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Entre 1918 y 1945, es decir, entre las dos guerras mundiales, Brecht desarrolla
gran parte de su obra y de sus escritos teóricos.
En los años 40, en los años de la Segunda Guerra Mundial, siendo yo apenas un
adolescente, había incursionado en el teatro. Había logrado crear una Compañía
Juvenil de Teatro Popular, la cual yo dirigía, e inclusive, en la que actuaba. El
teatro vernáculo en Cuba tenía una larga tradición y sus cómicos disfrutaban de
un gran prestigio en el pueblo. Era un teatro bufo, de vocación política y donde la
música, el baile, la pantomima, eran tan importantes como el diálogo, de fuerte
acento popular. Para mí, como para cualquier joven de un barrio popular, ese
teatro constituía un espacio legítimo en nuestra cultura. Sin embargo, no era así
para todo el mundo. Se me reveló que lo que se consideraba verdadera cultura no
tenía nada que ver con este teatro popular. La verdadera cultura se desarrollaba
con valores más profundos y era sostenida por minorías ilustradas. De todas
maneras, disfrutar a Bach o a Mozart, no me impedía disfrutar a los grandes de
nuestra música popular. Pero todo conducía a que nos desarrolláramos, más de
afuera hacia dentro que de adentro hacia fuera. Fue así que pensé que el cine
podía estar destinado a superar esta desdichada dicotomía. No obstante, siempre
me he considerado un deudor del teatro nacional.
Los años 50 no fueron todavía, para nosotros, los años de Bertolt Brecht. Fueron
los años en que, sin saberlo, preparábamos el camino que nos conduciría a
reencontrarlo en los años 60.
El neorrealismo italiano era nuestra gran bandera cultural en esos años 50.
Habíamos regresado de Italia en 1954, aunque Cuba estaba bajo una férrea
dictadura. Nos integramos al grupo presidido por Vicente Revuelta que pretendía
desarrollar un movimiento teatral de profundas raíces populares. Vicente ha sido
el teatrista más importante que ha tenido nuestro país. Lo primero que hizo el
pequeño grupo fue ponerse a estudiar marxismo. Estábamos empeñados en
conocer nuestra realidad, nuestra historia, nuestra cultura y nuestra relación con el
mundo. Y nada mejor que el marxismo que nos planteaba: «No solo se trata de
interpretar al mundo, sino de transformarlo».
Brecht hablaba de que nada era natural, que todo estaba hecho por los hombres y
que, por lo tanto, todo era transformable. También insistía en que el teatro con un
nuevo objetivo social, no solo debía llevarse adelante como lucha estética, sino
también como lucha política. Reclamaba un teatro de ideas. Decía «Las ideas son
como el dinero, son para gastarlas no para guardarlas».
En esos años difíciles se logró hacer algo en teatro y en cine. En teatro, Vicente
hizo Juana de Lorena, de Maxwell Anderson. Su hermana Raquel, una de las
actrices más grandes que ha dado nuestro país y la más popular de la televisión en
esos años, haría el personaje de Juana. Yo escribiría la adaptación a la realidad
cubana y Vicente haría una bellísima puesta en escena donde, de alguna manera, la
obra reflejara la lucha que en la Sierra Maestra libraban los barbudos de Fidel
Castro.
En cine yo haría, junto con Tomás Gutiérrez Alea (que también había estudiado
cine en Roma) y Alfredo Guevara (que años más tarde sería el presidente del
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, ICAIC), el corto titulado
El Mégano, que mostraba la vida miserable que llevaban los campesinos al sur de
La Habana.
Como era de esperar, tanto la obra de teatro, como el pequeño filme, no fueron
del agrado de la dictadura. Yo fui preso y tuve que entregar el negativo de El
Mégano. Era evidente que no podíamos lograr por las buenas, lo que nos negaban
por las malas. Nos dedicamos entonces a la lucha clandestina en la ciudad. Era la
forma más concreta de solidarizarnos con los que en la Sierra Maestra, mediante
la lucha armada, se enfrentaban a la dictadura.
En 1959 triunfa la Revolución Cubana. La primera ley de carácter cultural fue la
creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).
La Revolución nos revelaba que la guerra con España había sido una guerra
inconclusa. Los Estados Unidos sustituyeron a España y, disfrazados de buenos
demócratas, durante más de medio siglo, aplicaron un sistema neocolonial que
frenaba nuestro desarrollo e incrementaba la pobreza. Todavía hoy, la
Revolución, que pronto cumplirá cincuenta años, concentra sus mejores esfuerzos
en impedir que ellos se apoderen otra vez de Cuba y vuelvan a imponer su política
anexionista.
Los años 60 fueron para nosotros los años de Bertolt Brecht. Vicente Revuelta
consolidaba su grupo y se creaba Teatro Estudio. El experimento en la escena iría
del brazo de los clásicos del teatro mundial. Y, por supuesto, Brecht ocuparía un
primerísimo lugar en su repertorio. No solo se estudiaron y expandieron sus
teorías sino que Vicente puso en escena algunas de sus obras más conocidas.
Madre Coraje y sus hijos, El alma buena de Sechuán, Galileo Galilei, resultaron grandes
éxitos de público y de crítica y permitieron que, al fin, las teorías de Brecht
también tuvieran para nosotros el lugar cimero que ocupaban en la cultura
universal.
En 1967 yo hice el filme Las aventuras de Juan Quinquín. Era mi tercera película.
Anteriormente había realizado otras dos siguiendo las pautas del neorrealismo
italiano. Eran no solo dos filmes desfasados en el tiempo, sino que representaban
una pobre, deslucida e ineficaz manera de contar una historia de contenido social.
Ahora, con Las aventuras… encontraba mi manera de contar. El filme resultaba
una especie de espectáculo de la destrucción del espectáculo. Comprendía que una
nueva dramaturgia no salía de la nada, sino de las cenizas de la vieja. El mensaje
político exigía una nueva respuesta estética si no quería terminar en un panfleto o,
en el mejor de los casos, en una pieza didáctica. Estas reflexiones vinieron a
posteriori, ya que no se realiza un filme, ni ninguna obra de arte, pensando en
aplicar una determinada teoría.
Brecht decía que el teatro es teatro. También podíamos decir que el cine es cine;
es decir, ambos medios no son la realidad, son ficciones que nos ayudan a
entender mejor la realidad. Aparentar que son lo que no son resulta enajenante. El
rechazo al naturalismo se hace indispensable para tener con el espectador una
relación más productiva, desde el punto de vista estético. No tiene valor artístico
alguno que en un filme se gasten millones de dólares en recrear una época, en
detrimento de la idea que la sustenta.
«Ah, nosotros
los que preparamos el camino
de la amabilidad
no pudimos ser amables
entre nosotros.
Ustedes, sin embargo,
cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea
el amigo del hombre
piensen en nosotros
con indulgencia.»