Universidad de Cádiz, España Conseguir que los individuos sean autónomos es uno de los primeros y más relevantes objetivos de cualquier sistema de educación que se pretenda liberal. Ser autónomo significa que el agente es capaz de gobernarse a sí mismo, de ser plenamente responsable de lo que hace. De este modo, la autonomía se encuentra vinculada a la idea de que vivimos nuestra propia vida, de que somos dueños de quienes somos y lo que hacemos. Puesto que ser capaz de decidir y elegir es uno de los rasgos fundamentales de la idea de democracia, podemos decir que no estamos ante un objetivo más del sistema educativo, sino, posiblemente, ante un elemento nuclear o definitorio de éste en el seno de las sociedades libres. Aunque autonomía aparece inicialmente como sinónimo de libertad, muy a menudo se ha distinguido a los dos términos siguiendo la conocida clasificación realizada por I. Berlin (1988). Según ésta, la libertad haría referencia a la ausencia de restricciones externas, y la autonomía, a la autenticidad de las voliciones. La idea de que el individuo vive bajo leyes y normas que él mismo se da exige reunir el conjunto de condiciones que lo hacen posible y que podemos clasificar como condiciones de competencia y de autenticidad (Christman, 2011). Entre las primeras están las capacidades para la reflexión racional, el autocontrol y estar libre de ciertas patologías. Las segundas se relacionan con la libre y reflexiva identificación con los propios valores y deseos. Sin duda, el autor clásico de referencia para el significado moral del concepto de autonomía es Kant. Para Kant se trata del rasgo fundamental de la vida moral, pues la capacidad de imponernos a nosotros mismos la ley moral es la fuente última de todo valor moral. La libertad que hace posible la autonomía moral es la ausencia de determinación por factores causales y naturales. La autonomía aparece como un producto del ejercicio de la razón que se da órdenes a sí misma, un ejercicio que singulariza al ser humano. Otra caracterización de la idea de autonomía —ya también clásica— es la elaborada por J. S. Mill (1991), quien afirmó que la autonomía era uno de los elementos indispensables tanto del bienestar individual como del progreso social. Como Dworkin ha señalado (1988), se trata de concepciones que entienden la autonomía como “independencia sustantiva”; esto es, ya sea que hablemos del sistema legal, de la autoridad moral o de Dios, lo que se demanda de una persona es que sea independiente mentalmente y que tenga el control sobre sus decisiones o acciones. Se trata de una concepción de la autonomía que aparece vinculada con los valores ilustrados de la racionalidad, la individualidad y la moralidad. De ahí que caracterizaciones más recientes de la autonomía sean menos exigentes. Así, para Dearden “una persona es autónoma en el grado en que lo que piensa y hace en importantes áreas de su vida no puede ser explicado sin referencia a su propia actividad mental” (Dearden, 1982, p. 420). Por su parte, Dworkin entiende que “autonomía es una capacidad de segundo orden de las personas para reflexionar críticamente sobre sus preferencias, deseos y anhelos de primer orden y la capacidad para aceptar o intentar cambiar éstas a la luz de preferencias y valores de orden superior” (Dworkin, 1988, p. 20). En todo caso, la idea de un ser autónomo que justifica toda creencia y valoración desde sí mismo supone la existencia de un punto de partida no condicionado, de una decisión adoptada sin criterio previo alguno que resulta, cuando menos, irreal. De ahí que se haya procedido a la defensa de otra concepción de la autonomía menos cargada, tanto desde el punto de vista ético como metafísico, en la que se le considera como un valor más que ha de ser visto desde una perspectiva social y relacional. La tensión entre ambas maneras de entender la autonomía atraviesa los distintos debates que, teniendo como trasfondo las finalidades del sistema educativo, se desarrollan en torno al ideal de autonomía. Así, la autonomía parece hacer referencia a la capacidad del individuo para hacer sus propias elecciones con entera independencia de si están permitidas o son aprobadas por la sociedad en la que está inmerso. De este modo, una educación que tuviera como objetivo la autonomía fomentaría la puesta en cuestión de las propias normas o reglas y conduciría a la paradójica situación de que el estudiante sería más autónomo cuanto más se desligara de los valores y tradiciones de su comunidad. Esta ausencia de los supuestos sociales es lo que los autores comunitaristas habrían destacado mostrando hasta qué punto el concepto de autonomía es deudor de una visión individualista del ciudadano. En la misma línea de crítica estarían quienes han querido corregir la visión de la autonomía como independencia sustantiva relacionada con su contraposición con la idea de adoctrinamiento. El adoctrinamiento aparece como un tipo de educación que representa lo opuesto a educar para la autonomía. El adoctrinamiento supone, de un lado, la idea de que se mantienen ideas y creencias que no son verificables o son falsables. De otro, hace referencia a la manipulación del sujeto, al proceso por el que se inculcan ideas sin un método racional de estudio o investigación. En este sentido, educación para la autonomía y la educación racional o científica no son sino diferentes maneras de expresar una misma perspectiva que se opone a la educación con fines sesgados o doctrinales. Ahora bien, frente a este ideal racionalista del sujeto y del conocimiento, las nuevas maneras de entender la ciencia habrían puesto de manifiesto que la empresa científica es dependiente de la comunidad científica, que está gobernada por un conjunto de tradiciones y por el peso de la autoridad. Asimismo, el aprendizaje del pensamiento riguroso y científico supone aprender a atenerse a reglas y procedimientos ya establecidos. En cualquier caso, el proceso inicial de aprendizaje parece implicar, quiérase o no, una cierta dosis de adoctrinamiento. De ahí que quizá sea oportuno definir la autonomía, no en términos absolutos o por oposición a la autoridad o las reglas, sino en referencia a un ideal que implica estar bien informado, disponer de distintas opciones y poderlas ejercer en función de ese conocimiento. Una educación para la autonomía podría ser considerada, entonces, como aquel tipo de educación que permite considerar las cosas desde distintos ángulos, y no de un modo superficial o simplista. En este sentido, los defensores de una educación inspirada en los valores religiosos han querido mostrar que es posible defender que la educación religiosa no tiene por qué significar adoctrinamiento y que una concepción más abierta del concepto de autonomía permitiría hacer compatible educación para la autonomía y educación religiosa (Thiessen, 1993; MacMullen, 2004). De cualquier forma, éste no sería sino otro caso más del debate que en torno a la autonomía como objetivo del sistema educativo tiene lugar entre quienes mantienen que el desarrollo de la autonomía requiere la exposición a tradiciones religiosas y culturales distintas de aquellas en la que se está y quienes entienden que la verdadera autonomía la proporciona no la diversidad sino la capacidad de pensar con rigor, independencia y capacidad de evaluar los argumentos (Warnick, 2012). En cuanto a las razones que justifican la educación para la autonomía, habría que distinguir entre las de quienes buscan el beneficio personal y las de quienes actúan en beneficio de la sociedad. Respecto del primer caso, la educación para la autonomía se enfrenta a concepciones y prácticas paternalistas y perfeccionistas. Fue Mill el primero que formuló con claridad la cuestión al señalar que la única injerencia admisible en la libertad de alguien era para prevenir que éste perjudicara a otros, pero nunca para la búsqueda del propio bien. El derecho a la autonomía conduce al principio antipaternalista por el que no podemos coaccionar a un individuo en su propio interés. El argumento, según Mill, es que se dañan los intereses de alguien siempre que se le obstaculiza para que sea autónomo o libre. Ahora bien, una lectura detenida de la tesis de Mill muestra las dificultades de un antipaternalismo duro (Fuchs, 2001). Pues no podemos ejercer poder sobre un individuo para su propio bien contra su voluntad, pero, según Mill, podemos y debemos hacerlo cuando una acción no concuerda con esa voluntad. Éste es el principio que justifica la intervención en el caso de los niños y de individuos con facultades mentales alteradas, de manera que se les coarta para hacer aquello que harían si hubieran tenido las capacidades necesarias y la información adecuada para tomar esa decisión. De esta manera justificó Mill que el Estado controlara, mediante un sistema de exámenes, que todos los ciudadanos adquirieran los conocimientos que aseguraran el ejercicio de la autonomía individual. La legitimidad y los límites de la coerción legal para el reforzamiento de la autonomía son analizados por Raz (1986) a través de un análisis del principio antipaternalista de Mill. Para Raz, “privar a una persona de oportunidades o de la habilidad de usarlas es un nuevo modo de hacerles daño”. Según esto, no sólo se atenta contra la autonomía cuando se coarta a una persona, sino también cuando no se le proporcionan las condiciones necesarias para que la ejerza. Según Raz, es legítimo que se introduzcan los mecanismos coercitivos que permitan el efectivo ejercicio de la autonomía. Este principio faculta a los gobiernos a crear las oportunidades moralmente valiosas y a eliminar las repugnantes. De este modo, cabe hablar de la existencia de un cierto perfeccionismo liberal (Chan, 2000) o un paternalismo libertario (Sunstein y Thaler, 2003) que, para garantizar la autonomía, requieren la intervención y no la abstención de los poderes públicos. Por otro lado, también cabe justificar la presencia de la autonomía como un objetivo central del sistema educativo por su interés ya no individual sino social, en tanto demanda del ordenamiento político en busca de la legitimidad. Así, E. Callan (1997) entiende que ningún régimen es legítimo a menos que esté basado en el libre consentimiento de ciudadanos autónomos con un sentido de la justicia. Por su parte, A. Gutmann (2001), preocupada por el acomodo de la diversidad social, entiende que la preservación del orden social democrático requiere enseñar tolerancia y respeto cívico entre las personas. En realidad, Gutmann no ve diferencia entre educar para la ciudadanía y educar para la autonomía, o, si se quiere expresar de este otro modo, entre educar para la virtud y educar para la libertad. Para salvar la posible dicotomía, Rodolfo Vázquez (1997) distingue entre la formación de la autonomía y su ejercicio. Mientras que la segunda depende de los deseos o preferencias de las personas, la primera sienta la precedencia de las necesidades sobre los deseos. De este modo se legitimaría la intervención del Estado para garantizar las capacidades que harán posible dicho ejercicio. Por su parte, Brighouse adopta una posición algo más modesta y defiende que no debe haber un sistema que obligatoriamente promueva la autonomía, sino únicamente un sistema que la facilite. Frente a ello, cabe situar a quienes entienden que la defensa de la autonomía como objetivo central del sistema educativo viola la exigible neutralidad de un Estado moral. La autonomía aparece vinculada a una visión comprehensiva y moral cuya imposición sería lesiva para el respeto a la pluralidad que ha de caracterizar a las sociedades democráticas. Una referencia para este tipo de posiciones se encuentra en Liberalismo político, de Rawls (1996). En su intento de defender una posición liberal compatible con el más amplio pluralismo posible, Rawls defiende que el liberalismo no puede estar sesgado en favor de determinadas doctrinas comprehensivas, como una vida comprometida con los valores de autonomía e individualidad. Que la vida buena consista en que la autonomía puede ser considerado como un punto de vista tan sectario como cualquier otro, y desde luego no más valioso que los demás para ser promovido por la autoridad pública. De ahí que, al ocuparse del ámbito de lo educativo, Rawls haga gala de sus pretensiones neutralistas y rechace una educación pública dirigida a pretender hacer de los futuros ciudadanos agentes autónomos. En esta dirección habría que situar a quienes han mantenido que el objetivo central de un orden liberal no es la autonomía, sino más bien la tolerancia, y consecuentemente han defendido una menor repercusión de las políticas educativas en la promoción de ciudadanos autónomos.1 Especial atención a propósito de estos debates merece la obra de J. Dewey (2004), pues afirmó que el sentido de la democracia radicaba en la forma en que contribuía al desarrollo y crecimiento individual y mantuvo una concepción social de la realización personal, de manera que el florecimiento individual era producto de un ambiente social que lo propiciaba. En este sentido, Dewey también rechazó una concepción individualista de la autonomía personal, y exigía el control social de las condiciones que hacían posible un verdadero cumplimiento de los objetivos educativos. En definitiva, los distintos debates existentes en torno al significado de la autonomía personal en el ámbito de la educación oscilan entre la defensa del ideal ilustrado, racionalista, individualista, universalista y liberal, que lo considera el objetivo primordial de la educación, y la perspectiva pluralista y posmoderna, que con una visión menos exigente de la autonomía la piensa en términos sociales y relacionales, lo que, interpretado radicalmente, termina por considerarlo un ideal particularista. BIBLIOGRAFÍA Berlin, I., Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1988. Brighouse, H., School Choice and Social Justice, Oxford University Press, Nueva York, 2000. Callan, E., Creating Citizens. 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Thaler, “Libertarian Paternalism Is Not An Oxymoron”, University of Chicago Law Review, núm. 4, Chicago, 2003, pp. 1159-1202. Swaine, L., “The False Right to Autonomy in Education”, Educational Theory, núm. 1, Chicago, 2012, pp. 107-124. Thiessen, E. J., Teaching for Commitment, McGill-Queen’s University, Montreal, 1993. Vazquez, R., Educación liberal. Un enfoque igualitario y democrático, Fontamara, México, 1997. Warnick, B., “Rethinking Education For Autonomy In Pluralistic Societies”, Educational Theory, núm. 4, Illinois, agosto de 2012, pp. 411-426. Winch, C., “Strong Autonomy and Education”, Educational Theory, vol. 52, núm. 1, Northampton, marzo de 2002, pp. 27-41. 1 Críticos de la centralidad de la autonomía son Gray (2001), Galston (1991), Swaine (2012, pp. 107- 124).