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MANUEL CHUST
PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD JAUME I DE
CASTELLÓN. AUTOR DE NUMEROSOS ESTUDIOS SOBRE LAS INDEPENDENCIAS
AMERICANAS Y EL LIBERALISMO GADITANO Y SU IMPACTO EN AMÉRICA. HA PUBLI-
CADO RECIENTEMENTE 1808. LA ECLOSIÓN JUNTERA EN EL MUNDO HISPANO;
DEBATES SOBRE LAS INDEPENDENCIAS IBEROAMERICANAS Y LOS COLORES DE
LAS INDEPENDENCIAS IBEROAMERICANAS.

IVANA FRASQUET
PROFESORA-INVESTIGADORA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD
JAUME I DE CASTELLÓN. SUS INVESTIGACIONES SE HAN CENTRADO EN EL CONSTI-
TUCIONALISMO GADITANO Y SU TRASCENDENCIA EN ESPAÑA Y EN MÉXICO. ENTRE
SUS PUBLICACIONES DESTACAN LA TRASCENDENCIA DEL LIBERALISMO GADITANO
EN ESPAÑA Y EN AMÉRICA; BASTILLAS, CETROS Y BLASONES. LA INDEPENDENCIA
DE IBEROAMÉRICA Y LAS CARAS DEL ÁGUILA. DEL LIBERALISMO GADITANO A LA
REPÚBLICA FEDERAL MEXICANA.
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Manuel Chust
e Ivana Frasquet

Las independencias de América


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SERIE ESTUDIOS SOCIOCULTURALES

DISEÑO DE CUBIERTA: ESTUDIO PÉREZ-ENCISO

© MANUEL CHUST E IVANA FRASQUET, 2009

© LOS LIBROS DE LA CATARATA, 2009


FUENCARRAL, 70
28004 MADRID
TEL. 91 532 05 04
FAX 91 532 43 34
WWW.CATARATA.ORG

LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

ISBN: 978-
DEPÓSITO LEGAL: M-

ESTE MATERIAL HA SIDO EDITADO PARA SER DISTRIBUIDO. LA INTENCIÓN


DE LOS EDITORES ES QUE SEA UTILIZADO LO MÁS AMPLIAMENTE POSI-
BLE, QUE SEAN ADQUIRIDOS ORIGINALES PARA PERMITIR LA EDICIÓN
DE OTROS NUEVOS Y QUE, DE REPRODUCIR PARTES, SE HAGA CONS-
TAR EL TÍTULO Y LA AUTORÍA.
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ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN: UN ESTADO DE LA CUESTIÓN

CAPÍTULO 1. UNA MONARQUÍA SIN REY, PERO CON JUNTAS:


1808-1810
La lucha de los imperios: 1756-1799
Y en eso... Napoleón: 1799-1808
La crisis de 1808: El poder revolucionario juntero
La crisis en América: ¿qué hacer?
Cambio de rumbo: 1810

CAPÍTULO 2. LA COMPLEJIDAD REVOLUCIONARIA:


AUTONOMISMO ‘VERSUS’ INSURGENCIA: 1810-1814
De juntas e independencias: Venezuela
Acción y reacción en el Río de la Plata
Un mosaico de opciones: Nueva Granada
Del rey ‘ausente’ al vi-rey ‘presente’: el Perú
Rebelión popular y revuelta insurgente
en Nueva España
Las Cortes de Cádiz: la vía autonomista
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CAPÍTULO 3: EL RETORNO DEL REY, EL RECURSO


A LAS ARMAS: 1814-1820
La solución armada: el retorno del rey en América
El triunfo independentista: Río de la Plata, Uruguay
y Chile
La Nueva Granada en llamas
Viejos y nuevos problemas de la monarquía absoluta:
1817-1820

CAPÍTULO 4: EL TRIUNFO DE LA INDEPENDENCIA, EL SURGIMIENTO


DE LAS REPÚBLICAS: 1820-1828
El año 1821, cuando Nueva España se convirtió
en México
El difícil camino de un Estado: la gran Colombia
El triunfo de la guerra panamericana: Perú y Bolivia
La creación de Centroamérica: 1824
Uruguay, el epílogo

CRONOLOGÍA

BIBLIOGRAFÍA
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PRÓLOGO

Los procesos de las revoluciones de independencia en Ibe-


roamérica han sido uno de los acontecimientos más importantes
en la historia universal contemporánea. Miles de páginas se han
escrito desde hace doscientos años relatando, glosando, descri-
biendo, analizando e interpretando las causas, el desarrollo, los
acontecimientos y las consecuencias que llevaron a estos hom-
bres y mujeres a separarse de la metrópoli española. Después de
trescientos años de imperio, los súbditos y los territorios del rey
español pasaron a ser ciudadanos y naciones de las repúblicas
americanas. El presente estudio trata de sintetizar las causas, las
razones y la complejidad del tránsito de un mundo viejo, que se
desmoronó, a un mundo nuevo que quiso nacer.
Es importante señalar dos consideraciones. La primera es
que las independencias se inscriben dentro de los procesos
revolucionarios liberales americanos y europeos que, desde el
último tercio del siglo XVIII, hasta la primera mitad del siglo
XIX, acabarán con el Antiguo Régimen, tanto metropolitano
como colonial. En segundo lugar hay que establecer que para la
comprensión de un proceso tan complejo como las indepen-
dencias hay que establecer una periodización en distintas fases.

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La primera, durante el bienio trascendental entre 1808 y 1810. La


segunda se desarrollará entre 1810 y 1814, con las propuestas
insurgentes y del liberalismo gaditano como actores hegemónicos.
La tercera viene marcada por los intentos de reconquista armada
de Fernando VII como monarca absoluto entre 1814 y 1820. Y la
última, a partir de los años veinte, en donde tras las independen-
cias de los dos grandes virreinatos, novohispano y peruano, la
separación de toda la América continental será definitiva.
La monarquía española va a sufrir desde la segunda mitad
del siglo XVIII una serie de tensiones por mantener las rentas de
las colonias americanas. Lo cual hizo que se reforzara la alianza
con la monarquía borbónica francesa frente al enemigo británi-
co. Estas tensiones van a contribuir a que se implemente todo un
plan de reformas que intentarán maximizar las rentas del
monarca en América desde la máxima eficacia y con el mínimo
coste posible. Lo cual generará tensiones sociales y económicas
entre todas las clases de la sociedad americana: criollos, indios,
mulatos y mestizos.
Este conflicto latente estallará tras los acontecimientos de
mayo de 1808. Fue en esa crisis de la familia real cuando quedó
más patente que nunca que América pertenecía por derecho de
conquista al rey español. Ausente el rey, tras las abdicaciones
de los Borbones en los Bonapartes, quedó un amplio campo de
posibilidades para gobernar y administrar los súbditos y terri-
torios americanos. En este sentido, el bienio 1808-1810 será
trascendental porque van a reclamar ese derecho José I Bona-
parte, los virreyes y capitanes generales presentes en América,
la reina Carlota Joaquina presente en Brasil, que exigirá ser
regente, las juntas en la Península, la Junta Central, las juntas
en América o las ciudades americanas que no se sentían repre-
sentadas por las capitales.
Todo ello va a desembocar en 1810 en dos contendientes cla-
ros y un antagonista latente: la insurgencia tras la eclosión junte-
ra de 1810 y el liberalismo autonomista gaditano, que concedió

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PRÓLOGO

derechos a los americanos en las Cortes de Cádiz y la Constitución


de 1812. Monarquía que se volvió constitucional pero que tenía en
América latentes antagonistas en fieles servidores del rey que no
estaban dispuestos a perder sus privilegios del Antiguo Régimen.
Y, así, a partir de 1810 América quedó dividida en dos opciones: el
cono sur y partes de Venezuela y Nueva Granada insurgentes,
y Perú y Nueva España, a pesar de la rebelión de Hidalgo, procli-
ves a la monarquía pero constitucional.
Pero 1814 marcó una línea de no retorno. La reacción abso-
lutista de Fernando VII suprimió cualquier posibilidad de un
liberalismo autonomista gaditano en América al reprimir por la
fuerza tanto a la insurgencia como al liberalismo gaditano. Es por
ello que tras 1814 solo quedaron ya dos contendientes visibles: la
insurgencia y el absolutismo armado fernandino. Fue en estos
seis años cuando más se identificó en América el monarquismo
con el Antiguo Régimen y con el recurso a la fuerza armada. Por
esta razón la insurgencia americana empezó a aglutinar unidad
contra el enemigo común que era lo “español”. Identificado ya
claramente desde 1814 como opresor y monárquico.
Así, en 1820, cuando por primera vez Fernando VII juró la
Constitución de 1812, una parte sustancial de las clases dirigentes
americanas, que en años anteriores se mostraban tibias en la
empresa independiente, ahora se aliarán con antiguos antagonis-
tas para proclamar la independencia. Y, en segundo lugar, el con-
texto de los años veinte fue muy diferente a la década anterior.
Mientras que en ésta dominaba un contexto de guerras, reformas
y revolución, los años veinte estuvieron marcados por la restaura-
ción de las monarquías absolutas. Por eso, si en Europa los ejér-
citos del Antiguo Régimen se coaligaban para derrotar al enemigo
“liberal” tras la creación de la Santa Alianza, en América los gran-
des estrategas insurgentes también se coaligaron para derrotar al
enemigo “absolutista”.
De esta forma, a diferencia de las propuestas del liberalis-
mo gaditano de la década anterior, en los años veinte fue en el

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campo de batalla donde se libró la solución a las disputas polí-


ticas y económicas. Y en ese sentido el Antiguo Régimen clau-
dicó ante los ejércitos de las triunfantes nuevas repúblicas.

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INTRODUCCIÓN
UN ESTADO DE LA CUESTIÓN

En los años cincuenta del siglo XX funcionaba un consenso his-


toriográfico sobre la interpretación de las independencias de la
América española en la mayor parte de las academias iberoame-
ricanas. Consenso que se trasladaba también a la ideología y po-
lítica, tanto de los partidos de izquierda, como de los liberales
y conservadores. Consenso que se remontaba a la construcción
de la historia nacional en los siglos XIX y XX en cada una de las
repúblicas hispanoamericanas denominadas Historia Patria.
Las tesis centrales de esta interpretación son comunes a
toda América Latina. En primer lugar, el nacionalismo im-
pregnó toda la argumentación. La independencia era explicada
desde el convencimiento de que se “analizaba” la gesta nacio-
nal, la “forja” de la nación. Un discurso que llegó a ser hegemó-
nico y que tenía el sentido de unificar la historia de sociedades
altamente diferenciadas étnica y socioeconómicamente, así
como con amplios contrastes regionales. En segundo lugar, era
una historia centrada en la gesta nacional pero realizada por
“héroes” patrios, a los que se les otorgaba un papel fundador
gracias a sus extraordinarias valías, especialmente militares.
Era una interpretación de la independencia maniquea, entre

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buenos y malos, entre patriotas y traidores, entre americanos


y gachupines, por lo que no hubo espacio para otros actores
como comunidades indígenas, mestizos, mulatos o negros.
A partir de la década de 1960 comenzó a ser cuestionada
esta interpretación. En estos años coincidieron muchos factores
académicos, pero, sobre todo, políticos, económicos y sociales
—tanto nacionales como internacionales—. Surgió una nueva
generación de historiadores formados universitariamente, que
manejaron más y mejores fuentes documentales, se multiplica-
ron los alumnos en las carreras de ciencias sociales y creció
notablemente el interés del tema por dos acontecimientos inter-
nacionales como fueron el proceso de descolonización posterior
a la segunda guerra mundial y el triunfo de la Revolución cubana,
los cuales pusieron también en el centro de estudio el interés de
profesionales europeos y norteamericanos por los procesos
de descolonización en América Latina.
Este cambio de rumbo se explica asimismo en los debates
generados por la teoría de la Dependencia y por las diversas
corrientes del marxismo. Ambos generaron el uso, e incluso el
abuso, de conceptos como revolución, dependencia, grupos con
intereses enfrentados, clases sociales, grupos y fracciones de
clase, etc. Y se plantearon interrogantes que tocaban los puntos
fundamentales sobre la comprensión de los procesos de las
guerras de independencia: sobre revolución o continuidades.
A partir de los años setenta entraron en escena otras ver-
tientes de la investigación que contribuyeron a enriquecer las
visiones de las independencias: la historia regional, el cuestio-
namiento de la “inevitabilidad” de la independencia, el debate
sobre el desempeño productivo de las estructuras económicas
de los siglos XVIII y XIX, los aportes de la historia social y el
“desmonte del culto a los héroes”.
La proliferación de los estudios regionales va a enriquecer
los trabajos sobre el proceso. Pero también lo matizarán. Hasta
ahora el foco interpretativo hacía pasar la historia de la “capital”

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INTRODUCCIÓN

como la historia de la nación, lo cual provocó que no se vislum-


braran más proyectos e intereses políticos y económicos que
los capitalinos, que se hacían pasar por nacionales. Así, del
consenso se pasó al disenso, de la unidad a la diversidad. Y en
este punto se acabó dilucidando que no sólo eran dos los gru-
pos en la lucha, sino que por lo menos eran tres: independen-
tistas, realistas y también autonomistas gaditanos. Es decir,
hubo otros proyectos viables entre el colonialismo y la insur-
gencia, como fue el planteamiento autonomista del liberalismo
gaditano, que surgió en las Cortes de Cádiz y se extendió por
buena parte de América.
Por otro lado, algunos historiadores insistieron en analizar
las independencias como un proceso histórico, con fases que
tenían una explicación en sí mismas, en su desarrollo y no en
base a una explicación teológica, cuestionando así la argumen-
tación de la “inevitabilidad” de la independencia. Pero también
se añadieron los debates acerca de los desempeños producti-
vos de las estructuras económicas de los virreinatos, capitanías
y provincias de la América española a lo largo del siglo XVIII y
primeras décadas del siglo XIX.
Además, los estudios sobre la historia social de la América
española constituyeron otro camino. Lo esencial era estudiar
las bases sociales de la insurgencia y no sólo a sus dirigentes.
Y también alcanzó mayor relevancia saber quién, o mejor dicho,
quiénes eran el “pueblo”. Campesinos, arrendatarios, peque-
ños propietarios, pequeña burguesía, capitalistas, indígenas,
negros, mulatos, zambos, castas, etc.
En las últimas décadas se ha confirmado ese cambio de
rumbo. Es indudable que la denominada “ola democratizado-
ra” de finales de los ochenta y principios de los noventa impac-
tó en los temas de investigación no sólo de la historiografía,
sino, en general, de las ciencias sociales latinoamericanas
y latinoamericanistas. Cayeron las dictaduras, pero también la
vía armada a la revolución fue descartada, en algunos casos por

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convicción, en otros por necesidad, por un amplio sector de los


movimientos sociales y de los partidos de izquierda. Ambos
fenómenos, no necesariamente relacionados, sí confluyeron
en situar en primer plano la construcción de las instituciones
democráticas. Lo cual se tradujo en una preocupación por
estudiar la vertiente política, constitucional, los procesos elec-
torales, la conquista de derechos de ciudadanía, etc., en las
independencias.
Por último, los parámetros analíticos de la historia social, de
la historia cultural, de la historia de género, han dotado de nuevos
enfoques, de nuevos campos de investigación a este proceso.

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CAPÍTULO 1
UNA MONARQUÍA SIN REY, PERO CON JUNTAS: 1808-1810

LA LUCHA DE LOS IMPERIOS: 1756-1799

La guerra de los Siete Años entre la monarquía francesa y la mo-


narquía británica tuvo consecuencias de una envergadura univer-
sal. Pero la entrada en ella de Carlos III contra Gran Bretaña tuvo
notables consecuencias para la monarquía española. No sólo se
saldó con la ocupación británica de La Habana y de Manila en
1762, sino que tras la Paz de París que dio fin a la guerra, si bien las
recuperaría, perdió las dos Floridas. Inglaterra, por su parte,
obtendría las provincias del Québec y parte de la India.
El año de 1763 es clave en la historia universal. A partir de
aquí la revolución industrial inglesa va a tener un desarrollo
imparable. Transformaciones productivas y comerciales que pro-
vocarán un cambio en la reordenación colonial y en las relaciones
internacionales.
Lo que fue evidente es que, especialmente tras esta con-
tienda, la monarquía española no podía hacer frente por sí sola
a Gran Bretaña, ni mucho menos mantener su imperio frente a
un potencial ataque inglés, cada vez más preparado y tecnológi-
camente superior. En esta coyuntura se inscriben las medidas

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reformistas de los Borbones con Carlos II y especialmente


Carlos III. En primer lugar, el virreinato de Perú, es decir casi
toda Sudamérica, se dividirá en tres partes con la fundación del
virreinato de Nueva Granada, que, tras un primer intento en
1717, será establecido en 1739; y el del Río de la Plata en 1776.
Con ello quedaba fragmentado totalmente el poderoso virrei-
nato peruano, ya que la Audiencia de Quito pasó a Nueva Gra-
nada y la Audiencia de Charcas, con las ricas minas de Potosí,
al Río de la Plata. Además se crearon las capitanías generales de
Venezuela en 1777 y de Chile en 1789. Esta reordenación terri-
torial también implicó otra de índole político-administrativa
y militar. La primera, con la implantación del sistema de in-
tendencias en 1786, que, con raíces en el sistema borbónico
francés, pretendía homogeneizar el inmenso territorio ameri-
cano, fragmentarlo para poderlo controlarlo mejor, poner al
frente de cada intendencia a un funcionario real y maximizar
rentas e impuestos comerciales. También pretendía controlar
a las elites americanas regionales, tanto las económicas, co-
merciantes y plantadoras, como las peninsulares instaladas en
los cargos de corregidores, alcaldes y regidores. Estos cambios
vinieron acompañados de todo un programa de reforma del
Ejército con las ordenanzas de 1768.
En ese contexto, Gran Bretaña va a promover un cambio
de sistema colonial en las Trece Colonias de América del Norte.
La nueva política impuso el criterio de que los costos de man-
tener el imperio debían sufragarlos los propios colonos me-
diante impuestos. En pocos años se impusieron las Actas de
Navegación y las Actas sobre el azúcar, el té, y el papel timbra-
do. Los colonos británicos enarbolaron una idea que llegará
también a la América española: no se resistían a pagar impues-
tos pero, ya que contribuían con el Estado monárquico, querían
representación política.
En 1775, las reivindicaciones de las asambleas coloniales
desembocarán en un conflicto armado. Se inició la revolución

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

de independencia de los Estados Unidos de América. La revuelta


colonial en suelo americano del norte animó a la monarquía fran-
cesa de Luis XVI a intervenir en el conflicto. También a la monar-
quía española. Ambas monarquías borbónicas interpretaban que
era el momento de la revancha de la derrota en la guerra de los
Siete Años. Así que especialmente la monarquía francesa apoyó a
los colonos norteamericanos económica y militarmente al despla-
zar su armada a las colonias norteamericanas, contribuyendo deci-
sivamente a su derrota en la crucial batalla de Yorktown en 1781.
La independencia de las Trece Colonias quedó sin duda
como precedente del movimiento insurgente para el criollismo.
En tres sentidos: era posible una independencia de una podero-
sa metrópoli, si bien ésta no era plausible sin la ayuda económica
y diplomática —reconocimiento como Estado independiente—
de otras grandes metrópolis europeas, se podía establecer un
sistema de gobierno que no fuera necesariamente el monárqui-
co —hegemónico y vinculado con sistemas absolutistas—que no
condujera necesariamente al desorden interior —era el miedo
criollo— y que respetara la autonomía y diversidad económica de
los diferentes territorios. En este sentido, el desarrollo posterior
de los Estados Unidos será un referente en el sistema republica-
no y federal, especialmente tras el establecimiento de su
Constitución en 1787. Lo cual no implica que las independen-
cias hispanoamericanas copiaran modelos estadounidenses,
sino que aprendieron de experiencias anteriores, ideas ilustra-
das, lecturas y relecturas de los clásicos, para interpretar y esco-
ger en cada coyuntura las que más interesaban al triunfo, en cada
momento, de sus propuestas. Por supuesto, toda una literatura
sobre la experiencia y fundamentación del Estado republicano
y federal norteamericano llegó a Iberoamérica.
Y por descontado que la otra gran revolución del siglo XVIII
estuvo relacionada con la revolución de independencia de los
Estados Unidos. Así, a partir de 1789 comenzó la Revolución fran-
cesa. La quiebra secular de la Hacienda real francesa se agravó por

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el esfuerzo económico realizado en las múltiples contiendas con-


tra Gran Bretaña, especialmente la última en la guerra de Nor-
teamérica, la cual se complicó con una gran crisis del Antiguo
Régimen. La Revolución burguesa estalló en Francia. Revolución
que fue una explosión de ideales, de consignas, de experiencias,
que asumió la ideología de establecer derechos liberales, emana-
dos de la declaración de Virginia, y de medidas revolucionarias
contra el Antiguo Régimen. Y los ecos fueron enormes, no sólo el
derrumbe del Antiguo Régimen, sino la posibilidad de que ello
ocurriera en uno de los Estados absolutistas más grandes y poten-
tes de Europa, como era el francés. Las consignas de libertad,
igualdad, pero también de orden y propiedad, camparon por toda
América y Europa. Hasta que la fase jacobina llegó en 1793. Y con
ella orden y propiedad fueron sustituidos por fraternidad.
También los conceptos de república cambiaron notablemente
con respecto a la experiencia norteamericana. Una parte del crio-
llismo siguió apostando por la experiencia norteamericana, otra
parte de las clases populares se reflejaba en la experiencia repu-
blicana francesa, que no sólo había separado al rey, incluso física-
mente, de su trono, sino que repartía tierras a los campesinos,
desamortizaba tierras a la Iglesia, establecía el sufragio universal,
y encarcelaba y juzgaba mediante tribunales populares a la aristo-
cracia. Y su interpretación fue muy diversa para las capas popula-
res, para las comunidades indígenas, o para las diversas capas de
criollos y españoles donde seguía pesando, no sólo su condición
racial y de nacimiento, sino también su vinculación o no con la
propiedad, con el capital comercial, o con los beneficios o pérdi-
das que suponía el monopolio comercial del sistema colonial.
Así las cosas, a América llegó también su particular Re-
volución francesa en la isla de Saint Domingue. Desde 1795, el
triunfo de las revueltas de esclavos y negros libertos se va a
materializar en un proyecto político que conducirá a la inde-
pendencia de Haití en 1804. Lo cual supondrá un precedente a
tener muy en cuenta en toda la América española, tanto para las

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clases dominantes como para las populares en su vertiente


étnica y racial: la independencia era una posibilidad, no sólo de
los criollos, sino de las clases subalternas, incluso una cuestión
no sólo de clase sino de raza. La interpretación de lo aconteci-
do en Francia fue asumida por un nutrido grupo de intelectua-
les e ilustrados criollos como algo negativo, al identificar en un
bucle ideológico político república-jacobinismo-indepen-
dencia de Haití. Y pesó como una losa durante la primera déca-
da del siglo XIX.

Y EN ESO… NAPOLEÓN: 1799-1808

En 1799 Napoleón accede mediante un golpe de Estado a dirigir


los destinos de Francia al frente del Directorio. La política, tanto
nacional pero sobre todo internacional, de la Francia postrevo-
lucionaria va a cambiar notoriamente. Las alianzas de antes de la
época revolucionaria entre la dinastía borbónica, tanto france-
sa como española, se reemprenderán con Napoleón. El motivo
central seguía siendo el mismo, mantener la alianza franco-
española contra Gran Bretaña.
En este contexto, en 1801 Carlos IV reafirmó esta alianza
mediante el Segundo Tratado de San Ildefonso, en el que se con-
juraban para terminar con el poderío naval británico. El precio
fue la entrega de la Luisiana a Napoleón. A cambio, el monarca
español obtendría el Reino de Etruria enclavado en la penínsu-
la Itálica. Las consecuencias de este Tratado se revelarían inme-
diatamente: se conminó a cerrar al tráfico marítimo británico a
los puertos lusos, en especial Oporto y Lisboa. La negativa de la
corona portuguesa va a provocar la denominada “guerra de las
Naranjas” entre ambas monarquías peninsulares.
Paralelamente, Napoleón había desplegado toda su estrate-
gia en Europa. Así, había derrotado a los austriacos en Marengo
en 1800, y ocupado y reorganizado casi toda la península Itálica

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mediante pequeños estados nuevos. Pero su estrategia desde el


primer momento no sólo implicaba al espacio europeo, sino
también a las redes comerciales y productivas de sus colonias,
especialmente las americanas.
En el contexto de esa alianza franco-española, se fraguó la
idea de derrotar a los británicos de forma concluyente para
arrebatarles su poderío naval y así ahogar su flujo comercial,
sus múltiples negocios de contrabando en la América española
y sus innumerables asaltos a las flotas cargadas de metales pre-
ciosos americanos. De esta forma, las armadas franco-españo-
las al mando del almirante francés Villenueve se enfrentaron a
la armada británica en el golfo de Cádiz en la batalla de Tra-
falgar el 20 de octubre de 1805. En ella se produjo una contun-
dente derrota de las flotas aliadas. Las consecuencias para la
monarquía española fueron notables e inmediatas: se inte-
rrumpió el tráfico marítimo y con ello los caudales, los metales
preciosos, las materias primas que llegaban de América, así
como la exportación de bienes de consumo y suntuarios. Lo
cual ocasionó no sólo problemas económicos, sino que tam-
bién dio lugar a un clima de incertidumbre en América sobre la
vulnerabilidad de la monarquía española frente a la británica.
De hecho, los británicos en junio de 1806 invadieron la ciudad
de Buenos Aires a sabiendas de que ninguna flota española
vendría a ayudar a la guarnición y ciudad porteña.
Después de Trafalgar, Napoleón cambió diametralmente su
estrategia. Pasó de querer derrotar a los británicos en el mar a
intentar estrangular su economía desde el continente. La estrategia
consistía en que no tuvieran un puerto aliado o neutral donde atra-
car sus barcos para avituallarse, donde pudiera descansar su tripu-
lación, reparar sus navíos y, por supuesto, comerciar. Se desplegaba
así la estrategia napoleónica conocida como bloqueo continental.
En escasas semanas, el 2 de diciembre de 1805, se produjo
la gran victoria de Austerlitz en los campos de Brno a la cual le
seguirán Jena y Auerstädt. En ellas los ejércitos napoleónicos

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

ocuparon la Europa central, derrotaron a los ejércitos británi-


cos, rusos, a las fuerzas austro-húngaras y a las prusianas. Vic-
torias que supusieron la entrada de las fuerzas napoleónicas en
Berlín, deponiendo a la familia real prusiana, que huyó a Rusia
buscando la protección del zar Alejandro I. Pero no sólo eso,
Austerlitz provocó una nueva alianza: se formó la confederación
del Rin, que aglutinó los reinos de Baviera, Sajonia, Westfalia
y Wurtemberg bajo la protección bonapartista Aún más, en 1807,
Rusia fue forzada a firmar la Paz de Tilsit y unirse al bloqueo con-
tinental contra Gran Bretaña.
De esta forma, en 1807 el panorama político-militar en el
continente europeo se traducía en la derrota de la mayoría de las
dinastías absolutistas que habían sido sustituidas por la dinas-
tía Bonaparte u obligadas a pertenecer a un sistema de alianzas
con Francia. Así, la mirada napoleónica volvió a fijarse hacia el
único enemigo de los franceses en suelo europeo y aliado secu-
lar de los británicos: la monarquía portuguesa. Es más, los obje-
tivos estaban claros: los puertos. Para Carlos IV y Manuel Godoy
había llegado el momento de devolver el golpe recibido en
Trafalgar y en Buenos Aires con la ocupación de Portugal. Poco
importaba que en anteriores pactos de familia se hubiera casa-
do a la hija de los reyes españoles Carlota Joaquina con el rey
de Portugal, Juan VI de Braganza. Éstas son las circunstancias
en las que se va a establecer un tratado secreto entre Manuel
Godoy, Carlos IV y Napoleón, firmado el 27 de octubre de 1807
en Fontainebleau.
El tratado preveía el reparto de Portugal en tres zonas: el
norte para el rey de Etruria, el centro para Napoleón —que
incluía el puerto de Lisboa— y el sur para Manuel Godoy; la
autorización de la entrada de tropas francesas en territorio
español con el objetivo conjunto de invadir Portugal; el reco-
nocimiento de Napoleón a Carlos IV como emperador de las
Américas —quizá una de las claves del tratado— y el reparto de
las colonias portuguesas, ni más ni menos que Brasil, tras el fin

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de la guerra contra Portugal. Ésta fue una de las claves de la


invasión. Por supuesto que el objetivo central era ocupar los
puertos lusos aliados de los británicos, pero sobre todo susti-
tuir la familia real portuguesa por la bonapartista, establecer la
nueva legitimidad monárquica, y por ella exigir la lealtad de los
súbditos portugueses en Brasil. Una rica, productiva y gran
colonia apetecible por la corona española y el Estado napoleó-
nico. Y la contrapartida era desalojar también de Brasil a los
británicos que disponían de varios enclaves y bases para su
armada. Napoleón ya había utilizado esta estrategia en otras
ocasiones. Y con ella no sólo pretendía obtener el trono portu-
gués, sino, evidentemente, todas las rentas que su colonia
dejaba en las arcas de la Hacienda real. No olvidemos este
aspecto del colonialismo absolutista, dado que las colonias for-
maban parte del patrimonio del rey y no de la nación.
Sin embargo, y a pesar del rápido avance de las tropas napo-
leónicas, cuando el mariscal francés Philippe Junot entró en
Lisboa, la familia real portuguesa había huido a Brasil, escoltada
por la flota británica. La lección será aprendida en los meses que
siguen. Inmediatamente, los soldados franceses, en un número
mucho mayor del acordado —de 26.000 van a pasar a 126.000—,
cruzan los Pirineos y ocupan plazas y guarniciones importantes.
El cuñado de Napoleón, el general Joaquín Murat, se instala a
principios de marzo de 1808 en Madrid. Allí está la Corte de la
monarquía española. La alarma empieza a cundir. Manuel Godoy,
valido —primer ministro— de Carlos IV, sugiere una huida hacia
Nueva España de la familia real temiendo una traición de Na-
poleón. Y convence de ello a los reyes. En el camino hacia Cádiz,
en Aranjuez, la traición es otra, la del Príncipe de Asturias,
Fernando, quien obliga a su padre a abdicar en él tras orquestar
un motín popular en esa población contra Manuel Godoy.
Fernando VII se proclama rey el 19 de marzo de 1808. Con
este golpe de Estado familiar Fernando consiguió, no sólo el
trono, sino reconducir los planes de Napoleón con respecto a la

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corona española. En juego, al igual que en Portugal con Brasil,


estaba no sólo la Península, sino especialmente todo el Imperio
americano. La estrategia, la misma que había desplegado en Eu-
ropa e intentado en Lisboa, la sustitución de los Borbones por
los Bonapartes.

LA CRISIS DE 1808: EL PODER REVOLUCIONARIO


JUNTERO

El 20 de abril de 1808 Fernando VII llegaba a Bayona en busca del


respaldo de Napoleón a su proclamación como rey. Diez días des-
pués lo haría su padre, Carlos IV, quien previamente, en la estra-
tegia napoleónica, había sido reconocido como rey de “España
y de las Indias”. El 2 de mayo, salía el resto de la familia real de
la corte bajo las presiones de Joaquín Murat, mientras la rumo-
rología del “secuestro”, que se iba expandiendo por la capital
madrileña, haría lo demás. Madrid presenciaba el levantamiento
popular contra la ocupación francesa. Durante los primeros días
del mes de mayo se produjo la secuencia de acontecimientos
conocida. Fernando es obligado a retornarle el trono a su padre,
quien a su vez lo entrega a Napoleón y poco después éste corona-
rá a su hermano José Bonaparte como rey de “España y de las
Indias” en un decreto fechado el 6 de junio.
La Península se ve sumida en un sinfín de motines, alga-
radas, levantamientos y rebeliones que tienen a los franceses
como objetivo o como justificación para expresar su malestar
social. La respuesta será popular, habrá rebeliones en las ciu-
dades y en el campo contra las autoridades militares y civiles
acusadas de colaboracionistas. Es una explosión de ira contra
los franceses, pero también contra los representantes del
Antiguo Régimen. Son asesinados cuatro capitanes generales,
varios gobernadores, corregidores y otras autoridades repre-
sentativas del régimen absolutista. En el campo se asaltan casas

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de la nobleza, la cual huye a las ciudades, e incluso a la corte del rey


francés en busca de protección. Se desata una Grande Peur como
en el caso de la Revolución francesa de 1789. Las motivaciones en
el campo son contra la nobleza, por el hastío de pagar rentas e
impuestos; en las ciudades, de artesanos contra impuestos one-
rosos y reclutamientos forzosos. Así, en mayo de 1808 estalló la
guerra popular contra los franceses, dado que la mayor parte de
las tropas estaban acuarteladas, ya que tenían orden del rey
de hacer frente a sus —hasta ahora— aliados franceses.
Es por ello que habrá que matizar bastante el término de
“invasión” francesa como la chispa que provocó el enfrenta-
miento, puesto que las tropas francesas ya estaban en la Penín-
sula como consecuencia del Tratado de Fontainebleau. Lo que sí
se produjo fue una ocupación militar francesa.
Ante el inmovilismo de las autoridades españolas o su con-
nivencia con la nueva autoridad francesa, se produjo el surgi-
miento de juntas en las ciudades y después en las provincias.
Juntas en las que se integró una variada representación de la
sociedad: militares, nobles, comerciantes, eclesiásticos, aboga-
dos, incluso líderes de las capas populares. Las juntas se decla-
ran soberanas y gubernativas, inician de inmediato la guerra
contra los franceses, empiezan a reclutar fuerzas armadas, a im-
poner contribuciones para la compra de armamento y a crear un
plan de defensa contra los franceses. Algunas fueron mucho
más allá, como la de Sevilla, que se intituló “suprema de España
y de las Indias”, arrogándose numerosas prerrogativas como la
de enviar emisarios a América para pedir que se le entregaran
las cajas reales en nombre del rey.
A partir de aquí se distinguen dos centros de poder: el que
va a imponer José I y el de las juntas, que en septiembre de
1808 se coaligarán enviando dos delegados cada una para reu-
nirse en Madrid y crear la Junta Central.
Por su parte, el Gobierno josefino comenzó un proyecto
reformista con los conocidos decretos de Chamartín, que abolieron

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la Inquisición e iniciaron la desamortización de los bienes ecle-


siásticos. Las Cortes francesas de Bayona se reunieron por pri-
mera vez el 15 de junio de 1808. La mayor parte de sus diputados
fueron nombrados entre los nobles, comerciantes y militares. Lo
significativo respecto a América es que se incluyó a representan-
tes americanos. Este hecho es de especial trascendencia, dado
que el derecho a la representación era una reclamación que los
criollos habían expresado reiteradamente desde la segunda
mitad del siglo XVIII. Con ello el Estado josefino esperaba con-
tentarlos y que su nueva monarquía tuviera adeptos en América.
Básicamente el Estatuto de Bayona aportó la división de po-
deres, la confesionalidad religiosa y también una serie de libe-
ralizaciones destinadas a beneficiar a la burguesía comercial
y financiera, peninsular y criolla. Entre ellas se encontraban la for-
mación de un mercado nacional, las libertades de industria
y comercio, y la supresión de aduanas internas y de los privilegios
comerciales entre los territorios del antiguo imperio transoceáni-
co. Pero, además, la Carta proponía la ruptura del “pacto colonial”
al establecer que “los reinos y provincias españolas de América
y Asia gozarán de los mismos derechos que la metrópoli”.
Si bien estas medidas tuvieron un limitado eco y alcance
en los territorios americanos, sí que supusieron un preceden-
te importante para la estrategia política de la Junta Central con
respecto a América, pues obligaría al menos a equiparar esta
oferta de Bayona de derechos americanos a los criollos.
En estas circunstancias, se produjo la batalla de Bailén el
19 de agosto de 1808. Las tropas españolas, más los milicianos
de las Juntas de Granada y Sevilla, derrotaban a los franceses
dirigidos por el general Dupont. El nombre de “Bailén” reco-
rrió la Península, Europa y América. Las tropas francesas deja-
ban el sitio de Zaragoza y el de Gerona. José I se retiró de
Madrid y tuvo que replegarse hasta Vitoria.
Bailén significó mucho más. Supuso convertir en realidad lo
que hasta ahora era una quimera: la derrota del ejército francés.

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Tras Bailén, dos objetivos fueron fundamentales: la unificación


juntera de los esfuerzos contra las tropas francesas y el recono-
cimiento de un poder alternativo al francés que custodiara los
derechos de Fernando hasta que acabara la guerra. La victoria de
Bailén y sus repercusiones en los siguientes meses otorgaron
este inédito poder a la Junta Central que se reunió el 25 de sep-
tiembre de 1808 bajo las siglas —en nada gratuitas— de Suprema
y Gubernativa del Reino. Un poder legítimo en la Península que
también sirviera de referente de legitimidad y soberanía en los
territorios americanos. Así, la Junta Central se compuso de 35
representantes de 17 juntas y estuvo presidida por el conde de
Floridablanca hasta su muerte en diciembre de ese mismo año.
A éste le sucedió el marqués de Astorga, más proclive a la idea de
la convocatoria de unas Cortes cuyo impulsor va a ser el vocal
aragonés Lorenzo Calvo de Rozas.
La Junta Central tomó la iniciativa en dos cuestiones fun-
damentales: selló la alianza con Gran Bretaña en la guerra
peninsular y el 22 de enero de 1809 proclamó que “los domi-
nios españoles de Indias no eran colonias” sino que formaban
parte integrante de la monarquía española. Lo cual implicó la
invitación a representantes americanos a formar parte de la
misma, uno por cada virreinato y capitanía general.
Un total de diez representantes, uno por cada país: Río de
la Plata, Nueva Granada, Nueva España, Perú, Chile, Vene-
zuela, Cuba, Puerto Rico, Guatemala y Filipinas, fueron con-
vocados por vez primera a un órgano soberano de la monarquía
hispana. Esto supuso un cambio trascendental, pues el nuevo
centro de poder integraba en calidad de igualdad en la repre-
sentación a los territorios y habitantes peninsulares y ameri-
canos. Trascendental porque implicaba la asunción de un
principio hasta aquí inédito y era que América, sus habitantes,
sus territorios, dejaban de pertenecer a la corona, al rey,
y pasaban a integrarse en el nuevo centro de poder de la
monarquía.

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LA CRISIS EN AMÉRICA: ¿QUÉ HACER?

Cuando llegaron a América las noticias de la proclamación de


Fernando VII fueron festejadas por las autoridades peninsula-
res, por la población india y mestiza, por los criollos... Se convo-
caron tres días de iluminación general, bailes, corridas de toros,
fiestas, etc. No obstante, en pocos días todo cambiará. Las no-
ticias que llegaron después sumieron a la población y a las auto-
ridades civiles, eclesiásticas y militares en un caos. Relataban
que Fernando ya no era rey, que había abdicado en su padre, que
éste lo había hecho en Napoleón y que ahora su hermano José
era el rey de las Españas e... Indias, según había firmado Carlos
IV en una carta de renuncia al trono español y americano.
Arribaron también las noticias de los levantamientos populares,
de la represión francesa, del estallido de la guerra, de la alianza
con la “pérfida Albión”, antigua enemiga secular.
La rumorología se disparó, las sospechas de engaño en-
grandecieron o pusieron en duda todo. Es más, las noticias se
sucedieron sin una secuencia cronológica.
Las autoridades peninsulares pronto se encontraron en una
posición incómoda. Virreyes, capitanes generales, presidentes
de audiencias, gobernadores, intendentes, corregidores, alta je-
rarquía eclesiástica, militares, habían sido nombrados por Ma-
nuel Godoy, ahora caído en desgracia, por lo que sus enemigos
o los que ansiaban el poder pronto advirtieron la ocasión propi-
cia para provocar su caída y ocupar sus cargos.
A ello se unió que los representantes del “doble poder” en
la Península llegaron a América reclamando la obediencia de
autoridades y el envío de las cajas de caudales del rey. Así arri-
baron a Buenos Aires, Santiago de Chile, Montevideo, Lima
y La Habana, entre otras ciudades, emisarios de Napoleón, pero
también de las Juntas de Sevilla, Granada y Oviedo. Es más, a la
complejidad del momento se sumó un tercer actor, o más bien
actriz, dado que también llegaron misivas y emisarios de la hija

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de Carlos IV, hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina, que


reclamaba desde su exilio en Río de Janeiro su derecho a ser reina
regente de los territorios americanos en ausencia de su hermano
o padre. No fue todo. Rumor o no, corrió en esos días y meses que
Napoleón se disponía a invadir América si ésta no obedecía.
Con todo, una cosa parecía clara, la monarquía española ya
no estaba en guerra con Gran Bretaña, sino con Napoleón. El
cambio de alianzas debía producirse para afrontar al enemigo
francés. ¿Qué hacer?, ¿a quién obedecer? se preguntaban las
autoridades españolas y también el diverso y heterogéneo crio-
llismo americano. ¿A Napoleón, a las juntas, a la Junta Central,
a Carlota Joaquina? Pero también comenzó a gestarse otra
cuestión, que conllevaba otra respuesta, ¿y por qué obedecer
sin legitimidad?
La reacción ante semejantes noticias fue variada depen-
diendo de las autoridades gobernantes y de la situación particu-
lar de cada lugar; sin embargo, hubo una primera respuesta
unánime: jurar fidelidad a Fernando VII, legítimo monarca del
reino. Lo cual implicaba descartar la opción de obedecer las di-
rectrices francesas. Las ceremonias de jura se realizaron en las
principales capitales y ciudades americanas, el 12 de agosto de
1808 en Montevideo, el 13 del mismo mes en México, el 11
de septiembre en Santa Fe de Bogotá, el 6 y el 13 de octubre en
Quito y Lima, respectivamente, el 12 de diciembre en Asunción
de Guatemala y el 22 en Tegucigalpa.
A partir de esta situación se produjo una auténtica eclo-
sión juntera en América, de diversa índole, que también tras-
lucía su gran diversidad.
La primera junta reunida fue la de Montevideo el 21 de sep-
tiembre de 1808. Presidida por el gobernador interino Fran-
cisco Javier Elío, militar absolutista destacado, estaba integrada
por altos funcionarios y oficiales del Ejército y la Marina, gran-
des comerciantes y hacendados, oficiales de los regimientos de
voluntarios, curas, alcaldes, síndicos y letrados. Su postura

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ideológica fue legitimarse recurriendo a la tradición hispánica


y al derecho natural, si bien reconocía la igualdad entre penin-
sulares y americanos.
El virrey de Nueva España, José de Iturrigaray, lo intentó
entre los meses de agosto y septiembre de 1808, pero encontró
la oposición de la Audiencia, que deseaba mantener todo como
estaba, y la del cabildo, que insistía en la formación de una junta
que asumiera competencias autónomas para decidir sobre el
futuro del virreinato mientras el rey permaneciera “cautivo”. En
la capitanía general de Guatemala, no se organizaron juntas antes
de 1810, pero sí se reunieron las autoridades para decidir sobre el
futuro del territorio en una junta general en agosto de 1808.
En Buenos Aires los acontecimientos se precipitaron tras
conocerse las noticias de la ocupación francesa de la Península
y la guerra contra Napoleón. El virrey Liniers, por su origen
francés, fue acusado de “agente de Napoleón” en un gran tumul-
to popular que se produjo en la capital el 1 de enero de 1809. Una
delegación del cabildo exigió su renuncia y la formación de una
Junta Gubernativa. Las milicias levantadas en los años anteriores
para la defensa de la ciudad frente a las invasiones inglesas apo-
yaron al virrey e impidieron la formación de la junta. Mientras
tanto, en el cercano territorio de la capitanía general de Chile, el
reconocimiento a las autoridades instituidas en la Península fue
inmediato y no se planteó la posibilidad de formar Junta Gu-
bernativa alguna.
El 25 de mayo de 1809 la Audiencia de Chuquisaca —actual
Sucre—, en territorio altoperuano, destituía a su presidente
y se erigía en Junta Gubernativa. Comenzó entonces una labor
propagandística, defensiva y de medidas económicas. Envió emi-
sarios a otras ciudades para que relataran lo sucedido y buscar
adhesiones, organizó milicias, levantó defensas en la ciudad
y asumió el control de las cajas reales.
El 16 de julio de 1809 se produjo un levantamiento en la ciu-
dad de La Paz que terminó con la reunión de un cabildo abierto

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y la formación de la Junta Tuitiva. Esta junta reunió milicias,


nombró autoridades, recogió armas y, muy significativamente,
quemó los registros donde figuraban las deudas al fisco de la
monarquía. Sin embargo, no consiguió apoyos en el resto del
territorio.
En el Reino de Quito se formó una junta el 9 de agosto de
1809. Ésta se componía de 36 vocales, todos ellos americanos,
quienes en nombre de Fernando VII pretendían gobernar el
territorio. Realizó reformas económicas, redujo impuestos a la
propiedad, abolió las deudas y suprimió los monopolios del
tabaco y el aguardiente. Sin embargo, al igual que en La Paz, no
va a encontrar apoyo ni reconocimiento en otras ciudades
como Popayán, Guayaquil y Cuenca.
En el Reino de Nueva Granada se tuvo conocimiento de la
junta formada en Quito durante el mes de agosto de 1809. In-
mediatamente ésta fue desconocida por las autoridades de
Socorro, Popayán y Pasto. La noticia llegó oficialmente al virrey
Amar el 1 de septiembre, quien reunió a las principales autori-
dades para deliberar sobre la cuestión. Los miembros capitu-
lares del Cabildo de Santa Fe propusieron la formación de una
Junta Gubernativa para entenderse con la de Quito, pero el
virrey no accedió a esta petición.
También hubo intentos de formación de juntas en la isla
de Cuba, donde Francisco Arango y Parreño pretendía, en julio
de 1808, constituir la Junta de La Habana. A pesar de ello, y de
tener el apoyo del capitán general de la isla, la idea fracasó por
la resistencia de los militares criollos.
En definitiva, en unos casos fueron las autoridades penin-
sulares quienes tomaron la iniciativa ante la crisis de 1808 para
liderar el proceso antes que otros sectores, especialmente crio-
llos, lo hicieran. Pero también por miedo a la reacción de los
grupos étnicos y raciales que pudieran aprovechar la crisis para
provocar revueltas, como fueron los casos de Nueva España y la
Banda Oriental.

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En segundo lugar, hubo juntas que se erigieron con un pro-


grama muy definido de fidelidad al monarca pero actuando como
soberanas en sus jurisdicciones, lo cual va a generar una pugna con
las otras ciudades importantes que no reconocerán la soberanía
de las antiguas jurisdicciones coloniales, como pasó en Quito res-
pecto a Guayaquil o Cuenca, o el caso de Santa Fe de Bogotá
respecto a Pasto o Popayán. Y, en tercer lugar, hay que tener en
cuenta la actuación del virrey del Perú, José Fernando Abascal, que
abortó con las armas las juntas que, a pesar de no pertenecer ya a
su virreinato (como Quito, Chuquisaca y La Paz), envió fuerzas
armadas para desarticularlas y reprimirlas. Represión que quedará
en la memoria de estas poblaciones para futuras acciones. Virrey
que también abortará cualquier intento de promover una reunión
juntista en Lima en septiembre de 1809, deteniendo a notables
criollos por ello. Juntas, en este bienio 1808-1809, que no van a
cuestionar la pertenencia a la monarquía española.
Pero para la secuencia de los acontecimientos y evolución
del proceso fue sin duda muy importante la marcha de la gue-
rra en la Península. En este sentido hay que significar la llega-
da de las noticias de la victoria de Bailén. Sin duda fue una de
las razones por la que las juntas americanas apoyaron de mane-
ra mayoritaria la formación de la Junta Central en la Península,
pues, aunque no había una paridad o equivalencia con las jun-
tas peninsulares, por primera vez un órgano gubernativo de la
monarquía les concedía representación política. Y eso era un
cambio sustancial, cualitativo. Nunca los colonos de las Trece
colonias norteamericanas llegaron a conquistar derechos si-
milares. Y, en segundo lugar, la Junta Central apareció como la
gran ganadora frente a las tropas francesas. Por lo que el regre-
so de Fernando VII era más que probable, lo cual se tradujo en
un compás de espera de criollos, autoridades, comunidades
indígenas, etc., a la espera de nuevos acontecimientos.
Es por ello que en 1809 en América no hubo un cuestiona-
miento de la monarquía, sino un reforzamiento en general de ésta

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en todos los territorios americanos. Reforzamiento en donde,


evidentemente, las elites ilustradas aprovecharon esta coyuntu-
ra para plantear una serie de antiguas reivindicaciones políticas
y económicas que se venían dando en la mayor parte de cabildos
importantes desde la segunda mitad del siglo XVIII. Elites ilus-
tradas formadas en universidades americanas y españolas, en el
escolasticismo del siglo XVII, pero también en la lectura de los
ilustrados franceses, británicos y norteamericanos.
Por eso, en esta primera fase hay que distinguir entre las
juntas que se erigieron antes de 1810 y las que lo hicieron des-
pués, pues sus objetivos e ideales fueron distintos en función de
la coyuntura política y bélica de la monarquía y de su cambio
de estrategia a partir de 1810.
El 10 de mayo de 1809 la Junta Central enviaba el Manifiesto
a los americanos a todas las autoridades ultramarinas. La junta
buscaba la adhesión de la clase dirigente americana, tanto pe-
ninsular como criolla, y la fidelidad de las comunidades indíge-
nas, de mestizos y de mulatos. Y especialmente aglutinar en su
seno a las juntas americanas. Poco después, el día 22 de mayo se
convocaba a Cortes para los primeros meses del siguiente año
y se mantenían los principios de igualdad representativa para
los americanos. Eran los primeros pasos hacia una propuesta de
autonomismo hispano, equidistante entre el colonialismo del
Antiguo Régimen y la insurgencia que ya amagaba. Era la pri-
mera gran ruptura con la monarquía absoluta.
La segunda cesura llegará de inmediato. La comisión en-
cargada de organizar las futuras Cortes, presidida por el ilustra-
do Gaspar Melchor de Jovellanos, proponía una convocatoria
tradicional del Antiguo Régimen en estamentos. Pero la opción
que acabó triunfando —por distintos motivos— fue la reunión de
una sola cámara mediante sufragio indirecto por individuos.
Sin embargo, Napoleón no estaba dispuesto a perder lo que
ya calificaba como “guerra de España” y desplazó a suelo penin-
sular cerca de 400. 000 soldados. Tras las derrotas de Somosierra

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y Uclés, el 19 noviembre de 1809 se produjo la debacle del ejérci-


to español en Ocaña. El resultado para las fuerzas españolas fue
desastroso: se retiraron hasta Andalucía y José I se instaló de
nuevo en Madrid. El ejército quedó desmembrado y dejó de tener
mando único. A partir de Ocaña la guerra de España se convierte
en una guerra de guerrillas y en una guerra de sitios de las ciuda-
des que resistían heroicamente los asedios franceses.
Estas malas noticias tardaron en llegar entre tres y seis
meses a América. Sin duda el escenario del anterior bienio cam-
biará en 1810. Tanto que empezó a suponer un cambio de estra-
tegia en las fuerzas insurgentes, que interpretarán la nueva
coyuntura de derrota del Gobierno juntero en la Península como
una oportunidad para atacar el sistema colonial y desmembrarse
de la monarquía. Y, ante todo, como una respuesta a la potencial
invasión de América por parte de Napoleón.

CAMBIO DE RUMBO: 1810

Tras Ocaña, los acontecimientos se aceleraron en la Península.


El 1 de enero de 1810 se convocaban las Cortes. El día 13, la Junta
Central anunciaba su abandono de Sevilla y traslado a la isla de
León, en Cádiz, y con ello también dejaba por el camino su pres-
tigio ganado en Bailén. El 29 de enero la Junta Central comuni-
caba su disolución y la formación de una Regencia de cinco
miembros compuestos por el general Francisco Javier Castaños,
Francisco Saavedra, el almirante Francisco Escaño, el obispo de
Orense, Pedro Quevedo y Quintano, y el novohispano Miguel
de Lardizábal y Uribe.
En su primer decreto la Regencia estableció las Instruccio-
nes para las elecciones de América y Asia y, aunque afirmaba la
igualdad americana con la peninsular, lo que provocó fue una
desigualdad cuantitativa muy notoria al designar treinta suplen-
tes para América. Por lo que si bien se derogaba un principio

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sustancial del Antiguo Régimen por el cual los americanos eran


súbditos de la corona, sectores del criollismo pretextaron como
medida una desigualdad numérica en la nueva representación.
Sin embargo, con todo, lo importante es que los americanos en-
traron a formar parte de la representación del nuevo poder que
se estaba gestando en 1810.
Las noticias de la instalación de la Regencia y sus prime-
ras actuaciones comenzaron a llegar desde abril a América, al
mismo tiempo que el eco del fracaso de las tropas españolas en
la batalla de Ocaña contra los franceses. Motivos importantes
que acabaron por reactivar los movimientos insurgentes en
una clara opción revolucionaria, sobre todo, también porque la
Regencia no dejaba de reclamar contribuciones forzosas para
sostener la guerra en la Península. Todo, o casi todo, va a cam-
biar. El planteamiento en el año diez ya era otro. La guerra en
la Península no sólo proseguía sino que, especialmente tras
Ocaña, estaba prácticamente perdida.
Cuando se difundieron estas noticias en América la reac-
ción de una parte de la clase dirigente americana empezó a ser
otra. Y en ese sentido, y sin que recaigan todas las decisiones en
cuestiones exógenas, hay que contextualizar la eclosión juntera
americana del año diez. La Regencia no fue reconocida por mul-
titud de juntas. Sectores del criollismo tomaron la iniciativa
como reacción a una hipotética subordinación a la Francia napo-
leónica y buscaron otras fórmulas. La monarquía, el rey y los vín-
culos metropolitanos estaban agonizantes, “secuestrados”. Y la
Península tomada, menos un puñado de ciudades, por las tropas
francesas.
De esta forma, el 19 de abril el ayuntamiento de Caracas
convocaba un cabildo abierto; el 22 de mayo se levantó Buenos
Aires; el 25 el Alto Perú; el 20 de julio Santa Fe de Bogotá; el 16 de
septiembre Nueva España; el 18 Chile; y el 19, otra junta en Quito.
Las juntas americanas, intituladas “Defensoras de los Derechos
de Fernando VII” no reconocieron en la Regencia ningún poder

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soberano ni legítimo. Sobre todo, expresaban lo que no querían:


pertenecer como colonias a la Francia napoleónica. Es notorio
que sectores del criollismo también pensaron que el momento
había llegado, más que por sus propias fuerzas por la inanición
de los vínculos ideológicos, religiosos y políticos que les podían
quedar con un monarca desaparecido.
La incertidumbre provocada por la disparidad de noticias
recibidas ayudó a que triunfaran las tesis de la doctrina pactista
enunciada por la tradición escolástica hispana en la que el rey
gobernaba a sus súbditos mediante el establecimiento de un
pacto. Sin embargo, en caso de que la soberanía real se viera
usurpada, ésta regresaría al “pueblo” para que se pudiera auto-
gobernar mientras se restituyera la situación. Fue el denomina-
do Pacto Traslatii. O, al menos ésa fue la justificación teórica que
sirvió de base en toda América. Así lo entendieron la mayoría de
las autoridades americanas, quienes justificaron la creación
de las juntas gubernativas en base a este argumento. Por eso no
es contradictorio que estas juntas se intitularan defensoras de
los derechos legítimos de Fernando VII y al mismo tiempo
actuaran en términos de autonomía política. O, por el contrario,
mantuvieran posturas equilibristas, como el caso de Montevi-
deo. Pero además, del mismo modo, la crisis política ayudó a
que las antiguas reivindicaciones del criollismo americano
frente a los privilegios de los peninsulares afloraran de forma
evidente. La igualdad de representación y la soberanía fueron
las demandas más reclamadas, alentadas también por la convo-
catoria que Napoleón había extendido a los representantes
americanos en la Junta de Bayona.
El año 1810 marca para la historia oficial la eclosión de los
movimientos insurgentes, es decir, los inicios de las indepen-
dencias. Y tal vez fue así. Aunque no hubo ninguna declaración de
ello. El bienio 1808-1810, calificado de trascendental, tocaba a su
fin con los primeros movimientos que proponían, al menos, un
cambio notorio en las relaciones entre la Península y América.

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De esta forma, las múltiples presiones obligaron a la


Regencia a acelerar la convocatoria de Cortes en una única
Cámara y no por estamentos. He ahí otra de las radicales dife-
rencias que hacen de este momento un acontecimiento revolu-
cionario, por cuanto ya no serán ni el privilegio estamental ni
el poder del rey, las premisas fundamentales de la representa-
ción en Cortes, como en el Antiguo Régimen.

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CAPÍTULO 2
LA COMPLEJIDAD REVOLUCIONARIA: AUTONOMISMO
‘VERSUS’ INSURGENCIA: 1810-1814

En la mayoría de los casos, entre 1810 y 1814, peninsulares, una


fracción del criollismo y las autoridades monárquicas estable-
cidas en América, defendieron la opción de la Regencia, mien-
tras que cada vez más una importante parte del criollismo se
decantó por conseguir una autonomía para iniciar su autogo-
bierno, no bajo la Regencia, sino bajo la monarquía de Fernan-
do que, ausente, lo esperaban como núcleo de unión y de
legitimidad.
Y éste es el camino que iniciaron numerosas juntas en
América a partir de 1810. Camino diferente al bienio ante-
rior, y camino no exento de dinamismo y evolución dentro
de estos años, de avances y retrocesos y, sobre todo, en nada
uniforme.
La fórmula seguida para esto último fue, en buena medi-
da, el establecimiento de “cabildos abiertos” elegidos popu-
larmente y con una amplia capacidad representativa cuya
finalidad sería convocar Juntas de Gobierno para dirigir la
situación. Lo que aconteció en el año diez fue una auténtica
eclosión de juntismo, muy variado en todo el territorio ame-
ricano.

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DE JUNTAS E INDEPENDENCIAS: VENEZUELA

A principios de marzo de 1810 se organiza en Venezuela la elec-


ción del representante a la Junta Central. El día 16 la Gaceta de
Caracas publica el anuncio sobre la reunión de Cortes y la ins-
trucción que debería observarse para la elección de diputados
americanos. Sin embargo, la llegada de las noticias de la disolu-
ción de la Junta Central, la formación de la Regencia y la ocu-
pación de buena parte de la Península por las tropas francesas,
propiciaron el conflicto que se viviría en casi toda América.
Fracciones del criollismo caraqueño optaron por una sali-
da diferente a la del capitán general con la formación de una
Junta de Gobierno que se formó el 19 de abril de 1810. Los jun-
teros caraqueños rechazaban la autoridad de la Regencia, su le-
gitimidad y criticaban el sistema de convocatoria electoral a
Cortes por restringir la representación americana. Sin embar-
go, no hubo unanimidad en la capitanía general, porque otras
provincias como Coro, Maracaibo y Guayana permanecieron fie-
les a la Regencia y reconocieron su legitimidad y soberanía, aca-
tando la convocatoria de Cortes. Es aquí donde se puede señalar
la primera cesura. La asunción de la soberanía fue interpretada
de una forma horizontal por villas y ciudades que asumieron
que no tenían por qué acatar la antigua soberanía de la capital,
en este caso Caracas, por ser la capital de la capitanía general de
Venezuela, dado que el monarca —es decir el vínculo de unión—
había desaparecido, y con él, la subordinación no sólo a la me-
trópoli sino también a los intereses del capitalismo caraqueño
y las antiguas jerarquías jurisdiccionales. Y aquí se abrió un
frente muy amplio. Si la mayor parte de la clase dirigente cara-
queña buscaba una vía hacia la independencia, la burguesía de
Maracaibo no sólo la desobedecía, sino que siguió los dictáme-
nes de la convocatoria de Cortes y se mantuvo en la línea fide-
lista, pero parlamentaria y constitucional de las Cortes de Cádiz,
al enviar a su representante: José Domingo Rus.

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Los objetivos de la Junta de Caracas se explicitaron en sus


primeros decretos al establecer la libertad de comercio, la reba-
ja de aranceles aduaneros, la fijación de los precios de exporta-
ción, la supresión de la alcabala para algunos productos y la
rebaja de derechos en artículos ingleses. Todas estas medidas
favorecían a la burguesía caraqueña vinculada económicamente
con hacendados y comerciantes, mientras eran contrarias, en
muchos casos, a los intereses de parte de la clase dirigente de
otras regiones venezolanas, de ahí que no las siguieran en sus
pretensiones independentistas.
El Congreso General de Venezuela se reunió el 2 de marzo
de 1811. El 5 de julio de ese año proclamó la independencia de
la República Federal de Venezuela. Quedó claro, en el caso
de la burguesía caraqueña, su determinación hacia la inde-
pendencia, no así en buena parte de los territorios de la antigua
jurisdicción de la capitanía general de Venezuela. La declara-
ción de independencia fue interpretada como una ruptura
total por ambos sectores sociales y políticos, y con ella estalló
la guerra. La I República de Venezuela duraría un año. Tres
problemas se cernieron sobre ella: la lucha armada contra las
fuerzas “realistas”, la crisis económica generada por la infla-
ción y la ausencia de un mercado provocada por el aislamien-
to del capital caraqueño con el resto de territorios, lo cual
devino rápidamente en la ruina económica de estos comer-
ciantes y el abandono por muchos de ellos de posturas inde-
pendentistas.
Francisco de Miranda, uno de los líderes independentistas
más importantes, trató de obtener recursos para mantener la
guerra insurgente, pero la victoria realista en Puerto Cabello
y la caída de La Guaira fueron decisivas para la entrada de los
realistas en Caracas en julio de 1812. El movimiento insurgente
fue descabezado y Miranda enviado preso a Cádiz, mientras que
Simón Bolívar consiguió huir a Curaçao y después a Cartagena
de Indias, donde encontró asilo.

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Tras la derrota de la I República, el general español Mon-


teverde comenzó una campaña de represión contra quienes la
habían apoyado. El empleo de la fuerza armada para dirimir los
conflictos hizo que la negociación política desapareciera y las
cuestiones se decidieran en el campo de batalla. Y ésta será una
dinámica constante en este cuatrienio en casi toda América. La
represión, su evolución, su espiral de violencia y su dialéctica
hicieron el resto para abocar a fracciones criollas en distintos
bandos. Y fue por ello que se generaron, en una y otra parte,
dinámicas de acción/represión casi imparables. No hay que
olvidar que, a partir de 1811, el campo político está inmerso en
el campo de batalla, y al contrario. Y en función del destino de la
guerra estarán muchas medidas políticas y económicas que se
decretarán por ambas vías.

ACCIÓN Y REACCIÓN EN EL RÍO DE LA PLATA

El 14 de mayo de 1810 llegaron las mismas noticias a Buenos


Aires. El virrey Hidalgo de Cisneros, sustituto del depuesto Li-
niers, pretendió encabezar una junta para controlar la situación,
pero la resistencia de los criollos a este proyecto desembocó en
las jornadas de mayo de ese año. El día 22 se convocó un cabildo
abierto que invocó el concepto de reasunción del poder por parte
de los pueblos, concepto que remitía a la doctrina del pacto de
sujeción de la tradición hispánica por la cual, en ausencia del rey,
la soberanía retornaba “al pueblo”. La resistencia de las autori-
dades virreinales a aceptar esta interpretación provocó un
enfrentamiento que finalmente acabó con el cese del virrey.
El día 25 de mayo se formó una Junta de Gobierno confor-
mada en su mayoría por criollos y liderada por Cornelio de
Saavedra y Mariano Moreno. La junta, al tiempo que reconocía
la fidelidad a Fernando VII, insistía en su derecho de autono-
mía. En los primeros meses de gobierno, comenzó a desmontar

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el entramado administrativo y político de la monarquía absolu-


ta al destituir a los altos cargos de la corona que se oponían a sus
propósitos.
El criollismo porteño triunfó de forma rápida en la ciudad
y se dispuso, al igual que el caraqueño, a imponer sus directrices
en los territorios rioplantenses. Reagrupadas las fuerzas realis-
tas en Córdoba, Liniers, el intendente y el obispo se enfrentaron
a las fuerzas porteñas. La junta bonaerense se encontró con dos
confrontaciones más: el bloqueo del puerto de Buenos Aires por
los marinos españoles de Montevideo y los ataques armados del
Gobierno del Paraguay.
La junta emprendió una política económica apropiada a los
intereses porteños, que repercutió negativamente en el interior
del país, al rebajarse los derechos de exportación e importación
a casi la mitad y abrirse al comercio exterior nuevos puertos,
política económica que influía en las elites de las provincias del
interior, cuyos intereses económicos pasaban casi por el protec-
cionismo en vez del librecambismo. Así las cosas, la Junta de
Buenos Aires dispuso el envío de circulares a las provincias
y pueblos del interior invitándolos a elegir diputados para un
Congreso General que debía decidir sobre la futura forma de
gobierno a adoptar en el territorio del antiguo virreinato: Río
de la Plata, Banda Oriental, Paraguay y Alto Perú. Los diputados
que fueron llegando a la capital se incorporaron a la junta crista-
lizando dos posturas aglutinadas en torno a las dos figuras prin-
cipales de la misma: los liberales moderados, con Cornelio
Saavedra, y los exaltados, con Mariano Moreno. División del libe-
ralismo desde el mismo momento del inicio de la insurgencia que
será importante para entender también los diferentes proyectos.
La mayoría de diputados moderados provocó la primera
crisis en el seno de la junta en diciembre de 1810. Ello obligó a
retrasar la reunión del Congreso y el alejamiento definitivo de
Moreno, quien fue enviado a Londres como diplomático y que
falleció en el viaje. Los moderados habían ganado la primera

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batalla. Estas disensiones internas pusieron de manifiesto cómo


el ejercicio de la soberanía suscitaba un conflicto mayor en el
seno de las provincias y pueblos, pues la afirmación de una única
soberanía construía un Estado unitario y centralista en contra-
posición a la posibilidad de la existencia de tantas soberanías
como pueblos que había en el territorio del antiguo virreinato, lo
cual impelía a establecer un régimen federal. Por el contrario,
parte de los líderes criollos defendieron, que una vez constituido
el Congreso como cuerpo representativo, la soberanía dejaba de
pertenecer a los pueblos y pasaba a ser de la nación. Exactamente
igual que sucedería en las discusiones sobre representación que
se mantendrían por las mismas fechas en el seno de las Cortes de
Cádiz, la otra vía paralela de la cuestión nacional americana.
Al igual que había pasado en Venezuela, en el Río de la
Plata la unicidad del movimiento insurgente se resquebrajó de
inmediato al no ser coincidentes los intereses de las clases diri-
gentes del interior —Rosario, Córdoba, Tucumán, Salta y Cuyo—
con los de Buenos Aires. En especial, al querer la burguesía por-
teña establecer un dominio y acatamiento similar al antiguo del
virreinato rioplatense. Las provincias reclamaban ahora una
independencia respecto a Buenos Aires. La problemática fue
que esta división se tradujo en una confrontación armada.
Es más, la creación de la junta bonaerense provocó tres
reacciones más: en la capitanía general de la Banda Oriental —el
futuro Uruguay—, en la capitanía general de Chile y en Paraguay.
En el primer caso un cabildo abierto reunido en Montevi-
deo el 2 de junio resolvió no reconocer la autoridad de Buenos
Aires y jurar fidelidad a la Regencia. Así, la clase dirigente y la
oficialidad de Montevideo se desmarcaban, no sólo de la auto-
ridad porteña, sino de su pretendida hegemonía económica
y política.
Francisco Javier Elío, nombrado virrey del Río de la Plata,
llegó a Montevideo el 12 de enero de 1811 y exigió a la Junta de
Buenos Aires el reconocimiento de su autoridad. Ante la negativa

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de los bonaerenses, Elío declaró la guerra a la junta el 12 de febre-


ro. Con ello, cualquier posibilidad de negociación se quebró. Las
armas comenzaron a sonar. Al frente de las fuerzas porteñas se
situó José Gervasio Artigas, un oriental que había formado parte
de las tropas españolas y que dirigió numerosos levantamientos
en el interior de la Banda Oriental. Artigas ayudó a los porteños en
el asedio y sitio de Montevideo enfrentándose a los españoles
en la batalla de Las Piedras, donde obtuvo la victoria.
Al mismo tiempo una parte de la elite montevideana se
sumó a la vía autonomista de representación americana
emprendida desde la Junta Central y consumada en las Cortes
de Cádiz. La plaza montevideana juró la Constitución de 1812
y actuó como bastión de la monarquía española en la zona.
Pero, contradicciones del momento, mientras Montevideo ju-
raba la Constitución, era gobernada por un conspicuo absolu-
tista como Elío.
Por lo que respecta a Chile, los sucesos de 1810 en Buenos
Aires aceleraron un viejo conflicto entre el gobernador, Fran-
cisco Antonio García Carrasco, y el Cabildo de Santiago, inte-
grado por criollos. La destitución de García Carrasco, con la
anuencia de la Audiencia, y su sustitución por Mateo de Toro
y Zambrano, conde de la Conquista, animó al cabildo a exigir la
convocatoria de un cabildo abierto para el 18 de septiembre
de 1810. El resultado fue la creación de la primera Junta de
Gobierno chilena, que, al igual que en otros lugares, invocó el
principio de retroversión de la soberanía siguiendo la tradi-
ción hispánica. La junta decretó la apertura de los puertos al
comercio internacional y convocó un Congreso de represen-
tantes de los distintos pueblos del reino. El Congreso se reunió
el 4 de julio de 1811 en Santiago y estuvo dominado por el libe-
ralismo moderado, si bien los liberales más radicales lidera-
dos por el abogado Juan Martínez de Rozas, junto a Bernardo
O’Higgins, establecieron otra junta en Concepción, centro de
la burguesía comercial, al ser el principal puerto de la región.

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Y el tercer caso, Paraguay. Al producirse la revolución


bonaerense de mayo, el gobernador de Paraguay, Bernardo Ve-
lasco, convocó por iniciativa propia un cabildo abierto el 26 de
junio de 1810 para estudiar la posición que debía tomarse fren-
te a ella. La imagen de Buenos Aires no era especialmente
buena en Asunción, puesto que ejercía de submetrópoli res-
pecto al territorio paraguayo, por ser la sede virreinal y por
imponer una dominación económica sobre la intendencia. El
cabildo se reunió el 24 de julio y, al igual que en Montevideo,
decidió reconocer la legitimidad de la Regencia y comenzar una
movilización de tropas. A finales de 1810 un ejército porteño
encabezado por Manuel Belgrano avanzó hacia el norte con la
idea de “liberar” a Paraguay de los españoles; sin embargo las
autoridades consiguieron movilizar una fuerza de 5.000 mili-
cianos que se impusieron en las batallas de Paraguarí del 9 de
enero de 1811 y de Tacuarí el 9 de marzo.
Sin embargo, la victoria frente a los porteños no significa-
ba la sumisión total a la monarquía española. El gobernador
Velasco buscó el apoyo de los portugueses; sin embargo una
revuelta criolla estalló el 14 de mayo de 1811, depuso al goberna-
dor y convocó un Congreso Nacional en Asunción. El Congreso
decidió integrarse en calidad de igualdad en la Confederación
Americana organizada desde Buenos Aires eligiendo una Junta
de Gobierno el 17 de junio de 1811. La junta proclamó formal-
mente la independencia, no sólo de Buenos Aires, sino de todo
país extranjero, aplicando la teoría del pactum traslationis. Sin
embargo, los intereses del criollismo paraguayo necesitaban de
un difícil sistema de alianzas que, en la zona, y en esta coyuntu-
ra, era muy inestable.
Mientras tanto, Elío había solicitado la ayuda de los portu-
gueses para contener el foco revolucionario bonaerense. El 20 de
octubre de 1811 se firmó el armisticio, los porteños y los portu-
gueses se retiraron quedando solos los orientales frente a los
españoles. En ese contexto, Artigas emprendió el exilio hacia el

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interior con más de 3.000 soldados, cruzó el río Negro y se asen-


tó en la zona de Entre Ríos. El intento del triunvirato bonae-
rense de dominar la Banda Oriental convenció a Artigas de que
los intereses de Buenos Aires no eran los mismos que los de los
orientales. La alianza se quebró aquí.
En esta segunda fase del proceso rioplatense, es importan-
te resaltar que la junta bonaerense pasó entonces a ejercer tam-
bién labores legislativas, no sólo ejecutivas como hasta ahora.
Fue en esta etapa cuando el movimiento empezó a cristalizar
con la llegada de oficiales criollos experimentados en los ejérci-
tos peninsulares —José de San Martín y Carlos de Alvear— que
habían combatido a los franceses en la Península. La fusión de
la experiencia militar y las ideas políticas fue un cóctel explosi-
vo. Las ideas de independencia de los miembros de la Sociedad
Patriótica condujeron a la formación de una nueva organización
político-militar de carácter secreto: la Logia Lautaro. Bajo su
influjo, el Ejército depuso al primer Gobierno y nombró un
segundo triunvirato en octubre de 1812. Este segundo Gobierno
convocó la Asamblea General Constituyente con representantes
de distintas intendencias, que se reunió el 31 de enero de 1813.
La Asamblea representa el triunfo de los ideales liberales,
pues va a decretar la libertad de prensa, de “vientres”, la extin-
ción del tributo, de la mita, del servicio personal, la supresión
de los títulos y signos de nobleza y la eliminación de los mayo-
razgos. Todo un conjunto, sin duda significativo, de decretos
anticoloniales y de medidas de libertad personal. Sin embar-
go, no declarará la independencia ni aprobará ninguno de los
proyectos de Constitución presentados por sus diputados. Ello
habrá que relacionarlo a estas alturas de 1813 con el temor de
una restauración monárquica en la Península, cada vez más
probable, junto a las conflictivas relaciones con la Banda
Oriental, que terminan por parar las iniciativas renovadoras de
la Asamblea. Para solventar la situación se creó un Ejecutivo
centralizado, un Directorio unipersonal, con concentración de

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poderes y para el cual fue elegido Gervasio Antonio Posadas en


enero de 1814.
Paralelamente a los acontecimientos rioplatenses, los in-
surgentes orientales celebraron el Congreso de Trece Cruces el 3
de abril de 1813, donde resolvieron reconocer la Asamblea
General que debía reunirse en Buenos Aires ese mismo año bajo
ciertas condiciones: la rehabilitación del jefe de los orientales, la
aceptación de la confederación de esa banda con las demás pro-
vincias rioplatenses y el aumento de la representación oriental a
seis diputados.
Las Instrucciones redactadas por Artigas para estos diputa-
dos contienen la primera formulación de carácter confederal
en la que se proclama que cada provincia retendría su sobera-
nía, libertad e independencia de todo poder y jurisdicción,
remarcando que los diputados orientales no lo eran de toda la
nación, sino de su pueblo. El Gobierno bonaerense rechazó
la propuesta oriental y ordenó a Rondeau que convocara otro
Congreso paralelo al de Artigas, acentuando así las tensiones
que terminarían el 20 de enero de 1814 con el abandono de
Artigas del sitio de Montevideo.
Por lo que respecta a Chile, en 1812 el Gobierno de Carreras
sometió la provincia de Concepción gobernada por Martínez de
Rozas y disolvió la Junta de Concepción. Si bien no se declaró la
independencia, se promulgó el Reglamento Constitucional que
establecía tres órganos de autoridad —en nombre de Fernando
VII—, una junta de tres miembros, un senado de siete vocales
y los cabildos.
En 1813 entró en escena la fuerza armada del virrey Abascal,
que envió una expedición y tomó la isla de Chiloé. La amenaza
militar española unió a los moderados y exaltados chilenos,
aumentando el desprestigio y la crítica hacia Carreras y su
dominio personalista. La Junta de Santiago exigió su dimisión
y buscó a Bernardo O’Higgins como mediador frente a las pre-
tensiones belicosas de Abascal. En la primavera de 1814 envió

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nuevos refuerzos y se prolongó la guerra hasta la victoria de las


fuerzas virreinales en Rancagua del 2 de octubre de 1814.
A finales de 1814 Chile volvía a estar en manos de la mo-
narquía española, que regresaba ahora al absolutismo. El gober-
nador español Francisco Casimiro Marcó del Pont organizó una
dura represión al confiscar propiedades, ejecutar a algunos pa-
triotas y deportar a otros.
Y en Paraguay, en 1813 se convocó un Congreso Nacional que
asumió la autoridad de la junta y proclamó la república soberana
el 12 de octubre. Se redactó entonces un Reglamento que sirviera
de Constitución provisional al nuevo Estado en el que se estable-
cía un Poder Ejecutivo denominado consulado, con dos miem-
bros que ejercerían el poder de forma alterna durante cuatro
meses cada uno. José Gaspar de Francia fue el primer cónsul
nombrado y aprovechó su Gobierno para afianzar su poder y esta-
blecer una dictadura que afrontara los problemas políticos.
La elección de Gaspar de Francia como dictador en 1814
supuso el aislamiento del territorio y una política de no inter-
vención en las guerras que sus vecinos llevaron a cabo durante el
periodo. Las noticias de las victorias de Morillo y la preparación
de la expedición al Río de la Plata le sirvieron para argumentar
el peligro en el que se encontraba la patria, consiguiendo que el
Congreso le aclamara como dictador perpetuo. El Legislativo no
volvió a reunirse jamás durante el Gobierno de Francia, rom-
piendo además relaciones con los rioplatenses cuando se celebró
el Congreso de Tucumán, lo cual completó su aislamiento y con-
solidó la independencia.

UN MOSAICO DE OPCIONES: NUEVA GRANADA

Al mismo tiempo que estallaban la junta caraqueña y el mayo


bonaerense, en la ciudad de Santa Fe de Bogotá también se
convocó un cabildo abierto para solicitar la reunión de una

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Junta Superior de Gobierno Provincial, a lo que el virrey Amar se


resistía. En esta sesión se acordó la elección de un triunvirato
provisional —Antonio de Narváez, Tomás Andrés Torres, ambos
miembros del cabildo, y el gobernador Francisco de Montes—
y el reconocimiento formal de la soberanía de la Regencia. Este
último tema era una novedad con respecto al movimiento cara-
queño y rioplatense.
Los mismos acontecimientos sucedieron en la ciudad de
Cali, en Pamplona en los siguientes días y en la villa de Socorro.
Éstas se mostraron beligerantes y dispuestas a resistir las medi-
das hostiles que, pensaban, tomaría el virrey contra ellas. Dos
hechos en estas últimas juntas evidencian que el movimiento,
sus causas y sus motivaciones, no era uniforme. Por un lado, la
significación notoria de un movimiento popular y anticolonial
contra las figuras más odiadas y representativas en las poblacio-
nes más pequeñas y por otro, la radicalización de algunas de las
medidas, como el no reconocimiento de las nuevas autoridades
peninsulares de la Regencia.
Conocidos estos sucesos provinciales en la capital santa-
fesina, y ante el inmovilismo virreinal a convocar una junta, el
20 de julio se produjo también un motín en Santa Fe que ter-
minó con un cabildo extraordinario en el que se erigió la Junta
Suprema. Ésta fue la encargada de redactar una Constitución
contando con las provincias y estableciendo un Gobierno re-
presentativo y federal. En escasas semanas, el movimiento
juntero se extendió por toda Nueva Granada, como en Mompox
(6 de agosto) y Santa Marta (10 de agosto).
A pesar de todo, se debe entender que el desconocimien-
to de la Regencia por parte de las juntas provinciales no impli-
caba necesariamente una ruptura definitiva con el titular de la
monarquía. Es decir, la “independencia” se interpretaba como
la reasunción de los derechos de los pueblos en sus respectivas
provincias, pero se seguían conservando los derechos sobera-
nos de Fernando VII al trono si éste lograba regresar.

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En diciembre de 1810 la Junta de Santa Fe convocó un


Congreso para formar una representación nacional que aglutinara
a las poblaciones del virreinato neogranadino. Tan sólo acudieron
al llamamiento de unión de Santa Fe las provincias de Cundi-
namarca, Boyacá, Santander y algunas zonas del Magdalena. Las
de Popayán, Pasto y Santa Marta no sólo no acudieron, sino que
mantuvieron sus adhesiones al Gobierno de la Regencia. Es más,
entre las provincias que accedieron al llamado santafesino, se
produjeron notables disensiones en cuanto al establecimiento de
la forma de gobierno que podía aprobar el Congreso. Lo cual deja-
ba entrever diversos intereses económicos y, por consiguiente,
distintas opciones políticas entre las fracciones criollas de estas
regiones. De esta forma, mientras que Cundinamarca deseaba un
Estado centralizado, las restantes provincias abogaban por la so-
lución federal. Las posiciones se enconaron tanto que estas pro-
vincias se segregaron junto a Tunja, donde crearon las Provincias
Unidas de la Confederación de Nueva Granada, con Camilo
Torres como su presidente. Por su parte, Cundinamarca quedó
aislada y presidida por Antonio Nariño.
Este cúmulo de diversos intereses entre las elites de dife-
rentes regiones se tradujo en un modelo de administración de
Estado distinto que no pudo llegar a un consenso político, por
lo que la confrontación se dirimió en el campo de batalla.
Y esto es importante porque el reclutamiento de fuerzas mili-
tares encuadró a la población en distintos escenarios de gue-
rra, vía que provocaba el ascenso social y armado de diferentes
clases sociales, etnias y razas.
Las fuerzas de la Confederación se dirigieron a la antigua
capital del virreinato, que fue asediada. En julio de 1813 Cun-
dinamarca se declaró Estado independiente. No fue todo, unos
meses después la ciudad de Cartagena se declaró también
independiente no sólo de Santa Fe y de la Confederación, sino
también de la Regencia y de la monarquía española. Nueva
Granada dejaba de existir como entidad territorial. Y todo ello

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en menos de tres años. Si bien, las fuerzas criollas ocupaban la


mitad del territorio tenían tres Gobiernos diferentes: uno en
Cartagena (independiente), otro en Tunja (confederado) y otro
en Santa Fe (centralista). Parecía que cohesionar a las fuerzas
independentistas iba a ser más difícil que expulsar a los realis-
tas, ya que mientras los primeros luchaban entre ellos, los se-
gundos fueron dominando la costa atlántica desde Santa Marta
y mantenían Popayán y Pasto.
Fue en Cartagena donde Simón Bolívar quiso reorganizar
sus fuerzas armadas para conseguir derrotar el poderío realista.
Este momento fue importante porque Bolívar, falto de recursos,
dinero y fuerzas, va a incorporar a la población negra, especial-
mente esclava, a las fuerzas insurgentes. El conflicto bélico se
radicalizó, pasando a una espiral de auténtica “guerra a muerte”
y estableciendo una premisa de “guerra nacional” que hasta
ahora no era mayoritaria. Bolívar interpretó la lucha insurgente
dando prioridad a una lucha entre americanos contra españoles,
aspecto que hasta entonces era bastante discutible, dado que en
las denominadas filas “realistas” había de “ambos hemisferios”.
Ese carácter nacional de la guerra distinguió el notorio giro
que empezó a darse en esta última fase. De esta forma, Bolívar
suprimió la moneda española y emprendió la represión. Con
ello pretendía no sólo hundir la economía de aquéllos que aún
se manejaban en términos económicos metropolitanos, sino
anular los intereses, especialmente plantadores y comerciales,
de los propietarios españoles o de origen español para con ello
atraerse al criollismo que se movía en los mismos sectores pro-
ductivos y comerciales, y que tenía a los propietarios españoles
como competencia. La llave de la independencia pasaba por el
apoyo decidido de aquellos que tenían y/o anhelaban los medios
de producción y comerciales. La independencia, además, pasa-
ba por la guerra y, a tal fin, se inclinaron muchas de las medidas
en política económica y social. Y esto condicionaba y aceleraba
medidas revolucionarias para derribar el Antiguo Régimen de la

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monarquía absoluta, pero también para construir el nuevo


Estado-nación. Y entre ellas, podía estar incluso la libertad de
los esclavos. También porque con ello se granjeaban el apoyo
de Gran Bretaña.

DEL REY ‘AUSENTE’ AL VI-REY ‘PRESENTE’: EL PERÚ

Pero si la fragmentación, la confrontación contra el centro, entre


provincias, a favor y en contra de la Junta Central, Regencia
o Cortes fue lo que dominó en los territorios de los virreinatos
más recientes, otra problemática se fraguó en los territorios de
los virreinatos más antiguos y por ende más consolidados.
En primer lugar, la formación de Juntas de Gobierno no
fue seguida en la mayor parte de los territorios del antiguo
virreinato del Perú. Éste estaba gobernado por José de Abascal,
quien a partir de 1808 se sintió más que nunca virrey de todo el
“Gran Perú”. Ni los gobernantes, ni las clases dirigentes eco-
nómicas, peninsulares o criollas, se habían sentido a gusto con
la subdivisión de su territorio en tres partes por la creación del
virreinato de Nueva Granada (en 1739) y del Río de la Plata en
1776. Por eso, su radio de acción tras la crisis de 1808 se exten-
dió sin dudarlo más allá de sus límites, actuando en la Audiencia
de Charcas, en la capitanía general de Chile y en la Audiencia de
Quito. Las noticias de la formación de la Junta Tuitiva de La Paz
en julio de 1809 hicieron que Abascal se decidiera a organizar
un ejército bajo el mando de José Manuel de Goyeneche, quien
se lanzó con sus tropas para imponer el orden virreinal en
Charcas. La junta fue disuelta y comenzó una dura represión. Si
en algún lugar de América los poderes omnímodos del rey
estuvieron presentes en este momento, éste fue el Perú, junto a
Nueva España y la Banda Oriental. Abascal actuó armadamente
contra todo aquello y todos aquellos que creía que cuestionaban
su poder. Con esta actuación imprimió desde el principio una

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dinámica de represión que desencadenó, obviamente, posturas


maximalistas por la otra parte y tensó la situación hasta la ruptura.
La primera intervención fue sobre el estratégico e impor-
tante centro minero del Alto Perú en donde se encontraban las
minas de Potosí. Esta Audiencia de Charcas se integró en el
virreinato del Río de la Plata, ante la protesta y pérdida de los
ingresos de comerciantes y mineros limeños que se lucraban
con las minas potosinas. Por el contrario, la burguesía porteña
vio incrementado su negocio con la explotación y distribución
del metal precioso. No fue extraño, sino todo lo contrario, que
tras la crisis de 1808 y, sobre todo, tras la eclosión juntera de
1810, este territorio estuviera en disputa. De inmediato la junta
bonaerense envió fuerzas expedicionarias que intentaron ane-
xionar Charcas al nuevo Gobierno rioplatense instalado en
Buenos Aires y ayudar en sus incipientes movimientos que
cuestionaban la Regencia. Por su parte, Abascal también envió
fuerzas armadas. El resultado fue que a partir de 1810 se confor-
maron algunas pequeñas repúblicas —denominadas “republi-
quetas”— que hicieron frente a estas fuerzas. La confrontación
bélica se fragmentó. La guerrilla ganó lugar en el campo de bata-
lla al ejército de línea y regular, que por otra parte era escaso,
estaba mal armado y mal pagado. La geografía vertical del terri-
torio y la pequeñez de valles y quebradas facilitaba su acción. Las
repúblicas mantuvieron lazos regionales de interés estratégico
y apoyaron en su mayoría las expediciones rioplatenses contra el
virreinato del Perú, su más inmediata amenaza.
Para contrarrestar esta situación, en agosto de 1810 la
Audiencia convocó a la tropa y la guarnición de varias ciudades
altoperuanas. Este reclutamiento hizo estallar levantamientos en
Cochabamba, Santa Cruz y Oruro. Al mismo tiempo un ejército
auxiliar rioplatense, dirigido por Juan José Castelli, entró en
Potosí y tomó el control de todo el sur del Alto Perú, zona esen-
cial para controlar la financiación del nuevo Estado y de las fuer-
zas armadas. El 3 de abril de 1811, Castelli firmó un manifiesto

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que desconocía la autoridad del virrey de Lima e instó a los pue-


blos del Perú a rebelarse. Es decir, la guerra se extendió como
una mancha por estas regiones.
Sin embargo, las tropas rioplatenses fueron derrotadas en
Amiraya por Goyeneche. Fue el fin de las acciones del primer
ejército auxiliar, que debió retirarse de Charcas. Este hecho fue
muy importante, porque hizo que los ingresos de metales pre-
ciosos no cayeran en manos rioplatenses, sino en las del Perú.
Así, Abascal tenía con qué financiar la guerra.
La segunda intervención del virrey Abascal fue en el Reino
de Quito. En diciembre de 1809 había ingresado ya con sus tro-
pas para detener a los miembros que formaron la primera Junta
de Gobierno. De esta forma Abascal abortó la vía autonomista
iniciada por determinados sectores del criollismo ilustrado
quiteño. En enero de 1810 se conoció en Quito la convocatoria
de las Cortes y la llegada de Carlos Montúfar, hijo del marqués
de Selva Alegre, primer presidente de la Junta de Quito, como
comisionado por la Regencia. La tensión se reprodujo cuando
las tropas enviadas por el virrey del Perú, acantonadas en la ciu-
dad, redoblaron la vigilancia ante las críticas a las actuaciones
del Gobierno y el descontento de los vecinos. El intento por
liberar a los miembros de la junta que seguían encarcelados se
saldó el 2 de agosto de 1810 con la muerte de muchos de ellos, de
civiles y con el saqueo de la ciudad. El escenario de represión
de cualquier movimiento que el virrey no controlara se volvió
a producir.
Los planes de Abascal los estropeó el enviado de la Junta
Central, Carlos Montúfar, quien acordó con los “vecinos princi-
pales” crear una Junta Superior de Gobierno y reconocer a la
Regencia. De este modo, Quito declaraba su autonomía respecto
de Santa Fe y de Lima. La Junta de Quito fue partidaria de defen-
der y reconocer los derechos de Fernando VII y eligió un diputa-
do para las Cortes de Cádiz que fue Juan José Matheu, conde de
Puñonrostro. De esta forma, Quito iniciaba una vía intermedia

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entre el autoritarismo colonial de capitanes generales y virre-


yes, como en Montevideo y Lima, y la vía insurgente como en el
Río de la Plata, Santiago o Asunción.
Sin embargo, esta decisión del criollismo quiteño no fue
compartida por el resto de provincias del reino. Éstas rechaza-
ron la autoridad de la Junta de Quito, sobre todo Cuenca, que se
convirtió en un centro de oposición realista al trasladarse allí
los oidores de la Audiencia. Guayaquil, que había sido integra-
do al virreinato del Perú, aguardaba las instrucciones de Lima
antes de actuar. A pesar de todo, ambas ciudades participaron
en el proceso de elección de diputados a Cortes. Guayaquil eli-
gió a José Joaquín Olmedo.
Divididos en el reino, entre las ciudades —Quito, Cuenca
y Guayaquil— también surgió una división entre diversas frac-
ciones del criollismo quiteño. Por un lado, los seguidores de
la familia Montúfar, que mantenían una actitud de fidelidad
a la Regencia, y por otro, los encabezados por Jacinto Sánchez
de Orellana, que se mostraban a favor de una junta autónoma.
Tras un motín en Quito en octubre de 1811, los partidarios de
Sánchez de Orellana convocaron un Congreso de 18 miembros
que proclamó el establecimiento de un Gobierno autónomo no
sujeto a la Regencia, y estableció una Carta. Sin embargo, el
resto de provincias no la aprobaron, entre otras cosas, porque
en la Península los diputados americanos estaban elaborando
y terminando la Constitución de Cádiz, más avanzada y demo-
crática que la quiteña. Es más, en este caso la vertiente insur-
gente quiteña debió enfrentarse a un enemigo mucho más
difícil de combatir que las armas, y era la opción política auto-
nomista que se estaba desarrollando en las Cortes de Cádiz con
las representaciones de los diputados americanos, de los cua-
les el conde de Puñonrostro, el quiteño José Mejía Lequerica o
José Joaquín Olmedo eran unos magníficos representantes.
Una vez más, la problemática se dirimió en el terreno de la
confrontación armada. Las fuerzas de Abascal atacaron desde

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Pasto, Cuenca y Guayaquil aislando a los quiteños. La capital


cayó el 8 de noviembre de 1812. Para el mes de diciembre los
realistas dominaban ya el Reino de Quito que quedó bajo la
égida de la Constitución de 1812… y de Abascal.

REBELIÓN POPULAR Y REVUELTA INSURGENTE


EN NUEVA ESPAÑA

El movimiento de insurgencia en el virreinato de Nueva España


fue diferente. En esta ocasión tuvo un fuerte componente social
que movilizó a indios, mestizos y mulatos a una rebelión que
pronto escapó al control de los dirigentes criollos. Inicialmente
se había preparado una revuelta de ilustrados cuyo centro sería el
Bajío y que se extendería a las ciudades de Valladolid, Guanajuato
y Querétaro. Sin embargo, la conspiración fue descubierta. Fue
el cura del pueblo de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, quien
decidió precipitarla el 16 de septiembre de 1810, convocando en
su parroquia al grito de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo
el mal Gobierno! y ¡Viva Fernando VII!”. La crisis económica
vivida en el Bajío por la devaluación de los vales reales, el estan-
co de la producción minera y una gran sequía, animó a las capas
populares, la mayoría indígenas y mestizas, a unirse masiva-
mente a la rebelión. El saqueo de varias ciudades —San Miguel,
Celaya, Guanajuato— y de las haciendas de algunos españoles,
pero también de criollos, empezó a resquebrajar el movimiento
pues las capas criollas fueron progresivamente desertando y em-
pezaron a financiar las milicias anti insurgentes. Después del
asalto a la alhóndiga de Guanajuato, el ejército de Hidalgo se
dividió en dos partes, una de ellas comandada por él mismo y la
otra por Ignacio Allende, que en el curso de un mes tomaron
Zacatecas, San Luís Potosí y Valladolid. El nuevo virrey Francisco
Xavier Venegas movilizó inmediatamente a las fuerzas realistas,
excomulgó a Hidalgo y organizó una campaña propagandística

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para convencer de que el levantamiento tenía como objetivo la


simple destrucción de la sociedad existente y el caos.
Criollos, españoles, hacendados, comerciantes e incluso
algunos mestizos y mulatos se alinearon con el poder monár-
quico. Algunas victorias insurgentes —la toma de Guadalajara
en enero de 1811— dieron paso a la campaña del brigadier Félix
María Calleja, que con su ejército derrotó a los rebeldes en
Puente Calderón el 17 de enero. Hacia el mes de marzo, los ejér-
citos monárquicos ya habían recuperado el dominio de la mayo-
ría de las ciudades del centro del virreinato. Hidalgo, Allende
y otros dirigentes se dirigieron al norte con la idea de reagrupar
sus fuerzas, pero fueron capturados en Coahuila y trasladados a
Chihuahua donde Hidalgo fue juzgado por herejía y pasado por
las armas el 31 de julio de 1811.
Poco tiempo después, el testigo dejado por Hidalgo lo re-
cogió el cura José María Morelos, quien, junto a Ignacio Rayón
y otros cabecillas organizó la insurgencia en el sur. En lugar de
un enorme ejército desorganizado, operó con una compacta
partida de guerrilla de unos 3.000 hombres que le permitía
movilidad y eficacia. Sin embargo, la resistencia realista tam-
bién se había organizado, manteniendo unas fuerzas regionales
de forma constante en las capitales de las intendencias donde
podía atacar cualquier levantamiento que se produjera de ma-
nera rápida y eficaz. A pesar de todo, Morelos planteó no sólo
una resistencia armada, sino todo un programa político capaz
de enfrentarse a las propuestas del liberalismo doceañista que
se estaba conformando en Cádiz con la participación de repre-
sentantes novohispanos.
Sus ideales republicanos le llevaron a defender la cons-
trucción de la República del Anáhuac. En 1813 reunió un Con-
greso en Chilpancingo en el que proclamó la abolición del
tributo indígena, de la esclavitud y la independencia de México.
Estos ideales se plasmaron en la denominada Constitución de
Apatzingán, decretada el 22 de octubre de 1814 y que, a pesar

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de todo, tomó muchas ideas de la Constitución de 1812, aunque


sin las connotaciones monárquicas de esta última.
La sustitución del virrey Venegas por Félix María Calleja
y el retorno del absolutismo en la Península recrudecieron la
persecución de los insurgentes que fueron capturados en no-
viembre de 1815. José María Morelos fue fusilado el 22 de
diciembre de ese año y, a pesar de que quedaron algunas parti-
das al mando de Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria, la
situación hacia 1815 en Nueva España ya estaba controlada bajo
el mando realista.

LAS CORTES DE CÁDIZ: LA VÍA AUTONOMISTA

Paralelamente a las movilizaciones junteras en América, se


estaba desarrollando la vía autonomista americana en las Cor-
tes. Una parte significativa del criollismo novohispano, perua-
no, cubano, puerto riqueño, filipino, del Reino de Quito y parte
del venezolano y neogranadino mandaron a sus representantes
a las Cortes de Cádiz. Éstas empezaron sus reuniones el día 24
de septiembre de 1810 en el teatro de la isla de León, cerca de la
ciudad de Cádiz. Llegaron a tener alrededor de 300 diputados,
de los cuales más de 60 fueron americanos. Nacía, por lo tanto,
el parlamentarismo de la monarquía española con un compo-
nente marcadamente hispano, entendido este término por la
convocatoria de peninsulares y americanos. Pero también se
iniciaba la otra vía política y parlamentaria alternativa a la
insurgencia y al colonialismo del Antiguo Régimen. Como
hemos señalado, la mayor parte de las provincias de Nueva Es-
paña, incluida Centroamérica, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, el
Perú, el Reino de Quito y la Banda Oriental, apostaron en esta
fase por una vía intermedia como fue el liberalismo gaditano.
Querían reformas, eran monárquicos, pero no absolutistas, por
lo que desde esa perspectiva el término “realista” en este periodo

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habrá que matizarlo, pues no significaba necesariamente ser par-


tidario del Antiguo Régimen, ni tampoco español, ya que muchos
criollos estaban inmersos en esta propuesta posibilista y viable.
No obstante, las provincias del Río de la Plata, Chile, Pa-
raguay, gran parte de Nueva Granada y parte de Venezuela, a
excepción de Maracaibo, desconocieron la vía liberal autono-
mista americana que se estaba planteando en Cádiz. Y aquí la
lucha se volvió no sólo armada, como hasta entonces, sino
sobre todo ideológica y política, dado que muchos de los decre-
tos y medidas que la insurgencia planteaba serán también pro-
puestos, y en muchas ocasiones asumidos, por los liberales
gaditanos de “ambos hemisferios” y viceversa. Lejos de ser com-
partimentos estancos, ambas vías estaban interrelacionadas en
muchas ocasiones por los mismos actores que, según la coyun-
tura y circunstancias, se situaban en una u otra posición, tenían
amigos y enemigos dentro y fuera, por no mencionar a los ecléc-
ticos y “equilibristas” de esta fase que permanecían en el cen-
tro de unos y otros, siendo partidarios de determinadas
medidas y estando en contra al mismo tiempo de otras.
De esta forma, la cesura en 1810 será doble: por una parte
los territorios insurreccionados; por otra, los antiguos virrei-
natos —novohispano y peruano— que se mantuvieron dentro
de la monarquía, que ahora era parlamentaria y que en 1812
será también constitucional.
Las Cortes van a decretar, entre otras medidas importan-
tes, la soberanía nacional, el reconocimiento de Fernando VII,
la separación de poderes, la igualdad entre españoles y ameri-
canos, una amnistía para los encausados en revueltas insurgen-
tes, la publicación inmediata de todos los decretos en América,
la libertad de imprenta, la libertad de cultivo y de industria, la
abolición de determinados estancos, de los derechos señoriales
y de los coloniales —como la encomienda, la mita, el tributo
indígena, los repartimientos—, de los gremios, de la tortura y de
la Inquisición.

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Estas declaraciones, revolucionarias en sí mismas por la


trascendencia histórica que contenían, serían el inicio de la trans-
formación cualitativa que experimentó la monarquía hispana
en la primera mitad del siglo XIX.
Al decretar las Cortes la igualdad de derechos entre america-
nos y españoles, y por ende la igualdad de territorios, lo que pro-
vocaron fue una interpretación mucho más trascendental
y revolucionaria que cualquier revolución burguesa llevada a cabo
hasta el momento. La nueva nación de “ambos hemisferios” se
configuraba como una Commonwealth 80 años antes de la crea-
ción británica, al integrar a los territorios americanos —hasta
ahora, recordémoslo— Patrimonio del rey absoluto por derecho
de conquista. Esta acción revolucionaria fue interpretada por el
rey, por la nobleza y por la burguesía indiana benefactora, en
España y en América, como un atentado directo a sus intereses,
ya que “arrebataba” no a España, sino a la corona, las rentas, las
posesiones, las tierras, los súbditos, los tributos indígenas,
las minas, las alcabalas, los arrendamientos, y un largo etcétera.
Y ahí radica la gran revolución del liberalismo gaditano.
Pero queda un segundo punto que los diputados america-
nos abordaron de inmediato en la Constitución: cómo organi-
zar política y administrativamente ese Estado que se estaba
configurando en una pluralidad de provincias en la Península
y en América. Y bajo premisas monárquicas. La solución suge-
rida por los americanos era evidente: el federalismo. Sin
embargo, las únicas naciones existentes que se habían organi-
zado de forma federal tras sus revoluciones liberales —los
Estados Unidos de Norteamérica y la Suiza cantonal— poseían
una característica peculiar: eran repúblicas. Por ello, el libera-
lismo peninsular devino cada vez más hacia posiciones centra-
listas, no gratuitamente, sino por la necesidad de frenar las
pretensiones autonomistas-federalistas de los americanos,
y más concretamente, porque en aquel momento el federalis-
mo se identificaba con república.

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Pero los americanos se encontraron con una contradic-


ción antagónica, dado que el monarca no sólo no aceptaba otra
soberanía que la suya, la Real —en todo caso estaba por ver si
aceptaba la soberanía de la nación por encima de la suya—, pero
convertir en nación y distintas soberanías a sus antiguos terri-
torios era una cuestión a la que se opuso desde el mismo
momento de su liberación por Napoleón a fines de 1813.
Esta problemática y singularidad se trasladó, obviamente,
a la Constitución. El artículo primero revelaba una de las cues-
tiones más importantes, la de la nacionalidad: “La nación espa-
ñola es la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Con
ello el sistema constitucional que se quería implantar en los
territorios de la monarquía española establecía una premisa
revolucionaria al incorporar a los antiguos súbditos y territorios
americanos del rey como ciudadanos y provincias en igualdad de
derechos del nuevo Estado-nación. Lo cual implicaba arrebatar
al monarca sus posesiones —rentas y territorio americano—
e integrarlos en la nueva propuesta constitucional. De la cual, a
la altura de 1812 participaba una buena parte del criollismo, al
menos novohispano y peruano.
El artículo segundo definía a la nación española como
“libre e independiente, y no es ni puede ser el patrimonio de
ninguna familia ni persona”. La redacción revelaba la ruptura
con la monarquía absoluta y cerraba el pacto con los america-
nos. De este modo, convertían al rey, por obligación, en simple
titular de la monarquía pero constitucional. El tercer artículo
estaba dedicado a la cuestión de la soberanía: “La soberanía
reside esencialmente en la nación y por lo mismo le pertenece
exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamenta-
les”. Por lo que los liberales gaditanos, americanos y peninsu-
lares, dejaron establecido quién era el poseedor de la soberanía,
que del rey en el Antiguo Régimen pasó a la nación.
De este modo, en sólo tres artículos, los diputados libe-
rales reunidos en Cádiz definían la nación, la nacionalidad,

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y establecían en ella la única soberanía posible, realizando una


transformación revolucionaria en las estructuras políticas y teó-
ricas del Estado.
La Constitución de 1812 sancionó la religión católica como
la del Estado, los derechos de los ciudadanos, el sufragio uni-
versal indirecto, las elecciones a ayuntamientos, diputaciones
y Cortes, la supremacía de éstas frente al rey, los tribunales de
justicia independientes, el sistema de Hacienda nacional pú-
blica en detrimento de la Hacienda del rey, la abolición de las
pruebas de nobleza para entrar en el Ejército, la creación de
ayuntamientos cada 1.000 habitantes y la creación de las dipu-
taciones provinciales como los entes político-administrativos
con competencias en recaudación de impuestos en su provin-
cia, reclutamiento del Ejército, abastos de las ciudades y super-
visión de los municipios y justicia.
Los cargos, hasta entonces designados, se convertían en
electivos. De este modo, revolucionariamente, los liberales ame-
ricanos propusieron que los ayuntamientos tuvieran competen-
cias soberanas, autónomas, que respondieran a la soberanía de
sus representados: los vecinos. La propuesta implicaba un con-
flicto teórico e ideológico, pues cuestionaba la preeminencia
y exclusividad del depositario de la soberanía, que, como se había
aprobado, era la nación española. Es decir, lo que estaban plan-
teando era la capacidad representativa de los municipios y la
extensión de la soberanía a éstos. Además, los diputados ameri-
canos confiaban en la extensión de las diputaciones para establecer
el autonomismo que tanto deseaban, pues éstas eran consideradas
plataformas políticas, representativas, soberanas y con capacida-
des económicas, militares, sociales y educativas para desarrollar
los deseos y aspiraciones del criollismo autonomista.
El espíritu centralizador y unificador también se expresó
en los artículos que recogían la ordenación económica. El esta-
blecimiento de la contribución única y la centralización de
todos los fondos en una Tesorería central por debajo de la cual

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se escalonaban otras a distintos niveles quedaron plasmados en


la Constitución. Por otro lado, también se señalaron las atribu-
ciones de la fuerza militar nacional. A partir de entonces, el
Ejército privativo del monarca se transformaría en un Ejército
Nacional, donde los ascensos se conseguirían por méritos en
campaña y no por privilegios de sangre. Las Cortes asumían la
tarea de fijar anualmente las tropas necesarias, la redacción de
las ordenanzas, los sueldos, disciplina, honores, administra-
ción, etc. También se creaba la Milicia Nacional en las ciudades,
aunque su conformación se dejó para el desarrollo de un regla-
mento propio. Es decir, se establecía una dualidad entre un
ejército permanente encargado de la defensa exterior del Es-
tado y una milicia ciudadana como fuerza armada eventual a
modo de instrumento de defensa de la nación. Respecto a la
instrucción pública, se decretó un plan de enseñanza uniforme
para toda la monarquía en el que se incluía la obligación de
explicar la Constitución en todas las universidades y estableci-
mientos educativos. Concepto de universalidad que se concretó
aún más en la creación de escuelas de primeras letras en todos
los pueblos, donde la educación tuviera como columna vertebral
la conjunción de las obligaciones civiles con el catecismo.
En definitiva, la Constitución de 1812 sancionaba el trán-
sito de una monarquía absoluta a una constitucional. Ésta se
juró en la mayor parte de las poblaciones que aún se mantenían
dentro de la monarquía, lo cual produjo enormes repercusio-
nes. En primer lugar, desmontó la administración virreinal. Al
establecerse las diputaciones, la consecuencia fue la abolición
de los virreinatos y de los virreyes como titulares del poder
absoluto del rey en América, así como la de intendentes corre-
gidores, regidores perpetuos, síndicos, jueces oidores, etc. En
el plano económico, los impuestos y tributos que no fueron
abolidos pasaron a la nueva Hacienda nacional o a las cajas de
las diputaciones, pero no ya a las del rey. Se estableció una con-
tribución directa y uniforme, mediante el principio de “todos

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deben pagar”. En justicia se estableció la igualdad ante la ley,


derogándose los privilegios y desigualdades entre criollos e
indígenas y españoles. Fue una revolución “silenciosa” que
concitó adhesiones, pero también oposición, por lo que desde
el principio la resistencia a publicarla y ejecutarla fue notoria.
Algunos virreyes se opusieron al constitucionalismo blo-
queándolo, con la excusa de no aplicar sus medidas por el con-
texto de guerra. Y estas acciones fueron denunciadas por los
criollos partidarios de estas medidas en América, que estaban
constantemente en contacto con los diputados americanos en
las Cortes y que denunciaron una y otra vez la desmedida repre-
sión de estas autoridades heredadas del Antiguo Régimen
y mantenidas por la presión de la guerra en América. Así, noto-
rios intelectuales y líderes ilustrados americanos fueron acusa-
dos de insurgentes cuando no necesariamente lo eran, porque
defendían, ni más ni menos, los presupuestos decretados en
Cádiz y en la Constitución, pero en América. Y, a diferencia de
la Península, el liberalismo gaditano se encontró con que el rey
ausente allí estaba presente en América en las figuras de los
virreyes, quienes escudándose en su potencialidad militar ata-
caban y reprimían cualquier movilización que atentara contra
su poder, bien desde el campo de la insurgencia, bien desde el
campo del autonomismo liberal de Cádiz.

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CAPÍTULO 3
EL RETORNO DEL REY, EL RECURSO A LAS ARMAS:
1814-1820

Con el Tratado de Valençay (11 de diciembre de 1813), Napo-


león daba por finalizada su experiencia militar en la Península
y devolvía a Fernando VII todos los derechos a los que había
renunciado en Bayona. Mientras, los partidarios del Antiguo
Régimen esperaban que el regreso del monarca supusiera una
vuelta al absolutismo, los liberales y la mayor parte de los dipu-
tados en las Cortes trasladadas a Madrid aguardaban que el rey
se presentara a jurar la Constitución y que encabezara un Go-
bierno constitucional.
No obstante, el 4 de mayo de 1814 en Valencia dio un golpe
de Estado que abolía toda la obra jurídica de las Cortes y la
Constitución de 1812. Las Cortes quedaron cerradas, los ayunta-
mientos constitucionales y las diputaciones provinciales fueron
disueltos. De inmediato se produjo la depuración de afrancesa-
dos y liberales y de aquellos que habían colaborado con el
Estado liberal. La cárcel, los juicios de la Inquisición y el exilio
fueron su destino.
La vuelta al Antiguo Régimen intentó recuperar las mis-
mas instituciones existentes en 1808. Sin embargo, no fue fácil.
Nadie ni nada volvió a ser lo mismo después de la guerra. Una

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guerra en ambos hemisferios, una guerra que había cambiado


notablemente las fuerzas armadas, su oficialidad, el sistema fis-
cal y la resistencia de los campesinos a pagar las rentas.
Los antiguos privilegios y derechos recuperaban su defi-
nición y contenidos. Se paralizaron las desamortizaciones y se
devolvió el patrimonio al clero afectado por las mismas. Los
privilegios, exenciones fiscales, rentas señoriales, etc., volvían
a sustituir a los principios de igualdad jurídica, propiedad pri-
vada y fiscalidad universal del liberalismo. Y en América se
restituyó el tributo indígena.
La vuelta al absolutismo afectó de forma más definitoria a los
territorios americanos. En 1814 muchos de ellos ya habían expe-
rimentado alguna o varias de las vías revolucionarias o reformis-
tas que se manifestaron desde 1808, como la formación de juntas,
la creación de gobiernos autónomos, de gobiernos indepen-
dientes, pero también la aplicación de los decretos de las Cortes
de Cádiz y la Constitución de 1812, especialmente con la crea-
ción de ayuntamientos y diputaciones. Todo ello, insurgencia
y liberalismo gaditano, provocó la resistencia armada y represiva
a las autoridades coloniales. La dinámica de la guerra aceleró
cambios y reacciones. La amenaza internacional de fuerzas ingle-
sas, francesas, portuguesas y españolas provocó la movilización
de clases populares y su inclusión en fuerzas insurgentes, lo cual
se tradujo en parámetros de guerra interracial, interétnica e in-
ternacional. El miedo a la movilización no sólo política o social,
sino también armada, de las clases populares —étnicas y mesti-
zas— o la necesidad del criollismo de contar con ellas, configuró
en estos años un panorama distinto a la década anterior.
Después de la reacción absolutista de 1814, quedó en evi-
dencia que Fernando VII no iba a permitir el proyecto gaditano
y doceañista, puesto que suponía, además de la construcción
de un Estado liberal, la pérdida de su patrimonio real, es decir,
de todas sus rentas indianas, de sus tierras, de sus obrajes, del
tributo, de las minas, de las rentas comerciales, etc. El rey no

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

aceptó y no aceptaría jamás la independencia de los territorios


americanos porque suponía “su” pérdida. El absolutismo en-
terró la vía autonomista del liberalismo gaditano y sólo dejó
paso a la política armada de la Reconquista.
Pero también los partidarios del liberalismo gaditano saca-
ron sus conclusiones en ambos hemisferios. Lo que ya se rompió
en el pensamiento y en la opción política de estos liberales, casi
al completo, fue la confianza en el sistema de la monarquía cons-
titucional doceañista. Pensaron, porque lo experimentaron, que
no iba a ser viable. Y aquí empezó la cesura entre los liberales
españoles y americanos. Los segundos dejaron progresivamente
de confiar en la posibilidad de mantener los territorios america-
nos bajo una monarquía. La fractura de estos seis años fue casi
definitiva.
Además hay que tener en cuenta que el contexto europeo en
el que se desarrolla fue muy diferente a los últimos 15 años de
guerra y dominio napoleónico. Ahora lo que va a ser hegemóni-
co es el sistema de la Restauración de las monarquías absolutas
y el reordenamiento territorial y de relaciones internacionales.
La Europa continental surgida del Congreso de Viena en
1814 se fundó sobre el principio legítimo de la existencia de la
monarquía absoluta como fruto del derecho divino. Austria,
Prusia y la Rusia zarista apelaron al derecho de intervencionis-
mo en las relaciones internacionales, allí donde surgieran
focos revolucionarios que amenazaran nuevamente los princi-
pios del absolutismo. Así se fundó la Santa Alianza en septiem-
bre de 1815, a la que se sumarían posteriormente la monarquía
española y la Francia de la Restauración borbónica tras Na-
poleón. Es decir, frente al dominio de un solo país, la Francia
napoleónica, las monarquías absolutistas se coaligaron para
que no sucediera más el caso francés, en donde un potente
Estado liberal pudiera poner en jaque todo el sistema del
Antiguo Régimen de las monarquías absolutas. Y ésta será una
de las claves del periodo.

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MANUEL CHUST E IVANA FRASQUET

LA SOLUCIÓN ARMADA: EL RETORNO DEL REY


EN AMÉRICA

A principios de 1814 las fuerzas de la monarquía seguían con-


trolando la mayor parte de los territorios americanos, si bien
muchos de ellos estaban aún inmersos en una actividad bélica:
Nueva España y Centroamérica, Venezuela en su mayor parte,
más de la mitad de Nueva Granada, el Reino de Quito, Perú, el
Alto Perú, Chile e incluso Montevideo. Además de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas. La situación en 1814, de avances y retrocesos,
de victorias y derrotas, no impidió que la insurgencia se conso-
lidara en el Río de la Plata y Paraguay.
El primer planteamiento fernandino fue recuperar por la
vía armada estos territorios insurgentes. Y empezó por inten-
tar consolidar su hegemonía en Venezuela y Nueva Granada,
para después intentar aislar a Río de la Plata. De esta forma se
reclutó un ejército expedicionario que envió a América entre
1814 y 1820 más de 40.000 soldados y oficiales, siendo la expe-
dición más importante la del mariscal Pablo Morillo. Mientras el
absolutismo preparaba la máquina militar del ejército expedi-
cionario, llamado eufemísticamente “pacificador”, los territo-
rios venezolano y neogranadino vieron sucumbir la resistencia
insurgente frente a fuerzas que no estaban integradas por
peninsulares, sino por americanos. En Venezuela, José Boves
reunió una fuerza llanera que se enfrentó a la II República de
Bolívar y consiguió sonadas victorias por su táctica de ataque
veloz, saqueo y retirada a los llanos. Boves aglutinó el compo-
nente indígena y mestizo más que insatisfechos con las medi-
das liberales de Bolívar.
El ejército pacificador de Morillo, que se embarcó a bordo de
42 transportes y estaba escoltado por 18 buques de guerra, fue
imparable en estos primeros meses del año 1815. Entró en
Caracas y creó un consejo de guerra permanente contra los in-
surgentes, sustituyó la Audiencia por un tribunal de apelaciones,

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

erigió una Junta de Secuestros para confiscar los bienes de los


patriotas que se habían comprometido con la causa republicana
y exigió un empréstito forzoso de 200.000 pesos. Dejó Venezuela
al mando del general Salvador Moxó y partió hacia Nueva Granda
con 3.000 soldados.
Nueva Granada seguía siendo un mosaico de opciones,
divididas y enfrentadas, de avances y retrocesos, de rupturas
de alianzas y reagrupamientos de las mismas. Así, la región de
Santa Marta estaba enfrentada a Cartagena. En el sur, las tropas
realistas avanzaron desde Pasto y tomaron Cali. El presidente
de Cundinamarca, Antonio Nariño, organizó sus fuerzas para
detener a los realistas en Popayán pero fue derrotado en Pasto
el 10 de mayo de 1814. A finales de septiembre llegó Simón
Bolívar a Cartagena e inmediatamente se dirigió a Tunja, donde
estaba el Congreso reunido. Allí le fue concedido el mando de
la tropa para someter a Cundinamarca (insurgente, sede de la
propuesta federal) asaltando Santa Fe de Bogotá, que capituló
el 12 de diciembre de 1814. Bolívar recibió entonces la misión
de liberar Santa Marta pero no lo consiguió y regresó a Vene-
zuela cuando tuvo noticias de la llegada del ejército expedicio-
nario de Morillo. Renunció al mando y se embarcó hacia
Jamaica el 8 de mayo de 1815.
Por su parte, desde agosto de 1815 el ejército expedicionario
puso sitio a Cartagena durante más de 100 días, obligándola a
rendirse el 6 de diciembre. La represión de Morillo fue durísima.
Las tropas neogranadinas de la Confederación fueron derrotadas
y el resto de su ejército huyó hacia los llanos o hacia el sur.
Santa Fe capituló ante el ejército absolutista el 6 de mayo
de 1816. La represión en Bogotá también fue sangrienta. El Tri-
bunal de Purificación creado por Morillo enjuició y fusiló a nu-
merosos patriotas liberales como Villavicencio, Carbonell o
Camilo Torres. La dinámica iniciada desde Elío y Abascal de
acción/represión continuó durante estos últimos años de la
década. Y ya era imparable. Éste fue uno de los motivos que

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polarizó las posiciones políticas hasta que sólo quedaron en el


puzle de dichas opciones políticas de principios de la década
(afrancesada, doceañista, autonomista insurgente, independen-
tista, realista, colonial) dos contendientes: el rey y la insurgen-
cia, lo cual será interpretado como un antagonismo por parte
del criollismo.
En esta fase buena parte del criollismo empezó a conven-
cerse de una premisa que hasta entonces no reunía consenso
pero que empezaba a tenerlo: la superación del colonialismo,
una vez derrotada la vía liberal gaditana, tan sólo pasaba por las
armas y la derrota del rey. Lo cual implicaba la independencia
y la proclamación de la forma de Estado antagónica a la metró-
poli: la república. Esto suponía la abolición de las posesiones
del rey y su incautación en forma de bienes nacionales para el
Estado. Así, el criollismo cruzó la hasta ahora gruesa línea del
cambio de estado, de ideología, de credo: de la monarquía a la
república, del mal gobierno al buen gobierno, del Antiguo
Régimen colonial al nuevo Estado independiente.

EL TRIUNFO INDEPENDENTISTA: RÍO DE LA PLATA,


URUGUAY Y CHILE

El año 1814 marca el inicio de la consolidación de la indepen-


dencia en Río de la Plata, si bien esta independencia estuvo
jalonada por los numerosos enfrentamientos que se produjeron
entre Río de la Plata y el resto de sus vecinos o potencias extran-
jeras. Políticamente, entre 1814 y 1820 se establece la etapa del
Directorio que concentraba el Poder Ejecutivo en una sola per-
sona. En enero de 1814 Gervasio Antonio Posadas fue nombra-
do Director Supremo de las Provincias Unidas. La imitación con
los sistemas de poder de Napoleón es notoria. El moderantismo
del régimen tras los primeros momentos de la independencia
en donde predominaba más el discurso radical, también. El

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Directorio de Posadas se caracterizó por el intervencionismo


armado en la Banda Oriental. De esta forma las fuerzas porteñas
van a ocupar la capital durante un año, a partir de junio de 1814.
En su “éxodo” interior Artigas, el líder de los orientales, confi-
guró la liga federal antiporteña con las provincias de Corrientes,
Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Misiones, lo que supuso nuevos
enfrentamientos con los bonaerenses. El descrédito de los por-
teños y la imposibilidad de mantener la plaza les obligó el 27 de
febrero de 1815 a devolver Montevideo a los orientales.
Durante este periodo, Artigas desplegó todo un programa
de reformas liberales como la colonización de tierras baldías
confiscadas a los realistas y su reparto entre las clases populares,
la apertura de los puertos al comercio con los ingleses y la for-
mación de un reglamento de protección del comercio y la indus-
tria. Hacia mediados de 1815, Artigas fue proclamado “Protector”
de Uruguay, configurando una unidad territorial y política de la
provincia oriental compuesta por las seis provincias que confor-
maban la Liga Federal. En junio de 1815 se reunió un Congreso
en Concepción que intentó atraerse el apoyo de los bonaerenses,
pero éstos, ante la preocupación que les suponía la organización
de la Banda, aceptaron unas negociaciones con los portugueses
que culminarían en la posterior invasión. La respuesta de Artigas
fue la movilización urbana y popular al crear en 1816 la milicia de
cívicos y libertos.
Pero 1815 trajo notables cambios en Buenos Aires. A prin-
cipios de año Carlos Alvear se alzó con el poder frente a Posadas.
Y aquí se configuran dos planteamientos coincidentes y comple-
mentarios, el de Alvear y el de San Martín. El primero encami-
nado a unir y gobernar la mayor parte de los territorios del
antiguo virreinato de Río de la Plata, a excepción del Alto Perú,
que se les resistía. El segundo, exponiendo sobre la práctica su
teoría global sobre la guerra de independencia, la cual califica-
ba de americana y no nacional. Por eso San Martín insistía en
el carácter de guerra americana dado que, mientras quedaran

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territorios en manos de la monarquía española, ésta seguiría


siendo una amenaza para la propia independencia rioplatense.
Y por eso se lanzó a reclutar y organizar un ejército para trasla-
darlo a Chile.
San Martín, hijo de españoles y educado en Madrid, había
hecho carrera militar en la guerra de la Península contra los
franceses. Cuando llegó a Buenos Aires en 1812 se puso al mando
del regimiento de granaderos a caballo y participó activamente
en los enfrentamientos de los porteños en el norte. También
formó parte activa de la vida política, pues junto con Alvear orga-
nizó la logia Lautaro y luego la de Chile. En agosto de 1814, nom-
brado gobernador de Cuyo, esperaba atacar el bastión realista del
continente en el sur, el Perú, pero para ello entendió que prime-
ro debía conseguir independizar Chile. A partir de entonces
estableció en Mendoza su cuartel general y organizó el Ejército
de los Andes que llegó a tener una fuerza notable de 4.000 sol-
dados y 1.500 auxiliares entre chilenos y porteños.
Por su parte, Alvear, elegido como nuevo Director, cambió
radicalmente el signo de la política internacional, ya que envió un
emisario a Río de Janeiro para negociar la incorporación de las
Provincias Unidas al dominio británico. Sus opositores, entre los
que se contaba San Martín, encaramado claramente como jefe del
Ejército del Norte, fueron reprimidos. No obstante, un motín en
la ciudad de Buenos Aires en abril de 1815 le obligó a renunciar.
Pero lo más interesante de esta etapa fue la reunión de un
Congreso fuera de la órbita de influencia de Buenos Aires, que
se convocó en Tucumán el 24 de marzo de 1816. La idea era
efectuar una integración nacional con una capital distinta a la
porteña y donde los intereses locales y provinciales comenza-
ran a tener su influencia, además de definir la constitución del
nuevo Estado. El Congreso eligió como Director Supremo a
Juan Martín de Pueyrredón y proclamó la independencia el 9
de julio de 1816. La nueva nación soberana nacía con el nombre
de Provincias Unidas de Sudamérica, perseverando en su idea

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de integrar a los territorios independizados al sur del conti-


nente. En este nuevo marco surgen distintas opciones para
orientar la revolución, entre ellas las de carácter monárquico,
como el proyecto propuesto por Manuel Belgrano, apoyado por
San Martín, de instalar una monarquía inca que favoreciera la
restauración de uno de sus descendientes.
Mientras tanto, fuerzas portuguesas, apoyadas por los britá-
nicos, entraron en Montevideo en enero de 1817, aunque Artigas
seguía dominando gran parte del territorio. La guerra contra
Buenos Aires se intensificó al conocer el papel de ésta en la
invasión portuguesa. No obstante los orientales fueron derro-
tados. El 23 de septiembre de 1819, Artigas cruzó a Paraguay,
donde obtuvo la protección de Gaspar de Francia. El movimien-
to artiguista llegó a su fin.
Por su parte, el ejército de San Martín comenzó su ofensi-
va el 9 de enero de 1817 internándose por varios puntos de la
cordillera andina, aunque el grueso del mismo cruzó por el
paso de los Patos con dirección a la capital. Su primer enfren-
tamiento con los realistas se saldó con la victoria de Chacabuco
en febrero de 1817, lo cual significó su entrada en Santiago.
Una vez allí, convocó un cabildo abierto para que se designaran
tres electores, uno por cada provincia, que a su vez nombraría
al Director Supremo de Chile. Los chilenos eligieron a San
Martín pero éste rechazó la oferta, aceptando únicamente el
cargo de comandante en jefe del Ejército Unido de los Andes.
Ante la amenaza del ejército realista del Alto Perú, el Con-
greso de Tucumán tuvo que trasladarse desde Tucumán Buenos
Aires en mayo de 1817, lo que supuso un desencanto para los diri-
gentes de otras regiones que veían cómo se retornaba a la hege-
monía unitaria porteña. Esto provocó el levantamiento de las
provincias en contra de Buenos Aires y los intentos de dominación
de sus elites. En este contexto se inscribe la Constitución de 1819,
que será centralista, pudiendo incluso adaptarse a una monarquía
constitucional, por lo que será rechazada por los pueblos.

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Tras la renuncia de San Martín a dirigir Chile, otra asam-


blea designó Director a Bernardo O’Higgins, quien en febrero
de 1818 declaró la independencia de Chile. Como vemos la di-
námica de declaraciones de independencia en esta fase es muy
diferente a la cautela de proclamarlas en la anterior, a excep-
ción de Caracas. Las fuerzas de San Martín vencieron en una
decisiva batalla en Maipú en abril de 1818. A pesar de que toda-
vía quedaron algunas partidas guerrilleras realistas en el sur
apoyadas por los indios, la victoria fue definitiva.
Como Director Supremo, O’Higgins (1817-1823) logró con-
trolar el aparato administrativo abandonado por los realistas,
recaudar contribuciones y apropiarse de los fondos del enemi-
go. También ayudó económicamente a San Martín para prose-
guir la campaña contra el Perú, formando la armada dirigida
por lord Cochrane que transportaría al ejército por el Pacífico.
Sin embargo, algunas medidas urbanas fueron mal acogidas por
la población, como la prohibición de las corridas de toros, las
peleas de gallos y el carnaval. El instrumento legal para insti-
tucionalizar la dictadura fue la Constitución de 1818, que otorgó
a O’Higgins plenos poderes tan solo limitados por un Senado de
carácter consultivo, cuyos miembros elegiría él mismo.

LA NUEVA GRANADA EN LLAMAS

Con la ayuda del presidente de Haití, Petion, Bolívar reempren-


dió con escasas fuerzas su lucha insurgente en Venezuela. A fi-
nales de 1816 llegó otra vez a Barcelona con refuerzos y de allí
emprendió la marcha hacia el sur. Su ejército había cambiado
radicalmente de composición social y racial respecto a los años
anteriores. Ahora estaba conformado por mulatos, mestizos,
pardos, llaneros y esclavos a los que aseguraba su libertad a cam-
bio de enrolarse en sus filas. Por el contrario, el apoyo que estos
grupos habían dado a los ejércitos realistas quedó minimizado

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por la llegada de la expedición de Morillo, que en cierta medi-


da, les restó posibilidades de ascenso y distinción.
En abril de 1817 Bolívar estableció su cuartel en Angostura.
Fue en esta población donde convocó un Congreso que se reu-
nió en febrero de 1819 con una exigua representación nacional
de tan sólo 26 delegados. En su discurso trazó las líneas de lo
que sería su proyecto constitucional de inspiración inglesa, con
tres poderes y un Legislativo bicameral, donde la Cámara alta
sería hereditaria, y un Poder Ejecutivo más fuerte. El Congreso
eligió a Bolívar como presidente de la república que englobaría
los territorios de Nueva Granada y Venezuela.
Bolívar y sus oficiales llegaron a la misma conclusión que
las fuerzas rioplantenses y chilenas de San Martín. La guerra era
americana, no nacional, por lo que la estrategia de la indepen-
dencia venezolana pasaba por ganar la guerra en Nueva Granada
y el Perú. En mayo se puso en marcha el ejército llanero inte-
grado por unos 2.000 hombres, que tras varias victorias entra-
ron en Tunja en agosto de 1819. Dos días después tuvo lugar la
victoria decisiva de Boyacá, que hizo cundir el pánico entre los
realistas en Bogotá . La huida de éstos a la costa atlántica supu-
so que la mayor parte del territorio neogranadino quedara bajo
la órbita de Bolívar. Tras esta victoria el presidente regresó a
Angostura y se presentó ante el Congreso en diciembre donde
fue aclamado como libertador. Allí presentó su proyecto de for-
mar la “Gran Colombia”.
En diciembre de 1819 el Congreso aprobó la Ley fundamen-
tal de la República de Colombia, por la cual el antiguo virreinato
de Nueva Granada se transformó, en su totalidad, en un solo
Estado. Bolívar comenzó con una república federal que engloba-
ba la Nueva Granada (Cundinamarca), Venezuela y Quito; cada
uno de estos departamentos gobernado por un vicepresidente.
Un nuevo Congreso Nacional se reuniría al año siguiente en la
villa del Rosario de Cúcuta. En el ínterin, Bolívar fungiría como
presidente de la república, Juan Rocío como vicepresidente de

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Venezuela y Francisco de Paula Santander sería el vicepresiden-


te de Cundinamarca. Quito tendría su vicepresidente después de
ser liberado por las armas republicanas. Sin embargo, la crea-
ción de la nueva República de Colombia no puso fin a la amena-
za realista, que si bien no era ya capaz de reconquistar los
territorios perdidos, continuaba siendo una fuerza considerable
en Venezuela a la cual los republicanos no podían vencer.

VIEJOS Y NUEVOS PROBLEMAS DE LA MONARQUÍA


ABSOLUTA: 1817-1820

La monarquía absoluta en estos años se enfrentó a tres proble-


mas centrales: la situación hacendística y fiscal, la entrada en la
Santa Alianza, y los pronunciamientos liberales en la Península.
La pérdida del comercio colonial y los gastos de la guerra
agravaron aún más la desastrosa situación de la Hacienda. La
reforma de mayor envergadura fue la de Martín de Garay en
mayo de 1817, quien intentó establecer una contribución gene-
ral repartida entre las poblaciones. Sin embargo, fue abortada
por la negativa de las capas privilegiadas a contribuir.
En segundo lugar, la insistencia por parte de la diplomacia
española en entrar a formar parte de la Santa Alianza está rela-
cionada también con la penuria económica de la Hacienda de la
monarquía. Ésta sabía que económicamente no podía recon-
quistar sola los territorios americanos. Además, no tenía flota
suficiente para ello después de Trafalgar. Gran Bretaña se negó
a venderle barcos y por ello se recurrió a la oferta rusa.
Y en tercer lugar, las conspiraciones liberales. Desde el
mismo momento en que se regresó al Estado absoluto, los libe-
rales intentaron derribar el régimen por la fuerza, la única vía
que el absolutismo dejó. Las Cortes de Cádiz habían abolido las
pruebas de nobleza para acceder a la oficialidad, así que duran-
te la guerra contra los franceses en España, numerosos oficiales

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

no privilegiados ascendieron a altos mandos. Cuando ésta ter-


minó, eran héroes. Fernando VII no los depuró, si bien congeló
sus ascensos. Constreñidos en el régimen absolutista, muchos
de ellos tomaron el camino del pronunciamiento para volver a un
régimen liberal doceañista. A lo largo de estos seis años se fue
perfilando la estrategia dual de conspiración civil y golpe de
fuerza. Fernando VII combatió esta inestabilidad militar en la
Península con el envío de muchos de estos oficiales sospechosos
de ser liberales a las guerras en América. El propósito era sacar-
los de la Península y enfrentarlos también a los otros liberales
americanos.
Este modelo fue utilizado en estos seis años en distintas
ocasiones hasta su triunfo con Riego en enero de 1820.

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CAPÍTULO 4
EL TRIUNFO DE LA INDEPENDENCIA, EL SURGIMIENTO
DE LAS REPÚBLICAS: 1820-1828

El teniente coronel Rafael del Riego se pronunció en Cabezas


de San Juan —Sevilla— proclamando la Constitución de 1812 el
1 de enero de 1820. El pronunciamiento sublevó a las tropas
expedicionarias acantonadas en Andalucía y prestas a ser en-
viadas a Río de la Plata para luchar contra los independentistas.
Entre estas fuerzas había malestar debido a la problemática
empresa que les esperaba, el reclutamiento obligatorio, la in-
quietud ante un embarque no deseado, las precarias condicio-
nes de vida, la fiebre amarilla, los retrasos en las pagas, etc.
El levantamiento tuvo eco en otras ciudades importantes
y supuso que la sublevación se extendiera por toda la Península.
Fernando VII juraba por primera vez la Constitución de 1812. El
constitucionalismo regresaba a la monarquía española.
El 9 de julio de 1820 abrían sus puertas las Cortes en
Madrid. Lo primero que hicieron fue comunicar a todos los te-
rritorios de la monarquía los acontecimientos que habían ocu-
rrido en la Península, ordenando que se reconociese y jurase la
Constitución de 1812 en ultramar, así como que se reinstalasen
las autoridades y corporaciones que prevenía la misma: los
ayuntamientos y las diputaciones provinciales.

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MANUEL CHUST E IVANA FRASQUET

Los diputados novohispanos, los más numerosos y com-


bativos, van a proponer una gran cantidad de medidas que per-
mitían todavía, a la altura de 1820, creer en la construcción de
un Estado-nación hispano, conjunto entre americanos y
peninsulares, con la excepción seguramente de los territorios
ya independizados de Río de la Plata, Chile y Paraguay.
En esta primera legislatura los americanos trataron de desa-
rrollar las instituciones autonomistas del sistema constitucional
doceañista, como la Diputación Provincial, los ayuntamientos o
instrumentos del liberalismo gaditano, como el sistema fiscal
directo o el sistema de justicia. La estrategia novohispana pasaba
por aprobar rápidamente las proposiciones autonomistas ame-
ricanas para que Juan O’Donojú, nombrado capitán general de la
Nueva España, trasladara estas noticias y decretos para frenar los
ánimos independentistas que ya habían surgido en México.
Mediante el decreto de 9 de mayo de 1821 los americanos
consiguieron que se estableciera una Diputación Provincial en
cada intendencia, lo que elevó considerablemente su número
en Nueva España.
Pero la proposición más importante de estas Cortes por
parte de los americanos fue la presentada a finales de junio de
1821. En ella, se planteaba abiertamente la formación de una
federación, o mejor dicho, una confederación, para organizar la
monarquía hispana y construir el Estado-nación. El plan consis-
tía en dividir las Cortes en tres secciones americanas que tendrían
sede en México —para la parte septentrional y Guatemala—,
en Santa Fe —para el Reino de Nueva Granada y las provincias de
Tierra Firme— y en Lima —para el Perú, Buenos Aires y Chile—,
respectivamente. Estas Cortes tendrían las mismas facultades
que las de la Península y se reunirían según los plazos estableci-
dos en la Constitución. Tan sólo las Cortes generales de Madrid
se reservarían los temas relacionados con la política exterior
y todo aquello que afectara de manera general a la monarquía. El
Poder Ejecutivo sería ejercido por una delegación nombrada por

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

el rey y que podría ser ocupada por cualquier persona de la


familia real.
En este sentido, lo que estaban planteando los novohispa-
nos era un federalismo en el que sus territorios se gobernaran
autónomamente y cuyo nexo de unión sería la monarquía como
forma de Estado. Pero este plan no fue debatido en las Cortes.
En febrero de 1822 los diputados americanos habían desistido
de conseguir la aplicación de las medidas gaditanas en sus te-
rritorios, sobre todo después del rechazo de las Cortes a los
Tratados de Córdoba, firmados en México por O’Donojú y Agus-
tín de Iturbide, en donde se reconocía la independencia de la
Nueva España.
Los americanos lo habían intentado. Habían transitado
desde unos planteamientos autonomistas, formando parte del
Estado-nación español, pasando por el proyecto federal, hasta
las propuestas de independencia a través de los Tratados, pero su
permanencia en las Cortes ya no tenía ningún sentido para ellos.
Sobre todo para los novohispanos, quienes habían planteado sus
aspiraciones autonomistas en 1820, un momento en el que toda-
vía era posible el triunfo de la construcción del Estado-nación
unido a la monarquía hispana. Ese posibilismo irá transformán-
dose en una carrera sin vuelta atrás hacia la independencia.

EL AÑO 1821, CUANDO NUEVA ESPAÑA SE CONVIRTIÓ


EN MÉXICO

La proclamación de la Constitución doceañista en 1820 desen-


cadenó una intensa actividad política en la Nueva España. En
los meses siguientes, los ayuntamientos constitucionales y las
diputaciones provinciales se organizaron en todo el territorio,
poniendo en marcha los distintos mecanismos electorales. La
lucha insurgente había terminado en México en 1815, aunque
algunas partidas guerrilleras seguían operando en el sur del

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MANUEL CHUST E IVANA FRASQUET

virreinato lideradas por Vicente Guerrero y Guadalupe Victo-


ria. Para derrotar a estas partidas fue designado el oficial criollo
Agustín de Iturbide, nombrado comandante en jefe del Ejército
del Sur. Con apoyo de los liberales autonomistas mexicanos y
en connivencia con los diputados novohispanos en las Cortes en
Madrid, como hemos dicho, Iturbide elaboró un proyecto para
conseguir la autonomía y proclamó la independencia. El Plan de
Iguala fue publicado el 24 de febrero de 1821 y contaba con el
apoyo de los insurgentes de Vicente Guerrero que se habían
unido a estas ideas.
De esta forma, la independencia de México se estableció
bajo la forma monárquica y la Constitución de 1812. También
se mantenía la religión católica y se conservaban los fueros del
clero y el Ejército con el objetivo de atraer el apoyo de estos
grupos. Por otro lado, concedía el derecho de representación a
las castas. El plan especificaba la convocatoria de una Junta Pro-
visional que se reuniría en México y elaboraría una convocato-
ria de Cortes. Además, Iturbide organizó un ejército —llamado
de las Tres Garantías: independencia, religión y unión— que
avanzaba por todo el territorio conquistando la adhesión de las
autoridades y los vecinos a la causa del Plan de Iguala.
Cuando el capitán general Juan O’Donojú llegó a Veracruz
en julio de 1821, el Ejército Trigarante dominaba casi todo el sur
del territorio, por lo que no tuvo más remedio que entablar con-
versaciones con Iturbide. El resultado de las conversaciones
fueron los Tratados de Córdoba, en los que se mantenían básica-
mente los principios proclamados en Iguala por Iturbide.
En septiembre de 1821 se constituía la Junta Provisional
Gubernativa y se nombró una Regencia de cinco miembros
mientras se esperaba que Fernando VII o algún miembro de su
familia asumiera el trono del nuevo Imperio constitucional. A
su cabeza se situó Agustín de Iturbide como primer regente. La
junta convocó un Congreso que se reunió por primera vez en
febrero de 1822. Los trabajos de este Legislativo se encaminaron

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a la construcción de un Estado liberal y para ello hizo uso de toda


la legislación gaditana y de la Constitución de 1812 que se man-
tuvo vigente en México mientras no se opusiera a las bases pro-
clamadas en Iguala y en Córdoba. El signo liberal que tomó este
Congreso no favoreció las aspiraciones personalistas de Itur-
bide, quien en mayo de 1822 forzó su proclamación como em-
perador de México. Desde entonces, toda la labor legislativa de
los diputados mexicanos fue frenada por el moderantismo del
emperador.
El Congreso mexicano intensificó su labor legislativa liberal
con proyectos de contribución directa para sanear la Hacienda
mexicana, el levantamiento de milicias cívicas como sosteni-
miento armado del proyecto político, la nueva cultura simbóli-
ca, la organización del sistema de justicia o la formación de un
Ejército Nacional, entre otros.
Ante la vertiente liberal y revolucionaria que tomaba el
Congreso, Iturbide dio un golpe de Estado para coronarse empe-
rador de México. La revolución se veía así abruptamente sustitui-
da por una fase moderada que intentaría contener los “excesos
revolucionarios” del Congreso. La moderación de Iturbide se fue
tornando cada vez más excesiva hasta que llegó a detener y en-
carcelar a varios de los diputados liberales más significativos
del Congreso, suspendió las garantías, y disolvió el Legislativo
y nombró una Junta Nacional Instituyente con vocales afines al
emperador.
Sin embargo, la revolución estalló en las provincias, ini-
ciándose en Veracruz, donde el general Santa Anna proclamó la
república y exigió la reunión del anterior Congreso. Finalmen-
te las tropas de Santa Anna se organizaron en un ejército al que
se unieron parte de los trigarantes que Iturbide había enviado
para combatirlo y en marzo de 1823 se reunió de nuevo el
Congreso. Iturbide fue obligado a abdicar y a exiliarse del país.
En julio de ese mismo año se declaró la república federal en
México; en enero de 1824 se proclamó el Acta Constitutiva

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Federal y posteriormente la primera Constitución republicana


mexicana.

EL DIFÍCIL CAMINO DE UN ESTADO:


LA GRAN COLOMBIA

El retorno al constitucionalismo en la Península en 1820 sor-


prendió al ejército expedicionario de tierra firme que estaba
esperando refuerzos para recuperar el territorio perdido tras
la batalla de Boyacá. Morillo recibió la orden de jurar la Cons-
titución, libertar a los presos políticos y concertar un armisti-
cio con Bolívar. Para el presidente de la república la única
negociación posible pasaba por el reconocimiento inmediato de
la independencia de Colombia por lo que, de momento, sólo se
acordó una tregua de seis meses a partir de noviembre de 1820.
Dos días después, Morillo y Bolívar se entrevistaron en Santa
Ana y ratificaron el convenio; en diciembre el general español
se embarcó hacia la Península dejando al mando del Ejército a
Miguel de la Torre. Por su parte, los habitantes de territorios
bajo dominio realista como Caracas, Cartagena y Panamá, res-
tauraron sus instituciones constitucionales y los decretos de las
anteriores Cortes, organizaron las elecciones para los ayunta-
mientos, las diputaciones provinciales y las elecciones de los
diputados a Cortes.
Sin embargo, el nuevo régimen constitucional en la Pe-
nínsula ponía en peligro los esfuerzos por controlar todo el
territorio colombiano, así que, después de varios meses de
reorganizar sus fuerzas, los republicanos violaron el armisticio
y se levantaron en Maracaibo el 28 de enero de 1821. La lucha se
extendió por toda Venezuela; los ejércitos republicanos con-
vergieron en Caracas procedentes de los Llanos, los Andes, el
oeste y el este imposibilitando la resistencia realista. Tras va-
rios combates menores, Bolívar se impuso militarmente en la

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batalla de Carabobo el 24 de junio de 1821, en la que derrotó al


Ejército al mando de Miguel de la Torre.
Entonces los restos del ejército realista se encerraron en
Puerto Cabello, donde resistieron hasta noviembre de 1823,
año en el que también cayó Maracaibo, otro de los focos realis-
tas. Después de esta decisiva batalla los republicanos avanza-
ron hacia Colombia, y en octubre de 1821 tomaron Cartagena,
dejando en la costa el baluarte realista de Santa Marta, que
resistió también hasta 1823, y dirigiéndose a Popayán para aca-
bar con la resistencia pastusa. En ese tiempo, el Congreso
constituyente de Colombia fue convocado por Nariño para el 6
de mayo de 1821 en la ciudad de Cúcuta. Una de las tareas más
difíciles fue la de definir la naturaleza del nuevo Gobierno. La
Constitución de Angostura establecía un sistema muy centra-
lista en el cual el presidente tenía el poder de suspender la
vigencia de la Constitución, así como un sistema de sufragio
censitario. En este Congreso se decidió cambiar el modelo de
Estado aprobado en Angostura y convertirlo en un Estado uni-
tario con un Ejecutivo formado por el presidente (Bolívar) y un
vicepresidente (Santander). El 6 de agosto de 1821 el Congreso
de Cúcuta promulgó la Constitución por la cual se establecía un
Legislativo bicameral y la división de poderes estableciéndose
la capital en Bogotá. El nuevo Gobierno tenía una adminis-
tración muy centralizada, dividida en departamentos que eran
gobernados por intendentes nombrados por el presidente. La
antigua capitanía general de Venezuela fue dividida en tres:
Orinoco, Venezuela y Zulia; Nueva Granada en Bogotá, Cundi-
namarca y Magdalena y el Reino de Quito, en cuatro: Cauca,
Cuenca, Guayaquil y Quito.
Entre tanto, Panamá comenzó a convertirse en una isla rea-
lista rodeada de territorios liberales, puesto que Centroamérica
ya se había independizado en el contexto de la independencia de
México en 1821 y también se había completado la liberación
de Cartagena. El 13 de noviembre de 1821 estalló un movimiento

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independentista en la villa de los Santos que se extendió como


una revuelta popular por todo el istmo. El día 28 del mismo mes
se solicitaba un cabildo abierto que, una vez reunido, decidió
tomar la doble solución de proclamar la independencia e incor-
porarse a Colombia.
El Reino de Quito era el tercer territorio que Bolívar que-
ría incorporar a su proyecto de Estado. Allí los ejércitos del
líder venezolano debieron enfrentarse tanto a los realistas
como a los partidarios de una independencia no sólo de la
monarquía, sino también de la Gran Colombia. En el verano
de 1820 llegaron las noticias de la restauración del régimen
constitucional en la Península a estos territorios. En Gua-
yaquil se juró la Constitución de 1812 e inmediatamente se
puso en marcha todo el mecanismo electoral para elegir ayun-
tamientos, siendo elegidos para los cargos antiguos liberales
y líderes que habían participado en las Cortes, como José
Joaquín de Olmedo. Sin embargo, a pesar de que los guayaqui-
leños pretendían mantener un autogobierno, la presión repu-
blicana de Colombia les hizo temer un avance hacia su territorio.
El 9 de octubre de 1820 estalló un movimiento independen-
tista en Guayaquil que instaló una Junta de Gobierno y declaró
la independencia como el primer paso hacia el establecimien-
to del Estado de Quito. El nuevo Gobierno en Guayaquil eligió
a Olmedo como presidente y envió proclamas a Quito, Cuenca
y otras ciudades informando de sus acciones y convocando un
Congreso constituyente que debía celebrarse en la ciudad de
Guayaquil en noviembre de 1820 y que proclamó la independen-
cia y estableció una república con el nombre de Estado de Quito.
El Gobierno de Guayaquil conformó de inmediato un ejérci-
to denominado la División Protectora de Quito para conseguir la
independencia del resto del territorio. El 14 de octubre el ayunta-
miento de Quito recibió las noticias de lo sucedido en Guayaquil
pero prefirió mantener vigente la Constitución de 1812. Sin
embargo, la ciudad de Cuenca sí que se unió al movimiento de

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Guayaquil. Otras ciudades como Machachi, Latacunga y Rio-


bamba, Ambato y Alausí también lo hicieron.
Al finalizar el año, los realistas controlaban la sierra mien-
tras que los revolucionarios mandaban en la costa. Durante casi
dos años, el presidente Olmedo había intentado obtener ayuda
tanto de San Martín como de Bolívar; sin embargo, tanto el Perú
como Colombia insistían en su control sobre Guayaquil. Ante
esta situación, Bolívar envió a Sucre para intentar convencer
a los revolucionarios de la conveniencia de integrarse a Co-
lombia, lo que fue aceptado como una solución provisional tras
el segundo intento fracasado de liberar la sierra. El tratado fue
firmado en mayo de 1821 y en él se establecía un protectorado
que, de momento, no obligaba a Guayaquil ni al Reino de Quito
a integrarse a Colombia. Como parte del acuerdo, el general
Sucre tomó el mando de las fuerzas republicanas guayaquileñas
hasta que la sierra fuera liberada. Tras dos intentos fracasados
de subir a la sierra, Sucre cambió de estrategia y se dirigió hacia
la ciudad de Cuenca, donde las fuerzas sanmartinianas se unie-
ron a su ejército. Éstos tomaron la ciudad el 20 de febrero
de 1822 hasta que consiguieron su anexión a Colombia el 11 de
abril.
La batalla decisiva se produjo en Pichincha, que supuso el
triunfo de los republicanos. Quito aceptó unirse a Colombia
pero Guayaquil siguió resistiendo por lograr su independen-
cia, así que Bolívar se desplazó personalmente hasta la ciudad
en julio de 1822 para convencer a los guayaquileños. Olmedo
reclamó la ayuda de San Martín, pero éste necesitaba también el
apoyo de Bolívar, así que finalmente el presidente de Colombia
entró en Guayaquil. La entrevista que finalmente mantuvo
Bolívar con San Martín entre el 26 y 27 de julio de 1822 no sir-
vió para revertir la situación, tan sólo se trató de la guerra en el
Perú. San Martín solicitó la ayuda de Bolívar para concluir la
campaña, pero éste se negó, argumentando que le eran necesa-
rias todas sus tropas para terminar la liberación de Colombia.

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EL TRIUNFO DE LA GUERRA PANAMERICANA:


PERÚ Y BOLIVIA

La restauración de la Constitución gaditana en 1820 coincidió


con la invasión de Perú por el general San Martín y su Ejército
de unos 4.500 hombres, entre los que había chilenos y riopla-
tenses, más los que esperaba levantar en Perú tras su llegada.
Con la flota de lord Cochrane, el Ejército desembarcó en
Paracas, al sur de Lima, a principios del mes de septiembre de
1820. Sin embargo, el nuevo periodo constitucional cambió la
posición abiertamente bélica y sin capacidad de negociación
del periodo absolutista. El virrey Joaquín de la Pezuela había
recibido órdenes de las Cortes en la Península de buscar un
alto el fuego, proclamó la Constitución gaditana el 15 de sep-
tiembre de 1820 y fijó una fecha para celebrar las elecciones,
ofreciendo así a los peruanos la autonomía dentro de la nación
española. San Martín y Pezuela se entrevistaron en la confe-
rencia de Miraflores en la que el Libertador fue inflexible en el
reconocimiento de la independencia del Perú y propuso la for-
mación de una monarquía constitucional autónoma. Pezuela se
negó a aceptar estas condiciones y sólo acordaron el cese de las
hostilidades.
En octubre las fuerzas de San Martín comenzaron a sitiar
la capital y a cortar las principales líneas de abastecimiento por
el norte y el interior. Lord Cochrane logró entrar a la bahía de
El Callao y capturó el principal buque de guerra español. El
éxito de San Martín convenció a los gobernantes de las provin-
cias de afirmar su autonomía y prestar su apoyo al Libertador.
En diciembre, el marqués de Torre Tagle, jefe político de la pro-
vincia de Trujillo, convenció al ayuntamiento de que declarara
la independencia. Otros ayuntamientos siguieron el ejemplo
como Lambayeque, Piura y Cajamarca. Mientras tanto, en Lima,
el virrey veía cómo su situación empeoraba, pues los liberales
peruanos que habían formado un ayuntamiento constitucional

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el 7 de diciembre le instaban a buscar una solución inmediata


con San Martín. Sin embargo, ante la pasividad de Pezuela, los
generales del Ejército lo sustituyeron de su cargo el 29 de enero
de 1821. En su lugar nombraron al general De la Serna, identi-
ficado como un constitucionalista gaditano, como jefe político.
Pero la imposibilidad de mantener la plaza hizo que de la Serna
se retirase de Lima y siguiera la lucha desde el interior.
La retirada del ejército realista hizo que cundiera el pánico
entre las clases altas y medias de la ciudad, quienes, por el miedo
a cualquier desorden social, accedieron a que San Martín ocupa-
ra Lima. Éste entró en Lima y el 28 de julio de 1821 declaró la
independencia. El 3 de agosto, San Martín se declaró Protector
del Perú, reuniendo en su persona el Poder Ejecutivo y Legis-
lativo; nombró un Gobierno, declaró la “libertad de vientres”,
abolió el tributo y otros impuestos.
La guerra en el Perú se estabilizó en 1821. El ejército de De
la Serna se había establecido en Cuzco, gobernando un amplio
territorio poblado por comunidades indígenas que le apoyaban.
En estas circunstancias, San Martín recurrió a Bolívar en busca
de ayuda y se reunió con él en la que pasará a la historia como la
“entrevista de Guayaquil” en enero de 1822. En esta reunión se
debatieron dos puntos centrales: primero, la situación de Gua-
yaquil —si pertenecería al Perú como muchos miembros de su
elite deseaban o a la Gran Colombia— y segundo, la ayuda de
Bolívar para terminar la guerra en el Perú. En ninguno de los
dos casos consiguió San Martín lo que deseaba, así que el 20 de
septiembre de 1822 renunció a sus cargos y delegó el Poder
Ejecutivo en el Congreso que ya se había establecido en Lima.
El Congreso de Lima asumió el Poder Ejecutivo a través de un
triunvirato formado por José de La Mar, Felipe Antonio Alvarado
y Manuel Salazar y Baquíjano. Este Gobierno tenía la intención de
finalizar la campaña en la sierra y para ello organizó la expedición
a los puertos intermedios. Sin embargo, los dirigentes peninsu-
lares comenzaron a expresar sus desavenencias políticas entre

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De la Serna y Pedro Antonio de Olañeta, pues mientras que el pri-


mero era un liberal constitucionalista, el segundo se reafirmaba
en su postura absolutista. No obstante, los insurgentes también
tuvieron divisiones. Éstas fueron aprovechadas por sus antago-
nistas, que, al mando de José de Canterac, en junio de 1823, ocu-
paron Lima.
El Congreso peruano se refugió en los Castillos del Callao
y depuso a Riva Agüero, nombrando al general Sucre mientras
se esperaba la llegada de Bolívar. Sin aceptar esta decisión,
Riva Agüero se trasladó a Trujillo donde formó un Senado de
diez hombres, mientras el Congreso designaba a Bernardo de
Torre Tagle presidente del Perú el 16 de agosto. El 1 de sep-
tiembre de 1823 Bolívar llegaría a Lima y apenas diez días des-
pués se le concedió la autoridad política y militar.
En ese momento se definieron dos bandos enfrentados:
en Trujillo, Riva Agüero y en Lima, Torre Tagle y Bolívar. En
estas circunstancias Torre Tagle convocó un Congreso consti-
tuyente en noviembre de 1823 que le confirmó en la presiden-
cia y sancionó una Constitución. El presidente tuvo grandes
divergencias con Bolívar por temor a su dictadura y la posibili-
dad de que el Perú se uniera a Colombia. Fue en estos precisos
momentos cuando se produjo la vuelta de Fernando VII como
monarca absoluto, lo que dividió aún más a las fuerzas penin-
sulares, pues Olañeta abandonó a De la Serna y se marchó a
Charcas, donde se proclamó virrey.
La confusión era también enorme en las filas patriotas. El
7 de febrero de 1824 las tropas argentinas y chilenas se amoti-
naron en El Callao por no recibir sus pagas y entregaron el
puerto a los realistas. Poco después éstos entraban de nuevo en
la capital y el presidente y más de trescientos oficiales se pasa-
ron a sus filas. Ante esta situación, el Congreso se disolvió
y nombró a Bolívar Dictador del Perú el 10 de febrero de 1824.
A partir de ese momento, Bolívar comenzó a formar un ejér-
cito que alcanzó los 8.000 efectivos con una caballería diversa

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y experta lanzándose contra los realistas de la sierra. El 6 de


agosto se enfrentó y venció a las tropas al mando de Canterac
en la batalla de Junín, y de regreso liberó la capital. De la Serna
reaccionó y organizó sus fuerzas lanzándose a la persecución
de Sucre, que se había quedado al frente del ejército patriota.
Ambos se encontraron en Ayacucho el 9 de diciembre de 1824.
Fue la última batalla realista en el continente. Tras la capitula-
ción, la mayoría de los oficiales españoles regresaron a la Penín-
sula, donde, debido a su derrota afrontaron el estigma de ser
llamados “los ayacuchos”.
Acabada la guerra, Bolívar diseñó de modo más claro su
plan de Gobierno y la creación de nuevas entidades políticas.
En 1825 volvió a ser designado dictador por el Congreso perua-
no; sin embargo, la segunda dictadura ya no podía justificarse
por la necesidad de combatir a un enemigo externo.
Restaba Charcas. Después del triunfo en Ayacucho, Bolívar
confió a Sucre la liberación del Alto Perú. Había dos temas pen-
dientes en la futura Bolivia: uno era la presencia de Olañeta y el
otro decidir el futuro político de la antigua Audiencia de Charcas.
Tras salir del Cuzco, Sucre cruzó el Desaguadero y entró por
territorio altoperuano. Esto provocó la deserción masiva de los
colaboradores de Olañeta. Finalmente, el “virrey” rebelde fue
vencido en Tumusla en abril de 1825. Después, Sucre reunió una
asamblea de altoperuanos en la Universidad San Francisco Xa-
vier, en la ciudad de Chuquisaca, que decidió la independencia
del Alto Perú: en el futuro sería llamada Bolivia.
Un grupo de “fidelistas” siguió resistiendo en el Real Fe-
lipe (Callao). Allí el general Rodil había aglutinado no sólo
españoles, sino algunos aristócratas peruanos que no eran par-
tidarios de la independencia. Muchos de ellos, incluido Torre
Tagle, murieron víctimas de una epidemia de escorbuto. El 22
de enero de 1826, Rodil capituló cuando se convenció de que
no iba a recibir ningún refuerzo de la monarquía española.
Mientras tanto Bolívar, en Lima, se esforzaba por darle al Perú

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un marco institucional. Seguía insistiendo en su proyecto de


confederar los países andinos. Entonces recibió noticias de que
los desórdenes habían aumentado en la Gran Colombia, así
que dejó el Perú en septiembre de 1826. Antes de partir nombró
un Consejo de Gobierno presidido por Andrés de Santa Cruz. La
Constitución vitalicia elaborada entonces combinaba las insti-
tuciones típicas de un régimen liberal con la presidencia vitali-
cia. Sin embargo, pronto los liberales se alzaron contra ella. Sus
líderes eran Luna Pizarro y Manuel Vidaurre, quienes llamaron
a los limeños a un cabildo abierto para liquidar el proyecto boli-
variano. La sesión se celebró el 27 de enero de 1827, quedando
allí abolida la Constitución de Bolívar y volviéndose a la
Constitución de 1823. El 18 de mayo de 1826, el Congreso del
Perú reconoció a la República de Bolivia como “una nación
libre, independiente y soberana”. El general Bolívar escribió al
general Sucre, el 25 de mayo siguiente, dándole la noticia y feli-
citando por ello a “su hija, a la tierra querida de su corazón”. Se
había cerrado la opción de incorporación de las provincias del
Alto Perú a la República Peruana.

LA CREACIÓN DE CENTROAMÉRICA: 1824

Tras la proclamación del Plan de Iguala por Agustín de Iturbide


en febrero de 1821, la capitanía general de Guatemala, como
provincia del virreinato de Nueva España, tuvo que decidir su
adhesión o no a la causa independentista. En el mes de marzo
quedó al mando de la autoridad Gabino Gainza, quien convocó
una reunión de los representantes de las clases altas de la ciu-
dad de Guatemala en septiembre de 1821, que aprobó la decla-
ración de independencia. Las demás provincias de la capitanía
general celebraron reuniones para decidir qué hacer.
En San Salvador se proclamó la independencia el día 29 de
septiembre; en Nicaragua, la Diputación Provincial lo hizo el

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día 28, incluyendo en ella a Costa Rica, al igual que en Hon-


duras. Gabino Gainza invitó a las ciudades a celebrar cabildos
abiertos para decidir si se debía incorporar el territorio al
Imperio mexicano, lo cual fue aceptado por la ciudad de
Guatemala y Quetzaltenango el 29 de diciembre de 1821.
Las resistencias de algunos territorios como El Salvador a
incorporarse a México alentaron el envío por parte de Iturbide
de tropas a las órdenes del brigadier Vicente Filisola que a
principios de 1823 ocupó este territorio. Sin embargo, la caída
del emperador mexicano en marzo de 1823 alivió la presión
militar mexicana.
Filisola convocó una Asamblea Nacional Constituyente
que se reunió en la Universidad de San Carlos de la ciudad de
Guatemala el 24 de junio de 1823 con representantes de distin-
tas provincias. En esta Asamblea se decidió separarse definiti-
vamente de México, era 1 de julio de 1823. Las tropas de Filisola
abandonaron la capital en agosto de 1823, lo que provocó un
vacío de poder que tuvo que ser sustituido con la creación de un
nuevo Poder Ejecutivo.
Así, la Asamblea nombró un triunvirato con el nombre de
Supremo Poder Ejecutivo. Sin embargo, las luchas entre los
diputados más exaltados, provenientes de las provincias salva-
doreñas, y aquellos que concebían una formación del Estado
más moderada, pronto hicieron tambalearse este primer
Gobierno. La Asamblea sancionó las Bases de la Constitución
Federal el 17 de diciembre de 1823; en ellas se constituía la
República, denominada Provincias Unidas del Centro de Amé-
rica, se establecía la soberanía popular, la división de poderes
y los principios del liberalismo doctrinario. Los trabajos se
centraron en elaborar una fiscalidad liberal directa, aunque
manteniendo de momento los antiguos impuestos.
Inmediatamente, las provincias tomaron la iniciativa para
establecer el sistema federal. La primera fue San Salvador, que
el 21 de octubre de 1823 sustituyó la Diputación Provincial por

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una Junta Gubernativa y se autoestableció como Estado el 17 de


febrero de 1824, reuniendo su propia Asamblea constituyente.
Ante esta actuación, la Asamblea reconoció el 15 de marzo de
1824 que las provincias se transformaran en Estados formando
sus propios Congresos.
Entre tanto, se realizaron las elecciones que debían con-
formar el primer Congreso Federal, cuya instalación se verifi-
có el 6 de febrero de 1825. Pero las pugnas entre federalismo
y centralismo también llegaron a la formación del Estado cen-
troamericano. Los enfrentamientos en temas tan cruciales
como la cuestión fiscal y la religión desembocaron en una gue-
rra civil en 1826. Los tres años que duró esta guerra termina-
ron con la República Centroamericana.

URUGUAY: EL EPÍLOGO

El proceso que llevó a la independencia del Uruguay fue el más


largo y complicado de los que se dieron en el conjunto de los
territorios americanos. Entre 1810 y 1830, la Banda Oriental
estuvo bajo seis soberanías diferentes. La española hasta 1814;
la de las Provincias Unidas de forma unitaria en 1814, de forma
federal dentro del sistema artiguista, entre 1815 y 1816; la por-
tuguesa de 1817 a 1823; la imperial brasileña entre 1823 y hasta
1828, siendo una parte al mismo tiempo nuevamente argenti-
na entre 1825 y 1828, y finalmente como república indepen-
diente a partir de 1828.
La independencia de Brasil influyó notablemente en los
acontecimientos de la Banda Oriental a partir de 1822, cuando la
Provincia Cisplatina, así llamada mientras perteneció a Portugal,
organizó un cabildo en el que se proclamó la incorporación a las
Provincias del Río de la Plata. Tras la proclamación de la inde-
pendencia del Brasil y su transformación en un Imperio, el ejér-
cito ocupante se dividió: las tropas de origen europeo radicadas

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LAS INDEPENDENCIAS DE AMÉRICA

en Montevideo se adhirieron a la Asamblea constituyente de


Lisboa, y las restantes optaron por la independencia del nuevo
Imperio. Finalmente, un pacto entre los dos ejércitos enfren-
tados terminó con la unidad del territorio en el futuro Estado
cisplatino bajo la soberanía imperial brasileña. A partir de
entonces, y con la proclamación de la Constitución brasileña
de 1824, el territorio cisplatino estuvo bajo una nueva legali-
dad, la del constitucionalismo.
Este estado de cosas se rompió en 1825 con la invasión
desde el otro lado del Plata de un grupo de exiliados partidarios
de la unión con las provincias del Río de la Plata. Fue el 19 de
abril de 1825 cuando se produjo la invasión denominada de “los
Treinta y Tres orientales”, quienes comandados por Lavalleja se
apoderaron de la población de Soriano y se dirigieron luego a San
José. El movimiento se extendió rápidamente en el campo pero
fracasó en las dos ciudades más importantes, Montevideo
y Colonia. Por tercera vez desde 1811 y a lo largo de los tres años
siguientes, ciudad y campo se enfrentaban en soberanías opues-
tas. Las ciudades siguieron bajo la soberanía imperial brasileña
y el campo puso en pie una nueva legalidad, la de un Gobierno
provisional. El 14 de julio del mismo año se formó un Gobier-
no en la Florida del que fue presidente Manuel Calleros y en el
que se acordó formar una Asamblea Legislativa. Ésta se instaló
el 20 de agosto y declaró nula la incorporación de la provincia
oriental a Portugal y a Brasil, decretando la unión del territorio
cisplatino al Río de la Plata, lo que originó la declaración de gue-
rra de Brasil a Argentina el 1 de diciembre.
Los argentinos tomaron entonces la iniciativa de la guerra
oriental enviando a un ejército al mando de Martín Rodríguez,
que cruzó el río Uruguay y se estableció en Durazno. Mientras
tanto, el 7 de febrero de 1826 fue elegido presidente de las Pro-
vincias Unidas del Río de la Plata Bernardino Rivadavia, quien
volvió a plantear el centralismo porteño frente al federalismo.
Esta nueva situación no favoreció la campaña oriental, pues los

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uruguayos tenían muchas esperanzas puestas en la formación


federal de su provincia, que era la vieja reivindicación de Artigas.
A pesar de ello, la Asamblea representativa de la Provincia
Oriental votó a favor de la Constitución argentina unitaria en
marzo de 1827. El intento de llegar a un acuerdo con el Imperio
brasileño no resultó y esto precipitó la caída de Rivadavia.
La imposibilidad de conseguir nuevos recursos para conti-
nuar la guerra o de que una de las dos partes se impusiera clara-
mente llevó a ambas a admitir la mediación británica. La
intervención británica ofrecía una solución que no gustaba a
ninguna de las partes: la independencia y la constitución de un
nuevo Estado. Entonces, en 1828 se produjo la invasión de los
orientales del territorio brasileño de Misiones, lo que conven-
ció al emperador Pedro I de la urgencia de negociar para evitar
la extensión de la guerra a su propio territorio. El 27 de agosto
de 1828 se llegó a un acuerdo preliminar para reconocer la inde-
pendencia del Uruguay, ratificado el 5 de septiembre siguiente.
La Asamblea General constituyente eligió gobernador pro-
visorio a José Rondeau y, unos días después, el 18 de diciembre,
se produjo el desalojo de Montevideo por las tropas imperiales
brasileñas. El 1 de mayo de 1829, el Gobierno oriental hizo su
entrada en la capital.
Los habitantes del territorio oriental conocieron en poco
más de 15 años la vigencia de cinco marcos constitucionales
diferentes. En primer lugar, juraron con entusiasmo la Cons-
titución de Cádiz el 27 de septiembre de 1812, a cuyas Cortes
enviaron diputados electos, mientras que en el territorio domi-
nado por Artigas se iba elaborando un marco legal en torno a
diversas disposiciones como las “Instrucciones del año 13”.
Más tarde, bajo la dominación portuguesa y la proclamación del
constitucionalismo en las Cortes de Lisboa, se produjo la adhe-
sión a la Constitución lusa de 1822 y el envío de una represen-
tación de los orientales a la Asamblea constituyente lisboeta.
Con la separación de Brasil de Portugal y su proclamación como

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Imperio, se elaboró la de 1824, que fue aceptada por parte de


los cabildos cisplatinos. La jura de esta nueva Carta tuvo lugar
en Montevideo el 9 de mayo de 1824. Tras la invasión de
los “Treinta y Tres orientales” y la unión al Río de la Plata, los
orientales aceptaron la ley constitucional provisional de 1825.
Poco después, la Constitución unitaria fue aprobada por la pro-
vincia oriental el 19 de marzo de 1827, y aunque tuvo una vigen-
cia efímera por el regreso inmediato al federalismo, se trataba
de la cuarta legislación que aprobaban los orientales. Final-
mente, la convención preliminar de paz entre Brasil y Argen-
tina imponía la independencia de la provincia, la organización
de un Estado y la formación de una Constitución. Una Asam-
blea General constituyente se encargó de su redacción y el 18
de julio de 1830 se juró por las autoridades y los pueblos de
forma solemne.

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