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Defender la educación pública, ¿acaso ya es algo que se convirtió en una consigna vacía?
Me interesa la escuela pública por sobre la consigna. Tal vez podríamos pensar que todo enunciado vuelto
consigna se vacía o pierde potencia. No obstante, quisiera dar alguna vuelta en torno de la palabra
defensa. La defensa es la reacción a un ataque o por lo menos a un peligro en ciernes. ¿Está en peligro la
escuela? Diría que no.
A todas luces el peligro aconteció. “Los chicos no vienen como antes”: esta frase remanida, común en las
escuelas en los últimos años, sintetiza la sensación de que las actuales presencias de chicos y niñas o
jóvenes ya no nos evocan esos cuerpos moldeables imaginados en el pasado. Podríamos enumerar los
signos que muestran la alteración palpable de los escenarios institucionales, alteración que también
puede notarse en el cuerpo docente, especialmente en el cuerpo de los docentes agobiados,
desorientados, cansados. Pero esta alteración no oculta ni empaña la sorpresa que alcanzamos cuando
asistimos a invenciones poderosas que ocurren en muchas escuelas y prácticas educativas. Si algo
sostiene a la escuela a lo largo de su historia es la capacidad de reunir, de juntar aun en la desunión y las
múltiples derivas. Y en esta coyuntura, entonces, se trata de preguntarnos si queremos pensar la escuela
en relación a su mito fundacional o si no sería más pertinente pensar sus cambios, su devenir inconcluso.
El carácter caduco de un objeto, una idea, un discurso no está dado en contraposición a la ventaja de la
novedad. ¿Está caduco el libro; es caduco el cine, el teatro? Creo que la caducidad se presenta cuando
algo se ha agotado. Cuando no activa imaginaciones ni ya es capaz de generar problema alguno. Algo
caduca cuando pierde toda sensibilidad de conectarse con lo que está vivo, con lo que podría crecer.
Entro a un aula y veo a los chicos conectados a sus netbooks: este mero dato no me dice nada. Aun llenos
de actualización tecnológica podríamos asistir a un tiempo en el que nada pasa, en el que nada
movilizante ni desafiante entre ellos acontece, pero también todo lo contrario. Si hubiera alguna
caducidad, la encontramos en los modos reiterados y automatizados de hablar, de enseñar y pensar las
cosas.
¿Qué puede hacer, que no ha hecho, la escuela pública para profundizar, darle densidad a la cultura
democrática?
Hacer la experiencia de una vida democrática implica sobre todo una sensibilidad proclive a interesarse
por lo que hay, abandonando el desencanto. Tomarse en serio a los pibes no supone proclamar sus
derechos sino interrogar y experimentar con ellos, construir y buscar con ellos. La democracia no es sólo
un asunto de derechos jurídicos. Se trata del problema de las posibles formas de vida que se deben abrir
como posibilidades y potencias en vez de clausurar. Se trata de liberar fuerzas imaginativas que se
sustraigan de políticas que nos aplanan en todos los planos vitales; económicos, sociales, simbólicos,
afectivos, sexuales, también escolares. Se trata de inventar modos que amplíen nuestro poder de decidir
y actuar en el medio de las tensiones en las que estamos. La democracia no pide declamaciones sobre ella
sino expresarse en prácticas abiertas de hacer lo común. La escuela aloja distintas vidas. Queda
aprovechar ese escenario multitudinario para hacerlo experiencia compartida. ¿Y qué compartimos? ¿Un
espacio, una obligación, una coincidencia, una retórica, una fe? Lo que compartimos son los problemas y
una cierta afinidad sensible para desplegarlos, para investigar las infinitas maneras de relacionarnos con
las personas y las cosas.
Si pensamos el futuro como destino trazado de un bien a alcanzar sólo resta el fracaso. El futuro tendría
entonces alguna chance si lo pensamos como aquello que puede nacer a partir de advertir los campos
posibles que anidan en las existencias reales. Cada situación vivida puede ser reconfigurada bajo otro
régimen de percepción. Sentir de otro modo, ver de otro modo, pensar de otro modo. Allí brota el futuro,
como campos de posibilidades que sólo nosotros podemos imaginar a la vez que nos procuramos los
recursos para activar devenires que jamás sabremos de antemano. Y en este hacer, la escuela tiene un
horizonte de posibilidades infinito.
Los problemas que se viven en la escuela se padecen o se aprovechan. Pero no sólo se padecen por el
extrañamiento que nos provoca enfrentarnos a lo que no sabemos. La perplejidad podría ser el motor de
nuevas preguntas, podría activar búsquedas colectivas, podría abrir la oportunidad de una mutación
sensible. Habría otro padecimiento efectivamente estéril. Con frecuencia los maestros se ven tironeados
por cuestiones que los exceden. Que exceden sus potencias, sus fuerzas, sus posibilidades efectivas de
pensar lo que los afecta. Pensar problemas es pensar también en qué condiciones podemos hacernos
cargo de lo que nos pasa. Y las exigencias burocráticas no ayudan, ya que buscan satisfacer las
necesidades del aparato que las engendra.
Lo sería por su naturaleza exterior a los problemas reales. El Estado no es un actor secundario. Es
indudable que no es factible prescindir del conjunto de recursos financieros, estratégicos, humanos
provistos por el Estado y su política pública. Dejemos a un lado los lugares comunes que enfatizan la
presencia del Estado. Problematicemos, en cambio, el modo de esa presencia. ¿Qué hace el Estado, ya no
entendido como sujeto que emite normas de funcionamiento institucional? El Estado debería ser capaz
de ponerse al servicio de las dinámicas reales, de las inteligencias efectivas que piensan y lidian con lo que
irrumpe a diario en las escuelas.
¿Cómo retener chicos en las escuelas? ¿Qué se puede hacer para evitar deserciones?
Retener, ¿y luego qué? ¿Retener para qué? La retención en sí misma plantea horizontes pobres, acotados.
Probablemente podríamos invertir la cuestión. ¿Qué pensar con los chicos? ¿Cómo leer sus mundos?
¿Cómo imaginar zonas comunes? Pensemos al revés. Si no fuera por los chicos que en efecto van a la
escuela aunque de modos intermitentes y disímiles, no habría escuela. Y si están y si vuelven, habida
cuenta de que no hay algo que los ate, será porque existe en ellos la necesidad de estar con otros. Lo que
hay no es deserción, en todo caso hay formas ininterrumpidas de ir y venir. Y más allá de los datos que
confirman que sí la hay, mucho más poderosa es la evidencia de que las escuelas no están ni vacías ni
vaciadas. Hay presencias molestas, intempestivas, plagadas de información, de economías de
intercambio, de crudeza y astucias. Invirtamos la pregunta. ¿Qué escuela debemos hacer, imaginar,
pensar con estos niños y jóvenes que están en el mundo, que hacen el mundo y que nos desconciertan?