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La Orestíada y Medea: Representaciones de la familia en el discurso a través de la masacre.

Rafael Jara P.
Como es sabido, los antiguos trágicos griegos solían basar la creación de sus
personajes en historias procedentes de la tradición oral que eran conocidas por el público
asistente a sus representaciones. El espectáculo consistía en la reelaboración dramática del
transcurso concreto del argumento, de cuyas características tenemos testimonio únicamente
a través de la escritura. Es decir, del discurso verbal de la obra. Este permite extraer, de
acuerdo a la suposición en retrospectiva de la libertad con que era escrito, significados
político-sociales a los géneros gramaticales impuestos a los hombres y mujeres de la
literatura, y explorar sus capacidades e intervenciones dentro de la comunidad: “El discurso
[dramático] es juzgado como un rol crítico en la construcción de una identidad cívica en la
polis de Atenas” (Rodríguez Carmona 35). Y si bien el papel de la ciudadanía prevalecía
como un privilegio otorgado exclusivamente por parte de hombres y al servicio de los
hombres, la presencia, relativamente abundante en la tragedia ática, de personajes femeninos
portadores de gran complejidad en su configuración refleja “una relación dialéctica entre las
dos esferas del discurso” y “que la representación dramática alcanza un estatus de institución
social” ya que “[El] concepto de género es una categoría social cuyo poder es distribuido
entre varios miembros de la sociedad que ilumina aún más el enlace entre la representación
literaria y las instituciones sociales” (36).
En ese sentido, las concepciones culturales construidas a partir de la idea unitaria o
aunada de la conformación de la sociedad, como es la institución de la familia, admiten
lecturas centradas en las voces femeninas que las sostienen en la realidad compartida cuando
son especuladas en la literatura. Específicamente la monogamia heterosexual, considerada
como la primera forma conocida “en que pudo desarrollarse el amor sexual moderno” (Engels
30) y que data de la Grecia jonia (Engels 26), asumía la “preponderancia del hombre y la
procreación de hijos (...) como sus únicos objetivos abiertamente proclamados por los
griegos” (27), por lo que la apropiación efectiva del carácter particular del matrimonio1

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El matrimonio como tal no existía; “el término griego que refiere la unión es engye (término
que remite a la promesa de matrimonio o al desposorio mismo) o epidikasia (reclamación).
Para indicar que una persona estaba casada se utilizaba la palabra synoikein (compartir una
casa)” (Peinado 8).
subsiste en la miembro femenino de su constitución así como en el masculino, gracias a su
complementariedad dual necesaria tanto para la relación de dominación como para la de
procreación. En otras palabras, el desenvolvimiento situacional de las personajes femeninas
en la tragedia ática condensa en su realización una estructura superior que permite aducir
pautas ideológicas y colectivas identitarias a la estratificación menor de los seres humanos
dentro de una agrupación familiar. Entre los ejemplos clásicos y más valiosos para la
comprobación esto último, en los que se extrema el alcance de los lazos afectivos y
convencionales de las posiciones familiares, están La Orestíada de Esquilo, con su
Clitemnestra, y la Medea de Eurípides.
Clitemnestra, ya en Agamenón, se propone como una variación a sus propias palabras.
Sus intenciones homicidas yacen ocultas hasta que confiesa la urdimbre preconcebida de su
actuar, otorgando al lenguaje en el que se desarrolla la facultad versátil de la ambigüedad, y
coincidiendo plenamente con el pasado mítico de su motivación (el sacrificio de su hija
Ifigenia, instigado por su esposo, la prolongada ausencia de este último puesta la guerra de
Troya) justifica sus resoluciones después de acabado el silencio. Se presenta inicialmente
como una esposa fecunda en virtudes, engaños “que empiezan por su propia persona y
comportamiento en la ausencia del marido” pero que no consiguen engañar del todo al corifeo
(Rodríguez Carmona 74), y al final sólo la expulsa, todavía con orgullo, la muerte. Muerte
que le da en Las Coéforas su único hijo, posterior a haber relatado ella un sueño alegórico
que prevé todo lo ocurrido luego, y de la que intenta escapar inmediatamente después de
descubrir muerto a Egisto echando mano a los vestigios tempranos de la relación madre e
hijo que la une a Orestes: “Respeta, criatura, este pecho sobre el que tantas veces,
adormecido, chupabas con tus labios la leche nutricia” (189). La única duda que presenta
Orestes al momento de matar a su mamá es relativa a aquella conexión. Al mismo tiempo, es
en el asesinato de su padre donde radica su motivo fundamental. Todo esto ratifica la noción
de que en La Orestíada la perdición “no pasa casualmente a través de las generaciones,
arrastrando (...) a seres inocentes, sino que continuamente se manifiesta en acciones
culpables, a la que sigue la desgracia a modo de expiación” (Lesky 86).
Desde antes de matar que la interacción de Clitemnestra con otros personajes sugiere
una relación de poder o superioridad, si es que no un carácter que se permite y consigue
imponer por sobre el de los demás: “¡Troya es de los aqueos! ¿Hablo claramente?” (131).
Así, Clitemnestra “demuestra una mente política de primer orden, alejada de estereotipos
femeninos como el cotilleo o la alegría anticipada” (Rodríguez Carmona 72). El primer
asesinato que comete, el de Agamenón y Casandra, es interpelado en primera instancia por
el coro, que más bien se sorprende y al que responde con claridad y determinación su
desentendimiento. Hace énfasis en la justificación que la protege, y en las uniones sanguíneas
que vengó: su hija, por muerta, y su esposo con su amante por haberse involucrado. La
reacción del coro evidencia la sincronía entre los intensificadores del discurso y sus orígenes
conyugales: “Nos maravilla la osadía de tu lengua, ya que hablas con tanta jactancia de tu
esposo” (157). Hace referencias visuales explícitas respecto a los cadáveres ensangrentados,
y elabora metáforas agrícolas alusivas al proceso de engendración especuladas sobre las
salpicaduras de las puñaladas que invierten el paradigma de la fecundación hacia la
esterilidad y el alto a la descendencia. Gilbert Murray, en su libro dedicado a Esquilo, analiza
estas circunstancias partiendo de la perspectiva atormentada de Agamenón:
Agamenón no es consciente del pecado; se considera más bien un favorito de
los dioses, y uno muy digno. Su muerte, en el plano humano, es el resultado de
una reyerta familiar; Egisto tiene el deber de vengar a sus hermanos en su
asesino, Atreo, o, puesto que este está muerto, en su hijo Agamenón.
Clitemnestra también tiene sus motivos personales: la muerte de Ifigenia, las
infidelidades de Agamenón y su propio amor por Egisto. (167)
Aunque a ratos los asesinatos realizados pueden parecer meros arrebatos o
impulsividades emocionales, “la problemática de destino, culpabilidad y acción en Esquilo
tiene raíces mucho más profundas” (Lesky 277). El crimen que termina por costarle la muerte
a manos de su hijo tiene sus bases en el resentimiento provocado por el deterioro de sus
relaciones familiares, y sobre lo mismo se sientan las acusaciones que le son proferidas. Las
misiones específicas a cumplir por cada miembro del grupo familiar se subvierten antes de
la matanza, la generan, y también la sostienen y fundamentan tanto su defensa como su
reprobación en el transcurso del juicio al final de la trilogía –al que Clitemnestra asiste en
forma de fantasma, clamando por la venganza de su propia muerte y encarnando “a la figura
femenina que representa el más allá de la muerte, en su doble dimensión de seducción erótica
y de tentación de inmortalidad” (Vernant 147)-. Esto último instituye una nueva distorsión
filial en la medida de que es la vida de Orestes a la que, inquiere, den fin las Erinias. El juicio,
sin embargo, la declara culpable, hecho consumado en la acción dramática por medio de su
muerte (y el patético estadio posterior a ella), y aunque no se validen sus intencionalidades
individuales se rectifican las valorizaciones generales relativas a los lazos familiares
expresados ya entre la sangre.
En Medea, a diferencia de la tragedia esquilea, el homicidio múltiple es exitoso y
fructífero, además de zanjar felizmente las reivindicaciones debidas a quienes corresponde.
La obra de Eurípides proyecta el esquema intrafamiliar esencialmente mediante el personaje
de Medea, sobre quien acaecen los agravios y quien posee casi enteramente el poder de llevar
a cabo sus respectivas venganzas. Desconcertada por el nuevo matrimonio de Jasón, su
esposo, con Glauce, la hija del rey de Corinto, envenena satisfactoriamente a la familia real
y asesina a sus hijos, causando intencionalmente el sufrimiento descarnado de su ex-marido.
La tenacidad de Medea no contrasta demasiado con la intensidad de Clitemnestra al momento
de cometer las matanzas, pero la ferocidad con que el personaje euripideo divaga su parecer
trasciende largamente la discusión moral con que la reina de Micenas enfrenta a sus
detractores, por más que haya encarnado momentáneamente una voracidad inocua. Medea es
infranqueable. Conduce con maestría su ira hacia Jasón y la transforma en el límite de la
manipulación emocional: matar a tu familia, matar a quienes más amas. En ello, además, se
juega su condición de madre, y en profundos monólogos relaciona aquella característica de
su persona de manera intrínseca con su estado mujeril y humano: “Privada de vosotros,
arrastraré una vida triste y dolorosa” (1.035-1.040), “Mi corazón desfallece, cuando veo la
brillante mirada de mis hijos” (1.045-1.050). Nunca más exhibe tal grado de vulnerabilidad
(iguala el acto de dar vida con la impostura de su final), pero al mismo tiempo le sobreviene
la certeza de que es imprescindible consumar la muerte de sus hijos para dar un adecuado
cierre a su disputa con Jasón. El nexo entre su relación con los niños, su relación con su
esposo y la relación de los hijos con su padre se ven en peligro no sólo de disolverse, sino
que de suscitar el pathos en Jasón; la muerte de los hijos como vehículo de la venganza y
herramienta de disolución del vínculo patriarcal. En ese sentido, el envenenamiento de la
princesa también se fundamenta tanto por el daño directo que le causa a Jasón quedar viudo,
como “porque con su muerte terminaba con cualquier posibilidad de que el traidor gozara de
los beneficios de un vástago” (Peinado 11): “(...) nos pagará justa compensación, pues nunca
más verá vivos a los hijos nacidos de mí, ni engendrará un hijo de su esposa recién uncida”
(800-810). Werner Jaeger expone al respecto, en el capítulo dedicado a Eurípides en su
Paideia, lo siguiente:
Se discute el matrimonio. (...) Así halla ya el poeta en la fábula de Jasón que
abandona a Medea los sufrimientos de su tiempo (...) De ahí que el poeta escoja
a la bárbara Medea, que mata a sus hijos para ultrajar a su desleal marido (...)
aunque no ciertamente un marido fiel, se convierte en un cobarde oportunista.
Algo que era necesario para convertir a la parricida del mito en una figura
trágica. (314)
Así, las muertes se asestan bajo pretextos que dependen de concepciones
preestablecidas asociadas al núcleo familiar, y también redefinen las relaciones impuestas
por aquellas concepciones al intensificar sus propios principios fundadores. Gracias al
carácter dramático de las obras, las acciones de los personajes exigen un correlato en el
discurso que emiten, y la violencia de sus decisiones arraiga en la vehemencia los cargos
morales que se acusan a diestra y siniestra en ambas tragedias.
La multiplicidad de perspectivas incluidas en los argumentos de ambas obras, así
como la propiedad mitológica que encierra otras variantes a las historias que en ellos se
plasman, inducen a una cantidad superior de implicaciones y ramificaciones teóricamente
plausibles de los asesinatos en función tanto de –su(s)- causa(s) como de –su(s)- efecto(s),
pero el protagonismo sostenido por Medea y Clitemnestra (en su caso, de una mayor
abstracción), añadido a su caracterización femenina y maternal –lo que significaba en la
Grecia antigua, lo que significa hoy, lo que significa el hecho de que en ambos casos
signifique algo distinto y el significado mismo de la coincidencia entre sus apariciones en la
literatura trágica clásica- realza el aspecto social de sus crímenes al haber sido ejecutados
contra aquellos individuos que específicamente regían los límites permeables de su
intervención en comunidad, y las posiciona en un espacio nuevo y necesario de
indeterminación que extiende la posibilidad de, a pesar de la muerte que pudiese afectarlas,
alternar los roles que, sin haber sido necesariamente estamentados por la sociedad o la
colectividad a la que se pertenece, son hilvanados individualmente por las persona(je)s de la
humanidad.
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