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Curso de Ciencia Social — Clase inaugural [1887 - 1888]

Émile Durkheim
Daniel Sazbón [trad.]

Índice:

I 3
II 7
III 11
IV 14
V 17
VI 21

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Lección inaugural del primer curso dictado por Durkheim en Burdeos titulado «La soli-
darité sociale» (1887-1888)

Señores,

Puesto a cargo de enseñar una ciencia nacida recién ayer, y que aún no cuenta
más que con una pequeña cantidad de principios establecidos definitivamente, sería
arriesgado de mi parte no sentirme atemorizado frente a las dificultades de mi tarea. Por
lo demás, esto lo admito sin esfuerzo alguno. Creo, en efecto, que en nuestras universi-
dades, al lado de esas cátedras desde las cuales se enseña una ciencia establecida y
verdades adquiridas, existe lugar para otros cursos, donde el profesor construye en
parte la ciencia a medida que la enseña, donde encuentra en sus oyentes casi tantos co-
laboradores como alumnos, donde busca con ellos, tantea con ellos, a veces también se
extravía con ellos. No vengo por lo tanto a revelarles una doctrina de la que una pe-
queña secta de sociólogos tendría el secreto y el privilegio, ni sobre todo a proponerles
remedios ya hechos para curar a nuestras sociedades modernas de los males que
puedan sufrir. La ciencia no va tan rápido, le hace falta tiempo, mucho tiempo, en par-
ticular para volverse utilizable en forma práctica. El inventario de lo que les aporto es
mucho más modesto y simple de realizar. Creo poder postular con cierta precisión una
cierta cantidad de temas especiales, que vinculados unos con otros forman una ciencia
en el seno de otras ciencias positivas. Para resolver esos problemas, les propondré un
método que pondremos a prueba entre todos. Finalmente, de mis estudios sobre estos
temas he extraído ciertas ideas directrices, ciertos puntos de vista generales, cierta ex-
periencia, si lo prefieren, que espero servirá para guiarnos en nuestras futuras investiga-
ciones.
Espero que esta reserva no tenga el efecto de despertar entre algunos de Uds. el
escepticismo del que los estudios de sociología a veces han sido objeto. Una ciencia
joven no debe ser muy ambiciosa, y tiene tanto más crédito entre los espíritus científi-
cos cuánto más modestamente se presenta. No obstante, no puedo ignorar que existen
todavía ciertos pensadores, en verdad poco numerosos, que dudan de nuestra ciencia y
de su futuro. Evidentemente, no podemos desconocerlos. Pero para convencerlos,
según creo, el mejor método no es el exponer en forma abstracta la cuestión de si la
sociología es o no viable. Una exposición, por excelente que sea, jamás ha convertido a
ningún incrédulo. La única forma de demostrar el movimiento, es marchando. La única
forma de demostrar que la sociología es posible, es haciendo ver que existe y que está
viva. Es por esto que consagraré esta primera lección a exponerles la sucesión de trans-
formaciones por las que ha pasado la ciencia social desde comienzos de siglo; les
mostraré los progresos que ha hecho y los que quedan por hacer, en qué se ha conver-
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tido y en qué se está convirtiendo. De esta exposición concluirán Uds. mismos los servi-
cios que puede prestar esta enseñanza, y el público al que se debe dirigir.

Desde Platón y su República, no han faltado pensadores que hayan filosofado


sobre la naturaleza de las sociedades. Pero hasta comienzos de este siglo la mayor par-
te de estos trabajos estaban dominados por una idea que constituía un impedimento
radical para la constitución de la ciencia social.
En efecto, casi todos los teóricos de la política veían en la sociedad una obra humana,
un fruto del arte y de la reflexión. Según ellos, los hombres se dispusieron a vivir juntos
porque encontraron que era útil y bueno; se trataría de un artificio que han imaginado
para mejorar un poco su condición.
Una nación no sería entonces un producto natural, como un organismo o como una
planta que nace, crece y se desarrolla en virtud de una necesidad interna,
sino que se asemejaría más bien a esas máquinas que hacen los hombres, en las que
todas sus partes están ensambladas de acuerdo a un plan preconcebido.
Si las células de las que está hecho el cuerpo de un animal adulto se han convertido en
lo que son, es porque estaba en su naturaleza hacerlo. Si se han agregado de tal modo
es porque, dado el medio ambiente, les era imposible hacerlo de otro modo.
Por el contrario, los fragmentos de metal de los que está hecho un reloj no tienen nin-
guna afinidad especial ni por tal forma ni por tal combinación. Si se han dispuesto de
tal modo antes que de otro, es porque el artista así lo ha querido. No es su naturaleza,
sino la voluntad de aquél la que explica los cambios que ha sufrido; es él quien las ha
dispuesto de la manera más conforme a sus designios. ¡Bien!, ocurriría con la sociedad
como con este reloj. No habría nada en la naturaleza del hombre que lo predestinase
necesariamente a la vida colectiva, sino que él mismo la habría inventado e instituido
por completo. Ya sea la obra de todos, como lo quiere Rousseau, o de uno sólo, como
lo piensa Hobbes, habría salido por entero de nuestro cerebro y de nuestra imagi-
nación. No sería en nuestras manos más que un instrumento cómodo, pero del cual en
rigor podríamos prescindir, y al que siempre sería posible modificar a voluntad, ya que
podemos libremente deshacer lo que libremente hemos hecho. Si somos los autores
de la sociedad, podemos destruirla o transformarla. Para ello basta con quererlo.
Tal es, señores, la concepción que ha imperado hasta los últimos tiempos. Sin
duda que, muy de vez en cuando, vemos surgir a la idea contraria, pero sólo por ciertos
instantes y sin dejar detrás de sí huellas durables. El ejemplo ilustre de Aristóteles, el
primero en ver en la sociedad un hecho natural, permaneció prácticamente sin imita-
dores. En el siglo XVIII se ve renacer la misma idea en Montesquieu y Condorcet. Pero
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incluso Montesquieu, quien sin embargo declarara tan firmemente que la sociedad,
como el resto del mundo, está sometida a leyes necesarias, derivadas de la naturaleza
de las cosas, dejó escapar las consecuencias de su principio apenas fuera postulado.
En estas condiciones, entonces, no hay lugar para una ciencia positiva de las socieda-
des, sino únicamente para un arte de la política.
En efecto, la ciencia estudia lo que es:
el arte combina los medios en vista de lo que debe ser. Si las sociedades son entonces
lo que nosotros hacemos de ellas, no hay que preguntarse lo que son, sino lo que de-
bemos hacer con ellas. Dado que no debemos tomar en cuenta su naturaleza, no es
necesario conocerla; basta con fijar el fin que deben cumplir, y encontrar la mejor ma-
nera de acomodar las cosas para que este fin sea cumplido. Se postulará, por ejemplo,
que la meta de toda sociedad es asegurar a cada individuo el libre ejercicio de sus
derechos, y se deducirá de ello toda la sociología.

Los economistas han sido los primeros en proclamar que las leyes sociales son
tan necesarias como las leyes físicas, y en hacer de este axioma la base de una ciencia.
De acuerdo a ellos, es tan imposible para la concurrencia no nivelar poco a poco los
precios, o para el valor de las mercaderías no aumentar cuando la población se acre-
cienta, como para los cuerpos no caer siguiendo la vertical, o para los rayos luminosos
no refractarse cuando atraviesan medios de distinta densidad. En cuanto a las leyes
civiles que hacen los príncipes o votan las asambleas, ellas no pueden más que expre-
sar, en forma clara y perceptible, estas leyes naturales, pero no pueden ni crearlas ni
cambiarlas. No se puede dar por decreto un valor a un producto que no lo tiene, es de-
cir, del que nadie tiene necesidad, y todos los esfuerzos de los gobiernos por modificar
a las sociedades a su voluntad son inútiles, cuando no perjudiciales; de este modo, lo
mejor es que se abstengan de ello. Su intervención no puede no ser sino dañina, la na-
turaleza no los necesita. Sigue su curso por sí sola, sin que sea necesario ayudarla ni
contradecirla, suponiendo por otra parte que ello sea posible.
Extiéndase este principio a todos los hechos sociales, y la sociología habrá sido
fundada. En efecto, todo orden especial de fenómenos naturales sometidos a leyes
regulares puede ser objeto de un estudio metódico, es decir, de una ciencia positiva.
Todos los argumentos de la duda chocan contra esta verdad tan simple.
Pero, dicen los historiadores, hemos estudiado a las sociedades, y no hemos descubier-
to la menor ley. La historia no es más que una serie de accidentes que, sin duda, se re-
lacionan unos con otros, siguiendo las leyes de la causalidad, pero sin repetirse jamás.
Esencialmente locales e individuales, pasan para no volver, y en consecuencia son re-
fractarios a toda generalización, es decir, a todo estudio científico, puesto que no hay
ciencia de lo particular. Las instituciones económicas, políticas y jurídicas dependen de
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la raza, del clima y de todas las circunstancias del medio en el cual se desarrollan; cons-
tituyen cantidades heterogéneas que no se prestan a la comparación. Tienen en cada
pueblo su fisonomía propia, a la que se puede estudiar y describir con esmero, pero
todo está dicho una vez que se ha obtenido una monografía bien hecha.
La mejor forma de responder a esta objeción y probar que las sociedades están
sometidas a leyes como todas las cosas sería, seguramente, encontrar tales leyes. Pero
sin esperar hasta que ello ocurra, una inducción muy legítima nos permite afirmar que
existen. Si hay un punto fuera de toda duda hoy en día, es que todos los seres de la na-
turaleza, desde el mineral hasta el hombre, dependen de la ciencia positiva, es decir
que todo sucede siguiendo leyes necesarias. Esta proposición ya no tiene nada de con-
jetural, es una verdad que la experiencia ha demostrado, ya que las leyes han sido des-
cubiertas o al menos las descubrimos poco a poco. Sucesivamente a la física y la quími-
ca, luego la biología y finalmente la psicología se han constituido. Puede incluso decir-
se que de todas la leyes, la mejor establecida experimentalmente —puesto que no se
conoce ninguna excepción, y ha sido verificada una infinidad de veces— es la que pro-
clama que todos los fenómenos naturales se desarrollan siguiendo leyes. Por lo tanto, si
las sociedades están en la naturaleza, deben obedecer también esta ley general que
resulta de la ciencia y a la vez la domina. Sin duda que los hechos sociales son más
complejos que los hechos síquicos, pero éstos a su vez son infinitamente más comple-
jos que los hechos biológicos y físico-químicos, y sin embargo hoy en día no es posible
poner a la vida consciente fuera del mundo de la ciencia. Cuando los fenómenos son
menos simples, su estudio es menos sencillo, pero se trata de una cuestión de vías y de
medios, no de principios. Por otro lado, porque son complejos, tienen algo de más flex-
ible, y toman más fácilmente la impronta de las menores circunstancias que los rodean.
Es por eso que tienen una apariencia más particular y se distinguen más unos de otros.
Pero las diferencias no deben ocultarnos las analogías. Sin duda que existe una enorme
distancia entre la conciencia del salvaje y la del hombre cultivado, y sin embargo una y
otra son conciencias humanas, entre las que existen semejanzas, y que pueden compa-
rarse; el psicólogo, que saca de esta proximidad tanta información valiosa, bien lo sabe.
Lo mismo ocurre con la fauna y la flora en cuyo medio se desarrolla el hombre. Por
diferentes que puedan ser los unos de los otros, los fenómenos producidos por las ac-
ciones y reacciones que se establecen entre individuos semejantes ubicados en medios
análogos deben necesariamente asemejarse en algún sentido y prestarse a compara-
ciones útiles. ¿Se alegará, para escaparse a esta consecuencia, que la libertad humana
excluye toda idea de ley y vuelve imposible toda previsión científica? Esta objeción,
señores, debe dejarnos indiferente, y podemos dejarla de lado, no por desprecio sino
por método. La cuestión de saber si el hombre es libre o no tiene sin dudas su interés,
pero su lugar está en la metafísica, y las ciencias positivas pueden y deben desintere-
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sarse. Existen filósofos que han encontrado en organismos, y hasta en las cosas inani-
madas, una suerte de libre arbitrio y de contingencia. Pero ni el físico ni el biólogo han
cambiado por ello su método; han continuado su camino tranquilamente, sin preocu-
parse por estas sutiles discusiones. En el mismo sentido, la psicología y la sociología no
deben esperar para constituirse que este tema del libre arbitrio del hombre, pendiente
desde hace siglos, encuentre finalmente una solución, la que, por otra parte, todo el
mundo lo reconoce, no parece en absoluto próxima. La metafísica y la ciencia tienen
ambas interés en permanecer independientes una de otra. Podemos por tanto concluir
diciendo: se debe elegir entre estos dos opciones,
o reconocer que los fenómenos sociales son accesibles a la investigación científica,
o bien admitir, sin razón y contrariamente a todas las inducciones de la ciencia, que ex-
isten dos mundos en el mundo: uno en el que reina la ley de la causalidad, otro en el
que reina la arbitrariedad y la contingencia.
Tal es, señores, el gran servicio que han prestado los economistas a los estudios
sociales. Han percibido antes que nadie lo que hay de vivo y espontáneo en las socie-
dades. Han comprendido que la vida colectiva no podía ser instituida bruscamente por
un hábil artificio, que no resultaba de un impulso exterior y mecánico, sino que es en el
seno mismo de la sociedad donde se elabora lentamente. Es así que han podido asen-
tar una teoría de la libertad sobre una base más sólida que una hipótesis metafísica. Es
evidente, en efecto, que si la vida colectiva es espontánea, se debe preservar su espon-
taneidad. Toda interferencia sería absurda.
Sin embargo, no debe exagerarse el mérito de los economistas. Si bien decían
que las leyes económicas son naturales, tomaban el término en un sentido que dismi-
nuía su alcance. En efecto, de acuerdo a ellos no existe nada real en la sociedad más
que el individuo; es de él que todo emana, y es hacia él que todo retorna. Una nación
no es más que un ser nominal, es un término que sirve para designar un agregado
mecánico de individuos yuxtapuestos. Pero no tiene nada de específico que la distinga
del resto de las cosas, sus propiedades son las de los elementos que la componen, au-
mentadas y ampliadas. El individuo es, por lo tanto, la única realidad tangible a la que
puede acceder el observador, y el único problema que la ciencia se puede postular es
el de buscar cómo debe conducirse el individuo en las principales circunstancias de la
vida económica, dada su naturaleza. Las leyes económicas, y más generalmente las
leyes sociales, no serían entonces hechos muy generales que el sabio induce de la ob-
servación de las sociedades, sino consecuencias lógicas que deduce de la definición de
individuo. El economista no dice: «las cosas deben suceder de tal modo, porque la ex-
periencia lo ha demostrado», sino «deben suceder de tal modo, ya que sería absurdo
que fuera de otra forma». El término natural debería entonces ser reemplazado por el
término racional, que no es lo mismo. ¡Si por lo menos este concepto de «individuo»,
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en el que se quiere contenida toda la ciencia, fuera adecuado a la realidad! Pero para
simplificar las cosas, los economistas lo han empobrecido artificialmente. No sólo han
hecho abstracción de todas las circunstancias de tiempo, lugar, región, para imaginar el
tipo abstracto del hombre en general, sino que en ese mismo tipo ideal han dejado de
lado todo lo que no se relacionaba con la vida estrictamente individual, de modo que
de abstracciones en abstracciones no se han quedado más que con el triste retrato del
egoísta en sí.
La economía política perdió así todos los beneficios de su principio. Permaneció
como una ciencia abstracta y deductiva, ocupada no en observar la realidad sino en
construir un ideal más o menos deseable; puesto que este hombre en general, este
egoísta sistemático del que nos habla, no es más que un ente de razón.
El hombre real, el que conocemos y el que somos, es mucho más complejo: pertenece
a un tiempo y a una región, tiene una familia, una ciudad, una patria, una fe religiosa y
política, y todos esos dominios y aún muchos más se mezclan, se combinan de mil
maneras, cruzan y entrecruzan sus influencias, sin que sea posible decir a primera vista
donde comienza uno y dónde termina el otro. Sólo luego de largos y laboriosos análisis,
hoy en día apenas comenzados, es que será posible algún día determinar la parte
aproximada de cada cual. Por lo tanto, los economistas no tenían aún una idea lo sufi-
cientemente precisa de las sociedades para servir verdaderamente de base a la ciencia
social. Puesto que ésta, tomando su punto de partida en una construcción abstracta del
espíritu, si bien podía llegar a demostrar lógicamente posibilidades metafísicas, nunca
establecería leyes. Le faltaba todavía una naturaleza para observar.

II

Si los economistas se han detenido a mitad del camino, es porque estaban mal
preparados para este tipo de estudios. Siendo en su mayor parte juristas, hombres de
negocios o estadistas, eran bastante ajenos a la biología y a la psicología. Pero para
poder integrar a la ciencia social en el sistema general de las ciencias naturales, es
necesario haber practicado al menos una de ellas, y no basta con poseer inteligencia
general y experiencia. Para descubrir las leyes de la conciencia colectiva, es necesario
conocer las de la conciencia individual. Gracias a que Auguste Comte estaba al tanto
de todas las ciencias positivas, de su método y de sus resultados, es que éste se encon-
traba en estado de fundar a la sociología, esta vez sobre bases definitivas.
Auguste Comte retoma la proposición de los economistas; como ellos, declara
que las leyes sociales son naturales, pero da al término su plena acepción científica.
Asigna a la ciencia social una realidad concreta para conocer, las sociedades. Para él, la
sociedad es tan real como un organismo vivo. Sin duda, no puede existir fuera de los
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individuos que le sirven de substrato; es, sin embargo, otra cosa. El todo no es idéntico
a la suma de sus partes, por más que sin ellas no sea nada. De la misma forma, re-
uniéndose bajo una forma definida y mediante lazos duraderos, los hombres forman un
ser nuevo, que tiene su naturaleza y sus leyes propias. Es el ser social. Claro está que
los fenómenos que en él ocurren tienen sus raíces últimas en la conciencia del indivi-
duo. Sin embargo, la vida colectiva no es una simple imagen aumentada de la vida in-
dividual. Presenta caracteres sui generis que las inducciones de la psicología no po-
drían prever por sí mismas. Así, las costumbres, las prescripciones del derecho y de la
moral, serían imposibles si el hombre no fuera capaz de contraer hábitos; son sin em-
bargo algo distinto que los hábitos individuales. Es por lo que Comte otorga al ser so-
cial un lugar determinado en la serie de seres. Lo ubica en el tope de la jerarquía, de-
bido a su mayor complejidad y a que el orden social supone y comprende en sí a los
otros reinos de la naturaleza. Dado que este ser no es reducible a ningún otro, no
puede ser deducido, y para conocerlo debe ser observado. La sociología se encuentra
esta vez en posesión de un objeto que no le pertenece más que a ella, y de un método
positivo para estudiarlo.
Al mismo tiempo, Auguste Comte señalaba en las sociedades una característica
que es su marca distintiva, y que no obstante los economistas habían desconocido. Me
refiero a ese «consenso universal que caracteriza a cualesquiera fenómenos de los cuer-
pos vivientes, y que la vida social manifiesta necesariamente en el más alto gra-
do» (Cours de philosophie positive, IV, 234). Para los economistas, los fenómenos
morales, jurídicos, económicos y políticos discurren paralelamente unos con otros, sin
tocarse, por así decir. De ahí que las ciencias correspondientes puedan desarrollarse sin
conocerse. Se sabe en efecto el celoso esmero que ha puesto siempre la economía
política en defender su independencia. Por el contrario, para Comte los hechos sociales
son demasiado estrechamente solidarios para poder ser estudiados separadamente.
Debido a este vecindad cada una de las ciencias sociales pierde en su autonomía, pero
gana en savia y en vigor. Los hechos que cada una estudiaba por haber sido cortados
del medio natural por el análisis parecían no apoyarse en nada y flotar en el vacío. Aho-
ra que se han aproximado siguiendo sus afinidades naturales, [los hechos sociales]
aparecen como lo que son, rostros diferentes de una misma realidad viviente, la so-
ciedad. En lugar de referirse a fenómenos dispuestos, por así decir, en series lineales,
exteriores las unas de las otras y sin encontrarse más que por azar, nos encontramos en
presencia de un enorme sistema de acciones y reacciones, en ese equilibrio siempre
móvil que caracteriza a la vida. Al mismo tiempo, puesto que percibía bien la compleji-
dad de las cosas sociales, Auguste Comte estaba a cubierto de esas soluciones absolu-
tas que por el contrario adoran los economistas, y con ellos los políticos ideólogos del
XVIII. Cuando no se percibe en la sociedad más que al individuo, del cual además se
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reduce la noción a no ser más que una idea, clara, es cierto, pero seca y vacía, de la que
se ha retirado todo lo que es viviente y complejo, es natural que nada pueda deducirse
que sea complejo, y que se desemboque en teorías simplistas y radicales. Por el con-
trario, si cada fenómeno estudiado es relativo a una infinidad de otros, si cada punto de
vista es solidario de muchos otros puntos de vista, entonces ya no es posible zanjar es-
tos temas de un modo categórico. Resulta indispensable un eclecticismo de cierta índo-
le, cuyo método no necesito evocar. ¡Existen tantas cosas diferentes en la vida! Se debe
poder dar a cada una el lugar que le conviene. Es así como Auguste Comte, al tiempo
que admite con los economistas que el individuo tiene derecho a una gran cuota de
libertad, sin embargo no la quería a ésta sin límites, y declaraba necesaria una disciplina
colectiva. Del mismo modo, reconociendo que los hechos sociales no podían ser arbi-
trariamente creados ni alterados, estimaba que, por su mayor complejidad, eran más
fácilmente modificados y por consiguiente podían ser en cierta medida dirigidos útil-
mente por la inteligencia humana.
He ahí, señores, grandes y serias conquistas, y no es sin razón que la tradición
data a la sociología a partir de Auguste Comte. No debe creerse, sin embargo, que los
trabajos preliminares estén terminados de aquí en más, y que la sociología no tiene más
que seguir apaciblemente su carrera. Tiene ahora su objeto, pero ¡cuán indeterminada
se encuentra! Debe estudiar a la Sociedad, se nos dice; pero la Sociedad no existe. Ex-
isten las sociedades, que se clasifican en géneros y especies como los vegetales y los
animales. ¿De qué sociedad se trata, entonces? ¿De todas a la vez, o de una sola en
particular? Para Comte, Sres., la pregunta ni siquiera se plantea, puesto que estima que
no hay más que una especie social. Como adversario de Lamarck, no admite que el
solo hecho de la evolución puede diferenciar a los seres, al punto de dar origen a espe-
cies nuevas. De acuerdo a él, los hechos sociales son los mismos siempre y en todos la-
dos, con diferencias de intensidad; el desarrollo social, el mismo siempre y en todos
lados, con diferencias de velocidad. Las naciones más salvajes y los pueblos más culti-
vados no son más que estadios distintos de una misma evolución, y es de esta evolu-
ción única que Comte investiga las leyes. La humanidad entera se desarrolla en línea
recta, y las distintas sociedades no son mas que las sucesivas etapas de esa marcha rec-
tilínea. De aquí que los términos sociedad y humanidad sean empleados indistinta-
mente por Comte, uno por el otro. Es que de hecho su sociología es mucho menos un
estudio especial de los seres sociales que una meditación filosófica sobre la sociabili-
dad humana en general. Esta misma razón nos explica otra particularidad de su méto-
do. Si el progreso humano sigue en todos lados la misma ley, el mejor modo de re-
conocerla es, naturalmente, observarla ahí donde se presenta bajo su forma más neta y
acabada, es decir, en las sociedades civilizadas. He ahí por qué para verificar esta céle-
bre ley de los tres estadios, que se supone resume toda la vida de la humanidad, Au-
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guste Comte se ha contentado con pasar revista sumariamente a los principales acon-
tecimientos de la historia de los pueblos grecolatinos, sin ver lo extraño que resulta
asentar sobre una base tan estrecha una ley de tal amplitud.
Comte se vio conducido a adoptar este punto de vista en virtud de la imperfec-
ción en el que se hallaban las ciencias etnológicas en su época, y también por el escaso
interés que le inspiraban este tipo de estudios. Pero hoy en día es evidentemente im-
posible sostener que exista una evolución humana siempre idéntica a sí misma, y que
las sociedades no sean más que diversas variedades de un mismo y único tipo. Ya en
zoología se ha renunciado a la clasificación serial que otrora sedujera a los sabios, gra-
cias a su extrema simplicidad. Cada vez más se admite que el árbol genealógico de los
seres organizados, antes que tener la forma de una línea geométrica, se asemeja más
bien a un árbol muy frondoso del que las ramas salidas por azar desde todos los puntos
del tronco se enlazan caprichosamente en todas las direcciones. De este modo ocurre
con las sociedades. Más allá de lo que sostuviera Pascal, cuya célebre fórmula Comte se
equivoca en recuperar, la humanidad no puede ser comparada a un único hombre que
todavía subsiste, luego de haber vivido todos los siglos pasados. Sino que se asemeja
más bien a una inmensa familia de la que las distintas ramas, cada vez más divergentes
unas de otras, se habrían poco a poco desprendido del tronco común para vivir una
vida propia. ¿Quién puede incluso asegurarnos que este tronco común haya alguna vez
existido? De hecho, ¿no existe entre un clan o una tribu y nuestras grandes naciones eu-
ropeas por lo menos tanta distancia como entre la especie humana y las especies ani-
males inmediatamente inferiores? Por no hablar más que de una sola función social,
¿qué relación existe entre las costumbres bárbaras de una miserable aldea de fuegui-
nos y la ética refinada de las sociedades modernas? Sin dudas que es posible que por
la comparación de todos esos tipos sociales se obtengan leyes muy generales, que los
abarquen a todos, pero no es la observación de uno solo de ellos, aún la más atenta, la
que los revelará.
Este mismo error ha producido otra consecuencia. Ya he mencionado que para
Comte la sociedad era un ser sui generis, pero dado que rechazaba la filosofía de la
descendencia, suponía una solución de continuidad entre cada especie de seres como
entre cada especie de ciencias. No se encontraba entonces en buenas condiciones
para definir y para concebir a ese nuevo ser, que sobreañadía al resto de la naturaleza.
¿De dónde venía, y a qué se asemejaba?; a menudo lo denomina un organismo, pero
no ve nada en esta expresión más que una metáfora de dudoso valor. Dado que su
filosofía le impedía ver en la sociedad la continuación y la prolongación de los seres
inferiores, no podía definirla en función de estos últimos. Y entonces, ¿dónde se po-
drían encontrar los elementos de una definición? Para ser consecuente con sus princi-
pios, estaba obligado a admitir que este nuevo reino no se asemeja a los precedentes; y
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de hecho, aún aproximando la ciencia social a la biología, reclamaba para la primera un
método especial, diferente de aquellos que se siguen en las otras ciencias positivas. Por
lo tanto, la sociología se hallaba anexada al resto de las ciencias, antes que integrada a
él.

III

Sólo con Spencer es que esta integración se ha realizado definitivamente. Spen-


cer no se contenta con señalar ciertas preciosas analogías entre las sociedades y los
seres vivos: declara abiertamente que la sociedad es un tipo de organismo.
Como todo organismo, nace de un germen, evoluciona durante cierto tiempo, para
culminar luego en la disolución final.
Como todo organismo, resulta del concurso de elementos diferenciados, cada uno de
los cuales tiene su función especial y que, completándose unos a otros, conspiran todos
hacia un mismo fin.
Aún más: en virtud de los principios generales de su filosofía, esas semejanzas esen-
ciales debían ser para Spencer el índice de una verdadera relación de filiación. Si la
vida social recuerda los rasgos generales de la vida individual, es porque proviene de
ella; si la sociedad tiene rasgos comunes con los organismos, es porque ella misma es
un organismo transformado y perfeccionado. Al agregarse, las células forman a los
vivos, como al agregarse los vivos forman a las sociedades. Pero la segunda evolución
es una continuación de la primera, y la única diferencia es que, afinando cada vez más
sus procedimientos, logra poco a poco volver más flexible y más libre al agregado
orgánico, sin comprometer su unidad.
Esta verdad tan simple ha sido sin embargo ocasión de una muy fuerte polémica.
Es cierto que pierde su valor si se la toma muy al pie de la letra, y si se exagera su im-
portancia. Si, como lo ha hecho Lilienfeld en sus Pensées sur la science sociale de
l’avenir [Gedanken über die Socialwissenchaft der Zukunft], nos imaginamos que con
esta sola aproximación se disiparán en un instante todos los misterios de los que aún
están rodeados los orígenes y la naturaleza de las sociedades, y que bastará para ello
con trasladar a la sociología las leyes mejor conocidas de la biología, demarcándolas,
nos estaríamos conformando con ilusiones. Si la sociología existe, tiene su método y sus
leyes propias. Los hechos sociales no pueden explicarse verdaderamente si no es por
otros hechos sociales, y no se ha dado cuenta de ellos con sólo haber señalado su se-
mejanza con hechos biológicos, cuya ciencia ya está hecha. La explicación que con-
viene a éstos no puede adaptarse exactamente a aquéllos. La evolución no es una
repetición monótona. Sino que cada reino de la naturaleza presenta cierta novedad,
que la ciencia debe captar y reproducir, en lugar de borrarla. Para que la sociología
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tenga derecho a existir, hace falta que exista en el reino social algo que escape a la in-
vestigación biológica.
Pero por otra parte, no puede olvidarse que la analogía es un instrumento pre-
cioso para el conocimiento, e incluso para la investigación científica. El espíritu no pue-
de crear una idea en todas sus piezas. Supóngase que se descubre un ser completa-
mente nuevo, sin análogo en el resto del mundo; sería imposible para el espíritu pen-
sarlo, y no podría representárselo más que en función de algún otro que ya conociera.
Lo que llamamos una nueva idea no es en realidad más que una antigua idea que he-
mos retocado para ajustarla tan exactamente como sea posible al objeto especial que
debe expresar. Por tanto, no carecía de interés señalar una analogía real entre el organ-
ismo individual y la sociedad, ya que no sólo la imaginación ahora sabría de dónde asir-
se y tendría cómo concebir al nuevo ser en cuestión, sino que la biología se convirtió
para los sociólogos en un verdadero tesoro de enfoques y de hipótesis, sobre las cuá-
les sin duda no tenía derecho a apropiarse brutalmente, pero que por lo menos podía
explotar sabiamente. Incluso la misma concepción de la ciencia se encuentra, en cierta
medida, así determinada. Efectivamente, si los hechos sociales y los hechos biológicos
no son más que distintos momentos de una misma evolución, lo mismo debe ocurrir
con las ciencias que los explican. En otros términos, el marco y los procedimientos de la
sociología, sin estar calcados sobre los de la biología, deben no obstante tenerlos en
cuenta.
La teoría de Spencer, por lo tanto, si se sabe servirse de ella, es muy fértil en apli-
caciones. Al mismo tiempo Spencer determinó el objeto de la ciencia social con más
precisión de lo que lo había hecho Comte. Ya no habla de la sociedad de una manera
general y abstracta, sino que distingue tipos sociales diferentes, a los que clasifica en
grupos y subgrupos divergentes; y para encontrar las leyes que busca no elige uno de
esos grupos con preferencia sobre los otros, sino que supone que todos tienen igual
interés para el sabio. Si se quieren obtener leyes generales de la evolución social,
ninguno de ellos puede desecharse. Así se encontrará, en sus Principes de sociologie,
una imponente abundancia de documentos tomados de todas las historias, y que evi-
dencia una rara erudición en el filósofo. Por otro lado, deja de formularse el problema
sociológico con esa vaga generalidad que mantenía Auguste Comte, sino que distingue
temas especiales, que examina unos tras otros. Es de este modo que estudia sucesiva-
mente a la familia, al gobierno ceremonial, al gobierno político, a las funciones eclesiás-
ticas, y se propone continuar seguidamente, en la parte todavía inédita de su obra, con
los fenómenos económicos, el lenguaje y la moral.
Lamentablemente, la ejecución de este vasto programa no responde del todo a
las promesas que deja concebir. La razón es que Spencer, de igual modo que Auguste
Comte, hace menos labor de sociólogo que de filósofo. No se interesa en los hechos
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sociales mismos sino para verificar en ellos la gran hipótesis que ha concebido, y que
debe explicarlo todo. Todos los documentos que acumula, todas las verdades espe-
ciales que encuentra en su camino, están destinados a mostrar que las sociedades, al
igual que el resto de las cosas, se desarrollan conforme a la ley de la evolución univer-
sal. En una palabra, no es una sociología lo que debe buscarse en su libro, sino más
bien una filosofía de las ciencias sociales. No voy a preguntarme si puede o no haber
una filosofía de las ciencias, y que interés pueda tener. En todo caso, no es posible más
que para las ciencias constituidas; pero la sociología apenas está naciendo. Antes de
abordar estos elevados interrogantes, haría falta haber resuelto de antemano una multi-
tud de otros especiales y particulares, que no han sido más que postulados reciente-
mente. Cómo es posible encontrar la fórmula suprema de la vida social cuando se igno-
ra cuáles son las diferentes especies de sociedades, las funciones principales de cada
una de ellas, y cuáles son sus leyes. Spencer, es cierto, cree poder abordar a la vez estos
dos órdenes de problemas: confrontar el análisis y la síntesis, fundar una ciencia y hacer
al mismo tiempo su filosofía. Pero, ¿no hay cierta temeridad en intentar tal empresa? ¿Y
a qué llega? Observa los hechos, pero de manera sumaria, apurado como está para lle-
gar al fin que lo atrae. Atraviesa una multitud de problemas, pero no se detiene más
que un instante en cada uno de ellos, a pesar de no haber uno que no esté preñado de
dificultades. Los seres no presentan ya ese relieve, ese diseño netamente acabado que
tienen en la realidad. Sino que se confunden todos en el seno de un mismo tinte uni-
forme que no deja traspasar más que lineamientos indecisos.
Es posible advertir a qué conclusiones puede conducir un examen tan precipita-
do, y en qué puede consistir la fórmula única que abarque y resuma todas esas solu-
ciones particulares. Vaga y flotante, no expresa de las cosas más que su forma exterior y
más general. Se trate de la familia o de los gobiernos, de la religión o del comercio, en
todas partes Spencer cree encontrar la misma ley. En todas partes cree ver a las so-
ciedades pasar más o menos lentamente del tipo militar al tipo industrial, de un estado
en el que la disciplina social es muy fuerte a otro estado en el que cada uno se hace a sí
mismo su propia disciplina. En verdad, ¿no habría otra cosa en la historia, y todo el em-
peño que ha puesto la humanidad desde hace siglos no habría tenido otro efecto que
el de suprimir ciertos derechos de aduana y proclamar la libertad de la especulación?
Sería este un resultado bastante pobre para tan colosal esfuerzo. La solidaridad que nos
une a los otros hombres, entonces, ¿es tan pesada que toda la finalidad del progreso
consiste en volverla un poco más liviana? En otros términos, ¿el ideal de las sociedades
sería ese individualismo feroz, que Rousseau ponía en su inicio, y la política positiva no
sería más que la del Contrato social invertida? Llevado por su pasión de generalizar, y
quizás también por sus prejuicios de inglés, Spencer ha tomado al continente por el
contenido. Sin dudas que el individuo es más libre hoy en día de lo que lo era otrora, y
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está bien que así sea. Pero si la libertad tiene tanto valor, no es por sí misma, por una
suerte de virtud interna que los metafísicos le atribuyen con agrado, pero que un filóso-
fo positivo no puede reconocerle. No es un bien absoluto del que jamás se podría ten-
er demasiado. Su valor le viene de los frutos que trae, y se encuentra por ello mismo
estrechamente limitado. Necesaria para permitir al individuo acomodar, siguiendo sus
necesidades, su vida personal, no se extiende más lejos. Ahora bien, más allá de esta
primera esfera existe otra mucho más vasta, en la que el individuo se mueve también
con referencia a fines que lo superan, que se le escapan incluso las más de las veces.
Aquí, evidentemente, no puede ya tener la iniciativa de sus movimientos, sino que no
puede más que recibirlos o sufrirlos. La libertad individual, por lo tanto, se encuentra
limitada siempre y en todas partes por la coerción social, ya sea que tome la forma de
costumbres, hábitos, leyes o reglamentos.
Y como a medida que la sociedades se vuelven más voluminosas, la esfera de acción
de la sociedad aumenta al mismo tiempo que la del individuo, tenemos derecho a re-
procharle a Spencer no haber visto más que una cara de la realidad, quizás incluso la
menos relevante, y de haber desconocido en las sociedades lo propiamente social que
se encuentra en ellas.

IV

El fracaso de este ensayo de síntesis demostraba la necesidad de que los sociólo-


gos llegaran finalmente a los estudios de precisión y detalle. Es lo que ha comprendido
Alfred Espinas, y es el método que ha seguido en su libro sobre las Sociétés animales.
Es el primero que ha estudiado los hechos sociales como para hacer ciencia con ellos, y
no para asegurar la simetría de un gran sistema filosófico.
En lugar de atenerse a miradas de conjunto sobre la sociedad en general,
se ha limitado al estudio de un tipo social en particular,
luego ha distinguido en el seno de ese mismo tipo clases y especies,
los ha descrito con esmero,
y es de esta observación de los hechos que ha inducido ciertas leyes,
de las que ha tenido el cuidado de restringir su generalidad al orden especial de fenó-
menos estudiados.
Su libro constituye el primer capítulo de la Sociología.
Lo que Espinas ha hecho por las sociedades animales, un sabio alemán se ha
propuesto hacerlo para las sociedades humanas, o más bien para los pueblos más
avanzados de Europa contemporánea. Albert Schaeffle consagró los cuatro grandes
tomos de su Bau und Leben des sozialen Körpers a un análisis minucioso de nuestras
grandes sociedades modernas. Poco y nada de teorías tenemos aquí. Schaeffle comien-
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za, es cierto, postulando en principio que la sociedad no es una simple colección de in-
dividuos, sino un ser que tiene su vida, su conciencia, sus intereses y su historia. Por otra
parte esta idea, sin la cual no existe ciencia social, ha estado siempre muy viva en Ale-
mania, y no ha sido eclipsada sino durante el corto momento en el que el individualis-
mo kantiano reinara indiscutido. El alemán tiene demasiado profundo el sentimiento de
la complejidad de las cosas como para poder contentarse tranquilamente con una solu-
ción demasiado simplista. La teoría que aproxima a la sociedad a los seres vivos debía
por lo tanto ser bien recibida por Alemania, ya que permitía volverla más perceptiva a
una idea que apreciara desde hacía tiempo. También Schaeffle la acepta sin dudar, pero
no hace de ella el principio de su método. Toma de la biología ciertas expresiones téc-
nicas, de pertinencia a veces discutible, pero su preocupación dominante es ubicarse lo
más cerca posible de los hechos sociales, observarlos en sí mismos, verlos tal cual son, y
reproducirlos tal cual los ve. Desmonta, pieza por pieza, el enorme mecanismo de nues-
tras sociedades modernas, cuenta los engranajes y explica el funcionamiento. Es en-
tonces cuando se verán, diferenciados y clasificados, la multitud de lazos de todo tipo
que, invisibles, nos sujetan unos a otros; cómo las unidades sociales se coordinan entre
sí de manera de formar grupos cada vez más complejos; y finalmente cómo de las ac-
ciones y reacciones que se producen en el seno de esos grupos se desprende poco a
poco un cierto número de ideas comunes, que son como la conciencia de la sociedad.
Cuando se ha leído este libro, ¡qué exigua y magra parece la construcción de Spencer,
al lado de las riquezas de la realidad, y cómo la elegante simplicidad de su doctrina
pierde en su valor, comparada con este paciente y laborioso análisis!
Sin duda, se le podría reprochar a Schaeffle el eclecticismo algo flotante de su doctrina.
Se le podría reprochar, sobre todo,
caer demasiado en la influencia de las ideas claras sobre la conducta humana,
hacer juzgar a la inteligencia reflexiva un rol demasiado grande en la evolución de la
humanidad,
y por consiguiente otorgar demasiado lugar en su método al razonamiento y a las ex-
plicaciones lógicas.
Por último, es posible hallar que el campo de estudios que se ha asignado es muy vasto,
quizás demasiado vasto para que la observación pueda aplicarse al mismo con rigor.
No es menos cierto que su libro está guiado por entero por un método propiamente
científico, y constituye un verdadero tratado de sociología positiva.
Este mismo método ha sido aplicado por otros sabios, también alemanes, para el
estudio de dos funciones sociales en particular, el derecho y la economía política.
En lugar de partir de la naturaleza del hombre para deducir de ella su ciencia, como
hacen los economistas ortodoxos, la escuela alemana se esfuerza por observar los he-
chos económicos tal y como se presentan en la realidad. Tal es el principio de esta doc-
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trina, a la que se ha llamado indistintamente socialismo de cátedra o socialismo de Es-
tado. Si se inclina abiertamente hacia cierto socialismo, es porque, cuando se intenta ver
las cosas como ellas son se constata que, de hecho, en todas las sociedades conocidas
los fenómenos económicos sobrepasan la esfera de acción del individuo; que no con-
stituyen una función doméstica, sino social. La sociedad, representada por el Estado,
no puede por lo tanto desinteresarse y abandonarla por entero a la libre iniciativa de
los particulares, sin reserva ni control. He ahí cómo el método de Wagner y Schmoller,
por no citar más que a los jefes de la escuela, los condujo necesariamente a hacer de la
economía política una rama de la ciencia social, y a adoptar como doctrina un socialis-
mo mitigado.
Al mismo tiempo, ciertos juristas descubrieron en el derecho la materia de una
nueva ciencia.
Hasta aquí, el derecho no había sido objeto más que de dos tipos de trabajos.
Por un lado, estaban los juristas de profesión, quienes se ocupaban únicamente por co-
mentar las fórmulas jurídicas para establecer su sentido y su alcance.
Por otro lado, estaban los filósofos, quienes no atribuyendo más que una importancia
mediana a esas leyes humanas, manifestación contingente de la ley moral universal, se
proponían reencontrar, únicamente mediante la fuerza de la intuición y del razonamien-
to, los principios eternos del derecho y la moral.
Ahora bien, la interpretación de los textos constituye un arte, no una ciencia, puesto que
no apunta a descubrir leyes;
y en cuanto a esas grandes especulaciones, no pueden tener más que un valor y un in-
terés metafísicos.
Por lo tanto, los fenómenos jurídicos no eran el objeto de ninguna ciencia propiamente
dicha, y ello sin razón. Es esa laguna la que han intentado colmar Jhering y Post. Uno y
otro, aunque perteneciendo a escuelas filosóficas muy distintas, se han propuesto in-
ducir las leyes generales del derecho de la comparación de los textos de leyes y de
costumbres. No puedo aquí exponer, ni sobre todo apreciar, los resultados de sus análi-
sis. Cualesquiera que fuesen, sin embargo, lo cierto es que este doble movimiento,
económico y jurídico, supone un importante progreso.
La sociología ya no aparece como una suerte de ciencia del conjunto general y confusa,
que comprende casi a la totalidad de las cosas, sino que se la ve escindirse en un cierto
número de ciencias especiales que se refieren a problemas cada vez más determina-
dos. Luego, como la economía política está fundada desde hace tiempo, aunque lan-
guideciente desde hace tiempo, y como la ciencia del derecho, a pesar de ser más nue-
va, no es en definitiva más que una transformación de la antigua filosofía del derecho, la
sociología, gracias a sus lazos con estas dos ciencias, pierde ese aire de repentina im-
provisación que tenía hasta aquí, y que por momentos había hecho dudar de su por-
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venir. Ya no parece haber salido un día de la nada, como por milagro, sino que ahora
posee sus antecedentes históricos, se conecta con el pasado y puede mostrarse de qué
modo, así como las otras ciencias, ha surgido poco a poco por un desarrollo regular.

He aquí, Sres., en qué se ha convertido la sociología en nuestros días, y tales son


las principales etapas de su desarrollo. La han visto nacer con los economistas, consti-
tuirse con Comte, consolidarse con Spencer, especializarse con los juristas y economis-
tas alemanes; y de este corto resumen de su historia pueden concluir Uds. mismos los
progresos que le restan por hacer.
Tiene un objeto netamente definido, y un método para estudiarlo.
El objeto, son los hechos sociales;
el método, es la observación y la experimentación indirecta, en otros términos, el
método comparativo.
Lo que falta ahora es trazar el marco general de la ciencia y marcar sus divisiones es-
enciales. Esta labor no es útil sólo para una buena organización de los estudios, sino
que tiene un propósito más elevado. Una ciencia no está verdaderamente constituida
sino cuando se encuentra dividida y subdivida, cuando comprende un cierto número
de problemas diferentes y solidarios unos con otros. Es necesario que pase de ese es-
tado de homogeneidad confusa en el que ha comenzado a una heterogeneidad dife-
renciada y ordenada.
En tanto se reduzca a una o varias cuestiones generales, no atrae más que a las inteli-
gencias muy dadas a la síntesis: éstas, en cuanto se convierte en su objeto propio y
parece confundirse con ellas, se apoderan de ella y la marcan con su fuerte impronta. Al
ser una obra personal, no implica colaboración. Se pueden aceptar o rechazar estas
grandes teorías, modificarlas en detalles, aplicarlas a ciertos casos particulares, pero
nada se le puede agregar, porque todo lo comprenden, todo lo abarcan.
Por el contrario, volviéndose más especial, la ciencia se aproxima mucho más a las
cosas, que son, también, especiales; se vuelve más objetiva, más impersonal, y por con-
siguiente accesible a la variedad de los talentos, a todos los trabajadores con buena
voluntad.
Podría ser tentador proceder lógicamente para esta operación y descomponer a
esta ciencia siguiendo sus articulaciones naturales, como decía Platón. Pero evidente-
mente esto sería fallar en nuestro propósito, ya que debemos analizar una cosa, una re-
alidad, y no analizaríamos sino a un concepto. Una ciencia es, también, una suerte de
organismo. Podemos observar cómo está formada y perfilar su anatomía, pero no im-
ponerle tal o cual plan de composición por el hecho de que satisfaga mejor a la lógica.
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Se divide a sí misma, a medida que se constituye, y no podemos sino reproducir las di-
visiones que naturalmente así se producen, y volverlas más claras al tomar conciencia
de ellas. Es necesario proceder con esta precaución sobre todo cuando se trata de una
ciencia apenas adulta, cuyas formas tienen todavía algo de tierno e inconsistente.
Por lo tanto, si aplicamos este método a la ciencia social, obtendremos los si-
guientes resultados:

1 ° Existen en toda sociedad un número de ideas y sentimientos comunes


que las generaciones se transmiten unas a otras,
y que aseguran a la vez la unidad y la continuidad de la vida colectiva.
Tales son
las leyendas populares,
las tradiciones religiosas,
las creencias políticas,
el lenguaje, etc.
Todos estos fenómenos son del orden psicológico,
pero no competen a la psicología individual, ya que sobrepasan infinitamente al indivi-
duo.
Deben por tanto ser el objeto de una ciencia especial encargada de describirlos y de
buscar sus condiciones: podría llamársela psicología social. Es la Völkerpsychologie de
los alemanes. Si hasta ahora no hemos mencionado los interesantes trabajos de Lazarus
y de Stanthal, es que hasta ahora no han ofrecido resultados. La Völkerpsychologie, así
como ellos la entienden, no es más que un nueva denominación para designar la
lingüística general y la filosofía comparada.

2° Ciertos juicios, que son admitidos por la universalidad de los ciudadanos, presentan
además el doble carácter de referirse a la práctica y de ser obligatorios. Ejercen una
suerte de ascendiente sobre las voluntades, que se sienten como forzadas a confor-
marse a ellos. Se reconocen bajo estos rasgos a las proposiciones que en conjunto
constituyen la moral. Por lo común no se ve en la moral más que un arte, cuyo fin estaría
en trazar un plan de conducta ideal para los hombres. Pero la ciencia de la moral debe
preceder a su arte. Esta ciencia tiene como objeto estudiar las máximas y las creencias
morales como fenómenos naturales, de los que busca sus causas y sus leyes.

3° Ciertas de estas máximas tienen una fuerza tan obligatoria que la sociedad impide
mediante medidas precisas que sean derogadas. No deja a la opinión pública el cuida-
do de garantizar su respeto, sino que se lo encarga a representantes especialmente au-
torizados. Cuando toman este carácter, particularmente imperioso, los juicios morales
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se convierten en fórmulas jurídicas. Como hemos dicho, existe una ciencia del derecho
como existe una ciencia de la moral, y entre estas dos ciencias existen continuos contac-
tos. Si queremos llevar la división aún más lejos, podríamos reconocer en la ciencia del
derecho dos ciencias particulares, así como hay dos derechos, uno penal y otro que no
lo es. Utilizo a propósito expresiones muy generales, que no prejuzgan la importante
cuestión con la que más adelante nos reencontraremos. Se distinguen así, de una parte,
la ciencia del derecho propiamente dicho, y de otra a la criminología.

4° Finalmente, existen lo que se ha comenzado a llamar los fenómenos económicos. La


ciencia que los estudia no necesita ya ser creada, pero para que se convierta en una
ciencia positiva y concreta, debe renunciar a esa autonomía de la que tan orgulloso se
siente, para convertirse en una ciencia social. No se trata de una simple reforma de
catálogo, sino de sacar a la economía política de su aislamiento para hacer de ella una
rama de la sociología. Su método y su doctrina se verán alterados al mismo tiempo.

Este inventario dista de ser completo. Pero una clasificación que, en el actual es-
tado de la sociología, se presentara como definitiva, no podría ser más que arbitraria. El
marco general de una ciencia que recién está en proceso de consolidarse no puede
tener nada de rigidez: más bien es importante que permanezca abierto a las nuevas ad-
quisiciones. Es así que no hemos hablado ni del ejército ni de la diplomacia, que son
sin embargo fenómenos sociales, de los que es posible hacer su ciencia. Sólo que esta
ciencia no existe aún, ni siquiera en estado embrionario. Ahora, creo que más vale pri-
varse del placer siempre fácil de esbozar a grandes rasgos el plan de una ciencia que
está a ser construida por entero, operación estéril si no es realizada con una maestría
genial. Haríamos una labor más útil ocupándonos solamente de los fenómenos que
han servido de material para las ciencias ya constituidas. Aquí al menos no tenemos
más que continuar una labor ya comenzada en la que, en cierta medida, el pasado ga-
rantiza el porvenir.
Pero cada uno de los grupos de fenómenos que acabamos de distinguir podría
ser examinado sucesivamente bajo dos puntos de vista diferentes, y dar así origen a
dos ciencias.
Cada una de ellos consiste en un cierto número de acciones coordinadas con un objeti-
vo en vista, y como tales se las podría estudiar;
o bien se preferirá estudiar a la entidad encargada de cumplir estas acciones.
En otros términos, se investigará tanto cuál es su rol y cómo lo cumple,
como cuál es su constitución.
Nos reencontraremos de este modo con los dos grandes apartados que dominan toda
la biología,
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las funciones de un lado,
las estructuras del otro;

aquí la fisiología,
allí la morfología.

El economista, por ejemplo, ¿ha de ubicarse bajo el punto de vista fisiológico? Se pre-
guntará por cuáles son las leyes de la producción de valores, de su intercambio, de su
circulación y de su consumo. Por el contrario, bajo el punto de vista morfológico inves-
tigará cómo se agrupan los productores, los trabajadores, los comerciantes y los con-
sumidores; comparará a las corporaciones de antaño con los sindicatos de hoy, la fábri-
ca con el taller, y determinará las leyes de estos diversos tipos de agrupamientos.
Del mismo modo para el derecho: o bien se estudiará cómo funciona, o bien se descri-
birán los cuerpos encargados de hacerlo funcionar.
Esta división es indudablemente muy natural;
sin embargo, en el curso de nuestras investigaciones nos ceñiremos casi exclusivamen-
te al punto de vista fisiológico, y he aquí las razones de esta preferencia. Entre los seres
inferiores existe entre el órgano y la función una relación estrecha, rígida. Una modifi-
cación en la función es imposible si no se produce una correspondiente en el órgano.
Este está como fijado en su rol, porque está determinado en su estructura. Pero no ocu-
rre lo mismo para las funciones superiores de los seres superiores. Aquí la estructura es
de tal modo flexible que no es más un obstáculo para los cambios: puede ocurrir que
un órgano o una parte de un órgano cumpla sucesivamente funciones distintas. Ya en
los seres vivos sabemos que diferentes lóbulos del cerebro pueden reemplazarse unos
a otros con una gran facilidad; pero es sobre todo entre las sociedades donde este
fenómeno se manifiesta con más fuerza. ¿No vemos a cada instante instituciones so-
ciales, una vez creadas, servir a fines que nadie había previsto, y hacia los cuales por lo
tanto no habían sido organizadas? ¿No sabemos que una constitución sabiamente dis-
puesta hacia el despotismo puede a veces convertirse en un asilo para la libertad, o
viceversa? ¿No vemos a la Iglesia católica, en antiguas épocas de su historia, adaptarse
a las circunstancias más diversas de tiempo y lugar, sin dejar de permanecer siempre y
en todas partes idéntica? ¿Cuántas costumbres, cuántas prácticas son todavía hoy en
día lo que eran antaño, a pesar de que su fin y su razón de ser hayan cambiado? Lo que
muestran estos ejemplos es una cierta plasticidad de estructura en los órganos de la
sociedad. Naturalmente, por ser muy flexibles, las formas de vida social tienen algo de
flotante e indeterminado; ofrecen menos relieve para la observación científica y son
más difícilmente accesibles. Por lo tanto, no es por ellas por donde conviene comenzar.
Por lo demás, tienen menos importancia e interés, ya que no son sino un fenómeno se-
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cundario y derivado. Es sobre todo respecto a las sociedades que es cierto afirmar que
la estructura supone y proviene de la función. Las instituciones no se establecen por
decreto, sino que resultan de la vida social y no hacen más que traducirlas exteriormen-
te en símbolos visibles. La estructura es la función consolidada, es la acción convertida
en hábito, y cristalizada. Por lo tanto, si no queremos ver las cosas bajo su aspecto más
superficial, si deseamos llegar hasta sus raíces, es al estudio de las funciones al que
debemos abocarnos.

VI

Como pueden ver, Sres., mi principal preocupación está en limitar y circunscribir


lo más posible la extensión de nuestras investigaciones, tan convencido estoy de que es
necesario para la sociología clausurar por fin la era de las generalidades. Pero aunque
restringidos, o quizás porque siendo más restringidos serán más precisos, estos estu-
dios podrán, según creo, ser útiles a diferentes categorías de oyentes.
Por empezar, tenemos a los estudiantes de filosofía. Si se recorren sus programas,
no se verá mencionada a la ciencia social; pero si, en vez de atenerse a las rúbricas tra-
dicionales, se va al fondo de las cosas, se constatará que los fenómenos que estudia el
filósofo son de dos tipos,
unos relativos a la conciencia del individuo,
otros a la conciencia de la sociedad: es de estos últimos que nos ocuparemos aquí.
La filosofía está en proceso de disociarse en dos grupos de ciencias positivas:
la psicología de un lado,
la sociología del otro.
En particular es de la ciencia social que dependen los problemas que hasta ahora per-
tenecían exclusivamente a la ética filosófica [Sittlichkeit]. Nos tocará retomarlos a su vez.
La moral es incluso, de todas las partes de la sociología, la que más nos atrae, y nos de-
tendremos en ella en primer lugar. Sólo que intentaremos tratarla científicamente. En
lugar de construirla según nuestro ideal personal, la observaremos como a un sistema
de fenómenos naturales que someteremos a análisis, y del que buscaremos las causas:
la experiencia nos demostrará que éstas son de origen social. Sin dudas, no nos pri-
varemos de alguna especulación sobre el porvenir, pero ¿no está claro que antes de
buscar qué es lo que deben ser la familia, la propiedad o la sociedad, se debe saber
qué es lo que son, a qué necesidades corresponden, a qué condiciones deben amol-
darse para vivir? Es de aquí que comenzaremos, y aquí se resolverá por sí misma una
antinomia que no deja de preocupar dolorosamente a las conciencias. Desde hace un
siglo se discute si la moral debe primar sobre la ciencia, o la ciencia sobre la moral; el
único medio para poner fin a este estado de antagonismo consiste en hacer de la mis-
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ma moral una ciencia, al lado de otras y en relación con ellas. Se ha dicho que existe
hoy en día una crisis en la moral, y en efecto existe entre el ideal moral concebido por
ciertos espíritus y la realidad de los hechos tal solución de continuidad que, siguiendo
las circunstancias y los temperamentos, la moral oscila entre esos dos polos sin saber
dónde posarse definitivamente. El único medio para lograr que cese este estado de in-
estabilidad e inquietud es ver en la misma moral un hecho del que se debe escrutar su
naturaleza atentamente, diría incluso respetuosamente, antes de osar modificarlo.
Pero no son los filósofos los únicos a quienes está dirigido este estudio. He men-
cionado al pasar los servicios que el historiador podría prestar al sociólogo; me es difícil
pensar que a la inversa los historiadores no tengan nada que aprender de la sociología.
En un sentido general, siempre he hallado que existía cierta contradicción en hacer de
la historia una ciencia y sin embargo no requerir de los futuros historiadores ningún
aprendizaje científico. La educación general que se exige de ellos ha continuado sien-
do lo que era, filológica y literaria. ¿Basta entonces meditar sobre las obras maestras de
la literatura para iniciarse en el espíritu y la práctica del método científico? Sé muy bien
que el historiador no es un generalizado su labor especial no está en encontrar leyes,
sino en devolver a cada época, a cada pueblo, su individualidad propia y su fisionomía
particular. Permanece, y debe permanecer, en lo particular. Pero al fin y al cabo, por
particulares que sean los fenómenos que estudia, no se contenta con describirlos, los
encadena unos a otros, busca las causas y las condiciones. Para ello hacen falta induc-
ciones e hipótesis. ¿Cómo no iba a estar expuesto a equivocar frecuentemente el
camino, si procede empíricamente, si tantea al azar, si no está guiado por ninguna no-
ción sobre la naturaleza de las sociedades, de sus funciones y de las relaciones entre
estas funciones? En esta enorme masa de hechos cuya trama constituye la vida de las
grandes sociedades, ¿cómo elegir? Algunos de ellos no tienen más interés científico
que los mínimos incidentes de nuestra vida doméstica. Si se los escoge a todos indistin-
tamente, entonces se cae en la vana erudición. Puede aún interesar a un pequeño círcu-
lo de eruditos, pero no se realiza ya una obra útil y viva. Ahora bien, para realizar una
selección, necesita una idea rectora, un criterio, que sólo puede exigir a la sociología.
Es ésta quien le enseñará cuáles son las funciones vitales, los órganos esenciales de la
sociedad, y es al estudio de esas funciones y órganos que se abocará con preferencia.
Ella le postulará preguntas que limitarán y guiarán sus investigaciones; recíprocamente,
él le proveerá los elementos para las respuestas, y las dos ciencias no podrán sino sacar
ambas provecho de este intercambio.
Finalmente, Sres., existe una última categoría de estudiantes que me alegraría ver
representados en esta sala. Se trata de los estudiantes de derecho. Cuando este curso
fue creado, surgió la pregunta sobre si no estaría mejor ubicado en la Escuela de Dere-
cho. Esta cuestión de lugar tiene, según creo, poca importancia. Los límites que separan
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a las diferentes partes de la Universidad no son tan tajantes como para que ciertos cur-
sos no puedan estar igualmente bien ubicados en una u otra Facultad. Pero lo que
prueba ese escrúpulo es que los mejores espíritus reconocen hoy que es necesario
para el estudiante de derecho no encerrarse en sus estudios de pura exégesis. Si éste,
en efecto, emplea todo su tiempo en comentar los textos y si, en consecuencia, su única
preocupación respecto de cada ley es la de tratar de adivinar cuál pudo ser la intención
del legislador, tomará el hábito de ver en la voluntad legisladora la única fuente del
derecho. Pero esto sería tomar a la letra por espíritu, a la apariencia por la realidad. Es
en las entrañas mismas de la sociedad donde se elabora el derecho, y el legislador no
hace sino consagrar un trabajo que se ha hecho sin él. Por lo tanto, es necesario en-
señar al estudiante cómo el derecho se forma bajo la presión de las necesidades socia-
les, cómo se fija poco a poco, por qué grados de cristalización va pasando sucesiva-
mente y cómo se transforma. Se le debe mostrar en vivo cómo han nacido las grandes
instituciones jurídicas, como la familia, la propiedad, el contrato, cuáles son las causas,
cómo han variado y cómo plausiblemente variarán en el futuro. Entonces ya no verá en
las fórmulas jurídicas una especie de dictamen, de oráculo, del que se debe adivinar el
sentido, a veces misterioso; sabrá determinar su alcance no a partir de la intención os-
cura y a menudo inconsciente de un hombre o de una asamblea, sino a partir de la na-
turaleza misma de la realidad.
Tales son, Sres., los servicios teóricos que puede brindar nuestra ciencia. Pero
puede tener además una saludable influencia sobre la práctica. Vivimos en un país que
no reconoce otro amo que la opinión. Para que este amo no se convierta en un déspota
sin inteligencia es necesario iluminarlo, ¿y cómo, si no a través de la ciencia? Bajo la
influencia de causas que sería demasiado largo analizar aquí, el espíritu de colectividad
se ha debilitado entre nosotros. Cada uno de nosotros tiene de su yo un sentimiento
tan exorbitante que ya no percibe los límites que lo encierran por todas partes. Ilusio-
nándose con su propia potencia, aspira a bastarse a sí mismo. Es por esto que pone-
mos todo nuestro empeño en diferenciarnos lo más posible unos de otros, y en seguir
cada uno nuestra propia marcha. Hace falta reaccionar con nuestra mayor fuerza contra
esta tendencia dispersiva. Es necesario que nuestra sociedad retome conciencia de su
unidad orgánica; que el individuo sienta esa masa social que lo envuelve y lo penetra,
que la sienta siempre presente y activa, y que ese sentimiento regule siempre su con-
ducta, ya que no basta con que lo inspire sólo de tiempo en tiempo, bajo circunstancias
particularmente críticas [crisis, guerras, revoluciones]. ¡Bien, Sres.! Creo que la soci-
ología, más que cualquier otra ciencia, está en estado de restaurar estas ideas. Es ella
quien le hará comprender al individuo lo que es la sociedad, cómo lo completa y cómo
él es poca cosa reducido a sus solas fuerzas. Le enseñará que él no es un imperio en el
seno de otro imperio, sino el órgano de un organismo, y le mostrará todo lo que tiene
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de bueno cumplir conscientemente con su función de órgano. Le hará sentir que no
hay ningún menoscabo en ser solidario con el otro y en depender de él, en no
pertenecerse por entero a sí mismo. Sin duda que estas ideas sólo se volverán ver-
daderamente eficaces si se extienden en las capas profundas de la población; pero
para ello es necesario primero que las elaboremos científicamente en la Universidad.
Contribuir a alcanzar este resultado en la medida de mis fuerzas será mi principal preo-
cupación, y no habrá mayor felicidad para mí que si consigo en parte lograrlo.

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