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MIGUEL ALBERTO

PROCESOS INTERCULTURALES BARTOLOMÉ

Miguel Alberto Bartolomé


Antropología política del pluralismo cultural
en América Latina

A pesar de las críticas situaciones por las que atraviesan, las sociedades indíge-
nas de América Latina están lejos de haberse extinguido o de constituir un “ob-
jeto” relictual de la antropología, tal como lo proclaman de manera irreflexiva
algunos colegas que argumentan sobre una inexistente desaparición del Otro

PROCESOS
y ubican en el “pasado” de la profesión el estudio de las sociedades nativas. Los
contextos interculturales latinoamericanos, con más de 50 millones de protago-
nistas provenientes de tradiciones no occidentales se revelan, hoy más que
nunca, como de trascendental importancia para la comprensión de aspectos crí-

INTER
ticos de la dinámica social contemporánea. Repensar la antropología política
en el marco de la multiculturalidad y desde una perspectiva teórica que enfa-
tiza la necesidad histórica de asumir el carácter plural de las sociedades esta-
tales contemporáneas, ha sido entonces parte de las motivaciones centrales de

CULTURALES
esta obra. Los procesos interculturales a los que me refiero son básicamente

PROCESOS INTERCULTURALES
aquellos en los que participan los pueblos nativos y los Estados nacionales, con-
figurando sistemas históricos de larga duración y caracterizados por una espe-
cial dinámica sistémica. He pretendido recuperar mi experiencia de etnógrafo
con los pueblos indígenas de América Latina dentro del contexto de la reflexión
antropológica y de las propuestas que considero significativas para el desarrollo ANTROPOLOGÍA POLÍTICA DEL
de una antropología política del pluralismo cultural. Se trata entonces también
de un ejercicio de sistematización conceptual, que busca recoger algunos de los
PLURALISMO CULTURAL EN
aportes que en las últimas décadas ha generado la vertiente pluralista de la an- AMÉRICA LATINA
tropología social.

Miguel Alberto Bartolomé es licenciado en ciencias antropológicas por la Uni-


versidad de Buenos Aires y doctor en sociología por la Universidad Nacional
Autónoma de México. Es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del
Sistema Nacional de Investigadores. Autor, coautor y coordinador de veintitrés
libros y más de ochenta ensayos sobre etnografía, teoría antropológica y rela-
ciones interétnicas en América Latina. En la actualidad es profesor-investiga-
dor del Centro Oaxaca del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

9I S6B8N- 92638 --223 -62 26 233-- 00

siglo
veintiuno
editores
9 789682 326233
antropología
PROCESOS INTERCULTURALES
antropología política
del pluralismo cultural
en américa latina

por

MIGUEL ALBERTO BARTOLOMÉ


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2006 Procesos interculturales: antropología política del
pluralismo cultural en América Latina / por
Miguel Alberto Bartolomé — México :
Siglo XXI Editores, 2006.
368 p. — (Antropología)
ISBN: 968-23-2623-0
1. Antropología política — América
Latina.
2. Antropología — Aspectos políticos y
sociales — América Latina. 3. Etnología.
I. t. II. Ser.

portada: maría luisa martínez passarge


primera edición, 2006
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 968-23-2623-0

se prohíbe su reproducción total o parcial por cualquier


medio sin permiso escrito del editor.

impreso y hecho en méxico


Dedico esta obra a mis “hermanos de la costa”,
los miembros del “Grupo de Barbados”,
y en especial a aquellos que nos han abandonado
para navegar hacia otras islas:
el mexicano Guillermo Bonfil Batalla,
el paraguayo Miguel “El Gato” Chase-Sardi
y el brasileño Darcy Ribeiro.

Para Alicia, como siempre,


she rembirekó, cuñá porá eté.
PRÓLOGO

—Es demasiado tarde para corregirlo


–dijo la Reina Roja.
Una vez que has dicho algo, ahí queda
y debes aceptar las consecuencias
lewis carroll

Hace ya muchos años estaba sentado ante un fuego, compartiendo


una caliente infusión de yerba mate con un grupo de interlocutores
pertenecientes al pueblo mapuche. Afuera de la ruca, de la casita de
piedras y maderas, se acumulaba la nieve arrastrada por el viento
patagónico. Alentados por el calor compartido, me estaban narrando
cantos que aludían a la “época de la invasión”, a ese episodio militar
de fines del siglo xix que la historia argentina denomina “conquista
del desierto”, y del cual habían sido víctimas sus abuelos. Cantaban
las historias de guerra y el que cantaba se identificaba con el prota-
gonista del canto hablando en primera persona, ya que poseía la
misma sangre que su antecesor del linaje, del mulfin, de la línea de
sangre que une a las generaciones. De pronto algunos pretendieron
disculparse por la pasión de los recuerdos, creí entender que me
pedían que no me ofendiera puesto que no me consideraban respon-
sable de las acciones de mis antepasados, aunque éstos hayan sido
huincas (blancos) al igual que yo. En realidad yo nunca me hubiera
sentido aludido por los relatos, ni consideraba mis antepasados a los
militares invasores, cuyas “proezas” fueran financiadas por hacenda-
dos ansiosos de expandir sus posesiones.
Como muchos argentinos de mi edad soy nieto de inmigrantes
europeos y mi relación con el pasado de la nación se basaba en una
membresía formal con el Estado que definía mi ciudadanía. Pero esos
conciudadanos míos eran otros ciudadanos, aquellos a los que la fi-
liación estatal les fue impuesta por las fuerza de las armas. Hacía casi
un año que residía con ellos, me había asomado entonces a la com-
plejidad de su cultura que se desarrollaba en aquellos escondidos
valles de la precordillera de los Andes. Pero en esa oportunidad

[9]
10 PRÓLOGO

sentí que no sólo la cultura sino también la historia compartida nos


separaba a la vez que nos reunía. Estaba en otro país aunque lo su-
ponía parte del mío y en uno de sus aspectos ése era un país antagó-
nico. Yo era un joven estudiante de antropología y no encontré una
respuesta para la inquietud que me produjo esa comprensión. Y es
que mis dudas juveniles se relacionaban con la posibilidad de trans-
formar el Estado del cual formábamos parte todos, para que pudié-
ramos llegar a convivir sin que cada uno tenga que renunciar a ser
lo que es. Yo estaba pensando a los mapuche desde el Estado que
nos contenía y tiempo después advertí que ese estilo de percibir a los
pueblos indígenas ha sido siempre una característica de los miembros
de las sociedades estatales. De hecho, pareciera que el énfasis en la
distinción no proviene tanto de las diferencias culturales, sino de la
ausencia o presencia política del Estado. Durante muchos años y
relacionándome con distintas culturas nativas de América Latina, he
buscado una respuesta a esa pregunta inicial, que ahora estoy tratando
de reformular a través de la escritura.
Ruego a mi hipotético lector que no se alarme; esta no es una
propuesta posmoderna más preocupada por el autor que por el ob-
jetivo de la obra; sólo trato de destacar el contexto situacional y
biográfico que da origen y desarrollo a estas páginas. Soy un antro-
pólogo que, como muchos, comenzó a desarrollar su vida profesional
estudiando pequeñas aldeas agrícolas y grupos cazadores-recolectores
en las tierras bajas de América del Sur, más específicamente en Para-
guay y Argentina. Diversas circunstancias determinaron que el foco
de mi interés se trasladara hacia las comunidades mesoamericanas
del México actual, donde resido desde hace más de tres decenios. A
partir de mis primeras relaciones con culturas indígenas me impac-
taron los procesos de articulación interétnica, es decir, las relaciones
que se establecen entre los pueblos nativos y los miembros de las
sociedades nacionales envolventes. El trabajar con grupos indígenas
en el marco de distintas formaciones estatales, fue haciéndome ad-
vertir que las situaciones y contradicciones particulares de cada caso,
cobraban una mayor lógica y visibilidad a través de las características
propias de las estructuras estatales, que con base en las cambiantes
circunstancias coyunturales locales. Es decir, que los problemas co-
munes no respondían tanto a causas puntuales o circunstanciales,
sino a los procesos derivados de la misma naturaleza de las configu-
raciones estatales, históricamente definidas y estructuradas como
PRÓLOGO 11
formaciones uninacionales coercitivamente impuestas sobre ámbitos
multiétnicos.
Así me asomé a dramas culturales infamantes impuestos a los
pueblos indígenas, pero que no estaban necesariamente protagoni-
zados por ávidos explotadores sino también por sus redentores insti-
tucionales. Me ha tocado presenciar y documentar en distintos países,
críticos procesos de destrucción cultural, lo que ahora llamamos et-
nocidio, impuestos a los pueblos indígenas como parte de la tarea
“modernizadora” de los estados nacionales. La lógica inherente a la
misma construcción de los estados latinoamericanos, como proyectos
de naciones culturalmente homogéneas, se comporta como el prin-
cipal enemigo de las poblaciones nativas, aunque sus teóricas inten-
ciones sean aparentemente loables. El derecho a la existencia del
“otro”, del diferente al supuesto habitante “estándar” de los Estados,
parte de la propuesta tramposa de aceptarlo con la condición de que
deje de ser lo que es: si el otro renuncia a sí mismo puede ser con-
siderado como mi conciudadano e incluso, eventualmente, como mi
semejante.
Pero ésta no pretende ser una obra de denuncia social sobre un
pasado reciente, sino de reflexión antropológica y política contem-
poráneas. A pesar de las críticas situaciones por las que atraviesan,
las sociedades indígenas de América Latina están lejos de haberse
extinguido o de constituir un “objeto” relictual de la antropología,
tal como lo proclaman de manera irreflexiva algunos colegas que
argumentan sobre una inexistente “desaparición del Otro” y ubican
en el “pasado” de la profesión el estudio de las sociedades nativas.
Los contextos interculturales latinoamericanos, con más de 50 millo-
nes de protagonistas provenientes de tradiciones no occidentales se
revelan, hoy más que nunca, como de trascendental importancia para
la comprensión de aspectos críticos de la dinámica social contempo-
ránea. En momentos en que las minorías étnicas de América y el
mundo adquieren una visibilidad exponencial, no es posible seguir
proponiendo que la “modernidad” o “posmodernidad” antropológi-
ca pasa por no estudiar a los grupos indígenas. No niego la impor-
tancia de las otras áreas e intereses de la antropología, orientados
hacia las sociedades de las cuales forma parte el investigador, pero
cuestiono las modas académicas que pretenden hacer de sus propues-
tas el único objetivo legítimo. Por otra parte, muy pocos son hoy en
día los que intentan estudiar a las culturas indígenas como totalidades
12 PRÓLOGO

cerradas; la dinámica del “sistema-mundo” del que hablaran I. Wa-


llerstein o E. Wolf, supone intentar reconocer cómo esos “otros” se
apropian de lo global y buscan incorporarlo a sus propias estructuras
de sentido, generando nuevas configuraciones sociales y culturales
que desafían a la imaginación antropológica. De eso se trata, entre
otras cosas, el estudio de los procesos interculturales.
Ésas fueron las razones iniciales que me motivaron a escribir esta
obra, buscando entender la inserción de los grupos étnicos en el
contexto del mundo actual. La pasión antropológica por lo local, por
el medio en el cual trabajamos y con el que nos relacionamos tanto
en lo profesional como en lo afectivo, tiende a hacernos perder la
perspectiva de la totalidad de la que forma parte. De acuerdo con el
lenguaje de moda, ahora diríamos que la intensidad de lo local pue-
de impedirnos acceder a la comprensión de lo global. Sin embargo,
la misma relación con las sociedades nativas y sus cambiantes circuns-
tancias, nos han progresivamente obligado a intentar analizar el
marco general dentro del cual se inscriben las vidas comunitarias que
nos son tan próximas. Ya no existen, tal vez nunca existieron, socie-
dades autocontenidas, en las que las manifestaciones de la dinámica
económica, política y social del mundo contemporáneo no se haga
presente e influya de distintas maneras y con variable intensidad en
la vida colectiva. La antropología política de las sociedades plurales
no puede desarrollarse sin involucrarnos intelectualmente en los
contextos globales que la influyen y que en ocasiones la definen. Es
entonces factible coincidir con M. Strathern (1995) cuando apunta
que todas las relaciones sociales son locales, ya que se nutren de con-
textos sociales circunscritos, aunque éstos reciban la influencia de
procesos globales, por lo que el antropólogo habita mundos signa-
dos por las circunstancias locales de la globalización.
Lo anteriormente expuesto no es una perspectiva demasiado no-
vedosa, pero requiere ser claramente explicitada, ya que muchas
veces aparece en los registros etnográficos sólo como factores coyun-
turales que intervienen en los procesos étnicos. Veamos algunos
ejemplos provenientes de mis propias investigaciones. Cuando en
1874 se desarrolló la engavilladora McCormik en los Estados Unidos,
que requería de la masiva utilización de cuerdas de henequén, sus
creadores no podían suponer que haría que la población maya yuca-
teca que trabajaba las plantaciones del ágave en condiciones de se-
miesclavitud, se multiplicara por cuatro entre 1880 y 1900 (M. Bar-
PRÓLOGO 13
tolomé, 1988:264). Aún más inofensiva pareciera la un tanto bovina
costumbre estadunidense de masticar chicle, originalmente extraído
de la resina del chicozapote, pero su demanda determinó la expan-
sión de frentes colonizadores sobre el territorio de los últimos mayas
rebeldes de Yucatán en el decenio de los 30, la que produjo la caída
del sistema político autónomo de los macehualob, a los que ni el ejér-
cito mexicano había logrado hacer claudicar (M. Bartolomé, 2001).
Cuando en los años 80 se inauguró la gran represa binacional de
Itaipú, entre Paraguay y Brasil, no se manejó en los cálculos de costos
y beneficios el hecho de que miles de leñadores pertenecientes a las
etnias nivalklé, enhlet y ayoreo del Chaco paraguayo, se vieron privados
de la posibilidad laboral de la fabricación de carbón que había in-
fluido en su sedentarización por parte de los colonos mennonitas,
quienes reemplazaron ese combustible por la electricidad (M. Barto-
lomé, 2000). Lo global siempre ha influido en lo local, pero ahora
la misma globalización comunicativa hace más visible este sistema de
relaciones.
Repensar la antropología política en el marco de la multicultura-
lidad y desde una perspectiva teórica que enfatiza la necesidad histó-
rica de asumir el carácter plural de las sociedades estatales contem-
poráneas, han sido entonces parte de las motivaciones centrales de
esta obra. Los procesos interculturales a los que me refiero son bási-
camente aquellos en los que participan los pueblos nativos y los es-
tados nacionales configurando sistemas históricos de larga duración
y caracterizados por una especial dinámica sistémica. No he preten-
dido escribir una síntesis teórica o argumental sobre el tema, lo que
me obligaría a una intención pedagógica que no me es cercana, sino
recuperar mi experiencia de etnógrafo con los pueblos indígenas de
América Latina, dentro del contexto de la reflexión antropológica y
de las propuestas que considero significativas para el desarrollo de
una antropología política del pluralismo cultural. Se trata entonces
también de un ejercicio de sistematización conceptual, que busca
recoger algunos de los aportes que en los últimos decenios ha gene-
rado la vertiente pluralista de la antropología social.
Quizá se pueda señalar, y con cierta justicia, que escribir una obra
sobre un tema que pretende incluir a la totalidad del vasto contexto
étnico latinoamericano, constituya una empresa cuyos alcances esca-
pan a las posibilidades de un solo autor, y que incluso se pueda
cuestionar el mismo sentido de una propuesta de esta índole. He
14 PRÓLOGO

realizado investigaciones etnográficas en Argentina, Brasil, México,


Paraguay y Panamá, además de relacionarme con distintos contextos
étnicos de Guatemala, Ecuador, Perú y Chile. Varios años de mi vida
han transcurrido en comunidades indígenas y la mayor parte de ella
residiendo en ámbitos interétnicos. Sin embargo no me guía un in-
terés descriptivo ni necesariamente comparativo; parto del supuesto
de que el conjunto de las sociedades nativas fueron y están involu-
cradas en un proceso colonial y neocolonial que adquiere distintas
manifestaciones y características en los diferentes marcos regionales
y nacionales, así como en cada una de dichas sociedades, pero cuyas
líneas de acción son recurrentes y pueden ser identificadas en cuan-
to tales. Los ejemplos locales servirán para reforzar las evidencias de
una dinámica social global, pero no buscan ser exhaustivos ni con-
clusivos, ya que la ejemplificación no pretende dar cuenta de situa-
ciones que serían idénticas a otras, sino en las cuales se pueden
identificar procesos recurrentes. En todo caso, he intentado desarro-
llar una propuesta que se mueve entre lo singular y lo general, sin
pretender construir o descubrir leyes generales, pero sí destacando
que una enciclopédica acumulación de casos tampoco podría por sí
misma arribar a conclusiones nomotéticas.
En el caso de esta obra, la imagen de lo general fue surgiendo del
conocimiento de los casos concretos y de su registro etnográfico. Así,
por ejemplo, no comencé a preocuparme teóricamente por el Estado
y a partir de ese marco abordar la inserción de las minorías étnicas
en el mismo; sino que la presencia del Estado se me hizo visible
mientras estaba recolectando genealogías o buscando nuevas varian-
tes de algún mito de origen. Soy un etnógrafo inducido hacia la
antropología política y no un politólogo que se aproxima a la antro-
pología. Mis limitaciones al respecto se harán pronto visibles al lector,
aunque espero que algunas de mis experiencias de campo y las re-
flexiones derivadas de las mismas las trasciendan. No puedo compar-
tir, y espero que mis lectores tampoco, la melancólica propuesta de
uno de los personajes de J. L. Borges que le lleva a decir: “No hable-
mos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos
de partida para la invención y el razonamiento” (1996:53). Sin em-
bargo, parte de la producción antropológica contemporánea se
mueve con cierta ambigüedad respecto a los datos. Decía que soy un
etnógrafo y agrego que desde hace más de un cuarto de siglo resido
en el ámbito multiétnico de Oaxaca, México. Es por ello que las re-
PRÓLOGO 15
flexiones que propongo no se han construido dentro de un exclusi-
vista formalismo académico, sino como resultado de una aproxima-
ción vivencial y necesariamente participativa respecto a la situación
de las personas con los que me he relacionado y convivido en los
últimos decenios y cuya vida ha formado y forma parte de la mía,
aunque sea por épocas, pero con suficiente intensidad como para no
traducirla en una “experiencia de campo” (fieldwork) puntual y cir-
cunscrita.
Por otra parte, Oaxaca es un vasto laboratorio social donde se han
experimentado múltiples formas de convivencia humana a lo largo de
los siglos. Sociedades cazadoras, aldeas agrícolas, jefaturas, grandes
formaciones estatales y ciudades-estado regionales, se desarrollaron en
los últimos milenios. Con la invasión europea llegó el colonialismo y
la represión cultural, con la Independencia y el estado-nacional la
imposición de una identificación exclusiva con la nación que trataba
de construir el Estado. El resultado contemporáneo, que demuestra el
fracaso del integracionismo y la capacidad de resistencia y adaptabili-
dad nativas, es la presencia de casi un millón y medio de hablantes de
lenguas indígenas pertenecientes a varias familias lingüísticas: tres ve-
ces más que a principios del siglo xx. También, Oaxaca es un espacio
donde se registra tanto la expansión del capitalismo tardío globalizado,
como el predominio de la vida colectiva en el seno de comunidades
campesinas, cuyas lógicas organizacionales son tan celosamente defen-
didas como sus fronteras territoriales. Aquí ocurren muchos de los
procesos étnicos que tienen lugar en otros ámbitos de América Latina.
Desplazamientos lingüísticos y culturales, transfiguraciones étnicas,
movilizaciones etnopolíticas, confrontaciones con el Estado, migracio-
nes transnacionales, conflictos intercomunitarios, demandas autonó-
micas, situaciones de etnogénesis, etcétera; exponen que en los con-
textos locales se producen similares sucesos en el continente. Ello me
alentó a abordar una perspectiva latinoamericana advirtiendo que me
encontraba no al margen, sino en uno de los centros geográficos y
culturales para el conocimiento de los procesos étnicos. Y que la ex-
periencia local podía ser extrapolada, en muchos casos, al ámbito
global sin perder de vista las diversidades estatales y regionales.
Éste es un libro que, como suele suceder, comenzó a ser construi-
do por un par de ensayos inicialmente escritos como ponencias
breves a partir de 1998 y desembocó en una obra unitaria que se
cierra en el 2005. A mitad de camino decidí no insistir en la cons-
16 PRÓLOGO

trucción de ensayos autónomos y dedicar mi esfuerzo a elaborar un


conjunto expositivo guiado por las propuestas que considero centra-
les. Dichas propuestas incluyen valorar el papel del Estado no sólo
en la configuración de las colectividades nacionales y de los sistemas
interétnicos, sino también en la construcción de los mismos antropó-
logos, muchas de cuyas perspectivas analíticas se originan en la per-
tenencia a una colectividad estatal. Por otra parte, he buscado aproxi-
marme a los procesos étnicos latinoamericanos, no sólo en términos
de las demandas de grupos culturales excluidos y marginados, sino
también como expresión de una todavía no concluida confrontación
entre civilizaciones distintas.
A pesar de mis intenciones unitarias quizá este libro mantiene una
estructura un tanto compartimentada entre sus capítulos, derivada
de haber sido pensados inicialmente como ensayos separados, y aun-
que no renuncié a publicar algunos de manera independiente, he
buscando evitar las reiteraciones. De hecho, sólo he publicado pri-
meras versiones de los capítulos iii, iv, y vi , los que fueron muy
corregidos y ampliados para su inclusión en esta obra, aunque no
totalmente reescritos, ya que continúo de acuerdo con su estructura
argumental.1 A veces uno no se arrepiente tanto de lo que dice sino
de cómo lo dice, ya que la ambigüedad, oscuridad o excesiva inten-
sidad de un texto, escrito en una coyuntura cronológica personal y
social específica, suele no corresponder al momento biográfico y
contextual en el que se trata de integrarlo a un conjunto. Espero
entonces que la posible lectura autónoma de los distintos apartados
no excluya el hecho de que se trata de una totalidad argumental.
Como en toda obra la respuesta la tendrá el lector.

1 La versión inicial y ahora muy modificada del capítulo 3 se publicó en la obra

colectiva resultante de un simposio que coordináramos, con el nombre de “Procesos


civilizatorios, pluralismo cultural y autonomías étnicas en América Latina”, en Miguel
Bartolomé y Alicia Barabas (coords.), Autonomías Étnicas y Estados Nacionales, México,
conaculta-inah, 1998. Una primera versión del capítulo 4, titulado entonces “Etnias
y naciones: la construcción civilizatoria en América Latina”, apareció en el libro Los
retos de la etnicidad en los estado-nación del siglo XXI, coordinado por Leticia Reina y pu-
blicado en una edición conjunta del ini-ciesas-Porrúa, México, 2000. El capítulo 6,
también ahora modificado, “Movimientos indios en América Latina: los nuevos pro-
cesos de construcción nacionalitaria”, se publicó en la Revista Desacatos, núm. 10 del
ciesas, México, en 2003, así como en la Serie Antropológica, núm. 321 de la Universidad
de Brasilia, en 2002, y en la Revista Virtual TINKAZOS, de Bolivia, en 2003.
PRÓLOGO 17
En el capítulo 1 trato de abordar el complejo contexto en el cual
se desenvuelve la antropología política, proponiendo la importancia
actual del estudio de los sistemas interétnicos entendidos como pro-
cesos interculturales que alimentan un aspecto de la dinámica social
global. Al comentar la emergencia étnica contemporánea, pretendo
demostrar que no es sólo un fenómeno ligado a la modernidad y que
contradice los aspectos homogeneizantes de la globalización, sino la
manifestación contemporánea de una población que siempre ha es-
tado allí; pero que era asumida como una presencia relictual y arcai-
ca, condenada a la desaparición y a la que la globalización ha otor-
gado una nueva visibilidad al enfatizar los contrastes interétnicos.
También pretendo profundizar en la búsqueda de un marco concep-
tual para la antropología política de los procesos étnicos de las socie-
dades plurales. Consciente de que hablar de “los indígenas” consti-
tuye una homogeneización artificial de un ámbito heterogéneo,
trato de caracterizar algunos de los aspectos políticos diferenciales
de las actuales sociedades nativas de América Latina. Concluyo des-
tacando que “etnia” es un predicado unívoco adjudicado a una mul-
tiplicidad de configuraciones sociales y culturales cuya característica
común es la de ser sociedades sin Estado.
El capítulo 2 trata de las identidades étnicas, entendiéndolas como
construcciones ideológicas derivadas del contraste entre grupos cul-
tural y socialmente diferenciados, a las que no se puede entender de
manera independiente de los contextos estatales e interétnicos en los
que se desarrollan. Propongo una breve presentación de algunas de
las perspectivas teóricas consideradas más relevantes y destaco que
en conjunto no son tan excluyentes como se suele pretender, ya que en
conjunto contribuyen al desarrollo de una teoría general de la iden-
tidad. En aras de una cierta precisión conceptual trato de diferenciar
a las identidades étnicas de otras identificaciones y condiciones so-
ciales, que suelen ser englobadas bajo un común denominador iden-
titario. Concluyo exponiendo los discursos indígenas de la identidad:
tanto los que emergen de los propios códigos simbólicos para dar
cuenta de la singularidad de cada grupo, como de aquellos orienta-
dos a hacer explícita la argumentación hacia el exterior.
En el capítulo 3, sabiendo que no se pueden estudiar los sistemas
interétnicos sin profundizar en los contextos culturales, que le otor-
gan su especificidad respecto a otros procesos de articulación social,
me interno en el espinoso ámbito de las conceptualizaciones de la
18 PRÓLOGO

cultura, buscando una propuesta que sea apropiada para los procesos
que se estudian. También abordo el ahora muy popular concepto de
hibridez cultural o de “culturas híbridas”, destacando el carácter
tautológico de su definición y su escasa pertinencia para analizar los
contextos interétnicos, ya que todas las culturas indígenas responden
a procesos históricos de transfiguración étnica. Esto nos lleva a una
propuesta referida a la naturaleza del pluralismo cultural y el relati-
vismo, su relación o diferencias con el multiculturalismo y las alter-
nativas de la interculturalidad, entendida tanto como un tipo de
construcción de las personas en ámbitos de intensos flujos culturales,
como de estrategias y alternativas para la puesta en relación, a través
del diálogo, de sociedades culturalmente diferenciadas.
La exposición anterior justifica la naturaleza conceptual del capítulo
4, orientado a explorar el contenido de conceptos tales como “Estado”
y “nación”, demostrando la falacia de su concepción unitaria, en la me-
dida en que uno es un aparato político y otro una comunidad cultural
construida por ese mismo aparato. Sin embargo, el estatus de naciona-
lidades que reivindican muchos grupos indígenas de América Latina, es
considerado por los estados como un ataque a su integridad territorial
y política, cuando sólo se está reclamando una condición ciudadana
diferenciada. En este sentido las etnias representan opciones de civilización
ante la propuesta homogeneizante de los estados, en la medida en que
son las operadoras actuales de las grandes tradiciones civilizatorias pre-
hispánicas, que requieren de nuevos mecanismos de articulación con las
configuraciones estatales de inspiración occidental. Por ello se hace
necesario redefinir la misma noción histórica de ciudadanía, para que
la igualdad cívica pueda convivir con la diversidad cultural. Intento de-
mostrar entonces, la existencia de hecho de diferentes formas de ciuda-
danía que, aunque no están legisladas en cuanto tales, responden a la
diferenciación cultural real de los estados.
El capítulo 5 propone una muy breve panorámica de los procesos
civilizatorios protagonizados por los grupos etnolingüísticos de la
actual América Latina. Procesos que fueron bloqueados por la inva-
sión europea y el consecuente desarrollo de los que denomino como
Estados de Conquista coloniales. Dichos estados fueron continuados
después de las independencias nacionales, por los que caracterizo
como Estados de Expropiación neocoloniales, la mayoría de los cua-
les pretendió encontrar parte de su legitimación en su pasado indí-
gena, aunque éstos fueron excluidos de los procesos de construcción
PRÓLOGO 19
estatal y nacional. Ello permite advertir que la consecuente represión
de las diferencias culturales, respondió a la búsqueda por imponer
un tipo unitario del ser social, para construir naciones homogéneas
de acuerdo con el modelo referencial europeo. En este contexto que
las actuales demandas indígenas de autonomía representan un inten-
to por conservar o acceder a espacios sociales propios para reprodu-
cirse en cuanto tales, pero no como formas de aislamiento sino como
estrategias de articulación social más igualitarias que las actuales.
El tema de la etnogénesis, que se aborda en el capítulo 6, recoge
una cuestión que ha sido objeto de tratamientos muy disímiles por
parte de la antropología. Por una parte representa el proceso de fisión
de grupos humanos, que a lo largo de toda la historia de la humani-
dad ha representado la base de las diferenciaciones lingüísticas y
culturales. Así, la diversidad del contexto étnico latinoamericano
representa el resultado de los procesos de etnogénesis desarrollados
a partir de las primeras migraciones provenientes del Asia. Dichos
procesos no se clausuraron después de la invasión europea, ya que
en tiempos coloniales se extinguieron muchos grupos pero se desa-
rrollaron otros. Lo mismo ocurrió después de las independencias
nacionales y fenómenos similares ocurren en el presente. Sin embar-
go, la reflexión antropológica se ha demostrado un tanto ambigua al
cuestionar, en oportunidades, la legitimidad de las etnogénesis con-
temporáneas, como si éstas fueran un fenómeno inédito ligado a la
globalización, que pretende ser utilizada para explicar todos los su-
cesos de la actualidad. La emergencia, reconstrucción, resurrección,
transfiguración o reinvención de grupos étnicos que se registra en el
presente, responde a múltiples causalidades que son exploradas en
el texto, y que manifiestan el carácter dinámico de las identidades
étnicas. Éstas son ahora construidas o reconstruidas, con base en
repertorios culturales que pueden ser muy diferentes a los prehispá-
nicos, pero que no por ello son menos legítimos, puesto que no hay
rasgos “esenciales” que definirían los contenidos propios de cada
etnicidad. El hecho a destacar es que los grupos étnicos de América
Latina se multiplican en lugar de disminuir, tal como lo proponían
las visiones centradas en un mundo único en formación.
En el capítulo 7 se recuerda que, desde hace tres decenios, el
análisis de los movimientos etnopolíticos, es decir, aquellas moviliza-
ciones protagonizadas por pueblos indígenas, se ha constituido en
un legítimo campo para la reflexión antropológica. Sin embargo, la
20 PRÓLOGO

mayor parte de la literatura al respecto trata de vincularlos de mane-


ra demasiado puntual con los contextos locales en los que se da su
surgimiento, así como de exponer sus diferentes demandas específi-
cas. Tratando de trascender las ópticas en exceso localistas, este en-
sayo busca determinar sus características y objetivos compartidos,
intentando abordarlos en términos de los marcos internacionales
dentro de los cuales se inscriben, dando cuenta tanto de los factores
compartidos que influyen en su surgimiento y de los complejos de-
safíos que suponen su legitimación y representatividad, así como de
los objetivos implícitos en su mismo desarrollo más allá de las deman-
das explícitas. Se les propone entonces como procesos de construc-
ción nacionalitaria de los grupos étnicos, tendentes a configurarlas
como Pueblos Indios, entendidos como naciones sin Estado.
Continuando la reflexión anterior, el capítulo 8 propone que la
exposición de la historia y las motivaciones occidentales en las coyun-
turas de expansión colonial, así como las lógicas políticas de los es-
tados uninacionales que continuaron su dominio sobre los pueblos
nativos, han sido abordados desde muy distintos puntos de vista. Sin
embargo, creo que no se ha insistido lo suficiente sobre las transfor-
maciones sufridas por las colectividades humanas que han padecido
el proceso No se trata sólo del tradicional registro de los cambios
políticos, económicos y culturales, sino de dar cuenta también de los
nuevos contextos argumentales, ideológicos y discursivos, que se es-
tán desarrollado en el presente. Pero no pretendo abordar la lógica
interna de los discursos, sino entenderlos como expresiones de suje-
tos sociales concretos que protagonizan diferentes situaciones con-
textuales. En este sentido propongo aproximarnos a las dinámicas
identitarias en América Latina, tal como se manifiestan en los movi-
mientos etnopolíticos actuales, entendidos como procesos de con-
frontación entre civilizaciones y diferenciados, por lo tanto, de los
llamados “nuevos movimientos sociales”.
La complejidad de la problemática indígena latinoamericana,
hace que en el capítulo 9, aborden distintos aspectos de la misma, a
partir de la selección de una noción vinculante que es la de “fronte-
ra”, la que denotaría tanto los límites interactivos de las etnias como
los perímetros de los estados. En este sentido pretendo reflexionar
sobre la pertinencia de la noción de frontera en antropología para
el estudio de los procesos étnicos, en la medida en que éstas cons-
truyen los límites entre un “nosotros” y un “los otros”. Dichas fron-
PRÓLOGO 21
teras son tanto espaciales, como interactivas y pretendidamente
temporales, ya que suponen que lo indígena responde a un compo-
nente arcaico de la población de los estados, organizados a partir de
la lógica derivada de la modernidad occidental. Ante esta visión unili-
neal se sugiere la necesidad de reconocer la contemporaneidad de
lo múltiple, en la medida en que todos habitamos el mismo tiempo
y el mismo espacio. Se exploran asimismo algunas configuraciones
fronterizas, tales como las llamadas comunidades transnacionales o
interestatales constituidas por los migrantes indígenas, o como las
configuradas por la imposición de arbitrarias fronteras políticas que
separa a un mismo grupo étnico en el ámbito de dos o más estados.
El estudio de estas discontinuidades físicas, étnicas, simbólicas e
ideológicas, permite un tipo de aproximación que las propone como
ámbitos de negociación y articulación intercultural, y no de separa-
ción o conflicto.
El capítulo 10 se constituye como un anexo documental que recoge,
por primera vez en forma conjunta, los documentos producidos por
el equipo de antropólogos del cual formo parte y que es conocido
como Grupo de Barbados, debido a que nuestras reuniones iniciales
tuvieron lugar en esa isla caribeña. Dicho grupo se constituyó en 1971,
como una expresión de la toma de conciencia de algunos miembros
de la comunidad antropológica, respecto a las críticas situaciones por
la que atravesaban las sociedades nativas que eran objeto de nuestra
práctica profesional. Desde la primera reunión, produjimos documen-
tos resultantes de la discusión de las ponencias presentadas en cada
simposio, que pretendían constituirse en una toma de posición ante
la coyuntura del momento. Dichos documentos, a los que denominá-
ramos Declaraciones de Barbados, tuvieron diferentes niveles de impacto
sobre los sectores a los que estaban dirigidos, pero es indudable que
tuvieron de alguna manera repercusión sobre la posición misional de
las iglesias, sobre la colectividad profesional y sobre las mismas organi-
zaciones indígenas. Con su reproducción no pretendo documentar de
manera nostálgica un pasado reciente, sino informar a las nuevas ge-
neraciones de antropólogos que sus preocupaciones actuales tienen
antecedentes, con los cuales no necesariamente pueden identificarse,
pero sí, al menos, reconocerlos.
En este punto final de un prólogo, todo libro abre un espacio para
agradecer a las instituciones y personas que apoyaron la realización
de la obra. Pero ésta no fue escrita como parte de una tarea institu-
22 PRÓLOGO

cional, sino de manera paralela a la misma, que en realidad está


orientada hacia la investigación etnográfica sobre las culturas indíge-
nas de Oaxaca. Debo, como siempre, al Instituto Nacional de Antro-
pología e Historia de México (inah), en el cual me desempeño como
profesor investigador, el reconocimiento por la libertad profesional
y personal para desarrollar una práctica académica independiente.
También, como siempre, debo a mi esposa y colega Alicia Mabel
Barabas, la complicidad, el afecto y la pasión derivados de más de
tres decenios de compartir la investigación, la escritura y una prácti-
ca antropológica solidaria con los pueblos indígenas de América
Latina. Ella ha leído todo el libro, y si algo se escapó de su análisis
razonado es mi total responsabilidad. Mis colaboradores y colegas
María del Carmen Castillo, Nayelli Moreno, Denise Lechner y Daniel
Olivera de Ita me ayudaron a arreglar la ingente bibliografía utiliza-
da. Agradezco también la oportunidad que mis amigos ayuuk, de la
organización indígena Servicios al Pueblo Mixe, me brindaron para
exponer ante audiencias multiculturales algunos de los temas aquí
tratados y de vincularlos a sus experiencias personales. Vivo un tanto
al margen de las colectividades académicas, pero mi colega y amigo
Nestor García Canclini ha leído y criticado los dos primeros capítulos;
un interlocutor inteligente con el cual no se está necesariamente de
acuerdo, ayuda a mejorar la argumentación. Otros colegas de España,
México, Bolivia, Brasil y Argentina leyeron algunos capítulos aislados,
a ellos mi reconocimiento, que señalo en cada uno de los casos.

San Felipe del Agua, Oaxaca


1 de octubre de 2005
I. INSTRUMENTOS CONCEPTUALES
1. ANTROPOLOGÍA POLÍTICA
Y RELACIONES INTERÉTNICAS

Hay cinco sentidos (como es notorio), estos son,


la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto;
a éstos añadimos otro que nuevamente hemos conocido
y descubierto […] el cual es el afato,
y sin el cual no puede haber perfecta ciencia
ni tenerse de las cosas [...].
Porque aunque veas la piedra por su color,
oigas su sonido […] y toques su frialdad y dureza por el tacto,
si careces de afato no la podrás nombrar ni tratar de ella vocalmente,
y por consiguiente no podrás formar de ella ciencia ni discurso […]
por ser (el afato) el natural medio de que el entendimiento
perciba y explique sus conceptos
ramón llull (1304)

ámbitos de la antropología política

Éste, un tanto desconcertante acápite, proveniente de una de las


obras del filósofo, teólogo y alquimista del medioevo catalán, Rai-
mundo Lulio (o Ramón Llull), nos propone que la posibilidad de
conceptualizar, mediada por un sexto sentido por él “descubierto”,
el afato, representa una necesidad imperiosa en toda aproximación
al conocimiento. Nombrar y conceptualizar lo que se nombra, son
desde épocas tan tempranas parte integrante de la empresa intelec-
tual. No estoy muy seguro de cómo funciona mi afato, alejado como
está de los centros metropolitanos de producción de conocimientos,
pero espero que el resultado del ejercicio reflexivo y nominativo que
desarrollaré en estas páginas será por lo menos comprensible al lec-
tor. Ahora, aunque me resisto a ello, debo comenzar por el principio,
si bien resulta un tanto arbitrario sugerir momentos inaugurales de
una disciplina. Propongo entonces que la antropología política se ha
relacionado históricamente con la política de la antropología o, me-
jor dicho, de la vinculación de la antropología con la política.

[25]
26 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

Durante la primera mitad del siglo xx estudiar los sistemas políti-


cos nativos tuvo, en muchos casos, un propósito al que no eran ajenos
los intereses coloniales, que trataban de conocerlos para poder ma-
nipularlos. También se buscó en ellos datos para el desarrollo de las
teorías evolucionistas, que intentaban determinar etapas de la evolu-
ción sociocultural, basadas en la aparición sucesiva de distintas for-
mas de organización social. Primó entonces de manera inicial un
cierto afán tipológico, que trataba de clasificar a nivel cronológico
las distintas formas de comportamiento político. El hecho es que
durante mucho tiempo, y por distintas razones, la antropología polí-
tica se orientó al estudio de los sistemas vigentes en las sociedades
llamadas “primitivas”, entendiendo como tales a aquellas configura-
ciones étnicas que no estaban organizadas como los Estados-nación
de los cuales provenían los antropólogos. Incluso el estudio de los
estados africanos significó inicialmente la posibilidad de recurrir a
categorías de análisis similares a las empleadas en Occidente, pero
desorientaba a los investigadores la presencia de grandes poblaciones
carentes de aparatos políticos centralizados y capaces, sin embargo,
de orientarse hacia el desarrollo de conductas compartidas (E. Col-
son, 1971). Este tipo de antropología, como muchos de los intereses
científicos, se trató inicialmente de una proyección de la noción
occidental de lo político hacia el estudio de las sociedades no occi-
dentales, tomándolo como un ámbito institucional un tanto aislado
y no reparando demasiado en su vinculación con otras esferas de la
vida colectiva tales como la religión, el parentesco, la economía o el
género. Sin embargo, progresivamente se fue profundizando en el
análisis de las distintas posibilidades de caracterización de la acción
política en las diferentes sociedades. Incluso se ha sugerido que qui-
zá el más importante aporte de la antropología política respecto a la
reflexión social de comienzos del siglo xx, al igual que otros resulta-
dos de la investigación etnográfíca, fue mostrar cómo funcionaban
los sistemas políticos y no cómo debían funcionar, que es lo que al
parecer le interesaba o buscaba la filosofía política.
En la actualidad los ámbitos de la antropología política se han
ampliado y abarcado temas que antes se consideraban propios de
otras áreas de la antropología e incluso de disciplinas conexas tales
como la sociología o la ciencia política.1 Incluso han surgido temáti-

1 No es infrecuente que la antropología política incluya temas tales como el con-


ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 27
cas cuyos desarrollos previos no contemplaban con la profundidad
necesaria la dimensión cultural que caracteriza al análisis antropoló-
gico. De esta manera el surgimiento de nuevos estados, las lógicas
políticas contemporáneas, las migraciones nacionales e internaciona-
les, los movimientos sociales, el sentido de las viejas y nuevas fronte-
ras físicas o culturales, el colonialismo, la violencia étnica, la domi-
nación, el nacionalismo, los aspectos políticos del desarrollo del
capitalismo, las sociedades civiles, la ritualidad y las representaciones
del poder, así como una multitud de temas conexos son ahora abor-
dados a partir de la anteriormente minusvalorada dimensión cultural.
Pero quizá una de las más sugerentes e influyentes temáticas de in-
vestigación en la actualidad, es precisamente el mantenimiento, de-
sarrollo y emergencia de la etnicidad en el mundo contemporáneo;
la vigencia de las identidades étnicas, a las que los paradigmas evo-
lutivos y las teorías de la aculturación habían condenado a una des-
aparición prematura.2 Sin embargo, todavía, se suele afirmar y repe-
tir que desde los años 80 se considera que el “objeto tradicional” de
la antropología ha desaparecido. Y ese “objeto” está constituido por
los pueblos indígenas cuya presencia contemporánea sólo se puede
ignorar a través de una escandalosa negación de la realidad. En tan-
to los distintos movimientos indios organizados en América Latina
contribuyen al cambio de gobiernos en el Ecuador, desestabilizan el
sistema y se aprontan para tomar el poder en Bolivia (2005), obligan
a la redefinición política en Chile, conmocionan al Estado mexicano
con la insurrección maya del ezln, respaldan a distintos partidos
políticos en Colombia (2005), generan demandas de autonomías en
todos los países y, en general, demuestran un desarrollo y una pre-
sencia ineludibles, todavía hay quienes repiten, siguiendo los preca-
rios discursos de algunos antropólogos norteamericanos y europeos,

flicto, la tradición, las costumbres, el poder, la autoridad, la legitimación, la burocracia


administrativa, el ritualismo político, el gobierno, la coerción, la estratificación social,
las clases sociales, los sistemas de estatus, la justicia, las lógicas organizativas o los sis-
temas normativos, tratados tanto en las sociedades preindustriales como en el mundo
occidental urbano contemporáneo (H. Classen, 1979).
2 Se suele citar a un autor para respaldar nuestras aseveraciones, pero en este caso

sólo quiero destacar la coincidencia con mi colega D. Maybury-Lewis (1997:116) cuando


señala que: “Cuando se podía argumentar con cierto grado de seguridad que la etnicidad
estaba destinada a desaparecer tenía sentido, hasta cierto punto, ignorarla o suprimirla
(del análisis). Ahora se ha comprobado que estos argumentos son falsos y el mundo se
ha enfrentado al hecho de que ignorar o negar la etnicidad no funcionará”.
28 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

que la antropología ha “perdido su objeto”. No niego los otros ám-


bitos de análisis, pero quiero recuperar la tradición de la antropolo-
gía política referida a los estudios étnicos, que hoy demuestra más
interés y necesidad que nunca, en un mundo al que la globalización
ha obligado a reconocer y confrontar los múltiples rostros de las
realidades multiculturales constitutivas del presente planetario. Y
sería injusto olvidar a los que nos antecedieron en esta empresa,
aunque ahora no compartamos sus perspectivas.
Toda aproximación a la antropología política de los sistemas inte-
rétnicos no puede menos que recordar la obra cardinal coordinada
por M. Fortes y E. Pritchard en 1940, African Political Systems, que
marca un punto de inflexión en este tipo de estudios, en los que se
privilegiaba la perspectiva funcionalista de la estabilidad de los siste-
mas políticos, pero se recurría al análisis de los componentes demo-
gráficos, parentales, económicos y territoriales en la configuración
de las estructuras de poder. Incluso se hacía mención al efecto que
la situación de subordinación colonial había producido en estos sis-
temas, aunque no se profundizaba en ellos porque, según aclaran los
coordinadores en su introducción:

Varios de los colaboradores han descrito los cambios que han tenido lugar
en los sistemas políticos por ellos investigados como consecuencia de la
conquista y dominación europeas. Si no hemos acentuado este aspecto del
tema, es porque la mayoría de los colaboradores están más interesados en los pro-
blemas antropológicos que en los problemas administrativos (1976 [1940]).

Es decir, que se consideraba a la situación colonial como una


cuestión administrativa y por lo tanto “no científica”, o analizable, a
pesar de que estaba cambiando la naturaleza de los mismos sistemas
que estudiaban. Se trataba de determinar modelos políticos “puros”
a los que se despojaba de las interferencias perturbadoras, aunque
dichas interferencias ya formaban parte integral de los mismos. Se
puede proponer que estos estudios que intentaban caracterizar for-
mas políticas coherentes y autocontenidas, tendían a percibir la
presencia externa como un “accidente” perturbador de los sistemas
nativos y no como uno de sus componentes estructurales. Sin embar-
go, por reciente que sea la relación entre grupos étnicos y Estados-
nación, los segundos alteran de manera temprana la vida colectiva
de los primeros hasta transfigurarla por completo. Así, por ejemplo,
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 29
los jefes de guerra y de caza de los ayoreo del Chaco Boreal paragua-
yo, perdieron su papel sólo unos pocos años después de producirse
la sedentarización compulsiva (1969-1985) de esta cultura de caza-
dores y recolectores, por lo que dichas bandas cambiaron rápida-
mente sus lógicas asociativas hacia formas parlamentarias de toma
de decisiones (asambleas) sin delegar el poder en intermediarios
(M. Bartolomé, 2000a). Con más razón, después de siglos de vincu-
lación con un proceso colonial, la organización de las comunidades
mesoamericanas sólo puede hacerse comprensible dando cuenta del
carácter históricamente construido de los actuales sistemas políticos
y sociales, los que incluyen tanto rasgos prehispánicos como colonia-
les, tal como fuera inicialmente analizado por P. Carrasco (1961).
Algo similar ocurre con las sociedades andinas, en las que los ayllu
comunitarios exhiben tanto rasgos propios como apropiados, e in-
cluso con sociedades segmentarias como la mapuche de Chile y Ar-
gentina, cuya configuración contemporánea se debe en buena medi-
da a las guerras coloniales. De hecho, ninguna sociedad nativa de
América Latina puede ser entendida al margen de su articulación
con el orden colonial en un primer momento y con los Estados-na-
ción a partir del siglo xix. Y lo anterior no supone analizar lineal-
mente la relación entre las instituciones políticas de las distintas
culturas y la de la sociedad dominate, como lo proponía la arcaica
perspectiva funcionalista del cambio, sino utilizar los recursos analí-
ticos de nuestra disciplina para abordar las diferentes expresiones del
hecho interétnico. Hecho en el que se manifiesta la articulación no
sólo de lógicas políticas alternas, sino de códigos normativos prove-
nientes de los distintos ámbitos de las culturas confrontadas. La es-
fera de lo político, si es que puede ser circunscrita, es entonces sólo
una de las manifestaciones de las relaciones interétnicas, en las que
intervienen el conjunto de las lógicas culturales de cada sociedad.
No estoy proponiendo al estudio de las relaciones interétnicas
como el único campo posible de la antropología política, pero sí
tratando de destacar su importancia en el ámbito de los procesos
interculturales contemporáneos, tema cuya actualidad no excluye
que la antropología tenga una tradición al respecto que requiere ser
rescatada. Incluso se podría señalar que los que ahora se llaman
sistemas interculturales son a los que la antropología se ha dedicado
por decenios denominándolos como “estudios de aculturación”,
“procesos de cambio”, “estudios interculturales”, cross-cultural studies
30 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

(análisis culturales comparativos) y en América Latina como “relacio-


nes interétnicas”; conceptualmente formalizadas desde la temprana
obra del antropólogo brasileño Roberto Cardoso de Oliveira (1964).
Sin duda que los procesos interculturales, incrementados por la ac-
tual globalización mercantil y comunicativa, tienen una dimensión
mundial que supera la de los sistemas locales de pequeña escala
tradicionalmente investigados por los antropólogos, pero éstos cons-
tituyen un importante precedente de estudios de casos que pueden
alimentar la reflexión social contemporánea. En este sentido, la an-
tropología es la disciplina que más se ha dedicado al estudio de los
procesos y contextos resultantes de las relaciones entre culturas en
contacto, tradición a la que sin duda es factible recurrir para aproxi-
marnos a la dinámica social de nuestros días. Sin embargo, este en-
sayo tiene un interés mucho más modesto, ya que se refiere exclusi-
vamente a la vinculación entre los grupos indígenas y los estados.
Los procesos articulatorios entre sociedades nativas y Estados-na-
ción, es decir los sistemas interétnicos de las sociedades multiculturales,
son sistemas sometidos a procesos externos e internos que van rede-
finiendo sus características constitutivas a lo largo del tiempo, de
acuerdo con los cambiantes intereses de alguno o de varios de los
sectores participantes. Dichos sistemas construyen contextos sociales
heterogéneos, en los cuales las normas culturales que orientan las
conductas se ven comprometidas por las fuerzas dominantes, hasta
el punto de generarse nuevas configuraciones étnicas, así como dife-
rentes textualidades normativas y complejas narrativas culturales
emergentes. Las fuerzas sociales operantes en los sistemas interétni-
cos, provenientes tanto del subsistema nativo como del “nacional”,
ambos influidos en distinta medida por lo global, aparecen definidas
por la complementaridad y el conflicto; uno no existe sin el otro y
la estabilidad del sistema depende de su capacidad por mantener un
equilibrio precario, siempre sujeto al desarrollo de nuevas tensiones
estructurales. La dimensión que adquiere la acción política en ám-
bitos de esta naturaleza constituye un campo signado por ambigüe-
dades y contradicciones, en la medida en que se manifiesta como
confrontación entre lógicas culturales y estructuras de sentido que
el subsistema dominante suele hacer aparecer como irreconciliables
para lograr reproducirse. Durante muchos años se creyó que la
resolución de esta confrontación pasaba por la asimilación del sub-
sistema nativo al “nacional”, pero la historia ha demostrado que la
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 31
tensión estructural y la diferenciación sectorial se mantienen, a
pesar de los cambios en los marcos políticos estatales y en las con-
secuentes estrategias operativas de los sistemas.
De acuerdo con lo expuesto, este libro se orienta hacia el vasto
campo de la vinculación asimétrica entre sociedades y culturas dife-
rentes, tema que tiene ilustres antecesores en los estudios antropoló-
gicos sobre el colonialismo. No fue sino hasta 1951 y con la publica-
ción del clásico ensayo de G. Balandier sobre la situación colonial,
cuando la misma pasó a ser entendida como una situación total. Si-
guiendo explícitamente la propuesta de Marcel Mauss del “hecho
social total”, Balandier propuso que un pueblo colonizado no puede
ser comprendido al margen de la situación colonial, que como tal
influye en todos los aspectos de la vida individual y colectiva de los
que la padecen. Su corolario es que los sistemas políticos nativos, al
igual que los otros aspectos de la vida de las poblaciones, en ámbitos
colonizados como el África, no pueden ser analizados de manera
independiente de la situación de subordinación estructural por la
que atraviesan, bajo el control de un poder exterior a sus sociedades.
Varios años después, y bajo su influencia, la teoría del colonialismo
interno acuñada por los mexicanos R. Stavengahen y P. González Ca-
sanova (1964,1964), aunque atribuida por alguna literatura a E.
Hechter,3 dio cuenta del hecho que los pueblos indígenas de México
y por extensión los de toda América Latina, se encontraban en una
situación de dominación neocolonial ejercida por los mismos Esta-
dos-nación dentro de los cuales estaban incluidos. Esta propuesta fue
criticada en su momento tanto por las clases políticas, que no acep-
taban el papel asignado, como por las perspectivas radicales que
enfatizaban sólo el aspecto económico de las contradicciones entre
el Estado y los grupos étnicos; pero su valor es innegable por la ca-
pacidad de dar cuenta no sólo de los aspectos objetivos, sino también
de los subjetivos que operan en los procesos de dominación neoco-

3 En una importante obra donde se compendian y analizan las teorías contempo-

ráneas de la etnicidad, los franceses P. Poutignat y J. Streiff-Fenart (1995), así como


A. Smith (2000), uno de los más importantes investigadores sobre los orígenes del
nacionalismo, atribuyen a M. Hechter haber acuñado el concepto de colonialismo
interno a pesar de que sus ensayos son muy posteriores a los de los autores mexicanos.
No nos debe extrañar tanto esta aparente confusión, ya que está basada en el tradi-
cional desconocimiento de la producción académica que se realiza en América Latina
por parte de los colegas de los países metropolitanos.
32 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

lonial. A pesar de las críticas recibidas, la fertilidad teórica del con-


cepto de colonialismo interno mantiene su validez y capacidad de
generalzación, tal como lo comprueban las demandas de las actuales
movilizaciones étnicas, cuyas propuestas reivindican tanto derechos
económicos y políticos como culturales e, incluso, territoriales.
Los sistemas interétnicos que se han desarrollado históricamente
en América Latina, se han comportado objetivamente como estruc-
turas de explotación económica, pero también como generadores de
una reiterada exclusión social y política, que acompañaba a la violen-
cia material y simbólica ejercida sobre las sociedades nativas. Los
ahora llamados grupos indígenas se encuentran entonces, por lo
general, en una situación de privación múltiple que los afecta tanto
a nivel objetivo como subjetivo. Prueba de ello son los estigmas dis-
criminatorios que las ideologías racistas, más frecuentes e intensas
que lo que se suele reconocer, adjudican a la condición étnica en el
ámbito latinoamericano. El proceso histórico de los estados ubicó a
los indígenas en calidad de una ciudadanía de segunda clase, que se
esperaba que renunciara a sí misma para ser plenamente reconocida
como iguales a los demás habitantes de los ámbitos estatales, porta-
dores de las llamadas “culturas nacionales” construidas por los mis-
mos estados.
El análisis de las relaciones entre las minorías étnicas y los Estados-
nación en las sociedades multiculturales, es decir el estudio de los
procesos interétnicos o interculturales, se constituye entonces como
uno de los campos centrales de una antropología política contempo-
ránea, que se orienta tanto hacia las sociedades nativas como al
ámbito del cual la misma antropología forma parte. En esta perspec-
tiva confluyen dos espacios fenoménicos interdependientes a la vez
que muy diferenciados entre sí; por un lado tenemos las lógicas in-
herentes a los sistemas organizativos nativos y por otro la lógica po-
lítica de los estados. En dicha opción analítica se conjugan realidades
disímiles, ya que incluye tanto a las sociedades llamadas “tradiciona-
les” que fueran el objetivo inicial del pensamiento antropológico,
como a las sociedades complejas contemporáneas de las que forman
parte (hasta ahora) la mayoría de los investigadores. Esta propuesta
trasciende la tendencia actual por privilegiar el estudio de las socie-
dades complejas y urbanas, considerando que el énfasis en las socie-
dades nativas constituiría una especie de “pasado” de la antropología,
anclada en la fascinación por la alteridad y lo distante. En realidad
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 33
“nosotros” somos tan exóticos como los “otros”. En la capacidad de
dar cuenta de los mecanismos que operan en todas las culturas y que
subyacen a las conductas sociales explícitas, radica un aspecto clave
de la tarea antropológica que no requiere renunciar al pasado para
abordar el presente. De hecho, la metodología de historia cultural
propuesta y desarrollada por E. Wolf (1988, 2001), buscaba precisa-
mente destacar los procesos de poder que han generado los sistemas
culturales contemporáneos, tomando al Estado como unidad de
análisis y destacando las conexiones entre lo local y lo global. El
desafío para una antropología contemporánea de las relaciones inte-
rétnicas, de los flujos y de los cruces interculturales, radica entonces
en aproximarse al presente en similares términos analíticos, tratando
de descubrir las conexiones más que las distancias entre sistemas
culturales y enfatizar las dinámicas más que las permanencias. Pero
ello no implica excluir artificialmente las distancias, las diferencias y
las posibles irreductibilidades; es decir todo aquello que hace a un
grupo humano ser lo que es y que propone –y defiende–como su
alteridad.
Más allá de sus variaciones regionales y locales, las lógicas estata-
les en América Latina exhiben denominadores comunes, ya que se
basan en una definición institucional compartida de la acción po-
lítica. Pero se debe destacar que la teoría política sólo puede propor-
cionar un marco inicial dentro del cual se inscriba la actuación políti-
ca estatal, ya que su “modernidad” está transitada por ambigüedades
y contradicciones, provenientes de la actuación de factores “premo-
dernos”, tales como el parentesco de las élites, el clientelismo, el
compadrazgo, la corrupción, la ritualidad política preformativa trans-
mitida por los medios de comunicación y variadas formas de liturgias
seculares, que incluyen los actos públicos, la oratoria, las manifesta-
ciones, etcétera. Así es que M. Abélés (1997) propone tratar lo polí-
tico en las sociedades estatales no como una institución acotada, sino
como la expresión de actividades culturalmente normadas que codi-
fican los comportamientos tanto en éste como en otros aspectos de
la vida colectiva. Lo político no puede ser entendido sin conocer las
representaciones sociales que genera y que, a la vez, lo legitiman al
ser asumido como un aspecto constitutivo de la realidad. Así lo de-
muestra también el estudio de J. Spencer (1994) en el cual se aborda
a la democracia como un sistema cultural que implica definidas
asunciones y presupuestos culturales referidos a las relaciones huma-
34 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

nas. Es decir, que la racionalidad política estatal no está tan alejada


de la de las sociedades “tradicionales”, donde lo político no pude ser
disociado de otros aspectos de la vida colectiva tales como el paren-
tesco (M. Gluckman, 1967), la ritualidad (A. Cohen, 1969), o la sa-
cralidad (G. Balandier, 1967). Mi propuesta se constituye entonces
como una exploración tanto de la acción política y cultural de los
estados, como de la acción social colectiva de las agrupaciones étnicas
que se articulan con los mismos. Relación que no se establece de
acuerdo con una lógica unitaria, ya que su acción expresa la presen-
cia de específicos y diferentes sistemas culturales. El hecho a destacar
es que los pueblos nativos no pueden ser comprendidos o analizados
al margen de los sistemas estatales dentro los cuales se encuentran
incluidos.
Cuando, en 1954, E. Leach escribió su ya clásico Political Systems of
Higland Burma, introdujo las variables del cambio y el manejo indivi-
dual de lo político, destacando que los modelos conceptuales estáti-
cos no se correspondían con la falta de equilibrio que manifestaban
las sociedades concretas. Uno de los aportes de su notable ensayo
radica en dar cuenta del carácter situacional de las identidades de
los kachin que daban lugar a las identificaciones de gumsa y gumlao.
Otro distinguido antropólogo británico, Max Gluckman, produjo una
obra sobre los sistemas políticos africanos (1965), en la que se intro-
duce la noción de proceso en el análisis, demostrando cómo las rela-
ciones sociales y la vida política dependían de una constante tensión
entre intereses, principios y valores discordantes, de los que eran
portadores los miembros de un mismo grupo, los que incluso mani-
pulaban las creencias religiosas compartidas en función de sus inte-
reses. Así, la antropología política ha asimilado la noción de proceso
que otorga vida a las instituciones políticas antes percibidas de ma-
nera estática. Las nociones de contexto de las identificaciones debi-
das a Leach y las de inestabilidad estructural y procesos políticos de
Gluckman, son, a partir de sus obras, datos cruciales para la com-
prensión de los sistemas interétnicos.
Contexto, proceso y conflicto aparecen desde entonces como da-
tos emergentes de la investigación etnográfica de sistemas nativos, lo
que excluye la precaria visión de armonía original propia de las idea-
lizadas perspectivas russonianas. Párrafo aparte merecen las concep-
tualizaciones occidentales de lo político, en las que se puede advertir
que siempre se le propone como íntimamente ligado a la manipula-
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 35
ción del poder. Desde la temprana definición de M. Weber (1979
[1922]), la acción política es entendida por las ciencias sociales como
el proceso de acceso y utilización del poder, concebido como la ca-
pacidad dada a un actor, en un proceso de interacción, de modificar
la conducta del otro. En una obra considerada clásica de la antropo-
logía política y de la escuela de Manchester, los autores proponen
que la política responde a “procesos originados por la elección de
objetivos públicos y el uso diferencial del poder por parte de los
miembros del grupo afectado por esos objetivos” (M. Swartz, V. Tur-
ner y A. Tuden, 1966:7). Objetivos públicos y posiciones de poder
aparecerían entonces como las bases del comportamiento político. A
su vez, E. Wolf (1999) propuso que el poder sería un componente
clave de las relaciones humanas, distinguiendo cuatro modalidades
relacionales: 1] el poder como capacidad inherente a un individuo;
2} poder como habilidad para imponer la voluntad personal; 3] el
poder como contexto en el cual se dan las interacciones, y 4] el po-
der estructural que determina la naturaleza de los contextos. Preci-
samente las relaciones interétnicas transcurren básicamente dentro
de las modalidades 3 y 4, aunque las interacciones individuales se
rigen por las dos primeras. Sin embargo, las lógicas nativas no son
fácilmente traducibles a estas premisas aparentemente universales,
pero que en realidad reproducen algunos aspectos de la experiencia
política occidental, cuya extrapolación a otras sociedades puede y, en
ocasiones, debe ser cuestionada. Ya M. Sahlins (2000 [1993]) ironi-
zaba en su momento sobre la obsesión por el poder propio de algu-
nas vertientes antropológicas, que lo han transformado en un “hoyo
negro” intelectual que acaba succionando todos los contenidos de la
cultura y reduciéndolos a meras metáforas o disfraces del poder. Con
esta advertencia, se hace aconsejable no abordar la acción política de
las sociedades indígenas sólo en términos de relaciones de poder. Y
es que las lógicas sociales nativas se resisten a ser fácilmente unifica-
das, ya que responden a diferentes sistemas culturales, cuyas mani-
festaciones son difíciles de resumir en un tratamiento unitario. Sin
embargo, creo posible intentar una aproximación que, sin abdicar
de la información etnográfica, se oriente a identificar algunos aspec-
tos comunes factibles de ser comparados. Veamos ahora una muy
breve presentación de algunas de las perspectivas socio-organizativas
nativas del ámbito latinoamericano.
36 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

un sujeto inexistente: los “indígenas genéricos”

En los últimos años la emergencia política indígena ha conmovido a la


reflexión social, determinando la publicación de numerosas obras en
las cuales se intentan análisis generalizadores sobre el tema en América
Latina (v. gr. P. González Casanova y M. Roitman Rosenmann, 1996).
Sin embargo, la mayoría de ellas se refiere a un sujeto históricamente
construido y artificialmente homogeneizado que serían “los indígenas”.
Resulta indudablemente difícil abordar la problemática representada
por la existencia de más de 50 millones de personas pertenecientes a
diferentes culturas no occidentales,4 sin recurrir a una cierta y frecuen-
temente injusta generalización que soslaya las diferencias internas del
sujeto colectivo al cual nos referimos. Así, por ejemplo, se suele señalar
una condición de “clase” para todos los pueblos indígenas (v. gr. H.
Díaz-Polanco, 1995), basándose implícitamente en los contextos
mesoamericanos, sin reparar en que muchos de los grupos de las tierras
bajas no manifiestan este tipo de articulación con el sistema envolvente,
aunque se encuentran sometidos a sus dinámicas expansivas. También
es común adjudicar una lógica política unitaria a “los indígenas”, sin
advertir la existencia de una multiplicidad de sistemas socio organizati-
vos, en algunos de los cuales no existe un circuito especializado de lo
político, que en realidad constituye una expresión generalizada de la
vida colectiva, la que no recurre a una organización específica definible
como su “aparato político”. No es pertinente caracterizar la diferencia
a partir de categorías homogeneizantes y no es coherente proponer una
antropología de la pluralidad unificando a sus protagonistas. No preten-
do aquí, sin embargo, construir una tipología de sistemas indígenas que
sería probablemente injusta, pero sí al menos destacar la presencia
contemporánea de distintas configuraciones sociales, económicas y cul-
turales que presentan algunos aspectos compartidos.

4 Las estadísticas sobre la población indígena de América Latina son muy poco

fiables, tanto por la irregularidad de los trabajos censales como por las dificultades
para definir a sus sujetos con criterios unificados. Hasta ahora se sigue utilizando la
lengua hablada como indicador aunque no es el único criterio posible de identifica-
ción étnica. Recurriendo a ese criterio las estadísticas realizadas para fundamentar la
creación del Fondo Indígena hacia 1992 arrojaban la presencia de más de 41 millones
de hablantes pertenecientes a más de 400 grupos. Usando el mismo criterio el núme-
ro actual (2005) ascendería a alrededor de 50 millones, pero si recurre a otros indi-
cadores esta cifra podría llegar a los 75 o más millones de personas que se autoadscri-
ben a una filiación étnica nativa.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 37
Las sociedades nativas de América Latina han desarrollado y desa-
rrollan variados sistemas organizativos, cuyas características actuales
no representan necesariamente la continuidad de las formaciones
precoloniales. Por lo contrario, las configuraciones étnicas contem-
poráneas constituyen resultantes de procesos históricos seculares, no
sólo durante la época colonial sino también bajo los Estados-nación,
así como por la más reciente incidencia de contextos globales. Sin
embargo, a lo largo de esta obra me referiré a cuatro tipos de orga-
nizaciones sociales y políticas básicas de los grupos latinoamericanos,
que la literatura antropológica ha registrado como formaciones estata-
les, jefaturas jerárquicas, configuraciones segmentarias (“tribales”) y socie-
dades de bandas. Pero no las considero momentos de una tipología
evolutiva, tal como la propuesta por E. Service (1964), sino como
configuraciones coexistentes que en el presente manifiestan distintos
tipos de circunstancias políticas, económicas y sociales. En lo produc-
tivo a ellas se corresponderían, a grandes rasgos, la agricultura de
regadío, la agricultura de temporal, la horticultura y la caza y la re-
colección, aunque con frecuencia se registran combinaciones de estas
actividades. Por otra parte, suele considerarse que las lógicas del
consumo privilegiaban el tributo, la redistribución, la reciprocidad
generalizada y la reciprocidad equilibrada respectivamente, aunque
ello no excluía la vigencia de relaciones recíprocas en el ámbito co-
munitario aun en los estados expansivos con sistemas tributarios.
Debo reconocer que esta tipología política puede ser un tanto histo-
ricista, seguramente ambigua y quizá arbitraria, pero no conozco otra
disponible por el momento, puesto que para elaborarla se requeriría
de vastos análisis etnológicos comparativos que infortunadamente ya
no se practican. Es importante, en este sentido, recordar la noción
de configuraciones étnicas, entendiendo como tales a las fisonomías
políticas contemporáneas de sociedades nativas que se han transfigu-
rado a lo largo de los siglos.
Las configuraciones estatales andinas y mesoamericanas eran sin
duda jerárquicas y estratificadas, pero ya no existen y sus descendien-
tes habitan en una multitud de ámbitos aldeanos autónomos, aunque
con distintos niveles de relación entre sí. En dichos ámbitos se pro-
dujo una imposición colonial que supuso la “democratización” de la
vida colectiva, ya que la aristocracia gobernante y sus representantes
fueron progresivamente desplazados y reemplazados por las institu-
ciones propias del municipio castellano de la época, aunque los
38 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

cargos políticos fueron revestidos por los principios de parentesco,


cooperación y reciprocidad propios de las lógicas culturales agrarias.5
De hecho, y aunque el parentesco desempeña en ellas un papel sig-
nificativo, en estas comunidades se desarrollaron instituciones extra-
parentales destinadas al ámbito de lo que llamaríamos político. Pero
las autoridades elegidas son más reguladores de la vida colectiva que
líderes; por lo general, éstos no tienen la capacidad de cambiar la
conducta de los otros, sino que deben inducirlos u orientarlos a que
hagan lo que deben hacer, tal como lo haría un padre con sus hijos
y de hecho esa es una frecuente metáfora para denominarlos (M.
Bartolomé, 1997). Por otra parte, la colectividad no delega su auto-
ridad o representación en los que desempeñan cargos, ya que el
organismo básico para la toma de decisiones es la asamblea comunal,
cuyas resoluciones suelen privilegiar el consenso y no la mayoría.
Así, por ejemplo, en Bolivia, la “modernidad democrática” supone
una desigualdad política, ya que el modelo liberal, individual y re-
presentativo se impone como única práctica legítima en contraste
con las lógicas indígenas basadas en la colectividad y el consenso (A.
García Linera, 2005). El ámbito que estas comunidades reivindican
como propio coincide con las posesiones agrícolas comunales, a
veces definidas desde la época colonial, territorio que es defendido
celosamente ante los extraños e incluso ante las comunidades veci-
nas. Este tipo ideal de comunidad política está sometido a todo tipo
de perturbaciones estructurales, que van desde la coopción exterior
y la estratificación clasista, hasta los caudillismos caciquiles y los
constantes conflictos faccionales derivados de tensiones internas o
compusiones externas.

5 En los Andes, los curacas y principales fueron reemplazados por los varayoq (“el

que lleva la vara”), instituidos por el virrey Toledo en el siglo xvi como figuras prin-
cipales del cabildo indígena y aunque la antigua aristocracia trató de perpetuarse ac-
cediendo a estos cargos fue progresivamente sustituida por los comuneros (M. Ráez
Retamozo, 2001). Las comunidades andinas han llegado hasta el presente mantenien-
do una lógica corporativa signada por la gestión comunal de los recursos, la ritualiza-
ción del consumo de los excedentes y una interpretación diferencial del papel de las
autoridades comunales que se actualizan para hacer frente a las coyunturas del pre-
sente (J. Contreras, 1996). En mesoamérica, el sistema de cargos, cuyo origen colonial
es discutido, también desplazó la presencia de la aristocracia nativa, aunque fue redi-
señado al incorporarle componentes parentales provenientes del principio de “grados
de edad” propio de los sistema parentales llamados hawaianos que unifican a los
miembros de un sibling (M. Bartolomé, 2003).
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 39
Las jefaturas centroamericanas y del norte de América del Sur –la
llamada “área intermedia”– presentan un panorama actual difuso;
algunas lograron reestructurarse y llegar hasta nuestros días redefi-
niendo el papel de sus sistemas jerárquicos, como las de los kunas de
Panamá y Colombia, cuyo principal ámbito actual de toma de deci-
siones colectivas es la asamblea comunal a pesar de mantenerse el
liderazgo de los jefes tradicionales o Sahilas (M. Bartolomé y A. Ba-
rabas, 1998). También sería éste el caso de los ngobe-buglé del mismo
país, entre los que se ha mantenido la jefatura político-religiosa de
los Sukía asistidos por los jefes territoriales Donguen, si bien el actual
Congreso General es la autoridad máxima. Un especial caso de jefa-
tura lo constituyen los naso-teribe de la provincia panameña de Bocas
del Toro, quienes poseen una monarquía hereditaria cuyo rey es
ahora electo por la asamblea, aunque debe formar parte del tradicio-
nal linaje gobernante. Pero otras jefaturas perdieron a los grupos
gobernantes y se transformaron en conjuntos de aldeas con diferen-
tes niveles de articulación entre sí; en ciertos casos parecidas a las
andinas y mesoamericanas y otras más cercanas a las aldeas de las
sociedades segmentarias.
No importa a nuestra argumentación si las jefaturas o “cacicazgos”
constituían un tipo intermedio entre la tribu y el Estado, o la polé-
mica referida a lo inexacto del nombre que algunos pretenden re-
emplazar con la denominación de “sociedades de rango medio”
(véase R. Drenan y C. Uribe, 1987). El hecho es que constituyeron,
y algunas todavía constituyen, conjuntos de poblados dotados de una
territorialidad definida y liderados por jefes políticos. Veamos cómo
recuerda a su antigua jefatura un indígena guambiano de la actual
Colombia, en un texto que presenta mayor información que muchas
monografías teóricas (en L. Vasco Uribe et al., 1993:15):

Antes de Colón, la autoridad guambiana era el cacique, andaba con el bastón


y manejaba todo dando el consejo de la experiencia. Con Colón llegaron el
castigo y el juete (látigo) para la autoridad. Ya no se gobernaba y se orien-
taba a la gente con el consejo, ahora daban juetazos según la gravedad de la
falta; así se enseñó el Cabildo. Algunos se ahorcaron o se tiraron al río por
pasar la vergüenza de haber recibido el castigo del juete [...] Toda la historia
está guardada en el sombrero propio [...] que camina en caracol, como la
concha del caracol (en sentido levógiro). Maya es el punto en el centro del
sombrero, allí hay uno, al centro, un cacique. Allí está uno que dirige, que
40 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

ve todas las cosas y que va girando alrededor encontrando muchos caminos


y organizaciones. Cuando llega al extremo del sombrero, el cacique Payán
llega al extremo del territorio, de la casa de los guambianos; pero no se sale
de ese extremo, no se desprende porque va unido con un hilo, y va voltean-
do otra vez para encontrar el centro, se devuelve (regresa) por el mismo hilo
hasta llegar al centro [...] En tiempo de los anteriores Nupirau era todo, era
nuestro territorio; se pensaba la gente en relación con la tierra que ocupaba,
no se pensaba por separado, no había una idea de comunidad aparte. Esa idea
de comunidad salió de los blancos, ellos la trajeron y nosotros no sabemos
qué es la comunidad. En ese entonces todos los caciques trabajaban en co-
mún; había mayeiley (hay para todos) porque había alimentos y productos
guardados para dar a todos en las épocas de escasez.

Este texto, más allá de la idealización del pasado y del rico lengua-
je metafórico utilizado (el sombrero o caracol como expresión de la
circularidad del tiempo y el espacio), da cuenta de algunas de las ca-
racterísticas estructurales de las jefaturas, tales como la presencia de
un jefe principal con mayor rango que los jefes locales, la noción
de un territorio compartido que trasciende el estricto ámbito residen-
cial aldeano y que condiciona la filiación individual, así como la evo-
cación de la existencia de un definido sistema de redistribución origi-
nado en una acumulación colectiva. Por otra parte, destaca que las
actuales comunidades aldeanas son resultantes de una imposición
externa que fragmentó la organización territorial de las jefaturas. Un
aspecto significativo de esta ideología social es la existencia de una
noción de territorio étnico común al conjunto de los miembros del gru-
po, que puede ir más allá de la exclusivista filiación comunitaria.
A su vez, las sociedades agrícolas tribales segmentarias6 de las tie-
rras bajas sudamericanas, se organizan en razón de lógicas políticas
que admiten tanta variedad como similitudes. Cabe destacar que
hasta muy avanzado el siglo xx no fueron frecuentes los estudios de
sistemas políticos en ésta área, ya que los antropólogos siguieron
implícita o explícitamente la propuesta de M. Glukman (1967) refe-

6 No me refiero a este tipo de sociedades de acuerdo con la tradicional definición

de los linajes segmentarios, sino a sociedades compuestas por un variable número de


unidades o grupos corporados, generalmente de base parental, cada uno de los cuales
se comporta como un segmento político primario con características y funciones equi-
valentes a las de todo el conjunto; sociedades que normalmente no tienen una institu-
ción, jefes o líderes políticos únicos cuya influencia abarque a todos los segmentos.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 41
rida a que en las sociedades “primitivas” el parentesco constituía el
recurso básico para el establecimiento y desarrollo de los vínculos
políticos. Pero las rígidas formulaciones referidas al parentesco, fue-
ron redefinidas por nuevos estudios que enfatizaban la importancia
de la corporalidad y la construcción social de las personas, en el
desarrollo de redes y grupos sociales que podían ser de raigambre
parental o no (P. Seeger, E. Da Matta y E. Viveiros de Castro, 1979).
También sólo en épocas recientes se revisaron las ideas predominan-
tes referidas al papel del determinismo ambiental (Stewart, 1946,
Meggers, 1971) y se reconoció la mayor complejidad de estas confi-
guraciones étnicas, algunas de las cuales funcionarían como jefaturas
y que se vinculan a través de vastos sistemas de intercambio que ar-
ticulan tanto zonas ecológicas diferenciadas como sistemas sociopo-
líticos (E. Viveiros de Castro, 2002:324). De hecho, en tanto Steward
(op. cit.) proponía una población de entre 500 000 a un millón de
personas en el área amazónica, los estudios más recientes (en S. Nu-
gent, 2004) la hacen ascender a una cifra situada entre los 5 y los 15
millones. Por otra parte, la arqueología ha determinado la existencia
de sociedades de un alto nivel de complejidad, muy distintas a las de
los actuales sobrevivientes de la catástrofe demográfica y cultural.
Sin olvidar las aclaraciones anteriores, destacaré que en un estudio
que ya es clásico sobre el sistema político de los ye’cuana (maquirita-
re) del amazonas venezolano, N. Arvelo señalaba que en las aldeas
de esta etnia caribe se manifestaba un alto grado de solidaridad entre
sus miembros, al mismo tiempo que una notable falta de poder en
sus líderes (1974:5). El jefe de pueblo ye’kuona no puede hacer cum-
plir su voluntad si alguien se opone, sino que debe dar el ejemplo
con su conducta guiada por la sabiduría, capacidad de trabajo y efi-
ciencia ritual, desempeñándose asimismo como un ejecutor de las
decisiones tomadas por el círculo de ancianos (1974:191). La difun-
dida, y controvertida, obra de N. Chagnón sobre los yanomami de
Brasil y Venezuela (1968) señala que el jefe aldeano carece de la
posibilidad de dar órdenes y que sólo puede motivar las conductas
colectivas dando el ejemplo. Sobre el mismo grupo, J. Lizot (1999:34)
reflexiona calificándolo de democrático e individualista a la vez, ya
que los “líderes” carecen del control de la violencia y su autoridad es
básicamente moral, lo que le crea más obligaciones que derechos.
Para los ashánika-campa de las selvas peruanas, los pequeños grupos
residenciales están guiados por jefes (pinkatharis) quienes no poseen
42 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

otra capacidad de coacción que la que se desprenda de su prestigio


como cazador, guerrero, conocedor del monte y orador (E. Rojas
Zolezzi, 1994:225). En el otro extremo de la selva lluviosa, mi propia
experiencia en las aldeas guaraníes de Paraguay y de Argentina, se-
ñala el papel de guía y no de jefe que cumplen los ti’y ru (padres
comunales) quienes acceden a esa posición tanto por ser conductores
de familias extensas como individuos dotados de capacidades chamá-
nicas. Como padres y sacerdotes guían tanto las relaciones de los
hombres entre sí, como las relaciones de la sociedad con las potencias
sagradas de las que todos dependen, aunque sus desempeños deben
ser consensuados por la asamblea (aty) integrada por los líderes de
todas las familias extensas (M. Bartolomé, 1977, 2004).
Un aspecto destacable de los sistemas de liderazgo en estas socie-
dades es la influencia que los jefes tienen no sólo en los ámbitos que
Occidente calificaría como público (polis) sino también en lo privado
(oikos). Así también, los tres jefes de cada aldea guaná, grupo arawak
de Paraguay, participan activamente en todo el ciclo vital del indivi-
duo, incluyendo el ritual de pubertad y hasta en el proceso que lleva
a la elección de la pareja (M. Bartolomé, 1969). La literatura sobre
los sistemas políticos es numerosa y la casuística vastísima e imposible
de ser expuesta en estas páginas, pero quiero destacar, tal como lo
hace M. Oostra (1997) que una constante en la investigación antro-
pológica sobre las organizaciones políticas de las sociedades amazó-
nicas, destaca la autonomía de las comunidades locales junto con la
ausencia de poderes centralizados, lo que no excluye la capacidad
potencial que poseen para aliarse en función de objetivos comparti-
dos. En las aldeas agrícolas indiferenciadas y no estratificadas el pa-
rentesco es fundamental para la vida política y con frecuencia el li-
derazgo recae en individuos capaces de vincularse con la sociedad y
la sacralidad al mismo tiempo, en la medida que el nomos (orden
social) y el cosmos (orden significativo) son coextensos y forman par-
te de un mismo principio clasificatorio que organiza la experiencia
de la realidad.7 La territorialidad aldeana es, por lo general, móvil, y

7 Un testimonio al respecto es la etnografía realizada por G. Reichel-Dolmatoff

(1996) entre los kogi de la Sierra Nevada de Santa Marta en Colombia. Este grupo
tiene dos funcionarios, uno civil y otro religioso, que guían a la colectividad, aunque
el papel del jefe civil, cacique o maku, ha ido disminuyendo en los últimos tiempos.
El verdadero guía es el mama o sacerdote, institución cuyo origen se encuentra en los
mitos fundadores de la cultura y cuya denominación proviene de la palabra nativa
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 43
se refiere a un espacio concebido no como posesión sino como po-
sible ámbito de expansión, ya que se practica una rotación de las áreas
de cultivos para impedir la degradación de las parcelas, lo que obliga
a desplazar los poblados después de varios años.
Finalmente tendríamos a las tradiciones originalmente basadas en
la caza y la recolección, cuya misma actividad de apropiación directa
del medio ambiente induce a la constitución de bandas parentales
dedicadas a la obtención de alimentos y cuya magnitud no suele
superar el medio centenar de personas. Cabe destacar que la mayoría
de estas sociedades han sido sedentarizadas de manera compulsiva
por los estados dentro de los cuales están incluidas, lo que ha pro-
ducido radicales transformaciones en las lógicas asociativas parenta-
les que constituirían el espacio básico de la vida política. La antropo-
logía de mediados del siglo xx las había caracterizado como “tribus
marginales”, considerando que su aparente pobreza material prove-
nía de haber sido desplazadas y arrinconadas por las sociedades
agrícolas y horticultoras (J. Steward, 1946). Ahora sabemos, gracias
a algunas investigaciones arqueológicas y varios registros etnográfi-
cos, que se trata de sociedades altamente adaptadas a medios ambien-
tes específicos, muchas de las cuales renunciaron a la incierta aven-
tura agrícola, para mantener estrategias económicas que posibilitaron
su reproducción durante decenas de miles de años (M. Bartolomé,
1995; S. Mora, 2003). Por lo general, los jefes se designaban entre
aquellos más capacitados para la caza o la guerra, actividades funda-
mentales de los cazadores que compiten por recursos. Se trata de
sociedades no estratificadas y sin clases, donde la misma acción polí-
tica de los líderes se limitaba a los momentos en que podían ejercer
sus funciones específicas, ya que el resto del tiempo cada individuo
era dueño de sí mismo y capacitado para desempeñar las mismas
actividades que todos los miembros de su grupo. Tal como lo demues-
tra el registro etnográfico, los mecanismos de control social no de-
penden de la compulsión de los jefes, sino de la internalización in-
dividual de las conductas permitidas o restringidas para el conjunto
de la sociedad (M. Bartolomé, 2000a). La presencia en la conciencia
individual y colectiva de una multitud de prácticas que se encuentran

abuelo (báma). El mama no es considerado un jefe sino un “defensor” de la comunidad


ante los peligros de este mundo y del otro. Su influencia abarca todas las esferas de
la vida, incluyendo los rituales sociales y también los ligados al ciclo vital de los indi-
viduos.
44 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

positiva o negativamente legalizadas por la normatividad mítica, es


lo que la antropología suele llamar “tabúes”; aunque quizá falta un
mejor término para designar la existencia de sistemas normativos
perentoriamente encarnados en el individuo, hasta el punto de no
poder pensarse en una conducta alternativa a la prescrita por la
norma. En lo que respecta al ámbito residencial, por lo general la
noción territorial es bastante laxa y no se refiere al espacio como
posesión, sino como lugar de apropiación de recursos vivido, de
acuerdo con la transhumancia estacional.

estados y sociedades nativas

Un aspecto compartido por todas estas configuraciones indígenas


actuales es que se trata de sociedades sin Estado, si bien siempre
articuladas con alguno que pretende incluirlas dentro del ámbito
político, económico e ideológico de su hegemonía. No creo posible,
ni necesario, ver en ellas, como lo hiciera P. Clastres (1978), socieda-
des sin Estado que por esa misma condición serían sociedades “con-
tra el Estado”, ya que las confrontación se origina en las prácticas
coercitivas estatales y no necesariamente en las lógicas indígenas.
Deseo en este sentido destacar que Clastres realizó una universaliza-
ción arbitraria de “lo primitivo”, tan injusta como el término que
utiliza para designar a los pueblos nativos. Sin embargo resulta valio-
sa su crítica a la extrapolación de la noción occidental de “poder”, a
culturas donde las organizaciones sociales pueden definirse en fun-
ción de otros principios que regulan las relaciones entre las personas.
No fue el prematuramente desaparecido antropólogo francés el pri-
mero en advertir la ausencia o relatividad del poder en las sociedades
tribales, pero fue uno de los primeros en intentar conceptualizar la
existencia de poderes coercitivos y poderes no coercitivos (1978:21),
que recuerdan a la solidaridad orgánica y mecánica de Durkheim,
respectivamente. Quizá parte de la riqueza de su argumentación se
encuentra en concebir a la ausencia de Estado no como una carencia,
sino como una presencia, algo que obliga a definir a un sistema po-
lítico en sí mismo y no por la falta de otro. Así, Clastres señalaba que
un elemento que identificaría en conjunto a estas sociedades sin
Estado es que el poder no está separado de la sociedad (1981:112).
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 45
Es decir, que la sociedad no delega el poder de cada uno de sus in-
dividuos, que en conjunto constituyen el poder colectivo, en un líder
que tendrá la capacidad o la potencialidad de manejar ese poder a
su antojo. El jefe está al servicio de la sociedad y no ésta del jefe. No
es otra cosa a la que se refieren en la actualidad los rebeldes mayas
que integran el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en México,
cuando señalan la necesidad de “mandar obedeciendo”, es decir,
cumpliendo el mandato que le otorga la asamblea comunal.
Más adelante volveré a tratar la articulación de estas configuraciones
organizativas con los estados que las incluyen. Quisiera por el mo-
mento señalar que los Estados-nación de América Latina, subordina-
dos a las poco generosas reglas de juego de la globalización contem-
poránea, son a la vez dominados por los poderes internacionales y
dominadores de las culturas diferenciadas que contienen. Es esta una
constatación que pretende dar cuenta de la existencia de una lógica
política derivada de la misma naturaleza de los estados y su vincula-
ción con el sistema mundial, que determina su acción respecto a las
minorías étnicas. Y por “naturaleza” entiendo a la lógica constitutiva
de las formaciones políticas regionales, que se configuraron como
estados uninacionales sobre los ámbitos multiétnicos respecto a los
cuales ejercen su hegemonía. Es por ello que la antropología política
contemporánea no puede prescindir en sus análisis de temas antes
poco frecuentados, tales como el Estado, la nación o el nacionalismo;
sin los cuales las etnias aparecerían como unidades culturales auto-
contenidas y ubicadas en un vacío político, económico y social. Por
otra parte, la globalización económica incrementa la constante pre-
sencia mercantil de las poderosas empresas transnacionales, que in-
fluyen no sólo en las áreas indígenas sino en el mismo funcionamien-
to de los estados que las contienen. De esta manera, las lógicas
económicas mundiales se hacen presentes, directa o indirectamente,
hasta en los más recónditos lugares del planeta, generalmente perci-
bidos sólo como una vasta fuente potencial de recursos.
Así, el estudio de los “otros” no puede hacerse al margen de su
relación con el “nosotros”, representado por los miembros de las
colectividades estatales. No se deben olvidar en este aspecto los apor-
tes tanto de antropólogos como de historiadores o politólogos tales
como C. de Oliveira (1976), B. Akzin (1983), E. Gellner (1988, 1997,
1998), E. Hobsbawm (1991), M. Abélés (1990), R. Stavenhagen
(1996, 2001), T. Eriksen (1993) o A. Smith (1997, 2001), quienes
46 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

enfatizan el marco histórico y cultural de la construcción de estados


y naciones, aunque no todos con igual atención a la inserción de los
grupos étnicos en estos marcos políticos, económicos e ideológicos.
Incluso, tanto los grupos étnicos como los estados, se encuentran
ahora inmersos en el seno de un sistema mundial, cuyas reglas los
estados locales contribuyen muy poco a crear, pero que afectan a
todos por igual. Aunque en la actualidad sus poderes hayan dismi-
nuido, los estados continúan siendo los transmisores fundamentales
del sistema mundial que los incluye. Los procesos globales y su re-
percusión sobre los locales, las políticas macroeconómicas, la geopo-
lítica, la búsqueda de nuevos recursos estratégicos, los codiciados
acuíferos y el petróleo, el narcotráfico, los programas energéticos, las
grandes obras de infraestructura y muchos otros procesos conexos,
son ahora datos relevantes para una antropología que pretenda com-
prender la dinámica externa que opera sobre las sociedades nativas
y que es, en gran medida, responsable de sus aspectos contemporá-
neos. Los que asumen la globalización como un proceso totalmente
inédito, deben recordar que siempre lo global ha influido de alguna
manera sobre lo local, aunque no siempre los antropólogos estába-
mos dispuestos a reconocerlo o entenderlo. La profundización etno-
gráfica en los ámbitos locales requiere entonces de una apertura a
los contextos mayores que operan sobre los espacios comunitarios
que suele habitar el antropólogo. He aquí algunos de los indudables
desafíos para una antropología política coherente con su tiempo.

la visibilidad étnica

Desde mediados de los años 70 la literatura no sólo antropológica,


sino también la perteneciente a otras disciplinas sociales, ha adverti-
do y destacado, en algunos casos con cierto desconcierto, la inusitada
emergencia de las identidades étnicas en el mundo contemporáneo.
Sorprende incluso que ese “descubrimiento” de las lealtades étnicas
se realizara en las antropologías norteamericana y británica a través
del estudio de las poblaciones inmigrantes que no se asimilaban a las
sociedades receptoras (A. Cohen, 1974; N. Glazer y D. Moyniham,
1975). Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que las antropologías
latinoamericanas y europeas habían dedicado numerosas páginas al
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 47
tema (v. gr. R. Cardoso de Oliveira, 1964, 1976; D. Ribeiro, 1970; G.
Balandier, 1951) pero, como suele suceder, sólo cuando la cuestión
étnica fue reconocida por la antropología de los Estados Unidos, pasó
a ser universalmente aceptada como un tema relevante por sus segui-
dores periféricos. Esa dimensión de las identidades sociales, que se
suponía condenada a desaparecer con el desarrollo de la moderni-
dad, resurgía precisamente con la forma extrema de modernidad que
ahora llamamos globalización.8 Decía que este proceso sorprendió a
numerosas disciplinas, aunque muchos antropólogos nos habíamos
fatigado de señalar su significado e importancia para los pueblos y
culturas junto a las cuales trabajamos (v. gr., Barbados, 1972). De
hecho, cada disciplina se abocó a su “nuevo” objeto de estudio, sin
considerar necesario recurrir a la experiencia antropológica.9 La
sociología, la ciencia política, la psicología social, la economía, la
historia, la sociolingüística y hasta la literatura “descubrieron” que las
diferencias culturales e identitarias no dependían sólo de los modos
de producción, de la marginalidad, del “pensamiento prelógico”, de
la “resistencia al cambio”, de la patología o del arcaísmo. Por otra
parte, la misma antropología no supo hacer escuchar con claridad
su propia voz, sumergida en debates internos que cuestionan sus
ámbitos y categorías de análisis, de los que no estuvieron ausentes el
economicismo de los años setenta y las ruidosas, pero evanescentes,
propuestas posmodernas difundidas a fines de los años 80, así como
por las constantes referencia a una “crisis” de la antropología, que
en realidad responde a una redefinición de la misma en la academia

8 Es éste un término controvertido ya que su carácter polisémico lo hace suscepti-

ble de ser utilizado para designar distintos tipos de procesos. Para algunos autores
alude a la modalidad contemporánea de la acumulación capitalista. Otros la conside-
ran tanto una consecuencia del “empequeñecimiento” del mundo mediado por las
comunicaciones y los viajes, como la conciencia generalizada de ese empequeñeci-
miento. Para todos, con seguridad alude a un reconocimiento de la interdependencia
planetaria. Lo que aquí me importa destacar es el incremento de las relaciones entre
lo local y lo global, que hace que un término no pueda ser entendido sin el otro.
9 R. Rosaldo (2000) comenta con alguna ironía la multitud de cartas de protesta

recibidas por la publicación Anthropology Newsletter en los años 80, por parte de antro-
pólogos que se sentían excluidos de los debates sobre multiculturalismo. A la comu-
nidad profesional le costaba, y le cuesta, asumir que el actual debate sobre el tema
central de nuestro oficio, la cultura, no nos tenga como protagonistas privilegiados.
Tal vez si hubiéramos logrado ofrecer algún tipo de propuesta colectiva medianamen-
te unificada, nuestra presencia hubiera sido más reconocida, aunque nunca es dema-
siado tarde.
48 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

norteamericana, pero que nos es presentada como una “crisis mun-


dial”. En un mundo transitado por conflictos étnicos y culturales la
antropología, víctima de sus propias contradicciones, pareció ser
desplazada por su cuestionada especificidad disciplinaria y su ambi-
guo afán de incorporar masivamente toda la literatura de moda, es-
pecialmente si ésta es producida por los centros rectores metropoli-
tanos.10 Pero ese desplazamiento debe ser revertido, si deseamos que
la reflexión y la acción sobre la cuestión étnica se orienten hacia
propuestas que no cosifiquen o descalifiquen, por desconocerlos, a
sus protagonistas.
Si quisiéramos explicar la actual “emergencia” de las identidades
étnicas deberemos recurrir básicamente a varias explicaciones causa-
les, todas las cuales se relacionan directa o indirectamente con la
llamada globalización. En primer lugar la globalización comunicativa
ha hecho que procesos locales, antes casi ignorados, se conozcan si-
multáneamente en todo el mundo; lo “diferente” (para cada grupo),
los distintos rostros étnicos de la humanidad, se introducen en las
múltiples vidas cotidianas con una carga de desconcierto inicial que
requiere de una comprensión o de una explicación posible. En se-
gundo lugar, la misma globalización comunicativa, aunada a los
crecientes flujos migratorios hacia los países metropolitanos, han
hecho que se incrementen los contactos y las relaciones interétnicas,
determinando una mayor visualización de las antes desconocidas
fronteras entre grupos humanos, e incrementando el contraste entre
colectividades culturales o adscriptivas, ya que las ideologías étnicas
requieren precisamente de la confrontación con otras para desarro-
llarse como tales. A ello hay que añadir el flujo inverso protagoniza-
do por los millones de turistas dispuestos a consumir un poco de
exotismo en sus vacaciones. En tercer lugar, tendríamos el carácter
excluyente de la globalización de los flujos económicos, que hace
insostenible la propuesta de un mundo compartido, el que en reali-

10 Es reconocible en los últimos decenios que el discurso a favor de abolir las

fronteras de la antropología se ha traducido parcialmente en un proceso de deva-


luación de la disciplina. Las apologías de la interdisciplina y el consumo de las so-
fisticadas aportaciones de la filosofía, los estudios culturales y otras ciencias sociales,
han inducido a muchos miembros de la comunidad antropológica a abandonar
acríticamente la tradición profesional, minusvalorando lo que ésta produjo y produ-
ce como conocimientos concretos y directos de las sociedades sobre las que ahora
se reflexiona desde fuera.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 49
dad se comporta como un sistema mundial jerárquico, en el que las
hegemonías imponen sus reglas de juego dividiendo a la humanidad
entre “ganadores” y “perdedores”, generando respuestas contestata-
rias. Un cuarto factor sería la creciente deslegitimación de los estados
latinoamericanos, insertos en lógicas económicas que les hacen re-
nunciar a las responsabilidades primarias respecto a sus ciudadanos,
lo que enfatiza las asimetrías sociales y las distancias económicas que
separan a los sectores privilegiados de aquellos tradicionalmente
marginados, dentro de los cuales se incluye la mayoría de la pobla-
ción indígena. Ello ha influido de manera notable en la valoración
de las lealtades primordiales hacia las colectividades étnicas de per-
tenencia, en las que la organicidad de las relaciones sociales brinda
un cierto amparo ante la incertidumbre de los órdenes estatales, cuya
promesa de “modernización” basada en la homogeneización cultural
y política se ha revelado injusta y contradictoria. Las dos primeras
explicaciones causales hacen que cobre visibilidad lo étnico, aunque
en realidad se trata de una realidad preexistente; la tercera y la cuar-
ta intentan explicar no sólo el mantenimiento sino también el actual
desarrollo de las lealtades étnicas. Otro factor a tomar en cuenta es
la difusión y vulgarización del concepto “etnia”, ya que los medios de
comunicación masiva lo utilizan de manera indiscriminada para refe-
rirse a distintos tipos de colectividades sociales y culturales. Así, las
llamadas “limpiezas étnicas” en los Balcanes o las confrontaciones
entre grupos “tribales”, inicialmente generados y manipulados por las
antiguas potencias coloniales en África, impactan a una opinión públi-
ca mundial que reacciona adjudicándole un carácter “primitivo” e
“irracional” a las condiciones étnicas. En cierto sentido, y para muchas
clases políticas, lo étnico ha pasado a ser percibido como un riesgo
para los nacionalismos construidos por los estados.
No sólo cierta opinión pública encuentra negativo todo lo que
se refiere a lo étnico, sino que también se tiende a cuestionarlo como
reacción a algunos de los procesos conflictivos en los cuales se mani-
fiesta en términos críticos.11 Esta conflictividad pretende ser explica-

11 Ya en otra oportunidad (1997) me he referido al hecho de que el conflicto en

los Balcanes es más religioso y político que étnico, ya que casi todos sus protagonis-
tas forman parte del grupo etnolingüístico eslavo. En lo que atañe a África y al
brutal genocidio producido con la complicidad occidental en Ruanda, contra los
tutsi y los hutus “moderados”, por parte de hutus radicales en 1994, cabe señalar
que ambas denominaciones se refieren a estratos casi estamentales de un mismo
50 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

da como resultante de la presencia de las etnias y no como expresión


de las contradicciones presentes en las sociedades, que son las que
problematizan las relaciones interétnicas. Esta visión distorsionada
expresa el sentir de grandes sectores de las poblaciones de los estados
y de sus sociedades políticas, que se inscriben dentro de una reacción
mundial, que se considera a sí misma “progresista”, contra el auge
de los nacionalismos, que en el pasado y en el presente han sido
utilizados por los estados para justificar el fundamentalismo y la in-
tolerancia ante la diferencia. Pero la afirmación identitaria de una
etnia y el nacionalismo promovido por los estados no son fenómenos
idénticos e intercambiables. El nacionalismo estatal ha servido histó-
ricamente como instrumento de homogeneización cultural y de do-
minación, pero la afirmación identitaria étnica no es sino la expre-
sión del derecho a la existencia de una colectividad social.

configuraciones etnolingüísticas y grupos étnicos

Pero, ¿qué es un grupo étnico y qué se puede decir al respecto que


ya no se haya dicho antes? Las etimologías no ayudan demasiado a
dar cuenta del uso actual de un concepto, pero entre los griegos
“clásicos” el término ethnos se utilizaba para designar tanto a los pue-
blos considerados bárbaros como a las mismas comunidades griegas
que no estaban organizadas de acuerdo con el modelo de la ciudad
estado. Mucho después, el término latino ethnicus sirvió para diferen-
ciar a los cristianos de los “paganos”. Es decir que históricamente ha
servido para designar a aquellos “otros” cuya “naturaleza política”, su
forma de organización social, parece distante a la de un “nosotros”.
Se puede entonces convenir en que etnia es una categoría clasifica-
toria exógena utilizada para designar a un variado tipo de agrupacio-

grupo y que hablan la misma lengua. La campaña de exterminio fue organizada por
sectores políticos que corrían el riesgo de verse desplazados, separados por profun-
das diferencias de clase, y que instrumentaron un discurso étnico que no se corres-
pondía con divisiones étnicas reales, tal como lo advirtiera de manera temprana A.
Cohen (1982:323). Sin embargo la prensa difundió los hechos hablando de la mayor
“limpieza étnica” africana. La obra de Mahmood Mamdani, When victims become killer
(2001) representa un clarificador (y estremecedor) testimonio de cómo las filiacio-
nes políticas se manejaron como identificaciones étnicas construidas por los mismos
protagonistas del conflicto.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 51
nes lingüísticas o culturales, o ambas. Etnia no es un término que
ningún grupo humano utilice para designarse a sí mismo (salvo por
influencias externas), sino que es adjudicado a aquellas colectivida-
des humanas diferenciadas por la lengua, la cultura o la organización
política a los miembros de un Estado. Por lo general, se trata de
configuraciones lingüísticas y culturales cuya lógica política no se
relaciona con el desarrollo de estados unitarios y en cuyos sistemas
organizativos juega un papel relevante el parentesco u otras formas
asociativas tales como las corporaciones o las jefaturas. Pero decía
que más que por sus características internas, en las que se registra
una extraordinaria diversidad, son sociedades que han pretendido
ser definidas desde afuera de ellas mismas. El término ha sido histó-
ricamente utilizado por parte de los habitantes de los estados para
designar a las sociedades sin estados “modernos”, es decir similares
a los estados-nación contemporáneos: esto es para nombrar a esos
“otros” a quienes se perciben como carentes de una filiación política
unitaria. Como ya lo señalara una etnia puede entonces ser entendida, en
este nivel, como una sociedad sin Estado. En América Latina dichas so-
ciedades pueden formar parte de un mismo Estado, pero son alternas
o “exteriores” al mismo y se perciben y son percibidas como diferen-
tes al resto de la población. En este caso, suelen ser los descendientes
de los grupos anteriores a la invasión europea, quienes con más fre-
cuencia son caracterizados en términos étnicos. En algunos casos se
diferencian en lo lingüístico, en otros en lo cultural, o por sus aspec-
tos organizativos y eventualmente por el fenotipo físico.12 En su acep-
ción contemporánea “etnia” es entonces una categoría clasificatoria generada
por las sociedades estatales para designar a las que no lo son. Ello no quie-
re decir que una etnia no pueda haber desarrollado su propio apa-
rato estatal anterior a la invasión europea o, eventualmente, que lo
pueda asumir como una opción o proyecto de futuro. Pero en este
último caso y si desarrollara una formación estatal similar a las actua-

12 En este último caso la “raza”, criterio descartado por la antropología contem-

poránea, suele ser percibida más a nivel cultural, social o económico que físico. Así
ocurre en Bolivia, México, Perú, Paraguay o Guatemala, donde la categoría “mestizo”
es más cultural que racial, ya que indígenas y no indígenas pueden compartir un
mismo fenotipo. Incluso, en el caso de la población de ascendencia africana, asen-
tada en muchos de los países latinoamericanos, la “negritud” suele ser percibida
como adscripción cultural u organizacional, ya que “no todos los negros son negros”,
sino sólo aquellos que de adscriben a un grupo organizacional donde el fenotipo es
relevante.
52 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

les, podría pasar a ser considerada como un “Estado-nación” en los


términos emanados de la revolución francesa, ya que una nación no
es sino una colectividad étnica construida históricamente por un
Estado, figlia del tuo fligio diría Dante Alighieri, a través de la acción
unificadora de sus aparatos políticos e ideológicos. Retomaré este
tema más adelante
La necesidad de entender y conceptualizar a estas colectividades
humanas que no se definen por la posesión de un aparato político
unitario, ha llevado a la antropología a desarrollar una multitud de
estrategias analíticas. El concepto básico inicialmente involucrado fue
el de tribu, a partir de la vieja hipótesis de L. Morgan (1877) quien
las identificaba tanto como momentos de la evolución social unili-
neal, que representaban el estado de “barbarie”, como sociedades
contemporánea basadas en el parentesco y la idea de una ascenden-
cia común. Morgan las consideraba sociedades sumamente organiza-
das pero que no habían alcanzado a desarrollar un Estado, entendi-
do como sinónimo de “civilización” y que se desvincularía del
parentesco. Hasta la segunda mitad del siglo xx se siguió esta visión
inicial, aunque ya menos vinculada a la evolución, que se podría
resumir al definir a una tribu como una sociedad que poseía una
cultura singular, hablaba el mismo idioma, tenía una noción de as-
cendencia común y controlaba un territorio. Fue M. Sahlins (1968)
quien realizó uno de los mayores esfuerzos de síntesis al respecto,
retomando el criterio de calificar a las tribus como sociedades seg-
mentarias, es decir, compuestas por varias unidades asociativas paren-
tales y funcionalmente equivalentes, cuya gran diversidad provenía
de las variables adaptaciones ecológicas de la tecnología neolítica
compartida y cuya economía se organizaba con base en el modo de
producción doméstico. Su propuesta destacaba que la diferencia
entre tribus y civilizaciones se basaba precisamente en el desarrollo
del Estado.13 Al considerar a las tribus como una etapa arcaica de
la evolución sociocultural, el corolario lógico es que las actuales
sociedades tribales constituirían supervivencias de formas de vida
anteriores al Estado-nación, mismo que representaría entonces el

13 Para la propuesta evolucionista de M. Sahlins, al igual que para Service (1964)

las tribus constituyen una etapa de organización social que media entre las bandas
y las jefaturas. Así señala que “todos estos (niveles) están por debajo del nivel general
de Estado o civilización y, justificadamente (cursivas mías), son referidos como “primi-
tivos” (1994, original de 1968).
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 53
momento apical del proceso evolutivo, y que por lo tanto sería su
término de referencia. Se trata de una propuesta académica, sin
embargo refleja la inferiorización cultural adjudicada a lo tribal,
históricamente compartida por el pensamiento etnocéntrico o,
mejor dicho, “estadocéntrico”.
Si bien el modelo de Sahlins ha sido acusado de no reparar en el
carácter jerárquico, incluso clasista, que podría tener la relación
entre los segmentos primarios y de no ser suficiente para dar cuenta
de la extraordinaria diversidad de lo “tribal” (M. Godelier, 1974), la
identificación de la lógica asociativa segmentaria sigue siendo, desde
mi punto de vista, un dato básico para la comprensión de las socie-
dades sin Estado y sin jefaturas unificadoras. Tal como lo formulara
Evans-Pritchard en su clásica obra sobre los nuer de 1940, las socie-
dades segmentarias se caracterizan también por su relatividad estruc-
tural, es decir que la relación entre los segmentos puede ser tanto de
solidaridad como de confrontación, por lo que las agrupaciones
segmentarias cobran existencia física e ideológica a partir de las re-
laciones que se establecen entre ellas. Durante mucho tiempo se
pretendió considerar a las etnias como unidades culturales distinti-
vas tratando de objetivarlas en tanto entidades concretas.14 En otros
casos se trató de poner énfasis en los criterios lingüísticos, aunque
se ha demostrado que el parentesco lingüístico no genera necesa-
riamente una identificación compartida. La búsqueda por definir y
localizar lo étnico le ha valido a la antropología ser acusada de
“inventar” etnias, es decir, construir o proponer unidades sociales
o culturales artificialmente delimitadas que se comportarían como
categorías para el análisis antropológico (Ph. Poutignat y J. Streff-
Fenart, 1995).
Es importante insistir en el hecho de que los miembros de las
colectividades estatales tienden a “etnizar”, es decir a percibir en
términos étnicos, a las colectividades humanas que consideran dife-

14 La búsqueda de objetivación llevó a A. Taylor a proponer, con cierta ironía, que

“la visión sustantivista transforma a cada etnia en una unidad discreta dotada de una
lengua, una cultura, una psicología específica –y de un especialista para describirla”
(1991:243). En este sentido el desarrollo de los estudios de comunidad entre las so-
ciedades indígenas de América Latina puede ser también entendido como una forma
de evitar la difícil conceptualización de lo étnico, al ofrecer a cada investigador un
ámbito social acotado para el desarrollo de su investigación, desde el cual se podía
teorizar sobre las relaciones sociales sin considerar la dimensión étnica.
54 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

rentes a las construidas por las hegemonías estatales. El científico


social hindú T. K. Oommen (1997), parte de la base de que todo
proceso de etnización supone una disociación entre cultura y terri-
torio, lo que puede parecer poco pertinente para América Latina
donde los pueblos colonizados suelen mantener la misma o similar
inserción territorial que en las épocas prehispánicas, sin embargo se
refiere a la disociación que en México se suele resumir con la frase
“extranjeros en su propia tierra”. Oommen registra tres tipos de et-
nización: la de colectividades reducidas a minorías étnicas por pro-
cesos de invasiones extranjeras, la representada por los grupos de
migrantes y las colectividades que consideran que sus raíces son leja-
nas, como en el caso de los afroamericanos. A su vez, T. Eriksen
(1993:13) destacaba que este proceso de etnización incluía también
a las minorías integradas por personas que migran a las grandes ur-
bes; a los pueblos indígenas incluidos dentro de un Estado-nación
diferenciado; a las que considera como proto-naciones, es decir a
naciones sin Estado tales como los kurdos, los tamiles, los palestinos
y otros protagonistas de movimientos etnonacionales; y, finalmente,
a los grupos que integran sociedades plurales, que se corresponde-
rían con Estados creados por el colonialismo sobre poblaciones in-
ternamente diversificadas. Si quisiéramos generalizar, veríamos que
éstas definiciones se corresponden ideológicamente, y a grandes
rasgos, con la oposición entre “tradición” y “modernidad”, entre es-
tados-nación y los llamados “pueblos primitivos”; aunque esta oposi-
ción refiera en realidad a una notable asimetría en las posiciones de
poder de los sectores involucrados. En todo el mundo, y más allá de
las disquisiciones teóricas sobre la terminología, lo “moderno” es si-
nónimo de lo “occidental” y lo “tradicional” identificado con lo cul-
turalmente diferenciado de esa tradición. En líneas generales, no es
arbitrario señalar que lo étnico ha sido y es percibido como una
forma premoderna de organización social, donde los moderno se
equipara con la más reciente tradición occidental. Se podría entonces
proponer que la etnización, el adjudicarle un carácter étnico a un
grupo humano, es un producto del proceso de occidentalización
planetaria, liderado por estados específicos, que se ha manifestado
históricamente como colonialismo, imperialismo o globalización.
Pero lo anterior no quiere decir que esas unidades no existan, sino
que su clasificación dentro de un mismo criterio taxonómico respon-
de a una lógica proveniente de los Estados-nación occidentales, que
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 55
tratan de nominar a lo que no se parece a ese modelo referencial.
Quizá el intento más conocido por definir a las etnias en términos
culturales fue el de R. Narrol (1964), quien propuso a la etnia como
portadora de una cultura singular y por lo tanto diferente de las
culturas vecinas, que comparte un mismo territorio, que utiliza len-
guas comprensibles entre sí y que constituye un grupo de relación.
Cuando la determinación de rasgos culturales demostró ser ineficien-
te, ya que pretendía definir lo distintivo con base en elementos ma-
teriales y simbólicos provisorios que cambiaban con el tiempo, se
intentó recurrir a criterios subjetivos tales como la noción de pertenen-
cia o la identidad compartida, recuperando implícitamente la vieja
definición de Max Weber (1979). Este autor había señalado en 1922
que los grupos étnicos serían agrupaciones humanas que poseen una
creencia subjetiva en un origen común, fundada en la apariencia o
en las costumbres, o en el recuerdo de migraciones o colonizaciones;
lo que sustentaría su proceso de comunalización, independientemen-
te de que exista o no una comunidad de sangre. Para Weber el grupo
étnico no constituiría una comunidad en sí mismo, sino un estado o momen-
to que facilitaría el proceso de comunalización. Incluso él mismo había
destacado que la experiencia política compartida podía fundar una
ideología de comunidad racial. En el desarrollo metropolitano de
estas perspectivas subjetivas no se tuvo en cuenta (era de esperarse)
lo que la antropología latinoamericana había aportado sobre el tema,
como en el caso del mexicano A. Caso, quien en 1948 señalaba que
“indio es aquel que se siente pertenecer a una comunidad indígena”
(1949), o del brasileño D. Ribeiro quien en el decenio de los 60
había conceptualizado a las etnias como “categorías de relación entre
grupos humanos, compuestas más de representaciones recíprocas y
de lealtades morales que de especificidades culturales o raciales”
(1970:446). En este contexto, donde se comenzaba a valorar la sub-
jetividad y la afectividad, aunque sin llegar a formular una elaborada
teorización sobre el tema, cobró especial relevancia la propuesta de
F. Barth (1969), la que significó una verdadera transformación teóri-
ca en la comprensión de los grupos étnicos, al considerarlos como
categorías de autoadscripción y de adscripción por otros, basadas en
principios organizacionales que delimitan fronteras interactivas. Sin
embargo, estos importantes criterios de Barth, requieren de una va-
lidación cuidadosa en el ámbito latinoamericano para no generar
una homogeneización artificial de un panorama social y cultural
56 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

extraordinariamente diverso, riesgo en el que se puede incurrir con


la utilización acrítica de los criterios organizacionales. Fundamentaré
esta observación.
Como ya lo expusiera, las configuraciones sociales nativas de Amé-
rica Latina se basaban y se basan en diferentes lógicas organizativas.
Las sociedades pertenecientes a las tradiciones civilizatorias mesoame-
ricanas y andinas, estaban compuestas por una multitud de comunida-
des hablantes de distintas lenguas pero que poseían similares patrones
culturales, aunque podían formar parte de diferentes unidades políti-
cas. Eran las unidades constitutivas de formaciones estatales que ya han
desaparecido, por lo cual no podemos seguir considerándolas como
sociedades estatales; sin embargo, la antropología ha eludido intentar
calificarlas en la actualidad, destacando sólo su pasado estatal y su
presente de comunidades campesinas con diferentes filiaciones lingüís-
ticas y culturales. Muchas de ellas han llegado hasta nuestros días como
integrantes de grandes grupos etnolingüísticos, tales como el maya, el
mixteco, el nahuatl o el quechua, es decir, agrupaciones compuestas por
lenguas emparentadas, variantes y normas regionales de las mismas,
pero que pueden llegar a ser ininteligibles entre sí. Es dudoso que en
la época prehispánica estas comunidades desarrollaran una identifica-
ción compartida y el registro etnográfico contemporáneo exhibe que
muchas no la tienen (J. Murra, 2002; M. Bartolomé, 2005), aunque
esto no excluye su potencial construcción o recuperación. De esta
manera, cada ayllu andino o cada altepetl mesoamericano,15 cada pue-
blo o comunidad, ofrece a sus miembros los mismos datos adscriptivos
que una etnia organizacional (M. Bartolomé, 1992). La identificación
con el grupo etnolingüitico se manifiesta como una identidad poten-
cial, posible de ser invocada o actualizada en contextos específicos,

15 Estas agrupaciones de base ideológica y parental, fueron y son las unidades

políticas constitutivas de estas grandes civilizaciones, cuyas formaciones estatales recu-


rrieron a sus lógicas organizativas e ideológicas, fundadas en la reciprocidad y el in-
tercambio, para el desarrollo de sus sistemas políticos. Los ayllu son agrupaciones de
parentesco endógamos, patrilineales y sin totemismo, aunque también es utilizado
como concepto referencial para designar a un conjunto de linajes asociados, a las
mitades exógamas o a todo el grupo étnico inclusivo. A su vez el altepetl es una noción
mesoamericana que conjuga las palabras tierra y agua, y que designa el espacio resi-
dencial como un ámbito germinal del cual habrían brotado los linajes fundadores de
la colectividad así designada. En la actualidad, el mismo término, pero expresado en
distintas lenguas, sirve para nominar a la comunidad de residencia, entendiéndolo
entonces como “pueblo”.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 57
pero cuya capacidad convocatoria suele ser menor que la pertenencia
comunitaria. Se trataría de lo que podemos calificar como sociedades
polisegmentarias acéfalas, es decir, compuestas por segmentos políticos
primarios autónomos, representados por las comunidades campesinas,
que a pesar de poder compartir la misma lengua y similar cultura, cada
una de ellas es independiente de las otras a nivel económico, ritual y
político, aunque pueden estar vinculadas a través de rituales regionales
compartidos e incluso a nivel de alianzas parentales, si bien suele pre-
dominar la tendencia a la endogamia comunal (M. Bartolomé, 1997;
A. Barabas y M. Bartolomé, 1999).
Diferente es la situación de las sociedades cuyo patrón de subsis-
tencia se basaba en la caza y la recolección, frecuentemente organi-
zadas como bandas nómadas (ahora generalmente sedentarizadas)
sujetas a constantes procesos de fisión y fusión. Desde el norte de
México hasta la Patagonia, aún quedan tradiciones basadas en la
apropiación directa del medio, las que a pesar de carecer histórica-
mente de aparatos políticos integrativos estables, registran nociones
de identificación colectiva muy superiores a las de sus paisanos agri-
cultores sedentarios. Se puede proponer que el tamaño reducido de
estas sociedades, así como la importancia de las relaciones parentales,
son capaces de proporcionar datos para una identificación compar-
tida. En estos casos se puede hablar con propiedad de la etnia organi-
zacional ayoreo, de la guayakí, de la nivalklé de Paraguay, o de la seri de
México, puesto que se comportan como comunidades étnicas, tanto a
nivel organizativo como identitario, capaces eventualmente de movili-
zarse de manera conjunta para la prosecución de objetivos públicos.
Esto no excluye la recurrente evidencia de una alta conflictividad in-
terna, puesto que tendemos a pelearnos con nuestros parientes, ya que
con ellos es que tenemos una relación más cercana y, por lo tanto, más
proclive al desarrollo de tensiones y confrontaciones.
En el caso de las sociedades agrícolas igualitarias de las tierras
bajas sudamericanas, tales como las pertenecientes a las familias lin-
güísticas ge, arawak, caribe, pano o tupí-guaraní, las configuraciones
étnicas son variables y responden a diferentes principios operantes.
Entre los guaraníes, por ejemplo, la identificación como miembro de
una parcialidad proviene del teko’a (aldea) de residencia y está basa-
da en la asunción de una variante lingüística acompañada por una
compleja ética cosmológica (M. Bartolomé, 2004a). Así, en el caso de
las parcialidades de Paraguay, no se puede en sentido estricto hablar
58 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

de la “etnia guaraní”, sino de los paí-tavyterá, de los avá guaraní, de los


conservadores mbya o de los guayakíes, parcialidades que se comportan
como etnias tanto a nivel adscriptivo como organizativo, aunque exhi-
ben reconocidas similitudes lingüísticas y culturales.
No quiero abusar de los ejemplos, pero creo que se puede proponer
de forma general la necesidad de distinguir entre grupos etnolingüísticos
y etnias organizacionales, no sólo para evitar errores teóricos sino tam-
bién equivocaciones políticas. Entidades tales como los guaraníes, los
mayas, los quechuas o los zapotecos no tienen una existencia empírica
como grupos étnicos, sino como categorías taxonómicas generadas por
la lingüística. No intento adjudicar a la antropología una “invención”
de las etnias nativas americanas, de la misma manera que ha sido acu-
sada de inventar a las etnias africanas,16 sino destacar que éstas no
pueden ser construidas como sujetos con base en criterios clasificato-
rios externos, tales como las afinidades lingüísticas o culturales. Al
respecto, A. Smith, aunque refiriéndose a las culturas que desean con-
vertirse en naciones, señala que (2000:98):

Lo cierto es que la mayoría de estas culturas o ‘agrupaciones étnicas’ no


configuran sino categorías externamente discernidas; tienen escasa o ningu-
na conciencia colectiva o sentido de comunidad o solidaridad. Asumir que
una colección de gentes que viven en un lugar determinado y hablan dialec-
tos similares, observan las mismas costumbres y participan en idénticas litur-
gias forman una comunidad étnica y deberían, por tanto, tender hacia el
nacionalismo (este es el nacionalismo “fuerte”) supone obviar las etapas vi-
tales de la etnogénesis y no buscar los factores que convierten a esa laza
categoría étnica en una comunidad étnica, por no hablar de una nación.

Si recurrimos a lo socialmente efectivo, en la medida en que pue-


de generar conductas y orientaciones colectivas, debemos distinguir-
las con base en las nociones de pertenencia, que pueden no estar
argumentadas en función de afinidades lingüísticas o culturales, sino

16 C. Lenz ha destacado que el África precolonial no estaba organizada en “tribus”,

cultural y lingüísticamente distintas, que habitaban territorios definidos y tenían cier-


ta autonomía política. En realidad, sus características dominantes eran la movilidad,
los traslapes de redes sociales, la membresía en diferentes grupos y el desarrollo de
fronteras flexibles de acuerdo con el contexto. El concepto de “tribu”, y la idea de
que una persona pertenecía a una y sólo a una “tribu” es una importación llevada por
los colonizadores (1997:31).
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 59
en un conjunto de elementos que operan como rasgos diacríticos o
emblemas identitarios en cada caso. Se trata de los que F. Barth
(1994:12) considerara como las diferencias culturales de “significado
primario”, que un grupo elige para marcar su distinción de otros y a
través de ellas delimitar sus fronteras. En todo caso, intento dar
cuenta de la heterogeneidad interior de lo étnico, más allá de los
condicionantes impuestos por el pensamiento nacionalitario deci-
monónico, que pretende determinar configuraciones culturales
homogéneas en tradiciones signadas por la diversidad, ya que no
fueron construidas por aparatos estatales homogeneizadores simi-
lares a los contemporáneos
Resulta difícil proponer una reflexión conclusiva respecto a un
tema que está abierto a las posibilidades del análisis y que segura-
mente sugerirá nuevas perspectivas en el futuro. Queda ya muy atrás
la equiparación de etnia con “raza” e incluso con “tribu” y también
se ha trascendido su identificación con una cultura específica. Nos
encontramos, al igual que en el caso del mismo concepto de cultura,
con entidades fácticas que quizá no hemos sabido entender y definir
de manera apropiada, pero ello no quiere decir que no existan. Sería
un tanto aventurado negar la presencia de un elefante que nos está
por arrollar sólo porque no sabemos a qué especie pertenece. La
presencia de lo que llamamos etnias es un dato objetivo de la reali-
dad; son aquellos grupos portadores de lenguas y culturas diferencia-
das de la que predomina en un ámbito estatal, y que en América
Latina son los descendientes de las sociedades precoloniales. Tam-
bién pueden estar integrados por esos mismos descendientes que
hayan sufrido agudos procesos de desplazamiento lingüístico y trans-
figuración cultural, pero que igualmente reclaman su derecho a ser
considerados y considerarse diferentes a la colectividad estatal. Un
proceso significativo está representado por las múltiples etnogénesis
protagonizadas por la población afroamericana, que se afirma en
términos culturales e identitarios en muchos de los países latinoame-
ricanos. Incluso tenemos el caso, similar pero no idéntico, de las
poblaciones migrantes interestatales, sean de ascendencia precolo-
nial o no, que en sus nuevas ámbitos de residencia se desempeñan
como etnias diferenciadas de la sociedad receptora, a cuya ciudada-
nía podrían eventualmente acceder por medio de la integración y la
asimilación, pero que con frecuencia mantienen sus diferencias lin-
güísticas y culturales, así como una identificación exclusiva.
60 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

Sabemos algo de lo que es una etnia pero todavía falta bastante


para averiguar todo lo que puede llegar a ser. Aunque quizá éste sea
un falso dilema provocado por un punto de partida epistemológico
basado en perspectivas ambiguas que se orientan a partir de premisas
inadecuadas. Así, por ejemplo, M. Godelier sugería que el concepto
de tribu aludía a una representación social estructurada con base en
la “forma general” que exhiben las relaciones sociales en un gran
número de sociedades, y proponía que para aspirar a entenderlas en
su especificidad deberíamos profundizar en los conceptos conexos
de “bandas” y “estados” (1974: 219-223). Es decir, que es un término
que no puede ser entendido sin relacionarlo con los otros términos
vinculantes. Vemos así que las etnias son comunidades culturales,
eventualmente lingüísticas, históricas o territoriales, cuya existencia
fáctica ha desafiado tradicionalmente a las perspectivas reduccionis-
tas que pretendían definirlas en términos exclusivos, ya sean raciales,
lingüísticos, económicos o culturales. Sus distintos sistemas organiza-
tivos y culturales son históricamente generados y por lo tanto contin-
gentes y mutables. Por ello no es recomendable proponer una defi-
nición política única de lo étnico, puesto que sus lógicas asociativas
y procesos de inserción en contextos multiétnicos han sido y son
históricamente variables. Precisamente la multietnicidad es lo que da
vida a lo étnico, puesto que lo manifiesta como una categoría iden-
titaria diferenciada y confrontada con otras categorías posibles.
El científico político Anthony Smith (1995:132), ha señalado que
las etnias se caracterizan por una idea de origen común, un sentido
de su distintividad respecto a otros grupos y una percepción de lugar,
esto es de territorio propio. Es decir que se trataría de comunidades
históricas y culturales, cuyos aspectos centrales estarían representados
por la existencia de una denominación colectiva, mitos o relatos de
orígenes compartidos, una etnohistoria de su tradición, una o más
características culturales que determinan su singularidad respecto a
otros grupos, la asociación con un territorio histórico considerado
propio y un cierto sentido de solidaridad entre sus miembros.17 Sin

17 La excepción que confirmaría la regla estaría representada por el caso del pue-

blo gitano. En julio de 2000 se reunieron en Praga representantes del Pueblo Rom
(gitanos) de toda Europa, y demandaron su presencia en el parlamento europeo,
haciendo la salvedad de que ellos, para existir en cuanto tales, no requerían ni de
territorio ni de Estado: por lo contrario, se negaban a la sedentarización forzosa y a
la posibilidad de constituir un aparato político que los incluyera a todos.
ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS 61
embargo, como hemos visto, ninguna enumeración de rasgos discre-
tos parece suficiente para caracterizarla, incluso el registro etnográ-
fico contemporáneo destaca que la posesión de una lengua propia
no resulta un requisito imprescindible para mantener o desarrollar
una identificación étnica.18 Podríamos entonces concluir proponien-
do una conceptualización instrumental muy general, válida para los
fines de este ensayo, destacando que una etnia organizacional es bási-
camente una colectividad no estatal adscriptiva y por lo tanto identitaria,
basada en sistemas ideológicos y culturales que pueden cambiar con el tiempo
y eventualmente ser sustentados por una lengua compartida. Debo aclarar
que no estoy proponiendo una definición en el sentido estricto del
término, sino una aproximación conceptual que pretende dar cuen-
ta de un dato de la realidad etnográfica a partir de sus características
constitutivas consideradas más relevantes para comprenderlo dentro
de la estructura argumental de la reflexión antropológica.
Quizá las etnias no sean sino Pueblos potenciales, cuyas caracte-
rísticas de sociedades sin Estado no baste para definirlas en cuanto
tales, sino que cada una de ellas debe de tratar de ser entendida con
base en su especificidad y no en sus aparentes similitudes; es decir,
no por la común ausencia del Estado sino precisamente por sus di-
ferencias. Cabe señalar que Pueblo es un término tan válido o ambi-
guo como cualquier otro, ya que no existe un consenso respecto a
sus características distintivas. Su mayor ventaja como concepto instru-
mental radica en ser más aceptado por los movimientos etnopolíticos
al considerarlo más “digno” y menos cosificante que el de etnia, ya que
es percibido como más convincente y socialmente más “cálido” que el
abstracto concepto de etnia. Sin embargo, la noción de Pueblo pare-
ce requerir de la presencia de una identificación colectiva entre los
que hablan la misma lengua y practican la misma cultura, cosa que
no ocurre en los grandes grupos etnolingüísticos. Al igual que etnia
la noción de Pueblo engloba a distintos tipos de colectividades socia-
les que pueden asumirse como tales en distintos momentos de su
proceso histórico. Sean cazadores, agricultores, pastores o miembros
de sociedades tecnológicamente complejas, las etnias o los Pueblos,

18 Éste sería el caso de los coya de Argentina, de los yanacona de Colombia, de los

tuxá y quirirí de Brasil, de los ngigua y chontales de México y de una multitud de


grupos que han perdido la lengua pero mantienen su identificación étnica basándola
en distintos tipos de referentes culturales tales como el territorio, la historia, el paren-
tesco, etcétera.
62 ANTROPOLOGÍA POLÍTICA Y RELACIONES INTERÉTNICAS

constituyen sistemas de relaciones humanas culturalmente orienta-


dos, que tienden a reproducirse como colectividades diferenciadas
de otras percibidas como de naturaleza diferente a la propia.
2. LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

Nadie puede probar que es más que sólo diferente


fernando pessoa

las identidades étnicas

Hace algunos años publiqué un libro sobre las identidades étnicas


en México (1997), cuya argumentación teórica sigo considerando que
puede ser generalizable a los distintos contextos indígenas de Amé-
rica Latina. En él planteaba, retomando a Roberto Cardoso de Oli-
veira (1976), que la identidad étnica se construye como resultante
de una estructuración ideológica de las representaciones colectivas
derivadas de la relación diádica y contrastiva entre un “nosotros” y
un “los otros”. Nos encontramos entonces en el ámbito de la ideolo-
gía y no de la psicología social, aunque ésta contribuya a informar a
las ideologías. De todas maneras, y desde la óptica etnográfica, lo que
nos interesa conocer son las conductas, los eventos mentales comu-
nicados a través de la acción social, y no tanto sus condicionantes
psicológicos a los que difícilmente podamos acceder con cierto grado
de certidumbre empírica. Es por ello que una teoría de la identidad
étnica no requiere sólo de prolijas aproximaciones hermenéuticas,
sino también de constataciones provenientes tanto de la observación
como de la interrogación. La identidad étnica es una construcción
que realizan tanto las sociedades para expresar su alteridad frente a
otras y ordenar sus conductas, como el mismo antropólogo que pre-
tende vislumbrar las identificaciones sociales que se hacen inteligibles
en los contextos interétnicos. El discurso explícito de la identidad,
del que no está ausente la retórica, cobra mayor sentido al visualizar
los comportamientos que genera, esto no implica que los aspectos
discursivos no sean legítimos en sí mismos, sino que la narrativa
identitaria no puede ser entendida al margen de la historia y el con-
texto social dentro de los cuales se construye. Por ello los movimien-
tos etnopolíticos se constituyen en campos privilegiados para analizar

[63]
64 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

las identidades en acción, es decir cuando la identidad étnica se


manifiesta como etnicidad, como una adscripción totalizadora que
orienta las conductas sociales y políticas y que puede llevar a confron-
taciones radicales. Cabe entonces distinguir desde un primer momen-
to a la identidad étnica como representación social colectiva, de la et-
nicidad entendida como identidad en acción, como asunción política
de la identidad.
Quizá una distinción inicial relevante dentro de las perspectivas
contemporáneas referidas a las identidades étnicas y la etnicidad,
radica en dos grandes propuestas. Por un lado están aquellos que las
consideran como un fenómeno histórico ligado a la modernidad o
a la globalización, es decir, consecuencia de un planeta sometido a
una acelerada dinámica de cambios, que provoca la emergencia
contestataria de culturas alternas. Por otro lado, estarían aquellos que
la perciben como un fenómeno “natural”, como un dato empírico
de la realidad, cuyos orígenes no son tan significativos como sus
manifestaciones actuales. Como suele suceder, en realidad ambas
perspectivas no son excluyentes. La expansiva globalización occiden-
tal genera confrontaciones étnicas y permite una rápida visualización
de sus manifestaciones, pero dudo mucho que en los conflictos entre
incas y mapuches del siglo xv estuvieran ausentes la dimensión étni-
ca de ambas sociedades; que fuera casual que los nahuas imperiales
llamaran popolocas (bárbaros) a quienes no hablaban su lengua, o
que los expansivos guaraníes chiriguanos que sometían a los chanë
(grupo arawak) para la misma época, no afirmaran su superioridad
étnica y cultural, tal como lo registros históricos y etnográficos. Ya he
señalado que los grupos étnicos son las unidades básicas del desarro-
llo histórico de las colectividades humanas; un aspecto de sus repre-
sentaciones sociales en cuanto grupos diferenciados se plasma preci-
samente en las ideologías étnicas. Las identidades y las etnicidades
que las expresan son preexistentes a la modernidad y a la globaliza-
ción capitalista contemporáneas, pero la actual dinámica comunica-
tiva favorece su visualización de tal manera que pareciera constituir
un novedoso fenómeno contemporáneo. Un enfoque que intenta
conjugar lo histórico con lo situacional y al que se le adjudica la
ambigua condición de neomarxista, es el propuesto por J. y J. Coma-
roff (1992:50), quienes comparan a la etnicidad con el totemismo,
en la medida en que constituiría básicamente un sistema clasificato-
rio (op. cit.:53) y la ven como resultante de fuerzas históricas, por lo
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 65
cual sería tanto estructural como cultural, si bien se originaría “por
la incorporación asimétrica de grupos estructuralmente diferencia-
dos en el marco de un mismo sistema económico” (op. cit.:54). De
similar manera, T. Eriksen (1996) concluye su análisis del concepto,
proponiendo que la etnicidad puede ser vista tanto como un fenó-
meno universal como un constructo cultural de la modernidad.
Veamos ahora algunas precisiones sobre el tema. De manera quizá
un tanto esquemática se puede proponer que las recientes aproximacio-
nes teóricas a las identidades étnicas, se han dividido entre las pro-
puestas primordialistas, las constructivistas, las instrumentalistas y las ge-
nerativas o interaccionistas. Cabe aclarar que, como suele suceder,
muchos de los autores que siguen estas perspectivas no aceptarían
ser calificados linealmente de tales, por lo que se hace difícil citar
nombres, pese a lo cual intentaré señalar algunos exponentes clave.
Las primordialistas enfatizan la intensidad de los lazos sociales grupa-
les vividos como aspectos fundamentales en la constitución de la
persona. El primordialismo no debe ser confundido con el substan-
cialismo, propio de los discursos nacionalistas, que asumen la existen-
cia de “esencias nacionales”, o en este caso étnicas, ya que no se
trata de un retorno al idealismo hegeliano, sino de una constatación
empírica del poder afectivo de la socialización primaria mediada por
la cultura. De esta perspectiva no están ausentes aquellos que han
entendido a la identidad étnica como una extensión o metáfora de
las relaciones de parentesco, en la medida en que un grupo étnico
tiende a asumir una ascendencia común y propone o cree compartir
lazos de sangre, tal como de manera temprana lo destacara M. Weber
(1979 [1922]), seguido por muchos autores más recientes (v. gr. Ch.
Keyes, 1982:6). Se suele reconocer que E. Shils (1957) fue el prime-
ro en sugerir la noción de primordialismo, para fundamentar su
propuesta de la importancia de los grupos primarios en la configu-
ración de las sociedades complejas: grupos que hacen a los seres
humanos orientar su conducta a partir de los fuertes vínculos de
solidaridad que generan. Sin embargo, es frecuente atribuir a C.
Geertz la sistematización de esta perspectiva en su análisis de la cons-
titución de los nuevos Estados, proceso en el que se confrontaban los
grupos étnicos con la construcción estatal; es decir, un nuevo orden
civil que era percibido como una amenaza para las identidades étni-
cas histórica y culturalmente determinadas. En un ensayo, en el que
recupera a Shils, Geertz destacó que los “pueblos sienten que su
66 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

modo de ser está íntimamente ligado a la sangre, a la raza, a la lengua,


a la religión o a la tradición” (1987:221), calificándolos como “senti-
mientos primordiales”. Se trata entonces de un énfasis puesto en los
aspectos culturales de la construcción de los individuos, que se sien-
ten vinculadas entre sí por lazos vividos como “naturales” e irrempla-
zables. Este autor fue criticado por no dar cuenta del papel del
contexto económico y político en el cual las identidades se manifies-
tan, ni de advertir que los lazos primordiales no son suficientes para
evitar los conflictos intraétnicos (J. Poutignat y J. Streiff-Fernart,
1995:91), aunque estos autores no reparan en el hecho de que la
conflictividad no es contradictoria con la pertenencia común. Por
ello, en otro ensayo Geertz (1993) afirmó que él había pretendido
señalar cómo las ideas de comunidad de sangre, de habla, de cos-
tumbres, de historia, de fenotipo, etc., se percibían desde el punto de
vista de los actores sociales involucrados; y que sus críticos formaban
parte de aquellos que no aceptaban que la conducta humana pudie-
ra tener otra motivación que la preferencia individual, el cálculo
racional y el utilitarismo. Sin embargo, Geertz no hizo sino exponer
en otras palabras lo que M. Weber había destacado en 1922, cuando
hablaba de los componentes ideológicos de las membresías étnicas
que podían dar fundamento a la acción comunitaria (1979:315-327).
Quizá la mayor crítica al primordialismo es que no enfatiza lo sufi-
ciente el contexto relacional en el que las identidades se manifiestan,
la competencia entre grupos, las presiones del Estado que endurecen
o hacen permeables las fronteras étnicas y, en síntesis, el papel fun-
damental de la interacción material y simbólica con los “otros” en la
construcción de un “nosotros”.
Por otro lado, tendríamos a las constructivistas, es decir, aquellas
que hacen hincapié en el carácter construido de las identidades de
los grupos étnicos, en cuya constitución se evidencian tanto compo-
nentes históricos, lingüísticos o culturales como imaginarios. A. Eps-
tein (1978) sería uno de los iniciadores de esta propuesta orientada
más hacia las dimensiones identitarias de la etnicidad que a sus con-
secuencias políticas, a la vez que la considera como un fenómeno
ligado a la modernidad en un mundo de rápidos cambios. Se trata,
en realidad, de una variación del énfasis, ya que más que preocupar-
se de la organización o movilización de la identidad, se orienta a
entender su construcción social en la línea de análisis que propusie-
ran inicialmente P. Berger y T. Luckmann (1973). Constituye un
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 67
enfoque particularmente útil para el estudio de los procesos de et-
nogénesis, tanto históricos como contemporáneos, seguido por mu-
chos influyentes autores tales como E. Roosens (1989). Esta perspec-
tiva se suele alimentar de las formulaciones teóricas referidas a las
naciones, tales como la “invención de la tradición” de E. Hobsbawm
y T. Ranger (1983) o las “comunidades imaginadas” de B. Anderson
(1993). Pero los constructivistas a ultranza tienden a ignorar el hecho
de que etnias y naciones no son unidades equivalentes, aunque cons-
tituyan comunidades etnoculturales que puedan ser similares por
poseer identidades exclusivas. La mayor diferencia radica en que la
nación es una colectividad de identificación construida por un Esta-
do y sus aparatos hegemónicos, en tanto que las etnias carecen, por
lo general, de las posibilidades de una intercomunicación generali-
zada que favorezca compartir tradiciones inventadas, o imaginar una
existencia comunitaria que en realidad se da cara a cara, aunque
puedan afirmar una imaginaria ancestralidad compartida.
Los seguidores del constructivismo intentan destacar el carácter
procesal del desarrollo de las ideologías étnicas, que tienden a asumir
referentes emblemáticos, tanto materiales como simbólicos, para le-
gitimarse ante los grupos con los cuales se confrontan, por lo que se
trataría de identidades que pueden llegar a ser independientes de la
realidad y que en ocasiones responden más al mito o a la fantasía
(H. Vermeulen y C. Govers, 1997). Sin embargo, este análisis no re-
para en que lo imaginario es parte constitutiva de toda sociedad y
que lo “no existente”, desde una óptica positivista, puede llegar a
determinar las orientaciones sociales con más fuerza que muchos
datos fácticos. No creo que ningún antropólogo contemporáneo que
haya estudiado la religión de una cultura alterna, se permita hablar
de “dioses inexistentes” o de “falsas creencias”, viendo cómo influyen
en las conductas, aunque él pueda declararse agnóstico o ateo. De
hecho, al minusvalorar el papel no voluntario y comunitario de las
representaciones colectivas en la configuración a las identidades ét-
nicas, los autores que abusan del “constructivismo” pueden llegar a
desenvolverse dentro de una gran ambigüedad conceptual que no
refleja la realidad; ya que, de acuerdo con sus perspectivas, la etnici-
dad se podría construir para cualquier propósito y, al parecer, de
manera independiente del sustento que le otorguen sus específicos
referentes culturales. Al enfatizar los enfoques contextuales y sincró-
nicos, olvidan la historicidad de los protagonismos étnicos y sus
68 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

cambiantes patrimonios culturales, limitándose a caracterizarlos como


procesos de corto alcance, guiados por intereses incidentales, cuya
legitimidad o “racionalidad” puede incluso llegar a ser cuestionada.
Otra perspectiva teórica ligada al constructivismo sería la instrumen-
talista, tendencia en cierto modo predominante a partir de las propues-
tas de N. Glazer y D. Moyniham (1975) y de A. Cohen (1974). Para los
instrumentalistas, la identidad étnica es básicamente un recurso para
la movilización política, dentro de la cual es manipulada para obtener
determinados fines. Así, Glazer y Moyniham fueron de los primeros
en señalar que un grupo étnico funciona precisamente como un grupo
de interés. Un autor clave del instrumentalismo es A. Cohen, quien
define taxativamente al grupo étnico como una colectividad con inte-
reses en común y que manipulan sus formas culturales (parentescos,
mitos, ritos, etc.) para competir o defender dichos intereses (1982:308).
Se trataría básicamente de grupos en interacción con otros y que no
forman parte de un sistema político común, pero que se distinguen
por el hecho de ser culturalmente diferenciados y manejar sus propios
sistemas simbólicos (op.cit.:318). Los estudios monográficos de Cohen
demostraron que las identidades étnicas pueden manipularse, pero no
dicen mucho sobre el hecho de que son previas y posteriores a su
manipulación. En realidad, tal como lo apunta T. Eriiksen (1996),
Cohen recurre a una perspectiva estructural-funcionalista dentro de la
cual la etnicidad aparece como un fenómeno histórico contingente y
no como un dato en sí misma. Sin embargo, algunos encontraron en
el instrumentalismo una explicación posible para los comportamientos
étnicos en ámbitos migratorios urbanos y lo consideraron generaliza-
ble a todos los contextos. Así, por ejemplo, para A. Pizzorno (1983),
la identidad colectiva es una condición a la que se recurre para evaluar
los costos y beneficios de la acción social, y que, en tanto orientación
hacia un “mercado” político, supone la competencia entre grupos con
distintas posiciones de poder.1 Esta perspectiva, que se basa en la teoría
parsoniana de la acción social, es más aplicable al desarrollos de grupos

1 Muchos son los ejemplos etnográficos de la poca credibilidad de esta perspec-

tiva reduccionista, pero quisiera citar uno proveniente de la tradición europea y


que refiere a los inmigrantes vascos en distintos países y que arriba a la siguiente
conclusión “Los resultados de los datos demuestran que los vascos no escogen
mantener su ‘etnicidad’ por beneficios económicos, ni están haciendo demandas
políticas para un reconocimiento o trato especial en ninguna de las comunidades
en donde están congregados en distintos países. El mantenimiento de la identidad
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 69
de interés que a las colectividades étnicas, aunque éstas también pue-
dan competir por recursos.
Los anteriores no son los únicos autores que confunden los grupos
étnicos con grupos de interés. Tal es el caso de M. Hechter (1996),
quien vincula la etnicidad a la teoría de la elección racional (cálculo
de costos y beneficios) de manera un tanto mecánica, destacando
que la acción social colectiva sólo se produce cuando los individuos
esperan obtener un beneficio de sus conductas dentro del sistema
corporado, atribuyendo a la elección racional la capacidad de ser la
única capaz de explicar cambios en los comportamientos colectivos.
La perspectiva instrumentalista es llevada a nivel exponencial por el
utilitarismo individualista de M. Banton (1983), el que sostiene que
los grupos étnicos no serían sino asociaciones de individuos construi-
das para competir por bienes en disputa, en una situación de mer-
cado en la cual las personas pretenden obtener ventajas de acuerdo
con una evaluación de los costos y los beneficios. Así como la lógica
constitutiva de los Estados-nación ha sido utilizada como argumento
de definición por oposición para conceptualizar a los grupos étnicos,
la proyección etnocéntrica del utilitarismo pretende que la lógica
individualista del capitalismo occidental acceda al rango de una ló-
gica universal. Estas propuestas, originadas en los estudios de la
competencia entre grupos étnicos en ámbitos urbanos, tienden a
minusvalorar las distintas axiologías contrapuestas y sus sistemas de
valores involucrados, así como la presencia de diferentes lógicas cul-
turales que no pueden ser exclusivamente reducidas a la lógica de la
ganancia. Las minorías étnicas portadoras de religiones perseguidas,
la reproducción de tradiciones étnicas sancionadas por los estados, la
disposición de individuos o grupos a morir por sus valores culturales,
contradicen la lógica de la ganancia. Incluso, en su expresión extre-
ma, el instrumentalismo se utiliza con frecuencia para descalificar
la presencia de actores étnicos en los escenarios políticos, tradu-
ciendo sus demandas, y su misma existencia, a la disputa por inte-
reses coyunturales.
Finalmente, dentro de un listado necesariamente breve e incom-
pleto, ya que no es posible dar cuenta de la gran cantidad de matices
diferenciales existentes en autores que son aquí esquemáticamente

étnica en las comunidades vascas de la diáspora sigue argumentos sociológicos y


psicológicos de pertenencia a un grupo” (G. Tototicagëna, 2003:39).
70 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

tratados, tendríamos el enfoque generativo 2 o interaccionista acuñado


por Fredrik Barth (1969) y ampliamente difundido por su carácter
dinámico e interactivo. Barth disocia al grupo étnico de la tradicional
relación con una cultura específica; lo propone como una forma de
organización orientada a regular la interacción social a través de la
presencia de fronteras a la interacción, a la vez que genera categorías
de autoadscripción y de adscripción por otros. Se trata entonces de
un tipo organizacional, cuyos referentes culturales son altamente
variables, por lo que las identificaciones étnicas resultantes no se
vinculan necesariamente con un patrimonio cultural exclusivo. La
categoría “frontera” aparece así como un rasgo fundamental de lo
étnico, ya que la misma existencia del grupo depende de la persis-
tencia de sus límites. Las identidades que se construyen en estos
grupos son identidades relacionales, ya que necesitan de otras para
contrastarse. En el último decenio, la propuesta de Barth ha sido
criticada desde distintas perspectivas, incluyendo el marxismo, que
destaca la ausencia de referencias a las contradicciones económicas
en el interior o con el exterior de las etnias organizacionales. Tam-
bién se podría señalar su escasa atención a los sistemas simbólicos
involucrados en las relaciones interétnicas, en especial a aquellos que
aluden a las situaciones del poder. Incluso se ha señalado que presta
demasiada atención a la perspectiva del actor racional derivado de la
teoría de la acción social de Parsons, que supone una cierta libertad
en las elecciones posibles, aunque puedan tomar en cuenta volunta-
des, objetivos y necesidades del conjunto de actores (D. Villar, 2004).
Por otra parte, Barth otorga escasa relevancia al Estado dentro del
cual habitan los grupos étnicos, aunque estos no pueden ser com-
prendidos sin relación con el ámbito político dentro del cual se
inscriben; incluso así lo reconoce el mismo autor en una obra muy
posterior (1994:19). En este sentido, J. Pujadas (1990:13) ha propues-
to que en los sistemas interétnicos el Estado es tanto una unidad de
análisis como el contexto dentro del que se da la interacción. Sin em-
bargo, los mayores cuestionamientos provienen de su minusvalora-
ción de los aspectos culturales, ya que si nos atenemos estrictamente

2 Si bien la obra de Barth ha sido frecuentemente conceptualizada como inte-

raccionista, el mismo autor en su famoso texto introductorio destaca que “todos los
ensayos aplican un punto de vista generativo al análisis […] nos proponemos explo-
rar los diferentes procesos que al parecer participan en la generación y conservación
de los grupos étnicos” (1976:11).
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 71
a lo organizacional cualquier grupo corporado podría ser considera-
do en términos étnicos (M. Bartolomé, 1997). Éste es el ya mencio-
nado caso de las comunidades aldeanas mesoamericanas y andinas,
puesto que cada una de ellas es capaz de proporcionar a sus miem-
bros datos organizacionales similares a los que caracterizarían a un
grupo étnico. Incluso E. Roosens (1989) apunta que la noción de
frontera, punto focal en el análisis de Barth, supone que este tipo de
límites a la interacción puede generar identidades, pero no necesaria-
mente identidades étnicas.
El riesgo entonces consiste en no poder distinguir las identidades
étnicas de otro tipo de identidades sociales, como en el caso de las
identificaciones comunitarias o la de grupos minoritarios. Es por ello
que H. Vemeulen y C. Groves (1994:3) sugieren que la etnicidad re-
mite precisamente a la conciencia de la cultura étnica, siendo a la vez
una expresión y una parte de esa misma cultura. Creo entonces nece-
sario distinguir entre identidad y conciencia étnicas. Ya en otras opor-
tunidades (M. Bartolomé y A. Barabas, 1977; M. Bartolomé, 1979; M.
Bartolomé, 1997) he propuesto la validez instrumental del concepto
de conciencia étnica,3 entendiéndolo como la manifestación ideológica del
conjunto de las representaciones colectivas derivadas del sistema de relaciones
interiores de un grupo étnico, las que se encuentran mediadas por la cultura
compartida. Se trata de otorgarle un papel específico en las configura-
ciones identitarias tanto a los referentes culturales derivados de la so-
cialización como a las relaciones contrastivas, las que en conjunto in-
fluyen en el tipo de definición del “nosotros étnico”. Lo organizacional
no puede entonces desvincularse de lo cultural que le otorga una
significación específica, aunque ese patrimonio sea históricamente
cambiante y se encuentre desigualmente repartido entre los miembros
del grupo, como nos lo recuerda el ensayo más reciente sobre el tema
del mismo F. Barth (1994:14). Mis anteriores observaciones coinciden
con la propuesta de G. Giménez (2000:52) quien observa que la iden-

3 Para los fines de este ensayo recurro a una noción de “conciencia” distinta de

sus usos psicológicos o de los filosóficos propios del idealismo. Prefiero su sentido
“vulgar”, en tanto que refiere al conocimiento que la persona tiene de sus percep-
ciones, estados, sentimientos, ideas, voluntades, capacidades, etcétera. En todo caso,
puedo quizá vincularla con la perspectiva kantiana que distingue entre una con-
ciencia discursiva, representada por el “yo” que reflexiona, y una conciencia intui-
tiva que sería la experiencia empírica interiorizada; ambas constituirían el conjunto
de la conciencia como totalidad.
72 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

tidad se construye “mediante la apropiación e interiorización, al menos


parcial, del complejo simbólico-cultural que funge como emblema de
la colectividad en cuestión”. G. Giménez propone una definición glo-
bal de la identidad étnica en términos de

el conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valo-


res, símbolos) a través de los cuales los actores sociales (individuales o colec-
tivos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás
actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamen-
te específicos y socialmente estructurados (2000:28).

Quizá a esta definición, un tanto restrictiva como todas, podría-


mos incorporar el hecho que los repertorios culturales interioriza-
dos como habitus (P. Bourdieu,1990), es decir, estructuras estructu-
radas predispuestas a actuar como estructuras estructurantes, no
sólo sirven para distinguir un nosotros de los otros, sino que tam-
bién sirven para organizar la vida del nosotros, ya que ése es el
papel central de todo sistema cultural: la cultura sirve para hacer,
aunque también se use para ser.
Sin embargo, lo organizacional no pierde su valor heurístico y con-
trastivo en la delimitación de las fronteras étnicas como espacios de
identificación y de conductas compartidas. Por otra parte, conviene
enfatizar el hecho de que las fronteras étnicas pueden ser eventual-
mente tan porosas como las fronteras estatales, lo que posibilita una
circulación de rasgos culturales materiales y simbólicos entre los sub-
sistemas de un sistema interétnico. En estos casos, las diferencias de
poder condicionarán la direccionalidad de dicha circulación y no es
ninguna novedad destacar que el mayor poder económico y político
está siempre acompañado por un mayor poder simbólico. De todas
maneras, las identidades delimitadas por las fronteras interactivas no
son necesariamente excluyentes, ya que el continuo diálogo entre ellas,
por asimétrico que sea, determina una cierta posibilidad de negocia-
ción. Es así que T. Eriksen (1993;157-158) llega a proponer, haciendo
una analogía cibernética, que las identidades no son de naturaleza
digital, en el sentido de que todos podemos ser sólo miembros o de x
o de a; como resultado de la influencia de la ideología del nacionalis-
mo, de acuerdo con la cual no podemos ser y no ser simultáneamente
ciudadanos de un Estado. Por ello es preferible pensar a la identidad
étnica en términos analógicos, que refieran a los distintos niveles de
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 73
similitud y diferencia o de inclusión o exclusión que puedan ser iden-
tificables en las interacciones, aunque dicha flexibilidad no suponga
necesariamente que una identidad pueda fundirse en la otra. Los
procesos de absorción o de integración cultural e identitaria requieren
siempre de ese tipo de coerción material y simbólica que ha sido de-
signado como etnocidio; es decir, un crimen en el que la víctima se
identifica con su verdugo y trata de fusionarse con él.
No trato de ser ecuánime ni ecléctico, pero el lector advertirá que,
en distintos niveles, estas cuatro perspectivas, sucintamente esboza-
das, no se excluyen necesariamente sino que incluso pueden llegar
a ser complementarias. Sin rechazarlos, se puede partir de la base de
que los sentimientos primordiales existen, ya que la socialización comu-
nitaria involucra al conjunto de la personalidad, en tanto que las
asociaciones –sean voluntarias o no– atañen a sólo algunos aspectos
del individuo o del grupo. Pero dichos sentimientos son dinámicos
e históricos, así, por ejemplo, “lo maya” de ahora no es idéntico a “lo
maya” del preclásico. Lo “maya”, como toda identidad étnica, se
construye, en cada momento histórico. A esto podemos añadir que
a la definición contextual de lo maya, vivida por los sujetos sociales
como un dato natural y afectivo, subyace la historia de la relación
entre los mayas y los no-mayas, que influye en la “aprehensión del
self en situación”, pero que también remite a una tradición cultural
milenaria cuyas manifestaciones actuales otorgan contenido a la
identificación social, aunque no remitan necesariamente al pasado
de la cultura (M. Bartolomé, 1988). Por otra parte, se puede coinci-
dir en que todas las identidades se construyen a lo largo de un proce-
so social de identificación, pero ello no significa que existan identi-
dades originales o esenciales, o verdaderas y falsas, que tienden a ser
reemplazadas por otras más o menos legítimas o espurias, sino que
cada una de las manifestaciones identitarias corresponden a un es-
pecífico momento histórico y su mayor o menor legitimidad no
puede ser objeto de un análisis valorativo por parte del investigador,
ya que es vivida como una totalidad por sus protagonistas. Finalmen-
te, estoy de acuerdo en que toda identidad (incluyendo el género o
la edad) puede ser movilizada a nivel instrumental para obtener algún
recurso en disputa: la identidad en acción, la etnicidad, supone siem-
pre una orientación a fines, incluso la prosecución de dichos fines
pueden modificar las características del grupo en cuestión, a través
de faccionalismos o alianzas. Pero no creo que un comportamiento
74 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

coyuntural baste para definir las características de lo étnico y de las


identidades que construye. Remitiéndonos a una metáfora corporal
diríamos que lo que define a una persona, por tautológico que pa-
rezca, es precisamente ser una persona y no el hecho de que tenga
hambre, lo que sería sólo la expresión de una de las posibilidades de
la acción de la persona que es procurarse alimentos y comer.

Ubicándonos entonces en una propuesta de transacción, podemos


concluir que estas perspectivas, aparentemente excluyentes, son en
realidad distintas aproximaciones a una teoría general de la identidad
étnica, en la medida en que expresan algunos de sus aspectos o posi-
bilidades. Definir la identidad étnica en sí es una empresa riesgosa,
cuyo nivel de generalización puede ser desaconsejable, sin embargo,
nada más evidente que sus manifestaciones concretas a través de los
conflictos étnicos, las migraciones, los procesos de etnogénesis o las
movilizaciones etnopolíticas. Pareciera que pudiéramos aproximarnos
más a las manifestaciones de la identidad, que a sus aspectos constitu-
tivos, aunque nuestra voluntad analítica pretenda circunscribirla y
generalizarla. Es por ello que todas las perspectivas, como lo reclama
un sano eclecticismo, deberían ser tomadas en cuenta. Y debo insistir
una vez más, a riesgo de ser reiterativo, que la falta de reconocimiento
de los logros intelectuales de las llamadas “antropologías periféricas”,
hace ignorar que ya hace más de tres decenios el brasileño Roberto
Cardoso de Oliveira acuñó y desarrolló una coherente teoría de la
identidad (1964, 1976, 1992), basándose en una amplia experiencia
etnológica y en un adecuado manejo analítico, que lo llevó a destacar
el carácter procesal de la identidad que cambia con el tiempo y las
circunstancias, se manipula instrumentalmente y que recurre a distin-
tos signos diacríticos (elementos culturales) para definirse. Pero tam-
bién enfatizó el hecho de que las identidades son las formas ideológicas
que asumen las representaciones colectivas de un grupo étnico. Estas
conceptualizaciones han sido aceptadas y utilizadas por parte de la
producción antropológica en América Latina, sin embargo parece que
en el presente no es concebible que las teorías sociales no tengan algún
fundador metropolitano.4

No es ésta una afirmación gratuita, proveniente de la tradicional conflictivi-


4

dad que suele vincular a las ciencias sociales en América Latina con la producción
de los países metropolitanos, de la que no está ausente ni el resquemor ni el re-
conocimiento. Se basa en el hecho objetivo de que ninguna de las obras contem-
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 75
condiciones e identificaciones

A pesar de que las identidades étnicas se han convertido en un tema


de actualidad, debido a su indudable, y a veces convulsiva, presencia
en el mundo contemporáneo, no son tantos los autores que recogen
en sus escritos las diversas propuestas de la tradición teórica al res-
pecto. Quizá sea entonces ilustrativo recordar algunos de los usos que
considero incorrectos del concepto, para aproximarnos después a
una propuesta unitaria que permita construir una definición opera-
cional validada por la experiencia etnográfica. Para comenzar, debo
afirmar que no creo que se puede seguir asimilando las identidades
étnicas, avaladas por referentes culturales provenientes de otras civi-
lizaciones, a las identidades de grupos contraculturales o minoritarios
occidentales, tales como las minorías sexuales, “raciales”, la proble-
mática femenina, el ecologismo, los migrantes o sectores marginales
de las distintas sociedades estatales; todos los cuales pertenecen a
variantes, más o menos definidas, de una misma tradición cultural.
Las identidades étnicas, en el sentido que aquí las trato, refieren a
culturas no occidentales cuyas lógicas no son reductibles a una su-
puesta lógica universal. No es lo mismo una aproximación a la iden-
tidad de los vascos que a la de los bororo, a la de los francófonos
quebequenses que a la de los maquiritare: media entre ellas una
distancia no sólo lingüística y política, aunque existan contextos si-
milares (condición minoritaria, opresión, existencia de fronteras,
etc.), sino básicamente cultural. La diferencia cultural otorga una
específica densidad semántica a la confrontación de las alteridades
provenientes de distintas civilizaciones. Esto no quiere decir que
vascos y quebequenses carezcan de una dimensión étnica, sino que
los referentes culturales de dicha dimensión son variantes occidenta-
les. Tampoco considero adecuado equiparar a las identidades nacio-
nales occidentales con las identidades étnicas, no sólo por la presen-
cia constructora del Estado, sino por la ya señalada pertenencia a una
misma tradición cultural. Los códigos culturales involucrados en la
relación entre venezolanos y brasileños son genéricamente occiden-
tales, aunque exista una distancia lingüística; pero la relación entre

poráneas sobre identidad étnica producidas por la tradición anglosajona o la


francesa y sus seguidores periféricos, se registran las pioneras propuestas de R.
Cardoso de Oliveira, que constituyen una presencia que se puede quizá confron-
tar pero nunca ignorar.
76 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

mapuches y chilenos se establece entre lógicas diferenciadas, que


requieren un esfuerzo adicional de los protagonistas para lograr una
comunicación entre distintos campos semánticos no sólo lingüísticos
sino también culturales.
Tratando de contribuir positivamente al debate sobre el multicul-
turalismo, el distinguido economista hindú Amartya Sen (2001) ha
propuesto la posibilidad de desarrollar una identidad plural, ya que
podemos identificarnos con distintos grupos a la vez a partir de nues-
tra capacidad de elección y teniendo en cuenta que las culturas no
constituyen conjuntos monolíticos sino ámbitos internamente diver-
sos que ofrecen diferentes alternativas, como lo exhibe, por ejemplo,
la posibilidad de asumir propuestas conservadoras, innovadoras o
transformadoras de nuestra misma realidad cultural. Sin embargo las
fronteras étnicas y las diferencias de poder hacen que las elecciones
identitarias no sean tan libres. En América Latina millones de indí-
genas han renunciado a su cultura intentando superar el estigma
asociado y acceder a la identidad nacional que les ofrecen los estados,
pero muchos de ellos no han logrado su “redención”, puesto que el
racismo sigue estableciendo los límites de la movilidad étnica. Por
otra parte, asumir ambas identidades se considera contradictorio
puesto que las identidades étnicas y las nacionales son percibidos
como excluyentes, si bien ya he señalado que miles de indígenas
pueden manejarlas de manera conjunta. A. Sen enfatiza que todos
tenemos múltiples identidades sociales, aunque tiende a confundirlas
con los roles, estatus o adhesiones a grupos específicos, tales como
padre, hijo, profesional, soldado, vegetariano, músico, etc. En reali-
dad, se trataría de lo que ya Epstein había conceptualizado como
identidad terminal, entendiéndola como la que integra todos los esta-
tus, roles e identificaciones del individuo (1978:100-101). La identi-
dad étnica es un tipo específico de identidad social, que no excluye
otras identificaciones, pero que supone la necesidad de comprender-
la en todas las dimensiones que le otorgan su singularidad y la dis-
tinguen de otras identidades posibles, sin olvidar que no es esencial
sino que depende de los contextos interactivos; es decir, por medio
de la confrontación con otras identidades. El género puede no ser
una identidad totalizadora en la vida cotidiana, ya que coexiste con
otras identidades sociales, pero haciendo el amor se vuelve una iden-
tidad contextualmente definitiva. Algo similar ocurre con la identidad
étnica, la que en la confrontación con otras expresa la lealtad de sus
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 77
miembros y su capacidad para modelar las conductas, manifestándose
como una etnicidad, es decir como la identidad étnica en acción.
En ocasiones, las llamadas “identidades” son en realidad condicio-
nes, que pueden ser asumidas por sus destinatarios o no, utilizadas
para designar cierto tipo de situaciones sociales provisorias; tal como
en el caso de los migrantes que dejan de serlo cuando retornan a sus
países; o como los afectados por algún proceso social (exilio, despla-
zamientos poblacionales, situaciones laborales, convictos, etc.) con-
dición que desaparece cuando cambian los contextos. Es decir que
se debe diferenciar la identidad de una condición, que puede ser más
o menos prolongada y que incluso puede llegar a influir en la iden-
tidad, pero cuya temporalidad es acotada y el contexto reversible. En
cambio, la identidad supone la asunción de una lealtad que puede
llegar a ser totalizadora tanto desde el punto de vista objetivo como
subjetivo, en tanto que la “condición” se manifiesta como una ads-
cripción coyuntural, que puede eventualmente orientar las conductas
y la filiación, pero que tiende a desaparecer junto con la situación
que la ha generado.5
También cabe destacar que las identificaciones construidas desde el
exterior de un grupo, sólo son relevantes si llegan a ser internalizadas
por sus destinatarios y pasan a integrar su conciencia social distintiva,
tal como en el caso de los predicados prejuiciosos adjudicados a la
condición étnica que pueden ser asumidos como verídicos por las
comunidades étnicas. Incluso, el constante cambio en las represen-
taciones individuales y colectivas de la identidad, puede llegar a
producir su transformación definitiva, es decir, generar un cambio
identitario. Por otra parte, la categorización de sujetos sociales a quie-
nes se les asignan determinados atributos, no debe ser asimilada a la
identidad de esos sujetos, quienes pueden llegar a desconocer dichas
asignaciones categoriales como, por ejemplo, los supuestos “caracte-
res esenciales” que definirían a determinadas colectividades sociales.
En suma, que ni las identidades sociales ni las étnicas son entendibles
si recurrimos a categorías taxonómicas externas referidas a los sujetos

5 En la literatura antropológica contemporánea no es infrecuente la alusión a

la identidad de los “sin tierra” de Brasil, a la identidad de “afectados” por las gran-
des obras de infraestructura o a la identidad de los practicantes de surf. Sin embar-
go, todas estas supuestas filiaciones identitarias son en realidad condiciones pasaje-
ras, ya que desaparecen al poseer tierras, recibir compensaciones adecuadas o
abandonar la práctica del deporte.
78 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

sociales, aunque éstos pueden llegar a internalizarlas en tanto com-


ponentes del proceso social de identificación por el que atraviesan
sus protagonistas.

discursos de la identidad

Dentro de los grupos étnicos de América Latina se pueden determi-


nar dos complejos sistemas operantes en la elaboración del discurso
de la identidad colectiva, que provienen de distintos tipos de códigos
reflexivos y que se orientan a diferentes objetivos y contextos. Se
trata de dos discursos: uno refiere a la naturaleza del “nosotros” y el
otro al nosotros confrontado con los “otros”. En el primer caso, te-
nemos que, en muchas de las lenguas nativas, los términos originarios
para designar al grupo de pertenencia, se corresponden con la no-
ción de humanidad que se desprende de los mitos etiológicos. Es
decir, que el discurso mítico no propone un origen genérico de toda
la humanidad, sino de la específica humanidad de cada grupo. Junto
con los mitos cosmogónicos, los mitos antropogónicos suelen narrar
las conductas ejemplares desempeñadas por la o las entidades ante-
cesoras de la humanidad, que definen el modelo o término de refe-
rencia para lo humano. Así, por lo general, la autodefinición de cada
grupo étnico, en tanto humanidad exclusiva, se corresponde con una
proposición modeladora derivada de cada sistema simbólico. De esta
manera, por ejemplo, los guaraníes de Paraguay son en realidad los avá,
“los hombres”; los matacos de Argentina los wichí, “la gente”; los mayas
de México, los winik, “las personas”; los ayoreode de Paraguay, “la
gente”; los zapotecos de México, los bene o binni, “gente”; los mazatecos
del mismo país, los shota, “gente”; etcétera. La lista sería interminable,
pero da cuenta con claridad de esta noción de humanidad restringida
al propio grupo lingüístico o cultural; nosotros somos la “verdadera
gente”, destinataria de un universo propio.6 El discurso sobre el noso-

6 Con alguna frecuencia se registran cambios de etnónimos para expresar al grupo

ante el exterior. Así, en el marco de las movilizaciones etnopolíticas contemporáneas,


algunos grupos étnicos mexicanos han adoptado nuevas denominaciones étnicas, que
podían no estar presentes en la experiencia colectiva de la sociedad, para manifestarse
ante el exterior como un tipo “especial de gente”: Gente de la palabra completa, gente
que habla la verdadera lengua, gente de la palabra florida, etcétera.
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 79
tros étnico se basa entonces en la propia lógica cultural que explica
el nacimiento de los antecesores del nosotros, que es el que necesita
ser conocido y legitimado.
Dentro de la lógica del discurso propio, la presencia de grupos
cultural, social, racial o lingüísticamente diferenciados es compren-
dida a partir de los mismos parámetros simbólicos vigentes en cada
específica reflexión mítica. La presencia de esos “otros” que son
parecidos a “nosotros”, pero con los cuales no podemos identificar-
nos, suele ser explicada como sucesos que ocurrieron en el transcur-
so del illo tempore mítico, el tiempo de los orígenes que otorga senti-
do y razón de ser en el mundo a todos los entes que lo pueblan. En
ocasiones esos “otros” son originados en una confusión de las deida-
des, en la derrota y transformación de sus antepasados, o por otros
sucesos que remiten a algún tipo de incongruencia, de ambigüedad,
que debió ser resuelta por los seres que actuaban en el tiempo ori-
ginario. El tema no ha sido muy estudiado, ya que los mitemas que
suelen narrar esos orígenes diversos son generalmente secundarios
al tema antropogónico básico, sin embargo está presente en muchos
de los registros mitográficos latinoamericanos. La presencia de los
blancos suele tratar de ser explicada en términos del mismo código
simbólico, dando lugar al desarrollo de nuevos episodios que expre-
san la plasticidad de los relatos míticos, constituyendo una difundida
narrativa a la que en otra oportunidad he denominado como “mito-
logía del contacto”, en la medida en que se refiere a la configuración
del los conflictivos sistemas interétnicos (M. Bartolomé, 1976). Este
proceso de apropiación simbólica se advierte especialmente en las
narrativas mitológicas que tratan de explicar no sólo el origen y la
presencia de los “blancos”, sino también la asimetría de posiciones y
la posesión diferencial de los bienes a partir de categorías compren-
sibles en términos tradicionales. Así, para los ayoreode de Paraguay,
los blancos son los hijos una figura mítica perdida durante años, que
se apropiaron del codiciado hierro; o para los wichí del chaco argen-
tino son moradores del inframundo que aparecen en la tierra como
dueños del dinero en los obrajes madereros. En muchas culturas se
desarrolla lo que hemos llamado una “mitología de privación”, que
trata de explicar la actual pobreza de los nativos en términos de una
expropiación protagonizada por los blancos y ocurrida en el tiempo
de los orígenes (M. Bartolomé, 1976, 2005). Así, en sus etapas inicia-
les, las construcciones ideológicas sobre los otros suelen desarrollarse
80 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

a partir de las categorías de entendimiento propias de cada cultura;


dichas categorías se encuentran contenidas en las nociones cosmoló-
gicas que se proyectan sobre la nueva realidad, para interpretarla
como un signo compatible con el tradicional sistema simbólico. In-
cluso las narraciones míticas sobre el origen de los blancos, suelen
estar acompañadas por mitos de privación, que buscan explicar la
pobreza de unos y la riqueza de otros (M. Bartolomé, 2005). Con
alguna frecuencia se señala la existencia de un origen compartido
entre indígenas y blancos, tal como lo plantean los o’odam de Sono-
ra, México, para los cuales, indígenas y mestizos formaban parte de
una categoría indiferenciada antes de que ocurrieran sucesos del
tiempo originario que marcaron la separación. El mito relata que un
águila raptaba a la gente y la llevaba a su cueva amontonándola en una
gran pila, el miedo hizo que los o’odam pidieran a su Hermano Mayor,
el héroe I’itoi, que los ayudara y éste, transformado en mosca, se intro-
dujo en la cueva, recuperó su forma y derrotó al águila. Después fue
sacando a la gente del montón y los primeros que salieron fueron los
o’odam y los apaches y finalmente salieron las personas de abajo, que
habían quedado blancas y frías, éstos fueron los antepasados de los
chúchikas (blancos), pero para compensarlos I’itoi les entregó las plu-
mas de águila que dieron origen a las lapiceras, la escritura y el con-
secuente dominio cultural de los blancos (Aguilar Zeleny, 2005).
Con el tiempo, este discurso sobre los otros, que ayuda a compren-
der la situación presente del nosotros, tiende a ser acompañado o
reemplazado por un discurso sobre sí mismos, construido para defi-
nirse ante los demás. Es decir que se pasa de un discurso cosmológi-
co sobre la identidad, a un discurso político sobre la etnicidad, tal
como fuera documentado en el caso de los yanomami de Brasil (B.
Albert, 1995:5). En esta nueva construcción autorreferencial, suelen
participar argumentos proporcionados por el exterior, ya que se
asume que poseen una cierta validez explicativa, al permitir una
mejor representación emblemática de la propia sociedad ante los
otros. Así, por ejemplo, se produce una apropiación del discurso
ecologista, asumiéndose y representándose como pueblos que convi-
ven de manera armoniosa y no destructiva con la naturaleza. Incluso,
en otra oportunidad, he destacado cómo el mismo discurso antropo-
lógico es utilizado para definirse en términos de “cultura”, “etnia” o
“civilización” (M. Bartolomé, 1997), legitimadas por su profundidad
histórica y avaladas por conocimientos milenarios. De esta manera,
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 81
en el discurso explícito de las organizaciones indígenas se advierten
manifestaciones del proceso de afirmación identitaria por el que
atraviesan, las que permiten distintas posibilidades de acceso a las
ideologías étnicas que expresan. Volveré sobre el tema en el capítulo
8, pero por ahora señalaré que estos procesos no implican una falsi-
ficación, sino una apropiación del discurso de los otros, en un inten-
to para que se comprenda mejor el nosotros con base en las categorías
y axiologías externas.
Esta construcción ideológica y discursiva, que pretende expresar
la identidad grupal, encuentra también su sustento en los propios
referentes culturales. La identidad, en tanto construcción ideológica,
cambia junto con los contenidos culturales y los contextos sociales
en los que se manifiesta, ya que no hay identidades inmutables sino
procesos sociales de identificación. Con frecuencia en esta dinamiza-
ción se utilizan referentes identitarios tradicionales a veces mitifica-
dos, pero básicamente resignificados, como signos emblemáticos
para representar sus luchas sociales. La indumentaria, la culinaria, la
lengua o los rituales colectivos, pasan a tener un nuevo significado al
ser utilizados como emblemas manifiestos de la identidad propia y
contrapuesta a la de los otros sectores sociales. Lo que se exhibe en
estos casos no son “ideas” o “cosas” sino indicadores, datos que preten-
den demostrar la presencia de una alteridad, proveniente de una tra-
dición cultural difícilmente visualizable o comprensible en otros tér-
minos No se trata tanto de hacer visible la diferencia como de ahcer
patente la diferenciación, es decir, la presencia de un “nosotros” dis-
tinto a ese universo de “otros”. Los rasgos culturales tradicionales ad-
quieren así el carácter de signos reivindicativos, lo que confunde a
aquellos que los perciben como la manifestación manipulada de un
folklorismo relictual e incomprensible en “un mundo moderno”, en
el que la modernidad es asumida como sinónimo de occidentalidad y
“progreso”. Incluso han sido calificados como “símbolos vacíos” (Sch-
neider, en O. Patterson, 1997) por antropólogos que ven en ellos sólo
la manipulación del pasado y no advierten la dinámica simbólica pro-
pia de sociedades que buscan un mejor acceso al presente.
Esta “humanidad exclusiva” de los grupos étnicos, tan etnocéntri-
ca como la de toda colectividad social, debe asumir una identificación
explícita que la defina ante los otros. Dicha necesidad de identifica-
ción se origina en el contexto de los procesos interétnicos por los
que el grupo étnico haya atravesado a lo largo de su desarrollo his-
82 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

tórico. En este sentido, la identificación contextual en cada coyuntu-


ra temporal, reflejará la sedimentación de las representaciones colec-
tivas derivadas de las relaciones con otras agrupaciones humanas con
las que haya mantenido intercambios de cualquier tipo (comerciales,
parentales, bélicos, etcétera). Indudablemente, las relaciones de do-
minación y subordinación construidas a partir del colonialismo,
constituyen un dato central en la estructuración ideológica de las
representaciones colectivas, por lo que están presentes en la mayoría
de las expresiones identitarias actuales. Una etnia se ve así inducida
a manifestarse como una totalidad inclusiva y exclusiva, diferenciada
de otras colectividades posibles, aunque esa totalidad tienda a ocultar
su posible heterogeneidad interior.7 Esta identificación colectiva, que
forma parte de la construcción social de las identidades individuales,
opera como una dimensión subjetiva del ser para sí de los actores
sociales, que se expresa tanto a nivel de las conductas ante los otros
como del discurso autorreferencial. A partir de los datos que le pro-
porcionan sus relaciones con el exterior y con su espacio interior, la
etnia construye una narrativa de sí misma elaborada en términos de
una lógica discursiva que responda al desarrollo histórico y contem-
poráneo de su proceso social de identificación. Sin el contraste con
otro grupo o grupos, el marco simbólico tradicional sería suficiente
para proporcionar una identidad cósmica y social unitaria. En cam-
bio, la identidad (o mejor dicho la etnicidad), tal como lo propusie-
ra L. Sciolla (1983), requiere cierto nivel de reflexividad, es decir, la
posibilidad del individuo o de la colectividad de pensarse a sí mismos
y construir una elaboración posible a la definición de su carácter de
grupo diferente.
En el marco de la vida cotidiana, los distintos aspectos del sistema
cultural son vividos como elementos no reflexivos de la realidad, pero
en las confrontaciones con otros son resignificados y esgrimidos
como factores constituyentes del ser colectivo del grupo. Es la rela-
ción con otras identidades posibles la que genera una necesidad de
identificación, culturalmente argumentada, lo que da cuenta del

7 Dicha heterogeneidad puede estar originada tanto en las diferencias de géne-

ro, como en las generacionales o incluso en las eventuales posiciones de clase.


También influye la desigual distribución de los flujos culturales internos, que con-
dicionan distintos niveles de apropiación de la cultura compartida. Sin embargo, la
ideología identitaria tiende a que el grupo se presente hacia el exterior como una
totalidad indiferenciada.
LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD 83
carácter relacional de las identidades colectivas y su dependencia de
los variables contextos históricos. Por ello es frecuente que se con-
funda identidad con cultura, ya que la apelación a la cultura suele
desempeñarse como el recurso crucial para afirmar la distintividad,
por lo que se confunde el objetivo del discurso (identidad) con los
argumentos (cultura) que se utilizan para enunciarlo. Por identidad
étnica entiendo entonces a una construcción ideológica histórica, contin-
gente, relacional, no esencial y eventualmente variable, que manifiesta un
carácter procesual y dinámico, y que requiere de referentes culturales para
constituirse como tal y enfatizar su singularidad, así como demarcar los lími-
tes que la separan de otras identidades posibles.
Por otra parte es importante recordar que un grupo etnolingüís-
tico no requiere, para ser entendido como tal, poseer una sola iden-
tidad compartida. Las actuales configuraciones etnolingüísticas lati-
noamericanas manifiestan la presencia en su interior de múltiples
identidades sociales, producto de los diferentes procesos históricos
regionales o sectoriales de identificación, que han dado lugar a dis-
tintas estructuraciones identitarias.8 Precisamente, un aspecto crucial
de las movilizaciones de los grupos étnicos contemporáneos radica
en la actualización, e incluso en la construcción de una identidad
común, para constituirse como un sujeto colectivo numéricamente
importante y que por lo tanto pueda tener una articulación más fa-
vorable con los Estados-nación de los cuales forman parte. En algunas
oportunidades se ha hecho mención al hecho que las movilizaciones
étnicas construyen nuevas identidades colectivas (R. Stavenhagen,
1997:13), las que se manifestarían a través de dichos procesos. Pero
creo que los movimientos no construyen “nuevas identidades“, sino
“nuevas representaciones colectivas de la identidad” de cada grupo,
dinamizada por el incremento de la confrontación interétnica.
Quizá sus movilizaciones políticas posibiliten en el futuro la cons-
trucción de Pueblos entendidos como colectividades sociales con
identitarias abarcativas, tal como ha ocurrido con los aymara de Bo-

8 Un buen ejemplo lo constituye el grupo etnolingüístico zapoteco de Oaxaca, en

México. Una de sus concreciones fue la ciudad-estado de Monte Albán que los uni-
ficó políticamente a partir del siglo v a.C. Pero desde el siglo viii (d.C.) se diferen-
ciaron en distintos ámbitos geográficos, dando lugar a configuraciones culturales
específicas, cada una de las cuales maneja ahora una distintividad cultural y lingüís-
tica respecto a las otras, como resultado no sólo de su larga separación, sino también
por las características locales que adquirió en cada caso el proceso colonial.
84 LOS LABERINTOS DE LA IDENTIDAD

livia (A. García Linera, 2005). Pero, eventualmente, serán Pueblos


organizados con base en la diversidad interna de sus unidades cons-
titutivas y no en la uniformidad que generan los estados. Cabe inclu-
so preguntarse si no ha sido la misma atomización de las comunida-
des étnicas lo que ha favorecido su reproducción durante siglos, ya
que una estructura política abarcadora y centralizada resulta más
fácil de controlar y manipular que miles de aldeas autónomas. Todo
los tipos de sistemas organizativos del presente y del futuro inmedia-
tos, tales como las asociaciones, federaciones o confederaciones de
comunidades, tienden a mantener una cierta independencia de sus
unidades constitutivas, tanto para evitar las estrategias de dominio
generalizado, como para consolidar y desarrollar la singularidad
política y cultural que las caracteriza. He aquí una tarea analítica
insoslayable para un antropología que renuncie a los reiterados es-
tudios de comunidad y asuma la existencia de unidades mayores que
las incluyen. Pero para ello hay que trascender los prejuicios teóricos
y subteóricos referidos a la necesidad de una identidad generalizada
y de una cierta homogeneidad cultural que debería caracterizar a
cada grupo etnolingüístico. Se trata precisamente de abandonar el
modelo de referencia casi inconsciente, proporcionado por la propia
adscripción político-cultural a un estado-nación, cuando el antropó-
logo interroga, y se interroga, sobre la lógica social de los pueblos
indios.
3. PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

Cuando yo uso una palabra...


esa palabra significa lo que yo decidí que signifique...
ni más ni menos
lewis carroll

El reconocimiento de la pluralidad cultural interna de los Estados,


genera ahora una multitud de discursos y estrategias legislativas. Se
construye así una reciente pero ya abrumadora industria de produc-
ción de textos y políticas públicas al respecto, las que con frecuencia
olvidan a aquellos antropólogos que de manera pionera propusieron
la vigencia de lo étnico y sus alternativas de futuro. Incluso la misma
antropología, nada ajena a las modas generacionales y académicas,
tiende a nutrirse ahora de discursos ajenos, muchos de ellos genera-
dos por especialistas que, por lo común, desconocen el ámbito de los
estudios étnicos que originalmente privilegiaron los antropólogos.

ambigüedades conceptuales

Hace ya más de un decenio, T. Turner (1993) señalaba la indife-


rencia de los analistas del multiculturalismo y de los que realizan
estudios culturales por el aporte de los antropólogos (norteameri-
canos), considerando que se debía a que estos últimos no habían
comprendido la intensidad de su dimensión política. Pero la misma
dimensión política y las complejidades del estudio de los fenómenos
étnicos nos obligan a una cierta precisión conceptual, quizá no tan
orientada por preocupaciones epistemológicas, como por la nece-
sidad de definir con claridad la terminología utilizada, tratando de
facilitar la comprensión de los sujetos y procesos designados. Y en
este sentido cabe destacar que los conceptos son siempre instru-
mentales, en la medida que nos permitan otorgar un significado
preciso a lo que nombramos, aunque ésa no sea la única significa-

[85]
86 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

ción posible. Por ello E. Wolf (1988) proponía que los conceptos
deben ser tratados como un conjunto de herramientas, a través del
cual podemos revisar de manera periódica y crítica nuestras ideas.
Espero que así, por lo menos, el lector de estas páginas sabrá el
sentido que se otorga a cada concepto utilizado a lo largo de una
exposición como la presente.
No quiero pecar de una especie de academicismo profesional
excluyente, sino recordar lo que mis antecesores y colegas de distin-
tas escuelas y países, establecieron y propusieron como resultado de
las investigaciones etnográficas. Precisamente el conocimiento etno-
gráfico es el que tiene la mayor posibilidad de comprender y evaluar
la dinámica étnica contemporánea, proporcionando un panorama
más realista de procesos sociales, que ahora parecen sorprender a
aquellos que se habían mantenido al margen de nuestro conocer. Y
es que la etnografía a menudo fue y es acusada de proponer una
apología del exotismo, al pretender exponer y valorar la inocultable
presencia de las alteridades culturales, en el marco de las sociedades
estatales que las consideraban sólo como arcaísmos relictuales, desti-
nados a ser rápidamente absorbidos por una pretendida, y muchas
veces anhelada, modernidad occidental. El paradigma de la acultura-
ción, entendido como la necesaria integración de las sociedades nativas
en el seno de las culturas dominantes en los estados, se ha demostrado
inadecuado para comprender los actuales procesos de transfiguración
étnica: las culturas se transforman pero las identidades que generaron
se mantienen y redefinen, basándose en un cambiante repertorio de
referentes culturales que se asumen de manera emblemática. Queda
ya claro que las identidades étnicas no refieren de manera necesaria a
un patrimonio cultural “tradicional” exclusivo.
Cabe incluso señalar que las mismas conceptualizaciones acuñadas
hace años por la antropología son ahora redescubiertas por distintas
disciplinas, creyendo arribar a los que para los antropólogos fueran,
a veces, básicos puntos de partida. Y entre ellos están no sólo la ma-
nipulada noción de cultura, sino también el tema de las identidades
étnicas.1 A esta altura de una no planeada apología profesional pa-

1 Deseo entonces tratar de recuperar, una vez más, la tradición profesional de

la que formo parte, la antropología, algunos de cuyos logros monográficos y con-


creciones teóricas, son ahora precariamente suplantadas no por nuevas perspectivas
analíticas, sino por distintas formas de decir las mismas cosas.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 87
rece necesario concretar mis afirmaciones y creo que un buen ejer-
cicio al respecto lo representa el campo semántico generado por
conceptos tales como cultura, pluralismo cultural, relativismo y mul-
ticulturalismo. No se trata de testimoniar quién propuso primero
cada término, ni sólo establecer las definiciones consensuadas o más
frecuentes de los mismos, sino de destacar los contextos sociales y
analíticos en que éstos cobran un sentido posible.

el ser y el hacer de las culturas

Parecería que, en los últimos años, toda obra de antropología debe


obligatoriamente comenzar por un cuestionamiento de la noción de
cultura, que constituye originalmente el tema central de nuestra espe-
cificidad disciplinaria.2 No cabe duda que las definiciones de cultura
se acumulan en la historia de la profesión como hitos de la reflexión
sobre el tema, que generalmente logran un consenso temporalmente
limitado. Nuevas visiones proponen nuevas definiciones, así como
adhesiones circunstanciales. El hecho de que no se haya logrado
arribar a una definición universalmente aceptada, no habla de la
imposibilidad de hacerlo, sino de la rapidez con la que cambian las
perspectivas y los paradigmas desde los cuales se construyen las defi-
niciones. En la actualidad el término ha sido vulgarizado y se suele
aplicar acríticamente para designar a una multitud de contextos en
los cuales su utilización es, al menos, dudosa (v. gr. culturas juveni-
les, cultura futbolística, cultura femenina, cultura gay, etc.). Pero
sin una definición operativa de cultura, o sin clarificar el contenido
que se le adjudica al término, el discurso sobre los procesos latinoa-

2 Un ejemplo lo constituye el libro Cultura del antropólogo sudafricano Adam

Kuper (1999), quien realiza una revisión histórica de las formulaciones del concep-
to cultura. Su ensayo está atravesado por la desconfianza ante un concepto que
sirvió, en su momento, para justificar etnológicamente el apartheid en Sudáfrica.
Cuestiona entonces lo que él considera una apología de la diferencia que serviría
para fomentar la desigualdad y propone centrarnos más en lo que tenemos en
común que en aquello que nos diferencia. Pero su argumentación está implícita-
mente transitada por una arcaica pero recurrente filosofía de la ilustración que
propone la universalidad de lo humano, la misma que sirvió históricamente para
imponer formas culturales a los pueblos colonizados en nombre de una “civilización
universal”.
88 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

mericanos y mundiales que involucran culturas diferenciadas se


constituye como una argumentación genérica huérfana de signifi-
cados específicos. No es necesario hacer una apología de la diferen-
cia étnica, para entender que los contenidos que la definen son
precisamente culturales.
Hace muchos años (1968-1969), cuando convivía con los guaraníes
de Paraguay siendo aún un estudiante de antropología, no pude menos
que observar la extremada ritualización y formalización que exhibía la
vida colectiva de la aldea, en la que todos parecían comportarse de
acuerdo con una prescripción que nadie imponía, pero que aparente-
mente todos sabían que debían cumplir. Me pareció advertir entonces
que lo que estaba presenciando era la cultura guaraní en acción, un
teatro social en el que todos los actores sabían su papel desde el naci-
miento, al que en ese momento creí poder caracterizar como “un
sistema de interacción simbólicamente organizado” (M. Bartolomé,
1977). Años mas tarde accedí a la definición semiótica de cultura de-
sarrollada por C. Geertz (1987), quien la asume como un contexto, o
un texto, dentro del cual se inscriben de manera causal los aconteci-
mientos sociales.3 La obra de C. Geertz data de 1973, y cuando la co-
nocí creí encontrar una respuesta para aquellas antiguas inquietudes
conceptualizantes que me habían asaltado en los años 60. Pero ahora
no me convence demasiado pensar que los seres humanos andamos
saltando de símbolo en símbolo sin aterrizar jamás en la tierra. De
pronto, las seguramente rígidas formulaciones del materialismo cultu-
ral (M. Harris, 1994 [1979]), cuyo esquematismo muchas veces denos-
tara, me parecen de alguna manera útiles para reconocer las relaciones
entre infraestructuras y superestructuras. No se trata de recuperar los
determinismos, sino de valorar las causalidades y las motivaciones so-
ciales, esto es, no abjurar de la dialéctica entre las condiciones mate-
riales de la existencia y las representaciones sociales que las sociedades
construyen, ni de los condicionantes y transformaciones de las conduc-
tas impuestas por causas no controladas por la sociedad. Estos son los
factores que hicieron a M. Harris proponer que los “actos, los objetos
o los acontecimientos relevantes para la conducta humana rara vez
expresan una regla o unas pocas reglas de un código”, basándose en

3 Esto es “un esquema históricamente transmitido de significaciones representa-

das en símbolos [...] por medio de los cuales los hombres comunican, perpetuan y
desarrollan su conocimiento y su actitud ante la vida” (1987:27-88).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 89
los determinantes del medio ambiente y su relación con la cultura
(1979:521-522). Sin embargo, cabe apuntar que su rígido determinis-
mo minusvalora precisamente el papel de la cultura en la definición y
apropiación del medio que finalmente es culturalmente construido.
Conocer las relaciones genéticas entre los hechos de la realidad,
las conductas y sus representaciones, con frecuencia obscurecidas por
el tiempo, no supone acceder de manera automática a su significa-
ción contemporánea, ya que ésta es la que la gente vive y no la que
“debería vivir”. Si un judío o un árabe no comen cerdo porque forma
parte de sus tabúes culturales, el saber que el tabú se originó hace
siglos en el temor de la triquinosis porcina, no ayuda a comprender
la actual vivencia cultural de la restricción alimentaria y su diferen-
ciador papel identitario. La oposición que establece Geertz (op. cit.)
entre la búsqueda de leyes y la búsqueda de significados, privilegiados
estos últimos por la antropología interpretativa (que “redescubre” la
hermenéutica), no me parecen excluyentes sino complementarias.
Concuerdo, en este sentido, con E. Gellner (1997) en su atinada
crítica al idealismo fenomenológico cuando asienta que:

las sociedades tienen compulsiones económicas y factores coercitivos que ge-


neralmente no pueden reducirse sólo a lo semántico. Los cambios producidos
en una estructura política pueden ocurrir tan rápidamente que resulta absur-
do suponer que el sistema de significaciones puedan cambiar al mismo ritmo
[40]. Necesitamos una antropología que no haga de la cultura un fetiche, que
reconozca los factores coercitivos tan resueltamente como reconoce a los
conceptuales, y debemos retornar al mundo real que no trata a los factores
conceptuales como factores que se expliquen por sí mismos [45].

En el análisis de las relaciones interculturales y la articulación


social entre culturas diferentes, toda concepción de la cultura que se
limite a los sistemas simbólicos y que no tome en cuenta la dinámica
de los contextos y los asimétricos conflictos de poder, sólo podrá
intentar explicar cómo la gente vive lo que le pasa, pero no necesa-
riamente qué es lo que le pasa. Y ambos procesos son parte de la
misma realidad, ya que las categorías emic (generadas por las viven-
cias) de los actores sociales y las etics (conceptualizaciones académi-
cas) construidas por los investigadores no son necesariamente exclu-
yentes sino que incluso pueden ser complementarias. Es entonces
éste un tema central en las relaciones interculturales, que obliga a
90 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

detenernos con cierto cuidado en la comprensión de los factores


involucrados. Por ello, propongo una aproximación un tanto ecléc-
tica a la noción de cultura, intentando hacer confluir distintas pers-
pectivas en una propuesta operacional, que trata de dar cuenta tanto
de sus aspectos relacionales como de sus características distintivas.
Quisiera rescatar en primer lugar la tradicional concepción antropo-
lógica de la cultura de comienzos del siglo xx, que la entiende como
el conjunto de técnicas e ideaciones que nuestra especie ha desarro-
llado para adaptarse al medio ambiente, y que reemplazan o tienden
a reemplazar al determinismo biológico de los instintos. Es decir que
la cultura es la naturaleza del hombre y base de su potencial adapta-
tivo. Esto es precisamente lo que permite a los paleoantropólogos
seguir el proceso de hominación, al asociar fósiles con la evidencia
de su actividad tecnológica (herramientas). No considero entonces
superfluo reproducir aquí la antigua pero poco recordada propuesta
de A. Kroeber y C. Kluckhohn (1952) quienes señalaron que:

la cultura consiste en pautas de comportamiento, explícitas o implícitas,


adquiridas o transmitidas mediante símbolos, (cursivas mías) incluida su plasma-
ción en objetos: el núcleo esencial de la cultura son las ideas tradicionales
(es decir, históricamente generadas y seleccionadas) y, especialmente, los
valores vinculados a ellas: los sistemas de culturas pueden ser considerados,
por una parte, como productos de la acción (cursivas mías), y por otra, como
elementos condicionantes de la acción futura.

En esta propuesta está prefigurado el carácter de sistema simbóli-


co de la cultura, pero no excluye su concreción en objetos y compor-
tamientos. Existe así una noción de cultura humana genérica, como
capacidad de la especie, la que se manifiesta como una abstracción
referida al conjunto de las culturas singulares desarrolladas en dis-
tintos tiempos y espacios. Pero el ser una abstracción no implica que
no exista, de la misma manera que la capacidad humana compartida
del lenguaje se evidencia a través de la multitud de lenguas, aunque
no constituye la suma de las mismas (J. Friedman, 2001). La cultura
es una abstracción pero, en el mismo sentido, la sociedad también
lo es. Con el desarrollo de la antropología se tendió a separar el es-
tudio de la estructura de la sociedades de sus aspectos ideacionales,
entendidos como los sistemas de significados que constituirían el
ámbito de la cultura y que se convirtió en un aspecto autónomo de
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 91
la investigación antropológica. Tal como lo destacara J. Friedman
(2001:113) esto significó el paso del estudio de la cultura como todo
lo que se produce y se aprende, al intento de su comprensión como
códigos, sistemas y programas de significados. D. Comas D’Argemir
(1996) propone que en esta distinción se puede identificar la influen-
cia de la escuela norteamericana que tiende a separar la sociedad de
la cultura, tal como lo hace Geertz al considerar a la primera como
el aspecto ideacional del comportamiento, frente a las perspectivas
de algunos europeos como el inglés J. Godoy (1995) quien la entiende
como el contenido de las relaciones sociales de las cuales no puede
desvincularse o del francés M. Godelier (1984) para el cual lo “ma-
terial” no puede separarse de lo “ideal”. Que la cultura responda a
la capacidad de simbolización de la especia humana es indudable,
tan indudable como que dicha simbolización responde a causas ma-
teriales. Pero el riesgo de enfatizar sólo el carácter de código de la
cultura está en limitarnos a abordar los modelos mentales, cuyas
contrapartes conductuales pueden ser muy distantes de la norma, tal
como ya hace muchos años lo detectara nuestro común abuelo Bro-
nislav Malinowski, cuando advirtió que la violación de las normas
pueden ser tanto o más frecuentes que su cumplimiento (1969
[1926]). Por otra parte, las perspectivas emic de los nativos no permi-
ten un acceso pleno a las estructuras de sentido de las normas, ya
que sus orígenes pueden haberse olvidado o no ser conscientes.
Asumir la cultura sólo como un texto puede tender, eventualmente,
a alejarnos de sus posibles contradicciones.
Durante la tarea etnográfica resulta arbitrario separar una norma
de la práctica de la misma, una técnica agrícola de los simbolismos
que la rodean o un desempeño ritual del código que lo organiza. No
se pude decir a un interlocutor nativo: “dígame lo que piensa, que
después vendrá otro colega que se ocupa de lo que usted hace”.
Cuando un cazador ayoreo de Paraguay flecha a un animal, partici-
pan en el evento tanto el hambre, como el origen mítico del arco y
de las flechas, el también mítico origen de la especie en cuestión, los
tabúes que regulan la práctica de la caza, el sistema clasificatorio que
le subyace, la relación transaccional que se establece con los dueños
de la naturaleza, la rígida normatividad de la repartición de la presa
en la banda, el prestigio que alcanzará el cazador, su adiestramiento
físico en el uso de la herramienta, su conocimiento de la naturaleza
circundante, las características de los materiales utilizados para la
92 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

confección del arma (que puede llevar una punta metálica tomada
de los blancos), el cálculo balístico de la trayectoria del proyectil, lo
que incluye el movimiento del animal, la intensidad del viento y la
fuerza a ser aplicada, la noción local de la muerte y un largo etcéte-
ra. ¿Cuáles de estos múltiples factores que intervienen corresponden
a la sociedad y cuántos a la cultura? Si la cultura es la trama de sig-
nificados, el texto que orienta la experiencia, y la sociedad el pro-
ducto de la acción social, es decir de las experiencias concretadas en
conductas, ambos son dos aspectos de un mismo fenómeno cuya
interpretación holística se resiste a la fragmentación conceptual. La
distinción es arbitraria y responde más a las abstracciones y tradicio-
nes académicas que a la realidad vivida por el cazador (emic) y per-
cibida por el investigador (etic), donde todo acto es inseparable de
los códigos normativos y simbólicos que guían la acción. Esta percep-
ción global no excluye el hecho de que por razones metodológicas,
y aunque no haya leído a Derrida, el antropólogo se vea obligado a
deconstruir la cultura, recurriendo a categorizaciones, quizá arbitra-
rias, para investigar aspectos seleccionados de la totalidad.
De hecho, en las situaciones coloniales o neocoloniales, caracteri-
zadas por el predominio de un grupo humano sobre otro y donde
el primero tiende a modificar el comportamiento del grupo subalter-
no, las conductas del sector subordinado suelen modificarse antes que
sus normas culturales. En su expresión extrema dicha situación da
lugar a los procesos de anomia, es decir, a la pérdida del orden sig-
nificativo de la sociedad y a la consiguiente crisis de sentidos cósmicos
y culturales que se producen cuando se fractura la asociación del
nomos con el cosmos. Son por ello frecuentes los procesos simbólicos
e ideológicos adaptativos que tratan de traducir la nueva realidad en
términos de los códigos preexistentes. Pero sin acceder a las conduc-
tas contradictorias operantes en los sistemas interétnicos, nos encon-
traríamos sólo con esquemas ideológicos, con textos y recursos dis-
cursivos que aluden pero que no necesariamente reflejan la situación
de las culturas involucradas. En los procesos interculturales, y recor-
demos que la globalización hace que todo el mundo los manifieste
en mayor o menor medida, cada cultura no puede ser concebida
como una totalidad aislada y coherente en sí misma, sino por su re-
lación con los contextos económicos y políticos dentro de los cuales
está involucrada. Por ello, en el estudio de las dichos procesos las
culturas en contacto no pueden ser entendidas sólo como estructu-
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 93
rados códigos normativos, sino también como sistemas conductuales
que a veces no reproducen sus propias normatividades y de los cuales
no está ausente el conflicto.
M. Harris trató de recuperar la antigua perspectiva antropológica
afirmando con poco frecuente sencillez que “una cultura es el modo
socialmente aprendido de vida que se encuentra en las sociedades
humanas y que abarca todos los aspectos de la vida social, incluidos
el pensamiento y el comportamiento“ (2000:17). Dentro de esta
perspectiva se puede proponer entonces que la cultura es una cons-
trucción ideacional y material, históricamente trasmitida dentro de
una colectividad, cuya normatividad no excluye una eventual conflic-
tividad que influye en sus transformaciones históricas. Y esto no
pretende ser una definición, sino una idea general de lo que de aquí
en adelante entenderé por cultura cuando la nombre, donde no
deseo separar las ideas de las obras, ni los símbolos de los objetos
que pueden encarnarlos. Hace ya algunos años W. Goodenough
(1976 [1971]) proponía diferenciar a la cultura como conocimiento
de sus manifestaciones concretas entendidos como artefactos cultura-
les, que pueden ser tanto materiales, como sociales o ideológicos. Esos
artefactos culturales son los que permiten acceder a las culturas no
sólo como normas sino como desempeños. Los sistemas ideológicos
y discursivos culturales sólo adquieren coherencia interna cuando se
plasman en conductas; vinculación que hace que las cosas que la
gente dice y las que la gente hace se constituyan en unidades de
sentido dentro de una lógica compartida. A esto es precisamente a
lo que aluden las sociedades indígenas cuando plantean la defensa
de sus culturas avasalladas: tanto a los significados como a los signi-
ficantes que los expresan. Ello destaca que las percepciones emic,
generadas por la reflexividad de los actores involucrados, no aluden
sólo a ideas sino también, y básicamente, a conductas cuyo conjunto
es muchas veces englobado con el término “costumbre”.4

4 En México se ha desarrollado en los últimos decenios una importante intelec-

tualidad indígena escolarizada, a muchos de los cuales las enseñanzas recibidas y la


adscripción al politizado gremio magisterial orientaron hacia una ideología marxis-
ta y atea. Sin embargo, es frecuente que cuando regresan a sus comunidades parti-
cipen en rituales religiosos colectivos, en los que teóricamente no creen, pero que
destacan la vigencia del principio de participación como base de la no renuncia a su
adscripción comunitaria. El texto cultural mental y la conducta real se manifiestan
entonces como contradictorios, pero cobran sentido al vincularlo con un contexto
específico.
94 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

Aquellos que minusvaloran el papel de la cultura y enfatizan el


papel de las elecciones individuales (rational choice) dentro de múl-
tiples marcos culturales, puestos en contacto por la globalización,
parecen creer que todas las sociedades humanas pertenecen a las
clases medias ilustradas occidentales (v. gr. M. Hetcher, 1996).
Quienes conocen de cerca los sistemas interétnicos e interculturales
saben que sus participantes nativos pueden llegar a plantearse elec-
ciones que implican un progresivo distanciamiento de su cultura de
origen, pero ello no supone un libre juego de opciones sino la res-
puesta a la asimetría de las relaciones de poder material y simbólico.
En ocasiones estas “elecciones” son más ilusorias que profundas, así
se explica que un indígena ayoreo misionalizado durante dos dece-
nios caiga al suelo con una pierna paralizada por haber pasado invo-
luntariamente sobre un pájaro convertido en tabú por su antigua
religión tribal (M. Bartolomé, 2000). Pero la cultura no es general-
mente una normatividad tan rígida que no deje espacio a la voluntad
y la acción individuales (véase el capítulo 8). Asumir la importancia
de la cultura como sistema orientador y normador de las conductas,
no supone recaer en un rígido determinismo cultural que crearía
“identidades culturales esenciales”, que inquietan a autores como A.
Kuper (2001:273-275), quien propone que la reivindicación de la
diferencia no es tan importante como la de la igualdad. Este colega,
como muchos otros, sigue confundiendo diferencia con desigualdad,
a pesar de que dichos términos no son contradictorios, tal como se
puede advertir en las actuales demandas de los grupos étnicos que
los conjugan al reclamar tanto el derecho a la igualdad económica y
social como la posibilidad de reivindicar su diferencia cultural.
Como no podía ser de otra manera, el afán desconstructivista de
algunos antropólogos, atrapados por las redes de un posmodernismo
que construye los mismos edificios verbales que después se dedica a
destruir, han cuestionado hasta la sola existencia del concepto de
“cultura” considerándolo ligado al colonialismo y al imperialismo. Así
R. Young, un tardío apóstol metropolitano del reconocimiento de la
existencia de clases sociales, afirma que (1995:54): “La cultura siem-
pre marcó las diferencias culturales como una producción del otro,
ella siempre fue comparativa y el racismo siempre le fue consubstan-
cial [...] la raza siempre fue culturalmente construida y la cultura
siempre fue racialmente construida”. Al parecer, la buena intención
ideológica del autor es marcar la existencia de una cultura dominan-
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 95
te, pero al cuestionarla, cuestiona también la existencia de las otras;
esto en México se conoce como “tirar al niño junto con el agua en
la que se lo bañó”. A su vez, otro descubridor tardío del colonialismo
N. Dirks (1992:3) sostiene que: “No sólo mucho de lo que llamamos
cultura fue producida por el encuentro colonial, sino que también
el mismo concepto de cultura fue en parte inventado como conse-
cuencia de ese encuentro”. El que un concepto pueda ser utilizado
para distintos fines no lo liga necesariamente a uno sólo de ellos y
es, por demás dudoso, que la capacidad de simbolización de la espe-
cie humana sea un subproducto de la expansión colonial europea.
La argumentación no puede ser más precaria: como los antropó-
logos distinguen diferentes culturas se supone que en realidad están
marcando y enfatizando las diferencias y no las similitudes entre los
seres humanos, encasillando especialmente a los pueblos subordina-
dos dentro de una condición de desigualdad irremediable. Así, el
concepto de cultura pasa a ser considerado como un tropo ideológi-
co del colonialismo creado para diferenciar y subyugar a los pueblos
víctimas de la expansión capitalista. Al igual que se acusaba a la an-
tropología de inventar a las etnias africanas, ahora se le acusa de
inventar la existencia de distintas culturas para justificar su posición
subalterna en el sistema mundial. El deseo de crear fama de irreve-
rente y “desconstructor” puede dar lugar a situaciones de humorismo
involuntario. Aquí, como en muchos otros casos, nos encontramos
otra vez con la muy frecuente confusión entre diferencia y desigual-
dad: la diferencia es un derecho pero la desigualdad es una condición
contra la que se debe luchar. M. Sahlins (2000) ha cuestionado estas
propuestas, no aceptando que la realidad se pueda traducir en un
juego de palabras más o menos ingenioso. Así, considera que para
estos críticos la cultura es reducida a un marcador de la diferencia y
a partir de esa premisa construyen una peculiar pseudohistoria de
sus orígenes impuros derivados del colonialismo o del capitalismo.
Lo citaré con la extensión que su reflexión merece (2000:4):

El sentido antropológico de “cultura” se ve así disuelto en el baño ácido del


instrumentalismo. Esta reducción funcional de la cultura a un diferenciador,
mediante una reducción de su contenido a sus supuestos efectos y de sus
propiedades a sus pretendidas finalidades, termina por disolver prácticamen-
te todo lo que la antropología busca saber y que el trabajo de campo lucha
por descubrir sobre las culturas humanas en tanto formas de vida. Es ésta
96 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

una más de las transacciones malignas que las explicaciones funcionalistas


hacen con la realidad etnográfica: abandonar casi todo lo que se sabe sobre
un fenómeno a cambio de la promesa de entenderlo. Instituciones sociales,
modos de producción, sistemas valorativos, categorizaciones de la naturaleza,
así como las ontologías, epistemologías, mitologías, teologías, escatologías,
sociologías, políticas y economías a través de las cuales los pueblos se orga-
nizan a sí mismos y a los objetos de su existencia, se ven reducidos a un mero
aparato por el cual las sociedades o los grupo de distinguen unos de otros.

Vemos entonces que entre los muchos cuestionamientos y utiliza-


ciones contemporáneas de las diferentes concepciones de la cultura,
existe una creciente valoración de lo que podríamos llamar el carác-
ter relacional de la cultura, es decir, su capacidad para establecer dife-
rencia entre distintos grupos humanos. Éste es un tema altamente
significativo para la antropología política, en la medida en que tanto
las relaciones fácticas interculturales como las ideologías sobre las
mismas son aspectos fundamentales de los sistema interétnicos. Hay
autores como J. Friedman (2001:118) cuyo intento reflexivo propone
la existencia de una “cultura diferencial”, acuñada antes que los an-
tropólogos por los nacionalismos y las distintas etnias, para atribuir
un conjunto de caracteres específicos a otras poblaciones. Se trataría
de una atribución que se ejerce sobre un grupo diferenciado para
clasificarlo en cuanto a tal, y que con frecuencia adquiere las carac-
terísticas de un esencialismo; ya que pretende definir a una población
y a sus individuos de una manera que puede llegar a ser etnocéntri-
ca, en la medida que tiende a proponer estereotipos culturales y a
valorarlos de acuerdo con el parámetro representado por el grupo
de pertenencia. Pero, más allá del uso vulgar, la atribución cultural
puede constituir para el antropólogo un principio clasificatorio ne-
cesario que no requiere de valoraciones específicas, sino que preten-
de identificar las diferencias. Reconocer la diferencia del otro es un
dato fundamental para la existencia de toda colectividad humana.
De hecho, sólo nos podemos identificar como “un nosotros” a través
de la presencia y el contraste con “los otros”, por lo que la atribución
cultural forma parte de los principios clasificatorios a los que han
recurrido y recurren tanto las identidades culturales como las cien-
cias antropológicas.
Sin embargo algunos colegas expresan su inquietud ante estas
atribuciones, como A. Appadurai (2001:27) quien prefiere usar el
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 97
término como adjetivo, “cultural”, ya que su uso sustantivo le parece
implicar un substancialismo, físico o metafísico, que teme se vincule
con el biologicismo y eventualmente con el racismo; aunque no logra
justificar muy bien por qué el uso sustantivo de “cultura” privilegia
la homogeneidad sobre la diferencia y la desigualdad.5 El autor pro-
pone entonces utilizar el concepto como diferencia y contraste,
aludiendo sólo a aquellas diferencias que expresan o justifican la
identidad de un grupo (2001:28). En realidad, Appadurai se está
refiriendo a lo que F. Barth (1976) y C. de Oliveira (1976) llamaron
hace muchos años elementos diacríticos del contraste y a lo que en otra
oportunidad he denominado como bases culturales de la identidad, al-
gunos de cuyos rasgos pueden ser utilizados como emblemas para
confrontarlos con el mundo de los otros (M. Bartolomé, 1997). Nue-
vamente aquí aparece un falso dilema representado por propuestas
que en realidad no son contradictorias. Los seres humanos han de-
sarrollado y desarrollan sus culturas como un medio para hacer, para
posibilitar su reproducción física y social a través de los desempeños
pautados por una normatividad específica. El hecho de que la cultu-
ra también permita ser, al proporcionarnos una ubicación en el
universo y poder confrontar la nuestra con las de los demás, es una
consecuencia de la pluralidad de la experiencia humana y no el re-
sultado necesario de una confrontación voluntaria cuyos avatares la
definirían. Cuando un cazador wichí del chaco argentino cocina un
cocodrilo y se dispone a comerlo con sus compañeros de caza, está
recurriendo a técnicas y estrategias culturales para alimentarse, para
hacer. Pero cuando advierte que al grupo del otro lado del río el
cocodrilo le parece detestable y que prefieren hacer sopa de tortuga,
se diferencia de éste y entonces su práctica cultural le sirve para ser,
para identificarse por contraste. Queda entonces claro, como lo ad-
vierte C. Lisón Tolosana (1997:147) que “la cultura ontologiza”, ya

5 Appadurai propone que “Al implicar una sustancia mental, el sustantivo ‘cul-

tura’ parece privilegiar las ideas de estar de acuerdo, estar unidos y de lo compar-
tido por todos [...] frente al hecho del conocimiento desigual y del diferente
prestigio del que gozan los diversos estilos y formas de vida, y parece desalentar que
prestemos atención a las visiones del mundo [...] de aquellas personas que son
marginados y dominados” (2001:27). Pero el autor parte de una premisa no demos-
trada sino de una “sensación”, ya que le “parece” que el sustantivo alude a la cultu-
ra como una “cosa”, ante lo cual otro podría decir que la “siente como un abismo”,
la “intuye como un pájaro”, o cualquier otra percepción analógica subjetiva.
98 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

que a partir de la construcción que ella hace de nosotros, nosotros


construimos a los otros. Esta ontologización se desarrolla a partir de
la elaboración ideológica que se efectúa respecto a los otros y que,
como tal, representa una conciencia posible, generada por una espe-
cífica experiencia de la realidad, en este caso referida a la existencia
de la alteridad cultural que refleja la multiplicidad de la aventura
humana. Pero ello no reduce las culturas exclusivamente a su papel
contrastivo, generador de identificaciones e identidades, sino que
también nos sitúa ante la alternativa de reconocer los contenidos
propios de cada una de ellas y que expresan lo específico de un
proceso universal.

sobre los neohibridismos

Quisiera referirme ahora a la cuestión de la hibridación cultural, tema


que ha provocado en los últimos decenios una atención que parecería
equivaler a un tardío descubrimiento.6 El tema es importante para la
antropología política de las sociedades nativas contemporáneas, por-
que su extrapolación a las mismas puede ser utilizado, y de hecho lo
es, como un cuestionamiento de la especificidad de las que son porta-
doras, ya que como no son “puras” no serían “legítimas”, pensándolas,
al parecer, con una ideología medieval de la virginidad. Así lo propone
el antropólogo mexicano R. Bartra (2004:332), cuando describe una
búsqueda de piezas de museo en la que participaba y cuyas palabras
no pueden ser más elocuentes de su confusión teórica:

Los etnógrafos nos parecían como actores en un teatro del absurdo. Busca-
ban paradójicamente expresiones poco contaminadas de rituales sincréticos,
es decir infectados, híbridos e impuros por definición.

6 En la interesante revaloración de la tradición boasiana que están protagoni-

zando algunos antropólogos norteamericanos (I. Bashkow, 2004:445) se rescata que


Franz Boas ya había propuesto en 1896 que todo desarrollo cultural es resultante
de la interacción de un pueblo con sus vecinos. También nos recuerdan que R.
Lowie en 1921 tenía una visión antiprimordialista de la cultura a la que considera-
ba como eminentemente sincrética. De la misma manera Boas ya había utilizado la
noción de “hibridación” en 1929 y Alfred Kroeber hablaba de la “hibridación cul-
tural” en 1923 (ibidem:444).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 99
Muy pocos etnógrafos podrían suscribir estas palabras, incluso
historiadores, como S. Gruzinski (2000:43), quien advierte el prejui-
cio de los que siguen creyendo que lo “mestizo”, lo “híbrido” o lo
“mezclado” remite a juicios de valor y no a configuraciones históricas.
En realidad, este término, en sus usos recientes, proviene de la dis-
ciplina de estudios culturales,7 la que tiene una cierta tendencia a
renombrar viejos conceptos con nuevas palabras, y está más orienta-
da al análisis de las sociedades estatales de América Latina que a las
poblaciones indígenas.8 Algunos colegas podrían pensar que se trata
de una inesperada revaloración del antiguo difusionismo, enmarcado
ahora en el ámbito de la globalización. En ocasiones, su uso indiscri-
minado por profesionales provenientes de otras ciencias sociales,
cree descubrir lo que la antropología se encargó de aprender desde
los padres fundadores del oficio. Por definición todas las culturas
singulares humanas han sido y son híbridas, ya que constituyen con-
figuraciones resultantes de múltiples contactos culturales tanto del
pasado como del presente. Por ello, el proponer la existencia de cul-
turas híbridas suena a tautología. Y aquí el concepto clave es el de
configuración, que no remite a supuestas “purezas” culturales, sino pre-
cisamente al proceso de estructuración y reestructuración histórica de
las culturas nativas, cada una de las cuales puede integrar y reinterpre-
tar lo ajeno hasta hacerlo compatible con lo considerado propio, y que
quizá también fuera ajeno en otro momento de su proceso histórico
(A. Barabas y M. Bartolomé, 1999). Sin embargo, aun un antropólogo
tan lúcido en otros aspectos como Renato Rosaldo, al comentar las
relaciones entre culturas llega a proponer que:

7 El agudo antropólogo crítico C. Reynoso (2000:19) destaca que “los estudios

culturales se han estandarizado como una alternativa a (o una subsunción de) las
disciplinas académicas de la sociología la antropología, las ciencias de la comunica-
ción y la crítica literaria, en el marco general de la condición posmoderna. El
ámbito preferencial de los estudios es la cultura popular”. No cabe aquí realizar un
listado de sus exponentes metropolitanos y de sus seguidores periféricos.
8 N. García Canclini señala: “Entiendo por hibridación procesos socioculturales

en los que estructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, se


combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas [...] A su vez, cabe
aclarar, que las estructuras llamadas discretas fueron resultados de hibridaciones,
por lo cual no pueden ser consideradas fuentes puras” (op. cit.). Es decir que con-
cibe a la hibridación cultural como los modos en que determinadas formas se van
separando de prácticas existentes, para recombinarse en nuevas formas y nuevas
prácticas. A la vez, sostiene que el objeto de estudio debe ser el proceso de hibri-
dación y no la hibridez en sí misma.
100 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

en un mundo poscolonial ya no parece sostenible la visión de una cultura


auténtica como universo autónomo e internamente coherente. Ni “nosotros”
ni “ellos” somos tan independientes y homogéneos como alguna vez lo creí-
mos. Todos habitamos en el mundo interdependiente de fines del siglo xx,
que está marcado por préstamos y apropiaciones a través de fronteras cultu-
rales permeables y saturadas a la vez de desigualdad, poder y dominación
(1988:87).

Se puede constatar, con cierta melancolía, que este párrafo, apa-


rentemente innovador y contestatario, está criticando lugares comu-
nes imaginarios que la antropología ya no frecuenta desde hace
muchos años. Desde el decenio de los 60 nadie piensa que las cultu-
ras son autocontenidas ni que el “nosotros” occidental sea homogé-
neo, dividido como está por países, clases, géneros y culturas regio-
nales. También todos sabemos que los intercambios culturales son
tan asimétricos como dependientes de las relaciones de poder de los
grupos involucrados. Como de costumbre, los antropólogos metro-
politanos “descubren” algunos aspectos críticos, que para los latinoa-
mericanos ha sido parte inicial de nuestra formación profesional y
no vacilan en enseñarnos con celo evangélico. Que la cultura, tanto
de elite como popular, de los Estados-nación latinoamericanos sea
híbrida, tal como de manera inteligente lo expusiera N. García Can-
clini (1989), al deconstruir la aparente unidad cultural de la sociedad
contemporánea, representa quizá una confirmación bien argumen-
tada de lo que un popular manual de antropología proponía en la
primera mitad del siglo pasado (R. Linton; 1936) y cuyo contenido
no me resisto a reproducir, ya que al parecer ahora no figura entre
los libros cuya lectura es obligatoria en las universidades:

Un ciudadano norteamericano se despierta en un lecho construido según


un patrón originario del Cercano Oriente, pero modificado en Europa sep-
tentrional antes de ser transmitido a América. Sale de debajo de sábanas
hechas de algodón, cuya planta se domesticó en la India; o de lino o de lana,
ambos domesticados en el Cercano Oriente, o de seda, cuyo uso fue descu-
bierto en China [...] Al salir de la cama se pone los mocasines que fueran
inventados por los indios de los bosques del este de los Estados Unidos […]
Se saca el pijama, que es un vestuario inventado en la India y se lava con
jabón que fue inventado por los antiguos galeses, después se rasura, que es
un rito masoquista que parece provenir de los sumerios o del antiguo Egip-
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 101
to […] En camino para el desayuno, se detiene a comprar un periódico, pa-
gando con monedas inventadas en la antigua Libia […] Acabando de comer,
nuestro amigo se recuesta para fumar, hábito implantado por los indios ame-
ricanos y que consume una planta originaria del Brasil […] Mientras fuma lee
las noticias del día, impresas en caracteres inventados por los antiguos semitas,
en material inventado en la China y por un proceso inventado en Alemania.
Al enterarse del relato de los problemas extranjeros, si fuera un buen ciuda-
dano conservador, dará gracias a una deidad hebraica, en una lengua indo-
europea, por el hecho de ser cien por ciento americano.

También todas las actuales culturas indígenas, si se quiere, son


híbridas, no sólo por la imposición y apropiación de los rasgos occi-
dentales, sino porque en su proceso morfogenético9 se construyeron
con base en diferentes aportes de las distintas tradiciones civilizatorias
regionales. Nunca han existido ni existen culturas “puras” e “incon-
taminadas” por las otras, aunque alguna pueda haber permanecido
aislada durante mucho tiempo, ya que desde el paleolítico los rasgos
culturales, tanto materiales como simbólicos, circulan por todo el
planeta. Pero un riesgo implícito de la utilización del concepto de lo
“híbrido”, es que una sociedad pueda llegar a ser considerada como
una formación cultural de alguna manera espuria o no “legítima”
debido a su mezcla, aunque esta descalificación sólo podría realizar-
se desde una perspectiva abiertamente racista y etnocéntrica. Otro
riesgo crítico radica en considerar que si todas las culturas son híbri-
das, no es política ni éticamente cuestionable transformar delibera-
damente a las culturas alternas, de acuerdo a la práctica integracio-
nista de los estados, aunque sea disfrazada por el discurso pluralista
que algunos han adoptado sin asumirlo. Por otra parte, la hibridez
sólo existe ante los ojos del espectador o del analista, ya que para los
miembros de una cultura ésta es vivida como una totalidad, en la que
las discontinuidades y contradicciones son producto de una reflexión
exterior a la misma. De hecho, los primeros antropólogos académicos
tales como F. Boas y sus discípulos, no estaban tan preocupados por los
orígenes de los rasgos culturales de una sociedad dada, sino por la

9 El concepto de morfogénesis, o génesis de una forma, aunque más usado en

la teoría de los sistemas que en las ciencias sociales, resulta útil en la medida que
posibilita reemplazar al término “desarrollo”, que suele estar permeado por las
valoraciones frecuentes tanto en las perspectivas evolucionistas unilineales como en
el uso popular (M. Barlolomé y S. Varese, 1986).
102 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

manera en que éstos se articulaban entre sí conformando un todo


singular. Lo de los orígenes fue una preocupación del difusionismo
interesado más por los viajes de los rasgos que por sus funciones en
la organización de la sociedades.
Sin embargo, hay quienes creen descubrir lo híbrido como una
“nueva” perspectiva contemporánea, tal como lo hace M. Boccara en
sus acuciosos estudios etnohistóricos sobre los mapuches chilenos,
que dan cuenta del proceso de etnogénesis del aspecto actual de
dicha tradición y de su cambiante dinámica identitaria (1999, 2000,
2001). Intentando seguir las ideas del historiador S. Gruzinski (2000)
elabora una entelequia a la que llama “lógica mestiza”, la cual sería
propia de los pueblos indios10 en la medida en que “incorpora la
alteridad ubicando al Otro en el centro mismo del dispositivo socio-
cultural indígena (2000:5), por lo que asume que “lo mestizo es lo
indígena (2000:10). Lo que este colega francés trata de decir es que
las identidades se construyen en contraste con otras y que las relacio-
nes interculturales tienen en los indígenas no sólo a sujetos pasivos
sino a actores activos de las transformaciones políticas y culturales de
sus sociedades, tal como generaciones de autores latinoamericanos
se han encargado de demostrar (R. Cardoso de Oliveira, 1964, 1976;
Darcy Ribeiro, 1970; Guillermo Bonfil, 1981; M. Bartolomé, 1988;
etcétera).
Quizá el “nuevo” descubrimiento del hecho de que las culturas
son híbridas, se debe a la velocidad con la que los elementos simbó-
licos y materiales circulan ahora por el planeta, permitiendo una
visualización casi simultánea de los mismos, pero éste es precisamen-
te el tipo de sustancialismo que, como hemos visto, preocupa a A.
Appadurai. Los actuales flujos culturales globales no son sólo cosas
que viajan, sino datos y significados que pasan a informar la noción
de realidad de las distintas culturas. Tal como lo manifiesta J. Fried-
man: “Los productos (rasgos) pueden atravesar las fronteras, pero
para que la cultura lo haga también debe desplazarse la práctica de
la significación” (2001:123). Tradicionalmente los rasgos importados

10 Resulta sorprendente adjudicar a las sociedades nativas una “lógica mestiza”,

o cualquier otro tipo de lógica social, como si éstas fueran independientes de las
transformaciones históricas de los sujetos sociales y el ser fuera independiente de
su acontecer. No queda claro si se trata de un esencialismo neohegeliano o una
“una disposición permanente del espíritu humano”, de acuerdo a la indemostrable
propuesta del estructuralismo.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 103
suelen ser resignificados y refuncionalizados por el nuevo contexto
cultural al que arriban, hasta transformarlos en signos compatibles
con los otros signos que integran el sistema cultural y su código. Así,
por ejemplo, el estatus otorgado por una tiara de plumas a un miem-
bro de un grupo amazónico, se puede proyectar a la posesión de un
arma de fuego, si ambos pasan a indicar similares contenidos de
prestigio y logro personal. Lo mismo se aplica a las decoradas pick up
que utilizan los rancheros de ambos lados de la frontera entre Méxi-
co y los Estados Unidos, las que ahora reemplazan los aspectos sim-
bólicos que ofrecían la velocidad y la elegancia de los caballos de
estos antiguos vaqueros. En los elaborados altares de muertos que
realizan los miembros de las culturas indígenas de México, se pueden
apreciar ofrendas de manufacturas occidentales junto con productos
artesanales provenientes de muy antiguas tradiciones; sin embargo,
una aproximación más cuidadosa nos permitirá apreciar la existencia
de diferentes imágenes culturales de los objetos de “razón” (manufac-
turas occidentales) respecto a los de “costumbre” (tradicionales) que
condicionan la valoración de los mismos (M. Bartolomé y A. Barabas,
1982). Todas estas aparentes síncresis no constituyen necesariamente
indicadores de “aculturación”, de aceptación acrítica de rasgos exóge-
nos como inicio de un proceso de desplazamiento y reemplazo de la
cultura propia, sino de una transfiguración étnica que algunos podrían
ahora intentar leer como resultado de la hibridación cultural.
Hace ya algunos años, y a partir de nuestras investigaciones etno-
gráficas sobre cuatro culturas nativas del estado mexicano de Oaxaca,
que se encuentran en distintos estados de desplazamiento lingüístico
y cultural (M. Bartolomé y A. Barabas, 1996), propusimos la utiliza-
ción del concepto de transfiguración étnica,11 para denotar los procesos
de cambio a los que algunas culturas recurren, pero no para desapa-
recer, sino para poder seguir siendo ellas mismas. Se trata de estrate-
gias adaptativas que las sociedades subordinadas generan para sobrevivir y
que van desdibujando su propio perfil cultural: para poder seguir siendo hay
que dejar de ser los que se era (1996:34). La adopción de rasgos, prácti-

11 Es este un concepto emparentado con el de “trasfiguración cultural” propues-

to por mi recordado colega y amigo Darcy Ribeiro (1970). Pero él lo concibió como
una adaptación tanto biológica como cultural, que incluía una voluntad hacia el
mestizaje y a la adopción de rasgos materiales y simbólicos de la sociedad dominan-
te, orientados hacia el cambio de la fisonomía cultural para lograr ser aceptados
por los miembros de la sociedad regional.
104 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

cas e ideaciones externas, no producen necesariamente una abdica-


ción identitaria, sino que se manifiestan precisamente como los
medios para lograr perpetuarla, al hacerla más compatible con la que
propone la sociedad dominante. Se trata de un proceso que podría-
mos calificar como de adaptabilidad estratégica a los nuevos contextos
regionales y globales, en el que los cambios son asumidos en términos
de una lógica cultural específica, que trata de utilizarlos para favore-
cer no sólo la reproducción material sino también ideológica de la
sociedad. Fenómenos claramente disrruptores tales como la migra-
ción, la escolarización, el reemplazo lingüístico o el cambio en las
actividades económicas, son asumidos como expresión de una nueva
forma de ser miembros del mismo grupo étnico; pero ahora dotado
de nuevos referentes culturales, aunque se pueda recurrir a algunos
aspectos del patrimonio más “tradicional” para utilizarlos como em-
blemas identitarios ante el exterior.
Desde el punto de vista teórico y metodológico se trata de enfati-
zar una perspectiva generativa, que esté más atenta a las dinámicas
sociales, tal como hace ya mucho tiempo lo propusiera la escuela
dinamista de G. Balandier (1973:8), dando cuenta de la dinámica
inherente a las estructuras, que a las morfologías coyunturales que
adoptan las configuraciones étnicas y que reflejan sólo el momento
sincrónico de su proceso histórico. Es decir, que al asumir la vieja
observación de R. Firth (1949) referida a que las normas que defini-
rían a una estructura social pueden diferir de las prácticas concretas
que construyen la organización social, estaremos en mejor posibilidad
de comprender los mecanismos involucrados en las transfiguraciones
étnicas, como procesos y no como construcciones estáticas, ya que en
ellas participan activos sujetos sociales que interactúan con sus estruc-
turas. En este sentido, ya F. Barth había destacado que una etnia se
comporta como un organizational vassel, como un “recipiente” orga-
nizacional capaz de ir incorporando diferentes rasgos y significados
culturales, de acuerdo con los cambiantes intereses de sus protago-
nistas (1967:663), aunque –debo agregar– que están orientados por
las relaciones de poder existentes en cada contexto interétnico, que
condicionan las elecciones posibles. No es accidental que recurra a
formulaciones quizá ya antiguas de la antropología para intentar
explicar una propuesta que se quiere contemporánea, pero intento
recuperar una tradición cuya reflexión prefigura muchos “descubri-
mientos” actuales.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 105
De esta manera, las sociedades indígenas de América Latina han
llegado hasta nuestros días poseedoras de fuerzas internas con-
frontadas; algunos sectores se orientan hacia el exterior pero
muchos buscan en la filiación étnica el espacio básico para el
desarrollo de su vida económica, social, cultural y política. A pesar
de esas tendencias contradictorias, las comunidades nativas han
sobrevivido durante siglos, pero no como resultado de una inerte
“resistencia al cambio”, sino como expresión de una constante
adaptabilidad estratégica a esos mismos cambios. No son remanen-
tes arcaicos de un pasado, sino configuraciones dinámicas partíci-
pes y creadoras del presente. Al igual que los individuos que las
integran, las colectividades étnicas han cambiado para poder se-
guir siendo ellas mismas. Es por ello que hasta las mejores etno-
grafías comunitarias de hace algunos decenios son ahora referen-
cias casi etnohistóricas, en la medida en que registran momentos
sincrónicos de realidades cambiantes. Y aquí cabe enfatizar el
concepto de configuración, para designar a las sociedades indígenas
actuales, tal como ya lo propusiéramos en otra oportunidad basa-
dos en un vasto material etnográfico (A. Barabas y M. Bartolomé,
1999). La configuraciones étnicas son el resultado contemporáneo
del proceso histórico y cultural seguido por las colectividades ét-
nicas en América Latina, cuyo rostro actual muchas veces no re-
cuerda a su fisonomía prehispánica, aunque ello no les quita legi-
timidad ya que nunca existió una configuración prístina o esencial,
sino sucesivas configuraciones una de las cuales es la que se ma-
nifiesta en el presente.
Las configuraciones étnicas actuales no contienen entonces
sólo las consecuencias lineales de relaciones políticas, culturales y
económicas asimétricas, sino también vastas construcciones ideo-
lógicas resultantes de las representaciones colectivas generadas
por dichas relaciones. Ni los contextos coloniales y neocoloniales,
ni la expansión del capitalismo globalizado contemporáneo, han
logrado abolir por completo la capacidad de simbolización colec-
tiva estructurada dentro de los códigos culturales propios de las
tradiciones no occidentales. Si bien la penetración de las lógicas
económicas es cada vez más intensa, los pueblos nativos conservan,
en mayor o menor medida, su capacidad de construir significados
e incorporarlos a su visión del mundo, a partir de estímulos ex-
ternos cuya naturaleza descifran con base en sus propios códigos
106 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

simbólicos.12 Las construcciones resultantes son las que animan la


vida de las configuraciones étnicas contemporáneas, las que a
través de la vitalidad simbólica demuestran su capacidad para
ofrecer distintas respuestas a preguntas que ya se creían contesta-
das. Así los sincretismos exhiben panteones con incrementos de
deidades de acuerdo con el principio incluyente de lo sagrado que
caracteriza a las religiones politeistas; las tecnologías se reciclan y
se utilizan para objetivos diferentes a los que fueran creadas; las
estructuras parentales se rediseñan y se adaptan a las migraciones
o a los cambios residenciales; las lenguas incorporan nuevas pala-
bras o adaptan las viejas a los nuevos significados; viejas tradiciones
son recuperadas para ser utilizadas como marcadores identitarios;
las lógicas políticas se rediseñan y adecuan a las relaciones inter-
culturales, etc. Es decir, la diversidad se multiplica en lugar de
desaparecer, a la inversa de lo que pronosticaban los apóstoles
intelectuales de un mundo único en formación.
Una antropología política que asuma los dinamismos sociales y las
cambiantes lógicas culturales, debe ser consciente de que los sistemas
articulatorios interétnicos se desarrollan no sólo de acuerdo con los
variables contextos globales que inciden en la sociedad dominante,
sino también en relación con las transfiguraciones y diferentes respues-
tas de las sociedades nativas. No se puede proponer sólo el privilegio
de los cruces y de los flujos, de los ámbitos de fronteras culturales, para
entender las configuraciones que existen a ambos lados de los sistemas
interétnicos. Si bien toda sociedad se hace más comprensible a través
de su vinculación o comparación con otra, ello no quiere decir que
carezcan de singularidad y especificidad, sino que sus características
distintivas se hacen más visibles por medio del análisis comparativo.
Esto nos señala que el estudio de las mezclas y los cambios, o de las
hibridaciones, no excluye el análisis de las culturas y de identidades

12 No quiero abusar ahora de ejemplificaciones sobre el tema, lo que por otra

parte veremos en el capítulo 5. Pero quisiera recordar un caso significativo. Cuando


los cazadores ayoreo fueron sedentarizados en Paraguay, hacia 1980, tuvieron que
trabajar en las misiones que, entre otras cosas, también son empresas económicas.
Ello dio lugar al desarrollo de una incipiente economía monetaria, signada por el
desconcertante poder adjudicado a esos trozos de papel llamados dinero para ob-
tener bienes. Finalmente llegaron a la conclusión de que así como el ser humano
tiene varias entidades anímicas, entre ellas el oregaté o alma sombra, el valor era el
oregaté del dinero, esa sombra aparentemente invisible pero reconocible que cons-
tituía su poder de compra (M. Bartolomé, 2000a).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 107
concretas que se construyen como resultantes de los sistemas interac-
tivos; pero para ello hay que abdicar de toda perspectiva esencialista y
asumir que, como todos los hechos sociales, las culturas y las identida-
des también son históricas, dinámicas y constituyen expresiones con-
textualizadas de dilatados procesos históricos.

pluralismo cultural

El pluralismo cultural admite ser definido tanto como el reconocimien-


to de una situación fáctica derivada de la existencia de diferentes
culturas en una misma formación política, como de una orientación
del valor que pretende afirmar el derecho a la existencia y reproduc-
ción de las distintas culturas. Se trata de una perspectiva que en
América Latina se orientó a defender el derecho a la existencia física
y cultural de las sociedades indígenas, en épocas en las que predo-
minaban las ópticas integracionistas y asimilacionistas de los Estados.
Fue, en su momento, una opción contestataria a la que contribuí y
que sigo respaldando, a pesar de que su aceptación actual generali-
zada por las clases políticas es más retórica que fáctica. No supone
ni la imposición ni la obligatoriedad del mantenimiento de las dife-
rencias, así como tampoco implica la construcción de nuevas fronte-
ras a la interacción entre culturas. Pero se parte de la premisa de que
dichas fronteras son ya existentes, en la medida en que se derivan de
la misma presencia de los grupos que requieren de ellas para delimi-
tar los ámbitos de sus pertenencias y su diferencias. Simplemente, sin
fronteras interactivas no existirían grupos étnicos ya que su sola exis-
tencia está determinada por las mismas. Se trata de fronteras sociales
que regulan la interacción dentro de los sistemas interétnicos exis-
tentes y no necesariamente de fronteras físicas. Desde este punto de
vista es posible coincidir con J. Furnivall (1991) cuando describe a la
sociedad plural como una sociedad colonial multicultural, en la que
los distintos grupos mantienen pautas culturales distintivas, aunque
el conjunto está involucrado en una situación común de mercado.
En su aspecto propositivo, el pluralismo busca formas más igualitarias
de articulación social entre culturas, en las que cada una no se vea
necesariamente transformada por el contacto y no nuevas estrategias
de aislamiento. Se argumenta que las relaciones simétricas y no su-
108 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

bordinadas posibilitan una articulación horizontal, en la que exista


la alternativa de elegir los aportes externos en la medida en que estos
sean deseados por alguna de las partes. Se rechaza entonces de ma-
nera clara la propuesta integracionista de los Estados-nación, llevada
a cabo por los indigenismos y las políticas estatales en América Lati-
na, que pretendieron lograr la homogeneización nacional a través de
la represión de las culturas diferenciadas.
Para el pluralismo, la pertenencia a una colectividad política,
incluyendo una formación estatal, no requiere de la homogeneiza-
ción cultural. El desarrollo de una noción de pertenencia, de filia-
ción política compartida, no es considerada sinónimo de nivelación
cultural. Hay muchas formas de ser o sentirse ciudadano de un
Estado, lo que supone que hay formas “indias” de ser mexicano,
argentino, brasileño o paraguayo, tema al que regresaré más ade-
lante. Pero no se trata sólo de proponer un pragmatismo que pre-
tende dar cuenta de la posibilidad de la convivencia intercultural,
sino de reconocer los valores intrínsecos de cada cultura como un
dato en sí mismo y sin sujetarlos a la aprobación o rechazo de
acuerdo con los postulados de un universalismo teórico que, en
realidad, suele ser otra forma de designar a los valores que hace
suyos la tradición occidental genérica. Es cierto que las culturas
humanas no son fines en sí mismas, sino medios para alcanzar fines;
su preservación y respeto no implica un encapsulamiento estático
y ahistórico, sino la posibilidad de que sus miembros puedan reali-
zar sus objetivos existenciales en el interior de las mismas, en tanto
horizontes de significados otorgadores de sentido a la experiencia
individual y colectiva. La diversidad cultural supone la relación
entre distintos sistema de significados referidos a la vida humana,
es una forma de ampliar los horizontes éticos, políticos, científicos,
filosóficos, lingüísticos y existenciales, renunciando a la narcisista
contemplación del ombligo cultural. Toda cultura debe parte de su
existencia tanto a la creación autónoma como a la relación con
otras, se puede vivir en el seno de una cultura sin necesidad de
excluir a las otras que son nuestro espejo y nuestra crítica. El plu-
ralismo, que ha sido acusado de negar la unidad de la humanidad, es
precisamente un profundo reconocimiento del carácter universal de
lo humano, en la medida en que reconoce que cada cultura es parte
del la experiencia de nuestra especie. Cada una ha recorrido un cami-
no diferente al de otras, buscando sus propias respuestas y satisfaccio-
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 109
nes a las necesidades sociales que en su momento consideró priorita-
rias. Cada una es parte de la historia compartida de la humanidad. En
este sentido todas son legítimas, puesto que no existe un modelo úni-
co para la legitimidad, sino sólo la legitimidad de la búsqueda.

relativismo cultural

El párrafo anterior nos recuerda que un concepto estrechamente vincu-


lado al del pluralismo es el de relativismo cultural, acuñado por la antro-
pología a fines del siglo xix y en los primeros decenios del siglo xx, y
que ahora es sometido a distintos tipos de cuestionamientos por grupos
políticos, filosóficos, intelectuales e, incluso, antropológicos. El relativis-
mo cultural fue propuesto por F. Boas y la generación de sus discípulos
casi como una emergencia o una necesidad proveniente del mismo
conocimiento antropológico, que pretendía evitar juicios valorativos
sobre las culturas diferentes a la del investigador. Se partía de la base en
que todas las culturas son iguales, ya que no existen absolutos o monis-
mos culturales desde los cuales valorarlas, puesto que esos monismos
provienen precisamente de la cultura dominante. Por otra parte se
pretendía, aunque sin lograrlo, superar la imagen o noción de arcaísmo
adjudicado a las culturas no occidentales, como resultado del pensa-
miento evolucionista unilineal que ubicaba a la sociedad occidental en
la cúspide del proceso histórico universal, por lo cual todas las otras
serían arcaicas o primitivas respecto a este modelo referencial. Este re-
lativismo moral y ético supuso, desde mi punto de vista, un importante
avance profesional en la percepción de los “otros”. M. Harris (1979) ha
demostrado que hasta ese momento el racismo estaba presente en la
misma reflexión antropológica, tal como lo comprueban los textos de
autores de la importancia de L. Morgan (op. cit.:119), E. Tylor (op.
cit.:120) o William McGee (op. cit.:221). Que en el contexto académico
finisecular F. Boas escribiera en 1888 líneas como las siguientes, repre-
sentaba una perspectiva innovadora (1966 [1888]:636):

Los datos de la etnología demuestran que no solamente nuestros conoci-


mientos sino también nuestras emociones son resultados de la vida social y
de la historia del pueblo al que pertenecemos. Si queremos entender el
desarrollo de la cultura humana debemos intentar liberarnos de esas cade-
110 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

nas. Ello es posible sólo a aquellos que están dispuestos a adaptarse a las
maneras extrañas de pensar y de sentir de los pueblos primitivos.

Como en el caso del pluralismo, se suele criticar al relativismo sin


conocer muy bien sus formulaciones, una síntesis de las cuales están con-
tenidas en las obras escritas por M. Herskovits (1955) a mediados del siglo
xx, quien le otorga el estatus de una “filosofía”, aunque sus alcances son
en realidad mucho más modestos. Este autor señala algunas de las propo-
siciones modelantes básicas del relativismo en estos términos:

Los juicios están basados en la experiencia y la experiencia es interpretada


por cada individuo con base en su propia endoculturación [77]. El mecanis-
mo primario que funciona en la valoración de la cultura es el etnocentrismo.
Etnocentrismo es el punto de vista según el cual el propio modo de vida de
uno es preferible a todos los demás [82]. El relativismo cultural es una filo-
sofía que al reconocer los valores que establece cada sociedad para guiar su
propia vida insiste en la dignidad inherente a cada cuerpo de costumbres y
en la necesidad de tolerancia frente a convenciones diferentes a las nuestras.
En lugar de resaltar diferencias de normas absolutas que, independientemen-
te de cómo se hayan alcanzado, son no obstante el producto de un tiempo
y lugar dados, el punto de vista relativista pone de relieve la validez de cada
juego de normas para la gente que las posee [90-91].

Como se advierte al final de la cita anterior, el relativismo es un


punto de vista, más que una doctrina filosófica, que nos orienta a
tratar de reducir el peso de nuestros marcos valorativos. El hecho es
que un antropólogo puede observar y participar en una ceremonia
religiosa en las selvas sudamericanas, aunque sea ateo, sin ocurrírsele
comentar que las deidades a las que se rendían culto en realidad no
existen o que la ceremonia era un poco ridícula. Y es que para un
antropólogo todos los dioses existen, ya que su presencia se concreta
a través de las conductas humanas. Esto no supone una apología de la
neutralidad valorativa, similar a la que se le suele adjudicar a la socio-
logía weberiana, ya que lo que Weber señalaba es que el juicio de valor
era innecesario, en la medida que la referencia a valor estaba implíci-
ta en la adscripción cultural del investigador (1979 [1922]). Tal como
lo propone M. Shalins (2000 [1993]) es posible asumir que:

El relativismo es el simple precepto de que, a fin de volverse inteligibles, las


PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 111
ideas y las prácticas de otros pueblos deben situarse en su propio contexto
histórico; y deben ser entendidas en tanto que valores en el ámbito de sus
propias relaciones culturales en lugar de ser valorados mediante juicios ca-
tegóricos y morales de nuestra propia hechura. Relativismo es la suspensión
provisional de nuestros propios juicios con el objeto de ubicar las prácticas
en cuestión en el orden histórico y cultural que las hicieron posibles.

Pero para cuestionar el relativismo se suele recurrir a los ejemplos


más truculentos posibles, tales como sentirse obligados a respetar la
ablación del clítoris que practican algunos grupos islámicos, la subor-
dinación femenina, el infanticidio o la cacería de cabezas. Todos ellos
son ejemplos tramposos, que provienen del racismo cultural contem-
poráneo tan en boga en algunos ámbitos de Europa, Estados Unidos,
incluso América Latina. Así un autor europeo puede afirmar:

Tomemos un ejemplo candente: el de la ablación del clítoris. Los espacios


en que se practica de modo habitual corresponden a zonas económicas de-
primidas, profundamente atrasadas, incorporadas al mercado mundial por
sus mercancías, pero con modos de producción anteriores al capitalismo.
Los multiculturalistas radicales afirman que es posible y hasta deseable que
tal costumbre sea respetada cuando los que hasta ahora han vivido en el
pasado histórico se desplazan hasta el presente, es decir, pasan del subdesa-
rrollo al desarrollo (H. Vázquez Rial, 2001).

El autor identifica diferencia con arcaísmo y primitivismo de acuer-


do con el más acendrado etnocentrismo acrítico de sí mismo. Elegir
un elemento, el aparentemente más incompatible, de una cultura para
destacar la irrenunciable distancia que nos separa de ella, es ignorar
que las sociedades tienen la capacidad de cambiar y de replantear sus
proyectos colectivos. Así, en el caso del Islam, existe una lucha interna
entre los sectores reformistas y los fundamentalistas que predican un
mesianismo islámico de origen anticolonial y que por lo tanto se debe
en parte al mismo Occidente.13 El infanticidio y el gerontocidio, prac-

13 Al respecto, Burhan Ghalioun ha destacado que “por otra parte, el islamismo

se desarrolla paralelamente al neoliberalismo, que emerge como una segunda res-


puesta, la de las clases dominantes, al hundimiento del nacionalismo y a la crisis
del proyecto de modernización efectiva de las sociedades musulmanas […] la res-
puesta islamista retoma a su favor todas las reivindicaciones insatisfechas en los
periodos precedentes” (1997:13).
112 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

ticado por algunos grupos de cazadores y recolectores nómadas en


América Latina, está desapareciendo con la sedentarización que posi-
bilita criar más de un hijo a la vez, o mantener a un anciano que casi
no puede valerse por sí mismo (M. Bartolomé, 2000a). El discurso que
cuestiona el teóricamente subordinado papel de las mujeres en las
sociedades indígenas, olvida que los respectivos Estados-nación latinoa-
mericanos sólo otorgaron el voto femenino a mediados del siglo xx,
como consecuencia de las transformaciones históricas del mercado de
trabajo y de las luchas feministas y no de la “evolución social”. Asumir
lo aparentemente incompatible como “esencial” es abusar del un de-
terminismo cultural ahistórico y políticamente reaccionario, en la
medida en que las únicas opciones que nos deja es la de cambiar,
dominar o abolir al Otro.
En un conocido ensayo de C. Geertz, en el que más que defender
el relativismo propone cuestionar el antirrelativismo y los determinis-
mos sociobiológicos, señala que los relativistas intentan evitar el pro-
vincialismo etnocéntrico basado en la sobrevaloración de Occidente,
en tanto que los antirrelativistas cuestionan el criterio de que “todo
vale”, pero apunta que los antirrelativistas han construido, o inventado,
su propia inquietud epistemológica, al asumir que con el relativismo
se puedan justificar conductas que consideraríamos perversas en nues-
tra cultura (1996:101). No se trata de abolir la capacidad de crítica a
culturas distintas a la propia y mucho menos a la propia cultura, sino
de tratar de no valorar sin conocer, de no juzgar antes de comprender
la estructura de sentido de conductas o normas que nos parecen irre-
conciliables con nuestras propias prácticas y valores sociales. Pero en-
tender no significa aceptar, sino dar lugar a la oportunidad de que
otras lógicas se expresen en sus propios términos, sin intentar necesa-
riamente traducirlos de inmediato a los nuestros. El antirrelativismo que
cuestiona los aspectos negativos de otras culturas, lo suele hacer desde
el marco de modelos ideales de las propias normas, que no se resisten
a la confrontación con las prácticas reales de Occidente, responsable
de los mayores crímenes contra la humanidad derivados del colonia-
lismo y el imperialismo, tales como la misma conquista de América, la
esclavitud, la colonización de África o la antigua y reciente brutalidad
imperial en el Oriente Medio.
Asumo que tal vez no existan valores universales, pero creo que la
universalidad del reconocimiento de la diferencia puede contribuir
a la construcción de sociedades donde lo diferente no sea equipara-
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 113
do a lo desigual. Es ya un lugar común señalar que todas las culturas
son etnocéntricas, resulta muy difícil liberarnos de los condiciona-
mientos culturales que vivimos como expresiones de una racionali-
dad y una ética universales. Pero el antropólogo que interroga a otra
cultura se ve en la posibilidad de cuestionar sus propias estructuras
de sentido confrontadas con las de esos otros. En este caso, el diálo-
go se puede transformar en una útil crítica a la propia cultura. Acep-
tar el relativismo no implica que cada cultura se cierre a las otras, ni
minusvalorar los elementos comunes a distintas culturas que puedan
llegar a ser considerados relativamente universales y que las conecten
de manera trasversal, pero supone no imponer un “universalismo”
construido a imagen y semejanza de Occidente. Hace años, en una
carta personal Isaiah Berlin, sin ser antropólogo pero sí un conven-
cido humanista, proponía que “la única cura (contra el fundamen-
talismo) es comprender cómo las otras sociedades viven –en el
tiempo o en el espacio–, y que es posible vivir vidas diferentes a la
de uno y al mismo tiempo ser completamente humano, merecedor
de amor, respeto o al menos curiosidad” (2001). Así, el relativismo
actúa básicamente como un principio de incertidumbre ante lo no
conocido, como un intento de evitar los apriorismos, como una ac-
titud de apertura moral y valorativa ante desempeños sociales cuyos
sentidos y fundamentos nos son inicialmente desconocidos por pro-
venir de una cultura distinta a la nuestra. Comprender tampoco
significa identificarse con lo que se comprende, ya que cuando nos
consideramos intelectualmente competentes para analizar un com-
portamiento cultural, no podemos menos que proyectar sobre él
nuestros condicionamientos valorativos. Pero el relativismo no inclu-
ye tener que aceptar y soportar las contradicciones de nuestras pro-
pias sociedades, ni la acción de otras sociedades cuyas conductas nos
puedan parecer moral, ética o políticamente condenables, desde la
perspectiva de nuestros sistemas valorativos. Ni el genocidio nazi, ni
las purgas estalinistas, ni el etnocidio llevado a cabo por los estados
contra las minorías étnicas, ni cualquier otra opción moral o política
de nuestro tiempo, suponen una actitud de neutralidad valorativa
sino, por lo contrario, puede inducirnos a la más abierta participa-
ción combativa. No somos astrónomos sociales sino protagonistas y
actores políticos. O, para enunciarlo en palabras del poeta Paul
Eluard, debemos recordar que al antropólogo también se aplica
aquello de “soy el espectador y el actor y el autor” (1969:70).
114 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

El relativismo no constituye una propuesta política estructurada


como tal y generalizable a todos los ámbitos, ni una doctrina moral
de pretensión ecuménica. Se trata básicamente de un instrumento
antropológico que puede ser útil para las perspectivas de la sociedad
en su conjunto. Quizá sea una proposición humanista poco sofistica-
da para la reflexión contemporánea, pero al fin y al cabo es un hu-
manismo, ya que representó un importante paso en la lucha contra
la discriminación y el racismo. Sin embargo, es frecuente que algunos
acusen al relativismo cultural de ser una especie de teoría filosófica
integrada y por lo tanto susceptible de contradicciones e incoheren-
cias, pero no es una doctrina filosófica organizada sino una propues-
ta general, abierta a las reformulaciones y a los variables contextos
con los que se relaciona. Considerarla un corpus teórico cerrado no
sólo es erróneo, sino que también tiende a negar aquello que tiene
de positivo en tanto actitud de apertura hacia el “otro”. Confundir
al relativismo cultural con el relativismo epistemológico, que alude a
una multiplicidad irreductible de creencias sobre el mundo, ninguna
de las cuales sería verdadera y por lo tanto ninguna falsa, es un jue-
go que puede deleitar a ciertos intelectuales pero que no se refiere
a lo que estamos hablando.14

multiculturalismo

En lo que atañe al multiculturalismo nos encontramos con un concep-


to que adquiere diferentes contenidos de acuerdo con los distintos
autores que abordan el tema.15 En uno de sus niveles representa sólo
otra forma de aludir a las sociedades plurales, que se ha hecho muy

14 Deliberadamente estoy planteando el relativismo cultural en términos antro-

pológicos y no filosóficos. Las contradicciones del pensamiento relativista se hacen


manifiestas en términos de lógica o de filosofía, pero aquí lo estoy proponiendo
como una praxis social concreta que permite no imponer valores o prácticas de una
cultura a las otras en nombre de una supuesta racionalidad occidental que es siem-
pre cuestionable.
15 Steven Vertovec señala que “el multiculturalismo puede referirse lo mismo a

una descripción demográfica que a una amplia ideología política o a un conjunto


de políticas públicas, una meta de reestructuración institucional, un modo de tratar
con la expresión cultural, un desafío moral general, un conjunto de nuevas luchas
políticas o cierta especie de característica del posmodernismo” (2001).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 115
popular en los últimos años por influencia de la literatura política y
antropológica. En realidad no se distingue demasiado del pluralismo
cultural, salvo en su uso consensual para designar a las sociedades
culturalmente diferenciadas a partir de los aportes migratorios. Tal
como lo destacan R. Gallissot, M. Kilania y A. Rivera (2001), se trata
de un término relativamente reciente que se ha difundido en Europa
(y en América Latina) como resultado de la influencia estaduniden-
se. En los Estados Unidos el concepto operó como una forma de
designar el fracaso del mito del melting-pot, del supuesto crisol unifi-
cador de rodas las colectividades de inmigrantes. De esta manera, su
acepción contemporánea más frecuente pretende designar a la situa-
ción de las sociedades metropolitanas, cuya supuesta homogeneidad
e “identidad” cultural es ahora “amenazada” por la llegada de masivos
contingentes migratorios provenientes del empobrecido sur del pla-
neta hacia el más próspero norte. Ello ha generado una intensa po-
lémica entre quienes aceptan que los emigrantes tienen derecho a
mantener sus pautas culturales distintivas y los que suponen que la
convivencia entre éstos y la sociedad receptora sólo será posible a
partir de su total integración a la misma. Los términos de la discusión
suelen sorprender por la irreductibilidad de las posiciones y por el
nuevo racismo, una especie de racismo cultural, que se manifiesta en
la argumentación integracionista, aunque ahora avalado por una
supuesta retórica democrática y progresista.16 Es así que los integra-
cionistas nunca se refieren a la migración interna europea, ni a la
presencia de hipotéticos migrantes estadunidenses en Europa, sino
fundamentalmente a los contingentes no occidentales (magrebíes,
pakistanos, hindúes, etc.) o cuya occidentalidad es considerada un
tanto “dudosa” (latinoamericanos, europeos orientales, etcétera).
Algo similar ocurre con las migraciones interestatales protagonizadas
por indígenas en América Latina, quienes son percibidos no sólo

16 Incluso se acuñan nuevas definiciones del multiculturalismo, en términos cuyo

precario etnocentrismo es evidente; “se llama ahora multiculturalismo al hecho de


que en un mismo Estado de derecho coexistan una cultura democrática, por ejemplo,
la nuestra actual (España), con otras culturas no necesariamente democráticas (islá-
micos)”. Éste es un texto de Mikel Azurmendi, antropólogo vasco presidente del Foro
para la Integración de los Migrantes, de España, publicado en el periódico El País,
de Madrid, el sábado 23 de febrero de 2002. Este mismo ex militante independentis-
ta ha publicado un reciente libro (Todos somos nosotros, Taurus, Madrid, 2003), en el
que desarrolla y profundiza las incompatibilidades de las “culturas democráticas” con
las alternas con un notable ejercicio de precariedad intelectual.
116 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

como una mano de obra barata, sino como una intrusión cultural
“premoderna” en las sociedades receptoras.
La polémica sobre el multiculturalismo es compleja porque suele ser
definido de acuerdo con los intereses o percepciones de los analistas. Con
frecuencia no se cita una propuesta concreta, sino que se construye una
especie de modelo, que coincide con todo aquello que cada autor no
acepta. Así se le puede adjudicar al multiculturalismo el ser una criatura
del capitalismo multinacional y de la globalización, que en nombre de la
diversidad promueve la fragmentación cultural y la “coexistencia híbrida
e intraducible” de distintas culturas (N. Mira, 2001). O, desde el polo
opuesto de la percepción, hay quien lo considera como la siniestra expre-
sión de una conspiración neomarxista –sin citarlos–, en la cual “el mal es
inherente al proyecto”, ya que pretendería fragmentar y debilitar a los
estados (G. Sartori, 2001). Precisamente en el reciente y muy comercial-
mente difundido ensayo de G. Sartori se pretende establecer una oposi-
ción tajante entre pluralismo y multiculturalismo, como concepciones
antitéticas que se niegan entre sí. La propuesta del autor es que el plura-
lismo se basa en la tolerancia del otro, en tanto que el multiculturalismo
afirma la diferencia y la impone desmembrando a la sociedad. Sus pro-
puestas son indefendibles ya que de manera arbitraria adjudica al multi-
culturalismo una supuesta voluntad de imponer obligatoriamente las di-
ferencias culturales. Pero la opción política del multiculturalismo no se
basa en la presencia de una multitud de culturas mutuamente excluyentes
sino todo lo contrario. S. Castles (2000:5) concluye destacando que el
multiculturalismo supone abandonar el mito de los estado-nación homo-
géneos y monoculturales, así como reconocer el derecho al mantenimien-
to de la cultura propia y a la igualdad social evitando la discriminación.
Sin necesidad de aumentar la discusión, podríamos entonces señalar que
el multiculturalismo alude tanto a una realidad empírica como a las valo-
raciones y prácticas que esa realidad produce.

multiculturalismo y pluralismo

Tratar estos términos por separado puede dar lugar a confusiones


conceptuales, ya que muchos autores los utilizan prácticamente como
sinónimos, aunque algunos prefieren enfatizar la relación entre el
multiculturalismo y la migración. Pero las reflexiones sobre ambos
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 117
son de similar naturaleza, a pesar de que originalmente el pluralismo
alude a diversidades culturales preexistentes a la formación de los
estados. Para conciliar esta cierta ambigüedad terminológica, creo
posible coincidir con Will Kimlicka (1996), para quien el término
multiculturalismo designa a diferentes formas de pluralismo cultural, que
puede estar tanto basado en la colonización de un estado sobre pueblos origi-
narios como en la migración de grupos culturalmente distintos al ámbito que
los recibe. El pluralismo y el multiculturalismo han sido argumentados,
tanto a favor como en contra, desde el marco político e ideológico
que ofrecen distintas posiciones teóricas e incluso filosóficas. Un
esfuerzo al respecto, que ha gozado de gran reconocimiento, es el
emprendido por el mismo Kimlicka (1996, 2003), quien ha tratado
de conciliar el liberalismo, cuya propuesta inicial se orientaba a pro-
poner la igualdad a ultranza, con el derecho a la diferencia, inten-
tando demostrar que responde a una nueva perspectiva igualitarista.
Sin embargo, sus textos, que se originan en un humanismo genérico,
han sido parcialmente cuestionados por el distinguido profesor hin-
dú Bhikhu Parekh (2000), destacando que ninguna doctrina o ideo-
logía política, sea occidental o no, puede representar la totalidad
completa de la existencia humana, por lo que no es válida la univer-
salización de los valores liberales. Este autor, como otros, introduce
una necesaria polifonía dentro del cerrado discurso occidental al
respecto. Para Parekh la diversidad representa un valor en sí misma,
que no puede ser cuestionada por los monismos morales provenien-
tes de los que creen que hay un solo modelo de humanidad posible.
Así sostiene que las sociedades multiculturales no pueden ser teori-
zadas o entendidas dentro del marco exclusivista de una teoría polí-
tica o filosófica en particular, sino que la comprensión y la organiza-
ción deben provenir del diálogo cultural institucionalizado de las
culturas que se relacionan entre sí. Parekh destaca que el multicul-
turalismo (o el pluralismo) es una perspectiva de la vida humana
basada en tres ideas centrales: 1] Todos los seres humanos poseemos
una cultura desde cuyo interior contemplamos el mundo, aunque
podamos ser críticos con determinados aspectos de la misma; 2] Las
diferentes culturas representan distintos sistemas de significados y de
sentidos para la vida, cada una de las cuales satisface una gama limi-
tada de capacidades, posibilidades y emociones humanas, y 3] Toda
cultura es internamente plural, dinámica y está en constante diálogo
con sus diferentes tradiciones y corrientes de pensamiento. Una
118 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

perspectiva multicultural coherente supone una interacción creativa


de estas ideas complementarias. Se trata de una teoría política de la
pluralidad cultural elaborada por un intelectual no occidental aun-
que académicamente muy reconocido dentro de dicha tradición.17
Continuando con la polifonía, tendríamos las reflexiones del también
hindú Gurpreet Mahajan (1999), quien considera que el pluralismo
y el multiculturalismo representan una nueva y más inclusiva forma
de universalismo, en el cual la integración del individuo al Estado no
supone la ruptura de sus lazos comunitarios previos. Mahajan señala
que el multiculturalismo sólo es posible dentro de una democracia
pluralista, en la cual los ciudadanos puedan mantener su distintividad
cultural relacionándose de manera igualitaria entre sí y con el Estado
de cual forman parte. Esta perspectiva, con la cual es difícil no coin-
cidir, no supone una negación sino la necesidad de redefinición de
las lógicas constitutivas de los estados contemporáneos.
En una propuesta que busca referirse a situaciones concretas
Kumkum Sangari (1999), destaca la necesidad de no subsumir todos
los contextos dentro de la perspectiva liberal del multiculturalismo,
ya que cada sistema reflejará una diferente distribución del poder.
Por ello reclama la necesidad de entender los distintos tipos de ho-
mogeneidad y heterogeneidad que se registran en los sistemas mul-
tiétnicos, así como los diferentes tipos de universalismos y particula-
rismos que interactúan. Su visión se manifiesta significativa para
reconocer la diferencia existente entre un sistema plural como el
canadiense o el suizo y uno como el que se registra en la selva ama-
zónica o entre las comunidades aymaras y el Estado boliviano. No
puede ser equiparado, más que de manera formal o enunciativa, todo
contexto plural o multicultural, ya que cada uno reflejará las carac-
terísticas específicas de sus protagonistas. La relación entre formacio-
nes culturales pertenecientes a la tradición occidental, supone un
cierto manejo compartido de las reglas de juego por parte de los
grupos involucrados, aunque sus posiciones económicas y sociales
puedan ser desequilibradas. Pero la relación entre sociedades indí-
genas y colectividades estatales en América Latina supone, casi siem-

17 Sir Bhiku Parekh, ha sido profesor de las universidades de Harvard, Viena y

Barcelona y es profesor de la Universidad de Hull en Inglaterra. Ha recibido nu-


merosas distinciones académicas y políticas, incluyendo el título nobiliario. Sin
embargo, ello no le ha hecho renunciar a una lógica teórica e ideológica referida
a su propia tradición cultural.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 119
pre, una crítica asimetría en las relaciones de poder, no sólo mate-
riales sino también simbólicas, por lo que una de las partes tiene
mucha mayor capacidad para imponer su propia definición de la
realidad que la otra y obligarla a seguir reglas de interacción que le
son poco o mal conocidas. El colonialismo europeo y el neocolonia-
lismo del Estado-nación, han determinado que ciertas posiciones
estructurales subordinadas sean con frecuencia aceptadas por sus
víctimas como parte de un orden natural de las cosas. Es por ello
necesaria una “descolonización interior” previa a la configuración de
una sociedad multicultural democrática e igualitaria.
De manera explícita es claro que tanto el pluralismo como el
multiculturalismo se refieren a un contexto regional, estatal o mun-
dial, caracterizado por la presencia simultánea de diferentes confi-
guraciones culturales. Pero hay autores que lo consideran como el
reconocimiento de una realidad fáctica que no requiere de juicios
de valor al respecto y otros como una propuesta que supone la
necesidad de que las sociedades culturalmente diferenciadas man-
tengan su calidad de tales y ejerzan determinadas políticas públicas
al respecto. En realidad ninguna de las dos perspectivas es total-
mente cierta, aunque tampoco se las podría considerar totalmente
falsas. Resulta imposible una reflexión social sobre una configura-
ción multicultural, que no se interrogue sobre los procesos sociales
involucrados y sus perspectivas de futuro. A la vez, la multicultura-
lidad no es ajena a las distintas posiciones de poder que manejan
los diferentes grupos culturales, por lo que muchas veces la dife-
rencia fue considerada sinónimo de desigualdad, y se creyó que
suprimiendo la diferencia se aboliría la desigualdad, cosa que por su-
puesto jamás ocurrió.
La polémica se establece entre quienes consideran que el mante-
nimiento del multiculturalismo pretende encapsular a las minorías
en reservaciones, o ghettos, y entre los que afirman que la preocupa-
ción liberal por la integración “democrática” sigue reflejando la vo-
luntad coercitiva de homogeneización cultural. Uno de los críticos
de W. Kymlicka, el filósofo político B. Barry, cree descubrir en el
multiculturalismo una negación de las contradicciones de clase y de
los conflictos de poder, construyendo una visión sesgada que le in-
digna, a pesar de ser precisamente una construcción suya, que no
creo que nadie comparta en la medida que acusa al multiculturalismo
de (2001:305):
120 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

La consecuencia de esta “culturalización” de identidades de grupo es la nega-


ción sistemática de las causas alternativas de las desventajas de un grupo. Así,
los miembros de un grupo pueden sufrir, no porque tengan objetivos distintos
por motivos culturales, sino porque no consiguen alcanzar objetivos compar-
tidos en general, tales como una buena educación, trabajos satisfactorios y bien
pagados (o simplemente un trabajo), un barrio seguro y limpio donde vivir e
ingresos suficientes para estar bien alojados, vestidos y alimentados y poder
participar en la vida social, económica y política de su sociedad.

Barry se refiere sólo a los inmigrantes y cree poder decidir por


ellos los objetivos y la causa de la migración, suponiendo que todos
los seres humanos tienen los mismos sentidos vitales, curiosamente
coincidentes con el capitalismo individualista, auque la literatura
muestra cómo el sacrificio migratorio, en los pueblos indígenas, sue-
le estar más orientado a satisfacer las necesidades comunales y fami-
liares que las propias (A. Barabas y M. Bartolomé, 1986). Quizá un
nivel de diferencia entre los conceptos de pluralismo y de multicul-
turalismo, radica en que con frecuencia el segundo es utilizado para
nombrar a las configuraciones multiculturales considerándolas como
un problema a enfrentar o resolver, en tanto que el pluralismo las
entiende como un punto de partida necesario para pensar esa misma
realidad. La diversidad cultural no es concebida sólo como un con-
flicto potencial que debe ser solucionado, sino como un dato empí-
rico que había sido minusvalorado por la reflexión social contempo-
ránea y sin el cual no resulta posible pensar o actuar políticamente
en el mundo actual. Así, todo sistema social es entendido como cam-
po de negociación del conflicto y no de una pretendida armonía
estructural. No se trata sólo de reconocer la diversidad cultural obje-
tivamente existente, sino de asumir a las distintas culturas como
partes de los sistemas normativos y axiológicos; esto es, tanto de los
marcos institucionales como de los valorativos. De esta manera, lo
múltiple y heterogéneo no se percibe como un problema a resolver,
sino como un dato fáctico para repensar la sociedad en términos que
respondan a la realidad. Es decir, que el pluralismo asume a la mul-
ticulturalidad como un componente estructural de las sociedades
estatales y propone que la convivencia entre culturas diferentes debe
estar basada en procesos articulatorios igualitarios que no pretendan
necesariamente modificar a las partes que entran en relación. El
“contrato o pacto social” de nuestros días es así concebido como un
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 121
continuo proceso de negociación igualitaria, que requiere de un
constante acuerdo entre las partes para poder mantenerse en cuanto
tal. El pluralismo parte de la base de que no existe una hipotética
sociedad armónica a la cual arribar como concreción de una utopía
cultural y política, sino que la tensión estructural es inherente a todos
los sistemas sociales. Sin dicha tensión las sociedades se cerrarían a
los cambios y a la misma historicidad involucrada en sus constantes
transformaciones. El pluralismo contradice así el pensamiento y la
práctica monista de los Estados, que se orientan a tratar de imponer
un cierto equilibrio estático, derivado del mantenimiento de un status
quo construido en algún momento de su proceso histórico, que de
alguna manera resulta satisfactorio para los grupos de poder que lo
integran. El pluralismo cultural es entonces tanto una óptica abierta
al pasado y al presente como una perspectiva de futuro. Tal como lo
propusiera P. Ramírez Sánchez (1994:70), “sólo un proyecto demo-
crático al que la heterogeneidad y la conflictividad social le propor-
cionan el punto de partida puede ser viable”. El mundo social es
complejo y las relaciones entre culturas diferentes siempre han sido
problemáticas, por ello un pluralismo consciente de la historia y
crítico del presente no puede plantear una ilusoria e idílica armonía
entre culturas, sino un constante proceso de negociaciones que con-
tribuyan a garantizar la existencia y la reproducción cultural de los
grupos y pueblos hasta ahora subordinados.

pensar la interculturalidad

La coexistencia de culturas diferenciadas requiere de estrategias de


relación intercultural, por lo que el pluralismo o multiculturalismo
no es pensable sin el desarrollo de un diálogo intercultural. Este
tema, manejado tanto por la antropología, la sociología, la ciencia
política, la pedagogía o la filosofía, y defendido como una necesidad
universal por la unesco,18 ha sido explorado por las distintas disci-

18 Véase la Declaración universal de la UNESCO sobre la diversidad cultural, aprobada

por la 31a. reunión de la Conferencia General de la unesco, reunida en París el 2


de noviembre de 2001. La declaración establece que “el pluralismo cultural consti-
tuye la respuesta política al hecho de la diversidad cultural. Inseparable de un
contexto democrático, el pluralismo cultural es propicio a los intercambios cultu-
122 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

plinas desde sus ópticas particulares. En lo que atañe a la antropolo-


gía, uno de los primeros en argumentar, hace ahora medio siglo, una
noción concreta de biculturalismo fue el antropólogo Evon Vogt
(1951), como resultado de su estudio de los técnicos y radioperado-
res pertenecientes a la etnia návajo, que fueran reclutados por el
ejército norteamericano durante la segunda guerra mundial, para
que su idioma fuera utilizado como código en la transmisión de
mensajes en clave. De acuerdo con el modelo teórico imperante, se
suponía que estos soldados nativos resultarían “aculturados” después
de una intensa frecuentación con la más alta tecnología de la época
y de una dilatada convivencia con tropas estatales. Sin embargo, los
návajo demostraron que no tenían necesariamente que renunciar a
su mundo cultural para poder moverse en el otro. Muchos regresaron
a sus reservaciones o retomaron sus antiguas vidas, sin olvidar la
cultura tecnológica y social aprendida. Se demostró entonces que
para relacionarse o participar activamente en una cultura diferente
no era imprescindible renunciar a la propia, ya que se podía recurrir
de manera alternada a cualquiera de ambos códigos. De esta manera,
el biculturalismo puede ser entendido como la posibilidad y capaci-
dad de manejar dos culturas de forma simultánea sin que una des-
place necesariamente a la otra.
Se puede proponer que el biculturalismo es el antecedente del
actual concepto de interculturalidad, en el cual es posible distinguir,
al menos, dos acepciones. Desde un punto de vista alude al acto
de vincular o relacionar dos o más culturas diferentes en ámbitos
plurales. Desde otra perspectiva, aludiría a las configuraciones cul-
turales resultantes de la globalización contemporánea, en las
cuales los individuos sometidos a múltiples influencias culturales
pueden recurrir instrumentalmente a uno o más de los repertorios
de significados de los cuales son portadores como resultado de
dichas influencias. Dentro de esta perspectiva de la interculturali-
dad, los seres humanos ya no poseeríamos sólo nuestra cultura de
nacimiento, sino que seríamos propietarios de múltiples tradicio-
nes, a las que invocaríamos de acuerdo con el contexto interacti-

rales y al desarrollo de las capacidades creadoras que alimentan la vida pública”.


Asimismo, señala en el artículo 7 que: “Toda creación tiene sus orígenes en las
tradiciones culturales, pero se desarrolla plenamente en contacto con otras”, por
ello el patrimonio plural debe ser preservado “a fin de nutrir la creatividad en toda
su diversidad e instaurar un verdadero diálogo entre culturas”.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 123
vo coyuntural.19 Sin embargo esta propuesta soslaya los aspectos
hegemónicos de la globalización y la imposición cultural que genera,
ya que lo que realmente se globaliza es Occidente; la interculturali-
dad propuesta no deja así de ser también otra metáfora para la occi-
dentalización planetaria. Por otra parte, el riesgo implícito en este
proceso radica en la construcción de un “ser humano mundializado”,
víctima de una nueva alineación, cuyas características podrían ser
similares a las que describe el filósofo marroquí M. Affaya (1997):

El ser humano mundializado es el que adapta con éxito sus comportamientos


a las nuevas exigencias, el que abre su razón y su imaginación a la cultura
globalitaria, sus deseos a las penetraciones comunicacionales; el ser humano
“mundializado”, según esta lógica, es una persona pragmática, desprovista de
prejuicios, que cree someter lo real a su voluntad y no se deja guiar por una
“ideología” cualquiera. Es casi un ser neutro, sin anclajes culturales, dispuesto
a esposar el “nuevo mundo” sin resistencia alguna. Amén de las competencias
técnicas, el nuevo “ser humano mundializado” debe estar dispuesto a interio-
rizar la simbólica globalitaria en su existencia, introducirla en su espacio social
y hacer de ella su horizonte cultural.

Este tipo de persona coincide con el tipo de hombre de la moder-


nidad a quien G. Balandier (1997:240) caracterizara como un “con-
sumidor de desconexiones”; habitante de un mundo donde las cohe-
rencias sólo responden a las apetencias. Pueden, sin embargo, existir
formas de interculturalidad no alienantes, cuando el ser humano está
en condiciones de incorporar aspectos seleccionados de los flujos
culturales que circulan por el planeta de acuerdo con sus propios
intereses y pudiéndolos incorporar dentro de sus marcos conceptua-
les con la menor violencia posible. Es decir, cuando este proceso
responde a sus objetivos y no a la imposición coercitiva. Cabe desta-
car que el contingente poblacional latinoamericano más abierto a la
interculturalidad es precisamente el indígena, millones de ellos han

19 Esta perspectiva llevó a E. Gellner a ironizar sobre la naturaleza idéntica de

los individuos construidos por la sociedad industrial, quienes al cruzar las fronteras
se comportarían “como un turista que va con su vademécum, seguro que todo lo
que tendrá que hacer será localizar la nueva frase correspondiente a una vieja y
familiar necesidad. El turista pasaría de un área a otra sabedor de que en cada una
de ellas las necesidades humanas se limitarían a las de alojamiento, comida, bebida,
combustible, oficinas de turismo y pocas cosas más” (1988:131).
124 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

aprendido los idiomas dominantes y están capacitados para moverse


dentro de culturas diferentes a la propia, pero cuyos códigos les son
cada vez más familiares. De hecho muchos de los indígenas mexica-
nos migrantes a los Estados Unidos no sólo hablan el castellano sino
también el inglés, al igual que los otavaleños ecuatorianos se pueden
relacionar en francés o italiano con los compradores de sus artesanías
en dichos países. Ambos casos suponen no sólo una cierta competen-
cia lingüística, sino también conocimientos de políticas migratorias,
matemáticas, contabilidad, legislaciones aduaneras, códigos de inte-
racción mercantil o laboral, etc., es decir; un aprendizaje interesado
de determinados aspectos de las sociedades receptoras. Y esta inter-
culturalidad no implica necesariamente la renuncia al mundo pro-
pio, sino incluso una forma de contribuir a su reproducción a partir
de la mejora económica. Se trata de una adaptabilidad estratégica a
las otras culturas destinada a la obtención de sus fines, aunque éstos,
en el caso de los migrantes, respondan a una necesidad derivada de
la explotación y la pobreza extremas. Sin embargo la perspectiva
opuesta brilla por su ausencia. Son contadas las personas, en los
distintos estados, que hayan aprendido alguna de las lenguas indíge-
nas locales o que conozcan ciertos aspectos de sus códigos culturales.
El conocimiento de las lenguas indígenas no representa sólo un ins-
trumento comunicativo, sino la simultánea apertura a los múltiples y
altamente complejos universos culturales plasmados en los distintos
códigos semánticos. El diálogo intercultural requiere de esta manera
de un mayor esfuerzo comprensivo, que nutra la imaginación política
orientada hacia la construcción de una sociedad multiétnica igualitaria
y participativa. Más allá de las sofisticadas propuestas hermenéuticas
de la antropología interpretativa, deberíamos poder aprender de la
experiencia de estos conciudadanos y abrirnos a la posibilidad de am-
pliar nuestros propios horizontes culturales, con los de aquellos que
nos son tan cercanos y que, a la vez, percibimos o suponemos como
muy lejanos.
Sin abandonar las perspectivas anteriores, pero en razón de su
importancia para las relaciones interétnicas, me referiré básicamente
al concepto de interculturalidad entendido como la puesta en rela-
ción de miembros de diferentes culturas, así como a los mecanismos
sociales necesarios para lograr una comunicación eficiente, sin que
ninguno de los participantes se vea obligado necesariamente a re-
nunciar a su singularidad cultural para lograrlo. La literatura sobre
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 125
el tema es tan vasta como difusa y, por lo general se ha argumentado
más desde la perspectiva ideológica o filosófica que desde una visión
estrictamente antropológica, aunque quizá ello se deba a lo reciente
del interés sobre la cuestión o a la falta de integración de la produc-
ción al respecto, originalmente orientada hacia el estudio de los
cambios culturales. El mayor pragmatismo se manifiesta en los estu-
dios de educación intercultural, aunque sus sustratos teóricos –a ve-
ces muy sofisticados– suelen ser un tanto ambiguos o meramente
enunciativos, además de que la práctica escolar concreta no suele
corresponder a la complejidad argumentativa de los enunciados. A
ello no es ajena la distancia académica entre los formuladores de las
propuestas educativas y sus ejecutores docentes, así como la débil
formalización institucional del ámbito.
En algunas ocasiones, la propuesta intercultural se basa en la
búsqueda de valores compartidos que podrían constituir una ética
planetaria y facilitar el diálogo. Pero el asunto no es tan sencillo
como parece. Hace algunos años fui invitado por la unesco a par-
ticipar en una reunión sobre ética universal desde el punto de vista
de las distintas religiones. En el encuentro confluyeron lamas,
swamis, pastores, sacerdotes, ulemas, monjes budistas, rabinos,
miembros de iglesias africanas, etcétera, así como un reducido gru-
po de intelectuales ajenos a las iglesias, entre los que me encontra-
ba. Durante uno de los almuerzos, el rabino, inundado de un espí-
ritu ecuménico, recorrió las mesas repartiendo trozos de pan en
una especie de comunión colectiva. Cuando le entregó su trozo al
miembro de una iglesia africana que estaba a mi lado, éste le retri-
buyó de inmediato con otro trozo de pan. Al interrogarlo al respec-
to, me dijo que él no podía perder su autonomía moral recibiendo
un bien sin devolver algo a cambio. Pocos repararon en el casi in-
significante evento, pero nos encontrábamos ante una clara incom-
prensión ética derivada de la asunción de la existencia de un valor
supuestamente universal, que es en realidad propio de una tradi-
ción cultural específica. Frente a la generosidad, considerada uni-
versal por la perspectiva judeo-cristiana, el africano afirmaba el
valor de la reciprocidad, del intercambio equilibrado, ya que la
generosidad supone un dominio moral del que da respecto al que
recibe. A pesar de su aparente intrascendencia, este evento fue para
mí altamente revelador de la incomprensión subyacente a los dis-
cursos de los distintos especialistas religiosos, no obstante la volun-
126 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

tad de comunicación y comprensión que expresaban en los mismos


y que fue plasmada en un interesante documento final (Y. Kim,
1998). La comunicación intercultural no es imposible, pero requie-
re más esfuerzo del que se supone, si se quiere orientar la acción
en búsqueda de objetivos compartidos. No se puede olvidar, de
todas maneras, que la humanidad compartida ofrece un ámbito de
referentes comunes para el diálogo y puede proporcionar una in-
tertextualidad mínima entre todas las culturas (M. Agier, 2001).
En ciertas oportunidades la propuesta del diálogo intercultural
surge como una apertura hacia el “otro”, motivada por la inconfor-
midad que genera la aguda crítica interna del “nosotros”. Así, por
ejemplo, R. Fornet-Betancourt (1998) destaca que nuestra civiliza-
ción está desarrollando su propia “barbarie poscivilizatoria”, que se
manifiesta en la destrucción de las culturas, en la creciente exclusión
social, en la destrucción del medio ambiente, en los nuevos y viejos
racismos, en el crecimiento de la pobreza o en la homogeneización
de las apetencias creada por la publicidad.20 Ante este panorama
desolador, el autor propone la necesidad de responder alternativa-
mente a la civilización (occidental), acudiendo al recurso de la diver-
sidad cultural que permite acceder a otras visiones posibles del
mundo. Así, señala, parafraseando a Ortega y Gasset, que la “opción
ética liberadora en el conflicto de tradiciones supone la convicción
del sujeto que reconoce que ‘él es él y el otro; y que si no se salva el
otro, no se salva él’ ”. Puede parecer éste un argumento retórico,
guiado por un humanismo idealista, pero no lo es tanto si recorda-
mos que todos, indígenas y no indígenas, vivimos en un sistema
mundial que nos impone sus compulsiones niveladoras. Antes fueron
los grupos étnicos los que recibían las presiones etnocidas de los
Estados; pero ahora son los países enteros quienes están sometidos a
similares procesos y compulsiones. Tal como lo registrara N. García
Canclini (1995), se puede comprobar que los símbolos mayores de
la globalización provienen de los Estados Unidos, algunos de Japón,
unos pocos de Europa y casi ninguno de América Latina. Es éste un
contexto mundial difícil para desarrollar una comunidad de comu-
nicación intercultural, basada en una racionalidad argumentativa, tal

20 Este autor señala que “no se exagera, por tanto, si se observa que no es la

lógica del diálogo de las culturas, sino esa otra lógica del modelo de una civilización
reductora y niveladora de las diferencias la que rige la configuración actual del
planeta, al menos en lo que atañe a su superficie”, R. Fornet-Betancourt (1998).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 127
como la propusiera Karl-Otto Apel,21 ya que tendría que sobreponer-
se a la lógica impositiva del sistema mundial capitalista y de sus im-
periosas necesidades económicas.
Las sugerentes perspectivas filosóficas de K. Apel sobre la ética del
discurso, la de J. Habermas (1987) referida a la acción comunicativa
y la renovada hermenéutica de H. Gadamer (1993), llevaron al an-
tropólogo R. Cardoso de Oliveira (1998) a intentar aplicarlas a la
comunicación intercultural entre indígenas y no indígenas, en la que
se produce una confrontación de horizontes semánticos aparente-
mente irreductibles entre sí. Por una parte, Cardoso señala que si
bien la racionalidad cultural de específicas normas morales no obli-
gan a su aceptación al interlocutor de otra cultura, en los sistemas
interétnicos la confrontación de normas está condicionada por la
indudable jerarquización de una cultura sobre la otra. Se registra
entonces una ausencia de democratización (rectitud) de las relacio-
nes, las que junto con la inteligibilidad, la verdad y la veracidad
constituirían los requisitos de validez de un diálogo, por lo que éste
estaría siempre condicionado por las reglas del discurso hegemóni-
co. Una similar constatación ha inducido al filósofo R. Fornet-Be-
tancourt a indicar que el diálogo intercultural no puede estar do-
minado o colonizado culturalmente por ninguna cultura específica.
Este autor destaca que ni el marxismo, ni la filosofía de la libera-
ción, ni la teoría de la acción comunicativa, son cambios de la filo-
sofía occidental que trasciendan su propio ámbito, constituyendo
sólo “transformaciones monoculturales de la filosofía”, coincidien-
do así, tal vez sin conocerlo, con el hindú Parekh (op. cit.). Ante
esta constatación propone renunciar al pensamiento único, basado
en un solo modelo teórico y conceptual que sirva de paradigma
interpretativo, y abrirse a un diálogo basado en la relación igualita-
ria de los distintos logos que intervienen, a partir de la asunción de
la legitimidad de cada uno de ellos (1994).
En síntesis, que sin tomar en cuenta las relaciones de poder invo-
lucradas, la construcción de una comunidad de argumentación in-
tercultural constituye más una apelación a su indudable necesidad
que a sus posibilidades fácticas de concreción, aunque explorar sus

21 Apel (1992) propone una comunidad comunicativa ilimitada basada en la

corresponsabilidad y la igualdad de derechos de todos los participantes, que facili-


taría el logro de consensos para la resolución de problemas comunes.
128 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

posibilidades teóricas sea una tarea ineludible.22 La participación de


los distintos grupos culturales dentro de la comunidad política de la
que forman parte, requiere de la construcción de una relación igua-
litaria entre los sectores involucrados, que garantice las condiciones
sociales del diálogo, pero ello no es posible si se mantiene la asimetría
cultural y la falta de respeto a las minorías. Se necesita una cierta
imaginación social para aceptar que si deseamos tratar a los miem-
bros de una cultura distinta a la nuestra de manera igualitaria, debe-
mos aprender a tratarlos de manera distinta a la de otros ciudadanos
aprendiendo algo de sus códigos sociales. Una cierta competencia
para la comunicación intercultural debe comenzar por una autogno-
sis crítica de nuestras propias ideas, valores e imágenes del mundo
que solemos asumir sin cuestionar.
El tema de la comunicación intercultural se ha prestado y se
presta para muy sofisticadas elaboraciones teóricas desarrolladas por
filósofos, comunicadores, teólogos, antropólogos y otros especialistas.
Con frecuencia sus propuestas se mueven en un limbo analítico y
discursivo del cual resulta muy difícil aterrizar. Pero quizá el pragma-
tismo del conocimiento etnográfico ofrezca mejores pistas para iden-
tificar sistemas comunicativos interculturales actuales, en los cuales
se registre algún nivel de éxito en la articulación entre los grupos
involucrados. Tal sería, por ejemplo, el caso de la localidad zapoteca
de Teotitlán del Valle asentada en el Valle de Oaxaca en México, la
que demuestra cierto éxito comunicativo que no ha requerido que
los distintos protagonistas abdiquen radicalmente de sus diferencias.
Este es un pueblo tradicionalmente productor de tejidos de lana,
cuyos colores y diseños le han otorgado tanto fama nacional como
internacional, vinculándolo al mercado mundial de ventas de arte-
sanías desde hace muchos decenios. Respondiendo a las demandas
del mercado los habitantes han recurrido a su tradición de trabajo
basada en las unidades domésticas agrícolas, para desarrollar talleres

22 Esta asimetría en las posiciones de poder lleva a interrogarnos, junto con C.

Bohórquez si “¿es posible establecer una macroética desde la cual se pueda funda-
mentar un conjunto de normas mínimas necesarias y de validez planetaria que haga
de la responsabilidad solidaria una praxis colectiva, como sugiere Karl-Otto Apel en
su ética del discurso? ¿Puede la racionalidad argumentativa sobreponerse a la ra-
cionalidad capitalista para lograr un consenso efectivo y real respecto a los derechos
humanos básicos que deben ser satisfechos no sólo para el 20% privilegiado sino
para la totalidad de la población del planeta?” (2001:9).
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 129
artesanales organizados en torno a lógicas parentales. El éxito eco-
nómico de las unidades productoras y del pueblo en general es no-
table, pero más notable es el éxito de su reproducción cultural y de
su vitalidad lingüística, que lo hace único en el panorama de los otros
pueblos zapotecos del Valle. Artistas nacionales y extranjeros se vin-
culan con los diseñadores locales e intercambian ideas e innovaciones
estéticas. Los compradores y turistas visitan los talleres donde se
puede negociar con tarjetas de crédito, euros o dólares y dialogar en
castellano o inglés, aunque los vendedores cambien automáticamen-
te al zapoteco al hablar entre ellos. El mantenimiento de las tradicio-
nes culturales propias no ha significado ningún obstáculo para las
relaciones mercantiles, ya que la colectividad se articula con la socie-
dad envolvente a partir del nivel económico, habiendo logrado man-
tener su autonomía política basada en el tradicional “sistema de
cargos” y una vida ritual colectiva que sigue sus propios términos. En
este caso, bastó un nivel comunicativo eficiente, el económico, para
desarrollar una relación intercultural lo suficientemente equilibrada
como para que estos zapotecos se sientan orgullosos de serlo, en un
contexto regional que tiende hacia la estigmatización y renuncia de
la identidad étnica. No ha sido necesaria la creación de una comple-
ja comunidad epistémica para que la comunicación y la relación in-
tercultural se desenvuelvan dentro de márgenes aceptables. Al pare-
cer, un cierto éxito económico de las poblaciones nativas no produce
la integración al sistema envolvente, sino un rediseño cultural, al que
hemos llamado transfiguración étnica, que favorece la reproducción
identitaria en un nuevo contexto, del que no se puede excluir la
abrumadora magnitud del poder económico y simbólico que provie-
ne del exterior. Éste sería también el caso de otros grupos étnicos
tales como los quechua otavaleños del Ecuador, los zapotecos binizá
del Istmo de Tehuantepec, los kuna de Panamá o los makká del Pa-
raguay, quienes han logrado una articulación adaptativa que no im-
plica una asimilación cultura al Estado que los contiene.
Pero los anteriores son, lamentablemente, los casos menos fre-
cuentes. La comunicación intercultural no depende sólo de la dispo-
sición a dialogar de la parte estatal del sistema comunicativo, sino
cada vez más de la capacidad indígena de asumir y defender posicio-
nes que supongan una cuota de poder adicional, lo que puede ser
más comprendido por los estados que la argumentación ética y mo-
ral. Así lo demuestra la importancia política que han cobrado los
130 PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD

indígenas ecuatorianos a través de la Confederación de Nacionalida-


des Indígenas del Ecuador (conaine), cuya capacidad de moviliza-
ción la llevó a participar activamente en los recientes (2002-2004)
cambios gubernamentales, así como constituirse en la actualidad en
una fuerza opositora que el Estado ecuatoriano sabe que no puede
subestimar. Algo similar ocurre en Bolivia, donde el Movimiento al
Socialismo (mas) de los aymaras, ha recogido las banderas de la iz-
quierda mediadas por organizaciones nativas productoras de hojas
de coca. También en dicho país, el Movimiento Indio Pachakutek,
una de cuyas bases está representada por los indígenas urbanos que
habitan principalmente en la ciudad de El Alto, conurbada con La
Paz, eligió primero la opción armada pero ahora está dialogando con
el gobierno en términos de igualdad política. El hecho es que estas
dos organizaciones bolivianas, fueron en gran parte responsables de
la caída del gobierno neoliberal en 2003 y en 2005, cuestionando la
política petrolera y sus planes de exportación masiva de gas.23 En otro
nivel y en otro país, desde el estallido insurreccional protagonizado
por los mayas integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacio-
nal, en México, la imagen nacional de los indígenas ha cambiado y
ya no se los considera sólo como una manipulable masa de carencia-
dos a quienes dirigir políticas asistenciales, sino como actores políti-
cos capaces de hacer sentir su presencia ante el Estado. Un caso muy
recordado es el de los mísquitos, sumos y ramas de la costa atlántica
de Nicaragua, quienes obtuvieron su estatuto de autonomía en los
años 80, a costa de una breve pero cruel guerra contra el Estado
revolucionario nicaragüense, que creía poder manejar la política
local con su propia lógica. Otro caso es el de los kuna de Panamá, la
autonomía indígena más vieja de América Latina, ya que data de
1953, cuya organización político-religiosa y su tenaz defensa territo-
rial, que incluyó la total destrucción de la policía colonial estatal en
1921, le ha permitido distintos niveles de negociación legal, política,
económica, educativa y cultural con el Estado panameño (M. Barto-
lomé y A. Barabas, 1998).

23 Estoy escribiendo en octubre de 2005 en momentos en que el étnico Movi-

miento al Socialismo liderado por Evo Morales, parece ser el favorito en las próxi-
mas elecciones presidenciales de Bolivia. Su triunfo significaría la presencia, por
primera vez en la historia de su país, de un presidente proveniente de la sojuzgada
mayoría poblacional nativa, históricamente reducida a la condición de minoría
sociológica.
PLURALISMO E INTERCULTURALIDAD 131
La evidencia histórica reciente demuestra entonces que el posicio-
namiento político, la acción militar o la movilización colectiva, han
permitido a los indígenas la posibilidad de ser escuchados por inter-
locutores que permanecieron sordos durante siglos a las demandas
políticas, económicas, éticas y morales de los pueblos nativos. Es la-
mentable que la violencia, y en menor medida la presión, sean los
recursos para acceder a posiciones más igualitarias dentro del proce-
so comunicativo. Pero al parecer es el único lenguaje que permite el
desarrollo de campos semánticos compartidos. El humanismo gené-
rico nunca ha sido capaz de proponer y generar un sistema de rela-
ciones interétnicas igualitario en América Latina, pero la violencia o
la movilización constante tienen un costo demasiado alto como para
proponerlos en calidad de alternativas viables. Sin embargo, la expe-
riencia histórica reciente es demasiado clara como para dejar dudas
al respecto. Para evitar la reiteración de los conflictos cabe a las so-
ciedades políticas y a las sociedades civiles reconocer la necesidad de
un diálogo intercultural, que proviene de un hecho que debe ser
reconocido en toda su dimensión: la propuesta del Estado-nación
culturalmente homogéneo ha fracasado, el carácter pluricultural de
los Estados es un dato que puede no gustarles, pero que forma parte
de una realidad insoslayable. Se trata de construir sistemas de articu-
lación de la diversidad igualitarios, en los que cada una de las partes
no pretenda modificar a la otra, pero que todas estén abiertas a las
posibilidades de enriquecimientos mutuos.
4. ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS1

A la memoria de mi amigo Robert Jaulin

El planeta había sido parcelado en distintos países


cada uno provisto de lealtades,
de queridas memorias, de un pasado
sin duda heroico... de una mitología peculiar,
de próceres de bronce, de aniversarios,
de demagogos y de símbolos. Esa división,
cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras
jorge luis borges

Las relaciones interétnicas suponen, entre muchas otras cosas, el


encuentro y la confrontación de distintas lógicas culturales y políticas.
El no reconocer esas diferencias suele actuar como un factor adicio-
nal de incomprensión entre los protagonistas de los sistemas interét-
nicos. Es por ello necesario interrogarnos no sólo sobre las lógicas
de las sociedades nativas, sino también sobre los orígenes y caracte-
rísticas de las lógicas políticas e institucionales estatales puestas en
juego dentro de las actuales modalidades de articulación con culturas
alternas que configuran los procesos interculturales. Una de las ca-
racterísticas de esas lógicas, guiadas por la participación en una tra-
dición política tan internalizada que determina la existencia de
prejuicios subteóricos, es la no comprensión del carácter histórico y
contingente de instituciones y conceptos a los que se atribuyen pre-
dicados universales, a pesar de ser históricamente construidos. Por
ello que intento aquí una aproximación reflexiva a conceptos tales
como nación, Estado y ciudadanías, temas que propongo que requieren
de más atención de la que se les ha dispensado tradicionalmente en
el estudio de las relaciones interétnicas, ya que es dentro de sus mar-

1Deseo dejar constancia de reconocimiento a mi colega y amiga la Dra. Dolors


Comas d’Argemir Cendra, de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, Cata-
lunya, España, por su valiosa lectura y comentarios a una primera versión de este
ensayo.

[133]
134 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

cos físicos, políticos e ideológicos que se insertan las configuraciones


étnicas contemporáneas.
La denominación de nación o nacionalidades que reivindican
ahora muchos grupos étnicos en toda América Latina, entra en con-
flicto con la imagen decimonónica del Estado uninacional y teórica-
mente homogéneo los aspectos cultural y político. En oportunidades
el sólo uso del término resulta escandalizador para las sociedades
políticas de los distintos estados, quienes lo identifican con la frag-
mentación de sistemas estatales trabajosamente construidos y, en
muchos casos, aun débilmente legitimados. Quizá parte de la resis-
tencia a aceptar el carácter nacional de las comunidades étnicas
dentro de un Estado, radica en el significado adjudicado al término
“nación”, generalmente confundido con el mismo Estado. Resulta
obvio que el problema involucrado en la definición de la nación no
es sólo semántico, pero el ambiguo uso que se le suele dar al con-
cepto contribuye a la confusión. No creo que la etimología ayude
mucho a aclararlo, porque es el resultado de un proceso histórico
específico, en el que las terminologías sólo nombran los resultados y
no a constructos independientes de la voluntad humana.2
Los comentarios anteriores pretenden proporcionar un punto de
partida para referirnos a los factores históricos, culturales, económi-
cos y políticos que han dado lugar a ese tipo especial de asociación
humana que llamamos nación, cuyo conjunto de características evi-
dencian una indudable relación estructural con lo que la literatura
antropológica ha conceptualizado como etnia. Ésta es una relación
que se puede postular más allá de sus diferentes acepciones acadé-
micas, si asumimos que etnias y naciones son configuraciones sociales re-
sultantes de distintos procesos históricos y políticos vividos por comunidades
etnoculturales que pueden ser de naturaleza similar. Algunas de las nacio-
nes contemporáneas creen poseer una base étnica identificable, o al
menos propuesta en cuanto tal, como en el supuesto caso paradig-
mático de Francia, a pesar de que en la época de la Revolución
francesa más de la mitad de la población del país no hablaba el actual

2 La palabra nación proviene del verbo latino nasci (nacer) y en su sentido ori-

ginal se refería a los nacidos en un mismo lugar, tales como a las comunidades
universitarias medievales, pero para fines del siglo xviii pasó a designar a los po-
bladores de un país, de un Estado, aunque en un sentido secundario también de-
signaba a los pueblos extranjeros: por ejemplo, pueblo de Israel y naciones gentiles
(D. Rustow, 1976, vii: 301-311).
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 135
francés.3 Pero la mayoría de los actuales estados europeos no pueden
remitir sus orígenes a una composición étnica exclusiva, situación en
la que se encuentran la totalidad de las formaciones estatales latinoa-
mericanas que se asumen como uninacionales. Sin embargo, y a
partir de las actuales reivindicaciones nacionalitarias de las socieda-
des indígenas, con frecuencia etnia y nación son concebidos y utiliza-
dos como términos excluyentes y antagónicos, al suponer que la
existencia de la primera dentro de un Estado, supone un riesgo para
la nación concebida como formación social y cultural homogénea.
Propongo entonces realizar una breve reflexión en torno a esta apa-
rente contradicción, recogiendo la propuesta que hiciera A. Smith
(2000:31) en el prefacio a la traducción castellana de su obra Nacio-
nalismo y modernidad, en el que señala que:

Si fuéramos capaces de diferenciar entre naciones y el concepto más amplio


de etnias, de distinguir entre nacionalismo y etnocentrismo, tal vez pudiéra-
mos analizar las distintas formaciones (antiguas, medioevales y modernas)
desde un punto de vista “etnosimbólico”, en términos de su aproximación a
los tipos ideales de etnia y nación, sin intentar ver un determinismo evolu-
cionista en el curso de la historia.

aparatos estatales

No se pretende ni se puede desarrollar aquí el vasto conjunto de


perspectivas analíticas sobre el Estado, que han generado la ciencias
sociales en general y la antropología en particular. Intento limitarme
a señalar algunas de sus características y lógicas operativas, tanto
históricas como contemporáneas, que considero particularmente
relevantes para entender la inserción de las minorías étnicas en el
marco de los actuales aparatos políticos estatales. En primer lugar,
quisiera señalar mi acuerdo con la proposición de M. Kaplan
(1976:152) cuando señala que el Estado no es equivalente a la orga-
nización política autónoma, sino una de sus manifestaciones que no

3 No sólo más de la mitad de la población no lo hablaba en 1789, sino que sólo

alrededor de 15% lo hablaba “correctamente” (es decir, la versión que después fue
oficial), tal como fuera documentado por Ferninand Brunot en su Histoire de la
langue francaise (1927-1943) y citado por E. Hobsbawm (1997:69).
136 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

agota el fenómeno de lo político. Todas la asociaciones humanas


han desarrollado mecanismos integrativos, es decir políticos, de
distinta naturaleza, tendentes a buscar el adecuado funcionamiento
y la continuidad de su asociación. Algunos autores, como M. Shalins
(1972:16), siguiendo la línea de pensamiento inaugurada por Hobbes,
han querido ver en dichos mecanismos la afirmación de un estado
de paz sobre el de guerra, entendiendo esta última no como un si-
tuación sino como una condición, como la posibilidad del uso ge-
neralizado de la fuerza. En este sentido, todas las asociaciones po-
líticas se constituirían como negaciones de la potencial violencia
interna, construyendo lazos de reciprocidad, solidaridad e interde-
pendencia entre sus miembros, factibles de dar origen a mecanis-
mos de identificación compartida que favorezcan y definan la
membresía. Las sociedades sin Estado no eran, ni son, sociedades
carentes de vida política, sino orientadas por lógicas asociativas cuya
naturaleza, como vimos, ha motivado el desarrollo inicial de la an-
tropología política.
Dentro de la tradición asumida como propia por la antropología,
una de las líneas de investigación sobre el origen y desarrollo del
Estado, parte de la obra de Lewis Morgan, cuya Ancient Society, vio la
luz por primera vez en 1877. A partir de su obra se generó una pers-
pectiva de corte evolucionista unilineal, que enfatizó el criterio de
complejidad creciente en el desarrollo de las instituciones políticas,
de acuerdo con el cual el modelo de Estado-nación conformado a
partir de fines del siglo xviii, aparecería como la última y más aca-
bada forma organizativa humana. Basándose en Morgan y en sus
propias investigaciones, F. Engels (1889) propuso que el Estado, en
tanto producto de las sociedades económicamente evolucionadas e
internamente diferenciadas, se manifiesta como indisolublemente
ligado a la división de una sociedad en clases. Por lo tanto el Estado
no sería el órgano de toda la sociedad sino de una parte de ésta, que
se apropia del control del funcionamiento económico de la misma y
recurre al monopolio de la política y de la violencia para ejercer su
dominación.
Miles de páginas se han escrito sobre estos conceptos seminales,
de los cuales sólo quiero rescatar el factor de dominación como carac-
terística inherente al Estado, que en el caso que nos ocupa no co-
rresponde sólo a una elite económica, sino también a un grupo
culturalmente diferenciado de otra parte de la población que habita
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 137
en el ámbito de su hegemonía política. Precisamente M. Weber (1979
[1922]) fue quien caracterizó al proceso de formación del Estado,
como la sucesiva aparición de las condiciones necesarias para el surgi-
miento de distintas asociaciones de dominación. Estas transcurren
desde las formas de dominación que él consideraba tradicionales (pa-
triarcal, patrimonial, carismática, hierocrática), hasta la dominación
legal-burocrática, expresada por el Estado contemporáneo al autor,
basado en la racionalidad y el cálculo,4 capaz de desarrollar todas las
funciones de las asociaciones anteriores. Weber proponía que el Esta-
do se definía por el monopolio de la coacción física, de la “legítima
violencia”, legitimando su racionalidad en la capacidad de ejercer la
operación de expropiación del poder, ante el conflicto derivado de la
presencia de diferentes actores sociales en competencia.
Al desarrollar sus perspectivas teóricas con base en las experiencias
estatales europeas, los ilustres fundadores de las ciencias sociales
contemporáneas y muchos de sus continuadores, pocas veces repara-
ron en las situaciones de dominación construidas en contextos de
diversidad cultural, ya que el colonialismo era percibido como un
proceso normal y legítimo, resultante de la expansión “civilizatoria”
europea (véase, v. gr., L. Krader, 1972).. Por otra parte, rara vez la
pionera reflexión social trató de entender el caso de los países lati-
noamericanos, en los mismos términos analíticos dedicados a las
formaciones sociales europeas. Se suponía, y muchas veces todavía se
supone, que el proceso colonial concluyó con las independencias y
la configuración actual de los Estados-nación. Resulta poco frecuen-
te destacar que, en sentido estricto, los estados poscoloniales latinoa-
mericanos, se comportaron y se comportan objetivamente como es-
tados neocoloniales. Todos los estados latinoamericanos son previos a
la existencia de las naciones contemporáneas y también previos a la
idea de una colectividad nacional, ya que se estructuraron sobre so-
ciedades estamentales. Es decir que los aparatos estatales se constru-
yeron sobre colectividades humanas heterogéneas a las que preten-
dieron unificar como naciones homogéneas. Las grupos políticos
dirigentes de los estados desarrollaron un comportamiento de elites
étnicas, predominantemente blancas, criollas o mestizas, según el

4 Por racionalidad, Weber entendía la eficacia en la obtención de fines, y por

cálculo, el hecho de que todos los miembros de la sociedad eran calculables, es


decir, una ciudadanía a la que se le puede adjudicar un predicado unívoco: simila-
res derechos y obligaciones, todos pagan impuestos, etcétera.
138 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

caso, intentando imponer una propuesta cultural exclusiva en todo


el ámbito de su hegemonia. Este sistema de dominación estatal no
es entonces sólo económico y político, sino también ideológico, lin-
güístico y cultural, en la medida en que involucra la imposición de
una versión de una tradición civilizatoria exclusiva, en espacios po-
blados por una multitud de culturas diferentes y provenientes de
distintas civilizaciones. Por otra parte, la subordinación de esas élites
respecto a los modelos metropolitanos con los que se identifican y a
los cuales se encuentran ligados por estrechos lazos mercantiles e
ideológicos, las hicieron y las hacen desempeñarse como represen-
tantes de una indirect rule colonial metropolitana, que ya no requiere
de la ocupación territorial para imponer sus intereses. Sin insistir en
la ya venerable teoría de la dependencia, este sigue siendo uno de
los rostros contemporáneos de América Latina.
Así, el desarrollo histórico y contemporáneo de los estados in-
doamericanos objetivamente multiétnicos, se basó en una operación
de apropiación del poder por parte de uno solo de los grupos etno-
culturales que los poblaban. Los aparatos políticos estatales resultan-
tes manifiestan entonces una rigidez opresiva, ya que están diseñados
para imponer un predicado exclusivo a un conjunto social cultural-
mente diferenciado. Aunque su poder impositivo se encuentra en la
actualidad debilitado, como resultado de la globalización mercantil
y comunicativa, todavía aspiran a representar a un conjunto indife-
renciado de ciudadanos. Sólo en los últimos años, y como resultado
de las luchas indígenas en los distintos ámbitos estatales, las legisla-
ciones locales comienzan a reconocer tímidamente el carácter pluri-
cultural de los estados, después del fracaso de las políticas integra-
cionistas que trataron de unificar a las poblaciones de acuerdo con
un modelo unitario del ser social.

configuraciones nacionales

Al igual que muchas de las instituciones humanas, el concepto de


nación ha sido objeto de vastos análisis, tanto por juristas y politólogos,
como por científicos sociales. Pero, cabe destacar, que se trata de una
reflexión sobre los orígenes del las naciones, el nacionalismo y la
modernidad básicamente orientada hacia Europa, por lo que algunas
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 139
de sus argumentaciones no son pertinentes en nuestro caso donde,
debo insistir, ninguna de las formaciones estatales locales son produc-
to de una comunidad etnocultural preexistente. No es éste el lugar
ni el espacio para reseñarlas, pero quisiera destacar algunos elemen-
tos comunes presentes en la mayoría de las perspectivas analíticas.
Quizá una de las más acuciosas reflexiones políticas de comienzos de
siglo xx sea la de Otto Bauer (1979), quien entendía a la nacionali-
dad como la filiación histórica de un individuo.5 Para Bauer, la par-
ticipación en un pasado compartido, suponía una comunidad de desti-
no en la medida en que ese pasado se proyecta hacia el presente y el
futuro de una comunidad cultural, proceso generalmente mediado
por un aparato político propio, es decir por un Estado. Años después
de esta perspectiva, Marcel Mauss acuñó una definición evolutiva de
nación entendiéndola como una “sociedad material y moralmente
integrada, con poder central estable, permanente, con fronteras
determinadas, con relativa unidad moral, mental y cultural de sus
habitantes que acatan consecuentemente al Estado y sus leyes”
(1972:286), concepción en la que está implícita la referencia al Estado
francés contemporáneo al autor que escribía hacia 1920, a pesar de
que el Estado no era el objeto de su definición.
Ya en épocas recientes, A. Smith (2000:33) señala que los paradig-
mas analíticos respecto a los orígenes de las naciones y el nacionalis-
mo en los últimos años se orientan: a] por una versión sociocultural,
basada en la necesidad de construir una “cultura avanzada” relacio-
nada con la modernización y la industrialización; b] los modelos so-
cioeconómicos que enfatizan la racionalidad de la economía y de los
intereses en la configuración de las naciones; c] las perspectivas po-
líticas basadas en la determinación de las fuentes del poder, tales
como el papel de la guerra, las elites y el Estado y; d] las versiones
ideológicas, que proponen al nacionalismo como un sistema de
creencias vinculado a la historia de las ideas. Pero, tanto en los ám-
bitos de la modernidad, de la economía, de la política o de las ideo-
logías, han sido muy pocos los autores que al aproximarse al tema
de la nación no lo identifican en forma explícita o implícita con el

5 Aunque es anterior a la caída del imperio austrohúngaro la reflexión de Bauer

se inserta dentro de la preocupación de la socialdemocracia europea, en este caso


del austromarxismo, por el destino de las comunidades lingüísticas y culturales
diferenciadas, es decir, nacionales, contenidas dentro del marco de un macroestado
cuya fragilidad ya era evidente.
140 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

Estado, a pesar de que no son equivalentes. Incluso el mismo Anthony


Smith vinculó a las etnias, las naciones y al Estado, al proponer que
“..las naciones son etnias económicamente integradas en torno a un
sistema de trabajo con complementaridad de papeles, cuyos miem-
bros poseen igualdad de derechos en tanto ciudadanos de una co-
munidad política no mediada...” (1983:187). Pero en esta visión
aparecen tanto la organización económica, como la igualdad jurídica
y la autonomía política, precisamente rasgos definitorios del Estado,
como características comunes a las naciones, por lo que su perspec-
tiva sigue identificando al Estado con la nación
A pesar de esta asimilación casi automática entre Estado y nación,
entre aparato político y colectividad cultural, autores como E. Gellner
sostienen que las naciones sólo pueden ser definidas como tales a
partir del desarrollo de los nacionalismos, entendidos como teorías
de legitimidad política ligadas a la modernidad, ya que son éstos
precisamente quienes construyen a las naciones, señalando que “el
nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber
congruencia entre la unidad nacional y la política” (1988). Tanto por
la labor de los aparatos estatales, como por la influencia de los na-
cionalismos políticos, las comunidades sociales que construyen a los
Estados, son después construidas por éstos, generando una espesa
articulación dialéctica que tiende a oscurecer la cuestión de los orí-
genes de ambos. Así, nación y Estado se manifiestan hasta el presen-
te como términos que no pueden ser tratados de manera indepen-
diente, en la medida en que la naturaleza de cada uno representa la
concreción de la naturaleza del otro, aunque no sean términos equi-
valentes. La búsqueda de la homogeneidad nacional implica la acción
de un aparato estatal y la construcción de dicho aparato supone la
presencia de una comunidad que se asume como nacional basada en
la postulación de una teoría o, mejor dicho, de un sistema de creen-
cias o de una ideología, que pretende definirla como diferente a otras
colectividades de parecida o similar naturaleza.
Muchos autores, incluyendo especialistas tales como T. Eriksen
(1993) o E. Gellner (1988,1991) no distinguen muy claramente
entre etnias y naciones, ya que suelen utilizar los términos de ma-
nera indiferenciada. Y es que resulta difícil separar términos tan
interrelacionados aunque de distintas características. Entre los po-
cos que señalaron la diferencia está B. Akzin (1983) quien había
conceptualizado a la nación como un grupo étnico que se constituía
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 141
a sí mismo en términos de una estructura política, o bien que se
confrontaba con dicha estructura, definiéndose políticamente por
ese mismo acto antagónico. Así, una nación no sería sino una etnia
políticamente integrada. A pesar de que los juristas generalmente
siguen manejando una concepción reificada de la nación, las cien-
cias sociales han trascendido las perspectivas evolucionistas unili-
neales y las mitificaciones primordialistas, analizando el contenido
ideológico del concepto. Así lo manifiesta la obra de B. Anderson,
cuando señala el carácter de comunidad imaginada de la nación,
en la medida en que sus miembros no se conocen entre sí, pero a
la que se supone dotada de una gran solidaridad horizontal dentro
de sus bien definidos límites territoriales, es decir “una comunidad
política imaginada como inherentemente limitada y soberana”
(1993:23). Si bien a esta definición subyace el cuestionable criterio
marxista de la “falsa conciencia”, y digo cuestionable porque la
conciencia de algo es siempre una “conciencia posible” generada
por una realidad dada (M. Bartolomé, 1997), su valor consiste en
destacar el carácter ideológico adjudicable al mismo concepto de
nación, que a partir de su asunción pasa a constituirse como una
especie de ontología social e individual para percibir a los otros.
Incluso, con una crudeza de raigambre contestataria, S. Giner
(1994:37) ha propuesto que la nación no sería sino una tribu rede-
finida, sacralizada y transfigurada por la modernidad, que ha obli-
gado a los seres humanos a reestructurar sus relaciones primordia-
les y reestablecerlas bajo las condiciones de destribalización fijadas
por el Estado.
Para contribuir a desmitificar el término, debemos recordar que
la Revolución francesa representó el verdadero origen de la idea de
nación, tal como es concebida en la actualidad;6 concepto que se
extendió por todo el mundo con una intensidad y velocidad inusita-
das (E. Hobsbawm, 1978). Así había sido advertido por J. Habermas
(1989:89), quien considera que el nacionalismo surgido a fines del
siglo xviii representó una nueva forma de identidad colectiva espe-
cíficamente ligada a la modernidad; lo que obligó a las comunidades

6 No se trata de un fenómeno sólo ideológico, ninguno lo es, sino que tiene su

sustento en el contexto histórico del momento, incluso el nacionalismo ha sido


calificado como “un comportamiento etnocéntrico que se generaliza en el siglo xix
como respuesta populista a los problemas internacionales causados por un desarro-
llo industrial desigual entre territorios (A. López,” 1994:8).
142 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

políticas a redefinir sus sistemas de relaciones sociales y culturales y


reestablecerlos a partir de las nuevas normas fijadas por el Estado.
Con anterioridad a 1789, la adscripción y la identificación con una
colectividad de pertenencia se expresaba en base a diferentes repre-
sentaciones ideológicas y variados sistemas organizativos.7 Se trata
entonces de un nuevo tipo de comunidad, generada a partir de la
estructuración política y jurídica de los estados burgueses que reem-
plazaron a las monarquías patrimoniales. Es decir que la nación pasó
a ser entendida como un conjunto de ciudadanos cuya soberanía
colectiva los constituía en un Estado que era su expresión política
(E. Hobsbawm, 1997:27). Esta colectividad, concebida como cultural
y política a la vez, buscó recurrir coyunturalmente a una serie de
rasgos tales como la raza, la lengua, la religión, la historia o el terri-
torio, que pasaron a desempeñarse como elementos emblemáticos
para fundar y legitimar las nuevas filiaciones comunitarias. Al no
existir un hecho sociológico único como base de esta nueva identi-
dad, ahora llamada nacional,8 cada nacionalismo desarrolló su propia
teoría de los valores, destacando como valor primario el hecho dife-
rencial que asumía como básico para su estructuración y confronta-
ción con otros.
Pero el verdadero agente organizador de estas identidades fue
precisamente el aparato político que generaron, es decir el Estado
derivado de las revoluciones burguesas, que desarrolló sistemas lega-
les normativos que teóricamente unificaron a la población ante las
7 En la Roma expansiva el concepto de Patria se definía por la fidelidad al

imperio y a la solidaridad de los habitantes del mundo civilizado confrontado


con los bárbaros. En la Edad Media, la fidelidad feudal se consolidaba por el
juramento de vasallaje. En el siglo x la patria se identificaba con la diócesis, en
la cual el obispo feudal se desempeñaba como pater patriae; así, el concepto
adquirió un fuerte contenido religioso que más tarde se proyectaría hacia las
lealtades territoriales. En las monarquías desarrolladas y en razón del patrimo-
nialismo, la patria se identificaba con la figura del rey. El desarrollo del concep-
to supuso una cada vez más definida base territorial, expresada primero como
fidelidad al rey y a la tierra y a fines de la Edad Media como fidelidad y defensa
de los fueros, es decir las regulaciones jurídicas otorgadas por el soberano a la
colectividad (N. Busquets, 1971).
8 El concepto se extendió por el mundo con una velocidad inusitada por la in-

fluencia de la Revolución francesa. Un ejemplo notable de esta difusión en el siglo


xix lo proporciona E. Hobswam (op. cit.), al comentar que la palabra turca vatan,
que hasta 1800 aludía al lugar de nacimiento o residencia , hacia mediados del siglo
se había transformado en un concepto similar al de patria y generalmente traduci-
do como nación.
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 143
leyes, construyéndola como una ciudadanía,9 en la que a cada uno de
sus miembros se le podría adjudicar un predicado unívoco. Por su-
puesto que antes del siglo xix existían comunidades políticas y cul-
turales relativamente integradas que no eran monárquicas, tales
como las repúblicas citadinas renacentistas, pero L. Tivey (1987:13)
señala que lo que en realidad se desarrolló en el siglo xix fue la
“ideología de la nación”, es decir la creencia en que las naciones eran
unidades naturales y las únicas formas políticas legítimas que daban
sustrato a los Estados, creencia en la que estaba implícita la referen-
cia al supuestamente homogéneo Estado francés. Sin embargo, el
detallado análisis histórico realizado por E. Gellner lo lleva a concluir
en que “las naciones, al igual que los Estados, son una contingencia,
no una necesidad universal” (1991:19).
Se puede proponer entonces que una de las características defini-
torias de las nacionalidades, es la presencia de una identificación
colectiva básicamente desarrollada o construida por el Estado, a tra-
vés de la participación en una ciudadanía que otorga a todos los
actores sociales similares derechos y obligaciones. Ciudadanía, teóri-
camente igualitaria e incluyente, que orienta a sus miembros hacia
similares visiones ideológicas de la realidad, a pesar de las diferencias
económicas, sexuales, generacionales o culturales. Pero esta teórica
inclusión supone simultáneamente una exclusión de aquellos que no
se parecen al modelo de ciudadano propuesto por la comunidad
política dominante. Precisamente el éxito del llamado nation building,
se puede definir por la capacidad de un Estado en su tarea de cons-
truir tipos similares de seres humanos, parecidos entre sí y parecidos
al modelo referencial proporcionado por el grupo que maneja el
orden político estatal.
Vemos de esta manera que la nación contemporánea, en tanto produc-
to histórico, no sería sino una etnia territorialmente definida, ideológicamen-
te construida, jurídicamente estructurada y políticamente organizada por el
Estado. Incluso esta construcción no requiere de la preexistencia de
una comunidad lingüística o cultural homogénea, puesto que es el
Estado mismo el que se encargará de la tarea de homogeneizarla. Tal
como ha sido destacado por N. Bilbeny, en el aspecto espacial el

9 Se desarrolla así una ciudadanía civil referida a los derechos ciudadanos tales

como la propiedad, la liberta del acceso a la justicia, etc. También implica una ciuda-
danía política que supone el derecho a participar en el poder público y una ciudadanía
social basada en el derecho a recibir apoyo de las instituciones estatales.
144 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

desarrollo casi mítico de la noción de patria o tierra de los padres,


hace que el territorio sea pensado como ámbito de un orden políti-
co unitario, a la vez que la noción real o ficticia, pero en todo caso
mitificada, de formar parte de un mismo pueblo, otorga profundidad
temporal y continuidad a la comunidad construida (1998:68). Por
ello que para E. Gellner, el nacionalismo supone un cierto narcisismo
colectivo, ya que “en una era nacionalista las sociedades se adoran
abierta y descaradamente, prescindiendo de todo disimulo” (1988).
Se trata entonces de una sociedad que se asume en términos políticos
que enfatizan su carácter de colectividad cultural exclusiva, configu-
rándose como un especial tipo de comunidad territorial que se defi-
ne étnica y políticamente a la vez. Surge así desde esa época la
identificación conceptual entre el Estado y la nación, aunque en
realidad el primero es el aparato político de la segunda,10 a la vez
que también es su constructor. Como en toda dialéctica institucional,
la misma sociedad que crea al Estado es a su vez creada por éste, ya
que las generaciones posteriores se desarrollan dentro de la lógica
impuesta por esa construcción política reificada, que busca legitimar-
se presentándose como una manifestación esencial de cada socie-
dad.11 Y de hecho el Estado recurre al nacionalismo que él mismo
promueve, para movilizar y manipular a la ciudadanía ante peligros
externos o internos, sean éstos reales o derivados de los intereses
estatales. De esta manera, la propuesta de la “unidad nacional”, en-
tendida como homogeneidad, se fue convirtiendo en uno de los
componentes de la lógica de los Estados.
El proceso de conformación de las nuevas comunidades políticas
en Europa, que fuera después reproducido en América Latina y en

10 Un ejemplo exponencial de esta identificación aparece en la obra de Max

Weber (1979), para quien el factor fundamental de la nacionalidad sería la kultur,


concebida como el conjunto de valores que proporciona solidaridad al grupo por-
tador de los mismos, al tiempo que le permite contrastarse con los extranjeros. Pero
esa kulturnation, solo podría preservarse como tal en la medida en que se concrete
en un Estado fuerte, el machstaat.
11 Una concreción filosófica de ese proceso de dominación ideológica aparece

claramente manifestada en la concepción hegeliana del Estado como realizador del


ideal ético de la sociedad. Y es precisamente el factor dominación lo que caracteri-
zaría al Estado en los términos propuestos por Max Weber, dominación que se
manifiesta en el Estado moderno a través del monopolio de la “legítima violencia”
(1979). O, como lo calificara el vehemente Kropotkin, el Estado es la coerción, “la
violencia organizada”.
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 145
el resto del mundo, se realizó a expensas de una deliberada expro-
piación de los derechos de las etnias menos afortunadas. La mayoría
de las formaciones políticas y territoriales anteriores a los Estados-
nación, estaban habitadas por una pluralidad de grupos etnolingüís-
ticos. Pero los sectores hegemónicos numérica o económicamente
más poderosos, asumieron no sólo el control de los aparatos estatales
sino que también se propusieron como modelo de identificación
social. De esta manera y a través de sistemas compulsivos, mediados
por los que Gramsci calificara como aparatos ideológicos del Estado,
concretados en sus instituciones y en forma más contemporánea por
los medios de comunicación masivos, los grupos dirigentes de las
etnias-naciones dominantes buscaron imponer a poblaciones étnica-
mente diferenciadas, la idea de que a partir de ese momento forma-
ban parte de un Estado lingüística y culturalmente homogéneo. Tal
como expresara H. Bhabha (2002:182), “los pueblos son los objetos
históricos de una pedagogía nacionalista, que le da al discurso una
autoridad basada en un origen previamente dado o históricamente
constituido en el pasado”. Incluso, y como lo veremos en el capítulo
5, los indígenas pasaron a ser concebidos y propuestos, por el discur-
so, como componentes fundadores de la nacionalidad. Así se inició
el proceso de represión de las especificidades de los otros grupos que
poblaban la jurisdicción política de los Estados, que pasaron a con-
figurarse como minorías étnicas subordinadas, a partir de la cons-
trucción uninacional sobre ámbitos multiétnicos. Este proceso de
pérdida de lo propio en aras de los probables, y a veces dudosos,
beneficios derivados de la incorporación a otras formas de organiza-
ción social y política no es un fenómeno novedoso: en este sentido
N. Bilbeny nos recuerda a Aristóteles, cuando señalaba que para
hacer posible la polis, la vida colectiva, los ciudadanos debían olvidar
sus diferentes orígenes, es decir, dejar atrás la antigua pertenencia a
un ethnos comunitario (1998:69).
Este proceso se desarrolló en América Latina después de la inde-
pendencia de las clases dominantes criollas y mestizas que heredaron
y se apropiaron de los Estados coloniales, asumiéndose a la vez como
grupo referencial en los distintos procesos de construcción nacional.
Si bien los grupos criollos y mestizos no constituían etnias preexisten-
tes, adquirieron un especial carácter étnico –se etnificaron– a través
de su confrontación con las etnias nativas; confrontación a partir de
la cual se fueron desarrollando procesualmente las distintas identi-
146 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

dades surgidas por el contraste interétnico. En este sentido, los sec-


tores criollos o mestizos que construyeron los estados se identificaron
a sí mismos en términos étnicos exclusivos, definiéndose como una
colectividad no sólo política sino también lingüística y cultural dife-
renciada del resto de la población que no compartía esas caracterís-
ticas. De esta manera, las posiciones de clase fueron también inter-
pretadas en relación con la filiación cultural, construyéndose una
doble distinción, económica y étnica a la vez, por parte del grupo
cuya hegemonía política pretendió ser ideológicamente avalada por
la discriminación racial heredada del mundo colonial (véase L.
Hanke, 1974). Ello ya fue advertido por el naturalista Von Humboldt
en 1822 cuando documentó en su Ensayo político sobre el reino de la
Nueva España que “En América, la piel más o menos blanca decide
la posición que ocupa el hombre en la sociedad”.

el “nacionalismo” indio

Históricamente entonces, el Estado ha sido el constructor de las nacio-


nes configuradas a partir de los grupos que lo desarrollaron como su
aparato político. En América Latina los estados crearon las actuales
naciones, pero ninguna comunidad etnocultural precolonial logró
crear un Estado. Sin embargo el fenómeno nacionalitario, entendido como
la construcción de una identificación común para una colectividad humana,
no está necesariamente ligado a los sistemas estatales, aunque por lo
general ha sido una de las demandas más definidas de aquellos grupos
etnoculturales que consideraban que la autodeterminación política
sólo era posible en el marco de un Estado autónomo. La literatura
referida a los nacionalismos europeos está repleta de ejemplos respec-
to a las aspiraciones estatales de las comunidades étnicas, puesto que
los movimientos nacionalistas se orientaron hacia la confrontación con
los Estados-nación expansivos y a la eventual competencia con éstos
una vez lograda su total autonomía política, es decir su configuración
estatal. También el proceso de descolonización de posguerra en África
supuso la apresurada construcción de nuevos Estados de pretensión
uninacional, sobre los abigarrados panoramas étnicos contenidos den-
tro de los marcos de las antiguas jurisdicciones coloniales, proceso que
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 147
hasta ahora da lugar a frecuentes conflictos entre las lealtades étnicas
y las lealtades estatales impuestas por los grupos dominantes.
Estas experiencias históricas hacen que el pensamiento social
contemporáneo y muchas perspectivas analíticas, sigan asumiendo
que toda lucha política de un grupo etnocultural sólo puede de-
sembocar en la construcción de un aparato estatal propio. Sin
embargo no es éste el único camino posible y ni siquiera, en la
mayor parte de los casos, un camino deseable. Se trata de proponer
configuraciones sociales y políticas viables, ya que fragmentar la
actual América Latina en una multitud de estados minúsculos no
creo que sea un proyecto sostenible ni buscado por nadie. Los in-
dígenas pretenden básicamente acceder a nuevas relaciones inter-
culturales desde ubicaciones más simétricas que las presentes, par-
tiendo de la posición de sujetos colectivos y no de individuos o
comunidades desagregados entre sí. En este sentido, propongo dis-
tinguir claramente entre el nacionalismo como ideología estatal u orientada
hacia la construcción de estados, del fenómeno nacionalitario entendido
como la búsqueda de una identificación compartida. Estos procesos étni-
cos no están entonces orientados a construir un aparato estatal, sino
a configurar una colectividad con conciencia de sí misma y objetivos
compartidos dentro de específicos marcos culturales, cuyo futuro
estará articulado a la formación estatal de pertenencia.
Pero más allá de la historicidad y de la semántica del concepto nación,
su utilización contemporánea generalmente pretende designar a las
únicas comunidades sociales cuya diferencias se consideran legítimas y
que pueden ser aceptadas por las otras colectividades humanas. Como
bien lo ha destacado A. Rita Ramos (1996:79) para el caso brasileño, las
etnias han sido percibidas como irregularidades sociales heredadas de
un pasado que deben ser diluidas en el torrente nacional. Por ello, la
reivindicación “nacional” que esgrimen ahora los movimientos indios,
aunque tomando prestado el término y asustando a los Estados-nación,
en realidad apela a un instrumento semántico que permita aceptar que
su diferencia es legítima y que merece un reconocimiento político simi-
lar al de la sociedad dominante. Creo, en este sentido, importante rei-
terar que las actuales demandas nacionalitarias indígenas no pasan ne-
cesariamente por la configuración de Estados-nación indios (aunque
ello sería eventualmente legítimo), sino por una búsqueda de reconoci-
miento como sujetos colectivos ante las colectividades nacionales e in-
ternacionales en términos que sean comprensibles para éstas.
148 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

Lo anterior ya había sido advertido por Isaiah Berlin (1998)


cuando destacaba en 1961, que el anhelo de reconocimiento por
parte de los grupos minoritarios se había convertido en una de las
mayores fuerzas de la historia contemporánea. Esta búsqueda de
reconocimiento protagonizada por grupos humanos víctimas de
relaciones de dominación, de millones de personas heridas y ultra-
jadas en su condición humana, no es sino la expresión de la bús-
queda de un más digno acceso a la historia, en el que la palabra
dignidad deje de ser un concepto retórico y adquiera todo su carác-
ter de definición igualitaria. Sin el reconocimiento de la dignidad
compartida por las distintas culturas, las relaciones interculturales
estarán condenadas a reiterar los esquemas etnocéntricos y neocolo-
niales de intolerancia y discriminación que aún las tipifican, a pesar
de los saludables cambios legislativos de los distintos estados latinoa-
mericanos que han reconocido en forma reciente su carácter pluri-
cultural, al menos en las leyes, aunque falta mucho para concretarlo
en las prácticas políticas y sociales.
Así vemos que la Organización de Estados Americanos reúne teó-
ricamente a más de veinte Estados-nación de América Latina, si ex-
cluimos a las representaciones de los Estados Unidos y el Caribe. Pero
esa misma veintena de Estados está poblada por más de 400 grupos
etnolingüísticos, número que incluso puede aumentar de acuerdo
con los criterios utilizados en su definición, y que en conjunto suman
mucho más de 50 millones de seres humanos. Este abigarrado pano-
rama incluye una multitud de microetnias, es decir, grupos humanos
cuya población oscila entre centenares y pocos miles de miembros;
numerosas son también las mesoetnias, representadas por las colec-
tividades etnolingüísticas constituidas por decenas de miles a cientos
de miles de personas y finalmente tendríamos a las macroetnias,
entendidas como aquellos grupos cuyos miembros ascienden a millo-
nes de individuos. Cabe aclarar que este uso de los conceptos de
micro, meso y macroetnias, alude exclusivamente a la magnitud nu-
mérica, criterio que por lo general condiciona la presencia política
y cultural microrregional, regional o estatal de las poblaciones nati-
vas.12 Sin embargo, ninguna de estas colectividades étnicas están re-

12 Esta tipología numérica no debe confundirse con la propuesta por mi re-


cordado amigo Darcy Ribeiro (1983:44) quien entendía a las microetnias como
sociedades tribales, a las etnias nacionales como sociedades estatales y a las macroet-
nias como resultado de la expansión de las etnias nacionales sobre las microetnias.
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 149
presentadas en la oea, organización que reúne exclusivamente a las
etnias nacionales construidas por los Estados herederos de las juris-
dicciones administrativas coloniales. Hemos aprendido a convivir con
este escándalo sin advertir que lo era; lo asumimos como una carac-
terística normal de nuestras sociedades políticas, olvidando que éstas
han sido voluntariamente construidas y que por lo tanto pueden ser
repensadas y redefinidas. La ausencia de escándalo no debe sorpren-
dernos, puesto que incluso en la mayor organización multicultural
del mundo (o que debería serlo), las Naciones Unidas, la lógica po-
lítica y los procedimientos decisorios derivados de ésta, responde a
los modelos impuestos por los países occidentales, que reproducen
también en este ámbito una lógica hegemónica.
Pero este proceso no es nuevo, se trata del viejo antagonismo que
involucra a la especificidad contra la hegemonía. Confrontación
donde lo específico de las actuales ideologías indias se sustenta
tanto en el ámbito de lo explícito, en términos de sus formulaciones
políticas contestatarias, como en el ámbito de lo implícito: en el
marco de las tradiciones, costumbres y significados que reproducen
y manifiestan el ser profundo de las etnias. Ser profundo que consti-
tuye mucho más que una frase, acuñada como “pueblo profundo”
por Abdel Malek (1973), puesto que intenta denominar a ese con-
junto de hechos de civilización de los que son portadoras las etnias,
y que les permiten ahora postular un acceso autónomo a la recon-
quista de su identidad social distintiva, a pesar de los avatares que
esa identidad sufrió bajo las cambiantes situaciones coloniales. La
reconquista de la identidad es a la vez un acto de afirmación nacio-
nalitaria, en tanto expresión conjugada de las culturas que buscan
una construcción social e identitaria compartida que posibilite su
continuidad en cuanto tales, proceso que no debe ser confundido
con el nacionalismo reificante de los Estados-nación, ya que no
pretende constituirse en un acto de hegemonía sino de afirmación
existencial. Esta afirmación es también, pero no solamente, un
medio para obtener fines; ya que la nueva presencia en la historia

Una profundización de los conceptos de macro, meso y microetnia se encuentra


en un libro nuestro (M. Bartolomé y A. Barabas,1996). Como todo criterio numé-
rico, éste no puede ser considerado definitorio, puesto que es frecuente el caso de
microetnias que ocupan (u ocupaban y ahora reivindican) vastas extensiones terri-
toriales; sin embargo estimo que representa un criterio significativo ya que ayuda a
definir diferentes problemáticas.
150 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

supone simultáneamente un acceso a los recursos de los que han


sido históricamente despojados. La construcción de un “nacionalis-
mo indio”, si bien requiere de un cierto etnocentrismo para conso-
lidarse, superando los estigmas adjudicados a la condición étnica y
generando una percepción positivamente valorada de la propia
identidad, se orienta a ser más policéntrico que etnocéntrico, pues-
to que no aspira a dominar sino básicamente a existir. Se trata de
la ya mencionada búsqueda de reconocimiento para acceder a la
historia, lo que puede ser entendido en términos del deseo de un
nuevo tipo de protagonismo, ya no como objetos de procesos com-
pulsivos sino como sujetos colectivos activos, miembros de una
ciudadanía diferenciada de la dominante, pero dotados de un pasado
y un presente propios y por lo tanto de sus propios futuros.
Tal como lo destacara de manera pionera Karl Deutch (1969:87),
hasta la mitad del siglo xx muchos de los estudiosos del nacionalismo
tendían a considerarlo una especie de “estado de espíritu”, es decir,
una dimensión subjetiva de la identidad social. Ante esta perspectiva
Deutch propuso destacar el papel de los procesos de comunicación
dentro de los principios de cohesión de las sociedades, de las culturas
y de los individuos, concluyendo que las culturas y las sociedades se
fundamentaban en una comunidad de comunicación. Dicha propuesta
permite entender a los sistemas comunicativos como agentes motores
de las identidades colectivas, ya que la membresía a una comunidad
humana sólo es posible si los individuos que la integran saben o su-
ponen, de alguna manera, que forman parte de un conjunto mayor
que los incluye. El papel de la comunicación en la construcción de
una identidad compartida resulta fundamental. Así lo demuestra el
caso de numerosos grupos etnolingüísticos, que a pesar de compartir
lengua y cultura, desconocen la presencia de paisanos separados por
accidentes geográficos o fronteras políticas. Construir una comuni-
dad de comunicación intracultural, a partir de la búsqueda de obje-
tivos compartidos y del desarrollo de una capacidad de acción colec-
tiva, es la propuesta que sostiene la actividad de muchos de los
movimientos etnopolíticos locales en América Latina.
Cabe destacar la dificultad involucrada en este proceso de desa-
rrollo de un nuevo tipo de identificación colectiva, ya que por lo
general no está mediada por un aparato político unitario, es decir,
por un Estado propio que imponga la misma lógica y filiación a cada
uno de los miembros de los grupos etnolingüísticos. Creo que en este
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 151
sentido es necesario recordar tanto a Deutch (op. cit.) y su concepción
de las culturas como comunidades de comunicación, como a Bour-
dieu (1990) y a su noción de “campo mediático”, entendido en
tanto ámbito de disputa de procesos informáticos dominantes y do-
minados, hegemónicos y contestatarios; así los procesos de construc-
ción nacionalitaria indígenas son también vastos y complejos proce-
sos comunicativos. Ante la avasalladora presión de las información
institucional y de los medios masivos de comunicación que obran en
manos de los estados, la mayoría de los grupos nativos sólo pueden
oponer su tradición oral mediada a través de específicos ámbitos
semánticos y una todavía incipiente pero creciente organización et-
nopolítica, que tiende a posibilitar la comunicación de lo local con
lo regional y lo global. Cabe destacar que los desarrollos comunica-
tivos que genera la globalización y los consecuentes incrementos de
las presiones políticas y económicas sobre las poblaciones considera-
das “marginales” a los modelos del Estado-nación, han generado
también un incremento de la confrontación entre culturas. En forma
contradictoria, la globalización junto con la homogeneización gene-
ra diferenciación, en la medida en que aumentan las relaciones de
contraste entre individuos y culturas. La confrontación en algunos
casos ya no es metafórica, sino que se ha visto cruelmente obligada
a expresarse a través del lenguaje de las armas, puesto que los órde-
nes estatales y la cada vez más globalizada hegemonía occidental se
niegan a perder terreno en un combate que creían haber ganado
hace tiempo.

las múltiples ciudadanías

Más allá de las características internas que tengan estas nuevas colec-
tividades estatales, lo que representa una responsabilidad de todos
sus integrantes y no una decisión unilateral del Estado, cabe interro-
garnos sobre el tipo de ciudadanía que generan. No se trata de rea-
lizar una propuesta legislativa que multiplique el vasto universo de
leyes ociosas existentes, sino un ejercicio de reflexión destinado a
explorar y ampliar las posibilidades del campo social involucrado. Y es
que las demandas ciudadanas indígenas contemporáneas se basan en
una politización de las identidades, que pasan a ser asumidas como
152 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

sustento de la acción política (A. Bello, 2004). Este debate es parti-


cularmente importante, ya que algunos temen que una ciudadanía
diferenciada para los grupos étnicos constituiría una ciudadanía de
segunda clase o, por lo menos una ciudadanía no-ciudadana, ya que
el ideal liberal de la ciudadanía se basa en la igualdad de sus miem-
bros. En primer lugar debemos recordar que la misma noción de
ciudadanía representa una construcción histórica, referida a cam-
biantes procesos políticos y sociales (B. Van Steenbergen, 1994), por
lo tanto sus predicados pueden cambiar con el tiempo y los diferen-
tes contextos históricos. En su acepción ligada a la modernidad, su-
pone el derecho a la igualdad ante el Estado, a la participación po-
lítica y a la participación en la cultura de la colectividad.13 El clásico,
pero ya antiguo ensayo de T. H. Marshall (1977 [1949]), proponía
tres condiciones básicas para la plena ciudadanía: a] una ciudadanía
civil que implica derechos comunes y libertades individuales; b] la
ciudadanía política que implica la posibilidad de participar en el
poder colectivo y c] la ciudadanía social entendida como posibilidad
de acceso a similares niveles de bienestar. Los recientes cambios his-
tóricos cuestionan estos criterios, ya que el “Estado de bienestar”
tiende a desaparecer ante el neoliberalismo y la creciente desigual-
dad económica y social cuestiona la aparente universalidad de la
ciudadanía como conjunto homogéneo. A la vez que los nuevos mo-
vimientos sociales refuerzan la conciencia y defensa de los derechos
colectivos de los grupos diferenciados, contra del predominio de
los derechos individuales. Por otra parte la Unión Europea está de-
sarrollando una ciudadanía interestatal a través de legislaciones
compartidas. Es decir, que la vieja noción de ciudadanía está en cri-
sis ante la emergencia de nuevos contextos políticos y sociales.
Los principios mencionados se refieren a los derechos ciudadanos
adquiridos a partir de una membresía estatal, derivada del nacimien-
to en el seno de una comunidad política. Pero los integrantes de los
grupos étnicos han nacido y se han desarrollado en el seno de colec-
tividades culturalmente diferenciadas de la mayoritaria (aunque se

13 La misma idea de “nacionalidad” es entendida en el derecho positivo como

“ciudadanía” en tanto conjunto de derechos y deberes que vinculan al individuo


con el Estado. Pero más allá de esta acepción legal, la nacionalidad no tiene nece-
sariamente que vincularse con un Estado, ya que su traducción política puede re-
ferirse a la pertenencia a estructuras federativas descentralizadas dentro de un
mismo ámbito estatal.
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 153
encuentren bajo su hegemonía), ante las cuales también tienen de-
terminados derechos y obligaciones, y que les proporcionan los ele-
mentos necesarios para definir su identidad social, por lo que la
pertenencia a dichas comunidades es fundamental para su desarrollo
como personas. En la medida en que los horizontes culturales nor-
man y orientan las conductas sociales, la misma libertad de elección
de cada individuo tiene un componente cultural colectivo, ya que
éste le proporciona la posibilidad de actuación dentro de un marco
social propio, que condiciona y posibilita las elecciones y objetivos
culturalmente definidos como relevantes. Es decir que, en este caso,
el ejercicio pleno de sus derechos individuales requiere del recono-
cimiento de sus derechos colectivos, como miembro de una comunidad
diferenciada de la de los de otros miembros de la colectividad estatal
(R. Stavenhagen, 1998). Sin embargo, se pretende que los indígenas
renuncien a su propia adscripción colectiva como condición necesa-
ria para incorporarse a la ciudadanía estatal. Se supone que los de-
rechos del ciudadano son otorgados por el Estado, por lo cual no
pueden –o deben– guardar relación con las identidades preexisten-
tes. Como advierte Luis R. Cardoso de Oliveira (2001:14), los dere-
chos estatales suelen estar totalmente disociados de las identidades
colectivas de las comunidades culturales. Una persona que ha sido
socializada en dos mundos, el propio y el del Estado, posee dos dife-
rentes tipos de filiación que no son excluyentes entre sí, en la medi-
da en que no se rechaza la pertenencia a un mismo Estado.
Retomando el criterio de “identidad residencial” (M. Bartolomé,
1992), se puede proponer con certeza la existencia de una ciudadanía
comunitaria, que con frecuencia supone la principal lealtad social que
posee cada individuo y que puede trascender los otros niveles de
participación ciudadana en los que está involucrado. Se trata de una
filiación primordial, aunque no sustancial, que refleja la socialización
primaria de las personas en el marco de sus comunidades de naci-
miento. Esta adscripción es tan perentoria que trata incluso de ser
reproducida en los distintos ámbitos a los que migran los miembros
de los grupos etnolingüísticos en los que se registra una gran expul-
sión laboral. Tanto en la Ciudad de México, como en La Paz, Lima
o Buenos Aires, e incluso en California, Illinois o Louisiana, los in-
migrantes establecen réplicas reestructuradas de sus pueblos de ori-
gen, dotados de prácticas sociales y ceremoniales que reproducen las
comunitarias, aunque obviamente no pueden ser idénticas a éstas.
154 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

Esta reproducción de la unidad comunal de pertenencia, supone no


sólo su funcionamiento como una red social de apoyos mutuos, sino
también como una asociación laboral y financiera que busca lograr
mejoras cívicas y materiales para sus distantes poblados, a través de
las cuales los individuos mantienen su membresía participativa con
la localidad de origen. Toda ciudadanía se realiza en función de la
participación en una comunidad y en la identificación con ella. Aun
inmersos en las relaciones despersonalizadas propias de la vida urba-
na y trabajando duramente para obtener recursos para el sustento
personal y familiar, los inmigrantes no renuncian a esa ciudadanía
comunitaria que los ha moldeado como individuos, dotados de una
identidad residencial que define su inserción familiar y social como
integrantes de una colectividad humana exclusiva.
En la mayoría de las legislaciones estatales contemporáneas la
ciudadanía no es renunciable, salvo que el mismo Estado decida
quitarla a un individuo por delitos sumamente graves. Pero las ciu-
dadanías adscriptivas y la estatal pueden coexistir con la membresía
a un segundo Estado. De hecho, esto es lo que ocurre con los millo-
nes de inmigrantes interestatales que adquieren la ciudadanía de sus
países de residencia, renunciando sólo de manera nominal a la ciu-
dadanía de sus países de origen, por lo que de hecho tienen una
doble ciudadanía aunque muchas legislaciones no lo reconozcan. Las
identificaciones sociales que se construyen en estos contextos tras-
cienden al Estado de origen de los migrantes tal como lo propone
S. Vertovec (2001):

Los flujos globales, las identidades múltiples y las redes transfronterizas, re-
presentadas por las comunidades migrantes transnacionales, ponen a prueba
críticamente los supuestos previos de que el Estado-nación funciona como
una especie de contenedor (exclusivo) de los procesos sociales, económicos
y políticos.

Se registra de esta manera el desarrollo de una creciente ciudadanía


transnacional o interestatal, cuyos miembros suelen –o pueden– mante-
ner diferentes lealtades políticas y simbólicas de manera simultánea,
sin que ello suponga la renuncia a las distintas filiaciones estatales o
adscriptivas. De hecho, la intensa expulsión laboral que se registra
desde mediados del siglo xx, ha generado una masiva corriente mi-
gratoria, uno de cuyos destinos es los Estados Unidos de América.
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 155
Muchos inmigrantes indígenas o sus hijos nacidos en el lugar de re-
cepción han logrado cartas de ciudadanía americana, la que no exclu-
ye la nacionalidad mexicana (de mixtecos o zapotecos), guatemalteca
(de mayas) o ecuatoriana (de otavaleños), puesto que dichas ciudada-
nías no son renunciables y millares de niños son registrados en los
consulados. Así se ha desarrollado un creciente sector de personas con
doble nacionalidad, lo cual no representa un conflicto, ya que en
realidad ninguna de las dos basta para definir totalmente la pertenen-
cia social de los individuos, cuyas lealtades se refieren a ámbitos exclu-
sivos incluidos dentro de las dos fronteras. Cuando las personas desa-
rrollan afectos, parentescos e intereses a ambos lados de una frontera,
no se les puede pedir que renuncien a los mismos en aras de una
lealtad totalizadora al Estado de origen o de residencia. Nos encontra-
mos entonces ante la presencia de facto de una ciudadanía interestatal
de la cual son portadores muchos millares de indígenas, para los cua-
les el inglés puede ser más familiar que el castellano, aunque no im-
plique la necesaria renuncia a la lengua materna nativa.
De hecho, debemos reconocer que en la totalidad de los países de
América Latina se registran ciudadanías diferenciales, aunque su
presencia carezca de una expresión política. Por lo tanto, estaría lejos
de caerse el cielo, si los estados asumieran a nivel legal la presencia
fáctica de diferentes ciudadanía culturales. Este concepto, acuñado por
R. Rosaldo (1994, 1999, 2000), alude originalmente a los inmigrantes
“latinos” en los Estados Unidos, pero puede extenderse con facilidad
al caso de los pueblos originarios y a sus migraciones interestatales
entre los países latinoamericanos. Para este autor la ciudadanía cul-
tural, supone un derecho a la diferencia que no implica la exclusión
del ámbito estatal-nacional y que se basa en una membresía definida
por sus miembros y no por el Estado. Una ciudadanía cultural deter-
minada no se confronta necesariamente con la ciudadanía cívica, en
la medida en que la segunda no pretenda imponerse de manera
hegemónica, agrediendo los derechos que le asisten a la primera de
mantener y reproducir su diferencia. La filiación cultural distintiva
no es conflictiva en sí misma, el conflicto se genera cuando trata de
ser reprimida o “integrada” a la sociedad mayoritaria, equivocada
estrategia que es la que han implementado tradicionalmente los es-
tados en América Latina.
Cuando un indígena exige el cumplimiento del convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo, está intentando recurrir
156 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

a una instancia configurada por las instituciones internacionales de


las cuales su país forma parte. Cuando ese mismo indígena demanda
el respeto de las legislaciones mundiales sobre derechos humanos y
de los pueblos nativos, que con tanta frecuencia son violados en los
ámbitos locales, trata de colocarse bajo la protección de una legisla-
ción elaborada a muchos miles de kilómetros de distancia, pero que
se supone válida para toda la humanidad. En éstos, como en otros
casos, el individuo está en realidad invocando sistema legislativos que
lo incluyen en cuanto ciudadano diferencial de un país miembro de
un sistema mundial. Es decir que está asumiendo, quizá sin saberlo,
su incipiente ciudadanía mundial o ciudadanía global. Esto es, una
ciudadanía construida por legislaciones internacionales aceptadas
por su país y que lo constituyen en un sujeto del derecho mundial.
Esa ciudadanía se expresa también a nivel económico por la crecien-
te dependencia de un sistema mundial de mercado, cuyas normas de
funcionamiento no contribuye a crear, pero a cuya implacable lógica
se encuentran sometido. Todos aquellos indígenas productores o
trabajadores de cultivos comerciales, ven subir o bajar los precios de
sus cosechas en razón de designios mercantiles generados en los
centros mundiales del poder económico. Aunque los gobiernos esta-
tales no necesariamente cumplen los mandatos legales internaciona-
les, se ven también obligados a acatar normatividades económicas
que ellos no diseñan, por lo que su autonomía y hegemonía se en-
cuentra en entredicho.
A partir del desarrollo masivo de la educación escolarizada en
América Latina durante la primera mitad del siglo xx, la imposición
de los símbolos de identificación con el Estado y la noción de perte-
nencia al mismo, se difundieron en la mayoría de las comunidades
nativas. El discurso nacionalista del momento, especialmente intenso
en las zonas fronterizas, inculcó a los niños y jóvenes indígenas una
nacionalidad perentoria, que no admitía ni suele admitir matices
diferenciales. Por otra parte, esa filiación estatal compartida fue ma-
nejada como un logro del “desarrollo” y la “modernidad”, de mane-
ra tal que nadie podría quedar excluido de ella. Después de las in-
dependencias se habían mantenido las relaciones étnicas como
relaciones de clase, en especial en algunas regiones donde las socie-
dades nativas se desempeñaban de manera general como una clase
subordinada al grupo criollo y mestizo que detentaba el poder eco-
nómico y político. Esto no excluye que se registraran casos de movi-
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 157
lidad social individual y algunos indígenas prósperos pudieran explo-
tar a sus paisanos, reproduciendo el sistema de relaciones existentes.
Pero el discurso de la nacionalidad funcionaba como una reivindi-
cación igualitarista, que aparentemente borraba la distinción clasis-
ta; “todos somos ciudadanos” suponía afirmar que “todos somos
iguales”.14 Así, después de más de un siglo de teórica membresía a
un país independiente, los indígenas fueron inducidos a asumir una
ciudadanía estatal, que los definía como ciudadanos de un país que
muchos no conocían y cuya naturaleza no era ni es muy clara para
todos. Sin embargo, cada vez es más conocida y eventualmente cues-
tionada la acción de un aparato político que no los representa. Pero,
en algunos casos, el Estado es una abstracción; un extraño y distante
poder supracomunitario que sólo se materializa por la presencia de
instituciones o por campañas partidarias. Resulta frecuente que sus
características y propósitos no resulten demasiado comprensibles. Así
un anciano chinanteco de México, desplazado por la construcción
de una gran represa hidroeléctrica, nos confiaba, angustiado, que el
gobierno les había mandado la inundación diluvial como castigo
porque ellos no sabían hablar el “idioma del gobierno”. El hecho es
que ahora nadie está dispuesto a renunciar a una filiación a la que,
con justicia o sin ella, se considera un derecho adquirido, por ello la
afirmación –incluso contestataria– de que la condición étnica no pasa
por la negación de la ciudadanía estatal.
Por otra parte, se puede mencionar la existencia virtual o potencial
de una ciudadanía étnica, que expresaría la filiación con el grupo etno-
lingüístico.15 Esto puede ser evidente en el caso de sociedades que

14 El teórico igualitarismo que ofrece la ciudadanía se contradice con la realidad

latinoamericana signada por la vigencia de una asimétrica estructura de clases que


imposibilita la misma igualdad que se proclama. Las cruciales diferencias de recursos
y de poder establecen de hecho un contexto social heterogéneo, en el cual el ejerci-
cio pleno de los derechos depende de la posición económica y de la consiguiente
capacidad para desarrollar una acceso igualitario a la relación con el Estado.
15 En algunos de sus escritos, en los que enjuicia el proyecto de construcción del

Estado mexicano, G. De la Peña (1999:23) ha propuesto la existencia de una “ciu-


dadanía étnica”, entendiéndola como la posibilidad de mantener una identidad
cultural y una organización social diferenciadas dentro de un Estado, el cual no
sólo debería protegerlas sino respaldarlas jurídicamente. Se trata de una propuesta
que no difiere mucho de la de Renato Rosaldo pero que, a diferencia de éste, que
habla sólo de los “latinos” en los Estado Unidos, se refiere a los indígenas como
sujetos genéricos un tanto indeterminados.
158 ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS

poseen una clara identificación colectiva, tales como los miembros de


tradiciones de bandas, de jefaturas o de formaciones segmentarias
integradas, como en el caso de los kuna de Panamá, los seris de Méxi-
co o los ye’cuona de Venezuela. Pero en el capítulo 1 ya he destacado
que los actuales grupos etnolingüísticos mayoritarios, las macroetnias,
suelen constituir configuraciones sociales y culturales polisegmenta-
rias, compuestas por segmentos políticos primarios cada uno de los
cuales se comporta como un sistema organizativo y adscriptivo autóno-
mo. En muchos casos, el proceso de construcción nacionalitaria sin
estados independientes, al que aspiran los movimientos etnopolíticos
es, por ahora, más una dimensión de lo posible que una realidad fác-
tica. Sin embargo, otras macroetnias como la aymara, ya han logrado
la identificación y la movilización colectiva en pos de objetivos propios
(A. García Linera, 2005). Incluso, los más recientes estudios etnográ-
ficos han puesto de relieve que, aun los grupos con mayor diferencia-
ción dialectal, incluyendo aquellos donde se registran áreas lingüísticas
mutuamente ininteligibles, pueden poseer matrices culturales compar-
tidas (A. Barabas y M. Bartolomé, 1999; M. Bartolomé, 2004). En esta
dimensión cultural, tan vapuleada por algunos antropólogos en los
últimos años, radica la posibilidad y la potencialidad para la constitu-
ción o reconstitución de sujetos colectivos integrados por millares de
personas, que se puedan confrontar o articular con el Estado desde
una posición quizá más ventajosa que la actual. La asunción de una
ciudadanía étnica por parte de los grupos etnolingüísticos mayoritarios
representa entonces un proceso político, ideológico e identitario en
construcción, basado en la historia y la cultura compartidas, cuyas di-
ficultades contemporáneas no excluyen sus posibilidades de futuro, tal
como lo demuestra la filiación étnica abarcativa que se suele desarro-
llar durante los movimientos etnopolíticos.
Ya he señalado que hace algunos años, Renato Rosaldo (1994)
propuso el concepto de ciudadanía cultural aplicable a las comunida-
des “latinas” residentes en los Estados Unidos, lo que supondría un
reconocimiento estatal del derecho a la diferencia. A su vez, Will
Kymlicka (1996) destacó la existencia de una ciudadanía multicultural
que sería propia de los estados poliétnicos. Pero, como hemos visto
en el caso de los pueblos indígenas, en realidad nos encontramos
ante una variada gama de ciudadanías posibles que coexisten en la
práctica, más allá de las legislaciones existentes. Estas distintas ciuda-
danías no son mutuamente contradictorias, ya que el mismo concep-
ESTADOS, NACIONES Y CIUDADANÍAS 159
to, que alude a la igualdad de obligaciones y derechos ante el Estado,
constituye la expresión de un proceso histórico y no una concreción
esencial de la adscripción posible de los individuos, en la medida en
que los procesos históricos generan distintos contextos y coyunturas
específicas. De esta manera, las múltiples ciudadanías pueden ser
incluso leídas como expresiones de las distintas formas de ser inte-
grante de una configuración estatal. Puede haber una forma mapu-
che de ser chileno así como una forma maya de ser mexicano, ya que
la membresía con un Estado no es equivalente a la unificación cul-
tural de sus miembros, los que por su mismas diferencias pueden
requerir derechos colectivos diferenciales, en los que la igualdad no
excluya la diferencia sino que sea precisamente una forma de reco-
nocerla y otorgarle un estatuto definido.
Una noción contemporánea de ciudadanía se puede basar entonces
en la articulación de sus múltiples predicados, y no en la exclusión de
unos y el privilegio de otros, ya que todos ellos son elementos consti-
tutivos del ser y de la conciencia social de la población de los estados.
Como lo señala T. K. Oomen (1997:28) la ciudadanía proporciona a
los miembros de las minorías étnicas de los estados multiculturales un
sentido de pertenencia y seguridad que no debe ser subestimado. Pero
por un lado se encuentra la igualdad de derechos y obligaciones ante
al Estado y por el otro la posibilidad de que la diferencia cultural sea
respetada, tanto a nivel privado como en sus expresiones colectivas. Se
hace entonces evidente que la cultura ciudadana tiene que renegociar
sus normas de convivencia tal como lo sugiere R. Rosaldo (2000:43).
Ello supone la necesidad de que el reconocimiento de la diferencia
abandone su carácter retórico y se constituya en un componente orien-
tador de las políticas públicas. Esta propuesta no constituye sólo una
utópica apelación al futuro, sino el reconocimiento concreto de los
distintos aspectos de la realidad contemporánea, donde se registra de
facto la presencia de estas ciudadanías múltiples, aunque carezcan
de una legislación que las ampare. Los distintos tipos de ciudadanías
existentes, no excluyen el hecho de que el conjunto de los ciudadanos,
más allá de sus diferencias culturales, puedan orientarse hacia objetivos
compartidos percibidos de manera colectiva como favorables al interés
público. Lo que se propone es reconocer que la aceptación de la di-
ferencia no excluye el principio de acción colectiva, pero de una acción
colectiva cuyos objetivos deben ser negociados entre el conjunto de los
involucrados y no impuestos por un grupo hegemónico.
II. PROCESOS LATINOAMERICANOS
5. PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

A mi colega y amigo Salomón Nahmad


por nuestras coincidencias y nuestras diferencias

Si bien el discurso social y político contemporáneo tiende a aceptar


el concepto de pluralidad cultural que hasta hace poco negaba, creo
necesario reflexionar respecto al proceso de construcción de dicho
pluralismo en América Latina. Quisiera así contribuir a destacar que
su verdadera dimensión trasciende cierta retórica actual, que hace
suyo un discurso que tal vez no alcanza a entender en toda su mag-
nitud. La propuesta pluralista supone transformaciones socioestruc-
turales que constituyen un desafío radical a la imaginación colectiva.
No se trata sólo de aceptar diferentes perspectivas de la historia y del
presente, sino de repensar el futuro a partir de la aceptación de la
coexistencia de civilizaciones diferenciadas dentro de los actuales
marcos estatales. Así, los sistemas y procesos interculturales contem-
poráneos pueden ser también entendidos como ámbitos de una to-
davía no resuelta confrontacion entre civilizaciones.

los procesos civilizatorios regionales

Es imposible entender el presente de los pueblos indios sin repensar


su pasado. Pero no pretendo apelar a la historia para justificar sus
demandas –los derechos históricos suelen ser un argumento legal
endeble ante los estados–, sino intentar destacar en toda su dimen-
sión el drama no sólo social, económico y político, sino también ci-
vilizatorio de los pueblos nativos. Y en este sentido cabe señalar que
la cuestión étnica en América Latina, además de todos sus problemas
coyunturales, atañe al mismo proceso de construcción y reconstruc-
ción civilizatoria en el continente. Se puede así comenzar señalando
que cuando las bandas de cazadores y recolectores del pleistoceno
entraron a la tierras de la actual América Latina persiguiendo algún

[163]
164 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

esquivo mamut, portaban una tradición cultural compartida corres-


pondiente al paleolítico superior. Sus descendientes, casi sin ayuda
externa, a excepción de ciertos no bien comprobados contactos tra-
satlánticos y traspacíficos, inventaron la agricultura, desarrollaron
instrumentos neolíticos, descubrieron la metalurgia, se agruparon en
aldeas agrícolas, construyeron ciudades e, incluso, configuraron for-
maciones estatales e imperios expansivos. Pero, al parecer, no todos
estaban interesados en estos procesos de complejidad social, ya que
en tanto algunos vivían en ciudades otros prefirieron seguir cazando
y recolectando. La antigua cultura compartida se había diversificado
de manera extraordinaria y, aunque muchos querían participar en
los avances tecnológicos, no por ello se sentían obligados a abando-
nar las formas de vida a la que se habían acostumbrado. Así, los ca-
zadores de las llanuras sudamericanas utilizaban eventualmente la
horticultura y la cerámica, los agricultores y horicultores amazónicos
no abjuraban de la apropiación directa y los habitantes de las ciuda-
des no despreciaban las oportunidades de consumir carne salvaje
después de limpiar sus canales de riego. También las ideas transitaban
y hasta ahora es posible encontrar referencias a la deidad solar inca
entre los mapuches o alusiones a entidades propias de pueblos caza-
dores entre los mayas. Los mitos cosmogónicos migraban y se reela-
boraban en los distintos grupos para explicar diferentes cosas. En las
múltiples configuraciones culturales la distinción entre lo propio y
lo ajeno era irrelevante, ya que cada una integraba un conjunto de
rasgos seleccionados de los que se apropiaban por la difusión, la
guerra o el comercio.
Recordemos entonces que para el momento de la invasión euro-
pea, las tierras de la actual Latinoamérica habían sido y eran testigos
del desarrollo de milenarios y altamente complejos procesos civiliza-
torios, que habían dado lugar al florecimiento, ocaso y resurgimien-
to de una multitud de civilizaciones y culturas concretas.1 Pero es

1 Al hablar de civilizaciones no lo hago en el tradicional sentido de G. Childe

en el cual éstas eran equiparadas al fenómeno urbano. Tampoco me refiero a ellas


desde la óptica rígidamente evolucionista, que las caracteriza como categorías taxo-
nómicas que distinguen a las sociedades portadoras de ciertos rasgos sociales y
culturales, que implicarían niveles de complejidad creciente (estratificación, diver-
sificación, heterogeneidad, etcétera) respecto a otro tipo de formaciones sociales.
Es decir que mi uso del concepto pretende despojarlo de su contenido valorativo
y de su acepción evolutiva como fase apical del proceso histórico.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 165
necesario aproximarnos a la dinámica civilizatoria del área, libres no
sólo de las acepciones vulgares del término “civilización”, en tanto
concepto francés del siglo xviii producto de la Ilustración, sino tam-
bién de algunas perspectivas que pretenden diferenciar la civilización
de la sociedad tribal, con base en la transformación cualitativa del
sistema social derivada del surgimiento de los aparatos estatales.2 Si
aceptáramos estas propuestas las zonas “civilizadas” se circunscribi-
rían a los Andes y a Mesoamérica, arrojando al inválido limbo mor-
ganiano de la “barbarie” a cientos de formaciones sociales de extraor-
dinaria complejidad, diversidad estructural y alta eficacia en sus
sistemas productivos; características que, por otra parte, generalmen-
te se atribuyen a las sociedades “civilizadas”. Mi uso del concepto se
aproxima al de T. Bottomore (1978), quien entiende por “civiliza-
ción” un “complejo cultural constituido por las características idén-
ticas mayores de un número determinado de sociedades particula-
res”. A esta definición subyace la temprana propuesta de Marcel
Mauss, quien consideraba los fenómenos de civilización, como “los
fenómenos sociales que son comunes a varias sociedades más o me-
nos próximas entre sí” (1971:273), en las cuales dicha proximidad
podía provenir tanto del contacto prolongado como de un origen
común. Mauss proponía que una civilización no sería sino un
vasto conjunto de fenómenos de civilización3 presentes en un tam-
bién vasto número de sociedades. Cada civilización sería así entendi-
da como el conjunto de tradiciones culturales compartidas en un
área extensa y dotada a su vez de una importante profundidad cro-
nológica. Queda claro entonces que no me estoy refiriendo al con-
cepto de civilización como una idea, o como una categoría clasifica-
toria valorativa utilizada para caracterizar procesos históricos o
contemporáneos, propia de la tradición de la ilustración europea.
Dicha tradición, como lo apuntara T. Patterson (1997:115) ha utili-
zado el concepto para legitimar las jerarquías étnicas, sociales y de
clase, a la vez que para distinguirse a sí misma de las clases y las co-
lectividades subordinadas en los procesos coloniales.

2 Conceptualización peligrosa –por lo reificante– ya que intenta asimilar el Es-

tado a la civilización afirmando que “la riqueza cultural que llamamos civilización
debe instituirse en forma de Estado” (M. Sahlins, 1972).
3 Para Mauss los hechos o fenómenos de civilización serían aquellos que son

comunes a un gran número de sociedades, a diferencia de los hechos culturales


limitados a una sociedad determinada (op. cit.:271).
166 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

Las civilizaciones locales pueden entonces ser concebidas como


cristalizaciones históricamente contextualizadas de procesos civiliza-
torios, a la vez que las etnias serían las unidades operativas de dichos
procesos (D. Ribeiro, 1968), en la medida en que los miembros de
grupos organizacionales son portadores de específicas tradiciones
culturales.4 Antes de la invasión europea, la actual América Latina
ofrecía la visión de un conjunto heterogéneo y a veces yuxtapuesto
de complejos culturales, resultantes de la expansión de procesos ci-
vilizatorios que se ramificaban y concretaban en distintas civilizacio-
nes singulares. Así, en el área de Mesoamérica se configuraron y
desarrollaron numerosas culturas regionales las que, a pesar de pre-
sentar muchos rasgos comunes, poseían características peculiares
generadas por su propia dinámica interior, sean cuales fueran las
influencias recibidas. Esto es, tradiciones regionales con mayor o
menor grado de autonomía cultural respecto a los procesos globales
del área, representados por la gran tradición civilizatoria mesoame-
ricana. Pero cada una de ellas portadora de una específica profundi-
dad histórica, lingüística y cultural (tales como los zapotecas, mixte-
cos, mayas o aztecas), aunque no todas generaron formaciones
políticas calificables en términos estatales.5
En América Central, del Sur y las Antillas, el panorama es aún más
complejo en razón de la diversidad de las tradiciones civilizatorias
locales. Las distintas poblaciones asentadas en la región migraron, se
transformaron, se desarrollaron y se interinfluenciaron, hasta confi-
gurar el panorama que hallaron los invasores. Nadie duda en calificar
como civilización a la milenaria tradición cultural andina, pero no
pueden ser excluidos de tal categoría los que Darcy Ribeiro (1969)
denominara “estados rurales artesanales” como el Chibcha y el Timo-
te, que ocupaban territorios de las actuales Colombia y Venezuela,
tradicionalmente llamados jefaturas o cacicazgos. Es decir, la región

4 Aceptar la propuesta de Darcy Ribeiro referida a las etnias como portadoras

de los procesos civilizatorios, no supone aceptar su caracterización de las mismas


como comunidades lingüísticas, ni sus ambiguas definiciones de macroetnias y et-
nias nacionales (op. cit., 1968). Como ya vimos, distintas etnias organizacionales
pueden pertenecer a un mismo grupo etnolingüístico y poseer similares patrimonios
culturales, aunque mantengan su diferencia.
5 Las sociedades estatales coexistieron con formaciones tribales mesoamericani-

zadas, algunas de ellas de tradición cazadora-horticultura como los yaquis, pimas,


o’odham, seris o mayos del norte, e incluso con grupos montañeses sureños que no
generaron estados, tales como los chontales de Oaxaca.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 167
que los arqueólogos denominan como “área intermedia”, y que com-
prende la mayor parte del actual Ecuador, parte de Venezuela, Co-
lombia y América Central, donde de desarrollaron jefaturas organi-
zadas desde hace más de 4 200 años y que llegaron a la época de la
invasión como formaciones multialdeanas con agricultura intensiva,
tales como la Tairona, que abarcó desde el año 1000 hasta el 1530
(S. Fiedel, 1996:344). Se trataba de sociedades similares a las jefaturas
que E. Service (1964) ha caracterizado como configuraciones sociales
redistributivas y dotadas de un centro permanente de coordinación
de funciones económicas, políticas, sociales y religiosas.
Igualmente, siguiendo la definición operativa de civilización a la
que recurro, se deben considerar a las tradiciones no estatales de las
tierras bajas sudamericanas como las que eran portadoras los miem-
bros de las familias lingüísticas Caribe, Tukano, Pano, Tupí-Guaraní,
Ge o Arawak que también poseen una profundidad histórica milena-
ria en las selvas tropicales (Schwerin, 1972). Incluso la reciente in-
vestigación etnográfica ha demostrado la notable complejidad social
de aquellos grupos, como los ge y los bororo del centro del Brasil, a
quienes un primer apresuramiento analítico había clasificado entre
los pueblos más “primitivos” del continente (D. Maybury-Lewis,
2000). Más allá de los rígidos determinismos ambientales de la eco-
logía cultural, algunas investigaciones han propuesto la existencia de
una “cultura de la selva tropical” (D. Lathrap, 1970), basada en el
cultivo intensivo de tubérculos. Esta cultura manifiesta una gran
diversidad debida a las distintas modalidades de apropiación de
los recursos amazónicos, pero expresa un conjunto de elementos
culturales que son comunes a todas y que constituirían un desa-
rrollo civilizatorio autóctono y no una degradación de migrantes
andinos, tal como fueran inicialmente percibidas las tradiciones
aldeanas de las tierras bajas tropicales (J. Steward, 1948; B. Meg-
gers, 1971). Quizá se podría hacer entonces mención a una “civi-
lización amazónica”, compartida por las aldeas agrícolas indiferen-
ciadas de área, cuyo extraordinario nivel de adaptación al medio,
su especial racionalidad socioecológica y sus influencias recíprocas
determinaron la existencia de una multitud de rasgos culturales
compartidos (véase, v. gr., P. Lyon, 1974).
S. Mora (2003) ha propuesto que la selva fue colonizada por ca-
zadores miles de años antes de la introducción de la agricultura en
el área, tal como lo demuestra la evidencia arqueológica. También
168 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

los registros arqueológicos, etnohistóricos y etnográficos contempo-


ráneos han cuestionado la visión de los cazadores-recolectores como
sociedades “regresivas”, que perdieron la agricultura debido a su
desplazamiento territorial por parte de otros grupos. Los cazadores
han estado articulados por intercambios económicos con los agricul-
tores, pero no necesariamente dependían de éstos, ya que durante
miles de años fueron capaces de reproducirse física y culturalmente
antes del desarrollo de la agricultura y probablemente muchos no
quisieron aceptar el sedentarismo aunque conocieran el cultivo. Se
puede entonces proponer la existencia de “civilizaciones cazadoras”,
con especial atención a su alta capacidad de adaptación ecológica y su
profundidad cronológica, tal como la que poseían los grupos que
poblaban las selvas, la región chaqueña sudamericana, la Patagonia o
los canoeros pescadores fueguinos cuya antigüedad en el mismo hábi-
tat se remonta a más de 6 000 años (L. Orquera y E. Piana, 1999).
No es necesario multiplicar los ejemplos, los ya señalados dan
cuenta de que cuando se hace mención a la dimensión civilizatoria
de la que eran y son portadoras las sociedades indígenas, no se está
recurriendo a una metáfora retórica valorativa, sino que se trata de
recuperar una dimensión oculta por el discurso del logos occidental.
Discurso que tiende a destacar la existencia de un proceso civilizato-
rio que penetró en el continente, descalificando la presencia de los
desarrollos civilizatorios locales, los que fueran trágicamente bloquea-
dos en aras de la expansión mercantil europea. La cuestión étnica
en la actual América Latina no constituye entonces sólo un aglutina-
dor político coyuntural o una evidencia de la necesidad de solucionar
una injusticia ancestral, sino también una alternativa de civilización
a la que aún es posible apelar.6
Para la época de la instauración colonial las dinámicas civilizato-
rias regionales se orientaban hacia la circulación y la intercomunica-
ción mercantiles o políticas.7 Sin embargo, esta tendencia resultante

6 Esto no significa aceptar la perspectiva que mi recordado colega y amigo Gui-

llermo Bonfil Batalla (1981) desarrollara respecto a la existencia de una “civilización


india”, definida por su contraste con Occidente. Las culturas indias americanas son
expresiones de diferentes tradiciones civilizatorias: en su multiplicidad está su ri-
queza e incluso su fuerza creativa.
7 La influencia del Incario llegaba desde Colombia hasta la Patagonia y se

difundía por las tierras bajas vecinas de las laderas orientales de los Andes. El
“tapón” del Darién no era un obstáculo para la comunicación, como lo testimo-
nian las figurinas de tradición chibcha halladas en sitios de los mayas de Yucatán;
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 169
de la expansión de las culturas locales y tradiciones civilizatorias
abarcativas, no implicaba un proceso de unificación. Claro está que
todos los grupos étnicos –como cualquier agregado humano– podían
ser calificados de etnocéntricos pero, tal como lo advirtiera Pierre
Clastres (1981), sólo aquellos portadores de rígidas maquinarias es-
tatales podrían ser en algunos casos acusados de etnocidas.8 Ello no
se debía a una razón humanística, sino al hecho de que ni los sistemas
tributarios ni los sistemas productivos, redistributivos o de intercam-
bio existentes, requerían de la homogeneización lingüística o cultural
para funcionar en forma adecuada. Fuera de aquellos ámbitos esta-
tales que pretendieron imponer un patrón lingüístico y cultural ex-
clusivo, la dinámica cultural global, en razón de sus propias lógicas
económicas y políticas, se orientaba hacia la diversidad y la diferencia
y no a la homogeneización y la uniformidad.
Asistimos entonces para la época de la invasión europea a un pa-
norama de extrema complejidad, con tendencias diversas y a veces
contradictorias. Por una parte, las comunicaciones en toda el área
tendían hacia una mayor fluidez; por otra parte, las autonomías cul-
turales locales eran generalmente defendidas, configurando sistemas
globales de alta diversidad estructural. Pero sistemas cambiantes,
sometidos a procesos dinámicos, cuyas configuraciones históricas
pueden ser percibidas como momentos que atravesaron las distintas
formaciones sociales; cada una de ellas poseedora de específicas ca-
lidades distintivas. Así, en la región coexistían diversos sistemas socio-
organizativos, cada uno de los cuales representaba una experiencia
singular de convivencia humana: sociedades de bandas, jefaturas
laxas o verticales, sociedades jerárquicas o igualitarias, liderazgos
chamánicos, democracias representativas o participativas, sociedades
parentales de linajes asociados, clanes piramidales, teocracias, seño-
ríos, monarquías: términos que son sólo rótulos aproximativos para

cuyas embarcaciones comerciales recorrían el Caribe hasta más allá de la actual


Costa Rica (de hecho, la metalurgia mesoamericana provino de la actual Colom-
bia). Desde la Cuenca del Paraná hasta el Amazonas cientos de millares de per-
sonas podían comunicarse con variantes de la rica lengua guaraní. Los cazadores
buscaban nuevos territorios de itinerancia y se relacionaban eventualmente con
las tradiciones agrícolas.
8 Éste sería el caso del Incario que buscó imponer su lengua y su cultura a los

pueblos que dominaba. En cambio, la triple alianza de ciudades-estado que generó


el llamado “imperio azteca”, a pesar de sus crueles conquistas, no intentó la homo-
geneización lingüística o cultural de sus áreas de control político y tributario.
170 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

designar complejos sistemas que han nutrido la reflexión etnológica,


pero pocas veces la imaginación política en América Latina.

los estados de conquista

Uno de los efectos de la instauración de los Estados de conquista


resultantes de la invasión europea, tal como podemos calificar a
las jurisdicciones políticas coloniales, radicó en la fragmentación
política y cultural compulsiva de las poblaciones nativas. Fragmenta-
ción que se debió en buena parte al hecho de que con poca fre-
cuencia los miembros de una cultura o de un grupo etnolingüísti-
co, se encontraban políticamente estructurados en torno a una
formación estatal unitaria, cuya conquista asegurara simultánea-
mente un control territorial y poblacional. Así, por ejemplo, los
grupos mayances fueron divididos entre los que pasaron a depen-
der del virreinato de la Nueva España y los incluidos en las fron-
teras de la Capitanía General de Guatemala. En América del Sur
los guaraníes se vieron aún más divididos al ser separados por los
ámbitos de los dominios lusitanos e hispanos. Para los pueblos ri-
bereños los ríos eran espacios de unión, lugares de convergencia
cuyas aguas y riberas eran utilizadas por las mismas etnias o por
distintas etnias asentadas a lo largo del curso de un mismo río. Pero
para la empresa colonial los ríos constituyeron excelentes demar-
cadores geográficos de fronteras políticas. Un ejemplo de esto lo
constituye el Río Pilcomayo (actual frontera entre Argentina y el
Paraguay) que había sido un espacio común y que se transformó
en una barrera para el desplazamiento de los cazadores pertene-
cientes a las familias lingüísticas toba-guaykurú o mataco-matagua-
yo. Con el correr de las generaciones coloniales, la adscripción a
las diferentes jurisdicciones políticas incrementó la distancia y re-
forzó las singularidades de grupos originalmente portadores de un
mismo bagaje lingüístico y cultural. De esta manera, los Estados de
conquista fueron fragmentando aún más el ya intrincado mosaico
étnico del continente, surgiendo nuevas variantes lingüísticas, tales
como los idiomas sincréticos de la costa atlántica centroamericana,
de los que fueron portadores grupos mixtos de esclavos negros y
pobladores regionales, cuyos herederos son los actuales mískitos,
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 171
sumos, garífunas, etc. También se desarrollaron configuraciones
culturales inéditas, como el complejo de cazadores ecuestres cha-
quenses y pampeanos, que contribuyeron a reestructurar los lazos
que unían a comunidades lingüísticas y culturales cuyas relaciones
internas prehispánicas nos son desconocidas.
Otro de los aspectos de la fragmentación política y cultural, especial-
mente válido para el caso de las sociedades andinas y mesoamerica-
nas, y eventualmente de las jefaturas del área intermedia, radicó en
el reforzamiento de la autarquía local de las comunidades campesinas
integrantes de complejos étnicos inclusivos. Dos factores se conjuga-
ron para dar vida a esta situación. Por una parte, la práctica hispana
de extrapolar el modelo derivado del municipio castellano a la orga-
nización política de las comunidades indígenas, lo que las transfor-
maba en entes relativamente autónomos (aunque dependientes del
exterior), en lo referente a la toma de algunas decisiones internas.
Por otra parte, la misma actitud de autodefensa de las comunidades
las hizo cerrarse sobre sí mismas, para asegurar su supervivencia en
cuanto tales, a pesar de su inserción dentro de la estructura global
de dominación. La conjunción de ambos factores determinó el in-
cremento de la fragmentación de los grupos etnolingüísticos –aun
de aquellos incluidos dentro de un mismo espacio político-adminis-
trativo colonial–, ya que exacerbó la lealtad a la comunidad de origen
y residencia, en detrimento de la adscripción a las unidades étnicas,
culturales o políticas abarcativas a las que pertenecía cada comunidad
en cuestión. Así se incrementó la separación de las comunidades
zapotecas, nahuas o mixtecas en la Nueva España, o de los ayllu
quechuas o aymaras en el Alto Perú. El antiguo territorio étnico pasó
a identificarse con el ámbito comunitario y la identidad social asumió
–en muchos casos– el carácter de una “identidad residencial” delimi-
tada por el espacio de convivencia aldeana (M. Bartolomé, 1992).
En cambio, las sociedades sin clases, estamentos o estratificación
social rígidamente definidos, pudieron soportar con mayor integri-
dad los embates de la situación colonial. Uno de los factores que
ayudó al mantenimiento de su relativa autonomía política y cultural,
fue el hecho de que la baja magnitud poblacional (micro y mesoet-
nias) no estimuló el interés de los colonizadores para utilizarlos como
mano de obra en su empresa mercantil. Otro factor fue la inhospi-
talidad y relativa marginalidad de los territorios semidesérticos o
selváticos, de difícil acceso y escasa redituabilidad económica. Pero
172 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

el factor más significativo lo constituyó el hecho de que por la misma


naturaleza de las estructuras políticas de bandas, éstas carecían de
grupos de poder o de rígidas jefaturas a las cuales se pudiera dominar
y asegurar el control del conjunto de integrantes de la etnia. La mis-
ma ausencia de asociaciones de dominación verticales y hegemónicas
determinó que la resistencia armada de las sociedades sin clases po-
seyera una constancia de la que carecieron las esporádicas revueltas
de los miembros de las sociedades estratificadas.9
Otro de los sucesos que contribuyeron a incrementar la ya rica
diversidad cultural del área en la época de los Estados de conquista,
fue el desarrollo de la economía de plantación. Los contingentes de
esclavos negros que proporcionaron su energía (y su sangre) para la
producción mercantil, se constituyeron en nuevos componentes po-
blacionales de las Antillas y de las costas del Pacífico y del Atlántico
que convivieron con los elementos indígenas regionales. Su presencia
fue y es no sólo de índole racial sino también cultural, si bien la
multiplicidad de sus sociedades de origen tendió a inhibir una rees-
tructuración en términos etnopolíticos, aunque desde la época colo-
nial se dieron procesos de etnogénesis que continúan hasta nuestros
días. Pero la inicial descaracterización étnica no impidió que el vasto
complejo de rasgos culturales africanos del cual eran portadores, se
difundiera con mayor o menor profundidad en el ámbito de las po-
blaciones indígenas y criollas regionales (y a la inversa), determinan-
do el único sistema de relación intercultural relativamente horizontal
y no compulsivo de la época.
A su vez, en el seno de los Estados de conquista operó otro fenó-
meno concomitante con el de fragmentación política y cultural; me re-
fiero a los procesos de homogeneización social que acompañaron a la
disolución de la autonomía política de las etnias. Tal como fuera
destacado por Bonfil Batalla (1972), en dichos estados surgió la ca-
tegoría supraétnica de “indio” para designar al conjunto de la pobla-

9 Al no haber grupos dominantes o jefes supremos, cada colectividad local reto-

maba la lucha cuando alguna era derrotada, realizando incluso alianzas bélicas
coyunturales con otras parcialidades étnicas, cuya existencia se reducía a los perio-
dos de más intensas confrontaciones armadas. Entre los muchos ejemplos de estas
etnias que tanto lucharon para conservar su autonomía, destacan los yaquis de
México, los mapuches de Chile y Argentina, los chiriguanos de Bolivia, los payaguá
y ayoreo de Paraguay, etcétera, cuyas resistencias se prolongaron mucho más allá
del periodo de imposición colonial hispana o portuguesa.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 173
ción colonizada, categoría que se aplicó indistintamente al conjunto
de los componentes del mosaico cultural del área y cuyo valor clasi-
ficatorio radicaba precisamente en su posibilidad de otorgar un
predicado unívoco a toda la población subordinada. Esta categoría
–estigmatizada y estigmatizante–, cuyo significado original se ha man-
tenido durante centurias, fue progresivamente internalizada por los
dominados hasta llegar a constituirse en uno de los componentes de
su identidad social: a informar aquella parte de la identidad que se
resuelve a través de la confrontación con un “otro”, ese “otro” estaba
representado por el colonizador.
Pero la homogeneización social, como todo proceso hegemónico, fue
tendencial y no total. La identidad de “indio” no fue la única que
asumieron los dominados. La misma segregación residencial y la
persistencia de rigurosas fronteras a la interacción, posibilitaron el
mantenimiento, desarrollo y transformación procesal de otros com-
ponentes de la identidad social. Me refiero a aquellos enmarcados
en el ámbito de la memoria colectiva y reproducidos a través de los
múltiples mecanismos de la cotidianidad. La persistencia de espacios
sociales (la familia, la comunidad, los ámbitos sacrificiales) y semán-
ticos propios, permitió la vertebración de lo que en otra ocasión he
calificado como una cultura de resistencia (M. Bartolomé, 1988) que
se abrió paso a lo largo de las centurias coloniales. Ninguna prueba
mejor de la presencia de dicha cultura de resistencia, que su violen-
ta eclosión en los estallidos insurreccionales en los que siempre
afloraron ideologías y prácticas aparentemente desaparecidas, las que
manifestaban el mantenimiento de las tradiciones propias a pesar de
la subordinación cultural (véase, para Mesoamérica, A. Barabas, 1989,
2003; para las culturas andinas, J. Ossio, 1973; A. Flores Galindo,
1988; para América del Sur, M. I Pereira de Queiróz,1969).
Un tipo de formación económica y política como la desarrollada
en los Estados de Conquista no requiere de la homogeneización lin-
güística de sus habitantes, puesto que no está organizada en función
de una libre circulación mercantil interna, sino que su producción
es de orientación externa: son configuraciones económicas y políticas
creadas para ser sorbidas, expoliadas. En ellos grandes sectores de
los grupos indígenas más involucrados en el sistema colonial, pasaron
a configurarse como pueblos-clase dentro del modelo económico im-
perante; el que incluso se reprodujo al interior de algunos grupos,
cuyos dirigentes fueron reclutados de acuerdo con la tradicional in-
174 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

direct rule colonial. Párrafo aparte merece su legalización ideológica,


la expansión del cristianismo, que operó como forma de dominación
carismática (en términos weberianos) que pretendía la subordina-
ción ideológica de los dominados. Lo anterior determinó la presencia
de un cierto nivel de homogeneización ideológica –compartir la
cosmovisión impuesta, aunque reelaborada–, dentro del abigarrado
conglomerado cultural sobre el cual se ejercía la hegemonía. Apara-
tos políticos de succión, organizados hacia el control interior y la
dependencia exterior, contradictoriamente fragmentadores y unifica-
dores a la vez, serían algunos de los rasgos que caracterizarían la si-
tuación étnica en los Estados de conquista.

los estados de expropiación

Hacia fines del siglo xviii y comienzos del xix Europa fue escenario
de una radical transformación de sus estructuras políticas, pautada
por la emergencia del Estado-nación, que marcaba el ascenso de la
burguesía al control del aparato político de sus sociedades, despla-
zando a las monarquías patrimonialistas. Pronto las élites criollas y
mestizas del futuro ámbito latinoamericano se identificaron con este
nuevo tipo de formulación política, que les proporcionaba el marco
referencial para concretar sus aspiraciones “independentistas”. Inde-
pendencia que en su sentido más estricto implicaba la liberación con
respecto al mercado monopólico peninsular y el desplazamiento de
la aristocrática burocracia extranjera, por los representantes de una
incipiente burguesía ascensional. De esta manera, y a través de luchas
en las que participaron masivos contingentes indígenas, las elites
criollas y mestizas desarrolladas en la sociedad estamental colonial
fueron asumiendo su nuevo papel de “clase nacional”.
El proceso no estuvo exento de ciertos intentos por recordar los
derechos de la población colonizada,10 pero éstos no fueron más que

10 En la Nueva España, la Asociación Sanjuanista de Yucatán, integrada por

sectores de la burguesía ilustrada de la época, propuso devolver el control territorial


a los mayas en su calidad de legítimos dueños de la tierra para reinstaurar su sobe-
ranía. En el otro extremo del continente, en el ámbito de las Provincias Unidas del
Río de la Plata, uno de los conductores del proceso de construcción nacional, Ma-
riano Moreno, sugirió designar a un descendiente de incas como monarca del área;
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 175
fugaces resplandores del Iluminismo. Pronto los sectores emergentes
advirtieron que sus revoluciones no habían sido sólo contra los espa-
ñoles sino también contra los indios; no podía haber nuevos señores
si éstos carecían de vasallos. Por otra parte los estatutos jurídicos del
orden colonial amparaban, de alguna manera, las tierras y propiedades
comunales indígenas, lo que constituía un severo obstáculo para la
consolidación del poder de la emergente clase patricia: ser amos era
también ser dueños de la tierra. Este proceso ha sido calificado, con
justicia, como una “segunda conquista” (M. Bartolomé y A. Barabas,
1977; N. Farris, 1984), ya que implicó una reestructuración política,
económica y social de índole neocolonial. Y así se inaugura un orden
étnico inequitativo y jerárquico, en el cual hasta los libertos esclavos
negros encontraron difícil su inserción en sociedades signadas por el
estigma estamental del prejuicio y el racismo. Simultáneamente, en
muchos casos, y especialmente en Mesoamérica y los Andes, el sistema
capitalista mercantil buscó permear las fronteras de las comunidades
indígenas y reproducirse en su seno, dando lugar a formaciones socia-
les estratificadas de acuerdo con esta lógica productiva.
Los distintos ámbitos territoriales que ocupaban las nuevas repú-
blicas estaban poblados por masas humanas heterogéneas desde el
punto de vista étnico, racial y cultural. Y esto no era compatible con
la idea decimonónica de nación, cuya realización requería de la
erradicación de toda diferencia para constituir colectividades ho-
mogéneas, supuestamente depositarias de una tradición cultural y
política común, en la cual se puedieran fundar las aspiraciones de
constituir comunidades “nacionales”. El estatuto neocolonial impli-
caba que aquel grupo que se declaró propietario del proyecto de
construcción nacional, debía generar espacios culturales definidos
a su imagen y semejanza.11 Pero, tal como lo ha expresado Marcos
Kaplan (1976), esta imagen y semejanza sólo podía inspirarse en el
modelo europeizante con el cual realmente se identificaban los
grupos dominantes, quienes realizaron una peculiar adaptación de

para poder legitimar la nueva estructura político organizativa ante los avatares que
las ideas liberales sufrían en la Europa napoleónica.
11 Un ejemplo exponencial al respecto, es que el mismo libertador Simón Bolívar

publicó un decreto en 1825 otorgando la ciudadanía boliviana a los que sabían leer
y escribir en castellano y que no tenían relaciones de servidumbre, por lo cual la
población india mayoritaria de Bolivia quedó de hecho excluida de la reciente con-
figuración ciudadanía (en A. Garía Linera, 2005).
176 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

las ideas liberales. Así, la democracia pasó a ser entendida como el


gobierno de los “mejores”, lo que justificaba el hecho histórico de
la supremacía blanca o mestiza. Lo mismo ocurrió con el cosmopo-
litismo, asumido como la alienación ideológica que presuponía la
obligatoria reproducción de los patrones existenciales de corte
europeo. El mismo concepto de civilización fue entendido como la
importación y adopción de toda la producción material y simbólica
proveniente de los países centrales, invalidando cualquier elabora-
ción propia y todo tímido intento de recuperación de los logros de
las culturas locales.
La construcción del Estado-nación requirió de transformaciones
socio-estructurales que no eran necesarias para los Estados de con-
quista, en los cuales la diversidad cultural de la población no consti-
tuía un impedimento para el adecuado funcionamiento del sistema
económico y político extractivo. En cambio, los nuevos estados, de
acuerdo con su inspiración basada en los modelos europeos, se pro-
pusieron la homogeneización lingüística y cultural de su población,
en tanto condiciones consideradas necesarias para una adecuada
circulación mercantil interna. Esta misma homogeneización era sen-
tida como un requisito fundamental para afirmarse a sí mismos y
legitimar su naciente identidad ante los otros Estados-nación, que en
ocasiones eran demasiado similares. Asimismo, las fronteras, en tan-
to perímetros que delimitaban áreas de control político ahora más
diferenciadas, configuraron espacios territoriales que, aun con mayor
rigidez que en la época colonial, mantienen la división entre culturas
indígenas emparentadas (véase el capítulo 9).
Con mayor o menor intensidad y con mayor o menor éxito, de
acuerdo con la presencia numérica de las poblaciones indígenas
sobrevivientes o los aportes migratorios que, como en los casos de
Argentina, Costa Rica, Chile, Uruguay o Brasil cambiaron el pa-
norama demográfico; este proceso coercitivo de imposición del
Estado-nación se llevó a cabo en toda Latinoamérica, logrando
configurar sistemas estatales aún más rígidos que en Europa. Ri-
gidez derivada de la explícita necesidad de utilizar los aparatos
estatales como los medios idóneos para lograr la homogeneización
de la heterogeneidad.
No debe resultar sorprendente entonces que fuera precisamente
en los momentos iniciales de la vida “independiente”, donde tuvieron
lugar las mayores insurrecciones indígenas, llevadas a cabo por quie-
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 177
nes habían visto excluida su posibilidad de descolonización.12 De
hecho, la calificación del proceso de las independencias naciona-
les como de una “segunda conquista”, incluye un contexto en el
que la expansión territorial criolla fue respondida por una gran
cantidad de insurrecciones indígenas en toda América Latina, con
mayor frecuencia y violencia que durante la época colonial. El
desarrollo del Estado-nación manifiesta entonces un definido pro-
pósito de negar las civilizaciones indígenas, cuyos portadores pa-
san a desempeñarse como minorías étnicas en el seno de emer-
gentes “nacionalidades”, cuya misma definición se basa en el
intento por clausurar toda existencia cultural alterna, aunque esta
diferenciación seguía siendo útil a los propósitos económicos. De
esta manera, las sociedades multiétnicas de América Latina se
configuraron como estados uninacionales que no reconocieron y
reprimieron su diversidad cultural interna.
Una de las contradicciones manifiestas de estas nuevas formacio-
nes estatales-nacionales, radica en su carácter expropiatorio que in-
duce a calificarlas como Estados de expropiación. Y ello no refiere
sólo a las usurpaciones políticas y económicas, sino también a las
ideológicas, simbólicas y discursivas. En efecto, la necesidad de legi-
timar las recientes comunidades políticas en un campo histórico de
alta profundidad, las llevó a declararse herederas de las formaciones
culturales y sociales previas. Los mexicanos actuales se consideran
depositarios de las tradiciones de aztecas, mayas o zapotecas, los que
pasan a ser asumidos como “nuestros antepasados”, a pesar de que
los indígenas habitan espacios sociales donde la explotación y el ra-
cismo permean todas las esferas de la vida cotidiana. En el discurso
del Estado-nación de Argentina no es infrecuente escuchar alusiones
a “nuestras raíces indígenas” (aún más contradictorio en boca de hijos
o nietos de colonos), a pesar de que de dichos pueblos sólo quedan
los sobrevivientes del genocidio consumado en aras de la construcción
del Estado-nación y que la historia oficial denomina eufemísticamente
como “Conquista del Desierto” (M. Bartolomé, 1985, 2004a). El em-
perador Pedro I de Brasil se coronó cubierto por un manto de plumas

12 Así lo atestiguan las guerras de los yaquis, coras, tepehuanos y mayas en Méxi-

co; la desesperada resistencia de tobas, matacos, mocovíes y mapuches en Argentina;


la guerra contra los mapuche en Chile, el incremento de los movimientos migrato-
rios mesiánicos guaraníes en Paraguay; las rebeliones en Nicaragua, las revueltas de
los paes en Colombia, etcétera.
178 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

de los indios tukano, buscando legitimidad en las mismas culturas


nativas que después el Estado (y sus habitantes) se dedicaría a des-
truir. En Paraguay contemporáneo la mayoría de la población habla
la antigua lengua (el guaraní) a cuyos creadores desprecian, margi-
nan y despojan, pero con los cuales –contradictoriamente– se iden-
tifican (M. Bartolomé, 1989). Los niños aymara de Bolivia debían leer
en sus textos escolares que los “aymara eran los primitivos pobladores
de nuestro país”, a pesar de que los indígenas siguen constituyendo
el contingente poblacional mayoritario. Los peruanos reivindican
como propias las glorias y logros del “imperio incaico”, mientras los
quechuas continúan ocupando los peldaños más bajos de la estrati-
ficada sociedad “nacional”.13 Aunque poco puede llegar a ser más
absurdo que el hecho de que a los niños kariña de la Guayana fran-
cesa, se les enseñe que sus antepasados fueron los ¡galos!, ya que si-
guen el mismo modelo educativo francés.
“Nuestros indios”, “nuestras tradiciones”, “nuestro glorioso pasa-
do” constituyen parte de los recursos retóricos y discursivos con los
cuales los Estados se rinden culto a sí mismos y tratan de legitimar
ideológicamente una expropiación consumada de facto. Se trata de
una deliberada práctica estatal orientada a confundir su historia
política, con una historia cultural “nacional” que en realidad carece
de continuidad. En estos casos se aplican con justicia las perspectivas
que explicarían este proceso de expropiación como “invención de la
tradición” de acuerdo con las propuestas desarrolladas por T. Rangel
y E. Hobsbawn (1983), y que pretenden explícitamente contribuir a
la solidaridad de la nación; esa “comunidad imaginada”, tal como la
calificara Anderson (1993), aunque en este caso la imaginación se
orienta hacia una deliberada falsificación que busca una historicidad
legitimadora.

13 Sin embargo, la sociedad actual “mira a sus antepasados como el único Estado

cuyo recuerdo le merece respeto total y cuya imagen pueda ser iluminadora de su
destino futuro” (H. Tomoeda y L. Millones, 1992:3).
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 179
identidad nacional y represión cultural

Una de las obsesiones manifiestas de los Estados-nación, que se pro-


yecta masivamente hacia sus habitantes, radica en la búsqueda y de-
finición de una anhelada “identidad nacional”. Los estados naciona-
les de América Latina en general, adolecen de una crónica “ansiedad
identitaria” que pretende ingerir a las identidades incluidas dentro
de su hegemonía. A esto no es ajeno el trazado de las fronteras que
abarcaron multitudes de identidades diferenciadas pretendiendo
fusionar el conjunto en una sola, definida a través del modelo Estado-
nación macrocéfalo, occidentalizante e inicialmente eurocéntrico
(antes de ser “globalizado”) y subdesarrollado (antes de ser “emer-
gente”). Es decir, que se ha pretendido y se pretende identificar
ideológicamente el aparato político de un ámbito territorial, con el
conjunto de las tradiciones culturales existentes en ese mismo ámbi-
to. Por lo general esto constituye una distorsión manipulada del
panorama cultural realmente existente. Por ello, E. Gellner proponía
que “el nacionalismo no es lo que parece ser, pero sobre todo no es
lo que a él le parece ser. Las culturas cuya resurrección y defensa se
arrogan son frecuentemente de su propia invención, cuando no son
culturas modificadas hasta llegar a ser completamente irreconoci-
bles” (1988:81).
Al parecer, se supone que una vez lograda esta configuración glo-
bal, se definirían unas pretendidas identidades “esenciales”. A esta
perspectiva subyace todavía la noción de que la heterogeneidad socio-
estructural de nuestros países es una de las causas del subdesarrollo.
El racismo de esta propuesta es más implícito que explícito ya que,
recordando al brasileño Florestán Fernández (1972), se podría pro-
poner que “los latinoamericanos tenemos el prejuicio de no tener
prejuicios”. Sin embargo la ideología racista, que involucra tanto a
indios como a negros, continúa imprimiendo un matiz colonial a las
relaciones interétnicas en el ámbito regional.
La búsqueda por ofrecer una imagen unitaria de la colectividad
estatal, ha generado la construcción de estereotipos más o menos
caricaturescos de las supuestas identidades nacionales latinoamerica-
nas. Pero más allá de la arbitraria selección de estos tipos referencia-
les de ciudadanos, lo que importa destacar es que ello supone un
deliberado intento de imponer un modelo de identificación para el
conjunto de la población. Como todo acto de hegemonía, este pro-
180 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

ceso tiende a excluir o a reprimir a todos aquellos sectores sociales,


raciales y culturales que no se parecen al modelo propuesto. Es decir,
que se define e impone una concepción unitaria de la ciudadanía, que
desconoce la existencia de múltiples ciudadanos diferenciados. Sin
embargo, muchos políticos e intelectuales latinoamericanos conti-
núan empeñados en encontrar y definir la “identidad nacional”, en
un hegeliano intento por hallar una “esencia” que constituya el
“alma” de una nacionalidad confundida con el Estado. Pero, ¿por
qué es necesario tener una identidad nacional?; ¿lo mexicano deberá
ser el promedio entre un ganadero criollo norteño y un agricultor
maya del sureste?, ¿lo argentino tiene que sintetizar a un pastor an-
dino con un inmigrante italiano, galés o coreano?, ¿es creíble una
imagen tropical y mulata del Brasil, que excluya a los millones de
descendientes de europeos?, ¿acaso se requiere de la simbiosis de un
llanero, un andino y un selvícola para constituir un colombiano?
Nuestros países no contienen una sino muchas identidades sociales;
pero en ello hay riqueza y no la causa de su pobreza. La dinámica
social, tanto a escala mundial como local, supone la articulación de
la diversidad y no la homogeneización de lo plural. La creatividad
colectiva se nutre de la multiplicidad y no de una condena a la rei-
teración de un modelo unitario del ser social.
Pero más allá de su cuestionable legitimidad, el hecho a destacar
es que la búsqueda de esta identidad ha supuesto históricamente la
represión de la pluralidad. Primero los estados temieron la balcani-
zación que podría resultar de lo arbitrario de sus fronteras políticas
y trataron de asegurarse el consenso ideológico de los grupos invo-
lucrados en su ámbito jurisdiccional. Después, los guías de la cons-
trucción nacional pretendieron configurar comunidades unitarias
suponiendo que ello era sinónimo de progreso y modernidad. No
hace falta insistir en el estrepitoso fracaso de ese modelo en el mun-
do europeo contemporáneo. Pero la inercia continúa y hasta el
presente se mantiene en América Latina una cierta correlación con-
ceptual darwiniana entre evolución, desarrollo, homogeneización y
modernización, lo que permitiría acceder a la globalización. Y es que,
tal como lo propusiera E. Segre, “la globalización cultural forma
parte de la (nueva) conquista espiritual del tercer mundo por obra
de Occidente” (1994:186). Pero ahora ya no son sólo los estados los
responsables de las orientaciones homogeneizantes, sino las compa-
ñías transnacionales que buscan un mercado masivo con similares
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 181
expectativas de consumo, lo que requiere de parecidas orientacio-
nes existenciales: un mismo estilo de comer, de vestir, de hablar; es
decir, un modelo impuesto para vivir. Ya se ha logrado que un miem-
bro de la clase media de Sâo Paulo, sea básicamente idéntico a su
correlato de Bogotá, México o Buenos Aires. Y aquí vale la pena recor-
dar las conceptualizaciones de Jameson (1996), referidas a que una de
las formas posmodernas de las lógicas del capitalismo tardío es la ge-
neración de historicidades simuladas, esencializadas y substancializadas
como imágenes estereotipadas.14 Esta propuesta llevó a I. Machado
(2004) a señalar que las identificaciones sociales contemporáneas son
básicamente identidades destinadas al mercado y a las industrias cul-
turales. Estas identificaciones (las llama identidades) se construyen en
el mercado, para el mercado y a través del mercado, identificando al
sujeto con estilos de vida mediados por el mercado. Así, la construcción
de ciudadanías, que antes era una responsabilidad de los estados, se
está transformando progresivamente en la construcción de consumi-
dores tal como ya lo destacara N. García Canclini (1995).
¿Qué lugar puede quedar en el mundo mercantil y globalizado
que se está construyendo para los herederos de las tradiciones civili-
zatorias indias? Los únicos capaces de proporcionar respuestas a la
pregunta anterior son los pueblos involucrados, el espacio que pue-
dan ocupar es el ámbito social, cultural y político que ellos mismos
tengan la capacidad de construir. La supervivencia no sólo física sino
también cultural, lingüística e ideológica de más de 50 millones de
personas, así como sus demandas políticas contemporáneas, expresan
la necesidad y el derecho a ejercer esa dimensión civilizatoria alterna
de la que son portadores. No se trata sólo de otorgar un espacio
político a las comunidades étnicas diferenciadas dentro del marco
del Estado, lo que sería más o menos compatible con la propuesta
de las democracias pluralistas. La cuestión no se reduce a asumir la
presencia política de lo étnico, sino que implica aceptar el derecho
a ejercer normas jurídicas, morales, económicas, ideológicas, lingüís-
ticas, parentales, etc. que no son necesariamente reductibles a las

14 Jameson señala que los simulacros (o pastiches) de la historicidad son un

dominante cultural en la lógica del capitalismo tardío, basado en el capital finan-


ciero y las comunicaciones, y que producen un mundo transformado en una mera
imagen de sí mismo, en el cual el pasado es también sólo una colección de imáge-
nes y de estereotipos, que construye al actor posmoderno contemporáneo, marcado
por la ausencia de una idea de futuro como proyecto colectivo (1996:72).
182 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

manejadas por las formaciones estatales. Pero ello no excluye la po-


sibilidad de la negociación intercultural necesaria para una mejor
convivencia interétnica. El derecho a la diferencia implica el ejercicio
abierto de la alteridad y la posibilidad de conocer, confrontar, y even-
tualmente cuestionar, las múltiples experiencias existenciales desa-
rrolladas por las distintas culturas.

autonomías étnicas y articulación social

Éste es un tema cuya naturaleza política e ideológica obliga, más que


en otros casos, a recurrir a un lenguaje propositivo que puede resultar
contradictorio con la saludable distancia que se supone debe contener
la reflexión social. Sin embargo, no me puedo considerar un especta-
dor distante de contextos en los cuales me he involucrado tanto pro-
fesional como personalmente. Hago entonces manifiestos mis juicios
de valor referidos a que apoyo las autonomías indígenas. El lector
podrá compartir o no mis puntos de vista, pero aspiro no sólo a contar
con su comprensión sino también con su solidaridad.
A partir del reconocimiento de la pluralidad cultural histórica y
contemporánea, estimo necesario interrogarnos sobre las estrategias
políticas y sociales que permitan la configuración de estados multiét-
nicos. Desde hace ya algunos años las demandas autonómicas se han
constituido en parte medular del discurso contestatario indio y en
tema de importantes debates para políticos e intelectuales.15 No preten-
deré reseñar aquí el estado de la cuestión, lo que por otra parte ya
he intentado en otra oportunidad (M. Bartolomé, 1995), pero espe-
ro tratar de aclarar algunas de las confusiones conceptuales sobre el
tema, las que contribuyen a dificultar su comprensión y eventualmen-
te a obstaculizar su concreción. Comenzaré por asentar que a pesar

15 En los últimos años han abundado los pronunciamientos al respecto, lo que

hace casi imposible pretender sintetizarlos. Pero en ningún caso se plantea la sepa-
ración de las etnias respecto al Estado. Así, por ejemplo, en México el documento
final del grupo de trabajo sobre Derechos Indígenas reunido en Sacam Ch’en,
Chiapas, expresa que las regiones autónomas serían entes territoriales de la federa-
ción con personalidad jurídica cuyos habitantes ejercerían su autonomía política,
administrativa y cultural (Ce-Acatl, 1995, núms. 74-76:15).
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 183
de las múltiples perspectivas al respecto, la semántica del término es
precisa: auto-nomos significa auto-regularse, darse reglas, autodetermi-
narse, autogobernarse; autonomía es entonces sinónimo de autode-
terminación y de autogobierno. De ninguna manera representa una
orientación necesaria hacia la configuración de separatismos o de
comunidades políticas independizadas de los estados que ahora las
incluyen. Ése es el temor manifiesto de los estados que esgrimen unos
derechos de soberanía, que en realidad no están en juego y que en
la práctica no vacilan en claudicar ante los intereses mercantiles
transnacionales. Pero para los pueblos indígenas se trata de ejercer
uno de los derechos humanos más elementales, el derecho a la exis-
tencia: porque un pueblo que carece de autodeterminación carece
precisamente del derecho de existir como tal; se manifiesta sólo como
una colectividad lingüística o cultural desarticulada y sujeta a impo-
siciones de toda índole. El derecho a la existencia de un pueblo como
sujeto colectivo, como entidad de derecho colectivo, es imposible sin
algún nivel de autodeterminación política, tal como lo ha propuesto
la Conferencia de Naciones sin Estado de Europa.16 Las actuales retóricas
estatales que proponen finalmente asumir el pluralismo cultural en
América Latina, se comportarían como discurso huecos si no hacen
suyo el compromiso de restituir la autonomía bloqueada de los pue-
blos indios. Estas perspectivas hacen inaceptable la propuesta de J. y
J. Comaroff (1992) para quienes las etnias que desarrollan una estra-
tificación clasista interna y que por lo tanto pierden una condición
homogénea de clase, pasan a constituirse como grupos de estatus.
No es la reafirmación o transformación del estatus lo que se deman-
da, sino territorios como espacios de reproducción cultural y repre-
sentación política como grupos culturalmente diferenciados, no sólo
la emulación del estatus de la sociedad dominante.
Cabe apuntar que la autonomía no es la única formulación posible
para asumir la autodeterminación indígena. Muchas sociedades, es-
pecialmente las andinas, parecen estar optando por formas electora-

16 Estas reuniones a las que concurrieron corsos, galeses, escoceses, irlandeses

del norte, friulanos, vascos, gallegos y catalanes, entre otros, se realizaron en 1985
y 1990. La segunda propuso una Declaración de los Derechos Colectivos de los Pueblos,
cuyos articulados señalan que muchos de los actuales conflictos étnicos provinenen
de la falta de reconocimiento estatal de los derechos colectivos de los pueblos y que
todo pueblo tiene derecho a la autodeterminación política dentro de su propio
territorio (C. Massip, 1991).
184 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

les de representación parlamentaria (D. Iturralde, 1998). Incluso R.


Stavenhagen (2001:152) ha propuesto ampliar el concepto de etnode-
sarrollo; entendiéndolo como el derecho al control de la tierra, los
recursos, la organización social, lingüística y cultural; que supondría
redefinir los procesos de construcción nacional, reconociendo la
capacidad integradora de las filiaciones étnicas en el seno de un
mismo Estado. Pero es esa misma capacidad integradora la que hace
que los estados vean con desconfianza las lealtades adscriptivas (D.
Maybury Lewis, 1988), ya que pueden comportarse como lealtades
primordiales que superen la fidelidad al aparato político estatal. Sin
embargo, y en forma contradictoria, ha sido precisamente la repre-
sión cultural y las políticas asimilacionistas e integracionistas, las
responsables del “endurecimiento” de las fronteras interactivas entre
las minorías y los estados: el repliegue sobre sí mismas ha sido, en
muchos casos, una legítima actitud de autodefensa.
Las autonomías suponen nuevas formas de convivencia humana y
no de aislamiento o separatismo. El proceso de reactualización polí-
tica de las colectividades étnicas no tiene que desembocar en la
configuración de comunidades aisladas. Autonomía no es equivalen-
te a segregación, sino a nuevas modalidades de articulación social más
igualitarias que las actuales. En este sentido recurro a un concepto
de articulación social que hace referencia a la presencia de procesos
conectivos entre distintos grupos sociales, sin que éstos se vean nece-
sariamente transformados por dicha relación (L. Bartolomé, 1980:
276). Se trata básicamente de abolir en forma definitiva la tradición
integracionista, que pretendió –aunque sin lograrlo– homogeneizar
la pluralidad a través de compulsiones de toda índole, y contribuir a
desarrollar sistemas de relaciones interétnicas basados en la articula-
ción de la diversidad. Si los estados multiétnicos se asumen efectiva-
mente como sociedades plurales, deben explorar todos los caminos
posibles en la búsqueda de nuevas formas de convivencia entre grupos
culturalmente diferenciados. Aceptar teóricamente la pluralidad y no
reconocer o generar de manera simultánea los espacios políticos en
los que ésta pueda desarrollarse, es una contradicción que contribu-
ye a incrementar los niveles de tensión interétnica.
Durante la mayor parte de la historia, que he comentado en estas
páginas, los pueblos nativos aparecen como actores sin palabra; pa-
recería que el argumento del drama histórico no les otorgara parla-
mento alguno. Sin embargo, han tratado de hacerse escuchar de
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 185
distintas maneras que van desde las rebeliones armadas hasta toda
clase de intentos parlamentarios. A pesar de ello, pocas veces han
sido realmente escuchados y muchas menos veces aceptados como
interlocutores legítimos. Generalmente se ha pretendido decidir por
ellos, asumiendo que el Estado sabe lo que les conviene, o de incor-
porarlos a propuestas políticas contestatarias que los incluye en pro-
yectos que ellos no generaron. Precisamente uno de los aspectos bá-
sicos de toda relación humana ha estado ausente en el proceso
interétnico: el diálogo. En lugar de diálogo ha habido un monólogo
pronunciado por las sociedades dominantes a través de sus ideólogos
y de sus instituciones. Las relaciones asimétricas se han expresado
también en el ámbito de la comunicación, suponiendo –en el mejor
de los casos– que los indios pueden llegar a ser buenos escuchas de
los argumentos estatales. Pero no se trata sólo de que participen acti-
vamente en la discusión y decisión de todos los procesos en los cuales
estén involucrados: un diálogo no puede reducirse a los aspectos ins-
trumentales coyunturales, sino que debe contribuir a relacionar igua-
litariamente a sus protagonistas. Y es en el marco de comunidades
étnicas autónomas relacionadas entre sí y con el Estado y otros sectores
sociales en forma simétrica, que se podría inaugurar la construcción
de diálogos interculturales más igualitarios que los de la actualidad.
Resulta indudable la necesidad de desarrollar mecanismos o es-
tructuras deliberativas y de negociación, que incluyan una participa-
ción equilibrada de las partes, de acuerdo con el reconocimiento
formal del derecho a la autodeterminación y a la construcción de
autonomías indígenas. Los procesos orientados hacia una nueva ar-
ticulación política y social de las colectividades étnicas y los Estados,
requieren de estrategias que posibiliten esta relación a través de un
diálogo que no se parezca a los actuales monólogos estatales, que
tienden a imaginar a sus interlocutores de acuerdo con su propia
imagen y semejanza. La construcción del Otro puede ser cuestionable
desde el punto de vista antropológico, ético o filosófico; pero resulta
perversa desde el punto de vista político.17 Un aspecto clave de esta

17 Jean Baudrillard ha calificado a este proceso de construcción del Otro

como de “crimen perfecto” ya que hace desaparecer las huellas del delito “la
liquidación del Otro va acompañada de una síntesis artificial de la alteridad [...]
pues el crimen sólo es perfecto cuando hasta las huellas de la destrucción del
Otro han desaparecido [...] con la modernidad, entramos en la era de la pro-
ducción del Otro” (1996:156).
186 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

relación supone el desarrollo de múltiples foros, que posibiliten el


diálogo. Pero dichos foros no pueden seguir siendo pensados desde
el poder y la lógica hegemónica. Las relaciones interétnicas suelen
manifestar un conjunto organizado de reglas que tienden a estructu-
rar la interacción entre los actores sociales y ese conjunto es precisa-
mente el que marca las fronteras interactivas. En América Latina las
fronteras también están construidas con base en la asimetría de las
posiciones sociales y de poder, así como por seculares mecanismos de
dominación económica y cultural. No parece factible un cambio ideo-
lógico en los sistemas interétnicos, sin un cambio de las posiciones
estructurales que redefina el papel de los grupos que los integran,
aunque las ideologías se resistan a cambiar a pesar de la transformación
de las condiciones históricas que las generaron. Ante la actual vertica-
lidad del discurso, se requiere de la creación de consensos mínimos,
de espacios semánticos compartidos que posibiliten una ética discursi-
va común a los distintos grupos que configuran los contextos interét-
nicos. La racionalidad de la argumentación intercultural, entendiendo
racionalidad en términos weberianos de eficacia a fines, supone un
esfuerzo adicional por ambas partes, orientado por el propósito de
lograr un acuerdo que posibilite la comunicación dentro de una ética
compartida y de normas que sean reconocibles para los distintos inter-
locutores sin que éstos se vean obligados a abdicar sus diferencias.
Las configuraciones autonómicas supondrían nuevas formas de ar-
ticulación social, política, económica, lingüística y cultural entre las
sociedades nativas y los estados. Esos sistemas articulatorios implican,
por lo general, una base territorial, que es precisamente lo que pre-
ocupa tanto a los estados como a los ideólogos de los nacionalismos
homogeneizantes. Algunos consideran que ello debilitaría a sus países
ante los poderes mundiales, otros todavía creen que homogeneidad es
sinónimo de igualdad. Sin embargo en las recientes legislaciones de
toda América Latina, encontramos un creciente reconocimiento de los
derechos territoriales colectivos indígenas, aunque no se los designe
como derechos autonómicos. Cabe entonces preguntarse si no es una
especie de temor semántico, que produce el término autonomía, lo
que hace a los estados comportarse como si el cielo estuviera cayendo
sobre sus cabezas. La organización de jurisdicciones políticas internas
con una definida base étnica, serían menos arbitrarias que las actuales,
frecuentemente basadas en relaciones de poder e intereses económi-
cos regionales, sin más legitimidad que su capacidad de coerción.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 187
En algunos casos, una legislación autonómica no sería sino la le-
gitimación jurídica de prácticas políticas y sociales, e incluso de
legislaciones, ya existentes. Tal sería la situación de algunos pueblos
que han conservado espacios territoriales y sistemas políticos propios,
amparados por esquemas legislativos estatales o no, pero que de al-
guna manera permiten –o al menos no impiden– su reproducción
cultural. Las reservaciones argentinas, las demarcaciones brasileñas, los
resguardos colombianos o las comarcas panameñas, constituyen –con
todas sus limitaciones– reconocimientos implícitos de derechos terri-
toriales colectivos, a pesar de que por lo general representan sólo
pequeños fragmentos de territorios más amplios que les fueran arre-
batados por los estados.18 No estoy proponiendo el desarrollo de una
nueva política de reservaciones o de homelands como las sudafricanas,
sino rescatar la noción de derechos territoriales, que no son equiva-
lentes a derechos agrarios o de acceso a tierras de labor, ya que
alude a la confirmación o restitución de todos o partes de los terri-
torios étnicos expropiados por las sociedades estatales. En otros casos,
algunos pueblos de tradición tribal y con definidos mecanismos de
identificación colectiva, han logrado conservar ámbitos geográficos
relativamente homogéneos, a pesar de no contar con una figura ju-
rídica específica. Esta situación puede ejemplificarse con los grupos
del norte de México (yaquis, seris, mayos, pimas, etcétera) cuyas
posesiones ejidales son contiguas y delimitan un espacio étnico ex-
clusivo, donde los sistemas políticos tradicionales conservan distintos
niveles de vigencia a pesar de las ingerencias estatales.19 En las selvas

18 Al respecto cabe mencionar la Constitución colombiana de 1991, cuyo artícu-

lo 286 reconoce como entidades territoriales a los departamentos, distritos, muni-


cipios y territorios indígenas, y el 330 acepta que en ellos el gobierno será ejercido
de acuerdo con los usos y costumbres nativos y que los recursos naturales no podrán
ser explotados sin el consentimiento y participación de los habitantes; asimismo, las
tierras comunales son inalienables, imprescriptibles e inembargables (art. 63). La
Ley 904 del Paraguay promulgada en 1981 para definir el estatuto de las comuni-
dades indígenas, asienta en su artículo 7o. que el estado reconoce la existencia legal
de las comunidades indígenas y les reconoce personería jurídica. Los ejemplos se
podrían multiplicar, pero lo que importa destacar es que cada vez más las legisla-
ciones reconocen la presencia india, aunque teman llamarlas autonomías.
19 Entre las muchas contradicciones al respecto, puede citarse el caso de los

yaquis, a quienes el gobierno mexicano “otorgó” en enero de 1997 la posesión


colectiva de 464 000 hectáreas de sus propias tierras, a pesar de no reconocer su
autonomía ni sus derechos territoriales, asumidos exclusivamente como derechos
agrarios.
188 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

tropicales de la amazonía, muchas sociedades nativas han logrado un


creciente reconocimiento de sus derechos territoriales, a pesar de
que las, todavía ambiguas, legislaciones no los reconocen como pue-
blos con derechos políticos, ni pueden ser objetos de políticas públi-
cas que los reconozcan como sujetos colectivos (A. Chirif et al., 1991;
N. Arvelo, 2001). Párrafo aparte merecen las comunidades indígenas
agrarias mesoamericanas y andinas, muchas de las cuales han logrado
o luchan por lograr una autonomía comunitaria, amparadas en sis-
temas municipales propios o apropiados, aunque las estructuras
económicas y políticas de las sociedades estatales circundantes pre-
tendan reproducirse en su interior. Con estas reflexiones sólo
pretendo señalar que ya convivimos con autonomías de hecho, aun-
que los estados se nieguen a reconocer esta evidencia y asumirla
orgánicamente para una necesaria reconfiguración política interna,
que responda a la presencia de las formaciones sociales, lingüísticas
y culturales diferenciadas del modelo “nacional”.
Es importante recordar que esos ámbitos autonómicos, con frecuencia
no se corresponderían con espacios sociales y culturales internamente
homogéneos. Después de una convivencia centenaria, las estructuras
clasistas y algunas prácticas políticas de las sociedades nacionales han
penetrado y se han reproducido en el interior de los grupos indígenas.
Este proceso ha sido particularmente intenso en las culturas agrarias
numéricamente significativas, involucradas en asimétricas relaciones de
producción y clientelizadas como votantes dentro de estrategias electo-
rales que no las representan. Por lo tanto, a las tensiones inherentes a
todo sistema social, se le suman las potencialmente conflictivas estructu-
ras impuestas por el exterior. Es decir que, por lo general, no se trata
de sociedades “armónicas” u “homogéneas”, como lo ha propuesto al-
guna óptica apresurada. Pero utilizar esta estratificación económica y
social para descalificar las posibilidades autonómicas, representa una
argumentación espuria que acusa a las víctimas y no a los responsables
del proceso. Desde una perspectiva coherente con el derecho a la auto-
determinación que se propone, le tocará a las mismas sociedades indí-
genas resolver sus propias contradicciones internas. No se trata de
apelar a ilusorios paraísos igualitaristas, sino de reconocer la capacidad
de los pueblos indígenas de plantear o replantear sus proyectos colecti-
vos, y si esos proyectos suponen modificaciones parciales o transforma-
ciones radicales de los actuales sistemas sociales, deberán ser sus mismos
protagonistas los encargados de llevarlas a cabo.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 189
Por otra parte, existe una cierta tendencia a homogeneizar en
forma artificial lo étnico. La percepción exterior de las sociedades
nativas suele no reparar en sus heterogeneidades internas. Para algu-
nas cuestionables ópticas antropológicas; las filiaciones étnicas tien-
den a representarse como totalidades construidas de acuerdo con la
ya mencionada lógica nacionalista decimonónica; es decir, percibirlas
como sociedades culturalmente homogéneas. Sin embargo, en la
mayoría de ellas coexisten diferencias lingüísticas, político-organiza-
cionales, culturales y distintas representaciones identitarias. Ya me he
referido a ello en el capítulo 1; la casuística sería abrumadora y está
presente en una vasta literatura etnográfica. Pero lo que podemos
extraer de ella, si se me permite el exabrupto, es que no existen
formas estandarizadas de “ser indio”; una misma filiación etnolingüís-
tica por lo general refiere a un grupo más o menos amplio de expre-
siones sociales y culturales. Una de las experiencias de las que son
portadores los pueblos nativos, es esa diversidad interna donde una
pertenencia abarcativa se puede basar en la relación entre diferencias
contrastables. La articulación de la diversidad en los estados plurales
alude entonces no sólo al reconocimiento de la diferencia entre so-
ciedades, sino también a la aceptación de la heterogeneidad interna
de esas mismas sociedades. Éstas, en algunos casos, deberán eventual-
mente reformular su experiencia colectiva, para lograr construir
mecanismos más eficientes para la relación del grupo con el exterior.
De lo contrario, corren el riesgo de que la atomización política dis-
minuya la eficacia de su gestión, aunque facilite las posibilidades de
resistir al control estatal. Sin embargo, este proceso, para ser real-
mente autónomo, sólo puede estar en manos de sus protagonistas.
Asumir teóricamente el derecho a la autodeterminación de los
pueblos nativos y no aceptar en forma simultánea su capacidad de
actores políticos autónomos, una contradicción que forma parte de
la experiencia reciente de varios países de América Latina. Así, los
estados, las iglesias, los partidos, las organizaciones no gubernamen-
tales y los grupos políticos contestatarios, han promovido, influido o
manipulado la formación de una multitud de organizaciones indíge-
nas en los últimos decenios.20 Ello no es cuestionable en sí mismo,

20 Un ejemplo lo constituyen los Consejos Supremos Indígenas creados por el


estado mexicano en 1974, como estrategia para incorporar a los indígenas dentro
de la estructura política corporativa del momento; como toda configuración vertical
dichos consejos fueron desapareciendo al perder interés en ellos las cambiantes
190 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

incluso muchas veces las motivaciones de estos agentes externos su-


ponen un intento de apoyar las demandas nativas, aunque en otros
muchos casos los intereses en juego buscan la manipulación intere-
sada de las organizaciones. Pero lo que me interesa destacar es que
por lo general implicaron e implican la proyección de lógicas políti-
cas externas a las tradiciones indígenas. Así se han reproducido en
los ámbitos étnicos estrategias organizativas y sistemas de liderazgo
que no guardan demasiada relación con los locales, y que incluso
pueden entrar en franca contradicción con los mismos. No se trata
de argumentar a favor de supuestos purismos culturales, sino de se-
ñalar que estos esquemas impuestos pueden influir negativamente
en el diseño de configuraciones autonómicas que no estarían basadas
en las experiencias locales. Se contrapondrían así las propuestas
autonómicas construidas desde el exterior y reglamentadas por legis-
laciones estatales, y los desarrollos autonómicos autogenerados (con
perdón del pleonasmo) que responden a muy diferentes concepcio-
nes del quehacer político. El diálogo intercultural atañe entonces
también a la articulación de distintas nociones de lo político, que
deben buscar espacios comunes para lograr una relación que no
suponga la represión de las expresiones indias.
Es necesario destacar que en sociedades como las latinoamerica-
nas, controladas por las políticas de mercado y por los centralismos
gubernamentales, que generan una creciente desigualdad en la dis-
tribución del ingreso y el aumento de las diferencias de clases, las
autonomías étnicas no suponen la abolición de las asimetrías sociales
estructurales. Pero la pobreza relativa de muchas regiones étnicas, se
origina en la imposibilidad de sus habitantes para acceder al control
de sus propios recursos naturales y en la vigencia de sistemas de
succión de productos y explotación económica. Numerosas regiones
indias son áreas potencialmente ricas, pobladas por multitudes de
pobres, donde las relaciones interétnicas se manifiestan también
como relaciones de clases. El control autónomo y negociado de los
recursos del suelo y del subsuelo, de las aguas y los bosques, de sus
farmacopeas y demás etnoconocimientos, posibilitarán mejoras eco-

instancias gubernamentales. El Consejo Indigenista Misionero de Brasil fue inicial-


mente responsable de la creación de la Unión de Naciones Indígenas, también los
primeros pasos de la Federación Shuar del Ecuador estuvieron en manos de los
misioneros salesianos. El grupo de trabajo del Proyecto Marandú en Paraguay creó
el germen de la Asociación de Parcialidades Indígenas de dicho país.
PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS 191
nómicas, sanitarias y sociales que ahora quedan libradas a la buena
voluntad de los estados, de las iglesias o de las ong.
Las autonomías serían ámbitos políticos y económicos dotados de
una base territorial, pero también espacios propicios para la produc-
ción cultural. Gillermo Bonfil (1991) ha destacado que, en el mejor
de los casos, los pueblos indios son vistos como sociedades con dere-
cho a consumir cultura, esto es, a recibir las constructos culturales he-
gemónicos transmitidos por las escuelas y demás instituciones del
Estado. Pero raramente han sido percibidos como productores de cul-
tura; salvo que por ello se entiendan las tradiciones folklorizadas y
las artesanias turísticamente redituables. El hecho de ser portadores
y reproductores de concreciones filosóficas, políticas, tecnológicas
y, en general, de una multitud de los que Mauss llamara hechos de
civilización, ha quedado reservado a una valiosa pero restringida y
poco difundida reflexión etnológica. No sólo los estados, sino las
mismas sociedades civiles que éstos han construido, manejan imáge-
nes falsificadas y falsificantes de los pueblos indios, percibidos gene-
ralmente sólo como un conjunto de carenciados que requieren del
favor estatal. Incluso los sectores contestatarios latinoamericanos se
confunden al definir a los indígenas por sus carencias: indígena es
el explotado, el dominado, el que no tiene, el que no come, el que
no sabe. De allí el fracaso político de muchas interpretaciones de la
cuestión étnica,21 ya que los seres humanos no se construyen sólo por
carencias sino por sus presencias; los pueblos indios actuales son he-
rederos y reproductores de tradiciones culturales milenarias, aunque
éstas convivan con una multitud de rasgos occidentales apropiados.
Creo que sólo a partir de democracias multétnicas se podrá inau-
gurar un diálogo entre civilizaciones que haga suyo la polifonía de
los distintos actores. Insisto en que aceptar el derecho a la alteridad
implica simultáneamente buscar nuevas formas de convivencia inter-
cultural; cualquier aventura de futuro es preferible a reiterar los
históricamente injustos y políticamente fracasados sistemas vigentes.
Decía al comienzo que no se trata sólo de reparar deudas históricas

21 Al respecto, Pablo González Casanova señala que los marxistas ortodoxos

minusvaloraron el papel de las relaciones coloniales internas en América Latina


(1996:24), las que imprimen un carácter especial a las relaciones de clases. Ello
impactó en forma radical a las ciencias sociales, las que durante años se negaron a
advertir lo étnico, asumiendo que la posición de clase era la única clave para com-
prender las estructuras sociales locales.
192 PROCESOS CIVILIZATORIOS Y AUTONOMÍAS ÉTNICAS

sino también de un enriquecimiento cultural mutuo. Nos encontra-


mos entonces ante una nueva instancia de construcción civilizatoria,
ante un proceso en el cual las formas culturales contemporáneas que
reflejan las experiencias de las civilizaciones nativas tengan una mejor
y más igualitaria opción de proyectarse hacia el futuro y de dialogar
con los logros y riesgos de Occidente.
6. LAS ETNOGÉNESIS. VIEJOS ACTORES
Y NUEVOS ROLES EN EL ESCENARIO CULTURAL Y POLÍTICO

Sólo existe la lucha por recobrar lo que se ha perdido


Y encontrado y vuelto a perder muchas veces
Y ahora en condiciones que no parecen propicias
Pero tal vez no haya ganancia ni pérdida
Para nosotros sólo existe el intento
Lo demás no es cosa nuestra
t. s. eliot, Cuatro cuartetos

procesos de etnogénesis

Etnogénesis es un término que se ha utilizado para designar diferen-


tes procesos sociales protagonizados por los grupos étnicos. De ma-
nera general, la antropología ha recurrido al concepto para describir
el desarrollo, a través de la historia, de las colectividades humanas
que llamamos grupos étnicos, en la medida en que se perciben y son
percibidos como distintos a otros grupos, por poseer un patrimonio
lingüístico, social o cultural que consideran o es considerado exclu-
sivo. Es decir, que el concepto ha sido acuñado para dar cuenta del
proceso histórico de la configuración de colectividades étnicas, como
resultado de migraciones, invasiones, conquistas, fisiones o fusiones.
Pero, de manera más reciente, se lo ha usado para analizar los recu-
rrentes procesos de emergencia social y política de los grupos que
han sido tradicionalmente sometidos a relaciones de dominación (J.
Hill, 1996:1). Con alguna frecuencia se ha llamado etnogénesis al
desarrollo de nuevas configuraciones sociales, de base étnica, que
incluyen a diversos grupos partícipes de una misma tradición cultural
(v. gr. mapuches actuales, G. Boccara, 1999). También se ha calificado
de etnogénesis al resurgimiento de grupos étnicos que se considera-
ban extinguidos, totalmente “mestizados” o “definitivamente acultu-
rados” y que de pronto reaparecen en la escena social demandando
su reconocimiento como tales y luchando por la obtención de dere-
chos o de recursos (E. Rossens, 1989; A. Pérez, 2001; M. Bartolomé,

[193]
194 LA ETNOGÉNESIS

2004). En otras oportunidades se ha recurrido al mismo concepto


para designar al surgimiento de nuevas comunidades integradas por
migrantes o sus descendientes que reivindican un patrimonio cultu-
ral específico, para diferenciarse de otras sociedades o culturas que
perciben como distintas su autodefinición social, cultural o racial (v.
gr. grupos migratorios interestatales o comunidades afroamericanas).
Trataré aquí de destacar que los distintos usos remiten a un mismo
tipo de dinámica social, la que encuentra su sustento en la historici-
dad de estructuras sociales y formas culturales que se tendían a con-
cebir como relativamente estáticas.1 La etnogénesis o, mejor dicho,
las etnogénesis, se refieren al dinamismo inherente a las agrupacio-
nes étnicas, cuyas lógicas sociales revelan una plasticidad y capacidad
adaptativa que no siempre han sido reconocidas por el análisis an-
tropológico.
En realidad la etnogénesis ha sido y es un proceso histórico cons-
tante que refleja la dinámica cultural y política de las sociedades
anteriores o exteriores al desarrollo de los Estados-nación de la ac-
tualidad. Es el proceso básico de configuración y estructuración de
la diversidad cultural humana, sus raíces se hunden en los milenios
y se proyectan hasta el presente. Hace cientos de miles de años,
cuando algunos de los miembros de una tradición cazadora hablan-
tes de una lengua común, migraban buscando nuevos horizontes, se
iban separando tanto a nivel cultural como lingüístico del grupo
inicial de pertenencia, dando lugar al desarrollo de un nuevo tipo
de colectividad social, lingüística y cultural. En muchas ocasiones, los
nuevos ámbitos ecológicos a los que llegaban condicionaban sus
respuestas culturales al medio ambiente, dando lugar a mayores es-
pecializaciones y consecuentemente a diferenciaciones. Después del
desarrollo de los cultivos, algunas de las aldeas agrícolas indiferen-
ciadas de las antiguas sociedades igualitarias neolíticas, podían tras-
ladarse en pos de mejores tierras y con el correr de los siglos desa-

1 Recuérdese la distinción de C. Lévi-Strauss entre sociedades “frías”, reticentes

al cambio y sociedades “calientes”, que inducían o forzaban los cambios en las


primeras. Aunque las etnogénesis contemporáneas constituyen procesos mundiales,
me limitaré a su análisis en América Latina. Esta delimitación se debe no sólo a que
es el ámbito en donde he trabajado y me he relacionado directamente con fenó-
menos de esta índole, sino también a que la similitud de las estructuras estatales,
dentro de las cuales se insertan los grupos étnicos regionales, presentan caracterís-
ticas recurrentes que facilitan el análisis comparativo.
LA ETNOGÉNESIS 195
rrollaban sus propias creaciones y logros culturales olvidando,
incluso, que alguna vez tuvieron relación entre sí. También las uni-
dades aldeanas integrantes de las sociedades jerárquicas estatales
podían cambiar de filiación lingüística y cultural al cambiar de ads-
cripción política como resultado de alianzas o conquistas. Estos
procesos suponían con frecuencia la adopción, el intercambio y la
simbiosis de rasgos culturales, hasta producir nuevas configuraciones
sociales y culturales cuyas características podían llegar a distanciarse
mucho de las que le dieron origen.
Se trata, pues, de la construcción cultural de las distintas expe-
riencias sociales y de los diversos sistemas simbólicos que las animan,
lo que se vincula tanto con la antropología de la evolución, como
con la ecología cultural o las antropologías económicas y políticas.2
En este sentido, todas las culturas humanas son resultantes de pro-
cesos de hibridación, ya que incluso la misma noción de cultura
debe ser considerada como un sistema dinámico, que debe su exis-
tencia tanto a la creación interna como a la relación externa. En
síntesis, la etnogénesis es parte constitutiva del mismo proceso his-
tórico de la humanidad y no sólo un dato del presente, como pa-
recería desprenderse de las sorprendidas reacciones de algunos
investigadores sociales ante su evidencia contemporánea. Y América
Latina, al igual que el resto del mundo, ha sido y es un ámbito
signado por múltiples procesos de etnogénesis que se manifiestan
hasta la actualidad, aunque ahora enmarcados en el contexto de la
llamada globalización y de un sistema mundial. Una breve aproxi-
mación al pasado latinoamericano nos permitirá una mejor com-
prensión de los procesos actuales.

2 La etnografía rusa ha desarrollado numerosos aportes sobre el tema, los que

son poco conocidos debido a los problemas de traducción y divulgación. Esta tra-
dición propone que la lengua y la continuidad territorial son fundamentales para
la constitución de un ethnos. Uno de los más importantes autores, Lev Gumilev,
desarrolló una teoría de la etnogénesis de índole un tanto ecléctica, ya que propo-
ne que se trata de un proceso de la naturaleza por el cual la anthrosfera (biosfera
humana) se divide a sí misma como consecuencia de causas bioenergéticas, pero
destaca la importancia de la conciencia étnica colectiva como un factor determi-
nante de la etnogénesis (O. Hryb, 2000).
196 LA ETNOGÉNESIS

etnogénesis latinoamericanas

Tanto en Aridoamerica, como en Mesoamérica, la zona intermedia,


los Andes, las tierras bajas sudamericanas o las llanuras chaqueñas y
patagónicas, las tradiciones locales dieron lugar a una multitud de
agrupaciones étnicas, cuyo aspecto contemporáneo a la invasión
europea representaba un momento del proceso, pero no un momen-
to definitivo o definitorio, sino la configuración circunstancial de un
dinamismo abierto a la historia. Así, por ejemplo, los incas no eran
sino el resultado contemporáneo a la invasión de la milenaria tradi-
ción civilizatoria andina (A. Lorandi y M. Del Río, 1992), de la misma
manera que los aztecas representaban una concreción política regio-
nal y temporalmente circunscrita de la antigua tradición mesoameri-
cana (A. López Austin y L. López Lujan, 1996). Muchos de los grupos
que conocieron inicialmente los europeos eran sociedades relativa-
mente recientes resultantes de procesos migratorios, conquistas,
desplazamientos, fusiones de grupos pequeños, fisiones de grupos
mayores, incorporaciones o fragmentaciones políticas, etcétera. Así,
por ejemplo, los chiriguanos de las actuales Bolivia y Argentina, no
son sino el testimonio de la descabellada empresa expansiva de una
parcialidad guaraní de Paraguay hacia el imperio incaico; sus vecinos
y subordinados chané, eran (y son) un grupo arawak guaranizado;
los llamados “pampas” de Argentina constituían probablemente el
resultado de la relación entre mapuches y tehuelches; los wayú o
guajiros de Colombia y Venezuela, el producto de una fusión de
grupos diversos; las parcialidades guaraníticas de Paraguay (carios,
tobatines, etc.) respondían a configuraciones locales producidas por
la dinámica migratoria, etcétera.
Durante la época colonial desaparecieron algunos grupos como
resultado de las compulsiones militares, bióticas o económicas, pero
también muchos surgieron a raíz de desplazamientos, congregacio-
nes o alianzas. Un ejemplo son los actuales mískitos de la costa del
caribe nicaragüense, que constituyen la conjunción de distintas
poblaciones nativas con esclavos negros, políticamente unificada en
un reino apoyado por Inglaterra desde el siglo xvii (J.Gould,1998).
Similar es el caso de los garífunas o “caribes negros”, que habitan
las costas de Belice y Guatemala, resultantes de la mezcla entre
diferentes grupos arawak y poblaciones de origen africano, que se
constituyeron como etnia alrededor del siglo xviii (A. Ghidinelli,
LA ETNOGÉNESIS 197
1983). A su vez, varias de las sociedades nativas del noreste brasile-
ño son producto de los aldeamientos misionales que fusionaron a
diferentes grupos (M. Carvalho, 1984). A la inversa, las parcialida-
des guaraníes de Paraguay se deben a la separación entre quienes
aceptaron y quienes rechazaron la tutela jesuítica (M. Bartolomé,
1977, 2004). La política colonial de “recongregaciones” en la Nue-
va España o la de “desnaturalización” en el Río de la Plata, reestruc-
turó o desplazó a una multitud de comunidades mesoamericanas y
andinas (M. Bartolomé, 1985). Durante el mismo periodo, la im-
portación de esclavos negros y su posterior agrupación en comuni-
dades más o menos independientes aumentó y diversificó el pano-
rama étnico regional. Éste sería el caso de las colectividades de
ascendencia africana, procedentes de variadas tradiciones culturales
pero reconstituidas en términos étnicos exclusivos, en las que el
fenotipo opera como uno de los referentes identitarios básicos,
tales como los cimarrones de Venezuela (D. Guss, 1996), los kilom-
bos del Brasil (E. O’Dwyer, 2002) o los palenques colombianos (N.
Fridmann y J. Arocha, 1986). Es de destacar que no se produjeron
una, sino muchas etnogénesis negras, cada una de las cuales supu-
so la recomposición o reestructuración de los diferentes referentes
ideológicos, lingüísticos y culturales africanos, de los que eran por-
tadores los miembros de estas nuevas configuraciones étnicas basa-
das en una identificación compartida.
A partir de las independencias en América Latina y durante el
proceso de construcción de los Estados-nación de inspiración euro-
pea, se siguieron registrando procesos de etnogénesis protagonizados
por poblaciones de todo el ámbito. Fue ésta una época signada por
la expansión de las burguesías criollas sobre las tierras indígenas
remanentes, lo que dio lugar a numerosas rebeliones e insurreccio-
nes, que incidieron en la transformación del panorama étnico here-
dado del periodo colonial. Así, la masiva insurrección maya de Yuca-
tán, conocida como la guerra de castas (1847-1853), generó una nueva
etnia organizacional maya macehual proveniente del mismo grupo
etnolingüístico pero separada de éste tanto a lo político como en lo
identitario, constituida por los descendientes de los rebeldes que se
refugiaron en las selvas orientales por más de un siglo y medio (M.
Bartolomé y A. Barabas, 1977). Por otra parte, las alianzas militares
construidas para oponerse a esta “segunda conquista”, generaron la
unificación política de sociedades constituidas por bandas o segmen-
198 LA ETNOGÉNESIS

tos autónomos, tales como los mocovíes de Argentina, los yaquis


y seris de México, los nivalklé de Paraguay o los mapuche de Chile y
Argentina.3 Estas alianzas posibilitaron un comportamiento y una
identificación colectiva a sociedades cultural y lingüísticamente afi-
nes, pero social y políticamente diferenciadas. Es decir, generaron
una etnogénesis al producir un nuevo sujeto colectivo previamente
inexistente en cuanto tal, aunque potencialmente contenido dentro
de una configuración cultural. Vemos entonces que el mito de que en
América Latina existieron y existen sociedades “puras”, dotadas cada
una de ellas de una cultura específica y singular, resulta un tanto fal-
sificante y ha sido criticado desde distintos puntos de vista, tal como
lo ha hecho M. Boccara (2000) al insistir en la flexibilidad y adaptabi-
lidad social de los grupos indígenas, cuya lógica política y social incluía
una apertura a las relaciónes interculturales.
En este sentido la etnogénesis aparece como el proceso de cons-
trucción de una identificación compartida, con base en una tradición
cultural preexistente o construida, que pueda sustentar la acción
colectiva.4 En otro ensayo (M. Bartolomé, 2000a) he destacado que
la lógica económica y socio-organizativa tradicional de las socieda-
des cazadoras, basadas en los procesos de fisión y de fusión de
bandas de caza y recolección, no era propicia para el desarrollo de
asociaciones mucho mayores que las generadas por los grupos paren-
tales extendidos en un ámbito territorial. Tampoco las sociedades de
linajes organizados en clanes territoriales, como la mapuche, cuya
lógica asociativa ha sido parcialmente sustituida por el desarrollo de
colectividades residenciales, poseían una organización colectiva más

3 Quizá, uno de los más documentados estudios de procesos de este tipo de et-

nogénesis, es el que realizó M. Boccara (2000) sobre los mapuche de Chile. El


autor propone que “lo mapuche” comenzó a surgir hacia 1500 como respuesta
militar a la expansión del imperio incaico que unificó política y militarmente a los
reches (“gente verdadera”, en la lengua mapudungun). Este cambio en la estructu-
ra social reche se incrementó con la resistencia a la invasión española y a la guerra
de contra el estado chileno, la weichan (guerra) se comportó así como uno de los
factores constitutivos de “lo mapuche”.
4 En algunos casos, estos procesos de estructuración étnica son resultados de

migraciones interestatales cuya consecuencia es el desarrollo de una colectividad


diferenciada en el seno de una sociedad mayoritaria, de la cual se distingue por
razones lingüísticas, culturales o religiosas. Con frecuencia, dentro de la actual lite-
ratura europea, se ha recurrido al término para calificar el auge de los nacionalismos
diferenciales dentro de estados multiétnicos.
LA ETNOGÉNESIS 199
allá de las jefaturas y de los lazos lingüísticos y culturales compartidos.
La misma ausencia de una noción definida de colectividad étnica se
puede aplicar a las familias extensas ampliadas (ty’y) que constituyen
las unidades de producción, residencia y culto guaraníes. Incluso las
numerosas comunidades aldeanas de los pastores y agricultores
mesoamericanos y andinos, tendencialmente autónomas, sólo mani-
festaban una identificación compartida cuando se aliaban entre sí o
eran incorporadas a una unidad política abarcativa. Y es que la mutua
identificación de una serie de colectividades, aunque sean lingüística
y culturalmente afines, es siempre el resultado de la presencia de una
organización política unificadora.5 No existían entonces en el pasado
las “naciones” wichí o toba del Gran Chaco, mapuche del sur de los
Andes, aymara del altiplano boliviano, nahua de México o tupí-gua-
raní de las selvas tropicales, tal como lo entenderían las ópticas na-
cionalistas decimonónicas, sino grupos etnolingüísticos internamen-
te diferenciados en grupos étnicos organizacionales, en el sentido de
comunidades identitarias exclusivas que podían no tener mayores
relaciones entre sí. Por ello que los rótulos étnicos generalizantes que
delimitan etnias clasificatorias, tales como guaraníes, quechuas, mayas,
zapotecos, tobas o matacos, eran y son más adjudicaciones identitarias
externas que etnónimos propios, aunque ahora los mismos indígenas
puedan recurrir a ellos para designarse como colectividades inclusivas
y exclusivas. Ya he señalado que una de las luchas de las sociedades
nativas del presente es constituirse como colectividades, como sujetos
colectivos, para poder articularse o confrontarse con sus Estados en
mejores condiciones políticas, ya que la magnitud numérica y las de-
mandas compartidas incrementa sus posibilidades de éxito. Se trata de
la creación de un nuevo sujeto histórico, de una etnogénesis a cuya
concreción podríamos llamar Pueblos Indios,6 entendiéndolos como
“naciones sin Estado” tal como ya fuera expuesto.

5 Parto de una concepción amplia de lo político que pueda incluir lo que

llamamos religión, es decir, un sistema normativo que puede reunir al nomos con
el cosmos. Así, los sistemas de peregrinación hacia santuarios panregionales, o los
lugares sagrados compartidos, incluso la asistencia a mercados regionales pueden
ofrecer datos para la identificación colectiva, aunque no respondan a una lógica
política expresada en términos de la tradición secular occidental posterior al
Renacimiento.
6 Ya he señalado que este término es con frecuencia utilizado en la actualidad

para tratar de otorgar un mayor reconocimiento jurídico o dignidad cultural a los


grupos etnolingüísticos. Pero aquí propongo su uso en un sentido estricto, en tér-
200 LA ETNOGÉNESIS

las etnogénesis del presente

En los últimos años la colectividad antropológica, alguna opinión


pública y las clases políticas involucradas, han reaccionado con cier-
ta sorpresa ante los actuales procesos de etnogénesis, como si fueran
un dato inédito o un producto más de la globalización a la que se
adjudica hasta los cambios climáticos, o un evento atribuible de la
posmodernidad que confunde filosofía con etnografía. La nueva vi-
sibilidad política que en los últimos decenios han alcanzado los
pueblos indígenas hace que los procesos por los que atraviesen sean
objeto de la reflexión, un tanto desconcertada, de aquellos que ha-
bían decretado que la “modernidad” era el fin de la etnicidad o que
ésta era una “contradicción secundaria” de las sociedades de clases.
Sin embargo, los pueblos nativos siempre han estado allí, no como
fósiles vivientes de un pasado, sino como sociedades sujetos y partí-
cipes de la historia, dotadas de sus propios dinamismos que trascien-
den las percepciones estáticas. Para los etnógrafos de campo y las
poblaciones regionales esa presencia étnica nunca estuvo realmente
oculta, más que por su ausencia en el discurso académico y político
que hasta épocas relativamente recientes ha reparado en ella. Y es que
a ese desconcierto subyace a la reificación del Estado-nación, a quien
se adjudicaba la capacidad de producir una deseada homogeneiza-
ción cultural, y el cual las lealtades étnicas son percibidas casi como
una traición a la patria.7 El “mito del mestizaje”, entendido como la
realización generalizada de una síntesis racial y cultural en toda
América Latina, alimentó también la ideología de que los indios
habían desaparecido y que ahora todos los pobladores de cada Esta-
do eran homogéneos gracias a este proceso. Uno de los estados que
más ha alimentado esta fantasía en su imaginario social ha sido Méxi-
co, cuyos intelectuales y políticos elevaron el mestizaje al nivel de

minos de una comunidad de comunicación y de reconocimiento mutuos, que posibilite una


orientación y acción compartida hacia el cumplimiento de objetivos públicos. En tanto co-
munidades organizativas, serían entonces Pueblos, aunque no construidos por es-
tados, que es la característica distintiva de las naciones.
7 A veces no tan “casi”, como lo demuestra la inexplicable política represiva del

actual estado chileno (2004), quien ha criminalizado las luchas y demandas del
pueblo mapuche, aplicándoles la misma legislación que se utiliza para combatir al
terrorismo. Las poblaciones indígenas que fueron una de las víctimas más indefen-
sas del terrorismo de Estado generado por la sangrienta dictadura militar que pa-
deció el país entero, son ahora acusados de terrorismo.
LA ETNOGÉNESIS 201
“raza cósmica”, pero también casi todos los demás países, con la
probable excepción de aquellos que poseen áreas amazónicas, cuyos
habitantes nativos no son fácilmente traducibles al “nosotros” nacio-
nal, hicieron de esta imagen de una síntesis lograda parte del imagi-
nario político nacional. Así la Revolución boliviana de 1952 decretó
que los aymaras y quechuas pasarían a ser nombrados como “sindi-
calistas campesinos”, tratando de hacer compatible la lógica de un
proletariado rural con la de los ayllu andinos. En la década de 1970
el gobierno populista de Perú impuso a los nativos la nominación de
“campesinos”, tratando de superar el estigma adjudicado a lo “indio”.
Argentina se ha declarado “blanca” desde siempre, folclorizando a
las culturas nativas y declarándolas parte del pasado de la nación,
aunque tiene más población indígena que Brasil; país en el que,
contradictoriamente, se supone que vive una gran cantidad de nativos
amazónicos. En Nicaragua, los revolucionarios sandinistas minusva-
loraron la presencia étnica, considerando que el mestizaje implicaba
que allí “no había indios verdaderos” (J. Gould, 1998:274). En El
Salvador, era un lugar común afirmar que no había indios, a pesar
de que suman cientos de miles las personas que se identifican como
tales y que, para sorpresa de aquellos que los invisibilizaban, forma-
ron en el decenio de los 80 la Asociación Nacional Indígena de El
Salvador,8 aunque sólo un puñado de ellos hablan las lenguas nati-
vas y se autoidentifican por criterios históricos y residenciales (M.
Chapin, 1996). Sin aumentar la vasta casuística, se puede proponer
que la actual visibilidad étnica proviene también de un cambio
ideológico por parte de las poblaciones indígenas, que ha obligado
a replantear la “ceguera ontológica” construida por las ideologías
nacionalistas estatales.
En algunos casos la etnogénesis puede ser el resultado indirecto
y no planeado de específicas políticas públicas. Muchos son los
procesos de esta naturaleza que se registran en América Latina, cuya
enumeración omitiría sin duda numerosos casos no documentados,
pero en los que se conoce es factible identificar elementos comunes.

8 En el surgimiento de esta asociación, junto con otras organizaciones campesi-

nas, probablemente influyó la posibilidad de acceder a la posesión de tierras por


parte del programa de reforma agraria desarrollado en la época por el gobierno
estatal. Entre sus objetivos se encuentra la lucha por la restitución de tierras comu-
nales a las comunidades indígenas de la región del Sonsonate, y la frecuente de-
nuncia de los abusos sufridos por indígenas (M. Chapin, 1996:333).
202 LA ETNOGÉNESIS

Se trata de la dinamización y actualización de antiguas filiaciones


étnicas, a las que sus portadores habían sido inducidos u obligados
a renunciar, que se recuperan y esgrimen nuevamente porque de
ellas se pueden esperar potenciales beneficios colectivos. En algunas
oportunidades ello se debe a la desestigmatización de la filiación
nativa, pero es también frecuente que responda a nuevas legislacio-
nes que otorgan derechos antes negados, tales como el acceso a la
tierra o programas de apoyo social o económico. Un caso que he
podido seguir de cerca es el de los ixcatecos de Oaxaca, México,
una antigua unidad política prehispánica a la que las enfermedades
coloniales habían diezmado hasta quedar reducida a una sola loca-
lidad y a la que la migración laboral y las políticas castellanizadoras
compulsivas de los primeros decenios del siglo xx obligaron a una
rápida renuncia lingüística (M. Bartolomé y A. Barabas, 1996).
Después de la insurrección del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional, en Chiapas, tanto el gobierno federal como el estatal
comenzaron a incrementar sus políticas de apoyo a las comunidades
indígenas, tratando de evitar la propagación del estallido insurrec-
cional. El resultado fue que muchas localidades que habían aparen-
temente renunciado a su condición étnica la reasumieron para ser
destinatarios de dichos programas. Entre ellas estuvieron los ixca-
tecos, cuya última decena de hablantes de la lengua propia, pasaron
a ser exhibidos como emblemas de la identidad local y reclutados
por una agencia educativa para enseñar el olvidado idioma a sus
paisanos, la misma agencia que había contribuido a su desplaza-
miento (M. Barolomé, 1999). Otro caso es el que están protagoni-
zando desde pocos años atrás los llamados chochos (ngigua), colec-
tividad de la que ya quedan sólo unos pocos cientos de hablantes,
pero varios miles que se identifican con la cultura tanto a nivel
histórico como por la residencia en pueblos de dicha tradición (M.
Bartolomé y A. Barabas; 1996; A. Barabas y M. Bartolomé, 1999).
Varias localidades ngigua comenzaron un proceso de reactualiza-
ción étnica que se expresa en los intentos por recuperar la lengua
a nivel escolarizado, en la elaboración de alfabeto propio, en la
publicación de materiales didácticos en su idioma, en la realización
de múltiples asambleas y actos, así como en el cambio de los topó-
nimos nahuas locales por las antiguas denominaciones, buscando
renombrar su antiguo territorio con las viejas y poco recordadas
palabras (A. Barabas y M. Bartolomé, 2003).
LA ETNOGÉNESIS 203
En el otro extremo del continente, en la supuestamente “blanca”
Argentina, están resurgiendo los considerados extintos tonocotés,
selk’nam, huarpes, mocovíes y diaguitas, así como los aparentemente
desetnizados kollas,9 al amparo de la nueva legislación que reconoce
los derechos de las minorías (M. Bartolomé, 2004). El tema ha dado
lugar a una cierta polémica sobre lo que se considera un grupo étni-
co, en especial en el caso huarpe, cuya población actual no parece
guardar correspondencia física e histórica con la ancestralidad que
reivindican, considerándolos como un grupo de interés que pretende
el acceso a tierras que la constitución otorga a comunidades indíge-
nas, al parecer el problema sigue en discusión (A. García, 2002). En
Paraguay, los guaná, grupo arawak a cuyos últimos representantes
creía haber entrevistado hace más de treinta años (M. Bartolomé,
1969), están ahora reapareciendo en el mapa étnico del Chaco Bo-
real, gracias a la labor de un grupo de apoyo a la recuperación cul-
tural compuesto por algunos hablantes de enlhet, los llamados
maskoy, lengua emparentada con las de los guaná, que los motivaron
a recuperar un legado que los dispersos miembros de la etnia asu-
mían como definitivamente perdido (E. Unruth y H. Kalisch, 1999).
En Colombia, en 1993, reaparecieron en un congreso indígena cien-
tos de los hasta ese momento desaparecidos kankuamo de la Sierra
Nevada de Santa Marta, a quienes se había calificado como totalmen-
te “aculturados” cuarenta años atrás, pero que han resurgido enar-
bolando la Constitución de 1991 que permite crear entidades terri-
toriales indígenas, derecho al que no sólo aspiran los kankuano sino
que también les es reconocido por los otros tres grupos de la Sierra

9 Para el noroeste argentino, G. Madrazo ha destacado que el control regional de

las haciendas disminuyó la capacidad de acción colectiva del campesinado indígena


local, ya que la violenta política necesaria para su instauración les hizo no sólo
perder la tierra sino las relaciones intergrupales y la posibilidad de plantearse objeti-
vos comunes (1994:128). Los prolijos estudios de A. M. Lorandi han logrado descifrar
que ese campesinado indígena genérico estaba integrado por diversos grupos étnicos
tales como los pulares, los juríes, los calchaquíes, los paciocas, tucumanos, y otros, así
como numerosos mitimaes provenientes del norte. Sin embargo, los pueblos de indios
no perdieron su carácter comunitario ni su identidad de tales hasta mediados del
siglo xix, donde el genérico nominativo de kollas se utilizó para designarlos como un
conjunto indiferenciado (1992). M. Morgante (2000) ha demostrado que los kollas
de la Puna están ahora recurriendo a la estructuración de una compleja mitología
que remite al inca, pero de la cual no está ausente un reinterpretado catolicismo
regional, para legitimar su noción de colectividad étnica.
204 LA ETNOGÉNESIS

Nevada (C. Gros, 2000). De hecho, una intelectual kankuana ha es-


crito un significativo ensayo donde destaca los rasgos culturales que
definirían a su Pueblo, destacando que los sincretismos y la acultura-
ción son en realidad sucesos de resistencia que posibilitaron la repro-
ducción y la reconstrucción cultural de la colectividad indígena (A.
Ochoa Arias, 2005). Otro proceso de etnogénesis colombiano es el
protagonizado por los yanaconas del macizo central, etnia constitui-
da por miembros de diversos grupos llevados desde la tierra caliente
en la época colonial, pero que en 1992 crearon el Cabildo Mayor del
Pueblo Yanacona, manifestando una voluntad de unidad étnica ava-
lada por la búsqueda de sentidos culturales, los que se expresan a
través del desarrollo de una compleja cosmología de características
andinas, que progresivamente va otorgando una base cultural a la
identidad yanacona, a pesar de ya no hablar el quechua (C. Zambra-
no, 2000). Venezuela no es tampoco ajena a la etnogénesis, por el
contrario, se ha multiplicado con tanta intensidad en los últimos
años, que ya se habla de los neochaymas, de los neokariñas o de los
neoguayqueríes, como grupos a los que se suponía desaparecidos o
“aculturados” y que ahora reaparecen en la escena nacional enarbo-
lando definidas demandas económicas, sociales y territoriales basadas
en su condición étnica (N. Arvelo, 2001).
En el desértico norte chileno, al que muchos consideraban libera-
do del “problema indígena” representado por los combativos mapu-
ches del sur, se hacen ahora presentes los considerados prácticamen-
te desaparecidos o “asimilados” atacamas. No se sabe exactamente
cuántos son, puesto que el criterio censal lingüístico es irrelevante ya
que han perdido su lengua materna, el kunza. Sin embargo, según
el censo de 2002, alrededor de 14 000 personas reivindican su iden-
tificación con una colectividad social prehispánica, cuyo aspecto físi-
co puede estar presente en los rostros actuales, pero que tampoco es
suficiente para circunscribir las fronteras de la etnia. Las históricas
relaciones laborales etnoclasistas han influido sin duda en el manteni-
miento de dichas fronteras (F. Rivera Flores, 1997), así como la común
asunción del estigma adjudicado a la condición étnica; pero también
se basan en una memoria histórica que propone la descendencia del
incario, aunque en realidad hayan sido un pueblo subordinado o ín-
timamente relacionado con éstos en los decenios anteriores a la inva-
sión hispana. Se ha desarrollado una ideología indianista panandina
de corte katarista, a la vez que han recurrido a la arqueología y a la
LA ETNOGÉNESIS 205
etnohistoria para legitimar sus demandas y lograr una identificación
colectiva que trascienda las filiaciones comunitarias (F. Rivera Flores,
2004). Intentando superar el estigma los atacamas no buscan ahora
renunciar a su identidad, sino asumirla como un nuevo tipo de ciu-
dadanía, que aspira a los derechos que la legislación otorga a las
colectividades étnicas (H. Gundermann, 1997). El gobierno chileno
apuntó su estrategia jurídica hacia el sur, hacia la araucania, pero
también hizo involuntariamente impacto en el norte. Asimismo, en
ese paisaje lunar salpicado por productivos oasis, ha resurgido con
intensidad la presencia de los aymara, integrados por un sector de
este grupo etnolingüístico boliviano que quedó incluido por la guerra
del Pacífico dentro de las fronteras estatales chilenas, conjugando así
el estigma étnico con el de una “extranjería”, a la que se debía re-
nunciar a través de la asimilación plena a la llamada identidad nacio-
nal chilena.10 Sin embargo los aymara recurren a sus tradiciones
culturales andinas, tales como la reciprocidad y la solidaridad comu-
nitarias, junto a una memoria fragmentada pero viva, para lograr
reproducirse como tales en un medio signado por la hostilidad y el
racismo (H. Gonzáles Cortez, 1997)
Muchas veces, la sobrevaloración de una noción substancializada de
la aculturación que no repara en las ideologías étnicas, ha influido en
la aparente extinción de algunos grupos. Un caso ilustrativo, ya que
ha sido abordado por varios investifadores, es el caso de los cocama.
Así, hacia 1970, el antropólogo D. Lathrap calificó como ex cocamas
a una población de ascendencia guaraní de la amazonia peruana,
que habitaba en una población llamada Juancito y que se ofendía si
eran llamados “indios”. En un más reciente estudio sobre el tema, P.
Gow (2003) da cuenta de la estigmatización identitaria que hacía a
las personas de ascendencia indígena tratar de presentarse como
“mestizos” brasileños, identificación legitimada tanto por el discurso
regional como por el estatal. Al analizar la lógica onomástica indíge-
na, Gow advirtió que los que se consideran ex cocamas son aquellos
que tienen apellidos indígenas, pero que no se reconocen a sí mismos

10 Después de la guerra del Pacífico, el norte de Chile fue escenario de un pro-

ceso de “chilenización” desarrollado por el Estado, tratando de imponer la nueva


lealtad estatal a los habitantes de los territorios ocupados, fueran éstos bolivianos o
peruanos. Los aymara fueron también víctimas de esta compulsión política e ideo-
lógica, ya que el mantenimiento de sus tradiciones culturales nativas era considera-
da como una evidencia de lealtad al Estado boliviano.
206 LA ETNOGÉNESIS

como miembros de una comunidad “tribal” similar a las de otros


grupos amazónicos, aunque no renuncian a una filiación étnica. Es
decir que se trata de una cuestión de nominación ya que los cocamas
siguen existiendo bajo otra designación que supone un replanteo de
la ideología residencial e identitaria. Su ensayo, uno de los pocos que
exploran las lógicas internas nativas y no sólo las provenientes del
contexto local, abre interesantes posibilidades para el análisis de
aparentes etnogénesis, que no serían sino la reaparición de la misma
sociedad pero con otro rostro cultural o con otro nombre. En la
región brasileña se cuentan ahora más de 2 000 cocamas en el río
Solimoes, cuyo resurgimiento étnico es cuestionado por la población
local, grupos nativos vecinos y funcionarios indigenistas, quienes no
los consideran “verdaderos indios” y niegan legitimidad a sus deman-
das territoriales (L. Mantoanelli, 2004). En otro estudio reciente N.
Petesch (2003) profundizó en el tema identitario, advirtiendo que
los cocama, que habitan tanto en Perú como en Brasil y Colombia,
se identifican hacia el exterior alternativamente como indígenas o
no indígenas de acuerdo con el contexto signado por los modelos
identitarios locales impuestos por las distintas sociedades regionales.
Sin embargo, “lo cocama”, con variados contenidos, se manifiesta
ahora en cinco organizaciones indígenas en Perú, una en Brasil y,
por el momento (2004), ninguna en Colombia.
En el mismo sentido, M. Porto Alegre (1998) se interrogaba sobre
la condición de “desaparecidos” adjudicada a numerosos grupos del
noreste del Brasil. La transfiguración cultural, la adopción de nume-
rosos rasgos materiales y simbólicos de la sociedad envolvente, no
supone la automática claudicación de la identidades étnicas sino su
reformulación dentro de un nuevo contexto, al que califica como
“cultura del contacto”. Sin embargo, tanto la antropología como las
políticas públicas tendieron a olvidar o no reconocer esas presencias
étnicas que ya no se parecían a los arquetípicos indígenas nacionales
representados por las aldeas amazónicas. Así, las etnogénesis del
noreste no fueron sino la emergencia política de identidades étnicas,
a las que la transfiguración cultural había tornado irreconocibles para
el exterior. Al respecto, J. Arruti (1997) ha propuesto que las clasifi-
caciones de las poblaciones nativas ha respondido históricamente a
las voluntades políticas de dominio y de control social, de manera
que su resurgimiento contestatario corresponde al desarrollo de un
nuevo tipo de sujeto político orientado a enfatizar su alteridad para
LA ETNOGÉNESIS 207
ser reconocido como tal. Así, las relaciones de las comunidades ac-
tuales con las del pasado, se producen a través de una selección y
recreación de aspectos de la memoria y de rasgos culturales emble-
máticos, que actúen como señales externas de reconocimiento ante
aquellas instancias del poder que los nominaron declarando su ex-
tinción. Como en otros casos, a estos procesos de emergencia iden-
titaria no son ajenas las legislaciones que otorgan derechos especiales
a las comunidades nativas, pero el hecho de que éstas no se manifes-
taran antes en cuanto tales, no responde a su no existencia sino a su
estigmatización. Pero esa construcción o reconstrucción de las iden-
tidades orientada hacia fines, y por lo tanto susceptible de ser califi-
cada como instrumental no se agota con esa calificación, ya que su-
poner procesos sociales de extrema complejidad, que nos obligan a
intentar entender tanto las ideologías del ocultamiento como las de
las emergencias, tal como lo retomaré más adelante.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero hay uno que no me re-
sisto a relatar con la extensión que merece. Hace algunos años
(1986), siendo profesor invitado de la Universidad de Bahía, me tocó
acompañar a un equipo de colegas en sus trabajos con los indígenas
quirirí y tuxá del noreste brasileño. Al llegar a la aldea de Rodelas,
en el valle del río San Francisco, advertimos un cartel de la Fundación
Nacional del Indio que restringía la entrada a una de sus calles por
considerarla “aldea indígena”. Trasgredimos la restricción y camina-
mos entre casas de material, habitadas por una población de pesca-
dores mulatos que disfrutaban del fresco de la tarde viendo la televi-
sión desde la puerta de sus casas. A continuación nos entrevistamos
con las autoridades locales constituidas por el cacique y el pajé (térmi-
no tupí para los especialistas religiosos), quienes en realidad se de-
sempeñaban como líderes comunitarios municipales. Ellos nos dije-
ron pertenecer a “la Nación Tuxá, tribu Troká, indios de arco, flecha
y mbaraká (sonaja)”, curioso recitado que aludía a su identificación
étnica. El aspecto físico de estos tuxá era predominantemente mula-
to o “caboclo” (mestizo), nadie hablaba una lengua indígena y todos
se expresaban en el portugués del noreste brasileño. Algunos hom-
bres y niños tenían piel y ojos claros, aunque sus esposas eran por lo
general mulatas. La aldea estaba amenazada por un proceso de re-
localización forzada provocado por la inundación derivada de la
construcción de la represa de Itaparica y todos nos hicieron saber
su preocupación al respecto. En especial estaban angustiados por-
208 LA ETNOGÉNESIS

que el embalse sumergiría a la Isla de la Viuda, situada en medio


del río, en cuyas fértiles tierras tenían algunos cultivos, pero que
además servía para la realización de la reservada ceremonia del toré,
y la aún más secreta ceremonia vedada a los blancos llamada parti-
cular, que constituyen sus rituales de reconstitución comunitaria, en
los que nuestros colegas habían advertido claras influencias de los
cultos afrobrasileños.
La situación era un tanto extraña: nos encontrábamos en una po-
blación de mulatos y caboclos, que vivían como todos los demás cam-
pesinos y pescadores, que no hablaban una lengua nativa, que habían
adoptado un ceremonial afrobrasileño, pero que se declaraban indí-
genas y tenían autoridades propias cuyos títulos parecían no pertene-
cer al contexto. Sin embargo, esta aparente “farsa” étnica no era tal.
Los tuxá son los descendientes de varios grupos aldeados por los jesui-
tas en el siglo xvii, quienes probablemente hablaban varias lenguas
por lo que recurrieron al portugués como idioma general. Con los
siglos muchos negros huidos de las haciendas se refugiaron entre ellos
y no fue sino hasta el siglo xx que la discriminación de la que eran
objeto los llevó a solicitar la protección de la funai, lo que les había
permitido una cierta estabilidad territorial, que indujo a algunos cam-
pesinos sin tierra a buscar esposas entre ellos para acceder a una
parcela (N. Násser y E. Cabral, 1988). A pesar del desplazamiento
lingüístico y de la transfiguración cultural, los tuxá seguían percibién-
dose en términos étnicos y también la población local los percibía de
la misma manera, es decir que las fronteras étnicas se habían mante-
nido y desarrollado procesualmente las identidades contrastivas. Algu-
nos colegas pensaban que el mantenimiento de la identidad tenía que
ver con los derechos territoriales que les otorgaba la funai, sin embargo
fueron ellos, como comunidad preexistente y con capacidad de acción
colectiva, los que habían solicitado la protección de las autoridades in-
digenistas. El hecho es que los tuxá, que habían sido casi olvidados del
mapa étnico de Bahía, estaban presentes como tales y demandando sus
derechos centenarios ante la construcción de la represa.
Tal vez se podría también calificar como etnogénesis a los actuales
procesos de recuperación demográfica de grupos étnicos que esta-
ban, o se consideraba que estaban, en proceso de extinción por el
escaso número de miembros sobrevivientes. A pesar de la precariedad
que caracteriza las condiciones de vida actuales de la mayor parte de
la población indígena de América Latina, en muchos países las polí-
LA ETNOGÉNESIS 209
ticas sanitarias y asistenciales desarrolladas tanto por los estados como
por organizaciones internacionales en la segunda mitad del siglo
xx, generaron un sustancial incremento en la esperanza de vida de
los grupos nativos y otros sectores marginados. Quizá, más que de
etnogénesis se podría hablar en este caso de renacimientos, protagoni-
zados por poblaciones que lograron, o están logrando, recuperar sus
magnitudes demográficas. Las estadísticas abrumarían al lector, pero
veamos algunos casos, uno de la amazonia y dos de Mesoamérica.
Cuando, en 1952, la etnógrafa viajera Wanda Hanke visitó a los cha-
cobó, cazadores y recolectores de la familia lingüística pano, que ha-
bitan en las selvas del oriente boliviano, calculó su número en no
más de un centenar de personas, a las que habría que agregar unas
pocas bandas no contactadas (1956). La situación no había cambiado
mucho hace 20 años, ya que en 1985 se registraron 300 chacobó, pero
ante la sorpresa de las autoridades y de los investigadores para el 2004
sumaban 1 090 personas, que no sólo reivindicaban su identidad sino
también parte de su territorio de itinerancia en la región del Beni
(Iniciativa Amazónica, 2004). Otro caso es el estado mexicano de
Oaxaca, para 1930 la población de los 14 grupos etnolingüísticos
locales ascendía a alrededor de 520 000 personas, pero para el año
2000 sobrepasa 1 300 000 (A. Barabas y M. Bartolomé, 1986, 1999).
Yendo al área maya vemos que la expectativa de vida de un maya
yucateco en 1930 era de sólo 23.35 años y que en la actualidad supe-
ra los 70 (M. Bartolomé, 1988), por lo que no debe extrañar que en
aquel año eran 320 000 y ahora alcancen casi el millón de hablantes.
No es necesario multiplicar ejemplos que son accesibles en los dis-
tintos países a partir de una relectura de la siempre dudosa informa-
ción estadística referida a los grupos étnicos. Pero no cabe ninguna
duda de que la recuperación demográfica destaca que los pueblos
originarios no son sólo el pasado y el presente de América Latina,
sino también parte constitutiva de su futuro.

la etnogénesis en perspectiva

El tema no es nuevo para la reflexión antropológica, y sin duda la


obra de E. Roosens (1989) constituye un aporte significativo sobre la
cuestión. Para Roosens la etnogénesis, desde una persectiva contem-
210 LA ETNOGÉNESIS

poránea, alude al hecho de que la etnicidad no representa un dato


inmutable o un aspecto esencial de un grupo, sino que puede ser
cambiada, modificada, recreada e incluso construida o reconstruida
de acuerdo con las necesidades de los actores. Para este autor dicho
proceso se inserta dentro la competencia por recursos, haciendo suya
la perspectiva instrumentalista de la etnicidad y respaldándose en una
serie de estudios de caso que demostraría las ventajas estratégicas de
la apelación identitaria. Sin embargo, su propuesta no es mecanicis-
ta, ya que destaca que se trata de un complejo proceso a través del
cual un grupo de seres humanos construye su realidad [20], señalan-
do que nadie puede negar que un grupo tenga ancestros, un pasado,
una cultura, orígenes biológicos compartidos o que vivan en cierto
lugar o en algún espacio físico; pero cuáles fueron esos ancestros,
cómo ocurrió ese pasado, qué cultura se transmitió, qué relación
tuvieron con los vecinos o si el territorio les perteneció desde siem-
pre, queda librado a los deseos del grupo en cuestión [160]. A su
vez, J. Pacheco de Oliveira (1998) propone que el concepto de etno-
génesis incluye tanto la emergencia de nuevas identidades como la
reinvención de etnias ya conocidas. Para este autor, la situación co-
lonial, que instaura nuevas relaciones de las sociedades indígenas con
sus territorios, es la responsable de muchas de las transformaciones
sociales y culturales, por lo que la territorialización11 supone un proce-
so de reorganización social radical. Esta reorganización implicaría:
1] la creación de una nueva unidad sociocultural mediante el esta-
blecimiento de una identidad étnica diferenciadora; 2] la constitu-
ción de mecanismos políticos especializados; 3] la redefinición del
control social sobre los recursos ambientales, y 4] la reelaboración
de la cultura y de la relación con el pasado. La base fáctica de su
propuesta está constituida por los grupos indígenas del noreste bra-
sileño, pero creo es que también pertinente para aquellos grupos en
los cuales la colonización y el aldeamiento supusieron un replanteo
de la relación con el medio, al transformar sus patrones de asenta-
miento y movilidad. Así, por ejemplo, las sociedades de tradición

11 Pacheco de Oliveira llama proceso de territorialización al movimiento por el

cual las administraciones coloniales reestructuraron a las sociedades nativas para


facilitar su control, tratando de transformarlas en colectividades organizadas, que
formularan una identificación específica, que tuvieron autoridades unitarias que las
representen y que, a la vez, cambiaran sus relaciones con el medio ambiente y con
su experiencia de lo sagrado (ibidem, 1998).
LA ETNOGÉNESIS 211
seminómada del norte de México, tales como los seris, yaquis, mayos,
guarihios, guarihós, pimas, o’odham o rarámuris fueron nucleadas
por los misioneros primero y por las autoridades estatales después,
en “tribus”, a las que se pretendió dotar del carácter de comunidades
siguiendo el modelo agrícola de sur del país, aunque estos sistemas
organizativos eran desconocidos para las bandas compuestas de ca-
zadores, recolectores y horticultores. En este sentido, los actuales
pueblos indios del norte mexicano son producto de procesos de te-
rritorialización impuesta, los que dieron como resultado etnogénesis
que estructuraron como unidades étnicas a miembros de agrupacio-
nes etnolingüísticas internamente diferenciadas.
Si bien existen importantes aportes a los procesos históricos y
contemporáneos de etnogénesis en la obra colectiva editada por J.
Hill (1996), un interesante ensayo de Antonio Pérez (2001) intenta
abordar el tema de manera comparativa. Este autor acuña incluso
una tipología inicial, en la que distingue, entre otras, a las etnias re-
construidas, es decir a aquellas que perdieran hace poco sus bases
culturales identitarias pero que mantienen una continuidad territo-
rial, parental o histórica, y a las etnias resucitadas, cuya relación con
el pasado proviene en parte de la memoria y en parte de la literatu-
ra existente sobre el grupo. Aquí propongo utilizar el concepto de
manera ampliada, para designar también a los procesos de actualiza-
ción identitaria de grupos étnicos que enfrentaron agudos procesos
de transfiguración étnica, que hacían considerarlos prácticamente
extinguidos, y cuya emergencia contemporánea constituye un nuevo
dato tanto para la reflexión antropológica como para las políticas
públicas en contextos multiculturales. Incluso me interesa relacionar
la etnogénesis con los procesos de revitalización étnica y unificación
política de los grupos etnolingüísticos, históricamente estructurados
como sociedades polisegmentarias acéfalas, es decir, carentes de una
organización política abarcativa, que ahora trata de ser construida o
reconstruida. Esto refiere a las actuales dinámicas etnopolíticas que
proponen la configuración o reconfiguración de sujetos colectivos de-
finidos en términos étnicos, protagonizadas por los grupos etnolin-
güísticos que perdieron, o nunca tuvieron, la experiencia de una
movilización conjunta en pos de objetivos compartidos. Los procesos
mencionados han sido también designados como retribalización,
reetnificación, actualización identitaria o recuperación cultural. En
el pasado los mesianismos fueron en ocasiones responsables de la
212 LA ETNOGÉNESIS

reestructuración o construcción comunitaria de colectividades huma-


nas internamente diversificadas, pero ideológicamente unidas ante
las imposiciones coloniales (A. Barabas, 1988, 2003). En la actualidad,
y aunque los aspectos sociorreligiosos puedan estar presentes, al
parecer se trata más de procesos de naturaleza etnopolítica, es decir,
movilizaciones seculares orientadas por la confrontación con el exte-
rior, pero alimentadas por su lógica interior.
Sugiero entonces, que hay que tratar de entender a las etnogéne-
sis contemporáneas no sólo en términos de la articulación de los
grupos étnicos con el estado nacional, sino también en relación con
las dinámicas internas de las sociedades nativas. Como todo hecho
que ocurre dentro de un sistema interétnico, una parte no es com-
prensible sin la otra, pero las dinámicas internas no se agotan ni
reducen exclusivamente a los determinantes externos. De lo contra-
rio el mismo estímulo exterior produciría siempre la misma respues-
ta interior, como si las culturas indígenas fueran idénticas unas a las
otras. El tema de la etnogénesis,12 entendido como construcción o
reconstrucción identitaria, es sumamente complejo y no se presta
a una interpretación unívoca. Creo, en este sentido, que debemos
alejamos un poco de las tradicionales explicaciones basadas en las
perspectivas de las “comunidades imaginadas” de B. Anderson
(1993), o de la “invención de la tradición” acuñada por Rangel y
Hobsbawn (1983) formulaciones que en realidad fueron propuestas
para analizar procesos de construcción nacional estatal y cuya apli-
cación al caso de las culturas indígenas puede ser dudosa o insufi-
ciente, ya que carecen de los sistemas comunicativos y de los apa-
ratos de homogeneización política e ideológica estatales. En algunos
casos, la sorpresa antropológica ante las aparentes etnogénesis, que
en realidad muchas veces suponen la manifestación pública de co-
lectividades “que ya estaban allí”, proviene de la influencia teórica o
subteórica del paradigma de la aculturación: “si ya no parecen indios
es que ya no son indios”.13 Sin embargo, hace casi setenta años, los

12 Para esta reflexión sobre la etnogénesis me baso en una propuesta anterior

que realizara hace poco tiempo (2004), por lo que no creo poder aportar mucho
más de lo que señalara en esa oportunidad. Aunque me refería a procesos que
ocurrían en un solo país (Argentina), la reflexión parece generalizable a todos los
casos que conozco.
13 Desde mis ya lejanas épocas de estudiante en Argentina se nos informaba que

determinados grupos no existían, que estaban muy mestizados o que la lengua se


LA ETNOGÉNESIS 213
ilustres autores del Memorandum of the study of acculturation, ya habían
advertido que “aculturación” no era equivalente a “asimilación”,
aunque al parecer no se había reparado lo suficiente en el significa-
do profundo de ambos conceptos (R. Redfield, R. Linton y M. Her-
skowits, 1936). Gente que no exhibe una cultura material distintiva,
que no habla lenguas indígenas, que se viste como occidental y cuyos
sistemas culturales no parecen demasiado alejados de los que tipifi-
carían al Estado-nación que los contiene, reivindica una identifica-
ción propia que demuestra que la idea de aculturación, como asun-
ción de rasgos culturales externos, carece de capacidad explicativa
en lo que atañe a las identidades étnicas. Y es que se consideraba que
el “hábito hace al monje”; se partía de la percepción de lo externo
para entender lo interno, se desconocía el hecho de que la identidad
no es reductible a formas culturales específicas, las que pueden cam-
biar con el tiempo sin que la identificación desaparezca, aunque
recurra a otros referentes culturales, propios o apropiados, para
darle un sustento. Al respecto hay que recordar que la lengua no
constituye el único indicador diacrítico de la identidad étnica,14 ya
que se puede recurrir a un vasto conjunto de referentes históricos o
culturales seleccionados para afirmarse como indígenas y definir la
membresía de sus protagonistas. Los rasgos culturales que dan sus-
tancia y argumentan la identidad están sometidos a la historicidad
que les es propia. Se puede ser mapuche e ingeniero atómico, mix-
teco y antropólogo o toba komlek y arquitecto.
Sin embargo la etnogénesis sorprende a aquellos que ven a obreros,
artesanos, profesionales o empleados públicos manifestándose a sí
mismos en términos étnicos y recurriendo, en oportunidades, a indi-

había perdido. A los antropólogos nos tocaba investigar a sociedades “coherentes”


dotadas de una cultura “propia” y no a remanentes del pasado cuyo interés etnológi-
co sería muy reducido y sobre los cuales sólo podría, eventualmente, practicarse algún
tipo de “rescate” cultural, salvando algunas tradiciones del naufragio de esas culturas
para alimentar nuestra vida académica. Por las observaciones de algunos colegas
brasileños, al parecer esta misma perspectiva determinó la falta de interés en las po-
blaciones indígenas del noreste, cuyo resurgimiento desorienta a algunos.
14 Existe una vasta literatura etnológica al respecto, ello no es un proceso exclu-

sivo de los pueblos indígenas de América Latina, ya que muchos de los indígenas
norteamericanos, incluyendo sus líderes, desconocen la lengua de sus mayores. Y si
quisiéramos proponer un caso más dramático, deberíamos destacar que la mayor
parte de los etarras vascos no hablan el euskera, que forma parte de la identidad
etnonacional por la cual están dispuestos a matar y morir.
214 LA ETNOGÉNESIS

cadores visibles de la filiación, tales como plumas o ropajes, que in-


ducen a considerarlos en términos de performance de acuerdo a la
terminología de moda.15 En los procesos de afirmación étnica, en
especial en los encuentros interétnicos, es frecuente que se recurra
a emblemas identitarios, es decir a rasgos materiales o ideológicos,
propios o apropiados, que argumenten de manera explícita la iden-
tidad de sus poseedores: de esta manera las ropas o las artesanías
(ponchos, fajas, sombreros, etc.) son resignificadas y pasan a detentar
un valor emblemático que estaba ausente en su uso cotidiano (o en
la ausencia del uso). Este aspecto externo, esta exposición pública de
la identidad, suele confundir a los observadores que lo ven sólo como
un interesado exhibicionismo étnico. Y de esta percepción no está
ausente la perspectiva instrumentalista de la identidad que ha tenido
la dudosa fortuna de reclutar una gran cantidad de adeptos. Aquellos
que perciben a la etnicidad, a la afirmación contestataria de la iden-
tidad, sólo como un medio para obtener fines, deben recordar que
toda acción humana es motivada por algún tipo de interés específico.
Pero el interés no implica la obligatoriedad de motivaciones espurias.
Se pueden movilizar recursos lingüísticos o culturales para alcanzar
determinados propósitos, pero esto quiere decir que los recursos de
alguna manera existen y no necesariamente que se están inventando
en ese momento. La manipulación de la identidad étnica no incluye
obligatoriamente la mentira o la falsificación de la misma, aunque es
indudable que puede ser un recurso para la acción.
De acuerdo con las observaciones anteriores, el hecho de que la
etnogénesis pueda servir en determinada coyuntura para obtener
algún recurso crucial, tal como la tierra, no supone que la colectivi-
dad étnica se haya configurado exclusivamente para ese fin.16 Así, en

15 Quien contemple la fotografía de la representante de los considerados desapa-

recidos tonocotés de Argentina en un simposio sobre etnoconocimientos indígenas


realizado en Montreal en junio del 2002, se desconcertará ante su indumentaria
obviamente construida con piezas de distintas tradiciones nativas silvícolas y andinas.
Sin embargo esta aparente “falsificación”, no excluye que miembros del llamado
Consejo de la Nación Tonocoté Llutqui, que agruparía a 12 comunidades indígenas,
hayan participado activamente en la Jornada Nacional de Rebeldía el 11 de octubre
del mismo año junto con otras combativas organizaciones políticas.
16 Las visiones instrumentalistas de corto alcance tampoco pueden explicar la

sorprendente comunicación, o “conspiración”, que se debió establecer entre comu-


nidades, a veces alejadas por cientos de kilómetros entre sí, y que habría producido
la eclosión conjunta de la nueva afirmación identitaria.
LA ETNOGÉNESIS 215
sus investigaciones sobre etnogénesis en Surinam, N. Whitehead
concluye que no se pueden distinguir entre el primordialismo o el
instrumentalismo en la configuración de las nuevas identidades ame-
rindias resultantes del proceso de colonización (1996:34). No parece
compatible con el reduccionismo instrumentalista el hecho de que
la mayor parte de los grupos que protagonizan estos procesos de
etnogénesis generen una gran cantidad de demandas que intentan
revitalizar el antiguo sistema cultural, tales como la educación bilin-
güe, la recuperación cultural, la búsqueda de viejas tradiciones, la
formalización y escritura de sus lenguas, etc. Un objetivo puede ser
la obtención de recursos, pero otro es la misma recuperación o re-
construcción de la colectividad étnica de pertenencia. Y es que den-
tro de la lógica instrumental están ausentes tanto la valoración de las
ideologías como de los afectos. Las ideologías, capaces de construir
o cambiar mundos sociales, pueden ser calificadas de apelaciones a
lo imaginario, pero debemos recordar que lo imaginario es una de
las dimensiones de la realidad que opera, y muchas veces decide,
respecto a la vida y los destinos de los seres humanos. Se trata de una
conciencia posible, la que produce determinado tipo de experiencia
existencial y que puede ser tan válida o tan ilegítima como cualquier
otra, pero que no dejará de existir sólo porque podamos deconstruir-
la y remitirla a sus orígenes históricos o sociales. De la misma mane-
ra, la importancia de las emociones, de la afectividad que supone la
relación con un grupo que alimenta nuestras expectativas objetivas y
subjetivas, ha sido minusvalorada por el instrumentalismo, olvidando
que las personas pueden llegar a extremos insospechados para de-
fender una pertenencia social cargada de contenidos afectivos. Un
grupo étnico puede manifestar diversos tipos de tensiones internas a
nivel generacional, sexual o de clase, pero esas mismas tensiones
expresan la afectividad, positiva o negativa, pero siempre intensa, que
caracteriza a las relaciones intragrupales signadas por la proximidad.
De hecho, en varios de los procesos de etnogénesis con los cuales he
tenido relación directa (ngigua y lajpima de México, kollas de Argen-
tina, guaná de Paraguay), no se podrían determinar objetivos mate-
riales específicos en disputa: lo que se buscaba era un fortalecimiento
de las relaciones comunitarias, amenazadas por procesos ruptores tales
como la migración o el desplazamiento lingüístico. Y, fundamental-
mente, una apelación histórica a la nueva dignidad adjudicada a la
pertenencia étnica, basada en la calidez de las relaciones intraétnicas
216 LA ETNOGÉNESIS

y parentales contrastadas con el individualismo competitivo de la


sociedad estatal.
En el caso de los grupos etnolingüísticos que protagonizan movi-
lizaciones etnopolíticas, es decir, procesos de organización interna y
de lucha política externa para obtener determinados objetivos públi-
cos, se registra una actualización exponencial de la identidad colec-
tiva que pasa a ser, en ocasiones, tan totalizadora como para propor-
cionar sustento ideológico a una lucha activa y a los riesgos vitales
implicados. Nos encontramos ante procesos que podríamos conside-
rar de reetnización o de actualización identitaria, derivada de la ex-
periencia de participación política mediada por la influencia de las
organizaciones etnopolíticas, que contribuyeron a dignificar lo étnico
y otorgarle un sentido positivo a la condición indígena. También
pueden ser considerados de etnogénesis, en la medida en que au-
mentan la visibilidad políticas de sujetos colectivos que no eran tan
aparentes es sus contextos estatales, tal como lo veremos en el capí-
tulo siguiente. Se desarrollaron así procesos sociales de identificación
que ahora expresan la emergencia de nuevas representaciones colec-
tivas de las identidades, asumidas como fundamentales por sus acto-
res, dentro de coyunturas históricas y contemporáneas en los cuales
se mantienen fronteras entre grupos percibidos como diferentes. La
persistencia de un “nosotros” diferenciado proviene también de la
existencia de otro grupo que los considera como “otros”; la etnogé-
nesis propone entonces un nuevo contenido y un sentido étnico, y
ético, posible a la diferenciación históricamente constituida. En estos
casos, las identificaciones no se “inventan” sino que se actualizan,
aunque esa actualización no recurra necesariamente a un ya inexis-
tente modelo prehispánico. Se trata de recuperar un pasado propio,
o asumido como propio, para reconstruir una membresía comunita-
ria que permita un más digno acceso al presente. No supone una
invención voluntarista, sino la expresión de un proceso de produc-
ción simbólica que incluye tanto a ideólogos como a todos sus pro-
tagonistas. Al respecto, C. Zambrano (2000:30) ha destacado, como
consecuencia de sus relevantes estudios sobre la etnogénesis de los
yanaconas del macizo colombiano, que: “Se reafirma que la identidad
de un pueblo, la etnicidad, no debe buscarse en la originalidad de
sus rasgos culturales, sino en la capacidad de ese pueblo para generar
sentidos sociales y políticos que lo unifican en la lucha por definir
su razón de ser como pueblo”. Éste sería también el caso de las reli-
LA ETNOGÉNESIS 217
giones politeístas de posesión africanas, que se han configurado
como religiones identitarias para la población negra brasileña (M.
Agier, 2001).
Construir una ideología colectiva en términos étnicos es una em-
presa cuyos mecanismos distan mucho de estar satisfactoriamente
explicados. En uno de sus niveles supone una búsqueda en el pasado
para tener una nueva relación con la realidad contemporánea. Es un
intento por superar la deshistorización que padecen los pueblos co-
lonizados y tratar de reconstruir una historia, tal vez fragmentaria,
pero que se manifiesta como fundamental para recomponer una
noción de colectividad, de comunidad histórica que debe reencon-
trarse con sus confusos o mitificados orígenes para plantear, y plan-
tearse, su legitimidad pasada y presente. No es un proceso personal
o social sencillo, ni exento de conflictos existenciales, recuperar una
identificación estigmatizada por la discriminación social. No se trata
de un romanticismo nostálgico, del cual sólo se esperan resultados
gratificantes, sino de asumir deliberadamente una condición tradi-
cionalmente subalterna, a la que se pretende imprimir una nueva
dignidad. Ello supone una actitud contestataria y de desafío ante la
sociedad mayoritaria en la que se gestó el prejuicio. Pero también
implica una capacidad de simbolización compartida, en la que anti-
guos símbolos se resignifican y adquieren el papel de emblemas,
capaces de ser asumidos como tales por una colectividad que ve en
ellos la posibilidad de construir nuevos sentidos para la existencia
individual y colectiva. Si esos símbolos producen efectos dinamizado-
res, si encuentran una caja social de resonancia, es porque tienen
cierto nivel de presencia en algunos de los portadores de la memoria
colectiva local, que los legitiman ante sus círculos más cercanos.
Como sabemos, la memoria colectiva no suele ser tan colectiva, por
lo general los ancianos y algunos intelectuales orgánicos, aquellos a
los que la insatisfacción con el presente lleva a valorizar el pasado,
son los que suelen poseer los datos capaces de “refrescar” la memoria
colectiva. Esta reconstrucción histórica e identitaria tiende a admitir
distintos niveles de incongruencias y de faltas a una posible “verdad”
historiográfica, ya que no le importa tanto la coherencia formal del
relato o de la narrativa étnica que construye, como su capacidad de
referirse a la vida social y otorgarle un nuevo sentido.
Un aspecto de la etnogénesis que ha sido advertido entre los inuits,
pero que se puede extrapolar a otros contextos, es que suele trans-
218 LA ETNOGÉNESIS

currir bastante tiempo para que una colectividad sometida a una


compulsión colonizadora llegue a percibir su cultura como una
“cosa”, como una “entidad” (T. Eriksen, 1993:128). Es decir que se
demora en entender que la pérdida de determinadas prácticas e
ideaciones sociales constituye parte de un todo al que se puede ob-
jetivar como cultura propia. Más allá de las discusiones académicas
sobre el concepto de cultura, los indígenas han logrado reconocer
qué es lo que se pierde, recurriendo a una nominación externa pero
igualmente válida. El proceso de construcción o reconstrucción iden-
titaria supone así un nivel de reflexividad colectiva orientada hacia
la valoración de la historia y de la cultura compartida que, en algunas
oportunidades, está mediada por la escritura. En Mesoamérica y los
Andes la producción escrita indígena alcanza niveles de importancia
que no suelen ser reconocidos por las comunidades académicas. Sólo
en el estado mexicano de Oaxaca, he podido documentar en los
últimos 30 años la publicación de más de 400 ensayos y libros antro-
pológicos realizados por indígenas, aunque buena parte aparece en
publicaciones locales de escasa circulación fuera del ámbito acadé-
mico (M. Bartolomé, 2001). Numerosos son los que proponen argu-
mentaciones contestatarias o reivindicativas, pero también muchos
otros intentan una aproximación no occidental a sus culturas, lo que
incluye la naciente escritura en las lenguas propias, desarrolladas por
una creciente intelectualidad nativa. Muchas veces los textos consul-
tados por los nativos son obras antropológicas, realizadas por inves-
tigadores profesionales, que hablan de la historia o de la cultura del
grupo, y que adquieren así una dimensión política y social que no
estaba presente en la mente de sus autores. En este proceso, las asép-
ticas monografías etnográficas o las eruditas obras históricas pasan a
constituirse en uno de los soportes de la ideología étnica, aunque
ello sólo es posible si los lectores se identifican a sí mismos con los
personajes de los que hablan los autores (A. Barabas y M. Bartolomé,
2003). No se trata entonces de una falsificación ni de una construc-
ción ilegítima por no estar ya presente en las prácticas y la memoria
de la sociedad, sino de la búsqueda de todas las estrategias posibles
para recuperarse a sí mismos en tanto colectividad distintiva.
Tal vez se pueda concluir señalando que la etnogénesis, más allá
de todos los fenómenos ya expuestos, destaca el dinamismo que es
inherente a las estructuras sociales, puesto que las estructuras no
actúan sobre agentes pasivos, sino sobre sujetos activos capaces de
LA ETNOGÉNESIS 219
modificarlas de acuerdo con sus intereses contextuales. No creo que
esto pueda ser reducido a la individualista perspectiva de la “elección
racional”, sino al desarrollo de sentidos colectivos de la acción social
que encuentran su sustento en la apelación de la inserción del indi-
viduo dentro del grupo, es decir que son fenómenos comunitarios y
comunitaristas. Las colectividades que eligen cambiar las estructuras
están constituidas por individuos, entre ellos puede haber innovadores
y revolucionarios, pero su acción se desarrolla dentro de un especial
marco de receptividad cultural, por lo cual la elección “racional” es
social y no tanto personal. Los códigos simbólicos y conductuales di-
namizados en las etnogénesis, sólo pueden ser efectivos si coinciden
con la experiencia cultural de la colectividad de participantes. No se
trata de una continuidad cultural lineal, sino de una continuidad de
los significados culturales de la experiencia, lo que denota un sustra-
to compartido de lógicas cognitivas y de interpretaciones de la vida
social. Si hasta hace pocos años la literatura no registraba procesos
de etnogénesis, se debía en parte a que los antropólogos estaban más
interesados en determinar estructuras aparentemente coherentes en
las culturas que estudiaban, que reconocer la dinámica que es inhe-
rente a todas las estructuras. Incluso, los sistemas simbólicos demues-
tran a través de estos procesos su capacidad no sólo de reflejar la
realidad sino también de construirla, ya que la identidad étnica, en
tanto estructura ideológica, opera como un factor que informa la
realidad al determinar el desarrollo de específicos tipos de organiza-
ciones sociales.
Las etnogénesis también revelan cómo los procesos de configura-
ción étnica suelen ir acompañados por una voluntad de asociación
política, en la medida en que la construcción comunitaria supone
una confrontación que implica, a la vez, fortalecer la configuración
social a la que se pertenece para hacerla viable y proyectarla más allá
del momento. Y esa confrontación, o articulación, suele recurrir a
una dinamización de la lógica política preexistente o a su reformu-
lación, e incluso a su creación, para hacerla más eficaz ante las nece-
sidades de incrementar los mecanismos de mediación entre la colec-
tividad étnica y la sociedad envolvente. Un caso verdaderamente
exponencial de etnogénesis orientada hacia un nuevo tipo de parti-
cipación política es la protagonizada por los aymara de Bolivia, grupo
etnolingüístico que ha logrado significativos niveles de constitución
como colectividad abarcativa, a través de su confrontación con un
220 LA ETNOGÉNESIS

Estado que no los representa (A. García Linera, 2005). Así se desa-
rrollan nuevos liderazgos y estrategias políticas, que tal vez no estu-
vieron presentes en la experiencia previa del grupo, por lo que a
veces son acusados de ser espurios, pero que ahora son relevantes
para actuar en relación con los sistemas representativos propios de
las teóricas democracias estatales. Cabe, en ese sentido, destacar que
el carácter un tanto esquemático de las normatividades estatales e
internacionales sobre la definiciones de “lo étnico”, hace que muchas
veces la expresión nativa ante esas instancias adquiera un carácter
fundamentalista o “esencialista” en un intento por legitimarse frente
las instituciones que pueden apoyar sus causas.17
Por otra parte, y sin minusvalorar sus consecuencias etnológicas
para la teoría social, la generalización de los procesos de etnogénesis
en América Latina, al igual que en el resto del mundo, nos pone ante
la evidencia fáctica de que el pluralismo cultural e identitario repre-
senta una ineludible característica del presente. Su dimensión polí-
tica se expresa por la presencia de una multitud de actores sociales,
que disputan no sólo recursos, sino las mismas dimensiones de sen-
tido que constituyen las distintas estructuras de plausibilidad del
sistema-mundo contemporáneo. Los rostros étnicos emergentes están
tan cargados de pasados y de actuales sistemas de sentido como de
expectativas de futuros. La pluralidad de la experiencia humana no
constituye un contexto histórico y cultural que está siendo definitiva
e irremediablemente homogeneizado por la acción de las fuerzas del
mercado, que ahora operan en el globalizado sistema mundial, sino
un dato del presente que resulta imprescindible para la construcción
política de los futuros posibles.

17 No son infrecuentes las propuestas discursivas y de performance que suelen

desarrollar líderes y representantes de organizaciones indígenas ante funcionarios


y miembros de instituciones estatales o grupos de apoyo, para enfatizar su singula-
ridad en términos que consideran más comprensibles para sus interlocutores. Es
decir que apelan a emblemas materiales o retóricos que suponen conseguirán el
efecto deseado; en la mayoría de los casos no se trata de un acto de falsificación
sino de un intento de comunicación, en el que se recurre a signos considerados
apropiados para el tipo de interacción. Así, por ejemplo, una joven mapuche asis-
tente a un congreso antropológico, vestida con ropas juveniles, se engalanará con
sus atuendos y joyas tradicionales cuando le toque exponer. El riesgo es ver sólo
teatralidad en contextos donde se está intentando un diálogo que subraye la dife-
rencia entre los participantes aunque no se niega la comunicación posible.
7. MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA.
LOS NUEVOS PROCESOS DE CONSTRUCCIÓN
NACIONALITARIA1

Alguna vez los hombres son dueños de sus destinos.


La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas,
sino de nosotros mismos, si consentimos en ser inferiores
william shakespeare, Julio César

las dinámicas sociales

Aquellos que creían que la historia humana tenía algún tipo de pro-
pósito en sí misma, generalmente coincidente con sus propias volun-
tades ideológicas y políticas, suelen desorientarse ante la dinámica
social contemporánea. Al igual que lo ha hecho siempre, el mundo
está cambiando, pero no en las direcciones que se habían previsto. La
economía de mercado se expande por el planeta, en el marco de una
globalización cuya complejidad tecnológica y supuesta universalidad
tienden a hacer olvidar su signo occidentalizante y su naturaleza hege-
mónica. Los aspectos económicos, culturales e ideológicos de la glo-
balización, no suponen una participación equilibrada de los grupos
sociales y culturales que acceden en forma diferencial al vertiginoso
desarrollo de los sistemas conectivos dentro de los cuales están ahora
involucrados. Asistimos a procesos en los cuales muchos de sus prota-
gonistas, incluyendo la antropología, encuentran difícil definir el papel
que desempeñan, de tal manera que todos pareceríamos estar conde-
nados a ser arrastrados por un inevitable torrente histórico, olvidando

1 Una muy reducida versión preliminar de este ensayo fue presentada en la X

Reunión de la Federación Internacional de Estudios sobre América Latina y el Caribe (FIE-


LAC), realizada en Moscú, Rusia, en julio de 2001. Otra versión ampliada ha sido
publicada en la Revista Desacatos, núm. 10 del ciesas, México. Parte de la informa-
ción etnográfica expuesta proviene de mi experiencia personal, por ello he limita-
do en lo posible las referencias bibliográficas locales, mismas que se pueden encon-
trar en muchas obras sobre las específicas situaciones de cada grupo étnico en cada
Estado latinoamericano. Deseo agradecer la lectura y sugerencias de mi colega de
Bolivia, Xavier Albó.

[221]
222 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

que la historia depende de la voluntad de sus participantes. Como en


el caso de todas las grandes transformaciones que ha experimentado
la humanidad, la actual es también un momento propicio para la re-
flexión y la acción políticas, orientadas a imaginar y proponer modelos
alternativos de convivencia, ante la rápida obsolescencia de los que
hasta ahora se han impuesto como realidad constituida.
En este momento y en esta coyuntura de aparente unificación y
homogeneización planetaria, los pueblos indios de la llamada Amé-
rica Latina reaparecen con toda su carga de alteridad cultural, en
una escena de la que en realidad nunca estuvieron ausentes. Ya he
señalado que no se trata de un nuevo fenómeno identitario eventual-
mente provocado por la “modernidad”, como lo pretenden algunas
propuestas constructivistas a ultranza, sino de la nueva visibilidad de
una presencia que había sido negada por las perspectivas integracio-
nistas de los estados y por la ceguera ontológica de políticos y cien-
tíficos sociales. A partir del decenio de los 50 en el ámbito andino y
mesoamericano y, con mayor dificultad en las tierras bajas sudameri-
canas, tanto las políticas públicas estatales como las propuestas con-
testatarias, trataron de inducir a los indígenas a considerarse sólo
como campesinos, asumiendo que la inserción económica bastaba
para entender sus demandas o definir su proyecto social. Pero las
sociedades nativas han demostrado que, a pesar de que muchas fue-
ron colocadas en posición de clases campesinas, proletariado rural o
urbanos pobres subordinados a los diferentes marcos estatales, po-
seen una trayectoria histórica y cultural propias, así como una iden-
tidad social asumida en términos étnicos, que las diferencian aun
dentro de similares contextos residenciales o económicos. Resulta
paradójico observar cómo aquellos que pretendían entenderlos sólo
como campesinos carenciados, se sorprenden ahora ante las deman-
das étnicas de grupos humanos que habían pretendido definir sin
comprender.2 La renuncia activa a las ópticas reduccionistas de los

2 Quienes durante años tuvimos que intentar convencer a funcionarios que

implementaban políticas públicas y a colegas que hacían suyo un dogmatismo eco-


nomicista, que los indígenas existían, basados en nuestra propia convivencia con
comunidades étnicas, atravesamos una etapa de surrealismo intelectual. Vivíamos
en sociedades que hablaban su propia lengua, practicaban sus propias culturas y
que eran minusvaloradas por sus vecinos campesinos no indígenas, sin embargo al
regresar a las ciudades o al entrevistarnos con funcionarios se nos informaba que
sólo estábamos relacionándonos con miembros del campesinado.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 223
decenios pasados implica recuperar la experiencia acumulada por la
tradición antropológica, tratando de contribuir con nuestras reflexio-
nes y propuestas a la construcción de sociedades culturalmente plu-
rales y políticamente igualitarias.
El análisis y estudio de los movimientos protagonizados por los
pueblos indígenas, es decir, por las sociedades y culturas originarias
del continente americano, ha puesto cierto énfasis en sus aspectos
coyunturales y en su capacidad o incapacidad para transformar las
situaciones de dominación económica y subordinación cultural por
las que atraviesan en los distintos estados.3 Pero más allá del análisis
de coyuntura, demasiado ligado a contextos específicos que pueden
hacer perder de vista su legitimidad histórica, su dimensión conti-
nental y sus aspectos comunes, pretendo ahora caracterizar a dichos
movimientos en tanto procesos de construcción nacionalitaria,4 entendidos
como la búsqueda por constituir sujetos colectivos que apelan a una identidad
social compartida, basada en una tradición cultural propia o apropiada y
que pretenden relacionarse en términos igualitarios con los otros
conjuntos culturales que forman parte de un mismo Estado. Esta
dinámica social está siendo protagoniza por sociedades que, en la

3 Una obra pionera en ese sentido es el libro del recordado Guillermo Bonfil

Batalla, Utopía y Revolución: el pensamiento político de los indios en América Latina (1981),
que recoge muchos de los documentos y declaraciones de las organizaciones indí-
genas entonces existentes, analizados a partir de la confrontación de lo que el autor
llama la “civilización india” y Occidente. El concepto de “civilización indígena”
constituye una homogeneización artificial de las múltiples formaciones culturales
y civilizatorias locales, pero busca abordar el tema en términos de un conflicto
entre civilizaciones y no sólo en función del conflicto interclase. Poco después
apareció la obra de Marie-Chantal Barre (1983), donde aborda tanto las políticas
indigenistas latinoamericanas, como los movimientos y demandas indias del mo-
mento. Si bien este ensayo recoge básicamente las propuestas de antropólogos
contestatarios y organizaciones indígenas de la época, uno de sus méritos consiste
en poner de relieve la imposición civilizatoria involucrada en el proceso. Ambos
libros fueron continuados por una multitud de ensayos en toda América Latina.
4 Aquí utilizo el término nacionalitario para diferenciar la construcción social y

política a la que aludo de la ideología del nacionalismo. Tradicionalmente los con-


ceptos de Estado y nación se han tratado de manera casi indiferenciada en la lite-
ratura especializada. Aquí enfatizo la distinción entre el Estado como aparato polí-
tico de una colectividad social y la nación como comunidad cultural que puede
poseer una organización política propia o no. La falta de distinción existente se
debe a que los estados han creado sus comunidades culturales-nacionales de acuer-
do con una lógica homogeneizante, hasta el punto de que Estado y nación pasaron
a ser indentificados como una sola entidad.
224 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

mayor parte de los casos, carecen de un aparato político unitario


propio que incluya a la totalidad de sus miembros. Ello hace aún más
compleja la tarea de reconstruir o construir ese sujeto colectivo ba-
sado en una comunidad de comunicación y de intereses, que permi-
tirían constituirlos como Pueblos dotados de una identificación
conjunta, en términos similares aunque no indénticos, a los de las
naciones construidas por los estados. Sin embargo, una lectura de los
actuales procesos étnicos en términos nacionalitarios, destaca que las
movilizaciones, más allá de sus objetivos puntuales, o apelando ins-
trumentalmente a ellos, pretenden que las comunidades etnocultu-
rales se configuren como sujetos políticos, sin que esto implique la
necesaria construcción de un aparato estatal propio.
Muchos de los grupos étnolingüísticos que protagonizan estos
procesos pertenecen a las tradiciones civilizatorias mesoamericana y
andina, que están compuestas por una multitud de comunidades
agrícolas débilmente integradas entre sí, aunque el conjunto de los
hablantes puedan sumar millones.5 Por ello buscan encontrar en las
matrices históricas, lingüísticas y culturales compartidas los referentes
comunes que posibiliten la identificación colectiva. Otro es el caso
de las sociedades organizadas en jefaturas, en sistemas segmentarios
tribales o en bandas compuestas, que poseen mecanismos generali-
zados de identificación, generalmente basados en principios míticos,
parentales o de reciprocidad, que aunque no excluyen los conflictos
internos, permiten una mayor grado de reconocimiento de la mem-
bresía étnica compartida.
Un elemento a destacar es que, en la actualidad, las movilizaciones
de todas las sociedades nativas, más allá de los sistemas organizativos
preexistentes, se orientan a buscar tanto la inclusión política de la
mayor parte de los miembros de un mismo grupo etnolingüístico,
como a desarrollar alianzas interétnicas intentando generar un incre-
mento de su presencia y fuerza políticas ante el Estado. A pesar de

5 La invasión europea canceló progresivamente la vida urbana nativa en Améri-

ca Latina, pero la migración rural-urbana iniciada en el siglo xx incrementó de


manera notable la presencia indígena en las ciudades, de donde salieron muchos
de los cuadros dirigentes de los movimientos etnopolíticos. Por otra parte, en algu-
nos países, se mantuvieron o desarrollaron pequeñas ciudades indias como Juchitán
en México, Otavalo en Ecuador o El Alto en Bolivia. A pesar de estos procesos, la
mayor parte de la población indígena del subcontinente continúa siendo básica-
mente rural y campesina, aunque en los últimos decenios la masiva migración ha
cambiado la fisonomía étnica de muchas capitales latinoamericanas.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 225
que muchas colectividades étnicas carecen de una actual identifica-
ción compartida, la historia, las proximidad lingüística o los rasgos
culturales pueden constituirse como referentes fundamentales del
proceso de construcción de una colectividad identitaria y eventual-
mente orientar las conductas políticas.
La actual globalización aspira a un supuesto universalismo, ahora
no sólo propuesto por los estados sino también por las corporaciones
transnacionales que buscan un mercado homogéneo de consumido-
res. Pero el aumento de los contrastes interétnicos que ponen frente
a frente a culturas diferenciadas, genera un incremento de las iden-
tidades que se confrontan entre sí. Ante estas fuerzas de la política
cultural y del mercado, los movimientos indígenas aparecen como la
expresión contestataria no sólo de sujetos políticos, sino también de
alteridades culturales que buscan una ubicación dentro de contextos
estatales y globales, que con gran dificultad comienzan a reconocer
su derecho a la existencia. Esta presencia replantea no sólo la actual
organización formal de los estados, sino también la imposición cul-
tural y la misma propuesta política y social implicadas en su construc-
ción histórica. Y es que la vigencia del pluralismo cultural cuestiona
radicalmente el proyecto uninacional de los estados, que se ve con-
frontado con la presencia de los proyectos nacionalitarios alternativos
que asumen las minorías étnicas. Trataré entonces, en las páginas
siguientes, de justificar estas aseveraciones.

procesos de la guerra fría

Como todos, el siglo xx estuvo signado por importantes transforma-


ciones en los sistemas sociales y en las estructuras productivas de
América Latina. En un ensayo anterior he comentado que hacia la
mitad del siglo xx el industrialismo basado en la sustitución de im-
portaciones, aumentó los desniveles económicos regionales locales
por el desequilibro en la distribución de la tecnología y los ingresos.
A su vez, el desarrollismo imperante supuso una nueva expansión
hacia las fronteras interiores, es decir, aquellas áreas que habían
permanecido un tanto al margen de los procesos económicos domi-
nantes y que entonces fueron vistas como potenciales fuentes de
nuevos recursos (M. Bartolomé, 1979). De hecho, en esta época co-
226 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

menzaron a surgir los primeros movimientos indígenas amazónicos


como respuesta a la nueva expansión criolla. La selvas tropicales de
Perú, Bolivia, Brasil, Ecuador, Colombia, las Guyanas y Venezuela,
fueron objeto de una invasión de colonos, ganaderos y frentes extrac-
tivos de recursos, orientada por el mito del “gran vacío amazónico”
en Perú (R. Chase Smith, 1983), que en Venezuela se denominaba
como Area Marginal/Fronteriza (N. Arvelo-Jiménez, 2001) y en Bra-
sil como la “frontera interna”. Las áreas indígenas andinas, mesoame-
ricanas, patagónicas y chaqueñas, sufrieron el impacto de la oferta
desarrollista que reclutó masivos contingentes de mano de obra, a la
vez que generó grandes obras de infraestructura (represas, carrete-
ras) que afectaron negativamente a las poblaciones locales (M. Bar-
tolomé, 1992). A su vez, la asimétrica dicotomía económica rural-
urbana se hizo aún más visible, al tiempo que fue permeada por las
migraciones campesinas e indígenas en búsqueda de las oportunida-
des laborales que teóricamente se ofrecían. Se fue incrementando así
para los pueblos nativos la conciencia de que estaban incluidos den-
tro de formaciones estatales que no los representaban y que, en
realidad, los consideraban como un obstáculo para alcanzar la dora-
da meta del desarrollo, entendido no sólo como un deseable objeti-
vo económico, sino también como concreción local del proceso de
occidentalización planetaria.
Por otra parte, desde los fines de la segunda guerra mundial,
cuando el mundo quedó aparentemente dividido en dos bloques
irreconciliables, las consecuencias de este conflicto comenzaron a
hacerse sentir en las sociedades nativas. Los países del llamado tercer
mundo empezaron a ser utilizados como piezas en una vasta partida
de ajedrez cuyo resultado final parecía ser la guerra termonuclear.
Las llamadas “fronteras interiores”, aquellas áreas marginales a las
expansiones y los controles estatales, pasaron a ser percibidas como
espacios ambiguos donde se podían producir eventuales confronta-
ciones entre las perspectivas hegemónicas. Y de hecho se produjeron.
Estos espacios, muchas veces poblados por pueblos indígenas o un
pobre campesinado, con frecuencia sometidos a los más tradicionales
mecanismos de explotación neocolonial, constituían (y constituyen)
un reservorio de profundo descontento social y político. En ellos fi-
jaron su acción tanto las fuerzas armadas estatales orientadas por las
doctrinas de “seguridad interior”, como algunos de los movimientos
contestatarios de la época, intentando que las culturas locales parti-
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 227
ciparan como peones en esa perversa partida mundial de ajedrez que
llevaba a la humanidad hacia el abismo.
Un ejemplo de lo anterior es que algunos grupos, como los aché-
guayakí de Paraguay, cazadores y recolectores, entonces de muy re-
ciente contacto, fueron utilizados en los años 60 como guías por las
tropas paraguayas que reprimieron la insurgencia guerrillera en
las selvas orientales. En Argentina sectores de los pueblos chaqueños
de tradición cazadora, entre ellos los wichi, intentaron ser reclutados
por los movimientos contestatarios, haciéndose destinatarios de la
represión por parte de la brutal dictadura militar instaurada en 1976.
Cientos de mapuches chilenos debieron, al igual que miles de sus
compatriotas, aceptar el exilio impuesto por el régimen militar, que
desde 1973 ensangrentó a su país enarbolando la alineación con un
occidentalismo fundamentalista. En todos los países del área amazó-
nica, la geopolítica imperante consideró a los pueblos indígenas que
habitaban las fronteras estatales, como eventuales partícipes de los
conflictos internos y de hecho algunos lo fueron. En las regiones
andinas de Perú, la violencia mesiánica de Sendero Luminoso ofreció
contradictoriamente un inusual acceso a la vida política a los que-
chuas, quienes habían carecido de opciones propias de participación
en la toma de decisiones estatales. En la amazonia peruana, algunos
grupos tribales, como los asháninka, fueron reclutados como comba-
tientes por la guerrilla local en 1965, proceso favorecido por la iden-
tificación de un jefe rebelde con el héroe mesiánico histórico Juan
Santos Atahualpa (M. Brown y E. Fernández, 1991), aunque más
tarde debieron combatir a la guerrilla senderista con el dramático
saldo de alrededor de 3 500 muertos (R. Montoya, 1998).
En lo que atañe a América Central, poco es lo que se puede aña-
dir respecto a la guerra interna de Guatemala,6 cuyos aspectos inte-
rétnicos son de sobra conocidos y que implicaron un crítico costo
para la población nativa no combatiente, pero que era considerada

6 Para Yvon Le Bot (1992) la experiencia guerrillera en América Latina sólo

buscó reclutar a los indígenas como combatientes de un nuevo proyecto estatal;


la toma del poder por una clase, proyecto que en realidad también los excluía,
ya que no tomaba en cuenta sus reivindicaciones étnicas. El mismo doctor Ernes-
to Guevara de la Serna, comandante “Che” Guevara, al parecer no logró entender
esta presencia tanto en Guatemala donde se politizó, como en Bolivia donde
protagonizó, según el aymara Ramiro Reynaga, una “guerrilla blanca en tierras
de indios”.
228 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

“el agua del pez guerrillero”, de acuerdo con los modelos de contra-
insurgencia derivados de la experiencia estadunidense en Vietnam.
A su vez los nahuas pilpiles de Nicaragua pelearon con denuedo a
favor de la insurrección sandinista, aunque poco después los mískitos,
sumos y ramas de la costa atlántica, combatieron al mismo ejército
insurgente que se suponía que los había liberado. La situación global
fue de tal naturaleza en esta época, que se puede proponer que, con
algunas excepciones, los ejércitos latinoamericanos constituyeron la
institución estatal que con más frecuencia interactuó con los indíge-
nas de las antiguas áreas marginales, hasta el punto de que muchos
llegaron a identificar a los militares con el Estado.
El hecho es que, si los siglos xix y xx estuvieron signados por la
expansión de las sociedades criollas sobre las tierras indígenas, el
siglo xx ofertó también el fallido desarrollismo y después la conflic-
tividad política de los estados, involucrados en las disputas hegemó-
nicas y en sus propios procesos de democratización. Cabe señalar, sin
embargo, que la gran difusión de las políticas educativas en la misma
época alfabetizó a un creciente grupo de nativos, permitiéndoles
acceder a un mejor conocimiento de sus contextos históricos y socia-
les. A su vez, la globalización comunicativa de los últimos decenios
hizo que los sucesos locales fueran cada vez más conocidos en el
ámbito global, provocando repercusiones en lugares diferentes o muy
distantes a los de su surgimiento. La generalización de las organiza-
ciones y políticas defensoras de los derechos humanos, les ofreció la
posibilidad de contar con un foro internacional ante el cual se pudie-
ran argumentar las violaciones a los mismos y a la vez, plantear sus
derechos individuales como derechos colectivos (R. Stavenhagen,
1997). Por otra parte, la participación en organizaciones de producto-
res y la defensa de los derechos sobre recursos naturales o sus tierras
de labor, aumentó de manera exponencial el conocimiento indígena
sobre las lógicas estatales y las posibilidades de actuar respecto a éstas.
Ello generó una nueva forma de pensarse a sí mismos en términos
de conjuntos étnicos, que padecían similares problemas fundados en
esa misma condición étnica. Asimismo, los partidos políticos, las
iglesias, las organizaciones ambientalistas, los grupos defensores de
los derechos humanos, los narcotraficantes7 y distintas organizacio-

7 Exponer el conjunto de complejos procesos que el narcotráfico genera en los

pueblos indígenas de América Latina, debe ser objeto de una investigación especial,
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 229
nes no gubernamentales, enfocaron su acción en los pueblos nativos.
Así, hartos ya de esta situación, una de las decanas de las organiza-
ciones etnopolíticas en América Latina, el Consejo Regional Indíge-
na del Cauca (cric) de Colombia, señala en el llamado Documento de
Jambaló las siguientes consideraciones críticas (cric, 2000):

En el pasado y aún en el presente, hemos sido víctimas de una guerra que


no es nuestra, no la entendemos ni la apoyamos [...] Constantemente hemos
sido señalados de pertenecer a la guerrilla, al ejército, al narcotráfico o a los
paramilitares. Siendo víctimas de constantes invasiones ideológicas (religio-
nes, partidos políticos de derecha y de izquierda, instituciones de gobierno
y privadas, ong, entre otras) que confunden a nuestras comunidades.

Por otra parte, en el último decenio del siglo xx el neoliberalismo


y su frenesí mercantil, afectaron a nivel económico a cada vez más
regiones indígenas, determinando el desarrollo de movilizaciones de
autodefensa de recursos. A su vez, para la misma época, muchos de
los estados liberalizaron sus estructuras políticas, desarrollando nue-
vas legislaciones que reconocen la presencia indígena y que eventual-
mente posibilitan su participación en las políticas públicas que los
afectan. El resultado global de todos estos procesos fue el incremen-
to de la voluntad y capacidad de acción política compartida, por
parte de poblaciones que hasta entonces habían sido percibidas como
sujetos pasivos de determinaciones externas, a pesar de contar con
una dilatada trayectoria de resistencia étnica. Este conjunto de facto-
res influyó de manera crucial en las poblaciones nativas,8 quienes

difícil de proponer dado lo comprometido de la información a obtener y utilizar.


En algunos casos, como en la región chatina de México, la introducción de este
nuevo y redituable cultivo comercial produjo inicialmente fondos que, de acuerdo
con la tradición local, se dedicaron en parte a obras comunitarias hasta que llegó
una desproporcionada represión militar (T. Cruz Lorenzo, 1988). En Colombia,
millares de indígenas fueron atrapados entre los intereses de los narcotraficantes,
la guerrilla, el ejército y las instituciones estatales, transformado las estructuras so-
ciales y culturales locales (S. Villaveces Izquierdo, 2001). Conocidas son las protes-
tas de los indígenas bolivianos, tradicionales productores de coca, ante los intentos
gubernamentales por erradicar el cultivo (D, Barrios, 1989). Pero todos estos pro-
cesos aún no han sido integrados en una visión unitaria que de cuenta de la diná-
mica involucrada.
8 En un ensayo, Xavier Albó (1997) enumera una serie de factores que intervie-

nen en el proceso de surgimiento de las organizaciones, algunos de los cuales co-


inciden con los que expongo. El autor señala, entre otros, la frustración desarro-
230 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

accedieron en pocos años a una más clara percepción de su inserción


en los contextos interétnicos regionales y estatales, favoreciendo de
esta manera el desarrollo de respuestas y demandas políticas, inicial-
mente guiadas hacia cuestiones puntuales, pero posteriormente
orientadas a afirmar su condición de pueblos oprimidos y a proponer
sus propias perspectivas de un futuro autónomo. Tal como lo hemos
destacado en otra oportunidad, los factores contextuales son determi-
nantes para el surgimiento de las movilizaciones, pero en su transcur-
so los factores culturales se suelen comportar de manera dominante
(M. Bartolomé y A. Barabas, 1977).
Se desarrolló de esta manera una nueva conciencia del “sí en
situación”, que se manifiesta tanto a nivel ideológico en términos
de la búsqueda de una nueva asunción identitaria que se debía
explicitar ante el exterior, como en la vertebración de un nuevo
tipo de acción política orientada a transformar los sistemas interét-
nicos dentro de los cuales han estado históricamente incluidos. Se
trató, en síntesis, quizá no de una nueva forma del ser, sino de una
nueva forma en que ese ser social se podía pensar a sí mismo. En muy
poco tiempo, lo que a partir de los años 60 se había inicialmente
manifestado como la movilización circunscrita de algunos grupos
étnicos en diferentes países, pasó a constituirse en un proceso con-
tinental influido y condicionado por los distintos contextos regio-
nales, pero cada vez más vinculado entre sí; una de cuyas caracte-
rísticas generalizables radica en el rechazo de que las identidades
étnicas nativas sean absorbidas por las identidades alternativas pro-
puestas por los estados.9 Es decir que la afirmación de la cultura e
identidad propias constituye un elemento recurrente, lo que les
otorga singularidad respecto al vasto espectro de los nuevos movi-
mientos sociales contemporáneos.

llista que favoreció a los grupos de poder tradicionales, la reacción al hiperclasismo


de las izquierdas que no representaron la singularidad de las demandas indígenas,
la expansión territorial sobre las tierras nativas, la coyuntura ecologista relacionada
con la defensa de recursos naturales en tierras indígenas y una generalizada globa-
lización excluyente.
9 Así, por ejemplo, los cazadores y recolectores ayoreode de Paraguay, contacta-

dos en los años 60 y sometidos a un compulsivo proceso de sedentarizacion guiado


por las misiones religiosas, ya han participado en varios encuentros indígenas na-
cionales, regionales y continentales, que les ha permitido acceder a una rápida
conciencia de sus derechos colectivos y de la naturaleza de su muy reciente inserción
dentro del marco de un estado-nación (M. Bartolome, 2000).
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 231
Todavía en el año 2000, demostrando su incapacidad para renun-
ciar a la doctrina de la seguridad nacional basada en la hipótesis
bélica del conflicto interno, la Agencia Central de Inteligencia de los
Estados Unidos, en su reporte proyectivo sobre los siguientes 15 años,
informaba respecto a los riegos involucrados en los movimientos
indígenas. Esta “guardiana de la democracia internacional”, señalaba
que uno de los principales retos que afrontarían los gobiernos lati-
noamericanos en los próximos 15 años estarían representados por
los movimientos indígenas. Así destacaba que “tales movimientos se
incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de
derechos humanos y grupos ecologistas bien financiados. La tensión
se incrementará en un área que va desde México hacia la región
amazónica” (cia, 2000:31). El mismo documento señala que los es-
tados de lento crecimiento económico y alta concentración del poder
en una elite reducida, aumentarán su discriminación respecto a las
comunidades minoritarias, lo que sería el caso de India, Rusia y Chi-
na, pero también de Brasil. Si alguna duda le cabe a la reflexión
social contemporánea respecto a la importancia de los movimientos
indígenas, tal vez el interés que despiertan en la cia ayude a conven-
cerla de su trascendencia.

el resurgimiento indio

Es así que en los últimos decenios asistimos a un proceso que a las


ciencias sociales le ha costado mucho reconocer, ya que lo había
considerado demasiado comprometedor para tratarlo de manera
académica, o políticamente poco relevante para contribuir a la trans-
formación de nuestras sociedades. La emergencia y multiplicación
de organizaciones, federaciones, movimientos y agrupaciones etno-
políticas de las etnias nativas,10 que desde hace años disputan un

10 Todo listado, aparte de aburrido, es injusto por el riesgo de omitir organiza-

ciones poco conocidas, aunque puedan poseer gran trascendencia local o regional.
Pero, entre las nacionales, se pueden mencionar la Asociación de Pueblos Amerin-
dios de Guyana (apa), la Confederación Indígena de Bolivia (cidob), el Consejo
Nacional Indio de Venezuela (conive); la Federación de Organizaciones Amerin-
dias de Guayana Francesa (foag); la Organización Indígena de Surinam (ois); la
Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (opiac); la Aso-
232 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

espacio político, cultural y territorial propio dentro del ámbito de los


Estados-nación, no constituye un proceso que sólo puede ser juzgado
en términos valorativos, sino un hecho social concreto sobre el que
se debe proyectar la reflexión social contemporánea. Se trata de una
demanda generalizada, que progresivamente va incorporando a más
y más contingentes humanos pertenecientes a los más de 50 millones
de sobrevivientes del dilatado proceso colonial y neocolonial.11 De
las múltiples posibilidades analíticas que ofrecen, lo que aquí me
importa destacar es su carácter de procesos constructores de nuevos
tipos de sujetos colectivos.
Esta emergencia contemporánea no es un fenómeno nuevo, sino
la expresión reestructurada de la misma lucha centenaria que han
llevado a cabo las etnias indígenas, pero que ahora se expresa a través
de un nuevo tipo de discurso y de acción. Se trata de una reelaborada
praxis etnopolítica, que se ha adaptado a las cambiantes circunstan-
cias por las que atraviesan los sistemas interétnicos locales, regionales
y continentales, tratando de manifestarse en términos que sean com-
prensibles dentro de los parámetros impuestos por el logos dominan-
te. Pero sus antecedentes se hunden en los siglos, donde los encon-
tramos en forma de movimientos socio-religiosos de liberación,
rebeliones armadas, migraciones mesiánicas, etc. (A. Barabas, 1989).
Incluso éstas sólo delimitan las épocas de eclosión; los momentos en
los cuales la etnicidad desembocó en estallidos totalizadores. Mucho
menos evidentes para los observadores externos son los siglos de
resistencia aparentemente pasiva, las generaciones en las cuales la
identidad étnica de millones de personas se vio obligada a refugiarse
en el marco de lo cotidiano, en el seno de ámbitos exclusivos que
mantuvieron su conciencia social específica lo más lejos posible de

ciación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (aidesep); la Asociación In-


dígena de la República Argentina (aira); la Confederación de Nacionalidades In-
dígenas del Ecuador (conaie), el Congreso Nacional Indígena de México (cni) y
un largo etcétera.
11 La cifra de 41 398 562 indígenas ha sido registrada por el Banco Interameri-

cano de Desarrollo en 1991 como dato para el Proyecto de Creación de Fondo de Desa-
rrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe. A su vez el Instituto Indige-
nista Interamericano proponía la existencia de 41 977 600 hablantes de lenguas
nativas por la misma fecha. De acuerdo con el mismo criterio lingüístico la cifra
actual (2004) ascendería a alrededor de los 50 millones de hablantes aunque, como
hemos visto, la inclusión en esta cifra de los indígenas identitarios la incrementaría
de manera sustancial.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 233
las pretensiones hegemónicas de los aparatos coloniales y neocolo-
niales. Se fue configurando así lo que alguna vez he denominado
como una “cultura de resistencia”, que buscó y logró mantener la
identidad social distintiva de sus miembros (transfigurada, pero pro-
pia) hasta nuestros días (M. Bartolomé, 1988).
Sin embargo, tampoco debemos sobrevalorar la capacidad de
resistencia de las poblaciones indias. Muchos proyectos sociales y
culturales han desaparecido para siempre. Centenares de culturas
concretas que testimoniaban formas singulares de los múltiples
rostros de la humanidad se han perdido irremediablemente. Y, más
allá de la extinción física, millones de hombres y mujeres inhabili-
tados para ejercer su identidad, fueron coercitivamente descaracte-
rizados y alienados hasta el punto de verse obligados a renunciar a
sus propias matrices étnicas y culurales, en aras de su integración
al modelo de identidad alternativa que les proponían las sociedades
dominantes. Mestizos ideológicos, desposeídos de sus propios ros-
tros y transformados en una versión subalterna del mundo de los
propietarios de los estados.
Este mecanismo de mestizaje no biológico que parecía ser irrever-
sible en algunos ámbitos étnicos, muestra ahora ciertas tendencias
en sentido inverso; ello se expresa en los intentos de reconstruir las
casi perdidas o muchas veces imaginadas identidades precoloniales,
aun cuando puedan carecer del sustento que les proporcionaba la
lengua propia. Se trata de procesos, algunos de los cuales, como hemos
visto, pueden ser considerados de etnogénesis en sentido estricto, no
sólo aplicándolo al resurgimiento de una etnia preexistente aunque
desvitalizada, sino también a la construcción de una identificación
étnica efectuada por un grupo humano, cuyo origen y cultura com-
partida pueden ser sólo un dato del pasado, real o imaginario, pero
que se asume como referente fundamental en la configuración de una
comunidad identitaria. A ello contribuye tanto la posible vigencia de
una tradición oral, como la información proporcionada por la antro-
pología y la historia, que se esgrimen como una argumentación clave
para fundar la legitimidad de la colectividad que se asume en térmi-
nos étnicos. En algunos casos esta etnogénesis responde a intereses
instrumentales, cuando de ella se puede esperar la posible obtención
de recursos, tales como un derecho a la tierra. Pero en otro casos se
trata de conglomerados sociales heterogéneos, unificados por sus
posiciones económicas, políticas y culturales subalternas, que a través
234 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

de la etnogénesis tratan de aspirar a una cierta dignidad y reconoci-


miento, por parte de una sociedad nacional que los ignora. Sólo el
futuro inmediato podrá arrojar luz sobre el resultado de estos proce-
sos contemporáneos, pero el hecho a destacar es que los “indios
identitarios”, en toda América Latina, son en realidad muchos más
que los que proponen los censos estatales que recurren exclusiva-
mente al indicador lingüístico.

los movimientos etnopolíticos

Las características actuales de las movilizaciones indias en cada ám-


bito local responden a muy variadas situaciones económicas, sociales
y culturales. Las modalidades de la acción de las organizaciones res-
ponden no sólo a los contextos estatales en los cuales se desarrollan,
sino también a la propia lógica y coyuntura política de los distintos
pueblos. Algunas movilizaciones provienen de los sistemas políticos
tradicionales (propios o apropiados), que aún guían y norman la vida
colectiva; pero otras se han estructurado como nuevos movimientos
sociales a los que denominamos etnopolíticos para diferenciarlos de los
anteriores. Si bien ambos tipos responden a la misma necesidad de
enfrentarse o articularse con el Estado en defensa de sus derechos,
su estructuración responde a distintas coyunturas. En los pueblos que
han logrado conservar en alguna medida los sistemas propios, la
característica que asume la lucha se basa en su específica lógica po-
lítica, la que a pesar de su legitimidad en ocasiones supone un factor
adicional de incomprensión con la lógica unitaria de los estados. Así,
por ejemplo, las complejas argumentaciones provenientes de su cos-
mología que esgrimen los guaraníes de Paraguay para fundamentar
reivindicaciones sociales o territoriales, resultan incomprensibles
para sus seculares interlocutores estatales.12 Más entendibles son las

12 Resulta comprensible la desorientación de las autoridades de Paraguay, cuan-

do los avá guaraní, con los que he convivido largamente, pedían que los jóvenes
sean exceptuados del servicio militar en los siguientes términos: “vean señores, ese
Gran Padre Nuestro, ése a quien no vemos y no habíamos conocido, es el creador
de esta tierra y de los guaraní. Y ese mismo había dicho: ustedes quedarán sobre
esta tierra bendita hasta que llegue nuevamente el día de vuestra ida a la morada
nuestra, y he aquí el modo de ser divino y el modo de ser virtuoso (fraterno) [...]
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 235
organizaciones etnopolíticas que, aunque se basan en la filiación
étnica, recurren en sus demandas a un lenguaje político estructurado
de acuerdo con la lógica dominante.
Dicha lógica está orientada, entre otros términos, por una teórica
noción de “democracia representativa”. Y aunque ésta pueda no
formar parte de la experiencia política indígena, se supone que de-
ben comportarse de acuerdo con sus términos para negociar con el
Estado. La legitimidad interior y la búsqueda de representatividad de
estas organizaciones, supone un esfuerzo adicional de sus protago-
nistas para no desvirtuar la propia experiencia política, generalmen-
te basada en la asamblea y en el consenso. Muchos de sus líderes no
son guías o autoridades tradicionales de los pueblos, sino miembros
de una creciente intelectualidad indígena, portadores de lenguajes e
ideas innovadoras, que incluso pueden entrar en contradicción con
las perspectivas locales.13 Resulta frecuente en estos casos que la atri-
buida o autoatribuida “representación democrática”, adquiera el
carácter de una mediación intercultural, cuyos protagonistas asumen
dicho papel por su capacidad de manejar la lengua y los códigos de
sus interlocutores, más que por su participación en las lógicas y tra-
diciones de su propia cultura.
El contexto anterior influye en la capacidad de convocatoria y
movilización de las organizaciones contemporáneas. En algunos paí-
ses la configuración de los movimientos responde a una redimensio-
nalización y refuncionalización de la propia tradición política, en
cuyo caso su gestión dependerá de la adecuación de sus instituciones
a la articulación intercultural.14 Pero en muchos otros casos se trata

eso había sido antes de encontrarnos los progenitores de los hoy paraguayos [...]
es por eso que no queremos que nuestros jóvenes hagan el servicio militar afuera”
(Colonia Fortuna, Curuguaty, 1977).
13 Hace pocos años me tocó presenciar en la isla de Ustupu, perteneciente a la

Comarca Kuna de Panamá un significativo ejemplo de estos procesos. Durante el


transcurso de una asamblea comunitaria hizo uso de la palabra un hombre de
mediana edad que había pasado su juventud en ciudad de Panamá como activo
militante político. A pesar hablar en kuna, al terminar su alocución fue increpado
por uno de los sailas (dirigentes político-religiosos), quien le recriminó “haber
hablado como un waga, como un extranjero, con palabras que eran como un vien-
to sin sabor”, aludiendo al lenguaje político occidental y desacralizado que había
empleado.
14 Un ejemplo exponencial sería el Congreso General de la Cultura del pueblo

kuna de Panamá u Omnaked Nega Tummat, derivado del tradicional Congreso de la


Cultura, Omnaked Nega Namakalet, el que se desempeña como una especie de insti-
236 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

de organizaciones de nuevo tipo (federaciones, confederaciones,


asociaciones, etcétera), que suelen ser lideradas por intelectuales
indígenas no tradicionales y cuya organicidad puede ser a veces dis-
cutible.15 En ciertos casos instituciones externas tanto estatales como
partidarias, misionales o contestatarias han sido corresponsables de
la estructuración de las organizaciones.16 Aunque no necesariamente
sus motivaciones fueran espurias o manipuladoras, al no surgir de las
bases étnicas y no responder a la experiencia política local, su capa-
cidad de convocatoria se ha visto inicialmente condicionada por sus
orígenes. Incluso algunos estados han pretendido controlar y dirigir
las organizaciones indias, dentro de una lógica corporativa que les
hace creer que la cuestión se resuelve coyunturalmente con manipu-
lar la movilización, pretendiendo realizar un manejo gerencial de la
etnicidad. Se ha desarrollado de esta manera un sector étnico de
interlocución con los Estados, que no siempre responde a las expec-
tativas de sus pueblos. Algunos autores, que no son etnógrafos, adju-
dican a las movilizaciones no sólo hacer visible la identidad étnica,
sino de “producirla” a través del trabajo y el discurso de sus líderes
(S. Puig, 2004). Al parecer no se sabe que desde hace siglos muchas
colectividades étnicas se comunican con su exterior recurriendo a la
mediación de agentes (o corredores) interculturales (cultural broc-
kers), que pueden ofrecer una representación distorsionada (o mal
comprendida) de sus pueblos y cuya acción ha sido frecuentemente
cuestionada de acuerdo con su orientación étnica o estatal.
No pretendo con estas observaciones negar la legitimidad o vi-
gencia de las organizaciones etnopolíticas, sino entender y no mi-
tificar su real dimensión. Trato de señalar el carácter extraordina-

tución de mediación o si se quiere de ministerio de relaciones exteriores de la


Comarca de San Blas o Kuna Yala (M. Bartolomé y A. Barabas, 1998).
15 Éste sería el caso de la Asociación Indígena de la República Argentina, cuyo

grupo inicial fue configurado por indígenas urbanos, pero que trataron de repre-
sentar ante el Estado a comunidades étnicas que no reconocían su liderazgo. En
forma independiente al hecho de que sus motivaciones fueran legítimas, su falta de
representatividad determinó una presencia política casi nominal, que en la actuali-
dad es reemplazada por el desarrollo de múltiples movimientos regionales.
16 Como el Consejo Indigenista Misionero del Brasil, que influyó en la organi-

zación de la ya desaparecida Unión de Naciones Indígenas o los salesianos y su


participación en la Federación Shuar del Ecuador, o como las instituciones esta-
tales que realizaron el intento corporativo por crear el Consejo Supremo de
Pueblos Indios de México, actualmente inexistente y reemplazado por organiza-
ciones autónomas.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 237
riamente complejo de su formulación actual, la que se encuentra
sometida a las más duras pruebas. Por una parte son objeto de las
acciones represivas o manipuladoras de los estados, los partidos,
las iglesias y otros movimientos, frente a los que deben defender su
especificidad y mantener una distancia crítica; por otra, deben
mantener o reformular su legitimidad respecto a las mismas pobla-
ciones de las cuales emergen, muchas veces divididas por los faccio-
nalismos internos. Las organizaciones y los líderes de ellas emana-
dos deben asumir el desafío de hacer compatible su liderazgo con
los sistemas políticos tradicionales, en cuyo marco generalmente no
están elaboradas. Se trata de un largo y riesgoso proceso de adap-
tación estratégica de la vida política para adecuarse al cambiante
contexto nacional e internacional en el cual transcurre su acción.
Y si lo califico de riesgoso es porque en su transcurso se puede
perder la especificidad que se pretende preservar, al verse obligados
a expresarse y actuar en términos de un pensamiento categorizador
y de una lógica política que no por conocidos dejan de ser ajenos.17
Pero sin una adecuación tanto a las cambiantes coyunturas externas
e internas como a las propias tradiciones, la nueva intelectualidad
indígena corre el riesgo de desempeñarse exclusivamente como
intermediaria entre dos mundos, sin encontrar verdadero eco en
sus grupos de procedencia, perdiendo así la organicidad de la que
se la supone portadora.
Cabe señalar que el desarrollo de movimientos que se comportan
objetivamente como grupos de presión, no constituye la única estra-
tegia política puesta en juego por la sociedades nativas. En las áreas
andinas sudamericanas se ha generado en los últimos años una in-
tensa participación indígena organizada en las contiendas electora-
les, proceso que ya ha sido destacado por algunos analistas, señalan-
do la búsqueda de posiciones de poder o de representatividad étnica,
tanto en los ámbitos locales, como regionales y nacionales (D. Itu-
rralde, 1998). No se trata de la tradicional utilización de candidatos
indígenas por partidos políticos, que proponen una apelación popu-

17 No es infrecuente que los movimientos recurran a modelos de acción política

proporcionados por la tradición estatal local. Así, en Paraguay se ha recurrido ini-


cialmente al peticionismo ante el estado patrimonialista; en México, también de
manera inicial, a la inserción corporativa (M. Bartolomé, 1997); en Brasil, a una
organización vertical y centralizada (A. Ramos,1998); en Bolivia, al sindicalismo
campesino (csutcb, 2001), etcétera.
238 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

lista a la figura de supuestos líderes nativos para incrementar su


caudal de votos, sino de la presencia electoral de movimientos que
se definen a sí mismos de acuerdo con la condición étnica. Una re-
ciente concreción exitosa de esta perspectiva se ha registrado en
Bolivia, donde el Movimiento Al Socialismo (mas), nacido de orga-
nizaciones de base rurales y liderado por campesinos aymaras, ha
resultado ser el segundo partido más votado en las elecciones de
junio de 2002, logrando por primera vez en la historia de ese país
obtener el 18% de la cámara de diputados y el 11% de la cámara de
senadores, aunque estos porcentajes representan menos de la mitad
de lo que le correspondería de acuerdo con la magnitud numérica
de la población indígena (X. Albó, 2002).
En la actualidad, los más de dos millones y medio de aymaras
manifiestan una identificación colectiva y una valoración de su ads-
cripción étnica altamente politizadas, que los ha reconstituido o,
mejor dicho, construido como un nuevo sujeto político en el pano-
rama estatal, con mucha mayor definición que los mayoritarios que-
chuas, cuyos tres millones y medio de miembros no han logrado aún
desarrollar una conciencia de colectividad totalizadora (A. García
Linera, 2003). Este mismo autor destaca el papel relevante de la
producción discursiva de las elites culturales nativas, capaz de ofrecer
un campo histórico, cultural y político a la etnicidad contemporánea,
apoyada por el surgimiento de una dirigencia radicalizada. Otros
autores han intentado encontrar las causas históricas del actual pro-
ceso de constitución colectiva de lo aymara, señalando que hay que
buscar sus orígenes en los miles de mineros nativos despedidos de
las minas en los años 80, que migraron primero a Cochabamba y
después a la región del Chapare dedicándose al cultivo de la hoja de
coca, cuya experiencia y tradición gremial los orientó a estructurar
sus reivindicaciones a través del mas y del Movimiento Indio Pacha-
cuti, el primero más parlamentario y el segundo más “fundamenta-
lista” étnico (E. Fajardo Pozo, 2003). Recordemos que se trata de un
país donde los pueblos originarios constituyen la mayoría numérica, por
lo que la búsqueda de un triunfo electoral no representa una empre-
sa irrealizable, en la medida en que los grupos nativos se puedan
sentir identificados y representados con los planteos de sus movimien-
tos parlamentarios. Quizá este proceso boliviano contemporáneo
represente uno de los pasos necesarios para reparar injusticias histó-
ricas y lograr que la sociedades y culturas nativas accedan a la posi-
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 239
bilidad de contribuir al desarrollo de un proyecto de Estado que
contemple su pluralidad cultural constitutiva.18
Un complejo e interesante proceso reciente, sería el protagoniza-
do por algunos de los grupos indígenas, en los que se advierte una
incorporación de sus organizaciones etnopolíticas en el seno de la
vida comunitaria, hasta hacerlas compatibles con los sistemas políti-
cos preexistentes. Recordemos que en estos movimientos seculares
suele estar ausente la identidad entre política y religión, lo que dis-
minuye la legalidad intrínseca que poseen aquellos aspectos de la
vida social que están vinculados a una normatividad derivada de su
asociación con las normas que rigen el universo. Eso los hace más
aleatorios y sujetos a los cambiantes liderazgos seculares; quizá por
ello en los últimos años existe la tendencia a incluir las movilizaciones
dentro de las estructuras preexistentes, las que les otorgan similares
lógicas a las que operan en otros aspectos de la cultura. Así, se puede
proponer que en la actualidad, y en muchos casos, las organizaciones
han pasado a integrar las estructuras sociales comunitarias locales,
en la medida en que están definitivamente condicionadas por las
mismas lógicas políticas de raigambre parental que guían otros as-
pectos de la vida colectiva.19 En estos casos las nuevas organizaciones
pasan a integrar los sistemas político-parentales, desarrollando así
una definida base social en la cual apoyarse y a la que deben una

18 El presente es siempre historia. Meses después de entregado este libro a im-

prenta, el candidato indígena Evo Morales ganó por mayoría absoluta las elecciones
bolivianas. Los analistas políticos discuten ahora dicho evento, y algunos se sorpren-
den de que Morales haya visitado Sudáfrica y comparado la situación de Bolivia con
el pasado reciente de este país. Ello exhibe, una vez más, cómo el pensamiento
político latinoamericano había minusvalorado el escándalo étnico boliviano; la
descarada dominación de una minoría occidentalizante sobre una mayoría nativa.
Más allá de los avatares que sufra este nuevo gobierno, en un contexto internacio-
nal adverso y dominado por intereses hegemónicos, su sola existencia demuestra
que los aymara y quechuas se están reencontrando con un posible camino propio
hacia el futuro. No puedo menos que saludar este proceso y desearles el mejor de
los caminos.
19 Éste es el caso de los mixes o ayuuk, cuyas organizaciones están estrechamen-

te vinculadas a las autoridades tradicionales, o la de los movimientos de zapotecos


y chinantecos que recurren incluso al establecimiento de alianzas basadas en paren-
tescos rituales (compadrazgos) con autoridades nativas e instituciones afines (B.
Maldonado, 2002). R. Rubio Serrano (1997) explora este proceso entre los kogui,
wiwas y arhuacos de Colombia, advirtiendo que la organización etnopolítica se
comporta como un “anfibio cultural”, en el que la organización tradicional imprime
su propia lógica a este intento de conectar dos mundos sin abolir sus fronteras.
240 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

nueva organicidad. Han logrado de esta manera una compatibilidad


entre los viejos y los nuevos sistemas, demostrando la flexibilidad de
las instituciones tradicionales para adaptarse a los cambios por los que
atraviesan. Dentro de esta misma proyección de la lógica política
propia, pero en el plano regional, un reciente y excepcional ensayo
de Nelly Arvelo-Jiménez (2001) demuestra cómo la organización
multiétnica indígena del amazonas venezolano se basa en lo que ella
caracteriza como un histórico Sistema de Interdependencia Regional Ho-
rizontal del Orinoco (siro), que vinculaba y vincula los ámbitos paren-
tal, comercial, social, ceremonial y político a distintos grupos cuya
articulación no es muy visible a nivel externo, pero que sustenta las
movilizaciones actuales. Más investigaciones en esta línea podrán tal
vez exhibir que muchas de las organizaciones contemporáneas se
están estructurando sobre la base de antiguos sistemas nativos.
Siguiendo esta línea de reflexión crítica y manteniendo lo asenta-
do en los párrafos anteriores, habría que analizar las pretensiones
continentalistas de los sectores, tanto indígenas como no indígenas,
que proponen la existencia de un movimiento panindio en el ámbi-
to latinoamericano.20 Creo que hay que diferenciar las legítimas
utopías de los intelectuales indios, de la real estructuración de un
movimiento indígena en el ámbito continental. La multiplicación de
congresos y reuniones, así como la apertura de algunos foros inter-
nacionales, podría brindar la imagen de que asistimos a la vertebra-
ción de un proceso, cuya dinámica expansiva ha superado definitiva-
mente las arbitrarias barreras impuestas por las fronteras de los
estados nacionales. Pero la realidad es mucho más modesta en el
momento actual, si bien presenta amplias expectativas abiertas hacia
el futuro. La riqueza de dichas reuniones, que han proporcionado a
los protagonistas una visión más clara de la problemática de sus pue-
blos a nivel comparativo internacional y han fomentado ese emer-
gente espíritu panindianista resulta innegable, pero sería apresurado

20 Ello no significa minusvalorar la presencia y acción de organizaciones como

la coica (Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica),


creada en 1984 y cuya sede desde 1992 está en Quito. Esta instancia busca vincular
a organizaciones nativas de los nueve países que poseen parte de la selva amazóni-
ca, es decir Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana Francesa, Guyana, Perú,
Surinam y Venezuela, en cuyo ámbito se ubican unos 400 pueblos nativos. Algunos
adjudican el panindianismo al desarrollo de redes globales de comunicación que
han colocado la agenda étnica en un plano continental que antes no poseía.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 241
considerarlas como cristalizaciones de una aún inexistente estructu-
ración política e identitaria compartida, la que sólo se hace visible a
través de una óptica en exceso optimista. Incluso se puede constatar
que en varios de los países donde existen organizaciones o federacio-
nes con pretensiones panregionales, gran parte de la población in-
dígena desconoce su existencia.21 Si bien cabe destacar que esas
mismas federaciones dinamizaron políticamente la identidad de mu-
chos grupos. Y es que uno de los mayores obstáculos a los que se
enfrentan los pueblos indios radica en la actual fragmentación de las
filiaciones identitarias abarcativas, resultante de los procesos colonia-
les y neocoloniales. De la misma manera, la autonomía exclusivista
de las comunidades locales, que les ha permitido resistir durante si-
glos, en muchas ocasiones constituye un obstáculo a superar para las
movilizaciones colectivas.
Un componente crítico de este complejo proceso es que hasta
hace poco los indígenas se encontraban solos, ya que incluso aquellos
sectores que proponen una profunda transformación económica y
política de sus sociedades no habían sabido comprender (quizá mu-
chos aún no lo logran) las luchas y demandas étnicas. Si alguna duda
cabe respecto las aseveraciones anteriores, debemos recordar que no
resultan desconocidas las barreras de incomprensión que enfrenta-
ron a los movimientos étnicos y a las izquierdas nacionales en los
distintos países latinoamericanos durante los años setenta.22 Ésta fue
la época en la que las perspectivas dogmáticas minusvaloraban la

21 Éste sería el caso de México, algunos de cuyos pueblos nativos desconocen no

sólo la insurgencia india desatada en Chiapas en 1994, sino también que en 2001
fueron protagonistas de un intenso debate legislativo para modificar la Constitu-
ción. En otros ámbitos, como Brasil, el panindianismo propuesto por las organiza-
ciones ha sido analizado incluso, en términos de B. Anderson, como la adscripción
a una “comunidad imaginada”, que no se corresponde con la experiencia concreta
de sus miembros (María H. Ortolan Matos, 1999).
22 En esa época la Federación Shuar del Ecuador manifestó su voluntad de no

mantener relaciones con los que denominaba “clasistas”. La Asociación Indígena


Argentina planteó la exclusión de colaboradores no indígenas, como resultado de
su dramática relación con miembros de la izquierda radical. El Primer Congreso de
Movimientos Indios (Cuzco, 1980) afirmó en su Declaración final el rechazo a co-
rrientes políticas europeas y a la izquierda y la derecha percibidas como negadoras
del indio. En Bolivia el movimiento Tupak Katari publicó un manifiesto en 1980
destacando que reducir su lucha a las reivindicaciones de clase la empobrecía y en
Colombia la Confederación Regional Indígena del Cauca, se separó del movimien-
to campesino que había pretendido cooptarla.
242 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

cuestión étnica, por considerarla una “contradicción secundaria” a la


que se pretendía incluir dentro de la problemática global del cam-
pesinado. Incluso la literatura emergente de los movimientos de li-
beración nacional de los países colonizados, tales como las obras del
tunecino Albert Memmi (1969) o del argelino Frantz Fanon (1973),
entre otros, que tanto ayudan a comprender las luchas étnicas pasa-
das y presentes, fueron casi ignoradas por las comunidades académi-
cas debido a sus desconcertantes planteos étnicos formulados en
términos políticos.23 Las palabras del líder mapuche chileno Pedro
Cayuqueo, demuestran la minusvaloración de la que son objeto por
los Estados y la incomprensión de los partidos políticos (en Colectivo
Flores Magón, 1999):

en el fondo el discurso del gobierno también viene a demostrar una vez más
que el racismo y la discriminación del huinka para con nuestra gente no ha
desaparecido. Ellos no conciben que los mapuche seamos capaces de organizar-
nos y pelear por nosotros mismos, es decir sin tener que responder a tal o cual
estructura o partido político, los cuales por lo demás sólo nos han utilizado.

Hacia mediados de los años ochenta la perspectiva clasista excluyen-


te comenzó a transformarse, ante la evidencia de las movilizaciones y
demandas étnicas en todo el mundo, lo que cuestionaba radicalmente
el papel secundario que la teoría vigente le había asignado. Proceso
en el que también influyó la caída del bloque socialista, lo que trans-
firió la esperanza del cambio hacia otras alternativas posibles. Pero
cabe destacar que, hasta el presente, se tiende a valorar más el poten-
cial político de la etnicidad, de la identidad étnica en acción, que el
aspecto cultural que la define y que es el que le otorga especificidad
respecto a otros tipos de movimientos sociales. Especificidad que de-
muestra la emergencia de un nuevo tipo de sujeto colectivo, definido
por su diferencia cultural respecto al grupo que se desempeña como
nacionalidad dominante y propietaria del Estado.

23 De manera contradictoria se apropiaron de estas propuestas étnicas algunos

miembros de la intelectualidad radical latinoamericana de los años sesenta y seten-


ta, que pretendieron utilizarlas para comprender sus propias realidades. Al asumir
este protagonismo histórico expropiaron, una vez más, contextos y demandas que
en realidad se aplicaban mejor a la situación de las minorías nacionales internas de
esos mismos países, sujetas a relaciones de dominación neocoloniales mucho más
definidas que las que padecían sus teóricos conciudadanos.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 243
la construcción nacionalitaria

A pesar de los complejos problemas que enfrentan, y sea cual sea


su etapa actual, resulta indudable que asistimos a un proceso de
resurgimiento étnico, el que ahora se expresa en términos de afir-
mación nacionalitaria de los pueblos indios, que reclaman su reco-
nocimiento como sujetos colectivos por parte de los estados. La
construcción nacionalitaria supone la configuración de una comunidad de
comunicación que posibilite la identificación étnica y el desarrollo de proyec-
tos y conductas compartidas, ya que, como he señalado, por lo general
los grandes grupos etnolingüísticos carecen de la perspectiva global
de sí mismos que les permita asumirse como miembros de una
vasta colectividad inclusiva. Con frecuencia, y como resultado de los
procesos históricos de fragmentación política, las identidades étni-
cas actuales se manifiestan como identidades locales, circunscrita a
las redes sociales definidas por la convivencia. Por otra parte, el
proceso por el que atraviesan las etnias es diferente al de los Esta-
dos-nación, en las que los estados construyen la unidad cultural e
identitaria de la población. Precisamente uno de los objetivos de
los movimientos etnopolíticos, supone reconstruir o construir una
identificación colectiva que posibilite una más definida presencia
política en relación con los estados. Por ello la tendencia actual en
países como México, Paraguay, Argentina o Brasil, no se orienta
tanto a proponer federaciones nacionales o internacionales de du-
dosa representatividad, sino a desarrollar la conciencia política de
la filiación étnica en los ámbitos locales. No se pretende conquistar
el poder del Estado (como parece ocurrir en Bolivia), sino construir
un poder local basado en la autodeterminación comunitaria. Es así,
por ejemplo, que la tradicional lucha por la tierra, entendida como
medio de producción, está siendo reemplazada por una demanda
de territorios, de restitución o construcción de ámbitos propios para
la reproducción cultural y la autonomía política. Es decir que se
busca construir el sujeto colectivo más que actuar en su nombre,
desarrollar el Pueblo antes que dotarlo de representantes. Dicho
fenómeno, cuya dimensión histórica fuera explorada por Anouar
Abdel Malek (1973), tendería a posibilitar que las civilizaciones y
culturas subordinadas entren en interacción dialéctica con la civili-
zación hegemónica, que se expresa de diferentes formas a través de
los distintos marcos estatales.
244 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

Si quisiéramos sintetizar conceptualmente este proceso podríamos


entenderlo como una transformación cualitativa de las comunidades
etnoculturales, que ahora constituyen naciones en sí, en tanto colectivi-
dades culturalmente diferenciadas de la dominante, pero que buscan
constituirse en naciones para sí, en la medida en que generan una con-
ciencia conjunta de esa diferencia y la asumen no sólo como una
realidad del presente sino también como un proyecto de futuro (M.
Bartolomé, 1979b). Es decir que la comunidad cultural trata de cons-
truirse como una comunidad identitaria y con conciencia de sí a través
de la acción política compartida. Esta situación no representa necesa-
riamente un riesgo para la integridad de los estados, ya que el nacio-
nalismo cívico que expresa la membresía con una ciudadanía de pleno
derecho, no se excluye con el nacionalismo étnico que expresa la filiación
adscriptiva de ese mismo ciudadano. Al respecto E. Gellner (1991)
proponía que el nacionalismo cívico sería de base racional y el étnico
de naturaleza afectiva, sin embargo esto representa una falsa dicoto-
mía, ya que las membresías a los Estados-nación se originan en la ac-
ción de los aparatos ideológicos de los estados y no en una elección
racional de sus miembros. A su vez, y sin negar la profunda afectividad
que caracteriza a las lealtades étnicas, éstas pueden dar lugar a elec-
ciones racionales (en el tradicional sentido weberiano), por lo que, al
igual que en otros aspectos de la vida, la afectividad étnica no excluye
la presencia de una racionalidad cívica.
Aquí cabe retomar la relación posible entre los conceptos de “na-
ción” y el de “Pueblo”, más allá de su uso popular en el cual son
utilizados casi como sinónimos.24 Las tradicionales definiciones de
“Pueblo”, incluidas las filosóficas, pecan de occidentalismo al preten-
der entenderlo como “una comunidad humana caracterizada por la
voluntad de los individuos que la componen para vivir bajo el mismo
orden jurídico” (N. Abbagnano, 1982:972). Dentro de esa perspecti-
va, no existiría ninguna diferencia entre el Pueblo y las naciones

24 Éste es el caso de A. Smith (1997:13) quien insiste en definir a la nación

como “un grupo humano designado por un gentilicio y que comparte un territo-
rio histórico, recuerdos históricos y mitos colectivos, una cultura de masas públi-
ca, una economía unificada y derechos y deberes legales iguales para todos sus
miembros”. La vigencia de una economía unificada y de un sistema jurídico com-
partido presupone la presencia de un aparato político abarcativo, es decir un
Estado. Así la definición de nación de A. Smith reitera la tradicional confusión
entre Estado y nación.
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 245
construidas por los estados, cuyo aparato político les otorga una le-
gislación compartida. Desde el punto de vista del derecho interna-
cional, las Naciones Unidas identificaron en 1954 Pueblo con “mino-
ría”, conceptualizándolas como “grupos no dominantes que poseen
y desean conservar tradiciones étnicas, lingüísticas o religiosas, mar-
cadamente diferentes del resto de la población”. A su vez, el famoso
y poco cumplido Convenio 169 de la Organización Internacional
del Trabajo (1989), se refiere explícitamente a los grupos indígenas
como “Pueblos” que viven en países y que son sujetos de derechos
colectivos, incluyendo el derecho a un territorio propio (B. Clavero,
1994). Como bien lo ha destacado L. Villoro (1998:84), el uso del
concepto Pueblo por parte de las Naciones Unidas, se debe a la
necesidad de legitimar a los estados emergentes de la descoloniza-
ción de posguerra, por lo que se suele identificar Pueblo con Esta-
do. El mismo autor trata de sintetizar el concepto jurídico y antro-
pológico de Pueblo, entendiéndolo como una colectividad con
unidad de cultura, conciencia de formar parte de una colectividad,
poseedora de un proyecto compartido y asentada en un territorio
específico. Se supone que cualquier colectividad que cumpla con
estos criterios podría ser aceptada como Pueblo con derecho a la
autodeterminación, de acuerdo con los artículos 1 y 55 de la Carta
de las Naciones Unidas. Las movilizaciones a las que me refiero en
estas páginas, tratan precisamente de constituir a sus miembros
en colectividades, es decir en Pueblos, dotados de una conciencia
y de un proyecto colectivo.
No es mi intención introducirme en el pantanoso ámbito de las
definiciones jurídicas,25 ya que aquí me interesa dar cuenta del pro-
ceso de construcción de estos sujetos colectivos, en el cual aparece
un factor constante que ayuda a entenderlos: no tienen y eventual-
mente no buscan un Estado propio. Por lo tanto, se puede proponer
con legitimidad, que los procesos de construcción nacionalitaria de las

25 Una extensa y prolija obra que expone y analiza los distintos usos jurídicos

del concepto Pueblo, referido a las minorías étnicas o grupos autóctonos de los
estados, es el libro de N. Rouland, S. Pierre-Caps y J. Poumarede (1999). Estos
autores destacan que, en realidad, se puede, en estricto sentido, hablar de usos del
concepto en la legislación internacional y no de una definición del mismo, aunque
los instrumentos internacionales se refieran a menudo a los “derechos de los pue-
blos” (363), pero sin aclarar qué se entiende por Pueblo, lo que por lo general se
asimila a los derechos de las minorías.
246 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

colectividades étnicas tienden a desarrollar sujetos colectivos a los que podemos


llamar Pueblos Indios, entendiéndolos como naciones sin Estado. Es decir,
colectividades humanas que comparten una cultura o una identidad
distintiva, que tienen o pueden llegar a tener organizaciones políticas
propias, pero cuya vida social transcurre en el seno de un aparato
estatal abarcativo, en el cual aspiran a tener participación y con el
cual se ven obligados a mantener un constante proceso de negocia-
ción para lograr sus propios fines. La construcción de un Estado
propio no representa ni una necesidad ni la voluntad expresa de los
Pueblos, ni mucho menos su concreción política, puesto que el Es-
tado no es la única forma en que puede organizarse una sociedad.
Ya sea en una estructura política participativa o en un régimen jurí-
dico autonómico, la negociación será la clave para el desarrollo de
los futuros sistemas interétnicos más igualitarios que los actuales.
El proceso de construcción nacional por parte de las etnias puede
ser objeto de varias perspectivas analíticas. En primer lugar, nos en-
contramos ante una redimensión de potenciales políticos y culturales
bloqueados durante siglos. Ello supone un acceso masivo al proceso
de recomposición, no sólo política sino también cultural de los Esta-
dos-nación actuales, por parte de cientos de tradiciones no occiden-
tales encarnadas en millones de actores sociales concretos. Presencia
física, lingüística y cultural que ya no soporta la negación de la que
ha sido y todavía sigue siendo objeto. Y si hablo de una recomposición
de los Estados-nación, se debe a que la emergencia política y cultural
india destaca el carácter expropiatorio de los estados uninacionales
construidos sobre formaciones multiétnicas, a la vez que manifiesta
la necesidad de una redefinición de las comunidades estatales de
acuerdo con dicha multietnicidad. Ello propone que un Estado plu-
riétnico tarde o temprano deberá asumirse en términos multinacio-
nales. Esto es particularmente crítico en aquellos países donde la
presencia de los grupos indígenas constituye una mayoría numérica
(como Bolivia o Guatemala) a pesar de estar ubicados en posición
de minorías sociológicas. Pero también cuestiona la composición de
otros estados donde la población nativa, aunque minoritaria, conser-
va una presencia regional e incluso microrregional significativa que
intenta afirmar y defender. Se trata del resurgimiento político y de
un nuevo protagonismo histórico de aquellas culturas a las que la
tradición occidentalocéntrica había calificado como “pueblos sin
historia” (R. Rosdolsky, 1980).
MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA 247
La conquista del reconocimiento estatal de una condición de
Pueblo, que respete a las colectividades diferenciadas, es un acto
de afirmación política, en tanto expresión de las culturas que bus-
can su construcción nacionalitaria. Este proceso no debe ser con-
fundido con el nacionalismo reificante de los Estados-nación, ya
que no pretende constituirse en un acto de hegemonía sino de
afirmación existencial. La construcción de un “nacionalismo indio”,
si bien requiere de un cierto etnocentrismo para consolidarse, su-
perando los estigmas adjudicados a la condición étnica y generando
una percepción positivamente valorada de la propia identidad, se
diferencia de los nacionalismos estatales en que no aspira a dominar
sino básicamente a existir. Esta afirmación existencial es también,
pero no solamente, un medio para obtener fines, ya que una nueva
presencia en la historia supone simultáneamente un acceso a los
recursos de los que han sido históricamente despojados. Por otra
parte, se orienta a ser más “policéntrico” que etnocéntrico, puesto
que no necesariamente se alimenta de una tradición cultural exclu-
siva, inmerso como está en un marco estatal globalizado y articula-
do durante siglos a la sociedad nacional. Se trata de la búsqueda de
reconocimiento para otra forma de acceso a la historia, lo que
puede ser entendido en términos del deseo de un nuevo tipo de
protagonismo, ya no como objetos de procesos compulsivos sino
como sujetos colectivos activos, miembros de ciudadanías diferencia-
das de la dominante dentro de un mismo marco estatal.
Para los pueblos indígenas esta construcción nacionalitaria no
puede seguir la misma lógica constitutiva que la de las naciones crea-
das por los estados, bajo el riesgo de perder una parte substancial de
todo aquello que otorga sentido a sus movilizaciones. La heteroge-
neidad interior de cada uno de los grupos etnolingüísticos, configu-
rados por comunidades similares pero a la vez diferenciadas entre sí,
no puede asumir la homogeneización cultural de sus componentes
para crear un sujeto colectivo único, lo que sólo se lograría por me-
dio de la represión de las diferencias internas.26 Precisamente uno

26 Un buen ejemplo de esta perspectiva plural, lo representan los procesos de

desarrollo de alfabetos prácticos para la lectoescritura en las lenguas indígenas


orales de México, llevados adelante por lingüistas nativos, que tratan de incorporar
los rasgos pertenecientes a la mayor cantidad de variantes posibles de cada una de
las lenguas, para tratar de no generar una escritura hegemónica.
248 MOVIMIENTOS INDIOS EN AMÉRICA LATINA

de los componentes más creativos de las culturas nativas radica en la


diversidad interior que alimenta su propia dinámica social. La inves-
tigación etnográfica ha demostrado que no hay una forma estándar
de ser nahuatl, maya, guaraní, mapuche o maquiritare. El derecho a
la diferencia no sólo alude a la posibilidad de la reproducción de la
cultura aymara de Bolivia o ayoreo de Paraguay, sino también a la
reproducción de las diferencias lingüísticas y culturales internas de
cada una de esas culturas. Conseguir una presencia política unitaria
a cambio de perder la singularidad, es una propuesta similar a la que
efectúan los Estados, que ofrecen la integración con la condición de
que se renuncie a la especificidad y a la diferencia. En este sentido
estaríamos ante un nuevo tipo de comunidad nacional, a la que po-
dríamos con mayor justicia llamar Pueblo, que respeta su heterogenei-
dad interior y diferente, por lo tanto, al modelo homogéneo generado
por los estados, cuya inspiración decimonónica les hace asumir que
hay que abolir la diferencia cultural para lograr la igualdad ciudada-
na. El reto para los grupos etnolingüísticas supone ¡entre tantas otras
cosas!, lograr constituirse como colectividades identitarias, sin renun-
ciar a sus múltiples autonomías comunitarias. Es ésta, indudablemen-
te, una apelación a la imaginación política de los protagonistas de
los procesos de construcción nacionalitaria, y es que sin imaginación
no se puede enfrentar el presente y sin utopías no se puede pensar
el futuro.
8. MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA.
UN CUESTIONAMIENTO A LOS PROYECTOS ESTATALES
EN AMÉRICA LATINA1

Una civilización universal sólo puede ser una civilización del diálogo,
Sin lo cual el universo humano estallaría.
Y el diálogo sólo es posible si cada una de las partes,
si cada una de las civilizaciones se niega a aspirar a la totalidad
robert jaulin

Hace ya algunos decenios que la antropología, quizá tratando de


expiar algunas culpas originarias, se ha ocupado de analizar, criticar
y reflexionar sobre los procesos padecidos por los pueblos indígenas
víctimas de compulsiones coloniales y neocoloniales. La exposición
de la historia y las motivaciones occidentales en las coyunturas de
expansión colonial, así como las lógicas políticas de los estados uni-
nacionales que continuaron su dominio sobre los pueblos inicialmen-
te sometidos, han sido abordados desde muy distintos puntos de
vista. Sin embargo, creo que no se ha insistido lo suficiente sobre las
transformaciones internas sufridas por las colectividades humanas
con las cuales los antropólogos nos relacionamos a nivel profesional
y vivencial. No se trata sólo del tradicional registro de los cambios
económicos y culturales, hasta hace poco basados en el arcaico e
ineficiente paradigma de la aculturación, sino de dar cuenta también
de los nuevos contextos políticos, ideológicos y argumentales, que se
han desarrollado como resultado de las historias coloniales cuyos
efectos llegan hasta el presente, así como de las nuevas coyunturas
políticas de los estados nacionales. El presente latinoamericano ofre-
ce muchas dimensiones para el análisis antropológico y una de ellas
es la cada vez más definida presencia de las movilizaciones protago-
nizadas por los llamados indígenas, es decir, por los Pueblos origina-

1 Deseo dejar constancia de reconocimiento por la lectura de este ensayo a mi

colega y hermano Leopoldo José Bartolomé, profesor de la Universidad Nacional


de Misiones, Argentina.

[249]
250 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

rios que lograron sobrevivir al colonialismo. Algunos analistas tien-


den a vincular estas movilizaciones con el debilitamiento de ciertos
estados y de su capacidad de controlar al conjunto de la población,
pero ello poco nos dice sobre el hecho de que se trata de una emer-
gencia continental. Creo que para entenderlos son relevantes los
discursos que denotan la presencia de subjetividades que tal vez sean
nuevas, o que quizás representen nuevas formas de expresar viejas
ideas a las que hemos permanecidos tradicionalmente ajenos. Pero
no me propongo estudiar la lógica interna de la discursividad étnica,
sino caracterizarla como manifestación explícita de la presencia de
sujetos sociales concretos, a quienes las distintas situaciones colonia-
les han marcado de manera indeleble. Por ello que intentaré aproxi-
marme a las dinámicas identitarias, tal como se manifiestan en los
movimientos etnopolíticos actuales, entendiéndolas como parte de
los procesos de confrontación entre civilizaciones y diferenciados,
por lo tanto, de los llamados “nuevos movimientos sociales”, que
expresarían contradicciones internas de la tradición occidental (A.
Melucci, 1989). Parece entonces pertinente detenernos inicialmente
en el cuestionamiento de las perspectivas reduccionistas, que tienden
a confundir las motivaciones de las movilizaciones étnicas con cual-
quier otro tipo de voluntad contestaria.

la irracionalidad de las elecciones racionales

Si bien el análisis de los factores culturales ha recuperado en los úl-


timos años su papel en el estudio de la acción colectiva, todavía hay
quienes continúan enfatizando el papel de la llamada “acción racio-
nal” y de las estructuras dentro de las cuales ésta se inserta. Por otra
parte, la teoría de la “movilización de recursos” (mr) en el análisis
de los movimientos sociales, intentó trascender las perspectivas im-
perantes hasta el decenio de los 70, que adjudicaban un carácter
espontáneo e irracional a dichos movimientos (M. Ferree, 2001). Esta
adjudicación de irracionalidad se basaba en la consideración de que
la acción política debía necesariamente transitar por los cauces de
una aparente lógica universal, notablemente coincidente con la lógi-
ca occidental. Así lo expresaban, entre otros, estudios como el de E.
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 251
Hobsbawm (1968), que adjudicaba un carácter prepolítico a los “re-
beldes primitivos” que no se encuadraban dentro de su conceptuali-
zación de una acción política “racional y eficiente”. En contraste, la
teoría de la “movilización de recursos” supone un claro énfasis en los
intereses de los protagonistas, de los que se derivaría una racional
evaluación de la relación entre costos y beneficios que se esperan de la
acción política. Resulta por demás obvio que a la mr subyace de mane-
ra explícita o implícita la perspectiva teórica proveniente de la mi-
croeconomía, la “elección racional” (rational choice), adoptada por el
pensamiento social desde la época de T. Parsons, de acuerdo con la
cual las personas siempre actúan en función de la ecuación costo-
beneficio, de manera tal que buscan reducir la inversión de esfuerzos
(riesgo, capital, trabajo, etc.) y maximizar los beneficios (dinero,
bienes, poder, etcétera). De esta manera, el comportamiento social
y político humano se manifestaría como un vasto y predecible juego
de intereses, en donde todos los instrumentos de la acción social
serían medios para obtener fines concretos.
Para autores como M. Banton (1983) las movilizaciones étnicas
constituirían expresiones de la elección racional, por medio de la cual
un grupo humano recurre a argumentaciones de índole étnica para
alcanzar o competir por recursos económicos o políticos, comportán-
dose así como grupos de presión, de acuerdo a la ya tratada propues-
ta instrumentalista. Queda claro que esta perspectiva se comporta
como una teorización etnocéntrica, que trata de atribuir a todos los
seres humanos la misma lógica existencial de aquellos que la han for-
mulado, al considerar que todos actuaríamos de acuerdo con la misma
motivación orientados por la racionalidad de las ganancias. Es su acep-
ción extrema, la teoría de la elección racional supondría una especie
de racionalidad excluyente, guiada por un supuesto capitalismo indi-
vidualista universal, aplicable a toda la humanidad en su conjunto, sin
distinguir pueblos, culturas, valores ni lógicas sociales alternas a la
occidental. Es decir que todos los desempeños sociales estarían guiados
exclusivamente por una racionalidad universal cuyo propósito explíci-
to sería la ganancia. La acción normativa de principios culturales tales
como la generosidad, la reciprocidad, la solidaridad o el altruismo,
estarían excluidos de esta “elección racional”. Tal como alguna vez
lo destacara M. Sahlins (1997), en las sociedades capitalistas el sim-
bolismo económico tiene una definida dominancia estructural, hasta
el punto que determina la producción simbólica y proporciona el
252 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

lenguaje principal para aproximarse o intentar comprender otras


realidades. La supuesta racionalidad económica del capitalismo se
comporta así como una “categoría de entendimiento”, en términos
durkheimnianos, que trata de traducir una realidad en los términos
de otra, ya que se resiste a comprender las lógicas externas a la propia.
Incluso algunos de sus comentaristas, tales como A. Etzioni (1988),
han tratado de destacar que lo racional puede también ser no instru-
mental, advirtiendo que la conducta humana tiene motivaciones múl-
tiples, de acuerdo con el carácter multidimensional de los contextos
sociales que orientan el comportamiento.
La proyección apresurada de esta, un tanto precaria perspectiva,
hacia los movimientos indígenas, orientó muchas visiones de los
mismos sólo en términos de su carácter de estrategias derivadas de
la necesidad de obtener determinados recursos. Sin embargo, la
misma dinámica que generan las movilizaciones etnopolíticas, cues-
tionan de manera radical las matrices culturales de significados desde
las cuales pretenden ser analizadas por sus comentaristas académicos.
Incluso para las sociedades políticas, cuya perspectiva depende de
premisas valorativas, tales como la orientación hacia la competencia
y el énfasis en las motivaciones individuales, lo que definiría a los
individuos como seres “asociales” exclusivamente guiados por intere-
ses egoístas, las movilizaciones étnicas representan un desafío no sólo
coyuntural sino que también contradice las mismas reglas de un ló-
gica política asumida como universal. En esos marcos referenciales,
la acción colectiva solidaria e inserta dentro de sistemas de significa-
dos culturalmente determinados, puede parecer “irracional” a sus
observadores que tratan entonces de traducirla en términos de los
parámetros de la razón instrumental.
Es así que, aplicada a la etnicidad, la teoría de la “acción racional”
parecería percibir a las movilizaciones étnicas como el resultado de
la suma de millares de decisiones individuales que tienen una misma
orientación (M. Hechter, 1996). Pero esto constituye sólo una empo-
brecedora visión aritmética de las movilizaciones colectivas, que
tiende a olvidar que las conductas sociales se construyen con referen-
cia a sistemas de valores culturales compartidos, cuya normatividad y
cumplimiento no pueden necesariamente ser medidos con base en
la relación costo-beneficio, tal como en el caso de las demandas por
el reconocimiento de la igualdad de las culturas o de la búsqueda de
acceso a la dignidad social por parte de colectividades históricamen-
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 253
te inferiorizadas. En este sentido, las movilizaciones no sólo preten-
den obtener recursos de los que fueran expropiados por los “otros”
sino también, y esto es lo más importante para su comprensión, de
construir un “nuevo nosotros” o, expresado con mayor precisión,
desarrollar una nueva y más positiva representación colectiva del
“nosotros”. Ello puede ser quizá también concebido como una ga-
nancia, pero no como una ganancia personal, ya que en razón de la
relación dialéctica existente entre la construcción de la persona y su
colectividad, cada individuo depende de la configuración ideológica
identitaria que genere la sociedad en su conjunto.
Se puede advertir que en la “acción racional” nos encontramos
ante el énfasis de la propuesta posculturalista estadunidense, la que
descubre que los sujetos sociales tienen una capacidad de acción
política que trasciende el marco normativo de la cultura. La perspec-
tiva opuesta sería la de agency,2 que entiende la acción social no sólo
como una posibilidad inherente a todos los seres humanos sino tam-
bién como una conducta condicionada por los marcos culturales de
referencia. Un noble mixteco prehispánico jamás podría decidir
hacer un largo viaje en un carruaje tirado por caballos, sencillamen-
te porque en su cultura no existían ni carruajes ni caballos. Si quisie-
ra viajar debería ajustarse a los medios realmente disponibles. Es
decir que el sistema cultural del cual formaba parte condicionaría de
manera crucial sus decisiones posibles. De la misma manera, la ma-
yoría de sus objetivos existenciales estaría condicionada por las posi-
bilidades de elección que le ofrecían los dispositivos materiales y
simbólicos existentes. Pero ello no quiere decir que todo individuo
fuera una maquina ejecutora de normas, ya que tenía la alternativa
de no cumplirlas e incluso de rebelarse contra ellas, dando lugar a
las transformaciones internas de la sociedad que alimentaban –junto
a la relación con otras culturas– su dinamismo y su historicidad. Tal
como lo propusiera Alain Turaine (en G. Giménez, 2004) el sistema

2 Utilizo aquí el poco traducible concepto de agency (agente, ¿“agentear”?) de

acuerdo con la acepción de A. Giddens (1979), quien entiende que la acción hu-
mana y la estructura social están estrechamente relacionadas, de manera que los
actos de los agentes individuales sirven para reproducir la estructura. La conducta
llamada agency estaría compuesta por tradiciones, instituciones, códigos morales,
sistemas de valores y, en general, formas preestablecidas de hacer las cosas; pero a
la vez posibilita a los actores a intentar cambiar las estructuras, ignorarlas, reempla-
zarlas o reproducirlas de manera diferente.
254 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

social no puede ser reducido al actor, pero tampoco el actor tradu-


cido exclusivamente a los términos del sistema, de manera que el
actor social se “encuentra situado siempre en algún lugar entre el
determinismo y la libertad”. Pero más compleja aún es la situación de
los actores involucrados en los sistemas interétnicos, muchos de ellos
ya socialmente construidos de manera intercultural, y que deben mo-
verse dentro de marcos culturales alternos y frecuentemente antagó-
nicos. En estos casos, los tradicionales desbalances de poder suelen
influir tanto en las elecciones hacia el endogrupo como al exogrupo,
e incluso en la rebelión contra el sistema creado por ambos.

las dinámicas identitarias

Comencemos por explorar un poco los marcos de la acción colectiva3


indígena, entendiéndolos como una orientación cognitiva que influye
en las interpretaciones de la realidad y que tanto motivan como otor-
gan legitimidad a las movilizaciones étnicas, a partir de un conjunto
de valores, códigos y símbolos asumidos como relevantes para la ac-
ción. Vemos así que todos los movimientos etnopolíticos históricos y
contemporáneos se basan en una apelación a la identidad colectiva de
sus miembros. En muchos casos, dicha apelación se comporta como
una redefinición de la identificación preexistente, dotándola de nue-
vos contenidos valorativos más acordes con una propuesta que supone
la autoafirmación de una comunidad social históricamente inferiori-
zada. Este proceso y este acto de afirmación existencial constituyen una
polisémica expresión de los contextos en los que han surgido, así como
de las características de sus protagonistas. Se trata de una dinami-
zación de las identificaciones étnicas, de una apelación a la identidad

3 El concepto de “marco” (frame) fue acuñado por I. Goffman (1974) para de-

signar a los aspectos subjetivos que originan la acción. Desde entonces es utilizado
por la sociología para aludir a la esquematizaciones y reducciones de la realidad
que permiten la delimitación y priorización de objetivos específicos como destino
de la acción, así como de las características que debe asumir el comportamiento en
una movilización determinada. Serían entonces esquemas interpretativos destinados
a “simplificar el mundo” tanto a nivel individual como colectivo y facilitar –en este
caso– la acción tendente a actuar hacia él y abolirlo o modificarlo.
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 255
que se configura como la expresión de un principio que pasa a ser
considerado fundamental del ser individual y colectivo. De pronto,
aquellos patrones normativos y sistemas de significados que se mani-
festaban sólo como organizadores de la vida cotidiana, son asumidos
como un conjunto de emblemas que otorgan sentido a la vida y de
cuya ausencia sólo se puede esperar la anomia; la pérdida de un orden
significativo cuya ausencia conduce a los individuos y las colectividades
a la desesperación y a la muerte.
Propongo que las perspectivas “instrumentalistas” de la etnicidad,
que consideran a las manifestaciones de lo étnico sólo como una es-
trategia posible para la obtención de recursos, se han construido en
referencia a contextos cuya extrapolación ha sido apresurada y que
pueden ser muy distantes a las que han dado origen a estas páginas.
Los grupos étnicos que compiten por recursos en ámbitos urbanos,
pueden proporcionar la imagen de comportarse exclusivamente como
grupos de interés orientados hacia la obtención de recursos cruciales
o escasos, tal como lo propusiera de manera temprana Abner Cohen
en sus estudios de ciudades africanas, en los que concluye que la etni-
cidad “sería esencialmente una forma de interacción entre grupos
culturales que operan dentro de contextos sociales comunes” (1974:9).
Dicha perspectiva teórica, como la generalidad de las elaboradas en
los ámbitos metropolitanos, se intentó implementar en América Lati-
na, a través de estudios que privilegiaban el papel estratégico de la
apelación identitaria, cuyas conclusiones tendían a desautorizar las
manifestaciones de lo étnico, considerado sólo como un recurso más
puesto en juego para la obtención de fines.
Cabe señalar que el instrumentalismo se alimenta del constructi-
vismo, pero otorgándole el carácter de un proceso que puede no
requerir de referentes culturales concretos y apelar sólo al imaginario
social para producir una movilización colectiva. Son los autores que,
creyendo trascender las arcaicas propuestas sustancialistas, que con-
cebirían a la etnicidad como una esencia inmutable, la asumen sólo
como una “construcción” derivada de la confrontación y el conflicto
(v. gr. K. Koonings y P. Silva, 1999). Así, hay autores contemporáneos
que no vacilan en afirmar que la etnicidad es “el producto de una
elección consciente de grupos de personas para alcanzar ciertos ob-
jetivos sociales” (P. Silva, 1996:7). De allí a asumir que ser, o asumir-
se como indígena, es sólo una estrategia para obtener bienes hay un
solo paso, lo que coincide con las perspectivas de determinados gru-
256 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

pos políticos e intelectuales, que no se resignan a reconsiderar el


papel de la etnicidad en el mundo contemporáneo, por suponer que
contradice o excluye el planteo clasista lo que, por otra parte, no
ocurre, ya que no lo excluye sino que, por el contrario, lo incluye y
se pueden citar algunos ejemplos altamente ilustrativos al respecto.
Hay colectividades étnicas que han sido colocadas históricamente
en la condición de “pueblos-clase”, víctimas de estrategias políticas,
económicas e ideológicas destinadas a someterlos a dicha condición;
en este caso, se identifican tanto como pobres como “indios”, térmi-
nos que muchas veces son considerados sinónimos. Por otra parte,
resulta evidente en estos casos el interés de la parte no indígena del
sistema articulatorio interétnico por mantener la separación entre los
grupos confrontados, intentando mantener un dominio de clase so-
bre la etnia avalado por una ideología racista, pero ello no significa
que la etnia no exista sino que la opresión clasista tiende a desdibu-
jar los aspectos étnicos del sistema. Así ocurrió, por ejemplo, con los
mayas yucatecos transformados en un vasto proletariado rural dedi-
cado a la producción de la fibra del henequén hacia fines del siglo
xix y comienzos del siglo xx, ante lo cual una indignada izquierda
proponía descartar los factores étnicos como irrelevantes y enfatizar
la contradicción de clase existente (M. Bartolomé, 1988). Ahora la
industria henequenera se ha reducido a su mínima expresión y la anti-
gua clase dominante (la llamada “casta divina”) se ha dedicado a otras
cosas, pero los mayas siguen existiendo en diferentes contextos eco-
nómicos que siguen siendo insuficientes para dar cuenta de la etni-
cidad. Por esta historia y por el, a veces dramático presente, para
muchos de los grupos indígenas de América Latina la pobreza está
asociada a la condición étnica y la riqueza a los blancos y mestizos,
frecuentemente identificados con una serie de entidades míticas
malignas que le han otorgado la posesión diferencial de los bienes
(M. Taussig, 1993; M. Bartolomé, 2005). Pero también hay colectivi-
dades internamente estratificadas y divididas en clases económicas,
en las cuales la identificación étnica puede operar como un movili-
zador en pos de objetivos públicos, cuando el grupo se siente ame-
nazado como tal o construye una conciencia colectiva de su condi-
ción de pueblo históricamente subordinado. Éste sería el caso de los
millones de aymaras de Bolivia, cuya movilización contemporánea
incluye tanto a campesinos pobres como a miembros de clases medias
y bajas urbanas.
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 257
Los instrumentalistas suelen insistir en el papel que juegan las
elites intelectuales y políticas de las etnias en la movilización de sus
poblaciones, pero tienden a minusvalorar que si logran producir
esa movilización, se debe a que comparten un sistema cultural que
les permite que sus propuestas sean asumidas como propias por las
colectividades. En otras palabras, las propuestas de las elites sólo
son exitosas si se relacionan directamente con las orientaciones
cognitivas de los miembros del movimiento, de lo que depende la
resonancia cultural de los marcos de referencia a los que recurren
las elites dinamizadoras de la movilización (D. McAdam, 2001:45).
Para comprender esa resonancia hay que recordar que hace ya mu-
chos años M. Mauss (1971) proponía que las expresiones y las ca-
racterísticas de las emociones responden a pautas diferentes en las
diferentes culturas; por lo que la distinción entre identidades res-
pondería también a distintos tipos de construcciones de diversos
imaginarios sociales. Aunque sin citar a Mauss, A. Appadurai (2001)
también afirma que las emociones son culturalmente construidas y
dependen de contextos sociales, por lo cual las “estructuras de
sentimiento” que cimientan la identidad de un grupo deben de ser
entendidas dentro de los marcos culturales en cuyo interior fueron
desarrolladas a partir de específicos sistemas de significados. Así, se
puede proponer que la actividad de los distintos imaginarios socia-
les es parte de la confrontación entre la representación y construc-
ción identitarias que propone el Estado y las representaciones y
construcciones identitarias que proponen las minorías étnicas. Estas
identificaciones pueden calificarse como construcciones simbólicas
que inciden en las conductas sociales y que proporcionan datos para
la vertebración de los movimientos etnopolíticos. Se trata de una
lucha que también implica una construcción de sentido, en la que los
sistemas contrapuestos tratan de legitimarse deslegitimizando al
otro. El cambiante contexto político dinamiza las representaciones
tradicionales y les atribuye un nuevo sentido, que tiende a manifes-
tar aspectos esencializados y fundamentalizados de la tradición
cultural propia, en todo caso emblemáticos, ya que se construye
precisamente con base en una confrontación directa con “los otros”,
ante quienes la diferencia debe exhibirse de manera exponencial y
necesariamente arquetípica, puesto que el discurso y la acción au-
torreferencial de un grupo subalterno no puede construirse al
margen del discurso y la acción del grupo hegemónico.
258 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

Cabe apuntar, en este aspecto, que no creo que se pueda renun-


ciar al constructivismo y a su concomitante posibilidad de decons-
truir lo aparentemente dado al conocimiento, en la medida en que
posibilita una lectura crítica de los esencialismos ingenuos y pone
de manifiesto los contextos sociales en los cuales las identidades
étnicas adquieren manifestaciones específicas que les otorgan un
rostro determinado. De esta manera la identidad étnica puede con-
cebirse como una matriz de sentidos que pueden ir cambiando de
acuerdo al contexto interactivo. Es posible proponer entonces la
existencia de lo que M. Alsina (1999) ha calificado como una “iden-
tidad proyecto”, pero que no se construye desde la nada sino a
partir de los recursos culturales que dispone un grupo étnico que
aspira a redefinir su inserción social cuestionando al sistema domi-
nante. Se trata tanto de un proyecto político alternativo, que busca
una mejor correlación de fuerzas en un espacio social asimétrico,
como de un proyecto cultural que se orienta a demandar la valoración
de las culturas indígenas para lograr una relación intercultural más
equilibrada. El aparente fundamentalismo político y cultural que
suele hacerse presente en muchas de las manifestaciones explícitas
de ambos proyectos, se origina en identidades desgarradas que
necesitan afirmarse existencialmente, tanto ante sí mismas como
ante el exterior, para lograr un reconocimiento y una valoración
que les han sido históricamente negados. Contradictoriamente, el
temor a los fundamentalismos que esgrime (no sin razón) la tradi-
ción occidental contemporánea, hace que algunas de estas expre-
siones de etnicidad sean condenadas por analistas que no conocen
a los sujetos sociales que las protagonizan y que extrapolan los
conflictos étnicos mundiales al contexto latinoamericano.
Es muy distinta la situación de los grupos étnicos urbanos en com-
petencia por recursos, a la de aquellos asentados en sus propios te-
rritorios y sometidos a procesos de dominación coloniales o neoco-
loniales, que los obligan a confrontarse con las sociedades regionales
y estatales dentro de las cuales están incluidos. Dicha confrontación
no supone sólo un acto de competencia, aunque haya recursos invo-
lucrados, sino básicamente una defensa de derechos históricos, eco-
nómicos, lingüísticos y culturales, cuyo conjunto supone un proceso
de afirmación existencial colectiva, en el que se apela a una identidad
compartida que no es producto sólo de la confrontación sino tam-
bién de la pertenencia. Dentro de la lógica argumentativa derivada
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 259
de las formulaciones teóricas referidas a la identidad étnica (R. Car-
doso de Oliveira, 1976; M. Bartolomé, 1997; G. Jiménez, 2000), se
advierte que el incremento de la confrontación interétnica es uno de
los principales factores actualizadores de la identidad étnica, ya que
ésta, como toda identidad social, se construye por el contraste con
otras identidades posibles. La identidad étnica, esa a veces conside-
rada ambigua y evanescente manifestación de la pertenencia a una
colectividad, adquiere con la agudización de la confrontación el ca-
rácter de etnicidad, de una identidad perentoria y totalizadora, capaz
no sólo de orientar las conductas sociales sino también de compor-
tarse como una lealtad primordial e irrenunciable, por la cual mu-
chos individuos están dispuestos a matar y a morir. El incremento del
contraste, y el mismo desarrollo de la confrontación y el conflicto,
son responsables de los procesos de dinamización y afirmación iden-
titaria, de la eclosión de la etnicidad como autoafirmación colectiva
en contra de las imposiciones del mundo de los otros, que agreden a
un nosotros constituido por la colectividad étnica diferenciada. La
actual globalización occidentalizante, entendida como un incremen-
to de las relaciones asimétricas entre las distintas culturas, junto con
su voluntad de homogeneización planetaria ha promovido el resur-
gimiento de la misma diferenciación que pretendía abolir.

las retóricas identitarias

Es bastante común criticar los esencialismos y fundamentalismos


presentes en los discursos étnicos contemporáneos, sin tratar de
comprender las razones que inciden en su estructuración. Detengá-
monos un poco en ellas. Resulta frecuente que los movimientos in-
dígenas recurran a una exaltación de su propio pasado, en el cual
los antiguos héroes adquieren proporciones arquetípicas como mo-
delos de las conductas sociales. A su vez, el pasado de la cultura es
glorificado, destacando sus logros culturales y adquiriendo la dimen-
sión de un referente retrospectivo digno de ser recuperado, lo que
puede aparecer como un objetivo a lograr a través de la movilización
colectiva. Esta aparente vuelta al pasado no debe sorprendernos, ya
que constituye un proceso frecuente en todos los pueblos a quienes
el colonialismo bloqueó su desarrollo histórico. Recuperar el pasado
260 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

es un dato fundamental para la construcción o reconstrucción de un


sujeto colectivo deshistorizado por la imposición política y cultural
de un grupo alterno. Ya Albert Memmi destacaba, basado en su ex-
periencia protagónica como tunecino, el desarrollo de una “contra-
mitología” en los procesos de liberación: ante el “mito negativo” so-
bre el indígena generado por el colonizador, se opone un “mito
positivo” sobre sí mismo que desarrolla el colonizado (1966:141). La
veracidad o realidad de los datos manejados en ese proceso recons-
tructivo es un hecho secundario, ya que no se trata de una historio-
grafía académica, sino de la búsqueda de una imagen positiva de ese
pueblo en el tiempo.4 Esta construcción político-ideológica puede,
constituir una “comunidad imaginada”, en los términos de B. Ander-
son (1993) al igual que las de los Estados-nación, pero que sea ima-
ginada no le quita legitimidad, ya que la imaginación es una de las
dimensiones de lo real, en la medida en que produce modificaciones
u orientaciones de las conductas colectivas que informan y constru-
yen la realidad social. Así lo comprende y expresa el intelectual ay-
mara de Bolivia, Waskar Ari Chachaki (2001:7):

tarea central para las nuevas generaciones aymaras del siglo xxi es lograr
la autonomía del pueblo aymara, por (lo) que como nación originaria
necesitamos crear nuevos referentes de comunidad imaginada [...] la peor
tragedia sería que ya no nos imaginemos como nación [...] Requerimos
dotarnos de otros referentes de comunidad imaginada que sean posibles
en el siglo xxi.

El autor, un académico universitario, se refiere a la recuperación


interesada de las tradiciones culturales, políticas y religiosas, así como
de los santuarios andinos, como referentes necesarios para una re-
configuración identitaria guiada por aquellos rasgos compartidos por
las atomizadas comunidades indígenas, para que así puedan acceder

4 Los pueblos koyas del noroeste argentino pueden así reivindicar como propia

la tradición del imperio incaico, a pesar de que en realidad estuvieron sometidos


a dicho imperio. Los quechuas peruanos ensalzan los logros del incario, pero
excluyen su aspecto imperialista y opresivo. Quizá el ejemplo más contradictorio
lo ofrezca la población de ascendencia negra de las costas de Oaxaca y Guerrero
en México, quienes en su reciente movilización etnopolítica asumen que las zonas
arqueológicas del área fueron construidas por sus antepasados, basándose en las
características “negroides” de algunas de las figuras de la milenaria tradición ol-
meca.
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 261
a una identificación colectiva. Algo similar ocurre en Guatemala,
donde el movimiento de reivindicación maya de los keqchi busca
construir una identificación colectiva a partir de la reelaboración de
símbolos comunitarios tradicionales, incluyendo las sagradas entida-
des de la naturaleza y la practica de antiguos ritos agrarios y terapéu-
ticos (R. Wilson, 1999). La diferencia con Occidente, tal como algu-
na vez lo señalara M. Sahlins (1993:8), es que cuando la hacen los
otros lo designamos como “invención de la tradición”, pero cuando
lo ha hecho Occidente lo llamamos “Renacimiento”.
Si quisiéramos intentar comprender este proceso de resignificación
cultural y de recuperación histórica, deberíamos entenderlo no sólo
como un camino para superar las precarias condiciones económicas y
políticas de los pueblos nativos, sino también en términos de una lucha
por el reconocimiento y la dignidad. A nadie sorprenderá aceptar que no
sólo en la historia, sino también en el presente de América Latina,
están vigentes tanto los prejuicios raciales como las inferiorizaciones
lingüísticas, étnicas y culturales. A lo largo del proceso colonial de
dominación extranjera, continuado con el neocolonialismo de los es-
tados nacionales, una constante histórica ha sido la inferiorización del
colonizado. La identidad india pasó a ser construida como un estigma
social, hasta el punto de que en muchos países la sola palabra “indio”
es de por sí un insulto.5 Los idiomas nativos son considerados “dialec-
tos”, los fenotipos nativos son ridiculizados, la condición étnica es
denigrada, sus prácticas sociales y políticas son sólo “usos y costum-
bres”, su derecho es “norma consuetudinaria”; ellos son los que tienen
todo para aprender y nada para enseñar. Son los rezagados de la mo-
dernidad occidental, el testimonio de un pasado al que se quiere re-
nunciar y lo más incómodo es que simultáneamente son nuestros
conciudadanos. La “conciencia de sí en situación” que puede tener
una persona en estas circunstancias, es una imagen inferiorizada de sí
mismo, resultante de la internalización individual y social de los este-

5 Hasta en el bilingüe Paraguay, que habla la lengua de los que desprecia, la

interjección ¡ndé avá! (¡tú indio!), sirve para denostar conductas incivilizadas. Los
descendientes de europeos en Argentina, tratan que sus ancestros de allende los
mares los reconozcan como sus iguales y no los confundan con los miembros de
las “américas indias”, aunque no siempre lo consigan. Aun en países con grandes
poblaciones nativas, como México, Bolivia o Guatemala, lo indio alude a un pasado
que contradictoriamente está presente, es decir un lastre histórico que impide el
acceso a un futuro definido por la modernidad occidental.
262 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

reotipos denigrantes. No se trata de una “falsa conciencia” sino, infe-


lizmente, de una “conciencia posible”, la que proporciona una dilata-
da experiencia de realidad tanto histórica como contemporánea, que
se traduce en una estigmatización de la identidad. Es decir, y de acuer-
do a la tesis de Charles Taylor, vemos que la identidad se moldea en
parte por el reconocimiento o por la falta de éste y, a menudo, también
por el falso reconocimiento de los otros (1993:43). En este contexto se
insertan las luchas por el reconocimiento y la dignidad, no sólo como
juicios éticos valorativos, sino como accesos a un nuevo tipo de ciuda-
danía, en la que la diferencia sea reconocida y respetada dentro de
democracias pluralistas y participativas.
Para entender entonces datos tales como las demandas de reco-
nocimiento y dignidad, es necesario volver a recordar a Marcel
Mauss cuando destacaba que las expresiones de los sentimientos no
son sólo fenómenos psicológicos, sino también hechos sociales que
pueden estar definidamente pautados (1971). Ahora diríamos que
toda subjetividad individual tiene un definido contenido social.
Siguiendo esta línea de reflexión, Luis R. Cardoso de Oliveira pro-
pone que “las demandas de reconocimiento están con frecuencia
asociadas a la afirmación de un derecho moral (colectivo), cuya
percepción o fundamentación no encuentra un respaldo adecuado
en el lenguaje jurídico” (1999:12). No se trata entonces sólo de un
reconocimiento legal del derecho a la existencia, el escándalo mo-
ral vivido por los pueblos dominados no se repara fácilmente con
nuevas leyes sino con nuevas y reivindicativas prácticas sociales. Así,
los individuos y las colectividades que quieren acceder a una valo-
ración positiva de su identidad, suelen manifestarlo a través de una
retórica a veces compulsiva, pero que debemos comprender que no
se trata de una mera catarsis, sino de una eclosión emocional y
social por medio de la cual se pretende acceder a una dignidad
perdida. La construcción de esa nueva autoimagen colectiva que
desemboca en la etnicidad, en la afirmación totalizadora de la iden-
tidad, requiere muchas veces de la negación del considerado como
antagonista para recuperarse a sí mismo.6

6 Los investigadores que trabajamos en estrecha relación con movimientos indí-

genas en países como México, donde es (o era) frecuente que los antropólogos
ocupen espacios de poder en las instituciones indigenistas, somos testigos de las
agresiones verbales desencadenadas contra nosotros (pesar de no tener relación
con el poder), aun en asambleas a las que habíamos sido especialmente invitados,
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 263
La nueva dignidad a la que quieren acceder las identidades indias,
no supone entonces sólo un reconocimiento retórico de la condición
humana compartida. Sino que esta condición, acompañada de una es-
pecífica diferencia cultural, debe ser valorada a partir de sus propios
logros, a partir precisamente de lo que entraña por diferente, y no por
su cercanía o lejanía al modelo referencial que propone el Estado-na-
ción. Y quien quiera ver en esto una apología del exotismo está en su
derecho, pero esa discusión es ociosa. Reconocer la dignidad de la di-
ferencia no es una empresa fácil para las ciudadanías construidas por
estados homogeneizantes, ya que fueron inducidas a percibir lo diferen-
te como una afrenta al paradigma existencial asumido como propio.
Tampoco es fácil para los pueblos indios reivindicar su derecho a la
dignidad. De hecho, a veces la violencia es percibida como la única al-
ternativa válida para la afirmación existencial.7 El levantamiento armado
de los mayas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México,
produjo no sólo un impacto indudable en la sociedad política y en la
civil, sino también un notable cambio en la autoimagen de los pueblos
indios; las armas les permitieron dejar de ser “inditos” productores de
artesanías y pasar a ser personas, capaces de confrontarse como iguales
ante el Estado y con todo aquello que contribuyó a su inferiorización y
dominación histórica. De eso se trata la dignidad, del diálogo entre
iguales. No pretendo hacer una apología de las armas, lo que sólo be-
neficiaria a sus traficantes. Sino recordar el viejo sentido kantiano del
concepto dignidad, que destaca a todo ser humano como poseedor de
un valor intrínseco no reductible a otra cosa; esto incluye la racionalidad
que reconocemos en el otro que no debe obedecer a ninguna ley que
no sea instituida también por él mismo, en tanto sujeto capaz de orien-
tar su vida de acuerdo con sus propios principios. Así, dignidad es sinó-
nimo de autodeterminación y también, básicamente, de libertad.

pero en las cuales constituíamos los únicos antagonistas a mano. En ellas pagamos
las culpas de la profesión desde Malinowski en adelante.
7 Se hace entonces necesario recordar a Franz Fanon, el otrora célebre partici-

pante en la revolución argelina, quien proponía hace ya muchos años que la vio-
lencia revolucionaria implicaba, entre otras cosas, una nueva autoimagen de sí
mismo para los colonizados, quienes a través de la violencia accedían a la dignidad
que les había usurpado el colonizador (1973). No se trata de proponer la violencia, que
tanto dolor ha generado en América Latina sin que se produjeran los cambios
propuestos, sino reconocer el papel que históricamente ha jugado en procesos de
esta naturaleza, tratando de evitar que sea el único camino que le quede a los pro-
tagonistas del actual drama interétnico.
264 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

los movimientos etnopolíticos


y los nuevos movimientos sociales

No sólo por afán de formalizar conceptualmente procesos como los


que me ocupan, sino también para contribuir a su mejor compren-
sión en el ámbito analítico de las ciencias sociales, creo significativo
proponer la pertinencia o falta de pertinencia de intentar su carac-
terización dentro de los que se han dado en llamar nuevos movimien-
tos sociales (nms). Los nms serían aquellos protagonizados por grupos
o colectividades que no se sienten representadas por las instituciones
estatales, en las que teóricamente han delegado la parte que les co-
rresponde de la autoridad colectiva, y que buscan una organización
autónoma y no mediada para la manifestación y obtención de sus
intereses. Se ha dicho que no aspiran a una transformación revolu-
cionaria de las sociedades, sino que buscan dentro de democracias
deseablemente transformadas, el espacio político necesario para la
obtención de los intereses de algún sector ciudadano (R. Dalton y
M. Kuechler, 1992:19). Ejemplos frecuentes de estos movimientos
han sido los ambientalistas, los grupos feministas, las asociaciones de
consumidores, las organizaciones de minorías sexuales, etcétera.
Todos ellos defendiendo intereses que no consideran que el Estado
del cual forman parte sea capaz de asumir y representar. A su vez,
para la óptica sociológica de A. Turaine et al. (1984) en los nms se
manifestaría la “dirección de la historicidad”, entendida como pro-
yecto de cambio social, al tratar de ver en ellos el núcleo central del
cambio que reemplazaría al movimiento obrero. Se parte de la con-
cepción de que en toda sociedad existiría un solo movimiento social,
con distintas manifestaciones, pero que expresaría sus contradiccio-
nes fundamentales. Sin embargo, en el caso indígena no nos encon-
tramos con expresiones internas de una sociedad, sino con la con-
frontación entre distintas sociedades, una de las cuales se comporta
como grupo dominante. Las antiguas relaciones entre las sociedades
confrontadas las configuran como sistemas interétnicos interdepen-
dientes, dotados de su propia lógica y estructura, lo que puede indu-
cir a considerarlos como partes integrantes de las formaciones socia-
les mayoritarias. En dichos sistemas no podemos aproximarnos a uno
de sus términos sin conocer el otro y generalmente la dinámica social
de la sociedad minoritaria depende de las líneas de acción dominan-
tes en la mayoritaria. Pero los movimientos etnopolíticos no consti-
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 265
tuyen un proceso interior de una formación cultural única, sino la
expresión de las contradicciones existentes entre culturas articuladas
de manera paradojal, en la medida en que sus proyectos pueden ser
mutuamente contradictorios.
Creo que a esta altura de la reflexión debemos interrogarnos res-
pecto al significado del énfasis puesto en el aspecto de reivindicación
cultural presente en los movimientos étnicos. Y es precisamente por-
que la apelación a la cultura propia es lo que los diferencia de otros
movimientos sociales contemporáneos. Sin embargo, hasta el presente,
se tiende a valorar más el potencial político de la etnicidad, que el
aspecto cultural que la define y que le otorga especificidad respecto a
otros movimientos sociales. Sin esta dimensión, que no vacilo en cali-
ficar de civilizatoria, un movimiento étnico podría ser equiparable a
cualquier grupo de interés que se organiza como grupo de presión.
Esta perspectiva reduccionista se basa en una visión instrumental,
dentro de la cual lo étnico se comporta básicamente como un medio
para un fin, sin reparar en que la filiación étnica se mantiene más allá
de la obtención de los fines propuestos. Incluso en ocasiones se pre-
tende colocar a la cuestión étnica dentro de la problemática general
de los derechos de los grupos subordinados o minoritarios, tales como
los homosexuales, las sectas, las minorías raciales, etc. (R. Segato,
1998). Se confunde así a los sujetos sociales, ya que las tradiciones ci-
vilizatorias alternas no son equivalentes a las diferencias subculturales,
generacionales, de género, raciales o sectoriales de la nacionalidad
dominante, aunque todos tengan derecho a ser reconocidos. A estas
percepciones subyace todavía una imagen totalizadora de las colectivi-
dades nacionales, analizadas sólo en términos de su homogeneidad o
heterogeneidad internas, y no de la multiplicidad de culturas que
ahora buscan ser reconocidas dentro de un mismo Estado. Ya he des-
tacado que las etnias son las “operadoras” de los procesos civilizatorios,
en la medida en que cada una de ellas es portadora, creadora y repro-
ductora de las grandes tradiciones civilizatorias del área que hoy cono-
cemos como América Latina. En todas las comunidades étnicas operan
formas específicas de ese complejo proceso de producción de signifi-
cados, que los antropólogos llamamos cultura, y que exhibe la riqueza
de la alteridad frente a los aparatos estatales. Sin embargo esas defini-
das existencias culturales carecen todavía de presencia formal, ya que
no se reconoce a las comunidades sociales que las poseen como siste-
mas organizativos, es decir como sujetos colectivos.
266 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

Ahora bien, en la ya mencionada conceptualización de los grupos


étnicos como grupos de interés, influyen tanto la condición de com-
petidores o afectados por la obtención o pérdida de un recurso
crucial, como la solidaridad étnica derivada de la filiación con una
identificación distintiva. La búsqueda de recursos orienta la determi-
nación de objetivos compartidos para la acción política, en tanto que
la identidad étnica determina la configuración de la colectividad que
participa en dicha acción. De esta manera, y en razón de sus objetivos
coyunturales, con frecuencia los grupos de interés se estructuran
como grupos de presión; es decir como una asociación para la de-
fensa de intereses compartidos, que busca influir en la política gu-
bernamental a partir de una organización basada en una comunidad
de experiencias objetivas y subjetivas (H. Ehrman, 1975). Progresiva-
mente los grupos de presión tienden a formalizase a partir de una
lógica organizativa autogenerada, que no necesita recurrir a la bús-
queda de otras organizaciones que canalicen sus demandas. Es decir
que el proceso de institucionalización del grupo también está en
manos de sus protagonistas, quienes pueden buscar alianzas coyun-
turales o excluir deliberadamente la participación de otros sectores
sociales. Y esto generalmente ocurre al constatar que estos sectores se
movilizan sobre la base de objetivos que suponen algún tipo de com-
promiso político partidario, que no necesariamente representa a los
intereses de la etnia en cuestión.
De acuerdo con lo anterior, los movimientos etnopolíticos ad-
quieren una organización formal sin perder autonomía y represen-
tatividad respecto a las causas fundamentales de su vertebración,
constituyéndose en términos similares, aunque no idénticos, de los
que se han llamado nuevos movimientos sociales (R. Dalton y M.
Kuechler, 1992). Con las movilizaciones etnopolíticas sus miembros
redefinen su experiencia previa y adoptan un estilo de acción polí-
tica participativo y no mediado, que supone una definida y totali-
zadora politización de la vida cotidiana. De esta forma la moviliza-
ción en pos de objetivos públicos representa una transformación de
la tradición política local, reestructurada desde una nueva perspec-
tiva que dinamiza y modifica a las hasta entonces tendencialmente
excluyentes lealtades comunales, incluyéndolas dentro de una pro-
puesta basada en la apelación a la identidad étnica y su utilización
como principal aglutinador para la lucha política. Tanto los movi-
mientos etnopolíticos como los nms involucran entonces procesos
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 267
que suponen un estilo de acción política más participativo, respec-
to a las tradicionales estrategias de delegación de la representativi-
dad (Dalton et al., op. cit.).
Pero debo insistir que entender lo anterior no supone equiparar
a un grupo étnico con un grupo de interés, en los términos ya ex-
puestos puesto que, a diferencia de los nms, la filiación identitaria y
la membresía grupal se mantienen aun después de obtener una po-
sible satisfacción a las demandas. Es decir que la etnicidad no puede
ser reducida exclusivamente a un instrumento a utilizar en la com-
petencia por recursos, aunque es indudable que puede llegar a fun-
cionar como tal. Los mayas, quechuas, zapotecos, chinantecos o
guaraníes eran miembros de una etnia antes de constituir sus movi-
mientos etnopolíticos y lo seguirán siendo después. Si bien las movi-
lizaciones pueden estar inicialmente orientadas hacia la defensa de
intereses regionales, cada vez están en mayor relación con otros mo-
vimientos indígenas del país al que pertenecen y cuyas manifestacio-
nes solidarias pretenden superar la búsqueda de objetivos coyuntu-
rales. La propuesta que enfatiza la instrumentalidad no resiste la
crítica proveniente de la presencia de una creciente solidaridad in-
terétnica, ni del mantenimiento de la identificación aun después de
obtenido el objetivo en cuestión. De esta manera los movimientos
etnopolíticos no sólo desarrollan una experiencia política válida para
su ámbito local o regional, sino que la proyectan en términos de un
nuevo protagonismo nacional e internacional. Es decir que tienden
a construir lo que se ha dado en llamar “nuevos marcos dominantes
de protestas” (D. McAdam, 2001:59) que se generalizan hacia otras
colectividades étnicas.
He señalado que la participación en los movimientos no puede
ser interpretada como un “nacimiento” a la vida política de las co-
munidades étnicas, sino como la redefinición o reestructuración de
sus experiencias previas. Para algunos supone la reiteración o “insti-
tucionalización informal” de un ineficiente modelo de comporta-
miento político, basado en la mediación, cuyas líneas de acción se
ven reforzadas al incrementarse las necesidades de articulación con
el exterior. Pero para otros significa una apertura a la recuperación
o recreación de una noción de colectividad social, a partir de la ac-
tualización y dinamización de la identidad étnica. La etnicidad no
juega el mismo papel en todos los casos, puesto que nunca represen-
ta un factor de comportamiento predecible, sino como coyuntural e
268 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

interventor de acuerdo con situaciones específicas: la capacidad con-


vocatoria de la etnicidad,8 de la actualización de la identidad, depen-
derá de su posibilidad de generar lealtades más definitorias que la
pertenencia a otros tipos de conjuntos sociales (comunidades, faccio-
nes, clases, partidos, etcétera).
Es decir que, a diferencia de lo que ocurre entre grupos de interés
campesinos o urbanos, las movilizaciones indígenas no suponen una
primera socialización política grupal de sus protagonistas, que a tra-
vés de ella se inauguran como colectividad, sino la reformulación de
las tradiciones existentes para hacerlas más eficientes dentro del
nuevo sistema de articulación interétnica que se configura en cada
caso. Esta reformulación no supone necesariamente una mayor ra-
cionalidad (en el sentido weberiano de “eficacia a fines”) de la acción
política conjunta ya que, como lo evidencian muchos casos, pueden
incluso incrementarse las tendencias hacia la desintegración comu-
nitaria, al cundir el faccionalismo, las crisis de representatividad de
los líderes, las coopciones institucionales externas, los conflictos ge-
neracionales, las posiciones de género y otros factores que tienden a
obstaculizar la generación de una acción realmente colectiva. Sin
embargo, las contradicciones por las que atraviesan no permiten
descalificarlos, tarea grata a aquellos que sólo perciben la cuestiona-
ble legitimidad de algunas dirigencias.
Tal como lo exhibe el conocimiento actual, la etnicidad juega un
papel fundamental en la estructuración de los movimientos etnopo-
líticos.9 Si algunos grupos no logran recurrir a la identidad étnica
como un medio aglutinante para la acción colectiva, se debe a que

8 Como ya hemos visto en el capítulo 2, sigo aquí las ya clásicas formulaciones

de R. Cardoso de Oliveira (en M. Bartolomé, 1997), así, por etnicidad entiendo a


las manifestaciones totalizadoras de la identidad. Es decir que se trata de una iden-
tidad en acción dinamizada por la confrontación y el conflicto hasta constituirse
como una lealtad social percibida como tan fundamental que puede inducir a lu-
char y hasta morir por ella. Esto es desempeñarse como un fundamento crucial de
las conductas colectivas.
9 Así lo expresa también la experiencia derivada de procesos coyunturales, como

el protagonizado por los mapuche de Pilcaniyeu, en la Patagonia argentina, despla-


zados por la construcción de la presa Cerro del Águila, quienes apelaron a su
identidad para lograr una cohesión que otros grupos afectados no pudieron con-
seguir (C. Radovich y A. Balzalote, 1992:308). De la misma manera, en las movili-
zaciones de los kuna y embera de Panamá ante la presa del Bayano, la etnicidad ha
tenido un lugar clave en la dinamización política, tal como ha sido ampliamente
documentado por el trabajo de Alaka Walli (1991).
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 269
con frecuencia ésta se encuentra fragmentada por una multitud de
lealtades excluyentes generadas por el faccionalismo y la mediación.
En este sentido, el desafío inicial de muchos de los movimientos,
radica en recuperar precisamente la noción de colectividad inclusiva,
de Pueblo, poseedor de una identidad e intereses comunes. Así el
“estado contemporáneo” de la identidad de un grupo influirá de
manera significativa en la vertebración de sus movilizaciones sociales.
Se podría quizá proponer que, si bien las demandas económicas y la
defensa territorial juegan un papel determinante en la respuesta política
india, los factores culturales e identitarios representan un elemento
dominante en la configuración de este tipo de movimientos sociales. No
se trata de proponer una argumentación de índole de lo que ahora se
ha dado en llamar “posmaterialista”, centrada en una sobrevaloración
de la identidad y la autoestima (Erik Néveu, 2000:97), como lo supo-
nen algunas teorías que parten de una perspectiva de la historia que
operaría a partir de la exclusión de los procesos materiales previamen-
te considerados fundamentales. La valoración de las ideologías no
significa que éstas se construyan en un vacío social, puesto que siempre
se desarrollan en relación con contextos específicos que permiten
otorgarles una inteligibilidad posible.

la crítica civilizatoria

Concluiría entonces destacando que los movimientos etnopolíticos y


los nms tienen rasgos comunes, pero también elementos diferencia-
dores, en la medida en que son expresiones de distintas culturas. Un
aspecto crucial de las movilizaciones indígenas es que esgrimen, en
forma explícita o implícita, una argumentación contestataria que
puede ser conceptualizada en términos de una crítica de estilo civiliza-
torio. Es decir, como una perspectiva crítica que alude a la confron-
tación de dos estilos culturales percibidos como antagónicos; como
dos formas opuestas de satisfacer las necesidades de colectividades
humanas, orientadas por diferentes perspectivas referidas a la histo-
ria, al sentido de la vida, al estilo de la vida y a la reproducción social.
La civilización dominante es cuestionada no desde su interior, como
lo harían los nms y los llamados movimientos contraculturales, sino
desde sociedades pertenecientes a otras tradiciones civilizatorias ar-
270 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

ticuladas a la dominante, pero que mantienen distintos niveles de


lealtad a sus trayectorias culturales, de manera independiente a los
cambios que éstas historias hayan sufrido. No se trata de una “crítica
de la modernización”, realizada por sectores nostálgicos de una so-
ciedad sometida a una transformación acelerada (K. Werner Brand,
1992:53), sino de un cuestionamiento radical de la relación del hom-
bre con sus obras, del mismo sentido de la existencia humana que
construye cada cultura, lo que supone la confrontación de distintos
paradigmas existenciales. Así lo manifiestan, por ejemplo, las diferen-
tes formas de relacionarse con la naturaleza, especialmente en lo que
atañe a la capacidad o voluntad tecnológica y cultural de producir
transformaciones masivas en el medio ambiente.
Es por lo anterior que muchos grupos indígenas perciben la ex-
pansión de las sociedades estatales sobre sus territorios no sólo como
una invasión, sino también como una dramática trasgresión del or-
den natural, sacralizado a partir de la relación transaccional que las
tradiciones agrícolas o cazadoras mantienen con su medio ambiente.
Con frecuencia esta percepción de la trasgresión aparece de manera
explícita en las movilizaciones sociorreligiosas (A. Barabas, 1989), en
tanto que en los movimientos seculares se manifiesta en forma tanto
implícita como explícita en sus demandas frente a las autoridades
estatales. Por otra parte, esta misma crítica de estilo civilizatorio es la
que ha determinado el apoyo a los movimientos etnopolíticos por
parte de las ong de orientación ambientalista, que los perciben de
manera romántica como expresiones de pueblos “más cercanos a la
naturaleza”, respaldo que ha contribuido a conjugarlos conceptual-
mente dentro del marco de los nuevos movimientos sociales. Pero
esta identificación se basa más en coyunturas circunstanciales que en
configuraciones estructurales. La creatividad de los movimientos et-
nopolíticos radica no solamente en no haberse limitado a la defensa
de sus intereses inmediatos, aunque ésta sea la causa detonante, sino
también en proponer un cuestionamiento global al proyecto cultural
que ejercen los sectores hegemónicos.
Los antropólogos, como todas las disciplinas, también somos víc-
timas de las grandes corrientes de la moda académica. Parecería que
cada generación tiene el deber de descubrir lo que en realidad está
siendo artificialmente olvidado, al ser sepultado por el torrente de
palabras del discurso del momento. Ya no está de moda hablar del
etnocidio, aunque su práctica continúe siendo la norma de la rela-
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 271
ción entre los estados y las minorías étnicas. Pero precisamente el
etnocidio es un acto de descivilización, de abolición de lo diferente
para imponer un modelo civilizatorio exclusivo y excluyente, cuya
superioridad tecnológica es argumentada como justificación ideoló-
gica de su manifiesta dinámica mercantil, acompañada por los siste-
mas de valores generados por la misma lógica que ha generado y
acompañado su expansión planetaria. Hace un cuarto de siglo Robert
Jaulin (1979:14) escribía en una de sus insuficientemente recordadas
obras que:

la política etnocida de integración de las sociedades nacionales aspira a la


disolución de las civilizaciones dentro de la civilización occidental; lo anterior
puede ser calificado de sistema de descivilización ya que tiene por objeto la
desaparición de las civilizaciones […] es eliminando de antemano la libertad
de existir de las civilizaciones, o las diferencias entre civilizaciones, como se
llega a privar a todo ser humano de su semejante.10

Así, para finalizar, arribo al principio, in my end is my beginig de T. S.


Eliot, y algo similar ocurre con estas páginas. He hablado de civiliza-
ciones sin definir lo que entiendo por civilización a nivel contemporá-
neo. Pero espero que quede claro lo que no entiendo por civilización,
ya que no puede ser aceptable un proceso civilizatorio que suponga la
homogeneización cultural planetaria. La entropía social, la “sobrecar-
ga” de tensiones estructurales, amenazaría a una civilización condena-
da a dialogar sólo consigo misma y que deba resolver sus contradiccio-
nes sin la opción de otras alternativas. Incluso si el futuro posible
fuera el desarrollo de una única civilización tecnológica mundial, ello
también implicaría la relación igualitaria entre distintas culturas. De-
bemos recordar que toda civilización representa la difusión de una
tradición cultural histórica en distintas sociedades que la hacen suya,
desarrollando configuraciones culturales específicas, dotadas de su
propia dinámica de cambios, innovaciones y reinterpretaciones. Es
decir que una civilización proporciona a las sociedades que la integran
“hechos de civilización”, materiales o inmateriales, que son apropiados

10 Estas palabras tienen ahora una vigencia crucial en momentos que academi-

cos ligados al Departamento de Estado estadunidense. como Samuel Huntington


(1997), proponen que la confrontación entre civilizaciones, y una eventual guerra
planetaria contra el mundo islámico, es lo que ahora debe definir la política oc-
cidental.
272 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

por cada cultura concreta.11 De esta manera, una civilización, como


lo destacaran E. Durkheim y M. Mauss (1971:267), es sólo compren-
sible como un vasto proceso de relación entre culturas y pueblos, que
evoca la presencia de una familia de sociedades. Ello permite propo-
ner la existencia en el tiempo de una civilización occidental, pero
también de una civilización mesoamericana, de la andina o de la
amazónica, compartida por distintas culturas regionales que genera-
ron específicas configuraciones de los elementos compartidos, apor-
tando a la vez su propia dinámica.
De acuerdo con lo anterior, cada cultura nativa actual expresa la vi-
gencia y contemporaneidad del proceso civilizatorio del cual formaba
parte, incluyendo las transfiguraciones históricas por las que ha atrave-
sado. Los distintos grupos guaraníes de Paraguay son portadores de la
civilización neolítica amazónica, de la misma manera que los aymaras o
quechuas lo son de la tradición andina. Cuando un grupo étnico mexi-
cano defiende una práctica cultural que considera exclusiva, en realidad
está enarbolando la milenaria bandera de la civilización mesoamericana
y lo mismo ocurre cuando un bororo defiende sus “costumbres”, here-
deras de la tradición civilizatoria amazónica de las aldeas agrícolas indi-
ferenciadas. A esa coexistencia de civilizaciones, en el marco de un
mismo estado, se refería Guillermo Bonfil Batalla en su ya clásica obra
México profundo (1987), que daba cuenta de la persistencia de la tradición
mesoamericana en un ámbito dominado por los constructores de una
imaginario México occidentalizado. En América Latina las diferentes
civilizaciones han coexistido sin convivir: la coexistencia produjo amplias
influencias recíprocas, pero basadas en relaciones de dominación y
subordinación. Es tiempo de que el reconocimiento del derecho políti-
co de las minorías étnicas esté acompañado de la valoración cultural de
las tradiciones civilizatorias de las que son portadoras y que constituyen
su aporte original a la fisonomía global de los estados y a la propuesta
occidental que éstos asumen. Y esa demanda es la que acompaña, con
distintos niveles de visibilidad, a la argumentación política o económica
que se manifiesta en las movilizaciones contemporáneas que protagoni-
zan los grupos étnicos.

11 Cuando Emile Durkheim y Marcel Mauss acuñaron en 1913 su noción de ci-

vilización, la consideraron como integrada por “fenómenos de civilización”, es decir,


elementos culturales compartidos por varias sociedades. De esta manera una civili-
zación sería “un conjunto suficientemente grande de fenómenos de civilización”
(1971:274).
MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA 273
Propongo que es en este marco de crítica civilizatoria que los
movimientos etnopolíticos irrumpen en la arena política y cultural
de nuestro tiempo. Su éxito no radica tanto en la obtención de los
objetivos explícitos, sino en su misma existencia, en la medida en que
constituyen la expresión reconfigurada de la presencia de muy anti-
guos actores sociales, que por este medio han accedido a una nueva
visibilidad social. Su misma dinámica política tiende a reconstituirlos
como sujetos colectivos, a pesar de los represivos contextos en los
que surgen. Y esos sujetos colectivos son portadores de opciones de
civilización a las que sólo el racismo puede desconocer. Nos toca a
todos reconocer la existencia y legitimidad de este proceso, que no
es sólo coyuntural o limitado a específicos contextos políticos regio-
nales o nacionales, sino que revela un componente estructural de los
estados contemporáneos. Los movimientos etnopolíticos inauguran
y proponen la posibilidad de un inédito futuro plural, en el que todos
podamos compartir las múltiples experiencias culturales que contie-
nen los estados y que, en el interior de los mismos, nos configuran
como una ciudadanía cívicamente igualitaria a la vez que cultural-
mente diferenciada.
La pluralidad cultural y la interculturalidad aluden entonces a una
problemática más vasta que al solo reconocimiento político de la
presencia de comunidades sociales y culturales diferenciadas. Se
trata de aceptar la existencia contemporánea de múltiples opciones de
civilización. El reto del pluralismo no se reduce sólo a las presencias
que puedan ser aceptadas o no, de acuerdo con su mayor o menor
reductibilidad al paradigma existencial que hace suyo el Estado-na-
ción, sino al pleno reconocimiento de las culturas e identidades al-
ternas resultantes de dinámicas civilizatorias autónomas, aunque
dramáticamente vinculadas al pasado y el presente de la expansión
occidental. La articulación entre civilizaciones ha constituido y cons-
tituye un agente motor de la dialéctica social global, y no sólo un
momento de un presunto desarrollo civilizatorio universal. La teleo-
logía histórica de un mundo único en formación, avalada ahora por
una globalización hegemónica, ha sido en buena medida responsable
de la caracterización residual o arcaizante de las presencias étnicas,
concepción que implícitamente avala una subyacente vocación de
dominación económica, cultural y política. Las hegemonías no de-
sean renunciar a su calidad de tales, sin embargo, la viabilidad de las
sociedades plurales, se optimizará en la medida en que todos los
274 MOVILIZACIONES ÉTNICAS Y CRÍTICA CIVILIZATORIA

sectores sociales, y no sólo los indígenas, adviertan las alternativas


políticas y las innovaciones culturales que pueden generar las forma-
ciones sociales abiertas; en las que una multiplicidad de logos dialogan-
do en forma equilibrada ofrezcan nuevos horizontes para la construc-
ción o redefinición de los proyectos colectivos.
9. FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS
EN AMÉRICA LATINA.
NOTAS SOBRE EL ESPACIO, LA TEMPORALIDAD
Y EL PENSAMIENTO DE LA DIFERENCIA1

Lo extraño es, ante todo, algo espacial.


Para protegerse contra lo que no se comprende,
es preciso erigir fronteras
fátima mernissi

La noción de frontera es un concepto polisémico al que se recurre


con distintas acepciones dentro de las ciencias sociales en general y
de la antropología en particular. Con frecuencia se le utiliza para
designar tanto los límites políticos entre estados, como las disconti-
nuidades existentes entre grupos humanos diferenciados en razón
del género, la posición generacional, la cultura u otros aspectos con-
siderados relevantes para distinguirlos entre sí. También se suele
recurrir a la noción de frontera para denotar los límites posibles
entre distintas propuestas disciplinarias, así, por ejemplo se suele
hablar de las “fronteras de la antropología”. Es decir que el concep-
to se utiliza tanto para designar realidades fácticas como metáforas
que aluden a construcciones intelectuales. Sin embargo, algunas
realidades, tales como las fronteras estatales y las culturales, son fác-
ticas y metafóricas a la vez, ya que están pobladas por las representa-
ciones y simbolizaciones que ayudan a construirlas. Lo real se com-
porta así como la conjunción de la realidad y de su representación,
de lo fáctico y de lo imaginario que contribuye a definirlo al otorgar-
le un sentido posible. Y esto es precisamente lo que nos permite in-
tentar una reflexión conjunta referida a contextos aparentemente
tan diferenciados como son las fronteras étnicas y las fronteras esta-
tales, las que por lo general no coinciden entre sí y que responden

1 Agradezco la atenta lectura y crítica de este ensayo a mi colega y amiga la

doctora Laura Velasco de El Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, Baja California,


México.

[275]
276 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

a distintas lógicas políticas, jurídicas y sociales. A pesar de que alguna


literatura antropológica tiende a tratarlas de manera conjunta (v. gr.
H. Donan y T. Wilson, 1999), no creo demasiado factible un análisis
comparativo que conjugue realidades tan disímiles, sin recurrir a la
identificación de los factores comunes de ambas.2 Es entonces nece-
sario señalar que tanto en el caso de las fronteras étnicas como en el
de las estatales, la noción de discontinuidad, de un “adentro” y un
“afuera”, y la consiguiente dinámica de inclusión y exclusión que
generan, es el factor que guía la reflexión que me propongo en estas
páginas. Así me referiré tanto a la noción de frontera como al dis-
curso sobre la misma, a la vez que expondré algunos contextos tales
como las fronteras estatales, las fronteras interiores, la migración y
las fronteras, la temporalidad adjudicada a las fronteras culturales, las
comunidades trasnacionales y las fronteras étnicas. Y como no puedo,
ni quiero, tratar todas las ópticas posibles sobre el tema, me limitaré
a intentar recuperar algo de lo que la tradición antropológica ha
aportado a la cuestión, buscando contribuir a una discusión y una
reflexión que dista mucho de estar agotada y que resulta crucial para
el reconocimiento, la comprensión y la eventual construcción de
sociedades multiculturales.

las fronteras y la antropología

Es posible sugerir que, de manera explícita o implícita, las fronteras


han sido el ámbito privilegiado para la investigación antropológica.
En sus comienzos, para una etnología que se enfocaba hacia los
pueblos llamados “primitivos”, estudiar a los “otros” suponía por
principio intentar delimitarlos con la mayor claridad posible recono-
ciendo, o construyendo, los límites lingüísticos y culturales que dife-
renciaban unas colectividades humanas de las demás. Una vez inte-
lectualmente construido nuestro sujeto, ya sea una aldea, una tribu,

2 En otro de sus libros H. Donnan y Th. Wilson proponen que la antropología

de las fronteras “is part of the wider social science of class, ethnic, religious, and national
identity, but is an anthropology specifically concerned with the negotiation of identiy in
places where everyone expects that identity to be problematic” (1994:12). Es decir que iden-
tifican a la negociación de la identidad como el factor recurrente de la antropología
de las fronteras.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 277
una comunidad o una cultura, podíamos dedicar nuestra atención
preferencial a la población contenida dentro de ese ámbito. Pero,
con frecuencia, los límites que contenían a dichas unidades depen-
dían más de los criterios que se utilizaban para definirlos, que de las
dinámicas de las poblaciones concernidas. A su vez, los estudios de
comunidad reflejan de manera exponencial la perspectiva de estu-
diar colectividades definidas, lo que se generalizó en Mesoamérica y
en el área andina con numerosas investigaciones, las que llevaron a
proponer el carácter corporado de las configuraciones comunitarias
(E. Wolf, 1957) sin advertir, muchas veces, su articulación con los
aparatos estatales y el sistema global. Es decir que las comunidades
no eran tan “autocontenidas” como parecían a primera vista y que
sus fronteras tenían muchos puentes al exterior.
Se podría incluso proponer que toda la práctica profesional de la
antropología está transitada por la noción de frontera. Así lo demues-
tra, por ejemplo, la misma percepción antropológica del ciclo vital
de los individuos, analizado a partir precisamente de los límites que
separan las distintas posiciones generacionales y las etapas de la vida.
Fronteras existenciales que requieren de los llamados “rituales de
tránsito” (A. Van Gennep, 1986), para poder circular de una etapa a
otra, trascendiendo simbólicamente las barreras que separan a los
jóvenes de los adultos o a los vivos de los muertos. Por otra parte, la
gran difusión contemporánea de los estudios de género, expone que
se han desarrollado también con base en la investigación de los lími-
tes, no biológicos sino culturales, que separan a los géneros a partir
de las construcciones de lo masculino y lo femenino en las distintas
sociedades. Y quizá un desafío para la tradición antropológica radica,
a pesar de las múltiples y contradictorias propuestas al respecto, en
encontrar los límites del mismo concepto de cultura, que constituye
la categoría axial de nuestra ciencia y que ahora es cuestionada por
algunos miembros de la comunidad profesional.
Cabe destacar que en los últimos años ha surgido un acusado in-
terés antropológico por el estudio de las fronteras estatales, entendidas
como espacios dinámicos proclives a la generación de nuevas confi-
guraciones socioculturales (H. Donnan y T. Wilson, 1994). Las fron-
teras políticas pasaron a ser percibidas como lugares en donde se
condensan ciertas dinámicas interculturales (A. Grimson, 2000a).
Aunque creo que esa noción de frontera como ámbito intercultural
debe ser matizada, ya que en América Latina se manifiesta como la
278 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

separación de estados portadores de variantes de una misma tradi-


ción cultural occidental, aunque presenta diferencias lingüísticas
(Brasil, Guyanas) o diversos niveles de presencia de culturas autócto-
nas (Perú, México, Guatemala o Bolivia). Es de destacar que las
fronteras cobran su mayor visibilidad a través de los actuales y masivos
flujos migratorios, que revelan algunas de las características de los
límites estatales a partir de las consecuencias que generan en aquellos
que los atraviesan. También, y en especial para la antropología sud-
americana, las fronteras han sido concebidas como los cambiantes
límites de las expansiones estatales hacia el interior de sus propios
territorios, en los que se pretende ejercer plenamente una hegemo-
nía política. Es posible entonces considerarlas como fronteras interiores,
en las que se registra una conflictiva relación entre los frentes expan-
sivos y las poblaciones nativas, las que fueran arrinconadas en dichos
espacios a lo largo del periodo colonial y después de la expansión
neocolonial de los siglos xix y xx. Por procesos similares se desarro-
llaron en Mesoamérica las “regiones de refugio”, tal como caracteri-
zara G. Aguirre Beltrán (1957) a las zonas pobladas por indígenas,
pero controladas por metrópolis “blancas” o mestizas. En el área de
las altas culturas andinas (Perú, Bolivia, Ecuador) se mantuvieron y
mantienen grandes superficies territoriales con poblaciones mayori-
taria o totalmente nativas, centenariamente articuladas con el exte-
rior sin perder sus adscripciones étnicas. Es en dichos ámbitos donde
las relaciones copresenciales entre grupos culturalmente diferencia-
dos, aunque pertenecientes a un mismo Estado, son más frecuentes
y en las que se registran las relaciones interculturales asimétricas que
expresan la vigencia de las fronteras étnicas vividas muchas veces
como datos básicos en la identificación de sus protagonistas. Se po-
dría considerar a éstos como sistemas interétnicos localizados, definidos
por las relaciones cara a cara; pero también involucrados en el sistema
interétnico generalizado constituido por la acción de las instituciones,
los flujos mercantiles mundiales y las ideologías estatales (M. Barto-
lomé y A. Barabas, 1977).
Las fronteras estatales en América Latina no se corresponden con
fronteras étnicas, aunque los migrantes interestatales puedan ser
percibidos en términos étnicos por las colectividades receptoras, tal
como lo trataré más adelante. Es así que las fronteras estatales pueden
comportarse como fronteras étnicas, aunque en realidad no lo sean,
pero al igual que éstas pretenden construir al otro con base en su
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 279
irreductibilidad a las características que definen al supuesto “noso-
tros” de la comunidad estatal. De hecho, como ya lo mencionara es
bastante arriesgado, salvo en casos específicos, considerar a las fron-
teras latinoamericanas como espacios de relaciones interculturales,
ya que las variantes de la cultura occidental de las que son portadores
los distintos países no están tan diferenciadas entre sí. Un miembro
de la clase media brasileña que habita en las fronteras del Mato
Grosso con el Chaco Paraguayo, se podrá identificar mucho más con
su correlato paraguayo que con sus conciudadanos xavantes o nam-
bikuaras. Argentinos y chilenos, que comparten miles de kilómetros
de frontera andina, se consideran más cercanos entre sí que con los
mapuche que habitan a ambos lados de los Andes. Adjudicar a las
fronteras estatales el papel de espacios de articulación intercultural,
requiere de una clarificación conceptual de lo que entendemos por
culturas regionales o culturas fronterizas, tarea que requiere de una
fundamentación especial en cada caso.3 Puedo concluir entonces
señalando que, a pesar de sus diferencias, las fronteras étnicas y las
estatales cumplen con similares funciones de establecer discontinui-
dades entre poblaciones que pueden ser bastante similares. Aunque
la presencia de los estados y sus hegemonías territoriales resulten
indudables, los mecanismos ideológicos que operan en las fronteras
tienden a “etnizar” a las poblaciones separadas por jurisdicciones
políticas. Ya he señalado que es en este sentido que podemos tratar
en forma conjunta a las fronteras étnicas y a las estatales, en razón
de los procesos ideológicos similares que operan en ambas, sin dejar
de reconocer sus diferencias.
Creo entonces que éste es un momento adecuado para contribuir
a una antropología de las fronteras, cuya propuesta destaque la per-
sistencia y jerarquización de las discontinuidades territoriales y cul-
turales, en un mundo que se ha pretendido construir a sí mismo
aspirando a una cierta universalidad, aunque los contenidos de esa

3 Los mismos antropólogos abusamos del concepto cultura como una categoría

de usos múltiples que puede referirse a cualquier ámbito donde se dé algún tipo
de diferenciación social. A pesar que desde el punto de vista teórico la mayoría de
los habitantes no indígenas de América Latina forman parte de la “cultura occiden-
tal”, o de variantes locales de la misma, se suele aludir a las fronteras regionales
como ámbitos de articulación intercultural (A. Grimson, 2000, 2000a), criterio que
no comparto, ya que nos impediría distinguir a las formaciones nacionales estatales
de los grupos étnicos que suelen no participar, más que marginalmente, de la
tradición occidentalizante.
280 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

universalidad hayan variado radicalmente desde la Ilustración hasta


la globalización. Pretendo así entender el concepto de frontera tan-
to en sus dimensiones culturales, como espaciales, temporales e
ideológicas; es decir, como construcciones humanas generadas para
diferenciar, para marcar la presencia de un “nosotros” distinto de los
“otros”. La frontera es un ámbito que separa pero que a la vez reúne,
puesto que no habría fronteras sin nadie del otro lado, por lo que la
frontera no sólo distingue a los otros, sino que también ofrece una
definición posible del “nosotros” que se contrasta con los de afuera
de los límites. Sin los otros, sin aquellos que habitan más allá de
nuestras fronteras espaciales, sociales, culturales, políticas, étnicas,
económicas o estatales no podríamos constituirnos como colectividad
diferenciada, como un nosotros posible sólo gracias a la existencia
de nuestros fronterizos otros. Toda identificación étnica o territorial
se realiza y se construye a sí misma con base en la confrontación con
otras identificaciones. Al respecto E. Luque, ha destacado que la
existencia de fronteras como límites físicos y simbólicos es indudable,
pero se debe destacar su enorme variabilidad (1996:87). Pero lo que
las identifica es que al diferenciarnos la frontera nos ofrece la posi-
bilidad de una singularidad en la cual afirmarnos, un recurso onto-
lógico para el ser de cada colectividad humana que se percibe como
distinta. Tal como lo propone C. Lisón Tolosana (1997:185) la fron-
tera conforma un espacio diacrítico que a la vez crea su opuesto, ya
que sólo puede existir –contradictoriamente– en un punto de en-
cuentro.

repensando las fronteras

No puedo evitar intentar comenzar por el principio, pero para no


remontarme a la incompatibilidad física y cultural entre neanderthales
y homo sapiens, recordaré que desde la época del imperio romano,
para aquellos que habitaban en el interior de sus fronteras, la defi-
nición de su propia existencia supuso el rechazo, la manipulación o
la destrucción de la alteridad. No podía haber civilizados si éstos no
estaban confrontados con los bárbaros, la afirmación del nosotros su-
ponía una necesaria negación de los otros. Así, los límites entre ambos
mundos separaban no sólo jurisdicciones políticas, sino espacios
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 281
cualitativamente diferenciados por la adscripción a distintas realida-
des culturales, cuya superioridad o inferioridad eran argumentadas
tanto a nivel ideológico como político o militar. Muchos siglos des-
pués de la caída del imperio, aquellos “antiguos bárbaros” peninsu-
lares que se proclamaron entre sus herederos, se expandieron con
base en la misma lógica durante la invasión europea a las tierras
americanas. La “guerra de reconquista” ibérica se proyectó hacia
América, donde la ideología derivada de la confrontación con el
mundo musulmán orientó la “conquista”, las fronteras pasaron en-
tonces a ser entendidas como la línea que separaba a la civilización
occidental de los “nuevos bárbaros“, a los que la atribución –real o
ficticia– de desnudez o antropofagia, entre otros predicados negati-
vos, hacía aparecer como vacíos de cultura y sólo redimibles a la
condición humana si renunciaban a la barbarie.
De hecho, el orden colonial en Latinoamérica requirió del man-
tenimiento de fronteras sociales, políticas, económicas, raciales y
culturales entre colonizadores y colonizados, las independencias re-
presentaron una ruptura de este orden colonial pero no lograron, ni
buscaron, trascender las fronteras construidas durante siglos. Desde
tan tempranas épocas se fue desarrollando una noción de frontera
concebida como una delimitación de espacios rígidos e inamovibles;
en el confortable interior estamos nosotros y en el desconcertante
exterior están los otros. Y los otros son, por lo general, los portadores
de aquellas conductas y comportamientos sociales perversos que más
repudiamos en el mundo del nosotros. Es decir que la referencia
necesaria para construir a los otros somos precisamente nosotros, así
que les adjudicamos tanto ejercer nuestras fantasías como practicar
nuestras pesadillas. Tal como lo propusiera A. Barabas (2000:9) el
concepto de bárbaro en América se construyó como un conjunto de
representaciones que no necesariamente refieren a las características
del otro, que va cambiando de acuerdo con las transformaciones
ideológicas de la sociedad que pretende definir a sus alternos. El
bárbaro, el otro irreductible al nosotros, ha sido entonces siempre
construido como una proyección hacia los otros de algunos aspectos
del imaginario generado por un nosotros.
La cuestión fronteriza en los estados latinoamericanos contempo-
ráneos alude entonces al mantenimiento o desarrollo de viejas o
nuevas fronteras entre estados y entre grupos culturalmente diferen-
ciados dentro de un mismo Estado. Pero quizás las fronteras más
282 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

rígidas son las existentes dentro de un mismo ámbito estatal; entre


el nosotros “nacional” y los otros “indígenas” se construyen las fron-
teras; ese límite que pretende marcar la diferencia y que nos permi-
te construir al otro, al que habita del otro lado de la frontera y que
con su sola existencia nos proporciona datos sobre el “nosotros” que
serían imposibles de desarrollar sin su involuntaria colaboración. Así,
nos reconocemos como “blancos” porque ellos son “morenos”, somos
“avanzados” porque ellos son “atrasados”, somos “cultos” porque ellos
“no lo son” o advertimos nuestra “complejidad” frente a su “primiti-
vismo”. De esta manera, en las actuales fronteras étnicas de América
Latina, ya sean preexistentes o construidas por las migraciones, ope-
ra un conjunto de representaciones colectivas que se estructuran a
nivel ideológico dentro de lo que podríamos considerar como una
“mentalidad de fronteras”. No se trata de una teorización explícita
de superioridad de una sociedad sobre las otras, sino de un pensa-
miento social, de una mentalidad, que debe mucho a representacio-
nes sociales históricamente constituidas, que se resisten a desaparecer
de las conciencias colectivas, precisamente porque proporcionan al-
gunos de los datos que construyen las percepción y el discurso auto-
rreferencial de la diferencia en las colectividades estatales. La pro-
yección de esa misma ideología etnocéntrica sobre los masivos
contingentes migratorios del mundo contemporáneo, por parte de
las poblaciones de los países receptores, exhibe un origen colonial
signado por el rechazo y el prejuicio. Si bien, quizá, la mayor con-
frontación de la actualidad se da entre los migrantes a los Estados
Unidos de América y los masivos contingentes latinoamericanos en
general y mexicanos en particular, las migraciones que ocurren
dentro de América Latina destacan que las inclusiones y exclusiones
autoritarias, así como el maltrato a los inmigrantes, no son un pri-
vilegio de las sociedades altamente industrializadas.

las palabras de las fronteras

El discurso contemporáneo sobre las fronteras está transitado por


conceptos un tanto reiterados que se utilizan para designar procesos
muy diversos. La noción de flujo a la que se recurrió de manera inicial
para calificar al hecho de que las cultura de una sociedad se encuen-
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 283
tra desigualmente distribuida entre los individuos que la integran, es
ahora instrumentada para caracterizar la circulación de individuos,
mercancías, capitales, ideas, imágenes o símbolos en un mundo glo-
balizado. En un significativo ensayo Ulf Hannerz (1997), quien ape-
la a la mejor tradición antropológica, ha intentado clarificar la am-
bigüedad del concepto, no muy distante al de difusión, aunque ahora
dotado de contendidos más precisos y quizá más adecuados a los
contextos contemporáneos. Este autor señala que los flujos culturales
han sido caracterizados como “multicentrados”, “entrecruzados” y se
ha planteado la existencia de “contraflujos”, todos los cuales son
manipulados y eventualmente resignificados por sus receptores. Es
decir, que los flujos tienen muchos puntos de origen, pueden ser
emitidos desde varios centros a la vez y, eventualmente, ser respon-
didos por otras emisiones de las áreas receptoras. Sin embargo, esta
aséptica descripción de los actuales procesos de globalizada difusión
cultural, tiende a minusvalorar que la multicentralidad es relativa, ya
que existe una indudable centralidad en los países occidentales he-
gemónicos (en especial los Estados Unidos), por lo que los entrecru-
zamientos y contraflujos, aunque existen, no alcanzan a equilibrar
una balanza cuya asimetría responde a la hegemonía de los actuales
poderes planetarios. Tal como lo destacara M. Castells (1994:20), la
revolución informativa “permite el proceso simultáneo de centraliza-
ción de mensajes y de descentralización de su recepción, lo que crea
un espacio asimétrico de flujos de comunicación”. De la misma ma-
nera, los flujos fronterizos en América Latina responden a las posi-
ciones de poder relativas de los estados que se vinculan a través de
sus límites. Así, la presencia de figuras del ekeko (deidad de abundan-
cia andina) en algunos hogares argentinos, no equilibra el masivo
flujo de bienes e ideas que atraviesan la frontera argentina hacia
Bolivia. Tampoco se podrían considerar equilibradas las costumbres
culinarias que los habitantes de la frontera argentina comparten con
Paraguay o el papel de las “paseras” (contrabandistas fronterizas en
pequeño), si las comparamos con las históricas inversiones de capi-
tales argentinos en dicho país, o con la presencia de cientos de miles
de trabajadores inmigrantes paraguayos, temporarios o definitivos,
que radican en tierras argentinas. Aunque en las tiendas de curiosi-
dades de algunas ciudades estadunidenses sea posible encontrar fi-
guras de orixás, las deidades pertenecientes a los cultos afrobrasileños,
o en esas mismas poblaciones se fascinen con el zamba y otros ritmos
284 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

tropicales, no significa que los flujos que conectan a ambos países


sean equivalentes; sobre todo si observamos el masivo desarrollo de
los mall que han cambiado la fisonomía urbana de Brasil, para no
hablar de las inversiones que se suponía que beneficiarían al país y
que sólo han contribuido a acrecentar una deuda impagable. A su
vez, la frontera entre México y Guatemala tiene más rasgos comunes
entre sus pobladores, las etnias mayances, que aspectos diferenciales,
a pesar de los intentos de mexicanización de los indígenas de la
frontera realizados por el estado mexicano, sin embargo, los flujos
culturales van del norte hacia el sur, aunque el flujo migratorio siga
la ruta inversa.
Veamos ahora el concepto de límite al que se le puede adjudicar un
lugar clave por ser lo opuesto al de flujo: límite es lo que detiene, lo
que separa y distingue. Y las fronteras son precisamente límites que
teóricamente tendrían la capacidad de contener o filtrar los flujos
que provienen del exterior, a la vez que permitir la libre circulación
de los flujos internos dentro del ámbito de los límites estatales. Es
decir que estos límites, concretados en fronteras políticas, estarían en
realidad construidos por el “choque” de los antiguos y nuevos flujos,
tanto internos como externos, cuyo contacto o confrontación se regis-
tra en la zona fronteriza entre ambos, dando lugar al surgimiento y
desarrollo de nuevas configuraciones regionales. Esto se aplica tanto
a las fronteras políticas como a las fronteras étnicas y culturales, ya que
la existencia o la noción de un interior es la que simultáneamente crea
un exterior, posibilitando la determinación de un límite étnico o cul-
tural. Sin embargo, las fronteras políticas de los países de América
Latina son cada vez más porosas a los flujos que provienen del exterior,
aunque las fronteras de los países hegemónicos sean cada vez más rí-
gidas. Se puede citar al respecto el documentado ensayo de Pablo Vila
(2000) en el que cuestiona el discurso académico norteamericano
sobre las configuraciones fronterizas, demostrando que la retórica de
las “fronteras globalizadas” y las visones posmodernas en boga, evitan
el trabajo etnográfico y por consiguiente ocultan o no aluden al endu-
recimiento de la real frontera política que impone el Estado. Asimis-
mo, cuando algunos analistas hablan de una devaluación contempo-
ránea de las fronteras, supongo que parten de los contextos internos
de la Comunidad Europea y no de la relación de dicha comunidad
con los migrantes magrebíes, turcos, ecuatorianos o provenientes de
África subsahariana.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 285
Algo similar ocurre en la relación entre grupos étnicos o cultura-
les, la globalización comunicativa hace que las fronteras étnicas sean
ahora más permeables a la circulación de flujos de muy distintas
procedencia. Hace algún tiempo me tocó observar y escuchar a un
niño ayoreo del chaco paraguayo, dirigirse a sus compañeros de
juego diciéndoles ¡uyú Bin Laden! (¡yo soy Bin Laden!). Los ayoreo-
de son un grupo de cazadores y recolectores que fueran contactados
y comenzados a sedentarizar en los años 70, aunque aún queda algu-
na banda que se resiste a ser “sacada del monte” y la selva chaqueña
no es precisamente un ámbito muy urbanizado (M. Bartolomé,
2000a). ¿Cómo habría llegado a oídos de ese niño, que casi no en-
tendía el castellano y que no veía televisión, la noticia de la existencia
de Bin Laden y por qué se identificaría con él? ¿Era un héroe o un
villano? No tuve ni tengo una respuesta, sólo puedo recurrir a la idea
que los flujos comunicativos llegan a lugares a los que no estaban
destinados y generan significaciones diferentes a las que pretendían
significar sus mensajes cuando son apropiados por miembros de otras
culturas. Creo, en este sentido, que la anécdota es relevante, pero
más relevante es que no se registre el proceso opuesto, ya que muy
pocas personas fuera del Chaco saben siquiera que existan los ayo-
reode. Ello nos ilustra en el sentido de que la permeabilidad de las
fronteras étnicas y de las culturales es básicamente unidireccional, ya
que en ellas se reproduce el mismo juego hegemónico que condicio-
na el carácter de las fronteras estatales. Los flujos de toda naturaleza
invaden las fronteras étnicas, pero sólo de aquellas colocadas en
posición subordinada dentro de los jerarquizados órdenes estatales y
globales. En la Sierra Tarahumara muchos de los hombres rarámuri
utilizan sus taparrabos de manta blanca, pero al bajar de la sierra
saben que no verán a ningún chabochi (mestizo, barbado), vestido a
su uso. Los chatinos de Oaxaca reemplazan sus calzones de manta
por pantalones manufacturados al viajar a las metrópolis regionales
para evitar ser discriminados, pero a nadie se le ocurriría ponerse un
calzón blanco al llegar al territorio chatino. Aunque estos ejemplos
no sorprenden, porque parecen formar parte de un orden natural
de las cosas, ayudan a comprender por qué en la liberal Francia o en
la ahora próspera España, a las niñas musulmanas migrantes se les
niega la posibilidad de usar el tradicional chador.
Otra construcción conceptual que ha cobrado relevancia en el
análisis de las fronteras es la noción de liminaridad o de estado de
286 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

transición. En el ámbito de la etnología el concepto fue acuñado por


A. Van Gennep en 1909, para el análisis de los rituales de pasaje,
cuando distinguía entre ritos preliminares o de separación, liminares o
de margen y posliminares o de agregación (1986:20). En su perspecti-
va, lo liminar alude al tránsito de un estado a otro (iniciación, em-
barazo, etc.), es decir, a una situación de ambigüedad e incertidum-
bre existencial, producida por abandonar un estado y todavía no
haber adquirido otro. Sin embargo, el concepto se ha vuelto de uso
generalizado a partir de la obra de V. Turner (1980:103) quien lo
entiende como una situación “interestructural”, que media entre dos
estructuras, lo que definiría a lo liminar como un estado en el cual
el individuo todavía no es un cosa pero ya no es la otra, se sitúa en-
tonces en un espacio y un tiempo confusos donde las categorías que
definen el estado previo y el posterior son inoperantes. Incluso en
algunas culturas este estado liminar, por ejemplo, en las iniciaciones
chamánicas, supone la inducción a estados alternos de conciencia
mediante el uso de técnicas o substancias psicoactivas, ya que el in-
dividuo pierde circunstancialmente las normas sociales y debe recu-
rrir a una legalidad extrínseca proporcionada por una aproximación
a lo sagrado (M. Bartolomé, 1977). El hecho es que el concepto de
liminaridad o estado liminar ha sido y es utilizado para caracterizar a
las fronteras y al proceso de transitarlas (U. Hannerz, 1997). No alude
al cruce del trazo fronterizo en sí, cuya temporalidad es muy reducida,
sino a la vida que transcurre en ambas márgenes de un límite estatal.
Así, M. Kearney (1991) presenta a la frontera mexicano-estadunidense
como un ámbito crítico entre mundos distintos, habitada por perso-
najes marginales. A su vez, R. Rosaldo (1988) percibe a esa misma
frontera como un espacio que no responde a las normas de los respec-
tivos países y que construye su propia lógica existencial de índole casi
lúdica. En ambos casos la vida fronteriza es percibida como un ámbito
de trasgresión respecto a contextos nacionales que responden a nor-
matividades más estables e institucionalmente establecidas.
Pero creo que la utilización del criterio de estado liminar resulta en
una construcción metafórica un tanto arbitraria, ya que la situación
fronteriza no se corresponde con la noción etnológica caracterizada
por Van Gennep o Turner. La vida en la frontera no significa estar
con un pie a cada lado de la marca, ni vivir en una especie de esqui-
zofrenia valorativa, transitado por diferentes axiologías y contrarres-
tar la anomia a través de la vinculación con lo sagrado. Yo mismo soy
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 287
nacido en una triple frontera, la que separa Argentina de Paraguay
y Brasil, y mi niñez transcurrió en una configuración lingüística y
cultural que ahora podría calificar como sincrética (en realidad, to-
das lo son), en la que el castellano materno se encontraba interferi-
do por el guaraní y el portugués. Debo reconocer que, en algún
momento, supuse que Misiones (mi provincia) también limitaba con
Argentina, ya que el mundo subtropical y selvático no se relacionaba
ni con las vastas llanuras del sur, ni con la ciudad-Estado de Buenos
Aires. Sin embargo, para todos los nacidos allí la situación fronteriza
era un dato objetivo de la realidad y en nuestras parentelas provin-
cianas se entrecruzaban las distintas nacionalidades sin mayores
contradicciones. Los personajes fronterizos, tales como colonos ale-
manes, campesinos suecos, peones ucranianos, trabajadores paragua-
yos y algún que otro criminal de guerra o aventurero devorados por
la soledad y el trópico, no eran personajes novelescos sino compo-
nentes de una estructura de plausibilidad cuya lógica no nos sorpren-
día. Quizá sólo para el recién llegado la vida de frontera pueda ser
percibida como una “interestructura”, recurriendo a la terminología
de Turner, pero para sus habitantes está tan estructurada como para
los que habitan las regiones metropolitanas de los respectivos Esta-
dos. Cierto es, tal como lo hace recordar Laura Velasco (comunica-
ción personal), que en fronteras de flujo constante de miles de perso-
nas como la de México-Estados Unidos o la de México-Guatemala,
tal vez la liminaridad cobre su sentido ante un marco social en cons-
tante reestructuración. Cada frontera es distinta y sus lógicas opera-
tivas, así como sus sistemas significativos, sólo se hacen visibles a
partir de una profundización etnológica que explore las vivencias
locales, sin recurrir a un desconcierto y a un extrañamiento literario
al conocer nuestros familiares Macondos, lo que muchas veces es
producto de los totalizadores urbanocentrismos metropolitanos.
Como todo ámbito cultural, la frontera es un texto que puede ser
leído de distintas maneras, algunas de ellas pueden privilegiar el
exotismo y la diferencia respecto a las áreas centrales de un país, pero
otras podrán orientarse a enfatizar lo compartido y destacar la estruc-
turación de lo cotidiano.
Yendo ahora a otro tema, se advierte que desde la aparición de
la valiosa obra de N. García Canclini (1989) el concepto de “culturas
híbridas” ha cobrado una notoriedad que lo la hecho víctima de un
uso generalizado y a veces poco consistente. Así vemos que con fre-
288 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

cuencia las configuraciones fronterizas pretenden ser caracterizadas


como híbridas, en la medida en que conjugan elementos de dos o
más sociedades en contacto. Aunque “lo híbrido” pueda sonar como
algo espurio o “impuro”, no es ésa en realidad la idea que se pro-
pone, sino que trata de dar cuenta de la heterogeneidad interna de
las configuraciones culturales latinoamericanas. Pero aplicado a las
fronteras hace pensar que la hibridez se registra sólo en ellas y no
en el resto del ámbito estatal. Lo que ocurre es que en las fronteras
los cruces, los intercambios o las adiciones son quizás más visibles,
en tanto que en las áreas centrales éstos solían estar más sedimen-
tados y dar la imagen de configuraciones socioculturales estables y
constituidas de larga data. Sin embargo, ahora cualquier espacio
latinoamericano, desde una aldea andina hasta las grandes ciudades
y desde las selvas tropicales hasta las tundras patagónicas, son esce-
narios de cruces, o flujos, que no requieren de la cercanía de las
fronteras. La coexistencia de entes o realidades aparentemente irre-
conciliables entre sí, que constituyó una de las propuestas estéticas
del surrealismo, forma ahora parte de la imagen visual ordinaria que
ofrece América Latina. En el Amazonas, las canoas de troncos ahue-
cados que circulan por el inmenso río, pueden ostentar en su popa
una de las mundialmente difundidas sillas blancas de plástico. Un
ayoreo del Paraguay puede emprender una partida de caza llevando
consigo un walk man con su auricular en la oreja, aunque esté escu-
chando grabaciones de sus parientes de otras bandas que le trans-
miten noticias y cantos sagrados. Pero también en Oaxaca, la ciudad
colonial en donde vivo, coexisten el Mc Donald con formas cultura-
les que ya eran viejas cuando los españoles llegaron a América. En
Buenos Aires, los migrantes coreanos han reemplazado a los tende-
ros españoles y hablan un castellano transitado por el slang urbano
(lunfardo) que suena más extraño viniendo de quien viene. No
quiero abusar de los ejemplos y el lector puede proponer los suyos.
Pero quisiera destacar que esta hibridez generalizada no constituye
un momento de ambigüedad que espera una hipotética “síntesis”
futura, sino la expresión de un dinamismo social abierto a la historia
y a sus constantes transformaciones.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 289
fronteras estatales

Ya he señalado que en ningún caso las fronteras estatales de América


Latina se corresponden linealmente con fronteras étnicas. Las pre-
tendidas naciones homogéneas construidas por los estados locales a
partir de los procesos de independencia, constituyen configuraciones
sociales y culturales internamente diversificadas. Y en muchas áreas
fronterizas las poblaciones separadas por los límites estatales tienen
más vinculación histórica y cultural entre sí, que con respecto a sus
metrópolis. Así, la arbitraria delimitación de las fronteras estatales
requirió, en muchos casos, de verdaderos malabarismos ideológicos
para generar y desarrollar la supuesta singularidad e identificación
colectiva de las poblaciones incluidas dentro de una formación esta-
tal, a pesar de su indudable similitud con las de la formación vecina.
Esa supuesta identidad compartida se ha visto históricamente ame-
nazada por la presencia de los pueblos indígenas que contradicen el
modelo teórico de Estado uninacional. Y si bien los pueblos indios
se manifiestan de manera radical como actores sociales emergentes
a través de sus movimientos etnopolíticos, en realidad dichos movi-
mientos no hacen sino actualizar la presencia de los más antiguos
sujetos históricos regionales. La movilización otorga una visibilidad
global a aquellos a quienes se les había negado el derecho a la exis-
tencia y conmueve (e irrita) a las sociedades políticas, e incluso a
muchas de las sociedades civiles estatales. El monismo existencial pre-
dicado por los estados, en su búsqueda de un modelo homogéneo del
ser social, al que pretendieron construir como una ciudadanía idénti-
ca al término de referencia occidentalizante, enseñó a sus sociedades
a temer a la diferencia. Lo diferente, lo aparentemente irreductible al
ser social estandarizado, lo no calculable (en términos weberianos), es
entonces no sólo un escándalo lógico, sino también ontológico, ya que
se suponía que la homogeneidad era equivalente a la igualdad. El
derecho a una diferencia en términos igualitarios, es todavía una pre-
misa difícil de digerir para aquellos que fueron formados por la lógica
decimonónica que aspiraba a una humanidad universal, aunque esa
supuesta universalidad fuera en realidad una alegoría de la occidenta-
lización planetaria, entendida como el único proceso civilizador por
excelencia. Así, el racismo y el rechazo a lo diferente pueden ser tam-
bién entendidos como expresiones de una ciudadanía obligada a ser
homogénea por los estados.
290 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

Las fronteras estatales constituyen espacios de articulación entre


distintos “nosotros” construidos por los estados en términos naciona-
les. Es decir, entre gente cuya diferencia proviene de una adscripción
política, cuya sedimentación temporal tiene la suficiente profundi-
dad como para concebir un supuesto origen compartido.4 Habitar
un espacio considerado propio involucra entonces una temporalidad
asumida de manera colectiva. Espacio y tiempo confluyen en la ela-
boración ideológica de la pertenencia nacional. Ya el clásico ensayo
de B. Anderson (1983) y la obra de Hobsbawm y Rangel (1993) han
insistido lo suficiente sobre el carácter imaginario de la nación y
respecto al proceso de construcción de las tradiciones, como para
insistir sobre ello. Pero lo que quiero aquí destacar es que esa ads-
cripción totalizadora se expresa como una apología del “nosotros”
que pretende fundamentar la exclusión de los “otros”. De manera
similar a lo que ocurre entre las culturas diferenciadas, se construyen
estereotipos referenciales que aspiran a definir a los del otro lado de
la frontera, generalmente de manera un tanto caricaturesca y agresi-
va: “los colombianos son narcotraficantes, los venezolanos son incul-
tos, los argentinos son pedantes, los brasileños son todos negros, los
mexicanos son corruptos, los peruanos son tristes, los paraguayos son
violentos, etcétera”. Pero, tal como lo señalara páginas atrás y al igual
que en el caso de los grupos étnicos, si los acusamos de nuestras
pesadillas también les adjudicamos nuestras fantasías: “los argentinos
son europeos y cultos, los brasileños son vitales y bailadores, los
mexicanos tienen una identidad milenaria, los costarricenses viven
en un paraíso democrático, los venezolanos son alegres y divertidos,
etcétera”. De la misma manera y con la misma lógica de frontera con
la cual se inventó al “bárbaro”, se prefiere imaginar a los otros antes
que conocerlos. Se trataría de distintas modalidades de las ya men-
cionadas “identidades para el mercado” propuestas por I. Machado
(2004), propias del capitalismo tardío, que aparecen como esencia-
lizadas, objetivadas y convertidas en imágenes de consumo fácil para
las industrias culturales. Estas identificaciones podrían parecer sólo
anecdóticas, si no fuera porque pueden ser esgrimidas como parte

4 Ya en otro ensayo he postulado que las naciones contemporáneas, herederas

de la modernidad y de la lógica cultural y política derivada de la Revolución fran-


cesa, son básicamente etnias construidas por los estados, que asumen que la comu-
nidad política y la cultural son homogéneas y equivalentes (M. Bartolomé, 2000).
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 291
de la argumentación que sirve para descalificar o inferiorizar al que
habita del otro lado de la frontera. Así lo demuestra la manipulación
de los estereotipos por parte de los estados latinoamericanos en las
guerras fronterizas de este siglo, tales como las que mantuvieron
Paraguay y Bolivia, Honduras y El Salvador o Ecuador y Perú, a las
que casi se debió agregar el conflicto armado entre Chile y Argenti-
na que estuvo a punto de estallar en 1978. Los apologistas de la
propuesta unificadora bolivariana, que asumen la retórica de la “pa-
tria grande”, deberían transitar más por los contextos concretos, que
no descalifican sus perspectivas pero que las confrontan con realida-
des sociales complejas y contradictorias.
Lo que importa destacar aquí, no es la eventual necesidad de
modificar el trazado de una frontera, sino básicamente replantearnos
su naturaleza. Algunos datos cruciales para repensar las fronteras
latinoamericanas son su carácter poco estructurado y su dinamismo.
Frente a la lógica de un espacio planetario signado por el control
territorial de los estados, las fronteras se revelan como ámbitos dota-
dos de creatividades y potencialidades que constituyen su originali-
dad histórica (B. Becker, 1988). Son los lugares propicios para la
articulación social y el consiguiente desarrollo de nuevas configura-
ciones sociales. Los habitantes de pueblos fronterizos suelen tener
más relaciones, no sólo económicas sino también sociales y parenta-
les, con sus vecinos del otro país que con los miembros de la propia
colectividad estatal. Ello facilita no sólo la circulación física, sino el
desarrollo de códigos compartidos en razón de la vinculación a un
medio ambiente natural y cultural común. Los habitantes de regiones
fronterizas suelen tener un pie a cada lado de la frontera y desarrollar
la capacidad de moverse en ambos estados, aunque suelen refugiarse
en el propio en momentos de dudas o crisis interestatales (C. Lisón
Tolosana, 1997:170). Las fronteras no son el final de los países, sino
su comienzo; espacios plurales propicios para el desarrollo de nuevas
formas y estrategias de convivencia, aunque en ellas se haga sentir la
presencia y el poder del Estado. No debe seguir siendo contradicto-
rio con la lógica de ocupación estatal del espacio, aceptar que una
frontera no es un ámbito de separación sino un punto de convergen-
cia, de articulación entre similares o distintas formaciones culturales
y sociales, dotado por lo tanto de una singularidad histórica que le
otorga una especial potencialidad para el desarrollo de nuevas formas
de relación entre las poblaciones involucradas. La globalización mer-
292 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

cantil y comunicativa, así como la configuración de nuevos bloques


económicos, están cambiando aceleradamente el papel de las fron-
teras en la Comunidad Europea. Sin embargo, en América Latina, el
temor a la pérdida de hegemonía, propio de la inseguridad de los
centralismos gubernamentales, tiende a producir el mismo fenómeno
que se supone que desea evitar: esto es, el surgimiento de procesos y
poderes locales que pueden llegar a confrontase con el Estado.

fronteras internas

En varios países de América Latina las fronteras estatales incluyen a


la vez distintos tipos de fronteras internas, debido a que las expansiones
nacionales hacia los límites de sus ámbitos de control político, deter-
minaron el arrinconamiento de las poblaciones nativas cuyos territo-
rios originales fueron expropiados por los frentes expansivos. La
República Argentina es un buen ejemplo de este proceso, ya que gran
parte de sus actuales fronteras están pobladas por los sobrevivientes
de las guerras de exterminio de la segunda mitad del siglo xix, que
la historia oficial designa con el eufemismo de “conquista del desier-
to”. Los mapuche de la Patagonia fueron arrinconados contra la
Cordillera de los Andes y confinados en reservaciones fronterizas,
salvo algunos enclaves pampeanos. Los antiguos cazadores y recolec-
tores wichí (matacos), tobas, chorotes, chulupíes y pilagá de las lla-
nuras chaqueñas, quedaron refugiados en asentamientos marginales
que ocupan una mínima parte de sus tradicionales territorios de
trashumancia. Los mbya-guaraní trataron de refugiarse en las selvas
de la norteña provincia de Misiones, pero la deforestación creciente
amenaza está última frontera vegetal que ya no puede ofrecer el
cobijo de antaño. En el límite noroeste, que separa Argentina de
Bolivia, la población koya de cultura andina reivindica ahora una
identidad étnica que les ha valido la acusación de ser bolivianos, con
la misma lógica que se acusa a los mapuche de ser chilenos (M. Bar-
tolomé, 2004).
Varios autores han demostrado que durante la colonización de
América, las imágenes de los monstruos y de la demonología medie-
vales fueron frecuentemente utilizadas para intentar identificar y
clasificar la desconcertante alteridad de los indígenas (E. Amodio,
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 293
1993; A. Barabas, 2000, etcétera). La representación mítica que los
occidentales realizaron sobre el mundo de los otros, adquirió tam-
bién una dimensión espacial en cada época, ya que el espacio todavía
no colonizado debía estar poblado por seres de humanidad cuestio-
nable. Esta proyección enfermiza se ha mantenido hasta nuestros días
en las regiones de fronteras interiores, en referencia a pueblos nati-
vos no contactados o de los que se conoce muy poco. Así, para los
campesinos del oriente paraguayo, los aché-guayakí selváticos redu-
cidos en los años 60, eran poco más que gigantescos monos blancos
dotados de colas prensiles que les permitían trepar a los árboles con
una rapidez inusitada.5 De la misma manera, a los cazadores ayoreode
del Chaco Boreal les es adjudicada la posesión de dos talones (pytá
yobai en guaraní), lo que se justifica por la evidencia de las huellas
rectangulares de sus sandalias. Otro caso, mucho más socorrido por
la literatura, es el de los sanemá-yanomami de la frontera entre Brasil
y Venezuela, a quienes se les ha atribuido no sólo todas las fantasías
sobre el salvajismo, sino también el imaginario de antropólogos más
preocupados por probar sus teorías que por entender a sus interlocu-
tores (v. gr. N. Chagnon, 1968). Quizá estas proyecciones no tuvieran
mayor importancia, si no sirvieran de manera simultánea para consi-
derar que matarlos no era un delito. Así lo demuestran los homicidios
múltiples y hasta masacres generalizadas, llevadas a cabo en fechas
recientes por campesinos de distintos países que no consideraban
estar cometiendo un delito: matar “personas” era una cosa y matar
indios, otra. Las matanzas de indígenas de los años 60, como la de
Planas o la Rubiera en Colombia, donde salir a cazar indios se cono-
ce como “cuiviadas” o “guahibiadas”, se hicieron insignificantes ante
los masivos asesinatos de decenas de miles de mayas cometidos por el
gobierno guatemalteco en el decenio de los 80.
El libro de Darcy Ribeiro, Fronteras indígenas de la civilización (1970),
referido a los indígenas de Brasil y a su relación con la sociedad

5 No estoy hablando de sucesos remotos de épocas distantes, sino de la ideología

dominante en las regiones de frontera respecto a los aché-guayakí y los ayoreode


en los decenios de los 60 y 80, durante los procesos de reducción y sedentarización
de ambos grupos. A mí mismo me tocó lograr impedir la realización de una expe-
dición de caza en contra de los aché en 1967, protagonizada por furiosos campesi-
nos a quienes los “indios monos blancos” habían saqueado sus plantíos de maíz.
Hasta 1970 los soldados de las guarniciones chaqueñas eran premiados por la
muerte de un ayoreo.
294 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

nacional, debe ser ubicado dentro de este contexto de estudio de las


fronteras internas, entendido como confrontación entre indios y
“civilizados”.6 La marginación y la usurpación construyen conflictivas
fronteras internas ante los frentes expansivos nacionales que coloni-
zan el espacio estatal, tal es el caso de la frontera interior brasileña
en la selva amazónica donde, entre 1968 y 1987, se registraron 92
ataques a los pueblos indígenas organizados por propietarios de tie-
rras, respondidos entre 1968 y 1990 por unos 165 ataques a las gran-
des haciendas, protagonizados por nativos cuyos arcos y flechas de-
bieron enfrentarse a las armas de fuego (J. Souza Martins, 1997).
Incluso A. Rita Ramos (1995) ha destacado que en estas fronteras
hasta las epidemias juegan un papel político, demostrando cómo la
masiva epidemia de malaria entre los yanomami de la frontera vene-
zolana-brasileña, desatada a partir de la invasión de las tierras indí-
genas por miles de garimpeiros (buscadores de oro) hacia 1987, fue
acompañada por una inexcusable negligencia gubernamental avala-
da por la tramposa noción de “vacío amazónico” que subyace a la
imagen del área. Ya he comentado que a comienzos de los años 80,
R. Chase Smith (1983) documentó que los intentos del gobierno
peruano por colonizar su región amazónica, se basaba en la misma
noción a la que denominó como el “mito del gran vacío amazónico”,
región a la que los gobiernos insisten en considerar despobladas a
pesar de la presencia local de numerosas poblaciones indígenas sil-
vícolas. Ahora, a más de tres decenios, una obra colectiva en la que
participé (G. Barbados, 1972), registró y expuso con claridad que los
pueblos nativos de las tierras bajas de América del Sur se encontraban
ante una generalizada situación de conflicto interétnico estructural,
motivada por la obstinada resistencia de los estados a reconocer sus
derechos territoriales, al tiempo que consideraban a sus ámbitos
ancestrales como espacios vacíos que requerían de un control más
efectivo por parte de las hegemonías estatales. En estos momentos,
la situación se ha complicado más aún por la masiva presencia del
narcotráfico que hostiga e involucra a los nativos en inusitadas redes
de violencia. Así, cuando en 1990 antropólogos colombianos toma-

6 Es necesario aclarar que existe un uso consensual y no técnico del concepto

de civilización en Brasil, en alguna manera similar al francés que permite hablar de


la “civilización francesa”, por lo que son frecuentes las alusiones a la “civilización
brasilera”, que en realidad aluden a la configuración cultural de la nación.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 295
ron por primera vez contacto con una banda de cazadores nukax en
las selvas del Guaviare, advirtieron que dos mujeres tenían huellas de
heridas de armas de fuego hechas desde helicópteros: su aislamiento
centenario no alcanzó a protegerlos de la violencia demencial que
los rodeaba ( M. Muñóz y C. Zambrano, 1995).
No creo necesario aumentar la exposición de datos sobre la con-
flictividad que caracteriza a estas fronteras internas latinoamericanas.
Pero quisiera enfatizar que, aunque los límites territoriales de estas
fronteras son ambiguos y cambiantes, la diferenciación política que
involucra es lo suficientemente rígida como para generar la tensión
estructural que las define. En ellas participan miembros de un mismo
Estado, pero que sólo lo son de manera nominal, la teórica conciu-
dadana legal no excluye el brutal rechazo de la diferencia cultural.
Es una confrontación no con, sino contra los “bárbaros”, guiada por
la misma lógica excluyente que ya he comentado en estas páginas.
Gran parte de sus antagonistas directos, que integran los sistemas
interétnicos localizados, son campesinos empobrecidos, trabajadores
rurales desplazados o precarios aventureros fronterizos. Pero la po-
breza común no ayuda a construir una identificación compartida; la
situación de clase no basta para generar una conciencia de pertenen-
cia generalizada. La supuesta filiación nacional que asumen los no
indígenas es esgrimida como una membresía étnica que justifica la
discriminación y hasta el ejercicio de la violencia. Las páginas de los
periódicos regionales están tan llenas de notas sobre homicidios de
indígenas, que ya han dejado de constituir un escándalo y eso que
se registran una mínima parte de los que realmente ocurren.7 Los
cambios legislativos que reconocen la pluralidad cultural de los paí-
ses, la masiva difusión y promoción de los derechos humanos y hasta
el temor a la “mala imagen” que esos hechos puedan producir en el
exterior, no bastan para detener una confrontación asimétrica en la
cual las leyes y los tribunales son instancias casi desconocidas o muy
poco eficientes. Todavía las fronteras interiores son el espacio de
expresiones del “colonialismo interno”, legítimo concepto que P.

7 Véase al respecto el notable reportaje realizado por un equipo de investigación

periodística del diario El Tiempo de Colombia (8 de julio de 2003), que se dedicó a


recorrer todas las fronteras del país, registrando un panorama donde el temor y la
violencia forman parte de la vida cotidiana. En las fronteras colombianas habita
alrededor de la mitad de la población indígena del Estado perteneciente a decenas
de etnias asentadas en 334 de los 638 “resguardos” del país.
296 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

González Casanova y R. Stavenhagen propusieran en el decenio de


1960, pero que infortunadamente mantiene no sólo una validez teó-
rica sino su capacidad para calificar contextos en los que se confron-
tan poblaciones étnicamente diferenciadas.

migraciones y fronteras

En lo que atañe a los procesos migratorios interestatales, cabe rea-


lizar un par de observaciones para aproximarnos a algunos de los
aspectos de los cruces fronterizos. Por una parte, se trata de fenó-
menos cuya dimensión y continuidad no permiten entenderlos
como situaciones coyunturales sino como procesos estructurales,
que progresivamente han variado o transformado los contextos
sociales estatales. Por otra parte, en ellos se registra la ya mencio-
nada etnización de los migrantes, considerados como radicalmente
diferentes a la población receptora. Así, en la Argentina de los años
90, donde la paridad de la moneda local con el dólar motivó una
masiva migración de paraguayos, bolivianos y chilenos, la población
local recibió con desconfianza a esta neopoblación de la que se
consideran diferenciados tanto en lo cultural como en lo racial. Las
calles de Buenos Aires, metrópoli que tradicionalmente presume
de sus características europeas, se vieron inundadas por vendedoras
ambulantes que instalaban sus pequeños expendios en las calles,
ofertando productos alimentarios andinos y comunicándose entre
ellos en aymara, ante el desconcierto de los potenciales comprado-
res, muchos de los cuales desconocían que en el país fronterizo se
hablaran lenguas nativas. Pero esta percepción étnica se extendió
hacia todos los ciudadanos bolivianos, unificados bajo el despectivo
mote de “bolitas”.
En diferentes contextos, pero con la misma lógica, los migrantes
interestatales tienden a ser etnizados, aunque ello debe ser entendi-
do como una categoría clasificatoria externa, al ser considerados
como miembros de grupos organizacionales y culturales diferentes,
a pesar de que puedan ser ciudadanos de formaciones estatales no
muy diversa a la receptora. Incluso en alguna de la literatura antro-
pológica sobre migraciones se suele abusar de las alusiones a las di-
ferencias étnicas, aun cuando los migrantes no provengan de grupos
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 297
indígenas.8 La adscripción histórica a las distintas configuraciones
estatales latinoamericanas, ha generado nacionalidades que se perci-
ben y son percibidas como “culturalmente diferenciadas”, aunque en
realidad sólo se distinguen por la filiación estatal. Así los ciudadanos
de un Estado que vivan en el ámbito de otro, pasan a ser reconocidos
y, eventualmente, a reconocerse en términos similares a una etnia.
De esta manera se habla de la “cultura brasileña” en Paraguay, de la
que son portadores los miles de migrantes campesinos “brasiguayos” que
se asentaron en la región oriental (M. Sprandel, 2000), o de la iden-
tidad y cultura de los chilenos en la Patagonia argentina. Estos pro-
cesos han sido inicialmente más visibles en aquellos países que no
deben su fisonomía actual a procesos migratorios masivos, tales como
Argentina, Uruguay o Costa Rica, y que sólo de manera reciente se
han encontrado ante estas nuevas presencias.
Cruzar una frontera como migrante no es un proceso sencillo. Más
allá de los riesgos involucrados en la migración ilegal, el tránsito
supone una aventura existencial que conlleva numerosos riesgos
personales y sociales. Sea cuales sean las motivaciones migratorias,
que en América Latina suelen dividirse entre las necesidades econó-
micas y los exilios políticos voluntarios o forzados, todos los migran-
tes se ven obligados a redefinir la vida dentro de marcos ajenos a su
experiencia previa y a su proceso de socialización inicial. Se enfrentan
a un mundo “no sabido”, cuyas características y reglas les son ajenos, al
que deben aprender a manejar pero que no se sienten obligados a
aceptar por no haber sido internalizadas en la niñez. Los valores y
prácticas sociales que en el país de origen formaban parte de lo “real
constituido”, de acuerdo con la feliz definición de P. Berger y T.
Luckman (1973), pueden ser cuestionados en el nuevo desde la dis-
tancia que proporciona la extranjería. La filiación cultural juega aquí
un papel crítico, especialmente cuando intervienen miembros de
grupos étnicos no occidentales. En 2003, un grupo de psiquiatras de
la Universidad de Barcelona determinó la existencia de un conjunto
de síntomas asociados que padecen los migrantes, al que llamaron

8 Tal es el caso de un ensayo de A. Grimson sobre la frontera argentino-paragua-

ya, en la que adjudica un carácter étnico a los miembros de ambos países ya que al
criticar la supuesta identidad transfronteriza señala que “la reivindicación pura de
la etnicidad como espacio homogéneo oculta las propias desigualdades sociales y
de distribución del poder al interior de esos mismos grupos” (2000:227). Parecería
que el autor confunde relaciones interétnicas con relaciones fronterizas.
298 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

“Síndrome de Ulises”, en alusión a los peligros y angustias que sufrió


el mítico navegante griego en sus viajes.9 El síndrome incluye ansie-
dad, depresión, trastornos disociativos, psicosomáticos e incluso
trastornos psicóticos y, al parecer, es desencadenado por la serie de
“duelos” que tiene que sobrellevar una persona que pierde todo o
parte de su grupo parental, sus amigos, sus referencias personales,
su inserción social e incluso su seguridad física. No es tan fácil la
aventura del migrante étnico, aun sin contar con la violencia física
y moral a las que son sometidos por los funcionarios fronterizos.
Aunque perteneciente a una variante de la cultura occidental, yo
mismo soy un inmigrante permanente, un argenmex, y conozco la
desorientación existencial que acompaña inicialmente al tránsito y
el dislocamiento no sólo del espacio sino también del tiempo que
le es propio. El migrante suele sentir, a nivel más o menos incons-
ciente, que el tiempo transcurrido fuera de su lugar de origen “no
vale”, es otro tiempo que rige en el nuevo espacio, ello le produce
sorpresa y dolor cuando regresa y advierte que ni él ni sus otros
significativos son ya los mismos.10
Se suele considerar que la migración produce cambios en la
identidad de los que la protagonizan, al incorporarse a nuevos
contextos dentro de los cuales son obligados a redefinir su inserción
social previa. Sin embargo, creo que esta propuesta proviene de un
manejo no muy bien explicitado del mismo concepto de identidad.
En un ensayo del distinguido especialista Michael Kearney (1999)
se señala que las fronteras tienen la capacidad de construir y definir
identidades “legítimas”, en contra de las identidades “ilegítimas” de
los migrantes. De esta manera la frontera “filtra” a los migrantes
ejerciendo un poder clasificatorio que define su nueva identidad.
Kearney entiende a la identidad como una “dimensión culturalmen-
te construida de la persona”, pero la cultura es una de las bases de

9 Estas investigaciones fueron desarrolladas por el Servicio de Atención Psicopa-

tológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados (sappir) de Barcelona. Se trata


de un grupo pionero en el desarrollo de la psiquiatría transcultural, que expuso los
resultados de sus investigaciones ante el Parlamento Europeo el 5 de noviembre de
2003, tratando que los gobiernos europeos adopten medidas legislativas tendientes
a disminuir los padecimientos de los migrantes (El País, 14 de octubre de 2003).
10 Un documentado estudio, basado en una amplia casuística, sobre los trastor-

nos temporales que vivieron los exiliados chilenos en la multilingüe Suiza se en-
cuentra en el ensayo de Claudio Bolzman (1996), algunas de cuyas conclusiones y
reflexiones se pueden extrapolar a otros contextos y otros sujetos.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 299
la identidad que no debe ser confundida con ésta. La identidad
constituye una construcción ideológica de su sociedad que el indi-
viduo asume al internalizarla y que es derivada del contraste con
otras identidades. Este autor atribuye a la construcción cultural
identitaria la posibilidad de modificarse constantemente ante la
influencia de la sociedad receptora. Sin embargo, aunque las iden-
tidades no son esenciales y dependen de un proceso social de
identificación, tampoco son tan contingentes que se puedan modi-
ficar con sólo cruzar una línea fronteriza. Si bien la identidad pue-
de transformarse con el tiempo, los mecanismos que operan en los
cruces se refieren más a procesos de condición o de identificación que
de identidad. Ya en algunas otras oportunidades, incluso en el ca-
pítulo 2, he destacado que existe una cierta utilización apresurada
del concepto de identidad, que debe ser claramente distinguido de
una identificación o de una condición. La identidad supone la asun-
ción de una lealtad fundamental que puede llegar a ser totalizado-
ra, tanto desde el punto de vista objetivo como subjetivo; en tanto
que la identificación o la condición se manifiestan como adscrip-
ciones coyunturales que pueden definir la filiación y orientar las
conductas pero que tienden a desaparecer junto con la situación
que las ha generado. Así, la identificación o la condición de “ilegal”
desaparece automáticamente, salvo del recuerdo, cuando se cruza
la frontera en sentido inverso. Los migrantes étnicos no asumen nuevas
identidades derivadas de las clasificaciones externas, sino nuevas re-
presentaciones de su identidad como miembros de una colectividad
que se confronta con otra en un nuevo contexto. Esto no excluye que,
a lo largo del tiempo, el nuevo proceso social de identificación en
el que están involucrados los migrantes, los lleve al desplazamiento
y reemplazo de sus identidades previas, pero la tendencia es a re-
formularlas manteniendo la distintividad. De hecho, si algo define
a la migración indígena mexicana en los Estados Unidos, es la ten-
dencia a aglutinar a los migrantes en sociedades de ayuda mutua
apenas cruzan el famoso border. Es decir que las nuevas identifica-
ciones y condiciones aluden no sólo a individuos sino a grupos que
deben redefinirse en cuanto tales.
300 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

comunidades y sociedades transnacionales o interestatales

La literatura sobre la migración internacional ha registrado y reflexio-


nado respecto al desarrollo de las llamadas “comunidades transnacio-
nales”, aludiendo a las configuraciones constituidas por los migrantes
que no pierden la vinculación con las localidades de origen (M. Kear-
ney y C. Nagengast, 1989; M. Kearney, 1995; F. Besserer, 1999). Este
término ha sido usado para exponer la existencia de un tipo de migra-
ción cuyo aspecto básico no radica en la temporalidad o la permanen-
cia, sino que supone el desarrollo de complejas redes de articulación
entre los emigrados y sus localidades de origen, dando lugar una nue-
va configuración social, y eventualmente cultural e identitaria, prota-
gonizada por personas que viven a ambos lados de una frontera estatal
a la que atraviesan con alguna frecuencia. Se trata de un nuevo cos-
mopolitismo de algunos sectores tradicionalmente pobres o margina-
dos de sus Estados,11 que ahora suelen esgrimir su doble ciudadanía
de hecho como un derecho que sus mismos Estados deberían recono-
cer y cuyas lealtades políticas pueden encontrarse divididas por las
distintas pertenencias. Sin embargo, su configuración comunitaria se
realiza al margen y, muchas veces, a pesar de la voluntad de los Estados
y fuera del ámbito político y discursivo generado por éstos para sus
ciudadanos. La sola existencia de este tipo de comunidades demues-
tran las ambigüedades y contradicciones de los Estados latinoamerica-
nos contemporáneos, quienes han renunciado a sus obligaciones
respecto a un gran sector de sus habitantes. La lógica mercantil impe-
rante, donde las reglas del mercado son consideradas como productos
de una legalidad extrínseca que rige los destinos de los Estados y sus

11 Algún día será preciso realizar una etnografía actualizada de los aviones. Los

vuelos que salen de la ciudad de Oaxaca, donde vivo, suelen hacer conexión inme-
diata con vuelos destinados a la frontera norteamericana, por ello tanto los viajes
de ida como regreso suelen estar llenos de migrantes provenientes de las comuni-
dades indígenas expulsoras. El aspecto de estos hombres y mujeres refleja una vida
de cruces múltiples, que se manifiesta tanto en su abigarrada indumentaria como
en el uso alternativo del inglés y el castellano; cuando hablan en voz alta lo hacen
en un inglés desafiante dirigido más hacia los otros pasajeros que a sus interlocu-
tores y cuando la conversación es íntima recurren al castellano y a la voz baja. Los
vuelos de regreso se atiborran de cajas de cartón con ropas y electrodomésticos, los
de ida con tortilla, totopos y mezcal destinados a los parientes. Incluso alguna vez
me ha tocado compartir con ellos asientos en la primera clase, ya que estaban be-
neficiados, al igual que yo, por el up grade derivado de la condición de viajeros
frecuentes.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 301
poblaciones, hace que las clases políticas no consideren a la pobreza
y a la migración como una cuestión que les compete solucionar, sino
como parte de las reglas de juego del sistema económico mundial.
Incluso se dan casos extremos como el de México, donde ahora las
remesas de los migrantes representan el primer ingreso nacional (más
de 20 mil millones de dólares para 2005) superando al petróleo gra-
vado por una deuda colosal. Una vez más, tal como ha sucedido a
nivel histórico, de los más pobres se extrae la plusvalía que alimenta
el desarrollo local del capitalismo.
Otro tipo de colectividades interestatales latinoamericanas son las que
han sido construidas por la imposición de fronteras estatales que frag-
mentaron a comunidades pertenecientes al mismo grupo etnolingüísti-
co. En algunos casos, la rigidez de las fronteras determinó una progre-
siva separación de estas agrupaciones, aunque los lazos de solidaridad
lingüística, la afinidad cultural y, eventualmente, las relaciones parenta-
les o comerciales propias, han intentado trascender las arbitrarias divi-
siones políticas. Son muchas las configuraciones de esta naturaleza pero
no se pueden dejar de mencionar a los mayas separados por México y
Guatemala; los wayú (guajiros) divididos por Venezuela y Colombia; los
kariña separados por Guyanas y Venezuela; los kunas de Panamá que
también habitan en Colombia; los ya mencionados yanomami que ocu-
pan la región fronteriza entre Brasil y Venezuela; los ayoreode, reparti-
dos entre Bolivia y Paraguay, los qom (tobas) de Argentina y Paraguay;
los mapuche de ambos lados de la cordillera que separa a Chile de Ar-
gentina; o los avá-guaraní que se ubican en territorios que ahora perte-
necen a Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú, Argentina y hasta al antes desin-
digenizado Uruguay, donde se han asentado algunas familias extensas
en los últimos años. En ningún caso las legislaciones de los países que
los consideran sus ciudadanos aceptan esta filiación interestatal objetiva.
Incluso, como ha ocurrido en Argentina, cuando protagonizan movili-
zaciones en pos de objetivos propios son acusados de ser ciudadanos de
los países limítrofes (M. Bartolomé, 2004). Los miembros de estas colec-
tividades etnolingüísticas pueden llegar a ostentar una doble nacionali-
dad “de facto”, e incluso poseer los documentos que los acrediten como
miembros de los países que poseen sus antiguos territorios, aunque ello
sea considerado “ilegal”.12

12 Un caso particularmente dramático, a la vez que un tanto grotesco, es el

protagonizado por alrededor de 15 000 indígenas ngobes y buglé de la frontera


302 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

Sólo en los últimos años algunos de los grupos han iniciado pro-
cesos de reconstitución étnica, tendentes a incrementar las relaciones
con sus paisanos e intentando les sea reconocido el derecho a una
más ágil circulación fronteriza. Así lo exhiben los recientes estudios
realizados con referencia a los nuevos vínculos transnacionales de los
indígenas ecuatorianos y bolivianos, quienes han creado redes étnicas
transnacionales a las que ya se pueden considerar como parte de los
procesos estatales y de las transformaciones de las sociedades locales,
cada vez más vinculadas a actores e instituciones internacionales (S.
Radcliffe, N. Laurie y R. Andolina, 2002). A los estados no les gusta
mucho estos procesos, pero al parecer son inevitables: recuerdo a un
amigo wayú que me comentaba el hecho de que cuando Colombia
y Venezuela comerciaban entre sí, eso se llamaba “mercado común”,
pero cuando los hacían ellos se llamaba “contrabando”. Son entonces
colectividades donde las fronteras hacen que se registre una multilo-
calidad, entendida como el “conjunto de mapas mentales que com-
prenden las múltiples geografías de su identidad”, tal como ha sido
lúcidamente expresado por W. Douglass (1999) en sus estudios de
las fronteras pirenaicas. Esta multilocalidad, concepto propuesto por
G. Marcus (1995) y asociado a la etnografía interestatal en el llamado
“sistema-mundo”, constituye un dato significativo y un argumento
relevante en contra de los rígidos nacionalismos estatales y su carác-
ter excluyente (J. Pujadas y E. Martín, 1999).
Un caso de comunidad interestatal que vale la pena volver a co-
mentar es la de los guaraníes, ya que expresa una relación con el
espacio muy distinta a la que tipifica la los estados que los contienen.
Para éste, y para otros grupos étnicos, la vivencia cultural del espacio
es muy diferente a las conceptualizaciones propuestas por la geogra-
fía económica o la ciencia política. Para los estados contemporáneos
sus territorios son concebidos como ámbitos donde se desarrolla la

entre Panamá y Costa Rica, provincia de Chiriquí, que carecen de nacionalidad


formal de ninguno de los dos países. Por carecer de servicios médicos estos grupos
“panameños” se acercaron a la frontera con Costa Rica donde existe un hospital.
Costa Rica alega que por ser hijos de panameños no les puede dar documentación
(aunque rige el jus soli), a su vez, Panamá les exige una constancia de nacimiento
en Costa Rica para reconocerles alguna posibilidad de documentación. Es así que
estas personas sin Estado son conocidas como chiriticos, término mixto que conju-
ga a la provincia de Chiriquí y a la condición de costarricenses (ticos) (Boletín
despu, 24 de otubre de 2000, Panamá).
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 303
hegemonía y el control de la población, son entonces básicamente
espacios sobre los cuales se ejerce un dominio. Para la perspectiva
económica imperante la tierra ha sido degradada al considerarla sólo
como un medio de producción; al igual que la flora, la fauna, las
aguas y los productos del subsuelo que son percibidos exclusivamen-
te como recursos. Al contrario de las formaciones políticas que los
incluyen, los numerosos grupos guaraníes que pueblan el trópico
húmedo sudamericano no manifiestan una noción de territorialidad
estable, a pesar de ser agricultores sedentarios: para ellos todo lugar
de la selva está sujeto a las mismas simbolizaciones que definieron
los protagonistas de su vasta cosmología. Ríos, árboles, animales,
plantas, todo tiene su arquetipo inaugurado en el illo tempore mítico,
cuando se estipularon tanto sus características como la relación que
se debe establecer con ellos. Así, la tradición migratoria guaraní,
ideológicamente normada por la búsqueda de la mítica yvy mará ey
(Tierra sin Males), los llevó y los lleva a transponer múltiples fronte-
ras estatales, siempre y cuando puedan relacionarse con un medio
ambiente conocido al estar simbólicamente codificado. La lógica
cultural del oguatá, andar, supone que no hay lugares definitivos de
llegada, el mismo tránsito es el que va construyendo una territoriali-
dad, pero no como espacio de control sino ámbito de relación,
donde la vida debe estar regida por los mismos principios que estruc-
turan la tekó porá, la norma sagrada que asocia el nomos con el cosmos,
integrándolos a una misma esfera de significados. Para los guaraníes
la relación con la tierra no puede ser entendida como una propiedad,
sino como una vinculación normada y sacralizada con un elemento
prestado destinado a ser cuidado; los seres humanos son custodios
de la tierra y no sus dueños. En más de una oportunidad me ha to-
cado relacionarme con grupos guaraníes que asumían de manera
instrumental distintas filiaciones estatales de acuerdo con sus poten-
ciales beneficios coyunturales. Sus demandas no se refieren tanto a
la dotación de territorios fijos, como a la libertad de poder cruzar las
fronteras estatales impuestas sobre sus espacios de trashumancia. La
identidad guaraní no toma como uno de sus referentes a la tierra
como posesión sino como ámbito de convivencia con las entidades
que la pueblan: así, los principales emblemas identitarios son la len-
gua y la cosmología, que les permite reproducirse como comunidad
diferenciada en cualquier espacio donde se asiente una de sus fami-
lias extensas ampliadas (M. Bartolomé, 2004a).
304 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

En ocasiones las comunidades interestatales de frontera manifies-


tan un carácter multiétnico, dando lugar a complejas y ambiguas si-
tuaciones en donde las identidades son objeto de frecuentes nego-
ciaciones. Tal es el caso recientemente estudiado por S. G. Baines
(2003) de los indígenas makuxi y wapichana que habitan la frontera
entre Brasil y Guyana. En esta poco conocida región fronteriza los
actores locales recurren a diferentes identificaciones para legitimarse
como “verdaderos” ciudadanos de sus respectivos marcos estatales.
Así, una de las diputadas locales de Guyana se presenta a sí misma
como indígena arawak, a pesar de que tanto indígenas como no in-
dígenas la perciben como una comerciante explotadora de la pobla-
ción nativa. Del otro lado de la frontera, la alcaldesa brasileña de la
localidad de Uiramuta, creada de manera inconsulta en el interior
de una reserva indígena, se define de manera pública como india
makuxí, aunque en realidad es hija de uno de los invasores de las
tierras indias. En ambas franjas fronterizas las identidades étnicas,
frecuentemente estigmatizadas en otros contextos de los mismos
países, son un recurso para conseguir votos al recurrir a ellas como
legitimadoras de las respectivas filiaciones nacionales, en un ámbito
marginal donde las hegemonías estatales son un tanto laxas y sólo lo
indígena posee la profundidad histórica necesaria para establecer
derechos territoriales, aunque sea a nivel ideológico. Si bien en los
dos países las poblaciones indígenas son minoritarias (en Guyana
cerca de 7% y en Brasil alrededor de 2 o 3%), en esta frontera son
mayoritarias (Guyana 80% y Brasil más de 70%). De esta manera, y
contradiciendo las lógicas estatales al respecto, la indianidad legitima
ideológicamente la nacionalidad, aunque en la práctica los nativos
sean objeto de una explotación y violencia sistemáticas, por parte de
aquellos que recurren a usurpar dicha identificación para definir sus
contradictorios papeles fronterizos.

fronteras temporales

Como herencia de la Ilustración y del evolucionismo social unilineal


decimonónico, hasta el presente se tiende a percibir a las diferencias
culturales como resultantes de distancias temporales. Y aunque el
pensamiento social encuentre algunos matices en estas perspectiva,
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 305
para las sociedades políticas latinoamericanas y para la mayoría de
los habitantes de los estados, la modernidad es sinónimo de progre-
so tecnológico y económico que implica un avance en el tiempo. A
su vez, lo considerado “tradicional” es percibido como lo opuesto a
lo moderno y aunque sea manipulado por los folclorismos identita-
rios nacionales, se asume que tarde o temprano lo tradicional cederá
lugar a lo moderno, cuya “racionalidad” lo haría cualitativamente
superior a lo tradicional.13 Tal como lo señalara H. Bhabha (2002)
para el caso de la población negra en los ámbitos coloniales, los
nativos son percibidos como miembros de un pasado del que la po-
blación mestiza o blanca es el futuro. Como resultado de esta cons-
trucción ideológica en América Latina lo diferente suele ser visuali-
zado como arcaico, como el remanente de una etapa anterior de una
supuesta evolución social universal, en cuya cúspide estamos “noso-
tros”. Siguiendo a O. Harris (1996) se puede sugerir que la moder-
nidad supone un tipo de “temporalidad preconcebida”, es decir, la
temporalización de un concepto ideológico que supuestamente or-
dena nuestra relación con el tiempo y por ende con la historia. De
esta manera, las fronteras temporales se construyen con base en la
apelación a la ideología de la modernidad, entendida como una
contemporaneidad confrontada con los sectores sociales considera-
dos “tradicionales” a los que se supone anclados en el pasado.
Cabe a M. Berman (1988) haber destacado algunos de los aspectos
más sugestivos que reviste el concepto de modernidad. Originada
desde los descubrimientos geográficos del siglo xvi y argumentada a
partir de la Revolución francesa de 1790, en el siglo xx la idea de
modernidad se diversificó y expandió por todo el mundo, aludiendo
tanto al crecimiento tecnológico y científico, como al hecho de que
las sociedades no son pensables sin una constante dinámica de cambio,
ya que asume la capacidad humana de transformar la realidad. Una
expresión estética de esta ideología se manifestó en el modernismo,
que suponía que cada autor debía introducir algún nivel de cambio
respecto a sus antecesores inmediatos. Así, hemos entrado al siglo

13 Al analizar el imaginario de la modernidad G. Balandier destaca que “la mo-

dernidad occidental es conquistadora, se entiende a sí misma como exclusiva. De


acuerdo con sus opciones fundamentales intenta crear un mundo unificado por
necesidades cada vez más idénticas (regidas por las mercaderías y el mercado), o
por una adhesión ideológica única, expansiva, que explota sus potencialidades to-
talitarias” (1997:230).
306 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

xxi instalados en un devenir perpetuo, donde la noción de cambio


forma parte de la experiencia cotidiana de gran parte de la humani-
dad. Pero, más allá del estatuto teórico que se quiera otorgar al
concepto de modernidad, para los pueblos indígenas es sinónimo de
occidentalización, ser moderno es dejar de ser lo que se es para tra-
tar de ser otra cosa, y esa “otra cosa” es el modelo referencial occi-
dentalizante que hacen suyo los sectores gobernantes de los estados
latinoamericanos. Aunque no sólo Latinoamérica padece esta ideo-
logía: en las calles del Cairo una joven egipcia me señaló que ella no
usaba chador, la pañoleta islámica, porque era una “muchacha mo-
derna”; algunos de los hijos de los camelleros de Túnez aspiran a la
modernidad nudista que exhiben los turistas alemanes de la costa y
para una ejecutiva marroquí presentarse de manera moderna es no
usar su propia ropa.14 También en la Europa del Este postsoviética,
la modernidad tiene la connotación de llegar a pertenecer a la socie-
dad occidental contemporánea (V. Hubinger, 1997). Sin embargo, y
tal vez con más intensidad que en otros ámbitos, en América Latina,
modernidad y occidentalización son sinónimos, ya que la ideología
modernista del cambio se comporta como el sustento imaginario para
la inducción a la aculturación compulsiva de índole occidentalizante.
Esto ha generado reacciones contestatarias por parte de los sujetos
de esa modernización, tal como lo expresa visceralmente una inves-
tigadora quechua otavaleña del Ecuador:

La modernidad excluye todo lo que no encuadre dentro de su racionalidad,


están negados los sueños, los misterios, la naturaleza, inclusive las culturas.
Las oposiciones global/local, moderno/tradicional, sagrado/secular, culto/
popular, son oposiciones no válidas ni complementarias, son tiempos y espa-
cios que deben ser uniformados, bajo el eje de la cultura occidental domi-
nante” (L. Lema Otavalo, 2001:1).

14 Viene aquí al caso citar las palabras de Amin Maalouf (1999:95) cuando re-

flexiona que “Para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios o los america-
nos, y también para los griegos y los rusos […] la modernización siempre ha impli-
cado el abandono de una parte de sí mismos. Incluso cuando ha suscitado
entusiasmo, siempre ha ido acompañada de una cierta amargura, de un sentimien-
to de humillación y renuncia. De una interrogación incisiva sobre los peligros de
la asimilación. De una profunda crisis de identidad”.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 307
En este sentido, cabe a B. Anderson (1993:43) haber destacado,
siguiendo a W. Benjamín, que los nacionalismos tratan de imponer
la homogeneidad también a nivel de la temporalidad, recurriendo a
la noción de un tiempo homogéneo y vacío, a través del cual se
mueve la nación, como un organismo sociológico que atraviesa la
historia. De esta manera, la nación no experimenta rupturas ni re-
formulaciones, sino que se manifiesta como una especie de comuni-
dad inmemorial que estaría prefigurada en todos sus antecedentes y
dotada de un mismo futuro. En este viaje por el tiempo, todos los
miembros de una nación deberían ser contemporáneos, así que los que
manifiestan diferencias son percibidos como anormalidades tempo-
rales de la comunidad que se mueve de manera conjunta. Lo dife-
rente no es sólo lo negativo sino también lo arcaico, o quizás sea
negativo por ser arcaico.
En su ya clásico ensayo donde explora las contradicciones de la
modernidad latinoamericana, N. García Canclini propone conside-
rar lo que él llama la heterogeneidad multitemporal de cada nación
(1989:15). Al advertir la coexistencia de lo tradicional, lo moderno
y lo posmoderno, destaca el carácter híbrido de las configuraciones
culturales latinoamericanas. Sin embargo y sin discutir la validez
genérica de su argumentación, creo que se puede caer en una es-
pecie de trampa evolucionista al privilegiar la temporalidad casi
como sinónimo de complejidad evolutiva. Más allá de las diferentes
perspectivas teóricas estamos generalmente acostumbrados a pensar
en términos de temporalidad. Al develar la historicidad del presente
lo asumimos como una acumulación de secuencias temporales cuyos
contenidos concretos se superponen y eventualmente contradicen.
En realidad todos los contenidos de una temporalidad dada son si-
multáneos; una exitosa caza con arco y flecha y la puesta en marcha
de una central atómica en un mismo país y momento, no marcan
discontinuidades temporales sino la existencia contemporánea de
diferentes tradiciones culturales. En este sentido creo que es funda-
mental asumir la contemporaneidad de lo múltiple y no la búsqueda de
una pretendida homogeneidad o síntesis de la acumulación histórica.
Nadie es totalmente tradicional o moderno, ya que el pasado vive en
el inasible presente que es sólo un pasado más cercano. Recordemos
que Margaret Mead ya había propuesto que “los hombres que son
portadores de tradiciones culturales distintas entre sí, ingresan en el
presente en el mismo instante cronológico […] como parte de un
308 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

sistema complejo de muchos seres vivos que interactúan en un en-


torno único” (1997:103). Ese sistema complejo constituye ahora el
mundo globalizado, donde todos coexistimos de manera simultánea
aunque detentando diferentes posiciones de poder y recurriendo a
diversas estrategias de supervivencia. Y esto también se aplica a los
pueblos indígenas que han logrado compatibilizar las computadoras
y el Internet con sus propias tradiciones sin que ello sea vivido como
una contradicción. Replanteando el clásico ensayo de P. Murdock
propongo que no hay “contemporáneos primitivos”, sino contempo-
ráneos a secas, pertenecientes a diferentes tradiciones culturales cu-
yas fronteras se entrecruzan con frecuencia con las de otros sectores
de un mismo Estado.15 Aunque debemos recordar que esta permeabi-
lidad de las fronteras temporales no implica un proceso de circula-
ción bidireccional, sino una imposición hegemónica producida por
la asimetría en las relaciones de poder. Las sociedades subordinadas
buscan compensar esta asimetría con múltiples estrategias adaptati-
vas, entre ellas adoptar lo “moderno”, que tratan de preservar la al-
teridad a pesar de los cambios en los referentes culturales que la
definían en un momento dado. Una alternativa a esta modernidad
coercitiva sería asumir, como lo propone J. Beriain (2002), la idea de
múltiples modernidades, de distintos imaginarios sociales que inte-
gran al mundo contemporáneo, concebido como la historia, y el
presente, de las continuas constituciones y reconstituciones de dife-
rentes programas y proyectos culturales. Es decir, y con referencia a
las poblaciones indígenas, sería aquello que un indigenismo contes-
tatario al dominante de la época, había pretendido resumir y propo-
ner con el término de etnodesarrollo, entendiéndolo como un proceso
de transformación y actualización histórica (científica, tecnológica)
propuesto y llevado a cabo por sus mismos protagonistas.

15 Debo a mi colega Laura Velasco la observación personal de que esta coexis-

tencia temporal no supone la participación en un mismo pasado y tampoco ne-


cesariamente de un mismo futuro. La contemporaneidad de lo múltiple no im-
plica una unificación de la diacronía, sino su convivencia en un mismo ámbito
espacial.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 309
fronteras étnicas

La noción de frontera nos conduce a la construcción de discontinui-


dades que delimitan identidades diferenciadas entre los estados se
manifiestan como límites territoriales celosamente defendidos, pero
entre las etnias se tratan de fronteras interactivas. Es decir, que cuan-
do hablamos de fronteras étnicas debemos abandonar, en la mayoría
de los casos, la metáfora o dimensión espacial de las fronteras y cen-
trarnos en su carácter de estructura conceptual construida a partir
de relaciones y contrastes simbólicos y sociales (I. Bashrow, 2004:451).
Incluso la apelación a las diferencias culturales ya no es suficiente
para dar cuenta del mantenimiento y desarrollo de viejas y nuevas
formas de diferenciación. Las adscripciones étnicas aparecen como
irreductibles al desplazamiento, e incluso a la desaparición, de las
formas culturales y lingüísticas que les otorgaban contenido especí-
fico en un momento dado, demostrando que se basan en lógicas que
no hemos logrado comprender en su totalidad. Por lo tanto, las
fronteras que construyen, los límites sociales que generan, no remi-
ten necesariamente a factores culturales sino a las construcciones
ideológicas de sus protagonistas. Suele confundir el hecho de que en
dicha confrontación se esgriman algunos referentes culturales selec-
cionados del repertorio antiguo o presente, que son retomados como
rasgos diacríticos o factores emblemáticos. Como ya lo señalara, su
papel es básicamente simbólico y remite a la posibilidad de visualizar
o materializar la diferencia a través de algunos enunciados concretos,
que pueden ser tanto la indumentaria, los valores, la culinaria, la
lengua, la ritualidad, ciertas prácticas sociales o determinados siste-
mas normativos. Estos emblemas anuncian la presencia de un ámbi-
to propio, más o menos diferenciado del de los “otros”, contenido
en el espacio semántico de la cultura, cuyo texto se supone que
construye un estilo de vida exclusivo.
Con frecuencia, la selección interesada de algunos de los rasgos
culturales nativos es utilizada para descalificar a los “otros” y justificar
su irreductibilidad al “nosotros”. Así, por ejemplo, suele señalarse la
incompatibilidad de los sistemas indígenas de resolución de conflic-
tos con las lógicas jurídicas estatales, seleccionando de manera tram-
posa aquellos aparentemente más inaceptables, tales como la ejecu-
ción de homicidas, la práctica del infanticidio o la dominación de las
mujeres. En realidad, estas incompatibilidades son muy poco frecuen-
310 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

tes y pueden ser eventualmente negociables.16 Sin embargo, la cultu-


ra suele ser ahora acusada de comportarse como una creadora de
diferencias y exclusiones, olvidando lo que los antropólogos había-
mos aprendido desde un principio y de lo que hemos hablado en el
primer capítulo, es decir que las culturas permiten ser y hacer, dife-
renciar no es su propósito sino una consecuencia de la confrontación de
unas con otras. En este sentido, una antropología de las fronteras
étnicas es también una antropología de la ideología y del discurso
que pretende justificarlas, lo que incluye tanto a la narrativa de la
frontera tanto como a su existencia fáctica.
En la actualidad se registra una cierta orientación hacia la negación
no sólo de las fronteras estatales sino también de la misma noción
de frontera, lo que incluye a las fronteras étnicas, como uno de los
probables resultados de la llamada globalización, entendida a su
manera por distintos individuos, países y grupos. A todas ellas subya-
ce la imagen de un mundo único en formación, proveniente tanto
del evolucionismo unilineal como de una vocación universalista que
se traduce en prácticas hegemónicas, ya que lo aparentemente uni-
versal se parece demasiado al modelo occidental. Ante la posibilidad
de optar por las múltiples alternativas existenciales que ofrece el
mundo globalizado, las fronteras pasaron a ser percibidas por algu-
nos antropólogos como emblemas rígidos y esencializados de las
diferencias, que constituirían arbitrariedades heredadas de un pasa-
do y a cuya delimitación habría contribuido incluso la misma antro-
pología, al representar a los grupos indígenas como totalidades de-
finidas por límites arbitrarios (v. gr. A. Ghupta y J. Ferguson, 1997).
Pero, aunque no les guste a algunos autores, la realidad objetiva es
que las diferenciaciones se han mantenido, e incluso incrementado
en lugar de disminuir, ya que la comunicación incrementa la con-
frontación y la voluntad de imponer límites, lo que es coherente con

16 Entre los kuna de Panamá, el homicida debe ser teóricamente enterrado vivo

junto al cadáver de su víctima, pero esta práctica es en realidad casi inexistente,


puesto que los victimarios son entregados a las autoridades panameñas o ellos
mismos huyen y se refugian en el seno de las leyes estatales. Los grupos chaqueños
de tradición cazadora practicaban el infanticidio, pero dicha práctica, vinculada a
un estilo de vida nómada comenzó a desaparecer a partir de la sedentarización. En
las comunidades mesoamericanas las mujeres no tenían participación en los siste-
mas de cargos políticos y religiosos, hasta que la migración masculina y los nuevos
contextos sociales determinaron una creciente presencia femenina en la vida polí-
tica, llegando incluso a desempeñar posiciones que antes les estaban vedadas.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 311
el carácter contrastativo de la identidad que requiere de identidades
relacionadas para poder definirse unas frente a las otras. También
hay quienes realizan una apología de las fronteras de manera explí-
cita, como se advierte en las propuestas esgrimidas por ideólogos
conservadores, tales como S. Hutingtong (1997), G. Sartori (2001)
o M. Azurmendi (2003), para los cuales el mantenimiento de las
fronteras entre culturas diferenciadas es un requisito para la preser-
vación de la cultura occidental.
Las fronteras étnicas no constituyen necesariamente una fuente
potencial de conflicto, salvo cuando son implementadas para estable-
cer situaciones de segregación y discriminación social o racial. Es
decir, cuando no responden al juego de las estructuraciones ideoló-
gicas de las mutuas representaciones colectivas de los grupos en
contacto, sino cuando son impuestas como límites entre dominantes
y dominados, en contextos donde se registra un pluralismo desigual
al que las fronteras étnicas pretenden reproducir y perpetuar. Al
contrario de los que asume la retórica posestructuralista, cuando
pretende destacar que las fronteras culturales son absurdas en un
mundo signado por la hibridez cultural de sus miembros, ya que
todos somos “impuros” o in-between de acuerdo con la socorrida for-
mulación de O. Bhabha (2002), las fronteras étnicas manifiestan la
presencia de sujetos sociales colectivos que no aspiran a disolverse en
lo global. El hecho de que todas las configuraciones étnicas conten-
gan aspectos interculturales, sincréticos o apropiados, no excluye el
hecho de que se perciban y sean percibidas como grupos diferencia-
dos. Ello podrá disgustar a algunos autores pero es, tal como lo de-
muestra la más reciente investigación antropológica latinoamericana,
que da cuenta de los procesos de reactualización identitaria, etnorre-
sistencia, movilizaciones etnopolíticas, etnogénesis, reetnificación,
etcétera, como lo hemos visto en los capítulos anteriores. Quienes
consideran que las fronteras culturales son inexistentes, suelen basarse
en la imagen de un mundo de clases medias influidas por el comercio
global, el aumento de las comunicaciones de masas, la difusión de las
industrias culturales, la emergencia de nuevas identificaciones sociales,
el incremento de las migraciones y otros factores globalizantes. Pero
estos flujos no afectan a todos por igual y no marcan necesariamen-
te una irreversible tendencia histórica, tal como lo auguraran los
fallidos paradigmas sociales preexistentes que veían en la acultura-
ción planetaria un destino indiscutible. En América Latina millones
312 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

de personas nunca han hecho una llamada telefónica, muchas más


ignoran la existencia del internet, los millones que viven bajo la línea
de la pobreza carecen de expectativas de consumo suntuario. La
exclusión constituye un fenómeno diferente a la explotación, ya que
ahora millones de hombres y mujeres piden que les extraigan la
plusvalía pero que les den trabajo. No se puede juzgar a toda la hu-
manidad por el modelo de las burguesías metropolitanas y sus emu-
ladoras periféricas. Éste es un marco más realista para comprender
que las diferencias culturales puedan mantenerse aun en el contexto
de una globalización excluyente. Incluso destaca que pueden no
desaparecer aun en el hipotético caso de una inclusión mundial de
todos los ahora marginados, puesto que el aspecto afectivo de las
lealtades étnicas tiene, tal como lo demuestra la historia,17 una inten-
sidad que se resiste a ser entendida por algunos analistas.
Resulta obvio que no estoy apelando a ningún tipo de fundamen-
talismo esencialista, sino precisamente todo lo contrario: las culturas
cambian y también las identidades que expresan se transforman e
incluso desaparecen, pero ello no puede ser aceptado como la impo-
sición coercitiva de un grupo o proceso hegemónico. No es realizar
una apología de las fronteras étnicas, sino destacar que para que una
colectividad étnica exista como tal necesita de una frontera interac-
tiva, aunque las reglas de la interacción varíen con el tiempo y las
circunstancias. A su vez, el registro etnográfico destaca que, aunque
la cultura cambie con el tiempo, siempre se recurre a referentes cul-
turales emblemáticos, aunque éstos aludan a contextos del pasado. Más
allá de la apelación a la identidad que se podría leer en estas conduc-
tas sociales, lo étnico no puede manifestarse como tal sin algún tipo
de referente cultural posible que le otorgue un sentido diferencial
respecto a otros grupos sociales. Sin ese límite social y cultural que la

17 Los catalanes y los vascos de España se encuentran entre las autonomías más

prósperas del país y, eventualmente, entre las más conectadas al sistema mundial,
sin embargo, hoy en día son más vascos y catalanes que nunca, aunque sus aspi-
raciones etnopolíticas se expresen de diferentes maneras. En otra dimensión, los
zapotecos binnizá del Istmo de Tehuantepec, etnia organizacional que exhibe
los mayores índices de conectividad tanto con el sistema mundial de comunica-
ciones como con la economía del capitalismo contemporáneo, se cuentan entre
los grupos más vitales tanto a nivel lingüístico como cultural. Algo similar ocurre
con los quechuas otavaleños de Ecuador, cuya intensa dinámica comercial que los
lleva a recorrer el mundo, no implicó una abdicación sino una reformulación de
su filiación étnica.
FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS 313
contiene y que la expresa, una etnia no podría existir en cuanto tal y
se diluiría en el seno del Estado o de la formación social mayoritaria
dentro de la cual se encuentre políticamente contenida.

un comentario final

Como suele suceder, o al menos suele sucederme, las palabras se han


hablado entre ellas y me he extendido sobre más cuestiones de las
que enunciara al principio de estas páginas. Soy víctima de mi propia
flexibilidad en la noción de límites. Es muy difícil controlar las fron-
teras del discurso cuando éste involucra tantos temas interconecta-
dos, cada uno de los cuales ameritaría una exposición pormenoriza-
da. Pero, espero que quede claro, la noción de discontinuidad se
hace manifiesta en todos los aspectos de exposición precedente. Lo
discontinuo ha sido tratado tanto como una expresión de las lógicas
políticas, como en términos de su conexión con las lógicas étnicas y
culturales. Y quiero destacar que, en ningún caso, las discontinuida-
des políticas, sociales, temporales y culturales que contribuyen a
construir el pensamiento de la diferencia son irreductibles entre sí.
Por ello la discontinuidad no debe ser sinónimo de confrontación, sino
espacio de la negociación entre estados, individuos y culturas, a partir
de la estructuración de un diálogo equilibrado que no se base en la
imposición de las hegemonías, sino en el respeto a los derechos colec-
tivos de las minorías. Es éste un mundo ya demasiado conflictivo como
para proponer, aunque sea instrumentalmente, la vigencia de fronteras
y fundamentalismos políticos, económicos o culturales que escapen a
las múltiples posibilidades de la convivencia humana.
He señalado que dentro del contexto reflexivo contemporáneo,
parece imperativo intentar ejercicios de conceptualización que per-
mitan una mejor aproximación a temas que ya se creían resueltos
por la investigación antropológica, pero que ahora resurgen como
una emergencia crítica de nuestro tiempo. Y es que las aparentes
resoluciones de problemas teóricos o la exhibición del carácter con-
tradictorio de ciertas lógicas políticas, no implican su automática
validación o descalificación en los contextos sociales signados por el
conflicto interétnico. Asistimos ahora a una acusación de que la va-
loración de las diferencias culturales supone una voluntad de exclu-
314 FRONTERAS ESTATALES Y FRONTERAS ÉTNICAS

sión, y que la integración u homogeneización de la sociedad es un


objetivo deseable, viejo postulado del históricamente superado in-
tegracionismo, pero que ahora es planteado por algunos sectores
intelectuales y políticos, escandalizados por la intensidad de los
contingentes migratorios que suponen atentarán contra las mitifi-
cadas identidades nacionales de las comunidades receptoras. La
relación intercultural equilibrada, que todavía no se ha cumplido
en relación con las poblaciones culturalmente diferenciadas de los
estados, las que ocupan sus fronteras interiores, demuestra su ur-
gencia ante los contingentes migratorios interestatales, hacia quie-
nes se reiteran los estereotipos denigratorios construidos en torno
a los Otros.
La cuestión fronteriza continúa siendo entonces un serio obstácu-
lo para las relaciones entre los países latinoamericanos, incluyendo
aquellos que tienen mayores relaciones comerciales, como los miem-
bros del mercosur o del tlcan ya que los tratados económicos no
incluyen todos los factores de la producción, quedando el trabajo
humano fuera de ellos. A pesar de la globalización de los flujos de
capitales, los flujos migratorios siguen siendo percibidos como con-
tradictorios e ilegales. El mundo actual parece orientarse hacia mo-
delos y esquemas organizativos que progresivamente tienden a ex-
cluir el predominio absoluto de las antiguas y coercitivas “razones de
Estado”, ahora reemplazadas por intereses globales. La lógica econó-
mica imperante, ya no es más necesariamente coincidente con la
lógica exclusiva de los estados latinoamericanos, que se ven obligados
a participar en un vasto juego mercantil que muchos no pueden
controlar, pero que todos se ven obligados a cumplir. Todos han
aceptado las reglas de este juego que teóricamente torna obsoleto el
antiguo culto reificado de las fronteras estatales. Sin embargo no
logran renunciar a la hegemonía limitada por sus líneas fronterizas,
erigidas como símbolos de un poder que cada vez les es más ajeno.
Aunque ahora sus sociedades requieran –más que nunca– de una
protección posible ante la inexorable voracidad de las lógicas mer-
cantiles mundiales.
10. ANEXO DOCUMENTAL.
LAS DECLARACIONES DE BARBADOS

Vivimos en una época en que la inseguridad exterior e interior


es tan grande y los objetivos firmes son tan raros,
que la mera confesión de nuestras convicciones puede ser de importancia,
aun cuando esas convicciones, como todos los juicios de valor,
no puedan ser justificadas por la lógica
albert einstein

antecedentes y contextos

Parecería que, al igual que algunos grupos nativos tribales, cierta


antropología suele padecer de una amnesia genealógica, que le im-
pide recordar la acumulación de información y reflexión sobre temas
específicos realizadas por el linaje de sus colegas. Y estas observacio-
nes vienen a cuento, porque al no recurrir a la experiencia previa
acumulada y profundizar el análisis con base en ella, o al menos to-
marla en cuenta, el discurso antropológico parece condenado a una
cierta estéril reiteración. Es por ello que quiero ahora recuperar los
textos producidos por una experiencia política y antropológica co-
lectiva en la que participé, la del Grupo de Barbados, algunas de
cuyas características no quedaron muy claras a la comunidad profe-
sional y que trataré de exponer con cierto detalle para evitar algunas
confusiones de la época, tales como acusarnos de ser miembros de
la democracia cristiana. Debo asentar que hace ahora más de tres
decenios un grupo de antropólogos mayoritariamente latinoamerica-
nos, reunidos en la isla caribeña de Barbados, redactamos un docu-
mento que fuera conocido como Declaración de Barbados, el que
constituyó uno de los resultados de nuestra participación en el Sim-
posio sobre Fricción Interétnica en América del Sur, dedicado al análisis de
las relaciones interétnicas en las tierras bajas, y excluyendo a los
grupos andinos, ya que todos los presentes trabajábamos básicamen-
te con grupos de la selva tropical, con la excepción del mexicano
Guillermo Bonfil Batalla, quien fuera un invitado especial. La re-

[315]
316 DECLARACIONES DE BARBADOS

unión había sido motivada por las críticas situaciones por las que
atravesaban las sociedades nativas con las cuales nos relacionábamos,
víctimas entonces de las distintas manifestaciones del desarrollismo
imperante, que hacía a los estados expandirse sobre las tierras indí-
genas considerándolas como tierras baldías. También nos convocaba
una crítica documentada a la práctica misional indigenista, la que se
ejercía como un acto salvacionista que no reparaba en los intereses
de las poblaciones involucradas. Por otra parte, y aunque ahora es
muy común, no era muy frecuente en esa época que los antropólogos
asumiéramos opciones políticas en cuanto tales, por lo que nos sen-
tíamos obligados a señalar que nuestra colectividad profesional debía
manifestar un mayor compromiso con los pueblos que eran objeto
de sus estudios.
El organizador y coordinador de la reunión fue el antropólogo
austriaco Georg Grünberg, de larga experiencia en las selvas brasile-
ñas, que en ese entonces enseñaba en la Universidad de Berna, y que
nos había convocado durante la realización del Congreso Internacional
de Americanistas realizado en Lima en 1970. La reunión tuvo lugar en
el campus de la University of West India en Barbados, con el aval aca-
démico y organizativo de la Universidad de Berna, Suiza, y contando
con el apoyo financiero del Programa para Combatir el Racismo del Con-
sejo Mundial de Iglesias. La isla caribeña de Barbados fue seleccionada
para la reunión no sólo por el apoyo ofrecido por su universidad,
sino también por ser una especie de ámbito neutral que excluyera a
nuestra reunión de una filiación nacional exclusiva. La declaración
fue publicada en distintos países y reproducida muchas veces en in-
glés, portugués, alemán y castellano, así como en la obra colectiva La
Situación del Indígena en América del Sur (1972). Este libro, que contie-
ne los ensayos monográficos que dan sustento a la declaración, fue
publicado por una editorial de Uruguay en 1972, pero la edición tuvo
poca circulación, ya que gran parte de los ejemplares fueron quema-
das en los depósitos de la editora, como consecuencia de la represión
estatal contra los grupos opositores durante la “guerra sucia” que
vivió Uruguay. Posteriormente fue traducida al inglés por el Programa
Para Combatir el Racismo y al alemán por la Universidad de Berna,
aunque estas ediciones tuvieron muy poca circulación en América
Latina. De hecho, la versión en inglés de la Declaración de Barbados
inauguró la publicación de los documentos de International Work
Group for Indigenous Affairs (iwgia), que por más de tres decenios
DECLARACIONES DE BARBADOS 317
ha mantenido una comprometida línea editorial a favor de los pue-
blos nativos.
Como en dicha declaración se cuestionaba severamente la prác-
tica misional realizada sobre las poblaciones indígenas sudamerica-
nas, algunos sectores eclesiásticos se sintieron críticamente aludi-
dos, e intentaron responderlo a partir de una reunión ecuménica
realizada en Asunción del Paraguay en 1972, la que produjo el
llamado Documento de Asunción. A la reunión confluyeron tanto
misioneros católicos como pastores evangélicos de toda América
Latina, convocados por Movimiento pro unidad evangélica en Amé-
rica Latina (unelam) y también auspiciados por el Consejo Mundial
de Iglesias. Si bien sólo tres miembros de nuestro grupo participa-
ron en la reunión, aunque no de la redacción del documento, la
asamblea de religiosos se inauguró con la lectura de la Declaración
de Barbados que debía ser respondida tanto de manera crítica como
autocrítica. Si bien no fue entonces nuestra tarea, sí puede ser en-
tendida como una consecuencia directa de la misma, por lo que he
decidido incluirla en este capítulo documental, tratando de propor-
cionar al lector los datos de un proceso al que creo que el tiempo
no ha hecho perder vigencia.
Durante los años siguientes cambié de país, a lo que mi participa-
ción en Barbados ayudó un poco y me relacioné con el contexto
mesoamericano. El decenio de los 70 puede ser caracterizado, en lo
que a la antropología latinoamericana se refiere, como una época en
la que los maximalismos políticos penetraron y, en muchos casos,
pretendieron definir la teoría y la práctica antropológica. Así, los
reduccionismos economicistas que enarbolaban un marxismo dog-
matizado, negaban la condición étnica por considerarla sólo un
factor secundario ante las contradicciones de clases. Una vez más se
proponía que, para liberarse, los indígenas tenían que renunciar a sí
mismos, incluyéndose en el campesinado o en la clase obrera. No voy
ahora a traer a colación una polémica ya superada por la historia,
pero debo señalar que el discurso etnocida de los estados y las iglesias,
era ahora asumido por las izquierdas radicales que generaban un
discurso y una práctica excluyentes, aunque sus intenciones fueran
también salvacionistas. Fue por ello que tres años después de Barba-
dos, y en el marco del XLI Congreso Internacional de Americanistas, que
tuviera lugar en México en 1974, nuestro grupo de trabajo se reunió
con otros colegas que estudiaban grupos andinos y mesoamericanos,
318 DECLARACIONES DE BARBADOS

para tratar de esclarecer el confuso panorama reflexivo del momen-


to y produjo un nuevo documento al que titulamos como Declaración
sobre identidad étnica y liberación indígena, publicada originalmente en
el Journal de la Société des Américanistes en 1974 y republicada en varios
países de Europa y América Latina.
La ya acelerada dinámica étnica que vivía el continente, nos in-
dujo a convocar una nueva reunión en Barbados en 1979, esta vez
con una importante participación de líderes e intelectuales indios.
En los últimos años este tipo de foros se han multiplicado y la par-
ticipación de indígenas y antropólogos en una reunión de esa na-
turaleza no es ninguna novedad, pero en la época todavía existían
resistencias para ese tipo de eventos. De hecho, cuando en el sim-
posio que coordinábamos en el Congreso de Americanistas de México
de 1974, incluimos a varios indígenas de distintos países, un distin-
guido profesor europeo manifestó que “no era posible que las
plantas les hablaran a los botánicos”. Para alguna antropología los
indígenas eran gente sobre la cual hablar, pero no gente con la cual
hablar, fuera de la asimétrica relación extractiva derivada de la
condición de “informante”. En realidad, la relación que se estable-
ció entre indios y antropólogos en esta segunda reunión no estuvo
exenta de conflictos. Algunos todavía nos identificaban con funcio-
narios estatales, o con los numerosos colegas que construían sus
carreras profesionales estudiando poblaciones cuyos destinos les
eran indiferentes. Sin embargo logramos una cierta articulación
entre las diferentes perspectivas, tratando de desarrollar un diálogo
intercultural que entonces tenía pocos antecedentes o, al menos,
para el que todos no estábamos muy bien preparados. El resultado
fue una Segunda Declaración de Barbados, en cuya redacción partici-
paron activamente los representantes indígenas, hasta el punto de
estar dirigida a ellos más que a otros sectores sociales.
Más de dos decenios después de la primera reunión, hacia fines
de 1993, nuestro grupo, ya sin la presencia del recordado Guillermo
Bonfil Batalla, volvió a reunirse ahora en Río de Janeiro. En dicha
oportunidad contamos con el apoyo institucional de Darcy Ribeiro,
cuya condición de miembro del Senado brasileño le permitió orga-
nizar la reunión. Todavía no se había producido el estallido insurrec-
cional en Chiapas, pero ya el tema de las autonomías indígenas co-
menzaba a ser manejado por varias de las organizaciones nativas, que
habían adquirido un gran desarrollo en el tiempo transcurrido desde
DECLARACIONES DE BARBADOS 319
la primera reunión. A todo ello no era ajeno el conflicto desarrolla-
do en Nicaragua, entre los indígenas de la costa atlántica y el proce-
so sandinista. En esta ocasión hubo nuevos participantes invitados,
pero debimos lamentar la irremediable ausencia de Bonfil y la cir-
cunstancial de Miguel “El Gato” Chase-Sardi de Paraguay, que en
2002 se haría definitiva, al igual que la del mismo Darcy Ribeiro. Los
contextos ideológicos latinoamericanos habían cambiado, el maxima-
lismo “setentista” había sido desplazado por la emergencia étnica,
pero la situación indígena real presentaba graves contradicciones con
las nuevas legislaciones estatales que, en casi toda América Latina,
reconocían una presencia étnica que antes negaran. Para no perder
la costumbre produjimos un nuevo libro colectivo y un nuevo docu-
mento al que denominamos como la III Declaración de Barbados y que
cierra estas páginas
Las últimas declaraciones fueron menos conocidas y tuvieron me-
nor impacto que la primera, que ayudó a una autocrítica de la prác-
tica misional y orientó algunas políticas públicas, así como muchas
vocaciones antropológicas sudamericanas. El lector encontrará las
razones en nuestro compromiso en la realidad etnográfica y en el
distanciamiento respecto a las ideologizaciones apresuradas. Por lo
menos, ése fue nuestro interés principal en todo estos años; fuimos,
y varios todavía somos, un grupo de investigadores de campo y no
sólo un grupo de pretendidos ideólogos. En todos los documentos,
algunos escritos con un lenguaje algo pasado de moda pero que en
ese momento nombraba lo que debía nombrar, mis palabras se en-
trelazan con las de los viejos colegas junto a los cuales los redactára-
mos, hasta el punto que no sabría identificar mis aportes de los de
los otros, ya que cada párrafo era discutido entre todos. Me conside-
ro entonces eximido de reiterar personalmente lo ya dicho durante
tres decenios, asumiendo el antecedente de las formulaciones que
propusiéramos colectivamente desde hace ya tanto tiempo.
320 DECLARACIONES DE BARBADOS

primera declaración de barbados.


por la liberación del indígena

Los antropólogos participantes en el Simposio sobre la Fricción Interét-


nica en América del Sur, reunidos en Barbados los días 25 al 30 de
enero de 1971, después de analizar los informes presentados acerca
de la situación de las poblaciones indígenas tribales de varios países
del área, acordaron elaborar este documento y presentarlo a la opi-
nión pública con la esperanza de que contribuya al esclarecimiento
de este grave problema continental y a la lucha de liberación de los
indígenas.
Los indígenas de América continúan sujetos a una relación colo-
nial de dominio que tuvo su origen en el momento de la conquista
y que no se ha roto en el seno de las sociedades nacionales. Esta
estructura colonial se manifiesta en el hecho de que los territorios
ocupados por indígenas se consideran y utilizan como tierras de
nadie abiertas a la conquista y a la colonización. El dominio colonial
sobre las poblaciones aborígenes forma parte de la situación de de-
pendencia externa que guardan la generalidad de los países latinoa-
mericanos frente a las metrópolis imperialistas. La estructura interna
de nuestros países dependientes los lleva a actuar en forma colonia-
lista en su relación con las poblaciones indígenas, lo que coloca a las
sociedades nacionales en la doble calidad de explotados y explotado-
res. Esto genera una falsa imagen de las sociedades indígenas y de su
perspectiva histórica, así como una autoconciencia deformada de la
sociedad nacional.
Esta situación se expresa en agresiones reiteradas a las sociedades
y culturas aborígenes, tanto a través de acciones intervensionistas
supuestamente protectoras, como en los casos extremos de masacres
y desplazamientos compulsivos, a los que no son ajenas las fuerzas
armadas y otros órganos gubernamentales. Las propias políticas in-
digenistas de los gobiernos latinoamericanos se orientan hacia la
destrucción de las culturas aborígenes y se emplean para la manipu-
lación y el control de los grupos indígenas en beneficio de la conso-
lidación de las estructuras existentes. Postura que niega la posibilidad
de que los indígenas se liberen de la dominación colonialista y deci-
dan su propio destino.
Ante esta situación, los Estados, las misiones religiosas y los cien-
tíficos sociales, principalmente los antropólogos, deben asumir las
DECLARACIONES DE BARBADOS 321
responsabilidades ineludibles de acción inmediata para poner fin a
esta agresión, contribuyendo de esta manera a propiciar la liberación
del indígena.

Responsabilidad del Estado

No caben planteamientos de acciones indigenistas que no busquen


la ruptura radical de la situación actual: liquidación de las relaciones
coloniales externas e internas, quebrantamiento del sistema clasista
de explotación y de dominación étnica, desplazamiento del poder
económico y político de una minoría oligárquica a las masas mayori-
tarias, creación de un estado verdaderamente multiétnico en el cual
cada etnia tenga derecho a la autogestión y a la libre elección de
alternativas sociales y culturales.
El análisis que realizamos demostró que la política indigenista de
los estados nacionales latinoamericanos ha fracasado tanto por ac-
ción como por omisión. Por omisión, en razón de su incapacidad para
garantizar a cada grupo indígena el amparo específico que el Estado
le debe y para imponer la ley sobre los frentes de expansión nacional.
Por acción, debido a la naturaleza colonialista y clasista de sus políticas
indigenistas.
Este fracaso arroja sobre el Estado culpabilidad directa o con-
nivencia en muchos crímenes de genocidio y etnocidio que pudi-
mos verificar. Estos crímenes tienden a repetirse y la culpabilidad
recaerá directamente sobre el Estado que no cumpla los siguientes
requisitos mínimos:

1] El Estado debe garantizar a todas las poblaciones indígenas el


derecho de ser y permanecer ellas mismas, viviendo según sus
costumbres y desarrollando su propia cultura por el hecho de
constituir entidades étnicas específicas.
2] Las sociedades indígenas tienen derechos anteriores a toda socie-
dad nacional. El Estado debe reconocer y garantizar a cada una
de las poblaciones indígenas la propiedad de su territorio regis-
trándolas debidamente y en forma de propiedad colectiva, conti-
nua, inalienable y suficientemente extensa para asegurar el incre-
mento de las poblaciones aborígenes.
3] El Estado debe reconocer el derecho de las entidades indígenas
a organizarse y regirse según su propia especificidad cultural, lo
322 DECLARACIONES DE BARBADOS

que en ningún caso puede limitar a sus miembros para el ejercicio


de todos los derechos ciudadanos, pero que, en cambio, los exime
del cumplimiento de aquellas obligaciones que entren en contra-
dicción con su propia cultura.
4] Cumple al Estado ofrecer a las poblaciones indígenas la misma
asistencia económica, social, educacional y sanitaria que al resto
de la población; pero además, tiene la obligación de atender las
carencias específicas que son resultado de su sometimiento a la
estructura colonial y, sobre todo, el deber de impedir que sean
objeto de explotación por parte de cualquier sector de la sociedad
nacional, incluso por los agentes de la protección oficial.
5] El Estado debe ser responsable de todos los contactos con grupos
indígenas aislados, en vista de los peligros bióticos, sociales, cul-
turales y ecológicos que representa para ellos el primer impacto
con los agentes de la sociedad nacional.
6] Los crímenes y atropellos que resultan del proceso expansivo de la
frontera nacional son de responsabilidad del Estado, aunque no sean
cometidos directamente por sus funcionarios civiles o militares.
7] El Estado debe definir la autoridad pública nacional específica
que tendrá a su cargo las relaciones con las entidades étnicas que
sobreviven en su territorio; obligación que no es transferible ni
delegable en ningún momento ni bajo ninguna circunstancia

La responsabilidad de las misiones religiosas

La obra evangelizadora de las misiones religiosas en la América


Latina corresponde a la situación colonial imperante, de cuyos va-
lores está impregnada. La presencia misionera ha significado una
imposición de criterios y patrones ajenos a las sociedades indígenas
dominadas, que bajo un manto religioso encubren la explotación
económica y humana de las poblaciones aborígenes. El contenido
etnocéntrico de la actividad evangelizadora es un componente de
la ideología colonialista, y está basada en:

1] Su carácter esencialmente discriminatorio originado en una rela-


ción hostil frente a las culturas indígenas, a las que conceptúan
como paganas y heréticas.
2] Su naturaleza vicarial, que conlleva la reificación del indígena y su
sometimiento a cambio de futuras compensaciones sobrenaturales.
DECLARACIONES DE BARBADOS 323
3] Su carácter espurio, debido a que los misioneros buscan en esa
actividad una realización personal, sea ésta material o espiritual.
4] El hecho de que las misiones se han convertido en una gran em-
presa de recolonización y dominación, en connivencia con los
intereses imperialistas dominantes.

En virtud de este análisis llegamos a la conclusión de que lo mejor


para las poblaciones indígenas, y también para preservar la integridad
moral de las propias iglesias, es poner fin a toda actividad misionera.
Hasta que se alcance este objetivo cabe a las misiones un papel en la
liberación de las sociedades indígenas, siempre que se atengan a los
siguientes requisitos:

1] Superar el herodianismo intrínseco a la actividad catequizadora


como mecanismo de colonización, europeización y alineación de
las poblaciones indígenas.
2] Asumir una posición de verdadero respeto frente a las culturas
indígenas poniendo fin a la larga y vergonzosa historia de despo-
tismo e intolerancia que ha caracterizado la labor de los misione-
ros, quienes rara vez revelaron sensibilidad frente a los valores
religiosos indígenas.
3] Poner fin al robo de propiedades indígenas por parte de misiones
religiosas que se apropian de su trabajo, tierras y demás recursos
naturales, y a su indiferencia frente a la constante expropiación
de que son objeto por parte de terceros.
4] Extinguir el espíritu suntuario y faraónico de las misiones que se
materializa en múltiples formas, pero que siempre se basa en la
explotación del indio.
5] Poner fin a la competencia entre confesiones y agencias religiosas
por las almas de los indígenas, que da lugar, muchas veces, a
operaciones de compra-venta de catecúmenos, y que, por la im-
plantación de nuevas lealtades religiosas, los divide y los conduce
a luchas intestinas.
6] Suprimir las prácticas seculares de ruptura de la familia indígena
por internamiento de los niños en orfanatos donde son imbuidos
de valores opuestos a los suyos, convirtiéndolos en seres margina-
dos incapaces de vivir tanto en la sociedad nacional como en sus
propias comunidades de origen.
7] Romper con el aislamiento seudomoralista que impone una ética
324 DECLARACIONES DE BARBADOS

falsa que inhabilita al indígena para una convivencia con la socie-


dad nacional: ética que, por otra parte, las iglesias no han sido
capaces de imponer en la sociedad nacional.
8] Abandonar los procedimientos de chantaje consistentes en ofrecer
a los indígenas bienes y favores a cambio de su total sumisión.
9] Suspender inmediatamente toda práctica de desplazamiento o
concentración de poblaciones indígenas con fines de catequiza-
ción o asimilación, prácticas que se reflejan en el inmediato au-
mento de la morbilidad, la mortalidad y la descomposición fami-
liar de las comunidades indígenas.
10] Abandonar la práctica criminal de servir de intermediarios para
la explotación de la mano de obra indígena.

En la medida en que las misiones no asuman estas obligaciones


mínimas incurren en el delito de etnocidio o de connivencia con el
de genocidio.
Por último, reconocemos que recientemente elementos disidentes
dentro de las iglesias están tomando una clara posición de autocríti-
ca radical a la acción evangelizadora, y han denunciado el fracaso
histórico de la actividad misional

La responsabilidad de la antropología

1] Desde su origen la Antropología ha sido instrumento de la domi-


nación colonial, ha racionalizado y justificado en términos acadé-
micos, abierta o subrepticiamente, la situación de dominio de
unos pueblos sobre otros y ha aportado conocimientos y técnicas
de acción que sirven para mantener, reforzar o disfrazar la rela-
ción colonial. América Latina no ha sido excepción y con frecuen-
cia creciente programas nefastos de acción sobre los grupos indí-
genas y estereotipos y distorsiones que deforman y encubren la
verdadera situación del indio pretenden tener su fundamento
científico en los resultados del trabajo antropológico.

2] Una falsa conciencia de esta situación ha conducido a muchos


antropólogos a posiciones equivocadas. Éstas pueden clasificarse
en los siguientes tipos:
a] El cientifismo que niega cualquier vínculo entre la actividad
académica y el destino de los pueblos que forman el objeto de
DECLARACIONES DE BARBADOS 325
esa misma actividad, eliminando la responsabilidad política
que conlleva el conocimiento.
b] La hipocresía que se manifiesta en la protesta retórica sobre la
base de principios generales, pero que evita cuidadosamente
cualquier compromiso con situaciones concretas.
c] El oportunismo que aunque reconoce la penosa situación actual
del indio, niega la posibilidad de transformarla, mientras afir-
ma la necesidad de “hacer algo” dentro del esquema vigente;
lo que en última instancia se traduce en un reforzamiento de
ese mismo sistema.

3] La Antropología que hoy se requiere en Latinoamérica no es


aquella que toma a las poblaciones indígenas como meros objetos
de estudio, sino la que los ve como pueblos colonizados y se com-
promete en su lucha de liberación.

4] En este contexto es función de la Antropología:


a] Por una parte, aportar a los pueblos colonizados todos los co-
nocimientos antropológicos, tanto acerca de ellos mismos
como de la sociedad que los oprime, a fin de colaborar con su
lucha de liberación.
b] Por la otra, reestructurar la imagen distorsionada que existe en
la sociedad nacional respecto a los pueblos indígenas desen-
mascarando su carácter ideológico colonialista.

5] Con miras a la realización de los anteriores objetivos, los antropó-


logos tienen la obligación de aprovechar todas las coyunturas que
se presenten dentro del actual sistema para actuar a favor de las
comunidades indígenas. Cumple al antropólogo denunciar por
todos los medios los casos de genocidio y las prácticas conducen-
tes al etnocidio, así como volverse hacia la realidad local para
teorizar a partir de ella, a fín de superar la condición subalterna
de simples ejemplificadores de teorías ajenas.

El indígena como protagonista de su propio destino

1] Es necesario tener presente que la liberación de las poblaciones


indígenas es realizada por ellas mismas, o no es liberación. Cuan-
do elementos ajenos a ellas pretenden representarlas o tomar la
326 DECLARACIONES DE BARBADOS

dirección de su lucha de liberación, se crea una forma de colo-


nialismo que expropia a las poblaciones indígenas su derecho
inalienable a ser protagonistas de su propia lucha.
2] En esta perspectiva es importante valorar en todo su significado
histórico la dinamización que se observa hoy en las poblaciones
indígenas del continente y que las está llevando a tomar en sus
manos su propia defensa contra la acción etnocida y genocida de
la sociedad nacional. En esta lucha, que no es nueva, se observa
hoy la aspiración de realizar la unidad panindígena latinoameri-
cana, y, en algunos casos, un sentimiento de solidaridad con otros
grupos oprimidos.
3] Reafirmamos aquí el derecho que tienen las poblaciones indíge-
nas de experimentar sus propios esquemas de autogobierno, de-
sarrollo y defensa, sin que estas experiencias tengan que adaptar-
se o someterse a los esquemas económicos y sociopolíticos que
predominen en un determinado momento. La transformación de
la sociedad nacional es imposible si esas poblaciones no sienten
que tienen en sus manos la creación de su propio destino. Ade-
más, en la afirmación de su especificidad sociocultural las pobla-
ciones indígenas, a pesar de su pequeña magnitud numérica, es-
tán presentando claramente vías alternativas a los caminos a
transitados por la sociedad nacional.

Firmas

Por primera vez se incluyen las firmas de tres colegas brasileños [*]
a quienes, en esa oportunidad, se les pidió no firmar para no sufrir
represalias por parte del gobierno dictatorial del momento. El cuar-
to brasileño, Darcy Ribeiro, ya estaba exiliado.

Miguel Alberto Bartolomé, Nelly Arvelo de Jiménez, Guillermo Bon-


fil Batalla, Esteban Emilio Mosonyi, Víctor Daniel Bonilla, Darcy Ri-
beiro, Gonzalo Castillo Cárdenas, Pedro Agostinho da Silva [*], Mi-
guel Chase-Sardi, Scott S. Robinson, Silvio Coelho dos Santos [*],
Stefano Varese, Carlos Moreira Neto [*], Georg Grünberg.

Barbados, 30 de enero de 1971


DECLARACIONES DE BARBADOS 327

Documento de Asuncion

[Omito una breve introducción teológica que no ilustra el tema que


nos ocupa, titulado Iglesia y misión.]

Misión y colonialismo

Reconocemos que nuestras Iglesias, más de una vez, han sido solida-
rias o instrumentalizadas por ideologías y prácticas opresoras del
hombre, de manera que “de hecho, como dice la Escritura, los demás
pueblos desprecian el nombre de Dios por culpa de ustedes” (Rom.
2,24). A pesar de acciones concretas de defensa tenaz y a veces arries-
gada, a favor de grupos indígenas, reconocemos que, históricamente,
nuestras iglesias no han sido capaces de impregnar las sociedades
latinoamericanas con un amor cristiano liberador, sin discriminación
de raza, credo o cultura.
Sin embargo, esta confesión de las fallas y errores en las actividades
misioneras no nos lleva a la conclusión de que se tenga que poner
fin a toda actividad misionera, como lo afirma la Declaración de Bar-
bados. Tarea de la Iglesia en su misión entre los indígenas será, pri-
mordialmente:

1] Abandonar toda ideología o práctica connivente con cualquier


clase de opresión, tanto más si se apoya en motivos religiosos y
pretende justificarse “en el nombre del Señor”.
2] Denunciar con espíritu de verdad, no sólo con palabras, sino
principalmente con hechos, los casos de explotación de nuestras
sociedades nacionales y de nuestras mismas iglesias, aunque se
llegue a la denuncia concreta de personas e instituciones.
3] Proclamar con confianza en el Espíritu Santo el Evangelio de Cris-
to que es esencial para la liberación plena del indígena y que libe-
rará a la Iglesia, siempre de nuevo, para un testimonio auténtico.

Estamos seguros que, de actuar así, muchas divisiones que separan


a las iglesias y a los cristianos desaparecerán en una única misión de
liberación integralmente humana y profundamente cristiana.
328 DECLARACIONES DE BARBADOS

Iglesia y discriminación racial

A pesar de que bajo múltiples formas se haya querido ocultar o negar


la discriminación racial en América Latina, tenemos que admitir la
existencia del racismo que se manifiesta de innumerables maneras,
entre las cuales cabe señalar:

1] La legislación todavía vigente en algunos países es una legislación


discriminatoria y aun abiertamente racista. En otros países en que
la legislación no es racista, las situaciones, de hecho, convierten
en letra muerta dicha legislación (posesión de tierras, defensa de
los derechos indígenas, documentación civil, etcétera).
2] La enajenación de las tierras de los indígenas, como supuestas
tierras de nadie, arrebatadas por procedimientos que van desde
el engaño hasta la violencia y aun el genocidio.
3] La administración de cuestiones indígenas se ejerce bajo formas
paternalistas y hasta conminatorias que originan la explotación,
la dependencia y el miedo en el indígena.

En muchos casos, la Iglesia no ha sido ajena a estas prácticas en


las cuales criterios racistas han suplantado una acción liberadora.

Misión de la Iglesia

Creemos que las Iglesias en el momento actual deben entrar en un


franco diálogo acerca de situaciones culturales de los indígenas;
problemas de fricción interétnica, discriminaciones raciales, explota-
ción de tierras, explotaciones salariales, etcétera.
En este diálogo ya no pueden faltar los mismos indígenas ni sus or-
ganizaciones como principales agentes que son de su propio destino.
También se debe contar con la participación crítica de los espe-
cialistas en las ciencias del hombre. Asimismo la Iglesia debe recurrir
a equipos que realicen estudios de evaluación de sus programas y de
factibilidad para nuevas áreas de trabajo.
Las iglesias no deben temer sino apoyar decididamente la forma-
ción de organizaciones propiamente indígenas. Además, con su
fuerza moral, empeñarse en difundir a través de los medios masivos
de comunicación la imagen del indígena sujeto de derechos ina-
lienables.
DECLARACIONES DE BARBADOS 329
Compete a los organismos ecuménicos nacionales y continentales,
incentivar encuentros entre las entidades latinoamericanas que lu-
chan contra el racismo o a favor de los indígenas, a nivel nacional o
regional; recoger y divulgar informaciones así como realizar estudios
e investigaciones sobre situaciones de la realidad indígena, principal-
mente aquellas referentes a fricciones interétnicas y valores religiosos
autóctonos sin ideologizarlos ni aceptarlos idílicamente.
Especialmente recomendamos que con la experiencia de esta
consulta, se realicen otras consultas, a nivel nacional o regional entre
representantes de las distintas iglesias, en las cuales se continúe el
análisis de la realidad indígena y de las situaciones conflictivas en la
actividad misionera, como base para una actuación responsable.

Asunción del Paraguay


10 de marzo de 1972

declaración sobre identidad étnica


y liberación indígena

Los antropólogos del grupo de Barbados y otros científicos sociales,


reunidos en la ciudad de México en ocasión del Congreso Interna-
cional de Americanistas; consideramos pertinente aclarar un proble-
ma de definición teórica, que implica una concepción política sobre
las luchas de liberación de las poblaciones indígenas como parte de
los proyectos de liberación de los pueblos americanos. A la vez, rei-
teramos la necesidad de que los científicos sociales se comprometan
a respaldar, en un nivel de participación efectiva, las luchas de libe-
ración de las etnias oprimidas.
Se manifiesta a nivel continental un creciente fortalecimiento de
la identidad étnica de los grupos indígenas que conlleva, en la ma-
yoría de los casos, el surgimiento de una conciencia política de su
inserción en la sociedad de clases. Pero esta interrelación etnia-clase
no es percibida, o es minimizada e incluso distorsionada por impor-
tantes sectores de científicos sociales, así como por la generalidad de
las agrupaciones políticas.
La identidad étnica es históricamente previa a la formación y con-
solidación de las clases sociales y se proyecta más allá de la disolución
330 DECLARACIONES DE BARBADOS

de las mismas. Por consiguiente, la pluralidad étnica constituye un


elemento fundamental en las alianzas estratégicas para la liberación
y para la construcción de los proyectos nacionales. Es decir que la
pluralidad y la diferenciación étnicas, no son sólo un medio para el
logro de una transformación radical, o sea un mero hecho coyuntu-
ral en el proceso global. Constituyen la base misma de cualquier
proyecto nacional que pretenda la supresión de la sociedad clasista
y la construcción intencional de una nueva sociedad pluralista y au-
togestionaria y, por lo tanto, capaz de ofrecer una alternativa propia
de convivencia humana históricamente diferente.
Esta opción constituye una perspectiva totalizadora de los diferen-
tes aportes civilizatorios americanos, en contraposición a los linea-
mientos etnocidiarios, unilineales y, en última instancia, eurocéntri-
cos, compartidos por la mayoría de los sectores de la sociedad
nacional. Ello implica aceptar la dimensión civilizatoria de cada una
de las etnias particulares y su capacidad de contribuir a una dinámi-
ca social desalineada y creadora. De allí se desprende la futilidad de
pretender incorporar o integrar las poblaciones indígenas a un rígi-
do esquema clasista, sin tomar en cuenta o negando la dimensión
étnica; lo cual, además de mutilar la personalidad colectiva de los
grupos humanos, llevaría, en el mejor de los casos, a un estatismo
dirigista y vertical, no participativo, que reproduciría situaciones
históricamente superadas.
Aun dentro de limitaciones represivas, numerosos grupos indíge-
nas en toda América han iniciado nuevas modalidades organizativas,
de índole cada vez más autogestionaria, a través de la formación de
federaciones y confederaciones a nivel regional y nacional. Éstas han
propiciado el establecimiento de alianzas con clases y sectores opri-
midos, lo que significa, a la par de una revitalización de la identidad
étnica, una toma de conciencia de la situación de clases.
Casi cinco siglos de opresión demuestran que las etnias, en virtud
de su misma especificidad y solidaridad interna, poseen una vocación
revolucionaria intrínseca y una capacidad de resistencia a la conquis-
ta y la colonización, las cuales han servido y sirven de elemento di-
namizador y eventualmente de vanguardia en las luchas por la des-
colonización interna y externa.
Los procesos de liberación nacional no pueden limitarse a la rup-
tura de los lazos con los centros hegemónicos extranacionales, sino
que deben llevarse al seno de las propias sociedades nacionales, ya
DECLARACIONES DE BARBADOS 331
que existe una complementariedad necesaria entre la liberación
nacional y la de las etnias oprimidas. Todo esto engendra una solida-
ridad objetiva entre la lucha de los países del tercer mundo y la de
las nacionalidades indígenas americanas comprendidas dentro de sus
fronteras. Esa liberación del tercer mundo no se dará sino en función
de una convergencia de los procesos particulares con el proceso
general.
La autogestión de los grupos indígenas no implica su aislamiento
y una supuesta autosuficiencia sino, por el contrario, el aprovecha-
miento por parte de las etnias de todos los recursos y experiencias
de la sociedad nacional, a fin de elegir solidaria y libremente sus
propias opciones y cauces de acción.
La autogestión supone, por lo tanto, la participación en un marco
mayor y una interrelación dialéctica con la totalidad societal. De esta
manera, al suprimirse una relación unilateral coercitiva, se abre la
posibilidad a un proceso de interacción igualitaria, a medida que vaya
realizándose el movimiento de la descolonización y la liberación total
de los pueblos americanos.

Ciudad de México, 8 de septiembre de 1974

Alicia Barabas, Miguel Bartolomé, Guillermo Bonfil Batalla, Georg


Grünberg, Víctor Daniel Bonilla, Gonzalo Castillo Cárdenas, Jean
Loup Herbert, Scott Robinson, Miguel Chase-Sardi, Stefano Varese,
Darcy Ribeiro, Esteban Emilio Mosonyi, Jurgen Riester, Nelly Arvelo-
Jiménez.

segunda declaración de barbados

Hermanos indios:
En América los indios estamos sujetos a una dominación que tiene
dos caras: la dominación física y la dominación cultural.
La dominación física se expresa, en primer término, en el des-
pojo de la tierra. Este despojo comenzó desde el momento mismo
de la invasión europea y continúa hasta hoy. Con la tierra se nos
han arrebatado también los recursos naturales: los bosques, las
aguas, los minerales, el petróleo. La tierra que nos queda ha sido
332 DECLARACIONES DE BARBADOS

dividida y se han creado fronteras internas e internacionales, se ha


aislado y dividido a los pueblos y se ha pretendido enfrentar a unos
contra otros.
La dominación física es una dominación económica. Se nos explo-
ta cuando trabajamos para el no indio, quien nos paga menos de lo
que produce nuestro trabajo. Se nos explota también en el comercio
porque se nos compra barato lo que producimos (las cosechas, las
artesanías) y se nos vende caro.
La dominación no es solamente local o nacional sino internacio-
nal. Las grandes empresas transnacionales buscan la tierra, los recur-
sos, la fuerza de trabajo y nuestros productos, y se apoyan en los
grupos poderosos y privilegiados de la sociedad no india. La domi-
nación física se apoya en la fuerza de trabajo y la violencia y las usa
en contra nuestra.
La dominación cultural puede considerarse realizada cuando en
la mentalidad del indio se ha establecido que la cultura occidental o
del dominador es la única y el nivel más alto del desarrollo, en tanto
que la cultura propia no es cultura, sino el nivel más bajo de atraso que
debe superarse; esto trae como consecuencia la separación por medio
de vías educativas de los individuos integrantes de nuestro pueblo.
La dominación cultural no permite la expresión de nuestra cultura
o desinterpreta y deforma sus manifestaciones. La dominación cultu-
ral se realiza por medio de:
La política indigenista, en la que se incluyen procesos de integra-
ción o aculturación a través de diversas instituciones nacionales o
internacionales, misiones religiosas, etcétera.
El sistema educativo formal que básicamente enseña la superiori-
dad del blanco y la pretendida inferioridad de nosotros, preparán-
donos así para ser más fácilmente explotados.
Los medios masivos de comunicación que sirven como instrumentos
para la difusión de las más importantes formas de desinterpretar la
resistencia que oponen los pueblos indios a su dominación cultural.
Como resultado de la dominación nuestro pueblo está dividido,
porque vive tres situaciones diferentes:

1] Los grupos que han permanecido relativamente aislados y que


conservan sus propios esquemas culturales.
2] Los grupos que conservan gran parte de su cultura, pero que
están directamente dominados pro el sistema capitalista.
DECLARACIONES DE BARBADOS 333
3] El sector de la población que ha sido desindianizado por las fuer-
zas integracionistas y ha permitido sus esquemas culturales a
cambio de ventajas económicas limitadas.

Para el primero, el problema inmediato es sobrevivir como grupo;


para ello es necesario que tengan garantizados sus territorios.
El segundo grupo está dominado física y económicamente; nece-
sita, en primer lugar, recuperar su propio ser, su propia cultura.
En conclusión, el problema de nuestra población se resume así:

1] Una situación de dominación cultural y física cuyas formas de ser


van desde el sojuzgamiento por una minoría blanca o criolla,
hasta el peligro de extinción en países en que constituyen bajo
porcentaje de la población.
2] Los pueblos indoamericanos están divididos internamente o entre
sí por la acción de: las políticas de integración, educativas, de
desarrollo, los sistemas religiosos occidentales, las categorías eco-
nómicas y las fronteras de los estados nacionales.

Como consecuencia de la situación actual de nuestro pueblo y con


el objeto de trazar una primera línea de orientación para su lucha
de liberación se plantea el siguiente gran objetivo:
Conseguir la unidad de la población india, considerando que para
alcanzar esta unidad el elemento básico es la ubicación histórica y
territorial en relación con las estructuras sociales y el régimen de los
estados nacionales, en tanto se está participando total o parcialmen-
te en estas estructuras. A través de esta unidad, retomar el proceso
histórico y tratar de dar culminación al capítulo de colonización.
Para alcanzar el objetivo anterior se plantean las siguientes es-
trategias:

1] Es necesaria una organización política propia y auténtica que se


dé a propósito del movimiento de liberación.
2] Es necesaria una ideología consistente y clara que pueda ser del
dominio de toda la población.
3] Es necesario un método de trabajo que pueda utilizarse par mo-
vilizar una mayor cantidad de población.
4] Es necesario un elemento aglutinador que persista desde el inicio
hasta el final del movimiento de liberación.
334 DECLARACIONES DE BARBADOS

5] Es necesario conservar y reforzar las formas de comunicación


interna, los idiomas propios, y crear a la vez un medio de infor-
mación entre los pueblos de diferente idioma, así como mantener
los esquemas culturales básicos especialmente relacionados con
la educación del propio grupo.
6] Es necesario considerar y definir a nivel interno las formas de
apoyo que puedan darse a nivel internacional.

Los instrumentos que pueden usarse para realizar las estrategias


mencionadas, son entre otros , los siguientes:

1] Para la organización política puede partirse de las organizaciones


tradicionales tanto como de nuevas organizaciones de tipo mo-
derno.
2] La ideología debe formularse a partir del análisis histórico.
3] El método de trabajo inicial puede ser el estudio de la historia
para ubicar y explicar la situación de dominación.
4] El elemento aglutinador debe ser la cultura propia, fundamental-
mente para crear conciencia de pertenecer al grupo étnico y al
pueblo indoamericano.

Barbados, 28 de julio de 1977

[Se decidió no firmar ya que participaron alrededor de 20 indígenas


y 15 antropólogos, la redacción fue realizada por líderes indígenas
con la colaboración de los antropólogos.]

tercera declaración de barbados

A más de dos décadas de nuestra primera declaración (1971), los miem-


bros del Grupo de Barbados, reunidos en Río de Janeiro, Brasil, para
reflexionar sobre la situación de los pueblos indígenas de América Latina,
constatamos la persistencia de seculares formas de dominación y explota-
ción que los afectan. Tal estado de cosas se ha agravado por el desarrollo
de nuevas formas de colonización. Somos testigos en cada uno de nuestros
países y experiencias de reiteradas violaciones al derecho a la vida, a la
dignidad y al universo cultural y humano en sus expresiones locales.
DECLARACIONES DE BARBADOS 335
Pero simultáneamente constatamos la voluntad de resistencia y
vida de los pueblos indios, expresada a través de la multiplicación de
sus organizaciones etnopolíticas, y la centenaria afirmación cotidiana
de especificidades culturales que manifiestan la vigencia de sus pro-
yectos civilizadores.
Lo anterior, aunado a su incremento demográfico, desafía el pro-
yecto contemporáneo de globalización, el cual se encamina hacia una
homogeneización mundial que se construye por la expansión y do-
minación de un sistema de mercado integrador y de financiamiento
multinacional, en los aspectos técnicos, económicos e ideológicos, de
tendencia occidentalizante. Esta pretendida uniformidad genera
profundas asimetrías políticas, económicas y sociales, incluso al inte-
rior de los países dominantes.
El discurso neoliberal individualista y competitivo impone y disfra-
za la real constitución de la desigualdad creciente y del conflicto
entre naciones, etnias, clases y otros grupos sociales, afirmando una
ilusoria igualdad, cuando en realidad, enfrenta nación contra nación,
pueblo contra pueblo, comunidad contra comunidad. Esto se con-
trapone al espíritu solidario más propicio a la convivencia humana.
Un mundo sin comunidades alternas, sin grupos sociales diferencia-
dos, sería un mundo condenado a la falta de creatividad y de lealta-
des fraternas.
Así como durante siglos se le exigió a cada etnia integrarse e in-
corporarse a las inefables bondades de una vida nacional muy mal
definida, actualmente suele hacerse la misma propuesta compulsiva
a los países latinoamericanos, en el sentido de afianzar su integración
e incorporación a un orden planetario controlado por una especie
de oligopolio transnacional.
Simultáneamente, los conocimientos científicos aportados por la
ecología, junto a las bien fundamentadas advertencias del ambienta-
lismo, han sido desinterpretados y redimensionados por una tenden-
cia dentro de este movimiento social; la misma que pretende imponer
la tesis del manejo global de los recursos naturales, ya que ignora o
minimiza la sabiduría y conocimientos vernáculos considerándolos
incapaces de aportar una solución ambiental planetaria. Estos saberes
constituyen, sin embargo, los pilares sociales que mantienen las bases
de la biodiversidad en el mundo.
Hoy en día se han acrecentado las fuerzas que dominan las regio-
nes de mayor biodiversidad. Se han abierto territorios, antes exclusi-
336 DECLARACIONES DE BARBADOS

vos de los pueblos indios, para la expansión colonizadora con el fin


de apropiarse de las enormes reservas naturales –petróleo, minas,
bosques, fuentes hidrológicas– en las áreas tropicales. Esta tendencia
distorsionadora obstaculiza la alianza de las diversas comunidades
humanas que defienden la propiedad y el aprovechamiento de sus
recursos naturales con la corriente socioambientalista, que constituye
una de las criticas más certeras y afectivas a las premisas neoliberales
de un crecimiento económico ilimitado.
Observamos la existencia de procesos de reafirmación étnica con-
ducentes no sólo a la reproducción cultural, sino también a la recu-
peración de lealtades y patrimonios aparentemente perdidos, ante
los cuales la sociedad dominante responde con nuevas formas de
destrucción de la diversidad con obstáculos, cambios jurídicos y po-
líticos represivos. Además, la persistencia de múltiples formas de ra-
cismo que descalifican y destruyen las experiencias civilizadoras alter-
nas está generando procesos de desindianización, ignorando el
hecho de que cada cultura destruida o forzada a cancelarse es una
pérdida irrecuperable para toda la humanidad.
El aumento de la violencia que padece América Latina y que se
manifiesta en la guerra del narcotráfico, la pobreza crítica, el incre-
mento de la delincuencia, desplazamientos compulsivos de la pobla-
ción, matanzas y epidemias, impacta en forma especialmente dramá-
tica a las poblaciones indígenas, disminuyendo la capacidad política
de las mismas para luchar por sus derechos. Los problemas son de
tal envergadura que sus soluciones no pueden encontrarse dentro
del marco jurídico actual que los trata como meras aberraciones
coyunturales. Para esto, la noción de los derechos humanos tiene que
ampliarse a los derechos sociales, políticos y económicos de cada
grupo social y étnico, así como de los pueblos indios en particular.
La democracia, como filosofía de un sistema social occidental, se
centra en el individuo y excluye a las colectividades como es el caso
de los pueblos indígenas. De esta manera se ha negado la pluralidad
objetivamente vigente en los niveles lingüísticos, sociales, económicos
y culturales. La impostergable democratización de América Latina
seguirá siendo un discurso vacío y sólo favorable a los grupos de
poder hegemónicos, si no contempla la necesaria redefinición de los
arbitrarios espacios territoriales, políticos, sociales y culturales con-
formados por los estados actuales. Una construcción democrática de
futuro supone el incremento de la presencia y representación de las
DECLARACIONES DE BARBADOS 337
comunidades culturalmente diferenciadas y el respeto a sus lógicas
políticas, lo que contribuirá a la conformación de sociedades plura-
les, solidarias y complementariamente articuladas.

Construcción de las autonomías

Las frágiles democracias latinoamericanas, todavía monopolizadas


por intereses de sectores conservadores que en su mayoría descien-
den de las antiguas élites europeas y coloniales, no fueron capaces
de generar espacios políticos y mecanismos jurídico-administrativos
que posibiliten a los pueblos indígenas avanzar en la construcción de
su propio futuro. En especial las ideologías militaristas, que degene-
ran frecuentemente en una paranoia geopolítica, consideran que las
sociedades indígenas no constituyen pueblos diferenciados sino gru-
pos potencialmente subversivos, y por tanto, los tratan como un pe-
ligro para la unidad nacional. Las reivindicaciones de los indígenas
para obtener un reordenamiento territorial y mayor autonomía lin-
güística y cultural son asumidas entonces como si fueran manifesta-
ciones separatistas.
Exhortamos a los presidentes de las repúblicas de América Latina
a cumplir con la promesa hecha a los pueblos indígenas en la decla-
ración de Guadalajara (México, julio de 1991) cuando suscribieron
solemnemente el compromiso de asegurar su bienestar económico y
social, así como la obligación de respetar sus derechos e identidad
cultural. Asimismo, creemos necesario la aprobación de la Carta de
los Derechos de los Pueblos Indígenas, promovida por la onu, y del
Convenio 169, de la oit.
Hacemos la misma exigencia a los poderes Legislativo, Judicial
y a los partidos políticos, con el fin de que sus leyes, resoluciones y
actividades se enmarquen dentro del respeto al pluralismo étnico
y los derechos imprescriptibles a la vida, a la tierra, a la libertad y
a la democracia. Y en especial, a que realicen un esfuerzo efectivo
por garantizar el respeto de estos derechos a nivel de las regiones
o territorios habitados por indígenas.
Reconocemos las iniciativas formuladas en los últimos años por los
organismos internacionales (onu, unesco, oea, unicef, oit y otros)
quienes han emitido lineamientos, documentos y convenios a favor
de los pueblos indígenas del continente y del mundo. Sin embargo
los resultados han sido limitados. Es necesario mayor presión y vigi-
338 DECLARACIONES DE BARBADOS

lancia sobre la situación actual de los pueblos indígenas. Los orga-


nismos internacionales deben estimular a los jefes de los estados la-
tinoamericanos para que ratifiquen y cumplan con las convenciones
internacionales de los pueblos indígenas.
También los organismos internacionales de desarrollo y financia-
miento (bm, bid, fm1) deben considerar, con carácter prioritario,
que sus políticas no afecten los derechos de los pueblos indígenas;
igualmente deben rechazar los proyectos económicos, estatales o
privados, que afecten las tierras o los patrimonios primordiales de las
sociedades indígenas.
La creciente presencia de las organizaciones no gubernamentales
(ong) en los proyectos de los pueblos indígenas merece una seria
consideración, toda vez que detectamos en sus actividades una doble
vertiente. Por un lado, su proliferación significa un fortalecimiento
de la sociedad civil que exige al Estado el ejercicio pleno de sus res-
ponsabilidades y, en muchas oportunidades, se convierten el aliadas
estratégicas de la lucha de las diversas comunidades humanas en
contra de la homogeneización globalizante y en la defensa de sus
derechos sociales. Por otro lado, también registramos la desafortuna-
da manipulación de algunas de ellas que actúan pragmáticamente,
sin reflexión crítica, carentes de una visión integral de la inserción
de los pueblos indígenas en el contexto mundial y sin conocimiento
de sus realidades culturales específicas, beneficiando sólo ambiciones
individuales de poder y degenerando en un modus vivendi y en otros
mecanismos de intermediación. Todo lo cual redunda en el aumen-
to de la presión sobre los pueblos indígenas, crea confusión, retro-
cesos y hasta desgastes en sus luchas.
Existe una visión simplista y equivocada de lo que debe ser la
participación indígena en las acciones y elaboración de políticas in-
digenistas, en la formulación de programas comunitarios y asisten-
ciales y en el propio proceso político de movilización de la sociedad
civil. Dicha perspectiva supone que los pueblos indígenas simplemen-
te copian modelos de organización de los sindicatos u otros sectores
populares. La continuidad étnica de los pueblos indígenas, no puede
ser entendida solamente como control de territorios, sino que requie-
re incorporar las concepciones políticas que son propias de la diver-
sidad de sus culturas.
Las organizaciones indígenas han venido cumpliendo un papel
fundamental en la reivindicación de los derechos de los pueblos a
DECLARACIONES DE BARBADOS 339
los que representan y en la construcción de espacios para el diálogo
entre ellas mismas y con otras instancias nacionales e internacionales
del poder. No podemos dejar de mencionar, no obstante, que algunos
líderes han desvirtuado el mandato de representación que recibieron
de sus pueblos y comunidades para emprender una carrera de acu-
mulación personal de poder. Al asumir el modelo criollo de cliente-
lismo y, no pocas veces, de corrupción, esos líderes no sólo se des-
prestigian a sí mismos, sino que ponen en riesgo la continuidad y
potenciación de los proyectos políticos emprendidos por las organi-
zaciones indígenas.
Creemos que las organizaciones indígenas deberían reflexionar
sobre estos problemas y rectificar las conductas individualistas y com-
petitivas de los líderes que se hayan apartado del espíritu solidario
en que fundaron su constitución, única garantía para que se avance
en la cristalización de una sociedad justa, no sólo para los indígenas
sino para todos los sectores oprimidos de la humanidad.
Con demasiada frecuencia muchos intelectuales de América Lati-
na continúan produciendo discursos referidos a comunidades nacio-
nales supuestamente homogéneas, desvalorizando o folclorizando las
presencias culturales alternas, que no son tomadas en cuenta en la
elaboración del futuro compartido. Igualmente, es necesario men-
cionar la responsabilidad que le corresponde a la derecha histórica
en la formulación de los paradigmas ideológicos que orientan la
represión física y cultural de los pueblos indios. Por otro lado, si bien
la izquierda ha promovido la defensa de estos pueblos, algunos sec-
tores dogmáticos –partiendo de errores teóricos– produjeron prácti-
cas que contribuyen a la represión de la etnicidad, al considerarla
contraproducente para la lucha de clases.
Es preciso también realizar un radical cuestionamiento de algunas
vertientes de las ciencias sociales y de cierta antropología orientada
más hacia la crítica estética y estéril de sus propias disciplinas que a
la reflexión y acción solidarias. También es el caso de un sector de
la lingüística que no manifiesta mayor compromiso con las comuni-
dades étnicas, además de no favorecer las metodologías más apropia-
das para la codificación, recuperación y consolidación de los idiomas
autóctonos.
Ha habido avances en la formulación de políticas educativas bi-
lingües e interculturales, pero éstas están muy lejos aún de concre-
tarse. La educación suele oponer a los niños al medio familiar –in-
340 DECLARACIONES DE BARBADOS

cluso a partir del nivel preescolar– en los momentos críticos de la


socialización primaria y aprendizaje del idioma materno, propician-
do su inserción posterior en una carrera deculturante en la que los
idiomas son convertidos en muletas para la adquisión del idioma
dominante y la cultura propia es devaluada frente a la sociedad
hegemónica. Si bien hasta ahora la educación oficial ha sido instru-
mentada por el Estado y entidades privadas y religiosas para deter-
minar la descaracterización étnica, la escuela puede llegar a con-
vertirse en un factor de producción cultural, en la medida en que
los indígenas se apropien efectivamente de ella para sus propios
intereses históricos.
Los pueblos indígenas tienen derecho innegable a su historia y
herencia cultural. Es obligación del Estado y de la sociedad civil
promover un proceso efectivo y ordenado de devolución de los co-
nocimientos que se han acumulado sobre dichos pueblos.
El gremio médico debería rechazar su participación en el control
de la natalidad, como mecanismo para atemperar algunos problemas
económicos y sociales en las comunidades indígenas, siempre vulne-
rables en su integridad demográfica. Asimismo, habría de colaborar
en forma más decidida y comprometida en la elaboración y aplica-
ción de políticas de salud preventivas y curativas, incluyendo la legi-
timación de la etnomedicina como aporte fundamental de las cultu-
ras étnicas para toda la humanidad.
Saludamos la búsqueda de algunos economistas para diseñar es-
trategias económicas alternativas a las políticas neoliberales. Estas
estrategias parten de un desarrollo autónomo de las fuerzas produc-
tivas y entienden a la cultura como intrínsecamente opuesta a la
proliferación del capitalismo salvaje. Compartimos con ellos su posi-
ción de que el Estado tiene el derecho y la obligación de salvaguardar
los intereses económicos de los desposeídos en aras de una redistri-
bución igualitaria de los recursos.
Reconocemos la transformación operada en la corriente progre-
sista de la Iglesia católica que, en los últimos veinte años, ha inten-
tado reformular la práctica eclesiástica a partir del respeto a las
religiones indígenas. Sin embargo, sectores mayoritarios de esta
institución continúan ejerciendo un papel hegemónico que atenta
contra los valores y culturas indias. Por otra parte, en los últimos
años se han notado señales de ambigüedad y resquebrajamiento en
el diálogo entre misioneros, indígenas y científicos sociales.
DECLARACIONES DE BARBADOS 341
Condenamos también las prácticas etnocidas de algunas iglesias
protestantes, muchas veces responsables de la fragmentación y des-
politización de los pueblos indígenas. En este contexto propugnamos
el reconocimiento irrestricto de las múltiples formas que asumen sus
religiosidades, entre ellas las iglesias autónomas nativas, hoy en día
perseguidas y estigmatizadas por las iglesias dominantes.
Un proceso de democratización de América Latina que incluya
efectivamente a los pueblos indios no podrá viabilizarse si no se toma
en cuenta la necesidad de reordenamientos geopolíticos que contem-
plen la especificidad de las formas de territorialidad de los indígenas.
En este sentido, el concepto de pueblo corresponde a poblaciones
humanas socialmente organizadas, étnicamente definidas, cultural-
mente distintas y dotadas de una dimensión espacial que es su terri-
torio. Éste se concibe como un ámbito definido por el conjunto total
y estructurado de relaciones ecológicas, sociales y simbólicas entre
una sociedad y el espacio geográfico continuo o discontinuo sobre
el cual actúa. Incluso, en los numerosos casos en que pueblos indí-
genas hayan quedado divididos por fronteras estatales, es de derecho
que puedan aspirar a ciudadanías dobles o múltiples, de acuerdo con
las situaciones contextuales.
En cualquier caso la autonomía territorial implicará no solamente
la toma de decisiones acerca del uso de recursos naturales y econó-
micos sino también la autogestión política y cultural, autodetermina-
ción que sólo podrá hacerse efectiva a partir de la aceptación global
de la soberanía compartida.

Río de Janeiro, diciembre 10 de 1993

Nelly Arvelo, Alicia Barabas, Miguel Bartolomé, Darcy Ribeiro, Mer-


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ÍNDICE

prólogo 9

i. instrumentos conceptuales 23
1. antropología política y relaciones interétnicas 25
2. los laberintos de la identidad 63
3. pluralismo e interculturalidad 85
4. estados, naciones y ciudadanías 133

ii. procesos latinoamericanos 161


5. procesos civilizatorios y autonomías étnicas 163
6. las etnogénesis. viejos actores y nuevos roles en el
escenario cultural y político 193
7. movimientos indios en américa latina. los nuevos
procesos de construcción nacionalitaria 221
8. movilizaciones étnicas y crítica civilizatoria. un
cuestionamiento a los proyectos estatales en américa
latina 249
9. fronteras estatales y fronteras étnicas en américa
latina. notas sobre el espacio, la temporalidad y el
pensamiento de la diferencia 275
10. anexo documental. las declaraciones de barbados 315

bibliografía 343
familia tipográfica: new baskerville 10/12.5
indesing cs 3.0, plataforma macintosh

cargraphics, red de impresión digital;


av. presidente juárez 2004
frac. industrial puente de vigas,
54090, tlalnepantla, edo. de méxico.

abril de 2006

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