Emar, publica en el periódico La Nación “Arte sudamericano”,
reflexión con ecos vanguardistas que tensiona el panorama cultural chileno teñido de un contumaz criollismo. En 1992, a cargo de Patricio Lizama y bajo el alero de la Dibam, se edita Juan Emar. Escritos de arte (1923-1925), recopilación de distintos artículos, críticas y notas del autor de Diez (1937). A continuación, se reproduce su artículo publicado en La Nación.
Arte sudamericano
Por lo que he leído en algunos diarios y revistas, por lo que
he escuchado en algunas conversaciones, me ha parecido que la cuestión de un Arte Sudamericano y de un arte chileno se habla “tímidamente” en tabla. Pareciéndome de bastante interés esta cuestión, he tratado de sondear, de averiguar lo que sobre ella opinan los herméticos artistas que he podido encontrar a mi paso y el resumen de mis averiguaciones es que las opiniones están divididas en dos campos; 1, los que quieren nacionalizar; 2, los que piensan que el arte no puede tener nación. Creo que hay un error de principio, de punto de partida, en cada una de estas dos opiniones extremas y contradictorias, creo que ellas no obedecen al problema mismo. Nacionalizar, por ejemplo, ¿qué quiere decir? ¿Tener un arte propio, que no se asemeja con ningún otro o que por lo menos, tenga rasgos tan marcados que se le distinga al primer contacto? Si es esto —único sentido que logro encontrar— no se me podrá negar que, en último examen, todas esas prédicas proarte nacional, deben resumirse, en lo siguiente: “es necesario tener talento”… y no hay más; al menos si lo hay, no lo veo. Los que evitan esta solución al problema caen fatalmente en el lenguaje majadero e ingenuo de redención que recuerda a todos los medios iluminados del Universo, desde el místico a domicilio, hasta el Ejército de Salvación. Y, por lo menos en literatura, si se ve por un lado el Evangelio predicado y por otra ser puesta en práctica, puédese hacer un nuevo resumen al servicio de los escritores que comienzan: “Trátase de escribir: donde diga Volga, Bío-Bío, donde diga Boulevard Saint Germain, calle Compañía; donde diga Dorian Gray, Pedro Pérez”. Es muy comprensible que el instinto de propiedad, de posesión —innato en el hombre, hoy que es difícil satisfacerlo en bienes raíces u otros bienes debido a la carestía de la vida y al cambio bajo —tiende a satisfacerse, en muchos artistas, en una “chilenización” del arte que pueda— gracias a un ingenioso cambio de palabras y a algunas gotas de “olor” nacional, — darles la ilusión de poseer, a lo menos su arte. Pero es aún más comprensible que el mayor resultado de los pronacionalización, sea el de producir una reacción franca en casi todos los que se impongan de sus ideas e ideales. Pues, por muchos argumentos saludables y convincentes que se nos hagan sobre la necesidad imprescindible de cantar la magnífica cordillera que nos dio por baluarte el Señor, de cantar nuestro pueblo y las espuelas, siempre nacerá en la mayoría de los artistas una pequeña duda sobre la bondad de esta receta y siempre — involuntariamente no dude—vendrá a sus labios la palabra: “patillas”. De aquí, se cae fácilmente al extremo opuesto. El arte no tiene patria, es uno, universal, etc. No me encuentro con la capacidad para resolver este punto que me parece subir hasta las regiones de la filosofía del arte. Por el momento, me contentaría con pedirles, a los que así piensan, que me indiquen una sola obra de arte de valor que no se ubique en una sola época, una sola tierra, un solo pueblo y pueda, por lo tanto, acomodarse al universo entero. Creo que se hallarían en duros aprietos para hallar esa obra standard adaptable a todos los enchufes como las ampolletas Osram. En resumen: el problema me parece así mal planteado y bastante inútil. La única pregunta que puede formularse es si Sudamérica ha aportado o no algo nuevo al arte total, si con el aporte de los sudamericanos se ha enriquecido el arte y, por lo tanto, el alma humana, con una adquisición más, con un aspecto más. Mi creencia es sencillamente negativa. Hace algún tiempo, dije tal cosa a un escritor español, quien me aseguró que me hallaba yo en un error. Encontraba él en las letras sudamericanas una característica, un sello propio que las diferenciaba, y me agregó que al leer ciertas obras podía asegurarme, desde la primera página, que aquello no había sido escrito por un español ni un francés ni ningún otro. Lo creo, pero esta manera de aquilatar la personalidad me aparece deficiente y algo semejante a los métodos deductivos propios de Sherlock Holmes: si esto no proviene de España ni de Francia ni Inglaterra ni de ningún punto, excepto Sudamérica, tiene que ser una obra sudamericana. Además, el no afiliar no indica obligadamente bondad del producto. Al hojear libros o revistas, he oído decir a muchas personas —como me he dicho yo también— frases más o menos así: “¡qué sudamericano es esto! Esto no ha podido ser escrito más que por un sudamericano, etc.”. Hay por cierto, algo característico que evita confusiones. Pero quisiera saber en qué justamente consiste ese algo y si no es acaso el encontrar siempre una paternidad europea, paternidad directa, me atrevería a decir, una sin lo esencial de luz europea. Sería entonces una característica por ausencias, por defectos, sería por un permanente a peu prés, por algo que hace pensar: “esto no es español, no es francés, porque… un español o un francés lo habrían hecho mejor”. Hay la intención y la manera de ellos, mas sin lo que a ellos les es esencialmente propio, sencillamente porque no es propio a nosotros. Y esa cosa propia no se revela, no se atreve a salir, porque se trabaja sobre moldes de maestros muy lejanos. Las manifestaciones sudamericanas de arte que aparecen hasta hoy como la obra de alumnos aventajadísimos del arte universal que saben sólo avenírselas para hacer un libro, un cuadro, una estatua, pero que aún en la escuela, no saben ver la vida y no se atreven a vivir. Las composiciones y memorias de todos los alumnos, tienen algo de común y característico, pero que se debe, no a una intensidad de personalidad, sino a una ausencia de personalidad. Temo que algo así pase con el arte sudamericano en relación al arte de otros pueblos. Veo cierta timidez, cierto temor a ser, cierta preferencia a imitar las apariencias y maneras de las grandes obras universales, en vez de tratar de imitar, por analogías, lo que cada gran obra significa como sinceridad, como conformidad de la vida con el arte, como libertad, como valor para buscar, ensayar y sacar a la luz hasta el último pliegue del ser, en vez de entretenerse con sus superficies. Alguien me dijo que en Sudamérica no había aún una vida bastante potente y definida como para crear un arte correspondiente. Puede ser. Por lo demás, no hablo aquí de un arte colosal. En todo caso, Sudamérica existe. Que los que han viajado recuerden la sensación al tocar —de regreso de Europa— el primer puerto brasileño. Es otro mundo. Allí se siente como un abismo que se abre de pronto. Cambian los valores. Lo que allá considerábase esencial, pasa aquí a ser secundario; lo que allá era secundario se hace esencial. Es una especie de terremoto, una pérdida del equilibrio que a veces tarda mucho en volverse a encontrar. Se siente otra raza, otro ideal y sobre todo otro destino. Sin embargo, en las expresiones de arte se siente como la vergüenza del continente, vergüenza o ignorancia, y cada artista parece mostrar su obra con un picaresco orgullo, como diciendo: “Vea Ud., cómo nosotros sabemos hacer tan bien como ellos…”. Démelo por aceptado: saben hacer tan bien como… Desgraciadamente en arte no se trata de hacer “como”, sino de hacer, simplemente.