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[Vol.

1, Page 421] La actividad teológica

No pretendo, Señor, penetrar tu profundidad, porque mi intelecto no se puede comparar con ella.
Lo que deseo es entender, siquiera imperfectamente, tu verdad. Esa es la verdad que mi corazón
cree y ama. No trato de comprender para creer, sino que creo y por ello puedo llegar a
comprender.

Anselmo de Canterbury

Los grandes ideales de los siglos XI al XIII no se limitaron a las reformas monásticas de los
cluniacenses, cistercienses y mendicantes, ni a las reformas de papas tales como Hildebrando, o a
los sueños acerca de la Nueva Jerusalén de Pedro el Ermitaño y sus seguidores. También hubo
quienes, en monasterios, escuelas catedralicias y universidades, soñaron con entender mejor la
verdad cristiana. Eran tiempos de cambios profundos en la sociedad europea, y esos cambios se
reflejaron en la teología de la época. Esto puede verse en el hecho de que el primer teólogo que
estudiaremos en este capítulo llevó a cabo la mayor parte de su labor literaria en el monasterio.
Luego trataremos de otros que fueron maestros en escuelas catedralicias. Y por último nos
ocuparemos de profesores universitarios. Este movimiento, que va de los monasterios a las
escuelas catedralicias, y por último a las universidades, es señal del auge que estaban teniendo las
ciudades. Los monasterios estaban generalmente situados lejos de los centros de población. Las
catedrales, por el contrario, estaban en el corazón mismo de las ciudades, y las escuelas que en
ellas florecieron se debieron al proceso de urbanización a que nos hemos referido repetidamente.
Por último, las universidades son la culminación de esa evolución, pues surgieron cuando en las
ciudades se concentraron tantos estudiantes y profesores que las escuelas catedralicias resultaron
insuficientes. Además, en casos tales como el de la universidad de París, su propia existencia es
indicio del creciente poder del rey, parte de cuyo esfuerzo centralizador frente a la nobleza
consistía en hacer de su ciudad capital un centro de estudios. [Vol. 1, Page 422] Anselmo de
Canterbury El primero de los grandes pensadores que esta época produjo fue Anselmo de
Canterbury. Natural del Piamonte, en Italia, Anselmo era hijo de una familia noble, y su padre se
opuso a su carrera monástica. Pero el joven insistió en su vocación, y en el 1060 se unió al
monasterio de Bec, en Normandía. Aunque ese monasterio se encontraba lejos de su patria,
Anselmo se dirigió a él debido a la fama de su abad, Lanfranco. Allí se dedicó al estudio teológico, y
produjo varias obras, de las cuales la más importante es el Proslogio. En el 1078 fue hecho abad de
Bec, pues Lanfranco había dejado el monasterio para ser consagrado como arzobispo de
Canterbury. Poco antes, Guillermo el Conquistador había partido de Normandía y conquistado a
Inglaterra, donde derrotó a los sajones en el 1066 en la batalla de Hastings. Ahora Guillermo y sus
sucesores se establecieron en Gran Bretaña, que poco a poco se fue volviendo el centro de sus
territorios. Pero durante varias generaciones continuaron trayendo a personas de origen
normando para ocupar posiciones de importancia en Inglaterra. Esto fue lo que sucedió con
Lanfranco y, en el 1093, con Anselmo.[Vol. 1, Page 423] En esa fecha, fue hecho arzobispo de
Canterbury por el rey Guillermo II, quien había sucedido al Conquistador. Anselmo trató de evadir
esa responsabilidad, en parte porque prefería la quietud del monasterio, y en parte porque
desconfiaba de Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco había dejado la sede vacante, a fin de
posesionarse de sus ingresos y de buena parte de sus propiedades. Pero a la postre aceptó, y
comenzó así una carrera accidentada buena parte de la cual transcurrió en el exilio debido a sus
conflictos, primero con Guillermo y después con su sucesor Enrique I. Sin entrar en detalles,
podemos decir que estos conflictos reflejaban, en menor escala, los que ya hemos visto al tratar
de las pugnas entre el papado y el Imperio. Se trataba de un asunto de jurisdicción, cuyo punto
crucial era la cuestión de las investiduras, pero que tenía varias otras dimensiones. Lo que estaba
en juego en fin de cuentas era si la iglesia sería independiente o no del poder civil. Y la respuesta
no era fácil, pues la iglesia en sí tenía gran poder político y económico. Siete décadas más tarde,
uno de los sucesores de Anselmo, Tomás a Becket, moriría asesinado junto al altar de la catedral,
por razón del mismo conflicto. Durante sus repetidos exilios, Anselmo escribió mucho más que
cuando estaba cargado con las responsabilidades de su arzobispado. La principal obra de este
período es Por qué Dios se hizo hombre. Murió en Canterbury en el 1109, tres años después de
haber hecho las paces con el rey y haber regresado de su último exilio. La importancia teológica de
Anselmo radica en que fue el primero, después de siglos de tinieblas, en volver a aplicar la razón a
las cuestiones de la fe de modo sistemático. Cada una de sus obras trata acerca de un tema
específico, como la existencia de Dios, la obra de Cristo, la relación entre la predestinación y el
libre albedrío, etc. Y en la mayor parte de los casos Anselmo trata de probar la doctrina de la
iglesia sin recurrir a las Escrituras o a cualquier otra autoridad. Esto no quiere decir, sin embargo,
que Anselmo haya sido un racionalista, dispuesto a creer sólo lo que podía demostrarse mediante
la razón. Al contrario, como puede verse en la cita que encabeza este capítulo, su punto de partida
es la fe. Anselmo cree primero, y después le plantea sus preguntas a la razón. Su propósito no es
probar algo para después creerlo, sino demostrar que lo que de antemano acepta por fe es
eminentemente racional. Esto puede verse tanto en su Proslogio como en Por qué Dios se hizo
hombre. El Proslogio trata acerca de la existencia de Dios. Anselmo no duda ni por un instante que
Dios exista. De hecho, la obra está escrita a modo de una oración dirigida a Dios. Pero, aun
sabiendo que Dios existe, nuestro teólogo quiere demostrarlo, para así comprender mejor la
racionalidad de esa doctrina, y gozarse en ella. Como punto de partida, Anselmo toma la frase del
Salmo 14:1: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios”. ¿Por qué es necedad negar la existencia de
Dios? Evidentemente, porque esa existencia debe ser una verdad de razón, de tal modo que
negarla sea una sinrazón. ¿Es posible entonces demostrar que la existencia de Dios es tal?
Indudablemente, hay muchos argumentos para probar esa existencia. Pero todos ellos se basan en
la contemplación del mundo que nos rodea, arguyendo que tal mundo ha de tener un creador. Es
decir, todos ellos parten de los datos de los sentidos. Y los filósofos siempre han sabido que los
sentidos no bastan para darnos a conocer las realidades últimas. ¿Será posible entonces encontrar
otro modo de demostrar la existencia de Dios, un modo que no dependa de los datos de los
sentidos, sino únicamente de la razón?[Vol. 1, Page 424] El razonamiento que Anselmo emplea es
lo que después se ha llamado “el argumento ontológico para probar la existencia de Dios”. En
pocas palabras, lo que Anselmo dice es que al preguntarnos si Dios existe la respuesta está
implícita en la pregunta. Preguntarse si Dios existe equivale a preguntarse si el Ser Supremo existe.
Pero la misma idea de “Ser Supremo”, que incluye todas las perfecciones, incluye también la
existencia. De otro modo, tal “Ser Supremo” sería inferior a cualquier ser que exista. Un Ser
Supremo inexistente sería una contradicción semejante a la de un triángulo de cuatro lados. Por
definición, la idea de “triángulo” incluye tres lados. De igual modo, la idea de “Ser Supremo”
incluye la existencia. Es por esto que quien niega la existencia de Dios es un necio, como bien dice
el salmista. Este “argumento ontológico” ha sido discutido, reinterpretado, refutado y defendido
por los filósofos y teólogos a través de los siglos. Pero no es éste el lugar para seguir el curso de
ese debate. Baste señalar que el argumento mismo es un ejemplo claro del método teológico de
Anselmo, que no consiste en esperar a demostrar una doctrina para creerla, sino que parte de la
doctrina misma, y de su fe en ella, para mostrar su racionalidad.

En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo se plantea la cuestión del propósito de la
encarnación. Su respuesta se ha generalizado de tal modo que, con ligeras variantes, ha
llegado a ser la opinión de la mayoría de los cristianos occidentales, aun en el siglo XX. Su
argumento se basa en el principio legal de la época, según el cual “la importancia de una
ofensa depende del ofendido, y la de un honor depende de quien lo hace”. Si, por
ejemplo, alguien ofende al rey, la importancia de esa acción se mide, no a base de quién
la cometió, sino a base de la dignidad del ofendido. Pero si alguien desea honrar a otra
persona, la importancia de esa acción se medirá, no a base del rango de quien recibe la
honra, sino a base del rango de quien la ofrece. Si entonces aplicamos este principio a las
relaciones entre Dios y los seres humanos, llegamos a la conclusión, primero, que el
pecado humano es infinito, pues fue cometido contra Dios, y ha de medirse a base de la
dignidad de Dios; segundo, que cualquier pago o satisfacción que el ser humano pueda
ofrecerle a Dios ha de ser limitado, pues su importancia se medirá a base de nuestra
dignidad, que es infinitamente inferior a la de Dios. Además, lo cierto es que no tenemos
medio alguno para pagarle a Dios lo que le debemos, pues cualquier bien que podamos
hacer no es más que nuestro deber, y por tanto la deuda pasada nunca será cancelada.
En consecuencia, para remediar nuestra situación hace falta ofrecerle a Dios un pago
infinito. Pero al mismo tiempo ese pago ha de ser hecho por un ser humano, puesto que
fuimos nosotros los que pecamos. Luego, ha de haber un ser humano infinito, que
equivale a decir divino. Y es por esto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, quien ofreció
en nombre de la humanidad una satisfacción infinita por nuestro pecado.
Este modo de ver la obra de Cristo, aunque se ha generalizado en siglos posteriores, no era el
único ni el más común en la iglesia antigua. En la antigüedad, se veía a Cristo ante todo como el
vencedor del demonio y sus poderes. Su obra consistía ante todo en libertar a la humanidad del
yugo de esclavitud a que estaba sometida. Y por ello el culto de la iglesia antigua se centraba en la
Resurrección. Pero en la Edad Media, particularmente en la “era de las tinieblas”, el énfasis fue
[Vol. 1, Page 425] variando, y se llegó a pensar de Jesús ante todo como el pago por los pecados
humanos. Su tarea consistía en aplacar la honra de un Dios ofendido. En el culto, el acento recayó
sobre la Crucifixión más bien que sobre la Resurrección. Y Jesucristo, más bien que conquistador
del demonio, se volvió víctima de Dios. En Por qué Dios se hizo hombre, Anselmo formuló de
modo claro y preciso lo que se había vuelto la fe común de su época. En cierto sentido, Anselmo
fue uno de los fundadores del “escolasticismo”. Este es el nombre que se le da a un período y un
modo de hacer teología. Sus raíces se encuentran en Anselmo y en los teólogos del siglo XII que
estudiaremos a continuación. Su punto culminante se produjo en el siglo XIII. Y continuó siendo el
método característico de hacer teología a través de todo el resto de la Edad Media. Su nombre se
debe a que se produjo principalmente en las escuelas. Anselmo fue monje, y casi toda su labor
teológica tuvo lugar en el monasterio. En esto no difería de la teología de los siglos anteriores, que
se había desarrollado, no en escuelas, sino en púlpitos y monasterios. Pero, a partir del siglo XII,
los centros de labor teológica serían las escuelas catedralicias y las universidades. Por lo pronto, la
gran contribución de Anselmo consistió en su uso de la razón, no como un modo de comprobar o
negar la fe, sino como un modo de elucidarla. En sus mejores momentos, ése fue el ideal del
escolasticismo.

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