmaba en la
generación anterior Federico de Montefeltro: procurar estar a la altura
“del rango y fama de nuestros antepasados y de nuestro propio status”.
Tal precepto rector es partícipe de un interés combinado por la imagen
pública, por una actitud encaminada hacia lo que se puede denominar
“glorificación iconográfica”67, en tanto que el emperador es emblema
de un orden social y del Estado de manera que se le supone en pose-
sión de una trinidad de valores: la paz, la defensa del territorio y la
conquista68. En la necesidad de ofrecer tal imagen es justificable, en el
supuesto heredero del Imperio Romano de Occidente, la incorporación
de los dispositivos que se diseñan en aquel foro romano para reforzar
y exaltar su condición hegemónica, asentando así la base de su poder;
cuando su cuidada política (matrimonial) exterior (en especial su alian-
za con España) obligaba a la oligárquica Junta imperial a devolverle el
sello imperial. Si bien sus últimas voluntades son poco precisas, se re-
conoce que reguló la inseparable presencia de los Santos de la Estirpe
(hoy en el parapeto del coro en Innsbruck) y los bustos de emperado-
res romanos “en las tribunas” de la Capilla Real de Wiener Neustadt69.
Ubicación lateral a la que cumple añadir la Parentela y el proyecto de
su emblemática presencia “como una figura de pie en medio de sus an-
tepasados, los auténticos (mundo real) y los espirituales (mundo divi-
no)”, por cuanto no estaba prevista para Wiener Neustadt “una tumba
imperial70.
Decía Marc Bloch que todo argumento ex silentio está plagado de
riesgos71; en consecuencia, no cabe el supuesto sin indicios. Al trasla-
dar tal principio a la dependencia iconográfica de las 28 imágenes de
Innsbruck (Parentela) con respecto al destruido Mausoleo de Louis de
Male, se impone recordar la conclusión de E. Panofsky: “en las tum-
bas casi idénticas de Louis de Male, de Juana de Brabante y de Isabel
de Bourbon, el conjunto de pleurants se ha transformado en una colec-
ción de retratos de familia”, de manera que, “en la segunda mitad del
s. XV quedan abandonados los gestos de dolor y anonimato”72. Sin

67. V. J. Benet (1993, 63-64).


68. Cfr. J. P. Roux (1995).
69. VV. AA. (1992, 460).
70. K. Schütz (1992, 251).
71. M. Bloch (1988, 42).
72. E. Panofsky (1964, 73-74).
Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama 291

embargo, cuanto plantea como ley, equivale a negar aquellas experien-


cias del siglo XIV que abren paso al principio de historicidad para su
utilización política, hasta el punto de que cobraba valor en el citado
mausoleo de Eduardo III Plantagenet, diseñado ca. 1386 por deseo de
su nieto Ricardo II ante la necesidad de afirmar sus derechos como
hijo del primogénito, el Príncipe Negro73. Tal cálculo (político) preme-
ditado, supone el ajuste escalafonal de los hijos de Eduardo III en su
frontal sarcofágico, con el complemento del escudo. Atributo (el escu-
do) también preceptivo en Innsbruck.
El Mausoleo a la gloria de Louis de Male en Lille tampoco era for-
tuito. Por el contrario, a medida que condados y ducados de la Casa de
Brabante y Flandes constituían el patrimonio del estado independiente
del Gran Duque Felipe el Bueno, su poder se justificaba y afirmaba en
la memoria de su ancestro. Era el símbolo de su programa político,
cuando tras reactivar su alianza con Inglaterra, no descuida cimentar
su ascendencia lotaríngica, lo que justificaría la presencia iconográfica
de Lotario o Carlomagno, entre el grupo nuclear (Juan sin Miedo, el
propio Felipe, su hijo Carlos) compuesto por 24 figuras de cobre en
torno al sarcófago de mármol74. Reconocido Felipe, en el s. XVI, Im-
perii Belgici conditor75, este mausoleo a la gloria de las casas de Flan-
des, Brabante y Borgoña, condensaba el precedente iconográfico idó-
neo en Maximiliano para exaltar a los Habsburgo y su Parentela,
cuando a Inglaterra y Francia les definía la incertidumbre.

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Ars bene moriendi.
La muerte amiga

Ildefonso Adeva Martín


Universidad de Navarra

Introducción

A lo largo de los siglos XIV-XV confluyeron en Europa un conjun-


to de causas de orden social, sanitario y religioso que pudieron hacer
la muerte más temible de lo que es en sí. Baste pensar en el poso de pá-
nico dejado por la peste negra (1347-1351) que mató casi dos tercios
de la población, sin darles tiempo siquiera a una mínima asistencia mé-
dica y espiritual, ni a un entierro acompañado. A esto se sumó la gue-
rra de los cien años entre ingleses y franceses (1340-1453). Todas es-
tas circunstancias convivían con el desconcierto traumático de la
cristiandad por causa del Destierro de Avignon (1309-1377), del Cis-
ma de Occidente (1378-1417) y de las herejías revolucionarias del in-
glés Wyclif (1328-1384) y del checo bohemio Juan de Hus (1370-
1415). Al final de este retablo de calamidades nace el anónimo Ars
moriendi. En este trabajo me detendré a analizar este librito, origen de
un género literario ascético pastoral no extinto aún del todo en nuestros
días.
Dividiré el trabajo en cuatro partes. En la primera expondré de
modo somero la estructura del Ars bene moriendi en su redacción tí-
pica. En la segunda estudiaré qué proceso o pedagogía de bien morir
enseña. En la cuarta haré otro tanto en dos Artes moriendi atípicos es-
pañoles de la costa mediterránea. Y cerraré todo ello con unas conclu-
siones y tres apéndices. Me circunscribiré en el tiempo al siglo XV y
principios del XVI, y en el espacio a la Península Ibérica.
296 Ante la muerte

1. El Ars moriendi1

1.1. ¿Qué es el “Ars moriendi”?


El Ars moriendi o Ars bene moriendi, como su nombre indica, es
un manual o método para aprender a morir bien, esto es, cristianamen-
te, en paz, serenidad y gracia de Dios, con garantía de salvación.

1.2. Gerson, precursor inmediato del “Ars moriendi”


El Ars moriendi no surgió ex abrupto. En sus elementos esenciales
se remonta a los orígenes de la Iglesia, que si en algún momento había
de preocuparse por la salvación de sus hijos, ése era el de la muerte.
Por eso, aun en las épocas de mayor rigor de la penitencia pública, en
las instancias de la muerte su legislación se ablandaba y se volvía faci-
lidades, porque siempre tuvo como regla suprema de gobierno la sal-

1. En adelante se utilizan las siguientes abreviaturas:


AbmVal: Ars bene moriendi, inserto en Ordinarium de ministratione sacramen-
torum iuxta laudabilem ritum almae sedis Valentinae..., Valenciae: per
Ioannem Joffre, 1514, ff. 103-18 (en la Biblioteca de la Universidad de
Valencia, R-2/170).
AdbmBod: Arte de bien morir, Zaragoza: por Juan Hurus, c. 1489 (en la Bodleia-
na de Oxford, IQ.b.29).
AdbmEsc: Arte de bien morir, Zaragoza: por Pablo Hurus, c. 1881 (en Biblioteca
de El Escorial, 3.V-19,4º).
AdbmVal: “Art de ben morir”, compuesto en Valencia hacia 1432, editado por
Santiago García Aracil (“Un manuscrito inédito valenciano del siglo
XV, titulado Art de ben morir”, en Anales Valentinos, 1976, II, 371-
412). Se citará el folio del manuscrito y entre paréntesis la página de
este artículo.
AdsbmPRM: Art de saber bien morir (en la Biblioteca del Palacio Real de Madrid,
ms. 11/795, fº 213-237vº).
DZ: Henrichus Denzinger – Adolfus Schonmetzer, Enchiridion Symbolo-
rum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum. Editio
XXXIV funditus emendata ab A. Schonmetzer, Herder, 1967. Van entre
paréntesis los números de las ediciones anteriores.
MANSI: Sacrorum conciliorum nova collectio (Ed. Joh. Dominicus Mansi, Flo-
rencia, 1759 y ss.; París-Leipzig, 1901-1927).
PG: Patrologiae cursus completus. Series graeca (Ed. Jacques – P. Migne,
París, 1857 y ss.).
PL: Patrologiae cursus completus. Series latina (Ed. Jacques – P. Migne,
París, 1844 y ss.). Junto al número de la columna irá entre paréntesis
el número que en negrita hay en algunos volúmenes.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 297

vación de las almas. En tales extremas circunstancias eran precisas, en-


tonces como ahora, la reconciliación –sacramento de la penitencia– la
profesión de fe o rezo del Credo, y el viático, que son los primeros pa-
sos que tiene que dar el Ars bene moriendi. Pues bien, estos actos es-
tán perfectamente documentados, como vivencias tradicionales, ya
desde el Concilio de Nicea (a. 325). Durante la Edad Media estas pie-
zas se mantuvieron juntamente con las letanías, la salmodia y la reco-
mendación del alma, aunque con variaciones en el orden o en la apre-
ciación, sobre todo cuando la extremaunción logró intercambiar el
puesto con el viático2. Esto cuajó en manuales, normalmente para los
clérigos, con títulos similares a éstos: Ordines ad visitandos infirmos,
Ordines ad ungendos infirmos, Ordines de modo juvandi ad mortem,
Ordines commendationis animae3.
Ars bene moriendi conecta con esta tradición o ministerio pastoral
de atención a los moribundos a través de Juan Gerson. Este buen teó-
logo, gran canciller de la Sorbona de París, hacia 1403 escribió un
opúsculo titulado De scientia mortis4. Consta dicho opúsculo de una
introducción estimulando a asistir a los moribundos en señal de amis-
tad y caridad cristianas, y de cuatro partes, muy breves, dirigidas al
asistente del moribundo. La primera contiene cuatro exhortaciones con
las que aquél pueda llevar al enfermo a que acepte la muerte como ve-
nida de la mano de Dios; la segunda formula una serie de interrogacio-
nes o preguntas encaminadas a que el agonizante se arrepienta de sus
culpas y confíe en Cristo como en su único salvador; la tercera recoge
cinco oraciones cortas, dirigidas a Dios Padre, a Jesucristo, a la Vir-
gen, a los ángeles y a los santos, pidiendo misericordia; la cuarta seña-

2. Cfr. T. Maertens – L. Heuschen (1965, 16-26 y 41 ss.).


3. Cfr. Edmond Martène, De antiquis Ecclesiae ritibus, Tomus Primus, ed. 2ª,
Antuerpiae, 1736 (ed. 2ª), Hildesheim, 1967 (Edic. fotostática): Lib. I, cap. VII, art.
IV (“In quo varii [33] ad ungendos infirmos ordines referuntur”, col. 841-982); To-
mus secundus: Lib. III, cap. XI (“De agendis circa aegrotos in exitu animae laboran-
tes”, col. 1014-24) y cap. XV (“In quo varii ritus ad adjuvantos morientes et sepelien-
dos mortuos referuntur”, col. 1054-1150). Tomus quartus (“De antiquis monachorum
ritibus”), Antuerpiae, 1738, Hildesheim, 1969: Lib. V, cap. VIII (“De ordine ad visi-
tandos infirmos de vita periclitantes atque ad mortem tendentes”, col. 689-714); cap.
IX (“De modo adjuvandi ad mortem”, col. 714-725); Cfr. L. Gougaud (1935, 1-27) y
Damien Sicard (1978, 33-53).
4. Lo escribió inicialmente en francés con el título de La medicine de l’âme y
también La science de bien mourir. Vid. J. Gerson (1966, XVIII y 404-407). Pero
muy pronto apareció en latín, formando la tercera parte de su famosísimo Triparti-
tum, con el título “De scientia mortis”.
298 Ante la muerte

la algunas observaciones, cautelas o recursos que el ayudante ha de te-


ner muy en cuenta en la atención al moribundo, tales como averiguar
si está incurso en excomunión, si ha recibido los sacramentos, si ha
testado, escoger las lecturas y oraciones más adecuadas para cada caso,
colocar las imágenes sagradas que más devoción le susciten, rociar con
agua bendita, evitar de modo ordinario la presencia de los parientes
más inmediatos y siempre la de los libertinos y de los cómplices en la
mala vida anterior, exigir del médico que avise al enfermo de su obli-
gación de confesarse, etc.
La novedad que ofrece De scientia mortis en relación con los ordi-
nes anteriores, se concentra, amén de la brevedad y del destinatario, en
la primera y cuarta parte.

1.3. ¿Cuándo, dónde y cómo nació? Éxito editorial


Una veintena de años después, a raíz del Concilio de Constanza
(1414-1417) en que se concluyó el Cisma de Occidente y la clerecía
recuperó aliento de reforma y de afán pastoral, comenzó a pulular por
el centro de Europa un opusculito anónimo titulado Ars moriendi o Ars
bene moriendi. Las indagaciones atribuyen la autoría a uno de los pa-
dres asistentes al concilio. Apareció en dos redacciones anónimas, casi
simultáneas en el tiempo, gemelas en el núcleo y concordes en todo.
La más amplia comienza: “Cum de praesentis vitae miseria” y la más
breve: “Quamvis secundum Philosophum”. En ambas obtuvo un éxito
arrollador. Amén de causas coyunturales como la imprenta, la norma-
lidad recuperada en la Cristiandad por el citado Concilio, en el que
además se condenaron las herejías de Wyclif y de Hus, a ello contribu-
yeron la trascendencia del tema, la brevedad del texto, el dramatismo
con que se describen –y se dibujan para los iletrados– las tentaciones
diabólicas de la agonía y su rechazo, y, sobre todo, la presentación cla-
ra y rotunda del auténtico talante cristiano ante la muerte, entretejido
de optimismo y de segura confianza de salvación5.

5. Cfr. Gesamtkalalog der Wiegendrucke, Stuttgart, 1960 (2ª ed.), II, col. 707 y
ss. M. Catherine O’Connor (1942) estudia las fuentes (24-40), la prioridad entre am-
bas redacciones (41-48), la controversia sobre el autor en (48-60), el éxito editorial
(61-112 y 133-171) donde da cuenta de más de 318 manuscritos y de más de 67 edi-
ciones incunables, sin contar las xilográficas ni incluir a España; J. Huizinga (1947,
192-210); A. Tenenti (1957, 80-138); R. Chartier (1976, 51-75); I. Adeva Martín
(1984, 405-415).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 299

Me referiré a ellas con las respectivas siglas CP y QS, aunque usa-


ré sólo –o casi sólo– la versión CP en la traducción castellana anónima
titulada Arte de bien morir, editada en Zaragoza por Juan Hurus hacia
1489, cuyo único ejemplar catalogado se halla en la Bodleiana de Ox-
ford (IQ.b.29)6. Modernizaré la puntuación y acentuación. Y precisaré
las citas literales, tanto en el texto como en las notas, escribiendo tras
ellas, sin más, el folio correspondiente7.

1.4. Destinatario y asistente


Conviene dejar claro desde el principio que el destinatario directo
del Ars bene moriendi –como en De scientia mortis de Gerson– no es
el clero, sino todos y cada uno de los cristianos, que deben aprenderlo
en salud para uso propio y, si se da el caso, a favor del prójimo enfer-
mo o moribundo. Este es un dato de sumo interés para la correcta in-
terpretación de este documento:

“E por cuanto a cada cual plaze el morir bien e sin peligro, por tanto
deve cada uno con mayor studio mientra sta sano trabaiar en aprender la
arte de bien morir, sin esperar la afruenta de la muerte. Ca yo te digo, her-
mano mío muy caro, e cree me, que en entrando la grave dolentia o la
muerte, la devoción sale e se va” (fº c5vº).
“Mas, guay de nosotros, que hay muy pocos no solamente seculares,
mas aún religiosos, que tengan o sepan esta arte e que sten cabe sus pró-
ximos en el artículo de la muerte preguntando, amonestando, informando
e aún rogando por ellos, según dicho es” (fº c6vº).

El asistente o ayudante es una pieza clave en los Artes moriendi.


Es un fiel cristiano, clérigo o laico, hombre o mujer, que conoce sufi-
cientemente la doctrina cristiana, la psicología del moribundo y la lu-
cha ascética que se desarrolla en la agonía, y que se presta a acompa-

6. Vid. su descripción en Gesamtkalalog der Wiegendrucke, op. cit., col. 737, n.


2633.
7. De la redacción QS se conserva traducción castellana anónima titulada Arte de
bien morir, Zaragoza, Pablo Hurus, c. 1881. El único ejemplar catalogado se encuen-
tra en la Biblioteca de El Escorial (3.V-19,4º). El traductor añade con excesiva fre-
cuencia un sinónimo al original; por ejemplo: “el diablo trabaje y procure”; “provea
y remedie el hombre”; “si es considerado y pensado antes” (fº 4vº). Reciente edición
y estudio del incunable de Zaragoza de 1479-1484 por F. Gago Jover (1999). Citaré
la edición príncipe.
300 Ante la muerte

ñar y ayudar al moribundo en los últimos momentos de su vida: como


un práctico que enseñara a pasar la bocana de la eternidad. Insisto en
que no se prioriza al clérigo sobre el laico, sino al que sabe sobre el
que no sabe. He aquí con que nitidez lo expresa la versión QS:

“Donde deuemos notar que pues la salud del ombre sta e consiste en
su fin, que cada vno deue con grand diligencia y cuytado proueer de al-
gund amigo o compañero deuoto, ydóneo e fiel, el qual le sea e esté pre-
sente en su fin e muerte, para que le conseje e conforte en la constancia de
la fe e lo incite e prouoque a aver paciencia e deuoción, confiança e cari-
dad e perseuerança en todas buenas obras, dando le esfuerço e animando
en la agonía e batalla final, e diziendo por él algunas deuotas oraciones.
Mas ¡huay de nos, qué pocos son que sten con sus próximos fielmente
preguntando los e amonestando los, infundiendo oraciones e plegarias!”,
AdbmEs (fº 23vº)8.

1.5. Estructura
Ars moriendi asume íntegramente el legado de Gerson; pero lo re-
elabora en armonía con su aportación original: la descripción de las
cinco tentaciones de la agonía, atribuidas al demonio, y la de las con-
trarias buenas inspiraciones, atribuidas al ángel bueno.
La versión CP –la más amplia– se articula en seis partes o capítu-
los, cuyos contenidos podrían sintetizarse del modo siguiente, tenien-
do presente que el interlocutor inmediato no es de ordinario el enfermo
sino su ayudante, que es quien tiene que dar vida a la letra del librito y
así, con el pálpito del boca a boca, trasmitirla al moribundo:
1º) Aceptación voluntaria de la muerte, cuando y como Dios la en-
víe, y necesidad perentoria de su preparación.
2º) Descripción de las citadas tentaciones y de las contrarias inspi-
raciones. Ars moriendi presume estas tentaciones como terroríficas; y,
como su rechazo es previo e irrenunciable para la salvación eterna, por
eso se convierten en el baricentro y eje de estructuración de toda la
obra.

8. Esta misma doctrina está patente en los Artes moriendi atípicos, cuando el ago-
nizante, al redactar su testamento espiritual, nombra procuradores o ayudantes suyos
para los momentos de la agonía a los que estén entonces presentes y sepan y quieran,
sin especificar ni priorizar a los clérigos: vid. el apartado c) del epígrafe 3.1.4 y el epí-
grafe 3.2.5. El texto citado de AdbmEsc se repite en latín al inicio del documento 12º
del AbmVal: vid. el epígrafe 3.2.3.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 301

3º) Interrogatorio que debe hacerse al enfermo para provocar el


arrepentimiento de los pecados, la reafirmación de morir en la fe de la
Iglesia Católica y la confianza absoluta de salvación gracias a los mé-
ritos de Cristo obtenidos en la cruz.
4º) Invitación a imitar la muerte de Cristo, orando, encomendando
el alma a Dios Padre y conformándose con la divina voluntad, para lo
cual se añaden diez oraciones breves.
5º) Llamada a la responsabilidad de los cristianos para prestarse a
ayudar a los enfermos a bien morir, y consejos para ello, dirigidos es-
pecialmente al asistente o ayudante del moribundo.
6º) Insistencia en la necesidad de conocer el arte de morir, pues la
vida, como las demás cosas, se valora por su fin; oraciones (quince, al-
gunas muy largas, aunque el número oscila según las ediciones) que
pueden decirse al o en vez del enfermo en los momentos postreros; y
por fin la recomendación del alma. En algunas ediciones se añade la
devoción de los tres Pater noster, de origen legendario9.
La versión QS puede dividirse en las tres partes siguientes: Proe-
mio, tentaciones y consejos al moribundo, especialmente a su asisten-
te. En el Proemio se pondera la importancia de la preparación para la
muerte, se recuerda las cosas necesarias para la salvación (síntesis de
las partes 3ª-5ª de la redacción CP), y se urge a la recepción de los sa-
cramentos de la Penitencia, Eucaristía y Extremaunción, y al recurso a
la Pasión de Cristo. En la parte central se describen las tentaciones del
diablo y las contrarias inspiraciones del ángel bueno igual que en la re-
dacción CP, aunque las tentaciones lo están de modo más amplio y en
lenguaje más dialogal con el enfermo. En la parte tercera se recomien-
da al agonista que ore a Dios, a la Virgen, al Ángel Custodio, a los san-
tos de su devoción, y que ponga a la vista sus imágenes; que repita las
oraciones siguientes: “Dirupisti, Domine, vincula mea…”, “Pax Do-
mini…”, “In manus tuas…”, y que se busque un amigo que le ayude
en tan decisivo trance. Esta parte se corresponde, en breve, con la 4ª,
5ª y la primera parte de la 6ª de la redacción CP10.

9. Por ejemplo en el Tractatus de arte bene moriendi, códice 127 del Archivo
Capitular de Vic, anterior a 1443.
10. Para hacer este esquema he tenido delante la edición facsímil del Ars morien-
dí, xilográfico, Colonia, c. 1450, [del ejemplar de la Biblioteca Colombina, 4.5.10(3)]
por Archer M. Huntington, 1902, 26 ff. sin numerar (13 de texto y 13 grabs.). La tra-
ducción citada en la nota 7 llama Proemio a la primera parte del esquema aludido, a
la segunda le dedica diez capítulos (uno por cada tentación e inspiración), y el undé-
cimo lo reserva para la tercera.
302 Ante la muerte

1.6. Variantes en el texto


En la transmisión del texto no sólo se advierten las variantes ine-
vitables de las transcripciones, sino sustracciones y adiciones, incluso
en los ejemplares impresos, que demuestran el origen anónimo y po-
pular del Ars moriendi y la intervención de muchas manos11. Un ejem-
plo casi escandaloso lo veremos en los epígrafes 2.4.3 y 2.4.4. Estas
manipulaciones se efectuaron de manera más llamativa y frecuente en
las oraciones de la parte sexta.
Esta observación que acabo de indicar sugiere un tema que no he
visto aún planteado: el de la unidad literaria del capítulo sobre las ten-
taciones. Sospecho que el anónimo recopilador del Ars moriendi se sir-
vió de un documento anterior que refería las tentaciones tal cual ahora
están: instigaciones al mal mezcladas con reflexiones e impulsos a re-
chazarlas, sin contornos precisos que dibujen la tentación por una par-
te y su rechazo por otra. Pues bien, a ese documento contrapuso las
inspiraciones del ángel bueno. Así concuerdan por una parte esos re-
chazos insertos ya en la misma tentación, y por otra la duplicación de
razones e incluso de expresiones que hay en esos rechazos y en las ins-
piraciones.

1.7. Importancia
La presencia del Ars bene moriendi es modesta: un opúsculo sin
pretensiones, ni científicas ni literarias. Pero su importancia es decisi-
va, si se quiere captar la sustancia práctica de la fe cristiana; porque, si
en la muerte se decide el destino eterno y sobrenatural del cristiano, hay
que conjeturar que en él y en la literatura por él inspirada se decanta la
quintaesencia de la fe y de los actos y medios imprescindibles para sal-
varse. Por este valor pastoral, desde principios del s. XVI y sobre todo
después del Concilio de Trento, Artes bene moriendi, de factura más o
menos similar a la del arquetipo, se encuentran en los Manuales –ordi-
narios o rituales, que los tres títulos se emplean– de administración de
los sacramentos12.

11. Esto se puede comprobar, por ejemplo, cotejando el AdbmBod con el Tracta-
tus de arte bene moriendi, citado en la nota 9; con la traducción titulada Arte de bien
morir, fechada el 7-IV-1478, del ms. 6485 de la Biblioteca Nacional y con la traduc-
ción titulada Arte y doctrina de bien morir del ms. h.III.8, ff. 132-148º de la Biblio-
teca de El Escorial. Cfr. Ildefonso Adeva Martín (1984, 408 y ss).
12. Vid. Apéndice III.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 303

1.8. Origen de un nuevo género literario teológico pastoral


Dejando de lado las múltiples traducciones a los idiomas vernácu-
los13, el Ars moriendi se convirtió en el arquetipo de un inconfundible
género literario teológico pastoral, muy prolífico durante los siglos
XVI-XVIII, y que se conoce con el nombre de Artes moriendi y tam-
bién con el de “preparaciones para bien morir” o “preparaciones para
la buena muerte” y otras14.

2. La preparación para la muerte en el Ars moriendi

Dividimos esta parte en cuatro etapas, precedidas de unos sencillos


prolegómenos. Con ello perseguimos el orden lógico e intencional del
Ars bene moriendi, más que el redaccional o tipográfico.

2.1. Prolegómenos
2.1.1. Punto de partida
El Ars moriendi justifica su existencia partiendo de un principio
dogmático, de una suposición lógica y de un dato de experiencia coti-
diana. El principio dogmático dice que la vida humana aquí en la tierra
es transitoria y su valor irrelevante en comparación con la vida eterna,
cuya conquista o pérdida definitivas se decide en la muerte. La muerte
en gracia de Dios es el máximo bien a que aspirar y esperar aquí en la
tierra; la muerte en pecado, el máximo mal que temer y ahuyentar; di-
cho desde otro ángulo, que el único mal irremediable es la muerte se-
gunda o muerte en pecado mortal, equivalente a infierno eterno15.
Quien no valore en su radicalidad este principio se incapacitará para en-
tender debidamente la actuación básica de la Iglesia en general y del
Ars moriendi en particular, algunos de cuyos comportamientos y exi-
gencias, que vistos desde otra perspectiva podrían juzgarse incluso

13. En relación a España hasta 1537 cuando el Maestro Venegas publica su céle-
bre Agonía del tránsito de la muerte, vid. I. Adeva Martín (1984), (1989, 821).
14. En el Apéndice II se recogen las obras posteriores a 1537 editadas al menos
tres veces, y se citan las de autores extranjeros que fueron traducidas a idiomas espa-
ñoles con mayor éxito editorial. En relación a Francia vid. D. Roche (1976, 76-119).
15. Este pensamiento se expone ampliamente en el cap. I: “Del loor de la muerte
y del saber bien morir” (fº aiivº y en fº c6vº).
304 Ante la muerte

como inhumanos, manifiestan una coherencia sin fisuras llevada hasta


las últimas consecuencias, y una exquisita calidad humana y cristiana
hacia el prójimo en extrema necesidad.
La suposición lógica (apoyada en testimonios de muchos autores
eclesiásticos16) es que el demonio tienta en la agonía con más ahínco y
perversidad que en el resto de la vida: “Habéis de saber que los que
stan para morir, quando viene el extremo passo, han más graves tenta-
ciones quales no houieron jamás en toda su vida” (fº aiiiivº). Por “ex-
tremo paso” o agonía se entienden no los estertores y sufrimientos cor-
porales precedentes a la muerte, sino la lucha interna, a vida o muerte,
del alma contra estas tentaciones, especialmente desde que comienza a
perderse el uso de los sentidos17.
El dato de experiencia cotidiana es el descuido de la inmensa ma-
yoría de los cristianos al respecto: viven como si fueren inmortales; y,
bien por desidia bien por ignorancia, ni religioso ni seglar se prepara a
sí mismo ni sabe preparar a los demás para tan crítico trance:

“Devéis notar e mucho considerar que muy atarde alguno aún entre
los religiosos e devotos se dispone e apareia a la muerte con tiempo, se-
gún conviene, por cuanto cada cual se piensa más vivir e no cree que ha
de morir luego; lo cual acaece sin duda por tentación e industria del dia-
blo. Ca más claro sta que el sol que muchos con la tal vana sperança no
curando, han muerto sin fazer testamento ni ordenar de lo suyo.” (fº ciii).
“Mas guay de nosotros, que hay muy pocos no solamente seculares,
mas haun religiosos, que tengan y sepan esta arte et que sten cabe sus pró-
ximos en el artículo de la muerte, preguntando, amonestando, informan-
do, et haun rogando por ellos, según dicho es, endemás quando los do-
lientes no mueren de grado ni se piensan morir.” (fº c6vº).

A subsanar, pues, esta ignorancia y a sacudir esta modorra, viene


el Ars moriendi, como remedio nacido de los más puros y desinteresa-
dos, desde el punto de vista de los afanes terrenos, hontanares de la ca-
ridad cristiana, de la misión salvadora de la Iglesia.

16. Valga como ejemplo San Gregorio Magno, Moralia, XXXII, 19, 34: “Diabo-
lus cum vitae finis imminet, tunc graviores tentationes suggerit”, PL 75, 656B-C
(1064s); en XXXIII, 22, 43 dice que tienta “aliter religioso, aliter profano”, 700C-D
(1102).
17. Cfr. Alejo Venegas de Busto, Agonía del tránsito de la muerte con los avisos
y consuelos que cerca della son provechosos, Toledo: Juan de Ayala, 1537, Punto ter-
cero, cap. primero.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 305

2.1.2. Preparación remota y preparación próxima


Propugna dos preparaciones, una remota y otra próxima. La remo-
ta se adquiere en salud, y consiste por una parte en vivir cristianamen-
te, en gracia de Dios, pues la muerte de los que así mueren, por repen-
tina que sea y por pecadora que haya sido la vida anterior, es puerta de
la bienaventuranza; no hay, pues, que temerla, sino esperarla como
a un buen amigo18. Así el Ars bene moriendi es en realidad Ars bene
vivendi: “E assí deue no solamente el religioso, más haún qualquier
christiano bueno et deuoto que dessea bien et seguramente morir,
hauerse et vivir de tal guisa que en qualquiere hora, quando a nuesto
Senyor placera, pueda morir”(fº aiiivº). Insiste en este pensamiento,
después de hacer ver que con la enfermedad se aleja la devoción: “Por
consiguiente, si no quieres ser enganyado ni errar, e si quieres ser se-
guro, faz con instantia et diligentia lo que puedes mientra stas sano et
tienes todos los sentidos enteros et eres dueños de tus miembros. Oh
quántos hay que esperando la postrera necessidad se han enganyado,
no curando de sí mismos. Por ende, hermano, para mientes et guarda si
te plaze que tal cosa no te acahezca” (fº c6).
Por otra parte consiste en aprender “teóricamente” a morir, esto es,
en conocer de antemano para cuando llegue la ocasión –que ha de lle-
gar– cuáles son las tentaciones específicas de la agonía y la manera de
vencerlas, los sacramentos que recibir y las virtudes que practicar: “E
por quanto a cada qual plaze el morir bien et sin peligro, por tanto deue
cada uno con mayor studio mientra sta sano trabajar en aprender la arte
de bien morir, sin esperar la affruenta de la muerte. Ca yo te digo, her-
mano mío muy caro, et cree me, que en entrando la graue dolentia o la
muerte, la deuotion sale et se va […]” (fº c5vº).
La preparación próxima se efectúa durante la enfermedad y la ago-
nía, y requiere de ordinario la presencia de unos asistentes que ayuden
“prácticamente” a ejecutar las maniobras –irrepetibles– del eternizaje.
Por eso, aunque el beneficiario último es el moribundo, el interlocutor
inmediato del Ars moriendi es el asistente del agonizante19.

18. Cfr. AdbmBod (fº aiivº-aiiivº).


19. Los cometidos del ayudante o asistente aparecen sobre todo en la parte quin-
ta (fº ciii-c6).
306 Ante la muerte

2.1.3. Objetivo último: la salvación. Objetivo próximo:


la muerte serena y confiada
El objetivo último del Ars moriendi es, sin duda alguna, como que-
da ya dicho en el epígrafe 2.1.1, que el enfermo consiga, como sea, la
salvación eterna, valor supremo al que hay que sacrificar cualquier
otro, por doloroso, incomprensible y antipático que aparezca. Por
ejemplo, se recomienda apartar de la presencia del moribundo no sólo
a los cómplices y disolutos, sino también, si fuere preciso para el bien
de su alma, a los familiares inmediatos, para que ni unos le distraigan
con frivolidades ni otros con ternuras y cariños, de su único afán por
morir bien. Igualmente se recomienda no ilusionar al enfermo con es-
peranzas de salud, sino decirle la verdad con delicadeza, y si fuere ne-
cesario con crueldad, porque mejor es que sufra aquí un sofocón y sal-
ve su alma, que no que, por no molestarle, muera sin percatarse de
ello, no se prepare y se condene:

“E [los ayudantes o asistentes] no le deven dar en manera del mundo


mucha sperança de la salud del cuerpo, cuyo contrario fazen muchos aún
en aquellos que stan al paso de la muerte, en gran peligro de las almas,
por cuanto ninguno de ellos quiere oyr cosa alguna de la muerte. E por
ende, según el Canceller de París, muchas vezes por vna tal e tan vana e
falsa consolación e fingida acerca de la fiuza de la sanidad del cuerpo. en-
corre el hombre en cierta damnación. E por tanto deve ser el doliente
amonestado para que por verdadera e pura confesión procure la salud de
la alma, lo cual aún le aprovechará para la salud del cuerpo. E de esta ma-
nera podrá star más reposado e seguro.” (fº ciiii).

Un poco más adelante el Arte de bien morir estimula al ayudante


del moribundo a que insista en hacerle un determinado interrogatorio,
aunque con ello se descubra “el peligro de la vida en que sta, aunque
de ello se hoviese de alterar mucho. Ca meior es que se salve con es-
panto saludable e que haya repentimiento, que no que se condamne
con afalagos e disimulación. Ca muy mal parece e cosa es muy contra-
ria a la religión cristiana e cosa es diabólica que por temor humano al
cristiano que sta para morir le escondan del peligro del cuerpo e de la
alma.” (fº c5). “E para mientes que al que ha de morir no traigan a la
memoria los amigos que ha tenido, la muier, fijos, ni riquezas, ni otras
cosas temporales; sino cuanto la spiritual sanidad del enfermo lo re-
quiera. E en esta materia, que es de la extrema necesidad, deven se
muy delgadamente considerar.” (fº c5v).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 307

El objetivo próximo es disponer al enfermo para que muera no


sólo en gracia de Dios y se salve, sino con la certeza tranquila y pala-
deada –fruto de la virtud de la esperanza y de la caridad– de su inme-
diata salvación; en una palabra, para que muera contento y feliz, como
quien va al encuentro de un amigo íntimo. Téngase muy presente esta
observación, que explanaremos después, porque autores hay que se de-
leitan en sugerir no sé qué miedos y tenebrosidades inducidas por el
Ars bene moriendi.

2.1.4. Pedagogía
¿A qué medios acude para lograrlo? ¿A las indulgencias, a las reli-
quias de los santos, a las mandas piadosas, a la mortaja con el hábito
de San Francisco, al relato de agonías espeluznantes, al tremendismo
de la corrupción del cadáver...? Ni por mientes. Los pasos o etapas son
estos cuatro:
1º) Anunciar al enfermo la proximidad de la muerte.
2º) Facilitarle la recepción de los sacramentos.
3º) Describirle las tentaciones propias de la agonía e enseñarle la
estrategia para vencerlas.
4º) Inducirle al abandono absoluto en la misericordia divina, hecha
palpable en la Pasión de Cristo.
Las dos primeras etapas pretenderían el objetivo último, la tercera
participaría de ambos y la cuarta buscaría claramente el objetivo pró-
ximo y completo.
Hagamos explanación de cada uno de estos pasos o etapas, aunque
sea en algunos brevísima.

2.2. Anuncio de la proximidad de la muerte


2.2.1. Necesidad y finalidad
Es de todo punto necesario este anuncio, porque aunque teórica-
mente el hombre no dude de que ha de morir, vitalmente no piensa en
ello; lo rehuye instintivamente, vive y proyecta como si fuera inmortal
y quizás por eso pospone de ordinario para mañana lo que le hubiera
gustado tener resuelto en ese instante supremo. Sin embargo cuando el
timbrazo de la muerte suena a su puerta, se trastrueca la escala de va-
lores y proyectos: es el momento de proponer al enfermo la prepara-
ción de su muerte. Sin este aviso pocos o ninguno se la tomaría en se-
308 Ante la muerte

rio. Hay que sacudir su modorra, despertar su responsabilidad y empu-


jarle y ayudarle a que tome las precauciones mínimas para preparar su
encuentro con Dios. El objetivo inmediato de este aviso es mover al
enfermo a que acepte con espíritu filial la llamada de Dios, resuelva
sus obligaciones de piedad y justicia, haciendo testamento, y reciba los
sacramentos de la confesión, eucaristía y extremaunción:

“Cada cual se piensa más vivir e no cree que ha de morir luego; lo


cual acaece sin duda por tentación e industria del diablo. Ca más claro sta
que el sol que muchos con la tal vana sperança no curando, han muerto
sin fazer testamento ni ordenar de lo suyo” (fº ciii).
“Por ende cualquier enfermo u otro, puesto en peligro, se deve con
grande studio induzir e ser consejado que faga paz primero con Dios, re-
cibiendo la spiritual medicina, conviene a saber, los sagramentes de la
Iglesia con devoción, e faziendo su testamento e disponiendo sus cosas
ordenadamente” (fº ciiivº).

Ars bene moriendi insiste en inculcar al ayudante que a su oficio


pertenece no dar muchas esperanzas de salud al enfermo, porque esto
debilita su afán de preparación, no se confiesa y puede condenarse:

“E no se le deuen dar en manera del mundo mucha sperança de la sa-


lud del cuerpo, cuyo contrario fazen muchos haun en aquellos que stan al
passo de la muerte, en gran peligro de las almas, por quanto ninguno de
ellos quiere oyr cosa alguna de la muerte. E por ende, según el Chanceller
de París, muchas vezes por vna tal et tan vana et falsa consoslation et fin-
gida acerca de la fiuza de la sanidad del cuerpo, encorre el hombre en
cierta damnation” (fº ciiivº-ciiii).

2.2.2. ¿Quién debe hacerlo? Papel del médico


A falta de ayudante, cualquier pariente, amigo, allegado o eventual
acompañante que se viera en la circunstancia de estar junto a un enfer-
mo grave o moribundo:

“qualquier que tiene caridad et temor et zelo de las almas deue al pró-
ximo que sta doliente et en peligro de perder la vida amonestar con dili-
gentia que principalmente, todas las cosas dexadas, se prouea sin dilatión
de spiritual medicina lo más pronto que podiere” (fº ciiivº).

Pero por su profesión al médico le atañe de un modo peculiar esta


circunstancia. Por eso el Concilio IV de Letrán en 1215, considerando
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 309

que la enfermedad de alguna manera está ligada con el pecado, impuso


a los médicos bajo pena de excomunión el deber de avisar a los enfer-
mos de su obligación de acudir antes al médico espiritual para recibir
los sacramentos de la penitencia y el de la Eucaristía, y de interrumpir
las visitas si el enfermo hacía oídos sordos20. El Ars bene moriendi se
aprovecha de esta disposición e intima su cumplimiento21. Con ello
pretende aminorar el impacto que pudiera producir en el enfermo el
primer aviso de la proximidad de su muerte, pues podría interpretarlo
como el cumplimiento de una formalidad rutinaria del galeno22.

2.2.3. Modo de anunciar la muerte: como la llegada de un amigo


Roto el fuego por el médico, al ayudante corresponde comunicar
al enfermo la proximidad de su muerte de modo y manera que la acep-
te como venida de la mano paternal y amorosa de Dios y, si es posible,
en total identificación con su divina voluntad, como puerta abierta a la
felicidad eterna. Ars bene moriendi aprovecha los razonamientos y
modo de exponerlos de Gerson23. Se reducen esencialmente a éstos: La
muerte es inevitable, incluso Jesucristo murió. Para los buenos, de
cualquier modo que venga, es fin de los males terrenos y principio de
los bienes eternos. Los pecadores arrepentidos deben contarse entre los
buenos. Sólo es mala para los pecadores no arrepentidos. La envía
Dios para nuestro bien: para abrirnos las puertas de la felicidad eterna.
Aceptémosla con paz, “como quien espera la venida de algún amigo
muy amado”:

“[…] e por consiguiente como sea necesario por deuda e razón natu-
ral todos haver de morir, e la muerte excusar no se pueda, temer no se
deve el cuándo, ni de qué manera, ni en dónde nuestro Señor ordenare e
dispusiere. Ca la voluntad de Dios siempre es buena, justa e razonable. Ca
dize Casiano e Augustino: ‘En todas las cosas que me acaecen, esta con-

20. Cfr. MANSI, 22, col. 1010. Esta disposición pasó enseguida, antes de 1234,
a las Decretales de Gregorio IX: lib. 5, tit. 38, cap. 13 (Cum infirmitas); y poco a
poco fue urgida por las disposiciones de los concilios y sínodos diocesanos. Puede
afirmarse, sin exagerar, que hasta finales del s. XVII raro será encontrar un arte de
bien morir que no acuda a este precepto para intimar la colaboración de los médicos
en la pastoral de los moribundos.
21. Cfr. AdbmBod (fº ciiivº).
22. Así lo interpreta el Maestro Venegas, op. cit., Punto primero, cap. XVII.
23. Vid. supra 1.2.
310 Ante la muerte

solación sola fallo: que proceden de aquel a quien ninguna cosa plaze,
salvo la justa, ca el fidelísimo Dios todas las cosas que parecen adversas
o prósperas faze por nuestro provecho, e más cuidados[o] sta e más mira
por la salud e provecho de los suyos, que nosotros por nos mismos’. E así,
pues no podemos escapar nin mudar la muerte del cuerpo, aunque la hu-
manidad contraste e repugne, empero con la razón bien dispuesta, sin
murmurar ni contradezir, cuando quisiere e lo dispusiere Dios, la deve-
mos acceptar. [...]. El saber morir, según dize un sabio, es tener aparejado
el corazón e la alma siempre a las cosas de Dios, por que, cuando la muer-
te viniere, le falle aparejado para la recebir sin reproche, como quien es-
pera la venida de algún amigo muy amado” (fº aiii-vº).

Evidentemente esta presentación de la muerte ahuyenta cualquier


miedo o espanto, y la paz matutina de su anuncio irá creciendo a lo lar-
go de todo el proceso de la preparación.

2.2.4. Irrelevancia de las circunstancias de la muerte


Quiero insistir en que Ars bene moriendi sólo se interesa por la
muerte en cuanto fin de la vida terrena y principio de la eterna. Por eso
no malgasta una línea en ponderar las circunstancias en que pueda ve-
nir. Si el moribundo está en gracia de Dios, es indiferente que la muer-
te sea violenta, atormentada, plácida, en juventud o en ancianidad, re-
pentina o espaciada. No rima con su modo de ver las cosas cierta
credulidad que interpreta la longevidad y la serenidad de la agonía
como señal de predestinación: el justo muere anciano y plácidamente;
y por contra, el impío es arrebatado en la flor de sus planes con una
agonía espantosa, atormentada de dolores y de remordimientos, en se-
ñal de reprobación24. Tampoco sufraga el miedo irracional a la muerte
repentina o sin confesión oral, siempre en la hipótesis del estado de
gracia:

“Preciosa es siempre delante de Dios la muerte de sus sanctos en


cualquiere manera que mueran. Ca no solamente está puesta en estima la
muerte de los sanctos mártiles; mas aun de los otros justos y buenos cris-
tianos, y aun de los pecadores cuantoquier malos, si mueren verdadera-

24. San Isidoro de Sevilla es testigo de esta credulidad en sus Sententiae, III, 52,
10-11 (PL 83, 738). Enrique de Suso, Dialogus Sapientiae, cap. 21, en Opera, Colo-
nia, 1615, 106-16. También Judoco Clichtove: De doctrina moriendi opusculum, Pa-
rís, 1520, ff. 35vº-39.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 311

mente contritos y en verdadera fe y en la unidad de la Iglesia, según la


auctoridad del Apóstol: ‘Bienaventurados los que mueren en el amor de
Dios’. E por eso dice la divina Sabiduría: ‘Puesto que el justo sea por la
muerte arrebatado, en seguro estará’; e eso mismo de otro cualquier, si en
el paso de la muerte resistiere con esfuerço e constancia a las tentacio-
nes25. […] E por tanto, el buen cristiano y aun cualquier pecador que está
verdaderamente repentido, no se debe entristecer de la muerte del cuerpo
en cualquiere manera que venga, ni turbarse ni temerla, mas débela tomar
voluntariamente” (fº aiivº-aiii).

2.3. Testamento y sacramentos


2.3.1. Testamento
El testamento y los sacramentos son la segunda etapa de la prepa-
ración para la buena muerte. El uno limpia el alma de preocupaciones
terrenas, los otros garantizan el estado de perdón y de gracia con Dios-
Padre y serenan la conciencia; con lo que se consigue el fin último de
la preparación para la buena muerte.
El Ars bene moriendi se refiere al testamento de pasada como algo
de sentido común que no ofrece discusión. Lo considera como uno de
los primeros quehaceres que tiene que cumplir el moribundo, para que,
cumplidas todas sus obligaciones de justicia y caridad, quede su alma
libre y desembarazada de preocupaciones afectivas y morales, y pueda
dedicarse exclusivamente a la preparación de su muerte. Es, por tanto,
un requisito previo de suyo al arte de bien morir.
El Maestro Venegas –un humanista laico, de pensamiento eclécti-
co, ajeno a cualquier sospecha de apetencia de bienes económicos por
vía de sufragios y mandas pías– explica el testamento como un acto as-
cético de desprendimiento afectivo –y efectivo en lo que él llama tes-
tamento práctico– de los bienes de la tierra, y como una exigencia de
justicia, de caridad y de piedad. De justicia y caridad, si median obli-

25. Juan Nider relata en su Formicarius (lib. IV, cap. 12) el siguiente hecho alec-
cionador: apareció muerto en la biblioteca un venerable religioso y cundió rápido el
escándalo entre la comunidad; pero éste se trocó en admiración cuando, al acercarse
al cadáver, observaron que con un dedo apuntaba intencionadamente sobre la Biblia
abierta el siguiente versículo: “Iustus quacumque morte praeventus fuerit, in refrige-
rio erit” (Sap. 4, 7). Roberto Holkot repite el mismo suceso en su Super librum Sa-
pientiae, cap. III. De él lo copia San Antonino de Florencia en su Summa Theologiae
moralis, parte I, tít. V, cap. I, § 5; y en parte IV, tít. XIV, cap. VIII, § 4.
312 Ante la muerte

gaciones, por ejemplo de restitución o de limosnas, aún no cumplidas.


De piedad, para prevenir tensiones, pleitos y odios familiares, no infre-
cuentes, por causa de la herencia, puesto que de todos estos desmanes
morales se haría responsable en causa el moribundo, si por malicia o
desidia omitiera el testamento26. Esta recomendación de testar se apo-
ya además en la descarada costumbre con que los herederos incumplen
los deseos y obligaciones del difunto, especialmente en lo referido a
las obras de caridad y a los legados piadosos.
Menudean historiadores que, desconfiando del principio básico
antes expuesto: que el fin primero y absoluto del cristiano es salvarse
y que la misión primera de la Iglesia –y por tanto de la Jerarquía– es
facilitárselo, interpretan equivocadamente esta recomendación como
nacida del interés financiero del clero. Si así fuera –renuncio por aho-
ra a otras pruebas documentales27–, no se la exigirían ellos a sí mis-
mos. Y los clérigos, altos y bajos, son ejemplares en el cumplimiento
de este deber. Creían ciertamente, a pesar de la innegable avaricia y li-
gereza de costumbres de muchos, en lo que predicaban. Para interpre-
tar bien hay que situarse en el debido punto de mira, pues “qualis unus-
quisque, talis finis videtur ei”28.
Cuestión distinta del testamento, aunque conexa de hecho con ella,
es la de los sufragios, limosnas y legados piadosos29. Ars bene morien-

26. Cfr. Alejo Venegas de Busto, op. cit., Punto segundo, cap. X-XVI.
27. E incluso exageran diciendo que se negaba la sepultura o se excomulgaba a
aquellos que previamente no hubieran testado. Quizás en alguna diócesis europea, es-
porádicamente pueda haberse dado este abuso alguna vez, pero no conozco ningún
caso en España, por más que he repasado el Synodicon Hispanum. El Sínodo Salman-
tino de 1385, manda al rector de la parroquia que visite al enfermo y le invite “ad
confessionem et poenitentiam, et ad perceptionem Corporis Christi et recipiendam
ultimam unctionem, et ad confectionem testamenti, si viderit expedire” (José Sáenz
de Aguirre, Collectio maxima Conciliorum omnium Hispaniae et Novi Orbis, Romae,
1755, V, 270). Esa condicional “si viderit expedire” es constante en los artes de bien
morir y en las disposiciones sinodales, porque la ley suprema de la pastoral y del go-
bierno de la Iglesia es la “salus animarum” (la salvación de las almas). Pero aun en el
caso de que hubieran sido frecuentes los susodichos abusos, no podrían achacarse al
Ars bene moriendi.
28. Aristóteles, III Ethicorum, c. V, 1114a32; Santo Tomás de Aquino, Summa
theologica, 1, 83, 1 ad 5.
29. En los Sínodos Diocesanos españoles –y europeos– se hallan muchas dispo-
siciones urgiendo con penas de suspensión y pecuniarias el cumplimiento de las man-
das piadosas de los testamentos, como puede fácilmente comprobarse en el citado Sy-
nodicon Hispanum. Quien desconozca la fe cristiana sobre el Purgatorio, o se niegue
a admitir que otros la tienen e intentan sinceramente vivirla como la creen y enseñan,
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 313

di no alude siquiera a este asunto. Deja bien claro, como veremos, a lo


largo de todo el proceso de preparación, que el moribundo no se salva
por su buenas obras, aunque son necesarias, sino por la pura misericor-
dia de Dios. No se nombra, que yo recuerde, el purgatorio más que
para estimular a sufrir los dolores de la enfermedad con paciencia y en
sintonía con la voluntad divina: que es purgar ya en esta vida30. Para
Ars bene moriendi, con sano criterio práctico, puestos ante la muerte,
lo importante es salvarse, aunque haya que padecer el purgatorio. Es
de justicia reclamar la atención del lector sobre este silencio total del
Ars bene moriendi acerca de los sufragios, de modo que nadie, si no es
por insidia, pueda atribuirle otro interés o finalidad que no sea la sal-
vación eterna del moribundo31.

2.3.2. Recepción de los sacramentos


La recepción de los sacramentos se realizará después de ejecutado,
a ser posible, el testamento y depuesto cualquier odio o enemistad. Es
inútil querer buscar en Ars moriendi residuos mágicos o beneficios te-
rrenos en el móvil o en el modo de recibir los sacramentos. No se reci-
ben como algo más o menos costoso que se ofrece a Dios a cambio de
su favor y benevolencia (do ut des), sino como medios salvíficos esta-
blecidos por Jesucristo para comunicar la vida divina que obtuvo para
los hombres mediante su pasión, muerte y resurrección. Los sacramen-
tos confieren la gracia divina a quienes los reciben con las debidas con-
diciones, ex opere operato, es decir, por sí mismos, por los méritos in-
finitos logrados por Cristo en la Cruz, no en vistas ni en recompensa de
la bondad del que los recibe, y además con independencia de la bondad
o malicia del ministro que los ejecuta. Ars bene moriendi se recrea en
subrayar este aspecto como se verá en el rechazo de la tentación de de-
sesperación (vid. la cuarta razón que se enumera en el epígrafe 2.4.4).

o carezca de ductilidad mental para distinguir entre el deber ser y el prosaico ser, es
decir, entre la auténtica y su ramplona ejecución por parte de muchos cristianos –clé-
rigos y laicos–, se verá avocado a interpretar erróneamente esta dimensión de la vida
cristiana como un montaje financiero de la clerecía.
30. Cfr. AdbmBod (fº biivº).
31. El Ars bene moriendi atípico que estudiaremos en el epígrafe 3.2.3 dedica los
documentos 2º-5º de la primera parte, dedicados a los clérigos, a estos temas, pero no
orientados a fomentar en los fieles el número de los sufragios, sino a enseñarles el
modo de realizarlos en gracia de Dios y con la más pura intención de dar gloria a
Dios, para merecer así más y mejor ante Él.
314 Ante la muerte

2.4. Tentaciones propias de la agonía


2.4.1. Descripción de las tentaciones propias de la agonía, y de
su rechazo
Ars bene moriendi acepta sin más que durante la enfermedad y so-
bre todo en la agonía, el enfermo es atroz e insidiosamente tentado por
el demonio: “Habéis de saber que los que están para morir, cuando vie-
ne el extremo paso, han más graves tentaciones cuales no hobieron ja-
más en toda su vida” (fº aiiiivº)32. Se atribuyen a la sugestión del dia-
blo y ciertamente van dirigidas a los puntos neurálgicos del cristiano.
Ars bene moriendi las describe para que el moribundo no se encuentre
sorprendido por los ataques del maligno, puesto que el factor sorpresa
aumentaría mucho su fuerza. Son estas cinco:
1ª) De infidelidad, por ser la fe el fundamento de la salvación.
2ª) De desesperación, por miedo al rigor de la justicia divina y por
la imposibilidad de la confesión.
3ª) De vanagloria, por la complacencia en las buenas obras.
4ª) De impaciencia y desafecto a Dios, por la atrocidad de los do-
lores.
5ª) De avaricia, por el apegamiento excesivo a la familia, a la ha-
cienda y a los proyectos personales de futuro.
Como era de esperar, Ars moriendi no se limita a describir la ten-
taciones. Tras cada una de ellas ofrece las razones y la estrategia opor-
tuna para vencerlas, como inspiraciones atribuidas al ángel bueno.
Para hacerlas más intuitivas y al alcance de los iletrados33, tenta-
ciones e inspiraciones van escenificadas cada una en grabados verda-
deramente vivos y elocuentes. La redacción QS describe las tentacio-
nes con mayor amplitud y son mucho más incisivas.

2.4.2. Tentación contra la fe y su contraria inspiración buena


Siendo la fe el fundamento de toda la vida cristiana, es lógico que
el diablo arremeta contra ella con el fin, al menos, de hacer dudar al
moribundo en algún punto de la Sagrada Escritura o en alguna deter-

32. La agonía, término griego para designar la batalla por antonomasia entre el
hombre y el diablo, se desarrolla en los últimos momentos de la vida, cuando de or-
dinario se pierde el uso expedito de los sentidos. Cfr. Alejo Venegas de Busto, op. cit.,
Punto tercero, cap. primero.
33. Cfr. Ars moriendi, citado en la nota 27, fº IV.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 315

minación de la Iglesia, porque “luego que en algo de lo susodicho co-


miença a errar, en ese punto se aparta e desuía de la carrera de la vida
e salvatión” (fº a5vº):

“E la primera [tentación] es en la fe, por quanto aquella es fundamen-


to de toda nuestra salud34, según atestigua el Apóstol que dize: ‘Ninguno
puede poner otro cimiento’. E por eso dize Augustino: ‘La fe es cimiento
de todos los bienes e principio de la salud humana’. E por eso dize el
Apóstol: ‘Impossible es sin fe agradar a Dios’. E dize Sant Joan en el III
capítulo: ‘El que no cree ya es juzgado’. E assí como tal et tamaña fuerça
sté en la fe, que sin ella ninguno saluarse pueda, por tanto el demonio con
todas sus fuerças trabaja en apartar de aquella al hombre que sta a la
muerte o a lo menos se esfuerça en fazerlo dudar en ella, e trabaja en en-
gañarle con algunos errores vanos que saben a heregía. E según dize Al-
bino35 […] dízeles que no teman cosa alguna de todas éstas, et que no cu-
ren sino de passar con gozo sus días, ca después de la muerte no hay Dios
ni otra vida, mas la muerte de los hombres es tal como la de las bestias
[…]” (fº aiiiivº-a5).

En la buena inspiración se le recuerda al agonizante que el diablo


no le puede vencer, si no le da libre asentimiento; que es mentiroso y
padre de la mentira; que debe esforzarse en morir en la fe y unión de la
Iglesia: la fe de los patriarcas, la de Job y otros personajes del Antiguo
Testamento, la de los Apóstoles, de los Mártires, de los Confesores y
de las Vírgenes; que pondere los provechos de la fe: que todo lo puede
y todo lo obtiene. AdbmBod recomienda a los presentes que recen en
voz alta y acompasada –convincente– el Credo las veces que estimen
oportunas36.

34. “Salud” en contextos teológicos significa la salvación sobrenatural.


35. AdbmBod introduce aquí una larga cita de este autor, en la que la tentación de
la fe está engarzada con la de desesperación y como una justificación de la misma.
Esta cita no se lee en Tractatus de arte bene moriendi, cit. en la nota 9, y confirma lo
dicho en el epígrafe 1.6.
36. La profesión de fe del Credo se consideraba como un sacramental que ahu-
yentaba los demonios. Se recomendaba su rezo pausado y firme por los asistentes es-
pecialmente cuando el agonizante estaba en las últimas. Descripciones de esta anti-
quísima costumbre, especialmente en los monasterios, pueden verse en Edmond
Martène, op. cit., en la nota 3. El Beato Lanfrank (†1089) la describe bellamente en
Decreta pro Ordine Sancti Benedicti, cap. XXIII, PL 150, 509 (293).
316 Ante la muerte

2.4.3. Tentación de desesperación y inspiración buena


A los que han llevado vida pecadora el diablo les ataca por deses-
peración, esto es, golpeándoles la esperanza del perdón de sus peca-
dos. Para ello, haciéndolo coincidir con la desazón y el dolor de la en-
fermedad, aviva por una parte el recuerdo de los pecados, sobre todo
de los no confesados, y agrava su malicia, y, por otra, exagera la rigi-
dez de la justicia divina, de modo que en la conciencia del moribundo
sus pecados aparecen como imperdonables. Situación que se agudiza
con la aparición de Cristo crucificado a todos los agonizantes: a los
buenos para consuelo, a los malos para reconvención37.
La inspiración del ángel bueno ensalza la misericordia divina, que
sólo pide del pecador, por grande y malicioso que haya sido, auténtica
contrición y arrepentimiento de sus pecados, pues los no perdonados
aún o no confesados, Dios se los perdona directamente, cuando –como
en el caso en que se halla el moribundo– es imposible física o moral-
mente la confesión y la absolución sacramental:

“Ninguno debe desesperarse del perdón y misericordia, aunque ho-


biese fecho tantos robos e homecillos cuantas son las gotas de la mar o los
granos de la arena, puesto que de ellos ante nunca se hobiese confesado
ni fecho penitencia ni toviese de presente manera de los poder confesar;
ca en tal caso abasta la contrición sola entrañal38, según dice el Psalmis-
ta: ‘Señor, tú no desecharás al corazón repentido y humillado’. Mayor es
la misericordia de Dios que cualquier pecado” (fº a7vº).

Sigue aportando razones cargadas de vehemencia probatoria, atre-


viéndose a decir que, aun en la hipótesis descabellada de saberse uno
ya condenado, sería imbécil desesperarse, porque tal actitud ofendería
tanto a Dios que agravaría terriblemente la maldad y el castigo. Jesu-
cristo vino a salvar a los pecadores y se luce salvándolos, como el mé-
dico que cura a un desahuciado. Ejemplos clamorosos del perdón divi-
no son S. Pedro, S. Pablo, S. Mateo, Zaqueo, la mujer adúltera, el buen
ladrón, María Egipciaca, etc.
E inculca una observación de suprema importancia y sabiduría:
ahuyentar de la cabecera del enfermo al que propenda a fijar escrupu-
losamente la atención del moribundo en el escudriñamiento de sus pe-

37. Esta aparición de Jesucristo no se recoge en la redacción QS y desaparece


pronto de la CP, por ejemplo en los ms. citados en la nota 39.
38. Es decir, “sin alguna vocal confesión”, según la glosa del AdbmEsc (fº 11vº).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 317

cados y no en la infinita misericordia paternal de Dios, en la Pasión de


nuestro Redentor y, si fuera el caso, en “recordarle los bienes que ha
fecho en su vida, por los cuales debe tener esperanza en la misericor-
dia de Dios” (fº a8):

“E por tanto paren mientes con diligencia algunos indiscretos e scru-


pulosos en la consciencia que entrevienen de grado cuando alguno mue-
re: que no curen de traer mucho con importunidad los pecados a la memo-
ria del que sta en aquel paso, porque acaece en aquella manera que les
ponen tan gran espanto e miedo que los traen con peligro de desesperar-
se. E por tanto oye lo que dice Jacobo de la Voragine en el sermón VI de
los tales: ‘no es cosa segura al hombre que sta en pasamiento hacerle re-
cordar sus pecados; mas siempre les deven traer a la memoria la sperança
de la divina misericordia, e la pasión de nuestro Redemptor, e recordarle
los bienes que ha fecho en su vida, por los cuales debe tener sperança en
la misericordia de Dios’” (fº a7v-8).

Termina con un recurso transido de ternura, inspirado en S. Ber-


nardo: la contemplación de Cristo en la Cruz en actitud sublime de
acogida amorosa:

“¿Quién no terná gran sperança e no será arrebatado a tener con-


fiança, si para mientes de qué manera sta Cristo en la Cruz? Mira cómo
tiene la cabeza inclinada para besar, e los brazos extendidos para abraçar,
e las manos horadadas para dar, e el lado abierto para amar, e todo el cuer-
po tendido para darse del todo. E por tanto ninguno debe desesperar, mas
confiar en Dios llenamente” (fº a8).

Estas son resumidamente algunas de las razones para esperar, ex-


puestas por la inspiración del ángel bueno en el rechazo de la tentación
de desesperación; y conviene insistir que con vibrante energía y con-
vincente elocuencia, dentro de su carácter sumario y guional.
A mi juicio la tentación de desesperación y su rechazo tan vital y
tan razonado en pro de la esperanza en el perdón divino constituyen el
baricentro de este librito, su valor supremo teológico y pastoral, y el
éxito editorial: Dios por su parte perdona siempre. Ars bene moriendi
ha espantado, con una simple precisión de la verdad, el miedo que pu-
diera agazaparse tras la deficiente comprensión de la necesidad de me-
dio del sacramento de la penitencia.
318 Ante la muerte

2.4.4. Confortación de la esperanza en “AdsbmPRM”


En una traducción catalana del Ars bene moriendi, de la cual se co-
nocen cinco manuscritos del s. XV39, se añade, con perspicaz concien-
cia de la centralidad del tema, una explanación sobre la esperanza: tan
amplia que desbarata llamativamente las proporciones del original40;
tan nutrida de ideas teológicas y de toques pastorales que merecería
una más detenida atención. Me arriesgo a resumirla, a pesar de que con
ello no trasmito el hálito confortante que anida en mil detalles y mati-
ces de la redacción original. En el manuscrito que aquí manejamos se
introduce con el epígrafe general de “Algunas doctrinas e autoridades
que confuertan y dan esperança al bien morir”41 y se desarrolla en seis
razones, que son auténticos capítulos en otras copias.
La primera razón para esperar se sitúa en la autoconciencia de los
dones de la fe y penitencia verdaderas, pues son señal, anticipo y fian-
za cierta del perdón y salvación del alma:

“La primera razón que vos debe dar la dita sperança es: como conos-
cáis en vos aquellos donos de Dios de verdadera creencia e de verdadera
penitencia, fazet le’n después muytas gracias e alegrat vos per aquestos
santos donos, car son aseguranza vuestra, senyal, pényora e vía de vues-
tra absolución e salvación; e por consiguient de questos dos donos se se-
guirá el efecto e fin, que es cosa cierta de salvación de vuestra ánima e re-
misión de los pecados”, AdsbmPRM (fº 218vº-219).

La segunda razón está, dicho con palabras textuales, en que “Dios


vos ha fecho gracia que le demandéis perdón e mercé”42, pues esta pe-
tición aparece siempre en el Evangelio positivamente despachada.

39. Se trata en concreto de los manuscritos siguientes: Tractatus de arte bene mo-
riendi, escrito en Barcelona en 1458, 89 ff. (ms. 1777 de la Biblioteca de Cataluña).
Art de ben morir, con una copia en el Archivo de la Corona de Aragón (ms. 159 de
Ripoll, fº 50-79vº); otra en la Biblioteca Universitaria de Barcelona (ms. 80, fº 52-
83vº); y la tercera en el Archivo Catedralicio de Gerona (ms. 56, mutilado). Art de sa-
ber bien morir (ms. 11/795, fº 213-237vº de la Biblioteca del Palacio Real de Ma-
drid). En este estudio manejamos esta última traducción semicatalana, y nos
referimos a ella con la sigla AdsbmPRM. Cfr. Ildefonso Adeva Martín (1984, 408-
409).
40. En AdsbmPRM ocupa 9 de los 24 folios de que consta; en el ms. 1777 de la
Biblioteca Catalana ocupa 30 de sus 89 folios.
41. AdsbmPRM (fº 218vº).
42. Idem (fº 219vº).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 319

La tercera razón es el valimiento de los grandes intercesores, es


decir, de los ángeles, santos y santas en general, y en especial de aqué-
llos con quienes durante la vida el moribundo mantuvo más estrecha
relación de patronazgo y devoción. Todos ellos conocen el peligro ex-
tremo en que está el agonizante y por eso interceden por él de modo
más comprometido. Se destaca la intercesión de San Miguel arcángel,
del ángel custodio y, de modo particular, la de la Santísima Virgen Ma-
ría43:

“Mas e singularment e sobre todos vos debe de dar confiança e segu-


ridat el refugio de la gloriosa e muy sagrada madre de Dios, e vos debéis
alegrar e consolar e fazer muytas e grandes gracias porque vos ha traído
memoria della e haber desseo de recorer a ella, car aquesta es más piado-
sa que todos los piadosos, e poderosa y más acostada a Dios e a El más
graciosa que todos los sanctos y sanctas de vuestra parte. Por amor de
ella, pues, no dupdáis recorrer e confiar firmement en ella. Car la Iglesia
en persona e loor suya canta e dize: ‘en mí es toda sperança de vida e de
verdat; venit a mí e recorret a mí todos cuantos me desseáis, e seréis lle-
nos de bendiciones e de gracias’”, AdsbmPRM (fº 220vº).

La cuarta razón de confiar proviene de la recepción de los sacra-


mentos, que en virtud de los méritos de la Pasión de Cristo, si el reci-
piente no les pone óbice, causan y confieren la gracia por sí mismos,
con independencia de la bondad o malicia moral del ministro:

“Debéis creír, confiar e estimar que en la confesión vuestra que ha-


véis fecho o faríais si pudieseis e en la absolució que vos es stada dada
por i sacerdot, ya vos son stados perdonados e dexados todos vuestros pe-
cados por grandes e por muytos que hayan seido […]”, AdsbmPRM (fº
222).

La quinta razón reside en la infinita misericordia de Dios, que, si


cabe hablar así, está sobre su justicia, que se mueve por sí misma
–”por su natura”– a socorrer toda miseria y a perdonar todo pecado,
como parece en las parábolas del hijo pródigo y de la oveja perdida, las
cuales tienen plasmación real en el perdón alcanzado por tantos y tan

43. Cfr. idem (fº 219vº-221vº). Se recomienda vivamente rezar la oración “Sen-
tiant omnes tuum iuvamen”, pidiéndole a la Virgen se aparezca visiblemente al mo-
ribundo y le libre de las enseñanzas del enemigo malo. El Maestro Venegas encuen-
tra en esta oración vestigios de superstición y la desaconseja enérgicamente; cfr. I.
Adeva Martín (1987, 322).
320 Ante la muerte

grandes pecadores, cuyos pecados permitió Dios para que su perdón


sirviese de esperanza a todos los demás. Tales son San Pedro, San Pa-
blo..., Longinos, perdonado en el mismo momento de la lanzada44. La
llaga del costado quedó abierta de par en par para entrar en la gloria. Si
con promesas y amenazas Cristo nos conmina a confiar en su perdón y
condena la desconfianza en él como la mayor ofensa y, por otra parte,
nos otorga la gracia del arrepentimiento, señal inequívoca de que nos
quiere perdonar y perdona:

“E singularment e con grant coraçón debéis confiar en él e en sus mi-


seraciones, sabiendo que él vos manda e requiere e vos hi conduce con
promesas e con menazas: que esperéis en él; e se lo tendría muy a mayor
ofensa, si no lo facíais, que todos los otros pecados vuestros. Agora cre-
yer debéis que no lo dice por que vos desampare en las mayores necesi-
dades”, AdsbmPRM (fº 224).

La sexta razón asienta en los méritos de la pasión y muerte de Je-


sucristo, hijo de Dios, que ha satisfecho más que sobradamente a la
justicia divina por todos y cada uno de los pecados y de los pecadores.
Tanto es así que, según San Anselmo, “ninguno que con fe piense e de-
voción invoque la Pasión de Jesús, se pueda dapnar”45. Por eso es con-
veniente leer al moribundo los relatos de la Pasión y las consolaciones
que Cristo hiciera a santa Ángela de Foligno, pues al ver nuestros pe-
cados plenamente satisfechos y saber que Dios no exigirá doble casti-
go, se robustecerá la confianza, puesto que dichos méritos se partici-
pan por los dones de la fe y de la penitencia, por la recepción de los
sacramentos y la ordenación cristiana de la vida; de todo lo cual el ago-
nizante puede tener segura conciencia.
Al término de este resumen conviene subrayar un valor muy nota-
ble de esta exposición sobre la esperanza: lleva al enfermo a interpre-
tar su actual fe, arrepentimiento, etc., como palpables señales, fianza y
garantía cierta del perdón divino, de la gracia de Dios. Y los motivos
para esta interpretación están sacados de la revelación divina y se apo-
yan en la acción y voluntad salvadora de Dios, no en las buenas obras
del hombre; por eso son seguros e inamovibles.

44. Cfr. AdsbmPRM (fº 222vº-224).


45. Idem (ff. 225, 227vº y 228).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 321

2.4.5. Tentación de impaciencia, y su contraria inspiración buena


La formulación de esta tentación es un tanto confusa; en realidad
no apunta a la paciencia, sino a la caridad o amor de Dios, haciéndole
creer al enfermo que las impaciencias, protestas y quejas por causa del
dolor son faltas de caridad, por las cuales debe mucho temer: “si algu-
no recibiere la dolentia o muerte con dolor, señal es que no ama a Dios,
según conuiene” (fº bvº). El ángel bueno le recuerda que “todo lo que
padecemos es con razón”; por tanto son injustas las quejas. Además las
dolencias, bien llevadas, pueden convertirse, ventajosamente para no-
sotros, en pago adelantado de las penas del purgatorio. Por otra parte
la caridad todo lo sufre, y “por eso dize Augustino: al que ama ningu-
na cosa es difícil o imposible” (fº bvº y biii).

2.4.6. Tentación de vanagloria y su contraria inspiración buena


La virtud de la esperanza puede ser atacada por desesperación,
como les ocurre a los pecadores, y por presunción, que es la tentación
propia de los piadosos para que en vez de apoyarse y esperar en la bon-
dad de Dios, se fíen de sí mismos, presuman de sí, e incluso exijan a
Dios el cielo como paga debida en justicia a sus virtudes:

“La quarta tentation es de vna vana gloria spiritual, por lo qual entra
el dyablo a los deuotos et religiosos et perfectos muchas veçes. Ca el ene-
migo quando no puede inclinar al hombre a que desuíe de la fe por deses-
peratión o impacientia, entra le por vn contentamiento de sí mismo, pu-
siéndole tales pensamientos: ‘¡Oh cómo stas firme en la fe, et quan fuerte
en la sperança, et quan constante en la pacientia! ¡Oh quántos bienes has
fecho!’ e cosas semejantes” (fº biiivº).

La inspiración del ángel bueno con citas de S. Isidoro y de S. Gre-


gorio Magno estimula al moribundo a humillarse, acordándose de sus
pecados y sobre todo de la misericordia divina, a ejemplo de San An-
tonio, “cuando el diablo le dixo: Antonio, sábete que me has vencido.
Ca en el punto que yo te quiero enxalçar, tú te homillas e cuando te
quiero homillar, tú te enxaças” (fº biiii).

2.4.7. Tentación de avaricia y su contraria inspiración buena


El Ars moriendi entiende que esta tentación tiene que ver más con
los seglares que con los religiosos, y la centra en fomentar la rebeldía
322 Ante la muerte

ante la muerte por el dolor insufrible que produce la separación y


abandono de la mujer, hijos, amigos, riquezas y proyectos a medio
realizar:

“La quincena tentation que más atormenta a los seculares et carnales


es el mucho ocupar se en los bienes temporales acerca de la muger, fijos
et amigos, et riquezas et las otras cosas que desordenadamente amaron en
su vida. Ca el que bien et seguramente quiere morir deue dexar a parte to-
das las cosas temporales et encomendarse a Dios llanamente. E por esso
dize Escoto sobre el quarto de las Sententias: ‘Si algún enfermo quando
se ve ya para morir, quiere de su voluntad morir et llenamente consiente
en la muerte, como si él por sí mismo se la houiesse escogido, suffriendo
assí con pacientia la pena de la muerte, satisfaze por todos los pecados ve-
niales et haun algo por los mortales. […]46” (fº b5).

La inspiración del ángel bueno no se ciñe a responder a esta tenta-


ción de modo expreso y directo, sino que en general insiste en que el
diablo no puede vencer al hombre, si éste no cede voluntariamente,
pues Dios no permite sea tentado sobre sus fuerzas ya que “Fiel es
Dios que no permeterá que seáis tentados más de lo que podéis, mas
junto con la tentación os fará prouecho para que la podáis sufrir” (fº
b6). Con humildad superará toda tentación o peligro.

2.4.8. Falsa angelomaquia


La atribución de los pensamientos malos a la sugestión del diablo
y la de los buenos a la inspiración del ángel custodio era un género li-
terario muy común en la literatura ascética cristiana. El Ars moriendi
lo emplea con toda normalidad. Con todo se ha tildado este capítulo de
las tentaciones de angelomaquia. ¿Con razón? A mi juicio, no. Porque,
aun dejando de lado la auténtica realidad del género literario, e inter-
pretando el texto materialmente, el diablo y el ángel bueno no pelean
directamente entre sí a ver quién de los dos se lleva como trofeo el

46. Esta tentación en AdbmBod está meramente enunciada y esbozada, y en ella


inserta un sabroso pensamiento de Scoto: el que acepta gustosamente la muerte, sa-
tisface la pena temporal debida por los pecados veniales y algo de la de los mortales,
cuyo lugar propio hubiera sido la inspiración del ángel bueno. Algo parecido le ocu-
rre a AdbmEsc, que en plena descripción de la tentación se pasa a recomendar la con-
veniencia de que no acompañen al moribundo los familiares, amigos, etc. “salvo en
cuanto requiere aquello la salud espiritual dél” (fº 20).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 323

alma del agonista, inactivo y espantado espectador47. Ni siquiera en los


dibujos –piedra de tropiezo en esta atribución– el diablo y el ángel se
miran como sosteniendo entre ambos un reto dialéctico. Aquí el prota-
gonista es el moribundo: zarandeado por la tentación atribuida al de-
monio, y sostenido por las iluminaciones atribuidas al ángel custodio,
pero él es quien decide libremente en cada instante por el bien o por el
mal.
He dicho protagonista y no interlocutor adrede, porque no hay diá-
logo propiamente dicho entre el demonio o el ángel bueno y el agonis-
ta; domina el estilo indirecto o advertencias del Ars moriendi sobre el
contenido y modo con que el demonio le va a tentar y el ángel bueno a
ilustrar. Véanse como ejemplos los trozos transcritos de la tentación de
fe en 2.4.2 y de la tentación de vanagloria en 2.4.6.
Amén de lo dicho, en la misma exposición de la tentación se inter-
calan observaciones, razones y actitudes dirigidas directamente a su
rechazo, que no encajarían en modo alguno en un diálogo o monólogo
del diablo48. Puede servir como ejemplo, además de los inmediatamen-
te citados, el trozo transcrito de la tentación de avaricia en 2.4.7.
Esto no es tan evidente en los grabados, a causa de la deficiencia
esencial de este medio expresivo para transmitir ideas abstractas. Pero
no se debe interpretar la letra por el grabado, sino viceversa. ¿Si en los
dibujos no se hubiera recurrido a esa presencia agresiva del diablo o
consoladora del ángel bueno en relación inmediata con el enfermo,
cómo se habría podido siquiera intentar materializar, sensibilizar, vi-
sualizar ese interno vaivén de pensamientos, sentimientos y emociones
que acontecen en la conciencia lúcida del enfermo? De todos modos,
es digno de notarse que así como el Ars moriendi en su parte escrita
generó una plurisecular y abundante serie de imitadores y continuado-
res, en sus grabados no pasó de la primera generación. Estos grabados
pueden haber contribuido a divulgar cierta idea de tremendismo que
injustamente acompaña la memoria del Ars moriendi por el error me-
todológico de interpretar la letra por el grabado y no a la inversa.
Ante las representaciones pictóricas de la escatología –y ante las
interpretaciones doctrinales a las que se llega, contempladas con ojos
no profundamente católicos– entiende uno cuán oportuna fue la prohi-

47. Quede dicho, aunque sea muy de pasada, que del Ars bene moriendi no se
desprende motivo alguno serio para afirmar que el enfermo ve en su agonía ni al dia-
blo ni al ángel bueno.
48. Vid. lo dicho en el epígrafe 1.6.
324 Ante la muerte

bición de las imágenes de Dios en el Antiguo Testamento. ¿Por qué?


Porque las expresiones artísticas –pintura, escultura, etc.– por su pro-
pia naturaleza sensible extensiva son incapaces de expresar y trasmitir
conceptos abstractos de orden espiritual, cuánto más de orden sobrena-
tural, cuales son los misterios de la revelación divina. Pueden servir
pedagógicamente para fijar la atención de los oyentes y para recordar
contenidos de la fe previamente explicados mediante la palabra o, si se
quiere, para dar colorido e impresionar la imaginación. Pero desde el
punto de vista de la transmisión de los contenidos de la fe es más lo
que ocultan y tergiversan que lo que enseñan, si enseñan algo. ¿Quién,
sin previa catequesis, podría saltar de la contemplación de los lienzos
de Murillo al misterio de la Inmaculada Concepción? ¿O de la visión
de un crucificado al misterio de la redención de Jesucristo? ¿Qué tiene
que ver Dios Padre con esas figuras de ancianos venerables? ¿En qué
se parecen los cuadros de ánimas con el auténtico purgatorio o el jui-
cio final de Miguel Ángel con la realidad? Que los retablos góticos
eran la Biblia de los iletrados sólo es comprensible si se presupone una
predicación previa, que se sensibiliza o se recuerda con pinturas e imá-
genes que hay que trascender, pues lo sobrenatural no puede ser vacia-
do en lo material.
El riesgo de descarrilamiento intelectual se completa cuando se in-
terpreta la doctrina cristiana a partir de dichas representaciones y no a
la inversa. Se puede objetar que este método de interpretación se em-
plea sólo para captar la mentalidad vulgar. Ni siquiera en esta hipótesis
sería bueno; porque el artista cristiano que quiere expresar su fe con
esos medios a todas luces inadecuados, ya sabe a priori que lo que tras-
mite son puros balbuceos que apenas evocan algunos contenidos con-
ceptuales, puros intentos rústicos que deben ser transcendidos, so pena
de no alcanzar el nivel de los conceptos ni la esfera del mensaje evan-
gélico estrictamente dicho. Es decir, que la interpretación de estas ex-
presiones artísticas desde otra perspectiva está abocada necesariamen-
te al error doctrinal. ¿Cómo se puede pintar el horror y el dolor y la
desesperación de la pérdida de Dios, último fin y razón de la existencia
del hombre? ¿Con figuras distorsionadas, ojos desorbitados, caras des-
garradas…? ¿Cómo la malicia del diablo y su odio a Dios y al hombre?
¿Ridiculizándole con pezuñas, cara de mono, rabo de escorpión, dien-
tes de cocodrilo…, atizando las calderas de aceite donde se fríen los
condenados…? Por descuido de estas elementales nociones, intérpre-
tes repentinos achacan después a los cristianos el bochorno de pensar
que el demonio tiene pezuñas… Ante un retablo o imagen que preten-
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 325

da expresar un misterio de la revelación cristiana hay que recordar que


esa expresión balbuciente debe ser transcendida, juzgando que lo que
el artista quiso representar es totalmente o al menos muy diferente.

2.5. Abandono total en la pasión de Cristo


2.5.1. Abandono total y seguro en la misericordia divina
El Ars moriendi podía haberse dado por más que satisfecho con la
doctrina y exhortaciones a la esperanza teologal vertidas en el rechazo
de las tentaciones de desesperación y vanagloria, que constituyen el
auténtico baricentro teológico, pastoral y pedagógico de la preparación
para la buena muerte. Sin embargo, da un paso más49 y lleva al enfer-
mo a abandonarse absolutamente en la misericordia divina, apoyándo-
se exclusivamente en los méritos infinitos de la Pasión de Cristo. ¿Para
qué? Para dar así jaque mate a los posibles miedos derivados de la con-
ducta pasada, virtuosa o pecadora, del moribundo. La virtud de la es-
peranza tiene dos apoyos: el fundamental e infalible, que es la omnipo-
tencia y fidelidad divinas; el secundario y voluble, que es nuestra
correspondencia a la gracia, nuestras buenas obras. De este segundo
apoyo pueden surgir y surgen temores e inquietudes, a veces tremen-
das, dada la intuición personal del déficit de nuestra bondad y la expe-
riencia de la flaqueza de nuestros propósitos. Pues bien, el Ars bene
moriendi, para arrancar de cuajo dichos temores, lleva al enfermo a
una vivencia heroica y sabrosa de la esperanza incitándole a renunciar
a los méritos personales –al valor de sus obras buenas–, y a confiar ex-
clusivamente en la omnipotencia y fidelidad divinas. Esto no lo hace a
nivel de las ideas, pues ya las ha dejado superclaras, sino de las viven-
cias, mediante una pedagogía activa fomentando actos de confianza,
súplicas, propósitos, deseos, gratitudes, etc., hasta lograr que el enfer-
mo se abandone sin reservas y a gusto en la misericordia divina; más
aún hasta lograr que preguste de algún modo la salvación. Aquí cam-
pea, sin duda alguna, el punto cumbre de la preparación última para
bien morir, propiciada por la pedagogía del Ars moriendi.
Para ello se vale en primer lugar de las preguntas e interposiciones
de San Anselmo50 y en segundo lugar de diversas oraciones:

49. Vid. el epígrafe 2.1.4.


50. San Anselmo, Admonitio morienti et de peccatis suis nimium formidanti, PL
158, 685-688.
326 Ante la muerte

a) Las preguntas de San Anselmo


San Anselmo se percató de que un motivo serio, real y general del
cristiano medieval –y del de todos los tiempos– para temer el juicio de
Dios, aun confiando plenamente en el perdón sacramental de los peca-
dos, es, como hemos dicho, la intuición nítida o confusa del déficit de
sus buenas obras, en premio de las cuales entiende que ha de esperar la
salvación de su alma. Esto en orden al pasado. A esto se añade, en or-
den al futuro, la pérdida de confianza en la firmeza de su arrepenti-
miento, dada la experiencia de su inconstancia. San Anselmo quiebra
esta posición llevando al enfermo a contemplar el juicio exclusiva-
mente desde la misericordia infinita: desde los méritos infinitos gana-
dos por Cristo en la Cruz y aplicados por él a todos los bautizados y
arrepentidos. Para ello formula una serie ascendente de preguntas que
el ayudante ha de hacer, sin excusas, al enfermo o éste a sí mismo. En
sus respuestas, que han de ser conscientes y completamente sinceras y
comprometidas, el moribundo afianza la decisión de morir en la fe y en
el seno de la Iglesia; se duele por amor de Dios de todos y cada uno de
sus pecados, sin querer que se le olvide ninguno; propone en serio, si
recobra la salud, enmendar su vida pecadora; perdona y pide perdón, y,
si fuera el caso, restituye. Llegado a este punto, se le pregunta con in-
sistencia sobre su convicción respecto de la verdadera causa de su sal-
vación o, mejor dicho, sobre los auténticos motivos de su esperanza.
Aquí el enfermo se decide a renunciar tajantemente a sus posibles mé-
ritos personales por las buenas obras realizadas y a confiar exclusiva-
mente en los méritos infinitos de Jesucristo en la Cruz. Así se elimina
cualquier prevención o reserva que malogre el filial y despreocupado
abandono en los brazos del Padre Dios. El interrogatorio de San Ansel-
mo tiene dos fórmulas, una más breve para religiosos y otra más deta-
llada para seglares. En el resumen anterior hemos sintetizado ambas y
ahora citamos de la de los religiosos:

“–¿Crees que por ti murió Jesu Christo nuestro Señor? Responda:


creo.
–¿Faces le por esto gracias de todo tu coraçón? Responda: fago.
–¿Crees no poderte salvar, si no por su muerte? Diga: creo.
Pues luego faz le gratias siempre mientras está tu alma en tu cuerpo.
E pon en aquesta sola muerte todo tu consuelo y fiuza; envuélvete todo en
esta muerte” (fº b7).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 327

b) Las preguntas de San Anselmo en AdsbmPRM


El Arte de saber bien morir tiene aportaciones dignas de nota. Uni-
fica las dos formulaciones. Subraya la vivencia de la fe y demás dones
divinos como dato inmediato y palpable de salvación. Intensifica el in-
terés por dejar fuera de toda perplejidad que la salvación está exclusi-
vamente en los méritos de la Pasión que inclinan definitivamente la
misericordia divina en favor nuestro. Helo aquí:
“Item vos demando, si creéis que Iesu Cristo, Filio de Dios vivo, ver-
dadero Dios e hombre, ha preso muert e pasión por vos y por todos los
pecadores e por todo el mundo, e que su preciosa muert e pasión es aque-
lla que tan solament es suficient e bastant a redemir vos e a salvar todos
los pecadores, e que vos ni otro no vos podéis salvar sino por aquélla; e
que tan solament vos queréis alegrar e ayudar daquélla más que de vues-
tras buenas obras, e posáis toda vuestra fe e esperança en aquélla; e que
agora le facéis de todo vuestro coraçón grandes loores e gracias?”,
AdsbmPRM (fº 229vº).

Supuesta afirmativa la respuesta a ésta y al resto de las preguntas,


continúa alborozado el Art de saber bien morir:

“Agora, pues, stat con buen coraçón e con buena confiança, et dat
gracias a nuestro Senyor Dios porque agora vos trováis en tan buena dis-
posición. Car en tal fe e intención e sperança que habéis dito e confesado,
sta la buena preparación e vía de haber salvación. E loat e bendezit a
nuestro Redemptor Jesús porque en tal intención e recuerdo agora stais en
la fin e conclusión de vuestra vida. E confesat e adorat e dat gloria al Re-
demptor Jesús, como por él e por los méritos de su sagrada vida, muert,
pasión infinidament virtuosa, vos ha ganado e merecido e vos face haber
tal intención, propósito, fe, sperança”, AdsbmPRM (fº 229vº-230).
“E de aquí avant todo vos dat, posat e acomandat en los brazos del
rey Jesús, por vos crucificado, e en él posat toda vuestra sperança, e ase-
gurat vos en su visceral amor e tanta clemencia que nos ha mostrado. E
creyet firmement, decit e confesat que aquél solo es toda vuestra ayuda,
toda vuestra defensión, todo vuestro remedio, refugio, reparación, re-
dempción, remisión, reconciliación, e toda vuestra salvación, E solamen-
te en la sancta Cruz e en la muert del FilIo de Dios vos vaya tener et fir-
mar vuestro coraçón, afección e confianza”, AdsbmPRM (fº 230).

c) Las interposiciones de San Anselmo


Por si fueran poco explícitas y decididas las actitudes de abandono
total en la misericordia divina vivenciadas y profesadas por el mori-
328 Ante la muerte

bundo en anterior interrogatorio, San Anselmo se pone en el caso ex-


tremo, casi escrupuloso, de que al enfermo se le ocurra por sí o por su-
gestión diabólica verse en el juicio divino y sentirse condenado. Y,
como era de esperar, porfía en aconsejarle que interponga entre él y la
justicia divina los méritos infinitos de la Pasión de Cristo con segura
confianza:

“E si nuestro Senyor te quisiere juzgar, di le: ‘Senyor, yo pongo la


muerte de nuestro Señyor Jesu Cristo entre tú y mí y tu juizio; e no quie-
ro en otra manera contender contigo’. Si te dixere que mereces ser dam-
nado, responde le: ‘Yo pongo la muerte de nuestro Señor Jesu Cristo en-
tre Ti y mis malos merecimientos. E el merecimiento de su sanctísima
Pasión ofrezco por el merecimiento que yo debiera haber hobido y, guay
de mí, que no lo he’. E diga otrosí: ‘La muerte de nuestro Señor Jesu Cris-
to pongo entre mí y tu ira’. E después diga III veces: ‘In manus tuas, Do-
mine, commendo spiritum meum’, etc. […]. E en esta manera morirá se-
guro y no será damnado” (fº b7).

Con euforia pastoral concluye el Arte de bien morir las anteriores


preguntas e interposiciones: “E así cualquier que a las susodichas inte-
rrogaciones con fe verdadera e no fingida respondiere afirmadamente,
puede tener harta certidumbre51 de su salvación, si así muriere” (fº b8).

d) Las interposiciones de San Anselmo en AdsbmPRM


Como ocurre en las preguntas, también aquí la traducción catalana
es más explícita, y más reiterativa, casi oratoria. Y añade la interposi-

51. Ya se entiende que se habla de la certeza propia de la esperanza. Al leer estas


expresiones de seguridad y certeza de salvación, puede uno experimentar un cierto
desasosiego relativo a la ortodoxia. Así le pasó ya a un puntilloso canónigo de Palen-
cia que en el ejemplar del Manuale secundum usum sanctae ecclesiae Pallantinae
[vid. Apéndice III], que se conserva en la magnífica biblioteca de la Catedral de Pa-
lencia, en el fº 92, a las palabras “no habrá dubda de su salvación” escribió al mar-
gen: “Estas palabras hallo en muchos Manuales y en especial en el Romano; pero,
porque pueden, no entendidas sanamente, dar ocasión de caer en la dañada certidum-
bre de los perversos luteranos, estarán más sanas palabras en lugar de éstas: 'terná
probable certidumbre de su salvación'; o ya que se queden las palabras que aquí es-
tán, entenderse han conforme a las dichas”. De similar manera reaccionó ante la des-
valorización de los propios méritos en la pregunta de San Anselmo “¿Creéis que por
los méritos de la Pasión… y no por los vuestros habéis de ir a la gloria?”, y acota que
debe decirse o entenderse: “no por los vuestros solos”, o “y no por los vuestros sin
los de la Pasión de Cristo”.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 329

ción de la Virgen María, abogada –por divina disposición– de los pe-


cadores:

“Senyor, yo sé e confieso que de mí e de part mía no merezco salva-


ción, ante damnación. Empero, pues conozco que me habéis feito de
vuestros creyentes e penidientes, vos allego de mi part e interposo entre
vos e mí, e entre vuestro judicio e mis pecados, aquellos sagrados méritos
de la preciosa sangre, pasión e muert de vuestro muy caro e perfectament
digno Fijo lesús, Senyor e Redemptor nuestro, qui muy bastant e excesi-
vament por mí e en lugar mío ha satisfecho a vuestra justicia e pagado por
todos mis peccados. E por tanto, por solo sguart de aquellos sagrados mé-
ritos vos demando e espero vuestra remisión, gracia e salvación, e no en
otra manera; e no allego otra cosa de parte mía ni he otro con que obten-
ga ni os responga; ni quiero otro dezir ni allegar ni lo he menester, como
aquesto sea bien suficient et bien bastant e digno de facerme misericordia
e gracia complida” […] “Posa los [peccados], Senyor, en una balança e en
otra la satisfacion, precio e valor de su sangre e muert preciosa. Cierto,
Senyor, aquesta pesará más e es más digna e dará más razón de obtener e
atquirir la tu misericordia que la otra de nuestros pecados para merecer tu
ira e tu sentencia. E de aquí avant toda vuestra ansia sea en tener vuestro
coraçón e esperanca en el glorioso Redemptor lesús”, AdsbmPRM (fº
230vº y 231).

e) Importancia de este interrogatorio e interposiciones


Después de lo expuesto, el Ars bene moriendi considera tan impor-
tantes estas preguntas e interposiciones, que le responsabiliza al ayu-
dante para que se hagan antes de que el enfermo pierda el habla; pero
si esto ocurriere, le insta a que no se omitan, si el enfermo conserva
otros sentidos y puede responder con señas, sean cuales sean las alte-
raciones, sustos y emociones que con ello puedan producirse en el en-
fermo, pues mejor es ayudarle a salvarse asustándole que a condenar-
se por no intranquilizarle:

“E si el enfermo pierde la fabla, sta empero en sus sentidos e oye las


preguntas que le fazen e las oraciones que delante le rezan, responda con
alguna senyal, ca esto basta para la salvación. Deben empero fazer le las
preguntas ante que pierda la fabla. E si las respuestas que fiziere no pare-
cieren sufficientes para la salud, ponga se el remedio necessario infor-
mando le en la meior manera que se podrá, aunque le supiessen descubrir
el peligro de la vida en que sta, aunque de ello se houiesse de alterar mu-
cho. Ca meior es que se salve con espanto saludable, e que haya repenti-
miento que no que se condamne con affalagos e disimulación. Ca muy mal
330 Ante la muerte

parece e cosa es muy contraria a la religión cristiana e cosa es muy diabó-


lica, que por el temor humano al cristiano que sta para morir le escondan
el peligro del cuerpo e de la alma” (fº c5).

Y en consecuencia porfía el Ars bene moriendi en que este interro-


gatorio, si no hay asistente que se lo dirija, debe hacérselo a sí mismo
el moribundo, hasta llegar al pleno arrepentimiento y al total abando-
no en los méritos de la Pasión de Cristo, porque “dize el glorioso An-
selmo: ‘Ni creo que alguno damnar se pueda, si reclamare devotamen-
te la pasión de Cristo’” (fº b8vº).
A la luz de lo dicho se entiende que Ars bene moriendi recomien-
de con insistencia que el moribundo recuerde piadosamente por sí o
otros le lean o narren la sagrada Pasión.

2.5.2. Las oraciones


El segundo recurso al que acude el Arte de bien morir para facili-
tarle al moribundo una muerte en paz, en total abandono en la miseri-
cordia paternal de Dios, es la imitación de Cristo, pues “como, según
San Gregorio, cualquier cosa de las que Jesu Cristo fizo, deba ser amo-
nestamiento e doctrina nuestra, por tanto las cosas que Jesu Cristo fizo
muriendo en la Cruz, aquéllas debe facer cualquier que está en pasa-
miento según su manera e poder”(fº c). Y Cristo rezó en la cruz los sal-
mos 8 y 30 y entregó su alma en un abandono filial en los brazos de su
Padre con las palabras del salmo 21: “Padre, en tus manos encomien-
do mi espíritu”. Luego el moribundo ha de orar, al menos en su inte-
rior, con las mismas disposiciones de conformidad que Jesucristo. Por
eso se le ofrecen, amén de los salmos, unas oraciones breves para que
las rece él, si las sabe, o se las sugiera el ayudante52. La nota dominan-

52. Una a la Santísima Trinidad, una a Dios Padre, tres a Jesucristo, a la Virgen,
una a los ángeles allí presentes y una al Ángel Custodio. Se invita al enfermo a enco-
mendarse a los santos en general y en especial a los que tuviere más devoción. Tres
veces debe repetirse el famoso verso “Dirupisti, Domine, vincula mea” y tres o cua-
tro veces las palabras de San Agustín: “La paz de nuestro Señor Jesucristo…” y sin
número preciso de veces el verso “Largire clarum vespere…” (fº civº-ciii). Quizá al-
guno quiera encontrar en el número tres un claro vestigio de superstición pagana o de
magia. Nada de eso. El número tres siempre ha tenido en la liturgia una especial re-
verencia como culto a las tres Personas de la Santísima Trinidad y también como re-
cuerdo agradecido a los clavos de la cruz de Cristo o de los tres días de espera para la
resurrección de Cristo. Actualmente persiste en las tres invocaciones del Kyrie al co-
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 331

te de todas ellas es el espontáneo y pertinaz reconocimiento de la pro-


pia miseria, y recurso suplicante a la misericordia divina en cuanto he-
cha propicia a nosotros por los méritos de Cristo y la intercesión de los
Santos. Solamente en una se alude a los méritos personales, precisa-
mente para negarles valor. Helo aquí:

“Senyor Jesu Christo, yo tu parahíso demando, no por el valor de mis


merecimientos como sea poluo et ceniza et hun mísero peccador; mas en
virtud de tu sancta passión, con la qual has redemido a mí, desuenturado
peccador, et quesiste mercar para mí el parahíso con tu sangre presiosa”
(fº cii).

Estas oraciones, como ya se indicó en 2.5, están en la parte o capí-


tulo 4º. En el capítulo 6º, AdmbBod añade 19 oraciones más, cuatro de
ellas muy largas53. Deben rezarlas los circunstantes por el moribundo
cuando éste haya perdido el uso expedito de los sentidos. Domina en
ellas idéntica actitud que en las anteriores. Se pide, por ejemplo, a Dios
que perdone los pecados del moribundo “con la muchidumbre de tus
misericordias..., e pues no tiene fiuza sino en tu misericordia sola, re-
cíbele en tu amor” (fº c8vº).

3. Ars moriendi atípico

Llamo Artes moriendi atípicos a los que con idéntica finalidad que
el arquetipo y con título y contenido más o menos similar, estructuran
la materia de modo diverso54. Puede servir de punto especialmente di-
ferenciador la ausencia de la descripción de las tentaciones. También
en éstos se pretende llevar al agonizante a una certeza y como pregus-
to de la salvación mediante la apropiación o revestimiento de los mé-

mienzo de la santa misa y en la devoción mariana de las tres avemarías, y nadie con
sentido común se le ocurrirá pensar que se ocultan en ello resabios inconfesados o in-
conscientes de magia.
53. Ocupan los ff. c7-eiiii y están distribuidas así: tres a Dios Padre (3ª, 6ª y 7ª),
siete a Jesucristo (1ª, 2ª, 4ª, 5ª, 8ª, 17ª y 18ª), una al Espíritu Santo (9ª), dos a la Vir-
gen (11ª y 12ª), dos a San Miguel Arcángel (13ª y 14ª), una al Ángel Custodio (15ª)
y tres propias de la Recomendación del alma (10ª, 16ª 19ª). Son especialmente largas
la 6ª, 7ª, 8ª y 9ª. En la 8ª dirigida a Jesucristo, Dios Hijo, se inserta una invocación no
pequeña a la Virgen María, a los arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael, y
a todos los santos y santas a modo de letanía.
54. Cfr. I. Adeva Martín (1984, 410-13).
332 Ante la muerte

ritos de Cristo. Veámoslo en los dos más antiguos de España, apareci-


dos en Valencia: Art de ben morir, en 1432, y Ars bene moriendi, en
1514.

3.1. “Art de ben morir”


El Art de ben morir, se compuso a raíz del Sínodo Valentino de
143255. Por tanto, prácticamente simultáneo en el tiempo al Ars bene
moriendi arquetipo, al que alude en dos ocasiones56.

3.1.1. Contenido y estructura


No brilla en él una unidad clara, ni lógica ni tipográfica; con todo
cabe considerarlo como un solo arte de bien morir con tres apéndices
o anexos57. El Art de ben morir propiamente dicho, donde reside su
originalidad, ocupa los ff. 1-15r. El primero y segundo apéndice son
piezas devocionales preexistentes, incorporadas para ser leídas al mo-
ribundo cuando la agonía es larga y tranquila. El primero recoge las
Oracions e contemplacions de aquelles Set Paraulas que Ihesu Xrist
dix en la creu (fº 16-25vº); y el segundo, las Confessions e iustifica-
tions del savi peccador (fº 26-31r); el tercero, cuatro oraciones latinas
para ser rezadas por el recién difunto (fº 31vº-32vº).

3.1.2. Unidad literaria del “Art de ben morir”


En este Art de bon morir es difícil determinar se si trata de un solo
método de ayudar a bien morir, dividido en dos etapas, o de dos méto-
dos o artes de morir sencillos, yuxtapuestos.
La posibilidad de esta segunda hipótesis se apoya en el hecho de
que la preparación auspiciada hasta el fº 5r se concluya con la
Recomendación del alma (fº 5vº-10), la cual se reza de suyo cuando la
muerte es inminente, cosa de minutos; por tanto sobraría lo demás.
Concuerda bien con esta interpretación el que en el fº 10vº se repita la
rúbrica de avisar al enfermo para reciba los sacramentos y se prepare a
bien morir.

55. Publicado por S. García Aracil (1976, 371-412).


56. Cfr. AdbmVal (fº 14vº, p. 394).
57. Cabe también dividirlo en cuatro partes: Cfr. I. Adeva Martín (1984, 410 y
ss.); S. García Aracil (1976, 376-380).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 333

Favorece la primera hipótesis el que inmediatamente después de


rezada la Recomendación del alma (fº 10r) se mande salir de la habita-
ción a los familiares y a quienes distraigan al enfermo, indicando así
que entonces comienza la preparación intensiva. Con esto encaja la ex-
hortación que, acto seguido, se le hace al enfermo para que agradezca
a Dios la muerte que le está enviando: en casa, con tiempo y espacio
para haber recibido los Sacramentos y demás auxilios espirituales. La
reiteración del aviso de la proximidad de la muerte se puede explicar
como invitación a aceptarla ya próxima, con generosidad de alma e
identificación con la voluntad divina, recibidos ya los santos Sacra-
mentos. Por tanto en esta hipótesis la colocación de la Recomendación
del alma se debe a una anticipación puramente literaria, no temporal.
Nos decidimos, pues, por esta segunda interpretación: un solo método
o arte de bien morir en dos etapas: inicial e inmediata. La inicial se co-
rrespondería con la enfermedad grave y la inmediata ya con los preám-
bulos de la agonía.

3.1.3. Preparación inicial

Esta parte abarca el aviso al enfermo de la proximidad de su muer-


te, un exorcismo, las preguntas de San Anselmo, oraciones jaculatorias
que debe rezar el enfermo y oraciones que deben rezar los circunstan-
tes.

a) Aviso al enfermo de la proximidad de su muerte


Tres diferencias se pueden notar en relación al Ars bene moriendi
prototípico. Abrevia la exposición de las ventajas de la muerte como
llamada de Dios a la gloria, suprime la estimulación a recibir los sacra-
mentos, y añade lo siguiente: describe la visión beatífica, inculca con
insistencia la presencia salvadora allí entonces de la Santísima Trini-
dad, y la de los ángeles, especialmente de San Miguel y del ángel cus-
todio; invita al enfermo a creer y adorar a la Trinidad y a pedir perdón
por los méritos de Cristo y por la intercesión de la Virgen y de los San-
tos; y previene también de la presencia del demonio.

b) Exorcismo para ahuyentar al demonio


Previo consentimiento del enfermo, el ayudante cruz en mano
exorciza al demonio diciendo “Fuig de aci, fill de perdiçió, damnat,
334 Ante la muerte

obstinat e maleyt, vency per lo Rey de gloria Ihesú Xpist”58. Y añade


otras seis imprecaciones. Tras ellas alienta al enfermo a que, apoyán-
dose en la satisfacción de Cristo y en el perdón de la confesión, no
tema al diablo. Con ello parece pretenderse el efecto logrado por el re-
chazo de las tentaciones en el Ars bene moriendi arquetípico:

“No haiau alguna por al diable, car no pot pus res en vós. Et si us pro-
posa vostres peccats dauant, respondeu li axí: Yo sé que per mos pecats só
digne de tot mal. Emperò la preçiosa sanch e mort del meu Senyor e re-
demptor Ihesu Xpist és bastant a satisfer per tot lo món. E per la sua
clemènçia haia satisfet per mi, indigne pecador, largament, e só absolt de
tots mos pecats per lo sagrament de la santa confessió que ver contrit he
rebuda. Per que daciauant [d’aci avant] te conjur per lo gloriosíssim nom
de Ihesus que ten bages, ne haies pus cura de mi”, AdbmVal (fº 3, p. 384).

c) Las preguntas e interposiciones de San Anselmo


Acto seguido y para afianzar la esperanza en la gracia de Dios se
le hacen al enfermo las preguntas e interposiciones de San Anselmo, al
cual no se mienta, en una fórmula única y abreviada. Se omiten las
preguntas relativas a la profesión de fe y al propósito de morir en el
seno de la Iglesia Católica. Pero se insiste en preguntar por la auténti-
ca causa de la esperanza de salvación con el similar sentido y euforia
esperanzada tal y como se ha comprobado en los apartados los aparta-
dos a) y b) del epígrafe 2.5.1, por lo cual no es necesaria su transcrip-
ción aquí59.

d) Las oraciones para el agonizante y para los circunstantes


Al enfermo se le recomiendan seis oraciones breves en latín, entre
ellas la invocación del nombre de “Jesús”, y 26 peticiones de perdón
sacadas de los salmos60. Los circunstantes, cuando el enfermo pierde el
uso de los sentidos, han de rezar la Recomendación del alma con las
letanías y las nueve oraciones de ritual. Así termina la etapa inicial.

58. AdbmVal (fº 2vº, p. 384).


59. Cfr. idem (fº 3vº, p. 384 y ss).
60. Las oraciones jaculatorias son: “In manus tuas…”, “Redemisti me…”, “Diru-
pisti”, “Domine”, “vincula mea…”, “Iesu, Iesu…”, “Maria, mater gratiae…”,
“Monstra te esse matrem…”, muy comunes en la devoción de entonces. La invoca-
ción al nombre de Jesús es una novedad en relación con el Ars bene moriendi arque-
tipo. La devoción al nombre de Jesús, tan querida para San Bernardo, tuvo después
mucho arraigo en las preparaciones para la buena muerte.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 335

3.1.4. Preparación inmediata o al inicio de la agonía


Ahora comienza la preparación última o inmediata para bien mo-
rir. Para ello, como primera providencia, se expulsa de la habitación
del enfermo a quienes lloran y perturban, incluso a la mujer y a los hi-
jos61. El enfermo se queda solamente con los ayudantes o asistentes.
Los cuales le estimulan a que dé gracias a Dios por haberle concedido
una muerte con tiempo y serenidad para prepararse bien, habiendo re-
cibido los sacramentos de la Madre Iglesia.
Se desarrolla con las tres actuaciones siguientes: la aceptación gus-
tosa de la muerte en plena conformidad con la voluntad divina, el true-
que de los posibles méritos personales por los infinitos de la Pasión de
Cristo, y el testamento espiritual. Veámoslas una por una.

a) Comunicación y aceptación de la muerte


Con una observación impersonal, casi ritual, se recuerda que todo
cristiano que se siente mal y quiere bien morir, debe pedir los sacra-
mentos de la Iglesia y rogar a los circunstantes que le avisen la hora de
la muerte para aceptarla de buena voluntad. Para lo cual se ofrece una
fórmula que termina así:

“Yo, Senyor meu, creador meu, […] accepte e prench a glòria vostra
aquesta mort e la hora e manera de aquella, ab infinides gràcies, Senyor,
queus faç de totes les preparacions que mi haueu donades, soplicant vos-
tra Magestat que en lo dia general de la santa resurrectio, no per alguns
mèrits meus, mas per sola misericòrdia vostra, me acullau e rebau ab los
vostres Sants en vostra glòria”, AdbmVal (fº 10vº).

b) Confianza absoluta en sólo los méritos de la Pasión de Cristo


En este contexto el agonizante, consciente de su poquedad y mise-
ria –de su nada–, para apoyar indefectiblemente su esperanza de salva-
ción renuncia solemnemente a todos sus posibles méritos y se refugia
exclusiva y regaladamente en la sola misericordia divina, que se hace
palpable en la Pasión de Cristo:

“E per [açò] com tot christià deu regonèixer e confessar que poch li
valen totes ses preparacions e indústries ni res de ses bones obres e mè-
rits, si la infinida bonesa e poder de nostre Senyor Dèu nol guarda e

61. Cfr. AdbmVal (fº 10, p. 390).


336 Ante la muerte

deffèn de totes temptacions e perills e nol vol saluar per sola misericòrdia
sua e mirant a la gran dignitat e mèrits de Ihesú Xrist; per tal yo ara, rego-
nexent e confessant aquesta santa veritat e iustícia et donant ne llaor e
glòria a nostre Senyor Deu e desconfiant totalment de mi mateix, lo su-
plich tan humilment com puch, que, no guardant a mì ni a res que sia pro-
cehit de mi, mas a sì mateix e a çò que la sua gran pietat e clemència ha
obrat e obrarà en mi, e als preciosos e molt dignes mèrits de Ihesú Xrist,
los quals ara per llauors e per tos temps li offir e presente, me deffena e
endreçe en lo camí de salvaçió, speçialment en aquella hora de la mia fi,
em do lo seu sant Regne. Car yom sotsmet e coman tot a la sua inuenci-
ble protectió e misericòrdia, hi de aquells soles e del seu reverent Fill Ihe-
sus sper e confiu, e axí me assegure e aconsole. E prech que açò me sia
reduit a memòria e legit en lo article de la mia mort”, AdbmVal (fº 11, p.
391).

No puede quedar más claro que el agonizante guiado por el Adbm-


Val fundamenta la esperanza de su salvación únicamente en la miseri-
cordia divina manifestada en los méritos infinitos de la Pasión de Cris-
to, y por ende la esperanza es segura e inamovible.

c) Testamento espiritual
A continuación el agonizante, queriendo hacer irrevocable esta
confianza, dicta un vibrante testamento espiritual, con tres partes bien
diferenciadas en las que determina su deseo y marca los medios para
conseguirlo62.
En la primera el agonizante profesa su decisión inamovible de per-
severar y morir en la fe de la Iglesia Católica, negando desde entonces
cualquier valor a las posibles vacilaciones o retractaciones que pudie-
ran ocurrir en la agonía y a los signos externos aparentemente contra-
dictorios que entonces pudieran producirse:

62. Esta clase de testamento espiritual, a parte de la profesión de fe católica y de


la intención de morir en ella, con que se solían encabezar los testamentos normales
civiles, ha pervivido casi hasta nuestros días. En España lo vulgarizó el P. Eusebio
Nieremberg, en la segunda edición de su Partida a la eternidad y preparación para
la muerte, Madrid, 1645, en cuyas páginas 126-131 insertó el Testamento o última
voluntad del alma, ordenado por San Carlos Borromeo para la hora de la muerte. Este
testamento, con algunas adaptaciones accidentales, ha sido muy publicado tanto en
España como en Méjico, incluso en el siglo XX. Llama la atención por su extensión
y profundidad doctrinal el del Maestro Venegas, trascrito en I. Adeva Martín (1987,
492-506).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 337

“E per seguretat e repòs de ma conciència e consolaçió de la mia àni-


ma fas la present confessió e protestaçió. E primerament crech e confés
tot com e quant crèu e confessa Santa Mare Sglésia, hi en la santa fe e
vnió e obediènçia de aquella, hi dels sants manaments de nostre Senyor
Deu vull viure e morir. E ara per lauors e per cascun pas de la mia vida,
proteste contra tota mala temptatió quem vingués en contrari o per ma-
líçia del demoni o per alienació del enteniment. Car no consent en res que
sia contra la santa Fe ans hi dissent expresament ab la present scriptura.
Com yo verdaderament cregua que aquesta sola e no altra és la fe verda-
dera, la qual me pot dar saluaçió. Per la qual esper resurrectió e plena be-
atitut al cors e a la ànima”, AdbmVal (fº 11vº, p. 392).

Continúa explayando el pensamiento de que Jesucristo es el único


salvador en la Iglesia, su Esposa: “doctrina e fe […] verissima e infa-
llible e consolació altissima dels xristians”, AdbmVal (fº 12, p. 392).
En la segunda parte el agonizante nombra procuradores suyos a los
que se hallaren presentes a su agonía, clérigos o laicos, para que en su
nombre y persona recen las oraciones y hagan los actos piadosos que
les deje indicados o él haría obrando prudentemente. Se decide a ello
ante las previsibles congojas y debilidad de la agonía y por no dejar
medio que poner por su parte:

“Per tal dessignant fer per miga e aiuda de mos proïsmes ço que en
aquella hora no poré fer per mi mateix hoc, e confiant més dels mèrits e
oracions de aquells que de les mies, ara per llauors faç e elegesch en pro-
curadors meus totes aquelles persones ecclesiàstiques e seglars, hommes
e dones, ques trobàran en lo article de la mia mort, a dir e fer per mi e en
loch meu e persona mia la damunt dita confessió e protestaçió, e a dir per
mi totes aquelles oracions e deuocions que seran necessàries e útils a sa-
luació de la ànima mia per aquella hora, conformes ab Santa Mare Sglé-
sia e aprouades per la santa fe cathòlica. E especialment los faç tots pro-
curadors e pares meus a dir e confessar per mi e en persona mia les coses
següents, les quals prechs sien partites en diuerses persones e dites per mi
continuament fins que la mia ànima peccadora sia separada dels cors”,
AdbmVal, (fº 12-vº, p. 392).

En la tercera parte el testador señala los socorros espirituales que


solicita le sean prestados en sus últimos momentos. Respecto de las
oraciones son las siguientes: el Credo mayor63, el Credo menor64 y el

63. El Símbolo Niceno-Constantinopolitano, cfr. DS, 150.


64. El Símbolo Apostólico, cfr. DS, 29-30.
338 Ante la muerte

“Quicumque vult”65; los siete salmos penitenciales; los cuatro relatos


de la Pasión; los 151 versículos que Jesucristo dijo en la Cruz; las Sie-
te Palabras que Cristo pronunció en la Cruz; el salterio; la interrogato-
rio de San Anselmo; los cinco paternoster66; Padrenuestros, avemarías,
misereres, salves, magníficats, Ave maris stella, In manus tusa, tres ve-
ces el versículo Dirupisti, las Confessions del savi peccador67. Pide
también que se le ponga delante un Crucifijo visible y que se le encien-
da durante su agonía un cirio bendecido, “en significatió e remem-
brança de aquell tot lluminós e benauenturat Ciri, llum e alegria del cel
e de la terra”.
Aquí podría ponerse el punto final al Art de ben morir valenciano.
Lo que sigue tiene carácter de apéndice, constituido por dos piezas
oracionales y por unos responsos post mortem.

3.1.5. Los apéndices


Como se acaba de decir, el AdbmVal propiamente dicho termina
con el testamento espiritual. Con todo añade tres anexos o apéndices.
Los dos primeros contienen las oraciones que el testador pide le sean
rezadas o leídas en su agonía; y el tercero, las que solían rezarse por el
recién fallecido.

a) “Set Paraules que Ihesu Xrist dix en la Creu”


El primer apéndice son las Oracions e contemplacions de aquelles
Set Paraules que Ihesu Xrist dix en la Creu. Esta pieza tiene entidad y
personalidad por sí misma y puede afirmarse que se copió de un ora-
cional. Ocupa 10 de los 32 folios de la obra. A cada una de las siete pa-
labras, tras su enunciado, sigue una contemplación, es decir, una recrea-
ción piadosa de las circunstancias y del estado anímico en que Cristo
la pronunció, y una oración en la que el agonizante confiesa sus culpas
relacionadas con la respectiva palabra y pide reconciliación por sólo
los méritos del Crucificado, plasmación de la misericordia divina. La
contemplación más extensa es la sexta palabra: “Ya es tot acabat”68,
que recorre toda la vida de Jesucristo.

65. El Símbolo Atanasiano, cfr. DS, 75.


66. Sobre esta devoción un tanto extraña vid. I. Adeva Martín (1989, 832 y 883).
67. Tanto aquí como en las Siete palabras envía a los respectivos folios posteriores.
68. AdbmVal (fº 21vº-24, p. 401-403). Meditaciones similares pueden leerse en
Confort de la peregrinació humana en la cual se posen totes les coses necessaries
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 339

Todo este devoto ejercicio está transido de veneración, adoración


y gratitud a Jesucristo Crucificado por una parte y por otra de actos de
contrición por motivos de amor a Dios. Y con segura confianza en la
misericordia divina el agonizante suplica la salvación.

b) “Confessions e iustificacions del savi peccador”


El segundo apéndice transcribe las famosas Confessions e iustifi-
caçions molt sanctes e segures del savi peccador qui ab temps se ap-
parella a ben viure e morir69. Alguien las ha juzgado como el arte de
bien morir más antiguo y genuino de los catalanoparlantes70. Son diez
oraciones breves, de profundo contenido dogmático y ascético, verti-
do en un lenguaje enérgico y radical, que llevan al enfermo desde el re-

que deben ser legides a qual se vol devot chrestià qui en lo article de la mort se tro-
ba, Barcelona: Carlos Amorós, 1533, fº bv-b7vº.
69. Ponemos a continuación el título de cada una con un breve resumen. Comienza
con una oración introductoria: “Que enten affer” en la que ejercitante se confiesa peca-
dor, pero tiene plena confianza en la misericordia divina y de los santos (fº 26, p. 405).
1ª) “De la fe”: Cree todo y como lo cree la santa madre Iglesia, quiere morir en
su seno. Ahora rechaza cualquier negación postrera. Pide fuerza para ser fiel (fº 26,
p. 405-406). [la misma temática y parecido desarrollo que en el apartado c) del epí-
grafe 3.1.4]
2ª) “Per quis te”: Confiesa haber pecado mucho y merecer mil infiernos. Agra-
dece la paciencia de Dios, que ha esperado su arrepentimiento y le ha ofrecido la pe-
nitencia (fº 26vº-27, p. 406).
3ª) “Del penedir”: Pide perdón con más dolor y especifica más los pecados de
omisión y comisión, y el propósito de la enmienda, y se reconoce más indigno del
perdón (fº 27-27vº, p. 406).
4ª) “Dels ignorats e oblidats”: Pide le haga conocer todos los pecados cometidos
por ignorancia y los olvidados, para pedir perdón de ellos (fº 27vº, p. 407).
5ª) “Del proposit”: Propósito firme de enmienda; agradece a Dios la gracia del
propósito que sólo viene de Él y le pide fuerza para cumplirlo (fº 28, p. 407).
6ª) “Del oy e de les occasions”: Pide a Dios odio a los pecados y fuerza para huir
de las ocasiones, pues sin Él, nada (fº 27vº-28, p. 407-408).
7ª) “Del perdonar”: Perdona de corazón, pues es condición para ser perdonado
(fº 27vº-29, p. 408).
8ª) “Del restituir”: Pide a Dios la gracia de recordar a todos ofendidos para resti-
tuirles (fº 29, p. 408).
9ª) “Del depullar e vestir”: Se despoja de –renuncia a– todos sus méritos y se vis-
te exclusivamente con los infinitos de Cristo (fº 29vº-30, p. 408-409).
10ª) “Acçió de gracies”: Por todas las gracias recibidas en estas oraciones y du-
rante toda la vida (fº 30-vº, 409-410). Y se añade una oración de acción de gracias a
la Virgen y al Ángel Custodio.
70. Cfr. A. Fábrega y Graus (1955, 97).
340 Ante la muerte

conocimiento y confesión de los pecados hasta el más total y deleitoso


abandono en la misericordia divina. La oración novena alcanza, a mi
juicio, el punto cumbre de este proceso purificador. Se titula Del depu-
llar e vestir. Aunque es larga –tres veces más que las otras–, pienso
que se debe transcribir tal cual aparece en el original:

“Senyor, yo crehent e confessant fermament que per mi pecador


haueu liurat a mort lo vostre preciós Fill e Senyor meu Ihesu Xrist, e que
en altra manera non puch saluar sinó per los mèrits de la sua sagrada mort
e passió, e que les mies iustícies e bones obres són tan vils e miserables e
tan imperfetes e indignes que més són dignes de pena que no de mèrit ni
retribuçió alguna, speçialment que per aquelles yon degués a conseguir ne
sperar remissió de pecats ni aquell regne inefable vostre; per tal, Senyor,
yo regonexent per gran gràçia vostra aquesta veritat e justíçia, me despull
e despròprie ara en presènçia vostra de tots los dits mèrits meus o que
yom aga cuydat ésser mèrits e de tota la confiança ni sperança que yo he
agut en aquells o per aquells en quant de mi son proçehits. E encara de to-
tes qualsevol indústries e preparaçions mies en quant yo aga pensat ni
cregut que per ésser proçehits de mi ni de qualsevol preparaçió, devoçió
ni indústria mia fossen dignes ni merexedors de nenguna gràçia vostra.
E axí despullat e tot nuu, Senyor, davant vos no sens gran confussió e
vergonya mia, mas confessant e regonexent veritat e iustíçia e seruant a
vós aquesta honor e reuerènçia, segons deig, lo meu vestir, Senyor, és
aquest ab gran alegria e acçió de gràçies. Ço és que vist, abrigue e cobre
totalment la mia gran pobrea, nuditat e vergonya ab los dits mèrits sobres
excellents e infinidamente dignes e copiosos del vostre gloriós Fill e ab la
infinida pietat, bondat e misericòrdia vostres. E axí vestit e abrigat de
aquells, e solament de aquells confiant e aquells offerint, presentant, recla-
mant e int[er]posant ara e per tots temps e speçialment per lo article de la
mort entre vos, Senyor, e mi e entre la vostra iusta indignaçió e ira contra
mi e contra los meus abominables pecats, Vos suplich, tan humilment com
puch, me prengau a vènia e mercè, em doneu lo vestre sant regne de mera
pietat e gràçia, migançant aquells treballs que de mi e per mi haueu orde-
nat per a conseguir aquell ésser faedós. Los quals yo indigne migançant la
gràçia vostra volenterosament accepte e so prest e apparellat de complir.
Ca non dupte jens que molt maior volentat e desig haureu vós, Senyor, de
donar lom que yo pecador de pendrel, e maior de perdonar me e donar me
totes les disposiçions que he mester per a la salut de la mia ànima, que yo
de pèndreles; tanta e tan infinida és la vostra clemència e bondat, e tanta la
mia culpa e la mia fredor e ceguedat”, AdbmVal (fº 29vº-30, p. 408-09).

La renuncia es tan radical que no extraña que algún revisor de li-


bros posterior al Concilio de Trento, en el que se definió contra los lu-
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 341

teranos el valor meritorio de las obras hechas en gracia de Dios, la


haya tachado, tornándola ilegible, en el ms. 480 (fº 108-vº) de la Bi-
blioteca de Cataluña.
Pero tampoco es extraño que como el Ars moriendi prototipo pro-
rrumpa en exultaciones de seguridad de salvación: “Qui aquestes glo-
rioses confessions lealment fasa en la vida e en la mort, pot fermament
creure e star ab segura confiança e sperança que es en estament de sa-
luaçió. Amen”, AdbmVal (fº 31, p. 410).

3.2. “Ars bene moriendi” ritualizado


Estudiamos ahora un arte de bien morir que, por estar inserto en un
manual de administrar los sacramentos (Manualia sacramentorum),
podemos llamar ritualizado, es decir, aceptado oficialmente por la je-
rarquía para servir de pauta autorizada a los clérigos en la atención
pastoral a los enfermos en su etapa final, esto es, para ayudarles a mo-
rir cristianamente, en el seno de la Iglesia con la esperanza bien funda-
da de la salvación eterna.

3.2.1. Título, autor y localización


Se titula Ars bene moriendi, pero dice que está concebido “ad ins-
tar mortis eiusdem Redemptoris […], ars patris verissime asseritur” (fº
ciii). Se desconoce su autor. Se encuentra inserto por primera vez en
“Ordinarium de ministratione sacramentorum iuxta laudabilem ritum
almae sedis Valentinae... Valenciae, per Ioannem Joffre” (1514, ff.
103-18). Después lo copian los ordinarios o manuales de administra-
ción de los sacramentos de las diócesis de Tarragona en 1530 y 1550,
de Seo de Urgel en 1536 y 1548, y de Cartagena en 1545. Usaremos
este último por la comodidad del castellano.

3.2.2. Contenido y estructura


Apoyándose en el aserto de S. Gregorio Magno: “Omnis Christi
actio nostra est instructio” puesto que Cristo primero hizo y después
enseñó, este Ars bene moriendi concibe la preparación para la buena
muerte como imitación de la muerte de Jesucristo. En consecuencia la
escalona en tres partes. En la primera, siguiendo el ejemplo de Cristo
que anticipó a sus discípulos lo que le iba a ocurrir en Jerusalén, adoc-
trina a los ministros de la Iglesia sobre lo que tienen que saber y hacer
342 Ante la muerte

en la atención a los moribundos. En la segunda, a ejemplo de la apari-


ción del ángel en Getsemaní, estimula y enseña a anunciar al enfermo
la proximidad de su muerte. En la tercera, viendo que Jesús “factus in
agonia prolixius orabat”71, expone los actos de piedad que el enfermo
debe realizar en su agonía. La primera parte está en latín, y la segunda
y tercera en lengua vernácula: catalán o castellano.

3.2.3 Primera parte


Contiene doce documentos, dirigidos a los clérigos con cura de al-
mas, en los cuales les enseña qué deben hacer, aconsejar y exigir a los
enfermos:
El 1º estimula a recibir el sacramento de la penitencia.
El 2º enseña las ventajas espirituales de redactar el testamento en
gracia de Dios.
El 3º pondera el valor de la Santa Misa sobre los demás sufragios.
El 4º expone los pros y contras de la misa de requiem en relación
con la del santo del día.
El 5º analiza si es mejor encargar misas manuales o fundar aniver-
sarios perpetuos.
El 6º recuerda los objetos piadosos que debe haber en la habitación
del enfermo: imagen del Crucifijo y de la Virgen, agua y cirio benditos
para ahuyentar a los demonios.
El 7º insiste en que no debe darse al enfermo excesiva confianza
de recuperación.
El 8º exhorta a fomentar el espíritu de contrición, es decir, de sin-
cero arrepentimiento de los pecados, por amor de Dios, para alejar el
peligro de la desesperación.
El 9º señala qué personas y cosas deben ser alejadas de la memo-
ria y presencia del moribundo;
El 10º qué personas –los ayudantes– deben acompañarle en la ago-
nía.
El 11º enumera las cosas que se le deben recordar, como el relato
de la Pasión, oraciones, preguntas, etc.
Y el 12º comienza con la exhortación al enfermo, citada al final de
1.4, aunque aquí en latín, a procurarse unos ayudantes, y les indica a
éstos las oraciones y actitudes que deben observar una vez que el en-

71. Lc, 22, 43.


“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 343

fermo ha perdido el uso de los sentidos: sustancialmente rezar salmos,


el Pater noster y el Credo, pidiendo perdón, aceptando y ofreciendo la
muerte, reafirmando la fe… El ejemplar de Cartagena, sin embargo,
sustituye todo esto, salvo la exhortación, por la Recomendación del
alma72.
De estos doce documentos son nuevos con relación al Ars bene
moriendi típico los nn. 2º, 3º, 4º y 5º73. Se trata de actuaciones que de-
ben resolverse de suyo en salud o antes de que la enfermedad apriete;
por tanto no se contemplan propiamente en los artes de bien morir. El
8º responde a la mentalidad recelosa de la penitencia tardía. Todos los
demás se mantienen en la doctrina e incluso en las expresiones del ar-
quetipo.

3.2.4. Segunda parte


La segunda parte es una comunicación de la proximidad de la
muerte, compuesta en estilo directo, que puede leerse tal cual al enfer-
mo. Baraja las mismas ideas y afectos que Gerson y que el Ars morien-
di prototipo (vid. epígrafe 2.2.3), induciendo al enfermo a ofrecerse en
unión al sacrificio de Cristo en la Cruz y a acoger la muerte con ale-
gría, en conformidad con la voluntad de Dios, puesto que le abre la
puerta a la auténtica felicidad. Añade unas reflexiones muy oportunas
para los moribundos jóvenes.

3.2.5. Tercera parte


Se desarrolla a lo largo de seis capítulos, de ordinario en forma de
oración directa dirigida a Jesucristo, de modo que el ayudante puede
leérsela sin más al enfermo y éste encontrar en ella adecuada expresión
de sus creencias, deseos y sentimientos.
El capítulo primero comienza constatando la debilidad sentida por
Cristo en Getsemaní. Si Cristo desfalleció, el enfermo no se escandali-

72. Es decir, por las letanías de los santos con las siguientes oraciones, cuyo co-
mienzo es así: “Proficiscere, anima christiana…”; “Deus misericors, Deus cle-
mens…”; “Commendo te omnipotenti Deo…”; “Suscipe, Domine, servum tuum…”;
“Commendamus tibi, Domine, animam…”; “Delicta iuventutis…”.
73. Toda esta temática la desarrolla en 1537 con cierta amplitud el Maestro Vene-
gas en su Agonía del tránsito de la muerte, cit. en la nota 33, Punto segundo, cap. X-
XV y Punto cuarto, cap. I-XI.
344 Ante la muerte

za de que le pueda ocurrir lo mismo, y toma medidas ahora para enton-


ces: hace una profesión solemne de fe, pronuncia su deseo irrevocable
de morir en el seno de la Iglesia Católica, se arrepiente con contrición
perfecta de todos sus pecados, pide perdón y perdona, quiere restituir,
y si en el trasteo de la agonía hiciere o manifestare algo contrario a lo
expuesto, ahora para entonces lo rechaza con todas sus fuerzas, fiado
exclusivamente en la gracia divina: “como por mí mesmo no sea bue-
no para ninguna cosa de bien ni cosa de virtud y merecimiento, y sin
vuestra ayuda y gracia yo no podría tener tanta fe ni arrepentimiento
como sería menester, ni menos podría quedar en perfeción semejante
ni estado de gracia”, AbmVal (fº cxi). La sinceridad de estas conviccio-
nes y decisiones cuaja en la elección de los que estuvieren presentes a
su agonía como procuradores que en su nombre las actualicen cuando
pierda los sentidos, especialmente en “aquel postrimero puncto que mi
ánima se querrá apartar del miserable cuerpo”.
La postura de alma latente en los dos bloques de este capítulo es
similar respectivamente a la descrita en las partes primera y segunda
del testamento espiritual del AdbmVal (vid. el apartado c) del epígrafe
3.1.4).
El capítulo segundo enseña a imitar a Cristo llevando la Cruz an-
tes de morir por los pecadores. Para ello el ayudante le entrega al en-
fermo una cruz o crucifijo, como instancia para morir crucificado con
Cristo y como arma para combatir los embates del demonio. El ayu-
dante le mueve a identificarse alegremente con la voluntad divina, le
especifica las virtudes de la Cruz de Cristo, donde está nuestra salva-
ción, le recuerda que es arma eficaz contra satanás, altar en que se in-
moló Cristo por los pecadores, e interpreta la postura de la cabeza, del
cuerpo, del costado, de las manos, de los pies, etc., como signo de per-
dón de determinados pecados e invitación a refugiarse en la misericor-
dia divina tan palpablemente manifestada.
El capítulo tercero incita al enfermo a que, a ejemplo de Cristo que
en la Cruz acudió a su Padre celestial, recurra en primer lugar a Dios
Padre poniendo entre su juicio y su alma los méritos de la Pasión de
Cristo: el mismo pensamiento y similares palabras que en las interpo-
siciones de San Anselmo (vid. los apartados a) y b) del epígrafe 2.5.1,
y el apartado c) del epígrafe 3.1.3).
Después ofrece al enfermo, o al que haga sus veces, sendas oracio-
nes a la Virgen María, al Arcángel San Miguel, al Ángel Custodio y a
todos los Santos y Santas del cielo. En ellas invoca su protección apo-
yándose por una parte en los títulos de cercanía a Dios que cada uno
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 345

tiene, y por otra en el estado de miseria y necesidad en que el enfermo


se encuentra, sin aludir siquiera a posibles méritos personales –por ac-
tos de culto, procesiones, etc. realizados en honor de ellos– ni a prome-
sas de futuro.
El capítulo cuarto ruega al enfermo que, a ejemplo de Cristo que
admitió ser confortado por un ángel, acepte “con gran plazer el con-
suelo que por el ángel Raphael te será hecho por parte de los sanctos”
(AbmVal, fº cxivvº). El contenido de este consuelo viene a ser un calco
de la inspiración del Ángel bueno en la tentación de desesperación
(vid. el epígrafe 2.4.3).
El capítulo quinto incita al moribundo a que, a ejemplo de Jesús
que entregó su vida al Padre en la Cruz, reviva en sí la Sagrada Pasión.
Comience llorando contritamente sus pecados, se reconozca carente de
méritos propios y recurra a los abundantísimos de Cristo, pues “vues-
tra preciosa muerte y passión es de tanta virtud y efficacia que, si infi-
nitas vezes el peccador perdonado boluiesse a peccar, infinitas vezes
sería recebido a merced. Ca mejor ha satisfecho vuestra sancta passión
por mis peccados, que no yo aunque siempre hiziesse penitencia en
purgatorio” (AbmVal, fº cxvi).
Continúa haciendo ver al enfermo cómo Cristo ha satisfecho en la
pasión por sus pecados de soberbia, de envidia, de la lengua: hablando
(blasfemias, murmuraciones, difamaciones, injurias, etc,) y comiendo
(gula, ayunos, abstinencias, etc.), del tacto, de la voluntad (odio, ren-
cor, etc.), de los pies…
Y concluye con un ferviente deseo de compadecer la pasión de
Cristo para poder entrar en la torre de la Cruz y abandonarse así a tra-
vés de y con Cristo crucificado, en los brazos de Dios Padre:
“Abrid, pues, Señor, la puerta de vuestra misericordia, pues a cuan-
tos con feruor y humildad a vos recorren, en vos hallan retraymiento se-
guro; y assí yo, peccador inútil, puesto caso, indigno, con tal confiança,
teniendo en vos firme fe con amor y charidad encendida, a vos me enco-
miendo y en vuestras manos por mí clauadas me lanço, y pongo74, imitan-
do a vos, Señor, que en tal exercicio constituido según vuestra humanidad
con biuas lágrimas y boz esforzada dixistes a Dios vuestro Padre: In ma-
nus tuas, Domine, commendo spiritum meum” (AbmVal, fº cxviivº).

En el capítulo sexto, como su título indica, “por caridad el pacien-


te es encomendado a Dios Crucificado”, a lo que se añade un “despe-

74. En el original: “ponga”.


346 Ante la muerte

dimiento de caridad y recomendación del alma”. Las ideas y los afec-


tos y buena parte de la misma literalidad están tomadas de la Recomen-
dación del alma75, en la que se mantiene la misma doctrina y la misma
actitud de súplica del Ars bene moriendi: “Señor, libra a este moribun-
do por tu misericordia y por la intercesión de todos los santos y san-
tas”. En una oración se aduce como único y máximo mérito para pedir
perdón por los pecados del agonizante su fe en el misterio de la Trini-
dad:
“aunque por su gran culpa aya diuersas vezes peccado, empero a vos,
Señor Dios inmenso, Padre y Hijo y Espíritu Sancto, en unidad de essen-
cia firmemente ha confessado y en el zelo de aquella sancta creencia fir-
memente ha perseuerado, adorando, creyendo y glorificando de coraçón
y boca tal vnidad de essencia en trinidad de Personas” (AbmVal, fº cxviii).

4. Conclusiones

Ars bene moriendi recoge la doctrina tradicional de la Iglesia y la


enfoca hacia su vivencia en los momentos más decisivos de la vida del
hombre. Limpia algunas verdades de las adherencias negativas prove-
nientes de una comprensión parcial o sesgada, y subraya como se de-
duce de la naturaleza de la fe cristiana, la tranquilidad de la esperanza
de salvación. Pero sin prescindir del riesgo de la condenación, indes-
pegable de la libertad creada; riesgo que, por contraste, resalta la dig-
nidad humana.
Su núcleo doctrinal es perenne, tan válido entonces como ahora,
tan aplicable entonces como ahora, si se sabe prescindir de los elemen-
tos accidentales propios de aquella época.
Especificaré algunas de las conclusiones que, a mi juicio, se des-
prenden por sí solas de la lectura anterior. Ni son todas ni quizás las
más importantes.

1ª) La salvación eterna, valor absoluto y principio de hermenéu-


tica
La vida aparece claramente como camino hacia la felicidad eterna,
y su valor se calibra por su fin: si éste se consigue, el éxito es rotundo,

75. Vid. los folios cvii-cix.


“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 347

haya sido el que haya sido su desarrollo; si no se consigue, aunque su


desarrollo pudiera calificarse de socialmente placentero y feliz, el fra-
caso es infando. Por eso el cristiano ha de poner en juego, por amor a
sí mismo y al prójimo, todos los medios posibles, por arriesgados e in-
cómodos que parezcan, para garantizar, en lo que de él dependa, un fi-
nal en gracia de Dios.

2ª) Desinterés por la fisiología de la muerte y de la enfermedad


En consecuencia a lo dicho, al Ars bene moriendi sólo le importan
las circunstancias de la muerte y de la enfermedad en cuanto dificultan
o favorecen la consecución del susodicho fin en gracia de Dios. De he-
cho no dedica una línea siquiera a describir la fisiología de la muerte,
ni la nivelación a cero de todas las desigualdades sociales, que lleva
consigo. Se diría que desconoce Las danzas de la muerte. No mienta
siquiera el cadáver para mover al arrepentimiento. La enfermedad sólo
está presente como ocasión de las tentaciones de impaciencia y de re-
beldía contra Dios, y de rechazo como oportunidad para adelantar el
pago de las penas del purgatorio. La muerte no asusta, no es un tabú,
es simplemente el final de la vida, ardientemente deseable en cuanto
puerta abierta a la felicidad eterna.

3ª) Vida buena, muerte buena


En coherencia con lo anterior, Ars bene moriendi sienta como
principio elemental que la mejor preparación de la muerte es la vida
buena: la vida en gracia de Dios, porque en boca de San Agustín: “Non
potest male mori qui bene vixerit”76. Por eso, las circunstancias de la
muerte –repentina77, dolorosa, plácida o atormentada, etc.– son irrele-
vantes. De rechazo el Ars bene moriendi se convierte en Ars bene vi-
vendi, pues la preparación remota debiera ser la normal entre cristia-
nos. No se le puede acusar de fomentar la impenitencia en la vida con
la esperanza de la penitencia en la muerte. Esto no obstante, la prepa-
ración próxima es buena para todos: para precaver a los de buena vida

76. San Agustin, Sermo de disciplina christiana, XII, 13 (PL 40, 676); De Civi-
tate Dei, I, 11: “Mala mors putanda non est, quam bona vita praecesserit; neque enim
facit malam mortem nisi quod sequitur mortem” (PL 41, 25).
77. Con el Ars bene moriendi las muertes repentinas y sin confesión sacramental
dejan de ser necesariamente ominosas, como si fueran siempre castigo divino y para
escarmiento de los demás.
348 Ante la muerte

contra los ardides demoníacos de última hora; para intentar librar a los
de mala vida del atenazamiento de la desesperación. El Buen Pastor
sale a buscar la oveja perdida, porque hasta el último instante hay po-
sibilidad de arrepentimiento.

4ª) Apuesta denodada por la penitencia tardía


Ars bene moriendi conoce el endurecimiento de la conciencia
producido por el hábito de pecar; conoce la consiguiente dificultad,
casi imposibilidad, desde el punto de vista psicológico, de la conver-
sión en los azoramientos de la muerte; conoce que esta situación –en-
durecimiento y desconfianza de la eficacia de la penitencia in extre-
mis– rociada con unas referencias insidiosas a la rigidez de la justicia
divina, puede proporcionar el caldo de cultivo más apropiado para el
arraigo de la tentación de desesperación. Pues bien, en esta hipótesis,
lucha con denuedo, contagiando entusiasmo y esperanza, para que el
moribundo no admita la más mínima duda ni sobre su capacidad radi-
cal de arrepentimiento con la ayuda de la gracia ni sobre la disposi-
ción acogedora de la misericordia divina: la llaga del costado de Cris-
to está abierta de par en par, dando paso franco a la gloria78. En este
contexto Ars bene moriendi pone un empeño heroico en insistir que
los pecados no confesados por olvido o por malicia, recordados cuan-
do es imposible su acusación vocal, se perdonan con la contrición per-
fecta.

5ª) Del miedo al infierno al amor de la gloria


La posibilidad de la condenación eterna está evidentemente en el
trasfondo de toda la preparación: precisamente a evitarla a toda costa
se dedica todo en ella desde la primera hasta la última letra. Pero su pe-
dagogía estriba en mostrar el amor misericordioso del Dios que nos
perdona y nos acoge, no en atizar el miedo del infierno, pues no se lee
una palabra sobre los sufrimientos de la pena de sentido ni se intenta
siquiera describir cuál sería el sufrimiento de la pena de daño. Quizá

78. Incluso un autor tan rigorista e inhumano como Jacobo de Clusa, se expresa
de este modo: “In nullo tamen peccato aliquis debet desperare interim quod spiritus
est in corpore, quia ipse est in statu quo adhuc potest salvari, etiam in ultimo instanti
vitae suae, propter assistentiam divinae gratiae; et etiam in momento egressionis ani-
mae potest contritionem inspirare, quam nulli quidem promisit, nulli etiam se factu-
rum abnegavit” (Tractatus de arte bene moriendi, Lipsiae: per Arnoldum de Colonia,
1495, fº ccc5).
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 349

aparezca en alguna oración la expresión “fuego eterno”, como sinóni-


mo de infierno, pero fugazmente y sin detención morosa alguna. Con
el mosto destilado del Ars bene moriendi no se hubiera podido dar si-
quiera un brochazo en la pintura de la llamada justicia del Más Allá.
En él no es el pavor lo que bulle, sino el sentido de responsabilidad que
engrandece al hombre.

6ª) Talante de victoria. El demonio es un perro atado


El capítulo de las tentaciones, sobresensibilizado con los grabados,
pudiera interpretarse, a primera vista, como un enfrentamiento diabó-
lico de resultados inciertos. Pero sería un error de precipitación, por-
que el ambiente es de victoria, el demonio sale siempre derrotado,
puesto que sólo puede dañar al que voluntariamente se deja.

7ª) Prioridad de los laicos como ayudantes de los moribundos


El Ars bene moriendi se escribe para que todos, hombres y muje-
res, clérigos y laicos, aprendan a prepararse a bien morir y, si se diere
el caso, ayuden en ello a su prójimo. En dicha preparación desempeña
un papel primario el ayudante. Reservada al sacerdote la administra-
ción de los sacramentos, para el resto, que es la substancia del Ars bene
moriendi, puede ayudar cualquier hombre o mujer que sepa y quiera, y
para que sepa y quiera se escribe este librito. Cualquiera de éstos, si se
percata de ello, ha de avisar al enfermo de la gravedad de su enferme-
dad. El enfermo, cuando dicta el testamento espiritual, nombra procu-
radores suyos a los que estuvieren presentes en su agonía, sin especifi-
car ni priorizar a los clérigos sobre los seglares ni a los hombres sobre
las mujeres. Los presentes serán lógicamente sus familiares y amigos,
pues el clérigo, terminado su cometido específico, es presumible que
se ausente. Por tanto Ars bene moriendi, sin que lo diga explícitamen-
te, cuando habla de ayudantes, piensa en primer término en los laicos.
Si con el andar del tiempo, éstos se inhibieron y los clérigos ocuparon
toda el área de la preparación para la buena muerte, esto no se podrá
achacar con justicia al Ars bene moriendi.

8ª) Pastoral de los moribundos, deber gravísimo de la Iglesia


Iglesia Católica –clérigos y laicos– tienen la profunda convicción
de fe de que sólo en ella, por disposición de Jesucristo, se obtiene la
salvación. Esta verdad la sintetizó San Cipriano en la famosa frase:
“Salus extra Ecclesiam non est”, y la definió el Concilio IV de Letrán
350 Ante la muerte

contra los Cátaros y Albigenses79. Cristo, por tanto, encargó expresa-


mente a la Iglesia en general y a la Jerarquía en particular extender su
misión salvadora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos
los lugares. A esta luz se entiende que Ars bene moriendi no regatee es-
fuerzos en lograr del enfermo sincera profesión de fe católica y deci-
sión rotunda de morir en su seno. Se entiende también que la atención
espiritual a los enfermos pese sobre el sacerdocio como un gravísimo
deber80. Por lo mismo y tras lo visto en el número anterior, es difícil
comprender la interpretación del Ars bene moriendi como estrategia de
dominio por parte del clero sobre los simples fieles. Es un acto de su-
prema caridad con los moribundos y de fidelidad a la misión salvado-
ra de la Iglesia.

9ª) Ámbito del Ars moriendi en el conjunto social de la muerte


Ars bene moriendi sólo se cuida de que el moribundo muera en
gracia de Dios y en sintonía con su divina voluntad. En vistas a este fin
enseña una pedagogía lógica y coherente, aunque choque con la sensi-
bilidad del propio enfermo y de los familiares, a los cuales llega a ex-
pulsar de la estancia, si le estorban la atención requerida para una bue-
na preparación, porque nada ni nadie está por encima de su salvación
eterna. Pero, salvado este objetivo, el librito no se cuida para nada de
lo demás, por ejemplo, de los sufragios, de la sepultura, del duelo y de
las demás costumbres que hubiere. Gran parte de estos asuntos se dilu-
cidaban normalmente en el testamento, que, siguiendo los consejos de
los autores ascéticos, debiera dictarse en salud, con frialdad y sosiego,
en gracia de Dios, teniendo como guía la justicia, la piedad –virtud que
regula las relaciones con Dios y con los familiares– y la caridad.

10ª) Nada de posteriores apariciones


¿Alberga el Ars bene moriendi algún vestigio por el que podamos
sospechar que el empeño por la preparación para la buena muerte es-

79. Cfr. San Cipriano, Epistola ad Iubaianum, 21 (PL 3, 1169A); Concilio Late-
ranense IV, Definitio contra Albigenses et Catharos (DZ, 802 430). Para la correcta
interpretación del axioma “extra Ecclesiam nulla salus” cfr. DZ, 3866-73; Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 846-848.
80. Vid. en Synodicon Hispanum frecuentes y firmes disposiciones intimando
esta obligación.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 351

triba en un interés compartido por moribundos y supervivientes de no


molestarse mutuamente después de la muerte, por ejemplo con apari-
ciones, reclamaciones, etc.? En el libro está perfectamente claro que
con la muerte se zanja definitivamente nuestro quehacer en la tierra;
que el destino eterno se fija en ese momento sin posibilidad de retorno
ni de enmienda, que lo que no se haya hecho queda ya para siempre sin
hacer, y que de nada vale ya el buen o el mal nombre con que uno pase
al otro mundo. Al Arte de bien morir lo único que le importa y persi-
gue es que el agonizante muera en gracia de Dios y, en la medida que
sea posible, en paz y como en paladeo anticipado de la salvación. Y
para asegurarlo, renuncia con insistencia a los posibles méritos espiri-
tuales que pudiera haber conseguido con sus buenas obras, verbi gra-
tia, con los legados piadosos de sufragios y limosnas, y se refugia ex-
clusivamente en los méritos infinitos de la Pasión de Cristo. Ninguna
alusión a las apariciones de los difuntos. Ars bene moriendi las desco-
noce en absoluto. La doctrina del Purgatorio es recordada solamente
para estimular al sufrimiento de las dolencias de la enfermedad en vo-
luntaria conformidad con la Voluntad Divina.

11ª) Muerte en comunidad: en el seno de la Iglesia


Ars bene moriendi contempla la muerte en familia, en comunidad.
Se acomoda en eso a la naturaleza humana, que en los grandes apuros
busca el consuelo de la compañía; y se acomoda sobre todo la fe cris-
tiana, que se recibe y se desarrolla y se consuma en la Iglesia, pueblo
de Dios, Cuerpo Místico de Cristo, por cuyos misteriosos sistemas de
comunicación bulle la vida sobrenatural y unos miembros ayudan a los
otros con sus oraciones y con sus bienes espirituales. Por eso un cris-
tiano, por solo que muera, siempre muere mística y maternalmente
arropado por la santa Madre Iglesia. Esta dimensión comunitaria espi-
ritual de la muerte en el seno de la Iglesia es una pieza especialmente
querida en la pedagogía del Ars bene moriendi.

12ª) La salvación no se compra, la otorga la misericordia divina.


Es preciso recalcar que en el Ars moriendi ni se alude siquiera a las
devociones y obras de piedad al estilo de las peregrinaciones, ayunos,
etc. No aparece la palabra indulgencia. No hay vestigio de actitud o
promesa que pueda interpretarse como un do ut facias, cual sería, por
ejemplo, “prometo a San Roque fundar un hospital si recupero la sa-
lud”. Es cierto que se hace todo lo posible porque el enfermo reciba,
352 Ante la muerte

debidamente preparado, los últimos sacramentos; pero no en cuanto ri-


tos externos, de eficacia contractual, sino en cuanto comunicadores
gratuitos, por sí mismos eficaces, de los méritos de la Pasión de Cris-
to, previa la conversión interior del receptor. Todo el empeño del Ars
moriendi se centra en estimular la actividad interior del moribundo ha-
cia la aceptación e identificación con la Voluntad divina, mediante el
ejercicio cada vez más intenso de las virtudes teologales, en la certeza
del perdón divino gracias a los solos méritos más que sobreabundantes
de la Pasión de Cristo. Si pudiera achacársele algún exceso sería la
aparente desvalorización de la capacidad meritoria del hombre justo.
Digo “aparente” porque está reconocida en la misma renuncia que de
los posibles propios méritos se hace y, de modo paradigmático, en la
referencia a San Antonio Abad que adujimos en el epígrafe 2.4.6. El
moribundo guiado por el Ars bene moriendi no tiene –ni quiere, ni bus-
ca– más apoyo ni asidero que la infinita misericordia divina, merecida
y hecha palpable en la Pasión de Cristo, y autoconcienciada en la ex-
periencia del propio arrepentimiento y de la esperanza del perdón.

13ª) La muerte amiga


Este apoyo infalible, que lleva a la identificación con la Voluntad
divina, produce en el moribundo el pregusto de la salvación. Por eso
espera la muerte “como quien espera la venida de algún amigo muy
amado” (fº aiiivº).

Apéndice I. Continuadores más famosos del ars bene moriendi


hasta 1537

He aquí algunos de los continuadores inmediatos en del siglo XV:


Juan Nieder, Dispositorium moriendi (Coloniae, Ulrich Zell, ca. 1470,
sin foliar); Jacobo (de Insterburg) de Clusa, Tractatus de arte bene mo-
riendi, Lipsiae, per Arnoldum de Colonia, 1495; San Antonino de Flo-
rencia, Summa theologiae moralis, I, tít. 5, cap. 1-2; IV, tít. 14, cap. 8;
Dionisio Ryckel, EL Cartujano, De particulari iudicio, art. 34-35; De
quattuor hominis novissimis, art. 2-15, en Opera omnia, 41, Tornaci,
1912, págs. 475-477 y 496-514 respectivamente. Juan Mauburno
(Mombaer de Bruselas), Rosetum exercitiorum spiritualium, tít. 35,
cap. 6-8; Bartolomé de Maraschi, Libro de la preparatione a la morte,
Roma, 1473.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 353

Ya en el siglo XVI: Rodrigo Fernández de Santaella, Arte de bien


morir (s.l., c. 1508); Juan Raulin, Doctrinale mortis, Parisiis, a Iohan-
ne Parvo, 1519; José Clicthove, De doctrina moriendí, Parisiis, a Si-
mone Colinaeo, 1520; Pietro Lucense (di Lucca), Dottrina del ben mo-
rire, (s.l.), 1530; Pedro Barozzi, De modo bene moriendi, Venetiis, in
aedibus Io. Antonii et Fratrum de Sabio, 1531; Desiderio Erasmo, Li-
ber de praeparatione ad mortem, Antuerpiae, apud Martinum Caesa-
rem, 1534; Alejo Venegas de Bustos, Agonía del tránsito de la muerte,
Toledo, Juan de Ayala, 1537; etc.

Apéndice II. Autores españoles más editados desde 1537

Después de la edición príncipe de Agonía del tránsito de la


muerte… del Maestro Venegas en 1537 menudearon los tratados,
preparaciones o artes de bien morir. Muchos aparecieron como par-
tes o capítulos de libros de temática más amplia, aunque a veces fue-
ron publicados antes o después como obras independientes. En este
apéndice excluyo los capítulos y sólo recojo, salvo contadas excep-
ciones, los libros; y de entre éstos sólo los que tienen carácter de
“arte”, es decir, los orientados a la práctica inmediata, no a conside-
raciones ascético-teológicas sobre la muerte; y de entre éstos sólo los
que hayan alcanzado al menos tres ediciones, aunque el título e inclu-
so el contenido de la primera edición hayan sufrido variantes en las
posteriores. Los distribuyo por siglos y dentro del siglo por orden al-
fabético. Por exigencia de brevedad y porque sólo pretendo ofrecer
una mirada panorámica, me limito a transcribir el título, a veces en su
forma breve, a añadir el número de ediciones, exacto o aproximado, y
a indicar el año de la primera y última edición. Tras el nombre de los
autores escribo, si viene al caso, en las abreviaturas conocidas, la or-
den religiosa a la que pertenecen.
– s. XVI
Carrillo, Martín [pbro]: Tratado de ayudar a bien morir, que des-
pués fue incluido como tratado quinto en Memorial de confesores […],
6 edic. al menos; 1596-1626.
Coma, Pedro Mártir [op]: Exhortaciones para ayudar a bien mo-
rir, cap. XXI de Directorium Curatorum, 14 edic. en castellano y 3 en
catalán; 1566-1622.
354 Ante la muerte

Cucala, Bartolomé [ofm]: Breve tratado […], en que pone las ex-
hortaciones y habla que se debe tener por parte del sacerdote o en su
absencia por el que allí será, con la persona constituida in articulo
mortis, así en denunciarle la muerte como en presentarle la imagen
sacratísima de Jesu Cristo crucificado, y confortarlo a bien morir has-
ta que el ánima sea fuera de las carnes, en Baculus clericalis, 9 edic.
al menos en castellano, y 3 al menos en catalán; 1539 -1562.
Montañés, Jaime [ocd]: Espill de ben viure, y per ajudar a ben mo-
rir en lo incert dia y hora de la mort, 2 edic. — Libro intitulado Espe-
jo de bien vivir; con otro tratado para ayudar a bien morir en el in-
cierto día y hora de la muerte, 11 edic. — Espejo y arte muy breve y
provechosa para ayudar a bien morir en el incierto día y hora de la
muerte, 5 edic.; 1565-1977.
Polanco, Juan Alfonso [sj]: Methodus ad eos adiuvandos qui mo-
riuntur; — Regla y orden para ayudar a bien morir a los que se par-
ten de esta vida, 14 edic en latín, 1 en castellano, 1 en italiano, 3 en
francés, 1 en portugués y 1 en alemán, más las veces que se publicó en
su Breve directorium ad confessarii et paenitentis munus recte obeun-
dum… y una vez al menos en Quadriga pectoralis, qua ad Deum et
proximum per […] et curam spiritualem moribundorum zelatum ani-
marum parochus […] excurrit… Viennae, typis Ioannis Baptistae Hac-
que; 1575-1744.
– s. XVII
Alvarado, Antonio de [osb]: Arte de bien morir y guía del camino
de la muerte, 2 edic., y reproducida al final del segundo tomo de Arte
de bien vivir y guía de los caminos del cielo […]; 1607-1717.
Caballero, Pedro Nolasco [pbro]: Prevención para la hora de la
muerte […] y algunas advertencias para ayudar a bien morir, 3 edic.;
1687-1796.
Francisco de la Cruz [ocd]: Desengaños para vivir y morir bien,
[…], 4 edic. en castellano y 3 en italiano; 1680-1712.
Gracián de la Madre de Dios, Jerónimo [ocd]: Arte de bien morir
[…], 3 edic.; 1614-1933.
Juan de Jesús María [ocd]: Arte di ben morire, 3 edic. en italiano,
2 en castellano, 1 en latín, 1 en rumano, más otras 2 en sus Opera om-
nia; 1609-1772.
Juan de Santo Tomás [op]: Práctica y consideración para ayudar
a bien morir. Publicada de ordinario junto con o en Explicación de la
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 355

Doctrina Cristiana […], 20 ediciones al menos en castellano, 1 en la-


tín, 1 en francés y 1 en italiano; 1645-1675.
López, Juan [op]: Manual de varios ejercicios cristianos para
acertar a morir bien […], 2 edic. — Memorial de diversos ejercicios
que frecuentados en vida disponen a morir bien; y lo que para eso nos
ha de ayudar en el artículo de la muerte, 2 edic. — Tratado de las co-
sas que ayudan a bien morir, 1 edic. — Tratado de varios ejercicios y
de las cosas que ayudan a bien morir, 2 edic.; 1600-1628.
María de Jesús de Agreda [ofm], Devotísimo ejercicio de la muer-
te […], 2 edic. — Ejercicio de la muerte […], incluido en Ejercicios
espirituales de retiro […], al menos 24 edic.; 1676-1975.
Martín de la Madre de Dios [ocd], Práctica y ejercicio de bien morir,
4 edic. en castellano y 1 en italiano — Gymnasium philosophiae Chris-
tianae, hoc est, Praxis seu exercitium bene moriendi, 2 edic. 1628-1650.
Nierembert, Juan Eusebio [sj]: Partida a la eternidad y prepara-
ción para la muerte, 3 edic. en castellano, 3 en francés, 1 en alemán y
1 en holandés, más otras 3 en sus Obras cristianas; 1643-1686.
Ortigas, Manuel [sj]: Arte de bien morir. Guía del cristiano para el
cielo […], 1 edic., incluida después en el Tomo primero de sus
Obras… — Arte de bien morir […]. Con avisos a los que mueren y les
asisten, 1 edic. — Exercicios i máximas de la eternidad: sumario de
las meditaciones, afectos i jaculatorias para prevención de una buena
muerte […], 1 edic.; 1659-1678.
Poza, Juan Bautista [sj]: Práctica de ayudar a bien morir […], 12
edic. en castellano, 1 en latín, 1 en francés, 1 en italiano y 1 en alemán;
1629-1697.
Puente, Luis de la [sj]: Este autor dejó escritos preciosos sobre la
preparación para la muerte en su famoso Tratado de la perfección del
cristiano en todos sus estados, (4 edic. en castellano, 3 en latín, 6 en
francés) al exponer –dirigiéndose a todos– el modo de santificarse en
las enfermedades y peligros de muerte, y en la recepción de la extre-
maunción, y –dirigiéndose a los clérigos– en el ejercicio del ministerio
y práctica de ayudar a bien morir. Pues bien, el P. Tirso González en-
tresacó estos capítulos y editó los dirigidos a los clérigos con el título
Práctica de ayudar a bien morir, y los dirigidos a todos los cristiano
con el título de Tesoro escondido en las enfermedades y trabajos. Es-
tos libritos, solos o juntos, con variantes en los títulos han tenido, al
menos, estas ediciones: 2 en castellano, 1 en catalán, 1 en latín, 7 en
italiano, 2 en francés, // junto con tesoro: 5 en castellano, 1 en italiano
(2 sólo tesoro nascosto y 2 en francés: les avantages),
356 Ante la muerte

– s. XVIII
Arbiol, Antonio [ofm]:Visita de enfermos y Ejercicio santo de ayu-
dar a bien morir, 21 edic.; 1722-1837.
Bosch de Centellas y Cardona, Baltasar [mi]: Prácticas de visitar
los enfermos y ayudar a bien morir, 39 edic.; 1687-1897.
Cardaveraz, Agustín [sj]: Ondo iltcen icasteco eta ondo iltcen la-
guntzeco ejercicioac…; 6 edic. — Cristavaren bicitza edo bicitza be-
rria eguiteco videa […],3 edic.; 1765-1899.
Erbada, Ignacio [sb]:Tratado provechosísimo sobre el Arte de bien
morir […] en Puerta franca del cielo y consuelo de penitentes pusilá-
nimes…, 6 edic.; 1768-1783.
Hivern y Foguet, José [pbro]: Modo expedit y pratich de ajudar a
be morir…, 7 edic.; 1756-?
José Antonio de San Alberto [ocd]: Voces del Pastor en el retiro,
despertador y ejercicios espirituales para vivir y morir bien […], 14
edic. en castellano, 1 en francés, 1 en italiano.
Lazcano, Francisco Javier [sj]: Indice práctico moral para los sa-
cerdotes que auxilian moribundos, 5 edic.; 1750-1952.
Nieto, Juan [ofm]: Visitatio infirmorum, que es el Tratado III de
Manojito de flores…, 27 edic.; ¿1696?-1776.
Salcedo y Azcona, Luis de: Muerte prevenida o cristiana prepara-
ción para una buena muerte…, 4 edic.; 1736-1785.
Tellado, Buenaventura [ofm]: Visita de enfermos y Modo de ayu-
dar a bien morir, en Nuevo manojito…,19 edic.; 1725-1860.
Torres de Villarroel, Diego de: Cátedra de morir […], 3 edic.; ¿¿-
1727.
– s. XIX
Coll, Francisco [op]: La hermosa rosa. Libre tercer que compren
los medis pera prepararse à una bona mort y asistir als agonisants, 3
edic.; 1852-1859.
Echeverría, José [ofm]: Ongui vicitceco, ta ongui iltceco laguntza,
5 edic.; 1824-1860.
Anonimo: Guía de sacerdotes, 9 edic.; 1856-1901.
Guiu, Francisco [¿pbro?]: Manual per dirigir los malalts en sas
malaltias, y en lo tremendo pas de la mort […], 3 edic.; 1820-1845.
Vallcendrera y Pons, Antón [pbro], Preparación para la muerte, 5
edic. — Tratado dedicado a bien morir, 1 edic. — Un ministre del Se-
ñor auxiliant a un moribundo, 1 edic.; 1834-1888.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 357

Autores extranjeros más editados en España

– s. XVI
Gerson, Juan: Opus tripartitum... et de arte bene moriendi, 4 ed.
en latín, 8 en castellano (de las cuales 2 en Méjico); 1525-1556.
Pinto, Héctor: Imagen de la vida cristiana, 12 ed.; 1571-1967.

– s. XVII
Carlos Borromeo, San: Testamento y última voluntad del alma, he-
cho en salud para asegurarse el cristiano… 10 ed. castellanas y 2 ca-
talanas; 1668-1856 (hay constancia de muchas más en Méjico desde
1656 y también en España, pero es difícil encontrar ejemplares).
Roberto Belarmino, San [sj]: Arte de bien morir. 4 ed.; 1624-1899.
Scupoli, Lorenzo [cr]: Combate espiritual… (se dedican a la pre-
paración de la muerte los cap. 61-66), 11 ed.; 1672-1712; — Combate
espiritual… (con una segunda parte en la que el tratado IV trata del
Modo de consolar y ayudar a los enfermos a bien morir), 51 ed. (13
traducidas por el citado Fr. Bruno y 38 por Damián González Cueto);
1678-1948.
Señeri, [Segneri], Pablo [sj]: El cristiano instruido en su Ley (un
discurso extenso sobre la necesidad de prepararse para la muerte), 13
ed.; 1694-1897. — El cura instruido. (amplias exposiciones sobre dis-
tintos aspectos de la pastoral con los enfermos, moribundos y difun-
tos), 10 ed. ;1695-1783.

– s. XVIII
Buenventura, San [ofm] con varios títulos, por ejemplo, Buena
muerte, fervorosas súplicas… a María… para alcanzar… buena muer-
te…; Piísima devoción a María Santísima… para conseguir una bue-
na muerte… etc. 1790-1887 En latín muchísimas ed. Piissima erga
Dei Genetricem devotio ad impetrandam gratiam pro articulo
mortis…; 1692-1922.
Caracciolo, Louis Antoine, Marqués de: Pintura de la muerte…,
13 ed.; 1783-1883.
Crasset, Juan [sj]: La dulce y santa muerte…, 5 ed. en catalán
(1714-1750) y 10 en castellano (1738-1899).
Croisset, Juan [sj]: Retiro espiritual para un día cada mes…, y
para disponerse con una santa vida para una buena muerte, 24 ed.;
1708-1963.
358 Ante la muerte

Díaz, Miguel: Espejo cristiano del último instante entre la vida y


la muerte…, 5 ed.; 1718-1787.
Krzesimovuski [Krzesimowski], Antonio Andrés: Viator christia-
nus in patriam tendens per motus anagogicos… ,6 ed. en latín y 2 en
castellano; 1721-1802.
Salamo, Simon y Gelabert, Melchor: Praeparatio proxima ad
mortem…, 7 ed. en latín y 4 en castellano; 1775-1859. — Regla de
vida molt util als pobres y richs…, (un cap. dedicado a prepararse a
bien morir) 4 ed. en catalán y 29 en castellano; 1750-1891.
– s. XIX
Alfonso Mª de Ligorio, San: Preparación para la muerte o consi-
deraciones… 43 edic. en castellano, 1842-1949 (de ellas 11 en París y
una en Buenos Aires), 5 en catalán 1859-1933; — Tratado sobre el
modo de ayudar a bien morir… 3 edic. 1836-1905.
Belecio, Luis [sj]: Buena muerte. Medios para asegurarse la gra-
cia de una muerte… — Christianus pie moriens… — Método de pre-
pararse para la muerte… — Método práctico y breve para preparar-
se a la muerte. 1844-1905.

Apéndice III. Artes bene moriendi insertos en los Manualia


sacramentorum desde 1514

Sobresale por su amplitud y estructuración el Ars bene moriendí que


aparece en algunos rituales de la orilla mediterránea media y norte. Por
ejemplo: Ordinarium de ministratione sacramentorum iuxta laudabilem
ritum almae sedis Valentinae..., Valenciae: per Ioannem Joffre, 1514, ff.
103-18; Ordinarium sacramentorum secundum ritum et consuetudinem
sancte metropolis ecclesiae Tarraconensis, Barcinone: Joannes Rosem-
bach, 1530, ff. 89-102; Ordinarium urgellinum, Zaragoza: Jorge Coci, [s.
a., ¿1536?], ff. 126-37; Ordinarium manuale de ministratione sacramen-
torum secundum consuetudinem ecclesiae Carthaginensis. (...), Granada,
[s. i.], 1545, ff. 103-18vº; Ordinarium Urgellinae ecclesiae, Lugduni:
Cornelius de Septem Grangiis expensis Joannis Bordiole, 1548, ff. 126-
137; Ordinarium sacramentorum secundum laudabilem ritum dioecesis
Gerundensis..., Lugduni: Cornelius de Septemgradiis impensis Joannis
Gordiole bibliopole barchinonensis, 1550, ff. 111-23; Ordinarium sacra-
mentorum secundum honorabilem consuetudinem Tarraconensis eccle-
siae, Lugduni: Cornelius a Septemgrangiis, 1550, ff. 72vº-88.
“Ars bene moriendi”. La muerte amiga 359

Por el abundante número de oraciones se distinguen de los demás


y se emparentan entre sí los siguientes rituales: Manuale secundum
consuetudinem almae ecclesiae Salmanticensis, Salmanticae: in edi-
bus Joannis Junte, 1532, ff. 51vº-67vº. Manuale secundum usum sanc-
tae ecclesiae Pallantinae, Medina del Campo: Matthaeus et Franciscus
a Cano fratres, 1554, ff. 91vº-108; Manuale pampilonense, Estella:
Adrián de Anvers, 1561, ff. 69vº-76. Pienso que la fuente común de
inspiración que emparenta a estos tres rituales es el Liber sacerdotalis
nuperrime ex libris sanctae Romanae Ecclesiae et quarundam aliarum
ecclesiarum conscriptus ac auctoritate... Leonis Decimi approbatus,
Venetiis, 1537
Los siguientes rituales son más concisos y tienen más a la vista
los momentos inmediatos a la muerte: Manuale sacramentorum se-
cundum usum sanctae ecclesiae Burgensis..., Alcalá de Henares:
Miguel de Eguía, 1534, fº 111; Manipulus sive Manuale vel potius
practica ministrandí sacramenla sanctae Matris Ecclesiae et sacra-
mentalia secundum consuetudinem almae ecclesiae Conchensis,
Concae: in torculari Christophori Gallici et Francisci de Alpharo,
1528, fº l22vº; Manuale sacramentorum Sanctae Matris Ecclesiae
secundum consuetudinem ecclesiae Segoviensis..., Segovia: Juan
Brocar, 1548, ff. l06vº-10.
Después de Trento se generaliza, poco a poco, la inclusión en los
rituales diocesanos del capítulo: De visitatione et cura infirmorum del
Rituale Romanum publicado por el Papa Pío IV. Pero muchos siguen
manteniendo las propias peculiaridades en ritos, oraciones, lengua ver-
nácula, etc. En algunos se incluye el opusculito de Gerson tomándolo
del Tripartito.

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360 Ante la muerte

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nel Rinascimento (Francia e Italia), Turín.
Índice de ilustraciones

“Sicut ut decet”. Sepulcro y espacio funerario en la Cataluña bajomedieval


(Francesca Español Bertran)

Fig. 1. Sepulcros reales de Pedro el Grande, Jaime II y Blanca de


Anjou en la iglesia de Santes Creus ......................................... 98
Fig. 2. Figura yacente de Jaime II. Iglesia del monasterio de Santes
Creus ......................................................................................... 101
Fig. 3. Vista general de los sepulcros reales de Poblet, antes de su
destrucción a mediados del siglo XIX ...................................... 102
Fig. 4. Planta de la iglesia premostratense de Bellpuig de les Avella-
nes (Lérida) con la indicación del emplazamiento primiti-
vo de los sepulcros de los Condes de Urgell y del vizconde de
Ager .......................................................................................... 104
Fig. 5. Sepulcro de Alvar de Cabrera, vizconde de Ager. Iglesia de
Bellpuig de les Avellanes .......................................................... 105
Fig. 6. Sepulcros de Alvar II de Urgell y de Cecilia de Foix en su
emplazamiento originario. Iglesia de Bellpuig de les Avella-
nes (Lérida) ............................................................................... 106
Fig. 7. Sepulcro de Ermengol X de Urgell en Bellpuig (s. XIX) antes
de ser desmontado y emigrar a los Estados Unidos ................. 107
Fig. 8. Planta de la iglesia del convento trinitario Avinganya (Léri-
da) ............................................................................................. 111
Fig. 9. Planta de la catedral de Lérida con indicación de las capillas
construidas a lo largo del siglo XIV ......................................... 112
Fig. 10. Figura yacente del sepulcro dinástico de los Montcada desti-
nado a los miembros del estamento militar. Catedral de Léri-
da ............................................................................................... 114
362 Ante la muerte

Fig. 11. Figura yacente del conde de Barcelona Ramon Berenguer


Cap d’Estopes (†1082) en la catedral de Gerona ..................... 117
Fig. 12. Sepulcro del rey Pedro el Grande en Santes Creus. Cubierta
con el Colegio Apostólico, la Virgen con el Niño y santos de
la orden ..................................................................................... 123
Fig. 13. Sepulcro de Guerau y otro miembro de la familia Ardevol,
primitivamente en su capilla funeraria de Tárrega ................... 128
Fig. 14. Presentación del difunto ante la Virgen. Frontal del sarcófago
del mercader Ramon Serra Major en su capilla funeraria de
Santa María de Cervera (Lérida) .............................................. 129
Fig. 15. Sepulcro doble de Bertran de Castellet (†1323) en la iglesia
de los franciscanos de Vilafranca del Penedés (Barcelona).
Yacente con indumentaria militar ............................................. 130
Fig. 16. Lauda sepulcral destruida de Berenguer del Coll. Sant An-
dreu del Coll (Gerona) .............................................................. 131
Fig. 17. Sepulcro-relicario de San Narciso en San Félix de Gerona.
Joan de Tournai, primer tercio del siglo XIV ........................... 132
Fig. 18. Sepulcro de Bertran de Montrodon (†1384) en la catedral de
Gerona. Jean Avesta de Carcasona desde 1380 ........................ 133
Fig. 19. Sepulcro de un miembro de la familia Penyafort. Resurrec-
ción de los muertos. Iglesia de los franciscanos en Vilafranca
del Penedés (Barcelona) ........................................................... 137
Fig. 20. Sepulcro del infante Juan de Aragón (†1334), arzobispo de
Tarragona. Lado de la epístola en el presbiterio de la catedral ... 139
Fig. 21. Sepulcro del obispo Bernat de Pau (†1457) en su capilla fune-
raria de la catedral de Gerona ................................................... 140
Fig. 22. Sepulcro del conde de Empúries Huc IV (†1230), en la capi-
lla funeraria de Santa María de Castelló d’Empúries (Gerona) .. 142
Fig. 23. Sepulcro doble de Bertran de Castellet (†1323) en la iglesia
de los franciscanos de Vilafranca del Penedés (Barcelona).
Yacente con hábito franciscano ................................................ 143
Fig. 24. Detalle de la figura yacente de Berenguera de Montcada (ca.
†1336). Iglesia del convento trinitario de Avinganya (Lérida).
Atribuido a Pere Seguer de Lleida ............................................ 145
Fig. 25. Correr les armes. Relieve situado en los pies del sarcófago
doble de los Queralt en Santa Coloma (Tarragona), labrado
por el escultor leridano Pere Aguilar entre 1369-1370 ............ 148
Índice de ilustraciones 363

Del modelo medieval a la Contrarreforma:


la clericalización de la muerte (Fernando Martínez Gil)

Fig. 1. Tentación del diablo contra la Fe y buena inspiración del án-


gel. Ars Moriendi, Zaragoza, hacia 1480-1481, Biblioteca de
El Escorial ................................................................................. 241
Fig. 2. Tentación de Desesperación y buena inspiración del ángel,
Ars Moriendi, idem ................................................................... 242
Fig. 3. Tentación de Impaciencia y buena inspiración del ángel, Ars
Moriendi, idem .......................................................................... 243
Fig. 4. Tentación de Vanagloria y buena inspiración del ángel, Ars
Moriendi, idem .......................................................................... 244
Fig. 5. Tentación de Avaricia o apego a los bienes mundanos e inspi-
ración del ángel, Ars Moriendi, idem ....................................... 245
Fig. 6. Escena de la buena muerte, Ars Moriendi, idem ...................... 246
Fig. 7. (7a y 7b). Portadas de las Prácticas de visitar a los enfermos,
de Baltasar Bosch de Centellas, en sus ediciones de Amberes,
1701, y Madrid, 1713 ............................................................... 247
Fig. 8. Los Padres Camilos ante una escena de la buena muerte, idem .. 248
Fig. 9. (9a y 9b). Los Padres Camilos mostrando al enfermo el cami-
no del cielo, idem, ediciones de 1701 y 1713 ........................... 249
Fig. 10. (10a y 10 b). Los Padres Camilos luchando contra las tenta-
ciones del demonio, idem, ediciones de 1701 y 1713 .............. 251
Fig. 11. (11a y 11b). La buena muerte, idem, ediciones de 1701 y
1713 .......................................................................................... 252
Fig. 12 (12a y 12b). Las cuatro postrimerías, idem, ediciones de 1701
y 1713 ....................................................................................... 252

Maximiliano de Austria. Honra, memoria y fama


(Manuel Núñez Rodríguez)

Fig. 1. Conjunto memorial de Innsbruck: Emperador Alberto II


(†1439), Emperador Federico III (†1439), Leopoldo III de
Babenberg (†1136), Alberto IV de Habsburgo (†1240), Leo-
poldo III (†1386), Federico IV (†1439), Alberto I (†1308),
Godofredo de Bouillon ............................................................. 258
Fig. 2. Clodoveo I, Felipe el Hermoso (†1506), Rodolfo I (†1291),
Alberto el Sabio (†1358), Teodorico el Grande, Ernesto –du
que de Austria– (†1424), Fernando de Portugal y Arturo ........ 259
364 Ante la muerte

Fig. 3. Emp. Isabel de Hungría, Emp. María de Borgoña, Emp. Isa-


bel de Tirol y Cunegunda (hermana de Maximiliano) ............. 262
Fig. 4. Cronología Universal ............................................................... 266
Fig. 5. Proyecto de Cronología Universal para Maximiliano de Aus-
tria: Carlomagno, Arturo, Godofredo y Teodorico ................... 268
Fig. 6. Arturo, Fernando de Portugal, Ernesto el Férreo –abuelo de
Maximiliano– y Teodorico el Grande ....................................... 273
Fig. 7. Segismundo el Rico, Bianca María Sforza (segunda esposa
de Maximiliano), Margarita (hija de Maximiliano), Zimbur-
gis (abuela de Maximiliano), Felipe el Bueno y Carlos el Te-
merario (abuelo y padre de María de Borgoña, primera espo-
sa de Maximiliano) ................................................................... 274
Fig. 8. Santoral agnaticio de los Habsburgo ........................................ 276
Fig. 9. Supuestas imágenes del memorial a Luois de Male ................. 282
Fig. 10. Los nueve paladines (detalle) ................................................... 285
Índice onomástico

Abril, Pedro Simón, 238 Alfonso X el Sabio, r. de Castilla y


Abruzzos, 240 León, 38, 39
Absalón, 173 Alfonso, infante real, futuro Alfonso
Adalberón de Laón, 61 IV, 207
Adán, 57 Alienor de Cervelló, 208
Ager, 105, 140; v. Alvar de Cabrera Alomá, 200
Agraz, Juan, 175, 181 Alonso de Cartagena, obispo de Bur-
Aguiló, linaje, 119, 113, 122 gos, 184
Alós y Orraza, Marco Antonio, 237,
Aix, 99
239
Alba Longa, 288
Altdorfer, A., 284
Alba, linaje, 136, 142 Alvar de Cabrera, vizconde de Ager,
Alberto I, d. de Austria y emperador de 105, 122, 140
Alemania, 261, 269 Alvar II, c. de Urgell, 105, 122, 140, 146
Alberto II de Alemania, d. de Austria, r. Alvarado, Antonio de, 236
de Bohemia y Hungría, emperador Álvarez Gato, Juan, 176
de Alemania, 261, 269, 271, 279 Álvarez, Diego, 63
Alberto II el Sabio, d. de Austria, 269 Álvarez, Melchor, 224
Alberto IV el Sabio, c. de Habsburgo, Amadís de Gaula, 180
258, 260, 269, 275 Amberes, 185, 224, 237, 240, 243, 245,
Alberto V de Habsburgo, v. Alberto II 253
de Alemania América, 240
Albino, 315 Ancus Marcius, r. de Roma, 287
Alejandro Magno, 173, 267 Andrada, Alfonso de, 226, 239
Alejandro VI Borgia, papa, 280, 283 Anglesola, maestro de, 124
Alemania, 162, 198, 257, 260, 267, Aníbal, 173
Annibaldi, cardenal, 124
268, 278
Antoni de Galiana, obispo de Mallorca,
Alfonso I el Batallador, r. de Aragón y
126, 207
Pamplona, 68 Antor, Martín de, 57
Alfonso II el Casto, r. de Aragón, 144 Apardués, 67
Alfonso III el Liberal, r. de Aragón, 96 Aquiles, 168
Alfonso IV el Benigno, r. de Aragón, Aquisgrán, 261, 269
100, 109, 207 Aragón, 66, 102, 113, 126, 199, 209
Alfonso V el Magnánimo, r. de Aragón, Aragón, Juan de, arzobispo de Tarrago-
188, 189 na e infante real, 100, 137
Alfonso VII, r. de Castilla y León, 199 Aragón, río, 66
366 Ante la muerte

Arana, Francisco, 220, 225, 227, 237, catedral, 96, 117, 118, 127, 133,
239 136, 140; provincia, 119, 129; con-
Araquil, 55, 63 vento de los dominicos, 139; bi-
Arazuri, 68 blioteca universitaria, 318
Ardevol de Tárrega, linaje, 126, 131, Bartomeu de Girona, maestro, 95, 96
132, 135 Basilea, 285
Arga, 66 Bassa, Ferrer, 110
Arguedas, 54 Batres, señor de, v. Pérez de Guzmán,
Arista, dinastía, 67 Baturell, Berenguer, arcediano, 126
Aristóteles, 185, 223, 312 Beauvais, Vicente de, 35, 40
Arturo, rey, 258, 263, 264, 267, 274, Belarmino, Roberto, 236
279, 285, 287 Beltrán, María, 60
Ascanio, 287 Belloc de Santa Coloma, convento, 119
Asunción in Damaso, 240 Bellpuig de les Avellanes, v. Santa Ma-
Atala, 44 ría de Bellpuig de les Avellanes
Atenas, duques, 99 Berceo, Gonzalo de, 160, 202
Átropos, 188 Berga, Jaume, 115
Aubry, padre, 44 Berroya, Jimena de, 68
Augsburgo, 274 Bertini, Giovanni, 132
Augusto, 280, 281, 286, 287, 288; Foro Bertini, Pacio, 132
de, 288 Bertran de Castellet, 120, 122, 141, 142
Austria, 257, 260; Alta Austria, 276 Bertrán de Montrodón, obispo, 118,
Austria, Casa, dinastía, 260, 263; du- 134
que de, 269 Bianca María Sforza, hija del d. de Mi-
Aversó, Bernat d’, 207 lán, 280, 286
Avignon, 13, 295 Biondo, Flavio, 181, 281
Ávila, 127 Blanca de Anjou, esposa de Jaime II,
Avilés, Gaspar de, 239 96, 99, 122, 127, 145
Avinganya, v. Mare de Déu dels Àngels Blanquerna, 200
d’Avinganya Bocaccio, 158
Ayala, canciller, v. Pero López Boecio, 41, 185
Aznar, doña Oria, 62 Bohemia, 35; reino, 259, 260, 261
Aznárez, Eximino, 63 Boil, linaje, 126
Aznáriz, Toda, 60 Bonhul (Bonneuil), Pere, 100
Borbón-Lorenzana, 220
Babenberg, Casa ducal, 260, 276 Borgoña, 260, 289; duques, 273, 284,
Baena, Juan Alfonso, 160; v. Cancione- 286, 289
ro de Baena Borgoña, Casa, 260, 263, 269, 271,
Bages, 119; v. San Benet de; v. Roca- 279, 291
fort de Bosch de Centellas y Cardona, Balta-
Balduino IV, r. de Jerusalén, 33 sar, 224, 225, 227, 228, 229, 232,
Banu Qasi, linaje, 66 239, 240, 243, 250, 253
Barberà, fra Guillem de, obispo de Lé- Bouttats, Gaspar, 244
rida, 139 Brabante, 289, 291
Barcelona, 6, 20, 29, 81, 85, 87, 90, Braga, concilio, 65
120, 127, 134, 201, 206, 240, 318; Brant, Sebastian, 268, 288
Barchinona, 86; condes, 95, 199; Brescia, v. San Albertano de
Índice onomástico 367

Brujas, 289 Castellbisbal, fra Berenguer de, obispo


Bruni, Leonardo, 166 de Gerona, 139
Bruselas, 273 Castellnou, Jazpert de, 141
Burgos, 237; catedral, 127; obispo, 184 Castelló d’Empúries, v. Santa María de
Burgos, Juan Martínez de, 171 Castelló, v. Castellón
Burgos, Pedro Alfonso de, 237 Castellón, 116
Castelltort, Berenguer de, 126
Ça Torra, linaje, 145 Castilla, 27, 30, 68, 157, 162, 165, 166,
Cabrera, condes, 108, 116 179, 182, 202, 260; almirante de,
Cabrera, fray Lorenzo, 250 173
Calavera, v. Sánchez de Castilla-La Mancha, Biblioteca de, 220
Calderón de la Barca, Pedro, 227 Castilla-León, reino, 134, 141, 147
Cambio, Arnolfo di, 124 Castillo, Diego del, 188
Camilos, v. Compañía del Padre Cami- Castro, Esteban de, 239
lo Cataluña, 95, 96, 99, 102, 117, 119,
Camprodón, Arnau de, 125; Arnaldus 120, 121, 122, 125, 127, 131, 133,
de campo rotundo, 125 134, 135, 141, 143, 145, 202, 203,
Camprodón, Arnau de (hijo), 125 204, 207, 209; Biblioteca de, 318,
Camprodón, Guillem de, 125 341
Camprodón, linaje, 125 Cecilia de Foix, esposa del c. de Urgell
Cancionero de Baena, 165, 170 Alvar II, 108, 122, 146
Cefalú, 97
Cantavieja, 126
Cerdeña, 141, 142
Caramuel, Juan, 237
Cervelló, Guerau de, 120
Carbonell, Pere Miquel, 209
Cervelló, linaje, 119, 120
Cardona, condes, 108, 116
Cervelló, Ramon Alemany de, 135, 141
Cardona, Huguet (Huc) de, arcediano, Cervera, 135; v. Santa María de
118, 127, 133, 140 César, Julio, 173, 259, 284, 285, 286,
Cardona, Ramon Amat de, 141 287, 288, 289; divus Iulius, 287
Carlomagno, 259, 260, 267, 278, 279, Cescomes, Arnau, arzobispo de Tarra-
284, 289, 291; Karolus Magnus, gona, 118
280 Cicatelli, Sanzio, 240
Carlos el Temerario, d. de Borgoña, Cicerón, 185, 187
260, 284, 286, 291 Cipriano de Cartago, v. San Cipriano,
Carlos I (V de Alemania), r. de España Cisma de Occidente, 295, 298
y de Sicilia, 165, 259, 261, 263, Cisneros, cardenal, 165
271, 273, 276, 279, 284, 286 Clemente VII, papa, 261
Carlos III el Grande, emperador de Ale- Clérigos Reglares y Ministros de los
mania, 198 Enfermos, 224, 239, 245; v. Com-
Carlos V de Alemania, v. Carlos I pañía del Padre Camilo
Carlos V el Sabio, r. de Francia, 33 Clichtove, Josse, 181, 310
Carniola, 260 Clodoveo I, r. de los francos, 33, 258,
Carrillo, Martín, 238 263, 264, 275, 287
Cartagena, 343; diócesis, 341 Cloister’s, museo, 103
Carvajales, 189 Clusa, Jacobo de, 348
Casiano, 309 Colombina, biblioteca, 301
Caspe, 126 Colonia, 185, 261; universidad, 281
368 Ante la muerte

Colyns, Alexander, 277, 278, 282 Denzinger, Henrichus, 296


Coll, Berenguer del, 136 Déu, Jordi de, 136
Compañía de Jesús, jesuitas, 220, 222, Deyo, 67; v. San Esteban de Deyo
226 Díaz de Mendoza, Ruy, 174, 177
Compañía del Padre Camilo, camilos, Díaz de Toledo, Pedro, 187
239, 245, 249, 253; Camilli, 246; v. Díaz, Miguel, 228
Clérigos Reglares y Ministros de Diego de Heredia, obispo de Vic, 207
los Enfermos Díez, Fernando, 65
Conrado II, d. de Baviera y emperador Dion Casio, 286; Dio Cassius, 280
de Alemania, 220 Dürer, Albert, 265, 274, 280, 283, 287
Constança, esposa de Guillem Ramon I Durham, 206
de Montcada, 110
Constantino IX Paleólogo, emperador Ebro, valle, 66
de Oriente, 269 Eduardo III el Confesor, r. de Inglate-
Constantino, emperador romano, 33, rra, 199
202 Eduardo III Plantagenet, r. de Inglate-
Constanza de Castilla, reina, esposa de rra, 291
Luis VII de Francia, 209 Ega, 66
Constanza, concilio, 298 Egidio Romano, 37, 166
Copons, Huc de, 141 Egidio, Pedro, 238
Córdoba, 203 Eiximenis, Francesc, 229, 237
Cornelia, esposa del r. Ancus Marcius, El Escorial, Biblioteca, 223, 241, 296,
287 299, 302
Cornelio, 232 El Llord, iglesia, 141
Corona de Aragón, 96, 97, 99, 124, Elionor de Cabrera, 116
198; Archivo, 207, 318 Elisenda de Montcada, tercera esposa
Covalrrubias, Pedro, 237 de Jaime II, 100, 109, 110, 115,
Covarrubias Orozco, Sebastián de, 226, 132, 144
237, 239 Elna, catedral, 125
Cranach, Lucas, 281 Empúries, condes de, 108, 116, 126; c.
Crivelli, Andrea, 277 de Empúries IV, 141
Crónica Albeldense, 67 Eneas, 287, 288
Crónica de Álvaro de Luna, 182 Enecones de Benoz, Lope, 59
Crónica de Enrique IV, 180 Enrique I, r. de Francia y d. de Borgo-
Cronica Habspurgensis, 283 ña, 199
Cucala, Bartolomé, 237 Enrique II el de las Mercedes, r. de
Cupersi, Simon, 43 Castilla y León, 158
Enrique II el Santo, emperador de Ale-
Chactas, 44 mania, 283
Chateaubriand, Renée de, 44 Enrique III el Doliente, r. de Castilla y
Chatellerault, Pierre de, obispo de Poi- León, 33, 165, 170, 171, 185
tiers, 124 Enrique III, r. de Inglaterra y d. de
Aquitania, 289
Dalmau de Raset, obispo, 118, 127 Enríquez del Castillo, Diego, 180
Dante Alighieri, 41, 91 Entenza, linaje, 132
Danubio, Escuela del, 284 Erasmo de Rotterdam, 217, 219, 225,
De Rosellis, 283 229, 232, 233, 237, 288
Índice onomástico 369

Erfurt, universidad, 281 Fernando I, c. de Castilla y r. de León,


Ermengol X, c. de Urgell, 102, 103, 67
105, 108, 121, 122, 133, 135, 140, Fernando I, r. de Bohemia y Hungría,
147 emperador de Alemania, 259, 260,
Ermessenda, esposa del c. de Barcelona 263, 264, 269, 270, 277, 278, 279,
Ramon Berenguer II, 116 284, 286
Ernesto I el Férreo, archiduque de Aus- Fernando III, r. de Castilla y León, 38
tria y emperador de Alemania, 269, Fernando V, r. de Portugal, 260, 272
272, 278 Ferrer Alamany de Toralla, 129
España, 14, 18, 30, 159, 162, 174, 176, Ferrer Colom, obispo, 118, 126
181, 185, 216, 224, 239, 240, 260, Feselen, Melchor, 284
268, 272, 275, 284, 290, 298, 303, Fitero, monasterio, 59
332, 336 Flandes, 289; Casa, 291; condes, 289
Espinosa, Pedro de, 236 Florencia, 132, 286
Estefanía, esposa de García el de Náje- Fondoni, Luis, 237
ra, 58 Font del Perelló, 206
Estella, 66 Fontevrault, 124
Estrasburgo, 29 Fortún Garcés, “rey” de Pamplona, 66
Eugenio IV, papa, 224 Fortúnez, García, 61
Europa, 20, 43, 55, 60, 69, 78, 162, Fortuniones, Eneco, 60
185, 257, 260, 270, 295, 298 Fortuñones, García, 62
Fortuñones, Jimeno, 62
Eva, 135
Fortuñones, senior Lope, 64
Evast, 200
Fosman, Gregorius, 244
Evia, Francisco de, 237
Francesco, Lupo di, 134
Francia, 29, 32, 121, 122, 132, 162,
Federico de Montefeltro, 290 180, 183, 199, 202, 203, 209, 260,
Federico III (V de Austria), emperador 263, 265, 267, 268, 271, 272, 289,
de Alemania, archiduque de Aus- 291, 303
tria, r. de Romanos, 261, 269, 271, Francisco I, r. de Francia, 261
278 Franco Condado, 279
Federico III, d. de Sajonia, 276 Frederic Marès, museo, 125
Federico IV el de la bolsa vacía, c. de Froissart, Jean, 32
Tirol, 269, 278 Fuente, Pedro de la, 235, 239
Federico, infante real, hermano de Jai-
me II, 102 Gaignières, colección, 124, 143
Felipe el Bueno, d. de Borgoña, 260, Gallart, Berenguer, 126
264, 286, 289, 291 Garcés, Eneco, 60
Felipe I el Hermoso, r. consorte de Es- Garcés, Lope, 60, 64
paña, 260, 268 García Iñiguez, “rey” de Pamplona, 66
Felipe II, r. de España, 250, 279 García Ordóñez, c. de Castilla, 56
Fernández de Luna, Lope, arzobispo de García Ramírez el Restaurador, r. de
Zaragoza, 126 Pamplona, 69
Fernández de Santaella, Rodrigo, 236 García Sánchez II el “Trémulo”, r. de
Fernando el Católico, institución, 16 Pamplona, 67
Fernando el Católico, r. de Aragón, García Sánchez III el de Nájera, r. de
101, 260 Pamplona, 58, 63
370 Ante la muerte

García, hijo del r. Sancho Garcés I (fu- Hispania, 275


turo García Sánchez I), 67 Hohenstaufen, dinastía, 97, 122
Garcilaso de la Vega, 183 Holkot, Roberto, 311
Gattinara, 279 Hospital de San Juan de Jerusalén, or-
Gerión, 168, 173 den, 64
Germania, 269 Huesca, obispo de, 109, 117, 135, 136
Germania, obra histórica, 265 Hugo de San Víctor, 269, 271
Germanisches Museum, 280 Hungría, reino, 259, 260, 261
Gerona, 117, 119, 120, 127; catedral, Hurtado de Mendoza, Diego, 176; Die-
116, 118, 127, 133, 140; Archivo go Furtado de Mendoça, 168
Catedralicio; Obispo, 109, 138, 139 Hurus, Juan, 241, 299
Gerson, Jean, 296, 297, 299, 300, 309, Hus, Juan de, 295, 298
343; Canciller de París, 306, 308 Hyacinthe Rigaud, museo, 141
Getsemaní, 342, 343
Godofredo de Buillon, r. de Jerusalén, Imperio Romano, 273, 281, 283, 288,
258, 263, 264, 267, 287 290
Goethe, Johann Wolfgang, 64 Inglaterra, 32, 121, 199, 206, 268, 291
Gracián de la Madre de Dios, Jeróni- Innsbruck, iglesia del Palacio Real de,
mo, 229, 231, 236 258, 259, 261, 264, 265, 269, 270,
Graciano, monje, 62 274-279, 284, 287-291
Granada, 240; reino, 33, 181 Inocencio III, papa, 34, 235
Granada, fray Luis de, 227, 231 Íñiga, estirpe, 66
Gregorio IX, papa, 309 Irache, fondo histórico, 51; v. Santa
Grünewald, Mathis, 281 María de Irache
Gualba, Ponç de, obispo, 118, 127 Iregua, 67
Guardia, Berenguer de, obispo de Vic, Isabel de Bourbon, 290
207 Isabel de Hungría, esposa del empera-
Guerra, Miguel, 238 dor germánico Alberto II, 261
Guillermo el Mariscal, 38 Isabel del Tirol, esposa del emperador
Guimerà, Beatriu de, esposa de Ferrer germánico Alberto I, 261
Alemany de Toralla, 129 Isabel la Católica, r. de Castilla, 272
Guines, Pere de, 101, 132 Isabel, hija de los Reyes Católicos, r. de
Gurb, Arnau de, obispo, 117, 118 Portugal, 272
Gutiérrez, Luis, 237 Italia, 162, 181, 202, 270, 273; meri-
dional, 102, 129
Habsburgo, Casa, linaje, 257, 260, 261, Iulia, gens (Iulii), 287, 288; v. Julo
264, 265, 267, 269, 271, 273, 275,
277, 278, 280, 286, 287, 291; gens Jacobo de Vorágine, 35, 41, 317
Habspurgensis, 257, 287; condes, Jaime I el Conquistador, r. de Aragón,
269 144
Hades, 36 Jaime II el Justo, r. de Aragón, 95, 96,
Héctor, 168, 173, 262 97, 100, 102, 105, 108, 109, 121,
Helford, condado, 206 127, 141, 145, 207
Hércules, 168, 173 Jasón, 173
Hermosilla, Gregorio, 244 Jerusalén, 135, 138, 264, 288, 341
Herrera, fray Alonso de, 226 Jesús María, Juan de, 236
Hildegarda de Bingen, 32 Jesús, Francisco de, 239
Índice onomástico 371

Jimena, dinastía, 67, 68 Levante, 131


Jimena, esposa de Aznar de Mutiloa, 68 Leza, 67
Jiménez, Urraca, 68 Lille, 1, 291
Job, 169, 315 Longinos, 320
Joffre, Ioannem, 341 Longpont, abadía, 143
Jofre V de Rocabertí, vizconde, 115 López Caparroso, Juan, 239
Jordá d’Illa, Bernat, 146 López de Ayala, Don Ignacio, 233
Juan de Castilla, príncipe don, hijo de López de Mendoza, Don Íñigo, Mar-
los Reyes Católicos, 170, 268, 272 qués de Santillana, 170, 176, 184,
Juan Fernández de Heredia, maestre de 186
Rodas, 126 López del Corral, Alfonso, 240
Juan I, r. de Aragón, 207 López, Fortún, 60; Fertunii Lopiz, 60
Juan II, r. de Aragón, 209; rex Joannis López, María, 62
secundus, 209 López, senior Lope, 69
Juan II, r. de Castilla y León, 184 Lorenz, Pedro, 57
Juan Manuel, Don, 174 Lotaringia, 289
Juan Sin Miedo, d. de Borgoña, 291 Lotario I, r. de Romanos, 289, 291
Juan Tello de Sandoval, obispo de Louis de Male, c. de Flandes, 283, 289,
Osma, 200 290
Juana de Brabante, 290 Lucano, 286
Juana I de Castilla, esposa de Felipe I el Lucanor, el conde, obra, 174
Hermoso, 260, 268, 272 Lucifer, 228
Judas Macabeo, 267 Luis III, emperador de Alemania, 198
Julia, esposa de Pompeyo, 287 Luis VII, r. de Francia, 209
Julia, tía de Ancus Marcus, 287 Luis IX, r. de Francia, 32, 33, 37, 137
Julo, 287 Luna, Álvaro de, 176, 181; v. Crónica
de
Kölderer, Jörg, 265, 267, 275, 277, 284 Lutero, 276
Llobregat, río, 119
La Manta, castillo, 285 Llull, Ramón, 200
Landshut, 274
Lanfrank, Beato, 315 Madre de Dios, Martín de la, 239
Languedoc, 99 Madrid, 14, 224, 239, 244, 245, 249,
Larrasoaña, 69 251, 264; Biblioteca del Palacio
Leinberger, Hans, 274 Real, 223, 296, 318; Biblioteca Na-
Leire, fondo histórico, 51; Leior, 53, cional, 244, 302
54; v. San Salvador de Leire Madrid, fray Juan de, 231, 238
Leon X, papa, 276 Magt, Leonard, 277
León, 124, 126 Málaga, 240
Leopoldo III, d. de Austria y emperador Maldonado, fray José, 235
de Alemania, 260, 269 Mallorca, 125, 126
Leoz, Toda de, 68 Manresa, 120; v. Santa María de
Lérida, 101; catedral, 102, 109, 113, Manrique, Gómez, 183
118, 124, 125, 127, 131, 147; uni- Manrique, Jorge, 36, 160, 179, 181,
versidad, 109; provincia, 122, 126, 187
199; obispo, 139 Manrique, linaje, 158
Letrán, concilio, 38, 235, 308, 350 Manrique, Pedro, 239
372 Ante la muerte

Mantua, 286 Maximiliano, hijo de Fernando I (futu-


Manuel, Fernant, 185 ro Maximiliano II de Austria), 264,
Manzini, Jacobo, 240 269, 277
Marcia, gens, 287 Maycene, 20
Marco Aurelio, 284 Medrano, Francisco, 239
Mare de Déu del Puig, iglesia, 132 Méjico, 336
Mare de Déu dels Àngels d’Avinganya, Mena, Juan de, 181, 193
convento, 109, 110, 113, 125, 129, Mendoza, Guillermo de, tenente de Iru-
135, 146, 147 rita, 59
Margarita de Brabante, esposa del c. Mendoza, linaje, 158
Louis de Male, 289 Mennel, Jakob, 270, 275, 278, 287
Margarita de Sargines, abadesa de Merswin, Rulman, 41
Montivilliers, 206 Messina, Tommaso de, 189
Margarita, esposa del príncipe Don Mezquita, Martín de, 57
Juan, 268 Midi, 133
María de Chipre, segunda esposa de Migir, fray. 165
Jaime II, 100 Miguel Ángel, 324
María Magdalena, 242 Miguel, don, nieto de los Reyes Católi-
María, esposa del senior Lope Garcés, cos e hijo de Isabel de Portugal,
60, 64 272
Miguel, mayordomo, 64
María, hija del señor Lope Fortuñones,
Milán, 281, 286; duques, 280, 286
64
Milanesado, 272
María, Virgen, 37, 60, 85, 121, 124,
Moià, iglesia parroquial, 130
127, 135, 136, 138, 165, 167, 171,
Montagut, linaje, 145
175, 241, 245, 297, 301, 319, 329,
Montañés, Jaime, 236, 238
330, 333, 339, 342, 344; beate Ma- Montbrai, Aloi de, 101, 132
rie, 55; Virgen Santa María, 57; Montcada, Berenguera de, 115, 146
Verge nostre dona Santa Maria, 86 Montcada, Gastó de, obispo de Huesca
Mario, 287 y Gerona, 109
Marte, dios, 288 Montcada, Guillem Ramon de, deán de
Martène, Edmond, 297, 315 la catedral de Lérida y canciller de
Martín Cajal, María, esposa de Pedro la universidad leridana, 109, 113
Lorenz, 57 Montcada, Guillem Ramon I de, 110
Martín I el Humano, r. de Aragón, 99 Montcada, linaje, 102, 108, 110, 115,
Martín V, papa, 224 119, 124, 125, 129, 131, 135, 146,
Martínez de Burgos, Juan, 171 147
Martínez Escribano, Juan, 168 Montcada, Ot “el Vell” de, 109, 110,
Martínez, Diego, 172 113, 115
Masovia, Zimburgis de, 272 Montcada, Pere de, 103, 109
Mataplana, Huc de, c. de Pallars, 146 Montearagón, Jesús Nazareno de, igle-
Maximiliano I, archiduque de Austria y sia, 68
emperador de Alemania, 257, 259, Montgrí, Guillem de, arcediano, 140
260-264, 267-270, 272, 274, 275, Montivilliers, abadesa de, 206
277, 278, 280, 281, 283, 284, 286, Montmiraill, Jean de, 143
287, 289, 291 Montpellier, 203, 204
Índice onomástico 373

Montrodón, Arnau de, obispo de Gero- Orden franciscana, franciscanos, 62,


na, 117, 118 100, 120, 122, 142, 165, 220
Montserrat, abadía, 141 Orleans, Casa de, 265, 267
Montserrat, Miguel Juan, 240 Orozco, fray Alonso de, 234
Moragues, Pere, 101, 126 Ortigas, Emmanuel de, 236
Morey, Guillem, 116 Osma, obispo de, 200
Munia, reina, esposa de Sancho el Ma- Oxford, 296, 299
yor, 67
Munich, 271, 274 Países Bajos, 272, 279
Muniz, Fortún, 53 Palencia, 328; Biblioteca de la Cate-
Muñoz, Juan, 244 dral, 328
Mur, fra Bernat de, obispo de Vic, 139 Paleólogo, linaje, 284
Murillo, Bartolomé Esteban, 324 Palermo, 97, 122
Murillo, municipio, 64 Palou, Berenguer de, 118, 127
Muro, 69 Palou, Sibil·la de, 141
Museu Nacional d’Art de Catalunya Pallars, condes, 116; condesa, 146
(MNAC), 126, 131, 133, 140 Pamplona, 66, 67, 68, 69
Mutiloa, Aznar de, 68 Pamplona, catedral de Santa María, 61,
60, 63, 64, 65, 69; Sancta Maria
Nájera, 54, 67; v. Santa María de Náje- Pampilonensis, 61
ra Pamplona, reino, 50, 54, 68
Narodni, galería de Praga, 280 Parets, Lluís de, 88
Navardún, villa, 67 París, 20, 82, 202, 297, 306, 308
Navarra, 49, 50, 54, 66, 69, 127; rey, Partidas, las, 51
208 Pau, Bernat de, obispo de Gerona, 118,
Navarra, gobierno, 49 138
Navarra, universidad, 23, 49 Pedro Fernández de Velasco, c. de
Nestle, abadía, 143 Haro, 186
Nicea, concilio, 202, 297 Pedro I el Cruel, r. de Castilla y León,
Niebla, conde de, 181 157
Nieremberg, Juan Eusebio, 237, 336 Pedro I, r. de Aragón, 68
Noé, 265 Pedro II el Católico, r. de Aragón, 110
Nueva York, 103 Pedro III el Grande, r. de Aragón, 95,
Nuremberg, 274 96, 97, 99, 100, 121, 122, 135
Pedro IV el Ceremonioso, r. de Aragón,
Octaviano, 173 100, 101, 109, 115, 116, 144, 206
Octavio, 281 Península Ibérica, 15, 53, 60, 69, 162,
Odilón de Cluny, abad, 41, 59 184, 295
Odón II, emperador de Alemania, 199 Peñalén, 68
Olave, 69 Pere, Guillem de, 89
Olaz, Toda de, 68 Pérez Carrillo, Francisco, 231, 236
Olivella, Bernat d’, obispo, 117 Pérez de Ayala, Martín, 239
Olot, municipio, 136 Pérez de Chinchón, Bernardo, 219
Onceno, Alfonso, 183 Pérez de Guzmán, Fernán, señor de Ba-
Oña, 67 tres, 168, 171, 172, 176, 180, 185,
Orden cisterciense, 59 187
Orden dominica, 120, 126 Pérez de Guzmán, linaje, 158
374 Ante la muerte

Pero López, canciller Ayala, 158 Reuchlin, Johannes, 267


Perpiñán, 125, 141 Reus, 30
Petrarca, Francesco, 35, 180, 181, 185, Revillagigedo, condes, 186
186, 189 Reyes Católicos, 158, 170, 264, 268,
Peutinger, Konrad, 262 270, 275
Piamonte, 285 Ribera Saavedra, Juan de, 239
Piccolomini, 267 Ricardo II, nieto de Eduardo III Planta-
Pico della Mirandola, 288 genet, 291
Pimentel, Juan de, c. de Mayorga, 175 Richard Bury, obispo, 206
Pinto, Heitor, 237 Rieux, taller de, 134
Pío V, papa, 235 Rioja, 54; Rioja Alta, 66
Pirineos, 66, 180 Ríos, Jerónimo de los, 227
Pirkheimer, Statius, 282 Ripas, 64
Pirkheimer, Willibald, 282 Ripoll, 202, 203; v. Santa María de Ri-
Pisano, Andrea, 132 poll
Plantagenet, dinastía, 289 Roberto de Anjou, c. de Provenza, 131
Plutarco, 284, 286 Roberto II el Grande, r. de Francia, 199
Poitiers, 124 Robió, Bartomeu de, 126
Polanco, Juan, 238 Rocabertí, Guerau de, paborde, 118
Pompeyo, 173, 287 Rocabertí, Pere de, obispo, 118
Portugal, 240, 260 Rocabertí, vizcondes, 108, 115
Poyal, Miguel del, 61 Rocafort de Bages, iglesia, 116, 117
Poza, Juan Bautista, 239 Rocafort, linaje, 119
Praga, 287; catedral, 278, 280 Rodas, maestre de, 126
Primera Crónica General de España, 38 Rodolfo I, d. de Austria, r. de Romanos,
Príncipe Negro, 291 269
Provenza, 99, 203; condes, 99 Rodolfo II, emperador de Alemania,
Pseudoagustín, 203 278
Pseudo-San Bernardo, 165 Rodrigo II, obispo, 124, 126
Puente, Luis de la, 226, 227, 239 Rojas, Antonio de, 237
Puigcerdà, 120, 131 Roma, 43, 124, 239, 59, 65, 78, 82
Rómulo, 288
Queralt, linaje, 119, 122, 146, 147 Roncesvalles, hospital, 65; v. Santa
María de Roncesvalles
Raimundo, abad de Leire, 54 Rosellón, 143
Ramiro Garcés de Viguera, hermanas- Rovira i Virgili, universidad, 49
tro del r. Sancho Garcés II Abarca,
67 Sabater, Ramon, 85
Ramiro I, r. de Aragón, 68 Sáenz de Aguirre, José, 312
Ramiro II el Monje, r. de Aragón, 96 Saint Alban, monasterio, 206
Ramiro, hijo de García Sánchez III el Saint Denis, 39, 209, 273
de Nájera, 58, 63 Saint-Maximin, 269
Ramon Berenguer II “Cap d’Estopes”, Saint-Pathus, Guillermo de, 32
c. de Barcelona, 116 Saint-Sernin, 99
Ramon d’Escales, obispo, 118 Sajonia, duques, 276
Recasens, Guerau de, obispo, 118 Salazar de Mendoza, 200
Recasens, Luis, 127 Salazar, Juan de, 231, 232, 236, 238
Índice onomástico 375

Salelles, Pere, 81 San Juan, evangelista, 36, 136, 138;


Salomón, 173 mal de, 32; Sant Joan, 315
Salutati, 81 San Luis de Tolosa, 137
San Agustín, 84, 138, 173, 185, 187, San Marcial, 53; beatus Marcial, 54;
201, 202, 235, 330, 347; Agostino, Saint Marcial, 203
173; Augustino, 309, 315, 321 San Marcos de León, 286
San Albertano de Brescia, 165 San Martí del Canigó, monasterio, 143
San Ambrosio, 164, 187 San Mateo, 316
San Andrés, fuego de, 31 San Mauro, mal de, 32
San Anselmo de Canterbury, 34, 56, San Miguel (Zuazu), monasterio, 63
320, 326, 327, 328, 333, 334, 338, San Miguel de Excelsis, 55
344; Anselmo, 330 San Miguel, arcángel, 55, 64, 319, 331,
San Antonio Abad, 321, 352; Antonio, 333, 344
321 San Millán de la Cogolla, fondo históri-
San Antonio de Florencia, 311 co, 51
San Antonio, fuego de, 31 San Narciso de Gerona, arca-relicario,
San Bartolomeo de Rialto, 280, 283 127, 132
San Benet de Bages, 119 San Pablo, 63, 242, 316, 320
San Bernardino de Siena, 43 San Pedro el Viejo de Huesca, monas-
San Bernardo de Claraval, 165, 173, terio, 68, 96
181, 211, 317, 334; Bernaldo, 172 San Pedro, apóstol, 88, 242, 316, 320;
San Buenaventura, 33
capilla de la catedral de Lérida, 110
San Camilo de Lelis, 240, 244; Lellia-
San Rafael, arcángel, 341, 345; Rapha-
dum, 247; v. Compañía del Padre
el, 345
Camilo
San Roque, 351; mal de, 32
San Carlos Borromeo, 336
San Cipriano de Cartago, 35, 164, 349, San Salvador de Leire, monasterio, 53,
350 54, 55, 64, 66, 67, 68, 69; Sanctus
San Cristóbal, 136, 170 Salvator, 54, 69; Legerense ceno-
San Esteban de Deyo, iglesia, 66; sanc- bium, 66; monasterio Leirensi, 68
tus Stefanus, 67 San Sebaldo de Nuremberg, 281
San Eulogio de Córdoba, 66 San Vicente Ferrer, 36, 40
San Félix de Girona, colegiata, 203 San Virila, 53; sanctus Berila, 54
San Francisco de Asís, 33, 34, 174, Sancha de Aoiz, doña, 54
222, 307; Françisco, 172 Sancha de Huarte, esposa del senior
San Francisco, convento de Barcelona, Fortún Sanz, 54
120 Sancha, reina de Aragón, 96
San Gabriel, arcángel, 331 Sánchez de Calavera, Ferrán, 166, 174,
San Gregorio Magno, 304, 321, 330, 177, 179
341 Sancho de Valtierra, 61
San Isidoro de Sevilla, 158, 226, 310, Sancho Garcés I, r. de Pamplona, 54,
321 66; Sancho obtime imperator, 66
San Jerónimo, 172 Sancho Garcés II Abarca, r. de Pamplo-
San José, 37 na, 67
San Juan de la Peña, monasterio, 64, 68 Sancho Garcés III el Mayor, r. de Pam-
San Juan de Malta, 99 plona, 68
San Juan el Bautista, 206 Sancho Ramírez, r. de Aragón, 68
376 Ante la muerte

Sancho VI el Sabio, r. de Navarra, 51, Santa María de Ripoll, monasterio, 96,


69 130; abad, 116
Sancho VII el Fuerte, r. de Navarra, 69 Santa María de Roncesvalles, colegia-
Sansoáin, 60 ta, iglesia, 63, 69
Sansón, 173 Santa María de Santes Creus, monaste-
Sant Andreu del Coll, capilla, 136 rio, 95, 96, 97, 99, 100, 105, 119,
Sant Cugat del Vallés, monasterio, 125; 120, 121, 122, 127, 135, 136, 141,
Sanctus Cucuphatus, 125 142, 145
Sant Joan de les Abadesses, 130 Santa María de Vallbona de les Mon-
Santa Ana, 37 ges, monasterio, 129
Santa Ángela de Foligno, 320 Santa María de Vilabertrán, monaste-
Santa Bárbara, 37 rio, 115; San Miguel y Santa Cata-
Santa Cándida, capilla de la catedral de lina, capilla, 115
Tortosa, 118 Santa María Egipcíaca, 316
Santa Catalina de Siena, 36, 136, 138 Santa Perpetua de Gayà, 145
Santa Clara de Nápoles, 131 Santa Rosalía, casa noviciado de los
Santa Coloma de Queralt, municipio, padres camilos, 239
119, 122, 146 Santa Tecla, 137, 138
Santa Cruz de la Serós, 96 Santamaría, Ignacio, 237
Santa Eulalia, sepulcro, 134 Santas Nunilo y Alodia, 53, 66; sanctas
Santa Isabel de Hungría, 138 Nunoli et Elodie, 53; sanctas Nuni-
Santa Lucía, capilla de la catedral de lon et Helodia, 54
Barcelona, 117 Santiago de Compostela, 16
Santa Margarita, 136, 138 Santo Domingo de Guzmán, 174; Do-
Santa María de Bellpuig de les Avella- mingo, 172
nes, convento, 103, 108, 121, 122, Santo Domingo el Real, 251
124, 125, 133, 140, 146 Santo Sepulcro, orden, 64
Santa María de Castelló d’Empúries, Santo Tomás de Aquino, 166, 185, 312
convento, 126, 141 Sanz, senior Fortún, 54
Santa María de Castelló, 116 Sapera, Valentín, 85; Valentí Çapera,
Santa María de Cervera, iglesia, 126, 86
136 Sarrià Despalau, Romia, escultor, 144
Santa María de Irache, monasterio, 55, Sarroca, Jaume, obispo de Huesca, 117,
60, 64, 65; beata Maria de Iraz, 60; 135, 136
cenovio Irazense, 64 Satanás, 344; sathanam, 247
Santa María de la Oliva, monasterio, Savila, Pere, 81
61; sancta María de l’Olivar, 61 Scoto, Duns, 322; Escoto, 322
Santa María de Manresa, iglesia parro- Schmiedhammer, Jörg, 281
quial, 120, 130, 138 Schönau, Eckberto de, 33
Santa María de Nájera, monasterio, 55, Schonmetzer, Adolfus, 296
58, 61, 67 Sebastián I, r. de Portugal, 186
Santa María de Oviedo, catedral, 67 Segismundo, hijo del c. Federico IV el
Santa María de Pedralbes, monasterio, de la bolsa vacía, 269, 280
100, 109, 129, 132, 144 Segorbe, 126
Santa María de Poblet, monasterio, Séneca, 184, 223
101, 103, 115, 116, 135, 136, 140, Sentmenat, Galcerán de, 207; mossen
144, 147; abad, 103 Galceran de Sentmanat, 208
Índice onomástico 377

Senyecs, Arnau de, 82, 84 Torres, Juamot, 189


Seo de Urgel, diócesis, 341 Torrevicente, batalla, 67
Serpi, Dimas, 234 Tortosa, 206; catedral, 117, 118, 131,
Serra, Ramon “Menor”, 126 135
Serra, Ramon, “Major”, 126 Tosquella, Llorenç, 126
Sesselschreiber, Gilg, 265, 271, 272, Toulouse, 99, 134
283 Tournai, Guillem de, 117
Sevilla, 237 Tournai, Joan (Jean) de, 100, 127, 132
Sibila Eritrea, 203 Tours, universidad, 284
Sibila, canto de la, 202, 203, 204 Trajano, 284
Sicilia, 96, 102; reino, 95, 97, 99, 209 Trastámara, dinastía, 158, 269
Sixto V, papa, 240 Trento, concilio, 202, 217, 220, 233,
Sócrates, 185 302, 340
Soler, Arnau de, arcediano, 140 Trillo, Bartomeu, 81
Solsona, Museo Diocesano y Comar- Trotaconventos, 160, 179
cal, 141
Troya, 283
Sorbona, universidad, 297
Tucídides, 282
Soria, 67
Tudela, 57, 69; archivo municipal, 57
Sos del Rey Católico, 67
Turrecremata, 240
Springinklee, Hans, 266
Stabius, Johan, 265 Ulises, 168
Stiria, 260
Unamuno, Miguel de, 226
Stoss, Veit, 281
Uncastillo, 64
Strigel, Bernhard, 281
Urbano VI, papa, 224
Suetonio, 284, 286
Urgell, condes de, 100, 102, 105, 140,
Suso, Enrique de, 42, 310
Synodicum Hispanum, 312, 350 146; dinastía, 124, 146; v. Ermen-
gol X; v. Alvar II
Tácito, 265, 268 Úriz, Martín de, 66
Talavera, iglesia parroquial, 119, 122 Urraca, esposa del c. García Ordóñez
Tarragona, 100, 203; arzobispo, 100, de Nájera, 56
118, 137; diócesis, 341; catedral,
96, 117, 136, 137; provincia, 119, Valdés, Alfonso de, 233
122; Museo Diocesano, 145 Valencia, 102, 126, 132, 332, 341; v.
Tárrega, 135; v. Ardevol de Fray Diego de
Tecla, hija de Diego Álvarez, 63 Valencia, fray Diego de, 165
Teodorico el Grande, 258, 263, 264, Valladolid, 27
274, 279 Vascones, fray Alonso de, 236, 239
Teresa de Entenza, esposa de Alfonso Velázquez, casa de, 14, 16
IV el Benigno, 100 Vélez de Guevara, Pero, 171
Teresa, esposa de García Fortúnez, 61 Venecia, 185, 280
Teruel, provincia, 126 Venegas de Busto, Alejo, 36, 219, 225,
Tirado, Francisco, 239 227, 229, 230, 231, 235, 303, 304,
Tirol, 260; condes, 269 309, 311, 314, 319, 336, 343
Tito Livio, 158, 288 Venus, diosa, 287, 288; Venus Genitrix,
Toledo, 170, 218; Biblioteca Capitular 287
de la Catedral, 222, 223 Verona, 273
378 Ante la muerte

Vic, 119, 120; museo episcopal, 136; Vischer el Viejo, Peter, 265, 274
obispo, 139; catedral, 207; Archivo Vizconde de Ager, v. Alvar de Cabrera
Capitular, 301
Vidal, Bernat, 88 Wels, 276
Viena, 264; universidad, 267, 281 Westfalia, 271, 272
Viguer, Juan, 238 Westminster, catedral, 39, 289
Viguera, 67 Wiener Neustadt, Capilla Real de, 258,
Vilafranca del Penedés, convento fran- 270, 276, 290
ciscano, 120, 122, 136, 141, 142 Wimpfeling, Jacobo, 268
Vilamarí, Bernat de, obispo, 118 Witz, Konrad, 285, 286
Vilamarí, Guillem de, obispo, 118 Wolschaten, Baltasar de, 224, 240, 244
Vilamur, Ponç de, 126 Wyclif, Juan 295, 298
Vilanova, Joan, 207
Villa-Diego, Francisco de, 244 Yebra, Melchor de, 234, 238
Villaespesa, canciller, 127 Yrala, Math de, 244
Villani, Juan, 33
Villarreal, Fernando de, 237 Zaqueo, 316
Villasandino, Alfonso Álvarez de, 167, Zaragoza, 100, 126, 240, 299
169, 170, 172
Violant de Bar, esposa de Juan I, 207;
dona Yoland, 208
PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA EN ESTA EDITORIAL

COLECCIÓN HISTÓRICA

JOSÉ LUIS COMELLAS GARCÍA-LLERA: Los realistas en el trienio constitucional (agotado).


MARÍA DEL CARMEN PINTOS: La política de Fernando VII entre 1814 y 1820.
RAMÓN DE SANTILLÁN: Memorias (1815-1856). 2 vols. (Introducción por FEDERICO
SUÁREZ. Edición y notas por ANA MARÍA BERAZALUCE).
ANTONIO EIRAS ROEL: El partido demócrata español (1849-1868).
MARÍA DEL PUY HUICI: Las Cortes de Navarra en la Edad Moderna.
LUIS MIGUEL ENCISO: Los establecimientos industriales españoles en el siglo XVIII. La
Mantelería de La Coruña.
JOSÉ LUIS COMELLAS GARCÍA-LLERA: El trienio constitucional (agotado).
JOAQUÍN JOSÉ SALCEDO IZU: El Consejo Real de Navarra en el siglo XVI.
MARÍA TERESA PUGA: El matrimonio de Isabel II.
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —I-
Real Caja de Amortización— (Introducción por FEDERICO SUÁREZ). 2 vols.
FRANCISCO MARTÍ GILABERT: El proceso de El Escorial (agotado).
JOSÉ MANUEL CUENCA: D. Pedro de Inguanzo y Rivero.
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —II- In-
formes sobre el estado de España (1825)— (Estudio preliminar y notas por FEDE-
RICO SUÁREZ).
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —III-
Arias Teijeiro. Diarios (1828-1831)— (Introducción y notas por ANA MARÍA BE-
RAZALUCE). 3 vols.
ARRIAZU, DIZ-LOIS, TORRA, DIEM: Estudios sobre Cortes de Cádiz (agotado).
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —IV-
Martín de Garay y la reforma de la Hacienda (1817)— (Estudio preliminar y no-
tas por FEDERICO SUÁREZ). 2 vols.
M.ª CRISTINA DIZ-LOIS: El manifiesto de 1814.
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Cortes de Cádiz —I- Informes Oficiales sobre Cor-
tes— (Estudio preliminar por FEDERICO SUÁREZ). I Baleares./II Valencia y Ara-
gón./III Andalucía y Extremadura.
RAFAEL GÓMEZ CHAPARRO: La desamortización civil en Navarra (agotado).
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —V- Pe-
dro Sáinz de Andino. Escritos— (Estudio preliminar por FEDERICO SUÁREZ y ANA
M.ª BERAZALUCE). 3 vols.
RODRIGO RODRÍGUEZ GARRAZA: Navarra de Reino a Provincia (1828-1841).
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —VI- L.
López Ballesteros y la Hacienda entre 1823 y 1832— (Estudio preliminar por FE-
DERICO SUÁREZ). 5 vols.
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —VII-
El Consejo de Estado (1792-1834)— (Estudio preliminar por FEDERICO SUÁREZ).
FRANCISCO MARTÍ GILABERT: El motín de Aranjuez (agotado).
ÁNGEL MARTÍNEZ DE VELASCO: La formación de la Junta Central.
SEMINARIO DE HISTORIA MODERNA: Documentos del reinado de Fernando VII —VIII-
Los agraviados de Cataluña— (Estudio preliminar por FEDERICO SUÁREZ). 4 vols.
JOAQUÍN SALCEDO IZU: La Diputación del Reino de Navarra.
JAVIER ZABALO ZABALEGUI: La Administración del Reino de Navarra en el siglo XIV.
JUAN CARRASCO: La población de Navarra en el siglo XIV.
BEATRIZ ROMERO: José del Castillo y Ayensa, humanista y diplomático (1795-1861).
PEDRO PEGENAUTE GARDE: Trayectoria y testimonio de José Manuel del Regato. Contri-
bución al estudio de la España de Fernando VII.
PEDRO AGUSTÍN GIRÓN, Marqués de las Amarillas: Recuerdos (1778-1837). (Intro-
ducción por FEDERICO SUÁREZ. Edición y notas por ANA MARÍA BERAZALUCE).
3 vols.
RONALD ESCOBEDO MANSILLA: El tributo indígena en el Perú. Siglos XVI y XVII (ago-
tado).
VARIOS: Páginas de historia del País Vasco. Homenaje de la Universidad de Navarra a D.
José Miguel de Barandiarán.
FEDERICO SUÁREZ: El proceso de la convocatoria a Cortes (1808-1810).
FRANCISCO JAVIER PAREDES ALONSO: Pascual Madoz (1805-1870). Libertad y Progreso
en la monarquía isabelina. (2.ª ed.).
IGNACIO DE LOYOLA ARANA PÉREZ: El monarquismo en Vizcaya durante la crisis del
Reinado de Alfonso XIII (1917-1931).
ANA MARÍA BERAZALUCE: Sebastián de Miñano y Bedoya (1779-1845).
FEDERICO SUÁREZ: Donoso Cortés y la fundación de El Heraldo y El Sol (Con una corres-
pondencia inédita entre Donoso Cortés, Ríos Rosas y Sartorius).
MANUEL MORÁN ORTI: Poder y gobierno en las Cortes de Cádiz (1810-1813).
ISMAEL SÁNCHEZ BELLA: Dos estudios sobre el Código de Ovando.
VARIOS: La Revolución francesa. Ocho estudios para entenderla.
IGNACIO OLÁBARRI GORTÁZAR: ¿Lucha de clases o conflictos de intereses? Ensayos de his-
toria de las relaciones laborales.
JUAN DONOSO CORTÉS: Artículos políticos en “El Piloto” (1839-1840). (Introducción
por FEDERICO SUÁREZ).
FERNANDO DE MEER: El Partido Nacionalista Vasco ante la guerra de España (1936-
1937).
JUAN DONOSO CORTÉS: Artículos políticos en “El Porvenir” (1837). (Introducción por
FEDERICO SUÁREZ).
ÁLVARO FERRARY: El franquismo: minorías políticas y conflictos ideológicos (1936-1956).
ROCÍO GARCÍA BOURRELLIER, MARÍA DOLORES MARTÍNEZ ARCE Y SERGIO SOLBES FE-
RRI: Las Cortes de Navarra desde su incorporación a la Corona de Castilla. Tres si-
glos de actividad legislativa. I, (1513-1621). II, (1624-1829).
JOSÉ MARÍA SESÉ ALEGRE: El Consejo Real de Navarra en el siglo XVIII.
FRANCISCO JAVIER NAVARRO: La formación de dos grupos antagónicos en Roma: Hones-
tiores y Humiliores.
FRANCISCO JAVIER CASPISTEGUI GORASURRETA: El naufragio de las ortodoxias. El car-
lismo 1962-1977.
M.ª DEL MAR LARRAZA MICHELTORENA: Aprendiendo a ser ciudadanos. Retrato socio-
político de Pamplona 1890-1923.
JESÚS M.ª USUNÁRIZ GARAYOA: Nobleza y señoríos en la Navarra Moderna. Entre la sol-
vencia y la crisis económica.
SANTOS AGUSTÍN GARCÍA LARRAGUETA: La datación histórica.
ONÉSIMO DÍAZ HERNÁNDEZ: Los Marqueses de Urquijo. El apogeo de una saga podero-
sa y los inicios del Banco Urquijo, 1870-1931.
JAVIER PAMPLIEGA: Los germanos en España.
AGUSTÍN GONZÁLEZ ENCISO Y RAFAEL TORRES SÁNCHEZ (Eds.): Tabaco y Economía
en el siglo XVIII.
AGUSTÍN GONZÁLEZ ENCISO Y JESÚS M.ª USUNÁRIZ GARAYOA (Dirs.): Imagen del rey,
imagen de los reinos. Las ceremonias públicas en la España Moderna (1500-1814).
VALENTÍN VÁZQUEZ DE PRADA: Aportaciones a la Historia Económica y Social: España
y Europa, siglos XVI-XVIII. I. Reflexiones en torno a la Historia Económica. El co-
mercio español y sus hombres de negocios. II. Las actividades industriales. Moneda y
crédito: el mundo de las finanzas (Edición a cargo de JESÚS Mª USUNÁRIZ GARA-
YOA).
JESÚS Mª USUNÁRIZ GARAYOA (Ed.): Historia y humanismo. Estudios en honor del pro-
fesor Dr. D. Valentín Vázquez de Prada. I. El profesor Vázquez de Prada y su obra
científica. Felipe II y su tiempo. Varia. II. Historia Económica.
M.ª CONCEPCIÓN HERNÁNDEZ: De tributo para la Iglesia a negocio para mercaderes: el
arrendamiento de las rentas episcopales en la diócesis de Pamplona (siglo XVIII).
JUAN B. AMORES: Cuba en la época de Ezpeleta (1785-1790).
RAFAEL TORRES SÁNCHEZ: Capitalismo mercantil en la España del siglo XVIII.
MARTÍ AURELL (Director): La dama en la corte bajomedieval.
JULIA PAVÓN BENITO: Poblamiento altomedieval navarro. Base socioeconómica del espa-
cio monárquico.
AGUSTÍN GONZÁLEZ ENCISO (Ed.): El negocio de la lana en España (1650-1830).
SANTIAGO AQUERRETA: Negocios y finanzas en el siglo XVIII: la familia Goyeneche.
FRANCISCO J. CASPISTEGUI Y JOHN K. WALTON: Guerras danzadas. Fútbol y identida-
des locales y regionales en Europa.
JAUME AURELL Y JULIA PAVÓN (Eds.): Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la
España medieval.

CONVERSACIONES INTERNACIONALES DE HISTORIA


I.VARIOS: El método histórico. (2.ª ed.). 1985.
II.VARIOS: Las individualidades en la Historia. 1985.
III.VARIOS: La historiografía en Occidente desde 1945. 1985.
IV. VARIOS: Balance de la historiografía sobre Iberoamérica (1945-1988). 1989.
V. VARIOS: Para comprender el cambio social. Enfoques teóricos y perspectivas historio-
gráficas. 1997.
VI. VARIOS: En la encrucijada de la ciencia histórica hoy. El auge de la historia cultu-
ral. 1998.
COLECCIÓN MUNDO ANTIGUO

1. ÁLVARO D’ORS: La Era Hispánica (agotado).


2. KENDALL-WILHELMSEN: Cicero and the Politics of the Public Orthodoxy (agotado).
3. AGUSTÍN LÓPEZ KINDLER: Función y estructura de la sentencia en la prosa de Séne-
ca (agotado).
4. MIGUEL D’ORS: El caligrama, de Simmias a Apollinaire. Historia y antología de una
tradición clásica (agotado).
5. FERNANDO MARTÍN: La documentación griega en la cancillería del emperador
Adriano (agotado).
6. MARÍA DOLORES MAULEÓN: Índices de las inscripciones latinas publicadas en el Bo-
letín de la Real Academia de la Historia (1877-1950) (agotado).
7. RAMÓN SERRANO CANTARÍN: La teoría clásica del estilo periódico (agotado).

Nueva Serie
1. CARMEN CASTILLO: Vestigia Antiqvitatis. Escritos de epigrafía y literatura romanas.
2. ANTONIO FONTÁN: Letras y poder en Roma (en prensa).
3. JUAN FRANCISCO RODRÍGUEZ NEILA Y FRANCISCO JAVIER NAVARRO SANTANA
(Eds.): Los pueblos prerromanos del Norte de Hispania. Una transición cultural como
debate histórico.
4. ÁLVARO SÁNCHEZ-OSTIZ GUTIÉRREZ: Tabvla Siarensis: Edición, traducción y co-
mentario.
5. JUAN FRANCISCO RODRÍGUEZ NEILA Y FRANCISCO JAVIER NAVARRO SANTANA
(Eds.): Elites y promoción social en la Hispania romana.
6. CARMEN CASTILLO, FRANICSCO JAVIER NAVARRO Y RAMÓN MARTÍNEZ (Eds.): De
Augusto a Trajano: un siglo en la historia de Hispania.

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