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autonomía

JUAN CARLOS MOUGÁN


Universidad de Cádiz, España
Conseguir que los individuos sean autónomos es uno de los primeros y más relevantes objetivos de
cualquier sistema de educación que se pretenda liberal. Ser autónomo significa que el agente es capaz
de gobernarse a sí mismo, de ser plenamente responsable de lo que hace. De este modo, la autonomía
se encuentra vinculada a la idea de que vivimos nuestra propia vida, de que somos dueños de quienes
somos y lo que hacemos. Puesto que ser capaz de decidir y elegir es uno de los rasgos fundamentales
de la idea de democracia, podemos decir que no estamos ante un objetivo más del sistema educativo,
sino, posiblemente, ante un elemento nuclear o definitorio de éste en el seno de las sociedades libres.
Aunque autonomía aparece inicialmente como sinónimo de libertad, muy a menudo se ha distinguido a
los dos términos siguiendo la conocida clasificación realizada por I. Berlin (1988). Según ésta, la
libertad haría referencia a la ausencia de restricciones externas, y la autonomía, a la autenticidad de las
voliciones. La idea de que el individuo vive bajo leyes y normas que él mismo se da exige reunir el
conjunto de condiciones que lo hacen posible y que podemos clasificar como condiciones de
competencia y de autenticidad (Christman, 2011). Entre las primeras están las capacidades para la
reflexión racional, el autocontrol y estar libre de ciertas patologías. Las segundas se relacionan con la
libre y reflexiva identificación con los propios valores y deseos.
Sin duda, el autor clásico de referencia para el significado moral del concepto de autonomía es Kant.
Para Kant se trata del rasgo fundamental de la vida moral, pues la capacidad de imponernos a nosotros
mismos la ley moral es la fuente última de todo valor moral. La libertad que hace posible la autonomía
moral es la ausencia de determinación por factores causales y naturales. La autonomía aparece como un
producto del ejercicio de la razón que se da órdenes a sí misma, un ejercicio que singulariza al ser
humano. Otra caracterización de la idea de autonomía —ya también clásica— es la elaborada por J. S.
Mill (1991), quien afirmó que la autonomía era uno de los elementos indispensables tanto del bienestar
individual como del progreso social.
Como Dworkin ha señalado (1988), se trata de concepciones que entienden la autonomía como
“independencia sustantiva”; esto es, ya sea que hablemos del sistema legal, de la autoridad moral o de
Dios, lo que se demanda de una persona es que sea independiente mentalmente y que tenga el control
sobre sus decisiones o acciones. Se trata de una concepción de la autonomía que aparece vinculada con
los valores ilustrados de la racionalidad, la individualidad y la moralidad. De ahí que caracterizaciones
más recientes de la autonomía sean menos exigentes. Así, para Dearden “una persona es autónoma en
el grado en que lo que piensa y hace en importantes áreas de su vida no puede ser explicado sin
referencia a su propia actividad mental” (Dearden, 1982, p. 420). Por su parte, Dworkin entiende que
“autonomía es una capacidad de segundo orden de las personas para reflexionar críticamente sobre sus
preferencias, deseos y anhelos de primer orden y la capacidad para aceptar o intentar cambiar éstas a la
luz de preferencias y valores de orden superior” (Dworkin, 1988, p. 20).
En todo caso, la idea de un ser autónomo que justifica toda creencia y valoración desde sí mismo
supone la existencia de un punto de partida no condicionado, de una decisión adoptada sin criterio
previo alguno que resulta, cuando menos, irreal. De ahí que se haya procedido a la defensa de otra
concepción de la autonomía menos cargada, tanto desde el punto de vista ético como metafísico, en la
que se le considera como un valor más que ha de ser visto desde una perspectiva social y relacional. La
tensión entre ambas maneras de entender la autonomía atraviesa los distintos debates que, teniendo
como trasfondo las finalidades del sistema educativo, se desarrollan en torno al ideal de autonomía.
Así, la autonomía parece hacer referencia a la capacidad del individuo para hacer sus propias
elecciones con entera independencia de si están permitidas o son aprobadas por la sociedad en la que
está inmerso. De este modo, una educación que tuviera como objetivo la autonomía fomentaría la
puesta en cuestión de las propias normas o reglas y conduciría a la paradójica situación de que el
estudiante sería más autónomo cuanto más se desligara de los valores y tradiciones de su comunidad.
Esta ausencia de los supuestos sociales es lo que los autores comunitaristas habrían destacado
mostrando hasta qué punto el concepto de autonomía es deudor de una visión individualista del
ciudadano.
En la misma línea de crítica estarían quienes han querido corregir la visión de la autonomía como
independencia sustantiva relacionada con su contraposición con la idea de adoctrinamiento. El
adoctrinamiento aparece como un tipo de educación que representa lo opuesto a educar para la
autonomía. El adoctrinamiento supone, de un lado, la idea de que se mantienen ideas y creencias que
no son verificables o son falsables. De otro, hace referencia a la manipulación del sujeto, al proceso por
el que se inculcan ideas sin un método racional de estudio o investigación. En este sentido, educación
para la autonomía y la educación racional o científica no son sino diferentes maneras de expresar una
misma perspectiva que se opone a la educación con fines sesgados o doctrinales. Ahora bien, frente a
este ideal racionalista del sujeto y del conocimiento, las nuevas maneras de entender la ciencia habrían
puesto de manifiesto que la empresa científica es dependiente de la comunidad científica, que está
gobernada por un conjunto de tradiciones y por el peso de la autoridad. Asimismo, el aprendizaje del
pensamiento riguroso y científico supone aprender a atenerse a reglas y procedimientos ya establecidos.
En cualquier caso, el proceso inicial de aprendizaje parece implicar, quiérase o no, una cierta dosis de
adoctrinamiento. De ahí que quizá sea oportuno definir la autonomía, no en términos absolutos o por
oposición a la autoridad o las reglas, sino en referencia a un ideal que implica estar bien informado,
disponer de distintas opciones y poderlas ejercer en función de ese conocimiento. Una educación para
la autonomía podría ser considerada, entonces, como aquel tipo de educación que permite considerar
las cosas desde distintos ángulos, y no de un modo superficial o simplista. En este sentido, los
defensores de una educación inspirada en los valores religiosos han querido mostrar que es posible
defender que la educación religiosa no tiene por qué significar adoctrinamiento y que una concepción
más abierta del concepto de autonomía permitiría hacer compatible educación para la autonomía y
educación religiosa (Thiessen, 1993; MacMullen, 2004).
De cualquier forma, éste no sería sino otro caso más del debate que en torno a la autonomía como
objetivo del sistema educativo tiene lugar entre quienes mantienen que el desarrollo de la autonomía
requiere la exposición a tradiciones religiosas y culturales distintas de aquellas en la que se está y
quienes entienden que la verdadera autonomía la proporciona no la diversidad sino la capacidad de
pensar con rigor, independencia y capacidad de evaluar los argumentos (Warnick, 2012).
En cuanto a las razones que justifican la educación para la autonomía, habría que distinguir entre las de
quienes buscan el beneficio personal y las de quienes actúan en beneficio de la sociedad. Respecto del
primer caso, la educación para la autonomía se enfrenta a concepciones y prácticas paternalistas y
perfeccionistas. Fue Mill el primero que formuló con claridad la cuestión al señalar que la única
injerencia admisible en la libertad de alguien era para prevenir que éste perjudicara a otros, pero nunca
para la búsqueda del propio bien. El derecho a la autonomía conduce al principio antipaternalista por el
que no podemos coaccionar a un individuo en su propio interés. El argumento, según Mill, es que se
dañan los intereses de alguien siempre que se le obstaculiza para que sea autónomo o libre. Ahora bien,
una lectura detenida de la tesis de Mill muestra las dificultades de un antipaternalismo duro (Fuchs,
2001). Pues no podemos ejercer poder sobre un individuo para su propio bien contra su voluntad, pero,
según Mill, podemos y debemos hacerlo cuando una acción no concuerda con esa voluntad. Éste es el
principio que justifica la intervención en el caso de los niños y de individuos con facultades mentales
alteradas, de manera que se les coarta para hacer aquello que harían si hubieran tenido las capacidades
necesarias y la información adecuada para tomar esa decisión. De esta manera justificó Mill que el
Estado controlara, mediante un sistema de exámenes, que todos los ciudadanos adquirieran los
conocimientos que aseguraran el ejercicio de la autonomía individual.
La legitimidad y los límites de la coerción legal para el reforzamiento de la autonomía son analizados
por Raz (1986) a través de un análisis del principio antipaternalista de Mill. Para Raz, “privar a una
persona de oportunidades o de la habilidad de usarlas es un nuevo modo de hacerles daño”. Según esto,
no sólo se atenta contra la autonomía cuando se coarta a una persona, sino también cuando no se le
proporcionan las condiciones necesarias para que la ejerza. Según Raz, es legítimo que se introduzcan
los mecanismos coercitivos que permitan el efectivo ejercicio de la autonomía. Este principio faculta a
los gobiernos a crear las oportunidades moralmente valiosas y a eliminar las repugnantes. De este
modo, cabe hablar de la existencia de un cierto perfeccionismo liberal (Chan, 2000) o un paternalismo
libertario (Sunstein y Thaler, 2003) que, para garantizar la autonomía, requieren la intervención y no la
abstención de los poderes públicos.
Por otro lado, también cabe justificar la presencia de la autonomía como un objetivo central del sistema
educativo por su interés ya no individual sino social, en tanto demanda del ordenamiento político en
busca de la legitimidad. Así, E. Callan (1997) entiende que ningún régimen es legítimo a menos que
esté basado en el libre consentimiento de ciudadanos autónomos con un sentido de la justicia. Por su
parte, A. Gutmann (2001), preocupada por el acomodo de la diversidad social, entiende que la
preservación del orden social democrático requiere enseñar tolerancia y respeto cívico entre las
personas. En realidad, Gutmann no ve diferencia entre educar para la ciudadanía y educar para la
autonomía, o, si se quiere expresar de este otro modo, entre educar para la virtud y educar para la
libertad. Para salvar la posible dicotomía, Rodolfo Vázquez (1997) distingue entre la formación de la
autonomía y su ejercicio. Mientras que la segunda depende de los deseos o preferencias de las
personas, la primera sienta la precedencia de las necesidades sobre los deseos. De este modo se
legitimaría la intervención del Estado para garantizar las capacidades que harán posible dicho ejercicio.
Por su parte, Brighouse adopta una posición algo más modesta y defiende que no debe haber un sistema
que obligatoriamente promueva la autonomía, sino únicamente un sistema que la facilite.
Frente a ello, cabe situar a quienes entienden que la defensa de la autonomía como objetivo central del
sistema educativo viola la exigible neutralidad de un Estado moral. La autonomía aparece vinculada a
una visión comprehensiva y moral cuya imposición sería lesiva para el respeto a la pluralidad que ha de
caracterizar a las sociedades democráticas. Una referencia para este tipo de posiciones se encuentra en
Liberalismo político, de Rawls (1996). En su intento de defender una posición liberal compatible con el
más amplio pluralismo posible, Rawls defiende que el liberalismo no puede estar sesgado en favor de
determinadas doctrinas comprehensivas, como una vida comprometida con los valores de autonomía e
individualidad. Que la vida buena consista en que la autonomía puede ser considerado como un punto
de vista tan sectario como cualquier otro, y desde luego no más valioso que los demás para ser
promovido por la autoridad pública. De ahí que, al ocuparse del ámbito de lo educativo, Rawls haga
gala de sus pretensiones neutralistas y rechace una educación pública dirigida a pretender hacer de los
futuros ciudadanos agentes autónomos. En esta dirección habría que situar a quienes han mantenido
que el objetivo central de un orden liberal no es la autonomía, sino más bien la tolerancia, y
consecuentemente han defendido una menor repercusión de las políticas educativas en la promoción de
ciudadanos autónomos.1
Especial atención a propósito de estos debates merece la obra de J. Dewey (2004), pues afirmó que el
sentido de la democracia radicaba en la forma en que contribuía al desarrollo y crecimiento individual y
mantuvo una concepción social de la realización personal, de manera que el florecimiento individual
era producto de un ambiente social que lo propiciaba. En este sentido, Dewey también rechazó una
concepción individualista de la autonomía personal, y exigía el control social de las condiciones que
hacían posible un verdadero cumplimiento de los objetivos educativos.
En definitiva, los distintos debates existentes en torno al significado de la autonomía personal en el
ámbito de la educación oscilan entre la defensa del ideal ilustrado, racionalista, individualista,
universalista y liberal, que lo considera el objetivo primordial de la educación, y la perspectiva
pluralista y posmoderna, que con una visión menos exigente de la autonomía la piensa en términos
sociales y relacionales, lo que, interpretado radicalmente, termina por considerarlo un ideal
particularista.
BIBLIOGRAFÍA
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University Press, 2000, pp. 5-42.
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<http://plato.stanford.edu/archivspr2011 /entries/autonomy-moral/>.
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Barcelona, 2001.
Gutmann, A., La educación democrática. Una teoría política de la educación, Paidós, Barcelona, 2001.
Macedo, S., Diversity and Distrust. Civic Education in a Multicultural Democracy, Harvard University
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Philosophy of Education, vol. 38, núm. 4, Gran Bretaña, 2004.
Mill, J. S., Sobre la libertad, Espasa-Calpe, Madrid, 1991.
Rawls, J., Liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996. [Ed. en el FCE, 1995 (Col. Política y
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Raz, J., The Morality of Freedom, Oxford University Press, Nueva York, 1986.
Sunstein, C., y R. Thaler, “Libertarian Paternalism Is Not An Oxymoron”, University of Chicago Law
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Swaine, L., “The False Right to Autonomy in Education”, Educational Theory, núm. 1, Chicago, 2012,
pp. 107-124.
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Vazquez, R., Educación liberal. Un enfoque igualitario y democrático, Fontamara, México, 1997.
Warnick, B., “Rethinking Education For Autonomy In Pluralistic Societies”, Educational Theory, núm.
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marzo de 2002, pp. 27-41.
1 Críticos de la centralidad de la autonomía son Gray (2001), Galston (1991), Swaine (2012, pp. 107-
124).

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