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El Catoblepas • número 123 • mayo 2012 • página 2
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biblioteca nm Las Fuerzas del Trabajo número 182
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foros de nódulo y las Fuerzas de la Cultura invierno 2018
• Fundamentalismo
científico
I 1 2 3 4 5 6 7 8 9
• Ignoramus, 10 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Ignorabimus!
Introducción 20 1 2 3 4 5 6 7 8 9
• Filosofía del Deporte
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El concepto de «Fuerzas del Trabajo y de la Cultura», presentado por Santiago 50 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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Carrillo en Nuevos enfoques a problemas de hoy, Praga, B. I., junio 1967, págs. 95-
ss) y utilizado en un contexto más amplio en su obra madura Eurocomunismo y 70 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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Estado (Barcelona, Grijalbo, 1977, págs. 121-129, &c.), discutido ampliamente en el
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seno del Partido Comunista de España (en Revolución y Cultura, nº 2, febrero 1970;
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nº 3, abril 1970, o nº 4, junio 1970; nº 6, febrero 1971; nº 8, julio 1971; nº 10-11, julio C1 1 2 3 4 5 6 7 8 9
1972, &c., encontramos testimonios de estos debates) así como también fuera de él C2 1 2 3 4 5 6 7 8 9
(por ejemplo, desde posiciones «tradicionalistas», José María Galán en Cuestiones C3 1 2 3 4 5 6 7 8 9
varias del carrillismo, Madrid, Futuro, 1976, págs. 31-39); presupuesto como C4 1 2 3 4 5 6 7 8 9
concepto fundamental para la elaboración de la nueva línea política del Partido (por C5 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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ejemplo, el informe firmado por Emilio Quirós, Nuevas características del Frente
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teórico y cultural, contenido en las Actas del VIII Congreso, Bucarest 1972) así como
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para la interpretación de los sucesos políticos cotidianos («Nuevas fuerzas de la
cultura irrumpen en la lucha» es el título de la primera página del Mundo Obrero de
30 de mayo de 1971; «Fuerzas de la Cultura en Acción», M. O., 28 de marzo de
1974; &c.) e incorporado al Manifiesto Programa de 1974, es, sin embargo,
considerado con cierto recelo por otros muchos comunistas. Estos, reconocen en él
acaso más la condición de un «concepto coyuntural» (mimético –el Mayo francés, la
Revolución Cultural China–, oportunista –el aprovechamiento del potencial de
protesta universitaria de la última fase del franquismo–, &c.) que la de un «concepto
científico» (en el artículo de Daniel Lacalle, «Sobre los trabajadores intelectuales»,
en Materiales, nº 4, julio-agosto 1977, el término «trabajadores intelectuales»
aparece claramente como sustitutivo del término «fuerzas de la cultura»).
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propiedad que pueda ser alcanzada por quien lo quiera, subjetivamente, sino por
quien lo pueda y lo necesite –porque la necesidad de la variación brota de la
variación de la materia). Ser fiel al marxismo cuando la materia ha cambiado será
partir de los principios y conceptos marxistas y estar dispuestos a transformarlos (no
solo a «transformar la realidad» con ellos, porque es la realidad misma la que ya ha
sido transformada) incluso a darles la vuelta –a la manera como Marx fue
verdaderamente hegeliano cuando dio la vuelta del revés a los principios de Hegel, y
no porque buscase ser original, sino porque el material con el que había tomado
contacto (el nuevo elemento, el proletariado) desbordada ya ampliamente el marco
de los conceptos hegelianos. En realidad sospecho que el temor a plantear de este
modo las cosas por parte de tantos comunistas se debe (al margen de las
cuestiones de fidelidad, ortodoxia) a la influencia de un esquema lógico inadecuado
en el que se estaría prisionero. Identificaríamos a este esquema lógico como un
esquema «proposicionalista», axiomático (lógico-formal) según el cual el «sistema»
del marxismo clásico estaría organizado como un conjunto de principios
fundamentales (proposiciones, axiomas) inconmovibles, de suerte que, ante ellos, el
marxista de hoy (definido como marxista precisamente porque comparte los
principios fundamentales, sin que por ello pueda ser tachado de dogmático del
mismo modo que tampoco puede ser llamado dogmático quien entiende y comparte
los principios racionales de Newton) tiene como «trabajo teórico» la misión de
desarrollar estos principios, derivar sus consecuencias, aplicarlos o interpretarlos. Y,
si el sistema axiomático no se considera saturado, añadir alguno nuevo, o, lo que es
más corriente, tratar de encontrarlo en los textos de Marx («ya Marx había formulado
un concepto de máquina») o acaso de Lenin.
Por ello, nosotros no pensamos tanto en una «nueva lectura» (no talmudista) de
El Capital, ni siquiera en una «revisión» del mismo, cuanto en la transformación de
los conceptos de El Capital exigida por la situación del presente, si realmente ésta
es ya distinta respecto de la situación material en la que Marx estuvo envuelto. Y los
conceptos, no por ser transformados y aun opuestos a los del marxismo clásico,
serían menos marxistas, si pensamos en términos dialécticos efectivos (que incluyen
precisamente el cambio, que aquí precisamente equivale al cambio de los
conceptos) y no meramente verbales. Con esta fórmula además (creemos) no
hacemos sino expresar el proceder efectivo del autor de Eurocomunismo y Estado.
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siempre un concepto que presupone conceptos anteriores, la forma es, en rigor, una
materia considerada en relación con otras materias (forma y materia son «conceptos
conjugados»). No hay conceptos primitivos, partimos siempre in medias res; toda
conformación es una reorganización, toda definición es una redefinición, y de ahí la
la necesidad de la Historia. Según esto:
1) Todo concepto que pueda ser formulado estará siempre dado en función de
un material a su vez configurado previamente (marco material). Cuando se afloja el
contacto con ese material o marco, el concepto se desvirtúa y pierde su significado,
como lo pierde el concepto de «luz del orden de 4.861 Å», desvinculado totalmente
del material «azul». Dentro de este concepto de material incluimos, desde luego, a
los «intereses», a los múltiples impulsos, biológica o sociológicamente configurados
del «material humano» y contrapuestos, de entrada, entre sí.
II
Los conceptos precursores del sistema clásico
1. Marx (o bien: «los clásicos del marxismo») han organizado su sistema desde
dentro de una situación material (que podemos tomar como el propio marco material
de sus conceptos) bien conocida, a saber: la explotación casi infinita que el
capitalismo en su fase del maquinismo (la revolución técnica, en cuanto
contradistinta de la revolución científico-técnica de Bernal o Richta) necesita infligir
al trabajador, al proletario. El ámbito del marxismo clásico podría definirse, según
esto, por los mismos límites de una fase histórica que ha liberado inmensas fuerzas
productivas y que, desarrolladas en el marco de una bien conocida estructura de
relaciones de producción, ha acentuado hasta el extremo la explotación de los
trabajadores industriales y, por supuesto, de los campesinos. Al aproximarse a este
límite los trabajadores, a la par que siguen sometidos a la creciente explotación
(crecimiento del ejército de reserva al variar la composición orgánica de capital, &c.)
van adquiriendo conciencia de esta explotación y, a la vez, mediante la necesaria
asimilación de la nueva tecnología, adquieren conciencia de su poder (la dialéctica
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historia, sino como un resultado del «ser social», de los hombres, sometidos, ante
todo, a sus necesidades materiales. Y en el terreno nuevo en el que esa crítica se
ejerce, esta vuelta del revés equivale a considerar a quienes, con su trabajo, hacen
posible la satisfacción de las necesidades básicas, primarias (y la creación de otras
nuevas: «necesidades históricas»), es decir, a los trabajadores manuales y a los
campesinos, como aquellos que se alinean al lado de la base del sistema social; por
el contrario, la cultura, y el «trabajo intelectual» que se le coordina (el Espíritu
absoluto) aparecerá como superestructura, reflejo de la base, y, por tanto, sin
energía propia, en principio, pese a su importancia. La conciencia, como conciencia
absoluta (hegeliana) es ahora, sobre todo, la falsa conciencia (y aquí encuentra su
genuina realización la «abstracta» doctrina kantiana sobre la «ilusión
transcendental» por la que se constituye la conciencia pura).
5. Pero si esta falsa conciencia, con todo lo que ella implica, se sostiene –si la
autoconciencia se sostiene ilusoriamente como algo absoluto y que, por tanto, debe
ser separado de la base (aun cuando se reconozca a esta «base» –como ya la
reconoció Hegel– una prioridad histórica, cronológica)–, esto es debido
precisamente a la división del trabajo en manual e intelectual, consecutiva a la
división de la sociedad en clases, a la apropiación privada de los medios de
producción, a la constitución del Estado. No se trata pues, de que Marx «haya
enseñado» a los hegelianos que antes de la vida espiritual es preciso subvenir a las
necesidades básicas –porque esto Hegel lo sabía perfectamente. Lo que Hegel
había enseñado es que la separación de estos trabajos, tras una larga experiencia
(un largo viaje, el que se relata en la Fenomenología del Espíritu), la separación de
las clases, es el proceso regular por el cual el Espíritu alcanza la conciencia de sí
mismo. Y lo que Marx nos dice es que, en esta separación, es en donde el hombre
se oculta a sí mismo como falsa conciencia, como ideología y superestructura. Se
trata de cambiar el mundo, no de interpretarlo. Pero se diría que al atribuir Marx a
los filósofos del pasado la función de interpretar el mundo, ha sido, en parte al
menos, víctima de un espejismo. Porque esta función, no es que sea errónea como
proyecto, es que es irrealizable, es ella misma irreal. Si interpretar el mundo,
entendiendo como misión suprema (la «consciencia gnóstica» hegeliana) es un
proyecto de la falsa conciencia, ello será debido precisamente a que no es real –
porque la conciencia falsa es falsa por ser irreal, por representarse lo que no es–.
Luego entonces no puede decirse que los filósofos hasta ahora hayan interpretado
solamente el mundo, porque entonces hubieran sido reales, y su conciencia no sería
falsa conciencia. También esos filósofos habrán transformado el mundo, también
habrán actuado prácticamente –por ejemplo, deteniendo «el progreso» o
colaborando, como ideólogos, a su detención. La distinción no hay que ponerla,
entonces, entre una supuesta conciencia (interpretativa, teórica) y una realidad
(práctica) –sino entre una práctica dada en una dirección (por ejemplo, reaccionaria),
y otra práctica dada en direcciones opuestas (por ejemplo, revolucionarias). Es muy
torpe, desde el punto de vista conceptual, tratar de resolver estas dificultades
construyendo conceptos híbridos como el de «práctica-teórica» o «teoría práctica»,
porque la «teoría» y la «praxis» son conceptos conjugados. El espejismo de Marx
sería así similar a aquel que padece el racionalista cuando critica el concepto de
revelación del teólogo: negando que pueda ser verdadera toda revelación
sobrenatural, rechaza, como incompatibles o ininteligibles, los contenidos
sobrenaturales del dogma y se despreocupa de ellos –pero con esto, les sigue
otorgando, sin quererlo, un estatuto sobrenatural (porque el racionalista tiene que
poder explicar el dogma sobrenatural y, por tanto, entenderlo como resultado de
procesos naturales).
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III
La variación del «marco material» del marxismo clásico
Pero, ¿cómo formular estas variaciones? Puesto que toda formulación implica,
desde luego, un sistema implícito de conceptos desde los cuales pueda ser
establecida, entonces, es pertinente considerar las relaciones que los sistemas de
conceptos que quieren formular la variación del material en relación con los
conceptos marxistas, puedan guardar respecto del propio marxismo clásico.
Ante todo, habrá que referirse a la posibilidad de contemplar esta «crisis del
marxismo clásico» como testimonio o prueba de su error. Sencillamente, el
marxismo clásico habría fracasado en su diagnóstico de la sociedad capitalista y en
los pronósticos acerca de su futuro. Descontando la defensa de este punto de vista
desde posiciones derechistas, creo que habría que clasificar en esta rúbrica a los
críticos del marxismo desde la izquierda –por ejemplo, desde el anarquismo–. En
particular, nos atrevemos a aproximar a esta rúbrica a los críticos radicales de la
Unión Soviética o de China Popular, a aquellos que contemplan al Estado derivado
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Ahora bien: nos arriesgamos a afirmar que es preciso distinguir dos modos,
esencialmente opuestos, y aún irreconciliables entre sí (en virtud de su diferente
inspiración y pese a que en muchos puntos particulares pueda darse la impresión de
que marchan de acuerdo) de reconocer la verdad del marxismo clásico, es decir, su
realización: un primer modo, que llamaremos monista y al que nos atrevemos a
atribuir una inspiración metafísica («armonista»); un segundo modo, aquel que
consideramos más genuinamente dialéctico.
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dialécticas, son las «leyes» de Oskar Lange asumidas por el grupo de Richta.
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entusiasta ayuda de una gran parte del proletariado). Fue esta dictadura (o, si se
quiere, la dictadura estalinista), aquella que, por la violencia (revolución agraria,
planes quinquenales) logró incorporarse a la «revolución científica y técnica»,
fundamentalmente, asimilando los métodos del capitalismo y aún los del fascismo,
en cuanto a la revolución técnica, administrativa y científica se refiere (desde el
taylorismo en un principio, hasta los científicos atómicos y espaciales nazis
después). Ahora bien: por precario que sea el socialismo de la Unión Soviética, es
evidente que su instauración ha significado, por sí solo, un cambio del marco
material del marxismo clásico. Por ejemplo, y sin haber alcanzado el comunismo, es
lo cierto que no puede hablarse en la Unión Soviética de un proletariado, en el
sentido que alcanzaba este concepto en el área capitalista. Acaso Marx no pudiese
considerar la Unión Soviética como una República Socialista; pero tampoco podría
seguramente ver allí una «explotación del proletariado», ni siquiera una «dictadura
del proletariado», en una sociedad en la que todos los trabajadores son ciudadanos
que no pueden detentar propiedad privada de los medios de producción, en la que
no hay «burguesía» (salvo en su sentido metafórico). «En el país soviético se han
logrado ya resultados muy sensibles (decía Krutschev en su informe del 6 de enero
de 1961) en la paulatina eliminación de las diferencias esenciales entre el trabajo
manual y el intelectual, como resultados de la grandiosa revolución cultural.» El
enjuiciamiento de la Unión Soviética desde las categorías del marxismo clásico, se
diría que es prácticamente imposible, pese a los esfuerzos del Diamat (teoría de la
«acumulación originaria socialista»). Se nos presenta así una primera paradoja
dialéctica: que es precisamente en el lugar en donde las transformaciones sociales
más profundas de nuestro siglo se han llevado a efecto tomando como guía los
conceptos del marxismo clásico, en donde se han creado situaciones nuevas que
los propios conceptos clásicos no pueden enjuiciar.
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IV
El nuevo concepto de «Fuerzas de la Cultura» en el contexto
de la variación del marco material del marxismo clásico
El concepto de «fuerzas de la cultura» implica así, por ello mismo, una precisa
formulación de aquella «variación del material» a la que nos hemos referido.
Esta formulación ¿es de signo monista (en el sentido en que antes hemos
empleado esta expresión) o bien es de signo dialéctico? No nos atreveríamos a dar
una respuesta terminante. Las posiciones de Santiago Carrillo, cuando se analizan
desde las coordenadas anteriores, se nos revelan ambiguas (acaso porque, podría
decirse, esas coordenadas son meramente abstractas). Sin embargo, vamos a
utilizarlas para ensayar que es lo que puedan dar de sí.
Acaso fuera posible decir que la tonalidad (poco «leninista», más «marxista»,
Cotarelo, «Sobre la teoría marxista del Estado», Sistema, nº 20, pág. 9) desde la
que se percibe la nueva situación, por medio del concepto de Democracia, es de
índole latina (romana, mediterránea) –la conciencia de unos derechos individuales
que la persona ha conquistado (la democracia formal tiene siempre algún
componente real) en su vida social y que son irrenunciables. No se especifican estos
derechos; pero es de presumir que no se reducen al voto. Incluyen, además de
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2. Ahora bien: sin perjuicio de estas diferencias de tonalidad (en virtud de las
cuales la tecnología de Richta, los factores objetivos, resultan mucho menos
divinizados que la democracia, que los factores subjetivos) es lo cierto que se
constata, como en Richta, en la tecnología científica (el «crecimiento fulgurante» de
las fuerzas productivas) la realidad de una situación nueva que obliga a plantear de
un modo distinto la estrategia comunista. Y ahora, las convergencias con Richta
aumentan en todo cuanto se refiere a la interpretación del nuevo «modo de
producción» del capitalismo avanzado. Nuevas fuerzas productivas han sido
liberadas por la revolución científico técnica. Con ellas, nuevas capas sociales
entran en el cómputo político: los ingenieros, los técnicos, los ejecutivos, los
administrativos –que ya no pueden ser reducidos a la condición de «meros
contables»– los profesores, indispensables para la «reproducción» de estas nuevas
capas sociales y que, a su vez, pasan a formar parte de ellas. El peso político de los
campesinos, decrece. A la vez, el desarrollo tecnológico científico hace posible y
necesaria la transformación del Estado capitalista en el Estado de los grandes
monopolios, de la producción a gran escala. Este proceso incluye dos efectos
opuestos y simultáneos:
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c) Tampoco cabe identificar las fuerzas de la cultura con esas nuevas fuerzas
productivas de las que el grupo Richta ha hablado largamente. Se diría que el
concepto de fuerzas de la cultura ha reducido al plano de la subjetividad (al plano
político, social) un concepto que designa una entidad objetiva, abstracta. Se produce
así una personificación o dramatización, una prosopopeya de lo que en el análisis de
Richta no puede tratarse en términos personales. Las «fuerzas de la ciencia» de
Richta (La civilización en la encrucijada, Artiach, 1972, pág. 59), «las más eficaces
de todas las que la comunidad humana ha conocido» –por tanto: fuerzas que se
conciben en el contexto de la revolución científica técnica en la misma línea que las
fuerzas de las máquinas, incluso que la «fuerza del trabajo» del trabajador que
produce plusvalía– al ser personificadas en el mismo contexto de esta revolución
científico técnica, se convierten en individuos vivientes, que se agitan, protestan,
suscriben documentos como el de los intelectuales del caso Dreyfus, establecen
alianzas o militan en partidos políticos: «Puede decirse que las Universidades y
centros docentes registraron en ese momento un salto de gran parte de las fuerzas
de la cultura...» (Eurocomunismo y Estado, pág. 44).
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b) Por otro lado, en cuanto incluye mucho de los antiguos «intelectuales» que
no se consideraban como fuerzas productivas –artistas, escritores, cómicos,
directores de cine–, el concepto de fuerzas de la cultura permanece fuera del marco
de la revolución científico técnica y por tanto, la razón de su soldadura con la «mano
de obra intelectual» permanece en la más completa oscuridad.
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autónomo –pertenece a otra escala que el orden de la base– pero tiene unos límites
en este desarrollo impuestos precisamente por las legalidades básicas que, sin
embargo, no están prefiguradas. La distinción entre base y superestructura se nos
manifiesta de este modo como una distinción abstracta, como la distinción de dos
perspectivas o escalas en las que se nos descompone el mismo proceso de la
producción –pero subrayando que este proceso, al ser descompuesto en estos dos
planos abstractos, se nos revela como un proceso dialéctico, porque los contenidos
dados desde cada perspectiva o plano no son «conmensurables».
Ahora bien: ¿pondremos en correspondencia las fuerzas del trabajo con las
fuerzas productivas de contenidos básicos y las fuerzas de la cultura con aquellas
que producen contenidos superestructurales? Al menos, la ambigüedad de todas
estas distinciones alcanza un grado similar. Globalmente, en «promedio», por decirlo
así, las fuerzas del trabajo corresponden evidentemente a las fuerzas productivas
(incluyendo a los trabajadores científicos y siempre que la ciencia funcione como
fuerza productiva, puesto que puede funcionar como «fuerza superestructural»:
amplias áreas de la ciencia matemática o de la Paleontología, no tienen relación
directa «con la producción»; son, en este sentido, puramente especulativas; sin
contar con la mayor parte de las ciencias culturales). Mientras, las fuerzas de la
cultura podrían redefinirse (al menos en una sociedad en la cual también son
trabajadores aquellos que producen formas superestructurales) precisamente en
función de la superestructura.
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el trabajo asalariado capitalista, todo el tiempo parece trabajo para sí mismos (en
virtud de los términos del contrato de trabajo) cuando hay una parte que es tiempo
para el capitalista. Suponemos que, desde el punto de vista marxista, la oposición
entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre no se agota en el contexto del
capitalismo, no es una distinción que haya de perder todo su sentido en el
comunismo (aunque sí se alteran profundamente sus determinaciones). Subsistirá
una distinción entre tiempo laborable (que concretamos en los días laborables) y el
tiempo de ocio (que concretamos en los días festivos). Y entonces, la distinción
toma inmediatamente contacto con otras distinciones anteriores al modo de
producción capitalista (a la manera como también la democracia es anterior –según
la profunda exposición de Santiago Carrillo– al modo de producción capitalista),
particularmente con la distinción entre los días de trabajo y los días de fiesta.
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ofrecen a los especialistas en los trabajos productivos, así como estos últimos le
ofrecían los suyos a aquellos en los días laborables, en un flujo de circulación
permanente. Los días libres, que eran días de culto a Dios, son ahora los días de la
Cultura: la comunión es ahora el consumo de los bienes culturales; las fuerzas de la
cultura desempeñan la función de los antiguos especialistas religiosos (los
«ministros del culto»). El reino de la Gracia es ahora el reino de la Cultura.
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