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CUENTOS POR TELEFONO

Érase una vez...

...el señor Bianchi, de Varese. Su profesión de viajante de comercio le obligaba a viajar durante
seis días a la semana, recorriendo toda Italia, al Este, al Oeste, al Sur, al Norte y al centro, vendiendo
productos medicinales. El sábado regresaba a su casa y el lunes por la mañana volvía a partir Pero antes
de marcharse su hija le recordaba:

-Ya sabes, papá: un cuento cada noche.

Porque aquella niña no podía dormirse sin que le contaran un cuento y su mamá le había
explicado ya todos los que sabía, incluso tres veces. Y así cada noche, estuviera donde estuviese, el señor
Bianchi telefoneaba a Varese a las nueve en punto y le contaba un cuento a su hija. Este libro es, pues,
precisamente el de los cuentos del señor Bianchi. Veréis que todos son un poquito cortos, claro, el señor
Bianchi tenía que pagar las conferencias de su bolsillo y por eso no podía hacer llamadas muy largas.
Sólo alguna vez, cuando había realizado un buen negocio se permitía unos minutos de más. Me han dicho
que cuando el señor Bianchi telefoneaba a Varese las señoritas de la telefónica suspendían todas las
llamadas para escuchar sus cuentos. ¡Claro! Algunos son tan bonitos...

EL PAÍS SIN PUNTA

Juanito Pierdedía era un gran viajero. Viaja que te viaja, llegó una vez a un pueblo en que las
esquinas de las casas eran redondas y los techos no terminaban en punta, sino en una suave curva. A lo
largo de la calle corría un seto de rosas, y a Juanito se le ocurrió ponerse una en el ojal. Mientras cortaba
la rosa estaba muy atento para no pincharse con las espinas, pero en seguida se dio cuenta de que las
espinas no pinchaban; no tenían punta y parecían de goma. y hacían cosquillas en la mano.

- Vaya, vaya - dijo Juanito en voz alta.

De detrás del seto apareció sonriente un guardia municipal.


- ¿ No sabe que está prohibido cortar rosas?
- Lo siento, no había pensado en ello.
- Entonces pagará sólo media multa - dijo el guardia, que con aquella sonrisa bien habría podido ser el
hombrecillo de mantequilla que condujo a Pinocho al País de los Tontos.

Juanito observó que el guardia escribía la multa con un lápiz sin punta. y le dijo sin querer:
- Disculpe, ¿ me deja su espada?
- ¡Cómo no! - dijo el guardia.
Y, naturalmente, tampoco la espada tenía punta
- ¿Pero qué clase de país es éste? - Preguntó Juanito
- Es el País sin punta- Respondió el guardia, con tanta amabilidad que sus palabras deberían escribirse
todas en letra mayúscula.
- ¿Y cómo hacen los clavos?
- Los suprimimos hace tiempo: sólo utilizamos goma de pegar Y ahora, por favor, déme dos bofetadas.

Juanito abrió la boca asombrado, como si hubiera tenido que tragarse un pastel entero.
- Por favor, no quiero terminar en la cárcel por ultraje a la autoridad. Si acaso, las dos bofetadas tendría
que recibirlas yo, no darlas.
- Pero aquí se hace de esta manera -le explicó amablemente el guardia-. Por una multa entera, cuatro
bofetadas: por media multa. Sólo dos.
- ¿Al guardia?
- Al guardia.
- Pero esto no es justo; es terrible.
- Claro que no es justo, claro que es terrible -dijo el guardia-. Es algo tan odioso que la gente, para no
verse obligada a abofetear a unos pobrecillos inocentes, se mira muy mucho antes de hacer algo contra la
ley. Vamos, déme las dos bofetadas, y otra vez vaya con más cuidado.
- Pero yo no le quiero dar ni siquiera un soplido en la mejilla: en lugar de las dos bofetadas le haré una
caricia.
- Siendo así -concluyó el guardia-, tendré que acompañarle hasta la frontera.

Y Juanito humilladísimo, fue obligado a abandonar el País sin punta Pero todavía hoy sueña con poder
regresar allí algún día, para vivir del modo más cortés, en una bonita casa con un techo sin punta.

BRIF, BRUF, BRAF

Dos niños estaban jugando, en un tranquilo patio, a inventarse un idioma especial para poder
hablar entre ellos sin que nadie más le entendiera.
- Brif, braf- dijo el primero.
- Braf, brof - respondió el segundo.
Y soltaron una carcajada.

En un balcón del primer piso había un buen viejecito leyendo el periódico, y asomada a la
ventana de enfrente había una viejecita ni buena ni mala.
- ¡Que tontos son esos niños! - dijo la señora.
Pero el buen hombre no estaba de acuerdo:
- A mi no me lo parecen
- No va a decirme que ha entendido lo que han dicho...
- Pues sí, lo he entendido todo. El primero ha dicho: « ¡Qué bonito día!». El segundo ha contestado:
«Mañana será más bonito todavía».

La señora hizo una mueca. pero no dijo nada, porque los niños se habían puesto a hablar de
nuevo en su idioma.
- Marasqui, banabasqui, pippinimosqui - dijo el primero.
- Bruf- respondió el segundo.
Y de nuevo los dos se pusieron a reír.

-¡No irá a decirme que ahora también los ha entendido...! -exclamó indignada la viejecita.
- Pues ahora también lo he entendido todo -respondió sonriendo el viejecito-. El primero ha dicho: «Qué
felices somos por estar en el mundo». Y el segundo ha contestado. «El mundo es bellísimo».
- Pero ¿acaso es bonito de verdad'? -insistió la viejecita.
- Brif, bruf, braf - respondió el viejecito.

¿QUIÉN QUIERE COMPRAR LA CIUDAD DE ESTOCOLMO?

En el mercado de Gavirate hay a veces unos hombrecillos que venden de todo, y son tan buenos
vendedores que sería difícil encontrar otros mejores.

Un viernes llegó un hombrecillo que vendía cosas raras: el Montblanch, el océano Indico, los
mares de la Luna, y era tan buen charlatán que al cabo de una hora sólo le quedaba la ciudad de
Estocolmo.

La compró un barbero, a cambio de un corte de pelo con fricción. El barbero colgó entre dos
espejos el certificado que decía Propietario de la ciudad de Estocolmo, y lo mostraba orgulloso a los
clientes, respondiendo a todas sus preguntas.
- Es una ciudad de Suecia: es más, es la capital.
- Tiene casi un millón de habitantes y, naturalmente, todos me pertenecen.
- También tiene mar, claro, pero no sé de quién es.

El barbero fue ahorrando poco a poco, y el año pasado marchó a Suecia a visitar su propiedad.
La ciudad de Estocolmo le pareció maravillosa, y los suecos, amabilísimos. Estos no entendían ni una
palabra de lo que él decía, y él no entendía ni media palabra de lo que le respondían.
- Soy el dueño de la ciudad, ¿lo sabíais o no? ¿Os lo han comunicado?
Los suecos sonreían y decían que si, porque no lo entendían pero eran amables, y el barbero se
frotaba las manos muy contento:
- ¡Una ciudad tan grande por un corte de pelo y una fricción! Verdaderamente, la he comprado a buen
precio.

Pero en cambio se equivocaba y le había costado demasiado cara. Porque el mundo es de todos
los niños que llegan a él, y para tenerlo no hay que pagar ni un céntimo, sólo hay que arremangarse,
alargar las manos y tomarlo.

UNA VIOLETA EN EL POLO NORTE

Una mañana. el oso blanco del Polo Norte olfateó en el aire un olor insólito, y se lo hizo notar a
la osa mayor (la menor era su hija):
- ¿Habrá llegado alguna expedición?

Pero, en cambio, fueron los ositos quienes encontraron una violeta. Era una pequeña violeta de
color violeta y temblaba de frío, mas continuaba perfumando el aire animosamente, porque éste era su
deber.
- Mamá, papa - gritaron los ositos.
- Ya dije yo en seguida que aquí había algo raro -hizo observar inmediatamente el oso blanco a su
familia-. Y, según me parece, no es un pez.
- Seguro que no -dijo la osa mayor-, pero tampoco es un pájaro.
- También tu tienes razón - dijo el oso después de haberlo pensado un buen rato.

Antes del atardecer, la noticia se había difundido por todo el Polo: un pequeño y extraño ser
perfumado de color violeta, había aparecido en el desierto de hielo, se sostenía sobre una sola pierna y no
se movía. Llegaron focas y morsas para ver la violeta. De Siberia llegaron los renos; de América, los
almizcleros, de más lejos todavía, zorras blancas, lobos y urracas marinas. Todos admiraban la flor
desconocida, su tallo tembloroso: todos aspiraban su perfume, pero siempre quedaba suficiente para los
que llegaban los últimos a oler, siempre quedaba el mismo que antes.
- Para despedir tanto perfume –dijo una foca-, debe de tener una reserva bajo el hielo.
- Eso es lo que yo dije enseguida –exclamó el oso blanco-; dije que había algo debajo.
No había sido exactamente lo que dijo, pero ya nadie se acordaba de ello.

Una gaviota, que había sido mandada al Sur en busca de información, regresó con la noticia de
que el pequeño ser perfumado se llamaba violeta y en algunos países de por allá las había a millones.
Sabemos lo mismo que antes -observó la foca-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí precisamente esta violeta'?
Os diré lo que pienso: estoy bastante perpleja.
- ¿Cómo ha dicho que está? - preguntó el oso blanco a su mujer.
- Perpleja. Es decir, que no sabe a qué atenerse.
- Eso -exclamó el oso blanco-, exactamente, es lo que me sucede a mí.

Aquella noche, un terrible temblor recorrió todo el Polo. Los hielos eternos temblaban como
cristales y se resquebrajaron por varias partes. La violeta despidió un perfume más intenso, como si
hubiera decidido derretir de golpe el inmenso desierto helado para transformarlo en un mar azul y
caliente, o en un prado de terciopelo verde El esfuerzo la agotó. Al amanecer la vieron marchitarse,
doblarse sobre su tallo, perder el color y la vida. Traducido a nuestras palabras y a nuestro idioma, su
último pensamiento debió ser más o menos éste:

«Si, me estoy muriendo... Pero era necesario que alguien empezase. Un día las violetas llegarán hasta aquí
a millones. Los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños».

EL JOVEN CANGREJO

Un joven cangrejo pensó: «¿Por qué todos los miembros de mi familia caminan hacia atrás?
Quiero aprender a caminar hacia delante, como las ranas, y que se me caiga la cola si no lo consigo».
Empezó a entrenarse a escondidas, entre las piedras de su arroyuelo nativo, y los primeros días le
costaba muchísimo trabajo lograrlo. Chocaba contra todo, se magullaba la coraza y una pata se le
enredaba con la otra. Pero las cosas fueron mejorando lentamente, porque todo puede aprenderse cuando
se desea de veras.

Cuando estuvo bien seguro de sí mismo, se presentó ante su familia y les dijo:
- Fijaos.
Y dio una magnífica carrerilla hacia delante.
- Hijo mío -dijo llorando la madre-. ¿has perdido el juicio? Vuelve en ti y camina como te han enseñado
tu padre y tu madre; camina como tus hermanos, que tanto te quieren.
Sus hermanos no obstante, se tronchaban de risa.
El padre se lo quedó mirando un rato severamente, y luego dijo:
- ¡Ya basta! Si quieres quedarte con nosotros, camina como todos los cangrejos. Si quieres hacer lo que te
parezca, el arroyo es bastante grande. Vete y no regreses más.
El buen cangrejo quería a su familia, pero estaba convencido de que tenía la razón, Abrazó a su madre,
saludó a su padre y a sus hermanos y se marchó.

Su paso despertó inmediatamente la sorpresa de un grupo de ranas que, como de buenas comadres, se
habían reunido en tomo a una hoja de nenúfar para charlar.
- El mundo va al revés -dijo una rana-. Mirad a aquel cangrejo y decidme si me equivoco.
- Ya no hay educación - dijo la otra nana.
- Vaya, vaya - dijo una tercera.

Pero, todo hay que decirlo, el cangrejito continuó adelante por el camino que había escogido. En
cierto momento oyó que le llamaba un viejo cangrejote de expresión melancólica, que estaba solitario
junto a un guijarro.
- Buenos días - dijo el joven cangrejo.
El viejo le observó atentamente y luego le preguntó:
- ¿Qué te crees que estás haciendo? También yo, cuando era joven, pensaba enseñar a caminar hacia
adelante a los cangrejos. Y mira lo que he conseguido: vivo solo y la gente se cortaría la lengua antes que
dirigirme la palabra. Mientras estés a tiempo de hacerlo, hazme caso: resígnate a caminar como los demás
y un día me agradecerás el consejo.

El joven cangrejo no sabia que responder y no dijo nada. Pero pensaba: «Yo tengo la razón».
Y después de saludar atentamente al viejo, volvió a emprender de nuevo su camino orgullosamente.

¿Llegará muy lejos? ¿Tendrá suerte? ¿Logrará enderezar todas las cosas torcidas del mundo'?
Nosotros no lo sabemos, porque está todavía caminando con el coraje y la decisión del primer día. Sólo
podemos desearle, de todo corazón: ¡Buen viaje!

EL SOL Y LA NUBE

El Sol viajaba por el cielo alegre y glorioso, en su carro de fuego, despidiendo sus rayos en todas
direcciones, con gran rabia de una nube de tempestuoso humor, que murmuraba.
- Despilfarrador, manirroto: derrocha, derrocha tus rayos, ya verás lo que te queda. En las viñas, cada
racimo de uva maduraba en los sarmientos robaba un rayo por minuto, incluso dos; y no había brizna de
hierba, araña, flor o gota de agua que no tomase su parte.
- Deja, deja que todos te roben: verás de qué manera te lo agradecerán cuando ya no te quede nada que
puedan robarte.

El Sol proseguía alegremente su viaje regalando rayos a millones, a billones, sin contarlos.
Solo en su ocaso contó los rayos que le quedaban, y, mira por dónde, no le faltaba siquiera uno. La nube,
sorprendida, se deshizo en granizo.
El Sol se zambulló alegremente en el mar.

LA ANCIANA TÍA ADA


Cuando fue muy viejecita, tía Ada se fue a vivir al asilo de ancianos. Compartía una pequeña
habitación de tres camas con otras dos viejecitas tan ancianas como ella. Tía Ada escogió inmediatamente
una butaquita que estaba cerca de la ventana y desmenuzó una galleta seca sobre el alféizar.
- ¡Bravo, así vendrán las hormiguitas!- dijeron irónicamente las otras viejecitas. Pero en cambio llegó un
pajarillo del jardín del asilo, picoteó muy contento la galleta y se marchó.
- Ya ves lo que has conseguido -murmuraron las viejecitas-. Se lo ha comido y se ha ido. Igual que
nuestros hijos, que se fueron por el mundo, vete a saber dónde, y ni se acuerdan va de nosotras que los
criamos.

Tía Ada no dijo nada, pero todas las mañanas desmenuzaba una galleta seca sobre el alféizar de
la ventana y el pajarito venia a picotearla, siempre a la misma hora, puntual como un jubilado, y había
que ver lo nervioso que se ponía cuando no la encontraba preparada.

Después de algún tiempo, el pajarillo trajo a sus pequeños, porque había hecho un nido y habían
nacido cuatro y estos también venían todas las mañanas a picotear golosamente la galleta de tía Ada, y
con un poquitín de envidia.

Y ella corría, por así decirlo, con breves pasitos hasta su cómoda y sacaba una galleta seca de
entre el paquete de café y el de caramelos de anís, mientras decía
- Calma, calma, ya voy.
- ¡Ah - murmuraban las otras viejecitas -, si bastara con poner una galleta seca en la ventana para que
regresaran nuestros hijos...! ¿Y los suyos, tía Ada, dónde están los suyos?
La anciana tía Ada ni siquiera lo sabía; quizás en Austria, quizás en Australia; pero ella permanecía
imperturbable. desmenuzaba la galleta para los pajaritos y les decía
- Comed, vamos comed; de lo contrario no tendréis fuerzas para volar. Y cuando habían terminado de
picotear la galleta:
- ¡Vamos, marchaos! ¿A qué esperáis? Las alas están hechas para volar. Las viejecitas meneaban la cabeza
y pensaban que tía Ada estaba quizás un poco chiflada, porque además de ser vieja y pobre, encima hacía
regalos y no pretendía siquiera que le diesen las gracias.

Luego la anciana tía Ada murió, y sus hijos no se enteraron hasta cierto tiempo después, cuando
ya no valía la pena hacer un viaje para asistir a los funerales. Pero los pajaritos volvieron a la ventana
durante todo el invierno, y protestaban porque tía Ada no les había preparado la galleta.

EL REY QUE IBA A MORIRSE

Una vez había un rey que iba a morirse. Era un rey muy poderoso, pero estaba gravemente
enfermo y se desesperaba:
- ¿Cómo es posible que un rey tan poderoso pueda morir? ¿Qué hacen mis magos?¿ Por qué no me
salvan?

Pero los magos habían escapado por miedo a perder la cabeza. Sólo uno se había quedado, un
viejo mago al que nadie hacia caso porque era más bien extravagante e incluso estaba un poco chiflado.
El rey no le consultaba desde hacía mochos años, pero en esta ocasión lo mandó llamar.
- Puedes salvarte -dijo el mago-, pero con una condición: que cedas tu trono por un día al hombre
que más se te parezca. Entonces, él morirá en tu lugar.

Inmediatamente se promulgó un bando por todo el reino: «los que se parezcan al rey, preséntese
en la Corte dentro de veinticuatro horas, bajo pena de muerte». Se presentaron muchos: algunos llevaban
una barba igual que la del rey, pero tenían la nariz un poquitín más larga o más corta y el mago los
descartó; otros se parecían al rey como una naranja se parece a otra en el cajón del verdulero pero el mago
los descartó porque les faltaba un diente o porque tenían un lunar en la espalda.
- Estás descartándolos a todos -reprochaba el rey a su mago-. Déjame probar con uno de ellos,
por lo menos.
- De nada te servirá - decía el mago.

Una tarde el rey y su mago estaban paseando por los bastiones de la ciudad cuando, de repente,
el mago gritó:
- Helo aquí, he aquí al hombre que se te parece más que ningún otro.
Y mientras decía esto señalaba a un mísero mendigo, jorobado, casi ciego, sucio y lleno de costras.
- Pero ¿cómo es posible? –protestó el rey-. Entre nosotros dos hay un abismo.
- Un rey que va a morirse –insistía el mago-, sólo se parece al más pobre, al más desgraciado de la ciudad.
Rápido, cambia tus vestiduras por las suyas durante un día, ponle en tu trono y estarás salvado.
Pero el rey no quiso admitir de ninguna manera que pudiera parecerse a un mendigo. Regresó a palacio
muy malhumorado, y aquella misma noche murió, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano.

REFRANES ANTIGUOS
- De noche -decía un Refrán Antiguo- todos los gatos son pardos
- Y yo soy negro - dijo un gato negro, cruzando la calle.
- Imposible: los Refranes Antiguos siempre tienen razón.
- Pero yo sigo siendo negro - repitió el gato
De la sorpresa y el disgusto, el Refrán Antiguo se cayó del techo y se rompió una pierna.

Otro refrán antiguo fue a ver un partido de fútbol, se acercó a un jugador y le dijo al oído:
- Mejor solo que mal acompañado.
El futbolista intentó jugar solo, pero era algo terriblemente aburrido y no podía ganar nunca, por lo que
regresó al equipo. El Refrán Antiguo de la decepción, cayó enfermo y tuvieron que extirparle las
amígdalas.

Una vez se encontraron tres Refranes Antiguos, y apenas habían abierto la boca cuando empezaron a
discutir:
- El que da primero da dos veces - dijo el primero.
- En absoluto -exclamó el segundo-, en el medio está la virtud.
- Craso error -exclamó el tercero-, hasta el fin nadie es dichoso. Se agarraron del pelo y todavía siguen
zurrándose.

Luego tenemos la historia de aquel Refrán Antiguo que tenía ganas de comerse una pera y se puso bajo el
árbol, mientras pensaba: «La fruta madura cae por su propio peso».
Pero la pera no cayó hasta que no estuvo podrida del todo, y se aplastó contra la cabeza del Refrán
Antiguo, que, muy disgustado, presentó la dimisión.

EL RATÓN QUE COMÍA GATOS


Un viejo ratón de biblioteca fue a visitar sus primos, que vivían en un solar y sabía muy poco del mundo.
- Vosotros sabéis muy poco del mundo -les decía a sus tímidos parientes-, y probablemente ni siquiera
sabéis leer.
- ¡Oh!, cuantas cosas sabes!- suspiraban aquellos.
- Por ejemplo, ¿os habéis comido alguna un gato?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Aquí son los gatos los que se comen a los ratones.
- Porque sois unos ignorantes. Yo he comido más de uno y os aseguro que no dijeron siquiera «¡Ay!».
- ¿Y a qué sabían?
- A papel y a tinta en mi opinión Pero eso no es nada. ¿Os habéis comido alguna vez un perro?
- ¡Por favor!
- Yo me comí uno ayer precisamente: Un perro lobo. Tenía unos colmillos... Pues bien, se dejó comer muy
quietecito y ni siquiera dijo «¡Ay!».
- ¿Y a qué sabía'?
- A papel, a papel. Y un rinoceronte, ¿os lo habéis comido alguna vez'?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Pero nosotros ni siquiera hemos visto nunca a un rinoceronte, ¿Se parece al
queso parmesano, o al gorgonzola?
- Se parece a un rinoceronte, naturalmente. Y ¿habéis comido nunca un elefante, un fraile, una princesa,
un árbol de Navidad?

En aquel momento el gato, que había estado escuchando detrás de un baúl, saltó afuera con un maullido
amenazador. Era un gato de verdad, de carne y hueso, con bigotes y garras. Los ratoncitos corrieron a
refugiarse, excepto el ratón de biblioteca, que, sorprendentemente, se quedó inmóvil sobre sus patas como
una estatuilla. El gato lo agarró y empezó a jugar con él.
- ¿No serás tú quizás el ratón que se come a los gatos?
- Si, Excelencia... Entiéndalo usted... Al estar siempre en una biblioteca...
- Entiendo, entiendo. Te los comes en figura, impresos en los libros.
- Algunas veces, pero sólo por razón de estudio.
- Claro. También a mi me gusta la literatura. Pero, ¿no te parece que deberías haber estudiado también un
poquito de la realidad? Habrías aprendido que no todos los gatos están hechos de papel, y que no todos
los rinocerontes se dejan roer por los ratones.

Afortunadamente para el pobre misionero, el gato tuvo un momento de distracción porque había visto
pasar una araña por el suelo. El ratón de biblioteca regresó en dos saltos con sus libros, y el gato se tuvo
que conformar con comerse la araña.

JAIME DE CRISTAL

En una lejana ciudad nació en cierta ocasión un niño que era transparente. Se podía ver a través
de sus miembros como se ve a través del aire y del agua. Era de carne y hueso y parecía de vidrio, y si se
caía no se rompía en mil pedazos, sino que, como máximo, se hacía un chichón en la frente.
Se veía latir su corazón y se veía sus pensamientos, inquietos como los peces de colores en su pecera.

Una vez el niño dijo una mentira, por equivocación, y la gente vio inmediatamente algo como
una bolita de fuego a través de su frente y dijo la verdad, y la bolita de fuego desapareció. Durante el
resto de su vida no volvió a decir más mentiras. En otra ocasión, un amigo le confió un secreto y todos
vieron inmediatamente algo como una bolita negra que giraba ininterrumpidamente dentro de su pecho, y
el secreto dejó de serlo.

El niño creció, se hizo un muchachote, luego hombre, y todos podían leer sus pensamientos, y
cuando se le hacia una pregunta adivinaban su respuesta antes de que abriera la boca.
Se llamaba Jaime, pero la gente le llamaba Jaime de Cristal, y lo apreciaban por su lealtad. A su lado
todos se volvían amables.

Desgraciadamente, un día subió al gobierno de aquel país un feroz dictador y comenzó entonces
un periodo de opresiones, de injusticias y de miseria para el pueblo. El que osaba protestar desaparecía sin
dejar huella. El que se rebelaba era fusilado. Los pobres eran perseguidos, humillados y ofendidos de cien
maneras.
La gente callaba y aguantaba, temerosa de las consecuencias.
Pero Jaime no podía callar. Aunque no abriese la boca, sus pensamientos hablaban por él: era transparente
y todos leían en su frente sus pensamientos de desdén y de condena a las injusticias y violencias del
tirano. Luego, a escondidas, la gente comentaba los pensamientos de Jaime y así renacía en ellos la
esperanza.
El tirano hizo detener a Jaime de Cristal y ordenó que lo encerraran en la más oscura de las
prisiones.
Pero entonces sucedió algo extraordinario. Las paredes de la celda en que había sido encerrado Jaime se
volvieron transparentes. Y luego también las paredes del edificio, y finalmente también los muros
exteriores de la prisión. La gente que pasaba cerca de la cárcel veía a Jaime sentado en su taburete, como
si la prisión fuese también de cristal, y continuaban leyendo sus pensamientos. Por la noche la prisión
esparcía a su alrededor una gran luminosidad y el tirano hacía cerrar todas las cortinas de su palacio para
no verla, pero ni así conseguía dormir. Incluso estando encarcelado. Jaime de Cristal era más poderoso
que él, porque la verdad es más poderosa que cualquier otra cosa, más luminosa que cl día, más terrible
que un huracán.

EL HOMBRE QUE ROBABA EL COLISEO

Una vez había un hombre al que se le metió en la cabeza la idea de robar el Coliseo de Roma: lo
quería todo para él, no le gustaba tener que compartirlo con los demás. Tomó una bolsa, se fue al Coliseo,
esperó a que el guardia estuviese mirando a otra parte, llenó afanosamente la bolsa de piedras viejas y se
las llevó a casa.
Al día siguiente hizo lo mismo, y todas las mañanas, excepto los domingos, hacía un par de
viajes por los menos, o incluso tres, estando siempre muy atento para que el guardia no le descubriera. El
domingo descansaba y contaba las piedras robadas, que iba amontonando en el desván.
Una vez llenó el desván comenzó a llenar la buhardilla, y una vez llena ésta, escondió las piedras
debajo del sofá, dentro de los armarios y en el cesto de la ropa sucia. Cada vez que volvía al Coliseo lo
contemplaba atentamente desde todos los lados y pensaba: «Parece el mismo de siempre, pero existe una
pequeña diferencia. Por aquella parte es ya un poco más pequeño». Y secándose el sudor, rascaba un
pedazo de ladrillo de una escalinata, arrancaba una piedrecita de un arco y llenaba la bolsa. A su lado
pasaban los turistas, extasiados, con la boca abierta, asombrados, y él sonreía complacido mientras
pensaba a escondidas: «¡Ah, qué sorpresa os vais a llevar el día que no veáis el Coliseo!».

Cuando iba al estanco y veía las postales de colores con la fotografía del grandioso anfiteatro, le
entraba una gran alegría y tenía que disimular su sonrisa sonándose la nariz: «¡Ji! ¡Ji! Dentro de poco, si
queréis seguir viendo el Coliseo vais a tener que conformáros con las postales».

Pasaron los meses y los años. Las piedras robadas se acumulaban debajo de su cama, ocupaban
la cocina, en la que sólo quedaba un estrecho pasillo en el fogón y el fregadero, llenaban la bañera, y
había transformado el corredor en una trinchera. Pero el Coliseo seguía en su sitio y no le faltaba ni un
arco, estaba tan entero como podía estarlo después de que un mosquito se hubiese empeñado en
demolerlo con sus patitas. El pobre ladrón, al envejecerse, fue presa de la desesperación. Pensaba: «¿Me
habré equivocado en los cálculos? Quizás hubiese sido mejor robar la cúpula de San Pedro. Vamos,
ánimo: cuando se toma una decisión hay que saber seguir hasta el final».

Cada viaje le causaba cada vez más fatiga y más dolor. La bolsa le rompía los brazos y le hacía
sangrar las manos. Cuando vió que se acercaba la muerte se trasladó una vez más al Coliseo y subió
trabajosamente de escalinata en escalinata hasta la terraza superior. El sol, al ponerse, se teñía de oro, de
púrpura y de violeta, las antiguas ruinas, pero el pobre viejo no podía ver nada porque las lágrimas y el
cansancio le nublaban la vista. Hubiera deseado quedarse solo, pero los turistas se aglomeraban en la
terracita, expresando en diversas lenguas su asombro. Y he aquí que, entre tantas voces, el anciano ladrón
distinguió la vocecilla argentina de un niño que gritaba:
- ¡Mío! ¡Mío!
- ¡Como desentonaba!, ¡qué fea era aquella palabra dicha allá, ante tanta belleza! Ahora si lo entendía el
viejecito, y hubiera querido decírselo al niño: hubiese querido enseñarle a decir «nuestro» en lugar de
«mío», pero las fuerzas le fallaban.

UNO Y SIETE

He conocido a un niño que era siete niños.


Vivía en Roma, se llamaba Paolo y su padre era tranviario.
Pero también vivía en París, se llamaba Jean y su padre trabajaba en una fábrica de automóviles.
Pero también vivía en Berlín, se llamaba Kurt y su padre era profesor de violoncelo.
Pero también vivía en Moscú, se llamaba Yuri, como el astronauta Gagarin, y su padre era albañil y
estudiaba matemáticas.
Pero también vivía en Nueva York, se llamaba Jimmy y su padre tenía una gasolinera.
¿Cuántos he dicho? Cinco. Faltan dos:
Uno se llamaba Chu, vivía en Shanghai y su padre era pescador; el último se llamaba Pablo, vivía en
Buenos Aires y su padre era pintor de brocha gorda.
Paolo, Jean, Kurt, Yuri, Jimmy, Chu y Pablo eran siete, pero eran a la vez el mismo niño que tenía ocho
años, sabia leer y escribir e iba en bicicleta sin poner las manos en ce manillar.
Paolo era moreno. Jean rubio y Kurt castaño, pero eran el mismo niño. Yuri tenía la piel blanca y Chu la
piel amarilla, pero eran el mismo niño. Pablo iba al cine en español y Jimmy en inglés, pero eran el
mismo niño y reían en el mismo idioma Ahora los siete son mayores y va no podrán hacerse la guerra,
porque los siete son un solo hombre.

EL POZO DE «CASCINA PIANA»

A mitad de camino entre Saronno y Legnano, junto a un gran bosque, se hallaba la «Cascina
Piana», que disponía de tres patios. En ella vivían once familias. En la granja existía un solo pozo para el
agua, y era un pozo raro, porque, si bien había polea para la cuerda, en cambio no había ni cuerda ni
cadena. Cada una de las once familias de la casa tenía colgada una cuerda de la polea y se la llevaba
celosamente a casa. Un solo pozo y once cuerdas. Y si no lo creéis, id a informaros y os contarán, como
me lo han contado a mi, que las once familias estaban desavenidas, se despreciaban continuamente, y que
antes que comprar entre todos una buena cadena y colocarla en la polea a fin de que pudiera servirles a
todos, habrían llenado el pozo de tierra y de hierbajos.

Estalló la guerra y los hombres de la granja tomaron las armas, recomendando a sus mujeres
muchas y variadas cosas, y entre ellas, la de no dejarse robar la cuerda correspondiente.

Luego vino la invasión alemana. Los hombres se hallaban lejos y las mujeres tenían miedo, pero
las cuerdas se encontraban siempre a buen recaudo en las once casas. Un día, un niño de la granja fue al
bosque a recoger un haz de leña y oyó un lamento que salía de unos matorrales. Era un guerrillero herido
en una pierna. Y el niño corrió a llamar a su madre. La mujer estaba asustada y se retorcía las manos;
luego dijo:
-Lo llevaremos a casa y lo mantendremos escondido. Confiemos en que también alguien ayude a tu papá,
ahora soldado, si lo necesita. No sabemos siquiera dónde está y si vive todavía.

Escondieron al guerrillero en el granero y llamaron al médico, diciendo que era para visitar a la
abuela. Pero las demás mujeres de la granja habían visto a la abuela precisamente aquella mañana, sana
como un pollito, y adivinaron que en el fondo había algo escondido. Antes de que transcurrieran
veinticuatro horas, toda la granja se enteró de que había un guerrillero herido en aquel granero, y un viejo
campesino dijo:
- Si se enteran los alemanes, vendrán aquí y nos matarán. Todos tendremos un triste fin.
Pero las mujeres no lo consideraron así. Pensaban en sus esposos lejanos y que quizá ellos también
estuviesen heridos, y tuvieran que esconderse, y suspiraban.
Al tercer día, una mujer tomó unos chorizos del cerdo que habían hecho matar y se los llevó a Catalina, la
mujer que escondió al guerrillero, diciéndole:
- Ese pobrecito tiene que alimentarse. Dale estos chorizos.
Poco después apareció otra mujer con una botella de vino. Luego, una tercera con un saquito de maíz para
la polenta, y luego una cuarta con un trozo de tocino; y antes del anochecer, todas las mujeres de la granja
se había presentado en casa de Catalina, habían visto al guerrillero y le habían entregado sus regalos, en
tanto que se enjugaban una lágrima.

Y durante todo el tiempo que necesitó el guerrillero para curarse de su herida, las once familias
de la granja le cuidaron como si se tratara de un hijo, y nada le faltó. El guerrillero se curó, salió al patio a
tomar el sol, vio el pozo sin cuerda y quedose maravillado. Sofocadas, las mujeres le explicaron que cada
familia tenía su propia cuerda, pero no podían darle una razón satisfactoria. Habrían tenido que decirle
que eran enemigas entre sí, mas esto ya no era verdad, porque habían sufrido juntas, y juntas ayudaron al
guerrillero. Aunque todavía no se habían dado cuenta de ello, el caso es que se habían convertido en
amigas y hermanas, y ya no había motivo alguno para tener once cuerdas.
Entonces decidieron comprar una cadena con el dinero de todas las familias, y ponerla en la polea. Y así
lo hicieron. Y el guerrillero sacó el primer cubo de agua, y fue como la inauguración de un monumento.
Aquella misma noche, el guerrillero, completamente curado, regresó a la montaña.

HISTORIA UNIVERSAL

Al principio, la Tierra estaba llena de fallos y fue una ardua tarea hacerla más habitable. No
había puentes para atravesar los ríos. No habla caminos para subir a los montes. ¿,Quería uno sentarse? Ni
siquiera un banquillo, ni sombra. ¿Se moría uno de sueño? No existían las camas. Ni zapatos ni botas para
no pincharse los pies. No había gafas para los que veían poco. No había balones para jugar un partido;
tampoco habla ni ollas ni fuego para cocer los macarrones. No había nada de nada. Cero tras cero y basta.
Sólo estaban los hombres, con dos brazos para trabajar, y así se pudo poner remedio a los fallos más
grandes. Pero todavía quedan muchos por corregir: ¡arremangaos, que hay trabajo para todos!

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