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Émile Durkheim
Daniel Sazbón [trad.]
Índice:
I 3
II 7
III 11
IV 14
V 17
VI 21
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Lección inaugural del primer curso dictado por Durkheim en Burdeos titulado «La soli-
darité sociale» (1887-1888)
Señores,
Puesto a cargo de enseñar una ciencia nacida recién ayer, y que aún no cuenta
más que con una pequeña cantidad de principios establecidos definitivamente, sería
arriesgado de mi parte no sentirme atemorizado frente a las dificultades de mi tarea. Por
lo demás, esto lo admito sin esfuerzo alguno. Creo, en efecto, que en nuestras universi-
dades, al lado de esas cátedras desde las cuales se enseña una ciencia establecida y
verdades adquiridas, existe lugar para otros cursos, donde el profesor construye en
parte la ciencia a medida que la enseña, donde encuentra en sus oyentes casi tantos co-
laboradores como alumnos, donde busca con ellos, tantea con ellos, a veces también se
extravía con ellos. No vengo por lo tanto a revelarles una doctrina de la que una pe-
queña secta de sociólogos tendría el secreto y el privilegio, ni sobre todo a proponerles
remedios ya hechos para curar a nuestras sociedades modernas de los males que
puedan sufrir. La ciencia no va tan rápido, le hace falta tiempo, mucho tiempo, en par-
ticular para volverse utilizable en forma práctica. El inventario de lo que les aporto es
mucho más modesto y simple de realizar. Creo poder postular con cierta precisión una
cierta cantidad de temas especiales, que vinculados unos con otros forman una ciencia
en el seno de otras ciencias positivas. Para resolver esos problemas, les propondré un
método que pondremos a prueba entre todos. Finalmente, de mis estudios sobre estos
temas he extraído ciertas ideas directrices, ciertos puntos de vista generales, cierta ex-
periencia, si lo prefieren, que espero servirá para guiarnos en nuestras futuras investiga-
ciones.
Espero que esta reserva no tenga el efecto de despertar entre algunos de Uds. el
escepticismo del que los estudios de sociología a veces han sido objeto. Una ciencia
joven no debe ser muy ambiciosa, y tiene tanto más crédito entre los espíritus científi-
cos cuánto más modestamente se presenta. No obstante, no puedo ignorar que existen
todavía ciertos pensadores, en verdad poco numerosos, que dudan de nuestra ciencia y
de su futuro. Evidentemente, no podemos desconocerlos. Pero para convencerlos,
según creo, el mejor método no es el exponer en forma abstracta la cuestión de si la
sociología es o no viable. Una exposición, por excelente que sea, jamás ha convertido a
ningún incrédulo. La única forma de demostrar el movimiento, es marchando. La única
forma de demostrar que la sociología es posible, es haciendo ver que existe y que está
viva. Es por esto que consagraré esta primera lección a exponerles la sucesión de trans-
formaciones por las que ha pasado la ciencia social desde comienzos de siglo; les
mostraré los progresos que ha hecho y los que quedan por hacer, en qué se ha conver-
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tido y en qué se está convirtiendo. De esta exposición concluirán Uds. mismos los servi-
cios que puede prestar esta enseñanza, y el público al que se debe dirigir.
Los economistas han sido los primeros en proclamar que las leyes sociales son
tan necesarias como las leyes físicas, y en hacer de este axioma la base de una ciencia.
De acuerdo a ellos, es tan imposible para la concurrencia no nivelar poco a poco los
precios, o para el valor de las mercaderías no aumentar cuando la población se acre-
cienta, como para los cuerpos no caer siguiendo la vertical, o para los rayos luminosos
no refractarse cuando atraviesan medios de distinta densidad. En cuanto a las leyes
civiles que hacen los príncipes o votan las asambleas, ellas no pueden más que expre-
sar, en forma clara y perceptible, estas leyes naturales, pero no pueden ni crearlas ni
cambiarlas. No se puede dar por decreto un valor a un producto que no lo tiene, es de-
cir, del que nadie tiene necesidad, y todos los esfuerzos de los gobiernos por modificar
a las sociedades a su voluntad son inútiles, cuando no perjudiciales; de este modo, lo
mejor es que se abstengan de ello. Su intervención no puede no ser sino dañina, la na-
turaleza no los necesita. Sigue su curso por sí sola, sin que sea necesario ayudarla ni
contradecirla, suponiendo por otra parte que ello sea posible.
Extiéndase este principio a todos los hechos sociales, y la sociología habrá sido
fundada. En efecto, todo orden especial de fenómenos naturales sometidos a leyes
regulares puede ser objeto de un estudio metódico, es decir, de una ciencia positiva.
Todos los argumentos de la duda chocan contra esta verdad tan simple.
Pero, dicen los historiadores, hemos estudiado a las sociedades, y no hemos descubier-
to la menor ley. La historia no es más que una serie de accidentes que, sin duda, se re-
lacionan unos con otros, siguiendo las leyes de la causalidad, pero sin repetirse jamás.
Esencialmente locales e individuales, pasan para no volver, y en consecuencia son re-
fractarios a toda generalización, es decir, a todo estudio científico, puesto que no hay
ciencia de lo particular. Las instituciones económicas, políticas y jurídicas dependen de
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la raza, del clima y de todas las circunstancias del medio en el cual se desarrollan; cons-
tituyen cantidades heterogéneas que no se prestan a la comparación. Tienen en cada
pueblo su fisonomía propia, a la que se puede estudiar y describir con esmero, pero
todo está dicho una vez que se ha obtenido una monografía bien hecha.
La mejor forma de responder a esta objeción y probar que las sociedades están
sometidas a leyes como todas las cosas sería, seguramente, encontrar tales leyes. Pero
sin esperar hasta que ello ocurra, una inducción muy legítima nos permite afirmar que
existen. Si hay un punto fuera de toda duda hoy en día, es que todos los seres de la na-
turaleza, desde el mineral hasta el hombre, dependen de la ciencia positiva, es decir
que todo sucede siguiendo leyes necesarias. Esta proposición ya no tiene nada de con-
jetural, es una verdad que la experiencia ha demostrado, ya que las leyes han sido des-
cubiertas o al menos las descubrimos poco a poco. Sucesivamente a la física y la quími-
ca, luego la biología y finalmente la psicología se han constituido. Puede incluso decir-
se que de todas la leyes, la mejor establecida experimentalmente —puesto que no se
conoce ninguna excepción, y ha sido verificada una infinidad de veces— es la que pro-
clama que todos los fenómenos naturales se desarrollan siguiendo leyes. Por lo tanto, si
las sociedades están en la naturaleza, deben obedecer también esta ley general que
resulta de la ciencia y a la vez la domina. Sin duda que los hechos sociales son más
complejos que los hechos síquicos, pero éstos a su vez son infinitamente más comple-
jos que los hechos biológicos y físico-químicos, y sin embargo hoy en día no es posible
poner a la vida consciente fuera del mundo de la ciencia. Cuando los fenómenos son
menos simples, su estudio es menos sencillo, pero se trata de una cuestión de vías y de
medios, no de principios. Por otro lado, porque son complejos, tienen algo de más flex-
ible, y toman más fácilmente la impronta de las menores circunstancias que los rodean.
Es por eso que tienen una apariencia más particular y se distinguen más unos de otros.
Pero las diferencias no deben ocultarnos las analogías. Sin duda que existe una enorme
distancia entre la conciencia del salvaje y la del hombre cultivado, y sin embargo una y
otra son conciencias humanas, entre las que existen semejanzas, y que pueden compa-
rarse; el psicólogo, que saca de esta proximidad tanta información valiosa, bien lo sabe.
Lo mismo ocurre con la fauna y la flora en cuyo medio se desarrolla el hombre. Por
diferentes que puedan ser los unos de los otros, los fenómenos producidos por las ac-
ciones y reacciones que se establecen entre individuos semejantes ubicados en medios
análogos deben necesariamente asemejarse en algún sentido y prestarse a compara-
ciones útiles. ¿Se alegará, para escaparse a esta consecuencia, que la libertad humana
excluye toda idea de ley y vuelve imposible toda previsión científica? Esta objeción,
señores, debe dejarnos indiferente, y podemos dejarla de lado, no por desprecio sino
por método. La cuestión de saber si el hombre es libre o no tiene sin dudas su interés,
pero su lugar está en la metafísica, y las ciencias positivas pueden y deben desintere-
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sarse. Existen filósofos que han encontrado en organismos, y hasta en las cosas inani-
madas, una suerte de libre arbitrio y de contingencia. Pero ni el físico ni el biólogo han
cambiado por ello su método; han continuado su camino tranquilamente, sin preocu-
parse por estas sutiles discusiones. En el mismo sentido, la psicología y la sociología no
deben esperar para constituirse que este tema del libre arbitrio del hombre, pendiente
desde hace siglos, encuentre finalmente una solución, la que, por otra parte, todo el
mundo lo reconoce, no parece en absoluto próxima. La metafísica y la ciencia tienen
ambas interés en permanecer independientes una de otra. Podemos por tanto concluir
diciendo: se debe elegir entre estos dos opciones,
o reconocer que los fenómenos sociales son accesibles a la investigación científica,
o bien admitir, sin razón y contrariamente a todas las inducciones de la ciencia, que ex-
isten dos mundos en el mundo: uno en el que reina la ley de la causalidad, otro en el
que reina la arbitrariedad y la contingencia.
Tal es, señores, el gran servicio que han prestado los economistas a los estudios
sociales. Han percibido antes que nadie lo que hay de vivo y espontáneo en las socie-
dades. Han comprendido que la vida colectiva no podía ser instituida bruscamente por
un hábil artificio, que no resultaba de un impulso exterior y mecánico, sino que es en el
seno mismo de la sociedad donde se elabora lentamente. Es así que han podido asen-
tar una teoría de la libertad sobre una base más sólida que una hipótesis metafísica. Es
evidente, en efecto, que si la vida colectiva es espontánea, se debe preservar su espon-
taneidad. Toda interferencia sería absurda.
Sin embargo, no debe exagerarse el mérito de los economistas. Si bien decían
que las leyes económicas son naturales, tomaban el término en un sentido que dismi-
nuía su alcance. En efecto, de acuerdo a ellos no existe nada real en la sociedad más
que el individuo; es de él que todo emana, y es hacia él que todo retorna. Una nación
no es más que un ser nominal, es un término que sirve para designar un agregado
mecánico de individuos yuxtapuestos. Pero no tiene nada de específico que la distinga
del resto de las cosas, sus propiedades son las de los elementos que la componen, au-
mentadas y ampliadas. El individuo es, por lo tanto, la única realidad tangible a la que
puede acceder el observador, y el único problema que la ciencia se puede postular es
el de buscar cómo debe conducirse el individuo en las principales circunstancias de la
vida económica, dada su naturaleza. Las leyes económicas, y más generalmente las
leyes sociales, no serían entonces hechos muy generales que el sabio induce de la ob-
servación de las sociedades, sino consecuencias lógicas que deduce de la definición de
individuo. El economista no dice: «las cosas deben suceder de tal modo, porque la ex-
periencia lo ha demostrado», sino «deben suceder de tal modo, ya que sería absurdo
que fuera de otra forma». El término natural debería entonces ser reemplazado por el
término racional, que no es lo mismo. ¡Si por lo menos este concepto de «individuo»,
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en el que se quiere contenida toda la ciencia, fuera adecuado a la realidad! Pero para
simplificar las cosas, los economistas lo han empobrecido artificialmente. No sólo han
hecho abstracción de todas las circunstancias de tiempo, lugar, región, para imaginar el
tipo abstracto del hombre en general, sino que en ese mismo tipo ideal han dejado de
lado todo lo que no se relacionaba con la vida estrictamente individual, de modo que
de abstracciones en abstracciones no se han quedado más que con el triste retrato del
egoísta en sí.
La economía política perdió así todos los beneficios de su principio. Permaneció
como una ciencia abstracta y deductiva, ocupada no en observar la realidad sino en
construir un ideal más o menos deseable; puesto que este hombre en general, este
egoísta sistemático del que nos habla, no es más que un ente de razón.
El hombre real, el que conocemos y el que somos, es mucho más complejo: pertenece
a un tiempo y a una región, tiene una familia, una ciudad, una patria, una fe religiosa y
política, y todos esos dominios y aún muchos más se mezclan, se combinan de mil
maneras, cruzan y entrecruzan sus influencias, sin que sea posible decir a primera vista
donde comienza uno y dónde termina el otro. Sólo luego de largos y laboriosos análisis,
hoy en día apenas comenzados, es que será posible algún día determinar la parte
aproximada de cada cual. Por lo tanto, los economistas no tenían aún una idea lo sufi-
cientemente precisa de las sociedades para servir verdaderamente de base a la ciencia
social. Puesto que ésta, tomando su punto de partida en una construcción abstracta del
espíritu, si bien podía llegar a demostrar lógicamente posibilidades metafísicas, nunca
establecería leyes. Le faltaba todavía una naturaleza para observar.
II
Si los economistas se han detenido a mitad del camino, es porque estaban mal
preparados para este tipo de estudios. Siendo en su mayor parte juristas, hombres de
negocios o estadistas, eran bastante ajenos a la biología y a la psicología. Pero para
poder integrar a la ciencia social en el sistema general de las ciencias naturales, es
necesario haber practicado al menos una de ellas, y no basta con poseer inteligencia
general y experiencia. Para descubrir las leyes de la conciencia colectiva, es necesario
conocer las de la conciencia individual. Gracias a que Auguste Comte estaba al tanto
de todas las ciencias positivas, de su método y de sus resultados, es que éste se encon-
traba en estado de fundar a la sociología, esta vez sobre bases definitivas.
Auguste Comte retoma la proposición de los economistas; como ellos, declara
que las leyes sociales son naturales, pero da al término su plena acepción científica.
Asigna a la ciencia social una realidad concreta para conocer, las sociedades. Para él, la
sociedad es tan real como un organismo vivo. Sin duda, no puede existir fuera de los
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individuos que le sirven de substrato; es, sin embargo, otra cosa. El todo no es idéntico
a la suma de sus partes, por más que sin ellas no sea nada. De la misma forma, re-
uniéndose bajo una forma definida y mediante lazos duraderos, los hombres forman un
ser nuevo, que tiene su naturaleza y sus leyes propias. Es el ser social. Claro está que
los fenómenos que en él ocurren tienen sus raíces últimas en la conciencia del indivi-
duo. Sin embargo, la vida colectiva no es una simple imagen aumentada de la vida in-
dividual. Presenta caracteres sui generis que las inducciones de la psicología no po-
drían prever por sí mismas. Así, las costumbres, las prescripciones del derecho y de la
moral, serían imposibles si el hombre no fuera capaz de contraer hábitos; son sin em-
bargo algo distinto que los hábitos individuales. Es por lo que Comte otorga al ser so-
cial un lugar determinado en la serie de seres. Lo ubica en el tope de la jerarquía, de-
bido a su mayor complejidad y a que el orden social supone y comprende en sí a los
otros reinos de la naturaleza. Dado que este ser no es reducible a ningún otro, no
puede ser deducido, y para conocerlo debe ser observado. La sociología se encuentra
esta vez en posesión de un objeto que no le pertenece más que a ella, y de un método
positivo para estudiarlo.
Al mismo tiempo, Auguste Comte señalaba en las sociedades una característica
que es su marca distintiva, y que no obstante los economistas habían desconocido. Me
refiero a ese «consenso universal que caracteriza a cualesquiera fenómenos de los cuer-
pos vivientes, y que la vida social manifiesta necesariamente en el más alto gra-
do» (Cours de philosophie positive, IV, 234). Para los economistas, los fenómenos
morales, jurídicos, económicos y políticos discurren paralelamente unos con otros, sin
tocarse, por así decir. De ahí que las ciencias correspondientes puedan desarrollarse sin
conocerse. Se sabe en efecto el celoso esmero que ha puesto siempre la economía
política en defender su independencia. Por el contrario, para Comte los hechos sociales
son demasiado estrechamente solidarios para poder ser estudiados separadamente.
Debido a este vecindad cada una de las ciencias sociales pierde en su autonomía, pero
gana en savia y en vigor. Los hechos que cada una estudiaba por haber sido cortados
del medio natural por el análisis parecían no apoyarse en nada y flotar en el vacío. Aho-
ra que se han aproximado siguiendo sus afinidades naturales, [los hechos sociales]
aparecen como lo que son, rostros diferentes de una misma realidad viviente, la so-
ciedad. En lugar de referirse a fenómenos dispuestos, por así decir, en series lineales,
exteriores las unas de las otras y sin encontrarse más que por azar, nos encontramos en
presencia de un enorme sistema de acciones y reacciones, en ese equilibrio siempre
móvil que caracteriza a la vida. Al mismo tiempo, puesto que percibía bien la compleji-
dad de las cosas sociales, Auguste Comte estaba a cubierto de esas soluciones absolu-
tas que por el contrario adoran los economistas, y con ellos los políticos ideólogos del
XVIII. Cuando no se percibe en la sociedad más que al individuo, del cual además se
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reduce la noción a no ser más que una idea, clara, es cierto, pero seca y vacía, de la que
se ha retirado todo lo que es viviente y complejo, es natural que nada pueda deducirse
que sea complejo, y que se desemboque en teorías simplistas y radicales. Por el con-
trario, si cada fenómeno estudiado es relativo a una infinidad de otros, si cada punto de
vista es solidario de muchos otros puntos de vista, entonces ya no es posible zanjar es-
tos temas de un modo categórico. Resulta indispensable un eclecticismo de cierta índo-
le, cuyo método no necesito evocar. ¡Existen tantas cosas diferentes en la vida! Se debe
poder dar a cada una el lugar que le conviene. Es así como Auguste Comte, al tiempo
que admite con los economistas que el individuo tiene derecho a una gran cuota de
libertad, sin embargo no la quería a ésta sin límites, y declaraba necesaria una disciplina
colectiva. Del mismo modo, reconociendo que los hechos sociales no podían ser arbi-
trariamente creados ni alterados, estimaba que, por su mayor complejidad, eran más
fácilmente modificados y por consiguiente podían ser en cierta medida dirigidos útil-
mente por la inteligencia humana.
He ahí, señores, grandes y serias conquistas, y no es sin razón que la tradición
data a la sociología a partir de Auguste Comte. No debe creerse, sin embargo, que los
trabajos preliminares estén terminados de aquí en más, y que la sociología no tiene más
que seguir apaciblemente su carrera. Tiene ahora su objeto, pero ¡cuán indeterminada
se encuentra! Debe estudiar a la Sociedad, se nos dice; pero la Sociedad no existe. Ex-
isten las sociedades, que se clasifican en géneros y especies como los vegetales y los
animales. ¿De qué sociedad se trata, entonces? ¿De todas a la vez, o de una sola en
particular? Para Comte, Sres., la pregunta ni siquiera se plantea, puesto que estima que
no hay más que una especie social. Como adversario de Lamarck, no admite que el
solo hecho de la evolución puede diferenciar a los seres, al punto de dar origen a espe-
cies nuevas. De acuerdo a él, los hechos sociales son los mismos siempre y en todos la-
dos, con diferencias de intensidad; el desarrollo social, el mismo siempre y en todos
lados, con diferencias de velocidad. Las naciones más salvajes y los pueblos más culti-
vados no son más que estadios distintos de una misma evolución, y es de esta evolu-
ción única que Comte investiga las leyes. La humanidad entera se desarrolla en línea
recta, y las distintas sociedades no son mas que las sucesivas etapas de esa marcha rec-
tilínea. De aquí que los términos sociedad y humanidad sean empleados indistinta-
mente por Comte, uno por el otro. Es que de hecho su sociología es mucho menos un
estudio especial de los seres sociales que una meditación filosófica sobre la sociabili-
dad humana en general. Esta misma razón nos explica otra particularidad de su méto-
do. Si el progreso humano sigue en todos lados la misma ley, el mejor modo de re-
conocerla es, naturalmente, observarla ahí donde se presenta bajo su forma más neta y
acabada, es decir, en las sociedades civilizadas. He ahí por qué para verificar esta céle-
bre ley de los tres estadios, que se supone resume toda la vida de la humanidad, Au-
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guste Comte se ha contentado con pasar revista sumariamente a los principales acon-
tecimientos de la historia de los pueblos grecolatinos, sin ver lo extraño que resulta
asentar sobre una base tan estrecha una ley de tal amplitud.
Comte se vio conducido a adoptar este punto de vista en virtud de la imperfec-
ción en el que se hallaban las ciencias etnológicas en su época, y también por el escaso
interés que le inspiraban este tipo de estudios. Pero hoy en día es evidentemente im-
posible sostener que exista una evolución humana siempre idéntica a sí misma, y que
las sociedades no sean más que diversas variedades de un mismo y único tipo. Ya en
zoología se ha renunciado a la clasificación serial que otrora sedujera a los sabios, gra-
cias a su extrema simplicidad. Cada vez más se admite que el árbol genealógico de los
seres organizados, antes que tener la forma de una línea geométrica, se asemeja más
bien a un árbol muy frondoso del que las ramas salidas por azar desde todos los puntos
del tronco se enlazan caprichosamente en todas las direcciones. De este modo ocurre
con las sociedades. Más allá de lo que sostuviera Pascal, cuya célebre fórmula Comte se
equivoca en recuperar, la humanidad no puede ser comparada a un único hombre que
todavía subsiste, luego de haber vivido todos los siglos pasados. Sino que se asemeja
más bien a una inmensa familia de la que las distintas ramas, cada vez más divergentes
unas de otras, se habrían poco a poco desprendido del tronco común para vivir una
vida propia. ¿Quién puede incluso asegurarnos que este tronco común haya alguna vez
existido? De hecho, ¿no existe entre un clan o una tribu y nuestras grandes naciones eu-
ropeas por lo menos tanta distancia como entre la especie humana y las especies ani-
males inmediatamente inferiores? Por no hablar más que de una sola función social,
¿qué relación existe entre las costumbres bárbaras de una miserable aldea de fuegui-
nos y la ética refinada de las sociedades modernas? Sin dudas que es posible que por
la comparación de todos esos tipos sociales se obtengan leyes muy generales, que los
abarquen a todos, pero no es la observación de uno solo de ellos, aún la más atenta, la
que los revelará.
Este mismo error ha producido otra consecuencia. Ya he mencionado que para
Comte la sociedad era un ser sui generis, pero dado que rechazaba la filosofía de la
descendencia, suponía una solución de continuidad entre cada especie de seres como
entre cada especie de ciencias. No se encontraba entonces en buenas condiciones
para definir y para concebir a ese nuevo ser, que sobreañadía al resto de la naturaleza.
¿De dónde venía, y a qué se asemejaba?; a menudo lo denomina un organismo, pero
no ve nada en esta expresión más que una metáfora de dudoso valor. Dado que su
filosofía le impedía ver en la sociedad la continuación y la prolongación de los seres
inferiores, no podía definirla en función de estos últimos. Y entonces, ¿dónde se po-
drían encontrar los elementos de una definición? Para ser consecuente con sus princi-
pios, estaba obligado a admitir que este nuevo reino no se asemeja a los precedentes; y
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de hecho, aún aproximando la ciencia social a la biología, reclamaba para la primera un
método especial, diferente de aquellos que se siguen en las otras ciencias positivas. Por
lo tanto, la sociología se hallaba anexada al resto de las ciencias, antes que integrada a
él.
III
IV
2° Ciertos juicios, que son admitidos por la universalidad de los ciudadanos, presentan
además el doble carácter de referirse a la práctica y de ser obligatorios. Ejercen una
suerte de ascendiente sobre las voluntades, que se sienten como forzadas a confor-
marse a ellos. Se reconocen bajo estos rasgos a las proposiciones que en conjunto
constituyen la moral. Por lo común no se ve en la moral más que un arte, cuyo fin estaría
en trazar un plan de conducta ideal para los hombres. Pero la ciencia de la moral debe
preceder a su arte. Esta ciencia tiene como objeto estudiar las máximas y las creencias
morales como fenómenos naturales, de los que busca sus causas y sus leyes.
3° Ciertas de estas máximas tienen una fuerza tan obligatoria que la sociedad impide
mediante medidas precisas que sean derogadas. No deja a la opinión pública el cuida-
do de garantizar su respeto, sino que se lo encarga a representantes especialmente au-
torizados. Cuando toman este carácter, particularmente imperioso, los juicios morales
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se convierten en fórmulas jurídicas. Como hemos dicho, existe una ciencia del derecho
como existe una ciencia de la moral, y entre estas dos ciencias existen continuos contac-
tos. Si queremos llevar la división aún más lejos, podríamos reconocer en la ciencia del
derecho dos ciencias particulares, así como hay dos derechos, uno penal y otro que no
lo es. Utilizo a propósito expresiones muy generales, que no prejuzgan la importante
cuestión con la que más adelante nos reencontraremos. Se distinguen así, de una parte,
la ciencia del derecho propiamente dicho, y de otra a la criminología.
Este inventario dista de ser completo. Pero una clasificación que, en el actual es-
tado de la sociología, se presentara como definitiva, no podría ser más que arbitraria. El
marco general de una ciencia que recién está en proceso de consolidarse no puede
tener nada de rigidez: más bien es importante que permanezca abierto a las nuevas ad-
quisiciones. Es así que no hemos hablado ni del ejército ni de la diplomacia, que son
sin embargo fenómenos sociales, de los que es posible hacer su ciencia. Sólo que esta
ciencia no existe aún, ni siquiera en estado embrionario. Ahora, creo que más vale pri-
varse del placer siempre fácil de esbozar a grandes rasgos el plan de una ciencia que
está a ser construida por entero, operación estéril si no es realizada con una maestría
genial. Haríamos una labor más útil ocupándonos solamente de los fenómenos que
han servido de material para las ciencias ya constituidas. Aquí al menos no tenemos
más que continuar una labor ya comenzada en la que, en cierta medida, el pasado ga-
rantiza el porvenir.
Pero cada uno de los grupos de fenómenos que acabamos de distinguir podría
ser examinado sucesivamente bajo dos puntos de vista diferentes, y dar así origen a
dos ciencias.
Cada una de ellos consiste en un cierto número de acciones coordinadas con un objeti-
vo en vista, y como tales se las podría estudiar;
o bien se preferirá estudiar a la entidad encargada de cumplir estas acciones.
En otros términos, se investigará tanto cuál es su rol y cómo lo cumple,
como cuál es su constitución.
Nos reencontraremos de este modo con los dos grandes apartados que dominan toda
la biología,
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las funciones de un lado,
las estructuras del otro;
aquí la fisiología,
allí la morfología.
El economista, por ejemplo, ¿ha de ubicarse bajo el punto de vista fisiológico? Se pre-
guntará por cuáles son las leyes de la producción de valores, de su intercambio, de su
circulación y de su consumo. Por el contrario, bajo el punto de vista morfológico inves-
tigará cómo se agrupan los productores, los trabajadores, los comerciantes y los con-
sumidores; comparará a las corporaciones de antaño con los sindicatos de hoy, la fábri-
ca con el taller, y determinará las leyes de estos diversos tipos de agrupamientos.
Del mismo modo para el derecho: o bien se estudiará cómo funciona, o bien se descri-
birán los cuerpos encargados de hacerlo funcionar.
Esta división es indudablemente muy natural;
sin embargo, en el curso de nuestras investigaciones nos ceñiremos casi exclusivamen-
te al punto de vista fisiológico, y he aquí las razones de esta preferencia. Entre los seres
inferiores existe entre el órgano y la función una relación estrecha, rígida. Una modifi-
cación en la función es imposible si no se produce una correspondiente en el órgano.
Este está como fijado en su rol, porque está determinado en su estructura. Pero no ocu-
rre lo mismo para las funciones superiores de los seres superiores. Aquí la estructura es
de tal modo flexible que no es más un obstáculo para los cambios: puede ocurrir que
un órgano o una parte de un órgano cumpla sucesivamente funciones distintas. Ya en
los seres vivos sabemos que diferentes lóbulos del cerebro pueden reemplazarse unos
a otros con una gran facilidad; pero es sobre todo entre las sociedades donde este
fenómeno se manifiesta con más fuerza. ¿No vemos a cada instante instituciones so-
ciales, una vez creadas, servir a fines que nadie había previsto, y hacia los cuales por lo
tanto no habían sido organizadas? ¿No sabemos que una constitución sabiamente dis-
puesta hacia el despotismo puede a veces convertirse en un asilo para la libertad, o
viceversa? ¿No vemos a la Iglesia católica, en antiguas épocas de su historia, adaptarse
a las circunstancias más diversas de tiempo y lugar, sin dejar de permanecer siempre y
en todas partes idéntica? ¿Cuántas costumbres, cuántas prácticas son todavía hoy en
día lo que eran antaño, a pesar de que su fin y su razón de ser hayan cambiado? Lo que
muestran estos ejemplos es una cierta plasticidad de estructura en los órganos de la
sociedad. Naturalmente, por ser muy flexibles, las formas de vida social tienen algo de
flotante e indeterminado; ofrecen menos relieve para la observación científica y son
más difícilmente accesibles. Por lo tanto, no es por ellas por donde conviene comenzar.
Por lo demás, tienen menos importancia e interés, ya que no son sino un fenómeno se-
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cundario y derivado. Es sobre todo respecto a las sociedades que es cierto afirmar que
la estructura supone y proviene de la función. Las instituciones no se establecen por
decreto, sino que resultan de la vida social y no hacen más que traducirlas exteriormen-
te en símbolos visibles. La estructura es la función consolidada, es la acción convertida
en hábito, y cristalizada. Por lo tanto, si no queremos ver las cosas bajo su aspecto más
superficial, si deseamos llegar hasta sus raíces, es al estudio de las funciones al que
debemos abocarnos.
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