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ANXO ABUÍN GONZÁLEZ

El teatro en el cine
Estudio de una relación intermedia!

CÁTEDRA
� Signo e Imagen
..
Director de la colección: Jenaro Talens

l.ª edición, 2012

Diseño de cubierta: aderal

Ilustración de cubierta: Fotograma de Fannyy Alexander, de lngrnar


Bergrnan (1982)
© Svensk Filminstitut / Gaumont / Tobis / Album

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© Anxo Abuín González, 2012


©Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2012
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 40.277-2012
l.S.B.N.: 978-84-376-3094-6
Printed in Spain
CAPÍTULO 2

Filmicidad y teatralidad:
del formalismo ruso a los estudios culturales

U ESFERA EN MOVIMIENTO

Puede afirmarse que pocas veces un medio de expresión humana,


desde su nacimiento, se ha situado con tanta exactitud en el fondo
mismo del comparatismo interartístico. Valga recordar de entrada el
«Manifiesto de las Siete Artes» de Ricciotto Canudo ( 1 9 14, luego
publicado en L'Usine aux images, París, 1 927), que saludaba como
«síntesis moderna» de todas las artes al cine, la séptima de entre ellas,
la última en aparecer. De este modo el «círculo en movimiento» de la
estética se cerraba al fin con la fusión total de las artes: «Dos artes
existen verdaderamente», sostenía Canudo, «englobando a todas las
demás. Son los dos senos de la "esfera en movimiento", de la elipsis
sagrada del Arte, donde el hombre ha vertido desde siempre lo mejor
de su emoción, lo más profundo de su vida interior, los signos más
intensos de su lucha contra lo "huidizo" de los aspectos y de las cosas:
la Arquitectura y la Música». Las dos artes primarias han seguido un
proceso inverso: la arquitectura nace como respuesta a la necesidad
material de protegerse y es posteriormente embellecida con sus artes
complementarias; la música surge de una necesidad meramente espi­
ritual, como la intuición u organización de ritmos que rigen en la
naturaleza. El resto de las artes sirve tan sólo de complemento a estas
dos, porque «la Pintura y la Escultura no son sino la figuración sen­
timental, del hombre o de la Naturaleza; y la Poesía no es sino el es-

31

fuerzo de la Palabra, y la Danza el esfuerzo de la Carne, para conver­


tirse en Música. He aquí por qué el Cine, que resume esas artes, que
es ''Arte plástica en movimiento", que participa de las ''Artes inmóvi­
les" a la vez que de las ''Artes móviles" [ ... ], o de las ''Artes del Tiempo"
.Y de las ''Artes del Espacio" [ ... ], o también de las ''Artes plásticas" y
de las ''Artes rítmicas", es la "séptima'' de ellas» (en Urrutia, 1976: 39).
Y en 1 927 Abel Gance, fiel seguidor de las teorías de Canudo, res­
ponderá a la pregunta de qué es un gran filme de la siguiente manera:
«¿Un gran film? Encrucijada de las artes que ya no se reconocen al
salir del crisol de la luz y que reniegan inútilmente de sus orígenes.
¿Un gran film? Evangelio del mañana. Puente de sueño tendido de
una época a otra. Arte de alquimista, obra magistral por la mirada.
¡Ha llegado el tiempo de la imagen!» (en Ramaguera, 1 993 : 464) 1 0•

«VORACIDAD INTERTEXTUAL» Y «PRE-CINÉMA»

No hay que olvidar tampoco que el llamado cine de los orígenes,


enfrentado de inmediato al problema de producir a ritmos vertigino­
sos que no dejan tiempo para la planificación y formación de profe­
siones específicas, ha de mirar hacia los modelos temáticos propuestos
por otras tradiciones culturales, contemporáneas o preexistentes, en un
intenso proceso de «canibalización cultural», como diría Umberto Eco:
el cine copia, adapta, imita, cita, traduce... La cinematografía de los
orígenes (el llamado por algunos protocine) se caracterizaría, en expre­
sión de Miriam Hansen (1991), por una desmedida «voracidad inter­
textual» que la incita a surtirse de productos de todo tipo de tradicio­
nes culturales. La «encrucijada cultural» del medio cinematográfico
afecta a las representaciones bíblicas (la adoración de los Reyes Magos
o la Pasión), la literatura fantástica, las féeries teatrales, el circo, la dan­
za, las tiras cómicas de los periódicos, el Grand-Guignol o la novela
por entregas. No es extraño que el teatro de variedades, como si de
una especie de container se tratase, acogiera muy pronto el cine, espe­
cialmente el de no ficción, al lado de prestidigitadores o de adivinos11 •

10
La presencia de Canudo es rastreada por Urrutia en los Estudios literarios de
Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, Prometeo, 1 933, págs. 1 53-1 62); o en el libro
de César Arconada Tres cómicos del cine (ed. de Marta Hernández, Madrid, Miguel
Castellote, 1 974, pág. 64).
11
Cfr. Hansen ( 1999: 30 y 45) y Riblet (1999). A los materiales comunes uti­
lizados por el cine se refiere en estos términos Erwin Panofsky: «Las obras inmóvi-

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Habría que añadir a la nómina que acabamos de referir, y en un
lugar de honor, el género teatral melodramático, uno de los modelos
más visitados por el cine primitivo (al más puro estilo del Corneille de
los <<boulevards», René-Charles Guilbert de Pixérécourt, 1 773-1 844).
Es ésta una influencia que se vuelve aún más significativa si pensa­
mos en el melodrama como epítome del concepto decimonónico de
teatralidad, por sus ansias de representarlo todo en escena, de mos­
trar la realidad entera de un modo excesivo, polarizado y, sin duda,
efectista. Parece evidente que el interés del cine por el melodrama
es tanto temático (sentimentalismo fácil, maniqueísmo, polarización

les, que los primeros filmes animaron, eran efectivamente imágenes: malas pinturas
del siglo XIX y tarjetas postales (o figuras de cera a lo Madame Tussaud), sin olvidar
las tiras dibujadas -una de las raíces más importantes del arce cinematográfico- y
cernas de canciones populares, de periódicos sensacionalistas, de novelas baracas:
con semejante herencia, los filmes hablaban directamente y con gran fuerza a deter­
minado espíritu popular. Satisfacían -y con frecuencia a un tiempo- primero un
antiguo sentido de la justicia y de las conveniencias, cuando la virtud y la asiduidad
en el trabajo se veían recompensadas y el vicio y la pereza castigados; a continuación
un sentimentalismo sencillo cuando el "delgado hilillo de un ficticio interés amoro­
so" circulaba "a través de vías algo sinuosas", o cuando el Padre, el querido Padre,
volvía del saloon para encontrarse a su hijo enfermo de difteria; en tercer lugar, un
gusto fundamental por las carnicerías y la crueldad cuando Andreas Hofer estaba
encarado con el pelotón de fusilamiento o cuando (en una película de 1 893-94) se
veía saltar la cabeza de María Estuardo; en cuarto lugar, un gusto por una pizquica
de pornografía (recuerdo con gran placer una película francesa realizada hacia 1 900
donde una mujer que parecía bastante gorda, sin serlo realmente, y otra que parecía
un poco flaca, sin serlo en realidad, se nos mostraban mientras se ponían un baña­
dor -una honesta y leal porchería mucho menos chocante que las películas de la
difunta Betty Boop y, siento mucho decirlo, que algunas de las más recientes pro­
ducciones de Walc Disney-; y, finalmente, sentido del humor crudo, que traduce
evocadoramente la expresión «burlesco» (s!apstick) y que se alimenta de las tenden­
cias sádicas y pornográficas, juntas o separadas. Hay que esperar hasta 1 905, poco
más o menos, para que se ose una adaptación cinematográfica de Fausto, y has­
ta 1 9 1 1 para que Sarah Bernhardt arriesgue su prestigio en una tragedia cinemato­
gráfica increíblemente divertida, La Reina Elisabeth. Estos filmes representan la pri­
mera tentativa consciente para hacer pasar el cine del nivel del arce popular al del
arce "real", pero dan también testimonio del hecho de que esca loable meta no podía
alcanzarse de modo can sencillo. Pronto se cayó en la cuenta de que la limitación de
una obra teatral, con un escenario, entradas y salidas determinadas y ambiciones
netamente literarias era lo único que debía evitar el cine» (en Urrucia, 1 976: 1 50-
15 1). Los géneros cinematográficos eran numerosísimos: las películas de ejecucio­
nes, de viajes, las basadas en canciones famosas ...

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moral de los personajes y sus acciones, esquematización, caracteres
angustiados por una verdad secreta que ocultan a los otros, lo que
crea una sensación de voyeurismo en el público; persecución del bien
y premio final a la justicia, suspense, peripecias . .. ) 12 como formal,
pues la esencia del melodrama era la tensión creciente y la celeridad
impresa a la acción, con rápidas transiciones entre escena y escena, la
yuxtaposición espacial unida a la necesaria habilidad en el movi­
miento y cambio de escenario, de modo que aquí también se ha ha­
blado, como para la novela, de la existencia de un pre-cinéma, precisa­
mente para aludir a los mecanismos de transición que adelantan en
el melodrama procedimientos adscritos al cine, como la bajada del
telón entre escena y escena (no entre acto y acto) a modo de fondido
cinematográfico. Sobra decir que esta dirección -que es la propia,
por ejemplo, del análisis histórico de A. Nicholas Vardac (1 949)­
conduce a la consideración de buena parte del mejor teatro del XIX
como una especie de cinéma manqué, incapaz de satisfacer con la
incorporación de lo proto-cinemático los nuevos gustos de una so­
ciedad que se alejaba progresivamente del «ilusionismo» teatral.
Hassan El-Nouty (1978) ha insistido, por su parte, en que ese
primigenio cine daba en realidad salida definitiva, desde un punto
de vista técnico, a las demandas de realismo por las que había apare­
cido el género melodramático en el siglo XVIII, a la vez que solucio­
naba los problemas que presentaba en escena un teatro experimental
que se quería transgresor de toda regla y convención. Pero esta sensi­
bilidad moderna, latente en el melodrama y asociable a la política
burguesa de desviar en su provecho las vel�} dades artísticas del pue­
blo bajo (es la tesis sostenida por Anne Ubersfeld y recogida por
Noel Burch), puede incluso remontarse a las ideas diderotianas sobre
un teatro liberado de la tiranía de la literatura y sometido por fin a la
lógica perdida del espectáculo, que redescubrirá el gesto e instalará
dramáticamente una cadena de escenas mudas, los conocidos ta­
bleaux animados, delante de los cuales el espectador se situaría como
si presenciara por encantamiento la sucesión de los cuadros de un
pintor13 • El concepto de tableau, enfrentado, como se sabe, al de

12 Cfr. Fell ( 1 977: 40-4 1 ) y Brooks (1976: 1 1-12). Véase el reciente estudio de
Pablo Pérez Rubio (2004), que se ocupa de establecer las convenciones propias del
género en teatro y cine.
13 Parafraseo aquí al propio Diderot en el Discurso sobre la poesía dramática
(I 758: 276-277). El cuadro a que se refiere es el Testamento de Eudamidas, de Pous­
sin. Cfr. El-Nouty (1978: 23-24). Para un estudio de las relaciones entre Diderot y

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coup de théátre (un cambio brusco en la situación dramática), trataba
así de dar cuenta de la tensión entre el contar y el mostrar, la cual,
evidentemente, servirá de motor para la evolución de la mejor dra­
maturgia contemporánea.
En esta misma línea, Ben Brewster y L ea Jacobs ( 1 997) han su­
brayado que el cine, más que adaptar en bloque los procedimien­
tos teatrales, asimiló sólo aquellos que podrían denominarse pictó­
ricos (pictorials), tal y como puede apreciarse en los «recetarios» que
a comienzos de este siglo se publicaban, con el fin de enseñar a
escribir «screen plays» o «photoplays» 1 4• Si antes hablábamos de
Oiderot como pergeñador de un teatro, por así decirlo, sin acción,
en el que todo se basaba en la capacidad «absortiva» del espectador
ante la contemplación de los cuadros, Brewster y Jacobs retoman
la formulación de Lessing en el Laocoonte (en especial su capítu­
lo XVI): las artes estáticas, espaciales y visuales, opuestas a las artes
verbales, pueden representar el tiempo, siempre y cuando seleccio­
nen lo que el alemán llamaba «el momento más pregnante» y «más
fecundo» de la acción (es la traducción de Eustaquio Barjau) , un
momento de armónico reposo, susceptible, sin embargo, de mos­
trar las huellas del proceso causal en el que tuvo su origen, «aquel
[ahora] en el que la figura en movimiento, sometida a la quietud
por las condiciones espaciales de la pintura, se encuentra en una
posición tal que permite al espectador adivinar el instante que pre­
cede a ese momento y el que le sigue» (Barjau, en Lessing, 1 766:
XXVIII; véase Brewster y Jacobs, 1 997: 1 1 ). A la manera aristoté­
lica, la pintura se veía así ya no como mera opsis, sino como capaz
de imitar acciones , con su principio, medio y fi nal (como, por ejem­
plo, hacía Rafael en ciertos cuadros, gracias a los muy comentados
pliegues de sus vestidos) .

l a pintura, puede verse el magistral trabajo d e Michael Fried ( 1980/2000). Resulta


muy significativo el estudio de las «actitudes», «el arte de representar obras plásticas
de arte por medios mímicos, gestos y vestimenta, y de traducirlas a una sucesión
temporal» (Holmstrom, 1 967: 119). Véanse en el libro de Holmstrom los tableaux
de Lady Hamilron.
J4 Algunos ejemplos: A. Van Buren Powell, The Photopl.ay Synopsis, Springfleld,

Mass., The Home Correspondence School, 1 9 1 9; Wycliffe A. Hill, Ten Million


Photopl.ay Plots, Los Á ngeles, Feature Phocodrama Company, 1 9 1 9; John Emerson
y Anita Laos, How to Write Photopl.ays, Nueva York, James A. McCann Co., 1 920;
Frederick Palmer, Photopl.ay Plot Encyclopedia, Los Ángeles, Palmer Photoplay Cor­
poration, 1 922. Cfr. Munsterberg (1916/ 1 979: 358).

35
Volviendo a nuestro tema, y sin necesidad de mencionar aquí
otros testimonios que afianzaron en el XIX una aproximación «pic­
torialista» del género teatral (la escena como sucesión de cuadros) ,
que por cierto pasó también a l a fotografía, el cine acogió desde
muy pronto una concepción de la fábula como una serie de situa­
ciones autocontenidas, estáticas si no atemporales, que suponía un
modo de actuar «externo» y gestual (los actores debían ensayar sus
poses delante del espejo: nada más lejos de la actitud introspectiva y
anamnésica requerida por un Stanislavski por esas mismas fechas)
y una manera de mirar condicionada por una frontalidad fija ante el
objeto contemplado.

Mooos DE REPRESENTACIÓN

El componente teatral y pictórico (el tabkau o la situación) del


cine queda claro en la descripción que del denominado MRP (Modo
de Representación Primitivo) hace Noel Burch (1987): uso muy pre:..
dominante del plano de conjunto, frontal, inmóvil, con decorado
plano de tela, significantes visuales no jerarquizados por la composi­
ción o por la iluminación, y autárquico en relación con la estructura
del filme 1 5 • Si hay algo que en efecto define el cine primitivo es la
autarquía de plano (también denominada clausura de la diégesis), en
donde cada cuadro guarda una relación de autonomía con respecto
a los otros. Ello obligaba a que operadores y directores se ajustasen a
normas muy estrictas, que el historiador Lewis Jacobs explicita del
siguiente modo: «l. Toda escena [y el uso de este término teatral no
es en absoluto banal) debe empezar con una entrada y acabar con una
salida, como en el teatro. 2. Los actores deben colocarse frente a la
cámara y moverse horizontalmente a ella, salvo al realizar movimien­
tos rápidos, como una persecución, o prolongados, como una pelea.
En estos casos, la acción se desarrolla en un plano diagonal respecto al
objetivo, para dar más espacio a los actores. 3. Las acciones que se de­
sarrollen en un segundo plano deben ser lentas y muy exageradas para
que puedan ser registradas por el público. 4. La interpretación debe
ser exagerada, las miradas largas, los movimientos bruscos y las pala-

15 No es extraño el cuestionamiento de la validez del sintagma cine primitivo,

que, por sus connotaciones negativas (inmadurez o infantilismo), es rechazado por


Tom Gunning (1998). La lengua inglesa prefiere emplear la expresión más neutra
earlyfilm. Véase Aumont ( 1999).

36
bras pronunciadas con estudiada lentitud»16• A todo ello hay que su­
mar la abundancia de técnicas teatrales como el aparte, la interpela­
ción directa al espectador, la mirada a cámara a modo de guiño hacia
el público, la imposibilidad absoluta de darle la espalda a éste.
Muy ilustrador es el caso de la película de David W Grifflth The
Drunkard's Reformation (1 909), en donde el protagonista, a punto
de arrepentimiento, asiste a una representación teatral: la inclusión
de una obra en una película podía provocar el contraste entre dos
tipos de lenguaje, «aunque la ficción teatral que se inserta en la fic­
ción cinematográfica permite decir concretamente, incluso en tér­
minos de información, la inexistencia de códigos cinematográficos
alternativos a los teatrales»17• En el análisis de este filme, Brunetta
insiste en otros marcados rasgos escénicos: espacio iconizado inte­
rior, luz uniforme, personajes filmados de cuerpo entero, entradas y
salidas de los personajes por los laterales, con perfecta sincronía;
y coincidencia de los lugares de visión con el centro de la imagen,
donde se desarrolla la totalidad de la acción.
Nótese, por lo tanto, el funcionamiento simbólico de un con­
cepto de perspectiva teatral (pienso aquí en el llamado teatro a la ita­
liana), en el que la escena es como un cubo ante el que el espectador
se encuentra como inmovilizado en el centro de la perspectiva de las
diversas vistas de la escena (el centro de proyección o punto céntrico de
la composición albertiana, la célebre mirada delpríncipe) 1 8• Y es que
en muchos sentidos la noción central sigue siendo asimismo la de
escena, el lugar imaginario donde se desarrolla la acción, donde se
inscribe necesariamente la espacialidad como mímesis, la unidad
dramática como fundamento de la representación.
La ruptura con la frontalidad tradicional del teatro corre parale­
la al desarrollo de técnicas como la del primer plano o a la expansión
de una sintaxis propia a través del montaje, esa operación que busca
organizar el conjunto de los planos en función de un orden prefija­
do, por la que se crea una auténtica gramática del cine. De la autar­
quía del plano frontal se pasó laboriosamente, gracias a algunos de

16
Jacobs ( 1971, 1: 99). Cfr. Hansen ( 1 99 1 : 29) y Guarinos ( 1 996: 16).
17 Brunetta ( 1974/1 993: 77). Denis Lévy (1 999) ve en este filme un uso singu­
lar de la alternancia por el grado que supone de reflexividad fílmica.
18 Cfr. Cruciani ( 1 992), Aumont ( 199011992: 42-45) y Bordwell ( 1 986/ 1 996:
104-11 3), que analiza las repercusiones perspectivísticas provocadas por el uso de
las lentes cinemarográficas, así como la ruptura que supone el empleo de la figura
estilística del planolcontraplano.

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los citados cineastas británicos, franceses, daneses y norteamerica­
nos, al plano orgánicamente integrado en el sintagma narrativo, que
ya es propio del catalogado por Burch como Modo de Representación
Institucional (MRI) . Podría decirse que el cine pasa a ser, con toda
ley, un sistema de modelización secundario, ya que sólo entonces co­
mienza a fundamentarse en un lenguaje especial, propio e inherente
de signos y reglas sujetos a procesos de convencionalización históri­
ca (Lotman, 1 982: 20, 34) .
La segmentación del espacio diegético, con encuadres de escala
diferente que no implicaban una discontinuidad temporal, contri­
buyó a la construcción de un espacio imaginario pero coherente, que
se reforzó con la permeabilidad del fuera de campo a los movimien­
tos de los sujetos u objetos, que entran o salen del encuadre por sus
bordes, sin que ello signifique su extinción diegética. La nueva espa­
cialidad propuesta en el cine es incluso más metonímica (pars pro
toto) que la del teatro, porque plantea una fragmentación práctica­
mente ilimitada, perceptible en la propia terminología (plano gene­
ral, medio, primer o primerísimo plano, plano de detalle. . .). El plano,
como imagen-movimiento, tiene como función añadir espacio al
espacio, dirá Gilles Deleuze ( 1 984/1987: 33). La concatenación de
encuadres empezaba así a crear, en un periodo que Burch sitúa en­
tre 191O y 1 9 17, una nueva topografía cinematográfica, un territo­
rio imaginario sólido, que se deslindaba por fin de las dependencia
del teatro ( 1 9 1 5 es la fecha de The Birth ofa Nation, de Griffith) 1 9 •
El nuevo modelo respondía en mayor medida al canon fijado por
la novela. Griffith («Yo hago novelas en cuadros») descubrió la posi­
bilidad de narrar acciones paralelas en la lectura de «The Cricket on
the Heart» («El grillo del hogar», 1843) de Charles Dickens y de la
novela victoriana. Gian Piero Brunetta precisa que el momento deci-

19 «De manera que el cine inició sus balbuceos fuera del campo documental ins­
pirado por el modelo del music-hall con cuadros discontinuos y autónomos, como
muy bien ha analizado Tom Gunning. Siguió el modelo que Sadoul llamó "teatro
filmado", en el que los conceptos de escena y plano (plano general frontal y estático)
eran coincidentes. Con los cineastas italianos, con Feuillade y con Griffith se desa­
rrolla el cine-novela, que culmina en Greed (Avaricia, 1 923) de Stroheim. Paralela­
mente, los alemanes investigan nuevas filiaciones de la representación cinematográ­
fica con el teatro (Wiene), la pintura (Murnau) y la arquitectura (Fritz Lang). Con
los clásicos soviéticos (Eisenstein, Pudovkin, Dovjenko), gracias a la estructura rít­
mica de su montaje, el modelo se orienta hacia el cine-sinfonía y al cine-coreogra-
fía» (Gubern, 1 995: 267-269). '

38
sivo para este cambio de modelo coincide con el trabajo de Griffith
para la Biograph entre 1 908 y 1 9 1 2 (más de quinientos títulos, de
los que Brunetta analiza sólo dieciséis), cuando concreta la habilita­
ción narrativa del filme a partir de su alejamiento del teatro y de la
adopción de los códigos.de verosimilitud de la novela decimonónica.
Se trata de un lento proceso que se desarrolla en consonancia con la
utilización del montaje (tanto alternado como paralelo) como proce­
dimiento narrativo que conllevaba la fragmentación en distintos en­
cuadres de un espacio referencial único20. Sergei Eisenstein, para
quien el origen de la estética fílmica estaba también en la literatura
(el montaje de diálogos en Madame Bovary o el paralelo en Oliver
Twist), reflexionará sobre el uso del primer plano, que modifica y li­
mita, antiteatralmente, la perspectiva dramática, fij ando de manera
autónoma las relaciones entre la pantalla y el espectador. El cuadro
se relaciona con un ángulo de encuadre, «el cine pone de manifiesto
puntos de vista extraordinarios, a ras de suelo, de abajo arriba, etc.»,
y se llega a una nueva imagen-percepción (de nuevo Gilles Deleuze),
que ya no responde al modelo de lo natural subjetivo, sino que la
movilidad del centro y la variabilidad del encuadre acarrean la
existencia de varias zonas acentradas y desencuadradas (Deleuze,
1 983: 3 1 ) .
El cine era entonces u n medio que descubría al espectador, me­
diante un dispositivo visual inédito, un nuevo mundo, un medio
que le revelaba cosas nunca antes vistas por el ojo humano: lo pe­
queño (el primer plano) , lo grande (el panorama que permite des­
plegar grandes masas) y lo evanescente (la expresiones fugitivas de

20
Para la disparidad de pareceres entre Burch y Brunetta, referida sobre todo al
reconocimiento por parte del primero de un periodo de interiorización del nuevo
modelo que acabaría hacia 1 930, consúltese el prefacio de Vicente Sánchez Biosca
al libro citado de Brunetta (9- 1 5) . La «experimentación» de los «one-reels» (pelícu­
las dramáticas de diez o doce minutos) de Griffith para la Biograph culminará con
la exhibición narrativa de Intolerancia ( 1 9 1 6), filme absolutamente desmenuzado
por los cineastas ruso-soviéticos y antecedente para muchos de los experimentos na­
rrativos de un Dziga Vertov o de un Jean-Luc Godard (Hansen, 1 99 1 : 1 32). Para
Burch, sin embargo, en las películas de la Biograph están muy presentes las expe­
riencias teatrales de Griffith, tanto desde un punto de vista temático como técnico.
Vicente Sánchez Biosca reivindica la labor de montaje llevada a cabo por Edwin
Stratton Porter en Asalto y robo a un tren (The Great Train Robbery, 1 903). Burch
rastrea en otros autores las huellas del proceso de institucionalización de un cine clá­
sico, ya perceptible muy tempranamente en innovadores como James Williamson
(piénsese en su The Big Swallow, 1 901 ).

39
los personajes, los elementos oníricos, aquellas técnicas que nos de­
jan descubrir la realidad y explorarla con mirada epifánica, como el
ralentí) (Benjamin, 1955: 1 04) . En testimonio de Jacques Aumont
(1 990/1 992: 1 49), los primeros planos que encuadraban la cabeza
o el busto produjeron inicialmente «una reacción de rechazo», ligada
tanto al irrealismo de estas ampliaciones como a un carácter percibi­
do como monstruoso: tales figuras eran consideradas como cabezu­
dos o dumb giants («gigantes mudos»), llegándose incluso al repro­
che de la «contranaturalidad», pues una cabeza no podría nunca
moverse por sí sola, sin la ayuda del cuerpo y de las piernas. Habrá
que esperar a Jean Epstein y a los años veinte para que se hable del
primer plano como «el alma del cine», precisamente por su capaci­
dad específica de gulliverizar o liliputizar la realidad, de transformar
la distancia (desde lo íntimo hasta lo ajeno), por materializar, en de­
finitiva, la metáfora de un tacto visual que acompaña a la descrip­
ción de los objetos.

lNTERMEDIALIDAD: NARRADORES Y MOSTRADORES

Hemos señalado ya la necesidad de estudiar el cine (o el teatro)


desde una perspectiva interartística, porque de poco vale afrontar
los distintos lenguajes en su individualidad, sin tener en cuenta los
continuos trasvases e interferencias que se producen entre los diver­
sos medios artísticos. Sólo así se aquilatarán debidamente las apor­
taciones de Das Kabinett der Dr. Caligari ( 1 9 1 9), de Roben Wiene,
por ejemplo, como un ejercicio de cooperación entre cine, teatro,
pintura y pantomima, especialmente gracias al trabajo de los esce­
nógrafos Hermano Warm, Walter Reimann y Walter Rohrig, auto­
res de un decorado de chimeneas oblicuas y ventanas flechiformes
de reminiscencias cubistas, elementos que más allá de lo ornamental
se tiñen de una atmósfera amenazante que pone en evidencia el de­
sequilibrio del sujeto cartesiano. La razón por la que se asociaba el
cine y el sueño está precisamente en la atención prestada por aquél
a una realidad que no existe para el ojo humano, así como en la ca­
pacidad de este medio para moverse en el tiempo y en espacio, sin
tener en cuenta las formas perceptivas de la realidad exterior2 1 •

21
Cfr. Munsterberg (19 16/ 1979: 350). Son muy interesantes las apreciaciones
de Azorín alrededor de su conocida causa «superrealista»: «El cinematógrafo, después
de dominar el mundo físico, tiende a dominar el mundo de lo subconsciente y sub-

40
Es eje articulador de este capítulo la definición que André Gau­
dreault ( 1 999) ofrece del concepto de intermedialidad, que, más
allá de servir para reconocer de nuevo las numerosas deudas del
cine con otras series culturales, resulta indispensable para describir
con justeza el cine de los primeros tiempos. Podría decirse con
Gaudreault que el cine era tan intermedia! que en sus orígenes
«aún no era casi cine»: una parte de ese cine pertenece al dominio
del teatro o al dominio de lo escénico. Hemos hablado ya del cam­
bio de paradigma que lleva del cine preinstitucional a otro más li­
terario, esto es, más narrativo, merced al empleo de los intertítulos
y del montaje. Todo ello supuso también el paso de la teatralidad a
la literariedad. Según Gaudreault, hay dos regímenes de narrativi­
dad que se superponen en el cine. El primero afecta a la movilidad
en el interior de cada plano (la mostración}; el segundo a la combi­
natoria de los planos entre sí (la narración). La mostración aparece
notablemente en los filmes del cine primitivo, de carácter «uni­
puntual», que desarrollan microrrelatos dentro del mismo plano,
frente a la «pluripuntualidad» del cine narrativo. La mostración
audiovisual, dependiente de las operaciones de encuadramiento de
la cámara (mise en cadre), presenta de manera transparente a perso­
najes en acción, miméticamente, sin la mediación del montaje
(que se dirige al encadenamiento de las acciones en una sintaxis
compleja) .
Gaudreault llega así a distinguir tres periodos en el desarrollo
inicial del arte cinematográfico: ·

a) Periodo del cine �n un solo plano, que remite en exclusiva


a la idea de rodaje. La cámara funciona como mostrador y
los planos son unipuntuales, según la terminología de Sergei
Eisenstein, por su dependencia de un único punto de vista.
La mostración se sitúa temporalmente en el presente, cuan­
do tiene lugar la acción representada y la visión del «mos­
trador».
b) Periodo del cine en varios planos no continuos. Se mezclan
aquí las ideas de rodaje y de montaje, aunque sea rudimen­
tario. Es decir, coexiste un «mostrador» y un narrador.

jetivo» («El cine y el teatro», 1927, en 1995: 1 1); «El nuevo tiempo, en el cine, im­
plica: retrospección, simultaneidad, anticipación» («El mundo nuevo», 1950: 41);
«Se dispone en el cine de la universalidad del espacio; no está el espacio limitado
como el teatro» («El cine», 1950: 32).

41
c) Periodo del cine en planos contiguos. El narrador da cuen­
ta de una perspectiva pluripuntual desde el tiempo pasado
implicado por la manipulación del montaje. El mostrador
presenta (visión directa), mientras que el narrador repre­
senta (visión indirecta) . Al narrador le pertenece el tiem­
po pasado, que implica la manipulación del montaje. La
mostración está, pues, ligada a lo escénico como equivalen­
te moderno de la diégesis mimética, frente a la no mimética
propia de la narración22•

No resulta difícil poner ejemplos que encajen en esta sencilla pe­


riodización. El modelo mostrativo es patente en el cine de los oríge­
nes, que es llamado por Tom Gunning ( 1 99 1 ) cine de las atracciones
«ante litteram» por su carácter exhibicionista (cualquier rareza hu­
mana o natural le bastaba para asombrar al espectador) y por su afi­
ción a los efectos especiales. Los programas de actualidades de la
Edison, la Gaumont o la Vitascope desarrollaron desde muy pronto
un cine de efectos espectaculares que buscaba entretener y divertir a
una creciente audiencia. Por ello se echaba mano de la narración de
«sucesos de actualidad» como ejecuciones, atracos, incendios o bata­
llas. Cineastas como George Mélies, John S . Blackton o James Smith
identificaron cine con humor y magia. Para Eisenstein, el cine de
atracciones se basaba en la «apoteosis de efectos», en la «descarga
emocional que atrae el inconsciente del espectador». Pero ya en Mé­
lies hay un dispositivo teatral: telas pintadas, construcciones ligeras,
abiertas sobre los laterales, movímiento en horizontal, frontalidad,
ausencia de profundidad de campo, cámara fija, uso de apartes (mi­
radas hacia la cámara), actuación muy teatral. Le Roí du maquillage
(1 904), de Mélies, demuestra el interés por las atracciones de parte
del público, al mismo tiempo que la formación del director francés

22
Cft. Hansen (199 1 : 34-35). Parecida diferenciación a la que se establece en­
tre narradores y mostradores se apunta en la distinción de Tom Gunning (1998) entre
ear!yfilm y ear!y cinema: a este último concepto pertenece el desarrollo de una indus­
tria y de un lenguaje propio. Pierre Beylot (2005: 16-23) ha señalado algunos rasgos
del modo de representación del cine primitivo que remiten a lo espectacular teatral: la
apelación al público o la mirada a la cámara distingue la filiación teatral, como en al­
gunos filmes de Mélies (Escamotage d'une dame chez Robert Houdin, 1 896); el «modo
de estructuración dr�tica» se basa en la intensidad de la «atracción» (acrobacias o
escenas extrañas) a la manera del circo o del music-hall; el modo de tratamiento del
espacio privilegia la homogeneidad y la disposición frontal de los actores.

42
,.

en el ámbito profesional de la magia (es indudable que Mélies vis­


lumbró las posibilidades del cine en este sentido). El decorado pic­
tórico representa las riberas del Sena. Los cambios de disfraces hacen
que la personalidad del actor (el propio Mélies) vaya cambiando
ante el espectador. En Sorcellerie cullinaire (1 904), la teatralidad del
conjunto es aún mayor, por cuanto la cámara estática rueda en un
aparente único plano un buen número de persecuciones . En un es­
cenario muy amplio en el que los objetos de la cocina van variando
de tamaño, los personajes desaparecen por los laterales y no existe
profundidad de campo ni quizás, propiamente hablando, una histo­
ria que contar. No hay todavía intertítulos o letreros explicativos
que faciliten el seguimiento de la acción: ello justifica el empleo de
«explicadores» que intentaban narrativizar un cine difícilmente com­
prensible para un público no hecho todavía a los códigos de las imá­
genes e incapaz de seguir el hilo de la historia.
La segunda fase de transición del mostrador hacia el narrador
tiene una cronología más difusa. Charlie Keil (1999) habla por ejem­
plo de un «transitional cinema», que se sitúa precisamente entre 1907
y 1913. Pero Edwin S. Poner había dirigido en 1903 The Great Train
Robbery, filme en el que ya se perciben las preocupaciones narrativas
emergentes en el cine. Las catorce escenas de que consta están roda­
das con una planificación teatral (un único plano), pero los interio­
res alternan con planos de exteriores. El estilo se vuelve discontinuo
y la alternancia de planos, una de sus innovaciones fundamentales,
apunta torpemente a la simultaneidad de acciones e incluso hay una
elipsis en la escena undécima. El filme se cierra con un plano medio
del jefe bandido (George Barnes) que apunta su pistola hacia la cá­
mara, con el consiguiente efecto de terror provocado en el público
(los exhibidores podían colocar esta escena como prólogo o como
epílogo, porque los cuadros se separaban en rollos distintos) . The
Great Train Robbery es una de las primeras «primitive one-reeler
action picture», en cierto modo un antecedente del western, con una
duración de diez minutos, y su éxito la convirtió en la película más
comercial de la era «pre-nickelodeon».
La estabilidad del early cinema (Musser, 1994) dependía de ele­
mentos como el preconocimiento por parte de los espectadores del
tema de la película, lo que facilitaba su comprensión. El exhibidor
contribuía a una mejor intelección del espectador a través del uso de
un «explicador» o narrador. La actuación de los actores era muy ges­
tual y por ello se echaba mano de intérpretes formados en la panto­
mima, que normalmente procedían de espectáculos itinerantes de

43
presupuesto modesto (Bowser, 1 994: 87-90). Cada vez era mayor el
énfasis en los signos faciales, por lo que los cineastas llegaron por ne­
cesidad al primer plano (Hansen, 1 99 1 : 23-24).
También en David W Grifflth se percibe la misma preocupa­
ción por la contigüidad narrativa, ya desde su etapa de la Biograph,
conjugada con el manejo de los resortes del melodrama (acción in­
tensa y fundada muchas veces sobre acontecimientos violentos; es­
tructura narrativa simple en la que el bien se enfrenta al mal y la
inocencia es perseguida; personajes tipo como la esposa virtuosa, el
traidor, el aristócrata egoísta; presencia de un secreto; intriga con nu­
merosas peripecias y confusiones de identidad; estilo enfático y gran­
dilocuente). Si se examina, por ejemplo, The Sealed Room ( 1 908)
percibiremos la presencia de lo melodramático, pero la planificación
puramente teatral deja entrever el gusto de Griffith por descompo­
ner la acción en planos, que se engarzan toscamente y que se articu­
lan con una linealidad rota solamente por un mínimo apunte de
elipsis. De un año después es A Corner in Wheat, en donde el uso
de la diagonal y el montaje alternado y dialéctico, de tintes obvia­
mente ideológicos, se hace todavía más patente en las escenas que
nos muestran sucesivamente, pero con un efecto de simultaneidad,
la fiesta en casa del magnate del trigo y la falta de pan en las tiendas.
El rodaje en exteriores contribuye también al alejamiento del mode­
lo teatral que sería definitivo pocos años más tarde23 •
En el tercer periodo, el del narrador, el espacio cinematográfico
pasa a ser creado narrativamente y debe ser reconstituido por el es­
pectador en los fragmentos espaciales proporcionados por la película
a través del montaje. Para algunos, la escenografía cinematográfica se
desvinculó definitivamente del teatro con la película Cabiria ( 1 9 1 4),
de Giovanni Pastrone, rodada en Turín con unos escenarios grandio­
sos diseñados por el arquitecto Camilo lnocenti, que luego imitaría
Grifflth en la Babilonia de lntolerance ( 1 9 1 6), con decorados de Wal­
ter L. Hall. Pero será el director norteamericano el que lleve hasta el
extremo esta ruptura. De la necesidad de descomponer en fragmen­
tos el espacio del proscenio teatral sin que el público perdiera pie na-

23 Claire Dupré la Tour ( 1 999: 1 13) subraya que los intertítulos sustituyeron a
los «bonimemeurs» y facilitaron la creación de relatos más largos y económicos. Los
nueve intertítulos de A Comer in Wheat ( 1 909) son muy significativos a este respec­
to, porque su información alterna con las imágenes en la introducción de conteni­
do nuevo. Puede consultarse la descripción que Tom Gunning hace de los One-reel
Standard ( 1 998: 264).

44
ció el raccord de mirada o de posición, así como el campo-contra­
campo, ejercicios fílmicos que pueden observarse ya en The Birth of
a Nation ( 1 9 1 5) . Es muy interesante, en este sentido, analizar la fa­
mosa secuencia del asesinato de Lincoln, donde la oposición entre
acción y observación, muy frecuente en el modelo clásico de Holly­
wood, se muestra absolutamente rentable. Dentro de los sesenta y
tres planos que componen esta secuencia, se repite rítmicamente uno
general que sirve para unificar los tres espacios fundamentales: el es­
cenario, el palco y el patio de butacas (también el antepalco) .
Como recuerda Gimferrer ( 1 985/1999: 7) , es Griffith quien
marca conscientemente un punto de inflexión en su deseo de susti­
tuir el modelo teatral preponderante en Mélies o Lumiere, basado en
la asimilación de cuadro y escenario, por el de la novela decimonóni­
ca. A Griffith se debe asimismo la homogeneización del significante
visual y del significado narrativo, la linealidad, el enlace de planos a
partir de la idea de movimiento, de una mirada, de un sonido: en defi­
nitiva, la coherencia de la narración, fundamentada en la lógica causa­
efecto. En términos generales, Gaudreault y Jost (1 995) sintetizan la
cuestión de la narratividad de la siguiente manera: el relato cinema­
tográfico se ordena de manera determinista, a diferencia del mundo,
que no tiene principio ni fin; todo relato cinematográfico tiene una
trama lógica, encierra un discurso; es ordenado por un mostrador de
imágenes, por un gran imaginador; el cine narra y a la vez representa,
a diferencia del mundo, que simplemente es. El montaje introduce,
pues, un problema de puntuación alrededor de la ideas de continui­
dad temporal y espacial que resulta difícil reducir a una única direc­
ción. Frente al montaje clásico, no hay que olvidar tampoco los expe­
rimentos de Dziga Vertov y Walter Ruttmann, cuyo seguimiento es
indudable en los coüages multimediales de Chris Marker, especial­
mente en Lajetée (1 963)24• Como señala Gianni Vattimo, en diálogo
por cierto con Walter Benjamin, el efecto de shock convierte el cine
en un «proyectil lanzado contra el espectador», contra sus certidum­
bres y expectativas de sentido. Las imágenes se suceden sin que el es­
pectador tenga tiempo de adaptarse. Estamos ante una experiencia de
extrañamiento que exige una labor de recomposición que nos man­
tenga como espectadores en una situación de desarraigo del mundo.

24 Véase el comienzo de Chelovek s Kinoapparaton (El hombre de la cámara,


1929) desde una nueva perspectiva, que concibe el lugar espectacular (el patio de
butacas) como enfrentamiento de un arte antiguo (el teatro) con uno nuevo (el
cine), más propicio a la diversión de masas.

45
Resulta muy tentador llevar la oposición mostrador-narrador a
otros momentos de la historia del cine, dando por supuesto que la
interacción entre ambos medios no ha cesado en ningún momento,
hasta el punto de poder leer más recientemente en un trabajo de
Jean Douchet ( 1 995: 22) que «el cine es un avatar del arte dramáti­
co». Por ejemplo, la alternancia se mantiene sin duda en el cine
mudo de los años veinte. En él se observa, como ha señalado Jean
Mottet ( 1 999), la presencia del género vodevilesco, aunque hay que
señalar de inmediato que en Estados Unidos el significado del tér­
mino vodevil es diferente al de los escenarios de París, como muy
bien ha apuntado Myriam Hansen ( 1 99 1 : 29-30) . En Nueva York
se habla de vodevil para un espectáculo itinerante, burlesco, muy
cercano al circo, a las variedades Wild Wést Show, a la sucesión de
sketches y a las atracciones más diversas (dúos de cantantes, clowns
o pantomima) . De este modo, una sesión de vodevil se componía
de una serie de breves representaciones que no aspiraban a la idea de
continuidad teatral, sino que desarrollaban un «tiempo interrumpi­
do». Estas micropiezas (playlets) tenían un único protagonista, un
solo tema y una sola intriga, todo en progresión hacia un final espe­
rable. No se trataba por tanto de una ficción por así decirlo «litera­
ria», sino de un espectáculo que debía crear en todo momento en
el espectador la «ilusión de presente», de espontaneidad creativa. El
espectáculo cinematográfico del cine mudo se desarrollaba en cierto
modo como «vaudeville filmé».
Robert Knopf (1 999) , al analizar la trayectoria de Buster Kea­
con, iniciada en el ámbito del vodevil con la compañía familiar «The
Three Keaton», insiste también en la importancia del vodevil, cuya
lógica subvierte la causalidad narrativa. En The Seven Chances
( 1 925), por ejemplo, Keaton se aproxima al cine con la mente de un
actor de vodevil. Su cine se sustenta en la repetición de los mismos
gags visuales, que rompen con la progresión lógica y narrativa de los
acontecimientos2 5 • Un caso extremo de esta estrategia es The Three
Ages ( 1 923), un filme con el mismo argumento desenvuelto en tres
tiempos cronológicos distintos en el que los gags se refieren al tipo
de transporte empleado, a la fortaleza física, al poder económico de
cada pretendiente . . A esta estructura se añadía la secuencia de per­
.

secución o «chase», que introdujo desde muy pronto (puede verse


el primer ejemplo en The Miller and the Sweep, de George Albert

25 Sobre la estructura «subversiva» del gag, puede leerse Seguí y Cort ( 1 998).
Sobre el vodevil, cfr. Vigouroux Frey ( 1994).

46
Smith, 1901) la necesidad de sistematizar alguna forma de montaje
alternado y contribuyó a la eclosión de lo puramente cinematográ­
fico26. Vista desde otra óptica, también la persecución acabaría por
devorar en su exceso (la de The Seven Chances dura más de media
hora) la narratividad del filme, configurándose a la vez como norma
y como transgresión.

EL PLANO SECUENCIA

Es imposible no citar en toda esta discusión la importancia del


plano secuencia (el plano extendido a la dimensión de una secuen­
cia) en algunos directores que se decidieron por este procedimiento
articulador en detrimento de otros, estableciendo una ruptura con la
tradición que venía de Griffith a través de un modo complejo de es­
critura que juega en mayor medida con la profundidad de campo.
Podríamos hablar así de una preferencia marcada por la «gran sintag­
mática» (Metz, 1 968), por una concepción de la acción como algo
unitario y continuo, sin recurso a la elipsis o el salto, y con preferen­
cia por el plano secuencia. Estamos, en cierto modo, ante un cine de
la escena, opuesto, si cabe, a un cine del plano que acentuaría en ma­
yor medida las ideas de ruptura y sucesión a través de una posible
estética del plano corto. De nuevo, importa aquí subrayar la relevan­
cia de la creación de un espacio imaginario de representación, inclu­
so por encima (aunque esto, en su literalidad, sea del todo imposi­
ble) de la articulación temporal de los fragmentos fílmicos. André
Bazin distinguía entre el cine de interpretación, en donde el montaje
se impone a la realidad, y el cine de realidad, donde el objeto foto­
grafiado prevalece sobre el «arsenal» de procedimientos técnicos y
el montaje desempeña un papel menor. El propio Bazin (1 958-
1 9591 1 997) recordaba asimismo la relevancia del plano secuencia en
el Orson Welles de Citizen Kane y The Magnificent Ambersons ( 1942)
como elemento conflgurador de unidad dramática (el tiempo y el
espacio condicionan la interpretación de los actores y la tensión es­
cénica), casi como un retorno a la dramaturgia aristotélica clásica, si
no fuera porque ésa es una opción de montaje personal y atípica,
una especie de «reconstrucción reveladora». La comparación entre la
primera película de Welles y The Little Foxes, de William Wyler, am-

26
Cfr. Hansen (1991: 46), Bernardi (1 999: 8 1) y Bonitzer (1999: 36). Véanse
Gunning (199 1 y 1 998) y Douchet (1995: 25).

47

/ /
bas de 194 1 , se vuelve especialmente iluminadora, más aún si con­
sideramos el origen teatral de la película protagonizada por Bette
Davis. Es en Citizen Kane donde Welles soluciona en un plano lo
que Wyler resuelve en un lenguaje mucho más fragmentado, como
en el comentado ejemplo de la secuencia del envenenamiento de Su­
san, rodada en una sola toma27• Sucede algo parecido en la secuencia
en la que tía Fanny (Agnes Moorehead), Jack (Ray Collins) y el arro­
gante George (Tim Holt) conversan en la cocina, en la que «la cáma­
ra permanece inmóvil de principio a fin» ( 1 998: 1 06), sin cambios
de plano, durante cuatro minutos y medio. Del mismo modo, el uso
peculiarmente wellesiano del gran angular y del contrapicado podría
explicarse, según Frans;ois Truffaut y André Bazin, como permanen­
cia de una visión escenográfica y teatralizadora de la realidad28•
Contrariamente a lo que sucede al revisar su obra con cierta pers­
pectiva, ya hemos visto que la teatralidad de las películas de Car!
Theodor Dreyer depende de la importancia concedida a la palabra.
Sin embargo, conviene señalar que esa palabra, expresada en una to­
nalidad neutra por los actores, se ve armónicamente afirmada por
una mímica adecuada y que en ningún momento funciona de mane­
ra autónoma. De nuevo aquí, como en el caso de Orson Welles, el
equívoco puede derivar de una en rigor falsa equivalencia entre mon­
taje y variación de plano, lo que desvirtúa por definición como teatral
el uso del plano secuencia. De este modo se entiende que se piense
que la trayectoria de Dreyer alcanza su punto culminante con Vampyr
(193 1 - 1 932), un ejercicio de discontinuidad y fragmentación, y que
luego comienza su declive, cuando muy bien pudiera afirmarse lo
contrario: en Dies irae (1943), Ordet (1954- 1 95 5) y Gertrud (1 964),
Dreyer plasmó cinematográficamente una opción estética elegida
conscientemente. El espesor narrativo de estos relatos, basados en
obras dramáticas, y la complejidad en el perfil de sus personajes dejan
en el plano secuencia, cuando no en el plano fijo, su papel al especta­
dor reflexivo .y observador, capaz de dar significado a un conjunto
que se le presenta siempre de modo tan completo como neutral.

27 En su magnífica introducción a la edición española del libro de Bazin, Josep


Maria Catala recuerda que esta escena se compuso en realidad gracias a un trucaje
de Gregg Toland, que unió dos planos, el del vaso y el del resto de la habitación.
Aun así, la argumentación de Bazin sigue resultando igualmente iluminadora.
28
Cfr. Picon-Vallin (1 997: 1 1). No olvidemos tampoco, como recuerda Pascal
Bonitzer (1 999: 1 3) a propósito de un comentario de Jean Mitry, la importancia de
la idea de montaje interno.

48
No puedo dejar de pensar a este respecto en el cine de Peter
Greenaway, en su uso del plano fijo y del plano secuencia, en donde
el montaje de plano surge de una idea de encuadramiento escénico
en cuyo interior los actores deben desplazarse a la manera de un
ballet q de una coreografía. La importancia del decorado es enorme,
como en la secuencia inicial de The Cook, the Thief, his Wife and her
Lover (1 989), donde poco a poco el espacio va cobrando sentido, con
un uso simbólico del color que apunta a la amenaza, a la violencia, a
la pureza. . . , una parsimonia que convierte la escena en lugar de rico
o de Hturgia de la crueldad (Berthin-Scaillet, 1 994) . Para Ortiz y Pi­
queras, las películas de Peter Greenaway «están llenas de cuadros en
codas sus formas: como objetos en las paredes, como ilustraciones
en los libros y como tableaux vivants [ . . ] , cualquier plano de cual­
.

quier filme del director parece un cuadro viviente, aunque no haya


un referente pictórico detrás de la imagen» (2003: 203-204).
El recurso a la danza en el cine puede llevarnos también a una
discusión sobre el plano y el plano secuencia. Digamos que, según
Michel Chion, hay dos modelos coreográficos del musical en los
años cuarenta y cincuenta: las coreografías colectivas a lo Busby Ber­
keley en las que «se colocan una fila de boys y girls que levantan la
pierna al unísono» (1 992: 1 32), formando ramilletes, espirales o
cascadas, con un efecto caleidoscópico muy propio del cine (así de­
bía percibirlo el espectador); y las coreografías individuales tal y
como se configuraron a partir de la aparición de estrellas como Fred
Astaire, que, en compañía de su coreógrafo Hermes Pan, siempre
prefirió que la cámara lo encuadrase de pie, articulando sus núme­
ros en dos o tres planos secuencia ensamblados de forma suave y en
una alternancia sincopada de plano de conjunto y plano corto, de
manera que la atención del público se concentraba en la figura del
bailarín, como en el teatro musical más ortodoxo.

RE.TEATRALIZAR EL TEATRO

El montaje, que engarza no sólo escenas sino los detalles más pe­
queños e inusuales de las mismas, a la manera de un mosaico, se con­
virtió por fin en el nuevo principio organizador, en la «Idea» de la que
hablaba Eisenstein. El cine se separaba del teatro (aunque no todos
estarán de acuerdo a la hora de cuantificar cuál es la distancia entre
ambos). Este movimiento que ahora sólo esbozamos ha sido resumi­
do por Susan Sontag (1 966/1 979: 359) como la definitiva emancipa-

49

/
ción del cine de los modelos teatrales, como el paso de lo estático a la
fluidez cinemática, como la lucha contra cualquier indicio de teatra­
lidad. Sólo así puede entenderse el empleo despectivo del adjetivo
teatral aplicado a un filme (Ross, 198 1 : 44). Pero lo cierto es que ha­
cia 1920 el cine es definitivamente considerado un arte por sí mismo,
y es entonces cuando puede hablarse de una inversión de influencias.
El cine fue visto como un medio de reteatralizar, de muy diferentes
modos, un teatro que se consideraba agotado y caduco: en términos
de escritura (el teatro épico y sus técnicas de fragmentación y monta­
je), de escenografía (las proyecciones en Erwin Piscator y la cinefica­
ción de Vselebod Meyerhold, directores que vieron en el cine una al­
ternativa antirrealista a los modelos habituales de percepción del
teatro burgués); de concepción de la dramaturgia (el brechtianismo,
otra vez [Thivat, 1 990] , o el Actors Studio), de la visión del mundo
asociada a la puesta en escena Qosé Tamayo y su teatroscope en Espa­
ña; o los referentes cinefílicos de Jacques Lassalle en Francia)29 , o de
universo de referencia del espectador (algunas películas de John Cas­
savetes, en especial Opening Night, 1 978; de Manad de Oliveira o
Carlos Saura). Muchos de estos proyectos buscan poner en marcha
la idea wagneriana de espectáculo total, que utiliza todos los medios
disponibles (y la intertextualidad es indudablemente uno de ellos)
para transmitir al público el mayor número de significados. Cuando
en 1 930 Meyerhold (1992: 272) afirmaba la necesidad de cineficar el
teatro (algo que él había intentado sobre todo entre los años 1923
y 1924), retomaba el reto propuesto por Mayakovski, Appia o Gor­
don Craig en lo que se refiere a la importancia de lo plástico, lo rítmi­
co y lo lumínico, a la «desliteraturización» del espacio escénico. El cine
daba además al director un poder sobre el actor (sobre su individua­
lismo) que el teatro estaba muy lejos de alcanzar. Se añadía a todo esto
la innegable influencia de Charlot y de sus ejercicios pantomímicos.
Rafael Morales Astola (1995 y 2003) ha puesto en relación el monta­
je de El inspector de Gogol ( 1926) con la película The Fireman ( 1 9 1 6),
de Charles Chaplin, en concreto con la secuencia en la que la tropa de
bomberos rodea el coche con movimientos precisos y exactos.
Por su parte, en un plano escenográfico, Piscator fue el primero
en integrar proyecciones en sus espectáculos. Morales Astola ( 1 995:

2 9 Podría hablarse también de una influencia del cine ex contrario, la que puede
encontrarse en el teatro pobre de Jerzy Grotowski, que nace como un intento de
neutralizar los excesos de la imitación fílmica en una vuelta a los orígenes del teatro
y, en especial, a la figura del actor.

50
I"

278) señala las siguientes razones: la ya mencionada búsqueda wag­


neriana del arte total; la consideración de la máquina como símbolo
de la emancipación del hombre; la consolidación de las vanguardias;
la visión del cine corno alternativa eficaz para superar los modelos
tradicjonales de percepción que había desarrollado el teatro decimo­
nónico; y el atractivo que el cine ejercía en las masas. De este modo,
Piscator reutilizaba materiales de noticiarios o rodaba filmes nuevos
(en alguna ocasión hasta tres mil metros de cinta para un solo espec­
táculo) de carácter didáctico («objetivizador de circunstancias y he­
chos»), dramático (sustitutivo de algunas escenas) y de comentario
(mensajes directos al espectador).
Desde la década de los veinte la historia del teatro, en su hetero­
geneidad, no ha perdido nunca el rastro de la visión y de las imáge­
nes, tal y como ha estudiado en sucesivas entregas Béatrice Picon­
Ballin ( 1 997, 1998 y 200 1 ) , ya pictóricas, ya cinematográficas, ya
numéricas o informáticas, ya de cualquier orden de lo polivisual o
intermediático. La autora distingue de hecho entre visión e imagen:
ésta se limita a un mero fenómeno óptico, mientras que aquella re­
mite a un proceso mental de apropiación del mundo, a la manera de
los expresionistas. La iluminación desempeñó también su papel,
teorizado especialmente por Adolphe Appia corno el código que da
materiales al director para poner en pie su partitura. Todo ello de­
sembocará, por utilizar una expresión tornada de un título de Robert
Wilson ( 1 97 1 ) , en la creación de la «mirada del sordo» propia de un
teatro de imágenes, que Bonnie Marranea (1977) definió por la «rni­
nirnalización» de la palabra (ausencia de lógica narrativa) y por la
desaparición de la referencialidad. El teatro se deja fecundar por
la imagen, por el montaje multiplicador de los puntos de vista (véa­
se Elsineur [ 1 996] , donde Roben Lepage convierte el Hamlet en un
juego de desdoblamiento, asumiendo todos los personajes gracias
al juego con los monitores de televisión; o las experiencias en este
sentido de grupos españoles corno Els Joglars o Arena Teatro) o, so­
bre todo con la llegada del vídeo en los ochenta, por el zapping tele­
visivo a modo de mosaico escénico. El concepto de teatralidad,
corno el de teatro mismo, se ha vuelto así aún más histórico, variable
según la época. Por su parte el cine no ha dejado de interesarse por
los avances escénicos (Luchino Visconti, Joseph Losey o Rainer
Werner Fassbinder dan fe de ello)30 quizás en la consciencia de que

30 En muchas de sus películas (pienso ahora especialmente en Die bitteren Tranen


der Petra von Kant, 1 972), el artificio se muestra en su más alto grado, la acción se con-

51
lo mejor de sí aparece cuando huye de su especificidad, tal y como
recordaba Picon-Vallin (1 999: 1 3) a propósito de Mélo (1 986), de
Alain Resnais, por no hablar ahora de talentos dobles como Peter
Brook o Patrice Chéreau, que se apuntan también a este «flujo de lo
audiovisual». En el caso de algunos directores, como John Cassave­
tes o Jacques Rivette, que considera que «tous les fllms sont sur le
théatre» (en Picon-Vallin, 1 997: 1 6) , el teatro se toma como garan­
tía contra la banalización reinante, contra el simulacro y el exceso de
imágenes, contra la estética del clip y de la publicidad.

EL FORMALISMO RUSO

Como se sabe, fueron los formalistas rusos los primeros en inves­


tigar la identidad del cine como medio de enunciación no ajeno, des­
de luego, a la idea de extrañamiento como principio teórico operativo
en campos artísticos distintos. Y no me refiero exclusivamente al pa­
ralelismo establecido por Viktor Sklovski entre el cine y el teatro a
partir de la actividad de la Fábrica del Actor Excéntrico, formada en
diciembre de 1 92 1 , ni tampoco al famoso «montaje de atracciones»
de Eisenstein3 1 . En 1927 se publica, con la coordinación de Boris
Eikhenbaum, Poetika kino, una recopilación de artículos sobre el cine
que busca redefinir las relaciones mutuas entre las artes, ya que el sis­
tema de la cultura se ha visto profundamente alterado con la apari­
ción de ese nuevo medio de expresión, cuya naturaleza «realista», in­
dustrial, técnica y reproductible -los formalistas se adelantan en este
punto al propio Walter Benjamin y lo hacen, seguramente, bajo el
influjo de Bronenosets Potyomkin (El acorazado Potemkin), estrenada
un año antes- plantea nuevas cuestiones estéticas32. Es allí donde

centra, los decorados son deliberadamente teatrales y remiten a la problemática del ser
y del parecer, con unos personajes que se desenvuelven en un «huis dos» opresivo.
31 «El excentrismo es la lucha contra la rutina, el rechaw de la percepción y de la
reproducción tradicional de la vida» (Sklovski, 1 978: 86). La atracción, el elemento
fundamental del teatro, es «todo momento agresivo del teatro», «sensorial y psicoló­
gico», al estilo del Grand-Guignol una sacudida que busca el conocimiento a través
del juego vivo de las pasiones (Bilbatua, 1971: 96-100). Sobre el «americanismo» de
estas experiencias, puede verse Mariniello (1 992: 65 y ss.) . Cfr. Gunning (1998: 258).
32 Cfr. Albera ( 1996/1988: 23). Entre otras cuestiones no es la menor la rela­
ción que se establece entre cine y discurso interior a través del montaje, en donde,
para Manuel Asensi, se percibe la presencia de las ideas de Bergson y Husserl sobre
la conciencia y la percepción: «el espectador debe hacer un esfuerzo mental en el

52
1 ·.

Tynianov comparará la angulación de la cámara con las figuras estilís­


ticas del lenguaje literario: «La angulación transfigura estilísticamente
el mundo visible. La chimenea de una fábrica, en horiwntal ligeramen­
te inclinada, la travesía de un puente filmada en contrapicado, repre­
sentan �entro del arte cinematográfico la misma transformación del
objeto que todo el arsenal de procedimientos estilísticos que, dentro
del arte de la palabra, renueva el objeto» (Tynianov, 1 998: 84).
En el más célebre ensayo de este volumen (y también el más lar­
go: «Problemas de cine-estilística») , Eikhenbaum subraya la impor­
tancia del encuadre y del montaje como verdadero elemento diferen­
ciador entre el cine y las otras artes, no sin privilegiar como término
de comparación al género teatral. Con la evolución de la técnica y el
descubrimiento de las múltiples posibilidades del montaje, el cine
alcanzó su propia especificidad, esto es, «un cine-discurso particu­
lar». Es en este momento cuando el arte cinematográfico se vuelve
consciente del significado de la Jotogenia como esencia poética y
transmental del cine, por la que el espectador recupera el carácter lí­
rico de la realidad: «los objetos no son fotogénicos en sí mismos, la
angulación y la luz los hacen fotogénicos», dirá Eikhenbaum33 • El
cine se contorna así como arte de la «fotogenia» que utiliza el len­
guaje de los movimientos (expresiones del rostro, gestos, poses, etc.) .
Para Eikhenbaum, la oposición entre teatro y cine es inicial­
mente la que se realiza entre lo verbal y lo visual:

En el estadio actual, el cine es una nueva forma sincrética del


arte. La invención de la cámara permitió excluir la dominante
mayor del sincretismo teatral, la palabra audible, que fue sustitui­
da por otra dominante, el movimiento visible en sus detalles. De
este modo, el sistema teatral que se basaba en la palabra audible
fue cambiado completamente [ .. . ] . Se puede afirmar que nuestra
época es todo menos verbal en lo que se refiere al arte. La cultura
cinematográfica se opone como signo de una época a la cultu­
ra de la palabra, a la cultura libresca y teatral que predominaba en
el último siglo (1 927/ 1 998: 54).

El principal defecto del teatro como arte sincrético radica para


el teórico formalista

que elabora un discurso interior, psíquico, que le sirve, pues, para dar sentido a
lo que está viendo» (2003: 99).
33 Tynianov preferirá hablar de cinegenia. El término jotogenia procede de Louis
Delluc (1920/1993).

53
en la inmovilidad del escenario y en la inmovilidad del punto de
vista y de los planos. Los efectos visuales de la representación tea­
tral (mímica, gestos, decorados, objetos) se topan inevitablemen­
te con el problema de la distancia entre el escenario inmóvil y el
espectador. La interpretación a través de los detalles visuales es
casi imposible en el teatro; por eso, la mímica y el gesto se en­
cuentran paralizados, de manera que un actor dotado para la mí­
mica no puede desplegar todos sus talentos [ . . . ] . El cine ha hecho
caduca la cuestión misma de la escena, su inmovilidad y la dis­
tancia que la separa del espectador. La pantalla es un punto ima­
ginario, como también lo es su inmovilidad. La distancia entre el
actor y el espectador varía constantemente, o mejor, no existe, ya
no hay más que proporciones, planos. El rostro del actor puede
ser ampliado a unas dimensiones hiperbólicas que permiten per­
cibir el menor movimiento de un músculo; si el film lo requiere,
el espectador nota el más pequeño detalle de un gesto, de un tra­
je, del mobiliario (Eikhenbaum, 1 927/ 1 998: 59-60).

La solución pasa, como por cierto el mismo Eikhenbaum reco­


noce, por el regreso al teatro como arena reservada exclusivamente
para el trabajo del actor, como sucedía en los tiempos de Shake­
speare.

PROBLEMAS DE PERSPECTIVA

Las mismas ideas pueden encontrarse con posterioridad en mu­


chos otros autores. Allardyce Nicoll (1 937: 70-80), años más tarde,
insistirá en el papel del movimiento, no sólo en el de los actores, más
limitado en el caso del teatro (pues el cine puede hac�r mover mul­
titudes), sino en el poder de la cámara para variar los decorados y los
objetos, frente al estatismo escénico. El movimiento cinematográfi­
co está además en el observador. La orientación perceptiva nunca
cambia en el teatro; el cine da una mayor libertad al director (pién­
sese por ejemplo en el travelling). En RudolfArnheim vemos la mis­
ma idea:

En la vida real toda experiencia o concatenación de experien­


cias se da, para cada observador, en una secuencia espacio-tem­
poral ininterrumpida. Por ejemplo, puedo ver a dos personas que
conversan en una habitación . Estoy a cuatro metros de distancia
de ellas. Yo puedo modificar la distancia que nos separa pero esta
modificación no se produce abruptamente (1 937: 27).

54
En cine, la posición del espectador cambia con la cámara, según
los deseos de un director que se desdobla a su vez en una suerte de
«espectador ideal»34 • Erwin Panofsky y Susan Sontag confirmarán
también que el teatro se define por el confinamiento a un «lógico»
o continuo uso del espacio. El cine se caracterizará por la «dinami­
zación del espacio» producida por la identificación de los ojos del
espectador con la lente de la cámara. El espacio es fragmentado,
puesto en movimiento, lo mismo que el espectador, sacado de su
sitio por la fuerza constructiva del montaje.
El relato cinematográfico acota a través del cuadro el espacio para
la narración. El cuadro marca una operación de selección consistente
en limitar el espacio objeto de interés narrativo. Es el límite de la ima­
gen, la frontera que separa aquellos elementos importantes que cons­
tituyen el campo visual. El cuadro se entiende, en fin, como un modo
de perspectiva artificialis, como un mecanismo que selecciona una
parte de un espacio más amplio. Podría afirmarse, como dice El Nou­
ty (1978: 1 00), que el espectador de teatro está incapacitado para
obtener la variabilidad y complejidad espacial de la que disfruta la
imagen cinematográfica gracias a la movilidad de la cámara, lo que
equivale a un cambio permanente de la posición del espectador. Por
muchos experimentos que se realicen (del simultaneísmo vertical de
Meyerhold hasta el teatro móvil de inspiración medieval o las Statio­
nen del drama expresionista), nada cambiará la condición de la dis­
tancia invariable del espectador con respecto a la escena, de lo que se
deduce el carácter centrípeto y cerrado del universo teatral (André
Bazin). En cine, por el contrario, el «point ici» (El-Nouty) se situaría
dentro del universo diegético de modo incluso autónomo con res­
pecto al espectador, lo que nos llevaría a la existencia de un espacio
que se define como completo y real sin apelar a conciencias exteriores
(algo a lo que El-Nouty llama realismo espacial integral)35•

34 Cfr. Esslin (1987: 95). Y Paul Virilio añade: «en el teatro, cada uno de los es­

pectadores dispersos en la sala ve forzosamente una obra diferente. En el cine, en cam­


bio, esos mismos espectadores, no importa donde estén ubicados, verán exactamente
lo que vio la cámara, es decir, la mismapelícula. Aunque en una sala haya mil especta­
dores, en definitiva no hay más que uno solo» (1993: 1 8-19). De este modo se elimi­
naría la presencia de un sujeto perceptor activo. Véase PanofSky (1947/1979: 246).
35 El concepto de «point ici» de El-Noucy se acerca al de mirada semántica, tal y
como ha sido desarrollado para el teatro por María del Carmen Bobes Naves. La
mirada semántica, que establece relaciones de sentido entre las partes de un conjun­
to de objetos o de una conducta, «pertenece en la novela [aquí en el cine] al autor

55
Todo lo dicho afecta también a la consideración del teatro y el
cine como formas de comunicación y de mímesis. Si es claro el oculta­
miento del autor en el teatro (Cesare Segre o Marco De Marinis), gé­
nero en el que sólo los personajes tienen voz, en cine se introduce una
instancia mediadora entre el mensaje y el espectador (llámesele cáma­
ra, montaje, yo épico o, en términos de Gaudreault y Jost, el mostrador
de imágenes, el gran imaginador que lo ordena todo), instancia de la
que depende esa mirada semántica a la que antes nos referíamos. Y el
hecho de que el cine sea narración trae consigo, a su vez, importantes
repercusiones en el plano temporal: el tiempo pierde su carácter es­
pecular e icónico, que sí se mantiene, básicamente, en el teatro (pién­
sese en la clásica complementariedad de la unidad de tiempo y de
lugar) al no coincidir con exactitud el tiempo diegético con el repre­
sentado y al tener la acción del filme una temporalidad propia, distin­
ta de la de la realidad significada, en razón de las alteraciones diná­
micas (aceleraciones, dilaciones,ftame stops), de figuras elípticas o de
-

transformaciones rítmicas causadas por intervenciones de montaje.


Eikhenbaum decía que «en teatro, el tiempo no se construye, se
ocupa», mientras que el cine dispone de técnicas que permiten
«crear así una sensación de tiempo completamente original». Y po­
demos añadir que en teatro se superponen los tiempos diegético (los
hechos de la fábula) , escénico (el vivido por el actor y los espectado­
res durante la representación) y dramático (relativo a los otros dos) ,
y ese tiempo sincrético tiende por definición a crear una sensación
de presenteidad o presentez (un tiempo in fieri, isocrónico), mientras
que en el cine, como en la narración literaria, el tiempo de la acción,
marcado por su carácter pretérito, difícilmente puede coincidir con
el del discurso y el del receptor. Las excepciones a lo dicho suponen
ejercicios de «acrobacia técnica» que no ocultan su vinculación tea­
tral. Entre los más conocidos, La soga (The Rope, 1 948), de Alfred
Hitchcock, película rodada en ocho¡lanas secuencia de diez minu­
tos que guardan la unidad de lugar3 . Otro caso sería el de Solo ante

[al director] que transmite al texto un orden elegido», mientras en el teatro tradicio­
nal es propia del espectador, «que puede seguir el orden que prefiera y establecer ini­
cialmente reiteraciones, latencias y relaciones de un modo libre, creando expectati­
vas semánticas que la historia confirmará o rechazará posteriormente» ( 1 988: 50).
36 Dice el propio Hitchcock: «La obra de teatro se desarrollaba al mismo tiempo
que la acción, ininterrumpidamente, desde que se alza el telón hasta que se baja, y
me hice la pregunta: ¿cómo puedo rodarlo técnicamente de manera similar? La res­
puesta era, evidentemente, que la técnica de la película tenía que ser también conci-

56
el peligro (High Noon, 1950), de Fred Zinneman, donde el isocro­
nismo funciona también en un nivel temático. En ambas películas
los directores emplean con maestría los medios expresivos facilita­
dos por el montaje, que apuntarían de todos modos a la manipula­
ción de una instancia narrativa37•
Novela y cine comparten el hecho de ser formas de escritura
(productos), frente al teatro, un arte de la performance. Ortega y Gas­
set (1946/ 1958: 40-41) señalaba que hay espectáculos a los que se
va saliendo fuera de casa, mientras que existen otros que se dan por
completo dentro de nosotros. Hay espectáculos que son actuaciones
y los hay que son escritura, porque pueden ser leídos o releídos a
nuestro antojo, según señala García Barrientos: de hecho, «no pue­
de concebirse la realización de un espectáculo teatral desligada de su
comunicación ni una recepción del mismo que no coincida (y no
sólo en el tiempo) con su producción» ( 1 99 1 : 50). La producción y
recepción de un fenómeno teatral se efectúan en tiempos sincróni­
cos; el proceso de codificación y el de descodificación son, pues, si­
multáneos. La consecuencia es la inmediata interacción (feedback)
entre emisores (actores, fundamentalmente) y público, una de las
razones de lo efímero de cualquier representación teatral, sujeta
siempre a cambios que desvelan su singularidad como objeto estéti­
co. El teatro, dirá Peter Brook, «es un arte autodestructor y siempre
está escrito sobre el agua» (1 994: 1 8) .

ESTUDIOS CULTURALES: ARTE «AURÁTICO»


FRENTE A ARTE DE MASAS

No es necesario recordar aquí que Walter Benjamin, en un texto


ciertamente complejo titulado «La obra de arte en la época de su re-

nua y no hubiera ninguna interrupción en el transcurso de una historia que comien­


za a las 19,30 y se acaba a las 2 1 , 1 5 horas. Entonces concebí la loca idea de rodar una
película constiruida por un solo plano. Actualmente cuando pienso en aquello, me
doy cuenta de que era completamente estúpido porque rompía con todas mis tradi­
ciones, y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y de las posibilida­
des del montaje para contar visualmente una historia» (en Truffaut, 199 1 : 142).
37 Aunque no todo el mundo está de acuerdo en conferir el rango de narrativi­
vidad al cine, como Jean-Marie Schaeffer (1999), que vincula el narrar a un acto
puramente verbal y que entiende que en el cine hay, por el contrario, una demos­
tración de lógi,ca actancial y un medio de representación analógica por medio de lo
fotográfico.

57
productibilidad técnica», definió el arte en términos de «autentici­
dad» y «unicidad», en oposición con el cine y la fotografía, que se
basarían, por el contrario, en las ideas de reproducción y de exposi­
ción. La representación teatral es en este sentido más artística por su
no reproducibilidad y por su unicidad, tanto desde el punto de vis­
ta de la producción como desde el de la recepción: el teatro no uti­
liza como intermediarios los medios tecnológicos, sino el cuerpo y
la voz del actor. El cine se basa por tanto en una repetibilidad espec­
tacular sin fin: el filme es creado de una vez y para siempre en el
tiempo. En la época de la reproducibilidad técnica, una película es
la invariable repetición de una imagen visual (fotográfica). De este
modo, el medio cinematográfico, por su propia naturaleza, despro­
visto de la existencia única que confiere la contemporaneidad del he­
cho teatral, se dirige a un público más amplio:

En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en perso­


na al público su ejecución artística; por el contrario, la del actor
de cine es presentada por medio de todo un mecanismo. Esto
último tiene dos consecuencias. El mecanismo que pone ante el
público la ejecución del actor cinematográfico no está atenido a
respetarla en su totalidad. Bajo la guía del cámara va tomando
posiciones a su respecto. Esta serie de posiciones, que el monta­
dor compone con el material que se le entrega, constituye la pe­
lícula montada por completo. La cual abarca un cierto número
de momentos dinámicos que en cuanto tales tienen que serle co­
nocidos a la cámara (para no hablar de enfoques especiales o de
grandes planos) . La actuación del actor está sometida por tanto a
una serie de tests óp ticos. Y ésta es la primera consecuencia de
que su trabajo se exhiba por medio de un mecanismo. La segun­
da consecuencia estriba en que este actor, puesto que no es él
mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve mer­
mado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de acomodar
su actuación al público durante la función. El espectador se en­
cuentra pues en la actitud del experto que emite un dictamen sin
que para ello le estorbe ningún tipo de contacto personal con el
artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto que se compe­
netra con el aparato. Adopta su actitud: hace test. Y no es ésta
una actitud a la que puedan someterse valores cultuales (Benja­
min, 1 973: 34-35).

Cada época invierte en una nueva forma de arte que esté de


acuerdo con la naturaleza de sus fuerzas productivas. Si el arte ante­
rior era contemplativo y distanciado, la ausencia de una obra única

58
I"
1

en el arte de masas, sustituida por una copia, provoca en el especta­


dor un movimiento de atracción y acercamiento (piénsese en el pri­
mer plano cinematográfico, que Benjamin, al hablar de Oziga Ver­
rov, interpreta como un intento de penetrar en la realidad). El arte
era antes objeto de adoración y rito; ahora, el cine celebra de algún
modo la «micromecánica» del significado y acostumbra al espectador
a los cambios de planos, al ritmo rápido de las imágenes, similar al de

la vida urbana. La cámara sirve en consecuencia como instrumento


de reflexión y crítica para la conciencia de la clase trabajadora. La
atención se entiende así como un mecanismo por el que la percep­
ción, condicionada por los efectos de «choque» del montaje, vaga por
la pantalla como el jldneur por la ciudad, sin concentrarse «inciden­
talmente» del todo, algo que sí sucedería en las formas artísticas aurá­
ticas, que exigen una actitud de adoración. El arte de masas contri­
buye así a la emancipación y el progreso humanos.
El propio Benjamin recordaba cómo, en la novela de Pirandello
Si gira! ( 1 9 1 5 , reeditada en 1925 con el título Quaderni di Sera.fino
Gubbio, operatore), el narrador se quejaba del «exilio» del actor de
cine, demasiado condicionado por los aspectos técnicos, exiliado no
sólo de la escena sino también de su propio cuerpo, sustituido por la
inmaterialidad de su sombra38• El actor de cine habría perdido su
aura, ese valor especial que se atribuye a una obra en virtud de su irre­
petibilidad y autenticidad, «el nimbo luminoso más o menos sobre­
natural», capaz de emitir «vibraciones particulares» que hacen que no
sea visto como un objeto ordinario. «Porque el aura está ligada a su
aquí y ahora. Del aura no hay copia. La que rodea a Macbeth en es­
cena es inseparable de la que, para un público vivo, ronda al actor
que le representa. Lo peculiar del rodaje en el estudio cinematográfi­
co consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así tie­
ne que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje que
representa» (Benjamin, 1 973: 36) .
Con Edgar Morin ( 1 958: 1 04) , podríamos añadir que la actua­
ción cinematográfica descansa en la promoción del personaje y en la
devaluación del actor a la categoría de simple accesorio (se demanda

38 Benjamin (1973: 35). Cfr. Ardolino (1995). Como Anne y Joachim Paech
(2002) han apuntado, la atracción del cine por el teatro pudiera deberse a la falta de
«fisicidaci» humana de la pantalla, porque, en palabras de T homas Mann pronuncia­
das en 1928, las «figuras humanas del cine no [tienen] la presencia y realidad corporal
de los portadores del drama [en el teatro]. Son sombras vivientes. No hablan, no
son... eran, pero·eran precisamente así... y ésta es la historia» (en Paech, 2002: 154).

59
de él que ejerza lo menos posible), mientras que en el teatro sucede­
ría lo inverso, ya que el actor puede llegar incluso a trasponerse y
confundirse con el personaje. Suzanne Langer (1 953) recuerda tam­
bién que el actor teatral debe ser percibido como una totalidad de la
que depende la manipulación del espacio, mientras que en el cine es
el director el que ejerce esa función, pues el actor está sometido a la
fragmentación del proceso cinematográfico.
Enmarcado en los estudios culturales, Noel Carroll (1998/2002)
se enfrenta a la ontología de la obra de arte de masas a través de la
comparación entre el cine y el teatro y de la oposición entre tipo y
ejemplar, que se debe a Richard Wollheim (197 1 / 1 972: 1 03 y ss.). El
tipo equivaldrá a una entidad genérica «creada por alguien» y sus ele­
mentos, localizados en un espacio y un tiempo, serán los ejemplares.
Tanto una representación teatral como una cinematográfica serían
ejemplares de un tipo, aunque la manera de relacionarse los ejemplares
con el tipo es distinta en ambos casos: «Para pasar de la película-tipo
a la representación, necesitamos una plantilla; para pasar del tipo de
la obra teatral a la representación ejemplar, necesitamos una interpre­
tación» (1998: 187). Debe entenderse aquí interpretación como se­
guimiento. de una «receta», de modo que el texto teatral consiste en
una serie de instrucciones de uso para agudizar la imaginación de
actores, iluminadores o directores. Por su parte, la plantilla será la pe­
lícula (el celuloide) , la cinta de vídeo o el DVD, o cualquiera de los
soportes venideros. Si podemos destruir el ejemplar de una plantilla,
no podemos hacer lo mismo con la película-tipo, que existirá inclu­
so si se quema el negativo original. Pero, a diferencia del cine o de
la obra literaria escrita, cada representación de una obra teatral, cada
interpretación, es también un tipo, un tipo dentro de un tipo. Las
representaciones teatrales son obras de arte por derecho propio, sus­
ceptibles de una apreciación estética, lo cual no puede decirse del
acto concreto de la proyección cinematográfica.
El estatus particular del cine contribuye a hacerlo más popular
y, no lo olvidemos, el concepto de accesibilidad, como se puede ver
en el libro de Carroll, es fundamental en los estudios culturales. El
consumo de masas implica fácil acceso y para ello se acompaña de
un alto grado de comprensibilidad para un público «sin instrucción
a primera vista». Las obras de este tipo son concebidas para ser capta­
das al primer contacto y para ser valoradas por su «fácil manejo». La
producción industrial cinematográfica tiende a la «vulgarización»,
que Edgar Morin (1 966) y José Luis Sánchez Noriega (2002) en­
tienden como estandarización e infantilización de contenidos, sim-

60
\'
1

plificación y maniqueísmo en su tratamiento y búsqueda de actua­


lización/modernización.

DISTANCIA E IDENTIFICACIÓN

El debate alrededor del nuevo arte no tardó en encaminarse,


en términos psicológicos, por la vía de la exp.eriencia estética del
espectador, aunque desde presupuestos que, como en la mayoría
de los casos anteriores, configuran una teoría ontológica y esencia­
lista de lo cinematográfico. En algunas de las páginas más brillan­
tes dedicadas a la comparación entre teatro y cine, André Bazin y
Christian Metz se han acercado a los conceptos de identificación
y distancia. Ambos deben mucho a la fenomenología de Jean-Paul
Sartre, que en una conferencia de 1 9 5 8 (1992) comparaba el tea-
tro y el cine a través de polaridades como presentación frente a es-
critura, actividad frente a pasividad perceptiva y distancia frente a [ ·

identificación, no sin recordar que aquélla no es privilegio exclusi-


vo del teatro épico. Obviamente, Sartre no maneja el mismo con-
cepto de distancia que Brecht. El francés parte de la oposición
husserliana entre percepción, un proceso involuntario de observa-
ción de los objetos, e imagen, una síntesis activa y esencialmente
creativa. La imagen supone una relación entre el objeto y la con-
ciencia que implica una negación del objeto como no-existente.
Para Sartre, el espectador se distancia cuando experimenta imagi­
nativamente el mundo como enfrentado a nuestra percepción de
lo real (el personaje frente al actor) . En teatro, lo real sólo sirve
para crear no-realidad.
No es difícil rastrear en este razonamiento el peso de la de­
negación teatral como constituyente de la ficcionalidad escéni­
ca. En teatro el receptor considera el mensaje como no-real o, más
exactamente, como no verdadero. Sucede lo mismo en una nove­
la o en el cine, pero, a diferencia de estas otras formas cultura­
les, en teatro se muestra en el lugar escénico un «real concreto». Es
decir, nadie puede dudar de la existencia de los objetos y de las
personas presentes en escena; pero una silla colocada en el esce­
nario no es una silla en el mundo, sino una silla prohibida, nega­
da para el espectador. El acontecimiento teatral es real, la esce­
na muestra un aquí y un ahora concretos, pero marcados por
tanto por un signo de negatividad: el actor es Hamlet y al mis­
mo tiempo no lo es. La denegación se convierte en la negación de

61
la realidad teatral en tanto que realidad: «está ahí, pero no es
verdadero»; el espectador se niega a conceder el estatuto de rea­
lidad a lo que sucede en escena. Anne Ubersfeld ve en este rechazo
el origen del placer de la mímesis: «es maravilloso que sea como
si fuese verdad, pero yo, espectador discreto, sé que no lo es»
(Ubersfeld, 1 989: 33-38)39•
Bazin y Metz coinciden en otorgar un papel preponderante en el
«efecto de realidad» a la figura y presencia del actor teatral, como si en
efecto fuera el actor el que constituyera la escena en escena como espa­
cio de representación y de actuación, de modo que puede afirmarse
que nada (por ejemplo el decorado o los accesorios) tiene significado
si no está asociado a la humanidad del actor (en muchos sentidos, la
escena vacía es sólo escenario, esto es, no se tiñe de ficcionalidad has­
ta la aparición de un actor). No sucede así en el cine, donde el movi­
miento y la cámara bastan para colmar diegéticamente la pantalla
(Gómez, 2000: 55-59).
Para Christian Metz ( 1 975: 47), el teatro es, en hábil paradoja,
demasiado real como para suscitar la impresión de realidad: por eso
el espectador puede comprometerse en mayor medida con la reali­
dad de una película que con la de un espectáculo. La dicotomía pre­
sencia/ausencia sirve de punto de partida para la indagación en el
grado de participación del público en el acontecimiento espectacu­
lar. La corporeización del actor como ser humano de carne y hueso
que se mueve en un espacio real nos previene contra la tentación de
considerarlo como protagonista de un mundo ficcional, y la repre­
sentación sólo puede verse como una especie de juego entre cómpli­
ces. La impresión de realidad en un filme no depende de la fuerte
fisicidad del actor: el difuso grado de existencia de las criaturas cine­
matográficas es, por el contrario, lo que garantiza que el espectador

39 Miriam Hansen (199 1 ) ha estudiado la recepción del cine primitivo anterior


a 1907-1909, periodo en el que comienza a forjarse el modo de narración cldsico,
completamente asentado hacia el año 1 9 1 7. El cine puso al espectador ante nuevas
prácticas de recepción, que obligaron a un aprendizaje intensivo, tematizado en pe­
lículas como Uncle]osh and the Moving Picture Show (1902), de Edwin S. Porter, en
las que un granjero, típico personaje del vodevil, no entendía la naturaleza de esta
nueva forma espectacular. En realidad, se fue pasando poco a poco de un tipo de
recepción colectiva, interactiva y poco concentrada (el formato de variedades al que
se incorporaba el cine, con alternancia de lo fílmico y lo no fílmico, impedía la con­
templación de un objeto singular) a otro más aislado e individualizado (el «voyeu­
rismo cinemático»), propio del arte burgués.

62
sienta el impulso de revestirlas de ficción. El filme produce una ma­
yor impresión de realidad porque es un «vacuum» que el espectador
puede llenar con comodidad.
En teatro, el receptor es, en diferentes medidas, más consciente
de la realidad del escenario, de los decorados, de los actores, de la
representación como artificio. Lo real del teatro molesta al especta­
dor. El filme destruye toda resistencia porque la realidad no interfie­
re en la ficción, y de este modo el espectador puede proyectarse sin
problema en el mundo posible que se le ofrece.
Los argumentos de André Bazin (195 8-1959: 150-178) son
muy similares. En el cine no interviene la «voluntad del espectador»
a la hora de transformar en ficción las imágenes que está viendo. La
ilusión del cine proviene menos de las convenciones específicas que
de su mayor realismo, y es además facilitada por su naturaleza foto­
gráfica. El teatro es más convencional, porque se basa en la mutua
aceptación de unas reglas que distinguen el lugar escénico y la reali­
dad real, por así decirlo. El espectáculo teatral no se confunde con
la naturaleza; el cinematográfico, sí: la realidad y la pantalla forman
un continuum que no exige el esfuerzo del espectador, que no nece­
sita de la intervención de su voluntad para aceptar la ilusión cine­
mática. De ahí que sea más fácil la identificación psicológica del
espectador con lo que está contemplando en cine que en teatro:

Tomemos el significativo ejemplo de las girls en la escena y


en la pantalla. En la pantalla, su aparición satisface aspiraciones
sexuales inconscientes, y cuando el héroe se pone en contacto
con ellas satisface el deseo del espectador en la medida en que
éste se identifica con el héroe. En escena, las girls despiertan los
sentimientos del espectador como lo harían en la realidad [ ... ] . El
cine calma al espectador; el teatro le excita. El teatro, incluso
cuando apela a los instintos más bajos, impide hasta un cierto
punto la formación de una mentalidad de masa, dificulta la re­
presentación colectiva en el sentido psicológico, porque exige
una conciencia individual activa, mientras que el filme no pide
más que una adhesión pasiva (Bazin, 1 958-1 959: 1 54)40•

40 El concepto de identi ficación ha sido problematizado desde una perspectiva


feminista y psicoanalítica, no exenta de polémica, por Laura Mulvey ( 1 975), que
indaga en la mirada masculina en relación a nociones como fetichismo, para las pe­
lículas de Von Sternberg, y voyeurismo-escopofilia en atención a Hitchcock. La pre­
sentación de la mujer como espectáculo y como objeto de deseo sexual se concreta
en la articulación de un discurso icónico controlado por la mirada masculina.

63
Permítanme que traiga aquí aquel sugerente texto de Roland
Barthes, «En sortant du cinéma» (1 975/1 995: 256), sobre el carácter
hipnótico del cine (también en oposición al teatro), propiciado por
el estado de ociosidad previa del espectador: la pantalla como «en­
soñación crepuscular», la oscuridad como color de un «erotismo di­
fuso», la butaca como «lecho» en el que dar rienda suelta al deseo y
a la libertad de los «afectos posibles»; de ahí que concluya la ausen­
cia de distancia o el funcionamiento de una distancia amorosa entre
la imagen y el espectador. En otros lugares ya había defendido Bar­
thes la inexistencia de una «responsabilidad ideológica» en la expe­
riencia cinematográfica, pues en cine, una forma en cierto modo
reaccionaria, el sentido parece quedar en suspenso, frente a las posi­
bilidades polémicas y subversivas del «más grosero» género teatral.

EL ESPECTADOR Y EL ACTOR

En definitiva, el teatro se construye sobre la conciencia mutua del


espectador y el actor, como en una especie de juego (juego en el que,
no lo olvidemos, se sustenta el placer catártico de la mímesis, si la en­
tendemos como un mecanismo por el que se contempla a otro «Vi­
viendo» en nuestro lugar) . En el cine, el espectador solitario, escon­
dido en la penumbra, contempla un espectáculo seductor que le arra-
. pa en su universo de ficción. Nótese que los argumentos de Bazin,
como los de Metz, valen más para el cine clásico (y aun con reservas)
que para el cine de autor, en donde los rastros de la enunciación son
tan visibles que llaman la atención sobre la condición artificial o lú­
dica del filme. De igual modo nuestro análisis variaría considerable­
mente de alejarnos de un concepto tradicional del teatro.
Pedro Barbosa ha explicado con precisión la «predisposición alu­
cinatoria para ese salto no imaginario» a partir de la relación entre el
espacio y tiempo reales del espectador (E x T), los ficticios (E x 't) y
el espacio y tiempo de los actores (e x t) :

Para que el «fingimiento de la realidad» se produzca, es im­


prescindible que los contextos (e x t) y (E x T) se adhieran com­
pletamente, pero de tal modo que el primero, el de los actores, se
apague, transfiriendo para el segundo, el de los personajes, la
«realidad» de que estaba investido. Es así indispensable que los
espectadores efectúen un salto mental por encima de los actores
(olvidando la realidad de su contexto) y puedan constituir la rea-

64
,,,,

lidad imaginaria perteneciente a los personajes, única que debe


prevalecer: (E x T) � (e x t) � (e x 't) ( 1 982: 1 05).

Y prosigue su argumento sobre el edificio de una gran paradoja,


pues para crear la ilusión de realidad la separación entre actores y es­
pectadores resulta óptima, pues evita la aparición de interferencias
entre ambos espacios. Por eso el cine está más dotado para la identi­
ficación o fusión del espectador con el lado de allá del personaje ima­
ginario.
A partir de estas ideas comunes, que afectan al concepto de ve­
rosimilitud, el director Peter Brook se lanzó abiertamente a una de­
fensa del actor y del «espacio vacío» como elemento caracterizador
del teatro frente al cine, más condicionado por la dimensión de un
espacio que, como indicaba Bazin, se confunde con la naturaleza:

Si te limitas a situar a dos personas juntas en un espacio va­


cío, se apreciarán todos los detalles. Para mí, ésta es la gran dife­
rencia entre el teatro en su forma esencial y el cine. A causa de la
naturaleza realista de la fotografía, en el cine una persona está
siempre en su contexto, nunca hay personas fuera de su contexto
(Brook, 1 994: 36).

Los intentos por hacer películas en escenarios abstractos y desnu­


dos, con fondos blancos, no funcionan (quizás con excepciones como
la Passion de jeanne d'Arc, 1 928, de Carl Theodor Dreyer, por otra
parte, «toda ella en primeros planos», como diría Bazin) . La fuerza del
cine radica en la fotografía, y para que haya fotografía o cine alguien
ha de colocarse en algún sitio. El cine no puede descuidar el contexto
espacial al que pertenece un personaje, y se ve acompañado por un
realismo cotidiano por el que sabemos que el actor reside en el mismo
mundo que la cámara. En el teatro, la imaginación llena el espacio,
mientras que la pantalla de cine lo representa todo y exige que todo lo
que aparece se relacione de una manera lógica y coherente:

En el teatro uno puede imaginar, por ejemplo, a un actor


vestido con sus ropas normales y saber que es el Papa porque lle­
va un gorro blanco de esquiador. Una palabra bastaría para evo­
car el Vaticano. En el cine esto sería imposible, se precisaría una
explicación concreta de la historia sin la cual la imagen no ten­
dría sentido; como por ejemplo que la acción se desarrolla en un
manicomio y que el paciente del gorro blanco tiene alucinacio­
nes sobre la Iglesia ( 1 993: 36-37) .

65
La imaginación se colma llenando los vacíos del teatro porque,
concluye Brook, el teatro «es un músculo que disfruta jugando».

LA ADAPTACIÓN FÍLMICA

Hemos repasado, desde un punto de vista teórico-comparatista,


algunas diferencias entre la teatralidad y la fllmicidad como condi­
ciones delimitadoras de los espectáculos teatrales y cinematográfi­
cos. Desde el punto de vista de los estudios culturales, el concepto
de accesibilidad es fundamental para delimitar algunas opciones en
los procesos de adaptación fílmica, como se puede ver en el libro de
Noel Carroll:

Obviamente, el consumo de masas implica accesibilidad.


Como indica el caso de la vanguardia en sentido negativo, la ac­
cesibilidad es en parte una función del conocimiento básico. Para
que el arte de masas sea accesible, ha de permitir una rápida elec­
ción por parte del público sin instrucción; el arte de masas ha de
ser comprensible para el público sin instrucción a primera vista.
Los modos de comunicación y las convenciones del arte de masas
han de abarcar ciertas consideraciones de propósito, de modo que
las obras puedan ser captadas y comprendidas casi al primer con­
tacto. Como ya se ha dicho, deben ser de fácil manejo (Carroll,
2002: 1 7 1 ) .

Llama l a atención, e n los recientes estudios sobre adaptaciones


al cine de obras de William Shakespeare, la ubicuidad de esta no­
ción de accesibilidad, un término clave en los estudios culturales e
imprescindible para entender, por ejemplo, algunos excesos sólo
justificables por el deseo de abolir los obstáculos y las barreras socia­
les y culturales que pudieran dificultar la comprensión del texto4 1 •
Por eso son tan abundantes en el ámbito norteamericano las ficcio­
nes (no sólo cinematográficas sino también televisivas) que se refie­
ren a la resistencia de los niños o jóvenes a entrar en el ámbito de lo

41 Cfr. Anderegg (1999) y Cartmell (2000). Las adaptaciones cinematográficas


de clásicos teatrales (o de sus fragmentos más conocidos) fueron práctica corriente
desde los orígenes del cine (de 1 900 es Le Duel de Hamlet, filme protagonizado por
Sarah Bernhardt) y recibieron un impulso considerable con la creación de la pro­
ductora francesa Film d'Art en 1 908; en ella trabajaron los actores de la Comédie
fran�aise.

66
'"

literario, como sucede, en un plano documental, con Looking far


Richard (1996), de Al Pacino, o, en una dimensión más popular,
con Dead Poets Society (1989), de Peter Weir, y The Renaissance Man
(1994), de Penny Marshall. En The Last Action Hero (1993), John
MeTiernan llegará a satirizar la idea de apropiación a través de la
fantasía de un chico, Danny, que, mientras asiste a una clase sobre
Hamlet impartida por su profesora CToan Plowright, nada menos
que la mujer de Sir Laurence Olivier), imagina un héroe muy dis­
tinto, Jack Slater, encarnado por Arnold Schwarzenegger, que cono­
ce por fin la respuesta al dilema shakespeariano: no ser, exclama el
«action-man», al tiempo que lanza una granada hacia atrás, hacien­
do explotar sin atisbo de duda el castillo de Elsinore. La versión de
Romeo + juliet (1996), de Baz Luhrmann, es otro buen ejemplo de
que todo vale para el logro de esa accesibilidad: el protagonismo re­
cae en dos jóvenes estrellas (Leonardo di Caprio y Claire Danes),
caracterizadas con una transparente inocencia acentuada constante­
mente por el uso de símbolos acuáticos; la historia se actualiza en un
t rasfondo de lucha de bandas, con referencias a las drogas o a la te­
levisión; el espacio es Verana Beach; el estilo se parece sospecho­
samente, en la elección de ángulos, a los programas de la MTV y
a los vídeos musicales; los préstamos proceden además del western,
de los car-chase films o de los culebrones; el conjunto se ve apoyado
por una banda sonora típicamente juvenil, que alcanzó mucho éxi­
to. Shakespeare puede ser visto así, más que como un medio de ad­
quirir algún modo de «capital cultural», dando por supuesto que sus
valores son fundamentales para la educación de una comunidad,
como un resto literario en una época en la que la imagen y lo visual,
con la televisión a la cabeza, han ganado por fin la partida. Y el éxi­
to está en una simple receta, que el productor protagonista de The
Player (1992), de Robert Altman, sintetiza por fin con esta fórmula:
«suspense, risa, violencia, esperanza, corazón, desnudos, sexo, fina­
les felices, sobre todo finales felices».
Por otra parte, sería fácil apuntar que algunas leyes de la adapta­
ción fílmica responden a la caracterización que me ha ocupado en
los epígrafes anteriores. Podríamos hablar, por lo tanto, de dos gran­
des extremos entre los que se han de mover las estrategias disponi­
bles para un director de cine que quiera llevar un drama escrito a la
pantalla: tratar la acción con la intención de preservar en lo posible
su naturaleza teatral, fotografiando simplemente su representación
escénica; o incorporar al drama todo el potencial visual cinemato­
gráfico, creando nuevas relaciones entre el actor y el decorado, el es-

67
pacio y el tiempo, así como la manera de presentación ante el públi­
co. Pero, dada la naturaleza de ambas artes, habría que reconocer de
entrada la imposibilidad absoluta de un teatro filmado o de un cine
teatralizado. Un recorrido sumario por algunas de las adaptaciones
de Shakespeare al cine bastará para ilustrar lo orientativo de esas dos
tendencias. Las reminiscencias teatrales son evidentes en el Henry V
de Laurence Olivier (1 944), aunque el director saque muy pronto la cá­
mara fuera de The Globe y emplee, como ha comentado Pere Gim­
ferrer, un «esplendoroso tratamiento cromático» ( 1 98 5/ 1 999: 1 1 6).
En Richard 111 (1 956), el mismo Olivier actúa por momentos como
si hubiera un público teatral contemplándole, sobre todo en los
abundantísimos monólogos dirigidos hacia la cámara (también son
teatrales los decorados pictóricos y la utilización de accesorios como
la corona, que preside simbólicamente toda la acción), pero la flui­
dez del movimiento de la cámara es claramente cinematográfica. La
conjunción de lo teatral y lo cinemático destaca especialmente en el
Hamlet ( 1 948), de Olivier, en donde el respeto al texto y la aparien­
cia teatral del conjunto se actualizan visualmente mediante el movi­
miento de la cámara (los travellings por el castillo de Elsinore), los
jlashbacks (como el de la muerte del rey Hamlet o el del encuentro
del príncipe con Ofelia) o la «naturalización» de la mayor parte de
los monólogos como voz en offi y en las adaptaciones de Orson
Welles (Macbeth, 1 948; Othello, 1 952; y Chimes at Midnight, 1 966,
un caso único de contaminatio, pues se basa en el Henry V y en las
dos primeras partes de Henry IV), adaptaciones en las que se logra
integrar a la perfección el ritmo de la palabra shakespeariana en un
mundo de «gran poderío plástico» y visual (Gimferrer, 1 985/1 999:
1 1 9) . Por su parte, el Rey Lear (King Lear, 1 970) de Peter Brook su­
pone un intento de extender la producción teatral al cine (piénsese
en el énfasis en las partes dialogadas) . Las estrategias cinematográfi­
cas de Alcira Kurosawa en Kumonosu jó (Trono de sangre, 1 957, que,
por cierto, no son ajenas a las convenciones dramáticas del teatro
noh) le llevan a reducir el diálogo al mínimo y a articular la acción en
una continua manipulación espacial. Ya lo sabíamos: la transduc­
ción implica simultáneamente derivación y creación.

EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR: ACTUACIÓN Y EJECUCIÓN

Como la etimología latina sugiere (del verbo spectare, «miran>) ,


e n u n sentido lato espectáculo sería todo aquello que s e ofrece a la

68
vista o contemplación de una persona. De manera más restrictiva,
un espectáculo sería una manifestación de las artes llamadas de la
actuación y de la ejecución42: teatro y ópera; radio, cine y televisión
(en lo que se refiere, en principio, a los acontecimientos que tienen
lugar en el plató de rodaje) ; improvisación o realización musical o
poética, danza, circo, mimo, cabaret y variedades; deporte y otros
rituales colectivos. Entre los rasgos que caracterizarían este grupo de
artes espectaculares estarían los siguientes: el fundamento colectivo
de su producción-representación (compañía teatral, orquesta, cuer­
po de baile, equipo deportivo . . . ) , aunque muchas veces se pueda
diferenciar específicamente una labor regidora o directiva; la rela­
ción de orden variable con respecto a una obra/texto preexistente en
la que el espectáculo podría estar basado (un texto dramático, una
partitura, unas notas o un esbozo. . .) ; frente a la «duración de persis­
tencia» y el estatismo de los objetos físicos, la idea de desarrollo o
proceso en el tiempo (en inglés, performance), tal y como señaló en
el siglo XVIII Gotthold E. Lessing al diferenciar entre artes espaciales 1 ·

y artes temporales, lo cual implica que los espectáculos están siempre


sujetos al cambio, en definitiva, a identidades variables; la singulari-
dad, derivada de la propia naturaleza efímera y de la copresencia,
desde un punto de vista sociocomunicativo, de emisores y recepto-
res (los espectadores) ; la falta de condiciones para proceder a una
falsificación del producto (condiciones en cambio sí existentes en
el marco de otras artes) ; la ausencia e imposibilidad ontológica de
iteración alguna, ya que resultaría inútil una tentativa de repeti-
ción rigurosa e idéntica de cualquiera de sus fragmentos. En lo que
afecta en especial al cine y a la televisión, los espectáculos llegan al
público en forma de grabaciones (un vídeo o un DVD, por ejem-
plo), que suponen en cierto modo la transformación de su estatuto
particular desde la singularidad hasta la multiplicidad o pluralidad,
fenómeno que Genette ( 1 997: 1 85-293) califica como un caso de
«trascendencia» o modo secundario de existencia artística. Podrían
añadirse otras convenciones centrales del espectáculo: el juego y, por
lo tanto, la denegación, que establece un auténtico contrato ficcio-
nal implícito entre productores y receptores, y asimismo el lenguaje
pluricodificado y multimediático como propiedad constitutiva.
Quisiera terminar con una sugerente reflexión general tomada
de La conversación audiovisual ( 1 984/ 1986) de Gianfranco Betteti­
n i . El teatro y el cine (Bettetini añade la televisión) comparten el

42 Kowzan (1975/1 992), Genette (1 996/1 997) y García Barrientos (2002).

69
hecho de ser una «puesta en escena» significante «que se desarrolla
dentro de un espacio casi siempre física y arquitectónicamente defi­
nido y diferenciado respecto al de la cotidianeidad» (1984: 180-181):
el escenario o la pantalla. Comparten también el ser una organi­
zación productiva de un discurso, la constitución de un espacio
representativo y autónomo. La analogía se acaba en el momento en
que nos adentramos en las prácticas específicas de su ejercicio, pero
Bettetini destaca el peso inicial del modelo teatral en toda comuni­
cación de masas, porque en el teatro estaría la esencia de casi todos
los géneros cinematográficos (y televisivos) . «¿Teatro como instan­
cia fundamental de expresión y comunicación humana, como lugar
de modelos universalmente trans-semióticos?», acaba por pregun­
tarse Bettetini. Y para justificar ese liderazgo recurre, por ejemplo, a
la práctica de lo efímero, que fue propia del cine (de los orígenes, sin
duda) y la televisión (el directo). Pero Bettetini considera que el tea­
tro, contagiado por otros medios o encerrado «museísticamente» en
sí mismo, está perdiendo su capacidad de liderazgo, sustituido por
un concepto más amplio de lo espectacular, como un medio de di­
fusión de «conocimientos sin finalidad y homogeneizados por el
consumo» (1986: 187).

70
CAPÍTULO 3

El filme de teatro:
arte frente a industria,
o totus mundus agit histrionem
En el magnífico ensayo La novela del artista (1990), Francisco
Calvo Serraller analiza cómo el hegemónico género de la novela co­
menzó en el siglo XIX a poner de manifiesto el esplendor también
creciente del artista burgués, en especial del pintor, tal y como supo
expresar Honoré de Balzac en el relato breve Le Chefd'oeuvre inconnu
( 1 83 1 ) 43. El escritor romántico, de Théophile Gautier a Victor
Hugo, aborda en el subgénero de la novela de artista cuestiones como
lo inefablede la emoción estética y sitúa al creador en la esfera del
héroe novelesco, ajeno a las leyes del mercado, comprometido con su
realidad y con el ejercicio de una libertad apasionada que conduce a
menudo a la bohemia. La pintura representaría entre 1 830 y 1 850 el
Jmbito donde se refugia la pureza artística (al arte puro) y los pinto­
res configurarían una nueva raza de héroes en el resbaladizo territorio
de una sociedad cada vez más mercantilizada. Sobra decir que este
episodio es uno más en la cadena de acontecimientos que dieron car­
ta de nacimiento, sobre todo en el Romanticismo alemán (Friedrich
Schlegel y su concepto de ironía, o Goethe y su Wilhelm Meister), a
la Modernidad a través de lo que hoy conocemos como «reflexividad
literaria» o estética «especulativa» (Schaeffer, 2002).

43 Existe edición exenta en español, a cargo del propio Calvo Serraller (Barcelo­
na, Lumen, 2001).

71
Quizás estemos viviendo en la actualidad un fenómeno similar
en lo que se refiere a las relaciones entre cine y teatro. Nadie puede
hoy dudar del carácter casi hegemónico del medio cinematográfico,
en dura competencia con el televisivo, sometidos ambos a las rigu­
rosas e implacables reglas de la industria. Como contrapunto, el tea­
tro se ha visto relegado a una posición entre las artes cada vez más
cercana a lo museístico o a lo marginal desde un punto de vista es­
trictamente económico; pero también a la independencia del arte
respecto de constricciones externas desde un punto de vista estético
o incluso a una defensa de los valores prometeicos del arte. No re­
sultará extraño, por lo tanto, que el cine haya mirado hacia el teatro
en busca de un territorio en donde la libertad aún sea posible, en
donde los principios sean aún los de un arte al que nada de lo hu­
mano le es ajeno.
En las aproximaciones a la relación entre el teatro y el cine está
siendo explorada cada vez en mayor profundidad la extraña atrac­
ción que el arte cinematográfico ha venido demostrando por el
mundo de los artistas escénicos desde el punto de vista, por ejemplo,
de la «diegetización, parcial o completa, del dispositivo teatral»44 •
Aquí me ocuparé de un género cinematográfico relativamente poco
estudiado, que denominaré, sin demasiada originalidad, filme de tea­
tro o, como diría Blüher (1 992: 45-46), filme sobre la institución­
teatro, aquel que tiene como tema el proceso que lleva a una puesta
en escena y como protagonistas a todos los agentes que participan
en ella4 5• No se trata, conviene aclararlo, de una vuelta a los oríge­
nes, sino más bien de la manifestación de un deseo de reflexionar,
de una interrogatividad abierta que ha de surgir de la confrontación
directa con un arte hermano y que sin duda se ha visto acentuada

44 Tomo prestada esta expresión de Jacques Gerstenkorn (1994: 16), que distin­
gue además los casos de modelización y de reciclaje. Para ilustrar el primero cita
Lo/a de Jacques Demy, película en la que el desarrollo de la acción viene pautado
por las entradas y salidas de los personajes, y el cine de Peter Greenaway, que recuer­
da en sus usos lingüísticos al teatro de la Restauración. El reciclaje tiende a atenuar
la teatralización de los filmes, ocultándola, como en los usos del aparte en las come­
dias de los hermanos Marx o de Woody Allen.
45 Género que podemos situar en un territorio cercano al writer film: «Es un
tipo de espectáculo cinematográfico complejo, el espacio de un "morphing" subli­
minal que aúna las vivencias de los creadores del filme (el cineasta, el guionista, el
actor), la vida diegética del personaje y la existencia del espectador-receptor en una
fraternidad triple revelada en el seno de la figura que representa el hombre-escritor,
emblema del talento, de la conciencia, de la ambición» (Bolter, 200 1 : 2).

72
por el peso de lo lúdico posmoderno. Es ésta una relación que, a pe­
sar de su apariencia principalmente temática, se encamina hacia el
ámbito de una indagación mucho más amplia sobre el papel del arte
y del artista en una sociedad determinada. Las soluciones dadas por
los cineastas son variadas y complementarias, y dependen en buena
medida de la época en que esa aproximación interartística se realiza.
Pero, en general, más allá de las diferencias, no es difícil esta­
blecer la presencia de algunas constantes. De manera notoria, el
mundo del teatro se ha visto plasmado en la pantalla como mero
desdoblamiento generalizador de la propia condición del cine. En
coincidencia con una línea marcadamente metacinematográfica, el
teatro refleja las ambiciones y penurias de sus profesionales, sus va­
nidades y también sus puntos débiles, en toda una serie de películas
que, mirando hacia la escena, no dejan de mostrar la propia natu­
raleza artística del. cine. Sobre todo, el arte teatral suele servir de
contrapunto para su otro, el cinematográfico, sometido inevitable­
mente a condicionamientos económicos y políticos que dificultan
su expresión en libertad: el arte auténtico se entiende así como ma­
nifestación individual de rebeldía y como ejercicio de responsabili­
dad social. De esta manera, el teatro se convierte en un medio pres­
tigioso que se mira, no sin envidia, a través de los ojos de quien se
sabe demasiado atado a aspectos industriales que no pueden ser
controlados desde la autonomía del arte ni desde la independencia
del creador.
Cabe asimismo considerar el reflejo del teatro en el cine a partir
del viejo tópico del theatrum mundi, referido al papel del hombre
en un mundo donde intervienen las fuerzas contrarias de la Histo­
ria, la Muerte o incluso Dios, tópico ampliado por el cine a lo que
Anne y Joachim Paech (2002) han denominado theatrum mundi
proiectionis, de manera que el teatro se utiliza como medio idóneo
para reflexionar sobre la fragilidad de lo identitario o para asentar la
tesis de que nada hay en la vida que no esté sujeto a las convencio­
nes de la representación escénica: todos actuamos, todos estamos
subidos en un enorme escenario del que no se puede escapar, todos
quedamos enmarcados dentro de una ficción, que es la vida, que a su
vez es un escenario . . . Los prólogos de Hable con ella o de Dolls .

(2002), de Takeshi Kitano, son bastante elocuentes sobre una con­


cepción de los dramas de la vida anclada a una visión sub specie thea­
tri. En todos los casos, el teatro vale de marco, en el sentido pleno
de la palabra, para llegar a alcanzar un planteamiento existencial de
calado estético y filosófico. La posmodernidad nos ha acostumbra-

73
do además a un cierto delirio metatextual al que el cine no ha sido
en absoluto ajeno (el libro de Dominique Blüher, entre muchos
otros trabajos, es buena muestra de ello) . La inclusión del referente
teatral en una película puede, por lo tanto, ser trampolín para la
creación de varios niveles narrativos y, en consecuencia, para descu­
brir cuáles son los mecanismos por los que se crea una ficción. Es el
ámbito de la metaficción, donde el cine se ha sentido tan a gusto ya
desde sus orígenes.
Estas cuatro posibilidades, que denominaré a partir de aquí des­
doblamiento (1), contrapunto (2), reflexión filosófica (3) y confluencia
metaficcional (4), no son quizás excluyentes entre sí, y, en cualquier
caso, reúnen una característica común, que sirve para describir el
alcance de las películas de las que estamos hablando: ponen en mar­
cha un modo de encuadramiento narrativo que, por momentos, lle­
ga a ofrecer una complejidad muy intensa y que remite, en últi­
ma instancia, a un cuestionamiento irónico de las condiciones de la
existencia, a la manera de una búsqueda o una revelación intertex­
tual (Wilhelm, 1 998). Si nos situamos en el ámbito de lo metafic­
cional, en grado variable (Monod, 1 977), esto es, en la insistencia
en la dimensión artificial de todo arte (Ishaghpour, 1 995: 74-75),
tampoco es extraño afirmar que, dado el elevado número de pelícu­
las que en los últimos años se han acercado al teatro, el cine se ha
cansado de contar historias (¿el fin del cine?), se encuentra exhausto
y busca sus temas en el teatro. Desde otra perspectiva menos «natu­
ralista»: el teatro se ha instaurado así como uno de los temas favori­
tos del «viejo» cinematógrafo.

DESDOBLAMIENTO: EL TEATRO COMO ESPEJO DEL CINE

Comencemos por una obviedad: el teatro, como el cine, tampoco


está exento de las presiones del mercado y de los poderes económi­
cos. La presencia del homo economicus en el arte no es asunto baladí,
y reposa en la asunción de algunos elementos esenciales: individua­
lismo (el tema de la ambición) en conflicto con la interacción de
otros órganos institucionales; escasez de recursos de los creadores;
multiplicidad de objetivos (imposibles de conseguir por todos al
mismo tiempo, lo que lleva a la frustración del artista); importancia
de los incentivos y de los beneficios; imposibilidad de previsión (los
resultados positivos no están garantizados) . . . Creo que cine y teatro
coinciden en este análisis de intereses diversos: las personas que par-

74
ticipan activa o pasivamente en las actividades teatrales deciden in­
dividualmente, tienen recursos escasos, múltiples objetivos, se com­
portan según sus previsiones y responden a los incentivos. En todos
estos factores debe percibirse la presencia de lo económico como
acompañante de lo ideológico. En filmes como Die Ehe der Maria
Braun ( 1 979), donde la guerra conduce a la prostitución, o Lili
Marleen ( 1 98 1 ), donde la alianza con los nazis es una forma de
mantener privilegios, Rainer Wemer Fassbinder transformará la
visión del mundo de sus personajes femeninos para que puedan
adaptarse a una realidad diferente: el orden material impone una
transformación ideológica. Con un estilo ajeno a los patrones de
Hollywood, Fassbinder quiere ya no tanto representar la vida sino
llevar al espectador al descubrimiento de los procesos de explota­
ción, frecuentemente con un cierto componente masoquista. Desde
una posición poco didáctica, el director alemán extiende los males
del capitalismo al ámbito de lo psicosexual, en donde también se
reproduce la dialéctica del opresor/oprimido.
Una segunda obviedad: el teatro y el cine son artes colectivos,
profundamente enraizados en lo humano; sus protagonistas son seres
tan débiles como, en muchas ocasiones, vanidosos. Dice Jean Du­
vignaud: «Uno de los rasgos señalados del actor en las sociedades con­
temporáneas consiste en que se ha erigido como creador, con el mis­
mo título que el poeta y el pintor; ya no es sólo un intérprete, es un
inventor que crea las formas de una participación viva» (1 966: 1 80).
El actor, sobre todo cuando su mérito es reconocido, es el eje de este
universo artístico en el que la ambición prima sobre las relaciones de
admiración o amistad. Son muchas las películas que nos hablan del
actor como estrella o vedette. En To Be or not to Be (1 942), de Ernst
Lubitsch, el personaje de Joseph Tura Qack Benny) representa ese
egocentrismo malsano que no escapa del toque humorístico de su di­
rector. A poco de comenzar la película, los Tura mantienen el siguien­
te intercambio de réplicas sobre las razones de un espectador para
abandonar su asiento cuando se da comienzo al célebre monólogo de
Hamlet:

MARfA: A lo mejor no se encontraba bien, a lo mejor tenía qué


irse, a lo mejor le dio un ataque al corazón.
}OSEPH: Ojalá sea así.
MARíA: A lo mejor si se quedara habría muerto. '
}OSEPH: ¡A lo mejor ya está muerto! Cariño, ¡eres tan reconfor­
tante!

75
El actor es un ser vanidoso y, aun cuando haya perdido el favor
del público, puede continuar siéndolo. The Dresser ( 1 983), de Peter
Yates, película basada en un texto de Ronald Harwood, cuya acción
se desarrolla en la Gran Bretaña de principios de los cuarenta, tiene
como protagonistas a Sir (Albert Finney) , un primer actor viejo y
tirano (inspirado al parecer por el actor Donald Wolflt, que vivió
entre 1 902 y 1 968), y Norman (Tom Courtenay), su asistente bo­
rracho y homosexual, que forman parte de una «trouppe» especiali­
zada en el repertorio shakespeariano. Entre ambos personajes se crea
un juégo de adulaciones que garantiza la supervivencia del espec­
táculo, hasta que la muerte irrumpe fuera del escenario (Tibbetts y
Welsh, 200 1 : 92-93) .
El actor es y se siente el único elemento verdaderamente impres­
cindible en la representación teatral, y su figura constituye, como ha
señalado tantas veces Anne Ubersfeld, el todo del teatro, un aconte­
cimiento que no tiene lugar sin su presencia. «Las nuevas relaciones
del arte y del comediante transforman el status de éste; en la mayor
parte de los casos, ya no es sólo un actor que alquila su presencia y
su estilo, sino también, frecuentemente, un director escénico. Por
consiguiente, de su ser de comediante irradian intuiciones que van
a informar las obras dramáticas, a modificarlas en su expresión y en
su existencia recreada» (Duvignaud, 1 966: 1 87- 1 88). Es imposible
no citar aquí All About Eve (1 950), de Joseph L. Mankiewicz, una
descripción fiel de cómo funciona el «show business» de Broadway,
pero también una agria y algo cínica crítica del mundillo neoyorqui­
no, que, como microcosmos, reproduce comportamientos fácilmen­
te reconocibles más allá de su aparente localismo. Temáticamente, la
película tiene algo de diatriba contra las mujeres ambiciosas y sin
escrúpulos que buscan el éxito a toda costa. El filme se abre con las
imágenes de una entrega de premios que una voice-over introduce de
la siguiente manera:

Éste es el salón de cenas de la Sociedad Sarah Siddons. Es el


banquete anual y la presentación del honor más grande del tea­
tro: el premio Sarah Siddons por Logros Distinguidos [ . . ] . .

Como ven, los premios menores ya han sido presentados. Pre­


mios menores, como los del escritor y director, ya que ellos sólo
construyen una torre para que el mundo pueda aplaudir la luz
que brilla en su cima. Y ninguna luz ha deslumbrado más que la
de Eve Harrington. Eve. Pero diremos más sobre Eve después. En
realidad, todo sobre Eve.

76
Pronto sabremos a quién pertenece esa voz, al cáustico Addison
De Witt (George Sanders) :

Para aquellos que no leen, no van al teatro, no escuchan p ro­


gramas de radio ni saben nada del mundo en que viven, tal vez
sea necesario que me presente. Mi nombre es Addison De Witt.
Mi hábitat natural es el teatro [ ...] . Soy crítico y comentarista. Le
soy esencial al teatro.

Quizás uno de los méritos más notables de Ali About Eve sea
precisamente el dar la voz a este personaje-narrador, que tiene un
conocimiento exhaustivo de lo que sucede «backstage», casi omnis­
ciente, como en la presentación de sus compañeros de mesa:

Es la esposa de un escritor, lo que es igual a estar casada con


el teatro, nada de su pasado la hubiera traído más cerca del esce­
nario que la fila E. Sin embargo, en sus años de colegio, conoció
a Lloyd Richards, profesor de drama. Al año siguiente, Karen se
convirtió en la señora de Lloyd Richards. Generalmente, hay dos
tipos de productores de teatro. Uno es el que tiene muchos ami­
gos ricos que· arriesgan perder dinero en impuestos. A ésos les
interesa el teatro. Para el otr� tipo, cada producción puede repre­
sentar la ruina o la fortuna. Este es el tipo al que le interesa hacer
dinero. Les presento a Max Fabian. El productor de la obra con
que Eve Harrington ha ganado este premio. Margo Channing es
una estrella del teatro. Su primera aparición fue a los cuatro años
en Sueno de una noche de verano. Actuó de hada y entró, inespe­
radamente, desnuda. Desde entonces, ha sido una estrella. Mar­
go es una gran estrella. Una verdadera estrella. Nunca ha sido ni
será más ni menos.

Tras esta muestra de respeto, la voz narrativa se detendrá luego


en Miss Eve Harrington (Anne Baxter), una joven actriz de éxito
rutilante, la homenajeada, e introducirá a continuación, tras conge­
lar el plano de la entrega del premio, un jlashback que informa al
espectador de «all about Eve», no sin antes dejar caer su sentimiento
de antipatía hacia ella:

Eve. Eve, la muchacha dorada. La muchacha de portada. La


muchacha de al lado, la muchacha en la luna. La vida ha sido
buena con Eve. Las revistas van donde ella va. La han perfilado,
revelado con reportajes, qué come, qué viste, a quién conoce,
dónde ha estado, adónde y cuándo va. Eve. Todos ustedes lo sa-

77
ben todo sobre Eve. ¿Qué más queda por saber que ustedes ya no
sepan?

Este flashback no es, sin embargo, responsabilidad suya. Otros


personajes irán alternando su versión de la historia, a la manera de
un filme policiaco (o a la de Citizen Kane, en la que Mankiewicz
participó como guionista), comenzando por Karen Richards, la mu­
jer del dramaturgo («la forma más baja de celebridad», como ella
misma dice) y la mejor amiga de Margo Channing, que relata la rá­
pida ascensión de Eve hacia el estrellato (de octubre a junio, una
temporada), cómo asistía a todas las representaciones de Aged in
Wood, pieza dirigida por el amante de Margo, Bill Sampson (Gary
Merrill) , cómo esperaba todas las noches en la calle, cómo la presen­
tó a Margo y cómo llegó a manipular en su beneficio la vanidad de
su admirada actriz. Esa noche, Sampson define para Eve lo que es
para él el teatro:

El teatro. El teatro. ¿Debe el teatro sólo existir en un edificio


viejo en una cuadra de la ciudad de Nueva York? ¿O en Londres,
París o Viena? Escucha, niña, y aprende. ¿Quieres saber qué es el
teatro? Un circo. También una ópera. También rodeos, carnava­
les, ballets, bailes de tribus indias, Punch y Judy, el hombre or­
questa, todo es teatro. Dondequiera que haya magia, credibilidad
y una audiencia, hay teatro. El Pato Donald, lbsen, y El Llanero
Solitario. Sarah Bernhardt y Poodles Hanneford. Lunt y Fontan­
ne, Betty Grable, el Caballo Salvaje Rex, Eleanora Duse, todo es
teatro. No todo se entiende. No todo gusta [ . . .] . El teatro es para
todos, tú incluida, pero no exclusivamente. Así que no apruebes
o desapruebes. Puede que no sea tu teatro, pero es teatro para al­
guien, en algún lugar.

Luego vendrá la versión de Margo, en el reconocimiento de su


incapacidad para remediar a tiempo los excesos de Eve, que culmi­
narán en el episodio de su sustitución como actriz, y los suyos pro­
pios (el refugio en el alcohol y el sufrimiento por su relación de pa­
reja y por una vejez inminente) , acompañados, naturalmente, de
algunas inesperadas traiciones. La ambición de unos, los más jóve­
nes, alterna así con el carácter autodestructivo de los otros, de ma­
nera que el teatro se mantiene renovado y vivo. El Premio se entrega
finalmente a la todavía enigmática (y un poco terrorífica) Eve. La
ironía final quiere que el espectador vea en la nueva Jan, Phoebe, a
una nueva Eve: Phoebe se mira en el espejo con el Premio recién ga-

78
nado, respondiendo a un aplauso imaginario en un plano en el que
su imagen se multiplica, un aplauso que no tardará en convertir en
real, sin duda, gracias a las estrategias que ya conocemos. Es la his­
toria que se repite con la cruel consciencia de que ningún éxito fue
para siempre.
La comedia (de enredo) Sin vergüenza (200 1), de Joaquín Oris­
trell, reduce la oposición entre teatro y cine al ámbito actoral, a las
tensiones derivadas del aprendizaje en una escuela regida por Isabel
Simón (Verónica Forqué) y a las oportunidades que se abren cuan­
do el cine se pone por medio, ilustradas en la película que va a rodar
el director Mario Fabra (Daniel Giménez Cacho). El proyecto del
rodaje, plasmado en un guión que va pasando de mano en mano,
alterna con los ensayos de los alumnos sobre textos de Shakespeare
(Hamlet o Romeo and juliet), y ambos procesos culminan en la di­
vertida secuencia de la desastrosa muestra-casting, en donde la am­
bición -sobre todo la de Belén (Marta Etura)- puede más que el
arte. Esta secuencia destaca además por un hábil uso de la pantalla
dividida, mediante el cual se inscribe el acto de recepción en el de
representación. El actor se muestra aquí en su deriva obsesiva hacia
un único rumbo, la vanidad y el divismo, que el cine y las estrellas
simbolizan mejor que nadie y del que sólo un regreso a la esencia
teatral (incluso si el medio propuesto, por paradójico que pueda pa­
recer, es el cine, como en esa Una historia de amor con la que se cierra
Sin vergüenza) y a la autenticidad, a veces dolorosa, puede salvarle.

Podríamos asimismo valorar en este punto la coincidencia entre


teatro y cine en términos de oficios: actores, productores, agentes,
directores, técnicos (no todos: los hay, obviamente, específicos) ... La
diferencia fundamental pudiera estar en la intervención del drama­
turgo, en un caso, y del guionista, en el otro, con evidentes parale­
lismos entre ambas figuras, dispuestas a llevar hasta el extremo su
creatividad. En Cómicos Quan Antonio Bardem, 1954) y Bullets over
Broadway (Woody Allen, 1 994), el dramaturgo es también director
del montaje de una de sus piezas, por lo que aspira a definirse como
foente de autoridad innegable frente a un «corro de relaciones hu­
manas», en expresión afortunada de Sergio Leone, aunque finalmen- .
te deba conformarse en alguna medida con ser «director-mártir»,
«un genio con el cerebro lleno de imágenes, cuyo único obstáculo es
la tacañería de los productores» (Chion, 1 990: 54), sus imposicio­
nes o la precariedad de los medios económicos puestos a disposición
del montaje.

79
CONTRAPUNTO O CONTRASTE: LA MAGIA DEL TEATRO

Elproceso

Frente a la industrialización cinematográfica, el teatro es reducto


de lo misterioso y de lo mágico. Es el espacio de la creación abierta e
interpersonal, no desprovista sin embargo de conflictos de intereses,
como los que enfrentan a actor y director. Pero, en lo fundamental,
más allá de las tensiones de los ensayos y de las dificultades de toda
empresa colectiva, el teatro sabe alcanzar de manera directa la sensi­
bilidad de un público predispuesto a participar en ese juego. Son mu­
chas las películas que hablan del poder maravilloso del teatro. Una de
las últimas, y de las que han tenido más éxito, es Shakespeare in Love
(1 997), de John Madden (con guión de Marc Norman y Tom
Stoppard), filme que sitúa su acción en el Londres de 1 593, cuando
los teatros The Curtain (espacio del actor Richard Burbage) y The
Rose se disputaban autores y público. El largo travelling inicial, que
recuerda el comienzo del Richard 111, de Laurence Olivier, se detiene,
como en aquella película, en un programa (poster-torn) que anuncia
una próxima representación de La lamentable tragedia delprestamista
vengado. El siguiente plano muestra las dificultades económicas por
las que pasa su empresario, Phillipp Henslowe (Geoffrey Rush), que,
sometido a tortura por uno de sus acreedores, se inventa para salir del
apuro el proyecto de llevar a escena una comedia de William Shake­
speare Qoseph Fiennes), Romeo and Ethel the Pirate's Daughter, llena
de amores, naufragios y con perro. La reputación de los actores no es
buena y son abundantes los discursos en favor de su prohibición,
como el pronunciado por un predicador puritano (Makepeace) a
poco de comenzar la película: «Los teatros son criadas del demonio».
Shakespeare se dirige a su sesión semanal de «alquimista-psicoanalis­
ta» («Words, words, words», le dice al Dr. Moth) . Es la crisis de un
genio que irá recobrando poco a poco el discurrir de su pluma, some­
tida a las contingencias de lo político y lo estético. Aparte de la histo­
ria amorosa que se cuenta (y de la reflexión consiguiente sobre el
amor verdadero en la vida y en el arte, que se mezclan entre sí en
el romance del dramaturgo con Viola, Gwyneth Paltrow), el interés
de Shakespeare in Love radica en la deconstrucción de un universo
teatral que por un momento cobra existencia ante el espectador con
fidelidad asombrosa: los actores provienen de las clases más bajas, los
autores colaboran entre sí e intercambian sus argumentos (como en
la relación entre Christopher Marlowe y el propio Shakespeare), los

80
textos se pulen con el dinamismo de los ensayos, el público acude al
teatro como punto de encuentro y la nobleza se entretiene envidiosa
con esas diversiones populares. En definitiva, se trata de una película
de género histórico que nos dice mucho sobre el negocio del teatro
en la época isabelina. En palabras de Henslowe: «Permítame que le
explique sobre el negocio teatral. La condición natural es de obs­
táculos insuperables en el camino al desastre inminente [ . . . ] . De un
modo extraño, al final todo resulta bien».

Lafortuna del comediante

Los actores de teatro no siempre pertenecen, como se acaba de


ver, al mundo de la elegancia y del glamour. En muchas películas se
nos muestran como seres marginales, cuando no antisociales, que
sin embargo han sido capturados por la esencia mágica del arte y
que saben transmitirla a cualquier tipo de público. En ellas vemos
cómo, para llegar a la cumbre de toda buena fortuna, para alcanzar
el universo de la fama, un actor de teatro, un actor a secas, ha de­
bido pasar por toda suerte de penalidades, ha tenido que llegar a la
cima desde las profundidades de lo marginal. «El actor, servidor
exclusivo del arte, preocupado por realizar su propia concepción
dramática, es el primer sacrificado, el que apuesta sobre su voca­
ción y desdeña el provecho comercial o económico. Es cierto que,
estadísticamente, la mayor parte de los comediantes, exclusivamen­
te preparados para la creación artística, están condenados a una
semimiseria, y que su carrera se encuentra dominada por la conti­
nua preocupación de defender cierta imagen del arte a pesar de las
exigencias de un mercado del espectáculo» (Duvignaud, 1 966: 1 8 1).
Estrenada e n 1 954 como u n homenaje al mundo de l a farándula,
al que pertenecía la familia de Juan Antonio Bardem, y concebida
a partir de la impresión causada por la lectura del guión de Ali
About Eve ( 1 950) y por el éxito de Lucí del varieta ( 1 950), de Fede­
rico Fellini, Cómicos es un magnífico homenaje a la condición ar­
tística del actor. La compañía de comedias Soler-Sala se muestra
tras los créditos en un tren, en itinerancia desde un lugar sin nom-­
bre a otro que tampoco lo merece46 . «Ya, cómicos», dice el revisor
despectivamente, poniendo al espectador ante la consideración ne-

46 Véase también, en 1970, su remake Varietés, protagonizado por Sara Montiel.


Cfr. Ríos Carratalá ( 1999: 25-30).

81
gativa de toda una profesión, tal y como la voz en offde Ana Ruiz
(Christian Galvé) no deja de repetirse, una profesión de salario es­
caso e intermitente, hambre segura y pensiones de mala muerte. La
primera secuencia en el teatro es prodigiosa, con los actores discu­
tiendo, tras la bajada del telón, sobre la resolución de la escena final
mientras los operarios desmontan el decorado. Lo que viene luego
es precisamente la disección, a través de un ágil uso de primeros
planos, de la realidad escénica de un país poco generoso con sus
artistas: ensayos (desastrosos los de El cielo no está lejos, aunque no
importa porque «en el estreno nunca falla nada»), nervios de pre­
miere, públicos enigmáticos, críticas vacías, cafés («el mercado de
los cómicos»), funciones rutinarias (como aquella en la que los ac­
tores dicen sus papeles y aprovechan los silencios para hablar de sus
cosas), tournées por provincias, bastidores, camerinos, «papeles de
veinte líneas», aplausos, mutis, apuntadores, empresarios sin escrú­
pulos (como Carlos Márquez) junto a agentes complacientes, y
mucha humildad y espera (y algunas veces desesperanza, como en
el caso de Miguel-Fernando Rey) . Finalmente, el veneno del teatro
los domina y es lo que gobierna las vidas descritas en Cómicos, has­
ta el punto de que todo suena a alta comedia en esta película de
Bardem.
Sin duda, una de las escenas más emotivas es la que tiene lugar
en el camerino de doña Carmen Soler (Rosario García Ortega) ,
donde la cámara se sitúa en el lugar de un implacable espejo en el
que la belleza de Ana contrasta con la dureza del rostro de la prime­
ra actriz. En este personaje se conjugan algunas características recu­
rrentes en las películas sobre teatro: la vanidad (en coexistencia con
una fragilidad absoluta), la obsesión por la edad, el poder del dinero
o la necesidad de triunfar. Ana tendrá su oportunidad, fruto, como
en Ali About Eve, de la suerte o de la mala suerte de doña Carmen,
y en una secuencia destacable Ana entra en su personaje y analiza en
voz en off el desdoblamiento en otra identidad: «Uno deja de ser
quien es y de pronto es otra persona. Yo no me llamo Ana, no soy
actriz, me llamo Mercedes y soy una sencilla chica burguesa». Como
ha analizado Emmanuel Larraz (200 1 ) , en esta secuencia percibi­
mos la transformación de la actriz a través de una sucesión rápida de
primeros planos de sus compañeros, que participan con sufrimiento
y emoción, entre bastidores, de sus esfuerzos. Ana triunfa, ésa es la
grandeza del teatro. El escenario se queda vacío y Ana lo recorre en
penumbras, ignorante de que «no habrá mañana», porque todavía
no es su momento. Y, cuando sabe de su destino, decide seguir acle-

82
lante, animada por los aplausos y gritos de un público invisible
(Ríos Carratalá, 1 999)47•
En la línea marcada por Cómicos, hay que situar el primer filme
de Mario Camus, Losfarsantes (1 963), una evocación aún más som­
bría del universo del teatro en la España de la posguerra, con guión
del propio realizador y de Daniel Sueiro. Los protagonistas son de
nuevo «los cómicos de la legua» que arrastran su vida en una «de­
rrengada camioneta» de pueblo en pueblo, durmiendo en fondas de
mala muerte, cuando no a la intemperie. La primera secuencia
muestra la soledad de los cómicos, simbolizada en el solitario entie­
rro de un miembro de una compañía atribulada por las deudas. Los
actores se caracterizan como seres ajenos al rigor de las convenciones
burguesas (y a veces a la propia ley) y obsesionados por llevar ade­
lante su oficio, sometido a toda suerte de trabas y dificultades, como
la censura de un joven cura que ha de dar el nihil obstat a la obra
representada; o deseosos de abandonar para dedicarse a un trabajo
«como Dios manda». El repertorio de la compañía (Genoveva de
Brabante, La huérfana de París y Vanidad y miseria), anunciado en
una puerta de la camioneta, ilustra la escasa relación entre el teatro
de la época y la realidad de los españoles. El título de la película obe­
dece al tipo de don Pancho Qosé María Ovies), el dueño de la com­
pañía, siempre con una promesa en la boca, aun a sabiendas de que
el triunfo nunca llegará. No hay salida ni futuro. Como ha señalado
Emmanuel Larraz, «lo más extraordinario es que la magia del teatro
actúa a pesar de todas las imperfecciones de la puesta en escena»
(2003: 260) y llega a conmover a su auditorio. La realización de
Mario Camus, en lo que se refiere a los fragmentos de obras teatra­
les, semeja televisiva y desganada, aunque el conjunto es más que
meritorio, sobre todo en el empleo de una estética neorrealista muy
al caso para el tema tratado o en el hallazgo de algún personaje lleno
de vida, como Tina (Margarita Lozano), impresionante en la se­
cuencia de strip-tease, que funciona como clímax de todo el filme
(Sánchez Noriega, 1 998: 6 1 , cfr. Ríos Carratalá, 1 999: 50-57)48•

47 El mismo deseo de triunfar por encima de todo presente en Cómicos se .


encuentra en el argumento de Actrius, de Ventura Pons, a partir de un texto de
J. M. Benet i Jornet (E. R.), con la diferencia, apuntada por Ríos Carratalá ( 1 999:
78), de que el teatro aparece en este filme caracterizado como un arte de minorías,
ya no precisamente marginalizado desde un punto de vista social.
48 Ríos Carratalá establece un interesante paralelismo entre Los farsantes y Las
salvajes de Puente San Gil, de Antonio Ribas, a partir de un texto de J. M. Rodríguez

83
La posición incómoda del actor es extensible a la de toda una
compañía. En El viaje a ninguna parte (1 986), de Fernando Fernán
Gómez, la acción se sitúa en la España de posguerra, a principios de
los cincuenta. Las palabras, en primer plano, de Carlos Galván Oosé
Sacristán) lanzan un flashback («hay que recordar») que al final des­
cubriremos mixtificado («a veces me falla la memoria») en lo que
sobre todo a su segundo nivel temporal (el más cercano al acto de
narración: una resumida racha de ocho años de éxito con Miguel
Mihura y Víctor Ruiz Iriarte y luego como actor cinematográfico)
se refiere. Carlos Galván, con demencia senil, narra de hecho desde
el asilo en 1 973, ante un médico, como se muestra en el largo epí­
logo. El falso éxito contrasta con la dureza de la carretera y de hos­
tales de mala muerte, de escenarios reducidos de café de pueblo,
patios, almacenes, cuadras, nunca un teatro. La condición vagabun­
da y solitaria del cómico «de la legua», una condición condenada a
desaparecer, se concreta en la representación de comedias de humor
fácil, de tartamudos y gangosos de gestualidad exagerada, como en
la divertida escena en que don Arturo participa en un rodaje cine­
matográfico (Bandoleros de hoy) en el pueblo de Cabaluenga. Se ve
también la competencia del teatro universitario (de raíz imperial y
falangista), el fútbol y los «peliculeros» que van de pueblo en pue­
blo. «Qué oficio más esclavo», dice Carlitos (Gabino Diego) cuando
por fin recibe la «llamada de la sangre», antes de que el espectador
contemple el servilismo de la compañía ante el usurero Zacarías
(Agustín González) para montar la obra imposible Canuto, no seas
bruto. El viaje a ninguna parte es una prueba de respeto al teatro, un
homenaje a una compañía que lo merece, incluso en la derrota de
un periplo sin destino:

Aman un teatro que se confunde con sus propias vidas y, al


mismo tiempo, luchan contra un destino inexorable que les ha
convertido en los últimos representantes de una larga tradición
que se remonta cuatro siglos atrás. No son héroes al uso porque
tal categoría no existe en una obra protagonizada por supervi­
vientes como es la de Fernando Fernán-Gómez (Ríos Carratalá,
1 999: 3 1-50; 2002: 1 9).

Méndez, e n donde las «salvajes» artistas d e revistas desatan igualmente e l deseo de


los varones.

84
La verdad colectiva

El genio del comediante consiste en ampliar los datos del juego


teatral hasta los límites de una acción colectiva, de una compañía; su
arte consiste, por consiguiente, en encontrar la transcripción física
de un texto, cuyo agente esencial sería el director de la compañía,
con la implicación de todos. El comediante trata de formular una
verdad colectiva que responde a una interpretación de la persona en
y por la obra dramática escrita o a punto de hacerse. El hombre­
actor florece en la compañía que exalta y que anima. Es el deseo de
llevar sentido y canalizar sentimientos lo que conduce al imperialis­
mo del comediante. El atipismo del actor (Duvignaud, 1 966: 2 1 4)
consiste en dejarse invadir por el otro a través de la posesión del pa­
pel, del delirio de la otredad y del desdoblamiento: la «desposesión
de sí por un personaje» en un suplemento de existencia. Es, como
diría Oiderot, el arte como desvelamiento, el teatro como medio
para crear una intensa fusión de conciencias. El actor sería así el re­
velador activo de los elementos menos confesados y confesables de
las sociedades humanas, la imagen impúdica, a veces temida, del de­
terminismo de la mentalidad colectiva. La convivencia de cine y tea­
tro, aunque en proporción inversa, es uno de los motivos principales
de State and Main (2000), de David Mamet. La tranquilidad de un
pueblo típicamente americano (Waterford, Vermont) se ve alterada
por la llegada de un equipo de rodaje. El filme, The Old Mili, estará
protagonizado por la estrella Bob Barrenger (Alee Baldwin), un ac­
tor incapaz de resistirse al encanto de las jovencitas, y por Claire
Wellesley (Sarah Jessica Parker), cuyo mayor dilema interpretativo se
reduce a si debe o no enseñar sus pechos. En la historia desempeña
un papel fundamental el guionista Joseph Turner White (Philip Sey­
mour Hoffman), un tipo honrado que ilo acaba de entender las per­
versiones económicas de la industria cinematográfica y por ello
acepta inocentemente que su escritura se traicione a sí misma para
ponerse al servicio de la comercialidad artística. Aun siendo una cin­
ta puramer¡.te metacinematográfica, la escena ocupa, sin embargo,
su lugar de privilegio a través de la pieza de teatro aficionad9 que
dirige la librera del pueblo, Ann Black (Rebecca Pidgeon), y que,
a pesar de ser cancelada, acabará por representar la autenticidad de
un arte vivo frente a la corrupción completa de un medio dedicado
a satisfacer las pulsiones más bajas del público. En términos explíci­
tos, la oposición teatro-cine se manifiesta por ejemplo cuando los car­
teles de la obra son tapados por los que piden extras para la película.

85
En el escaparate de la librería, antes del primer encuentro entre Joe
y Annie, se ve una máquina de escribir al lado de The Encyclopedia
ofWor/,d Theater. El guionista ojea más tarde un ejemplar de la obra
que van a representar, Trials ofthe Heart; la librera lo reconoce como
el dramaturgo autor de la pieza Anguish (de argumento por cierto
descabellado, según se lee en la sinopsis de la contraportada) y éste
se confiesa guionista de una película que habla de la «búsqueda de la
pureza». State and Main también lo hace: Joe encontrará un modo
de redención en su relación amorosa y, tras una extraña vuelta atrás
en el tiempo que no es tal sino un juego puramente metateatral, en
el reencuentro con el pasado y con los valores tradicionales represen­
tados en el lema del viejo periódico The Waterford SentineL· «No le­
vantarás falso testimonio». El título de la pieza de teatro interior,
Trials ofthe Heart, adquiere además un nuevo sentido si lo situamos
alrededor del episodio del juicio por violación a Bob Barrenger (tras
su accidente de coche en el cruce de las calles State y Main) y del pa­
pel fundamental como testigo que en él ejerce el honesto guionista.
El teatro desempeña aquí también su papel positivo, porque Ann
monta un falso juicio con su grupo para no comprometer el futuro
profesional de su amigo. Con todo, también el cine sale victorioso
gracias al uso inmoral e ilegal de sus beneficios económicos, que
ayudarán a sobornar a los funcionarios públicos encargados de juz­
gar a su estrella. La secuencia final reúne ambos mundos, el del tea­
tro y el del cine, en el acontecimiento puramente espectacular del
rodaje, en el que los habitantes del pueblo se convierten por fin en
espectadores, mientras la cámara comienza a fllmar49•

Pero quizás en ningún otro director se percibe la fuerza vital del


teatro como en John Cassavetes. No es extraño de entrada que su
universo cinematográfico acabe por recalar en los escenarios teatra­
les, dada la formación actoral del director en la American Academy
of Dramatic Arts de New York, entonces bajo la influencia del Mé­
todo del Actor's Studio de Lee Strasberg. Opening Night ( I 978) es
quizás la plasmación de todas estas experiencias como actor, direc­
tor e incluso dramaturgo a partir sobre todo del reconocimiento del
carácter efímero de la representación y de la recusación de todo tex­
tocentrismo Qousse, 1 992: 20) . El teatro es un fenómeno humano

49 La teatralidad, entendida como tensión nunca resuelta entre verdad y apa­


riencia, está presente en las películas de Mamet desde muy pronto, como puede ver­
se en su magnífica House oJGames ( 1987).

86
y, como tal, está sujeto al cambio, a la ·variación, a la improvisación,
a la vida5 0• Myrde Gordon (Gena Rowlands) entra en una crisis de
identidad al enfrentarse, en una tournée antes de estrenar en Broad­
way, a un papel de mujer mayor (Virginia) en la pieza The Second
Woman, escrita por Sarah Goode (Joan Blondell), dirigida por
Many Victor (Ben Gazzara) , producida por David Samuels (Paul
Stewart) y coprotagonizada por Maurice Aarons (John Cassavetes) .
Para algunos críticos (Costa, 1 995), Opening Night puede entender­
se como un alegato contra la ruptura del contrato enunciativo tra­
dicional en teatro, el que une a personaje, actor y espectador por la
intromisión de la figura del autor, desdoblado aquí en dramaturgo
y director de escena. La obra dentro del filme es presentada ante el
espectador fragmentariamente, casi siempre desde la frontalidad de
la sala: «Tras la opción de mostrar a los espectadores de espaldas en
primer plano, de frente en sobreimpresión o en plano general, exis­
te la voluntad deliberada de captar la representación bajo el ángulo
del directo, del exceso de voltaje que une sutilmente el espectador al
actor, de la electricidad que circula por todos los puntos del teatro.
Asimismo, durante toda la película, Cassavetes multiplica los planos
de bastidores, de camerinos, de vestíbulo» (Jousse, 1 992: 23) . Los
puntos de vista van variando en una sucesión contrapuntística, pero
todos remiten a la lucha interior de Myrde, que se niega a aceptar la
vejez, que se refugia en el alcoholismo, que es incapaz de aceptar el
poder o la autoridad (masculina) de la palabra escrita. La actriz
se refleja en el espejo y deja traslucir sus miserias, como también
su necesidad de amor para sobrevivir al paso del tiempo. El atrope­
llo bajo la lluvia de una fan (en una secuencia que luego imitará sin
reparos Pedro Almodóvar en Todo sobre mi madre)5 1 provocará en la

50 Siguiendo a Pascal Bonitzer, Jousse afirma: «El cine fija el instante; grabándo­
lo, le confiere este valor de eternidad del instante faustiano. Sin embargo, la con­
frontación de ese fragmento de eternidad con el paso irreversible del tiempo puede
ofrecer una crueldad infinita. En efecto, como constata Pascal Bonitzer [ . . ], el
.

tiempo de la pantalla no puede ser el mismo que el de la escena. "¡Un poco de pol­
vos, un poco de carmín y una actriz es siempre joven!", exclama un personaje de La
Carrosse d'or. Para Bonitzer, esta frase es emblema de la distinción necesaria entre los
dos medios. Al contrario que el teatro, el cine tiene por función testimoniar el paso
del tiempo; la imagen fílmica, lejos de disimular, como la máscara, desvela la degra­
dación de los cuerpos y de las caras. Cuanto más se acerca el plano, más se inscribe
en los actores la marca del tiempo» ( 1 0- 1 1 ) .
5 1 La intertextualidad en esta película d e Almodóvar (1 999) se extiende a la cita
de Ali About Eve y a la alusión a L'important c'est d'aimer, en lo que se refiere explí-

87
protagonista un desdoblamiento del que surge una personalidad
nueva, fantasmagórica, la Nancy de diecisiete años. La habitación
vacía del hotel se convierte así en escenario de la vida, por donde
circularán todos los personajes en busca de soluciones. Pero sobre
todo en los ensayos percibimos que el teatro es un medio, quizás el
único, que permite alcanzar la autenticidad de los conflictos huma­
nos, tal y como aparecen por fin reflejados en la secuencia de cierre,
una apología de la improvisación y de la complicidad con el público.
Algo similar sucede en Función de noche ( 1 9 8 1 ) , de Josefina
Molina, desde una perspectiva más docudramática. Lola Herrera y
Daniel Dicenta se encierran en un camerino para discutir las inti­
midades de su matrimonio, con el fin de llegar a dilucidar las ra­
zones de la separación. Las escenas que tienen lugar fuera de ese
espacio (la demanda de nulidad, la casa de Galicia, la echadora de
cartas o las visitas al médico) se presentan como flashbacks aclara­
torios de la historia. Sobre su conversación se superponen las imá­
genes de la obra que Herrera está representando, Cinco horas con
Mario, de Miguel Delibes (los bastidores, el público, los ensayos y
la obra misma), en un montaje también dirigido por Molina, por
lo que se instaura una equivalencia inmediata y reveladora entre
Lola y Carmen Sotillos y entre Daniel y Mario Díez Collado. Se
trata de una extraña mise en abyme que llama la atención sobre la
autenticidad de una historia que se muestra en toda su directa
crueldad. Las cámaras permanecen camufladas y las distintas se­
cuencias, hilvanadas inicialmente por la voz en off de Herrera, se

citamente a la presencia del mundo del teatro y al protagonismo de personajes­


actrices (piénsese en Berre Davis-Anne Baxter o Romy Schneider). Este homenaje
se plasma en el papel de Esteban (Eloy Azorín) y en su admiración por Huma Rojo
(Marisa Paredes). El teatro está presente también en ámbitos más extraños, como
vemos en la dramatización (un tanto proléptica) del seminario sobre donación de
órganos, grabada además en vídeo. En Todo sobre mi madre, un filme con el que Al­
modóvar pretende demostrar la capacidad de las mujeres para el fingimiento, se in­
troduce el teatro dentro del cine de un modo especular, a través de algunas escenas
de Un tranvía Uamado deseo, de Tennessee Williams, en donde Huma Rojo-Marisa
Paredes hace el papel de la frágil Blanche Dubois, que despiertan el recuerdo de
Manuela (Cecilia Roth), que hará una sustitución en el papel de Stella (como la Eva
Harrington de ALIAbout Eve) Luego aparecerá el ensayo de un Haciendo Lorca di­
...

rigido por Lluís Pasqual. El mundo del teatro o, en este caso, de la danza, es utiliza­
do por Almodóvar en Hable con ella (2002) a modo de mise en abyme, porque el
espectáculo inicial de Pina Bausch reproduce y adelanta, desde el interior de la fic­
ción, lo que luego sucederá a los personajes.

88
ruedan apenas sin cortes (con un hábil j uego de campo-contra­
campo, de manera que la acción se presenta ante el público como
vivencia única e irrepetible) .
«¡Soy un artista! ¡No cambiaré una palabr� de mi obra para com­
placer a los comerciantes de Broadway!». Esta es la declaración
de intenciones que da comienzo a Bullets over Broadway ( 1 994), de
Woody Allen, unas palabras a las que su responsable, David Shayne
Qohn Cusack) pronto habrá de renunciar. El teatro es para él un
medio para transformar las almas de los espectadores, no para en­
tretenerlas sin más. David es dramaturgo y esta vez quiere ser tam­
bién director de su pieza, God of Our Fathers, para evitar que otros
(los actores y los directores) la malogren. La discusión con sus co­
legas se refiere al valor del artista, que nunca será reconocido por la
sociedad, porque el lugar del artista verdadero (Van Gogh o Edgar
Allan Poe) es la marginalidad y la bohemia. El artista genial es
siempre póstumo. Hasta que el dinero de un gánster, Nick Valenti,
se pone encima de la mesa y la obra se puede montar. Entonces lle­
ga el momento de las concesiones, una detrás de otra, empezando
por la aceptación de una primera actriz imposible, hasta que la pie­
za se vuelve irreconocible. Helen Sinclair (Diane Wiest), una vani­
dosa estrella entrada en años que no ha tenido éxitos recientes,
quiere dar más brillantez a su papel52• La amante del gánster, Olive
Neal (Jennifer Tilly) , exige más líneas y se ofrece para añadirlas a
partir de su experiencia como espectadora de cine; durante los en­
sayos (narrados en offpor David), el secuaz guardaespaldas Cheech
(Chazz Palmintieri) , un frío asesino sin escrúpulos, es el único y
privilegiado espectador, que pronto se descubre como dramaturgo
amateur que no duda en convertir la obra en suya e incluso en ma­
tar por ella. «Nadie habla asÍ», exclama Cheech (un antecedente
paródico, si se ·permite el exceso, de los actores y dramaturgos del
Actor's Studio) ante un David atónito, que reconocerá la verdad de
esa afirmación y cambiará hasta el argumento. El pusilánime David
representa así el papel de un artista que se deja comprar por dinero,
pero que, finalmente, reacciona («¡No soy una puta!») y vuelve a su
supuesto lugar, a su casa, tras descubrir apenado sus carencias («No

52 Su primera aparición en los ensayos es magistral, por su carácter paródico (in­


cluso nos atreveríamos a relacionarlo con Bergman) . Tras llegar tarde, se dirige a un
patio de butacas vacío para declamar los tópicos que acompañan al mundo del tea­
tro: el escenario está lleno de memorias y fantasmas; cada representación es un na­
cimiento y una muerte . . .

89
soy un artista») . Bullets over Broadway es concebida como una pa­
rábola sobre la creación y sus deudas, sobre la imposibilidad de un
arte realmente puro, con un tono conscientemente cercano a las
convenciones disparatadas de la screwball comedy.

Ensayos

En el ámbito teatral, lo hemos visto ya, el estreno es el momen­


to culminante de un proceso creativo que ejemplifica la magia del
teatro, pues, después de los nervios, de los enfrentamientos, de las
dificultades de todo tipo, todo acaba saliendo bien. Pero antes están
los ensayos, que forman parte decisiva de ese productivo proceso in­
terpretativo que precede a la puesta en escena de un texto dramáti­
co. Actividad preparatoria del espectáculo, el ensayo teatral incluye
el trabajo de aprendizaje del texto, en un sentido lato, y de la actua­
ción escénica. El ensayo comparte con la representación teatral el
mismo carácter temporal y espacial marcado por la contemporanei­
dad (aquí - ahora), y ambos, tal como señala Baker-White (1 999),
establecen una serie de oposiciones dialécticas que definen el teatro
como un acontecimiento provisional, contingente, impredecible,
flexible, abierto y procesual.
Pocas ocasiones habrá habido de disfrutar en clave cómica de
estas cuestiones como la que ofrece Noises Ojf( I 992) , de Peter Bog­
danovich, filme en el que se ofrece el proceso de llevar adelante un
montaje desde los ensayos hasta el estreno en Broadway, continua­
mente colapsado por unas relaciones personales imposibles, aunque
al final todo salga bien. Lo mismo podría decirse de Vtmya on 42nd
Street (1 994), proyecto en el que los talentos de Louis Malle, en la
que será su última película, David Mamet y André Gregory, un
alumno de Lee Strasberg y de Jerzy Grotowski, se aúnan para dar a
la luz una obra maestra cinematográfica53 • Los primeros planos de

53 El director francés ya había trabajado con Gregory en la cinta más experi­


mental My Dinner with André (1981). En ella, André Gregory y Wallace (Wally)
Shawn, también actores del guión, mantienen una conversación de dos horas en un
elegante restaurante neoyorquino, en la que pasan revista a los temas más variados:
Heidegger, Arendt, Whitman, el declive de la sociedad contemporánea, el amor, la
muerte o el sexo. En este filme «anti-espectáculo», Malle practica un ejercicio de
crítica sobre el pensamiento (pseudo)filosófico y una sátira de la pomposidad vacía
de los intelectuales.

90
las calles neoyorquinas, en especial la calle 42, de apariencia casi do­
cumental, nos introducen en la cotidianidad de los actores y actrices
que se dirigen a ensayar al teatro bajo la dirección de André Gregory
y ponen al espectador en una perspectiva realista, sobre la que se su­
perpondrá la ficción de la obra. Las ruinas del New Amsterdam
Theatre, construido a finales del siglo XIX e inaugurado en 1 903,
a punto se�uramente de ser reconvertido en sala de cine o grandes
almacenes 4, se ajustan al universo de la época, al tiempo que im­
pregnan la pantalla de un tono melancólico o nostálgico (el tema de
El tío �nya es en cierto modo la tristeza del tiempo pasado y perdi­
do para siempre). Los actores hablan de sus cosas y sin transición,
con el mismo vestuario (nada de trajes de época) y sin unos decora­
dos específicos -con objetos anacrónicos, como cuando Vanya
(Wallace Shawn) bebe de un vaso de plástico en donde se lee la fra­
se I love New York)-, se incorporan a la acción de la pieza de Che­
jov, sin que se sepa exactamente en qué momento, casi al modo de
una performance a la que asiste un grupo selecto de elegidos. Sólo
descubrimos el juego teatral cuando un plano transversal y algunos
primeros planos sobre los espectadores nos muestran ya que están
escuchando el diálogo entre Astrov (Larry Pine) y Marina (Phoebe
Brand), en lo que constituye la primera escena de la pieza, ese mis­
mo público que ¡odrá sentarse a la misma mesa que los actores en
el acto segundo5 Luego comprobaremos que la música extradiegé­

tica del Joshua Redman Quartet (un saxo, un piano, un bajo y una
batería) acompaña tan sólo las imágenes que se sitúan en el primer
nivel narrativo, el de los actores, no el de los personajes. El pri­
mer acto se separa del segundo por un comentario del director reali-

54 Ésa es la expectativa que tienen los propios actores, aunque finalmente la


compañía Disney ha comprado y rehabilitado el teatro para poner en escena The
Lion King.
55 La película puede entenderse como una perfecta síntesis de teatro y cine, una
mise en scene de una mise en scene.La técnica cinematográfica se evade casi siempre
de lo escénico: «La abolición de la distancia, la ausencia de "aire" de los planos, la
manera de retrasar el contracampo algunos segundos de más producen un incomo­
do del espectador, compuesto a la vez de distanciamiento e identificación. El cua­
dro nos hace sentir hasta el vértigo la claustrofobia, el ahogo de los personajes en su
vida y su soledad [ . . ] . Imagen cruel de la desintegración de la célula social, el dis­
.

positivo se encierra en ciertas escenas alrededor de tres personajes filmados oblicua­


mente, mientras que se expulsa a un cuarto personaje fuera de campo. Es a menudo
Astrov quien es expulsado, mientras que el pequeño Vanya interpretado por Shawn
es encuadrado por mujeres» Oournot, 1 999: 54).

91
zado para los asistentes al ensayo, que los informa de las elipsis o de
fa localización (resumiendo las didascalias iniciales) . Los actores co­
men también entre el segundo y el tercer actos; entre el tercero y el
cuarto ya no se regresa al nivel anterior. Al final, los créditos y la mú­
sica inundan la pantalla cuando la pieza finaliza, el director se acerca
a felicitar a sus actores, reunidos ya en la oscuridad del escenario
para comentar su interpretación, sin que el espectador pueda oírlos.
En cierto modo, la película de Malle es una apología de la idea de
juego y de mímesis, una defensa de la necesidad de llevarla a nues­
tras vidas o una demostración de la verdad absoluta y auténtica que
se esconde tras las palabras proferidas desde un escenario. Y en todo
ello interviene la decisión de confundir los marcos entre el teatro y
la vida. Ványa es un filme autoconsciente que tiene como tema cómo
se hace teatro y cómo se mira el teatro.
Por su parte, en In the Bkak Midwinter ( 1 995), Kenneth Branagh
muestra los avatares de una compañía que, pese a que todo parece es­
tar en su contra, decide ensayar y estrenar un Hamlet navideño, diri­
gidos por un antihéroe perdedor y fracasado, el típico actor en paro,
Joe Harper (Michael Maloney), personaje en cuya caracterización se
percibe inicialmente la influencia de Woody Allen. La trouppe (seis
actores para veinticuatro papeles) no es muy convencional: un actor
insoportable e intransigente, otro amargado y ácido, un borracho
simpático, un aparentemente frívolo homosexual y una cegata que
confunde la mayonesa con la crema antiarrugas. Si les falta experien­
cia, les sobra entusiasmo, como puede verse en el largo plano secuen­
cia de la primera lectura de la obra. La representación tiene lugar en
la iglesia destartalada de un pueblo significativamente llamado Hope.
La fuerza del teatro convive con el poder económico del cine, que
aparece plasmado en la figura de la productora norteamericana de
una película de ciencia ficción («Todo ha sido como una película
de Judy Garland», dice en el estreno). Pero, finalmente, después de
unos ensayos llenos de torpeza y humanidad, nada puede con la ma­
gia del teatro, que es capaz de convertir una pandilla de incompe­
tentes en unos eficientes profesionales y unos excelentes compañeros.
O, mejor aún, nada rivaliza con Shakespeare, el contemporáneo.

El compromiso

Al teatro y al comediante también se les adjudican los signos de


la política y el compromiso, frente al presunto desinterés por los

92
asuntos públicos manifestado por el cine hollywoodiense. El com­
promiso del actor se explica por el deseo de integrarse en una socie­
dad y por el utópico anhelo de crear una comunidad fraterna. Cons­
ciente de su privilegio, el actor lo utiliza para el bien común, porque
piensa que puede servir de modelo al público con la exhibición y
defensa de una ideología particular, que es también una manera de
respetar al público. El teatro es así vehículo de expresión de la liber­
tad colectiva, en lucha contra la «cadaverización» de los individuos.
Sobre un escenario, los profesionales se transforman gracias a una
energía que poco tiene que ver con lo cotidiano y rutinario. Lo esen­
cial del teatro consiste en crear los mecanismos adecuados para in­
tervenir de algún modo en la vida irradiando unaforma de ser indi­
vidual y colectiva, encarnando un ethos, unos valores que guían la
vía del rechazo, de lo subversivo: ésa es la prisión del hombre de
teatro, un lugar en donde se plantan semillas que sólo el espectador
hará florecer.
En la ya citada To Be or not to Be, de Lubitsch56, la estructura se
configura a partir de la fuerza subversiva del teatro y del simulacro
en los tres niveles de realidad representados. Primero, una realidad
referencial histórica, introducida desde el principio por una voice­
over omnisciente, paródica del documental, que sitúa la acción en
Varsovia, en agosto de 1939, espacio desde el que se lanza un flash­
back. Luego, una realidad ficcional cómica que se revela de inmedia­
to como mise en abyme del teatro en el cine57: todo comenzó en el
cuartel de la Gestapo en Berlín, sólo que éste está en un teatro, el
Polski, donde se ensaya una obra titulada Gestapo antes de que sea
suspendida por las autoridades (el edificio será luego convertido en
sede de los Cuarteles Generales de la Gestapo) . El director de la pie­
za la define como un «realistic drama» sobre la Alemania nazi, ante
las graciosas morcillas del actor principal que representa a Hitler.
Finalmente, el teatro inunda la realidad, la Guerra estalla y los acto-

56 Para un estudio detallado de las relaciones entre este director, formado en el


Deutsches Theater de Max Reinhardt, y el teatro puede verse el trabajo de José
Moure ( 1999).
57 En este filme de Lubitsch se superponen hasta cuatro obras teatrales: Gestapo,
la pieza prohibida que la compañía representa al principio; Hamlet, interpretada por
Joseph Tura, que sustituye a la anterior y que se estrena también en Londres en el epí­
logo; The Merchant oJVenice, cuyo fragmento más conocido, el monólogo de Shylock,
es recitado por el figurante Greenberg en varias ocasiones; y Murder at the Opera, que
es la obra que torna corno modelo la compañía para su actuación ante los nazis.

93
res deben actuar en la vida real, al lado de los actores de la «comedia
nazi» y de la «tragedia polaca», como señala de nuevo la voice-over,
que ahora cobra tintes casi documentales. La vida y el teatro se mez­
clan así en torno a una misma lucha política.
El París ocupado por los nazis y sometido al toque de queda (de
ahí el título del filme: a los parisienses les resulta imprescindible no
perder el último metro) es el espacio elegido por Frarn¡:ois Truffaut
para situar su película Le Dernier métro (1 980). Las salas de cine y
teatro son los lugares elegidos para salvaguardarse del frío por una
sociedad acosada por el hambre. Al comienzo, una voice-over en­
marca temporalmente la acción ( 1 942) y, más concretamente, nos
hace penetrar en el viejo Teatro Montmartre, donde un grupo de
actores intenta montar una obra (La disparue, de la autora noruega
apócrifa Karen Bergen, cuyo título sugiere un desdoblamiento de la
trama) bajo la dirección de un judío, Lucas Steiner (Heinz Ben­
nent), que, habiendo hecho creer a los alemanes que ha huido del
país hacia América del Sur, se oculta en realidad en la oscuridad de
los sótanos del teatro (sólo sale por las noches). Las indicaciones es­
cénicas son transmitidas a los actores por su mujer, Marion (Cathe­
rine Deneuve), la única que sabe de su paradero. La Gestapo está
alerta y un sombrío crítico teatral al servicio de los fascistas y del
periódico je suis partout, Dachat (nombre bien significativo), alber­
ga sospechas sobre todo el proceso de puesta en escena. La llegada
de un nuevo actor buscavidas y mujeriego, Bernard Granger (Gé­
rard Depardieu), formado en los espectáculos de Grand Guignol
(como Le Squelette dans le placard), acabará por romper un equili­
brio tan precario. La primera actriz se enamora de él, pero eso no
evita que sus posiciones políticas perjudiquen a la compañía, sobre
todo después de su enfrentamiento con el crítico. El teatro es un
ámbito de la libertad que sobrevive a las situaciones más penosas. El
joven actor, implicado desde el primer momento en la lucha políti­
ca, se une por fin a la Resistencia, harto de soportar la omnipresen­
cia de los mecanismos de la represión (ha debido firmar un papel
que certifique que no es de raza judía para poder trabajar). El cine
también desempeña su papel, gracias al personaje de Marion, actriz
de cine pasada al teatro, y a la hermosa Nadine, actriz que se ve ten­
tada por las ventajas económicas de una industria vendida, sin em­
bargo, a la ideología nazi. Las escenas de los ensayos y del estre­
no, compuestas en lo fundamental por planos frontales, contrastan
en gran medida con la estrechez laberíntica de los pasillos y esca­
leras del teatro, siempre teñidos del color sepia de la fotografía de

94
Néstor Almendros, un espacio en el que los actores deberán buscar
i ndividualmente un camino de salvación y supervivencia. La última
secuencia es antológica, porque engaña al espectador a través de un
i nteligentísimo juego entre la realidad y la ficción en el que pudiera
apuntarse a que el auténtico teatro se nutre de la vida, así como a
que la vida es a veces más teatral que los actos que ocurren sobre un
escenario: el romántico diálogo de reencuentro en el hospital entre
Marion y el soldado herido Bernard se ajusta en principio a su rela­
ción personal (diez planos entre los que abunda el campo y contra­
campo), pero merced a una estrategia metaléptica ellos pasan a in­
rerpretar una escena (en un único plano frontal) de la nueva obra
dirigida por Lucas Steiner, una vez producida la derrota alemana, tal
y como antes había anunciado la voice-over. Así el decorado de un
«verdadero» hospital con «verdaderos» enfermos asomados a la ven­
rana se sustituye por un decorado pictórico. Finalmente, el telón se
corre y el público aplaude mientras los dos actores y el director sa­
•''
ludan emocionados y agradecidos en un final merecidamente feliz.
La Corte de Faraón ( 1 985), de José Luis García Sánchez, con
guión de Rafael Azcona y el propio director (y colaboración artística
de Miguel Narros y Andrea d'Odorico), pone en la pantalla a un
grupo aficionado que decide llevar a los escenarios, por encima de
cualquier censura, la opereta azarzuelada]osé vendido por sus herma­
nos, un plagio de la zarzuela de Guillermo Perrín y Miguel Palacios,
i�
con música de Vicente Lleó (conocida sobre todo por el número
sicalíptico «Ay, Babilonio») . Rodada con un reparto excepcional en
el Teatro Martín de Madrid, especializado en el repertorio del lla­
mado género chico y frívolo y muy pronto derruido, la acción de la
película empieza por el final, la llegada a la comisaría de la compa­

1
ñía teatral y la comparecencia de los detenidos ante el jefe de policía
Qosé Luis López Vázquez), momento desde el que se lanzan sucesi­
vos jlashbacks que ponen en antecedentes al espectador. Se muestra
así, en una larga secuencia, el estreno de la obra, el público asistente
y las reacciones recalcitrantes del cura-censor (Agustín González),
1
que ve en la obra un ataque directo al Generalísimo, al clero y al 1
matrimonio, un ataque cuyo responsable último es la «mano judeo­
masónica». En una acción continuamente interrumpida, alternan el
presente de la acción con el pasado recordado por varios personajes
en sus declaraciones (el Sr. Collazo-Fernando Fernán Gómez, el pa­
dre y «productor» es el primero) , que se sitúa en los meses de ensa­
yos y preparativos y finaliza con la redada consiguiente. De este
modo conocemos que la zarzuela desdobla la situación que viven los

95
personajes en el nivel ficcional más inmediato, sin que resulte muy
difícil establecer conexiones entre las parejas Casto José-Fray José
(Antonio Banderas), Pontifar-Tarsicio Qosema Yuste) y Lota-Mari
Pili (Ana Belén). A la postre, La Corte de Faraón es una divertida
comedia musical, con estructura de filme policiaco, sobre las penu­
rias del teatro en tiempos difíciles, también sobre su capacidad de
supervivencia más allá de todo intento de represión5 8•
Basada en una obra de José Sanchis Sinisterra, ¡Ay, Carmela! ( 1 990)
se adentra en dos de los temas preferidos de Carlos Saura (y del guio­
nista Rafael Azcona), la Guerra Civil y el mundo de los actores (La­
rraz, 1 998 y 2000; cfr. Rodríguez, 1 999), a través del itinerario de la
modesta compañía Carme/.ay Paulino. \.'lzrietés a lofino (Carmen Mau­
ra y Andrés Pajares) por las Españas republicana y nacional. Como ha
visto Emmanuel Larraz (2000), el filme, muy distinto en el plano ar­
gumental de la pieza de Sanchis Sinisterra (Ríos, 1 999: 147- 1 50), se
estructura en dos partes diferenciadas: en la primera, que se desarrolla
alrededor de la actuación de la trouppe en el frente republicano, el
tono es alegre y la representación es todo un éxito, gracias al entusias­
mo de un público popular en el que todo el mundo se mezcla. La pro­
paganda se manifiesta en ese tableau vivant en el que Carmela viste
una túnica blanca, Paulina un uniforme republicano y Gustavete está
disfrazado como un león que simboliza el valor de la Patria. La ima­
gen del teatro en la segunda parte, ya en la España franquista, adquie­
re tintes sombríos (recordemos que la iluminación del Teatro Gaya de
Belchite proviene de un proyector de cine). El público está compues­
to por militares y los actores, desde los ensayos dirigidos por el tenien­
te italiano Amelio Giovanni de Ripamonti (Maurizio de Razza), están
aterrorizados ante posibles represalias. La dignidad de los comedian­
tes se salva, sin embargo, por la trágica valentía de Carmela, que se
niega a representar la alegoría grotesca sobre la República delante de
los prisioneros polacos. Así pues, en ¡ Ay, Carme/.a! el teatro se muestra
como un arte útil y nunca sometido a los constreñimientos de un Es­
tado totalitario, que sólo busca el «envilecimiento» del artista59 •

58 Yolanda Millán (2003) ha recordado, de acuerdo con Russell Lack (1 997),


que el musical puede presentarse como «drama entre bambalinas» o como opereta
cinematográfica. En el primer caso estamos ante un espectáculo dentro de un espec­
táculo, lo que justifica el empleo de una música diegética. En el segundo, los perso­
najes cantan sin explicación alguna.
59 Cfr. el análisis de Ríos Carratalá ( 1 999: 1 47-1 59) y Gómez (2000: 88-1 08).
El tema del teatro como refugio de libertad, esta vez en un plano más individual, se

96
The Cradle Will Rock ( 1 999) es, aun adoleciendo de un exceso
de subtramas, una magnífica película, escrita y dirigida por Tim Rob­
bins, que ilustra de nuevo, con un reparto de lujo, las conflictivas
relaciones entre el teatro y el cine a través de un caso histórico bien
conocido (Tibbetts y Welsh, 200 1 : 60-6 1 ) . En esta ocasión, el arte
escénico se muestra desde la efervescente situación política surgida
en los años treinta en el contexto de la depresión y del activismo
obrero contra una pobreza insufrible, que provoca una ola de huel­
gas y conflictos no siempre resueltos sin violencia. El Gobierno es­
tadounidense se vio obligado a fundar la Work Progress Administra­
tion, uno de cuyos proyectos es el Federal Theatre Project, creado
con el fin de llevar teatro a los americanos a bajo precio y de sembrar
el germen de un posible Teatro Nacional. La acción de la película
comienza en otoño de 1 936 detrás de una pantalla, donde, cuando
comienzan a proyectarse noticiarios que anuncian un ambiente bé­
lico en Europa (Mussolini invade Etiopía y Hitler visita una exposi­
ción de arte «degenerado») y una posible recuperación económica
en los Estados Unidos gracias a los esfuerzos del presidente Roose­
velt con una retórica claramente propagandística, se despierta la as­
pirante a actriz Olive Stanton (Emily Watson), que pasa a vestirse
unos harapos que contrastan en gran medida con el trasfondo de un
elegante desfile de trajes de baño. En el noticiario se ofrece también
información sobre una agencia gubernamental que está financiando
la presencia del circo, del vodevil y de Shakespeare entre los ciuda­
danos estadounidenses. El contexto político se concreta en la se­
cuencia siguiente, durante los travelings encadenados que acompa­
ñan los créditos: Hazel Huffman Qoan Cusack) pega carteles contra
la actitud ideológica (de tendencias supuestamente comunistas) que
se manifiesta en el Federal Theatre Project. Tras un plano cenital so­
bre el personaje de Olive, penetramos en el estudio del músico Marc
Blitzstein (Hank Azaria) , absolutamente alucinado y poseído por el
ejercicio de la composición de un musical de claros tintes reivindi­
cativos y brechtianos (más adelante mantendrá con el dramaturgo
alemán una conversación imaginada) , protagonizado por prostitu­
tas, proletarios y bohemios y titulado precisamente The Cradle Will
Rock (en la película se respeta en buena parte la partitura y el libreto

esconde en la anécdota de Un hombre llamado Flor de Otoño (1 977), de Pedro Olea


(con guión de Rafael Azcona sobre el texto dramático de J. M. Rodríguez Méndez),
pues su protagonista sólo encuentra la posibilidad de expresar su homosexualidad
en el mundo del cabaret, como ha señalado Ríos Carratalá (1 999: 74-75).

97
original) . El montaje dialéctico conduce al espectador a un lujo­
so salón donde la Emisaria Cultural de Italia, la condesa LaGrange
(Vanessa Redgrave), toma el té rodeada de sirvientes, mientras co­
menta con Gray Mathers (Philip Baker Hall) una exposición fu­
turista y el célebre y polémico Macbeth «vudú» o negro de Orson
Welles. Una nueva secuencia se aleja de ese ambiente de lujo exube­
rante para acompañar a Aldo Silvano Qohn Turturro) y en el uso de
un travelling encadenado vemos a Olive Stanton en una larga cola
de gente que busca trabajo en el Federal Project y a Hallie Flanagan
(Cherry Jones), que, como coordinadora, recibe todo tipo de pro­
puestas para espectáculos (un conmovedor ventrílocuo esquizofré­
nico y anticomunista que interpreta Bill Murray y un autor de tea­
tro infantil que anda disfrazado de castor).
Esta breve descripción del comienzo de The Cradle Will Rock
descubre el planteamiento del filme: la lucha del teatro en un con­
texto político adverso, mixtificado y poco dado a la aceptación de
las libertades artísticas ejercidas en el Federal Theatre Project. La fi­
gura de un Orson Welles (Angus Mcfayden) demasiado pagado de
sí mismo sirve en cierto modo de epicentro para todo este universo
coral, pues, alrededor: interpreta un lujoso Fausto dirigido por su
compañero y amigo John Houseman (Cary Elwes) y acabará por
hacerse cargo de la accidentada puesta en escena de The Cradle Will
Rock, que, a punto de estreno, es suspendido por presiones político­
económicas. De esta situación proviene el mensaje libertario de la
película, pues casi todo el elenco se reúne en un teatro repleto para
hacer, al menos, una lectura dramatizada del texto censurado que se
convierte pronto en un ejemplo de comunión con el público. La
emoción y la grandeza de la escena (y la de sus auténticos profesio-
. nales) no cede aquí ante nada, ni ante los sindicatos ni ante los pa­
tronos ni ante la «caza de brujas» de los políticos (los diálogos de
estas secuencias están tomados de los Archivos del Congreso nor­
teamericano, según se indica en los créditos finales), aunque un pla­
no intercalado y anacrónico del actual Broadway parece querer sem­
brar la duda. Desde luego, no salen bien parados en la película un
ignorante y fatuo Nelson Rockefeller Qohn Cusack), quien mantie­
ne un célebre tour de force con el pintor mexicano Diego Rivera
(Rubén Blades) a propósito del fresco del vestíbulo del Edificio
Rockefeller (nunca verá la luz, por representar a los líderes comunis­
tas de la URSS); o un ridículo Randolph Hearst (el cineasta John
Carpenter) que no duda en coquetear con los fascistas y en ayudar­
los económicamente (acero y petróleo) .

98
REFLEXIÓN FILOSÓFICA: «SUB SPECIEM THEATRI»
O EL MUNDO COMO TEATRO

Teatralidad

La labor del actor es aventurarse en lo desconocido en busca del


perfil de un hombre nuevo por la vía de la creatividad absoluta, con
la urgencia de luchar contra una sensación de pérdida de existencia
a través de una fuerza vital descomunal. El actor representa la utopía
del eterno comienzo, el mito de Sísifo; es también un antropófago
que se apropia y alimenta de lo que de humano le rodea, y que a ve­
ces no sabe diferenciar la escena de la calle. El tópico de la teatrali­
dad como componente fundamental del comportaE.!!mtQJuunano
es_ �mnipresente (;!n !111 .c\irector como I11gma.f: Bergman. Como Juan
Miguel Company ( 1 999: 1 7) ha señalado, en la obra del director
sueco encontramos un procedimiento estilístico propio que remite i·
de algún modo al teatro: el re-encuadre, de claras resonancias escé-
nicas, como en el conmovedor llanto del escritor en SJsom i en Spegel
(En busca de la verdad, 1961) o los delirios de su hija Karin en el
marco de una iluminada ventana, por no hablar de las célebres se-
cuencias madre-hija de Hostsonaten (Sonata de otoño, 1 978), con
abundantes usos de la frontalidad que se acercan a la idea de tableau.
Pero además la preocupación de Bergman sobre la condición del
arte Y- d�l._ a�ti�!ª le lleva en ocasiones a acoger en sus películas espa-
cios y personajes ple:.1!'1:!!!�1).te leat_��� ' a veces en formas tan explíci-
tas como el teatro dentro del teatro: piénsese en la obra «de cámara»
representada en SJ.som i en Spegel que anuncia el omnipresente tema
de la muerte. El tema de la máscara está presente en Sommarlek Oue-
gos de verano, 1 950) y en Ansiktet (El rostro, 1 958), en donde la esté-
tica expresionista del claroscuro se pone al servicio de u.na_refl�xión
sobre el e�llto d_���epr�.'.'<:.��C:Lº!!. (Company, 1 999: 78-79) . En
Persona (1 966), el te!lla _(fe Jajg�º_tid.ª'd se plantea a partir de una
crisis personal, la de Elisabeth (Liv Ullmann), a la que debe mucho
la pl.2frsi2!1_4-�_a_cg� ejercida por la_pr:o�g_onig'ª_,_,consciente de lo
inexpresable y abocada por ello al silencio (sucedido, sin que medie
explicación, durante el montaje de Electra}. También Alma (Bibi
Andersson) acabará contagiada por ese mal, aunque su solución es
otra, la_y1:;.rb2rrea y el i:nonólogo Q.arra�iv�: El juego de transferencias
entr�amb.Q� p�rsonajes, estudiado por Juan Miguel Company, cons-
tituye el escaso eje narrativo de la película.

99
En Fanny och Alexander ( 1 982), el tema es de nuevo la apa­
riencia seductora del arte y de la mímesis, además de la muerte del
Padre a través del recurso al mito de Hamlet, presente explícita­
mente en la película. El universo de Alexander, como el del propio
Bergman, está compuesto de referencias teatrales, a la manera de
un juego infantil (como el teatrillo de la casa de la abuela, simbó­
licamente omnipresente al comienzo de la película) o de una ne­
cesidad vital que pretende alcanzar la comprensión de la realidad
al mismo tiempo que eliminar sus rutinas e inconvenientes. Com�
pany resume así el componente metateatral de las películas del
sueco: «estar en el mundo constituye el dominio de la representa­
ción, de la mascarada: la propia materia flccional del film. Cuando
las máscaras caen, es como si alguien apagase las luces de la esce­
na» ( 1 999: 1 30- 1 3 1 ) .
El teatro aflora con paso decidido en otras películas de Berg­
man, particularmente en la última, realizada para la televisión, Efter
repititionem (Después del ensayo, 1 983), donde el protagonismo re­
cae en un viejo director de escena, Henrik (Erland Josephson), y dos
actrices, una joven, Ana (Lena Olin) , y otra mayor, Rakel (lngrid
Thulin). Ambas son madre e hija, aquélla convocada desde el mun­
do de los espectros, en un llamativo pero efectivo ejercicio de subje­
tivización del drama, por la memoria de Henrik, mientras Ana se
convierte en esta parte de la película en la niña de doce años que fue
testigo del alcoholismo y de la vanidad de Rakel. La película, que
llama, con todo, la atención por la isocronía del relato, sujeto a mí­
nimas elipsis y, en rigor, a un único plano de jlashback (en el que se
ve a un joven Henrik siendo atraído por el poder subyugador de los
actores), cuenta lo que ya ha pasado, los conflictos que ya no tienen
remedio, a través del diálogo que mantienen los tres personajes (por
parejas, siendo siempre Henrik el pivote del diálogo) después de un
ensayo. En él afloran las distintas concepciones que cada uno tiene
sobre la profesión; se habla de teatro, de sexo, pero sobre todo de la
vida misma, como si hubiera alguna diferencia. . . La película suena
en todo momento a Ibsen (no es extraño el nombre del director, por
otro lado un álter ego del propio Bergman) , cuyas obras (Brand o
Herida Gabler) son citadas al lado de las de Strindberg (Ensoñación
es la obra que se está ensayando) o Bertolt Brecht, algunos de los
máximos referentes de la trayectoria escénica del cineasta sueco. De­
cíamos que, de hecho, los personajes hablan fundamentalmente de
sus recuerdos, de remordimientos, de olvidos, de culpabilidades ...
Aun así, no pueden escapar a la teatralización de sus existencias. Ci-

1 00
nematográficamente, su relación queda enmarcada por un establishing
shot frontal dentro del escenario en el que están situados, que se re­
pite armónicamente cada cierto tiempo. La voz en off de Henrik,
sobre todo en la primera mitad de la película, se superpone al diálo­
go, nos demuestra su carácter descreído y falto de esperanza, al tiem­
po que da la clave de que lo que se dice y lo que se piensa son cosas
distintas. De hecho, uno de los temas recurrentes abordados por los
personajes es el de la actuación «privada», esto es, el de la representa-

1
ción de un papel en la vida cotidiana. La idea del mundo como teatro
(«todo representa, nada es real» es una frase de Henrik) se confirma
en las actitudes «falsas» de Ana y Rakel. Con un espléndido reparto
construye Bergman un ejercicio de adoración suprema por la magia
teatral, por el trabajo actoral, por el arte en general entendido como
mecanismo revelador de las realidades auténticas. Podría afirmarse
que el trabajo de Bergman en el teatro y en el cine coinciden en res-
1 1

taurar también el papel del actor como marco único para restaurar la � I, ,
magia de la interpretación y la vida de la ficción en una puesta en
escena. Como ha señalado el estudioso italiano Liborio Termine
1
(1 992: 1 3), quizás todo resulte en una cuestión de dramaturgia y de
puesta en escena (dramaturgia y puesta en escena de la narración, si
vale la paradoja, la composición; en definitiva, la cinematurgia de
Marcel Pagnol, como mímesis o arte de contar acciones y expresar
sentimientos por medio de personajes que hablan y actúan), esto es,
la actividad que dispone (materialmente) en un conjunto los diver-
sos elementos de la interpretación artística: espacialización, armoni-
zación, evidenciación de sentido y dirección de actores.

Pocos directores como Manoel de Oliveira se han planteado tan


en serio las relaciones entre teatro y cine, desde puntos de vista
tan amplios como precisos. En una entrevista concedida en 1 996
declaraba, a propósito de su adaptación de Le Soulier de satin ( 1 98 5),
que uno d e sus intereses artísticos básicos radicaba en «fijar u n regis­
tro imposible en el teatro, lo que constituye la fuerza específica del
cine», esto es, «recrear un arte vivo y material, como es el teatro, en
otra, la última de las artes, inmaterial y fantasmagórica» (en Baec­
que y Parsi, 1 996: 8 1 ). Oliveira es consciente de las diferencias entre
ambas artes y por eso gusta de jugar con la conjunción de sus reali­
dades, aun aceptando la existencia de algunas coincidencias:

El límite del cine se parece al del teatro: se ven en pantalla


todas las acciones y todos los cuerpos contenidos en un espacio

101
concentrado, dentro de los límites del encuadramiento, que, si se
quisiera, podría denominarse espacio teatral, porque el espacio
teatral y el cinematográfico son la misma cosa ( 1 996: 84).

El reconocimiento de la importancia de la cuestión del marco


no deja de ser significativo. je rentre a la maison (200 1), de Manoel
de Oliveira, tiene como tema el cansancio al final de una vida, la
necesidad de buscar un refugio en el que aislarse del mundo, según
reza el título, o en donde regresar, como el propio director portu­
gués ha señalado, a una infancia paradisíaca perdida para siempre.
Como tragedia, la película llega a apuntar un diagnóstico sobre una
sociedad demasiado confiada en lo tecnológico, superficial y ociosa
que, sin embargo, no encuentra el sosiego. El teatro y el cine juegan
también a oponerse: el uno, como arte de lo auténtico, incluso en
sus insuficiencias; el otro, como ilustración de lo falso. Con todo, je
rentre a la maison es película más compleja, como demuestra una
estructura muy marcada en mise en abyme. El comienzo desdobla la
acción en lo representado (Le Roí se meurt, de lonesco, que se sinte­
tiza en varios momentos puntuales, incluido su final, gracias a un
uso magistral de la elipsis) y lo real (los hombres que esperan para
dar la terrible noticia de la muerte de la familia de Gilbert Valance­
Michel Piccoli) de una manera muy hábil: los bastidores se mues­
tran como si de un escenario se tratase, con una homogeneidad que
sólo tiene parangón en el escenario contiguo, en donde precisamen­
te se habla de la decrepitud y de la muerte, en una obra, la de Iones­
co, que evoca en cierto modo el universo shakespeariano de King Lear.
Una elipsis explícita en el intertítulo nos sitúa «algún tiempo más
tarde» y el telón es ahora sustituido por las cortinas de una ventana,
la de la habitación de Gilbert, que se abren para dar entrada al plano
de la despedida del nieto, que se marcha a la escuela, y a un silencio
abrumador (¡qué dominio en la modulación del silencio!) , sólo roto,
en los siguientes planos, por el ruido asimismo abrumador de las
calles de París, en las que el protagonista se siente extraño (la fuente
de sonido es siempre ajena al personaje: si está en la calle, la cámara
se sitúa del otro lado de un escaparate; si está en una cafetería, la cá­
mara permanece fuera, de manera que los escasos y seguramente
intrascendentes diálogos se nos escapan) . Refugiarse en las pequeñas
rutinas (el mismo café en la misma mesa, leyendo incluso el mismo
ejemplar de periódico) y en la búsqueda obsesiva de unos zapatos
cómodos (que adquirirán en una simpática secuencia personalidad

1 02
propia) insisten en lo estrafalario de su conducta. El teatro se vuelve
para él una terapia en la que puede vivir otras vidas que no son la
suya. La segunda pieza dentro de la pieza es La tempestad (IV.i) , en
donde interpreta a un Próspero sujeto a su miedo a la muerte a cau­
sa del complot de Cáliban, al tiempo que, en compañía de Ferdi­
nand y Miranda, contempla la aparición fantasmagórica de las nin­
fas. Las dos obras citadas tienen como tema la muerte y la soledad,
como je rentre a la maison, aunque en la pieza «enmarcante» el tono
sea más cotidiano, presentando una especie de «hombre sin atribu­
tos» que ya no aspira a nada. No acaba aquí la dimensión metafic­
cional del filme. La televisión llama a las puertas de Gilbert en busca
de su prestigio como actor, pero él se niega por motivos deontológi­
cos (la violencia y el sexo del medio, ya se sabe) . Luego viene esa
extraña propuesta de una película americana sobre el Ulysses de James
Joyce (el tema del regreso), dirigida por John Malkovich, en la que
tendrá un pequeño papel. La secuencia del rodaje es muy ilustrativa:
el viejo actor de teatro no está para repetir tomas y vuelve a casa, al
lado de su nieto; finalmente, ilprend sa place, como se dice en la úl­
tima réplica de Le Roi se meurt, consciente del remate de un ciclo
vital. El nivel metalingüístico se acentúa además con el guiño inter­
textual: Michel Piccoli recuerda al joven guionista de Le Mépris
(1 963) de Jean-Luc Godard, que vendió sus servicios a un produc­
tor sin escrúpulos (un magnífico Jack Palance) para adaptar la Odi­
sea; Cathérine Deneuve es también la heroína de otra película que
habla, y muy bien, de teatro, Le Dernier métro.

En pocos géneros el mundo está tan teatralizado como en el cine


musical. Una sola referencia aclarará bastante las cosas. Estoy ha­ 1 1
·

blando de Chicago (Rob Marshall, 2002), filme que demuestra las 1

perversas relaciones entre la realidad y el teatro o, en otras palabras,


cómo cualquier aspecto de la realidad es susceptible de ser teatrali­
zado musicalmente: la cárcel, una ejecución en la horca, un j uicio . . .
Quizás sea, como señala el abogado Billy Flynn (Richard Gere) ,
porque todo es un enorme espectáculo o un «circo de tres pistas»,
pero también porque casi todos los personajes, y en especial Roxie
Hart (Renée Zellwegger), miran el mundo sub speciem theatri, foca­
lizando la realidad para poder, en el ámbito de la consciencia, con­
vertirla en material escénico y musical. Esta teatralización-musicali­
zación, que adquiere incluso tintes enfermizos -piénsese también
en Dancing in the Dark (2000), de Lars von Trier-, es de hecho tan
general que la acción (y hablemos aquí de niveles narrativos) se des-

1 03
dobla en acción «real» y acción «teatral» de manera antiilusionista,
con claro predominio, finalmente, de esta última.

Teatro e identidad

Los problemas de identidad asociados al desarrollo de un proce­


so de puesta en escena están en la base de Vti savoir (200 1 ) , de Jac­
ques Rivette, película que narra las peripecias de una compañía ita­
liana de gira en París, dirigida por Ugo. La obra que se escenifica es
Come tu me vuoi, de Luigi Pirandello, comedia en tres actos estre­
nada en 1 930. Basada en un caso real (el Canella-Bruneri), la pieza
apunta a la imposibilidad real de un conocimiento objetivo de la
identidad de las personas, a través de la figura de Lucia/Elma. El jue­
go teatral insiste inicialmente, además, en que la verdad no existe
como tal, en que nadie dice la verdad por completo. El papel otor­
gado a Lucia es el de «ser un cuerpo» que se vacía de sí mismo para
aceptar la invención de Bruno, su marido, «¡un cuerpo sin nombre!,
¡sin nombre!», como se dice al final del Acto l. El motivo del retrato
del Acto 11 y el color de los ojos (verdes, azules o grises) corrobora la
problematización de la identidad. En el tercero, la introducción del
tema del doble acentúa aún más la discontinuidad del yo (la tensión
entre lo otro y lo mismo) como tesis central de la obra. De igual
modo que en la obra de Pirandello, cuyas escenas fundamentales, ya
mencionadas, se van intercalando desordenadamente a lo largo del
filme, en éste el regreso de Camille (Jeanne Balibar), protagonista de
Come tu me vuoi, a París y el reencuentro con su pasado (en forma
de su examante Pierre I Jacques Bonnafé) provoca no sólo la crisis de
su relación con Ugo (Sergio Castellitto), de una rica ambigüedad,
sino el cuestionamiento de su identidad (véase el monólogo interior
que abre el filme, muy ilustrativo del estado de pánico que ha inva­
dido al personaje) y el de la de la mayor parte de los personajes (So­
nia, Do, Arthur. . . ), que comienzan un curioso intercambio de pare­
jas. Tras un sinnúmero de enredos de amoríos y celos, en la secuencia
final, que tiene lugar encima del escenario, con los decorados de la
obra teatral sin retirar, vuelven las cosas a su punto de partida en este
moderno Sueño de una noche de verano. La presencia del teatro no se
limita a estas significativas referencias sino que se extiende también
al universo de Cario Goldoni, presente en la búsqueda que Ugo em­
prende de un manuscrito inédito del autor italiano (IL destino vene­
ziano, que el azar convertirá en ILJestino veneziano) por las bibliotecas

1 04
parisinas (no es en absoluto gratuito que el motivo de la bibliote­
ca aparezca también en las secuencias de la casa de Pierre, el filósofo) .
Todos buscan en realidad su lugar en el mundo, ignorantes de que
quizás ese lugar es el que ya ocupan (Caratini, 1 999).
�l montaje de La vida es sueño sirve de trasfondo para la acción
de Extasis (1 996), de Mariano Barroso. La relación paternofilial y la
confusión de identidades es en parte su argumento, pues Rober Qa­
vier Bardem) se hace pasar por Max (Daniel Guzmán), el hijo de un
conocido director teatral, Rosario (Federico Luppi) . El teatro sirve

1
aquí de espejo para el primer nivel narrativo, pero además del mito
de Segismundo surge el de Pigmalión: Rosario quiere forjar un hijo
a su medida, vampirizar una nueva personalidad, aun a sabiendas de
que es falsa; Rober, convertido en Max, duda entre su propia iden-
tidad y la falsa, como Segismundo, pero se siente atraído por el nue-
vo mundo en el que su falso padre le ha introducido.
/I 1
1
1
La mezcla del teatro con la vida y la necesidad del juego como
medio de salir de la rutina, aquí llevada casi a lo enfermizo, es la base I,
argumental de Familia (1 997), de Fernando León de Aranoa, de
manera en cierto modo muy parecida a Maribely la extraña familia, 1
de Miguel Mihura, llevada al cine en 1 960 por José María Porqué.
Una compañía de teatro aficionado, dirigida por un Ventura sin es­
crúpulos (Chete Lera), se compromete a actuar como la familia
(madre, mujer e hijos, un hermano y una cuñada) de un excéntrico
Santiago Quan Luis Galiardo) en el día de su cumpleaños. Este difí­
cil juego de teatralización-improvisación, que rompe las fronteras
entre fi cción y realidad, choca con la resistencia del «espectador­
empresario», que no quiere un hijo gordo o que no cree en la inter­
pretación de tal o cual actor, y con la desconfianza de los miembros
de la compañía en torno a los límites de la ficción (como cuando
Carmen / Amparo Muñoz se asusta ante la posibilidad de un con-
tacto físico con su falso marido), todo ello en un ambiente de ten-
sión originada por la relación de poder y dependencia que se entabla
entre el contratador y el contratado. La llegada de una intrusa, Ali-
cia (Béatrice Camurat) , acrecienta, a primera vista, la naturaleza del
juego y la tensión entre apariencia y realidad, al que ella es al parecer
ajena, entrando en una deriva metaficcional, tal y como puede verse
en la foto en la que Alicia, la fotógrafa, entra en cuadro gracias a un
espejo, emulando al Velázquez de Las Meninas. Finalmente, Alicia es
también una actriz y el juego se cierra sobre sí mismo, con la apro-
bación del que manda: «Es mucho mejor estar mal acompañado que
solo», dice en la crítica que antecede al aplauso.

105
En Divertimento (2000), de José García Hernández, Daniel
Osamos (Federico Luppi) es un actor de televisión que quiere inter­
pretar un gran papel en los escenarios. Con ese fin acude a una cita
con Bernardo Gabler (Francisco Rabal), un famoso actor cuya ca­
rrera llega a su fin, con la idea de recibir su ayuda en el proyecto de
llevar a escena Divertimento, la pieza que ha dado fama a Gabler.
Con un argumento mal trabado y por momentos inverosímil, que
se sitúa prácticamente en el espacio único del interior del teatro y
que recuerda vagamente el pulso lúdico de Sleuth ( 1 972) de Joseph
L. Mankiewicz, la película de García Hernández pone en escena, de
nuevo, una relación de aprendizaje en la que Gabler ejerce de maes­
tro y demiurgo que disfruta con el dominio sobre los deseos del otro
a través del arte del engaño: «Actuamos para no ser nosotros mis­
mos», dice Gabler. El teatro se convierte así en un sustituto de la
vida o la vida se teatraliza al ritmo de un divertimento en el que no
todos quieren participar.

CONFLUENCIA METAFICCIONAL

Anne y Joachim Paech han recordado cómo «todos los cines tie­
nen dos extremos, entre los que están colocados los espectadores: en
la parte trasera, detrás de sus cabezas, se encuentra la cabina de pro­
yección, desde la que se proyecta la película a la parte delantera, en
la que se encuentran la pantalla y la superficie de proyección a la que
miran los espectadores» (2002: 36 1 ) . En esa polaridad se sitúa tam­
bién el escenario y sus espacios: «La idea de que también existe un
espacio,detrás de la pantalla donde ocurren cosas que se ocultan a
las miradas de los espectadores precisamente a causa de aquello que
se ve en ella implica ciertas consecuencias. La más importante es
que el cine vuelve a completarse con la dimensión del escenario (de
teatro), al que una simple proyección de las películas podía renun­
ciar: la pantalla se convierte en el telón de un escenario en el que
sucede algo en paralelo a la proyección, en cierto modo a sus espal­
das, oculto por la visibilidad de la película. Y al igual que en el tea­
tro, la presencia de aquello que ocurre en el escenario puede tener
también consecuencias para los espectadores allí presentes en ese
momento, en suma, un disparo desde detrás de la pantalla puede
herir mortalmente a uno de los espectadores -El héroe anda suelto,
de Peter Bogdanovich, aposta a un francotirador "real" detrás de la
pantalla del autocine; en Círculo cerrado ( 1 978) de Montaldo, el

1 06
asesino se supone detrás de la pantalla, hasta que ya no puede negar­
se que han disparado desde la película misma-, y naturalmente
Tom Baxter, en La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen, deja a sus
compañeros en una escena cinematográfica convertida en escenario,
al que también Cecilia puede subir como si se tratara de teatro»
(2002: 361 -362). Y esto lleva a los autores a extraer una segunda
consecuencia, que es la prolongación de la pantalla de lo bidimen­
sional a lo tridimensional, como si de un teatro se tratase. Es la
atracción de Alicia por lo que está más allá del espejo, que también
justificaría la predilección cinematográfica por los escenarios teatra­
les. Recordemos que Alfred Hitchcock, por ejemplo, situaba las es­
cenas iniciales o finales de muchas de sus películas en escenarios: un
teatro de variedades o music-hall en 39 Steps ( 1 935), donde las ha­
bilidades de Mr. Memory sirven de comienzo y remate (por cierto,
trágico para él) del enredo de espías posterior; o una sala de concier­
tos en The Man Who Knew Too Much (1 956). Stage Fright (1 950), la
única de sus películas que se ambienta decididamente en el mundo
del teatro, echa mano del telón con que se abre la acción, todavía
bajo los créditos, el mismo que caerá, en el teatro vacío, sobre el
cadáver de Jonathan Cooper (Richard Todd) al final de la pelícu­
la, para introducir una de las reflexiones favoritas de Hitchcock
(cfr. The Rope o Dial Mfar Murder), la basada en la oposición ver­
dad-mentira, a través de todos los efectos teatrales que están a su
disposición para poner en pie esta apología del engaño y del artifi­
cio. Del mismo modo, en Charada ( 1 963), de Stanley Donen, la
acción finaliza en un teatro donde Audrey Hepburn se refugia en la
concha del apuntador ante la amenaza del malvado Walter Mathau,
hasta que Cary Grant la salva gracias a un truco teatral: el de abrir
mediante un dispositivo escénico una de las secciones del escenario, 1
por la que se desliza impotente el malvado cuando está a punto de 1
disparar a la hermosa dama60• El desenlace de la ya citada Bullets over I'
Broadway tiene lugar en el estreno neoyorquino de God of O;tr Fa­ 1
thers, la pieza escrita en colaboración por David y Cheech. Este se
enfrenta a la venganza del gánster Nick Valenti y es asesinado entre
los bastidores, detrás del decorado. La obra es un éxito («a master-

60
En Manhattan Murder Mystery ( 1 993), de Woody Allen, Larry busca a su
mujer detrás de la pantalla, en la que se proyecta la escena final de The Lady from
Shanghai (Orson Welles, 1 948). En el escenario hay espejos rotos, piezas de deco­
ración, etc., escombros con los que los personajes tropiezan en su huida y persecu­
ción. Se trata de un claro ejercicio metacinematográfico.

1 07

l,
piece») y los críticos hablan del logrado recurso al sonido de un dis­
paro lejano como medio de crear tensión dramática y de recordar el
pasado militar del protagonista, en una buena demostración de
cómo los espectadores tienden a artificializar todos los signos escé­
nicos. En un director como Baz Luhrmann la búsqueda de la origi­
nalidad conduce también a esta teatralización del cine, como ocurre
en Romeo + juliet, filme que se desarrolla en parte entre las ruinas de
un teatro en la playa.
Utilizaremos el término marco (frame) para definir el modo en
que se establecen los límites entre lo real y lo simbólico, esto es, las
fronteras de la ficción. La proliferación de marcos conduce tanto a
una sucesión de niveles narrativos como a una discusión sobre la
diferencia entre realidad e imaginación, que cae ya en el terreno de
lo metaficcional. La cuestión del marco parece obsesionar especial­
mente a Baz Luhrmann y ello es patente en su película más comer­
cial hasta la fecha, Moulin Rouge (200 1 ) . En la edición en DVD,
sus comentarios (al lado de la diseñadora de producción Catherine
Martín y del director de fotografía Donald M. McAlpine) son
siempre certeros en la reflexión sobre los mecanismos ficcionales
del filme. Recordemos cómo se estructura en cuanto a niveles de
narración: un hombre canta una canción sobre la desgraciada his­
toria de Christian (Ewan McGregor) , un joven y bohemio escritor
al que vemos escribiendo en su máquina de escribir (cuya imagen
alternará luego con una voz en ojf) un relato sobre lo sucedido en
su vida hace un año: sus amores desgraciados con Satine (Nicole
Kidman) en contra de los intereses de The Duke (Richard Rox­
burgh) y su proyecto de llevar a escena la pieza Spectacular, spectacu­
lar, en la que se pone en escena el romance de una cortesana con un
tañedor de sitar, en contra de los intereses e intenciones de un ma­
rajá. Varios niveles narrativos que se superponen en mise en abyme
y, en el caso de los dos últimos, se entremezclan significativamente,
ya que The Duke y el marajá funcionan como el mismo personaje,
el del poderoso, el que quiere controlar el arte en beneficio de la
economía, mientras que Satine y la cortesana contrastan en el final
de sus respectivos papeles. Pensemos además en el telón rojo que
deja paso al lago de la Fox y que constituye, según Luhrmann, un
«contrato de narración» que advierte al espectador que «this is not
about naturalism». El desarrollo de Moulin Rouge lo desdice una y
otra vez mediante referencias intertextuales a la novela sentimental
decimonónica, a La dama de las camelias, a El mago de Oz, a Peter
Pan (y otras producciones Disney), a Alice in Wonderland, a los mu-

1 08
sicales de Busby Berkeley y a los de los años cincuenta, particular­
mente a Vincente Minnelli o Stanley Donen. Además, el montaje
trepidante, sobre todo en los primeros veinte minutos, contrasta
con la recuperación de procedimientos típicos del género como la
inclusión de grandes éxitos -piénsese, en otro registro, en On con­
naít la chanson ( 1 997) , de Alain Resnais-, la decoración e ilumi­
nación marcadamente artificiales o la ausencia de rodaje en exterio­
res (ni un solo plano en toda la película) . El teatro sirve aquí
también para introducir un cierto debate entre el arte verdadero y
el falso o entre la alta y baja cultura, pero sobre todo como marca
de (meta)ficcionalidad o de autoconsciencia narrativa.
El llamado por los Paech (2002) «post-cine» no sólo se hace car- 1
1
go hasta el infinito de sus propias imágenes sino también de las de
las artes y medios vecinos. Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1 994), 11
'Wig the Dog (Barry Levinson, 1 997) y The Truman Show (Peter Weir, 1

¡
1 998) son películas que se abren al mundo mediático de los mo-
nitores de televisión. Zelig (Woody Allen, 1 983) se presenta como I ·

juego con la manipulación audiovisual y con los géneros del docu-


mental. Todos estos procedimientos van más allá de lo cinematográ-
fico para reflexionar sobre lo hiperreal, sobre la simulación de reali-
dades a través de los medios audiovisuales (piénsese también en
Fahrenheit 451, de Frarn;:ois Truffaut), sobre la falsedad de las apa-
riencias y lo inalcanzable de la verdad.

1 09
CAPÍTULO 6

Almodramas, o lo tuyo es puro teatro:


el teatro en el cine de Pedro Almodóvar

CANIBALISMO TEATRAL

No sorprenderá, de entrada, por ser un lugar común de la C:rí­


tica sobre el director, la afirmación de que Almodóvar representa
como nadie la cultura del reciclaje posmoderno, donde todo cabe,
donde el artista se apropia de cualquier elemento iconográfico dis­
ponible, tomándolo en ocasiones como un componente más del
decorado o de la puesta en escena, las más de las veces para llevarlo
a una dimensión paródico-crítica. En efecto, en su cine se perciben
ecos de los más diversos géneros y modelos artísticos, en una espe­
cie de eclosión festiva intermedia!: el cine, por supuesto, que intro­
duce por todas partes una dimensión metatextual o de segundo
grado, tan del gusto del director, pero también el oficio de escritor
o el de guionista (Kika, La flor de mi secreto o Los abrazos rotos), la
fotografía (Kika), la televisión (omnipresentes en sus filmes las
pantallas de todo tipo), la música o la publicidad. ¿Quién no re­
cuerda los anuncios o meta-anuncios que Almodóvar va deslizando
en sus obras a modo de alivio cómico? En su primera película, Pepi,
Lucí, Bom y otras chicas del montón ( 1 980), el de las Bragas Ponte,
que convierten el olor de las ventosidades en embriagador o aromá­
tico perfume («hagas lo que hagas, ponte bragas») ; en ¿ Qué he hecho
yo para merecer esto? ( 1 984), el del café El Café, cuyos méritos nada
tienen que ver con su aroma o sabor («Nunca olvidaré esa taza de

155
café», exclama Cecilia Roth con la mitad de su cara quemada); en
Mujeres al borde de un ataque de nervios ( 1 988), el del detergente
que deja la ropa ensangrentada tan blanca como para que la policía
no encuentre las huellas del crimen en cualquier camisa . . . Algunos
medios dejan por supuesto su indeleble rastro formal. Del cómic,
por ejemplo, se ha dicho que toma Almodóvar el ritmo vertiginoso
de sus argumentos, los cortes bruscos en la acción, las escenas en­
garzadas como viñetas o la ausencia de verdaderos procesos psico­
lógicos.
El teatro tiene en este contexto un lugar preeminente, quizá por
reminiscencias biográficas. Cuando Almodóvar llega a Madrid, se
embarca en la compañía de teatro independiente Los Goliardos, en
donde conoce a Félix Rotaeta y Carmen Maura, y representa con
ella a Brecht, Valle-lnclán y Larca ( 1 974; cfr. Alba Peinado, 2005).
Su cultura teatral, ampliamente demostrada en su trayectoria cine­
matográfica, lleva a Almodóvar a concebir alguno de sus filmes sub
specie theatri, como veremos. Román Gubern habla para su cine de
«Un teatro de sentimientos femeninos» que se enraíza en el melodra­
ma y en el que se manifiestan otras filias almodovarianas, como La
voz humana, de Jean Cocteau, que «ha sido una referencia escénica
crucial en la obra de Almodóvar, que aparece ya interpretada por
Tina (Carmen Maura) en La ley del deseo. Pero la incomunicación
telefónica entre Pepa (Carmen Maura) e Iván (Fernando Guillén)
en Mujeres al borde de un ataque de nervios prolongaría aquella obse­
sión» (Gubern, 2005: 49) . Las referencias continúan sobre todo
en Todo sobre mi madre (1 999), donde la ficcionalidad de Un tran­
vía llamado deseo se extiende a los personajes de Huma (Marisa Pa­
redes) y Nina (Candela Peña) en la vida real, «víctimas de sus pasio­
nes», como también ha visto Gubern. Hable con ella (2002), por
último, se abre con un telón teatral que precede a un fragmento de
un espectáculo de Pina Bausch, cuyo teatro-danza cerrará también
el filme.
En esta exposición no nos centraremos sólo en estos aspectos
temáticos, que en sí mismos convierten a Almodóvar en un maestro
en la teatralidad cinematográfica, sino que haremos un somero re­
paso de otros elementos que configuran la poética teatralizada del
director manchego, a saber: el regusto por lo artificial y lo (neo)ba­
rroco, el exceso, la máscara, la gestualidad, lo ritual, el protagonismo
del decorado y los objetos, el kitsch, lo camp!queer, el melodrama, la
ironía teatral, la performatividad sexual, el cuerpo, el travestismo,
la oposición narración/mostración, los monólogos, lo esperpéntico,

1 56
las referencias intertextuales explícitas . . . Estos elementos configuran
la fórmula que Vicente Molina Foix y, más tarde, Paul Julian Smith
(2000) bautizaron con el nombre de almodramas86•

KITSCH + MELODRAMA + CAMP = ALMODRAMA

Como creador de productos típicamente posmodernos, Almo­


dóvar entiende el cine como un campo de tensión entre la tradición
y la innovación, entre la cultura de masas y el arte de elite, y lleva su
poética a enmarcarse en una ecuación que podríamos reducir a los
siguientes términos: ALMODRAMA KITSCH + MELODRAMA + CAMP.
=

Todos ellos son factores que la crítica ha privilegiado sobremanera87•


Lo kitsch, por ejemplo, supone la puesta en escena de un decorado
espectacular que define por completo a los personajes que lo habi­
tan. Analicemos los principios del kitsch propuestos por Abraham
Moles y los identificaremos de pleno en el universo almodovariano:
la inadecuación, la incongruencia o la mediocridad de los objetos
están presentes, sin ir más lejos, en esos singulares altares que enga­
lanan los espacios simbólicos ocupados por los personajes, repletos
de fotos de artistas, de estatuillas religiosas de baratillo y de otros
objetos de difícil catalogación. Casi siempre se trata de introducir
pinceladas no exentas de humor, como en la quizás más célebre apor­
tación almodovariana a la estética kitsch: el «taxi mambo» de Muje­
res al borde de un ataque de nervios ( 1 988), desbordado por un pas­
tiche de objetos que encuadran la deriva consumista de la nueva
España. Pensemos también en un filme como Entre tinieblas ( 1 984),
cuyo manejo de la escenografía teatral alcanza sin duda cotas insu­
perables. Filme asociado a la profusa tradición española de películas
de monjas (La hermana San Sulpicio, Luis Lucia, 1 95 1 ; o Sor Ci­
troen, Pedro Lazaga, 1 967), su acción se desarrolla en una improba­
ble comunidad de monjas: Sor Estiércol (Marisa Paredes) , asesina
reformada con visiones; Sor Rata (Chus Lampreave) , novelista; Sor
Perdida (Carmen Maura) , con su tigre de mascota y su obsesión por

86
El primero en una reseña de Tacones lejanos para la revista Fotogramas (núme­
ro 1 .778, octubre de 1991), en la que se refiere al cine de Almodóvar como un ejer­
cicio de «exceso sin límites». Véase Smith (2000: 130- 1 3 1 ) .
87 Algunas muestras de especial interés, cuyas líneas sigo en este punto: Alejan­
dro Varderi ( 1 996), Alejandro Yarza ( 1999), José Amícola (2000), Carlos Polimeni
(2004) o Alberto Mira (2005).

1 57
la limpieza; Sor Víbora (Lina Canalejas), diseñadora de moda con
estilo virginal. Smith (1 995) ha interpretado Entre tinieblas como
una alegoría de la nación española, en la que se subvierten los valo­
res patriarcales, en cierto modo igual que La casa de Bernarda Alba:
baste observar el papel de la mujer en lo que se refiere a la identidad
y el deseo, la presencia de lo hermético y lo libertario, la rivalidad
erótica entre mujeres, los interiores claustrofóbicos . . . Las compara­
ciones han apuntado también hacia el esperpento valleinclaniano, o
hacia lo esperpéntico, en un sentido más general o transversal, como
rasgo constitutivo de la poética de Almodóvar (Forgione, 2005),
por la aparición del humor y lo grotesco, por la imagen deformada
de la realidad, el sentido trágico de la vida, el desenmascaramiento
de las apariencias . . . La teatralidad en Entre tinieblas se sustenta asi­
mismo en una unidad de lugar casi exquisita, en la espectacularidad
de los números musicales, en los diálogos delirantes, en la máscara
y el maquillaje como exceso, y por supuesto en lo kitsch (ese mara­
villoso altar de las «grandes pecadoras de este siglo»)88•
Vayamos por el segundo de los sumandos. Estilísticamente, el
melodrama (etimológicamente, «drama con música», una definición
muy apropiada para el cine de Almodóvar) es un género «mixto» de
palabras, de gestos excesivos, de efectos especiales: se trata de un es­
pectáculo exhibido como tal, y la puesta en escena desempeña en él
un papel fundamental. Argumentalmente, nos encontramos con un
personaje-víctima (frecuentemente una mujer, un niño, un enfer­
mo); una intriga que acumula peripecias providenciales o catastrófi­
cas, escasamente realistas; y la desmesura del tono patético y senti­
mental, por el que se pretende que el espectador comparta el punto
de vista de la víctima, o incluso la violencia de sus circunstancias
(Bourget, 1 985; Pérez Rubio, 2004). Los rasgos principales del me­
lodrama teatral, según Peter Brooks ( 1 995), son evidentes en el cine
de Almodóvar: el desmedido emocionalismo, la esquematización y
la polarización moral maniquea; la presentación de caracteres, situa­
ciones y acciones en su vertiente más extrema; la recompensa final y
forzada de la virtud; la expresión verbal grandilocuente; los argu­
mentos oscuros y el suspense. Todo está ahí, en el cine de Almodó­
var, al servicio de la búsqueda de un efecto inmediato en el público:
es el terreno del hipermelodrama, de lo weepie, de lo lacrimógeno,
tal y como ha señalado Paul Julian Smith (2000) .

88
La teatralidad del filme pudiera estar en el origen de la adaptación para el tea­
tro firmada por Fermín Cabal: Entre tinieblas, lafanción (1 992; cfr. Smith, 1 995: 45).

158
Se puede acusar al melodrama, como al cine de Almodóvar, de
falsificar la vida, pues «Sus personajes son muñecos, su acción absur­
da, sus prodigios escénicos meros efectos teatrales, su lenguaje gro­
tesco y exagerado, su justicia poética naify su escapismo infantil»
(Pérez Rubio, 2004: 5 1 ). No es difícil asociar esas ideas con la no­
ción de ironía dramática, pues el destino de los personajes no les
pertenece nunca de pleno derecho. En Carne trémula (1 997), Doña
Centro de Mesa (Pilar Bardem), después de ayudar en el parto a Pe­
nélope Cruz (Isabel), levanta al recién nacido, Víctor (Liberto Ra­
bal), para enseñarle la ciudad: «Mira: Madrid». El No-Do augura
para él el mejor de los destinos («una vida sobre ruedas») por haber
nacido en un autobús, pero a continuación, en el recorrido de los
dos policías, Sancho (José Sancho) y David Qavier Bardem) , descu­
brimos un Madrid «de perros», chulos, drogados y prostitutas, des­
harrapados como el propio Víctor, que no tarda en entrar en la cár­
cel a pesar de su torpeza inocente. Es la hamartía aristotélica, el
error involuntario que condiciona toda una vida. El final feliz, poco
creíble según la lógica del relato, acentúa el círculo de la vida, con
un nuevo parto, esta vez en mejores condiciones.
La gran característica de los personajes del melodrama es la pa­
sividad con que asumen sus heridas. Para Jesús González Requena,
la heroicidad de las víctimas melodramáticas, que lo son de un des­
tino aciago o de una sociedad injusta, «reside en la pasividad con
que aceptan su sufrimiento» ( 1 986: 1 95), al que están condenados
desde el primer momento, sin ser capaces de dar vuelta a su desafor­
tunada situación. Por eso la idea de felicidad introducida al final de
la narración cae en lo inverosímil por plenamente artificiosa. El ob­
jeto amoroso ha desaparecido sin posibilidad alguna de recupera­
ción; sólo el funcionamiento de elementos extraordinarios, subraya
González Requena, nos aproximará a un desenlace feliz. Douglas
Sirk utilizaba el término francés échec, que podría traducirse por
«fracaso», para hablar de la situación de los personajes, pero aña­
diendo el sentido del bloqueo emocional, como en los melodramas
deAlmodóvar (Pérez Rubio, 2004: 53). En laflorde mi secreto (1 995),
muchos de estos rasgos del melodrama se dan juntos. Pensemos en
el comienzo del filme, en muchos sentidos modélico. La emoción
melodramática de Manuela (Kiti Manver) ante la muerte de su hijo
no sólo queda sometida a una técnica de distanciamiento por el
tono surreal de la conversación con los enfermeros (Jordi Mollá y
Nancho Novo), sino que enseguida resulta mediatizada por la pre­
sencia de una pantalla de televisión. Los objetos del melodrama se

1 59
concretan a continuación en los botines de Leo, un regalo de su ma­
rido Paco, y la imposibilidad exagerada de descalzarse, un símbolo
de la dependencia amorosa y de la fragilidad femenina. Las calles de
Madrid aparecen de inmediato como escenario de relaciones huma­
nas poco convencionales, con decorados que falsean la realidad o la
escamotean de algún modo, casi como un trompe l'oeil, como esa
fotografía de playa caribeña que enmarca la figura de la protagonis­
ta. Leo es además autora de novelas rosa en las que, como dice su
editora Fascinación, el lector puede encontrar «rutina, complacen­
cia y sensiblería». Cuando Leo se pasa a la novela seria, con un argu­
mento que recuerda al del filme Volver (una mujer que no se deja
violar por su marido lo mata y esconde su cadáver en un frigorífico),
la editora le reprocha su postura: «¿Quién va a soñar con una gente
que vive en un barrio miserable, jubilados prematuros, muertos vi­
vientes?, ¿quién se va a identificar con una protagonista que se ocu­
pa de limpiarle la mierda a los enfermos de un hospital, y, por si
fuera poco, tiene una suegra yonki y un hijo maricón al que además
le gustan los negros?». Para Fascinación, «la realidad debería estar
prohibida». Algo de eso hay finalmente en el filme y en su final feliz,
que funciona casi a la manera de un deus-ex-machina. Almodóvar se
decanta, como en otros filmes (Tacones lejanos, por ejemplo), por la
espectacularización de lo cotidiano, que se apunta en los ensayos de
Joaquín Cortés, que luego se expandirá en la representación final
protagonizada por Manuela Vargas.
Las estéticas kitsch y melodramáticas se acompañan a menudo
de la tendencia al voyeurismo del espectador, que contempla con
asombro el decorado imposible y con deleite incluso el desgarrado
sufrimiento de los personajes. Esa escopofilia es también un motivo
preferido por Almodóvar, como en esa tragicomedia fetichista y vo­
yeurista que es Matador (1 986) : «M. de Matador y M. de mirar»,
rezaba la publicidad del filme. El tema de Kika (1 993) es también el
voyeurismo, concretado en la figura del fotógrafo Ramón y la presen­
tadora Andrea Caracortada. Su programa enseña «lo peor del día»,
como un asesinato en directo o la violación de la propia Kika. La
teatralidad se extiende especialmente a algunas otras secuencias,
como la del monólogo de Kika ante el falso cadáver de Ramón, o la
del telón/pantalla que se levanta sobre la maqueta de Madrid, sin
olvidar la continua presencia de lo kitsch. Andrea Caracortada se
disfraza de cyborg y se sube a un escenario para enseñar las miserias
de la vida. Smith define el filme como «voluntariamente frívolo y
superficial», en un desfile de indentidades sin esencia (2000: 1 69) .

1 60
Este universo teatralizado es también un espacio excesivo y ba­
rroco. En él, la religión se piensa como una puesta en escena kitsch,
«con su mundo recargado de símbolos, una iconografía que cual­
quier español reconoce como propia, por omnipresente» (Polimeni,
2004: 72) . En ella abundan la gestualidad exagerada, los colores :rivos
y la centralidad de los objetos (Pérez Rubio, 2004: 262-263) . Estos
son especialmente importantes, como ha sabido ver Mark Allinson,
en el cine de Almodóvar. Sirviéndose de los primeros planos, la cá­
mara suele examinar los objetos que connotan una información
esencial para su caracterización psicológica, por ejemplo en Todo so­
bre mi madre (1999) : «Cuando Esteban pide ver una fotografía de
su madre como actriz aficionada, Manuela le ofrece sólo media fo­
tografía, el resto ha sido arrancado. Esteban acaricia el borde desga­
rrado, su misma textura indicando una ruptura para nada limpia. El
primer plano del punto de vista de Esteban comunica visualmente
lo que él escribe a continuación en su cuaderno: esta fotografía sim­
boliza la mitad de Esteban que él siempre siente que le falta: su pa­
dre» (2000: 1 53).

Camplqueer

Para definir la particular estética del cine de Almodóvar falta sin


duda un tercer elemento, el camp, que Susan Sontag catalogó como
lo antinatural, el artificio, la exageración. Podemos acercarnos al
camp, como han hecho José Amícola o Alejandro Yarza, como «una
forma representativa teatral sobrecargada de gestualización», pero
también como una puesta en cuestión desnaturalizadora del género
sexual. Las definiciones más específicas nos llevan al terreno de lo
subcultura! e insisten en que se trata de una manifestación reivindi­
cativa del discurso que hoy llamaríamos queer, un testimonio de la
dificultad de tratar con la presión heterosexual normativa y con los
vínculos sexuales dominantes. Lo camp o queer se encabalga en Al­
modóvar con la idea de pluma, como ha señalado Alberto Mira, re­
lacionada de manera recurrente, ya desde los años veinte del siglo
pasado, con subculturas homosexuales. Mira (2005: 1 73) ha elabo­
rado una lista abierta de la cultura de la pluma, que incluiría el cu­
plé, los shows de transformistas, el mundo del toreo, la copla y las
folclóricas, la revista (especialmente Celia Gámez) , la ópera y sus
divas, el pop inocuo y chillón de los sesenta (Salomé o Karina) o los
espectáculos de Saritísima, por supuesto. Sin duda, el camp debió de

161
encontrar un buen acomodo en el seno de la movida madrileña y en
los resquicios de la contracultura, al menos en los inicios, cuando la
práctica de lo híbrido alcanzaba al punk y a la tonadilla, tal y como
aparece en las primeras películas de Almodóvar. En La mala �duca­
ción (2004) , quizá uno de sus filmes más autobiográficos, Angel/
Juan/Zahara (Gael García Bermal) es miembro del Grupo Abejorro,
cuyo nombre recuerda al de Tábano, la celebérrima compañía de
teatro independiente en la que se iniciaron Fermín Cabal o José
Luis Alonso de Santos. Con ella monta El retablillo de Don Cristóbal
o El diario de Adán y Eva, de Mark Twain. El travestismo y la iden­
tidad conflictualizada, la homosexualidad reprimida, son temas fun­
damentales en el filme, pero resultan igualmente interesantes las
«clases de pluma» con una imitadora de Sara Montiel: gestualización
excesiva, un modo especial de caminar y poner la mano o el tono de
voz son algunos rasgos definidores de la pluma almodovariana.
En Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, el ya citado filme­
crónica de la movida madrileña, está ya el melodrama hibridizado
con Andy Warhol, el pasodoble, Escarlata O'Hara, Ceesepe, David
Bowie, Derek Jarman (véase su jubilee, 1 977, el filme punk por an­
tonomasia) , los diseños imposibles de Vivianne Westwood . . . Todo
pasado naturalmente por el filtro de la incongruencia narrativa. Ahí
están también las actuaciones musicales que puntean la obra, el con­
curso de penes («Erecciones generales»), en donde la impericia téc­
nica se deja ver en la cabeza cortada del propio Almodóvar en los
planos iniciales de la secuencia; o esa improbable actriz de teatro
que se escapa de una función de Lorca Qulieta Serrano) . Destaca
también la predilección de Almodóvar por los monólogos, inaugu­
rados en este filme con el de Cristina Sánchez Pascual, la mujer bar­
buda, que se queja de que su marido descuida su sexualidad mien­
tras mira por la ventana las «erecciones generales».
En Laberinto de pasiones ( 1 982) está en pleno rendimiento el
conflicto entre horno- y heterosexualidad, llevado a la nueva situa­
ción sociopolítica española. Como le dice Hassan a Sadec: «¿Crees
que tus mariconadas son más importantes que el destino de todo un
pueblo?». Es la época del desgobierno, de la sublimación de la dro­
ga, del exhibicionismo en cualquiera de sus manifestaciones, como
muy bien representa el gran Fabio McNamara con su mezcla sui ge­
neris de pluma y glam neoyorquino al principio del filme, especial­
mente en ese ejemplo de exceso mostrativo que es el «rodaje» de una
fotonovela gore dirigida por el propio Almodóvar. Encontramos
también la apología de la máscara, del disfraz y del maquillaje, que

1 62
atrapará a Riza (Imanol Arias) y lo convertirá en un cantante de gru­
po pop.
Una manifestación más del reciclaje, en este caso de las marcas
de la hispanidad, es Matador, en donde la identificación entre toreo
y machismo se complementa con la homosocialidad presente en la
_
subtrama protagonizada por Angel (Antonio Banderas) ; el persona­
je de María Cardenal (Assumpta Serna) servirá de contrapunto a la
masculinidad herida y frágil de Diego (Nacho Martínez). En la se­
cuencia final de Matador, Diego y María perpetran con su acto
sexual la consagración ritual de la muerte como acto amoroso supre­
mo. Lo camp puede tener una presencia más esporádica, como en
¿Qué he hecho yo para merecer esto?, cuya estética, a veces definida
como neorrealista, se rompe con una maravillosa «distracción camp»
(Smith, 2000: 54) en la que el propio Almodóvar, en una de esas
auto-performances que adornan su filmografía, interpreta «La bien
pagá» vestido de húsar y acompañado por un McNamara disfrazado
de Escarlata O'Hara, introduciendo la comparación implícita entre
la vida frustrada de Gloria, que no alcanza la satisfacción sexual con
Antonio, y la plena de Cristal, la vecinita «cortesana» que vive al lado.

PERFORMATIVIDAD Y CUERPO

Los nuevos estudios queer se aproximan asimismo al ámbito del


travestismo como espacio del exceso. El travesti es en muchos sen­
tidos, desde una óptica tradicional, el monstruo, el representante de
la hibridación de formas y de géneros, como el cyborg, como Kika.
Son muchos los autores que han hablado para Almodóvar de tri­
sexualidad, transfeminidad, contrasexualidad . ., por su defensa de una
sexualidad no acatable en los límites de lo biológico. Las denomina­
ciones masculino y femenino son abordadas como códigos converti­
dos «en registros abiertos a disposición de los cuerpos parlantes en el
marco de contratos consensuados temporales» (Preciado, 2002: 28).
Catherine Spencer ha defendido que el director manchego se mueve
a gusto en estos terrenos inestables que implican siempre algún gra­
do de reivindicación identitaria. El filme queer valora la excentri­
cidad de una homosexualidad a la vez fuerte y desplazada, como
sucede en las utopías queer de Almodóvar: «El sujeto homosexual se
constituye en un doble anhelo narcisista y exhibicionista -la es­
cena, el espejo, el espejo en escena-, en el gozo de una mirada
sobre el yo que se sabe y se quiere mirado por el otro» (Spencer,

1 63
2005: 1 87) . El resultado es que, por supuesto, el cuerpo masculino
se erige en espectáculo absoluto.
No es extraño que en el trabajo de Santiago Fouz-Hernández y
Alfredo Martínez-Expósito (2007), revelador de nuevas estrategias
discursivas para representar la corporalidad masculina en el cine es­
pañol, ajenas, por así decirlo, a la virilidad hegemónica y a los con­
ceptos tradicionales de muscularidad o fuerza, Almodóvar ocupe un
lugar de privilegio, en el que las oposiciones binarias, como la de
cuerpo / mente, se deconstruyen y se vuelven obsoletas. Véase el cuer­
po mostrado en las «erecciones generales» de Pepi, Luci, Bom. . . o en
el strip-tease que abre ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; la mirada
sobre el cuerpo homosexual en La ley del deseo, Laberinto de pasiones
o Matador; el cuerpo «discapacitado» pero a la vez atlético de Javier
Bardem, al lado del vigoroso pero poco cerebral de Liberto }\abal,
en Carne trémula; la piel herida de Antonio Banderas en Atame
( 1 990), o la violada en Kika; el cuerpo transformado o «transgene­
rizado» por doquier -Roxy en Pepi, Lucí, Bom. . . , Tina Quintero en
La ley del deseo ( 1 987), Femme letal en Tacones lejanos ( 1 99 1 ) o, por
supuesto, la Agrado en Todo sobre mi madre-, los cuerpos fluidos
del travestismo, siempre dispuestos a una ejecución performativa o
teatral ante la mirada del Otro.
El cuerpo es instrumento que organiza y desorganiza, destruye
y reconstruye el orden del espacio cinematográfico, mediante un
proceso donde la escritura y la imagen fílmica exigen ser llevadas a
la desmesura. No es extraño que la filmografía de Almodóvar haya
estado desde siempre asociada al happening, las performances y la ce­
lebración hedonista de la corporalidad. Véase el homenaje al arte de
la performance y la danza posdramática que se incluye en Hable con
ella (2002), uno de sus filmes más polémicos. En esta película sobre
amistad e incomunicación, la palabra se erige en motivo fundamen­
tal, ya sea a través de los monólogos de Benigno Qavier Cámara)
ante el cuerpo inconsciente de Alicia (Leonor Watling), ya sea en las
conversaciones entre el enfermero y Marco (Daría Grandinetti) .
Como contraste, la apertura nos sitúa en un escenario teatral donde
presenciamos el espectáculo «desgarrador, lírico y conmovedor» del
Café Müller de Pina Bausch, cuyo póster, no lo olvidemos, ya ador­
naba la habitación de Esteban en Todo sobre mi madre. Dos mujeres
con los ojos cerrados se desplazan con movimientos titubeantes
chocando con las paredes, resbalando por el suelo, desesperadas y
absolutamente perdidas. Allí están Benigno y Marco, entre el públi­
co, contemplando conmovidos la escena, que luego aquél le contará

1 64
con detalle a una Alicia, ella misma bailarina, en coma: «El escena­
rio está lleno de sillas y mesas de madera. Salen dos mujeres en com­
binación, y con los ojos cerrados, como dos sonámbulas ... ¡Te da un
miedo que las pobres se choquen con todo ... ! [ ... ] . ¡No te puedes
imaginar lo emocionante que era!» (Almodóvar, 2002: 1 5) .
El cierre, que clausura la película en círculo, nos devuelve a
Marco y a Alicia en el patio de butacas, asistiendo a la representa­
ción de Masurca Fogo, otro espectáculo de Pina Bausch, escuchando
con emoción los suspiros de la bailarina, antes de que su cuerpo sea
transportado «en un mar de manos» por el escenario. Los dos se de­
jan llevar por este espíritu, su historia comienza en ese preciso ins­
tante, como anuncia el letrero que se instala en la base del fotogra­
ma: «MARCO Y ALICIA». Las referencias a Café Müller y a Masurca
Fogo sirven aquí como una alegoría de la no-comunicación y el si­
lencio, pero también como una especie de mise en abyme, igual que
el episodio del filme apócrifo El amante menguante, que Isabel Mau­
rer (2008) ha interpretado como una recreación del mito clásico de
Pigmalión. La performance se concreta en este caso en la renuncia
a la palabra y en la utilización del cuerpo y la danza como medios
para transmitir sentimientos: el movimiento de las bailarinas tema­
tiza la incapacidad de comunicación, la alienación entre las parejas,
la ausencia de intimidad ... La danza sirve para expresar emociones
indescriptibles a través del silencio, el cuerpo se piensa en conexión
con otros cuerpos y así se entiende mejor el delito de Benigno, que
desea confundirse con otro cuerpo, ser otro cuerpo (Gutiérrez Al­
billa, 2005).
En definitiva, la idea de performance, como ha indicado Isolina
Ballesteros (2009), es eje primordial del cine de Almodóvar, plagado
de personajes que ejecutan en la pantalla su condición de músicos,
cantantes, actores de teatro o cine, dobladores, presentadores de te­
levisión, drag queens, toreros ... Los personajes se caracterizan más y
mejor a través de la representación de un papel en el escenario. Esta­
mos ante una muestra más del giro performativo de las artes, un mo­
mento de emergencia de sujetos que chocan contra cualquier mode­
lo opresivo, que buscan afectivamente el contacto directo con el
público, que cuestionan los límites entre la realidad y la ficción a tra­
vés de continuos giros metarreflexivos. Véanse las actuaciones de Riza
(Imanol Arias) en Laberinto de pasiones, su necesidad de ocultar su
condición «real» incorporándose activamente al ambiente nocturno
de la movida, en donde el propio Almodóvar y Fabio McNamara in­
terpretan «Suck lt to Me» y el grupo Ellos canta «La Gran Ganga».

165
Hay otros ejemplos igualmente significativos. Para Tanja Bol­
low (2009), el clímax de La ley del deseo se sitúa en la escena en la
que Tina Quintero (Carmen Maura) representa La Voix humaine,
de Jean Cocteau, en montaje de su hermano Pablo (Eusebio Ponce­
la), pues en ella se sintetiza todo el drama familiar: la cámara frontal
nos muestra a Ada (Manuela Velasco) , la niña abandonada, inter­
pretando en play-back «Ne me quitte pas» encima de una dolly que
atraviesa el espacio escénico de un lado a otro, mientras al fondo
contemplamos la desesperación de Tina, que destroza la habitación
y habla por teléfono con su interlocutor ausente, aunque en realidad
acabe por dirigir sus palabras a una Bibi Andersen, la madre de Ada,
que la observa entre bastidores, y que, tras protagonizar una secuen­
cia con su hija en el camerino, acabará por abandonarlas a las dos.
La vida es performance o todo el mundo es performance en La ley del
deseo, filme en el que se insiste de nuevo en la presencia del intertex­
to musical (los «números»), en el carnaval y el rito, en el funciona­
miento de identidades en tránsito, fluidas, móviles; en la realidad
como puesta en escena.
La performatividad, en el sentido de Judith Butler, es un juego
de identidades y de estrategias que no excluyen la presencia de la
máscara y la ocultación lúdica del yo. De este modo, el ser se asume
y enseguida se pone en cuarentena. Las mujeres de Almodóvar, ha
señalado Jean-Claude Seguin, «pueden ser figuras múltiples, como
repetitivas, aparentemente similares pero disociadas, nunca idénti­
cas, funcionan como multiplicaciones, dando al grupo unas formas
variables, movedizas entre las ritualizaciones [ ] y los desborda­
...

mientos, las multiplicidades» (2009: 258). Se mueven siempre en


falsos equilibrios, en estados transitorios, dispuestas a mostrarse y a
esconderse luego. Es esta aceptación de la polaridad verdad-mentira
la que conduce al disfraz como medio de escaparse de las atmósferas
opresivas y represoras de la sociedad española. En palabras de Almo­
dóvar: «Contra ese machismo manchego que yo recuerdo tal vez
agigantado de mi niñez, las mujeres fingían, mentían, ocultaban y
de ese modo permitían que la vida fluyera y se desarrollara sin que
los hombres se enteraran ni la obstruyeran. Además de vital, era es­
pectacular. El primer espectáculo que vi fue el de varias mujeres ha­
blando en los patios» ( 1 999: 1 69) .
Como en este recuerdo, la teatralidad sirve al director para tras­
cender la realidad inmediata, que es sustituida por la simulación, el
artificio y una saturación de códigos que conducen a la idea de hi­
perrealidad, el célebre hiperreal almodovariano que tan bien simbo-

1 66
liza Mujeres al borde de un ataque de nervios. «Creo que Mujeres. . .
sigue siendo m i película más teatral», l e confiesa a Frédéric Strauss
(200 1 : 76)89• Se trata, inicialmente, de una libérrima adaptación de
La voz humana, sólo que Almodóvar decidió esta vez comenzar la
acción cuarenta y ocho horas antes del monólogo de la protagonis­
ta. Cocteau no es referente único, pues se percibe también la huella
de Georges Feydeau y la comedia de bulevar, que él mismo reconoce:
«Llegué a ello sin darme cuenta y sólo me percaté de que era real­
mente lo que quería al terminar el guión» (ibíd.}. En efecto, la ac­
ción resulta absolutamente enredada, adobada con continuos gui­
ños cinéfilos, desde el mismo doblaje del ]ohnny Guitar (Nicholas .

Ray, 1 954), en el que Carmen Maura da voz a una mujer muda ante
la rotundidad de las palabras masculinas. Se juega a falsificar la rea­
lidad desde el artificio, con presencia de maquetas y de planos im­
posibles. La terraza de Pepa es «posiblemente el espacio privado
dentro del mapa urbano que mejor reproduce el hiperreal almodo­
variano, pues por su artificialidad se constituye en el eje de una his­
toria en el interior de un Madrid simulado» (Varderi, 1 996: 162) .
Es el trompe l'oeil el simulacro con plena conciencia del j uego y del
artificio, el mismo simulacro que Severo Sarduy admirará en Taco­
nes lejanos:
Vi pues y reví Tacones lejanos y las precedentes en vídeo o en
la televisión. La primera percepción es la de una fuente común
-el eidos popular, la doxa de lo hispánico desde La Celestina has­
ta Lola Flores- con dos desbordamientos o excesos: la imagen y
la frase. La sorna, el cachondeo -como diría Almodóvar-, el
cubanísimo choteo como programas estéticos, como mecánica
de aprehensión de lo real [ . . . ] . Realismo, sí, porque el barroco lo
es desde el Caravaggio; pero en una anamorfosis de irreverencia
e irrisión (cit. en Varderi, 1996: 1 35).

No es entonces de extrañar que la película finalice con unos tí­


tulos de crédito acompañados por la canción de La Lupe «Lo tuyo
es puro teatro», cuya letra, como indica Almodóvar en la conver­
sación con Frédéric Strauss (200 1 : 77) , encaja a la perfección con

89 No es por lo tanto extraño que se realizara una adaptación teatral del filme,
escrita por Samuel Adamson y dirigida por Tom Cairns. Ali About my Mother fue
estrenado en 2007 en el Old Vic, el espacio teatral dirigido por Kevin Spacey. Más
tarde (201 0) vendría su adaptación al género musical en Broadway, dirigida por
Barlett Sher, con libreto de Jeffrey Lane y música de David Yazbek.

1 67
la temática de engaño continuo al que los hombres someten a las
mujeres en cuestiones amorosas: «Igual que en un escenario / fin­
ges tu dolor barato. / Tu drama no es necesario, / yo conozco ese tea­
tro / [ . . ] / Teatro / lo tuyo es puro teatro, / falsedad bien ensayada /
.

estudiado simulacro».

EL FILME DE TEATRO

En otro capítulo he denominado filme de teatro o filme sobre la


institución-teatro a aquel que tiene como tema el proceso que lleva a
una puesta en escena y como protagonistas a todos los agentes que
participan en ella, a aquel que diegetiza, parcial o completamente, el
dispositivo teatral. Almodóvar tantea este género en Todo sobre mi
madre ( 1 999) , un filme en el que las referencias teatrales y fílmicas se
expanden en un universo complejo y seductor. El homenaje a Eva al
desnudo (AllAbout Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1 952) queda patente
desde las secuencias 2 y 3, cuando Manuela y su hijo Esteban ven en
la televisión la llegada de Eve Harrington al camerino de Margo y
aquélla reconoce por primera vez su pasado como actriz de teatro
independiente: «hacíamos un espectáculo basado en textos de Boris
Vian. . . cabaret para intelectuales» (Almodóvar, 1 999: 2 1 ) . Manuela
se dedica ahora a la dramatización de la donación de órganos, donde
esa faceta teatral sigue presente. En las secuencias 8 y 9, Esteban es­
cribe su diario sobre el fondo de una foto enorme que decora la fa­
chada del Teatro Bellas Artes, donde Huma Rojo representa Un
tranvía llamado deseo. Sobre esa foto se proyecta asimismo la imagen
de una Manuela vestida como Eve, con gabardina y gorro. Ambos
asisten a la representación, que Manuela vive con una intensidad
muy especial, pues, como reconoce de inmediato, hace años partici­
pó en un montaje de la pieza de Tennessee Williams como Stella, al
lado del padre de Esteban, Kowalski en la función. Salen del teatro
Nina Cruz y Huma, que se suben a un taxi. Esteban los persigue
para conseguir un autógrafo, como en el comienzo de Opening Night
Oohn Cassavetes, 1 977), y es arrollado por un coche (secuencia 1 8).
El recuerdo de s u hijo lleva a Manuela a viajar a Barcelona e n busca
de su padre, el travesti Lola. Allí se reencuentra con su vieja amiga
Agrado, otro travesti, y conoce a la Hermana Rosa, embarazada de
un hijo de Lola. En la secuencia 52, Manuela vuelve a ver la pieza
de Huma Rojo, esta vez en el Teatro Tívoli. Al final de la representa­
ción se esconde en un lavabo y se presenta en el camerino de la actriz

1 68
(secuencia 57) : Huma se desespera al saber que Nina, su amante, ha
huido, y ambas deciden buscarla en los barrios de trapicheo... Entre
ambas nace una buena amistad, siempre vinculada a su origen tea­
tral. Las mujeres tienen algo de actrices. Huma, por ejemplo, viste
como Gena Rowlands y fuma como Bette Davis. Manuela se con­
vierte en asistente de Huma, asiste a los pases repitiendo en voz baja
el texto, antes de tener la oportunidad de sustituir a Nina en su papel
de Stella (secuencia 78), igual que Eve en la secuencia del filme de
Mankievicz que madre e hijo veían al comienzo de Todo sobre mi
madre: «sé mentir muy bien, y estoy acostumbrada a improvisar»
(1 999: 78), le dice a Huma para convencerla. Manuela confiesa a su
amiga el motivo de su primera visita, el recuerdo abrumador de
su hijo pidiéndole un autógrafo . . . Manuela decide dedicarse a cuidar
a su amiga Rosa y Agrado ocupa la plaza de asistente. Cuando Rosa
enferma en el hospital en compañía de sus amigas, Agrado improvi­
sa el relato de su vida ante el público del teatro (secuencia 1 03) . Los
acontecimientos se precipitan. Rosa muere y Manuela habla con su
exmarido en el entierro: Lola es la imagen de «la muerte en persona».
Manuela huye con el niño, el segundo Esteban, a Madrid. Vuelve
finalmente a Barcelona a reencontrarse con Huma, que ahora está
montando un Haciendo Lorca con Lluís Pasqual (secuencia 1 1 6),
subtitulado «Homenaje a García Lorca y a Esteban, u n joven que
murió a las puertas de un teatro, una noche de tormenta». Manuela,
Agrado y Huma se reúnen como otras veces en el camerino. Manue­
la le da a Huma la foto de su hijo muerto, que Lola le había regalado
a ésta. El Regidor cierra la secuencia con sus palabras: «jLa función
va a empezar!». La pantalla se llena con unos cortinones rojos de fle­
cos dorados sobre los que aparece sobreimpresionada la siguiente de­
dicatoria: «A Bette Davis, Gena Rowland, Romy Schneider... A todas
las actrices que han hecho de actrices. A todas las mujeres que ac­
túan. A los hombres que actúan y se convierten en mujeres. A todas
las personas que quieren ser madres. A mi madre» (1999: 122) .
Más allá de este homenaje explícito, la película se inscribe en
este «no-género» del filme de teatro, encadenándose como nunca a
una tradición que ha dado frutos incomparables. La intertextuali­
dad presente en esta película de Almodóvar se extiende a la cita de
All About Eve y a la alusión a L1mportant c'est d'aimer (Andrzej Zu­
lawski, 1 975), en lo que se refiere explícitamente a la presencia del
mundo del teatro y al protagonismo de personajes-actrices. El teatro
está presente también en ámbitos más extraños, como vemos en la
dramatización (un tanto proléptica) del seminario sobre donación

1 69
de órganos, grabada además en vídeo. En Todo sobre mi madre, un
filme con el que Almodóvar pretende exacerbar la capacidad de las
mujeres para el fingimiento («mujeres que actúan en la vida o en el
escenario»), se introduce el teatro dentro del cine de un modo es­
pecular, a través de algunas escenas de Un tranvía llamado deseo
(existió el proyecto de que Almodóvar llevase a los escenarios esta
pieza) , pero no olvidemos tampoco la performatividad del papel de
Lola, el travesti atormentado y enfermo, o el de una Agrado que tie­
ne un cuerpo «todo hecho a medida», como tan bien expresa en su
citadísimo monólogo:
Bona nit. Por causas ajenas a su voluntad, dos de las actrices
que diariamente triunfan sobre este escenario, hoy no pueden es­
tar aquí, ¡pobrecillas! Así que se suspende la función. A los que
quieran se les devolverá el dinero de la entrada. Pero a los que no
tengáis nada mejor que hacer, pa una vez que venís al teatro es
una pena que os vayáis. Si os quedáis, yo prometo entreteneros
contándoos la historia de mi vida [ . . .] . Adiós, lo siento . . . [a los
que se marchan] . Si les aburro hagan como que roncan. Así [imi­
ta el sonido de un ronquido, un poco exagerado] . Yo me cosco
enseguida. . . Y para nada herís mi sensibilidad, ¿eh? De verdad. . .
[ . . . ] . Me llaman L a Agrado porque toda m i vida sólo h e preten­
dido hacerle la vida agradable a los demás [ . .] . Además de agra­
.

dable, soy muy auténtica. ¡Miren qué cuerpo! Reparen. ¡Todo


hecho a medida! [ . . . ] . Rasgado de ojos, ochenta mil. Nariz, dos­
cientas, tiradas a la basura porque un año después me la pusieron
así de otro palizón. Ya sé que me da mucha personalidad, pero si
llego a saberlo no me la toco. Continúo: Tetas, dos. Setenta cada
una, pero éstas las tengo ya superamortizadas. Silicona en labio,
frente, pómulo, cadera y culo [ . . . ] . Limadura de mandíbula, se­
tenta y cinco mil. Depilación definitiva con láser, porque la mu­
jer «también» viene del mono, tanto o más que el hombre, sesen­
ta mil por sesión. Depende de lo barbuda que seas, lo normal es
de dos a cuatro sesiones, pero si eres folclórica, necesitas más,
claro [ . . ] . Lo que les estaba diciendo, ¡cuesta mucho ser auténti­
.

ca! Pero no hay que ser tacaña con nuestra apariencia. Una es más
auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma...
( 1 999: 1 02-1 04) .

El propio Almodóvar reconoce en el monólogo el artificio de


una teatralidad que, paradójicamente, enfrenta al espectador con la
verdad del personaje, que expresa su ser en primera persona y en voz
alta y que crea también un entorno mágico en donde la palabra
debe hipnotizar al espectador. Pero en el personaje de Agrado, como

1 70
en muchos otros almodovarianos, descubrimos de nuevo el culto y
la fascinación por el cuerpo tatuado, pinchado, mostrado, corre­
gido, operado . . . Como señala Allinson (200 1 : 9 1 ), el género sexual
se presenta aquí como un «constructo móvil» en el que la identi­
dad se ve envuelta en un juego de apariencias y seducción, en una
mascarada en la que el ser humano emprende una búsqueda sin fin
de autenticidad a través de la oposición mostración/ocultación. Lo
performativo, como ha señalado Ballesteros (2009: 75), tiene tam­
bién un valor terapéutico para quien lo ejecuta y quien lo recibe. En
Todo sobre mi madre, el teatro sirve para crear solidaridad entre el
grupo de mujeres (Manuela, Huma, Rosa, Agrado e incluso Nina) ,
particularmente en el espacio teatral del camerino: «El camerino es
como el patio de mujeres en el que se tramaban todas las historias,
en el que se genera la narración misma. El camerino es esa parte tra­
sera del teatro, la otra cara. Si en el teatro se interpreta y se finge,
el camerino es la cuna de las verdades» (cit. por Colmenero Santia­
go, 200 1 : 1 05).
Como e n Hable con ella, l a película s e cierra con un telón sobre
el que se superponen las palabras de homenaje a las mujeres que ac­
túan y a todos los hombres que actúan como mujeres, enlazando
nuevamente esta película con la idea de una hibridación lúdica en la
que la distinción radical entre los géneros, léase los sexuales y los ar­
tísticos, habrá de ser borrada para siempre, en un ejercicio de inter­
medialidad con el que doy por cerrado este volumen.

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